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Introducción
La segunda objeción que tratamos en esta nota es el alcance del aislamiento cultural,
social y económico de los pobres de lo establecido en el ámbito urbano que inhibe su auto ayuda,
requiriendo así de la intervención de entidades externas, sean el Estado, los partidos políticos o
las organizaciones no gubernamentales. El aislamiento en que se supone se encuentran los
pobres urbanos fue la mira de los estudios iniciales sobre la pobreza en América Latina. Para
algunos comentaristas de los años cincuenta y sesenta, la rápida urbanización de América Latina
resultó en colapsos de la estabilidad política, de la integración familiar y comunitaria y en la
salud mental de los emigrantes. Oscar Lewis argumentó en contra de la teoría del colapso, pero
la reemplazó por la cultura de la pobreza, que enfatizaba el fatalismo de la pobreza urbana,
sobreviviendo al margen de la economía y sin vínculos con los sindicatos u otras organizaciones
solidarias (Lewis, 1952, 1968). La marginalidad de la pobreza urbana se convirtió en un
importante elemento en el análisis y los programas de los partidos demócrata cristianos de
América Latina de los años sesenta, que abogaron por la solución de la promoción popular por
medio de varias formas de organización cooperativa. La desorganización, desesperación y
necesidades de los pobres los hacían, de acuerdo a éste análisis, partidarios potenciales de
políticas populistas y autoritarias, impidiendo el desarrollo democrático (Vekemans y Giusti,
1969/70). Estas perspectivas de marginalidad, las cuales continúan ejerciendo influencia en las
percepciones de la pobreza urbana y en sus soluciones, suministran un punto de referencia para
examinar la investigación sobre las redes, el capital social y las organizaciones populares. En un
estudio reciente, Luis Beccaria, Laura Golbert, Gabriel Kessler y Fernando Filgueira (1998)
contrastan las perspectivas de marginalidad con aquellas que enfatizan el potencial que tienen los
pobres para escapar de la pobreza por medio de la utilización estratégica de sus activos,
combinados con el apoyo de organizaciones de la sociedad civil y del Estado por medio de
políticas de bienestar social. Asimismo, Rubén Katzman ha estado dirigiendo una investigación
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que considera tanto a los activos y al potencial de los pobres y a los factores institucionales que
los excluyen, algunas veces en forma permanente, de un adecuado nivel de vida (cf. CEPALC,
1996). Caroline Moser también ha realizado investigaciones siguiendo estas líneas en un estudio
de cuatro comunidades urbanas. El trabajo de Moser se concentra en la capacidad de los pobres
de manejar sus activos (incluyendo recursos tangibles e intangibles) y explora cómo dicho
manejo de activos incide en la vulnerabilidad familiar (cf. 1996, 1998). Nuestra mira en esta
nota de investigación será similar a la de ellos.
Redes sociales
Las relaciones dentro de las comunidades urbanas pueden ser analizadas en términos del
predominio relativo de estos tipos de redes. La investigación en varios países ha demostrado que
las redes son elementos importantes en la cohesión comunitaria, en la calidad de las relaciones
entre las familias y en la gama de información disponible a las familias e individuos (Hannerz,
1980). Sin embargo, no existe ninguna correlación simple entre el tipo de red y la promoción
eficaz de la acción comunitaria o de la autosuficiencia debido a que cada tipo de red tiene puntos
fuertes y débiles distintos. Una consecuencia de los vínculos múltiples es que la red de una
persona está muy interconectada dado que es probable que sus miembros compartan muchas
actividades en común. Los vínculos múltiples, de este modo, tienden en resultar en grados
elevados de integración y de respaldo social dentro de la red, pero para excluir a los no
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miembros. El grado de conexión y de multiplicidad de las redes dentro de las comunidades
puede suministrar un fuerte apoyo a la estabilidad matrimonial, pero igualmente pueden resultar
en una separación marcada de las funciones entre hombres y mujeres (Bott, 1971).
Las comunidades que tienen como base a las personas y las familias con redes de
vínculos simples serán menos integradas, pero también más pasibles de ser abiertas hacia fuera
ya que las redes aisladas contendrán relaciones variadas y dispersas. Esta apertura es lo a que
Granovetter (1973) llamó “la solidez de los vínculos débiles”. En su investigación sobre
búsqueda de empleo, Granovetter señaló una de las ventajas más importantes de las redes con
base en vínculos simples —que se extienden más allá de la comunidad inmediata de compañeros
de trabajo o de vecinos, donde la información sobre empleos se duplica rápidamente en personas
y lugares que suministran nueva información y sirven para encontrar empleo. En contraste, los
vínculos sólidos restringen la búsqueda de empleos, pero lo hacen por medio de intermediarios y
de la contratación por recomendación verbal que permite a los pobres y los no calificados
conseguir trabajo al asentarse masivamente en empleos en pequeñas empresas que buscan mano
de obra barata, pero fiable. Estos procesos están documentados en ciudades con grandes
diferencias en estructura económica y organización urbana, tales como los estudios de Waldinger
(1997) sobre el éxito de los inmigrantes pobres hispanos en obtener empleo en Los Angeles o en
los estudios anteriores de Lomnitz (1977) de los emigrantes a un barrio pobre de la Ciudad de
México. El análisis detenido de Espinosa (1995, 1998) de la creación de redes entre los pobres
urbanos de Santiago muestra la importancia de éstas redes para la supervivencia de los pobres.
Las mismas se basan principalmente en pequeños grupos de vecinos y, sin embargo, tienen una
capacidad limitada para negociar la obtención de servicios estatales o para generar acción
colectiva.
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La “historia de éxito” en términos relativos de la creación de redes sociales entre los
pobres urbanos en América Latina ocurrió en el período en el que varios factores favorecían
crear redes sociales sobre bases diferentes —afinidad, barrio, trabajo y religión. La migración
sustancial del campo hacia la ciudad con el traslado consiguiente de las relaciones básicas fueron
algunos de estos factores (Altamirano e Hirayabashi, 1996). Este tipo de solidaridad de redes se
mantiene evidente entre los inmigrantes internacionales a las ciudades de los EUA provenientes
de aldeas y pequeños pueblos de México (Massey y otros, 1994, Smith, 1998). El proceso de
asentamiento informal con el cual se construyó la ciudad latinoamericana también contribuyó al
fortalecimiento de las redes sociales por la cooperación entre los primeros pobladores en defensa
propia en contra del desalojo, para instalar infraestructura urbana básica y construir instalaciones
comunitarias (Leeds, 1969). También, las labores de la economía informal urbana, recurso
principal de empleo para los pobres urbanos, fomentaron las redes sociales debido a que éstas
fueron elementos claves para el acceso a mercados, abastecimientos o a la fuerza laboral (Arias,
1988; Benería y Roldán, 1987; Bromley, 1979; Escobar, 1986). El crecimiento urbano retó a las
iglesias a asegurar el porvenir de los nuevos habitantes urbanos. Los grupos protestantes en
muchas ciudades latinoamericanas suministran comunidades accesibles para aquellos sin otras
fuentes sólidas de apoyo social, pero así lo hacen también las comunidades de base católica y
grupos de devoción (De la Peña y De la Torre, 1990). Una de las atracciones de las sectas
protestantes para las mujeres pobres de la Ciudad de Guatemala en los años sesenta era el
suministro de redes “suplentes” a aquellos sin vínculos fuertes de afinidad y de los medios para
hacer que el comportamiento de los varones se sujetara al control de la comunidad (Roberts,
1968).
Los factores que incentivaron la creación de redes sociales entre los pobres urbanos están
cambiando ahora y la investigación necesita tratar estos cambios en las circunstancias. La
historia de Vicente Espinoza (1998) sobre la acción colectiva entre los pobres urbanos de
Santiago subraya la necesidad de ubicar la naturaleza de estos movimientos, sus demandas y su
cohesión dentro del contexto de los cambios políticos y económicos. En toda América Latina se
da una disminución en la contribución de la migración rural-urbana hacia el crecimiento urbano
y consecuentemente de redes sociales de origen rural entre los pobres urbanos. Cuando las
ciudades maduran en términos de su infraestructura, lo propio hacen los asentamientos
informales que también se transforman en una parte normal de la ciudad (Gilbert y Ward, 1985).
Alquilar se hace cada vez más importante aún en asentamientos marginales (Gilbert y Varley,
1990). Al tener lugar estos procesos, probablemente disminuya la cohesión comunitaria y existe
alguna evidencia de que los nuevos pobladores, que a menudos son arrendatarios, tienen pocas
relaciones de apoyo dentro del asentamiento. Es también probable que los cambios económicos
recientes socaven las bases de las redes sociales entre los pobres urbanos. La competencia de los
productos importados amenaza la viabilidad de los pequeños talleres, conduciendo a un alto
movimiento de las empresas en este sector. La industria nueva orientada hacia la exportación
tiene pocos vínculos con los sectores de pequeña y mediana escala y los empleos en el sector
industrial de gran escala excluyen a los pobres, puesto que los requisitos educativos altos se
convierten en la norma para el reclutamiento. Más que en el pasado, el sector informal se
convierte en un sector de subsistencia con pocos vínculos económicos con el sector formal. Las
redes sociales de los pobres urbanos de hoy tienen actualmente menor capacidad de acceso a
empleos que en el período de la industria de sustitución de importaciones.
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Los actuales procesos sociales y demográficos dificultan también el tipo de creación de
redes sociales que ocurrió en el pasado, sea del tipo fuerte o del débil. Es probable que los
cambios en la organización urbana señalados anteriormente tengan diferentes consecuencias para
las redes de hombres y de mujeres, de viejos y de jóvenes. Los índices de participación
económica femenina han aumentado sustancialmente desde inicios de los ochenta, incluyendo
entre ellos a las mujeres casadas con hijos (De Oliveira y García, 1996). Las mujeres que tienen
que trabajar para ganarse la vida y realizar todavía los quehaceres domésticos, tienen menos
tiempo para invertirlo en la creación o en el mantenimiento de redes sociales (Chant, 1991;
González de la Rocha, 1986). También resulta probable que cuenten con menos tiempo para
contribuir a las labores voluntarias necesarias para sostener la organización de base comunitaria.
Mientras las oportunidades de empleo dependen menos del aprendizaje formal e informal y de
las recomendaciones de parientes, los jóvenes forjan relaciones sólidas con sus semejantes y
utilizan esas redes para hallar empleo o emigrar, tal como lo muestra Hernández (1997) en
jóvenes de Monterrey, México, quienes emigran “a l’aventura” a los Estados Unidos. La
investigación reciente en México informa que la incertidumbre de la economía urbana conduce a
los hijos adultos a emigrar a otras ciudades y a los EUA en busca de empleo, abandonando a sus
padres a cambio del progreso personal (González de la Rocha, 1998).
Las tendencias que identificamos como que pueden debilitar el papel de apoyo a las redes
sociales, ya sean que se basen en afinidad, barrio o trabajo, variarán con las ciudades,
dependiendo de factores, tales como la volatilidad del mercado de mano de obra urbana, el grado
de movilidad residencial y migración interurbana y el tamaño de la ciudad. Sin embargo, estas
tendencias sugieren que la investigación y la política necesitan tratar el tema de los posibles
substitutos de las redes sociales, ya sea en términos del apoyo social o en términos de la
recolección de información. Se puede acceder potencialmente a la información, por ejemplo, a
través de centros de información de base vecinal. Estos necesitarían estar dotados de personal
entrenado en el manejo de servicios de información por computadora, lo que tal vez requiera del
apoyo de las ONG, pero también darían la posibilidad de entrenar a personas del vecindario en
su uso. Los grupos locales de acción comunal ya utilizan el Internet. Hemos encontrado casos
de inmigrantes en nuestra investigación actual sobre la migración mexicana hacia los EUA, que
no tienen redes sociales extensas, haciendo uso de sitios de charlas en el Internet para crear redes
sociales con otros sobre posibilidades de empleo en México y en los Estados Unidos.
Capital social
El concepto de capital social se usa para explicar cómo las relaciones entre las personas
pueden suministrar acceso a recursos que benefician tanto a las personas como a los grupos.
Aplicando el concepto a los pobres, algunos escritores dan a entender que la generación de
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capital social puede aliviar las desigualdades resultantes de la carencia de capital material o
humano. Si bien a menudo se le atribuye al economista Glenn Loury la introducción del
término, este ha sido más analíticamente desarrollado por los sociólogos Pierre Bourdieu, James
Coleman y Alejandro Portes. De acuerdo con la visión de Bordieu (1992: 119), “el capital social
es la suma de los recursos, reales o virtuales, acumulados en un individuo o grupo en virtud de
poseer una red duradera de relaciones más o menos institucionalizadas de conocimiento y
reconocimiento mutuo.” Coleman (1988: 98) define al capital social por su función. “No es un
ente aislado sino más bien una variedad de entes diferentes con dos elementos en común:
consisten de algunos aspectos de las estructuras sociales y facilitan ciertas acciones de los actores
–ya sean personas o actores en grupo– en la estructura.” Por lo tanto, para ambos autores los
individuos o los grupos pueden tener acceso al capital social y este se genera por las
interacciones entre los actores. Si bien las obligaciones, expectativas, lo fidedigno de las
estructuras, información, normas y sanciones eficaces representan formas importantes de capital
social, las estructuras sociales que lo facilitan incluyen el cierre de redes y la organización social
apropiada (Coleman, 1988). Por consiguiente, el capital social es un producto del arraigo
(Portes, 1995). El cierre de las redes es importante porque alienta el consenso sobre las normas y
permite a las personas generar la confianza necesaria para la transferencia del capital social. La
organización social apropiada se relaciona con las organizaciones que existen para propósitos
específicos que más tarde suministran otros recursos a los individuos involucrados. Coleman
(1988: 108) proporciona el ejemplo de un grupo de vecinos organizado para exigir aceras y
cañerías. Las relaciones creadas en este grupo proporcionan más tarde otros beneficios a los
residentes, incluyendo la disponibilidad de un grupo de niñeras para servicio común.
De esta manera, el capital social normalmente surge como resultado de otras actividades.
Resulta importante que el capital social puede ser destruido si las relaciones sociales no se
mantienen y es probable que se desgaste si existe una carencia de cierre y de estabilidad, o de
una ideología impuesta de autosuficiencia individual (Coleman, 1990). Portes (1995) añade al
concepto analítico apuntando que el capital social es la “capacidad de los individuos de disponer
de recursos escasos en virtud de la participación en redes o en estructuras sociales más amplias.”
Eso significa que los recursos adquiridos por medio de las relaciones sociales no constituyen
capital social por sí mismos. Más bien, el capital social se relaciona con la capacidad de las
personas de tener acceso a aquellos recursos a su pedido. Portes (1995) sigue describiendo las
cuatro fuentes del capital social, que pueden ser utilizadas para evaluar la existencia y solidez del
capital social en diferentes tipos de comunidades: valores, solidaridad confinada, reciprocidad y
confianza valedera. La motivación detrás de las dos primeras fuentes es altruista, mientras que
las otras dos son instrumentales por naturaleza. Cada fuente de capital social resulta en la
transferencia de recursos a un nivel distinto. Los recursos transferidos de una fuente de valores
están enraizados en imperativos morales, como los proporcionados a los niños por sus padres.
Aquellos que se basan en la solidaridad confinada podrían involucrar regalos para alguien con
quien el proveedor comparte una identidad común. Los recursos enraizados en la reciprocidad
involucran la expectativa de ganancias comparables, por ejemplo la información o los favores
concedidos a socios de empresas. Finalmente, los recursos enraizados en las relaciones de
confianza valedera son sostenidos por las sanciones de grupo e involucran la expectativa de
condiciones de vida más altas como también de ganancias comparables (Portes, 1995: Figura
1.3).
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Se ha demostrado frecuentemente que la presencia del capital social es un recurso
práctico para las personas y los grupos. Espinosa y Massey (1998) cuantifican la importancia del
capital social al que se tuvo acceso a través de redes transnacionales para inmigrantes potenciales
hacia los Estados Unidos. Bebbington (1997) documenta las maneras que el capital social
inherente en las relaciones entre miembros de cooperativas agrícolas y de organizaciones de base
y entre aquellas organizaciones e instituciones fuera del área y las redes han mejorado el nivel de
vida de los miembros.
Si bien el capital social, tal como lo describe Portes, involucra beneficios a nivel
personal, Coleman (1988) también habla del aspecto del “bien común” del capital social, por el
cual se beneficia a todos en una estructura social particular y no sólo a las personas cuyos
esfuerzos la han hecho eficaz. Es este aspecto de “bien público” el que subraya Robert Putnam.
Desde el punto de vista de Putnam (1993), el capital social “se relaciona con las características
de la organización social, tales como las redes, las normas y la confianza, que facilitan la
coordinación y la cooperación para beneficio mutuo.” En un análisis evocador del relato de
Alexis de Tocqueville sobre la democracia en los Estados Unidos a principios del siglo
diecinueve, Putnam sostiene que la tradición cívica del norte de Italia ha generado una economía
y sociedad exitosas y vibrantes. Esta tradición cívica está arraigada en los antiguos gremios,
hermandades religiosas y sociedades de notables que han evolucionado a cooperativas,
sociedades de ayuda mutua, asociaciones de vecinos y en las sociedades corales actuales. Esto
engendra confianza y reciprocidad, facilita la coordinación y la comunicación y proporciona
modelos exitosos para la colaboración futura, elementos ausentes en las regiones atrasadas
económicamente del sur de Italia, las cuales son sus puntos de contraste (1993). Para Putnam,
establecer el compromiso cívico (y de este modo del capital social) es vital para el desarrollo
económico. Por eso, aboga por el sustento de organizaciones de base como parte de los
esfuerzos de desarrollo. El trabajo de Putnam sobre capital social conduce a las
recomendaciones de nivel político que involucran a las organizaciones populares: para mejorar la
suerte de los pobres, debemos invertir en actividades que los involucre en asociaciones cívicas o
en movimientos de base.
Sin embargo, resulta dudoso el grado en el cual la participación cívica es una solución
para los problemas de los pobres urbanos. Portes y Landolt (1996) sostienen que no es
meramente una carencia de capital social, sino más bien de recursos económicos lo que
constituye la raíz de los problemas de los pobres urbanos. Moser (1996: 61) agrega, “... cuando
los activos [de la familia] se agotan, estas dejan de sostener a las comunidades.” Además, las
fuentes disponibles de capital social no son universales. Más bien, la participación en una red
social está normalmente relacionada a la raza, clase o sexo que se tenga y es improbable que los
miembros de los grupos subordinados tengan acceso a los recursos que les permitan salir de la
pobreza (Fernández-Kelly, 1994: 98). En un estudio patrocinado por el Banco Mundial de cuatro
comunidades urbanas, Moser (1996) halló que las crisis económicas tenían efectos desiguales en
la capacidad de los individuos de tener acceso a fuentes de capital social. Moser informa de una
utilización más intensa de las redes de reciprocidad en actividades como el cuidado de niños,
compartir alimentos, agua y las tareas de cocina, pero la gente también empieza a perder la
confianza en sus vecinos con el aumento de la delincuencia Además, la necesidad económica
generalmente exige que las mujeres trabajen fuera del hogar. Dado que las mujeres son las que
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probablemente participen más en el manejo cotidiano de las organizaciones de base comunitaria,
estas sufren cuando las mujeres se van a trabajar.
Para mejorar nuestra comprensión del capital social, es necesario realizar estudios de
barrios y de poblaciones marginales en donde esto se dé con fuerza, como también de programas
de participación de comunidades urbanas, tales como los de salud y de construcción de vivienda
en el estado de Ceará en Brasil. Las observaciones de Esteva (1995) sobre Tepito, un barrio de
la Ciudad de México, puede servir como ejemplo. Los residentes del barrio, con la colaboración
de varios artistas, arquitectos e intelectuales han trabajado para revitalizar la comunidad en
términos de infraestructura, control del crimen, como también de la solidaridad social, creando
una situación a la que Esteva denomina “gobernabilidad directa de la comunidad.” Es
importante señalar, sin embargo, que Tepito se beneficia de una economía relativamente
autosuficiente, semejante a lo que Friedmann (1989) llamó una economía de barrio. Es
cuestionable la medida por la cual una economía urbana compleja puede operar a través de
economías de barrio. Los análisis futuros deben también estar atentos a las limitaciones y a los
usos malsanos del capital social, como lo indican Portes y Rubio.
A un nivel operativo, los esfuerzos para generar el capital social deben enfocarse en la
creación de las bases de la confianza y de la estabilidad necesarias para el desarrollo del capital
social. La pobreza y la crisis económica conducen a una situación de inestabilidad, donde los
individuos no tienen mucho que perder al romper la confianza. La mejora de las fuentes de
empleo y la concesión de títulos de vivienda pueden ser dos áreas en las cuales podríamos
comenzar para generar estabilidad. Se pueden encontrar recomendaciones afines en la siguiente
sección.
Organizaciones populares
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ilegales, documentados por muchos autores, representan algunos de los primeros esfuerzos
organizados por parte de los residentes urbanos. Estos movimientos demandaron tierra y con el
transcurso del tiempo hicieron demandas al Estado por títulos de tierras, infraestructura y
servicios. Otras organizaciones, incluyendo las asociaciones de vecinos, organizaciones de base
comunitaria y Comunidades Cristianas de Base (las CCB), han tratado de encarar la solución a la
inadecuación de la vivienda y otras en la infraestructura, alimentos, servicios de salud y el
cuidado de niños por medio de exigencias al Estado o del autosuministro de esos recursos. Por
lo general, las mujeres son las participantes principales en esas organizaciones, tal como es el
caso de las cocinas comunitarias documentadas por Blondet en Villa El Salvador en Lima
(1991). Valdes y Weinstein (1993) proporcionan un informe detallado de los movimientos
vecinales en Chile, donde las mujeres fueron también las principales protagonistas,
organizándose para reducir los costos de alimentos, mejorar su situación de vida y obtener
servicios, incluyendo la educación.
Caldeira (1990) informa sobre la participación de las mujeres en las CCB y en otras
asociaciones vecinales en asentamientos periféricos de San Pablo a principios de los años
ochenta. Mientras que el enfoque de estos grupos comprendió la obtención de los recursos y
servicios necesarios, las mujeres por lo general explicaron los beneficios de su participación en
términos de hacer amistades, aprender nuevas cosas y adquirir autoestima. De hecho, en algunas
de las comunidades, las mujeres comenzaron a reunirse independientemente para considerar
otros temas, incluyendo la sexualidad y el control de la natalidad. Aunque no lo enmarca en esos
términos, el estudio de Caldeira demuestra cómo las fuentes de capital social llegaron a estar
disponibles a las mujeres como un derivado de la participación en la comunidad. Del mismo
modo, las mujeres de Villa El Salvador a menudo se involucraron en procesos de planificación
comunitaria más amplios como resultado de su participación en las cocinas (Lind, 1997). De
forma similar, Degregori, y otros (1986) demuestran que mientras las organizaciones de
autoayuda de San Martín de Porres en Lima disminuyeron con el paso del tiempo cuando la zona
se integró jurídicamente dentro de la ciudad, las actividades asociativas incluyendo los clubes,
sindicatos y grupos religiosos permanecieron sólidos. De esta manera, el vínculo entre la
participación de la comunidad y las fuentes generadoras de capital social parece claro.
Sin embargo, no se debe idealizar a las organizaciones populares como el camino para
salir de la pobreza. Touraine (1987) señala que los grupos populares urbanos en América Latina
están limitados por su enfoque en temas de alivio a corto plazo y rara vez dan lugar a una
organización duradera. Si bien tales grupos tienen que negociar necesariamente con el estado,
sus ideales están a menudo subordinados a las estrategias de los partidos políticos, como afirma
Castells (1982) que fue el caso de los movimientos de ocupantes ilegales en Lima. Mainwaring
(1987) señala que en Brasil, el clientelismo representan un estorbo para los esfuerzos de los
movimientos populares. Ward y Chant (1987) afirman que los gobiernos ejercen control político
en el trato con los líderes de los grupos comunitarios. Finalmente, las condiciones sociales que
facilitan la organización popular necesitan estar presentes. Por ejemplo, cuando los residentes de
los vecindarios urbanos tienen una gran movilidad y no tienen mucha información entre sí, es
improbable que se generen las redes estables y la confianza necesaria para el desarrollo de la
organización (y por ende el establecimiento del capital social)(Roberts, 1973). Finalmente, no
está claro que los residentes de los barrios pobres tengan siempre la sensación de que es
necesario mantener la participación en las organizaciones de la comunidad. Por ejemplo, en un
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estudio de cuatro vecindarios en Santiago, Portes (1971) afirma que los residentes se organizaron
cuando percibieron una necesidad y prefirieron comprometerse en otras actividades cuando sus
necesidades fueron satisfechas.
El papel cada vez mayor de las ONG en promover el desarrollo de las bases se ha dirigido
mayormente al fortalecimiento de la habilidad de las organizaciones populares para la lucha
contra la pobreza a largo plazo (Reilly, 1996). Recientemente, los organismos internacionales
han recurrido cada vez más a las ONG para ejecutar proyectos de desarrollo. Dado que es menos
probable que la burocracia las paralicen, las ONG pueden ser innovadoras en la resolución de
problemas y flexibles en satisfacer las necesidades, particularmente en los lugares con recursos e
infraestructura limitados que generalmente los gobiernos pasan por alto (Korten, 1990). Se
afirma que estas probablemente son menos corruptas que el gobierno y que a menudo gozan más
de la confianza de la población local (Charlton y May, 1995). También operan con menos costos
que el gobierno o los programas de organismos de cooperación. Quizás más importante, se dice
que las ONG son más capaces que los gobiernos de promover la participación local, lo cual
algunos observadores vinculan con la sustentabilidad de los proyectos (Cernea, 1998). Estas
ventajas estratégicas son las que mencionan los organismos internacionales de cooperación
cuando alientan el uso de las ONG como alternativa para los organismos gubernamentales en la
ejecución y prestación de servicios del sector público y de otros proyectos de desarrollo.
Las ONG han seguido en todo el mundo un curso evolutivo general. Las primeras
suministraron caridad y auxilio, mientras que las que surgieron más tarde se concentraron en la
organización y el desarrollo de la comunidad y con el tiempo, en el cabildeo y la promoción.
Hoy en día, en América Latina y en el resto del mundo, todas esas ONG continúan coexistiendo
(MacDonald, 1995). En los años sesenta y setenta, se crearon muchas en América Latina como
respuesta a las dictaduras militares de esa época. Ellas tendieron a interpretar políticamente el
desarrollo y la pobreza. En su trabajo junto a los grupos de base, sus objetivos incluyeron la
defensa de los derechos humanos y el fortalecimiento de las organizaciones populares,
particularmente en la lucha contra la dictadura. “En los años setenta, las ONG se consideraban
como espacios institucionales en los cuales los diferentes grupos sociales encontraron un canal
para la participación política... Durante este período, las ONG llevaron a cabo esfuerzos
importantes en organización popular y educación en toda América Latina” (Arellano-López y
Petras, 1994: 556).
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forma general, el sector que una vez se concentró en el desarrollo de la comunidad y que estuvo
efectivamente divorciado del Estado, ahora trabaja a menudo en la ejecución, mediando entre el
Estado y los organismos de cooperación por un lado y las necesidades y demandas locales por el
otro.
Las ramificaciones de la presencia de las ONG para las organizaciones populares son
ambiguas. Por un lado, la relación con el Estado y los donantes es prometedora para la
colaboración, como es el caso de las consultas establecidas por el Banco Interamericano de
Desarrollo entre los representantes del Banco, el Estado y la sociedad civil (ver a Valencia y
Winder, 1997). También puede mejorar la coordinación entre los actores, como también la
solidez institucional de las ONG. Además, Moser (1996) sugiere que estas pueden compensar
parcialmente la erosión del capital social que ocurre cuando las comunidades hacen frente a las
crisis. Por otro lado, los efectos de trabajar con el Estado y los donantes podrían no fortalecer a
la sociedad civil o no intensificar la participación cívica. Como lo señala MacDonald (1995),
muchas ONG que surgieron de la reestructuración económica a partir de los años ochenta se
concentran en soluciones individuales a los problemas sociales. Varios investigadores señalan
que la mayoría de las ONG no son realmente organizaciones de miembros, que cooperan entre sí
o que desempeñan un papel activo en la adopción de decisiones (Bebbington y Farrington, 1993;
Jelin, 1996; Nelson, 1996; Vivian, 1994). Si bien los recursos que proporcionan estas ONG a
menudo son críticos para la supervivencia, pueden crear dependencia en vez de capital social
cuando los proyectos no involucran la participación de la población local, o el resentimiento
cuando los beneficiarios principales de los proyectos son las elites de las comunidades. En un
análisis de las ONG en Zimbabwe, Vivian (1994) descubrió que el trabajo por medio de las elites
de la comunidad también significó a menudo que los más pobres al final no se beneficiaran de
los esfuerzos de las ONG. Esta situación se exacerba cuando los proyectos de las ONG que
dependen del financiamiento externo se desmoronan después que los fondos se acaban. Tales
situaciones pueden resultar en una mayor desconfianza entre los miembros de la comunidad.
Elizabeth Jelin advierte que el énfasis nuevo de los organismos de cooperación sobre la
sustentabilidad de las ONG “debe verse con inquietud, como un preludio para la restricción de
los fondos de apoyo y como un estímulo para que las organizaciones cambien su orientación
hacia proyectos cuya rentabilidad y eficacia se puedan medir de manera más fácil” (1996: 103-
104).
A pesar de las limitaciones de las organizaciones populares y de las ONG, ellas todavía
pueden asistir al alivio de la pobreza urbana. Como se señaló anteriormente, las organizaciones
populares a menudo sufren durante los tiempos de dificultades económicas, debido parcialmente
a que las mujeres necesitan sostener a sus familias trabajando fuera del hogar y carecen del
tiempo para participar. Resulta claro que su participación cada vez menor no significa que sean
menores sus necesidades. El acceso a la nutrición, atención médica, infraestructura, seguridad y
cuidado de niños adecuados perduran como inquietudes de importancia de los pobres urbanos.
Dado que no se pueden revivir los tipos de comunidades donde las mujeres pueden darse el lujo
de no trabajar fuera del hogar, se hace necesario que el Estado u otro ente externo preste esos
servicios. De esta manera, probablemente se seguirá acudiendo a las ONG. Sin embargo, esto
no significa que el trabajo de ellas debiera limitarse a la prestación de servicios o a la ejecución
de proyectos. Hay que hacer espacio político para aquellas ONG que demuestran la capacidad
de apoyar los esfuerzos de organización de las bases y la formulación de demandas por parte de
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los grupos populares. Si la retórica de los donantes y de los Estados que invocan el
fortalecimiento de la sociedad civil es sincera, entonces tienen que respetar, y de hecho financiar,
a aquellas ONG y grupos populares que son críticos del statu quo. Además, deben reconocer que
los resultados de los esfuerzos fructíferos para fortalecer la sociedad civil puede que no tengan
resultados tangibles o mensurables. En otras palabras, se le debe dar el espacio a la sociedad
civil para crecer y formular demandas en sus propios términos.
Conclusión
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