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Testigos del futuro.

Alejandro Hermosilla Sánchez.

Villoro, Juan. El testigo. Barcelona: Anagrama, 2004. Premio Herralde de novela


2004.

Esta reseña se ha realizado gracias a la concesión de una beca postdoctoral por parte de
la Fundación Séneca, Agencia Regional de Ciencia y Tecnología de Murcia (España) para el desarrollo de
una investigación sobre Sergio Pitol y la narrativa mexicana del siglo XX.

Es un hecho que la narrativa de Juan Villoro ha ido madurando, profundizando

en los retruécanos de su propia prosa y despojándose de ciertos artificios que aún así

hacían de sumo interés la lectura de sus ya lejanas Crónicas imaginarias y alentaban el

hallazgo de un futura promesa de la narrativa en ciernes en colecciones de cuentos como

La noche navegable o Albercas.

Lo cierto es que puede que sin proponérselo a partir de la construcción de un

plan previo, sustentado en su talento natural, su indudable capacidad de observación y

ayudado por un estilo siempre presto a alejarse de matices superfluos y que se

desenvuelve de manera armónica con la historia narrada, Villoro ha ido construyendo un

corpus narrativo que, con el paso del tiempo, se va antojando mayor y cuyo principal

protagonista no es sino la ciudad, México Distrito Federal, y el país donde se

desenvuelven la mayoría de estas historias: México.

Un corpus narrativo que ha ido, poco a poco, tejiendo una red ficcional sobre el

país mexicano y su capital, hasta configurarse como un verdadero retrato testimonial de

lo que supone vivir, crecer, madurar, sobrevivir y amar en el México de finales del siglo

XX y en el de principios del Siglo XXI. Y, desde este punto de vista, tanto sus relatos de

viajes como el excelente, cuidado y, para nada, anecdótico Palmeras de la brisa rápida:

un viaje a Yucatán o sus entrevistas y artículos sobre distintos escritores, artistas o


hechos políticos vienen a amplificar esta idea, teniendo en cuenta que incluso cuando en

estos textos, Villoro se ocupa de ciudades como Berlín o de músicos como Peter

Gabriel, pareciera que, en última instancia, todos estos recorridos o rutas alternativas

acometidas en la realidad y transfiguradas por su pluma, remitieran siempre, de una u

otra manera, a México. Nos vincularan a la manera en que los habitantes de la capital y

del país mexicano, se situaran o enfrentaran a los cambios y vaivenes modernos así

como a su capacidad para asimilar y hacer propios los ritmos sonoros, matices

pictóricos o innovaciones literarias de una contemporaneidad artística, vivida de manera

muy sui generis en México, como muy bien podemos deducir de una atenta lectura de

los textos de Villoro.

Y, desde luego, -más allá de sus narraciones infantiles en las que puede que

Villoro muestre su cara más escondida y oculta pero más sincera- a esta reflexión o

premisas primeras que habrían de tenerse en cuenta para comenzar a profundizar en su

hermosa El testigo, ayudaría el hecho de que, asimismo, sus dos primeras novelas, El

disparo de Argón y Materia dispuesta, sean dos obras en tránsito y metafóricas sobre el

trasunto del estado de una sociedad en búsqueda de sí misma y en un proceso de

redefinición constante como es la mexicana.

Pero si lo cierto es que tanto en El disparo de Argón como, sobre todo, en

Materia dispuesta, el ritmo narrativo al que nos empujaba Villoro para introducirnos en

sus realistas fábulas mexicanas, fluía, en ocasiones, de manera vertiginosa al tiempo que

el estilo se mostraba puntilloso en extremo –lo que no deja de ser una consecuencia

lógica de la faceta protagonista y superlativa que para Villoro como para un gran

número de escritores mexicanos ha poseído el género cuento-, en El testigo, lo primero


que llama la atención es cómo Juan Villoro ha madurado la trabazón narrativa y

estructural de una novela que se libera de cualquier tipo de artificio retórico para

concebir una historia meditada y pausada que, más allá de los complejos hechos

narrados, posee como punto central en su desenvolvimiento, una meditada paciencia a

la hora de tejer los distintos hilos, voces y tiempos de una narración desarrollada por

entero en presente pero que, sin embargo, apunta sin recatos a un tiempo amplio y

global: las facetas ocultas de la intrahistoria mexicana desde los años de la Revolución

y el ascenso del PRI y la guerra cristera hasta la primera victoria del PAN.

Por estas razones, podemos afirmar que El testigo es una obra de madurez en

todos los aspectos y donde, acaso por primera vez en el territorio novelístico, Villoro ha

alcanzado a dejar oír su voz sin temores, recatos ni asperezas de ningún tipo. Una

madurez que Villoro demuestra a la hora de enfocar desde los vericuetos de una prosa

porosa, construida a retazos, con talento de orfebre y tan argumentativa como lírica, los

procesos vertiginosos que corroen al país mexicano en el inquieto mundo posmoderno o

por su maestría en conciliar la historia personal de su personaje principal, Julio

Valdivieso, con la memoria colectiva de un país. Madurez que, asimismo, queda

reflejada por su capacidad en conjugar el aparato crítico y teórico de la novela con una

prosa lírica que, en ocasiones, bordea la épica en el sentido en que a través de toda la

novela, se forja una batalla íntima en la que el narrador es consciente, en todo momento,

de bucear en los pozos del fracaso o de pasear por el rincón de los perdedores sin temor

alguno a naufragar.

No cabe duda, por tanto, teniendo en cuenta estos aspectos que nos encontramos

ante una obra mayor que ha sido cuidada hasta el mínimo detalle y que se perfila como
duradera en la medida en que su pensada estructura camina siempre lentamente

buscando cifrar un pacto de complicidad con un lector al que se le respeta y se le

alecciona para que, lentamente, vaya adentrándose en los pormenores de una historia en

la que todo detalle está cuidado con esmero además de ubicado en el exacto y justo

lugar que corresponde para la coherente armonización de la tragedia íntima narrada.

Dividida en tres partes ( “Posesión por pérdida”, “La mano izquierda” y “El

tercer milagro”) y refiriéndose a un clásico temático en la literatura universal pero

singularmente recurrente en la literatura mexicana, (véase, sin ir más lejos, Pedro

Páramo) -la vuelta al pueblo, Los Cominos, donde pasó su infancia de uno de sus

antiguos habitantes quedando atrapado y transformado en él ante la realidad difusa que

encuentra- en El Testigo, Villoro se enfrenta sin miedos ni complejos y con un sano

escepticismo a gran parte de los tópicos, absurdos y temáticas complejas fabricados por

la modernidad mexicana.

Y para ello se sirve de un personaje, Julio Valdivieso, que decide regresar a su

país natal, México una vez que el PRI ha sido delegado del gobierno de México por el

PAN después de haber estado durante décadas interminables instalados en el poder, con

la intención de observar los nuevos cambios que este hecho ha deparado en su patria. A

la vez, este cambio del país quedará transustanciado e imbricado con su propia

personalidad y las modificaciones que sobre la misma ha ido obrando su alejamiento de

México así como sobre las de toda una generación golpeada por los años, los sucesos

acaecidos en Tlatelolco y la necesidad de regenerar su espíritu en el ansiado paraíso

terrenal europeo o norteamericano o en los paraísos artificiales de la droga para

comprender mejor una parte de sí mismos.


Lo que ocurre es que, después de ciertos años, tras Julio asoma una intrigante

verdad que, hasta ahora, ha conseguido opacar que refulge ferozmente ante su rostro

gracias al reencuentro con sus orígenes: su viaje hacia Europa no fue de descubrimiento

sino una huida. Durante sus años de adolescencia se vinculó amorosamente de manera

peligrosa y prohibida con su prima Nieves que, finalmente, no acudió a la cita decisiva

que debía unirlos para siempre y la tesis que lo condujo a Europa a ocupar un puesto de

maestro de literatura había sido un calco de un desconocido y fallecido estudiante

uruguayo. Por ello, este reencuentro con sus orígenes será un proceso doloroso, de

maduración y crecimiento personal en que el personaje irá despojándose de los artificios

que, hasta entonces, habían construido su biografía en la medida en que vaya

descubriendo diferentes verdades y cónclaves desconocidos de su vida –tanto su padre

como en su familia se habían vivido historias amorosas semejantes- y se sumerja,

merced a la telenovela sobre la guerra cristera que se ha de rodar en su pueblo natal, Los

Cominos, en los cimientos culturales de un México que, a partir de la óptica

posmoderna, aparece totalmente sumido en estado de descomposición, perdido en

búsqueda de unas raíces que no sabe dónde se esconden y sometido a un proceso

vertiginoso de cambio similar al que vivió la generación de Julio en décadas anteriores.

Nos confesará Julio en el capítulo inicial de la novela, “Los guajalotes”, dando

cuenta de la contradictoria relación de su persona y de toda su generación con México :

“En Europa siempre soñaba con el Canal México: veía Insurgentes, Niño

Perdido, Obrero Mundial, el cine Alameda de San Luis, con su falso cielo nocturno. Su

inconsciente no era de exportación. (...) La fragancia del chicharrón de pavo, los


manteles verdes y blancos, el rostro asombrosamente familiar de un mesero –bigote

canónico, nariz de muñeco de palo- le hicieron sentir que no había salido de México ni

había dormido en los últimos veinticuatro años” (Villoro 16-17,20).

Y si es cierto que las imágenes casi valle-inclanescas y grotescas de un México

caótico y deslavazado así como la frágil búsqueda de la identidad personal en el

catódico mundo contemporáneo, comienzan a ser un tópico de una gran parte de las

novelas mexicanas modernas, la inteligencia de Villoro consiste en haber sabido

engarzar la historia particular del personaje no sólo con la historia colectiva de toda una

generación individualista y disuelta entre las marismas del caos, sino, sobre todo, con el

poeta epígono de México en cuya vida podría resumirse y anticiparse el destino común

del país: López Velarde.

En este sentido, será fundamental la mágica inserción y comparación que entre

el presente de Julio y de México y el destino fatal de López Velarde realice Villoro, para

sumergirnos aún más en las libérrimas y descontroladas raíces del atónito México

moderno descrito en El testigo en el que nos encontraremos rodeados de cédulas de

narcotraficantes aparentemente invisibles, productores televisivos sumidos en un,

aparentemente, incoherente mundo de negocios, santones y constantes ecos de una

guerra cristera que como un islote detenido en la historia del siglo XX se vuelca sobre el

presente con la fuerza mayor de un obtuso ideal que aspirar a reverdecer.

Esencial serán, a su vez, los personajes secundarios –que, por momentos, saltan

al primer plano- como el padre Monteverde, el tío Donasiano o el Vikingo, cuyo aliento

no sólo permite engrasar la historia de Julio sino que la hacen más comprensible. Como,
asimismo, es fundamental el mérito de Villoro para ir cautelosamente descubriéndonos

las cartas de una narración que, poco a poco, y casi de manera casual, se va haciendo

ante un lector atento a contemplar cómo tanto la religión como la violencia soterrada o

el calibre social del dinero son tan sólo los tejidos visibles de la historia oculta de unos

individuos que parece marcada desde mucho antes de su nacimiento y, como hemos

prefigurado anteriormente, más concretamente, en los hechos que desencadenarían la

cruenta revolución y la construcción del México moderno anticipada por la simbólica y

fatal muerte de López Velarde.

Un escritor que, ubicado certeramente por Villoro en el punto nodal de su

narración, mostró, desde su particularidad regional abierta a los aires novedosos de la

modernidad literaria, el cómo todo un país pudo haber también efectuado este cambio

en lo que se refiere a su dirección política e histórica. Teniendo en cuenta que con López

Velarde la poesía comenzó a generar abundancias, extrañificaciones y ramificaciones de

todo tipo en torno a un arsenal metafórico que parecía saldar para siempre la deuda que

Amado Nervo todavía poseía con el modernismo de Rubén Darío y los movimientos

simbolistas franceses y sin dejar de huir de estas influencias, mostraba un talante único

y exclusivo mexicano en un tiempo en que la revolución zapatista y el posterior

advenimiento del PRI parecía que podían obrar este mismo milagro en la vida social y

política del país, se comprenderá mejor el porqué de su protagonismo central en El

testigo.

Nos dirá Julio del escritor de La sangra devota en la novela:


“López Velarde admitía en sus poemas las pugnas favoritas de la cultura

mexicana: la provincia y la capital, las santas y las putas, los creyentes y los escépticos,

la tradición y la ruptura, nacionalismo y cosmopolitismo, barbarie y civilización. Su rara

autenticidad dimanaba de estas contradicciones como caso único en la historia para

fundirse en la “lúcida neblina” de sus versos. En López Velarde la fe se tonificaba con

“íntimo decoro”; al mismo tiempo, los habituales del table-dance podían encontrar en él

a un cantor de las putas “distribuidoras de experiencia, provisionalmente babilónicas”

(Villoro, 52 y 53).

Y el padre Monteverde afirmará, igualmente, del mismo:

“- La Revolución tuvo dos caras, (...) Pensemos en López Velarde. La política lo

sacó de la provincia monótona, lo acercó a convicciones modernas que no hubiera

tenido de otro modo, lo llevó a la capital. ¿Qué hubiera sido de él encerrado para

siempre en Jerez? La nostalgia mejora las alacenas de compotas y los dulces de la

infancia. Sin ese viaje no hubiera extrañado “el santo olor de la panadería” ni “la

picadura del ajonjolí”. Fue progresista en la política pero entrañablemente reaccionario

en los recuerdos. La Revolución le permitió ese doble movimiento” (Villoro, 80).

Por tanto, como entiende con lucidez Villoro y transmiten tanto Julo Valdivieso

como otros personajes de El testigo a lo largo de toda la novela, López Velarde a través

de su poesía y su prosa poética, en ocasiones, sorpresiva, colorida e imantadora que se

despliega de manera inédita hacia las porosas fosas de la modernidad como, a su vez,

afín a las tradiciones de un México rural, acaso perdido para siempre y en trance de

descomposición, refleja en los avatares de su vida las diversas contradicciones a las que
debería enfrentarse el país mexicano para construir un futuro libre y plural sin por ello

dejar de lado sus raíces o hundir las mismas en un rancio olvido.

Olvido que es, sin duda, el artilugio contra el que lucha toda la novela de Villoro

y su personaje principal, Julio Valdivieso, empeñado en buscar las raíces segmentadas

de su vida, familia, López Velarde y México con el fin de encontrar una verdad personal

que pueda arraigarse en su persona perennemente más allá de telenovelas, la

omnipotente influencia europea y los tejidos y conglomerados político-económicos que,

de una u otra manera, dominan el inconsciente colectivo de un pueblo mexicano

sometido a un camino fronterizo sin, aparentemente, posibilidad de redención: forjarse

como un remedo arquetípico de sí mismo cercano a la falsificación de sus costumbres,

tal y como la telenovela sobre la guerra cristera parece indicar, o rebelarse contra esta

situación de asfixia y oprobio una vez que experiencias como la de Lucio Cabañas,

Tlatelolco y las reformas revolucionarias de la dictadura recién caída del PRI atestiguan

con claridad el fracaso del sueño de un México insurrecto y libre y la miseria de tantas

vidas, acaso perdidas en vano.

Y es partiendo de estas aserciones que podemos volver a afirmar y justificar el

porqué la novela de Villoro se nos aparece como una obra verdaderamente mayor que

sin necesidad de enfatizar en exceso la crítica o los hechos a los que se refiere, muestra

una visión clarividente del México moderno y, de algún modo, se adelanta a los hechos

acaecidos en las pasadas elecciones generales del año 2006 al mostrar descarnadamente

y gracias a unos personajes perdidos en medio de un monumental paisaje post-

apocalíptico, como se lo ha querido definir, que el tránsito hacia una modernidad plural

todavía está lejos de acaecer en México con total normalidad. Asunto este que, sin duda,
nos devuelve a los lúcidos pensamientos de un Octavio Paz que fijaba una gran parte de

los problemas de adaptación del país mexicano a la modernidad en el no haber podido,

dado que estaba bajo el influjo hispano, instituirse en la tradición europea que produjera

la Contra-Reforma y el movimiento crítico, filosófico y político subsiguiente.

Por todo ello, podemos decir que nos encontramos ante una obra central en el

tránsito actual que está viviendo la narrativa mexicana en cuanto se sitúa en medio de

una crítica constructiva del México moderno y los procesos ahistóricos a los que le ha

conducido la modernidad que, desde luego, ahonda más en ese proceso de revisionismo

narrativo al que se ha sometido la novelística mexicana gracias a las desfragmentadas

narraciones de Salvador Elizondo, las deconstrucciones históricas de Fernando del Paso,

las sátiras mordientes e irónicas de José Emilio Pacheco, las carnavalescas máscaras

prosaicas que encontramos en las novelas de Pitol, los experimentos estilísticos cuyo fin

es devolvernos como una caricatura la verdad de la realidad mexicana que,

cotidianamente, visitamos de Daniel Sada o las miradas fronterizas a los tiempos de la

revolución como la de Héctor Aguilar Carmín.

Una obra que encuentra un final hermoso y simbólico en el nuevo amor furtivo –

gracias al que se redime de su antiguo amor adolescente con su prima Nieves y su actual

matrimonio aburguesado con Paola- de Julio con Agustina y el incendio de la finca que

contenía gran parte de los manuscritos de López Velarde, gracias a los que Julio tomará

conciencia de la fugacidad y vanidad de gran parte de los hechos de la vida y

transmutará su conciencia, definitivamente, con la tierra de su infancia. Una tierra cuya

historia ha estado marcada desde el principio por la violencia, los constantes

desencuentros entre distintas culturas, un tránsito de esclavitud metafórica y real bajo


dominio hispano antes de dar el salto definitivo a la Independencia y la herida aún no

cerrada por las tierras perdidas y arrancadas de su seno por las potencias extranjeras

durante el siglo XIX que, sin embargo, se mantiene en pie con toda dignidad y es capaz

de conceder figuras tan desinteresadas como las de la propia Agustina que concitan una

última esperanza en Julio Valvidieso: la plena vivencia del tiempo presente merced a la

paralización de toda voluntad racional gracias a la integración con las memorias tejidas

de una tierra que le muestra un aleph abierto e inmortal a través del amor y el arte.

Un amor que se muestra cotidiano y austero pero real, profundamente real, en la

comida con grato sabor a tierra que le preparará Agustina a Julio Valvidivieso en los

momentos finales de la novela y que, como no podía ser menos, y recurriendo a una

explicación contenida por el propio Villoro en sus magnífico artículo Retrato de grupo:

cien millones de mexicanos ubicado dentro de su libro recopilatorio de diversos

artículos, Safari accidental, remiten de nuevo a López Velarde y a la profunda y real

historia de ese país, crisol de razas y culturas y de varios tiempos llamado México cuya

fortaleza se encuentra mucho más allá de cualquier telenovela o falseamiento de su

propio mito se quiera hacer.

Nos referirá Villoro en el citado artículo que, teniendo como punto de referencia

el poema La suave patria de Lópe Velarde (cuya huella es omnipresente durante todo El

testigo), Jorge Luis Borges se sentía intrigado particularmente por un verso concreto del

mismo que no es sino “Suave patria, vendedora de chía”. Y comenta Villoro que, ya

ciego y anciano, en un encuentro que tuvo con Octavio Paz, Borges no dudó en

preguntarle a qué sabía el agua de chía hallando como respuesta por parte del poeta
mexicano, la misma que exclamará Julio Valdivieso al final de la narración: “sabe a

tierra”.

No se me ocurre mejor metáfora o explicación para terminar de comenzar a

introducir al lector de una novela de búsqueda obsesiva de la mexicanidad por parte de

sus protagonistas que la explicación que el mismo Villoro concede de este episodio, en

apariencia, anecdótico pero nada azaroso con el que concluye su novela: “La escena

sugiere una parábola: durante un siglo los mexicanos buscaron un país esencial sin

advertir que lo bebían a diario” (Villoro, Safari accidental, 44). Estaba, efectivamente,

en el corazón y la esencia de tantos ciudadanos como Julio, nacidos en sus confines, y

que, de una manera u otra, llevaban su cicatriz y marca indeleble a su paso.

Obras citadas.

Villoro, Juan. El testigo. Barcelona: Anagrama, 2004.

Villoro, Juan. Safari accidental. México: Joaquín Mortiz, 2005.

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