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LA GRAN BOA DEL BOSQUE

El jefe Tintayo de una tribu Huambisa de la Selva Amazónica, tuvo una noche
un sueño muy extraño, en donde guacamayos y loritos le alertaban que las
partes bajas del territorio se inundarían por acción de inesperadas y
torrenciales lluvias. Estas aves le dijeron que huyese con su entera tribu
buscando los árboles más fuertes y altos. Cuando Tintayo despertó y aunque si
el cielo estaba despejado y no llovía en absoluto, dispuso de inmediato que las
familias se pusieran al reparo con los grandes árboles.

La población se organizó sin pérdida de tiempo de modo que comenzaron a


buscar los árboles más altos, al ver esto Tintayo decidió avisar a las tribus
vecinas para que salvasen sus vidas. Tintayo tenía el poder de convertirse en
jaguar, fue por ello que gracias a su gran agilidad y velocidad logró dar la alerta
a las otras tribus ribereñas y del interior de la selva. En el preciso momento
cuando terminó de avisar a la última familia en lo profundo del bosque,
comenzó la gran lluvia y de inmediato el nivel del río se duplicó y continuó
creciendo con gran intensidad. Tintayo aún convertido en jaguar logró con gran
vehemencia a cuidar a su propia tribu, por suerte todos ya estaban bien
protegidos en las copas de los grandes árboles de lupuna.

Con gran rapidez las partes bajas del entero territorio se inundaron y
comenzaron a movilizarse grandes masas de lodo, fango, follaje y troncos que
arrasaban todo a su paso. Todas las familias estaban protegidas por la
fortaleza de las grandes lupunas, éstas soportaron el diluvio sin fatiga, pero
algo inesperado pasó, puesto que la familia del propio jefe Tintayo corría mayor
peligro -ya que en su ausencia habían elegido un árbol de bajo tamaño- por
este motivo la fuerza de la inundación comenzó a mover el árbol desde la raíz y
el agua casi les llegaba a sus pies. Tintayo optó por una reacción rápida y
radical, como quiera que tenía poderes sobrenaturales y hasta entonces se
convertía en jaguar, esta vez transformarse en felino no le ayudaría mucho, por
lo que pidió a sus espíritus protectores del bosque transformarse en una boa
gigante y de ese modo servir como si fuera un largo puente, para que su familia
encontrase un árbol más alto y fuerte. Con gran concentración Tintayo se
transformó en anaconda, la gran boa de la Amazonía y cogió con los dientes de
su hocico las ramas de un árbol más grande. De este modo la familia de
Tintayo logró escapar a tiempo por el improvisado puente. Cuando todos ya se
habían salvado, Tintayo -que había agotado sus últimas fuerzas- no sosportó
más la tensión y el peso de la maniobra, y cayó en las turbulentas masas de
lodo que lo arrastraron hasta desaparecer.

Cuando la lluvia pasó luego de cinco días, el nivel de las aguas descendió con
gran rapidez. Durante semanas la tribu entera buscó a su jefe inútilmente, pues
no lo encontrarían nunca más. Desde entonces la gran serpiente sería avistada
por pocos testigos dentro de las profundidades de la Selva, una gran boa
anaconda que lejos de infundir miedo, parece prestar ayuda cuando más se le
necesita.
PANKI Y EL GUERRERO

Leyenda de los indios aguarunas, etnia de la selva amazónica peruana

Allá lejos, en esa laguna de aguas negras que no tiene caño de entrada ni de
salida y está rodeada de alto bosque, vivía en tiempos viejos una enorme
panki. Da miedo tal laguna sombría y sola, cuya oscuridad apenas refleja los
árboles, pero más temor infundía cuando aquella panki, tan descomunal como
otra no se ha visto, aguaitaba desde allí.

Claro que los aguarunas enfrentamos debidamente a las boas de agua,


llamadas por los blancos leídos anacondas. Sabemos disparar la lanza y
clavarla en media frente. Si hay que trabarse en lucha, resistiendo la presión de
unos anillos que amasan carnes y huesos, las mordemos como tigres o las
cegamos como hombres, hundiéndoles los dedos en los ojos. Las boas huyen
al sentir los dientes en la piel o caer aterradamente en la sombra. Con cerba-
tana, les metemos virotes envenenados y quedan tiesas. El arpón es arma
igualmente buena. De muchos modos más, los aguarunas solemos vencer a
las pankis.

Pero en aquella laguna de aguas negras, misteriosa hasta hoy, apareció una
panki que tenía realmente amedrentando al pueblo aguaruna. Era inmensa y
dicen que casi llenaba la laguna, con medio cuerpo recostado en el fondo
legamoso y el resto erguido, hasta lograr que asomara la cabeza. Sobre el
perfil del agua, en la manchada cabeza gris, los ojos brillaban como dos
pedruscos pulidos. Si cerrada, la boca oval semejaba la concha de una tortuga
gigantesca; si abierta, se ahondaba negreando. Cuando la tal panki resoplaba,
oíase el rumor a gran distancia. Al moverse, agitaba las aguas como un río
súbito. Reptando por el bosque, era como si avanzara una tormenta. Los
asustados animales osaban ni moverse y la panki los engullía a montones.
Parecía pez del aire.

Al principio, los hombres imaginaron defenderse. Los virotes envenenados con


curare, las lanzas y arpones fuertemente arrojados, de nada servían. La piel
reluciente de la panki era también gruesa y los dardos valían como el isango,
esa nigua mínima del bosque, y las lanzas y arpones quedaban como menudas
espinas en la abultada bestia. Ni pensar en lucha cuerpo a cuerpo. La maldita
panki era demasiado poderosa y engullía a los hombres tan fácilmente como a
los animales. Así fue que los aguarunas no podían siquiera pelear. Los solos
ojos fijos de panki paralizaban a una aldea y era aparentemente invencible.
Después de sus correrías, tornaba a la laguna y allí estábase, durante días, sin
que nadie osara ir apenas a columbrarla. Era una amenaza escondida en esa
laguna escondida. Todo el bosque temía el abrazo de la panki.
Habiendo asolado una ancha porción de selva, debía llegar de seguro a cierta
aldea aguaruna donde vivía un guerrero llamado Yacuma. Este memorable
hombre del bosque era tan fuerte y valiente como astuto. Diestro en el manejo
de todas las armas, ni hombres ni animales lo habían vencido nunca. Siempre
lucía la cabeza de un enemigo, reducida según los ritos, colgando sobre su
altivo pecho. El guerrero Yacuma resolvió ir al encuentro de la serpiente, pero
no de simple manera. Coció una especie de olla, en la que metió la cabeza y
parte del cuerpo, y dos cubos más pequeños en los que introdujo los brazos.
La arcilla había sido mezclada con ceniza de árbol para que adquiriera una
dureza mayor. Con una de las manos sujetaba un cuchillo forrado en cuero.
Protegido, disfrazado y armado así, Yacuma avanzó entre el bosque a orillas
de la laguna. Resueltamente entró al agua mientras, no muy lejos, en la chata
cabezota acechante, brillaban los ojos ávidos de la fiera panki. La serpiente no
habría de vacilar. Sea porque le molestara que alguien llegase a turbar su
tranquilidad, porque tuviese ya hambre o por natural costumbre, estiróse hasta
Yacuma y abriendo las fauces, lo engulló. La protección ideada hizo que, una
vez devorado, Yacuma llegara sin sufrir mayor daño hasta donde palpitaba el
corazón de la serpiente. Entonces, quitóse las ollas de greda y ceniza, desnudó
su cuchillo y comenzó a dar recios tajos al batiente corazón. Era tan grande y
sonoro como un maguaré.
Mientras tanto, le panki se revolvía de dolor, contorsionándose y dando
tremendos coletazos. La laguna parecía un hervor de anillos. Aunque el turbión
de sangre y entrañas revueltas lo tenía casi ahogado, Yacuma acuchilló hasta
destrozar el corazón de la sañuda panki. La serpiente cedió, no sin trabajo
porque las pankis mueren lentamente y más ésa. Sintiéndola ya inerte, Yacuma
abrió un boquete por entre las costillas, salió como una flecha sangrienta y
alcanzó la orilla a nado.
No pudo sobrevivir muchos días. Los líquidos de la boa de agua le rajaron las
carnes y acabó desangrado. Y así fue como murió la más grande y feroz panki
y el mejor guerrero aguaruna también murió, pero después de haberla vencido.
Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, nadie sabe cuánto. Las lunas no son
suficientes para medir la antigüedad de tal historia. Tampoco las crecientes de
los ríos ni la memoria de los viejos que conocieron a otros más viejos.
Cuando algún aguaruna llega al borde de la laguna sombría, si quiere da
voces, tira arpones y observa. Las prietas aguas siguen quietas. Una panki
como la muerta por el guerrero Yacuma no ha surgido ya más.

LA HISTORIA DEL BUFEO COLORADO

Érase una vez en la selva amazónica. En el rio amazona en el pueblo santa


cruz a 3 horas de Iquitos, era un día donde la gente del pueblo estaba
celebrando la semana de san juan. Donde toda la gente, adornaban la calle del
pueblo para el día. Entonces en una vivienda habitaban la familia vela quien
ellos tenía una hija muy linda de nombre maría. Entonces un día por la noche
su mamá le mando a traer agua en el rio, y se fue ella a traer el agua, y al
momento de sacar el agua ella se da cuenta de que hay un animal
observándole, entonces ella se asusta al ver. Y ella regresa asustada a su casa
y su mamá seda cuenta y lo pregunta que paso maría, y maría el responde vi a
un bufeo en el rio y fue por eso que vine corriendo asustada.

Desde es día cuando maría iba al rio a recoger agua siempre el bufeo esta ahí
rodeando rio, fue donde maría él dijo a su mamá. Mamá siempre cuando voy al
rio siempre le encuentro al bufeo rodeando el rio, entonces era el día de
carnaval y la gente jugaba alegremente, terminando de jugar maría se van al
canto del rio a lavarse fue en ese rato que el bufeo lo jala hacia el rio siendo
robado por el animal en ese entonces la madre de maría está preocupada
porque su hija no regresa a casa le dice a su marido juan la hija aun no regresa
lea pasado algo quizás.

Entonces siendo las 9.00pm .la mamá sale de su casa en busca de su hija y se
van preguntando en cada una de la casa pero nadie lo vio. Desde ese día
maría no apareció 3 semanas, fue una noche de la 4 semana donde un vecino
lo mira en la orilla del rio bañándose el corre hacia ella, cuando va llegar a su
lado ella se vuelve al rio pero al tercer día de nuevo lo vuelve a ver. Pero ella
vuelve a irse al rio, entonces lo vecinos van a casa de su mamá y lo dice que
vieron a maría al orilla del rio pero cuando lo iban a agarrar en ella se metió al
rio.

Entonces la mamá de maría acude a un brujo para que vean donde se


encuentra su hija y el brujo le dice que en la noche de carnaval un bufeo lo
robo y está en el fondo del rio. Y cada noche sale a la orilla del rio, y la mamá
lo pregunta al brujo que puede hacer para que se quede en pueblo. Y el brujo
le dice cuando ella sale al orilla debe rodéale para así agárrale y sacarle del
pueblo y llevaron a la ciudad. Entonces al día siguiente. Por la noche la gente
del pueblo hacen lo que el brujo lo dijo ella sale del rio y la gente lo rodean y lo
atrapan, y en seguida la mamá lo traen para la ciudad. Y fue así que termino la
historia de maría y el bufeo colorado.
EL AYAYMAMA

Esta es la historia de dos hermanitos muy pequeños de una familia típica de la


selva, que envueltos por la curiosidad planifican seguir a sus padres, a fin de
darles una sorpresa. Los padres siempre responsables y trabajadores, muy de
madrugada tenían que internarse en las profundidades del bósque tropical para
cazar y recolectar frutos, no sin antes dejar provisiones para sus hijos, quienes
quedaban bajo el cuidado de la hermana mayor, pues eran tres los hermanos
en total. Aprovechando que esta dormía como un tronco, deciden emprender la
marcha. Muy confiados que el camino al borde de una ribera era el correcto,
avanzan por horas deteniéndose solo a jugar con mariposas que agrupadas y
detenidas en la tierra húmeda, parecían colorear tapices azules, verdes y
amarillos sobre el camino.

Cuando la barriga comienza a sonar por hambre y con la sensación de sentirse


perdidos en medio del bósque, deciden regresar. Luego de horas de caminata
encuentran más y más vegetación, pues sin mayor orientación, la selva parecía
un laberinto. Comienzan a llorar por el miedo de no saber a dónde ir y la
desesperanza de no ver más a los suyos. Todo a su alrededor era vegetación,
con árboles gigantes que muchas veces cubrían los rayos del sol, que con
dificultad ingresaban a las partes más bajas. El pánico se apoderó de ellos,
corren y gritan pidiendo ayuda, pero en medio de la jungla solo el cantar de
algunos pájaros e insectos parecen responder a sus demandas. Algunos
sonidos singulares de aves comienzan a aterrorizarlos, hasta parecía que el
enmarañado bósque cobraba vida y que las ramas de los árboles cobraban
aspectos siniestros y pretendían cogerlos. Cada cosa a su alrededor solo les
ocasionaba más terror.

El espíritu de la madre del bósque apenada por la situación de los niños decide
enviarles algo de comer. Por lo que al rato se percatan que hormigas
comestibles salen a su encuentro. Luego que el hambre se ha saciado, deciden
descansar más tranquilos bajo la protección de un árbol de huayruros. Cuando
la tarde comienza a abrir paso al ocaso y la oscuridad comienza a cubrir la
densa vegetación, los niños lloran nuevamente reclamando esta vez la
presencia de su madre, repitiendo desconsoladamente: “ay ay mama, ay ay
mama, dónde estas”. El espíritu de la selva al ver que el llanto de los niños
entristece las plantas, decide convertirlos en aves a fin que pudiesen salir y
regresar a casa alzando vuelo. Al llegar a casa, por desgracia encuentran que
su madre había muerto por la impresión de no encontrar a sus hijos en ninguna
parte. Luego, las aves emprenderían vuelo perdiéndose en dirección de la
selva y desde entonces cantarían melancólicamente: “ay ay mama, ay ay
mama”. En adelante el desconsuelo y la pena de la pérdida sería inagotable en
sus cantos.
Los pobladores de la selva asocian los cantos de esas aves, con los niños
desaparecidos en medio del bósque tropical y la melancolía por la pérdida de la
madre. Por ello, el mensaje del canto de esas aves les recuerdan que deben
regresar a casa temprano y velar por la salud de la madre hasta el final de sus
días. Las aves que dicho sea de paso repiten ese canto, se llamarían en
adelante pájaros “Ayaymama”.

SHUSHUPE

Resbaló sobre la superficie húmeda del tronco que hacía de puente entre
la trocha y el rocotal. Quiso sujetarse pero las manos también
resbalaron. Crisóstomo cayó pesadamente en medio de la vegetación que
cubría la acequia de aguas estancadas y uno de sus pies desnudos tocó aquel
cuerpo blando, de escamas gruesas, cuyo contacto le hizo lanzar un alarido de
pánico a la vez que se desesperaba por salir hacia el camino. El machete
había desaparecido entre la hojarasca que formaba un colchón natural sobre la
zanja y, en medio de la maraña de totorillas, ya se alzaba el cuerpo oscuro de
dibujos perfectos en posición de ataque.

Crisóstomo logró cogerse del puente y salió por fin hacia la pampa
recién quemada, esquivando las raíces ennegrecidas que obstaculizaban su
fuga. Se dejó llevar por la bajada que lo traía acelerado, como su corazón,
hacia el tambo donde acostumbraban descansar los jornaleros esperando el
refrigerio de las seis.

-Míralo al Crisóstomo, óe... -comentó Manuel, arrugando el rostro enjuto en


gesto burlón.

-Corriendo como endiablado viene ¿no?... ¿Qué habrá hecho con la


herramienta? -habló Sebastián, chascando la lengua contra su bola de coca.

Algunos del grupo creían adivinar de qué se trataba. "Lo mismo de


siempre", murmuró alguien bajo la penumbra. Meneaban la cabeza,
sonreían. El hombre que se veía pequeño a lo lejos se acercaba sudoroso
calmando el trote, tratando de aparentar serenidad frente al grupo.

-¿Otra vez, cho...?

-Otra vez, pues. Me ha vuelto a sorprender -se rindió al fin avergonzado por
las risas de los compañeros de faena.

-¿On' tá tu machete? Seguro que lo has abandonado sobre el sitio de


nuevo. -dijo Manuel mientras afilaba el suyo con una lima oxidada.

La lluvia había empezado a mojar las quebradas cubiertas de selva y los


cafetales de los colonos. Los jornaleros, con plásticas sobre los hombros, se
dirigieron hacía la cabaña de Manuel para tomar el café de las seis y fuego
retornar cada uno a sus pagos.

-¿Cómo así, pues, te dejas sorprender? -le preguntó Pancha, la mujer de


Manuel, mientras preparaba el refrigerio entre el olor de la leña y la ceniza.

Los goterones implacables arrancaban a las calaminas un sonido


estremecedor y parejo, comparable con la creciente súbita del río. Pancha
sacó yucas humeantes de la olla y las ofreció en un plato que fue corriendo de
mano en mano; se rió de los dos perros y del gato que se acurrucaban juntos
bajo la cocina de leña. Sirvió café en anchas tazas de plástico y volvió a reír.

-Maricones son los hombres -dijo sonriéndole a Crisóstomo- Pensar que el


otro domingo maté una faninga con la escoba nomás.

-El michi la habrá matado -le respondió la voz de Sebastián con los
carrillos llenos de yuca cocida. Todos rieron menos Crisóstomo. Manuel
tampoco quiso reír.

-La faninga no es culebra peligrosa, pues. A ver, quisiera verte con la que lo
asusta a Crisóstomo -dijo a su mujer-. Esas cosas no son pa' andarse
burlando. Nadies tiene miedo porque quiere.

En la oscuridad el cielo escampaba y los hombres iban retirándose con las


plásticas recogidas y las herramientas al hombro. Crisóstomo se quedaba a
dormir como siempre, junto a la cocina de la cabaña, mientras Manuel y
Pancha subían al altillo para pasar la noche. El río bramaba furioso
arrastrando rocas en medio de la crecida.

-Mañana vas a tomarte el día libre, Crisos... -dijo Manuel antes de subir al
altillo con su mujer- ...Sólo quiero que recuperes la herramienta y recojas del
rocotal un saco de maduros. De ahí te vas pa' la otra banda a visitarlo a
Vega. Llévale ese regalo al viejo. Seguro que él te puede ayudar.

Lo miró con lástima antes de subir. Crisóstomo, herido en su amor propio,


quedaba allí junto a los perros y el gato para compartir el calor de la cocina y el
perfume de las cenizas. Se revolvería toda la noche tratando de dormir,
escuchando sapos y chicharras, sobresaltándose con los ladridos de los perros
que avisan el paso de alguna fiera o de la carachupa ladrona, rememorando en
sueños de pesadilla la imagen de la shushupe dispuesta a morderlo.
El día despertó con amago de diluvio. Las cumbres selváticas se
hallaban cubiertas por la densa neblina mañanera y el río había dejado de
crecer, manteniéndose parejo el caudal de aguas ocres. Crisóstomo cargaba
un saco de rocotos suspendido mediante la vincha que rodeaba su
frente. Había pasado por el puente de metal a la otra banda de río y cogió la
subida que conducía a la cabaña de Alfredo Vega. El viento se llevaba los
nubarrones negros hacia los cafetales de Tambo Real, donde seguramente iba
a llover.

-Me traes rocoto como pa' un ejército -le dijo Vega viéndolo llegar,
mientras desgranaba el maíz en posición de cuclillas.

Vivía solo, sin más compañía que sus perros chuscos, en esa choza que
nunca conoció mujer. Crisóstomo descargó el saco junto a uno de los poyos
de argamasa y piedra que sostenían la vivienda.

-Buenas, don Alfredo... Este rocotito se lo mandan los Olorte.

-Ven pa' que me ayudes a desgranar. Así la muerte no te agarra ocioso.

Crisóstomo tomó el tronco donde picaban la leña para usarlo como


asiento. Con manos expertas empezó a desgranar las mazorcas sobre los
sacos vacíos que don Alfredo Vega había tendido en el piso.

-Dicen que las penas se confiesan mejor desgranando maíz. Mejor que el
cura en su confesionario... Debería desgranar maíz y así termina
confesándonos a toditos los de por acá.

-¿Qué cosas dice usted, don Alfredo? -contestó Crisóstomo con la mirada en
las manos que iban dejando desnudas las corontas.

-¿Mejor por qué no me cuentas tu pena, Crisos? Así en un ratito acabamos


con todo este fruto de Dios y me entero de tus tristezas. Vamos a ver quién
gana... Sigue desgranando ese poco con las manos, mientras que con la boca
me vas contando de ese demonio que azota tu alma.

-De repente ya le contaron... Es la shushupe, don Alfredo.


Confesó Crisóstomo sonrojado ante la mirada inquisidora del dueño de
casa. El rostro del viejo se arrugó en una sonrisa compasiva y sus ojos
rasgados lo observaron con lástima. Cuatro manos competían desgranando.

-¿No te digo que el maíz es mejor para confesarse? Seguro que el animalito
ese te persigue adonde vas. No te deja trabajar porque te espantas al
verlo. La sangre se te enfría y el corazón quiere salirse de tu pecho... No
sabes qué hacer, a pesar que tienes el machete en la mano. Nada te libra de
sus ojos. ¿No es así, Crisos?

-Parece usted adivino. Capaz ya le han contado.

-Soy algo más que adivino, mi amigo. No necesito del chisme para
enterarme de cómo son estas cosas. Pero dejémonos de hablar de
uno. Terminas estito nomás pa' que luego me acompañes al monte,
aprovechando que todavía es temprano.

El hombre joven abría camino entre las ramas y lianas que cicatrizaban una
trocha olvidada en medio del bosque. El hombre maduro pisaba sobre sus
pasos con la escopeta calzada entre sus manos venosas y ambos subían la
quebrada surcada por manantiales cubiertos de vegetación. Se agachaban,
resbalaban, volvían a resbalar, pero nuevamente se incorporaban para
recuperar el camino. Crisóstomo golpeaba con fuerza sobre los bejucos
rebeldes y a pesar de que salieron con los cuatro perros del viejo, a ninguno se
le veía. Sólo en contadas ocasiones sentían ladridos en medio del follaje y el
dueño identificaba al animal.

-Ese es mi Coronel. Por su ladrido sé lo que ha visto... Está acosando al


rucupe en su guarida. Pensará que hemos salido a cazar el pobre. Ojalá no se
deje hacer daño, como l'otra vez.

-¿Y qué le hicieron al Coronel? -preguntó Crisóstomo con la respiración


agitada.

-El rucupe pendejo le clavó los dientes en el hocico y casi me lo mata al


perro. Le iba a suceder lo mismo que a mi Chino. El pobrecito Chino murió
cuando el sajino le clavó los colmillos en la panza. El perro quería cortarle la
huida al sajino, pero, por mi vejez, llegué tarde. Blanquito era el pobre, mi
pichicito lindo.

-No se acuerde de cosas tristes, don... -dijo Crisóstomo sin dejar de


machetear.

-Qué me haría sin mis perros. Ellos conocen los senderos del animal. Por
ahí mismito se meten a seguirlo, agachaditos nomás pa' dentro. Si es venado
o sajino, arman su laberinto en grupo, rodeándolo, mordiendo aquí y allá,
jalando y tirando hasta que yo me ocupo de darle su bala.

-¿Pa' ónde estamos subiendo, don Alfredo? -preguntó por fin deteniéndose
y tratando de recobrar la respiración.

-Por curioso y flojo no debería contestarte... Más arriba, donde la selva se


junta con las nubes, hay una meseta de piedras solamente. Una pampa de
piedras con otra vegetación, donde se refugia el oso y el tigrillo. A veces he
encontrado boa por ahí durmiendo. Seguro serás el segundo hombre que llega
a ese lugar, después de mí. El sol tampoco asoma en esos sitios, porque hay
árboles gigantescos cubiertos de lianas y de orquídeas como nunca habrás
visto en tu vida. Pero sigamos subiendo para aprovechar el día.

Tras una hora de machetear, vieron de nuevo el sol en el claro de una


cascada que descendía de altos roquedales. El ruido del agua amortiguaba
sus pasos sobre las piedras cubiertas de musgo. Los hombres sudorosos se
miraron con satisfacción.

-En esas peñas asoma el tigrillo por una vez. Luego ya no lo verás jamás,
porque sabe que el hombre mata de lejos.

Vega silbó fuerte en varias direcciones. Del follaje intrincado y sacudiendo


las ramas más bajas de la vegetación, aparecieron sus desnutridos perros con
los lomos cubiertos de humedad. Con las lenguas afuera y respirando
agitadamente, contemplaban a su amo. Dio una palmada y silbó algo
inentendible para que los canes obedientes corrieran por la trocha recién
abierta.

-Ahora sí mi amigo... Desde aquí andaremos solos -sonrió mirando la cara de


incertidumbre de Crisóstomo. Vega se puso la escopeta a la bandolera y
frotándose las manos miró hacia la parte superior de la cordillera selvática: la
parte más empinada y áspera del camino que aún les faltaba recorrer.
Para subir las manos se prendían como garfios de toda rama o liana gruesa,
así como los pies buscaban acomodarse en cualquier saliente de los
roquedales. Los hombres resbalaban y volvían a sujetarse de cualquier
elemento que facilitara la ascensión. Bufaban y resoplaban como toros
furiosos tratando de vencer los obstáculos naturales y el machete de
Crisóstomo relució en escasas oportunidades.

Luego de ganar la cumbre, Crisóstomo supo que lo que había detrás de


aquella cadena de montañas donde los colonos sacaban algunas cuadras al
monte, no era ninguna pendiente inclinada como podía suponerse desde
abajo. Ante sus ojos se extendía una meseta de selva tupida rodeada por otras
crestas de cordillera, igualmente cubiertas de espesura. Don Alfredo Vega
miró regocijado la sorpresa que causaba el descubrimiento al colono.

-¿Cuánto tiempo habremos hecho hasta acá? -preguntó el viejo.

-Más de tres horas.

-Entonces vamos apurándonos... No vaya a ser que la lluvia nos coja


por confiados.

Descendieron agarrándose de lianas secas los pocos metros que había


de diferencia para alcanzar la llanura selvática. El terreno era seco,
pedregoso. Las piedras se deshacían con sólo tocarlas y la vegetación,
compuesta por árboles diferentes a los que anteriormente conociera, no
permitía ver el sol sino por tenues haces de luz. El follaje no era tan intrincado
como en las tierras más húmedas y por eso el machete fue de escasa utilidad
para avanzar entre los claros. El novato caminaba por sendas naturales entre
troncos fabulosos rodeados de lianas y de neblina, absorto contemplando las
orquídeas que se cultivaban solas en los troncos podridos por la lluvia. Con los
brazos acribillados de picaduras separaba las lianas colgantes y seguía
avanzando sin percatarse que su acompañante se había rezagado. Vega,
desde un rincón del bosque, trataba de escuchar los pasos de Crisóstomo
mientras encendía un cigarro de tabaco fuerte.

Entonces empezó a silbar tenuemente, casi sin arrancarle sonidos a su


dentadura incompleta, en diferentes tonos acompasados. Absorbía el humo del
tabaco y lo botaba inmediatamente con energía. Siguió silbando, cambiando
paulatinamente de ritmo, acelerando el compás para luego disminuirlo y
convertirlo en un susurro monótono. De pronto oyó el grito desgarrador del
compañero. Sonrió.

Separando raíces aéreas y bejucos, llegó hasta el lugar desde donde había
partido el grito. La selva se tornó silenciosa y ni los pájaros más pequeños
se movieron de sus ramas. Allí vio la figura de Crisóstomo paralizada y con
la mandíbula trabada en un gesto grotesco de pánico. El machete yacía a un
costado. A su alrededor zigzagueaban cerca de una docena de shushupes, con
su piel oscura de hermosos dibujos de ochos. La más grande se erguía en
posición de ataque, con las fauces abiertas y enseñando el juego de colmillos
venenosos desde los cuales caía una baba gruesa hasta el piso de piedra
volcánica. El viejo sonrió a prudente distancia, al ver a su amigo paralizado
frente a las víboras.

-No se mueva pa' nada, mi amigo... Sereno, quietecito nomás... Ni


pestañees.

Desde aquella distancia de diez metros, sobre el claro natural de la meseta,


Vega empezó de nuevo a susurrar algo en lengua yanesha. Crisóstomo
trataba de reprimir el temblor de sus rodillas juntas, en posición de
firmes. Vega silbaba y fumaba llenando la selva de humo amargo. Subió de
pronto el tono de los cánticos guerreros y ante los ojos aterrorizados de
Crisóstomo, las serpientes iban retirándose de una en una, menos la más
grande que conservaba alerta su postura de ataque.

-Quieto, jovencito. Quietecito sino me arruina toda la operación. No se me


vaya a escapar la más treja...

Desenfundó el cuchillo y cortó una rama verde y larga que crecía con otras
entre el manto de rocas pulverizadas. Botó el tabaco sin dejar de silbar y, paso
a paso, se fue acercando al hombre acechado por la serpiente. La vara flexible
cayó certera sobre la cabeza del reptil, como un látigo. El segundo golpe fue
del todo inútil.

El viejo Alfredo Vega, sin pérdida de tiempo, abrió de largo a la shushupe


muerta y llamó al muchacho. No quiso acercarse presa aún del miedo.

-¿No ves que ya está muerta, hom...? ¡Hasta muerta le tienes miedo a la
culebra! ¡Ven de una vez pa' curarte!

Con cautela y luego con rapidez caminó Crisóstomo hacia donde estaba el
viejo acuclillado. La serpiente, abierta de par en par, enseñaba sus
entrañas. Dentro de ella yacía una ardilla alargada y cubierta de babas
espesas.

-La hemos agarrado antes que se echara a dormir una siesta larga. Todavía
la hubiéramos salvado a la ardilla, si llegábamos antes.
Vega le extendió algo sanguinolento, de forma alargada, al joven.

-Es su corazón todavía vivito... Trágatelo, hom... Este es el fin de tus


temores. Desde ahora la shushupe correrá de tu presencia y te dejará pasar sin
molestarte... -le extendió el corazón.

Algo asqueroso que todavía se movía, crudo y sanguinolento, con una


mucosa amarga a su alrededor, se deslizó lentamente por el paladar de
Crisóstomo. Difícil de tragar, quiso devolverlo o vomitar en arcadas, sacudido
por el escalofrío y las náuseas que se apoderaban de su cuerpo. Pero hubo
decisión de no seguir huyendo de la víbora, más pudo la mirada del viejo
Alfredo Vega que su propio asco. Haciendo un último esfuerzo para
sobreponerse a la náusea y con los ojos lagrimosos, deglutió el órgano del
ponzoñoso animal.

-Eso es mi amigo. Eso es... Te acordarás de este viejo para siempre, cada
vez que la veas a la shushupe huir de tu presencia. Sácate la camisa y déjala
por ahí cerquita nomás, pa' que su pareja se revuelque un rato. Si no puede
perseguirnos buscando venganza.

El trueno les recordó que debían volver a casa. Los páucares chismosos
anunciaron desde sus nidos colgantes que dos hombres regresaban por
donde vinieron. Antes de ascender a la cresta, Crisóstomo volteó a mirar el
sitio donde quedaba abierto el cuerpo de la víbora. Pero ya no estaba allí el
animal despanzurrado por el cuchillo del cazador: en su lugar se hallaba
tendido un cuerpo humano, abierto por un tajo que bajaba desde la barbilla
hasta el pubis, exhibiendo sus entrañas bajo el haz de luz que se filtraba en el
claro del bosque. Las hormigas anayo comenzaban a dar buena cuenta de
él. Era sólo un pobre infeliz con su mismo rostro: el rostro de Crisóstomo.

Juanito y la Sirenita Encantada


El paisaje natural de la selva lucía espléndida, por un lado el verdor de los
árboles y por otro el vuelo de las aves zigzagueantes sobre el ancho río. Daba
una impresionante visión el reflejo cual espejo producido por el caluroso sol del
verano. Se mostraba también en las aguas las innumerables siluetas de los
grandes árboles, así como las sombras de las aves en bandadas, cuales hojas
movidas por el viento, mostraban un espectáculo sin igual.
Muy cerca del río, tan sólo a unos metros de su orilla podía verse la casa de
Juanito, de donde éste podía contemplar la belleza del amanecer y el atardecer
en la selva. Y desde donde solía partir hacia los lagos o las cochas para pescar
a las escurridizas corvinas, sábalos o peces dorados, que eran una verdadera
delicia para su paladar.
Juanito era aún un pequeño pero fuerte niño, cuya contextura delgada le daba
mucha agilidad para caminar por la selva, tenía el cabello lacio y negro como el
carbón. A su corta edad se había convertido en pescador y en gran conocedor
de los ríos, lagos cochas y quebradas que abundan en la selva. Dominaba muy
bien el remo que impulsaba su pequeña canoa de árbol lupuna y ganó gran
destreza con su lanza y el arpón luego que quedó huérfano en un naufragio en
el gran río Amazonas.
Un día Juanito se preparó para salir de pesca al amanecer, quería llegar
temprano a un gran lago, a donde pocos habían llegado y que se ubicaba a la
otra orilla del río. Se apresuró para partir y ni bien se hubo alejado, escucho el
fuerte canto de la chicua. “La chicua es un ave de mal agüero, ¿Qué querrá
advertirme?” Pensó sin musitar palabra. Estas aves nunca cantan por sólo
gusto y siempre quieren advertir algo, siguió pensando Juanito.
Pero él estaba muy ansioso por llegar al lago y no dio mayor importancia al
canto de la chicua. Siguió remando y remando por unas horas hasta cuando
llego a orillas del silencioso lago. Luego sintiendo mucha hambre prendió una
fogata con palos y ramas de árboles secos, puso sobre ella una pequeña olla,
sancochó plátanos cubriéndolos con pescado salado que había llevado en su
mochila. Se preparó un delicioso refresco de plátanos maduros asados en el
fuego, batiéndolos con una pequeña rama de guayaba.
Una vez satisfecho su voraz hambre, Juanito se preparó para empezar su
pesca del día, debido a que en esa época del año abundaban muchas
variedades de exóticos peces. De vez en cuando se escuchaba el molesto
vuelo de los tábanos que siempre revoloteaban alrededor de Juanito,
propinándole también de vez en cuando fuertes picazones en sus piernas
desnudas y en sus pies descalzos.
La soledad del lugar se completó con la oscuridad del día, cuando de improviso
el cielo se cubrió de gruesas y oscuras nubes ocultando a lo lejos al inclemente
sol del verano. Juanito seguía pescando y a pesar que habían pasado varias
horas no había picado ni siquiera un pequeño ejemplar. ¿A dónde se fueron los
peces?, ¿tal vez la chicua quiso advertirme que no pescaría nada hoy? Pensó
Juanito: intranquilo, preocupado y también un poco molesto.
Sin embargo, las aguas del lago continuaban muy tranquilas. Juanito por su
parte moviendo el remo y su canoa, dio algunas vueltas y otras vueltas como
un trompo.
Pero de improviso se produjo un gran ruido en la aguas y se formó un enorme
remolino que quería atrapar a Juanito. Este comenzó a remar y remar con
todas sus fuerzas tratando de escapar del remolino que cada vez crecía y
crecía más.
Juanito estaba en ese intento de escapar cuando para su mayor sorpresa
escuchó de entre las aguas, la fuerte y suplicante voz de una mujer que le
decía:- ¡Por favor no te vayas, espera no me tengas miedo!
Juanito valiente como era pero sintiendo cierto temor volteó para ver a la mujer
que le suplicaba. Y no podía creer si esto era verdad o estaba en un profundo
sueño porque tenía frente a el a una hermosa mujer de rubia cabellera y
preciosos ojos azules.- ¡Por favor no te vayas, espera no me tengas miedo!,
volvió a implorar la misteriosa mujer.
Un tanto incrédulo con lo que veía y a la vez muy impresionado por la belleza
de la mujer, Juanito se atrevió a preguntar:- ¿Es que acaso vives en el agua
como una sirenita?- Si soy una sirenita, pero también soy humana como tu,
respondió la mujer.- Si eres humana, ¿cómo es que vives dentro del agua
como los peces? Insistió Juanito.- Bueno déjame contarte entonces, porque es
una larga historia, afirmó la sirenita.
Juanito por fin se había serenado y puso su mayor atención a todo lo que veía
y escuchaba atentamente a la sirenita que comenzó su relato.- Vivía con mis
padres en el pueblo de Tamshiyacu, cerca del río Amazonas. Cierto día luego
de cumplir mis doce años me encontraba sola lavando mis ropas en la orilla del
río. De pronto sentí un fuerte abrazo de hombre que me sumergió rápidamente
en las profundidades del río. En un abrir y cerrar de ojos me encontré en otro
mundo, en el de las aguas. Había sido raptada por el yacu runa, un ser que
vive permanentemente bajo las aguas.- ¿Y cómo es el yacu runa? Quiso saber
Juanito.- Son muy diferentes a nosotros porque tienen sus cabezas más
grandes y alargadas, son muy bocones, sus pelos son también largos como de
las mujeres humanas y casi todo el cuerpo está cubierto por escamas brillantes
como las de algunos peces del Amazonas.- ¿Y que más te pasó? Dijo Juanito.-
Bueno, después que cumplí mis quince años, me quisieron obligar a casarme
con uno de los hijos del yacu runa, pero como yo nunca quise aceptar, me
dieron un terrible castigo: mis pies quedaron atrapadas en la boca de esta gran
boa para no poder regresar nunca más a la tierra. Así es como quedé
convertida en la sirenita encantada del Amazonas. Llevo ya más de diez años
yendo y viniendo por los ríos, lagos y cochas de toda la selva del Perú.- ¿Y
como es que llegaste hasta mí? Dijo Juanito.- Felizmente bajo el agua el yacu
runa no puede vivir mucho tiempo, como castigo a los constantes raptos de
niñas. Ahora como han pasado más de diez años, el yacu runa y toda su
familia ya fallecieron, eso me permite tratar de volver a la tierra, pero debo
desencantarme de esta boa.- ¿Y cómo podrás desencantarte? Preguntó
Juanito cada vez más curioso.- La verdad que vine hacia ti porque creo que tú
podrás ayudarme, aseguró la sirenita encantada.- Yo, ¿Cómo podré ayudarte,
si nunca he vivido dentro del agua? Afirmó Juanito.- Tú eres la única persona
que me puede ayudar, porque eres un niño bueno, te he visto pescar por
mucho tiempo en estos lagos y también en el Amazonas. Cuando pude te
ayudé para que consiguieras mucho pescado, pero aún así eres un buen
pescador, dominas tu lanza con tu arpón y lo que es mejor, tienes un gran
corazón dijo muy inspirada la sirenita encantada.- Entonces, ¿qué debo hacer
para ayudarte? Preguntó Juanito algo preocupado.- Aunque parece muy difícil
yo espero que sea simple y fácil para ti. Primero te daré estos tres caracolitos
para que los lleves donde el sacerdote del pueblo, que los bendiga y si te
pregunta para qué, le dices que tienes un secreto que lo revelarás después.
Luego regresas acá y te diré que más puedes hacer. Asimismo te prometo que
seré tu amiga para siempre y te daré una recompensa, si me ayudas a
desencantarme de esta boa, dijo finalmente la sirenita.
Un poco incrédulo aún, con la propuesta de la sirenita encantada, Juanito
apretó su remo, cogió los tres caracolitos y se despidió de la sirenita. Pero en
cuanto se estaba retirando, volvió a escuchar el fuerte ruido de un remolino y la
melodiosa voz de la sirenita, perdiéndose dentro del agua:- ¡Juanito, Juanito,
regresa pronto, acá te esperaré!
Juanito todavía estaba lejos del pueblo, así que no se cansaba de remar y
remar. Casi estaba por anochecer cuando vio las luces del pueblo, donde
después llegó sin ningún pescado, sólo con tres caracolitos encantados. Había
sido un retorno agotador y ni aún así podía conciliar el sueño, cuando se
dispuso a dormir, sólo tenía en su mente el delicado y bello rostro de la sirenita
encantada y escuchaba una y otra vez su lejana voz diciéndole:- ¡Juanito,
Juanito, regresa pronto, acá te esperaré!
Muy temprano por la mañana, Juanito se levantó rápidamente y sin siquiera
desayunar, tomó los tres caracolitos y se dirigió camino a la iglesia del pueblo
en busca del sacerdote.- Buenos días padrecito, saludó Juanito.- Buenos días
hijito, ¿qué haces por acá tan temprano? Respondió el sacerdote.- He venido
para que me haga el favor de bendecir a estos tres caracolitos padrecito, dijo
Juanito sin dudar.- ¿Puedo saber para que voy a bendecir a tres caracolitos
Juanito? Dijo el sacerdote mostrando su sorpresa.- Es un secreto que le
revelaré después padrecito, insistió Juanito.- Con que ahora tienes un secreto
mi hijo, espero me lo reveles después, dijo el sacerdote a la vez que tomaba el
agua bendita para rociarlo sobre los tres caracolitos y rezaba: caracolitos los
bendigo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, seculorum,
seculorum, amén. Una vez que los tres caracolitos fueron bendecidos Juanito
volvió a casa muy rápido como pudo, tomó algunas provisiones y se dispuso a
regresar al lago de inmediato. Tomó su canoa y se puso nuevamente a remar
con mucha fuerza. La mañana seguía calurosa, pero esta vez ya no volvió a
cantar la chicua de mal agüero. Al llegar a lago este estaba muy apacible como
de costumbre. Juanito trató de acercarse lo más posible hasta el preciso lugar
donde había visto a la sirenita encantada.
No pasó ni diez minutos, cuando volvió a producirse un fuerte ruido producto de
un gran remolino y trayendo de entre las aguas a la sirenita encantada, que
ahora lucía más bella que nunca.- Acércate un poco más Juanito, no tengas
miedo, le dijo.- Acá traigo los caracolitos, ¿qué tengo que hacer ahora?
Preguntó Juanito.- Ahora con uno de ellos intenta realizar un tiro al blanco, pero
directamente hacia mi frente, no vayas a fallar para iniciar mi
desencantamiento, dijo la sirenita.
Juanito se mostró seguro para no fallar, acostumbrado como estaba para dar
en el blanco cuando lanzaba su arpón en el lomo de una corvina. Calculó la
distancia precisa y luego lanzó certeramente el caracolito que impactó en la
frente de la sirenita. Pero vino el segundo intento que era lanzar de nuevo el
segundo caracolito, que afortunadamente logró con precisión.- Ahora Juanito
lanzarás el tercer y último caracolito y en cuanto lo hagas te acercarás lo más
rápido posible hacia mí para poder subir a tu canoa, dijo la sirenita encantada.
Juanito volvió a prepararse para el tercer intento y tomó todas las precauciones
indicadas por la sirenita. Pero increíblemente y aún cuando Juanito midió la
distancia el tercer caracolito fue a dar en el pecho de la sirenita encantada y
rebotó hacia la canoa de Juanito rompiéndose en mil pedacitos.
Momento en que pareció despertarse la gran boa y haciendo un gran remolino
volvió a sumergir a la sirenita que no pudo ser desencantada. Juanito tuvo que
remar desesperadamente para no ser arrastrado por el remolino. Luego
misteriosamente el lago volvió a quedar en calma.
Juanito se quedó muy triste, pero mientras volvía al pueblo, como por arte de
magia vio que en su canoa llevaba finísimas telas de colores, una hermosa
camisa de seda y un hermoso sombrero de cuero.
Desde ese día Juanito no volvió a encontrar más a la sirenita encantada y sólo
en sus sueños ella le dijo que como muestra de su agradecimiento por intentar
desencantarla le ofrecía los obsequios que encontró en su canoa, prendas que
le durarían toda la vida. Asimismo que siempre le ayudaría a conseguir los
mejores y más grandes pescados de la selva del Perú, aún cuando ya no le
vería nunca más.
De esa manera Juanito se convirtió en el mejor pescador que viajaba por todos
los ríos, lagos y quebradas de la selva amazónica, pescando los mejores y más
ricos peces y viviendo quien sabe una nueva aventura en la misteriosa selva
peruana.

ELTUNCHI
Eran como las 3 de la mañana, don Pedro estaba en su tambo fumando su
mapacho, él había regresado de tarrafiar. De pronto escucho el silbido del
difunto, el silbido era muy finito (fin, fin, fin). Pedro se acercó a su esposa y lo
dijo:
- Hoy, hoy María.
- Que quieres viejo, estoy durmiendo – Contesto su esposa.
- Has escuchado al difunto, parece que es mujer.
- Tranca la puerta y cierra la ventana, no vaya ser que venga a fastidiarnos –
Contesto de nuevo su esposa.

Entonces, Pedro camino despacito hacia la puerta, tranco su puerta y luego se


fue a cerrar su ventana. Él escucho de nuevo el silbido (fin, fin, fin).

- Ja, esta flaca me ha seguido desde el río, que ya vuelta quiere conmigo – Dijo
él mentalmente.
Pedro se hecho al lado de su esposa, para prevenir que el difunto no fastidie a
su esposa, bajo su mosquitero y le templo por debajo de sus esteras.
- Ya está bien templado el mosquitero, ya no te va jalar de tus pies - le dijo a su
esposa.
Cuando en ese momento él escucho bien fuerte: FIIINNNNNN, FIIIINNNNNN,
FIIIIINNNN.
- Carajo, el Tunche, hoy le va agarrar a ese difunto, pobrecita. - Dijo
A unos minutos escucho fin, fin fin y luego FIIINNNNN, FIIIINNNNNNNN,
FIIINNNNNNNNNNNN. Por un lado de la casa, luego por otro lado, parecía una
pelea, escuchaba ruido como gemidos que pedían ayuda y lloraban. Luego
todo quedo en silencio.
- Mi amor, escuchaste todo. - Dijo él.
- Si cholo, estoy de miedo. – Contesto su esposa.
- El Tunche le ha capturado a ese difunto.
Se acomodaron bien en su cama y esperaron que amanecería. Cuanto
amaneció Pedro salió a la calle, en la calle todos hablaban del difunto y el
fallecimiento de una lugareña.

El chullachaqui
Calixto, era un joven que residía en la zona rural, muy distante del pueblo.
Todos los fines de semana iba a vender sus productos agrícolas y se
hospedaba donde su tío. El lunes muy temprano retornaba por un angosto
camino que le conducía hasta su casa, atravesando un amplio monte lleno de
animales peligrosos.

No tenía miedo, era valiente, un fin de semana se adelantó en volver, era


"domingo siete". -Calixto, quédate, es un día malo... -dijo su tío. El joven hizo
caso omiso a la petición de su tío. Arribó al atardecer a su casa y escuchó
silbar a las perdices al filo de la chacra, cogió su escopeta y se fue a cazar.

De inmediato llegó al lugar, con mucha precaución se fue acercando donde las
escuchó gritar, la última vez. Avanzaba agazapado, vio moverse una rama.
Efectivamente allí estaban posadas, levantó la escopeta, apuntó y disparó en el
bulto. Las aves volaron y una cayó al suelo, estaba buscando y escuchó que
algo pataleaba, la perdiz daba sus últimos momentos de vida, arrimó su
escopeta a un árbol.

Cuando se proponía levantar la presa, apareció un ser exótico muy raro que le
impidió el paso. Se quedó turulato, era algo inaudito. El ser extraño era enano,
panzoncito, los dientes negros y sobresalientes, completamente peludo como
un oso, tenía una melena larga que llegaba hasta el suelo, un pie al revés, y
usaba hojas como vestido, en realidad era horrible.

El pequeño hombrecillo agarró al joven para morderlo y se pusieron a pelear,


después de una ardua riña aprovechó un descuido, de su adversario,
propinándole un fuerte golpe, de inmediato le soltó. Con mucha agilidad saltó
donde estaba su escopeta y disparó contra el extraño en todo el vientre. El
enanito cayó de espalda al suelo, las tripas se le chorreaban y tenía que
metérselas en su lugar.

Calixto al ver esa escena botó su escopeta y se olvidó de la perdiz, corrió


pidiendo auxilio. Llegó a su casa botando espuma por la boca, subió dos
gradas y cayó desmayado al piso de emponado.

-¡Mujer, algo extraño le ha sucedido a Cali!, sale a la puerta y encuentra tirado


a su vástago, se asusta al verle en ese estado, llama a su mujer, busca su
zapato, atiende al desmayado, coge su machete y el candil. ¡Cuida de cali, iré
en busca del curandero!.

Al cabo de un cierto tiempo llegaron los dos hombres. El curandero se ocupó


del joven tomándole el pulso. -Pronto estará bien. El curandero se puso a fumar
su cachimbo, y con el humo iba soplando por la cabeza y resto del cuerpo de
Calixto, que permanecía echado en el emponado, sin poder hablar. Hizo tres
veces la misma operación. - Ya está curado. -¿Qué ha tenido? -preguntó el
padre. -¿Qué ha sufrido mi hijito?... -la madre se pasea por el emponado. -
Señor -se sentó y se dibujó una sonrisa irónica en el rostro-, fue el chullachaqui
que le asustó. -¿El chullachaqui? -repitieron los padres.

Fuera de casa, el curandero narró como sucedió. Los padres se asombraron. -


El chullachaqui es el diablo de la selva, les aparece a todas las personas que
no creen en Dios, o no están bautizados, el muchacho estará bien, ya pasó
todo el peligro. Al día siguiente relató a sus padres, igual como había narrado el
curandero.

Luego se dirigió al lugar de lo ocurrido a recoger la escopeta. El terreno donde


lucharon estaba todo revuelto. Al ave la estaban comiendo las hormigas y a un
costado se encontraba un pequeño tronco podrido con un agujero en medio. -
Regresemos a casa -dijo el padre-. Ahora pensemos en los padrinos para
bautizar a Cali. -Si, los padrinos -dijo la Mujer. -No tengan miedo -dijo el
maestro-. Sólo es un cuento.

El Yacumama

En un lugar remoto de la selva, había una cocha de aguas oscuras que era
muy poco conocida por los habitantes de los escasos pueblos mas cercanos;
ya que se encontraba rodeada de una densa vegetación que la hacían casi
impenetrable.

Cierto día, un pescador siguiendo el curso de una pequeña quebrada llegó a su


desembocadura, descubriendo la cocha de aguas oscuras y tranquilas; él se
sintió feliz desde el primer momento en que la vio, ya que creía que era el
primero en descubrirla y pensó: "Al fin podré realizar una gran pesca en esta
laguna recóndita que debe estar llena de peces".

Inmediatamente se dirigió a la parte mas honda de la cocha para arrojar su


tarrafa y empezar la faena de pesca; aunque se sentía algo intrigado por el
repentino movimiento del agua, siguió remando confiado; pero el vaivén
contínuo de su canoa siguió preocupándole hasta que vió que algo salía del
fondo del agua.

Al fijar su mirada en aquella cosa que emergía de la cocha, se percató que una
tremenda cabeza con un cuello descomunal quedó suspendida a casi un metro
de altura sobre la superficie del agua, moviendo sus monstruosas orejas
paradas y sacando su lengua

Inmediatamente se dirigió a la parte mas honda de la cocha para arrojar su


tarrafa y empezar la faena de pesca; aunque se sentía algo intrigado por el
repentino movimiento del agua, siguió remando confiado; pero el vaivén
contínuo de su canoa siguió preocupándole hasta que vió que algo salía del
fondo del agua.

Al fijar su mirada en aquella cosa que emergía de la cocha, se percató que una
tremenda cabeza con un cuello descomunal quedó suspendida a casi un metro
de altura sobre la superficie del agua, moviendo sus monstruosas orejas
paradas y sacando su lengua.

Inmediatamente, dio vuelta a su canoa, metió su remo hasta el fondo del agua
para impulsarse mejor y en esos instantes para colmo de males notó que las
plantas de la orilla venían hacia donde él se encontraba, cerrándole el paso
como si obedecieran a alguien; terriblemente asustado giró su cabeza para ver
que ocurría y comprobó que la fiera le perseguía a toda velocidad.

Preso del terror, levantó sus ojos al cielo pidiendo ayuda a Dios para que lo
salvase de ser devorado por aquel ser monstruoso; y milagrosamente su
oración pareció haber sido escuchada, ya que en ese preciso momento dos
sachavacas que se encontraban peleando en la orilla, cayeron a la cocha, cuyo
estruendo sorpresivo asustó a la serpiente, que no era otra cosa que la terrible
Yacumama; en ese instante la Yacumama, confundida se sumergió en el agua
y las sachavacas también despavoridas nadaron a tierra firme al darse cuenta
de la presencia de la descomunal serpiente.

Mientras tanto, el pescador también logró llegar a la orilla y corrió despavorido


por el monte, dejando todas sus pertenencias en la canoa, agradecido a Dios
de haberle librado de una muerte segura.

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