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La Segunda Guerra

Mundial
(1939-1945)
Juan Pablo Mosquera Vargas

11-1

Sargento Beltran

Compañía Ayacucho

Colegio Militar Almirante Colon


La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue uno de los acontecimientos
fundamentales de la historia contemporánea tanto por sus consecuencias como
por su alcance universal. Las «potencias del Eje» (los regímenes fascistas de
Alemania e Italia, a los que se unió el militarista Imperio japonés) se
enfrentaron en un principio a los países democráticos «aliados» (Francia e
Inglaterra), a los que se sumaron tras la neutralidad inicial los Estados Unidos
y, pese a las divergencias ideológicas, la Unión Soviética; sin embargo, esta
lista de los principales contendientes omite multitud de países que acabarían
incorporándose a uno u otra bando.

La Segunda Guerra Mundial, en efecto, fue una nueva «guerra total» (como lo
había sido la «Gran Guerra» o Primera Guerra Mundial, 1914-1918),
desarrollada en vastos ámbitos de la geografía del planeta (toda Europa, el
norte de África, Asia Oriental, el océano Pacífico) y en la que gobiernos y
estados mayores movilizaron todos los recursos disponibles, pudiendo apenas
ser eludida por la población civil, víctima directa de los más masivos
bombardeos vistos hasta entonces.

En el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial suelen distinguirse tres fases: la


«guerra relámpago» (desde 1939 hasta mayo de 1941), la «guerra total»
(1941-1943) y la derrota del Eje (desde julio de 1943 hasta 1945). En el
transcurso de la «guerra relámpago», así llamada por la nueva y eficaz
estrategia ofensiva empleada por las tropas alemanas, la Alemania de Hitler se
hizo con el control de toda Europa, incluida Francia; sólo Inglaterra resistió el
embate germánico.

En la siguiente etapa, la «guerra total» (1941-1943), el conflicto se globalizó:


la invasión alemana de Rusia y el ataque japonés a Pearl Harbour provocaron
la incorporación de la URSS y los Estados Unidos al bando aliado. Con estos
nuevos apoyos y el fracaso de los alemanes en la batalla de Stalingrado, el
curso de la guerra se invirtió, hasta culminar en la derrota del Eje (1944-
1945). Italia fue la primera en sucumbir a la contraofensiva aliada; Alemania
presentó una tenaz resistencia, y Japón sólo capituló después de que sendas
bombas atómicas cayeran sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki.

El miedo a la expansión del comunismo soviético había hecho que Hitler fuese
visto por las democracias occidentales como un mal menor, suposición que
sólo desmentiría el desarrollo de la contienda. La Segunda Guerra Mundial
costó la vida a sesenta millones de personas, devastó una vez más el
continente europeo y dio paso a una nueva era, la de la «Guerra Fría». Las dos
nuevas superpotencias surgidas del desenlace de la guerra, los Estados Unidos
y la URSS, lideraron dos grandes bloques militares e ideológicos, el capitalista
y el comunista, que se enfrentarían soterradamente durante casi medio siglo,
hasta que la disolución de la Unión Soviética en 1991 inició el presente orden
mundial.

Dividida en dos áreas de influencia, la Occidental pro americana y el Este


comunista, Europa, como el resto del mundo, quedó reducida a tablero de las
superpotencias, y aunque la Europa occidental recuperó rápidamente su
prosperidad, perdió definitivamente la hegemonía mundial que había ostentado
en los últimos cinco siglos; en el exterior, tal declive se visualizaría en el
proceso descolonizador de las siguientes décadas, por el que casi todas las
antiguas colonias y protectorados europeos en África y Asia alcanzaron la
independencia.

Causas de la segunda guerra mundial


A pesar de las controversias, los historiadores coinciden en señalar diversos
factores de especial relieve: la pervivencia de los conflictos no resueltos por la
Primera Guerra Mundial, las graves dificultades económicas en la inmediata
posguerra y tras el «crack» de 1929 y la crisis y debilitamiento del sistema
liberal; todo ello contribuyó al desarrollo de nuevas corrientes totalitarias y a la
instauración de regímenes fascistas en Italia y Alemania, cuya agresiva política
expansionista sería el detonante de la guerra. Ya en su mera enunciación se
advierte que tales causas se encuentran fuertemente imbricadas: unos sucesos
llevan a otros, hasta el punto de que la enumeración de causas acaba
convirtiéndose en un relato que viene a presentar la Segunda Guerra Mundial
como una reedición de la «Gran Guerra».

Ciertamente, la Primera Guerra Mundial (1914-1918) no apaciguó las aspiraciones


nacionalistas ni los antagonismos económicos y coloniales que la habían
ocasionado. Todo lo contrario: la forma en que fue fraguada la paz, con
condiciones abusivas impuestas unilateralmente por los vencedores a los
vencidos en el Tratado de Versalles (1919), no hizo sino incrementar las
tensiones. Alemania, que había sido declarada culpable de la guerra, perdió
sus posesiones coloniales y parte de su territorio continental, siendo además
obligada a desmilitarizarse y a abonar desorbitadas reparaciones a los
vencedores. Italia, pese a formar parte de la alianza vencedora, no vio
compensados sus sacrificios y su esfuerzo bélico con la satisfacción de sus
demandas territoriales.

El desenlace de la guerra había llevado a la desmembración de los imperios


derrotados (el alemán y el austrohúngaro) y a la implantación en los viejos y
nuevos países resultantes de repúblicas democráticas. No era fácil consolidar
en estas sociedades sometidas a autocracias seculares y carentes de tradición
democrática un sistema liberal, máxime cuando los valores en que éste se
sustentaba (confianza en la razón humana, fe en el progreso) habían sido
minados por los horrores de la guerra. Pero además, las democracias liberales
mostraron pronto su incapacidad para hacer frente a una situación
extremadamente delicada. El conflicto había dejado un paisaje de devastación
económica y empobrecimiento generalizado de la población que los nuevos
gobiernos no supieron abordar.

Todo ello fue capitalizado por grupúsculos y formaciones políticas extremistas,


de entre las cuales cobraron progresivo protagonismo las organizaciones de la
ultraderecha nacionalista, con el fascismo italiano y su variante alemana (el
nazismo) a la cabeza. Junto a las aspiraciones nacionalistas anteriores a la
Primera Guerra Mundial (por ejemplo, el ideal pangermanista de unir a los
pueblos de lengua alemana), estos grupos asumieron como componentes
ideológicos el revanchismo suscitado por el Tratado de Versalles y el
militarismo expansionista implícito en doctrinas como la del «espacio vital»,
que preconizaba la necesidad ineludible de obtener un ámbito territorial dotado
de la extensión y los recursos necesarios para asegurar el desarrollo
económico y la prosperidad de la nación.

En aplicación de su ideario, Adolf Hitler desdeñó todas las disposiciones de


Versalles y preparó a Alemania para satisfacer por la fuerza las
reivindicaciones territoriales que no fuesen atendidas: implantó el servicio
militar obligatorio y ordenó un rearme masivo que, a base de fuertes
inversiones, dotó a Alemania de un formidable ejército, reactivó la industria
nacional y fortaleció sensiblemente la economía del país y su propio liderazgo.
Sin el respaldo de la opinión pública para embarcarse en una nueva guerra, la
posición de los gobiernos de Francia e Inglaterra era, por contraste,
claramente débil.

Desarrollo de la Segunda Guerra Mundial


Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, la potencia bélica de los bandos
contendientes era prácticamente equivalente, a pesar de que Francia e
Inglaterra habían comenzado más tarde su rearme. Cada uno de los aliados
había desarrollado de forma distinta sus medios bélicos. Francia mejoró y
desarrolló su sistema de trincheras (la famosa Línea Maginot, impulsada por el
ministro de Guerra André Maginot), previendo una guerra de posiciones como en
la Primera Guerra Mundial. La poderosa marina británica no invirtió en la
construcción de unidades que se convertirían en vitales (como el
portaaviones), pero el país desarrolló ampliamente su fuerza aérea.

De las potencias que pronto intervendrían en el conflicto, la URSS contaba con


sus ingentes recursos humanos, y el otro gigante mundial, los Estados Unidos
de América, poseía mayor potencial industrial que capacidad militar efectiva;
sólo tras decidir su participación en la guerra enfocó rápidamente su industria
a la fabricación de armas, y especialmente a la construcción de aviones (cazas
y bombarderos) y potentes buques de guerra (portaaviones y acorazados).

Los términos del Tratado de Versalles habían impuesto a Alemania la


desmilitarización y la limitación de sus arsenales; tal humillante obligación tuvo
sin embargo la virtud de eliminar armamentos que hubieran resultado
obsoletos en la Segunda Guerra Mundial y de favorecer, llegado el momento,
la creación desde cero de un eficiente ejército dotado de armas de última
generación. De este modo, cuando Hitler ordenó la remilitarización y el rearme
del país, orientó la industria hacia la producción de aviones y unidades
terrestres motorizadas, especialmente tanques y carros de combate, y aunque
desechó la fabricación de portaaviones y otros barcos de superficie, construyó
una potente flota de submarinos. No hay que olvidar que Alemania contaba
con un importante potencial técnico, tanto en la metalurgia como en la
industria química y eléctrica, de gran aplicación en la industria de guerra.

La «guerra relámpago» (1939 - mayo 1941)

La invasión de Polonia, que había desencadenado la Segunda Guerra Mundial,


se completó en poco más de un mes; en virtud de una cláusula secreta del
tratado de no agresión germano-soviético, los rusos facilitaron la victoria
ocupando la zona oriental de Polonia, que había pertenecido a la Rusia zarista.
Después de esta primera ofensiva, curiosamente, se entró en una fase que los
periodistas bautizaron como la «guerra de broma»: Francia, Inglaterra y
Alemania se habían declarado la guerra, pero, entre octubre de 1939 y marzo
de 1940, en ninguno de estos países se registraron combates. Ambos bandos
movilizaron y prepararon sus efectivos y defensas, pero dejaron pasar el
invierno sin tomar ninguna iniciativa.

Antes de comenzar la guerra, y pensando en los efectos que podría tener un


bloqueo similar al llevado a cabo durante la Primera Guerra Mundial, Hitler
había promovido la autarquía económica, intentando llevar el país a un nivel de
autosuficiencia o de mínima dependencia del exterior. Pero aunque lo había
logrado en muchos ámbitos, Alemania carecía de algunas materias primas
imprescindibles para su industria de guerra, como el hierro: seguía
dependiendo del hierro escandinavo. Por esta razón, el primer paso de Hitler
fue la ocupación de Dinamarca y Noruega (abril de 1940); la escasa resistencia
fue vencida en pocos días, y los gobiernos de los países ocupados hubieron de
trasladarse a Londres.

En mayo de 1940, Hitler lanzó una tercera ofensiva, esta vez contra Francia,
que resultaría en una victoria tan aplastante como las de Polonia y
Escandinavia: bastó poco más de un mes para que toda Francia quedase bajo
el control efectivo de Alemania. Convencidos de que, al igual que en la Primera
Guerra Mundial, el conflicto iba a dirimirse en las trincheras, los generales
franceses habían reforzado las fronteras (Línea Maginot), pero descuidaron la
región de las Ardenas, considerando que sus bosques y montañas eran
intransitables para las unidades blindadas del Reich.

Siguiendo el plan del general Erich von Manstein, el Estado Mayor escogió
precisamente las Ardenas como punto de paso hacia Francia. El 10 de mayo de
1940, las fuerzas alemanas iniciaron los ataques sobre Holanda y Bélgica, y
cuatro días más tarde, el grueso del ejército alemán caía sobre Francia desde
las Ardenas, haciendo inútil la Línea Maginot. Con uso masivo de divisiones de
tanques (Panzer) y de unidades especializadas como las de paracaidistas y la
aviación (Luftwaffe), que destruían puntos claves, las tropas alemanas se
lanzaron sin impedimentos sobre el Canal de la Mancha, dejando embolsadas
las tropas británicas y francesas en la zona de Dunkerque. Inexplicablemente,
los alemanes detuvieron durante su avance dos días, dando tiempo a que
franceses e ingleses pudiesen completar, el 4 de junio de 1940, el reembarco
de sus efectivos (más de trescientos mil soldados) hacia Gran Bretaña.

Al día siguiente, los alemanes emprendieron el avance hacia el sur; el 14


de junio entraron en París. El mariscal Philippe Pétain, que había asumido la
presidencia, pactó con Hitler un armisticio. Francia quedó dividida en dos:
el norte ocupado, que daba a Hitler el control de toda la fachada atlántica y
de la capital, y una zona sur de jurisdicción francesa administrada por un
gobierno colaboracionista (presidido por Pétain) que tenía su sede en Vichy.
Mientras tanto, el general Charles de Gaulle, que rechazó este acuerdo,
organizó desde Londres la resistencia interior, lanzando a través de la radio
consignas que por el momento tendrían escasa repercusión; para muchos
franceses, Pétain había salvado al país de males mayores.
Las campañas citadas, y muy especialmente la ofensiva sobre Francia, son
ejemplos eminentes del éxito de las nuevas tácticas militares conocidas
como «guerra relámpago» (Blitzkrieg). Apoyándose en la rapidez, movilidad
y perfecta coordinación de sus unidades motorizadas (aviación, tanques,
carros de combate, artillería autopropulsada), los alemanes concentraban
sus energías en puntos débiles o estratégicos hasta forzar sorpresivas
rupturas en el frente por las que penetraban las fuerzas terrestres, que
avanzaban rápidamente por la desguarnecida retaguardia hacia sus
objetivos finales, sembrando el caos y el desconcierto entre las líneas
enemigas.

La guerra se convirtió así en una orgía de la velocidad: de las tropas


motorizadas, de las comunicaciones, de las órdenes, de la definición sobre
la marcha de ofensivas y objetivos. El ajedrez reposado de la Primera
Guerra Mundial dio paso a una partida rápida que los grandes estrategas
franceses perdieron por tiempo. El mismo concepto de frente quedó
finiquitado; había frente donde atacaban los alemanes, lo cual, dada su
rapidez y movilidad, era como decir que no lo había. Que la Línea Maginot
se mantuviera intacta tras la caída de París era el negro chiste que
señalaba la abismal diferencia entre la guerra antigua y la moderna, entre
acumular tropas para defenderse de nadie y exprimirlas al máximo
dotándolas de un duende de dinamismo que parecía ubicuidad. Hay que
notar que este novedoso enfoque respondía también a una necesidad
estratégica profunda: Inglaterra seguía ejerciendo el dominio de los mares,
y, al igual que en la Primera Guerra Mundial, Alemania podría quedar
desabastecida de petróleo y otros productos básicos si era sometida a un
prolongado bloqueo marítimo por los británicos. De ahí la prioridad de
llevar rápidamente el conflicto hacia su desenlace.

En solamente nueve meses, Hitler se había apoderado de Europa: los


países que no habían caído bajo su dominio eran aliados suyos o neutrales.
Con la claudicación de Francia, en efecto, tan sólo quedaba Gran Bretaña, a
cuyo frente se había colocado el gobierno de coalición presidido por Winston
Churchill, un político de dilatada trayectoria destinado a convertirse en el
más admirado estadista de la Segunda Guerra Mundial. Reconociendo en su
toma de posesión (10 de mayo de 1940) que no podía ofrecer más que
«sangre, sudor y lágrimas» a sus conciudadanos, el nuevo primer ministro
insufló un espíritu de lucha en el pueblo británico y, con su determinación
de resistir a toda costa, contrarió los planes de Hitler, que había supuesto
que el aislamiento empujaría a Inglaterra a negociar.

Decidido a finalizar cuanto antes la guerra, Hitler ordenó diseñar un plan de


desembarco en las islas, pero sus generales le convencieron de que, dada
la superioridad de la armada británica, tal empresa era imposible sin
conseguir previamente, al menos, el control del espacio aéreo. De este
modo, la batalla de Inglaterra (de julio a septiembre de 1940) se libró
exclusivamente en el aire: cazas y bombarderos de la Luftwaffe alemana y
la Royal Air Force británica se enzarzaron en cruentos combates y soltaron
miles de bombas primero sobre objetivos militares y luego sobre Londres y
Berlín, causando terribles estragos en la población civil. Gracias a la
proximidad de los aviones ingleses a sus bases y a las vitales informaciones
sobre la aviación enemiga que aportaba el uso del radar, el resultado fue
favorable a los británicos. Hitler se vio obligado a posponer indefinidamente
la invasión de Inglaterra; la guerra comenzaba a alargarse más de lo
deseado.

Entretanto, deslumbrado por las grandes victorias obtenidas por el


Reich, Mussolinidecidió finalmente que Italia entrara en la guerra en apoyo
de Alemania. El Duce esperaba con ello satisfacer sus ambiciones
territoriales en los Balcanes y el norte de África. En septiembre de 1940,
Italia atacó Grecia desde Albania, pero griegos y británicos lograron
rechazarles. Hitler, que ya pensaba en la invasión de la URSS, tuvo que
desviar parte de sus tropas y medios en ayuda de su desastroso aliado.
Con la colaboración de Rumanía, Hungría y Bulgaria, que se aliaron con el
Reich, los alemanes emprendieron en abril de 1941 una nueva «guerra
relámpago»: en apenas dos semanas ocuparon Yugoslavia y la Grecia
continental, forzando la rendición de los ejércitos de estos países y la
retirada de los británicos. En mayo de 1941, la arrolladora campaña finalizó
con la ocupación de Creta.
La «guerra total» (junio 1941 - junio 1943)

En 1941, la invasión alemana de Rusia y el ataque japonés a Pearl Harbour


precipitaron la globalización del conflicto. Alemania y la URSS habían
firmado un pacto de no agresión en cuyas cláusulas secretas se reconocía a
Finlandia, los países bálticos y Besarabia como áreas de influencia
soviética. Inmediatamente después de la ocupación de Polonia, Stalin se
había tomado la libertad de invadir por su cuenta las repúblicas bálticas
(Estonia, Letonia y Lituania) y de ocupar el sur de Finlandia, de modo que
la URSS había recuperado ya los territorios perdidos en la Primera Guerra
Mundial.

Estas apresuradas anexiones molestaron a Hitler. Pese a su visceral


anticomunismo, el Führer había buscado el pacto con la Unión Soviética con
la pragmática finalidad de no tener que luchar en dos frentes; pero ahora
las ambiciones de los rusos chocaban con el irrenunciable objetivo de
adjudicar a Alemania un «espacio vital», expandiéndose hacia el este. Por
esta razón, Hitler preparó concienzudamente la «Operación Barbarroja»
para conquistar la URSS y, más tarde, abatir el poderío británico en Oriente
Medio.

El portaaviones norteamericano Yorktown en la batalla de Midway (4 de junio de 1942)


El norte de África también fue escenario de combates. Desde Gibraltar
hasta Alejandría, la armada británica dominaba el Mediterráneo, pero
existía un punto de gran importancia estratégica que podía inclinar la
balanza del lado alemán: el canal de Suez. Controlado por los ingleses, este
paso permitía la comunicación entre las colonias africanas y asiáticas del
Imperio británico y la metrópoli; su pérdida pondría en graves aprietos a
Inglaterra. En septiembre de 1940, Mussolini había fracasado en su intento
de atacar Egipto desde la vecina Libia, entonces colonia italiana. En febrero
de 1941, Hitler envió en su apoyo el Afrika Korps del general Erwin Rommel,
cuya pericia táctica le valdría el sobrenombre de «el zorro del desierto». En
su avance hacia el este, Rommel obtuvo sucesivas victorias, pero llegó
desgastado a la ciudad egipcia de El Alamein (julio de 1942), donde, falto
de tanques y combustible, acabaría siendo derrotado por el VIII Ejército del
general británico Bernard Montgomery. Cortado definitivamente el acceso al
canal de Suez, el frente africano perdió relevancia para los alemanes.
La derrota del Eje (julio 1943-1945)

La universalización de la Segunda Guerra Mundial decantó el conflicto; con


la incorporación al bando aliado del poderío militar e industrial de la Unión
Soviética y Estados Unidos, las potencias del Eje perdieron todas sus
opciones. De hecho, ya en la etapa anterior se habían registrado combates
decisivos que señalaban la inversión en el equilibrio de fuerzas: desde las
batallas de Midway (junio de 1942) y Stalingrado (febrero de 1943),
japoneses y alemanes se veían obligados a retroceder ante la
contraofensiva de los americanos y los rusos. A estos avances se añadió,
en la fase final de la guerra, la apertura de dos nuevos frentes: el de Italia
(iniciado con el desembarco aliado en Sicilia) y el de Francia (tras el
desembarco de Normandía), cuyo resultado sería, tras padecer un acoso en
todas direcciones, la caída del Reich.

El desembarco aliado en Sicilia, iniciado el 10 de julio de 1943, tenía como


objetivo apoderarse de la isla y utilizarla como base para la invasión de
Italia. Aun antes de haber sido completada, la ofensiva sobre Sicilia tuvo un
impacto psicológico inesperado en la clase política: el 25 de julio, el Gran
Consejo Fascista destituyó a Mussolini, que fue encarcelado; el monarca
italiano Víctor Manuel III encargó la formación de un nuevo gobierno al
general Pietro Badoglio, que firmó un armisticio con los aliados el 3 de
septiembre, fecha en que las tropas aliadas desembarcaron sin oposición en
la península Itálica.

Los alemanes supieron reaccionar rápidamente: invadieron el norte de


Italia, liberaron a Mussolini en una arriesgada operación (12 de septiembre
de 1943) y lo pusieron al frente de un gobierno fascista, la República de
Salò, así llamada por el nombre de la ciudad italiana en que tenía su sede.
Pese al apoyo del gobierno y la población, los aliados no pudieron avanzar
por esa Italia partida en dos; el frente se estabilizó a unos cien kilómetros
al sur de Roma. Una importante ofensiva permitiría tomar la capital en
junio de 1944, pero desde entonces las prioridades fueron liberar Francia y
caer rápidamente sobre Berlín. Ya en 1945, ante el ataque final de los
aliados, Mussolini intentó huir a Suiza, pero fue descubierto y fusilado por
miembros de la resistencia.

El desembarco de Normandía (6 de junio de 1944)

En el Pacífico, desde la derrota de Midway, Japón apenas si había logrado


más que ralentizar su retirada resistiendo tenazmente las acometidas de
los estadounidenses, que diezmaron la armada nipona y reocuparon
numerosos territorios. En verano de 1945, pese a la capitulación de
Alemania, el Imperio japonés seguía decidido a resistir a toda costa. Debido
a las inmensas distancias y a la singular geografía del escenario bélico, que
obligaba a luchar de isla en isla, la Guerra del Pacífico se preveía
sumamente costosa en recursos humanos y materiales. Ante esta
perspectiva, Harry S. Truman, nuevo presidente norteamericano tras la súbita
muerte de Roosevelt, optó por emplear una nueva arma: la bomba
atómica. El 6 y 9 de agosto de 1945, las ciudades japonesas de Hiroshima
y Nagasaki fueron arrasadas por sendas explosiones nucleares. El 2 de
septiembre de 1945, Japón firmaba la rendición incondicional. La Segunda
Guerra Mundial había terminado.
Consecuencias de la Segunda Guerra Mundial

Las principales consecuencias históricas de la Segunda Guerra Mundial fueron


el establecimiento de un orden bipolar liderado por las dos superpotencias
ideológicamente antagónicas que salieron reforzadas del conflicto (la
Norteamérica capitalista y la URSS comunista) y la pérdida definitiva de la
hegemonía mundial que Europa había ostentado desde finales de la Edad
Media, reflejada en el proceso de descolonización que desmanteló los antiguos
imperios coloniales europeos.

La aparente sintonía mostrada por el dirigente soviético Iósif Stalin, el presidente


norteamericano Franklin D. Roosevelt y el primer ministro británico Winston
Churchill en la Conferencia de Yalta (febrero de 1945), cuando la Segunda
Guerra Mundial no había llegado aún a su previsible desenlace, dio paso a las
primeras fricciones en la Conferencia de Potsdam (julio-agosto de 1945). Pese
a ello, y reconociendo la importancia de la contribución soviética al esfuerzo
bélico, Estados Unidos e Inglaterra acordaron con Stalin la división de
Alemania y validaron la anexión de las repúblicas bálticas y parte de Polonia al
territorio ruso.

Soldados soviéticos izan la bandera rusa en el Reichstag (Berlín, 2 de mayo de 1945)


La debilidad de las metrópolis europeas reactivó los movimientos
independentistas en las colonias y condujo, en las décadas siguientes, al
progresivo desmantelamiento de los imperios coloniales, proceso al que se
ha dado el nombre de «descolonización». La flagrante contradicción de
enarbolar con una mano la bandera de la libertad y la democracia y de
sostener con la otra la de un imperialismo que sometía pueblos enteros se
hizo patente no sólo a los ojos de las minorías ilustradas de la colonias,
sino también a la población en general, principal víctima de la miseria a que
los condenaba el estatus colonial. A través de revueltas violentas que
Europa no estaba en condiciones de sofocar, o bien mediante negociaciones
o una combinación de ambos medios, casi todas las colonias alcanzaron su
independencia entre 1945 y 1975. La descolonización contó con el impulso
y beneplácito de las nuevas superpotencias, pues conllevaba el
afianzamiento de su hegemonía, la apertura de nuevos mercados y la
oportunidad de incorporar nuevas naciones a su ámbito de influencia.

En tanto que proceso en que se percibe una justicia intrínseca y reparadora


de los males del imperialismo, podría creerse la descolonización fue una
consecuencia positiva de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en su
realización práctica, la descolonización no condujo sino a una nueva forma
de dependencia, el «neocolonialismo», que acabaría empeorando las
condiciones de vida. Los nuevas naciones heredaron una economía
sometida a los intereses coloniales que se basaba en la exportación de un
reducido número de materias primas o productos agrícolas a las
metrópolis; las beneficios obtenidos, sin embargo, no alcanzaban para la
importación de los productos manufacturados necesarios. Tal déficit
comercial sólo podía paliarse con los créditos que los nuevos países
solicitaban a las antiguas metrópolis o a las superpotencias, creando un
círculo vicioso de dependencia económica y, por ende, política. Carentes de
la capacidad decisoria y financiera que precisaban para acometer la
imprescindible diversificación de sus economías, las antiguas colonias
asistieron impotentes a la cronificación o acentuación de los desequilibrios,
y pasaron a integrar la amplia franja de subdesarrollo que hoy conocemos
como Tercer Mundo.

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