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La memoria, la historia, el olvido es una obra en tres partes, correspondientes a cada una de las
temáticas a las que hace referencia su título, seguidas de un epílogo consagrado a “El perdón
difícil”. Cada parte, en adición a encontrarse referida una temática específica, procede siguiendo
un método propio. Así encontramos en esta obra una fenomenología de la memoria, una
epistemología de las ciencias históricas –en la que por lo ya dicho, centraremos en esta ocasión
nuestra atención– y una hermenéutica de la conciencia histórica que culmina en una meditación
sobre el olvido. Las tres partes, empero, remiten a una problemática única que viene a constituir el
tema central profundo que atraviesa todo el libro: el de la representación del pasado. No sólo la
obra se encuentra estructurada de una manera triádica; cada una de las tres partes constitutivas
del cuerpo principal del texto se encuentra, a su vez, estructurada de la misma manera.
El libro se inicia con una breve presentación general en la que Ricœur nos informa que la
investigación que ha desembocado en esta obra responde a tres inquietudes principales: a) el
problema del “corto circuito” que constituye la relación directa, inmediata, entre narratividad y
temporalidad postulada en Tiempo y narración –y asumida en Sí mismo como otro (1990)–,
cuando en realidad entre ellas median precisamente la memoria y el olvido; b) el interés de
prolongar una sucesión de actividades de investigación, docencia y difusión sobre las relaciones
entre la memoria y la historia que abarca la mayor parte de la década de los años noventa; y c)
contribuir a la construcción y discusión de la idea de la memoria justa.
Quince años transcurrieron entre la publicación de Tiempo y narración y de La memoria, la
historia, el olvido; a lo largo de ellos Ricœur ratificó muchos de sus planteamientos sobre la
escritura de la historia, corrigió algunos y amplió otros. Más importante, reestructuró su
pensamiento: con inspiración formal en la concepción de la escritura de la historia expuesta por
De Certeau en “La operación historiográfica” (1974) –un lugar, una práctica, una escritura–
elaboró su propia concepción de esta operación mediante la distinción de tres etapas o fases –no
consecutivas y sólo separables analíticamente–; a saber: la documental, la
explicativa/comprensiva y la representativa.
Antes de entrar propiamente en materia, Ricœur se pregunta por el nacimiento de la escritura de
la historia y encuentra una ambigüedad en la pregunta misma: los orígenes son siempre míticos y
los comienzos siempre históricos; pero, ¿cuál es el carácter de los nacimientos, ubicados como lo
están entre los orígenes y los comienzos? Dirige su atención al mito del nacimiento de la escritura
que Platón obsequió a la civilización occidental en las páginas finales de Fedro. Allí, se recordará,
la escritura es tenida por un fármaco y la pregunta es: ¿remedio o veneno? También allí se nos
ofrece la metáfora de los dos hermanos: la memoria viva es el hijo legítimo, y el registro escrito el
ilegítimo. Ricœur efectúa la transposición al ámbito de la historia: el hijo legítimo viene a ser la
historia erudita (savante), susceptible de reanimar la memoria declinante y, así, reefectuar el
pasado; el hijo ilegítimo, la memoria instruida y aclarada por la historiografía. Sin embargo, la
pregunta permanece: ¿es la historia remedio, veneno o ambas cosas?
La noción de inscripción es más amplia que la de escritura. En Tiempo y narración Ricœur ha
considerado la calendarización o datación, que inscribe un ahora fechado en el tiempo
cosmológico. Recordando esto, en Sí mismo como otro se refiere a la localización, inscripción de
un aquí localizado en el espacio geométrico, y a la denominación, inscripción de un yo nombrado
en, por ejemplo, un acta de nacimiento (en la que, como lo constata Ricœur, se lleva cabo una
triple inscripción: la de un nombre, según las reglas de denominación cultural y legalmente
vigentes; la de una fecha, según las reglas calendáricas de datación; y la de un lugar, conforme a
las reglas de localización en el espacio público). Estamos hablando ya del espacio-tiempo
histórico, el espacio-tiempo en el que se generan, conservan y consultan los documentos. Al
presente vivo del tiempo fenomenológico, al ahora fechado del tiempo histórico y al instante del
tiempo cosmológico corresponden, respectivamente, el aquí absoluto del espacio vivido en el
ámbito de lo espacial, el aquí localizado del espacio habitado y la posición en el espacio
geométrico. Así como el tiempo histórico –tiempo narrado– es el tiempo en el que se desarrollan
tramas que dan lugar a la historia, el espacio habitado es el espacio construido que da lugar a la
geografía. En relación con el tiempo, configurar es poner en trama; en relación con el espacio,
construir. Muchos años atrás, Ricœur había desarrollado un modelo del texto para luego aplicarlo
a la acción y a la historia (en el sentido de res gestae), revelándolas como cuasi-textos, esto es,
haciendo patente la estrecha analogía, cuando no el isomorfismo, entre los tres campos. Ahora
nos muestra a la ciudad como texto.
En opinión de Ricœur, la operación historiográfica es posible en virtud de una doble reducción.
Hemos visto cómo en Tiempo y narración el tiempo histórico se encuentra a caballo entre los
tiempos fenomenológico y cosmológico. En La memoria, la historia, el olvido encontramos una
caracterización complementaria: el tiempo histórico procede tanto por la reducción del tiempo
cronosófico –el de la “historia de la historia”, el de las grandes periodizaciones– como por
rebasamiento del orden de lo vivido. La otra reducción es la de la memoria viva a la posición
“extrínseca” del conocimiento histórico. ¿Cómo se opera este tránsito? Por el testimonio,
operación que es común a los ámbitos jurídico e histórico. Surge de nueva cuenta la sospecha
sugerida por la lectura de Fedro: ¿El paso del testimonio oral al escrito, al documento de archivo,
es, en cuanto a su utilidad o inconveniente para la memoria viva, remedio o veneno? Esta
transformación de estatuto de testimonio hablado al de archivo constituye la primera mutación
histórica de la memoria viva: el testimonio oral tiene un destinatario designado; no así el
documento archivado. El archivo remite a la entrada de la escritura en la operación historiográfica:
el historiador es un lector de archivos, pero los archivos, antes de poder ser leídos, han de ser
constituidos, esto es, ha de tener lugar la puesta en archivo.
Ricœur medita sobre el testimonio y sus relaciones con la operación historiográfica desde la
perspectiva de la primera de varias caracterizaciones complementarias que hace del objeto de la
historia: los hombres en el tiempo. Estas son algunas de las relaciones que encuentra, las dos
primeras relativas a la observación histórica y las cinco restantes relativas a la crítica: a)la huella
es al conocimiento histórico lo que la observación (directa o instrumental) es al de las ciencias
naturales, es decir, el testimonio (escrito) es la primera de las subcategorías de la huella; b)la
cadena “ciencia de los hombres en el tiempo, conocimiento por huellas, testimonios escritos y
orales, testimonios voluntarios e involuntarios” asegura el estatuto de la historia como oficio y el de
los historiadores como artesanos; c)la puesta a prueba de los testimonios escritos y en general de
todo tipo de vestigios da lugar a la crítica en el ámbito de la historia; y es este término “crítica” lo
que especifica a la historia como ciencia; d)como lo ha señalado Carlo Ginzburg, la historia se rige
(como la medicina) por un paradigma indiciario (o semiótico) diferente –opuesto, de hecho– al
paradigma galileano de las ciencias de la naturaleza; e) el indicio se marca (repéré) y se descifra;
el testimonio se declara (déposé) y se critica; f) Ginzburg ha abierto en el interior de la noción de
huella una dialéctica del testimonio y del indicio, así ha iluminado la envergadura completa del
concepto de documento; y g) la relación de complementariedad entre indicio y testimonio se
inscribe en el círculo de la coherencia interna y externa que estructura la prueba documental. La
caracterización mencionada del objeto de la historia –los hombres en el tiempo– permite
establecer con cierta nitidez la distinción –en ocasiones afanosamente buscada– entre sociología
e historia: la sociología es indiferente al tiempo, de manera que el cambio es de la competencia de
los historiadores. Por esto la historia está comprometida con la “defensa del acontecimiento” y
celebra, por tanto, el “retorno del acontecimiento” del que somos testigos en estos tiempos.
Ricœur considera necesario hablar de la crisis del testimonio. Los testimonios de los
sobrevivientes de los campos de exterminio del Holocausto (Shoa) parecen constituir una
excepción al proceso historiográfico: estos testimonios son inconmensurables con las capacidades
receptivas del hombre ordinario. Se ha anunciado así el problema de los límites de la
representación histórica. Pero antes de que los límites de la representación histórica y los de la
explicación y la comprensión sean puestos a prueba, lo son los de la inscripción y la puesta en
archivo. Estos testimonios se resisten a ser debidamente recogidos en virtud de la extrañeza
absoluta que engendra el horror. Por lo demás, no hay distancia posible entre el testigo –la
víctima– y lo testimoniado. Así, es en el mismo espacio público de la historiografía en el que se
presenta la crisis del testimonio.
De la consideración del testimonio, Ricœur pasa a la de la prueba documental. Desde Tiempo y
narración nos habíamos acostumbrado a la distinción entre acontecimiento y hecho –el hecho es
el acontecimiento interpretado–, la cual es ahora iluminada adicionalmente: el hecho no es el
acontecimiento, sino el contenido de un enunciado. Así como no hay observación sin hipótesis, no
hay hecho sin preguntas. Hechos, documentos y preguntas son interdependientes y en conjunto
conforman el trípode que sostiene al conocimiento histórico. ¿Cómo figura el acontecimiento en el
discurso histórico? A título de referente último: el hecho es “la cosa dicha”, el qué del discurso
histórico; el acontecimiento es “la cosa de la que se habla”, el “sujeto del que” es el discurso
histórico; el acontecimiento es la contraparte efectiva del testimonio en tanto que primera
categoría de la memoria archivada. A fin de cuentas, la reciprocidad entre la construcción y el
establecimiento del hecho expresa el estatuto epistemológico específico del hecho histórico. A
este respecto, es importante tomar conciencia de que los términos “verdadero” y “falso” pueden
aplicarse legítimamente (con sustento documental) en el nivel de los hechos históricos en el
sentido popperiano de “refutable” y “verificable”, en tanto que en el nivel de la
explicación/comprensión esta aplicación será muy difícil, cuando no imposible.
Pasamos así de la fase documental, la relativa a la “memoria archivada”, a la de la
explicación/comprensión. La conjunción de los términos busca subrayar el hecho de que la
relación que existe entre sus referentes en las ciencias del hombre es de complementación y no
de exclusión. Se puede tener por superada la querella suscitada al inicio del siglo XX que suponía
antagónicos los términos explicar y comprender, nos dice Ricœur retomando su tesis de que
“explicar más es comprender mejor”. No hay en historia un modo privilegiado de explicación;
tampoco en la teoría de la acción, lo que no es casual: el referente anterior y posterior al discurso
histórico son las interacciones susceptibles de engendrar el espacio social. Tenemos ante
nosotros un espectro de modos explicativos que va desde el polo en el que las series de hechos
repetibles de la historia cuantitativa se prestan al análisis causal y al establecimiento de
regularidades que hacen aplicable el modelo nomológico deductivo, hasta el polo en el que los
comportamientos de los agentes sociales, que responden a la presión de las normas sociales
mediante maniobras diversas de negociación, justificación o denuncia, son susceptibles de ser
explicados por razones. Pero no dejemos que estas consideraciones nos induzcan al error de
suponer que la interpretación –“rasgo de la investigación de la verdad en historia”– sólo se hace
presente en la fase explicación/comprensión: la interpretación atraviesa y es constitutiva de una
operación historiográfica.
En el plano epistemológico, es en el nivel de la explicación/comprensión en el que la autonomía
de la historia con respecto a la memoria es afirmada con mayor fuerza, y es en relación con la
explicación que el documento constituye una prueba. ¿Qué hemos de entender por explicar?
Explicar, nos dice Ricœur, es responder a la pregunta “por qué” mediante una diversidad de
empleos del conector “puesto que” o “porque”.
El pensar sobre la explicación en la historia conduce a Ricœur a volver a preguntarse sobre la
autonomía de la disciplina y la respuesta que nos ofrece otorga una justificación –quizá
inesperada– al privilegio concedido a la historia social por la escuela de los Annales. La historia
social no es un sector entre otros, sino el punto de vista bajo el cual la historia elige su ámbito: el
de las ciencias sociales. Le parece, además, que se devela una afinidad que tal vez tampoco se
anticipaba, la afinidad entre historia y fenomenología de la acción.
Los acentos que la historia coloca sobre el cambio y las diferencias o desviaciones vienen a ser
distintivos de la historia frente a las otras ciencias sociales, particularmente la sociología. Cuando
vuelve sobre este tema Ricœur reformula por vez primera su caracterización del objeto –“objeto
total”, escribe ahora– de la historia: el cambio social. Sus reflexiones al respecto le conducen –con
una inspiración proveniente de Fernand Braudel– a la consideración de la variación de escalas: el
historiador contempla una pluralidad de duraciones que es exigida por las diversas correlaciones
que pueden presentar los valores de tres factores: a) la naturaleza específica del cambio
considerado (economía, política, cultura, etc.) b) la escala en relación con la cual es aprehendido,
descrito y explicado y c) el ritmo temporal apropiado a esta escala. A escalas distintas son
discernibles encadenamientos causa-efecto distintos e inconmensurables: no es posible totalizar
las diferentes versiones del mundo correspondientes a escalas distintas porque no hay un patrón o
retículo superior que permita integrar todas las escalas de manera que le correspondiera una
visión totalizante.
Ricœur se siente interpelado por dos solicitaciones a las que busca responder: a) la emanada de
tres discursos históricos muy divergentes –economía, sociedad y política– que requieren, cada
uno a su manera, un rigor conceptual susceptible de presidir una reintegración de la historia
dividida del último tercio del siglo XX, y b) la de una historiografía original ligada a una elección de
una escala aparentemente inversa de la implícita en la historiografía dominante en la época
dorada de los Annales: la escala microhistórica. Quiere avanzar en la dirección de una integración
(remembrement) del campo histórico con la historia de las mentalidades jugando un papel
federativo bajo la condición de que asuma el título y la función de una historia de las
representaciones y de las prácticas. La continuidad que este programa de investigación guarda
con los programas anteriores de la escuela de los Annales se aprecia, nos dice, en el hecho de
que las tres problemáticas que acabamos de mencionar –la naturaleza específica del cambio
considerado, la escala...– se desplazan en bloque y solidariamente. Y asume, siguiendo a B.
Lepetit, una tercera caracterización del objeto del discurso histórico, complementaria y
especificante de las anteriores: el vínculo social y las modalidades de identidad asociadas, cuyo
tono dominante es el de una aproximación pragmática con el acento puesto sobre las prácticas
sociales y las representaciones integradas a dichas prácticas. ¿Cuál es la naturaleza de la relación
entre representaciones y prácticas? Las representaciones pueden ser tenidas por prácticas
simbólicas.
Ricœur nos propone pensar en términos de historia de las representaciones en lugar de hacerlo
en términos de historia de las mentalidades, entre otras razones porque el concepto de mentalidad
puede dar lugar a una confusión entre un objeto de estudio, una dimensión del espacio social
distinta de la económica y de la política, y un modo de explicación; y porque, al tiempo que la
historia de las mentalidades asume el prejuicio de una cultura común “interclases” –prejuicio de la
mentalidad colectiva–, insiste en los elementos inertes, oscuros e inconscientes de una visión
determinada del mundo.
Ricœur ha efectuado su revisión de la historia de las mentalidades repasando tanto los textos de
autores clave –Michel Foucault, en particular en su periodo “arqueológico”; De Certeau,
“heterólogo”; y Norbert Elias, estudioso de la dinámica de la civilización occidental– como la
perspectiva de las escalas de eficacia o coerción, de los grados de legitimación y de los tiempos
no cuantitativos de los tiempos sociales. A manera de muestras, plasmamos a continuación unas
cuantas de las muchas tesis que se desprenden del análisis en relación con cada una de estas
escalas.
Escala de eficacia o de coerción. Como lo ha podido verificar la microhistoria, la variación de
escalas permite poner el acento sobre las estrategias individuales, familiares o de grupos, las
cuales colocan en entredicho la presuposición de la sumisión de los actores sociales de último
rango a las presiones sociales de todo tipo y principalmente a las ejercidas en el plano simbólico.
De hecho, es colocada en entredicho la totalidad de los sistemas binarios que oponen cultura
superior (savante) a cultura popular y todos los pares asociados, tales como fortaleza/debilidad y
autoridad/resistencia. Este tipo de contrarios, y en particular el de regularidad
institucional/inventiva social, pueden y deben ser superados por una aproximación dinámica a la
constitución del lugar, a condición de que se hable de institucionalización –esto es, del archivar
social– antes que de institución. Así considerado, el proceso de institucionalización pone de
manifiesto dos aspectos de la eficacia de las representaciones: identificación (función lógica,
clasificadora de las representaciones) y coerción (función práctica de puesta en conformidad de
los comportamientos). Y, contemplado desde un punto de vista dinámico, este proceso oscila
entre la producción de sentido en el Estado naciente y la producción de constricción en el Estado
establecido.
Escala de grados de legitimación. La idea jerárquica (vertical) de grandeza (variante de la idea de
escala) requiere ser combinada con la idea (horizontal) de la pluralización del lugar social. El
cruzamiento de estas dos problemáticas contribuye al rompimiento con la idea de mentalidad
común, fácilmente confundida con la de un bien común indiferenciado. Una cadena de escrituras y
de lecturas jerarquizadas asegura la continuidad entre la idea de representación como objeto de la
historia y la de representación como útil de la historia. En la primera acepción, la idea de
representación destaca la problemática explicación/comprensión; en la segunda, cae bajo la de la
escritura de la historia.
Escala de los aspectos no cuantitativos de los tiempos sociales. Las duraciones mesurables son
correlacionables con aspectos repetitivos cuantificables susceptibles de manejo estadístico. Sin
embargo, en el marco de este cuadro bien delimitado de lo medible, las duraciones presentan
aspectos tales como la velocidad y la aceleración de los cambios, que no son tan fácilmente
cuantificables y que se encuentran asociados con otros tales como ritmo, acumulatividad,
recurrencia, remanencia, olvido, en la medida en la que la puesta en reserva de las capacidades
reales de los agentes sociales agrega una dimensión de latencia a la de actualidad temporal,
pudiéndose hablar de una escala de disponibilidad de competencias. Ahora bien, en tanto que a la
sociología conciernen los rasgos de estabilidad, competen a la historia los de inestabilidad, pero
las categorías de estabilidad e inestabilidad, continuidad y discontinuidad, así como otros pares de
oposiciones aparentes, deben ser tratadas en el cuadro de polaridades relativas a la
metacategoría de cambio social, la cual se ubica en el nivel conceptual del referente básico del
conocimiento histórico: el pasado en tanto que fenómeno social. Por lo demás, la estabilidad, en
tanto que modalidad del cambio social, debe ser acoplada con la categoría seguridad,
perteneciente al campo político. No emprenderemos aquí la glosa del interesantísimo análisis que
Ricœur hace de las categorías de estabilidad y seguridad, y de su contraparte, la de la
incertidumbre.
Hacia el final de sus meditaciones sobre la fase explicación/comprensión de su concepción de la
operación historiográfica, Ricœur hace una especie de balance o resumen de los argumentos a
favor del remplazo de la noción de mentalidad por la de representación. Plasmamos lo que nos
parece que es lo más central de este balance en el Cuadro a.
La noción de representación –representación-objeto– que Ricœur propone que reemplace a la de
mentalidad como objeto del discurso histórico no debe ser confundida con la de representación
literaria –representación-operación–, tercera fase de la operación historiográfica. Sin embargo,
cree vislumbrar una relación, que no vacila al calificar de “mimética”, entre una y otra, relación
que, con claro reconocimiento a las ideas de Roger Chartier, describe en los términos siguientes:
“Es en la reflexión efectiva del historiador sobre el momento de la representación incluido en la
operación historiográfica cuando accede a la expresión explícita la comprensión que los agentes
sociales alcanzan de ellos mismos y del ‘mundo como representación’”: la representación-
operación constituye un momento reflexivo con respecto a la representación-objeto.
Al comenzar a internarnos en la discusión de la representación literaria como fase tercera de la
operación historiográfica, encontramos lo que nos parece que es el argumento decisivo a favor de
la inseparabilidad de las tres fases: la representación no es algo que se agregue desde el exterior
a las fases documental y explicativa, sino algo que las acompaña y porta. Por lo demás, la historia
es escritura de punta a punta –de los archivos a los relatos históricos– y la interpretación es una
constante y un hilo conductor a través de toda esta operación.
Vuelven a aparecer varios de los grandes temas de Tiempo y narración, y es en relación con la
tesis narrativista, el carácter retórico del discurso histórico, y la noción de representancia donde se
percibe un mayor avance en la clarificación de las ideas. Ricœur cree detectar un impasse en lo
relativo a la tesis narrativista, ocasionado por el hecho de que tanto para los defensores de la
posición narrativista –la configuración narrativa es un modo explicativo alternativo a la explicación
causal– como para sus detractores –la historia-problema ha reemplazado a la historia-relato–,
relatar equivale a explicar. Para salir de él, aventura las siguientes dos hipótesis: a) la narratividad
no constituye una solución alternativa a la explicación/comprensión (en contra de lo sostenido
tanto por los defensores como por los detractores de la tesis narrativista); y b) la puesta en intriga
constituye, no obstante, un componente auténtico de la operación historiográfica, pero en un plano
distinto al de la explicación/comprensión, donde no entra en concurrencia con los usos del
“porque” (parce que) en el sentido causal. No se trata, aclara, de una degradación de la
narratividad a un rango inferior, toda vez que la operación de configuración narrativa entra en
composición con todas las modalidades de explicación/comprensión. En relación con la
explicación la narratividad no es ni obstáculo (historiografía francesa con su oposición historia-
relato/historia-problema), ni sustituto (autores en lengua inglesa que elevan el acto configurante de
la puesta en relato al rango de explicación exclusiva de las explicaciones causales o –mejor–
teleológicos), sino que llena una laguna en la explicación/comprensión. Ricœur nos ha hecho ver
que nos encontramos ante dos tipos distintos –aunque vinculados en los relatos históricos– de
inteligibilidad, la narrativa y la explicativa. Además, nos muestra cómo surge la noción de
coherencia narrativa como resultado de la aproximación de la analítica de la narratividad a la
semiótica del discurso, noción que se enraíza en la de “cohesión de una vida” (Dilthey), se articula
sobre la conexión causal o teleológica y aporta la “síntesis de lo heterogéneo”. A partir de la
noción de coherencia narrativa se hace posible la formulación de una definición propiamente
narrativa del acontecimiento: lo que hace avanzar la acción, una discordancia que entra en
competencia con la concordancia de la acción; en definitiva, una variable de la trama. La noción
de personaje constituye un operador narrativo de la misma amplitud que el de acontecimiento.
Por lo que se refiere al carácter retórico del discurso histórico, Ricœur, quien nunca ha dejado de
suscribir el reclamo a favor de los modos de argumentación que la retórica opone a las
pretensiones hegemónicas de la lógica, se ha propuesto: a) ampliar y contemplar en toda su
amplitud el campo de la representación escrituraria, b) dar cuenta de las resistencias que las
configuraciones narrativas y retóricas oponen a la pulsión referencial que vuelve el relato hacia el
pasado y c) conferir sentido a la discusión sobre los “límites de la representación” de cara a la
Shoa. Por lo que se refiere a la segunda de estas empresas, hemos de decir que entre quienes
impugnan lo que llama “pretensión referencial del discurso histórico” –pretensión que, según gusta
decir, ha asumido y defendido que con vehemencia a lo largo de toda su trayectoria– ha escogido
a Roland Barthes y a Hayden White para analizarlos y refutarlos. Es menester señalar a este
respecto que en los años recientes se ha hecho claramente perceptible en los trabajos de Ricœur
un mayor distanciamiento frente a las tesis de White que el que se aprecia en Tiempo y narración.
Por lo que respecta al tercero de los propósitos apuntados, Ricœur sostiene que el agotamiento
de las formas de representación disponibles en nuestra cultura para dar legibilidad y visibilidad al
acontecimiento llamado “solución final” constituye un límite interno irrebasable a la capacidad para
la representación.
Ricœur examina el acoplamiento entre relatar –avance narrativo– y describir –momento estático,
descriptivo–, esto es, entre legibilidad y visibilidad. La ficcionalización del discurso histórico,
prominente en Tiempo y narración, es ahora reformulada como entrecruzamiento de la legibilidad
y la visibilidad en el seno de la representación histórica. Este acoplamiento de lo legible y lo visible
da lugar a intercambios que son fuente de efectos de sentido comparables a los que se producen
en el entrecruzamiento de los relatos de ficción y los relatos históricos: el aficionado, por ejemplo,
“lee” una pintura y el narrador “pinta” una batalla. Con los retratos (textuales) de los personajes,
distinguidos del hilo de la trama del relato, el acoplamiento de lo legible y lo visible se desdobla
francamente.
Ricœur contempla la retórica como tékhnê discursiva orientada a persuadir, lo que está en el
origen de todos los prestigios que lo imaginario es susceptible de injertar en la visibilidad de las
figuras del lenguaje. De L. Marin recupera las tesis de que el discurso es el modo de existencia de
un imaginario de la fuerza, imaginario cuyo nombre es poder; y de que el poder es el imaginario de
la fuerza en tanto que ésta se enuncia como discurso de la justicia. También examina la relación
circular entre tener el lugar de y ser tenido por, esto es, la circularidad delhacer creer, y afirma,
con inspiración en Pascal, que puede entenderse a lo imaginario como el operador del proceso de
justificación de la fuerza; la imaginación es en sí una potencia [puissance]. Todo esto le conduce
al tema de la grandeza, común tanto al discurso político como al antropológico, y que se
encuentra ligado a la problemática de la representación a través del modo retórico de alabanza.
Observa que, a falta de un punto de vista cosmopolita, en el Estado-nación permanece el polo
organizador de los referentes ordinarios del discurso histórico, por lo que debe continuar siendo
célebre en su grandeza, distribuida ahora sobre un vasto espacio social. Registra asimismo que,
dado lo inexpugnable del tema de la grandeza, también lo es la retórica del elogio, como lo
comprueban, por ejemplo, textos clave de Ranke y de Michelet, que permiten constatar
adicionalmente que elogio y señalamiento de culpa son prácticas retóricas simétricas.
La noción de representancia, nos dice Ricœur, condensa en sí misma todas las expectativas,
todas las exigencias, todas las aporías ligadas a lo que también se conoce como intención o
intencionalidad histórica; designa la expectativa asociada al conocimiento histórico de las
reconstrucciones del curso pasado de los acontecimientos. A su juicio, es la más problemática de
toda la epistemología de la historia. De lo que se trata es de saber de qué manera y en qué
medida el historiador satisface el interés y la promesa suscrita por su pacto con el lector, a saber,
que el relato histórico trata de situaciones, acontecimientos, encadenamientos y personajes que
han existido anteriormente en la realidad. Ricœur anota que la sospecha de que la promesa ni se
cumple ni puede ser cumplida es máxima cuando se refiere a la fase de la representación literaria
y que la respuesta apropiada no hay que ubicarla sólo en ella, sino en su articulación sobre los
dos momentos previos de explicación/comprensión y de documentación, y aun en la articulación
de la historia sobre la memoria. La “convicción robusta” que anima el trabajo del historiador, en
efecto, es en sí llevada hasta la vista del lector por la escritura literaria que, recorrida de principio
a fin por las tres rutas de lo narrativo, de lo retórico y de lo imaginativo, suscribe y responde al
pacto. En definitiva, la representación histórica en tanto que tal debería testimoniar que el pacto
con el lector puede ser cumplido por el historiador. Pero la intencionalidad y la sospecha parecen
encontrarse en un equilibrio en el que cualquier argumento de una de las partes suscita
inevitablemente uno de la otra, como se pretende mostrar en el Cuadro B.
Cuestionados los modos representativos de dar forma literaria a la intencionalidad histórica, la
única manera responsable de hacer prevalecer la atestación de la realidad sobre la sospecha de
no pertinencia es mediante el reenvío de la fase escrituraria a las fases previas de
explicación/comprensión y de la prueba documental. Pero de nuevo se asoma el espectro de
Barthes: “El hecho no tiene nunca más que una existencia lingüística”, lo cual, como hemos tenido
oportunidad de ver al comentar la distinción acontecimiento/hecho, es plenamente asumido por
Ricœur. A fin de cuentas, cuando todo ha sido dicho desde el lado de la intencionalidad histórica y
desde el lado de la sospecha, el realismo crítico de Ricœur –explícitamente profesado y
declarado– encuentra su sustento más profundo en la dimensión testimonial del documento: “no
tenemos nada mejor que el testimonio y la crítica del testimonio para acreditar la representación
histórica del pasado”. Por lo mismo, la afirmación de la verdad de la representancia compromete
al discurso de la historia, no sólo en su relación con la memoria, sino también en su relación con
las otras ciencias; en efecto, es con relación a la pretensión de verdad de las otras ciencias como
hace sentido la pretensión de verdad de la historia.
La relación de la supuesta adecuación entre la representación histórica y el pasado encierra un
nuevo enigma: la representación histórica es una imagen presente de una cosa ausente. La cosa
ausente se desdobla a su vez en desaparición y en existencia en el pasado; “haber sido”
constituye el referente último al que se apunta a través del “no ser más”. La ausencia se desdobla
en la ausencia a la que apunta la imagen presente y en la ausencia de las cosas pasadas en tanto
que cumplidas en relación con el “haber sido”. Y es en este sentido que la anterioridad significa la
realidad, pero la realidad en el pasado.
La epistemología de la historia ha llegado a los confines de la ontología del ser-en-el-mundo, a la
pregunta por la condición histórica; esto es, a la pregunta por el régimen de existencia colocado
bajo el signo del pasado como no siendo más, pero habiendo sido. Una reflexión que conduce al
borde de una ontología del ser histórico.
Luis Vergara, "Paul Ricoeur y la escritura de la historia",Fractal 23, octubre-diciembre, 2001, Año VI, Volumen VI, pp. 59-86.