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Hay que distinguir al amor, propiamente dicho, de la sexualidad. Hay una relación tan
íntima entre ellos que con frecuencia se les confunde. Por ejemplo, a veces hablamos de la
vida sexual de Fulano o de Mengana, pero en realidad nos referimos a su vida erótica. El
acto erótico se desprende del acto sexual: es sexo y otra cosa. No es extraña la confusión:
sexo, erotismo y amor son aspectos del mismo fenómeno, manifestaciones de lo que
llamamos vida.
El más antiguo de los tres, el más amplio y básico, es el sexo. Es la fuente primordial. El
erotismo y el amor son formas derivadas del instinto sexual: cristalizaciones,
sublimaciones, perversiones y condensaciones que transforman a la sexualidad y la
vuelven, muchas veces, incognoscible. El sexo es el centro, el pivote de esta geometría
pasional.
Uno de los fines del erotismo es domar al sexo e insertarlo en la sociedad. Sin sexo no hay
sociedad, pues no hay procreación; pero el sexo también amenaza a la sociedad. Es
creación y destrucción. Es instinto: temblor, pánico, explosión vital. El sexo es subversivo:
ignora las clases y las jerarquías, las artes y las ciencias; el día y la noche: duerme y sólo
despierta para fornicar y volver a dormir.
He procurado deslindar los demonios de la sexualidad, el erotismo y el amor. Los tres son
modos, manifestaciones de la vida. Los biólogos todavía discuten sobre lo que es o puede
ser la vida. Para algunos es una palabra vacía de significado; lo que llamamos vida no es
sino un fenomeno químico, la unión del algunos ácidos. Confieso que nunca me han
convencido estas simplificaciones.