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“Lo primero es una zona inasignable, aérea, una membrana cinemática pergeñada por

elementos no-formados, dinámicos, un medio pneumático, un pneuma del medio, un pulmón sin
contornos que respira como quien nace en frágil cuna de miasmas. De a poco, se infla una nube
eléctrica, de nítidos chispazos. La perlan partículas evanescentes cuyas trayectorias no parecen
seguir un plan premeditado sino que se entrecruzan en abstractos borrones, en líneas
turbulentas: todo un mundo sub-molecular que se alimenta de sí mismo.
Ahora nos alejamos con lentitud, nos desplazamos con cautela y tomamos distancia
prudencial. Comienzan a vislumbrarse los agrupamientos de polvo, de tierra, de piel –
coreogeografía enviscada–, las concrescencias materiales que ya no se calzan la abstracción.
Las líneas comienzan a trazar contornos distinguibles, formaciones concretas, yertos sedimentos
que serán moldes a reproducir, dibujos de acumulada escarcha. La materia, a distancia, es tan
lenta o tan veloz que parece inmóvil.
En algún lugar del torbellino creemos percibir un rostro, más allá un objeto, un signo,
un individuo. El vivo tembladeral parece desaparecer, se intuye el nacimiento de una
estabilidad. Algo como un diseño reconocible emerge y compone el contrapunto de una mirada.
Instante de alumbramiento de todas las formas posibles. Lejos está ya la ebullición material: el
paisaje ahora inteligible parece exento de rugosidades. Nada preocupa a los habitantes de estos
espacios fijos, inmersos en sus asuntos de estado y sus intereses comunicacionales. A veces un
desliz los agita, un tris los indispone, pero el arduamente forjado ejercicio del hábito rinde sus
frutos y cualquier hiato acósmico que les socave la creencia es asignado inmediatamente a un
tipificado reflejo imaginario, mientras se jura con la mano apoyada sobre el Manual de
Psiquiatría y Buen Sentido.
De esa edad –tan segura de sí misma– nos corremos ahora de un salto, porque ya
relinchan las junturas, mientras en los pegoteos liminares, elásticos, de la arquitectura natural
crecen bosques de vapor, ingrávidos nidos de brujería: el prodigio de las lindes. Vibra el nodo
de la mixtura: gimnásticas delicias y atavíos se desprenden, incorporales, de la irreductible
hipertelia del relámpago. Porque entre el cielo y la tierra, el manjar ondulatorio de las fuerzas se
escande en ráfagas de origen incierto, arabescos de lo efímero, mientras los brujos aprenden a
libar del calor inhumano de sus fiebres (lateral digestión de las fieras y las liebres).”

Juan Salzano, “La conspiración pneumática”, prólogo al libro: Nosotros, los brujos (2008).

“He ahí el profundo secreto de la Tierra:

(…)

“Se hace invisible, ¿por máscara? ¿por transparencia?”, preguntaríamos con Lezama,
mientras nos volvemos indiscernibles del humo de su habano. Y cabría contestar inventando: el
secreto no es un contenido oculto sino la ultra-aceleración de los movimientos de la naturaleza,
su velocidad absoluta.
De ahí que lo aparente sea efecto de un láser imperceptible, de una luz o rayo
transparente en perpetua fuga de sí. Esta fibra trans(a)parente, tensada por múltiples ritmos de
aparición o grados de coloración (desaceleraciones, sedimentaciones, efectuaciones), tiene sus
propias coordenadas de irradiaciones (Lezama): el entre-tiempo de las soledades prehistóricas
(duración pura o aión) y el contra-espacio de las geologías primitivas (espacio liso o spatium).
Pre-historia y espacio primitivo que no remiten, nostálgicos, a un pasado cronológico, sino al
entorno molecular de los devenires, siempre contemporáneo a las diversas historias y culturas
que brotan, como grumos, en su sopera partenogénica.
De manera que lo sobrenatural o lo contra natura no están más allá de la naturaleza,
como se nos quiere hacer creer cada vez que se le imprime a ésta un torniquete moral (Ley
natural o mandamiento divino), sino más acá, en los cimbreos imprevisibles que la tejen. Lo
sobre o contra natural, para el brujo Deleuze, es la usina de la naturaleza y sus leyes.
(…)

Nebulosa embrionaria, sin contornos, en perpetua mutación, maquinada por


declinaciones imprevisibles y poblada por una turba de singularidades difusas, nada hay en ella
de impreciso. Su nebulosidad no proviene de una deficiencia de la percepción. La determinación
o consistencia positiva de este proceso preformal es nebular en sí misma. Se comprende,
entonces, por qué la captación o el conocimiento de la naturaleza (su pragmática) está en manos
de los brujos, ya que estos trabajan en las lindes de los reinos, en el pulso mismo de los
devenires, sin pretensiones cartesianas de disipar el claroscuro de la nebulosa mediante una
lente clara y distinta.
Y es que, en primer lugar, los brujos saben muy bien que “percibir significa
inmovilizar”, razón por la cual “la percepción sólo puede captar el movimiento como la
traslación de un móvil o el desarrollo de una forma”. Pero también saben, en segundo lugar, que
así podría haber sido siempre, de no ser porque alrededor de nuestra percepción habitual (de
umbrales relativos) insiste una “nebulosidad vaga” que nos reconecta con la naturaleza nebular.
El brujo, entonces, al igual que el experimentador o caballero de la droga, plantea el problema
en los términos correctos: cambiar la percepción, abrirla al cambio nebular, a las micro-
percepciones en el límite de sí misma, convertirla en consumo molecular de intensidades.
Deleuze ya nos obsequiaba, en su Diferencia y repetición, un esbozo de esta pedagogía de los
sentidos: “Captar la intensidad independientemente de la extensión o de la cualidad en las que
se desarrolla, ese es el objeto de una distorsión de los sentidos”, afirmación que entabla una
alianza con aquella exigencia mántica de Bergson: “(...) captar o adivinar en la cualidad misma
algo que sobrepasa nuestra sensación, como si esta sensación estuviera preñada de detalles
sospechados e inadvertidos”.

Juan Salzano, “Deleuze y la brujería”, prólogo al libro: Deleuze y la brujería (2009).

En el principio es el caos.

(…)

Un conjunto de puntos, de átomos o de moléculas, de elementos cualesquiera que sean, cuyo


comportamiento se ignora, nube de bordes no definidos, fluctuantes o fundidos. Cualquier
enjambre de abejas desplazándose caprichosamente, o su sombra transportada. Un lago de
manchas o un banco de nubarrones.

(…)

Ahora bien, de golpe, nuevo comienzo, que la visión del mundo, como se dice, se invierta. El
gran desorden lujoso, helo aquí más allá de los límites del nicho, más allá de lo que se llamaba
el sistema del mundo: es el universo; helo aquí en medio de las cosas de la tierra, en lo íntimo
de la materia, de la vida, de los mensajes. Los meteoros, en desorden aparente, parecían una
excepción rara entre dos órdenes donde las leyes reinaban. Inversión: los viejos sistemas
ordenados, por el contrario, ya no son más que islas raras sobre un mar que no se para, desde el
más pequeño mundo al más grande; cristal, organismo o planeta, he aquí algunas cimas, algunos
Olimpos, aquí y allá, emergiendo de las nubes, azotados por los vientos. El orden no es más que
una rareza donde el desorden es lo ordinario. La excepción se convierte en regla y la regla se
convierte en excepción. La nube ya no es sólo el buen tiempo o el mal tiempo, del que se burlan
en el encierro de las escuelas y la tecnología de las ciudades, sino que está en nosotros y
alrededor de nosotros, en lo browniano de las cosas mismas y la ergodicidad de lo vivo y de lo
histórico, está tan cercana y lejana como se quiera, tan próxima a mí como mi propio organismo
(…). No se detiene en los meteoros, y todo, salvo excepciones, es nube. Todo fluctúa. Esto
fluctúa. Y si hay cosas, cuerpos y mensajes, sentido, estructuras en orden o incluso sistemas (si
lo hay y cuando lo hay; ahora bien, hay, es así y no puedo remediarlo), ello es sólo bajo la figura
de archipiélagos. He aquí espóradas sembradas sobre el océano abierto, informe. Lo racional es
lacunar, una cresta, una cima, un efecto de borde. Cualquier ultraestructura que emerge
temporalmente del banco nublado. De manera figurada, el mundo es la excepción de los
meteoros. O, propiamente, lo racional es improbable. La ley, la regla, el orden, todo lo que así
designamos, no son más que improbabilidades, en estrecha proximidad con lo que no puede
ocurrir. Lo racional, milagroso, rarísimo o excepcional, se adhiere a la inexistencia, tan cercana
como se quiera del cero, de la nada. Lo que existe es el resto, y como complementario en el
crecimiento de lo probable. Lo que existe, y es una tautología, es lo más probable. Ahora bien,
lo más probable es el desorden. El desorden está casi siempre ahí. Es decir, nube o mar,
tormenta y ruido, mezcla y multitud, caos, tumulto. Lo real no es racional. O lo es sólo en el
extremo límite. En consecuencia, no hay más ciencia que la de la excepción, de lo raro y del
milagro. (…) El conjunto de nuestras esclavitudes depende del hecho de que siempre ha habido
alguien para hacernos creer que lo real es racional. Y eso es sin duda el poder.

(…)

Una enciclopedia a la sombra de las espadas. El poder quiere orden, el saber se lo da. En cada
momento de inauguración, de vuelta a empezar, la ciencia enuncia un teorema de potencia, de
mando y de obediencia, de dominio y de posesión, una palabra de orden. Al comienzo, un
mandato.

(…)

Pero: “Por fin la filosofía al exterior. He aquí las aguas, las aguas informes. El mar y la mezcla.
Una sopa caos donde se mezclan las ciencias y las sales, torbellinos sobre los que emerge,
nueva, Afrodita. Venus turbulenta y sabia que encontraremos pronto en Lucrecio. Caos epicúreo
del que emergen los mundos, en modelo cuasi-estacionario, ondas en torbellinos metaestables.
Todavía encontraremos de nuevo en las desviaciones del equilibrio. Caja negra molecular,
horno, entrevistos por Boltzmann antes de morir junto al mar. Como si hubiera deseado esparcir
sus cenizas, su corrupción numerosa y su descomposición pululante cerca de los clamores, del
caos de los comienzos. Informe acuático y fluyente de donde, mucho más que de las metáforas,
Bergson toma los objetos que habíamos perdido, mientras Nietzsche indaga con su bastón en la
diseminación vírica de los cuerpos, en las disoluciones practicadas por una química que imagina
superior. El desorden invade los textos y el mundo, al mismo tiempo.”

(…)

Es la landa caos de los embrujados. Nunca acabaríamos de contar historias que dicen claramente
lo que la ciencia reprime o lo que la filosofía obscurece.

(…)

Al comienzo es la distribución. Átomos, puntos u otras cosas cualesquiera. Desorden, ruido,


harapos, tumulto, multitud, landa en pedazos, descomposiciones o mezclas, horno, caos, caja
negra abierta o cerrada, tormenta, indiferenciable y barullo. En los comienzos son las
distribuciones. El reparto.(19) Lo dado, lo real, no es más que un reparto aleatorio. Continuo o
discreto, no lo sé. El reparto está ahí y eso es todo. Y nadie lo ha dado ni nadie lo ha distribuido.
Está ahí, como la nube, pasa y no deja de venir. Ya casi lamento la palabra distribución.
Tomadla en un sentido mucho menos ordenado que el usual o que el científico. En un sentido
pre-combinatorio, incluso de pre-conjunto. Sí, las tribus están dispersas en el espacio y nadie ha
sabido nunca cómo. Hay ya demasiado orden en la distribución de las aguas, del vapor, del
carburante, de la tipografía. Cadenas, clasificaciones, un plano y bifurcaciones. E incluso
demasiado cuando se concibe una combinación relativa de números, de elementos. Es siempre
ya un pre-orden. Tomad la palabra antes de toda estructura, y la cosa antes de la definición.
Dicho de otro modo, Hermes no es factor. Ni distributivo. No distribuye los mensajes, ni los
divide, ni los reparte. Y ni siquiera lleva mensaje. Él es el reparto mismo, que pasa y que está
ahí. El mensaje allí es caótico, una nube de letras. Mejor, de elementos cualesquiera, quizá aún
no letras. El hermetismo, dicen, es el secreto. Ahora bien, este secreto todos lo conocemos a
partir de ahora: es la dispersión. Es realmente en la dispersión donde un secreto queda mejor
guardado. Sobre él, no tenemos información. Hermes, el ruido, la infradistribución. Lo real en
miríadas y en profusión. Que se arremolina aquí, como su caduceo. Ha perdido la encrucijada y
el intercambiador en beneficio de la turbulencia.

Michel Serres, “La distribución del caos”, prólogo al libro: Hermes IV. La distribución
(1977).

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