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«Uno Que Tiene Autoridad»

mateo 7:28–8:1
Cuando Jesús terminó estas palabras, las multitudes se admiraban de su enseñanza;
porque les enseñaba como uno que tiene autoridad, y no como los escribas. Y cuando bajó
del monte, grandes multitudes le seguían.

Así pues, el Monte de la Tentación y el Monte de la Ascensión forman una especie de


marco simbólico que abre y cierra el Evangelio y dentro del cual se insertan los demás
episodios seleccionados por Mateo para su narración. En cierto sentido, podemos decir
que el Evangelio traza el camino entre aquellos dos montes, aquel camino que, pasando
por el Calvario, va desde el rechazo por parte de Cristo de una autoridad de origen nefasto
hasta la plena manifestación de su autoridad universal. Y, en medio, otros montes (el del
Sermón, el de la Transfiguración, el Monte de los Olivos, etc.) marcan grandes hitos en el
desarrollo del tema de la autoridad de Jesucristo.

Las enseñanzas del Sermón no habían sido tentativas, meras recomendaciones o buenos
consejos. Llevaban el sello de la autoridad divina. Tampoco fueron presentadas a la usanza
de los maestros judíos de la época, quienes se limitaban a debatir entre sí diversos
matices de interpretación de la Ley de Moisés. Los escribas siempre se remitían a la Ley.
No pretendían tener autoridad en sí mismos. Pero Jesús sí. Él había ido más lejos que la
Ley. Incluso había contrastado lo que la Ley enseñaba con lo que él mismo afirmaba
(Habéis oído que se dijo … pero yo os digo). Se había alzado a sí mismo como fuente de
autoridad legislativa como si fuera un nuevo Moisés, y aun como uno mayor que Moisés
(cf. Hebreos 3:1–6; cf. Mateo 12:6).

Por tanto, cuando la multitud se asombró de la autoridad de su sermón, no debemos


pensar que todos reaccionaron en sentido positivo. Sin duda, algunos se entusiasmaron
ante la contundencia de su enseñanza. Pero seguramente otros reaccionaron con
suspicacia. Algunos dirían: ¡Eso sí que es predicar! Pero puede que otros respondieran:
¿Cómo se atreve a legislar como si él mismo fuera Dios?

Pero mientras que hasta aquí la autoridad de Cristo se ha visto en sus palabras (capítulos
5–7), ahora la veremos en sus hechos poderosos. Mateo reúne en esta sección un surtido
de episodios de la vida de Jesús, cada uno de los cuales ilustra la enorme diversidad de las
áreas de su autoridad8. Veremos su dominio sobre enfermedades, sobre el mundo natural
y sobre la muerte. Pero también veremos cómo esa autoridad domina sobre el mundo
oculto, concede el perdón de pecados y exige a los hombres una obediencia y sumisión
incondicionales.

Muchas personas que ostentan autoridad en el mundo la mantienen gracias al apoyo de


estructuras socio-políticas o poderes militares. No así Cristo. Su autoridad parece emanar
de sí mismo. No sólo declara sanos a los enfermos, sino que realmente los sana (a menudo
con el solo poder de su palabra). No sólo pretende ser Señor de los elementos, sino que
realmente calma la tempestad. No sólo afirma que tiene poder sobre el mundo oculto,
sino que realmente expulsa a los demonios. No sólo dice que tiene autoridad sobre la
muerte, sino que realmente levanta a los muertos.

Pero ¿de dónde procede la autoridad de Jesús? ¿Cuál es la fuente de su poder? Desde
luego, ningún ser humano nace con el derecho intrínseco a perdonar pecados (9:2–3; cf.
Marcos 2:7). Por tanto, los fariseos pronunciaron pronto su veredicto: el poder de
Jesucristo era satánico (9:34). Al mencionarlo, Mateo proporciona a todos los que no
quieren someterse a Jesucristo una posible escapatoria para eludir su autoridad. La otra
alternativa es la que hallamos registrada en el Evangelio de Juan, en labios del fariseo
Nicodemo: Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede
hacer las señales que tú haces si Dios no está con él (Juan 3:2).

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