Professional Documents
Culture Documents
DEFINICIÓN
Un plan de redacción sigue un planteamiento deductivo, que parte de la idea más
general hasta llegar a la idea más específica o particular; sin embargo, es importante
recordar que las ideas de mayor trascendencia preceden a las de menos importancia.
Toda redacción pasa por tres momentos: la introducción, el desarrollo y la conclusión.
PRINCIPALES CRITERIOS DE ORDENACIÓN
1º ORDENAMIENTO ANALÍTICO
En estos ejercicios, las ideas establecen una correlación, que va de la idea más
general en su temática a la más particular o específica en su formulación.
1. LA ZARZUELA
1. Se inició en los tiempos de Calderón de la Barca, precisamente con unos versos
suyos.
2. Alcanzó su apogeo y su forma más madura en el siglo XIX.
3. Es un género musical netamente español.
4. A través de su evolución, recibió influencia en otros géneros musicales.
5. La Guerra Civil Española puso fi n al cultivo de este género musical.
a) 3-4-5-1-2
b) 1-4-2-3-5
c) 3-4-1-5-2
d) 1-3-4-2-5
e) 3-1-4-2-5
El orden es 3, 1, 4, 2, 5
2º ORDENAMIENTO CRONOLÓGICO
Las ideas en este tipo de ordenamiento establecen una línea de tiempo (del antes al
después en el tiempo) donde, necesariamente, los hechos más remotos preceden a
los más recientes.
El orden correcto es 3, 2, 4, 1
3º ORDENAMIENTO CAUSAL
Para este tipo de ordenamientos, la secuencia debe ir siempre de la causa al efecto,
de tal manera que la aparición de una (causa) genera la consecuente aparición del
otro (efecto).
3. EL ALCOHOLISMO
1. El alcohol es una de las sustancias que se encuentran en primer lugar de consumo
en la población.
2. Afecta a nivel físico y psicológico.
3. Factores que inducen al consumo de alcohol son: la condición social, analfabetismo,
lugar de trabajo, problemas económicos.
4. El alcoholismo es una enfermedad producida por el consumo no controlado de
alcohol.
5. Alucinaciones, pérdidas de la memoria, mitómanos.
6. Deficiencias nutricionales, cirrosis hepática, daños cardíacos.
a) 1-2-3-4-5-6
b) 1-3-4-2-5-6
c) 4-1-3-2-5-6
d) 1-3-4-2-6-5
e) 4-1-3-2-6-5
4º ORDENAMIENTO PROCESAL
Para este tipo de ejercicios, la sucesión debe estar dada por una serie de etapas, las
que se presentan una a continuación de otra, es decir, existe un orden que se
establece en función de las acciones que se describen en la redacción.
4. LA HORA DEL TÉ
1. El día de la reunión, el anfitrión prepara una tetera con agua hervida y los sobres de
la infusión.
2. Dejan en infusión los sobres por tiempos variables de acuerdo a los gustos: muy
cargado o poco cargado.
3. Se endulza si se cree necesario y se disfruta de la bebida, además, del tema
planteado.
4. Ya en la reunión, cada asistente coloca los sobres en su taza y vacía el agua
hervida.
5. Las personas que van a participar de la cita, acuerdan previamente el lugar y la
hora.
a) 1-5-2-4-3
b) 5-2-3-4-1
c) 5-1-4-2-3
d) 5-1-4-3-2
e) 1-5-2-3-4
5º ORDENAMIENTO DISCURSIVO
En este caso, la secuencia responde a un orden interno que establecen las ideas por
medio de los conectores verbales y los referentes. Es necesario tener en cuenta que la
intención puede ser argumentar, exponer, describir o narrar.
5. LA ECOLOGÍA
1. Así pues, estudia la relación entre el hombre y su medio: la Tierra.
2. La ecología es la ciencia que estudia las relaciones entre los seres vivos y el medio
en que viven.
3. Por esta razón, la preocupación por el medio ha ido en aumento.
4. Sin embargo, los recursos del planeta son fi nitos.
a) 3, 1, 2, 4
b) 2, 4, 1, 3
c) 2, 1, 3, 4
d) 2, 1, 4, 3
e) 1, 2, 3, 4
TÉRMINO EXCLUIDO
1. POSPONER a) resuelto b) intensificar
a) retardar b) arriscado c) arreciar
b) atrasar c) intrépido d) acrecer
c) incumplir d) progresista e) suministrar
d) aplazar e) valeroso
e) diferir 4. VENTOLINA
3. MEDRAR a) brisa
2. ATREVIDO a) ampliar b) airecillo
c) aura d) amonestar e) sumiso
d) aurora e) recriminar
e) céfiro 9. AVARICIA
7. AUTORIDAD a) mezquindad
5. TOTALITARISMO a) recto b) bajeza
a) despotismo b) caudillo c) tacañería
b) autocracia c) dignatario d) cicatería
c) autoritarismo d) burgomaestre e) sordidez
d) nazismo e) ministro
e) tiranía 10. ABYECTO
8. SUBORDINACIÓN a) ruin
6. RECONVENIR a) vasallo b) villano
a) enrostrar b) soldado c) infame
b) inculpar c) empleado d) iletrado
c) sermonear d) súbdito e) rufián
SERIES VERBALES
1. Marque la palabra que completa la siguiente serie
Exactitud, regularidad, precisión,
A) rigor B) imprecisión C) vaguedad
D) duda E) fluctuación
COMPRENSIÓN LECTORA
TEXTO 1
Sócrates (470-399) no dejó nada escrito, de modo que casi todo lo que sabemos de él
procede de los diálogos filosóficos de su discípulo Platón. Estos diálogos, en los que
casi lo escuchamos hablar, nos lo muestran como una figura tan viva que ha quedado
grabada en la memoria de quienes los han leído. Sócrates era hijo de un escultor y de
una comadrona. Empezó dedicándose a la escultura y después se hizo sofista, pero
pronto atentó contra las reglas de este gremio: a él no le interesaba enseñar trucos
verbales sino la fundamentación moral de la política. Como vio que la religión ya no
podía cumplir esta tarea, intentó educar a la élite de Atenas en el pensamiento
independiente, para hacerla así capaz de gobernar. Muy probablemente, detrás de
este intento estaban sus malas experiencias con esa democracia amateur que era el
poder del vulgo (oclocracia). Ciertamente, Sócrates pertenecía a la clase media y vivía
modestamente, pero eligió como discípulos a personas de origen aristocrático, pues su
objetivo era formar élites democráticas a través de la educación. Como enseñaba por
vocación, no cobraba nada. Pero su esposa Xantipa no entendía de ningún modo que
la búsqueda de la esencia de la virtud fuera más importante que la comida en la mesa,
y tuvo con él intensas discusiones, que seguramente Sócrates aprovechó para seguir
perfeccionando su dialéctica. Es probable que tuviera un lazo afectivo muy fuerte con
su madre, pues a su propia técnica la denominó «arte de la comadrona» (mayéutica).
Así pues, Sócrates hizo que la filosofía dejase de ocuparse de la naturaleza para
pasar a ocuparse de la sociedad. Puso los trucos de los sofistas al servicio de la
búsqueda de la verdad y desarrolló el denominado método socrático: Sócrates
empezaba presentándose como alguien que no sabía nada y preguntaba a su
interlocutor, aparentemente seguro de sí mismo, cosas obvias —«¿No es, Critias, el
escultor anterior a la estatua?» Y Critias respondía: «Obviamente»—, después hacía
que su interlocutor se enredara en contradicciones, que resbalara, para acabar
mostrándole, cuando este ya estaba totalmente desorientado y desmoralizado, que la
presunta seguridad de sus opiniones no era más que una forma mitigada de su
ignorancia. Este principio de autodestrucción dirigida se conoce con el nombre de
ironía socrática. Se trata de un método muy espectacular que deja profundas huellas
en quien lo sufre. Pero también muestra claramente en qué consiste la filosofía
socrática: en convertir en un problema lo que parece obvio y en romper el
automatismo de las propias percepciones; y, de esta manera, desmontar el mundo
para volver a construirlo bajo el control de la lógica.
Entre hacer un pequeño servicio que apenas labre huella en la memoria del
beneficiado o un grave daño que le deje profundo recuerdo, elegid lo segundo. Os
contaré lo que me sucedió una tarde de invierno con un pobre hombre llamado
Vassielich.
Os juro que yo soy bueno, que soy un buen padre de familia, pero solo en la época en
que hay sol en este cielo brumoso. ¡Oh!, la bruma invernal me hace daño y me
convierte en malvado. Si yo fuera, poppe, en verano rendiría culto a Dios, pero en
invierno le volvería la espalda y me entregaría a darle gusto al diablo. En el invierno le
amo, siento que se introduce en mí ser, que estruja mi espíritu y aviva el fuego de mis
malos instintos: entonces me siento nihilista, capaz de ser ladrón y asesino; lo rojo me
excita, y lo afilado y lo agudo me fascinan. Cuando llega la época de las primeras
nevadas, mi mujer me dice: «Marcof, padrecito mío, ya las malas ideas comienzan a
fulgurar en tus ojos. Ya viene el tiempo en que no vives sino gruñendo y blasfemando,
en que nos aporreas a tus hijos y a mí. Mira, no te alejes de la estufa, porque el hielo
te hace malvado… » Pero decía hace poco que iba a referiros una aventura que tuve:
ya lo había olvidado.
Escuchadme: Iba yo una tarde caminando, con mi pipa en la boca, por un largo y
estrecho puente.
Un carretero sordo llamado Vassielich seguía el mismo camino que yo, conduciendo
en su carro más de veinte canastos de pescado fino, que diferentes dueños le hablan
comisionado que llevara al mercado para la venta del siguiente día. El carro, a causa
de la curvatura del puente, se inclinaba hacia el borde derecho, pero no había peligro
de que cayese, porque el pretil era suficientemente alto para impedir la caída. Con
todo, hubiera querido darle un buen susto a Vassielich.
Creedme que no soy malo, pero deseaba con toda mi alma darle un susto, aunque no
fuera sino arrojarle con carreta y todo al río, De repente, la cuerda que sujetaba los
canastos rompió o desató … A fe que sentí un vuelco en el corazón. El puente es
estrecho y largo, el carro caminaba despacio y saltaba mucho, el suelo del puente
tiene una inclinación sensible del centro hacia los bordes… A los pocos segundos,
¡pum!, uno de los canastos se desprendió, cayó pesadamente sobre el pretil y desde
allí se precipitó al río. Lo vi caer y una voz muy débil murmuraba dentro algo así como:
«avisa a ese infeliz carretero que su carga se va al río». Pero el invierno me’
gritaba más alto: «cállate, hombre, y limítate a mirar, ¿no es curioso y entretenido ver
caer veinte canastos, uno detrás de otro, como una manada de estúpidos carneros?»
Y la verdad es que preferí esto. Cierto que Vassielich, un buen hombre que jamás me
había hecho daño alguno, iba a sufrir mucho con esta desgracia, pero ¿a mí qué me
importaba?, ¿perdía yo algo con el desastre de Vassielich? No; al contrario, ganaba
una diversión durante el trayecto del puente, que tiene unos cien metros de largo-.
Callé y vi caer la segunda canasta, luego la tercera y la cuarta, y la quinta y otras
muchas.
El pobre Vassielich, sea porque fuera sordo, o porque iba distraído, no advirtió el ruido
delicioso de los canastos al romper la superficie ondulosa del río, haciendo saltar
chorros de espuma. El caballo advirtió mejor lo que pasaba, pues, al sentir el carro
menos pesado, aligeró el paso. Cuando llegamos al término del puente, corrí hacia la
carreta:
El carretero no me oía; tuve que avanzar más y tocarle la pierna con el extremo de mi
pipa, gritándole:
– ¿Eh? ¡Así reventara!… -Habla, habla… -Pues, detén el carro, que es algo grave lo
que vaya decirte.
– No la tengas ya.
– ¿Por qué? Habla. ¡Dios de Dios! -exclamó Vassielich impaciente deteniendo el carro.
– ¡Sí, padrecito, es cosa de matarse! -afirmé yo con acento filosófico. Y, en efecto, creí
que iba a arrojarse al río de cabeza, pues asomó el cuerpo por el pretil. Abrí los ojos
desmesuradamente para ver con toda mi alma el chapuzón. Quizás el caballo por una
de esas asombrosas fidelidades de que hablan las historias se precipitaría también
arrastrando consigo el carro. Y si no lo hacía yo le obligaría a ello. El puente estaba
solitario y la ciudad distaba dos verstas. Pero no, lo que hizo Vassielich fue ponerse a
gritar y a maldecir su suerte… Se «desvaneció mi esperanza, e irritado por la
estupidez de ese carretero que por un cobarde amor a la vida no cumplía con su
deber, le dije sonriéndome:
– Pude avisarte, padrecito, desde que vi caer el primer canasto. Más ¿para qué?
Mañana habrías olvidado el favor que te hacía: en cambio, cuando te lleven a la
cárcel, y tu mujer y tus hijos lloren en la miseria, te acordarás de mí, cierto que para
maldecirme, pero te acordarás…
Vassielich no me respondió, sea porque no me oyera, sea porque estaba aturdido con
su desastre.
Me encogí de hombros y proseguí mi camino, fumando mi pipa. Después de todo, el
sitio de los peces era el río y no los canastos. He restablecido, pues, el equilibrio de la
naturaleza.
Nunca ocurrió vida más insípida y mediocre que la de Roberto. Se deslizó por el
mundo inadvertidamente, como una gota de lluvia en medio de la tormenta, como una
nube que navega entre las sombras. No tuvo una emoción fuerte, ni una aventura
imprevista, ni una calamidad sonora, que coloreara la página blanca de su vida. Todo
en él fue blando, suave, entregado con mesura, vivido sin contrastes. No fue lo
suficientemente bruto para sentir felicidad de no pensar en nada, ni lo bastante
inteligente como para sufrir la angustia de saber más. Ni serio ni jocoso, ni bueno ni
malo, ni estéril ni imaginativo, era como el agua tibia, como un árbol sin savia, como
una sonrisa sin expresión.
Jamás alguien le consultó una opinión ni le pidió un consejo; ni tuvo un amigo más
amigo que otros, ni un apodo cariñoso que exagerara alguno de sus rasgos. Nada en
él llamaba la atención; todo en él era gris y normal, sosegado y neutro, limitado y
barato. Sus exámenes no fueron brillantes que despertaran envidia, ni desastrosos
que produjeran risas. Sus notas eran treces y catorces.
Siendo de la clase media no tuvo lindos juguetes; pero no le faltaron los soldados de
plomo, ni el carro de cuerda. De este modo no lo impresionó el gozo de la abundancia,
como tampoco lo contristó el dolor de la escasez.
Su cultura era mediana. Como todo muchacho había leído a Verne, a Dumas y a otros
escritores de folletín; pero, de seguro, no sabría qué autor le había gustado más, o qué
personaje le inspiraba más simpatía. No se preocupó nunca en señalar sus
predilecciones literarias.
En el colegio no se apasionó por ningún curso; estudiaba sin curiosidad, sin emoción,
como si cumpliera un deber natural, un mandamiento; y en su memoria guardaba
paletadas de nombres y de fechas que jamás trató de ordenar o rememorar. Lo vivido
era para él inservible.
Al recibir su título de profesional, no rindió una tesis brillante que hiciera estremecer al
viejo jurado de emoción; pero tampoco sostuvo una idea estúpida que mereciera un
total disentimiento. Por otro lado tampoco resbaló en la alfombra al ir a recibir su
grado, ni volcó tinta en su diploma, ni ocurrió algún incidente de esta naturaleza, que
confiriera a la ceremonia, ya que no es un aspecto solemne, por lo menos un viraje
cómico.
Abrió un estudio discreto, en una calle de poco tráfico, que fue concurrido por gentes
de regular calidad, mediocres también como él. En dicho estudio ejerció paciente,
silenciosamente su profesión, sin que se conociera de él alguna intervención notable,
ni tampoco un yerro espectacular.
Y por fin murió. Pero hasta su muerte fue vulgar, pueril, y antipoética. No se cayó de
un quinto piso, ni lo arroyó un tranvía, sólo una tos invernal y por no cuidársela se le
complicó con los bronquios, luego con la pleura, y rebotando de complicación en
complicación, dio en la tumba, un miércoles de fin de mes.
Fueron a su entierro algunos colegas, por solidaridad profesional. Tuvo pocas flores y
ninguna lágrima. No le pusieron lápida, y justo al mes, un tío suyo le pagó una misa, a
la que asistieron tres personas.
Después, se le olvidó por completo. Nadie lo recordó con ternura, nadie lo evocó con
afecto. No se le citó en ninguna conversación, ni se lamentó con sinceridad de su
muerte, ni le rezaron por las noches.
De su paso por el mundo no quedó nada bueno, ni nada malo. Era como si no hubiera
existido, como un aerolito que cayera sin dejar estela, como un fuego que se apagara
sin dejar cenizas. Se hundió en la nada llevándose todo lo que tuvo; cuerpo y alma,
vida y memoria, latido y recuerdo.
—Mi querido Gerald —dije—, las mujeres están hechas para ser amadas, no
comprendidas. —Soy incapaz de amar a alguien en quien no puedo confiar —replicó.
—Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald —exclamé—; ¿de qué se trata?
—Vamos a dar una vuelta en coche —contestó—, aquí hay demasiada gente. No, un
carruaje amarillo no, de cualquier otro color… Mira, aquel verde oscuro servirá. Y poco
después bajábamos trotando por el bulevar en dirección a la Madeleine.
—Me gustaría que tú lo hicieras antes —dije—. Cuéntame tu misterio. Lord Murchison
sacó de su bolsillo una cajita de tafilete con cierre de plata y me la entregó. La abrí. En
el interior llevaba la fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y de un extraño
atractivo, con sus grandes ojos de mirada distraída y su pelo suelto. Parecía una
clairvoyante, e iba envuelta en ricas pieles.
—Ahora no, después de la cena —replicó, antes de empezar a hablar de otras cosas.
Cuando el camarero trajo el café y los cigarrillos, recordé a Gerald su promesa. Se
levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces de un lado a otro la estancia y,
desplomándose en un sofá, me contó la siguiente historia:
—Una tarde —dijo—, estaba paseando por la Calle Bond alrededor de las cinco.
Había una gran aglomeración de carruajes, y éstos estaban casi parados. Cerca de la
acera, había un pequeño coche amarillo que, por algún motivo, atrajo mi atención. Al
pasar junto a él, vi asomarse el rostro que te he enseñado esta tarde. Me fascinó al
instante. Estuve toda la noche obsesionado con él, y todo el día siguiente. Caminé
arriba y abajo por esa maldita calle, mirando dentro de todos los carruajes y esperando
la 4 llegada del coche amarillo; pero no pude encontrar a ma belle inconnue y empecé
a pensar que se trataba de un sueño. Aproximadamente una semana después, tenía
una cena en casa de Madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho; pero, media
hora después, seguíamos esperando en el salón. Finalmente, el criado abrió la puerta
y anunció a lady Alroy. Era la mujer que había estado buscando. Entró muy despacio,
como un rayo de luna vestido de encaje gris y, para mi inmenso placer, me pidieron
que la acompañase al comedor.
»—Creo que la vi en la Calle Bond hace unos días, lady Alroy —exclamé con la mayor
inocencia cuando nos hubimos sentado. »Se puso muy pálida y me dijo quedamente:
»—No hable tan alto, por favor; pueden oírlo. »Me sentí muy desdichado por haber
empezado tan mal, y me zambullí imprudentemente en el asunto del teatro francés.
Ella apenas decía nada, siempre con la misma voz baja y musical, y parecía tener
miedo de que alguien la escuchara. Me enamoré apasionada, estúpidamente de ella, y
la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba despertó mi más ferviente
curiosidad. Cuando estaba a punto de marcharse, poco después de la cena, le
pregunté si me permitiría ir a visitarla. Ella pareció vacilar, miró a uno y otro lado para
comprobar si había alguien cerca de nosotros, y luego repuso:
»Pedí a Madame de Rastail que me hablara de ella, pero lo único que logré saber fue
que era una viuda con una casa preciosa en Park Lane; y como algún aburrido
científico empezó a disertar sobre las viudas, a fin de ilustrar la supervivencia de los
más capacitados para la vida matrimonial, me despedí y regresé a casa.
»Al día siguiente llegué a Park Lane con absoluta puntualidad, pero el mayordomo me
comunicó que lady Alroy acababa de marcharse. Me dirigí al club bastante
apesadumbrado y totalmente perplejo, y, después de meditarlo con detenimiento, le
escribí una carta pidiéndole permiso para intentar visitarla cualquier otra tarde. No
recibí ninguna respuesta en varios días, pero finalmente llegó una pequeña nota
diciendo que estaría en casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria
postdata: “Le ruego que no vuelva a escribirme a esta dirección; se lo explicaré
cuando le vea”. El domingo me recibió y no pudo estar más encantadora; pero, cuando
iba a marcharme, me rogó que, si en alguna ocasión la escribía de nuevo, dirigiera mi
carta “a la atención de la señora Knox, Biblioteca Whittaker, Calle Green”.
Estaba loco por ella, a pesar del misterio, pensaba yo entonces —por efecto de él,
comprendo ahora—. No; era la mujer lo que yo amaba. El misterio me molestaba, me
enloquecía. ¿Por qué me puso el azar en su camino?
»El lunes fui a almorzar con mi tío y, hacia las cuatro, llegué a Marylebone Road. Mi
tío, como sabes, vive en Regent’s Park. Yo quería ir a Piccadilly y, para atajar,
atravesé un montón de viejas callejuelas. De pronto, vi delante de mí a lady Alroy,
completamente tapada con un velo y andando muy deprisa. Al llegar a la última casa
de la calle, subió los escalones, sacó una llave y entró en ella. “He aquí el misterio”,
pensé; y me acerqué presuroso a examinar la vivienda. Parecía uno de esos lugares
que alquilan habitaciones. Su pañuelo se había caído en el umbral. Lo recogí y lo metí
en mi bolsillo. Entonces empecé a cavilar sobre lo que debía hacer. Llegué a la
conclusión de que no tenía el menor derecho a espiarla y me dirigí en carruaje al club.
A las seis aparecí en su casa. Se hallaba recostada en un sofá, con un elegante
vestido de tisú plateado sujeto con unas extrañas adularias que siempre llevaba.
Estaba muy hermosa.
»—No sabe cuánto me alegro de verlo —dijo—; no he salido en todo el día »La miré
sorprendido, y sacando el pañuelo de mi bolsillo, se lo entregué.
»—Se le cayó esta tarde en la Calle Cummor, lady Alroy —señalé sin inmutarme. »Me
miró horrorizada, pero no hizo ninguna tentativa de coger el pañuelo.
»—El derecho de un hombre que la quiere —contesté—; he venido para pedirle que
sea mi mujer. »Ocultó el rostro entre las manos y se deshizo en un mar de lágrimas.
»—Lord Murchison, no tengo nada que contarle. »—Fue usted a reunirse con alguien
—afirmé—; ése es su misterio.
»Un día me dirigí a la Calle Cummor. No pude evitarlo; me torturaba la duda. Llamé a
la puerta y me abrió una mujer de aire respetable. Le pregunté si tenía alguna
habitación para alquilar.
»—Verá, señor —contestó—, en teoría los salones están alquilados; pero, como hace
tres meses que la señora no viene y que nadie paga la renta, puede usted quedarse
con ellos. »—¿Es ésta su inquilina? —quise saber, mostrándole la foto.
»—¡Oh, señor, espero que no sea cierto! —dijo la mujer—. Era mi mejor inquilina. Me
pagaba tres guineas a la semana sólo por sentarse en mis salones de vez en cuando.
»—¿Se reunía con alguien? —le pregunté. »Pero la mujer me aseguró que no, que
siempre llegaba sola y jamás veía a nadie.
»—Se limitaba a sentarse en el salón, señor, y leía libros; a veces también tomaba el
té —respondió ella.
—Y bien, ¿qué crees que significaba todo aquello? ¿No pensarás que la mujer decía
la verdad?