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La nueva identidad indiana en las comunidades de Guanajuato

Luis Miguel Rionda

La emisión de la Ley para la Protección de los Pueblos y Comunidades Indígenas del


Estado de Guanajuato el 8 de abril de 2011, ha provocado un interesante ejercicio
público de reflexión y debate sobre la reconceptualización oficial del término “indí-
gena”. Gracias a ese instrumento legal los poderes de la entidad han reconocido que
la identidad étnica no se basa en el conocimiento y uso de una lengua nativa, sino de
la autoadscripción a nivel comunitario. La integración de un padrón de comunidades
indígenas, que enlista a 96 localidades de la entidad, 27 de ellas en San Miguel Allende,
se fundamentó en una metodología participativa que garantizó que la decisión de
integrarse al padrón se tomara en asambleas comunitarias libres, en las que se debatió
sobre la existencia de elementos culturales e históricos que vincularan a la colectividad
con alguna tradición indígena. Este ejercicio participativo ha impulsado un proceso
de reconcientización nunca antes visto en una entidad que se había asumido como
netamente mestiza, y ha fortalecido la capacidad de defensa de los derechos humanos
y culturales de esas comunidades. Esto se ha puesto en evidencia en la reacción de los
“neo” indígenas contra la construcción de la autopista Guanajuato-San Miguel Allende,
que ha colocado al gobierno de la entidad en una posición difícil obligándolo a negociar.

Guanajuato, entidad que se pretende mestiza

En el momento de la colonización de nuestro país, el territorio de lo que hoy corres-


ponde al estado de Guanajuato fue un espacio con muy poca presencia de poblaciones
nativas. Aunque se conoce de la existencia de más de 1 200 sitios arqueológicos, la gran
mayoría de los asentamientos prehispánicos estaba despoblada antesdel siglo XVI. El
patrón de colonización del Bajío por parte de los europeos fue entonces fundamentado
en las alianzas que supieron tejer esos recién llegados con pueblos y señoríos mesoame-
ricanos, en particular con los de lengua otomí, como el de Xilotepec en lo que hoy es el
estado de Hidalgo, pero también de las tradiciones mazahua, mexicana y purépecha.
Esta combinación de colonos españoles minoritarios, y sus compañeros nativos
y sedentarios, provenientes del sur y oriente del río Lerma, caracterizó a los nuevos
asentamientos, en particular los que fueron fundados por determinación de las au-
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toridades coloniales. El ejemplo más claro fue la fundación de la ciudad de León en


1576, en cuyo centro urbano se asentaron las familias europeas, pero que se hicieron
acompañar por indígenas purépechas que se asentaron en el pueblo vecino de El
Coecillo, fundado en 1580, y por otomís que fundaron el pueblo de San Miguel en
1595 (Navarro Valtierra, 2010, p. 81 y 86). Ambas comunidades son hoy barrios de
la ciudad de León.
Una característica de los pueblos y comunidades indígenas que se asentaron a
lo largo de los siglos XVI y XVII en el actual estado de Guanajuato es que eran ha-
bitados por indios libres, no sujetos a encomenderos que los esclavizaran. Los indios
cobraban por su trabajo, y acudían a esta región atraídos por los salarios que ofrecían
la minería y la agricultura. También se les proveyó de tierras, a fin de que se asentaran
de manera definitiva y que contribuyeran así a la pacificación de los indios bravos del
norte (Brading, 1988).
Los colonos indígenas se mezclaron en alguna medida con los indios locales
de origen chichimeca (jonaces, copuces, guamares, guaxabanes), cuando éstos así
lo quisieron porque siempre fueron rebeldes a la sedentarización. Por la escasez de
fuerza de trabajo local, los indios en el Bajío se vieron exentos de varias prohibicio-
nes explícitas en las Leyes de Indias, y se les permitió vestir ropa europea, montar a
caballo, usar armas y participar en casi toda actividad social. Eso facilitó la temprana
castellanización y homogeneización de la sociedad abajeña, que incluso absorbió al
pequeño componente de población africana que fue importado por los colonizadores.
Mediante este modelo de colonización, el indígena avecindado en estos nuevos
territorios fue perdiendo poco a poco su cultura nativa y abrazando los modos, saberes
y pensares de los europeos. De esta manera el mestizaje avanzó con fuerza en el Bajío
y las sierras de Guanajuato, hasta la actualidad, cuando en el censo de 2010 sólo 15 mil
204 personas de cinco años o más declararon hablar alguna lengua nativa (INEGI,
2012), lo que representa apenas al 0.31% de la población total de esa edad en la entidad.
Tal vez debido a ello, durante décadas, Guanajuato ignoró a sus poblaciones
nativas, y discriminó a los indígenas inmigrantes, a los que se etiquetó de pordioseros y
malvivientes. Todavía hoy se percibe ese estereotipo tanto en la sociedad mestiza como
en las autoridades municipales. Una de tantas evidencias fue la determinación que
tomó en 2011 el gobierno municipal de León, en el sentido de “limpiar” los cruceros
viales de indios pedigüeños o mercaderes. Lo mismo ocurre en la capital del estado,
donde el tema de las “guaritas”, o sea las indígenas que han venido de Guerrero, del
Estado de México o de Oaxaca, para ejercer como vendedoras ambulantes en esa ciu-
dad turística, es motivo constante de quejas de las “buenas conciencias” locales, que
las rechazan bajo el argumento de que “afean” la ciudad.
Para muchos guanajuatenses los indios son una lacra social que hay que escon-
der debajo del tapete. De poco sirve argumentar que son ciudadanos mexicanos que

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emigran en busca de oportunidades en otros lares del país. Se les trata como seres
exóticos, extranjeros indeseables.

Descripción estadística del componente indígena

La población indígena en la entidad tiene dos componentes: la población originaria,


concentrada en algunas comunidades de indígenas en los municipios de San Miguel
Allende, San Luis de la Paz –particularmente Misión de Chichimecas–, Victoria,
Tierra Blanca –destacando Cieneguilla–, Comonfort y otros ocho. Por otra parte,
la población inmigrante, mayoritaria, es procedente de Hidalgo, Guerrero, Oaxaca,
Estado de México, Michoacán, Puebla y otras entidades. El componente nativo per-
tenece a la etnia chichimeco-jonaz (uza o éza›r) y a la otomí-pame (xihue o xi’ui). Los
inmigrantes son mixtecos (ñuu savi), zapotecos (diidzaj), mexicanos (nahua), mixes
(ayook), mazahuas (j’ñatio), tarascos (p’urhépecha), huicholes (wirr’árika) y mayas
en sus diversas variedades.
Con base en los datos del censo 2010, la distribución de los hablantes por lengua
nativa en el estado de Guanajuato es la siguiente:

Total 15 204 %
Chichimeca jonaz 2 142 14.09%
Maya 143 0.94%
Mazahua 818 5.38%
Mixe 382 2.51%
Mixteco 324 2.13%
Náhuatl 1 264 8.31%
Otomí 3 239 21.30%
Purépecha (Tarasco) 568 3.74%
Totonaca (Totonaco) 105 0.69%
Zapoteco 285 1.87%
Resto de 37 lenguas 606 3.99%
No especificada 5 331 35.06%
Fuente: Censo 2010

Los mismos datos, en gráfica, se exhiben a continuación:

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Ahora bien, en cuanto a su distribución en las 46 municipalidades de Guana-


juato, los datos estadísticos de los últimos censos y conteos poblacionales exhiben esta
situación:

Municipio 1995 2000 2005 2010


Estatal 4738 10689 10347 14835
León 1011 2425 2721 3191
San Luis de la Paz 1266 1443 1509 2163
Tierra Blanca 17 92 62 2065
Celaya 523 1124 965 1262
Irapuato 356 1031 850 1004
San Miguel de Allende 279 520 335 621
Salamanca 174 321 363 326
Guanajuato 83 292 330 306
Salvatierra 53 165 135 276
Dolores Hidalgo CIN 67 255 177 273
Silao 43 203 187 262
Valle de Santiago 53 144 184 249
San Francisco del Rincón 43 141 205 234
Acámbaro 63 281 181 214
Pénjamo 70 179 200 207
Comonfort 100 145 138 188
Cortazar 38 117 140 163
Apaseo el Grande 20 149 112 150
Purísima del Rincón 13 76 87 136
Villagrán 114 138 82 136
Uriangato 44 167 142 130
Apaseo el Alto 26 110 113 124
San José Iturbide 16 76 99 122
Yuriria 20 73 54 117
Abasolo 22 129 90 113
Santa Cruz de Juventino Rosas 21 61 70 109

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San Felipe 28 81 126 102


Moroleón 17 107 96 78
Romita 12 42 67 78
Manuel Doblado 19 57 45 46
Jerécuaro 36 70 72 46
San Diego de la Unión 10 37 34 46
Jaral del Progreso 10 60 42 42
Tarimoro 10 68 60 39
Victoria 3 48 119 39
Coroneo 8 26 26 29
Cuerámaro 9 46 21 28
Doctor Mora 4 22 18 24
Huanímaro 0 25 12 23
Ocampo 17 28 11 19
Pueblo Nuevo 0 14 6 16
Xichú 7 31 6 13
Tarandacuao 5 18 20 10
Atarjea 0 18 7 7
Santa Catarina 3 16 8 5
Santiago Maravatío 5 18 20 4
Fuente: Censo 2010

Hacia la redefinición de la identidad

Ya se afirmó aquí que en Guanajuato la mezcla racial y cultural llevó a que tempra-
namente se diluyeran las identidades étnicas, y que prevaleciera la cultura híbrida con
predominancia española.La conciencia regional tejió lazos de identidad más orientados
hacia la raíz cultural ibérica, y se fue desprendiendo de buena parte de los vínculos
con las culturas originarias. Eso se percibe muy bien cuando se testimonian los rituales
tradicionales de corte religioso, que en buena medida carecen de elementos del sincre-
tismo religioso que se puede observar en las entidades del sur del país(Rionda, 1990).
Sólo en las pocas comunidades que se reconocen como indígenas es posible detectar

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esos elementos de raíz nativa, o bien en gremios que tienen una directa vinculación
con el pasado indígena, como ocurre con los danzantes tradicionales, los artesanos y
los campesinos (Moedano, 1988).
Las comunidades indígenas en Guanajuato se vieron reducidas y se acentuó
así su marginalidad dentro de un entorno social que los ignoraba y discriminaba. El
elemento racial no fue el definitorio, pues tan morenos los indios como los ladinos,
pero sí fue el factor cultural el que marcó la diferencia. Ser indio era hablar “dialecto”.
Pronto, nadie se sintió “indio” en Guanajuato. Más bien se fortaleció una identidad
con la “madre patria” transcontinental, una hispanofilia que aún subsiste en nuestro
gusto por las tradiciones importadas del viejo continente: su música (de ahí el gusto
por las estudiantinas), su arte (nos decimos cervantistas), su arquitectura mediterránea,
y su religión telúrica (no hay más mochos que los del Bajío).
Sabemos que, a nivel nacional, el año de 1994 tuvo una enorme repercusión para
la redefinición de la identidad indígena. Gracias a la irrupción de los neozapatistas
en la conciencia nacional, los pueblos originarios cobraron una nueva conciencia, una
nueva dignidad en sus relaciones la sociedad mayor mestiza. Una de las consecuencias
más importantes de los Acuerdos de San Andrés que signó el gobierno federal con los
levantados, fue la modificación del marco legal y el enriquecimiento del artículo se-
gundo constitucional, que reconoce que México es una sociedad pluricultural, y ordena
la atención y el respeto a las manifestaciones culturales e idiosincráticas de los pueblos
originarios. De repente, ser indio se volvió “políticamente correcto”, y los pueblos y
comunidades indígenas se asumieron como tales para combatir la discriminación.
El estado de Guanajuato no fue la excepción dentro del concierto nacional, y
aunque se tardó en adecuar su normatividad a las nuevas condiciones, finalmente lo
hizo en el año de 2011, cuando emitió la Ley para la Protección de los Pueblos y las
Comunidades Indígenas del Estado de Guanajuato. Este estatuto tiene la enorme bon-
dad de declarar la existencia de las etnias indígenas, nativas e inmigrantes. Reconoce
su derecho al respeto de sus valores y su identidad. Se supera el enfoque asistencialista
del viejo indigenismo y asume que los indígenas son ciudadanos no sólo con los mismos
derechos, sino también acreedores a la protección del Estado para la preservación y
dinamización de sus lenguas, sus usos, su cosmovisión y su autonomía relativa. Para
determinar a quiénes corresponden las disposiciones de esta ley, se asume el criteriode
que va dirigida a aquellos individuos o colectividades con conciencia de su identidad
indígena. El criterio lingüístico quedó superado. Ahora basta con considerarse indígena
en función de sus orígenes, tradiciones e identidad.
Es una norma que reconoce la personalidad, capacidad y voluntad de las comu-
nidades indígenas para regirse y organizarse en su fuero interno mediante los usos
y costumbres que dicta su cultura ancestral; ello excepto cuando algunos elementos
de esa cultura contradigan al derecho general instituido o violen derechos humanos

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y garantías constitucionales, como lo es la participación de la mujer en el ámbito


público. Sabemos que en las sociedades indígenas sigue siendo difícil que los varones
reconozcan derechos a las mujeres, pero eso tiende a cambiar rápidamente.
La autonomía es definida acertadamente como “la expresión de la libre deter-
minación de los pueblos y las comunidades indígenas como partes integrantes del
Estado, de conformidad con el orden jurídico vigente, para adoptar por sí mismos
decisiones e instituir prácticas propias relacionadas con su manera de ver e interpretar
las cosas, con relación a su territorio, recursos naturales, organización sociopolítica,
económica, de administración de justicia, educación, lenguaje, salud y cultura, que
no contravengan la unidad nacional.”
Ahora bien, los sujetos principales de protección de la ley son los indígenas, pero
no en lo individual, sino como comunidad. Y se entiende por comunidad indígena a
“aquélla que forma una unidad social, económica y cultural, asentada en un territorio
y que reconoce autoridades propias de acuerdo con sus usos y costumbres.”
Esto último es inquietante, porque la gran mayoría de los indígenas de Gua-
najuato vive en las manchas urbanas de los municipios desarrollados, sin formar
comunidades en sí, excepto cuando se concentran en colonias de precaristas, como las
cercanas a las vías y la estación de ferrocarril en León (10 de Mayo, Morelos, Lomas
de Guadalupe). Según los datos del último censo, son más de cinco mil indígenas
inmigrantes, que difícilmente forman comunidades. Lo mismo sucede con los más
de 2 mil 600 que habitan en Irapuato, y otro tanto en Celaya, o los 700 que viven en
Guanajuato capital. En todas esas ciudades los indígenas son “invisibles”, y están
expuestos a los abusos de las autoridades municipales, en particular las extorsiones
de los policías y los agentes de fiscalización. En León el alcalde Ricardo Scheffield
ordenó ese mismo año la implementación de una denominada “operación limpieza”
bajo el argumento de que los indígenas eran burreros de la delincuencia organizada.
Entre las medidas concretas previstas en la ley, cabe destacar la disposición para
el establecimiento de un Padrón de Pueblos y Comunidades Indígenas, y del Sistema
para el Desarrollo Integral y Sustentable de los Pueblos y Comunidades Indígenas
de Guanajuato. El padrón fue integrado en 2013 por parte de la Secretaría estatal de
Desarrollo Social y Humano, y enlistó a 96 comunidades de 15 municipios, que se
autoadscribieron como “indígenas” a partir de una metodología participativa imple-
mentada por funcionarios de esa secretaría. Esto a partir de asambleas comunitarias,
donde los habitantes discutieron y decidieron si en realidad contaban entre su cultura
y tradiciones, con elementos que los vincularan con una raíz indígena. No importaba
si la lengua nativa se había perdido, o se limitaba a unos cuantos viejos, sino que su
conciencia comunitaria reconociera un origen ancestral como parte de los pueblos
originarios.

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El proceso fue entonces consensual y auto adscriptivo. Los ayuntamientos tu-


vieron la posibilidad de opinar sobre la etnicidad de las comunidades en su territorio,
y se actuó con el apoyo y participación del Consejo Estatal Indígena (CEI), entidad
que se había constituido desde tiempo atrás y que es reconocida por la nueva ley,
además de que cinco de sus miembros pueden formar parte del Comité Estatal de los
Pueblos y las Comunidades Indígenas (artículo 64, fracción XIV), órgano de dirección
y coordinación para la aplicación de la ley.
Los debates dentro de las asambleas fueron acalorados e intensos. No todos los
habitantes de esas 96 comunidades estuvieron de acuerdo con la adscripción como
indígenas, pero sí la mayoría. Y no podemos ignorar el elemento adicional de atracción
para la definición comunitaria: el hecho de que el padrón permitirá que los tres órde-
nes de gobierno canalicen recursos especiales para el apoyo a comunidades indígenas.
El hecho es que ha resurgido una nueva conciencia entre los habitantes de esas
comunidades, que están redefiniendo su identidad y asumiendo su pertenencia a una
tradición histórica ignorada o despreciada hasta hace poco. El CEI sesiona cada dos o
tres meses, en alguno de los municipios con presencia de pueblos originarios, y aborda
una agenda cada vez más amplia y ambiciosa.
En fechas recientes el CEI se ha visto envuelto en una polémica relacionada con
la construcción de una autopista entre la ciudad de Guanajuato y la de San Miguel
Allende, cuyo trazo ha sido denunciado como atentatorio contra comunidades indí-
genas y sitios arqueológicos, en opinión de organizaciones civiles. Uno de los nueve
miembros de su directiva del CEI, Magdaleno Ramírez, se ha mostrado muy activo
en esta labor de denuncia, y presentó una demanda de amparo ante el Poder Judicial
de la Federación, que logró detener la obra, que estaba planeada para ejecutarse desde
finales de 2013. Esto ha ocasionado roces con la autoridad estatal, promotora de esa vía.
Considero que este asunto ha puesto en evidencia que la nueva conciencia indí-
gena local es algo más que sencillamente una declaración de una identidad; es además
un recurso para el empoderamiento de las comunidades, que les ha hecho abandonar
su docilidad tradicional y las ha colocado en el centro de un gran debate acerca de
los costos sociales de una obra pública que se pretendió desarrollar sin consultar a los
habitantes de la zona.
Pude realizar tres recorridos de campo para conocer la región a ser afectada. En
el recurso de amparo, el promovente Magdaleno Ramírez afirma que 23 comunida-
des indígenas se verían afectadas en sus derechos humanos y garantías individuales,
“relativos al reconocimiento de su autonomía, a su participación en las acciones de
desarrollo regional, a la no discriminación, a la garantías de audiencia y legalidad, a
que los actos de autoridad sean emitidos en forma fundada y motivada, respetando
las reglas de procedimiento correspondientes y a no ser privados de sus propiedades,

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posesiones y derechos, sin ser previamente escuchados y conforme a las leyes previa-
mente expedidas”.
Todos los testimonios recolectados –15 entrevistas personales y una grupal– ha-
blan de un notable orgullo hacia el pasado reciente y lejano, aunque no hay un cono-
cimiento profundo hacia su propia historia, en particular entre los niños –se visitaron
algunas escuelas de nivel básico–. Los ancianos en cambio recuerdan historias locales,
y son orgullosos cronistas de su tradición inveterada.
El conjunto de comunidades asentadas a lo largo de la cuenca del río San Damián-
San Marcos conforma una entidad socio cultural muy clara. Sus habitantes comparten
usos y costumbres, comercian entre ellos, tejen lazos de parentesco de tipo consanguí-
neo, político –matrimonial– y ceremonial –compadrazgos–, y participan de festejos
religiosos como el día de la Santa Cruz, el día de San Isidro, el del Señor del Santo
Entierro, etcétera, para los cuales hay mayordomías que se rotan entre los habitantes
de cada localidad. También se realizan tianguis –mercados populares informales– con
motivo de esas festividades, a los que acuden habitantes de las comunidades vecinas
a intercambiar sus bienes, productos o servicios. La región es atravesada por caminos
rurales y veredas que comunican a los asentamientos entre sí, y ayudan a mantener
los flujos humanos y comerciales que le dan integridad. Hay pues un circuito social,
ceremonial y económico que debe ser respetado por los proyectos de obra pública.
Muchos habitantes de la región consideran que esos montículos o evidencias de
asentamientos prehispánicos forman parte de su patrimonio histórico y raíz cultural.
En realidad, se trata de ocupaciones que fueron abandonadas mucho tiempo antes de
la conquista y colonización europea en el siglo XVI, y muy probablemente se trataba
de grupos con otra referencia étnica y lingüística. Pero es interesante constatar la
apropiación que los pobladores modernos hacen de un pasado mítico para reforzar
los vínculos identitarios.
El valle de San Damián mantiene un intenso calendario de fiestas religiosas y
tradicionales, en una región densamente poblada de oratorios denominados “capillas
de indios”, cuya abundancia es impresionante, pues muchas de ellas son de carácter
familiar. Su sencilla belleza expresa mucho de la sobriedad indígena. El gobierno
municipal de San Miguel Allende restauró varias de estas capillas y las proveyó de
infraestructura turística, para integrar la llamada “Ruta de las capillas de indios”, que
desgraciadamente no se aprovecha de manera suficiente.
El gobierno del estado ya ha anunciado que cambiará el trazo de la carretera,
pero el líder indígena ha hecho público que no piensa retirar su recurso legal, que
tiene altas posibilidades de culminar con éxito.
En suma, el CEI ha cobrado un protagonismo que plantea la posibilidad de que
la vieja relación de paternalismo entre el Estado y las comunidades sea replanteada.
El empoderamiento parece no tener marcha atrás, y que la redefinición identitaria

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se ha transformado en un activo político y social para esas comunidades originarias.


Falta ahora que el otro componente de la población indígena, el de los que habitan en
las ciudades del Bajío, cobre también conciencia de sus nuevas capacidades, y avance
también en la defensa de sus derechos.

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