Colección «EL POZO DE SIQUEM» Éloi Leclerc

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El pueblo de Dios
en la noche

Editorial SAL TERRAE

Santander
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma
de reproducción, distribución, comunicación pública y transforma-
ción de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la
propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionada pue-
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y s. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos
(www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Traducción: índice
Miguel Montes González

Introducción 9
Título del original francés: 1. El final de un mundo 13
Le peuple de Dieu dans la nuit
© 2003 by Editions Franciscaines 2. La hora más sombría 21
© 2003 by Desclée de Brouwer 3. La llamada profética 25
París.
4. Recuerdo tu cariño de joven 33
© 2004 by Editorial Sal Terrae
5. Los ríos de Babilonia 39
Polígono de Raos, Parcela 14-1
39600 Maliaño (Cantabria) 6. El vado de medianoche 47
Fax: 942 369 201
E-mail: saltcrrae@salterrae.es
7. La experiencia de la trascendencia 55
www.salterrae.es 8. Los corazones quebrantados 61
Diseño de cubierta: 9. Tempestad de vida 71
Fernando peón <fpeon@ono.com> 10. El manantial y el río 75
Con las debidas licencias 11. Un pueblo nuevo 79
Impreso en España. Printcd in Spain 12. Tierra prometida 87
ISBN: 84-293-1565-9
Dep. Legal: BI-2133-04 13. Consolad a mi pueblo 95
14. Una profecía suprema 107
Fotocomposición:
Sal Terrae - Santander 15. Bajo el reinado de César Augusto 117
Impresión y encuademación: Epílogo 123
Grafo.S.A.- Bilbao

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 Introducción

«Ese extraño secreto en el que Dios se ha retirado...»

(PASCAL, Carta IV a Charlotte de Roannez).

El pueblo de Dios en la noche vio la luz por vez primera en

1976. La obra iba dirigida a unos cristianos que debían ha-
cer frente a una sociedad en crisis y a una Iglesia institu-
cionalmente debilitada. Con todo, no pretendía en modo al-
guno aportar una solución hecha a aquellos hombres y mu-
jeres que se preguntaban por el proceso de su fe. Les invi-
taba, más bien, a acoger la noche de la fe, no como una ca-
tástrofe, sino como una purificación cargada de esperanza.
El padre De Lubac, tras haber leído este libro, decía
por carta a un compañero suyo: «Es admirable, una obra
maestra. La perfecta sencillez de su escritura (tan rara en
nuestros días) denota que su autor es un hombre muy cul-
tivado, muy sabio también, y profundamente espiritual. No
se detiene a describir la "crisis presente" ni a proponer un
remedio para la misma, y eso es lo que tiene de maravillo-

9
so. Nos deja a cada uno en nuestra noche, pero nos lleva a
encontrar en ella al Señor. Nada hay menos "práctico"...».
Si editamos de nuevo este libro [en francés] (y si lo
hacemos por primera vez en castellano), es porque pensa-
mos que todavía puede seguir ayudando a quienes sufren
en su fe y llevarles a descubrir en su noche un camino de
esperanza.
Vivimos en un mundo en el que no resulta fácil creer.
Nuestra sociedad se ha organizado al margen de toda refe-
rencia religiosa; cree bastarse a sí misma sobre una base
enteramente profana. El itinerario del creyente se ha con-
vertido en un asunto puramente privado. Tanto las Iglesias
como otras instancias religiosas, tenidas por alejadas de
este mundo, acampan al margen de la sociedad. El cre-
yente, por su lado, se encuentra solo, sin apoyo, en un
mundo pluralista, frente a una cultura agnóstica dominan-
te que ya no ofrece signo alguno.
Sólo desde el interior de la fe se puede afrontar el de-
safío que la misma fe supone. Este libro muestra, a la luz
de la Biblia, cómo el momento más sombrío en la historia
del pueblo de Dios se convirtió en el más fecundo, el más
«creativo», tanto en el plano de la vida espiritual como en
el de la fe y el pensamiento teológico.
El exilio del pueblo judío que siguió al desastre nacio-
nal del año 587 a.C. y que duró unos cincuenta años, su-
puso de hecho, para los creyentes de Israel, una larga tra-
vesía nocturna. Vivieron entonces una noche total de las
instituciones que servían de coordenadas al pueblo y cons-
tituían su identidad: la Monarquía, el Templo, el Sacerdo-
cio, la misma Tierra prometida... todo les fue arrebatado.
Desaparecieron, aniquilados, todos los signos de su elec-
ción. Jerusalén no era más que un montón de ruinas. El
10
pueblo elegido, deportado, dispersado por el inmenso pue-
blo caldeo en medio de pueblos paganos, se veía reducido
a la desnudez primera del ser humano. Ya no sabía en
quién confiar. ¿Qué hacía Yahvé en semejante situación?
¿Cuáles eran sus designios? Ninguna respuesta. Sólo un
silencio total, el abandono.
El pueblo de Dios tuvo que caminar a tientas en la no-
che. La Palabra de Dios ya no podía descender de las altu-
ras fulgurantes del Sinaí; tan sólo podía emerger de las pro-
fundidades del «corazón quebrantado». A partir de esa po-
breza esencial, los hijos de Israel fueron invitados a redes-
cubrir la Alianza, una Alianza inscrita ahora en el corazón.
Cuando Dios se calla en la historia del mundo es cuan-
do hay que prestar la mayor atención. Pues es la hora en
que quiere hablar al corazón de cada ser humano: «Me la
llevaré al desierto, y allí le hablaré al corazón» (Os 2,16).
Lo importante en esos momentos es saber escuchar con
nuestro corazón la Palabra de Dios. Es en el silencio de la
noche donde se eleva el canto de las fuentes.
La Biblia nos ofrece al respecto una experiencia única.
Esta experiencia fue vivida con tal profundidad humana
que trasciende las circunstancias históricas particulares en
que se desarrolló. Afecta al hondón mismo del ser huma-
no. Y por eso mismo adquiere una dimensión universal, un
valor ejemplar.
Lo que muchos creyentes viven hoy en su itinerario de
fe no deja de tener relación con esta experiencia del pue-
blo de la Biblia. Es cierto que las situaciones son muy dis-
tintas. Pero también nosotros nos damos de bruces con
«ese extraño secreto en el que Dios se ha retirado». Y es-
tamos invitados a reencontrar el camino de nuestro cora-
zón para redescubrir en él la Alianza.
11
 La experiencia bíblica, en lo que tiene de esencial, se
presenta como una profecía de nuestro devenir, de nuestro
crecimiento espiritual. Nos enseña lo que estamos llama-
dos a vivir a través de una purificación de nuestra fe.
Estamos ante una «Palabra profética». Y, según el con-
sejo de la Segunda Carta de Pedro, «haréis bien en pres-
tarle atención, como a lámpara que luce en lugar oscuro,
hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazo-
nes el lucero de la mañana» (2 P 1,19). 1
El final de un mundo

«Se me presentó un evadido de Jerusalén

y me dio esta noticia: "Han destruido la ciudad"»
(Ezequiel 33,21).

Declina el día sobre Tel-Abib, en el cantón de Nippur.

Como cada anochecer, los deportados de Judá se reúnen
alrededor de un fuego. Han trabajado durante todo el día
en los canales, en aquella inmensa llanura regada por el
Eufrates. Ahora se reúnen ellos solos, lejos de las miradas
de sus capataces, lejos de esos hombres «cuya lengua es
oscura y no se entiende» (Isaías 33,19). Es la hora del des-
canso y de la intimidad. Sentados en círculo, miran la lla-
ma que chisporrotea en medio de ellos. No dicen nada.
Todo les es común: la fatiga, la vergüenza, el odio, la es-
peranza... La esperanza sobre todo. La vida se ha simplifi-
cado trágicamente para ellos: se limitan a esperar.
Después de haber sido deportados, hace ya una decena
de años, a raíz de la primera toma de Jerusalén por Nabu-
codonosor, han tenido noticias del reciente levantamiento

12 13
del rey Sedecías. La noticia ha reavivado sus esperanzas.
El pueblo de Judá ha vuelto a tomar las armas para luchar
por su libertad. Allá abajo, en la lejana patria, Jerusalén re-
siste de nuevo. Y Egipto, el todopoderoso Egipto, lucha a
su lado contra el invasor caldeo. ¿Cómo no esperar? La
hora de la victoria y de la liberación está próxima; llegará",
tan cierto como la aurora; más brillante y devoradora que
la llama que tienen ante sus ojos. Entonces, Babilonia,
Larsa, Nippur, todas las grandes ciudades paganas, arde-
rán como cañas secas echadas al fuego. Palacios y torres
se desvanecerán convertidos en humo. Se abrasará el im-
perio desde el Eufrates hasta el mar occidental.
Esperan. Y ya contemplan en sus sueños esa aurora de
fuego. Aquel día regresarán a su tierra natal; volverán a
remontar, triunfantes, el curso del gran río que descendie-
ron llenos de vergüenza. Como hicieron sus padres al sa-
lir de Egipto, también ellos saldrán cargados con el botín,
con la boca llena de risas y cantares. Ya vuelven a ver sus
colinas; vuelven a encontrar sus pueblos. Ante ellos se
abre el valle de Akor completamente verde, como una
puerta de esperanza. Jerusalén aparece sobre su altura, por
encima de sus murallas, resplandeciente de gloria: ¡Jeru-
salén, la triunfadora, libre al fin! Y todas sus casas gritan:
«¡Aleluya!». Para ellos, ese día luce ya en la llama que
contemplan. Y todos los ojos brillan de esperanza.
Sin embargo, algunas noches el peso del exilio se ha-
ce más oneroso. Las noticias son escasas. ¿Qué está ocu-
rriendo allá abajo, en su tierra? Esta noche ronda la nos-
talgia en sus corazones. Se eleva un cántico. Triste y so-
lemne, el lamento de los exiliados empieza a vagar en la
noche:
14
«Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos y lloramos
con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras.
Allí los que nos deportaron
nos invitaban a cantar,
nuestros opresores a divertirlos:
"Cantadnos un cantar de Sión".
¿Cómo cantar un canto del Señor
en tierra extranjera?
Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me paralice la mano derecha;
que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti»
(Salmo 137,1-6)
«Jerusalén»: el nombre suena alto y claro en la noche
de Tel-Abib. En él cristalizan todas las esperanzas. En él
se concentra la resistencia de todo un pueblo. Jerusalén es
el orgullo de Judá. En ella reside el poder. Allí se ha esta-
blecido la casa de David. Y, sobre todo, allí se eleva el
Templo donde habita la Gloria de Yahvé. Y todas las tri-
bus suben a la Ciudad. Hoy, en un país totalmente invadi-
do, Jerusalén sigue siendo la ciudad inviolada, levantada
en lucha heroica por su libertad. «Haya paz en tus mura-
llas, tranquilidad en tus palacios» (Salmo 122,7). No, los
deportados no la olvidan.
No olvidan nada. Y, sobre todo, no olvidan lo que han
sufrido: su larga marcha hacia la cautividad, aquellas filas
interminables de seres humanos atados unos a otros; no ol-
15
vidan los gritos y vejaciones de los soldados caldeos, las
pistas sin fin en el desierto. Algunos de ellos eran vendi-
dos como esclavos en las localidades por las que pasaban;
otros, completamente agotados, eran abandonados por el
camino como pasto para las fieras. No, nunca olvidarán
nada de eso. Y en ese momento su canto estalla con acen-
tos salvajes. Ya no es un lamento lo que entonan, sino el
grito de la cólera y de la venganza:
«¡Capital de Babilonia, criminal!
¡ Dichoso el que pueda pagarte
el mal que nos has hecho!
¡ Dichoso el que agarre y estrelle
a tus hijos contra la peña!»
(Salmo 137,8-9)
Se callan las voces. Y empieza de nuevo la espera si-
lenciosa. El cielo brilla ahora con todas sus estrellas. Un
enorme cielo lechoso que les hace soñar con la Tierra pro-
metida: con la vegetación de sus primaveras, con sus coli-
nas tibias y doradas, con sus arroyos blancos y saltarines
como corderos.
Pero bruscamente se interrumpe la ensoñación, y la
atención vuelve a centrarse en la tierra. Se oyen pasos por
el camino. Son pasos de hombre. Al principio suenan leja-
nos; ahora se acercan. No hay duda: alguien viene. Cami-
na hacia el fuego en la noche. Las cabezas se vuelven, las
miradas horadan la oscuridad. Finalmente, se perfila una
silueta. Ante ellos, un hombre; lleva el petate de los viaje-
ros; su ropa es la de los habitantes de Judá. Todo el grupo
de los deportados se ha quedado paralizado. En este ins-
tante se oiría hasta el vuelo de una mosca. El hombre se ha
16
detenido a unos pasos del círculo de los exiliados: «¡Her-
manos! -exclama-, vengo de Jerusalén». Al oír estas pa-
labras, todos se levantan. El más anciano se precipita ha-
cia el recién llegado y le saluda: «La paz contigo, herma-
no, y con Judá. ¿Qué nuevas nos traes?».
- Hermano, responde el hombre, ya no hay paz ni pa-
ra mí ni para Judá.
La emoción, unida a la fatiga, impide al mensajero
añadir nada más. Tiembla y deja caer al suelo su petate.
Querría hablar, pero las palabras se le ahogan en la gar-
ganta. Los exiliados se aprietan a su alrededor; quieren es-
cuchar. Pero no hay nada que escuchar. Sólo la respiración
jadeante de cientos de pechos, unos junto a otros. Por fin,
en un sollozo, susurra estas simples palabras: «La Ciudad
ha sido tomada».
Un grito de estupor brota de los pechos de todos.
- La han quemado y la han arrasado, continúa el hombre.
- ¡No es posible! -protestan algunas voces.
- Hermanos, os hablo como testigo. Yo soy un super-
viviente.
Un gran barco necesita tiempo para hundirse con toda
su carga. Más tiempo aún necesitan los corazones huma-
nos para hundirse con su carga de esperanza.
- ¿Y el Templo? -pregunta uno.
- Ya no hay Templo. Lo han incendiado después de ha-
berlo saqueado. No han dejado nada en pie. Todo ha sido
destruido. Ya no queda nada.
¡Ya no queda nada! Hacia este abismo, abierto de re-
pente bajo sus pies, derivan inexorablemente los deporta-
17
dos de Judá. Pero sus corazones, enloquecidos, se niegan de Babilonia, que tenía en Ribla su cuartel general. Allí lo
aún a creer lo irreparable. procesaron y lo condenaron al castigo del vasallo traidor:
degollaron a sus hijos ante su propia vista; luego, a él le
- Cuéntanos, hermano, cómo ha sido -pide el anciano
sacaron los ojos, grabados con semejante horror, y, bien
de la comunidad.
atado con cadenas de bronce, se lo llevaron a Babilonia
(cf. 2 Reyes 25,1-7; cf. Jeremías 52,4-11).
El mensajero, sin hacer un solo gesto, se pone a contar
...Entre tanto, las tropas caldeas se precipitaban sobre
con voz apagada:
Jerusalén. Aquello fue la debacle. Durante días y días, los
- «Jerusalén llevaba ya dieciocho meses en estado de soldados mataron, saquearon, demolieron, incendiaron
sitio. Durante mucho tiempo estuvimos esperando la ayu- (cf. 2 Reyes 25,8-10; cf. Jeremías 52,12-15). Ahora Jeru-
da de los egipcios. Acechábamos sin tregua desde lo alto salén ya no es más que un montón de ruinas y cenizas so-
de nuestras torres. Pero nada; una y otra vez, nada. El ene- bre las que resuena el cuerno del vencedor».
migo tenía cortados los caminos y rodeada la ciudad. La
población ya no tenía nada que comer: se habían agotado El mensajero se calla. Los exiliados se miran, aterrori-
las reservas de harina. Tampoco quedaba agua: los acue- zados. La emoción es tal que no pueden intercambiar ni
ductos habían sido cortados. Se había declarado la peste, una sola palabra. Están allí como niños que súbitamente
que hacía estragos cada día. Las plataformas de los asal- acaban de perder a su madre. Las miradas, veladas de lá-
tantes y sus ingenios bélicos avanzaban ya hacia las mura- grimas, vagan de la tierra al cielo. Todas las estrellas se
llas. Los golpes de los arietes resonaban en las puertas de han apagado de golpe. En su lugar, un vacío infinito.
la ciudad. La muchedumbre de los refugiados, hambrien-
ta y delirante de miedo, corría por las calles. Sin embargo, «Miro a la tierra: ¡caos informe!;
todavía esperábamos una llegada fulgurante del ejército al cielo: está sin luz»
egipcio... {Jeremías 4,23)
...Y de repente oímos que habían abierto una brecha en
los muros. Inmediatamente, el rey Sedecías decidió huir
con sus oficiales y el resto del ejército, con la esperanza de
llegar a Egipto. Y de noche lograron escapar por la puerta
que hay entre las dos murallas, la que está junto a los jar-
dines reales. Pero todo fue en vano. El ejército caldeo se
lanzó en su persecución y alcanzó al rey en la estepa de
Jericó, mientras sus tropas se dispersaban, abandonándo-
lo. Apresaron al rey y lo llevaron ante Nabucodonosor, rey

18 19
 2
La hora más sombría
Esperaban la luz y llegaron las tinieblas. Los deportados
de Judá van, vienen, caminan como sombras sin decir pa-
labra. Lo sucedido es demasiado abrumador como para ser
comentado. Cada uno, a lo largo del día siguiente y en lo
secreto de su alma, podrá ir asimilando sus verdaderas y
horribles dimensiones: «Han reducido Jerusalén a ruinas»
(Salmo 79,1).
El pueblo de Yahvé conoce la hora más sombría de su
historia. Es verdad que no le han faltado desgracias en el
pasado, sobre todo a lo largo de los tres últimos siglos. Los
sinsabores empezaron al día siguiente del prestigioso rei-
nado de Salomón. El reino se dividió entonces en dos, co-
mo si sus cimientos hubieran cedido de súbito bajo el pe-
so del espléndido edificio. Fue el cisma. Desde entonces
se enfrentaron dos Estados rivales: el reino del Norte, que
había conservado el nombre de Israel, con Samaría como
capital, y el reino del Sur, que tomó el nombre de Judá y
cuya capital era Jerusalén. Esta división había debilitado
peligrosamente al país frente a la potencia asiria, que no
cesaba de crecer y de extenderse por el Oriente Medio.
Tras haber perdido la unidad nacional, primero Israel y
después Judá cayeron en un régimen de vasallaje. Tanto el
uno como el otro tuvieron que reconocer la soberanía de

21
Assur y, más tarde, la de Babilonia, y pagar tributo. El rei-
no del Norte intentó, en vano, liberarse; fue invadido y,
pura y simplemente, anexionado. A su vez, el reino de Sur,
bajo el reinado de Yoyaquim, se rebeló una primera vez.
Jerusalén fue tomada, y su rey deportado con una parte de
la población.
Pero en esta larga serie de desgracias siempre había
quedado preservado lo esencial: Jerusalén había permane-
cido en pie en medio de la tormenta; el Templo, donde re-
sidía la gloria de Yahvé, permanecía intacto; la realeza ha-
bía quedado a salvo. Incluso después de la represión de la
revuelta de Yoyaquim, habían dejado un rey en el trono de
Judá, aunque sometido a vasallaje. Pudieron renacer las
esperanzas. Con excesiva facilidad y demasiado rápida-
mente. Fue así como Sedecías, el nuevo rey de Judá, cons-
pirando con otras naciones vasallas y aliándose con Egip-
to, creyó que también él podría sacudirse el yugo de Babi-
lonia. Pura locura.
Desde hacía décadas, la ceguera política de los reyes
de Judá no podía compararse más que con su infidelidad a
Yahvé y a su Alianza. Los profetas no cesaban de elevar
su voz para hacer volver a los responsables de la nación al
camino recto y a una mayor clarividencia. Veían venir el
desastre y la ruina. Los de arriba se encogían de hombros;
ironizaban sobre los profetas de mal agüero. Los trataban
de derrotistas, cuando no los hacían pasar por sospecho-
sos. ¿Qué podían temer junto al poderoso Egipto? Jerusa-
lén, plantada sobre su roca y rodeada de murallas, estaba
a salvo -pensaban- de cualesquiera ataques. La táctica era
sencilla y segura: dejar venir al asaltante y resistir hasta la
llegada del ejército egipcio, que se encargaría de hacer
añicos a las tropas de Nabucodonosor. Y contando con es-
22
to, Judá, sin percatarse del peligro, se lanzó a la revuelta
contra el coloso caldeo.
Hoy ya ha sucedido lo irreparable. La destrucción de
Jerusalén y de su Templo hunde hasta el fondo a Judá, y
con él a todo el pueblo de Yahvé, entregándolo atado de
pies y manos al poder de sus enemigos. Es una catástrofe
nacional sin precedentes. Judá ha cesado de existir como
Estado. La realeza ha quedado destruida; deshechos los
marcos estructurales de la nación; el suelo ocupado, las
élites deportadas.
Nuevas columnas de prisioneros toman el camino del
exilio, hacia el este. Notables, funcionarios, artesanos
cualificados...: todos los que tienen capacidad para ejer-
cer alguna influencia en el país son llevados a la cautivi-
dad. Tras semanas de marcha, unos acabarán confinados
en la región de Babilonia, y otros en la de Nippur, en el
Sur mesopotámico.
En Tel-Abib los días discurren envueltos en profunda
tristeza. El estupor ha dejado ahora paso a la ansiedad. Los
exiliados se preguntan por su futuro. ¿Qué pueden esperar
todavía? Se ven condenados a vivir y a morir en esta tie-
rra extranjera, lejos de su país, olvidados del cielo y de la
tierra. «Nuestra esperanza ha muerto; estamos acabados»
(Ezequiel 37,11): esto es lo que piensan y rumian a lo lar-
go del día.
Se acuerdan de las palabras del profeta Jeremías:
«No lloréis por el muerto...
Llorad, llorad, sí, por el que se marcha,
porque no volverá,
porque no verá más su tierra natal»
{Jeremías 22,10)
23
 3
La llamada profética

Después de la trágica noticia, nada ha cambiado exterior-

mente en la vida de los deportados en Tel-Abib. Simple-
mente, han aumentado en número con los recién llegados.
Los veteranos y los nuevos fraternizan en la desgracia co-
mún. Su situación es la de un régimen de semilibertad.
Han sido destinados a los trabajos de riego. Esta inmensa
meseta del Sur mesopotámico, por donde discurre el Eu-
frates, no era hasta hace poco más que una landa estéril.
Los reyes de Babilonia acometieron la empresa de con-
vertirla en tierra fértil. Se cavaron innumerables canales.
Ahora el país está surcado por vías de agua. Prosperan los
campos y las explotaciones de frutas y hortalizas. El man-
tenimiento de estos pequeños ríos artificiales necesita ma-
no de obra abundante y cualificada. Así que los deportados
pasan sus días abriendo y cerrando esclusas, limpiando los
fondos, consolidando los diques y abriendo nuevas vías de
agua. Todo ello bajo la dirección de los capataces caldeos.
Los trabajos agrícolas y de irrigación no son las únicas
actividades en que se ocupan los deportados. Nabucodo-
nosor, gloriosamente reinante, es un importante construc-
tor. El inmenso palacio de Babilonia, en gran parte obra

25
suya, requiere mano de obra. Los exiliados se la propor-
cionan. Y la suerte de estos obreros es aún más dura que
la de sus hermanos empleados en los trabajos del campo.
Terminada la jornada, los exiliados vuelven a los im-
provisados pueblecitos donde viven acuartelados. Allí co-
mienza para ellos una vida más libre: una vida entre her-
manos, lejos de las molestias que les ocasionan los capa-
taces y de la mirada humillante del vencedor. Una vida en
la que intentan volver a recuperar un rostro de hombres li-
bres. Leen entonces las raras cartas que pueden recibir de
otras comunidades de deportados dispersas por el imperio,
especialmente de la comunidad de Babilonia. También allí
los hermanos han tenido noticias de la destrucción de
Jerusalén y se hacen las mismas preguntas angustiadas so-
bre su futuro. Escuchan estas noticias. Y se callan, como
en un velatorio fúnebre. Más de uno sueña con su tierra
natal, con su pueblo, con su casa, con sus hijos... ¡Qué le-
jano parece todo eso! Lejano e irreal. Ya no hay ningún
pueblo apacible en Israel, ni risas de niños, ni cantares en
las colinas. Sólo los carros de guerra de los vencedores
ruedan a lo largo del país. Y los montes pelados lloran a
las hijas e hijos desaparecidos. El país ya no es más que un
prolongado lamento.
En los corazones de los exiliados se ha instalado el
miedo, ese gran miedo de quienes ya no se sienten segu-
ros de nada. ¡Les habían garantizado tantas cosas...! Les
habían certificado que el reino de Judá podía hacer frente
sin temor al imperio caldeo, que Egipto les apoyaría con
su fuerza invencible, que Jerusalén era inexpugnable... Y
ellos se lo habían creído todo. Y de esa forma habían le-
vantado sueños poblados de estrellas. Hoy todas esas es-
trellas se han venido abajo. Y la misma tierra ha desapare-
26
cido bajo sus pasos: su tierra, la tierra en la que estaba
arraigada su vida. ¿Volverán a verla algún día? Tienen la
impresión de que los han arrojado al vacío. Desarraigados.
Ya nada les cobija. No hay refugio alguno para ellos. Y
cuando llega el anochecer, la angustia les invade y se sien-
ten como sumergidos en una enorme ola cargada de noche.
La situación es más fuerte que ellos, y claman contra
la injusticia: «¿Es justo todo esto?». Repiten aquellas pa-
labras: «Los padres comieron los agraces, y los hijos su-
fren la dentera. Nuestros padres pecaron, pero ya no exis-
ten; y nosotros cargamos con el peso de sus iniquidades.
¿Es justo todo esto?». Los deportados de Judá intentan es-
capar de la angustia que sienten en su corazón. Acusan a
sus padres y blasfeman contra Yahvé. Un día, sin embar-
go, una voz se levanta de en medio de ellos: «¿Por qué an-
dáis repitiendo el refrán como una cantinela: "Los padres
comieron los agraces, y los hijos sufren la dentera"? Por
mi vida, os juro -oráculo del Señor- que nadie volverá a
repetir ese refrán en Israel... El hijo no cargará con la cul-
pa del padre, el padre no cargará con la culpa del hijo (...)
Si el malvado se convierte de los pecados cometidos y
guarda mis preceptos y practica el derecho y la justicia,
ciertamente vivirá y no morirá. ¿Acaso quiero yo la muer-
te del malvado -oráculo del Señor- y no que se convierta
de su conducta y que viva? Objetáis: "No es justo el pro-
ceder del Señor". Escuchad, hombres y mujeres de Israel:
(...) Estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por
qué queréis morir? Pues yo no quiero la muerte de nadie
-oráculo del Señor-. ¡Convertios y viviréis!» (cf. Ezequiel
18 y 33,10-20).
La voz que acaba de hacerse oír es la del profeta
Ezequiel, deportado también él en la primera leva. El pro-
27
feta había permanecido mudo durante mucho tiempo. Pero
el Señor Yahvé le había dicho que el día en que el super-
viviente viniera a anunciar la trágica noticia de la toma de
Jerusalén se abriría su boca, volvería a hablar, y sería en-
tonces un signo para sus compatriotas exiliados.
«¿Por qué queréis morir?»: estas palabras las pronun-
ció Ezequiel en nombre de Yahvé. Y ahora que han salido
de su boca y que, en cierto modo, están ahí, delante de él,
cae en la cuenta de lo extrañas que son. Él es, a buen se-
guro, el primer extrañado. Hasta ese día no había abierto
la boca más que para anunciar desgracia sobre desgracia.
Se le había encargado de anunciar al pueblo la guerra, la
invasión, la ruina de Jerusalén, la deportación. Cuando el
Señor le llamó para llevar su mensaje, le hizo comer un ro-
llo de pergamino «que tenía escrito en el anverso y en el
reverso: gemidos, lamentos y ayes» (Ezequiel 2,10). Eze-
quiel devoró aquel rollo y encontró en él la dulzura de la
miel. A partir de ese momento, no sintió en su lengua más
que el sabor de la desgracia. Mientras que todos sus com-
patriotas vivían despreocupados y repletos de optimismo,
él estaba desesperado. Veía cómo acechaban la guerra, la
ruina y el odio, oliendo su presa; y él vivía en tan lúgubre
compañía. Bajo un cielo aparentemente despejado de nu-
bes, él iba blandiendo el espanto como una gran bandera
negra. Y ahora que no quedaban más que ruinas y había
desaparecido toda esperanza, clama para que le oigan sus
compañeros de exilio: «¿Por qué queréis morir?».
Él, el profeta de calamidades, a quien Dios le había di-
cho: «Como el diamante, más dura que el pedernal hago tu
cabeza» (Ezequiel 3,9), tiende ahora una mano compasiva
a sus compañeros de infortunio. Les invita a salir del abis-
mo. Les apremia a seguir creyendo en la vida: es a la vida
28
a lo que están llamados, aquí y ahora, no a la muerte;
Yahvé no se complace en la muerte de nadie (Ezequiel
18,32; 33,10-20); a todos los quiere vivos, a los justos y a
los pecadores.
Y Ezequiel les muestra el camino de su resurrección:
«Estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (Eze-
quiel 18,31). Son unas palabras sencillas, de una sencillez
desconcertante. Pero, como dijo Malraux, «las cosas capi-
tales que se han dicho a la humanidad han sido siempre
cosas sencillas... Pero lo que hacen nacer es imprevisible»
(Les chines que l'on abat, pp. 75-76).
A partir de ahora, el fulcro de la vida religiosa, aquello
en lo que ésta debe apoyarse totalmente, ya no es el
Templo ni Jerusalén ni los sacrificios ni los holocaustos; ni
siquiera la nación o el grupo social; es el corazón, es de-
cir, lo más íntimo, lo más profundo y lo más personal que
hay en el ser humano. También lo más duradero. Cuando
todo está perdido, aún queda el corazón. Desde él, y sólo
desde él, puede recomenzar la vida.
Ahora bien, la vida no recomenzará si no es desde un
corazón nuevo. «Estrenad un corazón nuevo»: estas pala-
bras son una llamada a una renovación en profundidad.
Remiten al ser humano al misterioso poder de renovación
que habita en su propio corazón. En este poder residen una
posibilidad de salvación y una gracia de resurrección per-
manentemente ofrecidas. A cada uno corresponde hacer
suyas esta posibilidad y esta gracia. A cada uno corres-
ponde decidirse personalmente por la renovación o por la
decadencia, por la vida o por la muerte. No es a la nación
a quien corresponde decidir, ni tampoco puede hacerlo.
Nada está decidido para todos. Ni tampoco hay nada deci-
dido por adelantado, de una vez por todas. Cada cual, en
29
cada instante, puede y debe elegir. Y sea cual fuere su pa-
sado, en todo momento puede renacer o morir. Es algo que
depende exclusivamente de él. «Si el malvado se convier-
te de los pecados cometidos... ciertamente vivirá y no mo-
rirá. No se le tendrán en cuenta los delitos que cometió»
(Ezequiel 18,21-22). «Y si el justo se aparta de su justicia
y comete maldad, imitando las abominaciones del malva-
do, no se tendrá en cuenta la justicia que hizo» (Ezequiel
18,24). La relación del hombre con Dios ya no depende
del clan o de la nación. En adelante, reposa únicamente en
lo más íntimo de cada uno: en la orientación profunda de
su corazón. Cada uno, en cada instante, puede empezar un
futuro nuevo.
Los deportados de Judá están invitados, por consi-
guiente, a entrar en lo más profundo de su ser. Pero ¿serán
capaces de entender un lenguaje como éste? ¡Están tan
alejados de su propio corazón...! Hace mucho tiempo que
le dijeron adiós. Desde que empezaron a fabricar sueños
de gloria. Y ahora que esos sueños se han evaporado, se
descubren extraños a sí mismos, lejos de sus pueblos des-
truidos, de su tierra devastada; lejos, sobre todo, de su pro-
pio corazón. Los deportados miran a Ezequiel. No com-
prenden nada. Ninguno de ellos se siente aún responsable
de su propio corazón. Se esperan los unos a los otros para
saber cómo reaccionar. Siempre han reaccionado en gru-
po. Y el grupo estaba formado por la colectividad nacio-
nal, con sus tradiciones, sus instituciones, sus encuadra-
mientos, sus jefes, su rey... La colectividad nacional cons-
tituía su conciencia, su buena y su mala conciencia. Ella
les dispensaba de habitar su propio corazón.
Pero hoy se ha acabado para ellos la nación. Todas las
instituciones que enmarcaban y sostenían al pueblo, inclu-
30
so las más sagradas, se han hundido. Ya no hay rey ni je-
fes ni sacerdotes. ¿Se puede hablar siquiera de pueblo? És-
te ha sido dispersado por los cuatro puntos cardinales del
inmenso imperio caldeo. Ya no son más que unos hombres
y unas mujeres entregados exclusivamente a las fuerzas de
su propio corazón. Hoy es corresponde a cada uno de ellos
escuchar y responder. El hijo ya no tiene que responder
por el padre, ni el padre por el hijo. Cada cual tiene que
elegir: la vida o la muerte.
Decidir por uno mismo y a solas...: ¡difícil tarea! No
han aprendido a servirse de su corazón, a apoyarse en él.
No saben escuchar, pensar, vivir con su propio corazón.
Siguen buscando una seguridad exterior. Esperan. Su reli-
gión es aún una religión simplemente aprendida; su dios
es el dios del grupo. No conocen a Yahvé con el corazón.
No comprenden nada. Se sienten solos. Tienen miedo.
Es el miedo al vacío. Para estos hombres y estas muje-
res, el exilio es el desierto. Como sus padres al salir de
Egipto, también ellos han sido arrojados al desierto. Pero
hoy su desierto es la inmensa soledad de su corazón.
Se han disuelto todos los vínculos, los de la tierra y los
del cielo. Como una veleta sometida al viento alocado de
la angustia, así se encuentra el corazón del exiliado. Desde
lo hondo de la noche, un desgraciado ha gritado: «¡Ha
muerto nuestra esperanza. Estamos acabados!». El «auti-
llo de las ruinas» ha respondido: «¿Por qué quieres morir?
La noche está llena de secreto. ¡Abre tu corazón a lo des-
conocido!».
Lo desconocido es el futuro que está pidiendo nacer.
Es el Espíritu que planea sobre las aguas y las bate con sus
alas gigantes. Siempre parece golpear desde fuera, pero
llama desde dentro. Tiene el rostro del otro, del extranje-
31
ro, incluso del enemigo; y, sin embargo, es el íntimo, la
profundidad inexplorada. El Espíritu es la llamada crea-
dora en la criatura, el impulso irresistible de nuestro ser
hacia un ser mayor.
La hora en la que el ser humano ya no sabe quién es,
en la que vaga errante como una sombra entre sus propias
ruinas, esa hora de la gran soledad y del vacío es también
la hora de los grandes comienzos. Es la hora en que nos vi-
sita lo desconocido, la hora en que el futuro nos atrae ha-
cia sí. Es la hora en que el Espíritu nos hace señas, porque
quiere hacerse en nosotros «corazón nuevo», «espíritu
nuevo».
32
4
Recuerdo tu cariño de joven
Durante todo este tiempo se produjeron muchos aconteci-
mientos en el mundo, pero ninguno en Tel-Abib.
El curso de la historia se detuvo en seco para Israel,
quedó aniquilado y fue reemplazado por el vacío, por la
no-historia, por el tiempo en que no pasa nada. Un tiempo
que ya había anunciado el profeta Oseas: «Porque muchos
años vivirán los israelitas sin rey y sin príncipe, sin sacri-
ficios y sin estelas, sin imágenes ni amuletos» {Oseas 3,4).
Ese tiempo ya ha llegado. A Israel se le ha retirado toda
actividad política y religiosa en cuanto nación. Se le ha de-
negado toda posibilidad de acción entre los hombres. Y no
se trata sólo de que Israel ya no puede actuar en la histo-
ria, sino de que la historia ya no actúa para Israel: le deja
de lado. Para Israel ya no pasa nada. Es el tiempo muerto.
Pero esta no-historia hace posible una nueva historia.
Los hombres y las mujeres de Israel, despojados como na-
ción de toda actividad propia y de todo signo distintivo,
dispersados entre las naciones paganas, son invitados a
volver a su corazón. Ésta es la magna tarea a la que todos
ellos son invitados: «Me la llevaré al desierto y le hablaré
al corazón» (Oseas 2,16), había anunciado Yahvé.
33
 Los exiliados necesitarán tiempo para comprender el
verdadero sentido de esta migración interior. Están llama-
dos a una profunda exploración. Es digno de destacar que
lo primero que los profetas se esfuerzan por devolver a es-
te pueblo, que lo ha perdido todo, es la memoria. La me-
moria es el camino al corazón: «Recordadlo... volved a
vuestro corazón: reflexionad, rebeldes, recordad las cosas
sucedidas desde antiguo» {Isaías 46,8-9; cf. 44,21). Hoy
sabemos la enorme importancia que tiene para la vida del
alma esa vuelta a las experiencias primeras y ese redescu-
brimiento del tiempo perdido. Israel debe recordar. En el
lenguaje profético, recordar y volver al corazón son una
misma cosa. Se trata de despertar en nosotros aquella me-
moria profunda que forma una misma realidad con nues-
tro ser más verdadero y con nuestra vocación primera. La
única ayuda eficaz sólo puede venir de las profundidades.
Esta vuelta al ser auténtico es un proceso difícil. Pasa
necesariamente por la destrucción de la falsa imagen que
el hombre se hace de sí mismo. En su primera fase se vi-
ve como un descenso a los infiernos. Ezequiel, al volver a
trazar de manera simbólica la historia de Israel, no duda en
sumergirlo en su arqueología pagana: «Jerusalén, eres ca-
nanea de casta y de cuna: ¡tu padre era amorreo, y tu ma-
dre era hitita! [Así fue tu alumbramiento]: el día en que
naciste no te cortaron el cordón umbilical» {Ezequiel 16,3-
4). A este pueblo, demasiado orgulloso y demasiado segu-
ro de sí mismo, el profeta lo reenvía a sus oscuros oríge-
nes; le recuerda que no es de una esencia superior, que
procede de tribus idólatras, que está hecho de la común
pasta humana y que aún conserva profundos lazos con sus
antepasados paganos; pues «no te cortaron el cordón um-
bilical». Más aún, el día de su nacimiento nadie se preo-
34
cupo de él, nadie le dispensó los primeros cuidados. No
fue lavado. Abandonado en medio de su sangre, rechaza-
do por todos como un aborto, estaba destinado a la muer-
te {Ezequiel 16,4-5).
Es un lenguaje duro que destruye toda complacencia
en uno mismo y arranca a un pueblo de la imagen excesi-
vamente favorable que se había fabricado de sí mismo, re-
conduciéndolo a su desnudez original: a la pobreza esen-
cial del ser humano. Sin embargo, sólo humilla para curar.
Su objetivo es despertar en la conciencia de aquellos hom-
bres y mujeres el sentido de la gratuidad de su existencia
y su elección. Israel lo debe todo exclusivamente a la ini-
ciativa de Dios, empezando por su propia vida. Es alguien
de quien Dios tuvo piedad:
«Pasaba yo a tu lado y te vi chapoteando en tu pro-
pia sangre, y te dije mientras yacías en tu sangre:
"Sigue viviendo y crece como brote campestre".
Creciste y te hiciste moza, llegaste a la sazón;
tus senos se afirmaron y el vello te brotó, pero es-
tabas desnuda y en cueros.
Pasé de nuevo a tu lado y te vi en la edad del
amor; extendí sobre ti mi manto para cubrir tu des-
nudez; me comprometí con juramento, hice alianza
contigo -oráculo del Señor- y fuiste mía.
Te bañé, te limpié la sangre y te ungí con aceite.
Te vestí de bordados, te calcé de marsopa; te ceñí de
lino, te revestí de seda. Te engalané con joyas: ...es-
tabas guapísima y prosperaste más que una reina.
Cundió entre los pueblos la fama de tu belleza,
completa con las galas con que te atavié -oráculo
del Señor-. Te sentiste segura de tu belleza y, ara-
35
 parada en tu fama, fornicaste y te prostituíste con el
primero que pasaba» {Ezequiel 16,6-15).
Ahora, abandonado y rechazado de nuevo por todos,
despojado de todas sus prerrogativas, perdido en el in-
menso mundo pagano, Israel debe regresar, con gran hu-
mildad, a su punto de partida y restablecer los vínculos
con aquella parte profunda de su ser que depende exclusi-
vamente de la gratuidad de Dios. En su pobreza, es invita-
do a recordar su verdadera identidad, a reconocerse como
alguien de quien Dios tuvo piedad. ¡Ah, si Israel fuera ca-
paz de acordarse...!
«¿Acaso olvida una joven sus joyas,
una novia su cinturón?
Pues mi pueblo me tiene olvidado
un sinfín de días»
(Jeremías 2,32)
«¿Abandona la nieve del Líbano
las rocas escarpadas?
¿Se corta el agua fresca
que fluye caprichosa?
Pues mi pueblo me olvida...»
(Jeremías 18,14-15)
La «joven», la «novia», «el agua fresca que fluye»...
son imágenes que evocan un mundo intacto y maravillo-
so: el mundo de los comienzos primordiales. Un mundo de
ensueño, lejano y puro y, sin embargo, siempre presente,
permanentemente ofrecido. Un mundo fiel. La nieve no
abandona las cimas elevadas. Entre ella y las altas rocas
36
escarpadas existe una especie de pacto eterno, una alianza
indestructible. Lo mismo ocurre entre el «corazón» y
Yahvé. En consecuencia, todo puede renacer con el res-
plandor de las nieves de antaño. Basta con que Israel vuel-
va a encontrar, sumido en la admiración, el camino hacia
su «corazón».
«No te acordaste de los días de tu juventud» (Ezequiel
16,22). Esta queja quisiera hacer brotar desde el fondo del
alma una voz olvidada. Es una llamada a las profundida-
des. Intenta despertar aquella sensibilidad primera:
«Recuerdo tu cariño de joven,
tu amor de novia,
cuando me seguías por el desierto,
por tierra yerma»
(Jeremías 2,2)
La marcha por el desierto, lo sabemos, no fue siempre
de una fidelidad ejemplar. Fueron muchos los que añoraron
los alimentos de Egipto y murmuraron contra Moisés. Y
fue también en el desierto donde el pueblo adoró el bece-
rro de oro, provocando así la cólera de Yahvé. Pero no se
trata aquí de recordar una página de la historia. La evoca-
ción del tiempo del noviazgo tiene otro sentido; su finali-
dad no es enumerar determinados acontecimientos del pa-
sado, sino despertar un cierto nivel de profundidad íntima.
La celebración lírica del pasado constituye un lengua-
je simbólico que permite al ser humano explorar lo más
original que habita en él y que le pone en contacto con
unas fuentes ocultas. En cada uno de nosotros, y proce-
dente del fondo del alma, existe una memoria de la ino-
cencia y del fervor, una memoria que ni las faltas más gra-
37
ves consiguen borrar por completo. Sucede que esa me-
moria profunda, al despertar, se aureola con el resplandor
de nuestras experiencias primeras y se confunde con el re-
cuerdo de las mismas. Pero, en realidad, esa memoria vie-
ne de más lejos que nuestros recuerdos más remotos; su
luz le viene de otra inocencia y de otro resplandor. Sí, hay
Otro que se acuerda en nosotros. «Me acuerdo de ti», dice
Yahvé. Esta memoria de Dios, en el corazón del hombre,
es la voz de una profundidad intacta, de una reserva de pu-
reza y de fervor, ofrecida de manera permanente.
De este ámbito inexplorado sólo se puede hablar de
una manera simbólica, en términos de recuerdos lejanos y
maravillosos, o bien con el lenguaje de una historia amo-
rosa y sagrada. Es así como Yahvé, por boca de los profe-
tas, invitó a su pueblo a volver a los caminos de su infan-
cia y de su juventud: unos caminos cuyo resplandor es el
de la mañana, en esa hora en la que aún ninguna pista ha
discurrido sobre el rocío; caminos de admiración que lle-
van al hombre a su corazón.
Si Israel pudiera acordarse con su corazón, rememorar
la profunda llamada y el gran juramento, de nuevo la
Alianza saltaría a su encuentro como un joven torrente de
montaña. Entonces algo pasaría para él. Volvería a encon-
trar el tiempo creador. Un tiempo en el que se respira un
perfume de génesis, en el que la creación no está acabada:
el tiempo del corazón nuevo.
38
5
Los ríos de Babilonia
«Los ríos de Babilonia corren y caen,
y arrastran»
(PASCAL, Pensamientos, Br., 459).
Llegó una carta de la lejana patria: una carta de Jeremías
de Anatot, el cual, recluido durante el asedio de Jerusalén
porque aconsejaba abiertamente la sumisión al rey
Nabucodonosor, había sido liberado por el rey de Babilo-
nia y se había quedado en el país. La carta decía: «Así di-
ce el Señor de los ejércitos, Dios de Israel, a todos los de-
portados que yo llevé de Jerusalén a Babilonia: Construid
casas y habitadlas, plantad árboles y comed sus frutos, ca-
saos y engendrad hijos e hijas, tomad esposas para vues-
tros hijos y casad a vuestras hijas, para que ellas engen-
dren hijos e hijas; creced en esas tierras y no mengüéis.
Trabajad por la prosperidad de la ciudad adonde yo os des-
terré y rezad al Señor por ella, porque su prosperidad será
la vuestra» (Jeremías 29,4-7).
La carta causó sensación y produjo un verdadero albo-
roto entre los deportados. Si había que creer a Jeremías, la
cautividad no había hecho más que empezar. A algunos les
39
pareció que Jeremías iba demasiado lejos. Un tal Sama-
yas, nejlamita, se apresuró a responder que al hombre que
afirmara tales cosas había que entregarlo a los cepos y al
calabozo (Jeremías 29,26-28).
Sin embargo, cada vez era más evidente para todos que
el exilio sería largo, muy largo, y que, en consecuencia,
era menester organizarse. De nada sirven los lamentos:
hay que vivir. De ahí que los deportados buscaran trabajo
entre los artesanos del país y entre los comerciantes. Algu-
nos consiguieron incluso introducirse en palacio y ocupar
algún cargo en la administración.
Al mismo tiempo que su suerte va mejorando, los exi-
liados se van mezclando cada vez más con la sociedad pa-
gana. Ésta no carece de atractivos: las ciudades son impo-
nentes por su número, su grandeza y la belleza de sus edi-
ficios; los gigantescos zigurats de ladrillos esmaltados y
abigarrados, los palacios, los bancos, los templos guarda-
dos por leones y toros alados, las piscinas, los jardines...:
todo es digno de admiración. Nippur, aun sin igualar a
Babilonia, ofrece en escorzo una imagen del imperio y de
su maravilloso espectáculo. La ciudad, a la sombra de sus
palmeras, ve afluir hacia ella caravanas y barcos, cargados
con todos los productos de la creación. Sus mercados
abundan en frutas, especias, perfumes, piedras preciosas y
sedería. Y algunas veces, en medio del ruidoso bullicio de
los mercaderes, se adelanta con gran aparato el séquito en-
galanado de alguna embajada que va camino de Babilonia.
Los deportados de Judá, deslumhrados, descubren el es-
plendor del Oriente pagano.
¿Y qué decir de Babilonia, «el orgullo de los caldeos»?
La capital se encuentra por entonces en su apogeo. Su au-
toridad se extiende desde el golfo Pérsico hasta las colinas
40
de Harrán y, por Siria, hasta Egipto. Eclipsa a todas las ca-
pitales de Oriente por su grandeza y su fasto. El rey
Nabucodonosor ha acumulado en ella grandes tesoros. En
Babilonia se dan cita el poder, la riqueza y la gracia. Vista
desde fuera, la ciudad aparece como una plaza fuerte gi-
gantesca, a la medida del imperio que domina. Su triple
muralla de seguridad, de una anchura total de veinte me-
tros, levanta hacia el cielo, a lo largo de kilómetros y kiló-
metros, sus incontables torres. Ocho puertas monumentales
dan acceso a la ciudad. La más imponente, aquella por la
que pasan los cortejos reales y las procesiones litúrgicas, es
la puerta de Istar. Desde ella parte hacia el interior, enlosa-
da de piedras, la Vía triunfal, completamente recta y enlo-
sada, con una longitud de unos 900 metros y gran cantidad
de palacios y templos a ambos lados. La ciudad está levan-
tada sobre las dos orillas del Eufrates, unidas por un puen-
te de cinco arcos. En la orilla izquierda se eleva el famoso
templo de Marduk, con su zigurat de unos cien metros de
altura. No lejos de allí se extiende el gran palacio sobre te-
rrazas con adornos de gres y de basalto, que descienden es-
calonadamente hacia el río. Allí se encuentran los maravi-
llosos jardines colgantes, con sus árboles de las más raras
esencias, sus cascadas y sus escaleras monumentales. A
ambas orillas del río, reina una gran animación en los mue-
lles, en los que se descarga todo tipo de productos y donde
hacen sus negocios innumerables comerciantes.
Sobre semejante prosperidad y poder vela la mirada
fascinante de los ídolos: es una mirada extática, desmesu-
rada, presente por doquier, que envuelve y hechiza a toda
la sociedad. Es una mirada realmente hipnótica, dotada de
un tremendo poder de sugestión. Estos ídolos de ojos
enormes, con la cabeza hundida entre los hombros -he-
41
rencia de la religión sumeria-, no son la imagen de ningu-
na criatura; son, a su manera, lenguaje de lo sagrado. Sim-
bolizan los poderes primordiales. Ponen al hombre, junto
con todas sus actividades, en relación con esos poderes; lo
integran en el gran poema de la creación, en el orden cós-
mico que simboliza Marduk. En determinados días del año,
estos ídolos son conducidos a hombros y paseados con
gran pompa por la ciudad. El momento más solemne de la
vida religiosa es el Año Nuevo, en el equinoccio de prima-
vera. Es entonces cuando los dioses de todas las grandes
ciudades del imperio vienen a Babilonia para visitar a
Marduk, el dios de los dioses: danzantes y danzarinas evo-
lucionan lentamente en dos filas, en medio de alaridos y
palmadas; se recita el Poema de la Creación; todo el pue-
blo celebra la renovación: la eterna victoria de Marduk.
Los deportados de Judá no escapan a la fascinación de
esta sociedad en la que están sumidos. Es perfectamente
lógico y natural que les turbe el poder que se ostenta an-
te sus ojos y que parece arraigar en lo eterno. Les plantea
ciertas preguntas angustiosas. Desde siempre el nombre
de Yahvé ha sido para ellos sinónimo de poder. ¿Acaso no
es Yahvé el Todopoderoso? ¿No fue así como se dio a co-
nocer a sus padres y como ellos mismos aprendieron a
conocerlo?
«¡Oh Dios!, con nuestros oídos lo escuchamos,
nuestros padres nos lo contaron:
la obra que realizaste en sus días,
antaño, y por tu mano.
Desposeíste naciones y los plantaste a ellos,
trituraste naciones y a ellos les hiciste prosperar.
Pues no se apoderaron de la tierra por su espada,
42
su brazo no les dio la victoria;
sino tu diestra y tu brazo
y la luz de tu rostro, pues Tú los amabas.
¡Tú eres mi Rey, ¡oh Dios!,
que asignas las victorias a Jacob!
{Salmo 44,2-5)
Eso es lo que les han enseñado desde siempre. ¿Acaso
no ha sido la historia de su pueblo, desde Abrahán hasta el
rey Salomón, un largo ascenso hacia el poder, bajo la guía
de Yahvé, el Todopoderoso? Verdaderamente fueron nue-
ve siglos de enriquecimientos sucesivos y de incremento
del poder. Ya los patriarcas se habían visto colmados de to-
da clase de bienes. Yahvé había multiplicado sus hijos, sus
rebaños y sus días. Más tarde, cuando Israel cayó esclavo
en Egipto, lo liberó «con mano fuerte y brazo tenso» y lo
enriqueció con los despojos de los egipcios. Lo convirtió
en un pueblo y expulsó ante él a los otros pueblos. Le dio
una tierra donde manan leche y miel. Israel se instaló en
ella, y allí se desarrolló y prosperó y se hizo fuerte. Y un
día accedió a la realeza. Su fama se difundió entonces en-
tre las naciones. Jerusalén, su capital, pudo rivalizar en in-
fluencia y en fasto con las capitales de los países vecinos.
¡Cuánto camino recorrido desde Abrahán, el pastor nóma-
da...! Este lento pero continuo ascenso hacia el poder y la
gloria alcanzó su apogeo bajo el reinado de Salomón:
«Yahvé engrandeció a Salomón ante todo Israel y le otor-
gó una majestad regia que no habían conocido los reyes
anteriores de Israel» (1 Crónicas 29,25). Fue entonces
cuando se construyó el Templo, el cual, por sus propor-
ciones, su riqueza y su esplendor, era el símbolo de todo
el poder y la gloria que Yahvé había dado a su pueblo. Era
43
en verdad el signo tangible de la presencia del Todopode-
roso en medio de su pueblo.
¿Qué queda hoy de todo aquel poder? Nada. Todo ha si-
do aniquilado. La nación se ha precipitado en el abismo. El
pueblo de Yahvé se ha convertido en el más débil y despre-
ciable de los pueblos. ¿Dónde está Yahvé en medio de se-
mejante desastre? ¿Qué hace? ¿Dónde está su omnipoten-
cia? A los deportados de Israel les asaltan las preguntas.
Ellos han pecado, es cierto. Lo reconocen al menos los
mejores de entre ellos. Han desconfiado de Yahvé al aliar-
se con otras naciones y otros dioses y al querer llevar sus
asuntos por sí mismos. Pero ¿han pecado más que sus pa-
dres, a quienes Yahvé se apresuró siempre a perdonar?
Entonces, ¿por qué ese tratamiento tan riguroso? ¿Por
qué esa devastación sin precedentes? Y, sobre todo, ¿por
qué ese silencio interminable? Antaño, cuando el pueblo
se extraviaba, Yahvé lo castigaba, pero enseguida le per-
donaba para no provocar la arrogancia de las naciones pa-
ganas. «En ti confiaron nuestros padres; confiaban y los
ponías a salvo; a ti gritaban y quedaban libres, en ti con-
fiaban y no los defraudabas» (Salmo 22,5-6). Y el perdón
se manifestaba en un retorno a la prosperidad y al poder.
Éste es el retorno que los deportados querrían ver esbo-
zarse en el horizonte. Esperan, acechan un signo de poder.
Pero pasan los años y no aparece ningún signo. ¡Si al me-
nos vieran el comienzo de algo...! Pero nada. ¿Por qué se-
mejante abandono? ¡Oh, qué extraño silencio este, en el
que Dios se ha retirado!
Se ha hecho de noche en el alma de Israel. Días «de os-
curidad y nubarrones», se dice en el libro del profeta
Ezequiel (34,12). ¡Si al menos pudieran los exiliados ce-
lebrar su culto, ofrecer sacrificios a Yahvé, organizar pro-
44
cesiones solemnes en su honor...! A través de los ritos an-
tiguos y los esplendores de la liturgia podrían recobrar el
aliento y encontrar alguna seguridad. Pero incluso eso se
les niega. Ya no tienen ni altar ni sacrificio.
«¿Dónde está Yahvé, vuestro Dios?», les preguntan los
paganos con risa burlona. Pero en el fondo de ellos mismos
también los deportados se hacen angustiados la misma pre-
gunta. ¿Acaso este silencio de Dios sería el testimonio de
su impotencia? ¿Habría sido vencido Yahvé junto con su
pueblo? ¿Es realmente el Todopoderoso? ¿Es el Único? ¿O
quizá no es más que un dios entre otros muchos e incluso
menos poderoso que otros? El alma de Israel está sumida
en una noche semejante a la del antiguo caos. Los exilia-
dos han perdido muchas cosas en la tormenta. Han perdido
su patria y sus bienes; han perdido su honor y su indepen-
dencia; han perdido también a sus allegados y amigos. Pero
hay algo aún peor que todo eso: han perdido a su Dios.
«¿Dónde está Yahvé?» Ésa es la pregunta que se ha-
cen. Pero ninguno de ellos se pregunta todavía: «¿Quién
es Yahvé?». El silencio de Dios significa para ellos, sim-
plemente, que Dios ha dejado de responder a la idea que
ellos se habían formado de él, a la descripción que de él
les habían dado. Ninguno de ellos se dice en su corazón:
«No conozco a Yahvé, no conozco sus caminos». ¡Están
todos tan seguros de conocerlo como si él y ellos se hu-
bieran criado y crecido juntos! Israel ha perdido a su Dios,
pero todavía no se ha descubierto como pobre de Yahvé,
pobre en su conocimiento. Murmura: «Por más que grito:
"¡Socorro!", se hace sordo a mi súplica; me ha cerrado el
paso con sillares y ha retorcido mis sendas» (Lamentacio-
nes 3,8-9). Israel no sabe que esos sillares no son más que
el reflejo de su propio corazón.
45
 6
El vado de medianoche

Han pasado los años. Mucha es el agua que ha llovido so-

bre la llanura, y muchas las ilusiones que se han desvane-
cido en los corazones. Algunos deportados han perdido to-
da esperanza de volver a su tierra. Otros han muerto y han
sido enterrados en tierra pagana. En compensación, han
nacido niños; pero sus padres apenas han podido alegrar-
se en torno a sus cunas.
Con todo, la situación de los exiliados ha ido mejoran-
do notablemente con el tiempo. Han construido y planta-
do, siguiendo la recomendación de Jeremías. Los más há-
biles se han lanzado a los negocios, y con éxito. Algunos
están a punto de adquirir enormes fortunas; habitan en
preciosas villas, mantienen numerosas relaciones y se ha-
cen servir por cientos de esclavos. En el cantón de Nippur,
situado en el Eufrates medio, los pueblos de los israelitas
prosperan. Y junto con la riqueza ha llegado también la in-
fluencia. Los hijos de Jacob tienen ahora sus propias vías
de acceso a la corte imperial. El sucesor de Nabucodono-
sor les manifiesta abiertamente su benevolencia.
La vida de la colonia judía podría haberse reducido a
este enriquecimiento. En tal caso, la historia no habría
conservado otras más huellas de su exilio que algunos li-

47
bros de cuentas, como los del banco Murashu, que conta-
ba a muchos judíos entre sus clientes. Sin embargo, para
un cierto número de deportados el exilio adquirió otra di-
mensión: se transformó en una de las aventuras espiritua-
les más elevadas. Aunque estos hombres y estas mujeres
ya no sufren materialmente, no por ello dejan de estar pro-
fundamente insatisfechos. Ni toda la riqueza del Creciente
fértil habría bastado para colmarlos. Es otra cosa lo que
ellos esperan. El profeta Ezequiel les había dicho:
«Haceos un corazón nuevo». Estas palabras acabaron en-
contrando en ellos un eco profundo. Ahora aspiran a esa
renovación.
Hacerse un «corazón nuevo» no es sólo cambiar de
manera de ver, de sentir, de pensar y de querer. Se trata de
un proceso más radical. Es reencontrar el impulso de la
vida, la savia ascendente, el entusiasmo creador. Es volver
al manantial que brota. En una palabra: renacer.
¿Cómo pueden renacer estos hombres? ¿Cómo unos
seres desarraigados pueden volver a hundir sus raíces en la
tierra nutricia y encontrar en ella el impulso de la vida,
cuando hasta el suelo les falta? Estos hombres y estas mu-
jeres saben que han dejado de ser una potencia en este
mundo. No se hacen ilusión alguna al respecto, sobre todo
los más pobres y humildes. Sin embargo, no por ello re-
nuncian a la Tierra prometida. Ni a la grandeza. Sus cora-
zones se niegan a este abandono. Y han aprendido a escu-
char a sus corazones. De una manera oscura, pero inven-
cible, se sienten llamados a grandes cosas. En lo más pro-
fundo de ellos mismos hay una fuerza que rechaza la ten-
tación de la decadencia y la desaparición. Esta fuerza mis-
teriosa que asciende en ellos desde el fondo de su historia
les obliga a mirar hacia el futuro.
48
Por la noche, cuando se han apagado todos los ruidos,
estos hombres y estas mujeres se recogen en un religioso
silencio. A su alrededor, y hasta el infinito, el Imperio se
duerme. La noche toma posesión de la tierra. Pero allá
arriba, en un cielo puro y sin velo, se encienden las estre-
llas por millares. ¡Cuántas estrellas! Entonces acuden a la
memoria de los hombres y las mujeres de Judá estas pala-
bras: «Mira el cielo; cuenta las estrellas si puedes. Así se-
rá tu descendencia» {Génesis 15,5). Se despierta en ellos
la Promesa inmensa; se les hace presente; les interpela y
vuelve a poner ante sus ojos la verdadera dimensión de su
destino. Se les ha prometido la grandeza: «Haré de ti un
gran pueblo... Con tu nombre se bendecirán todas las fa-
milias del mundo» {Génesis 12,2-3). «Serás padre de una
multitud de pueblos» {Génesis 17,4). ¿No son ellos los hi-
jos de esta Promesa? Sin duda: ellos son los hijos y los he-
rederos; es a ellos a quienes corresponde hoy recoger esa
herencia; sobre ellos reposa el futuro de la Promesa. Sobre
su fe, y sobre nada más. ¡Qué responsabilidad! Si ellos se
desentienden, habrá acabado para siempre la grandeza de
Israel y la bendición de las naciones.
Ahora bien, ¿cómo seguir creyendo en la Promesa? En
la situación en que se encuentran, la Promesa parece una
burla. En vez de aquel «gran pueblo», ellos no son más
que un pequeño resto disperso entre las naciones. ¡Objeto
de la chanza y la risa de todos los pueblos: en eso es en lo
que en realidad se han convertido! Todo les invita al es-
cepticismo y a la negación: su reducido número, su impo-
tencia y la actitud groseramente oportunista de muchos de
ellos, que se han instalado en su exilio como un rebaño de
becerros en pastos abundantes. ¡Vete a hablarles a ésos de
la Tierra prometida y de la grandeza...! ¿Esperan algo
49

más? Nada. Y, desde luego, nada de un «corazón nuevo».
Pero lo peor no es eso.
Lo peor es ese sentimiento de indignidad que se intro-
duce de manera solapada en el alma y destila en ella su ve-
neno y les deja frente a frente con una conciencia envene-
nada, desesperada. Han sido sus repetidas infidelidades las
que les han expulsado de la Tierra prometida. Han man-
chado tanto y tan a fondo esa Tierra que, al final, ella mis-
ma los ha vomitado. Y ahora Yahvé ha puesto a su ángel
con la espada de fuego para impedirles el acceso, como
antaño ante la puerta del jardín de Edén. En consecuencia,
es inútil esperar volver a entrar en ella. Carretera cortada.
Reino prohibido. Hay días en que la conciencia de su in-
dignidad se hace tan densa y tan violenta que oscurece to-
do su horizonte y se yergue sobre su camino como una
montaña infranqueable. Entonces, para estos hijos e hijas
de Israel se renueva el antiguo combate de Jacob.
También Jacob se vio privado brutalmente de la posi-
bilidad de acceder a la Tierra prometida, justo en el mo-
mento en que se disponía a volver a ella después de vein-
te años de exilio. Había llegado sin obstáculos hasta la
frontera, hasta el vado del Yaboq. Sus dos mujeres, sus hi-
jos, sus siervos y sus rebaños ya habían cruzado el torren-
te. Él se había quedado en la otra orilla. Había caído la no-
che, y Jacob quería pasarla solo. Solo con el pensamiento
del retorno. Pero he aquí que, de repente, alguien surge de
la sombra y se abalanza sobre él. Jacob cae inmediata-
mente en la cuenta del peligro. Carece de defensa. No hay
nadie para socorrerlo. No tiene nada que ofrecer a cambio
de su vida. Todos sus bienes están al otro lado del torren-
te. Está solo y pobre, como en el día de la muerte. No le
queda más salida que huir.
50
Pues bien, no; Jacob no huirá, no dará marcha atrás,
hará frente al peligro. ¡Pase lo que pase! Jacob sólo tiene
sus manos desnudas. Pero cuenta con la Promesa. El Se-
ñor Yahvé le ha prometido esta tierra y se ha comprometi-
do a llevarlo de nuevo algún día a su tierra: «La tierra en
que yaces te la daré a ti y a tu descendencia. Tu descen-
dencia será numerosa como el polvo de la tierra; te exten-
derás a occidente y oriente, al norte y al sur. Por ti y por tu
descendencia todos los pueblos del mundo serán benditos.
Yo estoy contigo, te acompañaré adonde vayas, te haré
volver a este país...» (Génesis 28,13-15). Nadie en el mun-
do puede nada contra esta Promesa. De ahí que Jacob re-
sista con toda la fuerza de su fe. Resiste bien el primer
asalto, después el segundo.
Cuando ya lleva un tiempo en ese cuerpo a cuerpo, y
tras haber tanteado bien a su adversario, Jacob siente, en
el extremo de sus brazos y en el fondo de su alma, que se
las está viendo con una potencia sobrehumana. No está lu-
chando con un hombre, sino contra el Todopoderoso.
¿Qué puede él contra esa fuerza que hace vivir y mo-
rir? ¿Qué derecho, qué mérito puede invocar? En este mo-
mento, Jacob se ve desnudo ante el Dios vivo. Más vale,
sin duda, abandonar la luchar y doblar la rodilla.
Jacob rechaza esta tentación. Es verdad que no puede
hacer valer ningún mérito. Pero Dios ha prometido, y
Jacob se aferra a esa Promesa. Ella es su arma, y no la de-
jará. Continúa luchando con feroz intensidad. Lucha por
esa tierra y ese destino de grandeza que se le han prome-
tido. Lucha por su descendencia y por todas las naciones
de la tierra, que serán benditas por él. Lucha por el futuro
del mundo. Nunca se había sentido tan pobre y tan libre.
Maravillosamente libre. Y cuanto más despojado se ve,
51
cuanto más suspendido de la sola Promesa, tanto más sien-
te crecer su fuerza.
Y pasan las horas de la noche sin que el Otro pueda
vencerlo. Este último, al ver que no puede conseguir la vic-
toria, da a Jacob un fuerte golpe en la articulación del mus-
lo. Jacob se estremece en todo su ser. La articulación del
muslo se le queda paralizada. Pero él no suelta su presa.
Llegan ya las primeras claras del día. Entonces el desco-
nocido dice a Jacob: «"Suéltame, que despunta la aurora".
Y él responde: "No te suelto si no me bendices"» (Génesis
32,27). Estas palabras -las primeras de toda la noche- ha-
cen que una lucha a muerte se transfigure en una lucha
amorosa, en una lucha de reconocimientos. Dios reconoce
que ya no puede volverse atrás: está ligado por su Promesa,
vencido por ella; y lo acepta. Entonces dice a Jacob: «Ya
no te llamarás Jacob, sino Israel, pues has luchado con dio-
ses y hombres y has podido» (Génesis 32,29).
Jacob, por su parte, quisiera saber el nombre de su ad-
versario: «Dime tu nombre» (Génesis 32,30). Pero Dios
sigue siendo Dios. No le dirá su nombre. Se contenta con
bendecirlo. Entonces, en el esplendor de la mañana, Jacob,
cojo pero rutilante de bendiciones divinas, cruza el torren-
te que echa espuma a sus pies. Vencedor y lisiado al mis-
mo tiempo, entra en la tierra prometida. «He visto a Dios
cara a cara y he salido vivo» (Génesis 32,31). Así fue co-
mo Jacob introdujo el destino del mundo en el Reino.
Hoy, en la noche del exilio, los hijos de Israel, los des-
cendientes del que había «luchado con dioses y hombres y
había podido», tienen que sostener ese mismo combate.
Conocen la misma soledad, la misma agonía, el mismo
sobresalto. Disponen también de la misma arma: la
Promesa. Ésta puede parecer muy remota y frágil e irriso-
52
ria. Pero ¿no les pareció eso mismo también a los patriar-
cas? ¿No resonó también como una burla en los oídos de
Abrahán? Este ya era por entonces centenario, no tenía hi-
jos, y su cuerpo ya no era más que una ruina. Y el seno de
Sara, su mujer, también estaba yerto. Si consideramos las
cosas desde un punto de vista humano, la Promesa era,
desde los comienzos, un desafío al sentido común. Ade-
más, al oírla, Sara no pudo contener la risa. Sólo Abrahán
creyó. Creyó contra toda esperanza, con toda la seriedad y
toda la ingenuidad de un corazón nuevo. Creyó en el
«Dios que da vida a los muertos y llama a existir lo que no
existe» (Romanos 4,17).
A una fe como ésta están llamados los exiliados. Hasta
este día sólo han contado con ellos mismos, con sus pro-
pias fuerzas y con las alianzas políticas y militares. Busca-
ron la grandeza donde no se encontraba; la redujeron a la
medida de sus mediocres ambiciones. En consecuencia,
estaban en peligro de muerte. Pero he aquí que en algunos
de ellos se hace oír un lenguaje nuevo: «El que camina en-
corvado y desfallecido, los ojos que se apagan, el estóma-
go hambriento reconocerán tu honor y tu justicia, Señor.
Nuestras súplicas no se apoyan en los derechos de nues-
tros padres y reyes, Señor, Dios nuestro» (Baruc 2,18-19).
Los que así hablan no intentan volver a crear su propio
personaje apoyándose en los méritos de sus gloriosos an-
tepasados o en sus méritos personales. No se valen de la
recomendación de nadie, y menos aún se recomiendan a sí
mismos. La espiga que creían repleta de buen grano no
contenía más que cascabillo y viento. Y ellos lo saben y lo
aceptan. Se han convertido en pobres ante Dios. Pero
creen, como Abrahán, en el «Dios que da vida a los muer-
tos y llama a existir a lo que no existe». Creen en el Dios
53
de la Promesa. Y nada puede resistir a esta fe. Ni siquiera
el recuerdo de sus faltas ni el sentimiento de su indigni-
dad. Lo han barrido todo. Sólo queda el esplendor de la
Promesa.
Para estos hombres y estas mujeres el exilio ha dejado
de ser una desgracia o una maldición y se ha convertido en
el lugar donde el ser humano, desde el fondo de su noche, 7
tiene que vérselas con el Dios vivo.
Han sonado las campanadas de medianoche. El día aún La experiencia de la trascendencia
está lejos. Pero aquí comienza la otra vertiente de la noche.
«Hay en el Antiguo Testamento judío, observa Nietzsche,
hombres, cosas, palabras de un estilo tan elevado que los
textos sagrados de los griegos y de los hindúes no tienen
nada que se les pueda comparar». Entre los textos que me-
recen este elogio, tal vez convenga citar estas palabras que
leemos en el libro de las Lamentaciones:
«Ha cesado el gozo del corazón,
nuestras danzas se han trocado en duelo;
se nos ha caído la corona de la cabeza:
¡ay de nosotros, que hemos pecado!
El monte Sión está desolado,
y los zorros se pasean por él.
Pero tú, Señor, eres rey por siempre,
tu trono dura de edad en edad»
(Lamentaciones 5,15-16.18-19)

Estas palabras se alzan por encima de las ruinas de to-

do un pueblo, por encima de la destrucción de todo lo que
dicho pueblo consideraba más poderoso y sagrado.
Expresan la experiencia más profunda, y también la más

55
54
desgarradora, que el ser humano puede tener de la tras-
cendencia de Dios. Proclaman que Yahvé no está vincula-
do a nada: ni al Templo ni a Jerusalén ni a la Realeza ni a
la Tierra. Todo eso puede hundirse y desaparecer. Perma-
nece, sin embargo y a pesar de todo, esta realidad incon-
mensurable: Yahvé reina.
Estas palabras encierran una grandeza infinita. No crea-
mos con demasiada facilidad que hemos examinado por
completo todos sus elementos. Lo que afirman no es algo
que caiga por su propio peso. Incluso contradicen, a pri-
mera vista, la fe profunda de Israel. En efecto, para el pue-
blo de la Biblia «es aquí abajo, en la tierra, donde se jue-
ga en toda su plenitud el destino religioso del ser humano.
Pues aquí abajo no se encuentra sólo la morada del hom-
bre, sino también la residencia de Dios» (NEHER, Moise et
la vocationjuive, París 1956, p. 175). Nada hay más ajeno
a Ja experiencia religiosa de Israel que la idea de un Dios
separado, retirado en un más allá supraterreno e intempo-
ral. Cuando se despertó, después de una noche pasada al
raso, Jacob exclamó: «¡Realmente está el Señor en este lu-
gar, y yo no lo sabía!» (Génesis 28,16). Éste es un dato
fundamental y permanente de la fe de Israel: la Gloria de
Yahvé está en la tierra, pero no a la manera de las divini-
dades paganas que se manifiestan en las fuerzas cósmicas
y vitales, sino en cuanto que está vinculada a un pueblo y
a su historia. «Yo soy el Señor, Dios de Abrahán tu padre
y Dios de Isaac... Yo estoy contigo», le dice Dios a Jacob
(Génesis 28,13.15). A Moisés se le revela de la misma ma-
nera: no sólo como alguien que vive cerca del hombre en
general, sino cerca de unos seres humanos concretos y
particulares (Éxodo 3,15). Está vinculado a unos seres per-
sonales, a su historia y a su descendencia, hasta el punto
56
de que en el pensamiento de Israel no se concibe a Yahvé
sin su pueblo. Yahvé sin su pueblo ya no es Yahvé. Este
vínculo entre Yahvé y la historia de su pueblo constituye
el fondo mismo de la fe de Israel. Conocer a Yahvé, para
Israel, no es descubrir los misterios y los secretos de la
esencia divina, sino experimentar una presencia: una pre-
sencia que actúa en la tierra en una historia humana con-
creta y precisa; una presencia que se manifiesta ante todo
como una fuerza de liberación: «Yo soy el Señor, tu Dios.
Yo te saqué de Egipto, de la esclavitud» (Deuteronomio
5,6; cf. Éxodo 20,2). «Está en medio de ti el Señor, tu
Dios, un Dios grande y terrible» (Deuteronomio 7,21). Es
imposible, por tanto, separar la fe en Yahvé de la fe en su
presencia en medio de su pueblo.
Una fe semejante, lejos de arrastrar al ser humano a
una contemplación solitaria e intemporal de la esencia di-
vina, Je destina a la acción en el mundo. Le impulsa a
afrontar el tiempo de la historia; y la misma fe se alimen-
ta del acontecimiento. El éxodo fue uno de esos aconteci-
mientos tallados en la carne viva de la historia: un aconte-
cimiento físico, social, político, a la vez que espiritual y
religioso; una liberación tanto del cuerpo como del alma.
Las largas andaduras por el desierto no fueron en modo al-
guno la búsqueda de una soledad en la que los humanos
hubieran elegido instalarse, fuera del tiempo, en la paz de
la contemplación. Bien al contrario, el desierto fue el lu-
gar donde Israel se preparó para asumir valerosamente su
destino en el mundo; fue el crisol donde se formó un pue-
blo original, con su ley propia y su vocación histórica par-
ticular. En el desierto se anudó, en la conciencia de Israel,
un vínculo indisoluble entre el Eterno y el tiempo de la
historia.
57
 Con la fuerza que le otorgaba esta conciencia, Israel se
lanzó a la conquista de la Tierra prometida. Expulsó a los
pueblos que tenía ante sí. Ocupó el país, plantó, edificó,
gobernó. Se entregó a fondo a su aventura humana, divina
y terrena a la vez. Cada vez con más éxito y audacia. Y un
día se elevó a la realeza, con la ayuda de Yahvé: «Diadema
de lujo te puse en la cabeza» (Ezequiel 16,12). Ahora rei-
naba el pueblo de Yahvé. Y Yahvé mismo reinaba en la tie-
rra a través de su pueblo.
Esta voluntad de actuar en el mundo con el poder de
Yahvé se afirma a lo largo de toda la historia de Israel. Se
encuentra hasta en sus mismos extravíos. Y precisamente
en la perspectiva de esta voluntad de eficacia temporal es
como las palabras citadas más arriba adquieren todo su
sentido: «Se nos ha caído la corona de la cabeza». Estas
palabras expresan un fracaso profundo, total. Constatan la
ruina de todo lo que un pueblo entero no ha cesado de per-
seguir. Tocan a muerto: la muerte de una esperanza y de
una razón de ser. Y es que semejante fracaso no sólo se
siente dolorosamente; es que no es posible vivirlo más que
como un escándalo. Pone de manifiesto que Yahvé no es-
tá presente a su pueblo, como éste pensaba. Yahvé no ha
intervenido en ningún momento para impedir lo irrepara-
ble en la gran desgracia que se ha abatido sobre Israel. Ha
dejado que los acontecimientos se desarrollen y evolucio-
nen siguiendo rigurosamente su propia dinámica implaca-
ble. Ha abandonado a su pueblo a la derrota y a la ver-
güenza. En suma, Yahvé ha sido el gran ausente. Por tan-
to, la conclusión lógica de todo esto sería: «Ha terminado
nuestro reinado, pero también el de Yahvé».
Sin embargo, he aquí que desde lo más profundo de su
desconcierto la conciencia religiosa de Israel exclama en
58
un sobresalto de fe: «Se nos ha caído la corona de la ca-
beza... Pero tú, Yahvé, eres rey por siempre, tu trono dura
de edad en edad». Lo que equivale a decir: «Tu reinado no
fracasa por nuestros fracasos; no está ligado a nuestras vi-
cisitudes humanas; no está ligado a nada. Prosigue y se
afirma incluso a través de nuestra devastación».
Reconocer esto es dejarse agarrar por la pura grandeza
de Dios: Yahvé no se confunde con sus criaturas; incluso
cuando multiplica las alianzas con ellas, no se encuentra en
el mismo plano que ellas; es siempre el Único. Y ante esta
pura grandeza, el ser humano guarda silencio y adora.
¿Equivale esto a decir que Israel renuncia aquí a su in-
tuición más profunda, la de la presencia de Dios en la his-
toria, para refugiarse en una Trascendencia desvinculada
de este mundo? ¿Renegaría Israel de su vocación propia,
que es la de unir al Eterno con el tiempo de la historia, pa-
ra volverse a un Dios que reina más allá de la historia?
Seguro que no. El reconocimiento del reinado de Yahvé
incluso en la devastación de su pueblo tiene un sentido
completamente distinto. Para Israel, Yahvé es y sigue sien-
do el Dios presente en la historia; y ello de una manera so-
berana: es el señor de la historia. Pero lo que los deporta-
dos empiezan a entrever, a la luz de la experiencia del exi-
lio, es que el reinado de Yahvé no se deja asimilar a un po-
der político; que su grandeza pertenece a otro tipo de
grandeza; y que sus caminos son misteriosos. Este reina-
do es inseparable del misterio mismo de Dios; es el más
allá en el corazón de la historia.
59
 8
Los corazones quebrantados

Volver al Dios vivo supone siempre reencontrar al Dios

misterioso. Yahvé reina, a pesar de las ruinas acumuladas
sobre su pueblo. Pero de este reinado no queda ninguna
huella, ningún signo. La noche es total. «Ya no tenemos ni
príncipe ni jefe ni profeta. Ni holocaustos ni sacrificios ni
ofrendas ni incienso. Ni lugar donde ofrecerte primicias y
alcanzar tu misericordia» (Deuteronomio 3,38-39).
Entonces, en medio de la noche se eleva el canto del
pobre: «...que al menos te sean agradables nuestro corazón
quebrantado y nuestro espíritu humillado; ... ése será el sa-
crificio que hoy te ofrecemos» (Deuteronomio 3,39-40).
«Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holo-
causto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu que-
brantado; un corazón quebrantado y humillado tú, Dios,
no lo desprecias» (Salmo 51,18-19). En el centro mismo
de esta oración germina una certeza, se filtra una luz. Pero
es mucho más que una simple certeza o un rayo de luz. Es
un encuentro inaudito. El Dios que está por encima de to-
das las cosas, que no está ligado a nada -ni al Templo ni a
Jerusalén ni a la Tierra ni a ninguna institución-, se reve-
la como cercano al «corazón quebrantado», está misterio-

61
sámente presente en él. «Yahvé se mantiene próximo al
corazón quebrantado»: esta verdad, que la Biblia enuncia
en muchas ocasiones, ha brotado de la prueba del exilio.
Ésta es ia estremecedora experiencia que están a punto de
vivir estos hombres y estas mujeres que han aceptado en-
trar en la noche de Dios.
Tenemos un eco de esta experiencia en las palabras
que el profeta Isaías pone en boca de Yahvé:
«Así dice el Alto y Excelso,
el que habita en las moradas eternas,
cuyo nombre es Santo:
"Yo moro en la altura sagrada,
pero estoy igualmente con los de ánimo
humilde y quebrantado,
para reanimar a los humildes,
para reanimar los corazones quebrantados"»
{Isaías 57,15)
La altura sagrada donde mora el Alto y Excelso es su
propio misterio, su ser santo e impenetrable. Esa morada
es la única que le conviene, la única digna de él, la única
a su medida. Nadie puede pretender elevarse hasta esta
morada eterna y cruzar su umbral. Pero el Dios inaccesi-
ble hace saber aquí que entre él y el «corazón quebranta-
do» queda abolida toda distancia. Aquel que está infinita-
mente por encima está también misteriosamente «con».
Yahvé habita en el «corazón quebrantado»:
«El cielo es mi trono,
y la tierra, el estrado de mis pies.
¿Qué templo podréis construirme
o qué lugar para mi descanso?
62
Todo esto lo hicieron mis manos,
y todo es mío
-oráculo del Señor-.
Pero en quien pondré mis ojos
es en el humilde y en el abatido
que se estremece ante mis palabras»
(Isaías 66,1-2)
Estas palabras no son un mero mensaje de consuelo.
Expresan además una verdad que no ha podido ser descu-
bierta más que en la experiencia de la devastación y que
afecta enormemente a la revelación del Dios vivo. El mis-
terio de Dios es también el de esta proximidad. Existe un
vínculo profundo y esencial entre la revelación de Dios en
el mundo y la experiencia que la Biblia designa con estas
sencillas palabras: «el corazón quebrantado». La revela-
ción del Dios vivo pasa por esta experiencia.
Hablar del «corazón quebrantado» como el lugar pri-
vilegiado donde Dios se revela no supone encerrarnos en
el subjetivismo. Cuando la Biblia habla así del «corazón»,
no pretende en modo alguno exaltar un cierto sentimenta-
lismo religioso. Ningún romanticismo podría dar cuenta
de la experiencia bíblica del «corazón quebrantado». Tam-
poco podría hacerlo fervor pietista alguno. Se trata de al-
go completamente distinto.
El «corazón», en el lenguaje de la Biblia, designa la re-
alidad profunda del ser humano, en oposición a la apa-
riencia y a la mentira. El «corazón» es la fuente secreta de
nuestras energías íntimas y primordiales: «Por encima de
todo, guarda tu corazón, porque es de él de donde brotan
los manantiales de la vida» {Proverbios 4,23). La psicolo-
gía freudiana pone a «eros» en el centro y en la raíz de
63
nuestro ser psíquico. La Biblia también. Pero para ella ese
amor fundamental no se reduce al deseo posesivo y agre-
sivo. No es eso primariamente. Existe en el ser humano,
antes que cualquier otra realidad, una fuerza amorosa que
lo religa al misterio del ser. El «corazón» es esa fuerza ori-
ginal de comunión con todo cuanto es. Está dotado, por
tanto, de una profundidad insondable que le emparenta
con el mismo amor creador. Es por su «corazón» por lo
que el ser humano es imagen de Dios. Las fuerzas que ha-
bitan en el corazón del hombre, lejos de encerrarle en sí
mismo, le impulsan hacia los demás; le abren a la magna
forma de la bondad y, a través de ella, a Dios. Es digno de
destacar que, para los profetas, volver al «corazón» y vol-
ver a Dios constituye un mismo y único proceso (Isaías
46,8-9). Al volver a su «corazón», el ser humano recupera
la dimensión profunda de su ser, la que vuelve a ponerle
en contacto con el Dios vivo.
Ahora bien, el hombre puede desviar su «corazón» de
su orientación primordial. «El corazón, escribe Pascal,
ama naturalmente el ser universal y se ama naturalmente a
sí mismo, según se entregue a ello, y se endurece contra
uno u otro según a su gusto» (Pensamientos, Br. 277). Ahí
está el drama. El ser humano puede elegirse a sí mismo de
una manera exclusiva y absoluta. Se erige entonces en
centro del mundo y reduce todas las cosas a la medida de
sus deseos y de sus ambiciones. Entonces se cierra no só-
lo a los demás, sino a su propia profundidad: a esa parte
santa y reservada de su ser que lo religa al misterio del ser
y al mismo Dios. El «corazón» se oscurece; se convierte
en un pozo de sombra. Es el tiempo de los ídolos. Y el
tiempo de los ídolos es siempre el del exilio. El ser huma-
no vive lejos de su ser verdadero y de sus raíces profun-
64
das. Ya no habita en su «corazón». Anda errante por una
tierra extranjera, al servicio de dioses extranjeros (Jere-
mías 5,19). Está vaciado de su propia sustancia. Las pala-
bras más profundas sobre este estado de alineación fueron
dichas por el profeta Jeremías: «Siguieron tras vaciedades
y se quedaron vacíos» (2,5).
A partir de ahí se comprende que, para los profetas,
volver a Yahvé y volver al «corazón» no sean más que una
única realidad. El ser humano sólo existe y se encuentra
realmente en el movimiento que le abre a Aquel que es.
Sólo en esta apertura está en sí mismo. Es ahí donde ad-
quiere su talla plena. Sólo ahí respira sus aires natales.
Pero este retorno al «corazón» no es posible sin una es-
pecie de fractura. El pequeño mundo en el que el hombre
se ha encerrado debe estallar. Poco importa de dónde ven-
gan los golpes bruscos que le hagan tambalearse: al fin se
ha abierto una brecha en nuestros muros, y ahí estamos
ahora privados de nuestra seguridad, entregados a la reali-
dad plena, desnuda y salvaje. «La Ciudad ha sido toma-
da», el Templo destruido. Ahí empieza la experiencia del
«corazón quebrantado». Se presenta primero como un
gran vacío. El ser humano ya no encuentra nada en que
poner su seguridad. Se acabó la tierra firme bajo sus pies.
Sólo tempestad y noche. Como exclama Jeremías: «Se me
rompe el corazón en el pecho, se me dislocan los huesos,
estoy como un borracho, como uno vencido por el vino, a
causa del Señor y de sus santas palabras» (Jeremías 23,9).
Esta devastación sumerge al alma en una angustia sin
fondo. Sin embargo, esto no es aún más que un primer as-
pecto de la experiencia del «corazón quebrantado». Dice
Yahvé: «Voy a hundirlos en la angustia, de modo que den
conmigo» (Jeremías 10,18). El «corazón quebrantado» se
65
abre al huracán; consiente en ser despojado de todo lo que
le servía de refugio, perder todas sus seguridades. Acepta
el hundimiento del mundo religioso en que vivía. Ya no sa-
be por adelantado quién es Dios ni cuáles son sus caminos.
No dice: «Dios ha muerto», sino, simplemente: «Aún no lo
conozco». Esta confesión de pobreza y de no-saber le con-
duce a la magna adoración. El «corazón quebrantado» de-
ja a Dios ser Dios. Lo que parecía un abismo de desolación
se convierte entonces en el lugar privilegiado donde el ser
humano se ve agarrado de nuevo por el misterio de Dios.
Sin embargo, la nueva relación que se establece, en lo
más profundo de la existencia, entre Dios y el «corazón
quebrantado», no destruye la soledad de hombre. Si, en es-
ta experiencia, el hombre deja a Dios ser Dios, éste, por su
parte, deja al hombre ser hombre. No interviene en su fa-
vor; no le saca del apuro; no le da ninguna garantía de po-
der o de felicidad. No está verdaderamente con él más que
abandonándolo a su soledad y a su noche.
Pero, entonces, ¿que significan exactamente las pala-
bras «estoy con los de ánimo humilde y quebrantado»?
Paradójicamente, lo primero que se deja ver de Dios en
esta experiencia es su alejamiento infinito, su trascenden-
cia: «Como el cielo está por encima de la tierra, mis ca-
minos son más altos que vuestros caminos, mis planes más
altos que vuestros planes» (Isaías 55,9). El «corazón que-
brantado» cae en la cuenta de toda la distancia que le se-
para de Yahvé. Y lo hace a través de la conciencia doloro-
sa de su pecado y la confesión sincera de su falta: es un co-
razón contrito. Con todo, esta conciencia dolorosa no es lo
primero, sino que es consecuencia de una revelación más
profunda y está reflejando la percepción desgarradora de
la santidad de Dios, de su inocencia infinita. El «corazón
66
quebrantado» es ante todo esto: un corazón maravillado
por la santidad de Yahvé. Maravillado y herido. «¡Ay de
mí, estoy perdido!, pues soy un hombre de labios impu-
ros» (Isaías 6,5). En el origen está la irradiación de la san-
tidad de Dios sobre el alma. Y, por un efecto inducido, se
manifiestan a plena luz el pecado y la miseria del ser hu-
mano. Entonces, ante esta doble revelación -la de la san-
tidad de Dios y la de nuestro pecado-, el alma se ve sacu-
dida simultáneamente por un escalofrío de amor y de ho-
rror. El corazón se quebranta.
Sin embargo, la experiencia del «corazón quebrantado»
no se detiene ahí. En lo más profundo del misterio de Dios,
tal como aquí se revela, están la preocupación y el interés
por el hombre perdido, el movimiento patético del Dios
santo hacia el hombre pecador. Yahvé no se alegra de la
muerte del pecador. Al contrario, lo quiere vivo, salvado,
santo también él. «Un corazón quebrantado y triturado, tú,
oh Dios, no lo desprecias» (Salmo 51,19). A su pueblo exi-
liado, al que compara con la esposa abandonada, Yahvé le
dice: «Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te
recogeré. En un arrebato de ira te escondí un instante mi
rostro, pero con lealtad eterna te quiero» (Isaías 54,7-8).
Así, para el «corazón quebrantado» la emoción santa y
profunda, el estremecimiento sagrado, no se dan, de entra-
da, en el hombre, sino en el mismo Dios: en la preocupa-
ción e interés que siente por el hombre perdido y que le
lleva a comunicarse a él. El «corazón quebrantado» des-
cubre al Dios vivo. La vida de Dios, en su acepción bíbli-
ca, es irreductible a algo racional. No se deja ni racionali-
zar ni moralizar. Yahvé es el Viviente por excelencia. No
tiene nada que ver con un principio abstracto. En él inter-
viene la emoción profunda: la emoción creadora y tam-
67
bien la que le pone en movimiento hacia el ser humano a cielo abierto, en tierra pagana, en el exilio, lejos del
perdido: la inmensa piedad de Dios. Yahvé es espíritu, Templo y de Jerusalén! ¡Y con qué entusiasmo y liber-
sí; pero es un Espíritu «patético» (NEHER, L'essence du tad...! Va y viene como bien le parece, con plena sobera-
prophétisme, Paris 1972, p. 94). nía. A su carro van uncidos cuatro seres fantásticos que in-
Este Dios no tiene nada de olímpico. No planea tran- tegran en sí todas las fuerzas de la creación, a la vez que
quila e indiferentemente por encima de los seres humanos simbolizan las grandes divinidades babilónicas. Yahvé rei-
y de su historia. Se mantiene siempre en estado de preocu- na sin rival. Es el Único. Su Gloria ignora de manera ma-
pación e interés por el ser humano. Dios es el más allá en nifiesta las fronteras. En todas las partes se encuentra en
el corazón mismo de la existencia humana más humilde, su casa. No está atada a nada. Pero se queda allí donde
más degradada. Es como una fuerza de liberación, como unos hombres y unas mujeres caminan humildemente, le-
una llamada a la renovación, como una fuente de ensueño jos de su patria, con el «corazón quebrantado». Se deja en-
y de creación... y también como una inquietud y una heri- contrar en el huracán. Así es como Yahvé habita en el «co-
da. Así es como está presente en el «corazón quebrantado». razón quebrantado»: como una tempestad.
El «corazón quebrantado» es esa brecha íntima por
donde todavía puede llegar algo nuevo. Es una abertura al
Dios vivo e imprevisible: al Dios que viene.
¿Cuántos de los deportados realizan esta experiencia?
Es difícil decirlo. Los pioneros son siempre pocos. Y hay
aventuras que sólo pueden ser llevadas a buen puerto en
soledad. «Amo a los adoradores desconocidos por el mun-
do y por los mismos profetas», escribe Pascal {Pensamien-
tos, Br. 788).
Pero a veces los adoradores desconocidos tienen tam-
bién su profeta que habla en su nombre. La magna visión
referida por el profeta Ezequiel ¿no es acaso la expresión
simbólica, rica en colorido, de lo que se está revelando du-
rante la noche en el corazón de Israel? Un día, mientras
paseaba por la orilla del río, Ezequiel ve cómo se le acer-
ca, en forma de huracán, la Gloria de Yahvé con toda su
omnipotencia {Ezequiel 1,1-28). ¡La Gloria que el profeta
Isaías había contemplado antaño en el Templo de Jerusa-
lén, en medio de los fastos litúrgicos, se desencadena aquí,

68 69
 9
Tempestad de vida

Nada podría simbolizar mejor la magnitud de la devasta-

ción de un «corazón quebrado» que el valle al que la ma-
no de Yahvé transportó al profeta Ezequiel (Ezequiel
37,lss). El profeta pasa revista al valle en todas las direc-
ciones: ni un alma viva. No hay más que esqueletos des-
hechos. Hasta donde alcanza la vista, no hay por el suelo
más que huesos calcinados. Un espectáculo desolador, pe-
ro también un campo abierto a la invasión del Espíritu. Ha
cesado toda resistencia, ha desaparecido todo envaramien-
to. También todo límite. El hombre se confunde de nuevo
con la tierra original. Ha vuelto a ser un «hijo de Adán»:
un mortal. Ahora puede creer, como Abrahán, en el Dios
que hace vivir a los muertos.
En adelante ya nada detiene al Espíritu. Éste puede so-
plar desde los cuatro vientos con toda su plenitud. Puede
desencadenarse la fuerza de la renovación. «Conjura, con-
jura al Espíritu, hijo de Adán, diciéndole al Espíritu: Esto
dice el Señor: Ven, Espíritu, desde los cuatro vientos y so-
pla en estos cadáveres para que revivan» (Ezequiel 37,9).
El profeta repite en todas las direcciones lo que Dios le ha
dicho. Y sobre el osario se abate la tempestad de vida. Por
todo el valle se oye un gran estruendo de huesos que cho-
can entre sí, cada uno en busca de su juntura. ¡Los muertos

71
vuelven a ponerse en pie! ¡Vivos, todos están vivos! For-
man un gran ejército, un ejército inmenso (Ezequiel 37,10).
Cuando el espíritu humano se las ve con tales experien-
cias, necesita tiempo para comprender su sentido profundo.
«Esos huesos, ha dicho Yahvé, son toda la casa de Israel...
Yo voy a abrir vuestros sepulcros... Infundiré mi espíritu en
vosotros para que reviváis» (Ezequiel 37,11-12.14). Poco a
poco se va haciendo la luz en el espíritu del profeta. La vi-
sión desvela su verdadera dimensión profética. Ezequiel
comprende que se trata de un lenguaje simbólico, con el
que se expresa una renovación profunda en el corazón del
ser humano. El profeta entra en el sentido interior de la vi-
sión. Y oye a Yahvé que le dice: «Os daré un corazón nue-
vo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra
carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.
Os infundiré mi Espíritu» (Ezequiel 36,26-27; cf. 11,19).
¡Inmenso camino el recorrido! No hacía mucho que el
profeta había dicho a sus compañeros de exilio, en nom-
bre de Yahvé: «Estrenad un corazón nuevo y un espíritu
nuevo» (Ezequiel 18,31). Era fácil decirlo. Pero ¿cómo ha-
cerlo? ¿Qué es un corazón nuevo y un espíritu nuevo? Y
ahora resulta que es el mismo Dios quien toma la iniciati-
va de la renovación de su criatura. Es una metamorfosis
maravillosa. Nos quitará ese corazón de piedra que todos
llevamos en nosotros y al que estamos tan acostumbrados
que ya no nos damos cuenta de su dureza, y nos pondrá en
su lugar un corazón de carne. Pues tal será el corazón nue-
vo: un corazón de carne. En cuanto al espíritu nuevo, será
el mismo Espíritu de Yahvé infundido en el corazón de su
criatura: «Os infundiré mi Espíritu».
Lo más asombroso, lo más maravilloso en esta reno-
vación del ser humano, es que el Espíritu de Yahvé se en-
72
cuentra estrechamente asociado al corazón de carne. No
va el uno sin el otro; el uno es dado con el otro. La expe-
riencia espiritual más elevada, la más despojada, es tam-
bién la que devuelve al hombre su verdadera profundidad
carnal. La participación del ser humano en el Espíritu de
Dios está vinculada a esa profundización que le hace en-
contrar, en lo más íntimo de sí mismo, las fuentes vivas de
la ternura y la comunión. Abrirse al Espíritu patético de
Yahvé es también, por consiguiente, nacer a una humani-
dad plena y profunda. Cuando un ser humano se deja aga-
rrar por el Espíritu, éste no se da respiro hasta haberlo pe-
netrado y alcanzado hasta en sus raíces más oscuras; y allí
vuelve a crear «el Edén de la antigua ternura olvidada».
Sabemos demasiado bien hasta qué punto la vida, con
sus luchas de intereses, con sus ambiciones, sus miedos y
su voluntad de triunfar y dominar, puede endurecer el co-
razón del hombre y hacer crecer en él la agresividad y el
resentimiento. Las primigenias potencias de asombro y de
comunión quedan pronto ahogadas. Y la peor dureza no es
la de los sentimientos. Peor aún es la dureza seca, com-
pletamente fría y metálica, de la inteligencia: la dureza de
una razón chata y abstracta que, en nombre de la verdad,
ignora todo sentimiento. El corazón del que no tiene cora-
zón: ¡ahí está la dureza de la piedra!
¡Sabe Dios qué piedra puede llevar el ser humano en su
interior...! Una piedra bajo la que están sepultados los es-
tratos más profundos del alma. Es menester que se rompa
la piedra para que brote de nuevo el agua viva. Sólo el «co-
razón quebrado», que se ha dejado desposeer por el Espíri-
tu de su suficiencia y de su voluntad de poder, puede vol-
ver a encontrar las fuentes ocultas. Y es el Espíritu quien
se las hace descubrir. El Espíritu de Yahvé necesita, para
73
nacer en nosotros, todas las fibras de nuestro corazón. Él
llama a una segunda vida a esa parte de nosotros mismos
que creíamos destruida para siempre. Con ella somos no-
sotros mismos los que renacemos; somos criaturas nuevas,
devueltas a la comunión con todo lo existente.
No es la menor novedad de este «corazón de carne» re-
conciliar en él la pureza y la ternura, la inocencia y el fer-
vor. «Pureza y ternura, ¿por qué os hemos separado?», se
preguntaba Francois Mauriac. El ser puro -o el que pre-
tende serlo- es a menudo altivo y duro, como si el hombre
sólo pudiera elegir entre una pureza que le vuelve glacial
y un amor que le devora envileciéndolo. Pues no: ahí está
la misma Palabra divina que promete a los exiliados si-
multáneamente un corazón de carne y una pureza compa-
rable a la transparencia de los manantiales: «Os rociaré
con un agua pura que os purificará» (Ezequiel 36,25). Pu-
rificados, pero no desencarnados. En el corazón de carne,
recreado por el aliento de Yahvé, todo existe, todo se re-
encuentra, límpido y luminoso. Todo, incluso eros.
Este agua pura que penetra hasta el corazón y lo libera
de su pesantez y de sus manchas no tiene nada que ver con
el agua de las purificaciones legales. Es hermana de aquel
agua «humilde, preciosa y casta» a la que canta Francisco de
Asís. Es una realidad íntima y original. Al ser inseparable
del aliento del Espíritu, lleva en sí los gérmenes de la vida.
¡El agua y el Espíritu! ¿No es ésta la pareja primordial
que, al comienzo del Génesis, preludia toda la creación?:
«Al principio... el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz
de las aguas» {Génesis 1,1-2). Cuando se unen el Espíritu
y el agua, está naciendo un nuevo mundo. La noche del
exilio se convierte en la noche de los grandes comienzos.
Noche de natividad.
74
10
El manantial y el río
El corazón nuevo nunca es una adquisición definitiva, si-
no una realidad siempre naciente y siempre amenazada. El
peso de las viejas costumbres, la presión del grupo y la de
su historia pasada no han muerto. El ser humano intenta
indomablemente reconstruir su paraíso perdido, volver a
sus antiguas fronteras, en cuyo interior se sentía tan estre-
chamente protegido. E incluso quien ha accedido a la luz
espiritual de la Presencia puede seguir mirando hacia
atrás.
Así, en su exilio, Ezequiel sueña algunas veces con un
Templo reconstruido. Lo ve, lo describe, mide su longitud,
anchura y altura. Y lo hace con complacencia y admira-
ción. El profeta, que ha contemplado en las orillas del río
la Gloria de Yahvé desplazándose libremente bajo el cielo
en medio de las naciones paganas, que la ha visto acercar-
se a los «corazones quebrantados», asiste ahora en visión
a su retorno al Templo reconstruido. Y ante sus ojos exta-
siados la Gloria de Yahvé se encierra de nuevo en una
construcción de piedra. Como si el exilio no hubiera sido
más que un paréntesis, y todo pudiera volver a empezar
como en el pasado.
75
 Uno se queda asombrado y experimenta un cierto ma-
lestar ante esa visión de futuro que reflejan los últimos ca-
pítulos del Libro de Ezequiel (40-48). ¿No es ese Templo
de piedra, situado en el centro de la Jerusalén restaurada,
la negación misma, la tumba de lo que ha visto la luz tan
lentamente y en medio de tantas lágrimas en la noche del
exilio? Al parecer, el Espíritu ha dejado de soplar. Ha ter-
minado la tempestad. Ha terminado también el lirismo
creador. En su lugar aparece una extensa y minuciosa des-
cripción en la que todo está calculado, medido. El poeta ha
dado paso al geómetra, el profeta al organizador y al cal-
culador. Y lo que aún es más grave: las perspectivas del
corazón nuevo desaparecen ante las prescripciones de la
pureza legal. Todo vuelve a la normalidad. Así el hombre
acaba siempre echando vino nuevo en los odres viejos.
También Job, tras haber conocido los supremos despojos,
volverá a encontrarse en medio de la multitud de sus asnos
y camellos (Job 42,12).
Pero ¿se trata realmente de una vuelta atrás? Hay ex-
periencias que el ser humano no puede hacer sin quedar
marcado para siempre. Quien ha luchado con Dios toda la
noche, para al final ser bendecido por él, puede reempren-
der su camino en medio de sus rebaños al salir el sol, pe-
ro ya no avanza con el mismo paso, sino que cojea
(Génesis 32,32). Y aunque parece reinstalarse en el pasa-
do, en su más profunda realidad es otro. Ve las cosas de
otra manera.
Debajo del Templo futuro que contempla el profeta
Ezequiel brota un manantial. Bajo la piedra canta un agua
viva. Y esto lo cambia todo. La imponente construcción no
puede nada contra esa efervescencia que brota de las pro-
fundidades. El profeta mira, extrañado y arrebatado: «Del
76
zaguán del templo manaba agua hacia levante, pues el
templo miraba a levante. El agua iba bajando por el lado
derecho del templo, al mediodía del altar» (Ezequiel 47,1).
Por donde discurría el agua, circulaba la vida con su im-
previsible novedad. El guía invita a Ezequiel a entrar en la
corriente que no cesa de crecer y a atravesarla. Y así lo ha-
ce. El agua sólo le llega todavía a los tobillos. Mil codos
más abajo, ya le llega a las rodillas. Mil codos más abajo,
a la cintura. Mil codos más... ¡y ahora ya es imposible
atravesar la corriente! Habría que nadar. Ya no es un arro-
yo, sino un río infranqueable (Ezequiel 47,7). Y a lo largo
de todo su recorrido brota la vida: árboles, flores y frutos
cubren sus orillas.
Y esta corriente de agua, que crece cada vez más, va a
desembocar en el mar Muerto. Y cuando entra en contac-
to con ella, ¡hasta el mar Muerto revive! Bulle en toda su
extensión: un hormigueo de peces de todas clases lo agita.
Desde Engadí hasta Eglain se ven tendederos de redes
(Ezequiel 47,10). El mar ha perdido su aspecto siniestro y
desierto. Ya no es la capa pesada, brillante como una lá-
mina de acero, rodeada de un paisaje enteramente mineral.
Brilla ahora en medio de verdes frondas. Y al anochecer,
cuando el sol desaparece detrás de los montes, las barcas
de los pescadores se demoran aún en sus aguas fecundas.
Por la noche, Ezequiel escucha el discurrir de las aguas
que dan vida. Corren y caen en lo más profundo de sí
mismo. Y lo que al principio no era más que un murmullo
ruge ahora como un torrente de montaña. El aparejador no
ha podido resistir mucho tiempo al poeta. La vida lleva
siempre las de ganar. La vida es siempre la más fuerte. La
visión del Templo, con todas sus medidas, se ha desvane-
cido, arrastrada por la corriente vivificadora. Se ha trans-
77
figurado en la de un nuevo Génesis. En lo más íntimo del
ser humano late ahora un corazón nuevo.
¿Hemos agotado el sentido de esta magna visión pro-
fética? No hay, al parecer, ninguna medida común entre el
agua libre y viva, que se precipita hacia el vasto mundo, y
la reconstrucción limitada, medida, del Templo. Y, sin em-
bargo, hay un vínculo secreto y profundo que une estas 11
dos realidades. Un vínculo que nada ni nadie puede rom-
per. Hemos contrapuesto el agua al Templo; ahora tene- Un pueblo nuevo
mos que unirlos para comprender su sentido pleno. Es ver-
dad que la corriente de agua viva se difunde fuera del
Ha aparecido una profunda vinculación entre Yahvé y el
Templo y corre hacia el mar, recreando todas las cosas a
«corazón quebrantado». Los deportados van descubriendo,
su paso; pero también es cierto que ese agua nace debajo
poco a poco, que esa vinculación es la realidad misma de
del Templo y sólo ahí. Estamos tocando lo esencial de la
la Alianza. ¡La alianza como vínculo de amor, como fiesta
visión. No se puede separar el manantial del Templo, el
del corazón! En una noche clara de oriente vio Abrahán
Espíritu de la Institución. Como tampoco se puede separar
resplandecer en el cielo el signo innumerable de su des-
el alma del cuerpo. El alma irradia más allá del cuerpo, pe-
cendencia. Ahora, en el fondo de su noche oscura, los exi-
ro siempre a través del cuerpo al que ella anima. Del mis-
liados ven lucir de nuevo el anillo de oro de la Alianza.
mo modo, el Espíritu de Dios desborda el Templo y se ex-
tiende hacia el universo, pero lo hace a partir del Templo Este descubrimiento resulta tan estremecedor que tie-
que el mismo Espíritu levanta y renueva. La fuerza revita- nen la impresión de encontrarse en presencia de una
lizadora del Espíritu pasa a través de la Institución, al Alianza totalmente nueva. En verdad, esta alianza no se
tiempo que la supera. Existe en todo esto una tensión ne- parece en nada a aquella de la que les habían hablado. No
cesaria y fecunda que es preciso saber aceptar, so pena de toma al ser humano por algún aspecto exterior de su ser,
desatender al Espíritu. No podemos encerrar al Espíritu en en razón de su pertenencia a un grupo étnico y político,
la Institución. Esta debe mantenerse abierta a la fuerza por ejemplo, sino en lo más íntimo de sí mismo; le alcan-
creadora del Espíritu y a su desmesura. La Institución es za en el corazón:
para el Espíritu, y el Espíritu es para el mundo. «Mirad que llegan días
-oráculo del Señor-
en que haré una alianza nueva con Israel y con Judá:
no será como la alianza que hice con sus padres
cuando los agarré de la mano para sacarlos de Egipto...

78 79
 Así será la alianza que haré con Israel...
Meteré mi Ley en su pecho, la escribiré en su corazón,
yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo;
ya no tendrán que enseñarse
unos a otros, mutuamente, diciendo:
"Tienes que conocer al Señor",
porque todos, grandes y pequeños, me conocerán»
(Jeremías 31,31-34)
Este mensaje de Jeremías, recogido por algunos discí-
pulos suyos, circula entre los deportados. Se trata de un
mensaje revolucionario. Hasta ahora, la Alianza estaba li-
gada al acontecimiento histórico y liberador del Éxodo: un
acontecimiento físico y político, a la vez que moral y reli-
gioso. Era verdaderamente el acontecimiento fundador, el
acto que había instaurado a Israel como pueblo de Yahvé.
Desde entonces, toda la vida de Israel, con sus leyes, sus
instituciones, sus ritos y sus fiestas, se refería a aquel
acontecimiento. Y la Alianza tenía su fundamento en
aquella enorme acción de Yahvé en favor de su pueblo.
Pero he aquí que la profecía de Jeremías, como, por lo
demás, también la de Ezequiel {Ez,equiel 36,25-27; cf.
¡1,19), rompe esta representación consagrada de la historia
de la salvación. Anuncia una economía nueva: la Alianza
de Yahvé con su pueblo ya no se vinculará a acontecimien-
tos del pasado; se instaurará directamente en el corazón del
ser humano. El acontecimiento fundante será una expe-
riencia que se desarrollará en lo más íntimo del ser.
Desde esta nueva perspectiva, ya no hay que ir hacia
atrás en busca de los grandes comienzos, sino hacia de-
lante y dentro de nosotros mismos. El interés se desplaza:
desde la génesis histórica de la alianza se traslada hacia su
80
génesis interior. Lo importante ahora es lo que debe acon-
tecer en el fondo mismo del ser:
«No recordéis lo de antaño,
no penséis en lo antiguo;
mirad que hago algo nuevo»
(Isaías 43,18-19)
¿Quién mejor que los exiliados es capaz de compren-
der este lenguaje? Esta nueva economía de salvación ya ha
empezado para ellos. La están viviendo. En medio del
hundimiento de todo cuanto les religaba a su pasado más
sagrado, se les ha concedido realizar la experiencia insu-
perable de la proximidad de Yahvé. El vínculo que ahora
se establece entre Dios y el «corazón quebrantado» es al-
go original. No se deriva de ninguna acción pasada; no se
apoya en nada exterior. Nace únicamente del encuentro
entre la gran pobreza de un corazón devastado y el Espí-
ritu «patético» de Yahvé. Se mantiene por sí mismo. Se
basta a sí mismo. Es la Alianza nueva.
Esta Alianza libera al hombre de todo lo que tendía a
hacer de él un simple elemento del grupo social y de su
historia. Lo pone en una relación personal e inmediata con
Dios. Y, de ese modo, confiere al individuo un valor que
ningún otro poder puede añadirle; conquista para la perso-
na humana una zona imprescriptible de libertad.
Sin embargo, esa Alianza no se establece tan sólo en-
tre el individuo y Dios; no es un asunto que se desarrolle
en una interioridad separada del mundo. Si libera al hom-
bre del dominio del grupo, de sus pretensiones totalitarias
y de sus estrecheces, es para abrirlo a una comunidad nue-
va y sin límites. A buen seguro, esta Alianza no puede con-
81
cluirse más que en la gran soledad del «corazón quebran-
tado». Pero, paradójicamente, esa soledad es el camino de
una comunión auténtica. Esa experiencia, lejos de encerrar
al hombre en sí mismo, no se lleva efectivamente a cabo
más que si es en orden a una acogida cada vez más amplia.
Al primero que debe acoger el «corazón quebrantado»
es al profeta. Entre él y Yahvé está el profeta, un hombre
semejante a él y distinto de él, que habla en nombre de
Yahvé. Debe establecerse una relación humana. El profe-
ta, para ser escuchado, debe ser reconocido. La Palabra
pasa por ese humilde reconocimiento humano.
Sin embargo, al mismo tiempo se instaura otro plano
de relaciones. Entre todos los que viven esta experiencia,
y a través de su mismo autodesposeimiento, se crean unos
vínculos nuevos. Los «corazones quebrantados» se buscan
y se encuentran. La Palabra recibida los reúne. Y también
los reúne una cierta calidad de corazón en la que se en-
cuentran una misma pobreza, una misma expectativa, una
misma esperanza, una misma certeza. Se abre un diálogo
en la profundidad. Es el diálogo de los pobres en la noche.
De esta comunión nace el nuevo pueblo de Dios.
La nueva Alianza, fundamentándose en esta experien-
cia de comunión, hace explotar la noción tradicional de
pueblo de Yahvé. Éste ya no se define por la pertenencia a
un grupo étnico o político; ya no viene determinado por la
sangre, la raza o las instituciones; ni siquiera está ligado
ya a un rito de iniciación. Todo lo que hacía que el pueblo
de Dios quedara circunscrito a las fronteras de un clan o
de un grupo cualquiera, queda destruido. El nuevo pueblo
de Dios tiene su manantial en una determinada cualidad
del corazón: en una experiencia de comunión sin límites.
82
Es el pueblo de los «pobres» de Yahvé, de los que tienen
el «corazón quebrantado» y se han abierto al Espíritu.
La noción de pueblo de Dios queda liberada así de to-
do particularismo. Esta experiencia, es cierto, sólo se rea-
liza todavía en la noche. Se vive como una expectativa y
una acogida sin reservas. Pero lo que aparece aquí, toda-
vía en forma semejante a la del recién nacido que da sus
primeros vagidos, es importante no sólo para el futuro de
Israel, sino también para el de toda la humanidad. Estos
hombres y estas mujeres que aprenden a vivir cerca de su
corazón abren, en medio de su noche, una brecha simultá-
neamente hacia lo íntimo y hacia lo universal. Lo que en-
trevén es la verdad definitiva del pueblo de Dios, y tam-
bién la verdad definitiva de nuestra humanidad. La Alian-
za nueva revela un nuevo orden de relaciones no sólo en-
tre el hombre y Dios, sino también entre unos seres huma-
nos y otros. Constituye el principio de una comunidad hu-
mana universal.
Israel no es el único pueblo que ha hecho acceder al
hombre a lo universal. Los filósofos griegos descubrieron
el «logos», la razón, como dimensión esencial y universal
del hombre. Y el tomar conciencia de ello representó tam-
bién un gran momento en la historia del ser humano: fue
una suerte para la humanidad. El ser humano, al descubrir-
se como tal por la posesión del «logos», es decir, simultá-
neamente de la palabra y de la aptitud para percibir la esen-
cia de las cosas, se elevaba no sólo por encima de la natu-
raleza y del mundo animal, sino también por encima de sus
propios particularismos. Se proporcionaba un espacio hu-
mano universal. Con todo, este hallazgo de los filósofos
griegos tenía sus límites. No podemos olvidar que estos fi-
lósofos justificaron la esclavitud precisamente en nombre
83
de la razón y de su valor superior. Pues decían, en efecto, y colectiva. A decir verdad, no conoce a nadie ni comulga
que aunque todos los hombres participan de la razón, no con nadie.
todos participan de ella en la misma medida; en conse- Estaba reservado a Israel abrir al ser humano a lo uni-
cuencia, no todos tienen la misma dignidad. «El esclavo, versal personalizándolo. Los profetas vuelven a situar al
escribe uno de ellos, es un hombre que participa lo sufi- hombre en el centro de su ser vivo, en el punto más sensi-
ciente de la razón para percibirla, pero no hasta el punto de ble; lo reconducen a su propio «corazón», allí donde es
poseerla verdaderamente». No es extraño que semejante verdaderamente él mismo, con su vida secreta, dolorosa y
ideal de humanidad condujera a la inteligencia griega a una apasionada, y también con todas sus posibilidades de co-
especie de desecación cuyos signos manifestativos fueron munión. Y es ahí donde se concluye la nueva Alianza, en
la sofística y el escepticismo. El helenismo, en virtud de su un encuentro singular de todo el ser humano con el
mismo racionalismo, se fue alejando cada vez más de las Espíritu «patético» de Yahvé.
fuentes profundas de la comunión. Al final no pudo resis- Al celebrar las bodas del Espíritu de Dios con el «co-
tir a las religiones mistéricas, procedentes de Oriente, que razón de carne», los profetas dan al nuevo pueblo de Dios
respondían justamente a esa necesidad de comunión. la dimensión de lo universal. Ya nada lo limita, ni en el es-
pacio ni en el tiempo. La descendencia de Abrahán puede
Platón intentó, sin duda, asumir el eros y asociarlo a la cosechar todas las estrellas del cielo. Está en todos los lu-
vida más elevada del espíritu, orientando sus energías de gares donde hay «corazones quebrantados», abiertos a la
comunión y de adoración hacia la contemplación de la be- magna admiración del Espíritu.
lleza suprasensible. Pero el eros platónico es una fuerza
ascensional que no libera al ser humano si no es arrancán-
dolo del mundo sensible y vivo y de su historia. A fin de
cuentas, no es más que un impulso entusiasta y lírico por
el mundo de las Ideas. Este eros celeste se pierde en un
universal abstracto, dejando lejos y detrás de sí al eros te-
rreno, abandonado a su arcaísmo. Eros no queda salvado.
Aunque pueda parecerlo a primera vista, la teoría platóni-
ca del amor no abroga el dualismo radical que inspira to-
do el pensamiento del maestro. No asume de verdad el
mundo de la materia y de la vida, con sus fuerzas oscuras.
En Platón, el amor sólo se unlversaliza desencarnándose.
No es un amor a los seres existentes, sino a la Idea.
Semejante amor ignora a los seres en su historia personal

84 85
 12
Tierra prometida

«Mirad que hago algo nuevo;

ya está brotando, ¿no lo notáis?
Abriré un camino por el desierto»
{Isaías 43,19)

Tanto los pueblos como los individuos extraen de su his-

toria pasada las imágenes y los símbolos con los que des-
cifran y construyen su futuro. La imagen del Éxodo hacia
la Tierra prometida fue para el Israel exiliado como la lla-
ve que gira en la cerradura del prisionero: la puerta se en-
treabre, y brota la luz. No se trata aún de la liberación, si-
no de la promesa del retorno. Un nuevo éxodo se anuncia,
más maravilloso que el primero. Y, bajo esta magna ima-
gen soñada, los exiliados sienten pasar un soplo de viento
procedente de su tierra natal: todo su ser retoma vida en
las profundidades.
El anuncio del nuevo éxodo rebosa de signos exterio-
res y de prodigios: el agua brota abundante en el desierto;
el país de la sed se transforma en manantial; la estepa se
convierte en un jardín de Edén, donde crece toda clase de

87
árboles; el sol ya no quema, y el viento ya no reseca; bro-
tan verdes pastos; las fieras salvajes dan gloria a Dios; y el
pueblo de Yahvé, libre, avanza por caminos allanados, en
una marcha triunfal: avanza «hacia los bienes del Señor:
trigo y vino nuevo y aceite, y rebaños de vacas y ovejas»
(Jeremías 31,12). Iniciado el tema por Jeremías, el segun-
do Isaías lo retoma y lo orquesta confiriéndole su imagi-
nario épico. Esta imagen del nuevo éxodo, por su dimen-
sión maravillosa y carnal, contrasta violentamente con la
experiencia espiritual del exilio. ¡Estamos muy lejos, al
parecer, del retorno al corazón y de un acercamiento al
Dios vivo por los caminos del despojo y la pobreza!
Y, sin embargo, existe un vínculo profundo entre estas
imágenes y la travesía de la noche. Al presentar el nuevo
éxodo con los rasgos más maravillosos, los profetas están
anunciando una intervención de Yahvé que eclipsará todo
cuanto se ha hecho hasta ese día, y que no será una reedi-
ción del pasado, sino algo absolutamente nuevo.
A decir verdad, los profetas no describen la nueva
Tierra prometida: la sueñan. Esta tierra maravillosa que
surge del desierto es, ante todo, una tierra de vida, en la
que abundan el trigo, el vino y el aceite. También los re-
baños. ¡Son innumerables los manantiales! Sus aguas can-
tan por doquier (Isaías 41,18; 49,10). Aguas bullentes,
manantiales de leche, refrescantes y nutricios a la vez.
Pero he aquí que la imagen gana en profundidad y en inti-
midad. Esa tierra es una estancia de paz. Da gusto vivir en
ella. No hay violencia ni opresión ni conflicto de ningún
tipo. Reinan en ella el derecho, la justicia y la paz (Isaías
60,18; cf. 32,16-18). Las casas son seguras, tranquilas las
residencias. Las relaciones humanas se vigorizan en los
manantiales de la ternura. En pocas palabras: esa tierra es
88
un universo reconciliado, un nuevo Edén donde todos los
seres viven en fraternidad.
Es también una tierra hierofánica, llena del conoci-
miento de Yahvé. Ya no necesita la luz del sol durante el
día, ni la claridad de la luna durante la noche; está com-
pletamente iluminada desde el interior. El mismo Yahvé es
su sol (Isaías 60,19-20). Así soñada, la nueva Tierra pro-
metida simboliza una plenitud de ser y de vida en la que
están ausentes por completo el desgarro y la ruptura, y en
la que el ser humano recobra la comunión con el todo.
En esta imagen profética reconocemos sin dificultad
alguna el gran arquetipo que interviene en todos los mitos
de los orígenes: el de una unidad primitiva en la que lo sa-
grado, lo natural y lo humano están aún divinamente con-
certados. Este arquetipo da a la imagen su carácter fasci-
nante. No es de extrañar, por tanto, que los profetas hagan
intervenir así, en el alma de los exiliados, las potencias
oníricas más arcaicas. Estas potencias se encuentran en la
fuente de la experiencia más carnal y, a la vez, más espiri-
tual. La reinmersión en nuestro arcaísmo y en el de la hu-
manidad es aquí el camino de una exploración profética de
nuestro destino. La imagen de la nueva tierra prometida no
significa un retorno al hombre del mito, fascinado por una
unidad perdida. Alcanza sin duda al ser humano en lo más
oscuro de su deseo, le habla con el lenguaje de sus sueños
más profundos, pero es para abrirle a su auténtico futuro.
La magna alianza que reunirá en una misma comunión a
la naturaleza, al hombre y a Dios ya no hay que ir a bus-
carla atrás, en un tiempo primordial. Esa alianza constitu-
ye el sentido de un futuro que está aún por construir.
Así pues, todas estas imágenes maravillosas del nuevo
éxodo remiten finalmente a la experiencia profunda del
89
exilio. Expresan claramente un retorno a la tierra de los
padres, pero un retorno que constituye en sí mismo el len-
guaje simbólico de un itinerario interior hacia el «corazón
nuevo»: es en él donde ya no hay odio, donde brotan ma-
nantiales inagotables de ternura y donde brillan claras las
mañanas. Esta profundidad y esta transparencia no se ofre-
cen más que a los que han pasado por el «Gran Océano
abisal»:
«¿No eres tú quien secó el mar
y las aguas del Gran Océano;
quien hizo un camino por el fondo del mar
para que pasaran los redimidos?
Los rescatados del Señor volverán:
vendrán a Sión con cánticos,
en cabeza alegría perpetua,
siguiéndolos gozo y alegría»
{Isaías 51,10-11)
Este «Gran Océano», secado por el soplo de Yahvé
que dejó ver su fondo abierto, no es sólo el mar Rojo, cu-
yas aguas se separaron para dejar pasar a los hebreos en
su salida de Egipto. Es el alma despojada de su suficien-
cia y de sus ídolos, humillada hasta verse postrada en tie-
rra y devuelta a sus profundidades originales. Entonces,
el «fondo del mar» se convierte en un camino de libertad
y de comunión.
Lo propio de los grandes símbolos es reconciliar al
hombre con su «arqueología» íntima y, al mismo tiempo,
abrirlo a lo universal. La Tierra prometida, soñada en toda
su profundidad, es uno de esos símbolos. Permite al pue-
blo exiliado restablecer sus lazos con sus raíces carnales,
90
pero sacándolo de su particularismo. En efecto, esta Tierra
ya no es una realidad estrecha y cerrada; se abre a los pue-
blos más lejanos. Éstos afluyen a ella. Y la nueva Jerusalén
resplandece por todos sus costados.
Se crea así una nueva relación entre Israel y el mundo,
gracias a la imagen profética de la Tierra prometida. El
pueblo de Yahvé es invitado a situarse en el universo y a
comprenderse mejor a sí mismo, descubriendo el sentido
de la tierra y del mundo: «¿No habéis comprendido la fun-
dación del mundo? ... Alzad los ojos a lo alto y mirad:
¿quién creó todos esos astros, sino el que cuenta y des-
pliega su conjunto y a cada uno llama por su nombre»
(Isaías 40,21.26). Estas palabras, dirigidas a unos hom-
bres que lo han perdido todo y a quienes la misma tierra
les falta, pueden sorprender y chocar en un primer mo-
mento. ¿No están fuera de lugar? ¿Es éste el momento
adecuado para evocar el poder y el esplendor de la crea-
ción y para invitar al hombre a admirarla? ¿Qué relación
existe entre la expectativa angustiada de los deportados y
el universo mudo de las galaxias? ¿Por qué ese rodeo por
las estrellas?... Sin embargo, esas palabras son también
palabras de salvación.
En efecto, nada más importante y saludable para el
pueblo de Dios que saber y reconocer que su pequeña his-
toria y su elección se basan en la gran llamada creadora, y
que Aquel que lo guía es también el pastor de las estrellas.
«Te cubrí con la sombra de mi mano, dice Yahvé, al ex-
tender el cielo, al cimentar la tierra, y al decir a Sión: "Tú
eres mi pueblo"» (Isaías 51,16). La misma palabra crea-
dora funda el universo y la Alianza. Ésta no es algo sobre-
añadido ni una especie de realidad aparte. Está ligada a la
fundación del mundo. Por consiguiente, tiene su misma
91
solidez. Para destruirla habría que destruir el universo, mo y de crisparse por su destino! ¡Que mire más alto y
anular la misma creación. La caída de Jerusalén y la des- más allá de su pequeña historia! ¡Que perciba y asuma las
trucción del reino de Judá han marcado el final de un cier- medidas del universo, que escuche el canto del mundo y se
to pequeño mundo. Pero el universo, el gran universo, abra, maravillado, a un destino que lo envuelve y lo des-
continúa. Cada mañana se levanta el sol, cada noche se en- borda por todos lados! La nueva Tierra prometida está he-
cienden las estrellas: Yahvé las llama cada día, y todas res- cha a la medida del universo.
ponden, como en el primer día. Es la permanencia de la Israel, despojado de todo lo que le era particular, lan-
creación. En ausencia de todos los demás signos, esta per- zado en medio de los pueblos paganos, nunca ha sido tan
manencia atestigua la fidelidad de Yahvé a su designio, a libre para una toma de conciencia y un cambio semejan-
su Alianza. Dios es fiel. «No se cansa, no se fatiga» {Isaías tes. Hoy puede oír ya el canto del mundo.
40,28). No reniega de nada de cuanto ha hecho. Sigue lla-
mando siempre a lo que ya llamó una vez. Todas las cosas
expresan esa fidelidad. No con ruido de palabras, sino en
lo secreto de su existencia. La creación permanece, y con
ella la Alianza.
Religada al acto creador, la Alianza adquiere, por ello
mismo, las dimensiones del universo; se desposa con la in-
mensidad y la universalidad. No sólo es inseparable de la
génesis del mundo, sino que constituye también su finali-
dad profunda. Nada es querido al margen de ella. Todo
cuanto existe encuentra en ella su destino y su razón de
ser. Ella constituye el sentido del mundo. En ella todo ad-
quiere consistencia. Es ella la que lo sostiene todo. La Vía
Láctea es en verdad la «hermana luminosa de los blancos
arroyos de Canaán» (APOLLINAIRE, Alcools).
Eso es lo que percibe el corazón nuevo, el cual oye es-
tas palabras de Yahvé: «Pues el que te hizo te toma por es-
posa» (Isaías 54,5). Palabras inmensas que juntan en una
unidad la Alianza y la creación entera. No es replegándo-
se sobre sí mismo como el ser humano recupera la certeza
de su elección, sino abriéndose a la llamada creadora. Por
consiguiente, ¡debe dejar de girar en redondo sobre sí mis-

92 93
 13
Consolad a mi pueblo

Han pasado más de cincuenta años. ¿Cuántos de los de-

portados sobreviven aún? Con todo, la expectativa ha per-
manecido viva en el corazón del pequeño resto. Hijos e hi-
jas han nacido en la tierra del exilio. También ellos com-
parten esta expectativa y están atentos a los signos de los
tiempos.
La historia parecía haberse inmovilizado desde hacía
mucho tiempo. Como un mar en calma, ni avanzaba ni re-
trocedía. Se confundía con la monotonía desesperante de
los días. No sucedía nada. Babilonia reinaba, y su seño-
río incontestado parecía estar marcado con el sello de la
eternidad.
Pero he aquí que, en esta primera mitad del siglo vi an-
tes de nuestra era, más allá de las montañas que dominan
el Creciente fértil por el este, el mundo entra en ebullición.
Una potencia misteriosa sacude las elevadas mesetas del
Irán. Sopla un espíritu nuevo. Aparece una nueva religión.
El mundo, enseña Zaratustra, es el escenario de una lucha
entre la luz y las tinieblas; esta lucha, inscrita en la trama
de la creación, resuena en el corazón del ser humano. Y

95
cada persona está invitada a ponerse en marcha hacia la
luz desde lo más profundo de su noche.
Aparece también una nueva voluntad política. Se en-
carna en un hombre muy capacitado: Ciro, el joven rey de
Anzán. A la cabeza de sus guerreros persas, se levanta
contra el medo Astiages, un déspota violento y cruel. Se
inicia una lucha contra la tiranía. Durante ocho años, Ciro
lanza sus incursiones al asalto del imperio medo. Final-
mente, Ecbatana, la capital, cae en sus manos. Se convier-
te así en el rey de los medos y de los persas, reunidos aho-
ra en un solo imperio. Lo que hasta aquí podía parecer un
simple cambio de dinastía adquiere de pronto dimensiones
de historia universal. Lanzándose hacia el Mediterráneo,
Ciro se apodera de Sardes y pone fin al reino de Lidia.
Conquista asimismo las ciudades griegas de la costa. Ciro
se vuelve entonces hacia el norte y unifica bajo su cetro to-
das las tribus nómadas de la inmensa región que actual-
mente se extiende desde el Turkestán hasta Afganistán.
Convertido ya en dueño de Oriente, desde Cilicia hasta el
golfo Pérsico, rodea al imperio caldeo.
Este nuevo conquistador no se distingue tan sólo por su
genio militar. Se revela también como un hombre político
liberal, respetuoso de los pueblos y de sus creencias. Sus
actos están animados por una voluntad de reconciliación y
de paz. Nada de exterminios ni de represalias. Tras vencer
a Creso, se limita a asignarle residencia vigilada en un pa-
lacio de Ecbatana. También respeta las divinidades de los
vencidos, evita la destrucción de sus templos o los recons-
truye. Esto distingue a Ciro de todos los déspotas que se
habían impuesto hasta entonces en Oriente. Se afianza co-
mo el liberador de los pueblos oprimidos por Babilonia.
96
Las noticias vuelan; se difunden por todo el Oriente.
Penetran incluso en el corazón del imperio caldeo y llegan
a los «restos de Israel» diseminados por toda la llanura del
Eufrates. Los exiliados oyen hablar del liberador; apren-
den su nombre. Y ya los tenemos al acecho de noticias. El
mundo cambia de rostro. Gira el viento; y esta vez, al pa-
recer, lo hace a' su favor. Como sucede después de un lar-
go y rudo invierno, la tierra adormecida se despierta: bro-
tan las yemas, reverdece el campo, los torrentes reem-
prenden su carrera saltarina y los pájaros cantan animados
por la reciente luminosidad. Ya está aquí la primavera. Y
el corazón de Israel se estremece. Lo que todavía ayer era
impensable se convierte hoy en posible. ¿No será el alien-
to de Yahvé el que pasa esta vez por la historia? Los exi-
liados se hacen preguntas. Se acuerdan de la profecía de
Isaías. Doscientos años antes, había anunciado una gran
teofanía que pondría fin a toda opresión e inauguraría una
era de paz y de justicia en el mundo:
«El pueblo que caminaba en tinieblas
vio una gran luz;
habitaban tierra de sombras,
y una luz les brilló.
Acreciste la alegría,
aumentaste el gozo:
se gozan en tu presencia,
como se goza al segar,
como se alegran los que se reparten el botín.
Porque la vara del opresor,
el yugo de sus cargas,
su bastón de mando
los quebrantaste como el día de Madián.
97
 Porque la bota que pisa con estrépito
y la capa empapada en sangre
serán combustible, pasto del fuego»
{Isaías 9,1-4)
¡Cuántas veces han leído los exiliados esta profecía!
Se la saben de memoria. Se han reconocido muy pronto
en ese pueblo que caminaba en tinieblas, en los que habi-
taban en el país de sombras. Pueblo de la noche, aplasta-
do de tinieblas, que acecha sin descanso las primeras lu-
ces del día. Y de pronto, sin ninguna transición, ¡llega la
luz resplandeciente del mediodía! Como en el primer día
del Génesis. Ayer, aún estaba todo enormemente sombrío.
No se veía venir nada. Y la noche se ha borrado de un plu-
mazo. Aquella luz sobrenatural anunciada por el profeta
resplandece ahora para ellos. Cosa increíblemente verda-
dera. Los corazones laten más rápido, las gargantas se se-
can de emoción ante el loco pensamiento de que tal vez
la liberación esté cerca, de que ellos la verán y volverán
a su tierra. Y más de uno esconde el rostro para llorar de
alegría.
Con todo, subsiste una sombra. Es tan sólo una duda,
pero es importante para quien fundamenta toda su espe-
ranza exclusivamente en la palabra de Yahvé. Esa luz ma-
ravillosa de que habla Isaías está vinculada al nacimiento
de un niño de la estirpe de David. Es un hijo de Israel el
que instaurará el reinado de la justicia y la paz sobre la tie-
rra. Heredará a la vez la sabiduría de Salomón, la valentía
de David, el espíritu religioso de Moisés y de los patriar-
cas. En suma, brillarán en él todas las cualidades de sus
antepasados:
98
«Porque un niño nos ha nacido,
un hijo se nos ha dado:
lleva el cetro del principado y es su nombre:
Maravilla de Consejero, Dios fuerte,
Padre perpetuo, Príncipe de la paz.
Para dilatar el principado, con una paz sin límites,
sobre el trono de David y sobre su reino.
Para sostenerlo y consolidarlo
con la justicia y el derecho»
(Isaías 9,5-6)
Más explícita aún es la profecía sobre la venida del rey
justo: «Pero retoñará el tocón de Jesé, de su cepa brotará
un vastago» (Isaías 11,1).
Sin embargo, el hombre por el que llega la libertad en
este momento de Ja historia no es un hijo de Israel. Ciro es
un pagano. Entonces, ¿es realmente el aliento de Yahvé el
que pasa? ¿Es esta luz realmente la del día de Yahvé?
¿Pueden permitirse, por fin, la alegría prometida? Los exi-
liados vacilan, discuten entre sí. Están desorientados.
Es entonces cuando en medio de ellos se eleva una voz.
Habla en nombre de Yahvé. Ya no es la voz del profeta
Ezequiel, que se ha apagado, sino una voz nueva. ¿Y qué
dice?
«Consolad, consolad a mi pueblo,
dice vuestro Dios:
hablad al corazón de Jerusalén,
gritadle que se ha cumplido su servicio
y está pagado su crimen»
(Isaías 40,1-2)
99
 Ha surgido un nuevo profeta. Un inspirado de la no-
che. Un exiliado como los demás. La historia no ha rete-
nido su nombre. Lo llamamos el «segundo Isaías». Pues
bien, este profeta sin nombre, sin estado civil, sin rostro,
barre todas las dudas. Proclama que el brazo de Yah vé es-
tá actuando en lo que sucede en este momento en Oriente.
Aunque todavía no nombra expresamente al liberador, sí
lo designa, sin equívoco posible, como alguien a quien el
mismo Yahvé ha llamado: «¿Quién lo ha suscitado en
oriente y convoca la victoria a su paso? ... ¿Quién lo ha
hecho y ejecutado? El que anuncia el futuro de antemano.
Yo, Yahvé, que soy el primero, yo estoy con los últimos»
{Isaías 41,2.4).'EX Vencedor de Sardes, el hombre de quien
habla todo el Oriente y que vuela de victoria en victoria,
es ciertamente el instrumento elegido por Yahvé; él es el
liberador anunciado:
«Yo lo he suscitado en el norte, y ha venido;
en oriente lo llamo por su nombre;
pisará gobernantes como barro,
como pisa el alfarero la arcilla»
(Isaías 41,25)
«Mi amigo cumplirá mi voluntad
contra Babilonia y la raza de los caldeos».
(Isaías 48,14)
Aquí tenemos, ciertamente, algo nuevo y del todo ines-
perado. Nadie lo había previsto (Isaías 48,6-8; cf. 41,26).
«Yo, yo mismo he hablado y lo he llamado, lo he traído y
he dado éxito a su empresa» (Isaías 48,15). Sí, que se se-
pa y se proclame bien alto: Ciro es el elegido del Todopo-
100
deroso. El profeta ya no duda en nombrarlo. Y a quien se
extrañe de ello le recuerda la soberana libertad de Yahvé.
Nadie puede pedir cuentas al Creador del universo, que es
libre de llamar a quien desee. Es el Dios de todos, y su vo-
luntad de salvación se extiende a todos. Por consiguiente,
Israel no tiene que extrañarse al ver cómo recurre a un pa-
gano para llevar a cabo sus designios. Esta elección es ab-
solutamente gratuita, como también lo es, por lo demás, la
de Israel.
«Así dice Yahvé,
el Santo de Israel, su artífice:
¿vais a pedirme vosotros cuentas de mis hijos
y a darme órdenes sobre la obra de mis manos?
Yo hice la tierra
y puse sobre ella a la humanidad que la habita;
mis propias manos desplegaron el cielo,
y doy órdenes a todo su conjunto.
Yo lo he suscitado [a Ciro] para la victoria...»
(Isaías 45,11-13)
No es la primera vez, en la historia del pueblo de Dios,
que un rey pagano es designado como instrumento elegi-
do por Yahvé. No hace mucho todavía, Jeremías y Eze-
quiel habían presentado a Nabucodonosor, rey de Babilo-
nia, como ejecutor de las hazañas de Yahvé. Ahora bien, la
elección de Ciro presenta una grandeza de otro tipo. Su
grandeza se debe al tipo de misión que le ha sido confia-
da. No sólo vencerá a Babilonia, sino que reconstruirá
Jerusalén y el Templo y repatriará a los deportados (Isaías
44,28; 45,13). Será el «pastor» de Yahvé, el que reúne a su
rebaño dispersado y lo conduce con toda seguridad. Será
el artesano del reinado pacífico de Yahvé. De ahí que el
101
profeta no dude en llamar a Ciro el «Ungido de Yahvé»
(Isaías 45,1), es decir, su mesías. Este título estaba reser-
vado primitivamente a los reyes de Israel y de Judá, en vir-
tud de la unción que los consagraba. También Ciro ha si-
do objeto de una consagración por parte de Yahvé.
Sin embargo, el verdadero sentido de esta elección y
de esta consagración es éste: «Por mi siervo, Jacob; por
Israel, mi elegido, te llamé por tu nombre, te di un título,
aunque no me conocías» {Isaías 45,4). Así pues, la llega-
da repentina de Ciro a la escena mundial, sus victorias, su
reinado..., todo eso ha sido querido únicamente con vistas
a Israel. En definitiva, el verdadero elegido de Dios es
Israel. La historia camina para él. En consecuencia, los
exiliados, después de tantos años de ausencia total de sig-
nos, pueden ver en los acontecimientos que están cam-
biando la faz del Oriente la prueba casi palpable de la pre-
sencia de Yahvé a su pueblo, y recobrar la certeza exul-
tante de su elección.
Se plantea aquí una grave cuestión: esta constatación
de la presencia de Yahvé en el ámbito de los aconteci-
mientos más actuales y más exteriores ¿no significa una
vuelta atrás? ¿Qué relación existe entre este reinado de
Dios que se adelanta en el estrépito de las victorias de Ciro
y el que la prueba del exilio ha hecho aparecer, en la no-
che, a los «corazones quebrantados»? ¿Seguimos hablan-
do el mismo lenguaje? Gracias a los profetas, los exiliados
han ido aprendiendo pacientemente a escuchar a Yahvé en
medio del silencio y la oscuridad, ¡y ahora ya no tienen oí-
dos más que para los estrepitosos testimonios de su ac-
ción! Ellos, que ya no veían ningún signo, ahora, de pron-
to, los descubren en abundancia. Y Yahvé parece darles la
razón y animarles en este sentido: «No hablé a escondidas
102
ni en un país tenebroso; no dije a la estirpe de Jacob:
"Buscadme en el vacío"» (Isaías 45,19). Estas palabras re-
suenan de manera extraña cuando recordamos las que
Jeremías había dicho en nombre del mismo Yahvé: «He
decidido... hundirlos en la angustia, de modo que den con-
migo» (Jeremías 10,18). «Miro a la tierra: ¡caos informe!»
(Jeremías 4,23). ¡Qué diferencia de tono! ¿Se habrá vuel-
to todo tan claro?
A buen seguro, no podemos reprochar a los deportados
de Judá el que vean un signo del cielo en los aconteci-
mientos que les favorecen. ¿Qué pueblo oprimido durante
mucho tiempo no ha acogido a su liberador como a un en-
viado del cielo? Pero aquí está en juego algo más que la
suerte temporal de un pueblo. Lo que está en tela de juicio
en la mirada que proyectan los exiliados sobre los aconte-
cimientos en curso es la revelación misma del reinado de
Dios en el mundo. La noche del exilio nos ha mostrado la
profundidad a la que este reinado se deja abordar y cuáles
son sus verdaderas dimensiones. Al dar la bienvenida a las
victorias militares y políticas de Ciro como manifestación
del poder de Yahvé, como signo de su venida, ¿no se
arriesga Israel a perder nuevamente de vista la trascen-
dencia de Dios y de su reinado? Al identificar el aliento
del Espíritu con la marcha de la historia, ¿no incurre en su
mayor peligro? ¡Y eso en vísperas de su liberación! ¿No
se está evaporando en un providencialismo de cortas mi-
ras la extraordinaria experiencia espiritual del exilio?
Cabe temerlo al escuchar los boletines de victoria prego-
nados por el profeta en nombre de Yahvé:
«Yo acerco mi victoria, no está lejos».
(Isaías 46,13)
103
 «Dirán: "Sólo el Señor tiene la justicia y el poder"...
por el Señor triunfará y se gloriará
la estirpe de Israel».
(Isaías 45,24-25)
«Triunfará y se gloriará...». Resurge el antiguo sueño
de Israel. ¡En vez de la humilde búsqueda del corazón
nuevo, el deseo de poder! ¡Qué tentación, abandonarse a
él...! La liberación está ahora muy cerca. Es preciso man-
tener la cabeza bien fría para no dejarse embriagar en se-
mejantes momentos. Ciro está a las puertas. Según las úl-
timas noticias, ha cruzado el Tigris cerca de Arbelas.
Babilonia, como paralizada, no reacciona. Nabónides, el
incapaz Nabónides, tercer sucesor de Nabucodonosor,
permanece inactivo. Más aún, debido a su política religio-
sa, consigue que le abandonen el clero de Babilonia y una
parte de la población. Todas las miradas se vuelven enton-
ces hacia el este. Ciro no tiene prisa. Sabe que el tiempo
trabaja a su favor. Un poco más, y Babilonia, la capital, le
abrirá sus puertas y lo recibirá como liberador.
«La historia del mundo, escribe Hegel, es el juicio fi-
nal del mundo». El filósofo alemán no dudaba en saludar
en el vencedor de Jena a una figura del Espíritu absoluto.
En una carta fechada el lunes 13 de octubre de 1806, «día
en el que Jena fue ocupada por los franceses y atravesó el
Emperador Napoleón sus muros», escribía a Niethammer:
«He visto al Emperador..., esa alma del mundo...» (Co-
rrespondance 1785-1812 Paris 1962, pp. 114-115). ¿Van a
ceder a este tipo de lectura fácil de la historia los exiliados
de Judá, en medio del entusiasmo que sentían por su libe-
ración? El joven Hegel podía dejarse fascinar fácilmente
por la prestigiosa figura del Emperador. ¿Qué sabe un
104
hombre acerca del Espíritu de Dios en tanto no ha tenido
el «corazón quebrantado»? Pero quien ha luchado durante
toda la noche con uñas y dientes con Dios para ser bende-
cido por él, ése no reemprende su camino a la mañana si-
guiente, si no es cojeando; sabe, él sí, que el Espíritu de
Dios se manifiesta también en la pobreza de una existen-
cia herida y que habita en el «corazón quebrantado».
Precisamente esta experiencia es la que finalmente re-
tiene a los exiliados en el límite del triunfalismo y la que
lleva al mismo profeta a considerar un horizonte situado
más arriba y más lejos que el vencedor del momento, por
muy recomendable que éste sea, y a leer la historia en otro
nivel de profundidad. Quiéralo o no, Israel está marcado
por el exilio; sale de la gran tormenta lisiado y con una mi-
rada que ya no se deja deslumhrar por las grandezas frági-
les de la historia.
Ante esta mirada que escruta el futuro, se va difumi-
nando poco a poco la figura del gran capitán; y aparece
otra, misteriosa y estremecedora: la del perfecto Siervo de
Yahvé, en la cual emerge un nuevo orden de grandeza que
no tiene nada que ver con la grandeza militar y política.
«Los santos, escribe Pascal, tienen su imperio, su esplen-
dor, su grandeza, su victoria, su lustre, y no tienen ningu-
na necesidad de las grandezas carnales o espirituales, con
las que no tienen ninguna relación, porque ni quitan ni
añaden nada. Son vistos por Dios y por sus ángeles, no por
los cuerpos ni por los espíritus curiosos: Dios les basta»
(Oeuvres completes, Paris 1954, p. 1.341 [Chevalier 829]).
Hacia esta misteriosa figura del perfecto Siervo de
Yahvé debemos volver ahora nuestra mirada, si queremos
seguir hasta su punto culminante la experiencia espiritual
y profética del exilio.
105
 14
Una profecía suprema

Misión paradójica la de este profeta anónimo del final del

exilio: por una parte, debe celebrar las hazañas de un gran
capitán y, por otra, despertar y abrir los espíritus a una fi-
gura destinada a la humillación y al fracaso. Esta doble ta-
rea corresponde, sin duda, a dos momentos diferentes, en-
tre los cuales el profeta ha sido testigo de un fracaso. Ciro
ha liberado a los deportados, tal como había anunciado el
profeta. Sin embargo, el retorno del exilio no ha sido el
gran acontecimiento esperado: no ha conseguido la reu-
nión de Israel ni la adhesión de las naciones paganas al
Dios único. Muchos de los deportados han preferido per-
manecer en el exilio, satisfechos con su situación material.
Las naciones, no se han convertido. A partir de este doble
fracaso, reflexiona el profeta sobre su mensaje y lo recu-
pera desde una perspectiva nueva, trasladando sus espe-
ranzas a una figura misteriosa y futura. Cuatro cantos, co-
nocidos como «Cantos del Siervo», van a permitirle un
acercamiento cada vez más íntimo a esta figura.
La figura del Siervo, ya desde los comienzos del pri-
mer Canto, se distingue claramente de la del gran guerre-
ro. El Siervo no entabla batallas. Su misión es enseñar el

107
derecho y la verdad a las naciones (Isaías 42,1). Para ello
ha recibido el Espíritu de Yahvé (Isaías 42,1). Esta misión
espiritual y universal le sitúa de golpe en la línea proféti-
ca, a la que se entrega sin brillo exterior ni violencia de
ningún tipo. Sus maneras están llenas de dulzura y de una
paciencia infinita:
«No gritará, no clamará,
no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará,
el pábilo vacilante no lo apagará»
(Isaías 42,2-3)
Actuando de este modo, el Siervo cumple fielmente su
misión (Isaías 42,3); trabaja por la instauración del reina-
do de Yahvé y su justicia, según el orden de grandeza que
le es propio. Lo hace con valor, sin ceder ni desviarse. Él,
que respeta el pábilo vacilante y no quiebra la caña casca-
da, «no vacilará ni se quebrará» (42,4). Sigue recto su ca-
mino, con una gran fuerza de ánimo, «hasta implantar el
derecho en la tierra» (ibidem). Por otra parte, «las islas»,
es decir, los pueblos más remotos, los extremos de la tie-
rra, esperan su enseñanza (ibidem).
Viene después, en la segunda parte de este primer
Canto, la declaración solemne de la investidura del Siervo:
«Yo, Yahvé, te he llamado para la justicia, te he tomado de
la mano, te he formado...» (Isaías 42,6). El Siervo, como
todos los grandes artesanos del designio de Dios, es un
elegido, un hombre puesto aparte. Su misión se concreta y
es doble y afecta simultáneamente a Israel y a todas las na-
ciones paganas: el Siervo renovará la alianza de Yahvé y
de su pueblo, al tiempo que difundirá una luz que ilumi-
108
nará y liberará a toda la humanidad (ibidem). También él
será, por tanto, un liberador, pero por medio de la luz. Su
misión será enteramente luminosa. Abrirá los ojos de los
ciegos y hará salir de la mazmorra a los que habitan en ti-
nieblas (42,7).
El horizonte se hace inmenso. Se abre ante el Siervo la
ruta del mar. Como heredero del espíritu de los profetas,
también a él le anima un gran aliento misionero. Al co-
mienzo del segundo Canto, él mismo se dirige a los pue-
blos del otro lado de los mares: «Escuchadme, islas; aten-
ded, pueblos lejanos...» (Isaías 49,1). Esta vez habla el
Siervo; se presenta refiriendo la predestinación de que ha
sido objeto: «Estaba yo en el vientre, y Yahvé me llamó»
(ibidem). Esta primera confidencia recuerda la vocación
de Jeremías. Sin embargo, las imágenes que siguen harían
pensar más bien en el destino de un guerrero, si no se men-
cionara la «boca» del Siervo:
«Hizo de mi boca una espada afilada,
me escondió en la sombra de su mano;
me hizo flecha bruñida,
me guardó en su aljaba»
(Isaías 49,2)
Estas imágenes guerreras nos trasladan a un ambiente
distinto del que aparecía en el primer Canto. Reina aquí
una atmósfera de combate. La misión del Siervo no se lle-
vará a cabo sin lucha. Por eso necesita estar armado. Pero
su arma será la Palabra. Pasará por momentos de abati-
miento ante la inutilidad de sus esfuerzos. Entonces no le
vendrá de más la certeza de su elección para apoyarle con-
tra el desánimo:
109
 «Y Yahvé me dijo:
"Tú eres mi siervo (Israel),
de quien me siento orgulloso".
Mientras, yo pensaba:
"En vano me he cansado,
en viento y en nada he gastado mis fuerzas"»
(Isaías 49,3-4)
Aparece por primera vez en estos poemas la perspecti-
va de una tarea difícil y sin éxito aparente. Pero Yahvé per-
manece al lado de su Siervo y conserva hacia él toda su
amistad: «En realidad, mi derecho lo defendía el Señor, mi
salario lo tenía mi Dios... Tanto me honró el Señor, y mi
Dios fue mi fuerza» (Isaías 49,4-5).
Así pues, frente a los combates que le aguardan, el
Siervo se apoya en la certeza de que Dios no lo abandona-
rá y en la grandeza de su misión. Ahora está claro que su
misión supera la simple restauración de Israel. Tiene otra
amplitud. También otra cualidad: se extiende a todos los
seres humanos y es esencialmente religiosa. La salvación
de la que el Siervo es heraldo y artesano está purificada de
todo nacionalismo. Consiste en el don de la luz ofrecido a
todos: «Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tri-
bus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te
hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance
hasta el confín de la tierra» (Isaías 49,6).
Esa luz es la de la revelación de Yahvé. El Siervo está
a la escucha de esta revelación. El tercer Canto nos intro-
duce en la vida íntima del Siervo, en su relación profunda
con Yahvé. Se deja instruir por Dios como un discípulo
dócil. Ni se inventa ni crea su mensaje; lo recibe:
110
«Mi Señor me ha dado
una lengua de iniciado,
para saber decir al abatido
una palabra de aliento.
Cada mañana me espabila el oído
para que escuche como los iniciados.
El Señor me abrió el oído»
(Isaías 50,4-5)
Con todo, este mensaje no es una lección aprendida. Es
a través de una experiencia de vida como Yahvé despierta
a su Siervo: concretamente, a través de todas las dificulta-
des y sinsabores con que éste topa en el cumplimiento de
su misión. Al ser probado él mismo, el Siervo encuentra la
palabra que va directa al corazón del agotado.
El papel de este perfecto discípulo se revela cada vez
más penoso y doloroso. Su docilidad consiste en asumirlo
plenamente, sin replicar ni sustraerse: «Yo no me resistí ni
me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban,
las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el ros-
tro ante ultrajes y salivazos» (Isaías 50,5-6). Ya no se tra-
ta sólo de que le contradigan. El Siervo es apaleado y es-
carnecido. En sus desgracias, saca fuerzas anímicas de su
seguridad en que el Señor Yahvé está con él e intervendrá
al final en su favor. Con la fuerza de esta esperanza, con-
sigue hacer su rostro duro como la piedra, o sea, aguantar
cuanto sea necesario. Y espera. «Tengo cerca a mi defen-
sor, ¿quién pleiteará contra mí? ... Mirad, el Señor me ayu-
da, ¿quién me condenará?» (50,8-9). Con este grito de
confianza termina el tercer Canto.
Ultrajado, maltratado, el Siervo espera una interven-
ción sobrenatural que le habrá de librarlo de sus persegui-
111
dores. El drama es que el Señor Yahvé no intervendrá. Y
aquí comienzan el escándalo y el misterio. El hombre más
pacífico que nunca haya pisado la tierra ha sido abando-
nado a los perros. El cuarto y último Canto nos conduce al
corazón de este escándalo y de este misterio. El profeta
tiene conciencia de que va a anunciar algo propiamente
inaudito: un misterio de oprobio y de gloria a la vez
(Isaías 52,13-15).
La voz del Siervo ha enmudecido. Esta voz, humilde e
intrépida, que llegaba hasta las islas, ha sido reducida al
silencio de una manera brutal. Ahora ya no es cuestión de
enseñar. Sin embargo, su misión no ha terminado aún. Le
aguarda un papel misterioso. Ya no tiene nada que decir ni
que hacer. Tiene que limitarse a mantenerse en lo más ba-
jo de la angustia y la decadencia humanas. Y lo que ahí le
queda por hacer es comulgar e identificarse con el destino
de la humanidad perdida. Desfigurado hasta el punto de no
ofrecer apariencia humana, «despreciado y evitado por la
gente» (Isaías 53,3), se ha convertido en varón de dolores:
el dolor hecho hombre.
La humanidad puede convertirlo todo en ídolo: la be-
lleza, el amor, la fecundidad, el poder, etc. Todo, menos el
dolor y la humillación. No hay ídolos del dolor ni de la hu-
millación. Los ídolos son siempre el lenguaje del deseo del
hombre. Y el hombre no desea estas cosas, que constituyen
para él un signo de maldición: el signo de la ausencia de lo
divino, su misma negación. El mismo pueblo de la Biblia
siempre las ha sentido como tales. El varón de dolores no
puede ser más que un hombre «castigado, herido por Dios»
(Isaías 53,4): un hombre del que Dios se ha apartado. Y, en
consecuencia, un pecador, un impío. Así era Job para sus
amigos. Y así es el Siervo de Yahvé para su pueblo.
112
Dios es luz, fuerza, vida, esplendor. Manifiesta su pre-
sencia y su favor a sus amigos envolviéndolos de luz, de
fuerza, de vida y de esplendor. Yahvé no está en las tinie-
blas ni en la impotencia ni en la enfermedad. Ni en el fra-
caso ni en la muerte. Todas esas situaciones son los luga-
res donde Yahvé no está. Pues bien, es ahí donde ahora se
halla el Siervo, que se ha identificado con la negación mis-
ma de Dios. «Yo soy No-Dios para vosotros» (Oseas 1,9):
estas palabras de Yahvé dirigidas al profeta Oseas podrían
ser puestas en boca del Siervo, en quien se cumplen con
toda su violencia.
Esta figura apenas es sostenible, por desconcertante y
escandalosa. Ante ella se tapan el rostro las personas res-
petables. Sólo los lisiados del gran abismo, esos que han
explorado la noche del exilio, pueden mirarla sin descora-
zonarse. Hay algo en ella que les atrae y les habla. Se re-
conocen en ella. Les une a ella un misterioso parentesco.
¿Acaso este varón de dolores no sale de la misma tierra
árida que ellos? ¿No está arraigado también él en la expe-
riencia de la devastación y del «corazón quebrantado»?
«Creció en su presencia como brote, como raíz en el pára-
mo» (Isaías 53,2). Esta figura «sin apariencia ni belleza»,
que Yahvé se complació en quebrantar, se les presenta co-
mo fraternal. Fraternal y sagrada a la vez. No forma más
que una sola realidad con el misterio del Dios escondido
que habita en el «corazón quebrantado». En este punto, la
noche más larga, la del pueblo exiliado y la de los profe-
tas perseguidos, se transfigura en una misteriosa teofanía.
Yahvé se encuentra allí mismo donde todo grita su ausen-
cia. Sobre todo, allí. Su presencia y su revelación se con-
densan en el silencio de este hombre destinado al despre-
cio y horriblemente maltratado. Los signos de nuestra
113
maldición cambian aquí radicalmente de sentido. La hu-
millación, el sufrimiento y la muerte dejan de ser los sig-
nos de la ausencia de Dios y se convierten en signos de su
misteriosa presencia.
El Dios que aquí se revela no se deja representar con
las formas de la belleza griega. Tampoco con los rasgos
nobles del Sabio. Menos aún con el resplandor de la Om-
nipotencia. Es el Dios santo y «patético» el que aparece
aquí. El Siervo está limpio de todo pecado. En su boca no
hay mentira alguna, ni en sus manos la menor huella de in-
justicia. Es la inocencia misma. Si entra en nuestra sole-
dad y en nuestra noche, si carga sobre sí con nuestro pe-
cado y se ofrece él mismo a la muerte, es porque se ha de-
jado agarrar por la pasión que siente el Dios santo por el
hombre pecador: ha hecho suyo el afán de Dios por unir-
se al hombre perdido. Lleva así a cabo la venida misterio-
sa del Dios santo al corazón de nuestra angustia y de nues-
tra noche. En esto se muestra más que nunca como el
Siervo de Yahvé: el que realiza su designio haciéndolo na-
cer en el mundo.
Al leer este canto, que celebra la pasión del Siervo, po-
demos plantearnos la pregunta de aquel alto funcionario
de la reina de Etiopía, venido en peregrinación a Jerusa-
lén: «¿De quién habla el profeta: de sí mismo o de otro?»
(Hechos 8,34). Indudablemente, debemos responder: «De
sí mismo y de otro a la vez». Todas las pruebas que el pro-
feta ha visto, vivido y experimentado a lo largo de estos
años en medio de un pueblo elegido y, no obstante, aban-
donado, aflora en estos Cantos del Siervo. «El Siervo -es-
cribe A. Neher- es hijo de Israel, ha nacido en el dolor de
Israel». Es el hijo del exilio, de ese paso por la noche en el
que se han deshecho todos los vínculos visibles y en el que
114
cada ser humano se ha encontrado solo, confrontado con
su propio corazón. «Todos errábamos como ovejas, cada
uno por su lado» (Isaías 53,6). El Siervo es la expresión
más elevada de la experiencia del «corazón quebrantado»,
abierto al misterioso designio de Dios. Traduce exacta-
mente la conciencia que el pequeño «Resto» se hace de su
misión en el mundo, al cabo de su larga purificación.
Con todo, no podemos considerar al Siervo como la
simple proyección de la experiencia, por muy profunda
que sea, de un profeta, ni siquiera del mismo Israel en su
conjunto. Aunque está arraigado en esa experiencia, la
trasciende. El Siervo está solo ante todos. Solo, debido a
su santidad sin sombra. Solo, debido a su misión, que le
hace cargar con los pecados de todos. Solo, debido al des-
precio universal que se abate contra él. Solo, en fin, debi-
do a su íntima y libre decisión de ofrecerse por todos. En
el centro de la pasión del Siervo se encuentra ese acto de
libertad en que está solo: «Se entregó a sí mismo» (Isaías
53,12). El Siervo no pertenece a nadie. Sería vano tratar de
identificarlo con una raza o una clase. Todos lo rechazaron
y lo maldijeron. Todos sin excepción. Está él, y todos los
demás contra él.
Y precisamente en el momento en que es rechazado
por todos y se encuentra absolutamente solo, es cuando es-
tá, misteriosamente, con todos, solidario con todos. Pero
esta solidaridad ya no es la que se tiene con el clan o con
la raza. Al llegar hasta el fondo de la soledad y la noche
humanas, el Siervo se ha despojado de todo vínculo con-
creto, de toda condición humana particular, para no cono-
cer más que la pobreza esencial del ser humano ante el
misterio de Dios. Es el ser humano que tiene que habérse-
las con el misterio de Dios, abierto por completo. Ya no se
115
pertenece a sí mismo, sino al misterio de Dios. Y por eso,
él mismo es ese misterio revelándose en el corazón de
nuestra angustia y de nuestra noche.
Ciro y el Siervo de Yahvé: dos figuras de la liberación
del pueblo de Dios. Inspiradas ambas por el Espíritu, com-
ponen juntas la visión profética de la historia. Ciro, con
sus victorias, pero más aún con su sentido político y hu-
mano, trabaja en la liberación temporal de los hombres. El
Siervo, con su enseñanza y su pasión, lleva a cabo una li-
beración más profunda. La figura de Ciro revela e ilustra
el soplo del Espíritu en la actividad que construye la his-
toria. La figura del Siervo hace aparecer, más allá de esa
actividad e incluso en lo más hondo del sufrimiento y del
fracaso, una suprema afirmación del Espíritu y una defini-
tiva realización del hombre; muestra que la vida del
Espíritu no es la vida que se aterra ante la devastación y la
noche, sino que es ella la que, con enorme paciencia, las
soporta y las transfigura; proclama que la historia no es el
horizonte último del hombre ni el juicio final de Dios.
116
15
Bajo el reinado de César Augusto
Aquel día había empezado como todos los demás.
Jerusalén se había despertado con el sol y los gritos de los
mercaderes. La cohorte romana, con sus lanzas relucien-
tes, volvía de efectuar la ronda. Todo en orden. Cada cual
a sus quehaceres. Y Roma dominaba el mundo.
Sin embargo, un hombre tenía el presentimiento de
que algo muy importante para su pueblo y para el futuro
del mundo iba a suceder. Ese hombre, justo y piadoso, se
dirigía apresuradamente al Templo. Se llamaba Simeón.
Era un hombre cargado de años, de meditaciones y, sobre
todo, de esperanza. A una edad en la que muchos ya no es-
peran nada de la vida, él seguía esperándolo todo. Su co-
razón se henchía de esperanza, como si hubiera heredado
toda la expectativa acumulada por su pueblo, de genera-
ción en generación, desde Abrahán. Simeón esperaba la
Consolación de Israel. Y no la esperaba como algo remo-
to y abstracto, sino como un acontecimiento inminente al
que él mismo asistiría.
«La Consolación de Israel»: esta expresión no tenía
nada de dulzón en la boca del anciano; tampoco evocaba
un acontecimiento espectacular, una de esas acciones bri-
llantes que en determinadas ocasiones hacen estremecerse
117
a los pueblos. Pero sí anunciaba la llegada de algo profun-
do y decisivo. Simeón conocía el libro de la Consolación
de Israel del profeta Isaías. En el mensaje contenido en es-
te libro pensaba cada vez que hablaba de la Consolación
de Israel. Se había alimentado de este libro, día tras día,
meditando detenidamente los Poemas del Siervo. Se había
dejado penetrar por el Espíritu que había inspirado al pro-
feta. Y el Espíritu también se había apoderado de él. Le
había revelado el tipo de grandeza y de santidad que debía
caracterizar el reinado de Dios. «Estaba en él el Espíritu
Santo», escribe el evangelista san Lucas (2,25), haciendo
eco a las palabras de Isaías (61,1-2).
Simeón esperaba, por tanto, al Mesías salvador, pero no
como un héroe nacional y triunfante que habría de sacudir
el yugo del ocupante romano y devolver a Israel su inde-
pendencia y su lugar entre las naciones. Tampoco lo espe-
raba como un fuego vengador que habría de purificarlo to-
do a su paso con el brillo de su poder y de su santidad. Lo
esperaba en el espíritu de los Poemas del Siervo. El Mesías
sería un hombre del Espíritu. Su llegada se produciría sin
brillo exterior. No actuaría mediante la espada ni el fuego,
sino mediante la palabra. Diría las palabras que salvan y li-
beran. Su mensaje se dirigiría a todos, incluso a los pueblos
remotos y paganos. Traería consigo una salvación univer-
sal. Pero sería contestado. Conocería un destino trágico: re-
chazado, escarnecido, reducido al silencio, se vería conde-
nado a la soledad, a la humillación, aplastado por los sufri-
mientos y condenado a muerte. Y, sin embargo, su muerte,
más aún que su enseñanza, sería un camino de luz y de paz
para todos. «Sobre él descargó el castigo que nos sana, y
sus heridas nos han curado» (Isaías 53,5). Esto era para
Simeón «la Consolación de Israel».
118
Rumiando estos graves pensamientos y empujado por
el espíritu de profecía, se apresuraba aquel día el anciano
Simeón hacia el Templo. El acontecimiento no debía tar-
dar en producirse. Estaba seguro. El Espíritu le había ase-
gurado que lo vería antes de morir.
¿Qué había hecho él para merecer tal seguridad? Había
esperado. Y seguía esperando, a pesar de la pesantez de la
edad, a pesar de los desmayos y los estragos de la vida. Es-
peraba con un corazón de pobre, cada vez más pobre. Su
esperanza era una llama que el viento de la debilidad incli-
na hasta casi extinguirla y que, sin embargo, se yergue una
y otra vez, incesantemente, hasta ponerse vertical de nuevo.
Simeón acaba de llegar al Templo justamente en el mo-
mento mismo en que entra en él una pareja joven. La mu-
jer lleva un bebé en sus brazos. Es María, acompañada por
José, que viene a presentar a su hijo al Señor y a ofrecer
como sacrificio dos tórtolas, de acuerdo con las prescrip-
ciones de la Ley. Nadie se ha fijado en ellos. Son gentes
del común, sin más. Gentes muy sencillas, a las que nada
distingue. El anciano Simeón les mira. No les conoce.
Pero, de pronto, le invade una certeza. Se acerca a la ma-
dre, fija su mirada en el niño y, suavemente, con infinito
cuidado, lo toma en sus brazos. Y se pone a orar en voz al-
ta, transfigurado su rostro:
«Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz,
porque han visto mis ojos a tu Salvador,
al que has puesto ante todos los pueblos
como luz para alumbrar a las naciones,
y como gloria de tu pueblo Israel»
(Lucas 2,29-32)
119
 Y mientras oraba, a Simeón le venía a la memoria con
enorme claridad todo cuanto había leído y meditado en el
libro de la Consolación de Israel:
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo;
mi elegido, a quien prefiero.
Sobre él he puesto mi espíritu
para que promueva el derecho en las naciones.
No gritará, no clamará,
no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará,
el pábilo vacilante no lo apagará»
(Isaías 42,1-3)
«Yo, Yahvé,
te he llamado para la justicia,
te he tomado de la mano, te he formado
y te he hecho alianza de un pueblo,
luz de las naciones»
(Isaías 42,6)
«Te voy a poner por luz de las gentes
para que mi salvación alcance
hasta el confín de la tierra»
(Isaías 49,6)
El anciano se ha callado y, con el niño en sus brazos,
se ha quedado absorto en la contemplación interior. El pa-
dre y la madre, según refiere san Lucas, se habían queda-
do maravillados de lo que acababan de oír. María sabía
que su hijo reinaría sobre la casa de Jacob: el ángel de la
Anunciación se lo había dicho. Pero en ese instante se ale-
120
graba al saber que la misión de su hijo iba a extenderse
más lejos y que sería la luz de las naciones.
Sin embargo, Simeón seguía callado. Y al mirar al ni-
ño, volvía a ver también la imagen del Siervo sufriente, tal
como es descrita en el libro de la Consolación:
«Muchos se espantaron al verlo,
porque desfigurado no parecía hombre
ni tenía aspecto humano»
(Isaías 52,14)
«Despreciado y evitado de la gente,
varón de dolores acostumbrado a sufrimientos,
ante el cual se vuelve el rostro;
despreciado, lo tuvimos en nada»
(Isaías 53,3)
«Maltratado, se humillaba y no abría la boca:
como cordero llevado al matadero»
(Isaías 53,7)
El anciano Simeón lo sabía: este canto de dolor era
también un canto de esperanza, un canto de salvación y de
victoria.
«Mirad, mi siervo tendrá éxito,
subirá y crecerá mucho»
(Isaías 52,J3)
«Verá la luz,
se saciará de saber»
(Isaías 53,11)
121
 Pero ese triunfo pasaba por la noche y la muerte.
Volviéndose entonces hacia la madre, Simeón le susurra al
oído: «Mira, éste está colocado de modo que todos en
Israel caigan o se levanten; será una bandera discutida, y
así quedarán patentes los pensamientos de todos. Y a ti
una espada te traspasará el alma» (Lucas 2,34-35).
María sintió que se le encogía el corazón. Ella había
venido llena de dicha a presentar a su hijo al Señor y a
ofrecerle, con tal ocasión, el sacrificio de dos tórtolas.
Pero las palabras del anciano y el Espíritu que le inspira-
ba habían encendido de pronto, en el fondo de su alma,
una luz trágica. No, ella no iba a saldar cuentas con sus
dos tortolillas blancas. Éstas no eran más que un pálido re-
flejo. La realidad era muy distinta. «No quisiste sacrificios
ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo. No te agradaron
holocaustos ni sacrificios expiatorios. Entonces dije:
"Aquí estoy; he venido para cumplir, oh Dios, tu volun-
tad"» (Hebreos 10,5-7; cf. Salmo 40,7-9). María miraba a
su hijo entre los brazos del anciano. La carne de su carne
sería un día la víctima. Su hijo sería el Siervo desfigurado
con quien se encarnizarían para abatirlo y que se ofrece-
ría, él mismo, hasta la muerte por la salvación de todos.
¿Por qué se daban en ella, de pronto, esta violencia y este
desgarro entre la carne y el espíritu?
Intenso silencio. María ya no oía más que los latidos
enloquecidos de su propio corazón. Había entrado en la
noche de Dios. Jamás se había sentido tan pobre, tan ale-
jada de Dios. Y jamás había estado tan cerca.
122
Epílogo
Jamás se les ha ahorrado la noche a los creyentes, aunque
hasta hoy parecía estar reservada a una élite: a los santos
y a los místicos. La masa en general se dejaba llevar por
la Institución. La Iglesia, segura de su armadura jerárqui-
ca y de su posición sociológica dominante, se alzaba por
encima de los pueblos con una autoridad soberana. Ella
era la voz que enseñaba, el faro que iluminaba, la espada
que zanjaba. Bastaba con escucharla y mirarla para saber
lo que había que pensar y lo que había que hacer. Todo era
«claro y distinto». Pero resulta que hoy la propia Institu-
ción se ha oscurecido. Desalojada de su posición de privi-
legio en el mundo, la Iglesia se ve contestada tanto desde
dentro como desde fuera, lo cual le hace vacilar, buscar a
tientas su camino y aparecer ante el mundo con el rostro
del Siervo. Muchos, al verla en tal estado, se sienten tur-
bados y desorientados, pues ya no encuentran en ella el
abrigo que les protegía.
Hoy ya no queda ningún medio protegido. El ser hu-
mano, desde muy temprana edad, se ve arrojado en un
mundo en el que todas las opiniones, todas las creencias y
todos los sistemas de valores se codean en pie de igualdad.
123
En este mundo pluralista, la fe ya no puede ser una mera
lección aprendida, sino que exige optar por unos valores y
profundizar en la existencia. La fe, por consiguiente, está
vinculada a la andadura humana. Y nadie puede hacer es-
ta experiencia por nosotros.
Hoy, como en los tiempos del Exilio, el creyente se ve
entregado a las solas fuerzas de su corazón, remitido a la
esencial desnudez del ser humano. Ya no sabe de antema-
no cuáles son los caminos de Dios.
En semejante situación de precariedad y despojo, la fe
se convierte en una aventura que tiene muchos puntos de
semejanza con la gran aventura humana en general. Ya no
es algo sobreañadido. El creyente camina con los demás
seres humanos: en la misma noche. También él debe escu-
char las voces profundas del mundo y dejarse interpelar
por ellas. Y es en el nivel de esta andadura humana donde
es invitado a escuchar de nuevo la Palabra y a descubrir
los signos.
Esta fe despojada se abre a los cuatro vientos del
Espíritu. Hoy, como en los tiempos del Exilio, el Espíritu
no deja de soplar, y lo hace tempestuosamente, precisa-
mente allí donde han caído todos los muros. Y su soplo es
un soplo de universalidad que renueva y congrega a seres
humanos procedentes de los más lejanos horizontes. Está
naciendo un nuevo pueblo de Dios, más allá de todas las
líneas divisorias tradicionales.
«¿Qué ves, Jeremías?», le había preguntado Yahvé a su
profeta en vísperas del desastre que iba a abatirse sobre
Judá. «Veo una rama de almendro», le respondió el profe-
ta. Y Yahvé repuso: «Bien has visto. Pues así soy yo: aten-
to a mi palabra para cumplirla» (Jeremías 1,11-12). La
misma palabra hebrea shéqed sirve para designar al vigía
124
y al almendro. Para el profeta, la imagen graciosa del al-
mendro no tenía nada de tranquilizadora. Significaba que
Yahvé velaba por la ejecución de sus amenazas; anuncia-
ba que la desgracia era inminente. Pero algunos años más
tarde, cuando el país ya no ofrecía más que un espectácu-
lo desolador, Yahvé le dijo a Jeremías: «Del mismo modo
que anduve presto contra ellos para extirpar, destruir,
arruinar, perder y dañar, así andaré respecto a ellos para
reconstruir y plantar» (Jeremías 31,28). ¿Se acordaría el
profeta en aquel momento de la rama de almendro?
El almendro es un árbol precoz que no espera al final
del invierno para anunciar la primavera, sino que tiene pri-
sa por florecer. Sobre sus ramas desnudas, todavía ateri-
das, brota restallante la vida nueva en forma de florecillas
blancas que van invadiendo progresivamente hasta las ra-
mas más altas. En medio de un paisaje desolado, el al-
mendro en flor es un luminoso anticipo. Y la rama florida
luce como el alba en medio de la noche.
Más allá de la tormenta y la devastación, la Palabra so-
bre la que Dios no cesa de velar sigue siendo siempre la
Promesa. El invierno continúa en nuestros surcos. Pero en
alguna parte, en la mirada de la Iglesia, ha florecido ya una
rama de almendro.
125