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Horacio Quiroga “Decálogo del perfecto cuentista”,

Babel (24 julio de 1927)


I
Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo
tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el
desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia,
dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras
líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “Desde el río soplaba el viento frío”, no hay en lengua huma-
na más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar
si son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es
preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les tra-
zaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es
una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual
fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera
interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo
se obtiene la vida del cuento.
Silvina Bullrich. Carta a un joven cuentista.
Buenos Aires: Santiago Rueda Editor, 1968.
Nada me parece más acertado para un estudio sobre el cuento que comentar o discutir el Decálogo del Perfecto
Cuentista, de Horacio Quiroga.
I. «Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov— como en Dios mismo». Cabe preguntarse hasta qué
altura de la vida o de la obra supone Quiroga que debemos aceptar influencias extrañas y cuándo tenemos derecho
a sentirnos maestros a nuestra vez, aunque sólo sea maestros de nosotros mismos. Ningún artista puede aceptar
este consejo sin rebelarse un poco, pues su mayor ambición es volar con sus propias alas. Por otra parte ¿en qué
maestro creyó Quiroga? Tengo la impresión de que en varios. Pues si bien sus cuentos misioneros acusan alguna
influencia de Kipling o de Poe, en otros, como en «Los Perseguidos», por ejemplo, vemos asomar a Maupassant,
pero no al perfecto cuentista de «Bola de Sebo», respetuoso del tiempo del lector, resuelto a captarse su simpatía y
a despertar su emoción al mismo tiempo que su sorpresa, sino al de sus cuentos menores como «A Caballo», «La
Cama», «El Loco», etcétera.
II. «Cree que su arte es una cima inaccesible, no sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin
saberlo tú mismo». Este segundo mandamiento no se presta a mayores comentarios, pues es una redundancia del
primero, aunque menos admisible. Nadie escribiría una línea si no pensara que tiene algo que decir distinto (y
sin duda superior) de sus maestros. Toda persona con personalidad se siente singular, cuanto más aquel que tiene
vocación creadora. Por fuerte que sea el mandato interior de escribir, creo que todos terminaríamos por dominarlo
si no supusiéramos que una página, una frase, puede aportar algo al panorama cultural del mundo, de nuestro
país o de nuestra aldea.
III. «Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa,
el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia». Temo que este tercer mandamiento contradiga a los demás
aunque al mismo tiempo los resume y los justifica. Aceptar la frase de Buffon, con una ligera variante, ya es señalar
un rumbo acertado a los jóvenes cuentistas a quienes se dirige.
IV. «Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu
novia, dándole todo tu corazón». ¿Es acaso el triunfo lo más importante en una obra literaria? ¿No conocemos
fracasos más gloriosos que muchos éxitos y no suele el escritor avergonzarse un poco de la popularidad cuando
ésta se convierte (resultado inevitable) en un manoseo de su obra? Personalmente me gusta más la estrofa de Al-
mafuerte «Pero yo también creo que la derrota - merece sus laureles y arcos triunfales - cualquier dolor que sea
siempre rebota - sobre el alma futura de los mortales». La vida de Quiroga fue toda entera una derrota y por eso
su obra cobró fuerza y perdura.
Y ahora llegamos al quinto mandamiento, el único verdaderamente esencial a mi modo de ver para guiar a un
joven cuentista:
V.«No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adonde vas. En un cuento bien logrado, las tres pri-
meras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas». El factor sorpresivo del final suele ser el gran acierto
de muchos cuentistas, entre los nuestros: Borges o Dalmiro Sáenz. Podríamos decir que los cuentos más perfectos
son los que conducen al lector, en medio de una confortable desorientación, hacia el final previsto por el autor. Y
he aquí, tal vez, la diferencia fundamental entre la técnica del cuento y la de la novela. El cuento no puede dejar el
final librado al azar, por el contrario depende casi totalmente de él. La novela puede permitirse infinitas libertades,
la de tener un desenlace equívoco, la de no tener ninguno, o dejarlo al gusto del lector e incluso la de ir tejiendo
su final como el destino, ciegamente, al azar de su construcción. No me refiero por supuesto a la novela policial.
Pero sigamos con el decálogo del perfecto cuentista.
VI. «Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: ‘desde el río soplaba un viento frío’, no hay en lengua
humana (en lengua castellana habrá querido decir) más palabras que las apuntadas para expresarlas. Una vez
dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes». Quizá sea éste el más
caprichoso y el más discutible de los mandamientos, pues no se tergiversaría mucho la realidad buscada poniendo
«helado» en vez de frío y evitando así una rima que puede no molestar a Quiroga pero sí al lector, y acaso a los
críticos. No me parece un exceso de severidad recomendar a los jóvenes que eviten este tipo de consonancias; no
olvidemos que el hombre busca por naturaleza el camino más fácil y que es preferible darle reglas rígidas aunque
las tergiverse sin cometer pecados mortales, que darle leyes elásticas que son a la larga las culpables de los estilos
desgreñados.
VII. «No adjetives sin necesidad. Inútil serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que
es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo». El consejo es sano pero no infalible, hay
estilos que descansan en gran parte sobre los adjetivos. El adjetivo imprevisto y contradictorio de Borges; el adje-
tivo casi siempre más fuerte que el sustantivo de la obra de Mallea, el adjetivo humilde y exacto de Maupassant y
el que ayuda en Poe a la obra del terror. Pues ¿qué quiere decir exactamente la expresión: sin necesidad? La nece-
sidad de adjetivar es privativa de cada escritor; sería como querer reglamentar la necesidad de usar dos adjetivos
en vez de uno o hasta de determinar la necesidad de escribir en sí misma. Por otra parte, los consejos son más
fáciles de dar que de seguir. Tomo al azar un cuento de Quiroga, «La Llama», y leo un párrafo: «Berenice tuvo al
día siguiente uno de sus extraños ataques y ante mis serios temores por esa sensibilidad profundamente enfermiza,
la madre sacudió la cabeza». En tres frases hay al menos dos adjetivos supriminles: hubiéramos comprendido lo
mismo, puesto que ya estábamos al tanto, que los ataques eran extraños sin agregar el adjetivo y que los temores
eran serios.
VIII. «Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les
trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es
una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea». Esta última frase sorprende
en un escritor tan auténtico como Quiroga y debilita el consejo importante, quizá el más importante del Decálogo.
Pues nadie puede discutir que no sea un acierto llevar el personaje y la anécdota firmemente hacia el final. Así el
cuento es, en cierto modo más perfecto que la novela, pues no admite licencias. Por supuesto que estas recetas
hacen del cuento un oficio más o menos fácil o difícil de aprender y que la misma libertad de la novela (como toda
libertad), aumenta sus responsabilidades y obliga a buscar incesantemente un cauce que también incesantemente
se pierde. Es más difícil perderse en un largo camino que en un camino corto.
IX. «No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla
tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino». No creo que quepa la discusión alrededor de este noveno
mandamiento. Por otra parte es casi inhumano escribir bajo una real y reciente emoción. En esto la novela y el
cuento se asemejan. Quizá sólo la poesía, la romántica, no la actual, pueda ser una excepción.
X. «No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no
tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de
otro modo se obtiene la vida en el cuento». Hoy parece sorprendente que alguien pueda pensar en sus amigos al
escribir: el mundo es tan vasto y el escritor tan aislado, sus miras tan lejanas en el tiempo y en el espacio, que no
creemos encontrar ninguna valla que nos impida seguir este consejo ingenuo.
A lo largo de este Decálogo la palabra ingenuo ha acudido varías veces a mi mente y varías veces lá he rechaza-
do, pues la obra y la vida de Quiroga nada tienen de candorosas, son recias y brutalmente humanas, como lo es
su muerte y lo son las muertes que jalonan su paso por lá tierra. Pero hay que resignarse a admitir que un cierto
candor se filtra en sii Decálogo. Quizá sea imposible querer encerrar al hombre en diez mandamientos sin sentir la
imposibilidad (léase ingenuidad) de lograrlo. El hombre, cuentista o no, desborda los límites de las teorías rígidas.
A veces pienso que Quiroga miró demasiado la naturaleza y a fuerza de observar víboras, cocodrilos, invasiones
de hormigas, esteros, selvas y tembladerales perdió la noción de grandeza infinita dentro de su infinita pequeñez
que es el hombre.
Pero no debemos confundir al Quiroga cuentista con el autor relativamente feliz de este Decálogo donde, pese a
mi actitud crítica, encuentro dos o tres consejos indispensables para todo cuentista. Aunque a decir verdad en ma-
teria de consejo literario no ha sido superado el de Rainer María Rilke en Carta a un Joven Poeta: «Si puedes vivir
sin escribir, no escribas». No se presta a discusión el hecho de que sólo una necesidad ineludible puede mantener
preso a un hombre (empleo esta palabra genéricamente) buscando en sí mismo ideas huidizas que asoman apenas,
torpemente, de su cerebro, e imprimirlas sobre un papel, signos de un alfabeto acaso indescifrable para quienes
vendrán después de nosotros.

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