Professional Documents
Culture Documents
Teo García
Rocaeditorial
© Teo García, 2005
ISBN: 84-96284-95-6
Depósito legal: B. 39.578-2005
ADVERTENCIA
Este archivo es una copia de seguridad, para compartirlo con un grupo reducido
de amigos, por medios privados. Si llega a tus manos debes saber que no deberás
colgarlo en webs o redes públicas, ni hacer uso comercial del mismo. Que una
vez leído se considera caducado el préstamo y deberá ser destruido.
Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas,
de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación
geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas
públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de
autor de diferentes soportes. Por ello, no consideramos que nuestro acto sea de
piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la siguiente…
RECOMENDACIÓN
y la siguiente…
PETICIÓN
7
Teo García La partida
tipos que se la dan de muy machos, y luego les encanta bajarse a la fuente a
beber del caño. A lo mejor tú eres uno de ésos; un día lo probaremos —replicó
Clavijo.
—Ni se te ocurra, tita: antes te corto los huevos y se los regalo a tu madre
de pendientes.
—¡A mi madre ni nombrarla, cabrón!
—¡Queréis callar de una vez! —dijo Anselmo, alzando la voz. Cada partida
de los viernes iba aderezada con frases y conversaciones similares. A Anselmo
estas expresiones no le molestaban, le hacían gracia y hasta sonreía. Su adusta
parquedad a la hora de expresarse le venía impuesta por sus ascendientes. Sus
padres provenían de Villatoro, un pueblo burgalés, y a pesar de haber nacido él
en Barcelona, algo había heredado de ese carácter mesetario tan característico.
—Juguemos de una vez. Luego, si queréis os tiráis de los pelos —añadió
Perico.
Mientras las fichas eran mezcladas con su cantarín sonido, llegaron los
boquerones y otra ronda de cervezas que traía Jaime, el propietario del bar que
llevaba su nombre.
8
Teo García La partida
9
Teo García La partida
10
Teo García La partida
cambiaron lentamente.
—¿Cómo están María y el pequeño? Hace días que no sé nada de ellos.
—Bien, como siempre. Ahora les veré.
Perico, aunque tenía una eterna novia que vivía en Agramunt, sentía una
sana envidia por la situación familiar de Anselmo. Esperaba poder casarse en
un futuro próximo, pero no demostraba excesiva celeridad por cambiar de
estado civil. Resultaba curioso que ninguno de sus amigos conociera a su
prometida. Sabían de su existencia por las explicaciones que les transmitía
Perico, pero nadie la había visto nunca; ni siquiera en fotografía.
—Escucha Anselmo: ya sé que igual no puedes responderme, pero estoy
intranquilo por la situación. ¿Es cierto que se está preparando una sublevación
de los militares? Tengo miedo de que la cosa se complique. Ya sabes que a mí
los cambios me gustan poco y últimamente tenemos muchos. He pensado que
por el puesto que ocupas igual estás más informado —preguntó Perico, en un
tono más interesado que preocupado.
—Joder, no me seas agonías. Hace ya meses que se viene diciendo que va a
ocurrir algo y las semanas van pasando sin que nada cambie. Además, ¿a
nosotros qué? Al menos, yo estoy más interesado en otras cosas.
—¿A qué te refieres? —preguntó Perico intrigado.
—La semana próxima se organizará un partido amistoso de baloncesto en
el campo del Patrie; si te parece, podríamos ir juntos.
—¿Contra quién juegan? —se interesó Perico.
—Contra un combinado de los que han llegado a Barcelona para las
Olimpíadas Populares. Ya procuraré enterarme y si puedo, pediré entradas.
Ventajas de ser policía y tú, amigo mío. Esto es lo que más me interesa.
No era extraño que los dos tuvieran ganas de ir a un partido internacional.
Últimamente se jugaban pocos.
—¿Cuándo fue la última vez que vimos un partido contra un equipo
extranjero? —Anselmo formulaba la pregunta sabiendo que su metódico,
ordenado y diligente amigo, conocería la respuesta.
—Fue el invierno del año pasado en el Gran Price. Jugaron la selección
catalana contra la selección de Ginebra; perdimos por 25 a 29.
—Es verdad; con aquel árbitro que no se enteraba de nada —dijo Anselmo
entornando los ojos como ayuda para recordar. Iban caminando con paso
tranquilo; no tenían prisa alguna. Hablaron de baloncesto, de la próxima
temporada y de temas intrascendentes. Sin darse cuenta llegaron a casa de
Perico. El tiempo había transcurrido muy rápidamente.
—Bueno muchacho, saluda a tus padres. Ya nos veremos —se despidió
Anselmo. Cuando éste se dio media vuelta para marcharse, Perico le llamó.
—¡Anselmo! Cuídate.
—Hasta la vista, agonías —fue la corta respuesta acompañada de una
risotada.
Había intentado tranquilizar a su amigo, sin grandes esfuerzos era cierto,
11
Teo García La partida
12
Teo García La partida
tabaco a los allí presentes. Anselmo dedujo que esos dos tipos debían de tener
algún cargo o rango superior que les permitía comportarse de forma tan poco
cortés.
—Muy diplomático, Pardo; pero sigo pensando que alguna conclusión debe
usted sacar. No me defraude: todos los aquí presentes conocemos su
expediente, las calificaciones que ha obtenido en los diferentes cursos, su
rapidez en conseguir el grado de suboficial y los servicios que hasta la fecha ha
prestado de forma satisfactoria. ¿Pretende que me crea que no se ha molestado
en intentar..., no quisiera decir averiguar, pero sí comprender lo que está
ocurriendo? Usted está en contacto con la realidad de una forma mucho más
próxima que la mayoría de la gente. Doy por sentado que sigue la política de
este dichoso país, que está al corriente de lo que podríamos denominar
movimientos sociales, del fraccionamiento de la sociedad y del ambiente en que
vivimos.
—Sigo sin comprender lo que pretende que responda, mi capitán.
—Seré sincero. A usted no podemos..., ¿cómo le diría?, calificarle
políticamente. Nunca se le ha oído emitir juicio alguno. No tiene filiación
política ni afinidad conocida. Quiero saber exactamente ¿qué coño piensa? —
preguntó en un tono que no admitía muchas vacilaciones.
—Verá mi capitán; sigo considerando, y me permito interpretar las palabras
que antes ha referido sobre mí...
—No interprete, Pardo. He sido muy claro a la hora de expresar lo que
queremos saber.
—Si me permite continuar, capitán, quería decir que si hasta la fecha mi
trabajo se ha desarrollado de forma satisfactoria, ¿qué es lo que ahora les
preocupa que pueda cambiar en mi forma de trabajar o pensar?
—¡Joder, Pardo! Me está empezando a hinchar las pelotas. ¿Se ha vuelto
tonto de repente o se ha dado un golpe en la cabeza?
—Con su permiso, capitán Carreras —interrumpió el comandante Arrando
ante el cariz que estaba tomando la conversación—. Nadie está cuestionando su
trabajo pasado. Usted me conoce. Sabe quién soy, mi cargo y quién me ha
nombrado para el mismo. Lo que intentamos averiguar es qué piensa (y me
permito remarcar lo de «piensa») respecto a los rumores de un posible cambio
político debido a un movimiento involucionista por parte de militares no
afectos a la República.
—Mi comandante, yo sólo sé que soy un funcionario que se debe al
gobierno legalmente constituido de mi país. Sea el que sea quien mande, yo
obedeceré sin cuestionar las órdenes o instrucciones recibidas. Así lo he hecho
siempre.
—Bueno; algo vamos avanzando, Pardo. Debemos evitar malas
interpretaciones —continuó diciendo el comandante—. Creo entender que si el
gobierno de la nación o de la Generalitat fuera derrocado, usted acataría al
nuevo gobierno sin rechistar.
13
Teo García La partida
14
Teo García La partida
15
Teo García La partida
16
Teo García La partida
17
Capítulo II
Después de dejar a Perico en su casa, Anselmo se fue con paso ligero. Se había
hecho tarde, tenía ganas de cenar y de estar con su hijo antes de que se fuera a
dormir. Vivía en la avenida de Roma, en el número 69, en un sexto piso sin
ascensor, pero con entresuelo y principal. Aunque se mantenía en forma
subiendo las escaleras, y a pesar de sus treinta y dos años, últimamente se
sentía envejecido, pero hacía lo posible por achacarlo a sus manías.
El hecho de subir los ocho pisos, junto con el calor que hacía esa noche, le
habían pegado la camisa a la espalda. Esa sensación le incomodaba. Le
provocaba un malhumor repentino, que aquellos que no le conocían no sabían a
qué se podía deber.
Al abrir la puerta, la primera visión que tuvo fue a su esposa, junto a los
fogones, con su hijo pegado al delantal; infantilmente insistente. Cuando llegó a
la puerta del piso, antes de meter la llave en la cerradura, ya pudo oír por la
ventana, que daba al hueco de la escalera, las protestas de Juanito por algo
referente a la cena.
—¡Pero qué pasa aquí! —dijo Anselmo al entrar, a modo de saludo,
fingiendo estar enfadado.
—Hola, Anselmo. Ya era hora de que llegaras —comentó María—. Pensé
que tendría que ir a buscarte al bar. Te ha llamado tu compañero Paco. A las
doce de la noche pasará a recogerte en coche. Me ha dicho que era urgente.
A Anselmo le contrariaba cualquier alteración en sus planes, pero tenía que
admitir que después de empezar a expandirse los rumores de la sublevación del
ejército de África, algo así esperaba.
—¿Tienes tiempo de cenar algo? Tengo arenques y judías —ofreció María
con una sonrisa de complicidad. Sabía que a Anselmo le gustaba el pescado
salado con mucho pan.
—Yo también quiero —pidió el crío.
—Sí, hombrecito, y un chato de vino también. ¿Ya ha cenado? —se interesó
Anselmo, que recibió como respuesta una inclinación afirmativa de María.
Juanito era un buen niño; más parecido físicamente a su mujer que a
Anselmo. Éste creía que incluso en el carácter también había más similitudes
con su madre. Se solía mostrar tranquilo y cariñoso, con algún deje de mal
Teo García La partida
genio. Anselmo, sin embargo, era austero en sus muestras de afecto. Eso no
significaba que quisiera menos al niño, sino que le costaba manifestar sus
sentimientos. En tanto María preparaba la cena, recorrió el corto pasillo que
separaba la cocina del comedor, donde su hijo, fiel a su juego favorito, tenía
montada una batalla con sus soldados de plomo.
Le gustaba ver jugar a Juanito. La batalla se iba desarrollando mientras el
niño imitaba con su voz los ruidos característicos de cualquier escaramuza:
disparos, voces de mando, los lamentos de los heridos y cualquier otro sonido
que la mente infantil relaciona con la acción y la guerra. Juanito tenía ya siete
años y para Anselmo parecía que el tiempo había transcurrido a una anormal
velocidad. María y él no habían tenido más hijos. Desconocía el motivo; pero el
caso es que no habían conseguido un hermano para Juanito.
—Papá, ¿va a pasar algún tren?
El pequeño balcón de la vivienda daba a una avenida. Por ella, a un nivel
inferior de la calle, pasaban las vías del ferrocarril. Muchas veces, su hijo y él, se
ponían a esperar que pasaran los trenes.
—Supongo que sí. Pero puedo llamar para que pase uno muy largo para ti.
Juanito, como todos los hijos, creía que su padre, y más siendo policía, tenía
poder para eso, lo que enorgullecía a Anselmo.
—¡Joder que calor! —exclamó Anselmo en voz alta. Su hijo le miraba
sorprendido.
Antes de cenar, Anselmo había pensado lavarse un poco. El bochorno,
característico y típico de las ciudades costeras de clima mediterráneo, le
enervaba los ánimos. Le molestaba no poder descansar por las noches y más de
una se la pasaba en el balcón, sentado en una pequeña silla de esparto,
fumando, bebiendo un porrón de cerveza con limón y pensando en sus cosas.
Era incómodo, pero las dimensiones de la pequeña terraza no daban para más.
Cuando la noche cerrada daba paso al alba, atemperando el agobio y el calor
con su frescor vivificante, le entraba una modorra que anunciaba un sueño
inmediato.
El olor característico de los arenques le llegó, haciendo que se le abriera el
hambre. María era buena cocinera. Llevaban nueve años casados y hasta la
fecha su relación había sido normal, con los lógicos altibajos, pero queriéndose.
Anselmo respetaba a su mujer. Rara vez le había dirigido una palabra
inconveniente o un gesto despectivo. De todas formas, también era cierto que
alguna escapada realizaba con su amigo Quique a visitar prostitutas, que
llegaban después de una sesión en alguno de los locales de revista o variedades
con espectáculo picante.
María apareció con un mantel para poner la mesa. Como si fuera un
armisticio de paz repentino, la batalla que desarrollaban los soldaditos de
plomo llegó a su fin. Mientras el niño los guardaba en una caja de zapatos,
Anselmo ayudó a María a extender la mantelería y repartir los cubiertos. Al
inclinarse su esposa para alisar el mantel, Anselmo pudo percibir el inicio de
19
Teo García La partida
20
Teo García La partida
Anselmo sonrió. Era una forma de decir que no fuera con el uniforme
reglamentario, sino vestido de paisano. Desde que se vio involucrado en la
investigación de la sublevación, cada vez en menos ocasiones había vestido el
uniforme. Mejor así. Al llegar el calor le ponía nervioso el cuello alto, la gorra y
los correajes.
—Venga hijo a dormir —dijo María al pequeño, que seguía ocupado con los
soldados y la caja.
Anselmo se dedicó a traer los platos, pan y dos naranjas. Cayó en la cuenta
de que había olvidado traer vino del bar, pero no le importó: bebería cerveza si
quedaba.
Cuando el niño ya estaba acostado, siguió con la rutina de siempre: un beso
de buenas noches y un ligero mordisco en la mejilla, que el crío agradecía con
una sonrisa. En alguna ocasión le explicaba un cuento, pero esto ocurría pocas
veces.
Desde la habitación de Juanito oyó como en el pequeño reloj de pared del
comedor sonaban las diez. Debía aligerar. Odiaba las prisas; más aun, si tenía
que comer primero, asearse y cambiarse de ropa.
La cena se desarrolló como solía ser habitual: con el sonido de la radio de
fondo, el parloteo de María, que le explicaba chismes del barrio, alguna
cuestión doméstica y el eterno tictac del reloj con sus cuartos y horas.
Los arenques estaban buenos y los devoró con fruición, pero sabía que más
tarde debería pagar el tributo de la sed. Terminada la cena, ayudó a su mujer a
limpiar la mesa y los platos de restos. Después, ella, abanicándose, se sentó
cerca del quicio de la puerta que daba al balcón. Él fue al aseo para lavarse.
Abrió el grifo y se pasó las manos mojadas por el cuello, la cara y las axilas.
Luego, como le gustaba hacer en los días calurosos, dejó que el agua fresca
fluyera por sus muñecas. Dudó si volver a afeitarse. Decidió que estaba bien así.
Ya en el dormitorio se puso una camisa limpia, un traje mil rayas, que solía
utilizar en ocasiones, zapatos blancos de rejilla con un ribeteado negro en los
laterales y por último, se ciñó el reloj —que había pertenecido a su padre— a la
muñeca. Acabó de acicalarse con un pañuelo en el bolsillo derecho de su
pantalón. Cogió de la parte alta del armario, donde solía dejarla para hacerla
inaccesible a su hijo, su pistola Astra de 9 mm., un cargador de recambio y su
cartera. Siempre seguía la misma rutina a la hora de vestirse.
El dormitorio del matrimonio daba directamente al comedor, por lo que en
dos pasos estuvo al lado de María.
—Bueno; me marcho ya. Confío que no llegaré tarde —dijo mientras le
daba un beso en la mejilla, mesándole el pelo en un gesto cariñoso.
—Anselmo, ten cuidado —recomendó María. A Anselmo le pareció curioso:
era la segunda persona en el día que se lo decía.
Pasó por la puerta del dormitorio de su hijo y la entreabrió para darle un
vistazo. Dormía como suelen dormir los niños: profundamente y tranquilo.
21
Teo García La partida
Deshizo el camino hacia la calle por los 122 escalones. Aún faltaban diez
minutos para las doce. Esperaría fumando un cigarrillo. Seguro que lo de esta
noche tenía algo que ver con los acontecimientos que se habían producido.
Desde su entrevista en primavera, él y otros compañeros, considerados fieles a
la República, habían dedicado una gran parte de sus esfuerzos y tiempo en
averiguar la posible trama de sublevados dentro del cuerpo.
Las semanas de trabajo, las jornadas enteras de vigilancia y tener los oídos
bien abiertos habían dada sus frutos. Unos cuantos sospechosos habían sido
detectados. A pesar de comunicar a sus superiores el resultado de sus
investigaciones, no había ocurrido nada. Como mucho se habían producido
algunos traslados, pero nada llamativo. Sí que había que reconocer que fue muy
difícil llegar a conclusiones claras respecto a las posturas de muchas personas.
La ambigüedad era la tónica general, y excepto en aquellos casos en los que de
forma fehaciente se les había detectado con actitudes, compañías y contactos
raros, no se podía elaborar una lista clara de personas. Él y su compañero Paco
habían comentado algo. Sobre todo, el hecho de que con una cierta facilidad se
pudiera averiguar que tres oficiales del cuerpo de asalto y un homólogo de
Anselmo estaban metidos en el fregado. Sin embargo, a pesar de ser
conocedores los mandos de dichas actuaciones, no habían tomado medida
alguna.
Cuando faltaban dos minutos para la medianoche, apareció el coche
Peugeot que conducía Paco. Anselmo se acomodó en el asiento del
acompañante.
—Buenas noches, Paco.
—¿Qué tal Anselmo? ¿Cómo van esos ánimos?
—¿Sabes de qué coño va la mierda de esta noche?
—No tengo ni la más remota idea. Sólo sé que debemos presentarnos en el
parque móvil de Gobernación antes de las doce y media.
—Imagino que tiene algo que ver con los rumores de sublevación en
Marruecos —dijo Anselmo.
—De rumores nada, muchacho. Las guarniciones de Ceuta y Melilla ya se
han sublevado sin encontrar resistencia alguna. Sólo en Larache han tenido
alguna pequeña dificultad.
Anselmo escuchaba mientras miraba por la ventanilla.
—Nos conocemos desde hace tiempo. ¿Crees que estamos en el bando
correcto? —preguntó Paco.
—Que yo sepa no hay enfrentamiento alguno. Sólo existe un bando: el de
los buenos, que somos nosotros —dijo Anselmo con cierta sorna.
—No me vengas con bromas ahora. Tú no sé, pero yo estoy acojonado.
Tengo la impresión de que estos cabrones van a por todas.
El coche ya había girado por la calle Aribau. Llegarían a su destino en poco
tiempo. Anselmo no tenía miedo aunque sí que sentía cierta inquietud
22
Teo García La partida
23
Teo García La partida
Anselmo.
—Limítese a cumplir lo que se le ordena. Del resto ya se ocuparán otros; no
tenga la menor duda. ¿Alguna otra cuestión, señores?
Nadie dijo nada. Recogieron las fichas con las direcciones de los
sospechosos y se dispusieron a salir de nuevo. Bajaron por turnos en el mismo
montacargas.
—¿Qué palomo nos ha tocado? —quiso saber Paco.
—Un fulano que se llama... —Anselmo no atinaba a ver el dato dada la
poca luz que había dentro del coche—. Jorge Suñol. Según pone aquí, miembro
de Falange. Vive en la calle Aragón, número 253, en el piso tercero. Venga, tira
ya.
Paco iba conduciendo con nerviosismo. Anselmo volvió a ensimismarse
pensando que algo no le acababa de gustar de toda la historia.
El día 27 de junio, se habían vuelto a reunir en la finca de Argentona un
gran número de militares y civiles. Algunos de ellos estaban entre los que ahora
iban a detener. No entendía por qué no se había actuado entonces, en vez de
dejar pasar el tiempo y permitir que los conspiradores se organizasen mejor.
Concluyó sus reflexiones pensando que, en realidad, no era asunto suyo.
24
Teo García La partida
moradores del piso que nada bueno iba a pasar. Tras esperar un breve espacio
de tiempo, oyeron pasos tras la puerta. La mirilla, grande, dorada y enrejillada,
se descorrió para saber quiénes eran los intrusos. Anselmo se limitó a decir la
frase de rigor en tono autoritario:
—Policía. Abran la puerta, por favor.
Se escuchó el sonido de los diferentes cerrojos al descorrerse. Apareció ante
ellos una mujer que, por su forma de vestir y físico, parecía la criada. Tras el
ritual de volver a mostrar sus credenciales, solicitaron hablar con los inquilinos.
Anselmo no quiso referirse a ellos como los señores de la casa. La criada, en su
simplicidad, respondió que estaban durmiendo.
—Ya me lo imagino, señora. Pero éste es un asunto oficial. Queremos ver a
Jorge Suñol.
La criada volvió a decir lo mismo que había avisado el portero:
—¿Cuál de ellos, padre o hijo?
—Los dos. Y también al Espíritu Santo, si se encuentra aquí —dijo Paco.
Para asombro de ellos, la criada se santiguó. La muchacha entró hacia el
interior de la vivienda donde se oyeron una serie de puertas que se abrían y
cerraban. Durante la espera, Anselmo se fijó en la decoración de la casa. A
simple vista era evidente que no se trataba de una familia modesta. El
mobiliario del recibidor algo recargado, junto con la amplitud de la estancia y la
presencia de una criada, indicaba una posición desahogada por parte de los
moradores de la vivienda. El suelo le gustó particularmente: era un llamativo
damero en diferentes colores. En su mente comparó éste con el del piso donde
vivía él con su familia. Justo entonces, apareció el que a todas luces era el padre.
—Buenas noches, agentes. ¿A qué debemos su visita?
Detrás, a una distancia entre prudente y respetuosa se situó la criada. Llegó
la esposa, que, pudorosa, estaba preocupada por mantener su bata cerrada.
—Buenas noches —contestaron al unísono, como hacen los payasos en el
circo—. Venimos a buscar a Jorge Suñol, hijo.
—Permítanme sus identificaciones —dijo el padre, intentando situarse en
una postura que transmitiera más autoridad. Cumplieron con el gesto.
—¿Por algún motivo en especial? —quiso saber el padre.
La paciencia de Anselmo que, por otro lado, nunca había sido una de sus
virtudes, estaba empezando a llegar al límite.
—Debe acompañarnos a comisaría para responder a unas preguntas. Es un
mero trámite. Enseguida lo tendrán de vuelta en casa.
—Tratándose de un trámite no tendrán inconveniente en que lo acompañe.
Esta vez el padre utilizó un tono que casi no admitía réplica, pero era
ridículo intentar mantener una posición autoritaria en pijama, batín y zapatillas.
—Lo siento, pero nuestras órdenes son que sólo nos acompañe su hijo. Le
repito que es un mero trámite. En cuanto esté cumplimentado regresará a casa.
Apareció una niña de unos doce años, lo que provocó que Anselmo
suavizara su reacción. Afortunadamente para todos entró en el recibidor un
25
Teo García La partida
joven.
—Buenas noches. Soy Jorge Suñol. Creo que preguntaban por mí.
—Tenemos órdenes de que nos acompañe a comisaría para cumplimentar
un trámite. Le rogaría que nos facilite las cosas, por favor.
—Por supuesto, agentes. ¿Me permiten que me vista? No me gustaría tener
que pasearme por Barcelona de esta guisa —dijo, mientras con los dedos índice
y pulgar de cada mano se cogía la chaqueta del pijama de seda que llevaba
puesto.
Los dos policías se miraron; tuvieron el mismo pensamiento: si acompañar
al joven mientras se cambiaba de atuendo. Sin pronunciar palabra, de forma
tácita, decidieron no poner inconveniente alguno.
—Lo entendemos perfectamente. Vístase, pero sea lo más rápido posible.
Anselmo no quería prolongar la presente situación más de lo estrictamente
necesario. No le gustaba protagonizar escenas así ante los familiares de los
detenidos.
La inquietud de la madre se evidenciaba por momentos. Con un ligero
temblor en la voz preguntó, en un ruego, si su hijo volvería pronto.
—Por supuesto, señora; ya le hemos dicho... —empezó a decir Paco, pero
fue interrumpido por el padre.
—Querida, no te preocupes. Va acompañado de la policía, nada malo le
puede ocurrir. ¿No es así, agentes?
Con la pregunta, el padre tranquilizaba a su esposa tanto como a sí mismo.
El joven, cumpliendo su palabra, fue rápido en vestirse. Apareció otra vez en el
recibidor de la casa ataviado con un traje de algodón color crudo —de
confección juzgó Anselmo, por la caída y exactitud de las medidas—, que le
confería un aire distinguido, a la vez que le hacía parecer más joven. Al pasar
junto al perchero, cogió un sombrero canotier. Anselmo se fijó en ese detalle.
—Cuando gusten —dijo el joven con un cierto aire despreocupado. Se
volvió para dar un beso en la mejilla a su hermana y otro a su madre—. No te
preocupes, mamá. Para el desayuno ya estaré de regreso.
El padre, intentando mantener su pose digna y erguida, se limitó a darle un
apretón de manos. Fue muy escueto en su despedida.
—Hasta pronto, Jorge.
Los tres bajaron las escaleras. Paco se situó delante y Anselmo detrás del
chico. Al llegar al coche, Paco volvió a conducir mientras Anselmo se sentó en el
asiento posterior acompañando al detenido.
—¿Les importa si fumo? —preguntó Jorge, extrayendo del bolsillo interior
de su americana una pitillera sobre la que golpeaba un cigarrillo para apretar
más el tabaco.
—Fume si quiere —fue la parca respuesta de Anselmo.
—Disculpen, ¿quieren un pitillo? —ofreció de forma educada el joven.
Anselmo respondió negativamente. Paco ni se molestó en abrir la boca.
Durante el trayecto hasta la Jefatura de Policía no volvieron a decir nada. El
26
Teo García La partida
27
Teo García La partida
de menos.
28
Teo García La partida
29
Teo García La partida
30
Teo García La partida
31
Teo García La partida
32
Teo García La partida
33
Capítulo III
35
Teo García La partida
munición suficiente.
—Sí, ésa es una cifra posible. Sin embargo, vuelvo a repetir que no puedo
ser tan certero como ustedes me piden —contestó prudentemente Escofet—. En
cuanto a los planes, sí que están más claros.
Para hacer más comprensible su explicación sacó un plano de Barcelona.
Con un lápiz fue trazando los diferentes objetivos, los recorridos y los puntos
de reunión de las tropas que se rebelarían. Hasta siendo profano en operaciones
militares, era evidente que la sublevación en Barcelona perseguía el control de
los puntos céntricos de la ciudad, de las principales vías de acceso a la periferia
y al puerto. La exposición sobre el plano, junto con la claridad de la explicación,
hizo que todos los presentes pudieran comprender rápidamente cual era el
terreno de juego sobre el que se iba a desarrollar la partida.
—La intención de controlar el puerto y toda su zona colindante, creo que
nos puede indicar que los sublevados esperan refuerzos por mar —añadió el
general Llano de la Encomienda—. Pero... ¿desde dónde? —reflexionó en voz
alta.
—No debe olvidar un detalle general —contestó Companys—. En Baleares
está su compañero, el general Goded. De ese individuo sí podemos esperar que
se sume a la sublevación. No hace falta que le recuerde su historial
conspiratorio. Ha intrigado contra la dictadura, el gobierno Azaña y el gobierno
del Frente Popular. Estoy seguro de que en este intento volverá a estar
involucrado. Así agradecerá la magnanimidad con la que ha sido tratado en
otras ocasiones.
—Pero desde Baleares —continuó hablando Llano de la Encomienda sin
querer opinar sobre lo antes dicho por el presidente—, un traslado de tropas
llevaría casi un día entero, y eso contando que no hubiera disensiones entre los
soldados establecidos en las islas. Esto obligaría a los sublevados a dejar un
retén de fuerzas para asegurar su posición.
—Creo que nuestra postura debe ser el control absoluto de la situación
desde el primer momento. Hemos de actuar de forma contundente y rápida. En
el caso de que reciban refuerzos deberíamos tener nuestras posiciones
consolidadas —dijo Escofet.
—Estoy de acuerdo con usted, pero ¿con qué fuerzas podemos oponernos
nosotros? —preguntó Espanya.
—Entre guardias de asalto, carabineros, mossos d'Esquadra y guardias
civiles, estaríamos hablando de unos cinco mil doscientos hombres.
Todos los presentes en la reunión se dieron cuenta de que el número de
fuerzas estaba muy nivelado, pero que la mejor preparación y medios de los
sublevados haría decantarse el combate a su favor. Las caras de preocupación
así lo atestiguaban. Se produjo un silencio que nadie quería romper señalando
lo evidente.
Por parte de Companys, hombre de oratoria vibrante, se produjo un
mutismo más prolongado de lo deseable. Desconfiaba profundamente de la
36
Teo García La partida
Guardia Civil. Sabía que entre los guardias de asalto no había sentado nada
bien que el cuerpo pasara a depender de la Generalitat. Para más preocupación,
aún tenía frescos en la memoria los sucesos del año 1934 —con su intento de
proclamar el Estat Català— que acabaron con su gobierno y él mismo en
prisión. También recordaba la nula resistencia que los mossos d'Esquadra
habían realizado contra las tropas del gobierno de España. Volvió a tener la
sensación de estar completamente solo y vendido de antemano.
—¿Existe la posibilidad de tomar medidas preventivas contra los dirigentes
de la sublevación? Y si lo hiciéramos, ¿se podría descabezar antes de su inicio?
—preguntó Companys, a sabiendas de la dificultad e inviabilidad de dicha
propuesta.
Nadie contestó. Unos arqueaban las cejas, otros fruncían los labios, pero
ninguno miraba directamente a Companys.
—Hay otro punto importante —dijo por fin Escofet—. Desconocemos cuál
será la reacción del gobierno central. Es posible que claudiquen. Entonces nos
volveríamos a encontrar metidos en una trampa y sin poder de reacción.
—¡Collons, Escofet! —dijo Companys alzando la voz—. Mejor que nos
sumemos todos a la sublevación y así nos evitamos problemas ¿Está intentando
insinuar algo que no alcanzo a entender?
—Presidente, sólo me limito a exponer los hechos actuales con datos. En
cuanto al futuro, me permito trabajar con alguna hipótesis, pero no valoro nada.
Hago evidente un problema de proporción de fuerzas, nada más.
—¿Y entonces qué? ¿No hay más alternativas? —El nerviosismo del
presidente aumentaba por momentos. Los demás seguían sin decir nada.
Un golpear de nudillos en la puerta del despacho rompió el silencio. Entró
un secretario e hizo entrega de un mensaje al presidente. Todos interpretaron
que una interrupción así conllevaba noticias importantes. Companys hizo una
lectura apresurada y ansiosa. Luego comunicó a los presentes:
—Franco ha proclamado el estado de guerra en las Canarias.
—¿Franco? —preguntó Llano de la Encomienda—. Yo creía que sería el
general Orgaz.
—Orgaz, Franco, ¿qué más da? El caso es que se les envía allí para
desterrarles y lo que se ha conseguido es reunir a todos los conspiradores más
conocidos del ejército español —dijo Companys, acabando la frase con un
bufido.
—De momento sólo son las guarniciones de África y Canarias. Los
sublevados se encuentran aislados y no hay movimientos en la Península —
indicó Aranguren, con un pequeño rayo de optimismo.
Escofet, que creía firmemente en la inmediatez de la sublevación armada,
intentó aportar algo más.
—Sigo pensando que esto es sólo el inicio. Ahora esas tropas están aisladas,
pero al igual que lo sabemos nosotros lo saben ellos. Creo que todo esto nos
debe indicar que durante el día de hoy se irán produciendo adhesiones al
37
Teo García La partida
alzamiento.
El sonido del timbre del teléfono acabó con las palabras de Escofet. El
comandante Guarner atendió la llamada y comunicó al general Llano de la
Encomienda que era para él. Uno de sus ayudantes le llamaba desde su
despacho de Capitanía General.
Tras una breve conversación en la que el militar sólo respondía con
monosílabos, colgó. Ante las miradas expectantes de los presentes explicó el
mensaje recibido.
—El general Franco ha proclamado su adhesión al alzamiento del ejército
de África. Ha remitido un telegrama a todas las cabeceras de División.
Parecía que la sucesión de hechos iba dando la razón al capitán Escofet,
pero el dilema seguía siendo qué hacer.
—Creo que lo más pertinente sería poner en estado de alerta a las
guarniciones de Barcelona —dijo Espanya.
—¿A las mismas que en las próximas horas también se sublevarán? —
preguntó con sorna Companys.
—En Madrid las tropas están acuarteladas por orden del ministro de la
Guerra desde ayer —señaló Llano de la Encomienda.
Escofet retomó la palabra. Quería avanzar en los preparativos ante la
cercanía de la sublevación. Explicó los planes previstos.
—Contando con las fuerzas que actualmente tenemos, creo que lo mejor
sería fijar puntos de resistencia en los objetivos que sabemos que los alzados
querrán tomar —dijo señalando en el plano extendido sobre la mesa. Luego,
posando su dedo índice en los lugares indicados, continuó hablando—: Plaza
de Catalunya, Cinc d'Oros, las emisoras de Ràdio Barcelona y Ràdio Assocciació
de Catalunya, Correos, Telefónica y accesos al puerto. No creo que lo mejor sea
impedir la salida de las tropas de los cuarteles. De hecho, debemos dejar que lo
hagan. Una vez desplazados por Barcelona acabaremos con los reductos
rebeldes. Quedarán aislados entre ellos. Creo que es la mejor forma de
mantenerles a raya con los medios que tenemos. Nosotros gozaremos de
libertad de movimientos para ir reforzando los puntos necesarios.
Trasladaremos nuestras fuerzas a aquellos lugares que requieran ayuda.
—¿Esto nos permitirá tener la seguridad de triunfar? —preguntó otra vez
Companys, buscando una respuesta afirmativa para tranquilizarse.
—Vuelvo a decirle, presidente, que la seguridad absoluta yo no se la puedo
dar. Seguimos contando con la incertidumbre en cuanto al número total de
sublevados y a su plan global de actuación, pero creo que dadas las
circunstancias, es lo mejor que podemos hacer.
—Estoy de acuerdo con usted. El único cabo suelto es que no podremos
impedir la llegada de refuerzos por mar. Nos resultará imposible evitar el
acceso al puerto —dijo Llano de la Encomienda.
—Es cierto. Si llegan refuerzos, estaremos en una situación que difícilmente
podremos reconducir, estaríamos sitiados. Y eso sin contar que puedan
38
Teo García La partida
39
Teo García La partida
40
Teo García La partida
hombre con suerte. Todas las mujeres que habían pasado por su vida
dominaban el arte de los fogones: su abuela, su madre y ahora, su esposa. Él
como casi todos los hombres, añoraba la cocina materna. No la recordó con la
memoria sino con el estómago, pero el caso es que le vino a la mente la figura
de su madre. Hacía tiempo que no le escribía ni recibía carta. Su madre siempre
se había mostrado perezosa a la hora de escribir, aunque para ella manejar un
lápiz y un papel era algo complicado. A raíz de la muerte de su esposo, decidió
volver al pueblo. La vida en Barcelona le causaba un poco de cansancio y
agobio. Ya viuda, con un hijo con su familia formada, consideró que lo mejor
era regresar a sus orígenes. Allí le quedaban sus hermanas. Una de ellas,
también viuda y la más querida, Petra, le ofreció que se fuera a vivir a su casa.
No le costó mucho tiempo aceptar la propuesta. Anselmo sabía que cuando su
madre tomaba una decisión no cambiaba de idea. La ayudó cuanto pudo para
facilitarle el traslado. Cuando la acompañó a la estación de Francia para coger el
tren sólo llevaba dos maletas baratas, parco bagaje para tantos años de
esfuerzos. Había aceptado la muerte de su marido como algo inherente a la
vida, pero Anselmo sabía que los silencios de su madre significaban el gran
vacío que sentía por la ausencia de su compañero. Su marido y ella se
acoplaban como un guante a una mano. En situaciones de precariedad
económica ella siempre había hecho lo posible por mantener a su familia
atendida y con las necesidades básicas cubiertas. Perdieron a su primer hijo de
una poliomielitis. Esto también pudo superarlo su madre, con dolor, pero con la
resignación del que tiene el convencimiento de que se viene a esta vida a sufrir.
Anselmo había sido testigo de cómo sus padres se fueron queriendo conforme
pasaba el tiempo. La suya no había sido una boda concertada. Una vez que su
padre logró una cierta estabilidad económica en Barcelona, realizó un viaje a su
pueblo con la finalidad de volver con una esposa, cosa que cumplió. Su madre
no era guapa. Su cara redondeada en exceso, con pómulos pronunciados, una
nariz chata y una boca pequeña le daban un aire hosco. Sus ojos, tan azules que
muchas veces no transmitían emoción alguna, lo acentuaban. El conocimiento
mutuo era escaso en esos primeros momentos. Si el amor une a las personas,
afrontar una vida común dura y con adversidades crea un compromiso más
tenaz y resistente que el sentimiento más romántico. Lo cierto era que hubiera
hecho cualquier cosa por su marido y su hijo. Anselmo se hizo el propósito de
escribir a su madre cuanto antes aunque sospechaba que, como en anteriores
ocasiones, nunca lo haría.
El agua ya bullía. Añadió el café y después lo pasó por un colador de tela.
Mordisqueó un trozo de pan que fue untando en azúcar. Al terminar lió un
cigarrillo. Se lo fumaría mientras defecaba, para él, otro de los placeres de la
vida.
Después del afeitado y con ropa ligera, ya que la mañana era calurosa,
Anselmo decidió acercarse al bar de Jaime para leer algo de prensa. Si estaba
alguno de sus amigos, charlaría un rato.
41
Teo García La partida
El día era precioso; aire limpio, cielo azul y despejado. Ver a algunas
mujeres con vestidos más livianos para aliviarse de la canícula también
ayudaba a enfocar la jornada con un renovado optimismo.
Tras saludar con su habitual despreocupación, vio que al fondo de la barra
estaba Quique. Sus gestos denotaban que alguna exageración estaba
explicando.
—Buenos días, artista —dijo Anselmo—. ¿Has dejado a alguna con vida?
—¿Qué tal? —replicó Quique—. No me puedo quejar. Cuando uno nace
para Tenorio...
—Valiente Tenorio estás tú hecho. Seguro que intentarías engatusar a
alguna pobre infeliz y acabarías yéndote de putas.
—¡Joder!, ni que lo hubiera publicado la prensa. ¿Quieres tomar algo o
vienes de miranda?
—Lo primero, ¿quién paga? —quiso saber Anselmo.
—Ya sabes que invito. —Quique comenzó a explicar sus andanzas por
lugares que no serían catalogados de selectos mientras Anselmo pedía una
caña.
—Primero fui a bailar un rato para ir lanzando el anzuelo...
—Ya. Aunque tú el anzuelo lo tiras a peces amaestrados —interrumpió
Anselmo.
—Pescar es pescar. Si dejas de dar por culo, te sigo explicando. Fui a la
Academia Charles para que me soplaran dos pesetas y diez céntimos por seis
bailes con una chica que era la viva imagen de la tisis; ya sabes que yo las
prefiero algo más llenitas.
—Ahora nos sale puntilloso el señor. ¡Joder, Quique, que nos conocemos!
Cuando estuviste saliendo con aquella dependienta de Casa Jorba, que no
estaba nada mal, como la pobre chica resultó ser más recatada de lo que tú te
pensabas, te acababas follando a otras más feas y además pagabas.
—Bueno, lo que tú quieras. El caso es que bailar con la tísica me cansó. En
ese tugurio cierran a la una. Tuve que plegar velas y decidí...
—Pasar por Cal Manco —dijo Anselmo acabando la frase de su amigo. Éste
no dijo nada y se limitó a reír.
—¿No quieres pelos y señales, Don Anselmo?
—Mira, las señales te las puedes ahorrar, pero los pelos te garantizo que se
quedaron en las sábanas. Cada vez que hemos desfilado por ese antro había
unos cuantos en la cama.
Antes de que Quique dijera alguna otra expresión chusca entró Perico.
—Seguro que ya estabais hablando de vuestros temas.
—Qué va, Perico. Le estaba proponiendo a Anselmo ir juntos a misa esta
tarde o bien mañana domingo.
Perico desaprobó la expresión con un movimiento de cabeza.
—¿Cómo fue la noche, Anselmo? —se interesó Perico.
—Pura rutina, nada importante —contestó Anselmo intentando poner tono
42
Teo García La partida
cansino en la respuesta.
—Supuse que tendrías una noche movida —comentó Perico. Anselmo negó
con la cabeza. Dio un sorbo a la cerveza para no tener que responder.
—¿Sabéis algo más de los rumores de Marruecos? —se interesó Perico.
—¡Joder!, qué pesados con Marruecos. Ayer Clavijo y ahora tú. Ya nos
enteraremos si pasa cualquier cosa. Tómate algo y calla —propuso Quique.
Pasaron un rato parloteando, hojeando la prensa, fumando y quemando el
tiempo hasta la hora de la comida.
Cuando llegó la hora de marchar apareció Clavijo.
—Ahí llega el marimona —anunció Quique por si alguno de los presentes
no se había dado cuenta.
Clavijo, como era habitual, parecía recién salido de un salón de belleza
masculino. En su caso la masculinidad no quedaba en duda: era evidente su
condición.
—Joder, Clavijo, ¡cuanta brillantina te pones en la cabeza! Seguro que
cuando vas al peluquero le dices que te cambie el aceite.
Siempre era el locuaz Quique quien lanzaba la primera puya. Después se
reía de su propia gansada.
—¿Qué te pasa, Quique, ayer la puta con la que estuviste no logró que se te
levantara, pijo? —replicó Clavijo. Al ver que sus amigos se incorporaban,
preguntó—: ¿Os marcháis ya, queridos?
—Es hora de ir a comer —pretextó Perico, siempre cuidadoso con su rutina
y horarios.
—Por cierto, Perico ¿qué hacías ayer de madrugada por la calle? —
preguntó Clavijo, en un tono que demostraba más malicia que auténtica
curiosidad.
—¿Ayer de madrugada? Debes confundirte. Estuve en casa leyendo y luego
me fui a la cama.
—Que leyeras me lo creo, que fueras a la cama también,
pero no a la tuya, pillín.
El hecho de que alguien dijera que Perico se paseaba de madrugada por
Barcelona, sorprendió tanto al resto que todos prestaron atención.
—Irías borracho, Clavijo. Verías cosas que no suceden.
El tono de Perico sorprendió a Anselmo, no por las palabras sino por la
inflexión que dio a su voz.
—Pijo, no te digo que no fuera algo bebido, pero estoy seguro...
Era una situación demasiado tentadora para que un bocazas como Quique
no metiera baza.
—Vaya. Hoy debe de ser el día de las sorpresas. Clavijo y Perico
compartiendo lugares. No, si ya me parecía a mí que...
Era evidente que a Perico la conversación no le provocaba hilaridad alguna.
No estaba dispuesto a continuar con una charla de memos.
—Iros a la mierda, desgraciados —zanjó dispuesto a marcharse. Anselmo
43
Teo García La partida
volvió a quedar sorprendido. Rara vez oía a su amigo decir alguna palabra
fuera de tono. Incluso en los partidos de baloncesto, cuando el arbitraje no
estaba a la altura de las circunstancias, su amigo se mostraba siempre educado.
Mientras el resto de los asistentes iniciaban un rosario de expresiones hacia la
madre del árbitro, que no podían considerarse muestras de cariño, Perico
desaprobaba el lenguaje grosero.
—Tú también marchabas, ¿no, Anselmo? Vámonos. Hoy te acompaño hasta
casa.
Anselmo intentó quitar hierro al asunto. Le parecía que no valía la pena
molestarse por algo tan tonto como una broma entre amigos.
—No les hagas caso. Ya les conoces.
—¿Esta noche trabajas, Anselmo?
Su amigo no sabía qué contestar. No le gustaba que le preguntaran
demasiado.
—Sí, tengo algún servicio... por las vacaciones de otros y esas cosas, ya
sabes.
—¿Y mañana? —insistió en su curiosidad Perico.
—Joder, Perico, el día que me quede sin madre ya te ofreceré a ti el puesto.
¿A qué viene tanta pregunta? —Ahora el que parecía incómodo era Anselmo.
—No, por nada, era por hablar de algo.
Estaba claro que no era el día de la curiosidad satisfecha. Optaron por
conversaciones banales hasta que llegaron.
—Bueno, Anselmo, me voy para casa que no quiero comer tarde. Te dejo
con tu ascensión a los cielos —dijo en referencia a los ocho pisos que debía subir
su amigo.
—¿Te puedes creer que últimamente tengo la sensación de que en mi vida
sólo hago que subir y bajar escaleras?
Perico soltó una carcajada ante la ocurrencia de Anselmo y su pereza a la
hora de subir escaleras, y se marchó.
44
Teo García La partida
respondió Escofet.
Dejó pasar quince minutos. Después ordenó que acompañasen a García a
su despacho.
Unos toques en la puerta anunciaron que la visita había llegado. Julián
García era un viejo conocido de todos los presentes. Con un histórico en las
diferentes algaradas que últimamente se habían producido en Barcelona, se
podía considerar que actuaba como emisario del líder.
—Buenas tardes, García —saludó Escofet—. ¿A qué debemos su visita?
—¿Puedo hablar con total libertad? —quiso saber, lanzando una mirada a
los presentes.
—Por supuesto. Al comandante Guarner creo que ya lo conoce. El señor
Martín Solans es su secretario.
—Me van a permitir que no me ande por las ramas. —Todos asintieron ya
que conocían que García era hombre de actos más que de palabras—. Quiero
pensar que ustedes están al corriente de los hechos que se han producido en
Canarias y África. ¿No es cierto?
En un tono altivo, por la insinuación de desconocimiento que llevaba la
frase, Escofet le respondió rápidamente.
—Délo por hecho. No sé si se ha percatado de que se encuentra ante uno de
los máximos responsables del orden público en Barcelona.
García torció el gesto, sin quedar claro si se trataba de una sonrisa o bien de
un desprecio.
—Entonces he acudido al lugar y a la persona adecuada. ¿Piensan hacer
algo o bien esperarán a que las tropas rebeldes desfilen por Barcelona?
—En primer lugar, en Barcelona no ha ocurrido nada que nos indique...
—De momento —interrumpió García.
—Como le iba diciendo..., nada que nos indique que las tropas vayan a
sublevarse.
En esta ocasión, García sonrió abiertamente. Volvió a tomar la palabra.
—¿No conocen ustedes la existencia de una conspiración?
Esta vez fue Escofet el que utilizó la ironía para contestar:
—¿Conspiración? Desde el comienzo de la presente década todo el mundo
está conspirando: monárquicos, militares, comunistas, trostkistas y anarquistas.
¿A qué conspiración se refiere?
—Mire, Escofet, no he venido a participar en una comedia. Entiendo que no
me quieran explicar nada. La información ya la conocemos o al menos una gran
parte. Seguro que ustedes, si han hecho bien su trabajo, sabrán que solos no
podrán detener una sublevación militar.
—Ahora le empiezo a comprender. Viene a ofrecernos su ayuda. Corríjame
si me equivoco, por favor.
—Pues, en parte sí. Vengo a pedir armas para luego poder ayudarles.
—Armas, ¿que no tienen ya suficientes para andar matándose entre
ustedes, que aún pretenden que nosotros les hagamos entrega de más?
45
Teo García La partida
—No pienso entrar al trapo. He venido yo, pero la petición es..., podríamos
denominarla oficial, en nombre de mi partido.
Tras un carraspeo, Escofet contestó sin meditar la respuesta:
—Comprenderá que no podemos ni considerar una petición de esas
características.
—Ya. Sin embargo, sí consienten que los miembros de la CNT y la FAI se
surtan de todo lo necesario sin hacer nada por evitarlo. Y a ello deberíamos
añadir que sabemos que tienen planes para armar a los miembros más...,
digamos decididos, de Esquerra Republicana; pero para nosotros nada. Para
unos la carne y para otros el hueso. Curiosa forma de actuar.
Se produjeron unos segundos de silencio. Escofet decidió zanjar la cuestión.
Sus dos ayudantes aún tenían la misma cara de asombro que intentaban
disimular con no muy buen resultado.
—Señor García, creo que debemos terminar esta reunión. Interprete la
negativa a la entrega de armamento como una postura oficial de la Generalitat.
Nuestro deber es salvaguardar el orden público, no el reparto incontrolado de
armas. Para su tranquilidad, le garantizo que estamos informados de todos los
sucesos. El presidente Companys tiene previsto reunir al Consell Executiu de la
Generalitat. En caso de sublevación, sabremos cómo reprimirla sin necesidad de
involucrar a personas que no pertenezcan a las fuerzas del orden.
Julián García se levantó. No le gustaba el papel de mendigo ni que le
despachasen de esa forma.
—Espero, señor Escofet, que no tenga que arrepentirse de su negativa.
Buenas tardes.
Un guardia había quedado esperando en la puerta. Acompañó al visitante
hasta la salida. Las negras intuiciones de Escofet iban tomando forma. Esta
visita le había resultado anormalmente sencilla de terminar. Esperaba más
vehemencia por parte de un elemento como Julián García. Algo tramaban unos
y otros; y ellos, de momento, seguían esperando. Decidió llamar a Companys
para darle cuenta de la entrevista que había mantenido. Durante la
conversación, el presidente continuó sosteniendo que por sí solos no podrían
frenar el alzamiento. Escofet mantuvo su postura.
46
Teo García La partida
47
Capítulo IV
49
Teo García La partida
50
Teo García La partida
—Sólo una pregunta más, señor presidente, ¿cuál será nuestro próximo
paso? —quiso saber Escofet.
—Convoque a una reunión urgente a los señores Durruti y García Oliver.
—¿Contamos también con Domingo Ascaso? —preguntó Guarner.
Tras unos momentos de reflexión, Companys accedió. Escofet estaba
cansado y decidió claudicar. La primera mano de cartas ya había sido repartida.
51
Teo García La partida
52
Teo García La partida
53
Teo García La partida
54
Teo García La partida
55
Teo García La partida
nadie, porque para eso preferimos que se derrumbe todo. Algo bueno resurgirá
de esa destrucción.
—Pero... ¿qué es lo que quiere de mí, Durruti? —quiso saber Companys.
—Una nueva forma de Estado en el que...
Companys le interrumpió de forma inmediata.
—Durruti, si va a pedir los postulados dictados en su último congreso de
abolir la propiedad privada, el principio de autoridad y el Estado, comprenda
que yo como parte de ese Estado no puedo permitirlo. Iría, incluso, contra mi
ética personal.
—Companys, creo que no es consciente de nuestro poder y de su situación.
Nosotros nos negamos a firmar el pacto del Frente Popular.
—Pero lo firmó Pestaña —añadió Espanya.
—Pestaña es un moderado que todavía no ha entendido el percal con el que
trata. Además, lo hizo en nombre del Partido Sindicalista. Sólo le siguen sus
familiares y vecinos —contestó García Oliver, en un tono despreciativo.
Durruti volvió a tomar la palabra para evitar que se dispersase el inicio de
negociación que percibía se iba a producir.
—A pesar de no firmarlo, está claro que con nuestra intervención en todo el
proceso electoral hemos facilitado que esa amalgama de partidos de izquierdas,
por llamarlos de alguna manera, ganaran las elecciones. Por si les queda alguna
duda lo aclararé más. Fuimos nosotros los que inclinamos la balanza, y eso sin
estar en el pacto. Hemos decretado una huelga indefinida en el sector de la
construcción desde el mes pasado. Se mantendrá así hasta que lo consideremos
oportuno. ¿Cree usted que se encuentra en situación de imponer algo?
Seguramente, por su sicario Escofet —éste hizo un gesto ante el término
ofensivo— sabrá cuáles son nuestros efectivos y poder de convocatoria.
Era evidente que llegado a ese punto de la reunión, Durruti estaba
apretando el acelerador. Lo demostraba endureciendo sus términos.
—Creo que debe decidir pronto qué papel quiere que juguemos en esto,
presidente —dijo remarcando el título con un tono burlesco.
—Durruti, vuelvo a decirle que no puedo ser el impulsor de una revolución
social —replicó Companys.
—Ahora no, es cierto, pero déjenos a nosotros. Después de eliminar de una
vez para siempre a todos los militares conspiradores, ya nos encargaremos de
hacerlo. Ustedes seguirán gobernando, pero nosotros marcaremos la pauta.
Escofet ya tenía su composición de los hechos expresados, de forma tosca,
por los líderes anarquistas. Los partidos anarcosindicalistas, en concreto la FAI,
y en segundo plano la CNT, quedarían como guardianes de los poderes
constituidos, y ellos, de alguna forma, serían sus rehenes.
—¿No le parece un precio muy alto lo que pide, Buenaventura? —preguntó
Companys.
—El precio lo marca el interés del comprador por el objeto. La alternativa
ya sabe cuál puede ser. A un político se le puede eliminar fácilmente, pero a
56
Teo García La partida
57
Teo García La partida
58
Teo García La partida
59
Capítulo V
eructo fue la réplica que obtuvo de su compañero. Al mismo tiempo que sus
ideas volvían al mundo de los vivos, Paco preguntó qué hora era. Anselmo miró
su reloj y recordó que debía darle cuerda.
—Una de las horas más asquerosas: las tres y veinte de la madrugada.
—Joder —dijo Paco, frotándose los ojos y bostezando lentamente aunque
sabía que no le costaría mucho volver a dormirse.
—¿Qué pasa, si fueran las cuatro y veinte estarías más contento? —
preguntó Anselmo, con mala idea. Paco no dijo nada. Se levantó mientras
acomodaba sus genitales dentro de los pantalones. Un dolor en su espalda
sirvió para que comprendiera lo inadecuado de la butaca para otra actividad
que no fuera estar sentado.
Necesitaban despabilarse y creyeron que un poco de café les ayudaría a
ello. Cuando bajaban por las escaleras, cansinamente, se encontraron con el
capitán Carreras que subía acelerado.
—¿Adónde van? —quiso saber. Al decirle que habían decidido tomar un
café, les dio cinco minutos para ello.
—Regresen de inmediato. Nos vamos hacia la Generalitat. Han comenzado
a detectarse movimientos en los cuarteles —dijo Carreras.
Dudaban si prescindir del café, pero Anselmo pensó que nunca la historia
se había cambiado por una miserable infusión, y lo cierto era, que necesitaban
animarse un poco.
Por parte de los sublevados, los hechos se iban desarrollando con la
precisión de notas trazadas en el pentagrama. A la hora prevista, las diferentes
unidades formaron en los patios de sus acuartelamientos para iniciar la marcha
hacia sus objetivos. El primer cuartel donde comenzó a notarse la actividad fue
el situado en Pedralbes donde tenía su ubicación el 10.° Regimiento de
Infantería Badajoz. Alrededor de las tres de la madrugada, se habían iniciado
los toques reglamentarios para formar a los soldados en el patio. Pasada media
hora, un pequeño grupo de falangistas, que habían podido sortear los controles,
se incorporó a las fuerzas allí reunidas. Algunos de ellos se hicieron con
pertrechos militares: armas, cascos, trinchas y munición.
Los oficiales adheridos a la rebelión consultaban planos y hacían
comentarios en voz baja. Estaban repasando los recorridos a realizar por la
cuadrícula que forma la fisonomía de Barcelona. Entre la tropa se podía notar el
nerviosismo. La tensión del momento, junto con la hora temprana, hacía que los
hombres no estuvieran especialmente locuaces. Se podían percibir gestos de
nerviosismo: temblores en los dedos, pequeños mordiscos en los labios, frotar
de manos, consumo compulsivo de tabaco, miradas entrecruzadas sin
significado claro y bromas forzadas que tenían como objetivo disipar el miedo.
El murmullo general fue roto por la recia voz de un comandante que
arengó a las tropas: dejó patente que iban a defender a la República ante el
peligro de una sublevación por parte de grupos anarquistas y comunistas. A
muchos de los soldados las palabras honor, deber y lealtad, les sonaron huecas.
61
Teo García La partida
Pasada una hora, las puertas del cuartel se abrieron y las tropas
comenzaron a salir a la calle enfilando la avenida Diagonal. Debían llegar a la
calle Urgell para luego descender hasta el centro de la ciudad que era uno de
sus objetivos.
Los ruidos característicos de una formación de ese tipo rompieron el
silencio de la madrugada: pasos, más o menos acompasados, tintineo de metal
contra metal, conversaciones en voz baja y, como siempre, alguna tos
inoportuna.
Ninguno de los que formaban la columna pasó por alto el hecho de que
grupos armados de obreros, a juzgar por su indumentaria, estaban controlando
los accesos al cuartel. No se produjo contacto alguno y la marcha prosiguió. Al
llegar a la confluencia con la calle Urgell, un escuadrón de otra unidad, el 10.°
Regimiento de Caballería de Montesa, se les unió. Continuaron su marcha con
más efectivos, pero igualmente inquietos.
62
Teo García La partida
63
Teo García La partida
64
Teo García La partida
65
Teo García La partida
pensar que todas las revoluciones o ataques contra el Estado tienen esa
naturaleza, o al menos, las personas que las protagonizan.
Mientras Anselmo y Paco fumaban, se percataron de que algún desacuerdo
existía entre el mando responsable de los guardias de asalto y un grupo que
parecían los cabecillas de los milicianos.
—¿Qué te parece este montaje? —preguntó Paco. Anselmo se limitó a
encogerse de hombros mientras inspiraba profundamente una bocanada de su
cigarrillo de picadura. Paco continuó hablando.
—Creo que con estas alforjas duro se nos hará el viaje —dijo en referencia
al personal que había a su alrededor—. En cuanto oigan el primer tiro saldrán
corriendo. Ríete de los Sanfermines de Pamplona. Me parece que el Paseo de
Gracia será estrecho para la desbandada que va a producirse —sentenció.
—Muchacho, cuando se les permite pasearse como dueños de la ciudad, no
creo que hubiera otra opción. De todas maneras ya sabes que a mí me importa
un huevo, Paco.
Al terminar de responder, se dio cuenta de cómo la discusión entre los
milicianos, el capitán Carreras y el joven oficial al mando de los guardias, iba
subiendo de tono.
—Ven, Paco, creo que deberíamos ir a ver qué ocurre —dijo señalando al
grupo, que hacía grandes gestos con los brazos.
Al llegar, entendieron qué era lo que pasaba. Los milicianos querían
construir una barricada. Carreras y el joven oficial no estaban conformes.
—¿No entienden ustedes que si construimos una barricada los soldados
pueden tomar otro camino diferente a éste y nos sortearán? —explicaba
Carreras.
—Sí, pero si no hay barricada ¿cómo vamos a defendernos? ¿Quiere que a
medida que caigan mis milicianos me proteja con sus cuerpos? ¿Es eso lo que
pretende, mamarracho?
Tanto a Anselmo como a Paco, les sorprendió la forma de expresarse del
cabecilla. Carreras intentó poner un poco de sentido común, sobre todo para
evitar que la discusión fuera a más.
—Escuchen —dijo voceando, para que sus palabras pudiera sobresalir entre
el cúmulo de berridos e ideas que se expresaban a gritos—. Se trata de que los
soldados queden clavados en este punto. Con nuestras fuerzas les podemos
frenar. Al dominar nosotros las azoteas y balcones podremos hacer fuego de
cobertura para construir algún parapeto...
—¡Constrúyelo tú con los cuernos! —dijo alguien, amparado en el
anonimato que daba el grupo. Carreras prefirió ignorar el comentario para
continuar su explicación.
—Si construimos una barricada y luego somos desalojados, lo único que
habremos conseguido es crear una posición defensiva óptima para los soldados.
Seremos nosotros los que tendremos que asaltarla. ¿Me han entendido?
Paco y Anselmo no hacían más que intercambiar miradas. Uno de los
66
Teo García La partida
líderes del grupo, el que parecía tener más criterio, dio la razón a Carreras y
luego convenció al resto.
67
Teo García La partida
68
Teo García La partida
de pies y manos.
Sabiendo que el Palau de la Generalitat era uno de los objetivos de los
rebeldes, Escofet propuso trasladar al presidente hasta la Direcció General
d'Ordre Públic. No tuvo que insistir mucho para que su propuesta fuera
aceptada. Algunos de los consellers quedaron en las dependencias del gobierno
catalán para seguir coordinando las informaciones que llegaban.
69
Teo García La partida
70
Teo García La partida
piezas conocían muy bien su oficio, ya que el sólo hecho de levantar la cabeza
era como un pasaporte al más allá. Por fortuna, aún quedaban zonas muertas
donde no llegaba el fuego de las ametralladoras. Anselmo y Paco observaban
los movimientos de los enemigos. Se sorprendieron al comprobar, por primera
vez a lo largo de toda la jornada, como entre los rebeldes también había
compañeros suyos vestidos de uniforme.
La práctica totalidad de los defensores eran milicianos anarquistas lo que
facilitaba la labor de los asaltantes. Al no encontrar a alguien cualificado al
mando, tuvieron que recoger la información de diferentes fuentes, muchas de
ellas poco fiables. Unos pocos metros detrás de la barricada existía un quiosco
de refrescos que anunciaba en una pizarra limonada y sodas. Al leerlo, Anselmo
recordó la sed que sentía.
—Paco, ¿por qué no me traes una limonada? —pidió en broma a su
compañero, señalando el quiosco.
—Porqué sería un refresco muy caro. Te costaría mis dos pelotas, cabrón. Si
quieres beber... —la frase de Paco quedó interrumpida por tres atronadoras
ráfagas de ametralladora que enmudecieron a todos los presentes. Alguien dio
gritando el aviso de que se producía un asalto. Al mirar por encima del
parapeto, Anselmo vio la rastrera táctica que los soldados utilizaban en su
avance hacia la barricada: empleaban a los prisioneros como escudos.
No se lo pensó dos veces. Volvió a correr el cerrojo de su fusil y disparó. Su
primer tiro hizo blanco en un desgraciado que usaban de parapeto, pero con el
siguiente derribó de un balazo en la cabeza al soldado que se valía de tal
artimaña. Otro soldado, el que estaba más próximo, quedó desconcertado. Esos
breves segundos, la diferencia entre la vida y la muerte, le dieron tiempo a
Anselmo a cargar, de nuevo, el fusil. El militar estaba confuso, no sabía dónde
resguardarse. Anselmo le enfiló en su punto de mira y disparó. Su puntería no
fue tan certera como hubiera deseado. El soldado se arrastraba intentando
ganar la seguridad de un coche aparcado a su izquierda. Anselmo volvió a
repetir la operación de introducir una bala en la recámara, y esta vez, con más
tiempo, acertó en la sien derecha.
El asalto parecía imparable. Los defensores, contagiándose el pánico,
salieron huyendo abandonando la barricada.
Anselmo había pensado que su compañero aún estaba junto a él. Al girarse,
vio a Paco que ya llevaba unos cuantos metros de ventaja en su huida. Algún
gracioso tenía ánimos suficientes para gritar «¡Maricón el último!».
71
Capítulo VI
regañadientes.
—Esperar, esperar, siempre hemos de esperar —dijo Companys,
quejándose.
La invocación hizo su efecto. El timbre del teléfono sobresaltó a los
reunidos. Companys descolgó el auricular y escuchó con gesto adusto. La
conversación fue breve, concisa, y al finalizar, Companys explicó el resultado de
la misma.
—Era el ministro de la Guerra el general Miaja. Me ha informado de los
últimos sucesos en Madrid y de las dos conversaciones que ha mantenido con el
general Mola. Parece ser que el general no está dispuesto a llegar a ningún tipo
de pacto o solución. El presidente del gobierno también ha llamado a Mola,
pero no ha logrado nada.
Las noticias tranquilizaron más a Escofet. Podría resultar incomprensible
que prefiriera la continuidad de la lucha a una tregua, pero pensaba que, de
momento, seguir combatiendo era la mejor de las soluciones.
—Y respecto al resto de España ¿cuál es la situación? —preguntó Guarner.
—Siguen sumándose otras capitales al alzamiento, pero se ha conseguido
que Málaga retire la proclamación del estado de guerra. En Valencia las tropas
permanecen acuarteladas y todo indica que se mantendrán así —contestó
Escofet, con un cansado tono de voz. Era una magra victoria, pero más valía
eso.
73
Teo García La partida
74
Teo García La partida
75
Teo García La partida
Anselmo y Paco abandonaron el lugar con toda la rapidez que el motor del
coche les permitía. Con la finalidad de acortar el camino de regreso, se
arriesgaron a pasar por lugares donde la lucha continuaba con menor
intensidad, pero no exentos de peligros.
Anselmo bajó el cristal de la ventanilla para aliviar su calor y tensión. El
frescor proporcionado por la velocidad del vehículo le repuso ligeramente. En
algún punto les obligaron a detenerse con el fin de trasladar heridos, pero con
exhibir sus credenciales podían continuar la marcha sin mayores
complicaciones. Al llegar al Cinc d'Oros, no pudieron localizar al capitán
Carreras. A saltos, agazapados, e incluso arrastrándose, recorrieron las
diferentes posiciones hasta dar con él. Como imaginaban, estaba bien
parapetado tras una furgoneta cargada con balas de paja.
—¡Hombre, la llegada de los hijos pródigos! Pensé que les habían matado o
algo peor —dijo alzando la voz, pero sin levantarse.
Anselmo no comprendió el significado de la última frase del capitán
Carreras, pero le hizo pensar en la posibilidad de morir. Sabía que uno de los
componentes de su trabajo era el riesgo, y ahora, al palparlo, se incomodó. Alejó
sus negros presagios escupiendo otra vez.
Tras explicar de forma pormenorizada lo que les había sucedido, pensaron
que disfrutarían de un merecido descanso, pero estaban equivocados. Carreras
76
Teo García La partida
77
Teo García La partida
habían sido cortadas hacía varias horas y los sublevados sólo podían
comunicarse por radio.
El general Goded había dado su palabra de que se haría cargo del
alzamiento en Barcelona, y fiel a ella, quiso cumplirla hasta las últimas
consecuencias. En la sede de la División Orgánica, se vivieron momentos de
auténtica tensión entre el general Llano de la Encomienda, cesado por la fuerza,
los oficiales que le retenían y Goded con su pequeño séquito. La llegada del
general no iba a cambiar el destino.
78
Teo García La partida
Les echaba de menos, pero sabía que cuando se encontrase con ellos una mezcla
de vergüenza y remordimiento atenazaría sus reacciones.
79
Teo García La partida
80
Teo García La partida
81
Teo García La partida
Anselmo optó por no decir nada. Poco podía hacerse ya por aquel infeliz,
pero la presión que éste ejercía sobre su brazo le causó una sensación de
engorro. Se deshizo del gesto de su compañero con un giro brusco. Paco y
Anselmo reanudaron su marcha. La vehemencia del detenido, en forma de
gritos, fue acallada con un disparo que sonó a sus espaldas.
—¿No crees que podríamos haber hecho algo? —preguntó Paco.
—Mira, samaritano de pacotilla, hace ya años que nos afeitamos. Además,
yo ni recuerdo su nombre —contestó Anselmo, secamente.
La mirada de Paco reflejaba estupefacción. Anselmo no sabía si era por el
golpe recibido o por la situación que había presenciado.
—Velasco. Francisco Velasco —dijo Paco, a modo de recordatorio e
indisimulado reproche.
A la salida del hotel, el espectáculo era esperpéntico. La masa, en el sentido
más peyorativo del término, estaba allí reunida. Unos exhibían el botín
conseguido tras un rápido saqueo, y otros prodigaban todo tipo de
humillaciones a algunos de los prisioneros. El conjunto de imágenes que los
ojos de Anselmo percibían le resultaron patéticas: un paticojo que empujaba a
golpe de culata a un oficial detenido, dos milicianos disputando la posesión de
una bandeja de plata, y un guardia civil, con pañuelo al cuello de vivos colores,
sentado en una silla despreocupadamente, en una pose más digna de un tablao
flamenco. Anselmo se cuestionó su capacidad para juzgar a un semejante
después de cómo se había comportado él. Todavía le quedaba algún rasgo de
humanidad dentro de su embrutecido comportamiento.
82
Teo García La partida
83
Teo García La partida
84
Teo García La partida
dirigirme a los míos para que finalizara la lucha. Le ruego que acepte su suerte
y haga lo mismo que yo me vi obligado a hacer. Le garantizo que puedo
entender cómo se siente usted ahora.
El militar hizo un pequeño mohín, señalando que tal esfuerzo de empatía le
resultaba poco creíble.
—General Goded, percibo claramente su incredulidad, pero yo también me
sentí solo y abandonado. Los balcones de esta plaza donde nos encontramos,
unos días antes estaban abarrotados aclamándome. Luego, cuando fui detenido,
lo único que podía verse en ellos era la cobardía de unos y el desinterés de
otros; estaban vacíos —explicó Companys, con la frustración de los recuerdos
de los sucesos del año 1934.
Goded mantenía un terco silencio. Junto a él, también había sido trasladado
uno de sus ayudantes que en ningún momento abrió la boca. Escofet,
apesadumbrado, miraba la escena. Él también había participado en los hechos
de 1934. El regusto agrio de la derrota volvió a su mente con ácida intensidad.
Había estado en la cárcel y fue condenado a muerte. El triunfo del Frente
Popular en las elecciones provocó su indulto, pero los recuerdos de aquellos
días, con la ignominia del vencido y el miedo por su futuro, hacían que se
mostrara compasivo con el general. Consciente de la importancia del momento,
Escofet intervino.
—General Goded, ¿aceptaría usted hablar por radio, si sus tropas se
rindieran a la Guardia Civil y no a grupos civiles de milicianos? —preguntó.
Hasta ese momento la mirada del general se mantenía fija en un punto,
pero al oír la propuesta giró su cabeza hacia su interlocutor. A pesar de su
estado, sus ojos volvieron a brillar. Conocía a Escofet, sabía que también era un
militar condecorado por sus gestas en varias campañas africanas. Reconoció el
gesto que, entre militares y con su particular código de honor, Escofet estaba
realizando.
—Gracias, Escofet. ¿Aceptarían una instrucción que fuera leída en los
cuarteles? —propuso Goded.
Companys comenzó a responder de forma airada e impaciente.
—General, la opción...
Fue interrumpido por la vocecilla del general que, al borde de la
extenuación, claudicó.
—Está bien. Me dirigiré por radio a mis tropas para liberarles de todo
compromiso. Preparen lo necesario, pero sólo acepto que la rendición se lleve a
cabo ante la Guardia Civil.
Los triunfos que cada jugador llevaba se habían mostrado. La partida, al
menos en esa primera mano, había llegado a su fin.
85
Teo García La partida
86
Capítulo VII
88
Teo García La partida
de ganar, pero así y todo, le pudimos buscar otra utilidad. Más tarde, cuando
decidieron enviar tropas hacia el frente de Aragón —continuó diciendo Mola,
exhibiendo una sonrisa torcida—, nos enviaron milicianos, prostitutas y algún
despistado, que recibieron su merecido. Sigo pensando que fue un éxito
rotundo. Ésa es la mejor prueba de que nuestra estrategia, basada en la unión
sin reservas entre todos nosotros, es correcta. Ya sé que cada uno puede tener
sus ideas propias, pero ahora el objetivo debe ser el mismo: ganar la guerra.
Después ya veremos qué pasa. ¿Del resto se sabe algo? —preguntó Mola.
—Toda la trama fue desmantelada. Unos siguen detenidos y otros fueron
asesinados en los días posteriores. De los demás no tengo noticias, general.
—Ya sé que es una frase muy manida, pero todos sabemos que para hacer
una buena tortilla hay que romper varios huevos. Lo importante es que usted
quedó al margen y a salvo —dijo Mola.
—Es cierto, general, pero en dos ocasiones tuve que arriesgar más de lo
necesario.
—¿Y eso? —se interesó Mola.
—Cambios de última hora —explicó el desconocido—. No tuve tiempo de
localizar a los enlaces habituales y tuve que ir yo personalmente. Algunos de los
contactos que me recomendaron fallaron.
—Es el riesgo de trabajar con aficionados —dijo Mola, con cierto pesar.
El general era un hombre meticuloso, con grandes dotes organizativas y
poco amigo de dejar cosas al azar. Solía ser muy selectivo a la hora de escoger
sus colaboradores, hecho este que halagaba más a su interlocutor pues, en cierta
forma, le estaba reconociendo su confianza y valía.
—¿Su posición sigue siendo segura en Barcelona? —inquirió Mola.
—Por eso no se preocupe, general, nadie me ha visto nunca en compañía
de... —dudó si utilizar la expresión— conspiradores. Solamente me podrían
identificar dos personas: uno murió, y el otro, después de su detención, está en
paradero desconocido.
—Me alegra oír eso. Tenemos para usted otra misión tan importante como
la anterior, o incluso más; de ahí la necesidad de vernos. Por cierto, ¿el viaje
hasta Burgos ha sido complicado? —quiso saber Mola.
—No, general. Pasé a Andorra y luego, vía Francia, llegué a la España
Nacional —contestó utilizando la terminología en boga—. El regreso lo haré de
la misma forma, aun cuando, en esta época, las carreteras de los Pirineos son
algo complicadas.
—Me hago cargo, pero era necesario que nos viéramos —dijo Mola.
Mola se quitó sus gafas, para limpiarlas con un pañuelo, mirando al
hombre con sus ojos de miope.
—La otra célula, ¿sigue intacta o ha sufrido algún daño? —preguntó el
militar.
—No, general, según lo previsto no intervinieron en ninguno de los
preparativos del alzamiento. Se mantienen a la espera de recibir instrucciones.
89
Teo García La partida
90
Teo García La partida
91
Teo García La partida
mejor. Piense que durante los meses que quedan de guerra se producirán
detenciones o incluso deserciones, y por ahí podríamos tener una fuga de
información que nos perjudicaría gravemente. Cuando García acepte, enviará
una carta o mensaje que le será trasladado al buzón para que usted lo recoja.
¿Lo ha entendido?
—Sí, general, ¿algo más? —quiso saber.
—Hay algo más. En Barcelona existe otra célula formada por falangistas
básicamente. Cumplirán funciones más... como decirle, sencillas: información
sobre fábricas de armamento, objetivos para bombardeos, depósitos de comida
y combustibles. Tanto si usted logra su objetivo como si fracasa, deberá facilitar
a los rojos la identificación y neutralización de dichos elementos. Cómo lo
consiga es asunto suyo, pero la célula debe quedar al descubierto. También le
sugiero que la utilice por si sus actividades se ven comprometidas; es preferible
que detengan a ese grupo que a usted. Es un comodín que le entregamos,
aunque debo reconocer que no nos interesa que dentro de nuestra débil alianza
existan grupos con mayor fuerza y presencia.
Mola había marcado el destino de varias personas. Introdujo la mano en un
bolsillo de la guerrera y le entregó un papel con la sugerencia de que
memorizase los datos. Era una lista con los nombres, direcciones y teléfonos de
los falangistas sacrificables. Al dárselo, miró por la ventanilla hacia otro lado;
parecía incómodo. El desconocido pensó en la posibilidad de que también él
hubiera sido ofrecido como comodín, pero alejó la sospecha de su pensamiento:
confiaba ciegamente en el general. Mola había creado todas las redes de
información vinculadas al alzamiento. Dirigía la compleja trama de espías
encargada de proporcionar datos y actuar en la retaguardia del enemigo. Hasta
la fecha todo había funcionado perfectamente y no había motivo alguno para
pensar que esto iba a cambiar. El general hizo, una vez más, gala de sus
virtudes organizativas cuando siguió explicando los planes trazados.
—Le harán entrega del código de cifra «Lucy». Es el que utilizamos para
comunicar con el cuartel general de Franco. Sabemos que los rojos lo han
descifrado, pero esto nos puede ser muy útil en tácticas de desinformación. No
lo utilice bajo ningún pretexto para comunicarse con nosotros, pero le resultará
práctico para involucrar o incriminar a algún miembro del otro bando, o bien
para despistar sobre usted y sus actividades. Si recibimos algún mensaje con su
indicativo, y cifrado con «Lucy», lo ignoraremos. Para nosotros será la señal de
que ha caído prisionero.
El general siguió explicando todos los preparativos, mientras el
desconocido miraba a Mola con una admiración no disimulada.
—En Barcelona, tendrá a su disposición dos pisos clandestinos. Mañana le
entregarán las direcciones y llaves. En la segunda vivienda, oculto en el doble
fondo de una maleta, encontrará un aparato de radio y los códigos de
transmisión: debe emplearlo para comunicar incidencias vitales. Antes de
cualquier mensaje deberá anteponer su nombre en clave; esto le dará prioridad
92
Teo García La partida
93
Teo García La partida
94
Teo García La partida
95
Teo García La partida
de las decisiones de otras fuerzas, y lo peor era que se hacía alarde de ello.
96
Teo García La partida
97
Teo García La partida
98
Teo García La partida
99
Teo García La partida
Anselmo llegó, por fin, al rellano de su piso. Tal como había explicado, el
ejercicio le ayudó a quitarse el frío que había calado en su cuerpo. Al abrir la
puerta, vio que todo el piso estaba a oscuras, señal de que estarían ya
durmiendo. Luego percibió como una pequeña luz permanecía encendida en su
dormitorio. Al pasar por la habitación de su hijo, abrió la puerta. A pesar de no
ver nada, la respiración acompasada de Juan le indicó que dormía
profundamente.
En su dormitorio encontró a María que se desnudaba para ponerse el
camisón.
—Hola, Anselmo —saludó ella, mientras continuaba quitándose la ropa.
Anselmo miraba discretamente el cuerpo de María. La imagen de su esposa
hizo que se excitara demostrándolo con una erección repentina. No había
cenado y algo de hambre tenía, pero mañana podría desayunar, ahora prefería
hacer el amor con su mujer. La vida sexual del matrimonio era escasa. María
nunca se había caracterizado por una especial actividad en el tálamo. Durante el
primer año de casados su esposa estuvo más activa, mezclada la curiosidad con
los deberes conyugales, pero luego su actitud cambió. Al nacer el pequeño, su
esposa asumió el papel de madre en detrimento del de compañera. Después,
con el devenir del tiempo y la convivencia, ambos dejaron aletargar su pasión.
Anselmo encontraba lo que quería fuera de su relación, y María, agradecía
verse libre de obligaciones engorrosas.
En un santiamén, él también estuvo desnudo. Se metió en la cama, pero por
la mirada que le lanzó María, estaba seguro que ya había intuido sus
intenciones. Ella le deseó buenas noches de una manera que no le dejó claro a
Anselmo si rehuía sus deseos, pero Anselmo decidió comprobarlo y,
pretextando frío, se acercó más. Le acarició los senos por encima del camisón,
para luego ir bajando lentamente hacia su vagina. Deslizó sus manos por los
100
Teo García La partida
101
Capítulo VIII
quedaban los buzones, y justo a su lado, una puerta que daba a un cuarto
donde se guardaban los útiles de limpieza de la escalera. Su carácter y frío
temple hicieron que su pulso no se acelerase cuando, antes de introducir la llave
en el buzón, percibió que algo había en su interior. Recogió un sobre de tamaño
mediano y, sin mirarlo, lo guardó en el bolsillo interno de su americana.
Cuando iba a salir, un aumento anormal de voces, que provenían de la calle,
hizo que se parase. Asomando un poco la cabeza, y quedando oculto por los
ascensores que estaban parados en la planta baja, pudo ver cómo un grupo de
ocho milicianos bajaban de una furgoneta dirigiéndose hacia el portal. Con un
rápido movimiento, volvió a esconderse mientras dos pensamientos le
rondaban por su mente: había caído en una trampa, y esperaba que nadie
llamase a los ascensores. Si estos se movían, quedaría a la vista. Se percató
entonces de que la puerta que guardaba el utillaje de limpieza no estaba
cerrada. Como si una orquesta hubiera acometido un allegro, todo se puso en
movimiento a la vez: Ricardo abrió la puerta, se introdujo en el cuarto, los
ascensores comenzaron a subir, los milicianos se aproximaron y cuando podían
haberle detectado, la puerta ya se estaba cerrando sigilosamente. Ahora sí se le
había acelerado el pulso, parecía que la carótida iba a estallarle, mientras su
mano ya palpaba el mango de la navaja. Su pensamiento, traicioneramente, le
recordó el pasaje de la conversación con Mola en la que le habló de comodines.
Los milicianos no habían visto la puerta. Algo comentaban entre ellos, cuando
el que parecía llevar la voz cantante los repartió en dos grupos. El más
numeroso comenzó a subir por las escaleras y tres individuos se quedaron
cubriendo la salida. En un rápido análisis de la situación, Ricardo concluyó que
no iban a por él, sino, que se encontraba en el momento más inoportuno en el
lugar más inapropiado. Decidió esperar en silencio entre el olor a lejía,
desinfectante y trapos húmedos.
103
Teo García La partida
104
Teo García La partida
mucho poder en las calles y una gran parte de las masas escucha sus postulados
—opinó Tarradellas.
—Mire, Josep, ya tuve conversaciones parecidas con Escofet. Él siempre era
contrario a cualquier acuerdo con los anarquistas, pero luego el tiempo me ha
ido dando la razón —contestó Companys.
Tarradellas no compartía el mismo parecer; era consciente de la existencia
de dos poderes, uno subordinado al otro, y esta situación le incomodaba.
—Acercarnos a los comunistas puede librarnos de un problema, pero hará
que más tarde tengamos otro —insistió Tarradellas.
—Me costó un poco que Escofet lo entendiera, pero al final tuvo que
acceder —no quiso recordar Companys que fue obligado por las circunstancias
y con desgana—. Yo le dije que primero nos aliaríamos con los anarquistas para
luego quitárnoslos de en medio, y en ello estamos. Ahora creo que debemos ser
transigentes con los comunistas; más tarde también los eliminaremos. Nos ha
tocado ir capeando el temporal. ¿Lo entiende, Tarradellas? —preguntó
Companys.
—Sí, señor presidente, pero piense que para poder librarnos de unos,
hemos de contar con los otros, y cuando queramos eliminar a los comunistas no
quedará nadie que nos ayude a ello, excepto los fascistas, claro está —respondió
Tarradellas.
Por no decir una obviedad, Companys se calló. Sus ojos y expresión
transmitieron su parecer a dicho comentario.
—Josep, son momentos muy complicados para Catalunya. Todos quieren
obtener algo, pero no están dispuestos a dar nada. Intentan aprovecharse de
nosotros en función de sus intereses, pero no escuchan nuestras peticiones. Sólo
pretendo que, de una vez por todas, Catalunya tenga un gobierno autónomo.
Como mal menor estoy dispuesto a aceptar que sea dentro de una república
federal, pero también mi intención es ir modificando eso, y para lograrlo, haré
lo que considere mejor por mi nación, que también es la suya, Tarradellas.
—Comparto su opinión, señor presidente. Todos sabemos que la pretensión
del gobierno central es ir quitando poder a nuestro gobierno. En la última
conversación que tuve con Azaña, volvió a plantear la cuestión de centralizar
las cuestiones de defensa y orden público en el ministerio español, eliminando
nuestras dos consejerías —dijo Tarradellas.
—Sí, recuerdo que me lo comentó. Alegaba para ello que nuestro trabajo en
esos campos dejaba mucho que desear —recordó Companys.
—No me lo transmitió con esas palabras —rectificó Tarradellas.
—Es igual, lo importante es el mensaje. Las palabras pudieron ser más
corteses, pero la idea era la misma. A pesar de las diferencias, hemos de
reconocer que estamos más próximos a las opiniones de los partidos de
tendencia comunista que no con anarquistas. Por lo menos unos quieren
mantener la República, al menos, de la forma que nosotros entendemos. Si fuera
por los otros, todo el poder estaría en manos de comités de obreros, y mire el
105
Teo García La partida
resultado que ha dado colectivizar empresas: suben los salarios y baja en picado
la productividad. En la situación de precariedad que vivimos, lo que
necesitamos es un esfuerzo industrial sin precedentes, no peones jugando a
directores de fábricas —dijo Companys.
—Tengo que darle la razón otra vez. Nos ha costado muchos esfuerzos
reconducir la situación en las fábricas y en la industria... —explicó Tarradellas,
que se vio interrumpido por una reflexión en voz alta del presidente.
—Y no quiero ni pensar lo que puede ocurrir el día que los ejércitos de
Mola ocupen la zona industrial del País Vasco: para nosotros puede ser una
debacle.
—¿Es usted pesimista al respecto? —quiso saber Tarradellas.
—No es pesimismo, Josep, es que tal como van las cosas... —respondió
Companys.
106
Teo García La partida
107
Teo García La partida
108
Teo García La partida
jugar sobre seguro. Stalin no quiere que las cosas sigan como hasta ahora en
España. Estos comunistas de pacotilla no son conscientes de que están
perdiendo la guerra. De seguir así, el próximo año tendremos que hacer las
maletas a toda prisa —dijo Ovseienko.
—No será la primera vez, camarada —dijo Orlov.
—Cierto, pero yo me estoy cansando de tanto viajar. No he hecho una
revolución en mi país para luego estar paseándome por el mundo. Últimamente
me planteo muchas cosas —dijo Ovseienko, en un alarde de sinceridad poco
recomendable.
—Ya sabes que nuestra misión no sólo es la Revolución Rusa, sino la
expansión del comunismo, y eso requiere muchos esfuerzos y renuncias.
Volviendo a Gerö, ¿bajo qué nombre actuará? —quiso saber Orlov, como forma
de evitar que la conversación entrara en un plano más personal.
—En París se le entregará un pasaporte español a nombre de Pedro
Rodríguez Sanz. Su clave de comunicación será Pedro. Él traerá las últimas
instrucciones de Moscú —contestó Ovseienko.
—Ya que mencionas a Moscú, ¿has recibido contestación al mensaje que
envié solicitando autorización para reclutar algún miembro en España? —
preguntó Orlov.
—Sí, disculpa, me olvidé comentarlo. Dan el visto bueno, pero ya sabes que
debes ser cuidadoso a la hora de escoger compañeros de juegos —aconsejó
Ovseienko.
—Por supuesto, camarada, yo no trabajo con cualquiera —dijo Orlov.
—Te agradezco la parte de cumplido que lleva tu afirmación, Leva
Lazarevitx —dijo Ovseienko.
Orlov, levantándose del sillón en el que estaba acomodado, apuró un
último trago de vodka antes de irse a dormir.
—Bueno, Vladimir, si nos espera trabajo lo mejor es estar descansado.
Buenas noches, camarada.
109
Teo García La partida
110
Capítulo IX
duda se le presentó sobre la idoneidad del lugar para mantener una entrevista
de esas características, pero luego llegó a la conclusión de que era perfecto. Las
habitaciones de un burdel suelen contemplar pasiones y deseos ocultos, pero
también son lugares de confidencias y sinceridad, aderezado todo ello con la
intimidad y privacidad necesarias. La sutil línea entre el desfogue sexual y la
necesidad de comunicación del ser humano se traspasaba con facilidad.
Decidió volver a casa, quería estar tranquilo y relajado, ya que ignoraba qué
derroteros iba a tomar la situación. Mientras caminaba, recordó que tenía un
pequeño trabajo pendiente: debía ocultar en el forro de algunos libros un
sistema de códigos que le había entregado el ayudante del general Mola. Se
trataba de unas pequeñas hojas de papel agujereadas, que de por sí no tenían
significado alguno. Una vez que, vía el misterioso buzón, recibiera un mensaje,
se encontraría con bloques de letras sin ninguna relación ni secuencia lógica,
pero que al aplicar la correspondiente hoja agujereada irían tomando
significado. Aunque no le gustaba maltratar libros, debería desgarrar las tapas
de varios.
112
Teo García La partida
—¿Y cuál es el problema, Paco? Paseos dan todos los días y nadie dice nada
—dijo Anselmo, utilizando la expresión coloquial que significaba el asesinato
arbitrario.
—Ya lo sé, pero yo tengo órdenes de Carreras de que en estos casos
interroguemos a los detenidos para ver si existe detrás alguna red u
organización que los coordine. ¡Joder!, estoy harto de que nunca me dé tiempo a
nada. A la que me descuido ya les han dado el pasaporte al otro barrio —
explicó Paco, ofendido.
—Pásale la pelota a Carreras y que sea él quien discuta con esas bestias —
aconsejó Anselmo.
—Tienes razón, no sé para qué me preocupo. Esto parece una casa de putas,
con perdón para las putas, pero si los jefes creen que ya está bien así, pues que
les den... estoy hasta las bolas —añadió Paco.
—Venga, deshazte de los muertos —dijo Anselmo, aludiendo, de forma
algo macabra, al poco halagüeño futuro que esperaba a los dos infelices—.
Vamos a tomar un café.
—Eso quisiera yo, tomar café y no las mezclas raras que nos dan —explicó
Paco.
113
Teo García La partida
114
Teo García La partida
115
Teo García La partida
116
Teo García La partida
117
Teo García La partida
mayores.
—Por favor, caballeros, es evidente que existe una diferencia de criterios,
pero creo que las posturas están más cercanas de lo que piensan. Si hablamos
con más claridad, creo que nos podremos entender mejor. Aplique, Aiguadé, la
filosofía a la política, y reflexione sobre la incapacidad del individuo para poder
satisfacer sus necesidades sin estar sujeto a la disciplina de las leyes. Ahí es
donde entra la capacidad del Estado para garantizar las necesidades del ser
humano... o de su sistema político —dijo el cónsul.
Eusebio Rodríguez estaba pensando dónde se encontraba la claridad en la
forma de hablar de Ovseienko; al menos él, no entendía absolutamente nada.
Optó por seguir fumado y asintiendo, como si fueran unas palabras de uso
cotidiano para él. Aiguadé advirtió el nulo entendimiento de su jefe de policía,
pero prefirió no decir nada al respecto.
—Muy bien, Vladimir, le ruego que me corrija si le he interpretado mal. El
POUM necesita que le mostremos su incapacidad para, de forma individual,
conseguir sus fines; y mi gobierno, del que ahora soy representante, debe
garantizar el actual sistema político, pero sin ellos. Ahí es donde ustedes están
dispuestos a ayudarnos. ¿No es así? —preguntó Aiguadé.
—Ya se lo he dicho antes, podemos ayudarles a ustedes para que los
eliminen —respondió Ovseienko.
—Entiendo, Vladimir, que cuando menciona la palabra eliminarles está
hablando en términos políticos —quiso aclarar Aiguadé.
—Mire, querido Artemio, la política es una cosa, y almacenar armas para
preparar una sublevación, es otra; estas dos cuestiones se me antojan
incompatibles con nuestro sentido político. Creo que lo mejor sería, ya que
podemos dar un paso de relevancia tal, que fuéramos más ambiciosos en
nuestra meta. Los podemos eliminar política y físicamente, ya que si no,
dejaríamos el trabajo a medias. Si los excluimos de la política, les quedará su
fuerza para recuperar el poder perdido. Sin embargo, si los eliminamos
físicamente, sólo les quedará su política que podrán utilizar, simplemente,
para... escribir libros, ¿lo ha entendido ahora? —dijo Ovseienko.
—Me lo ha explicado con una claridad que, al menos a mí, me asusta,
Vladimir. ¿Se percata de que proceder de esa manera equivale a una lucha
armada? No entiendo dónde está la unidad contra los fascistas, que antes
hemos mencionado, provocando un conflicto interno —dijo Aiguadé.
—Existen muchas formas de acometer dicho asunto. No crea que dudo de
su capacidad, pero quizá sería interesante que se dejara aconsejar por alguno de
nuestros expertos en... —Ovseienko dudaba qué término utilizar, y finalmente
lo encontró— política interna.
—Muy bien, Vladimir, recojo su ofrecimiento. Tenga la certeza de que será
transmitido al presidente Companys; es él quien tiene la última palabra en
asuntos de tal envergadura —dijo Aiguadé, para luego disculparse—. Y ahora,
si me permiten, tengo otras obligaciones que me impiden prolongar tan
118
Teo García La partida
119
Teo García La partida
120
Teo García La partida
121
Teo García La partida
122
Teo García La partida
123
Capítulo X
Anselmo acabó pronto su trabajo y se fue directo a casa sin pasar por el bar.
De camino, decidió darle una pequeña sorpresa a su hijo. Paró en un quiosco y
le compró un tebeo con las aventuras de Dick Turpin, el héroe favorito del niño.
A Anselmo, como policía, le llamaba la atención que un bandolero pudiera
resultar un personaje interesante para Juan. El niño algo leía, pero prestaba más
atención a los dibujos. Anselmo no solía tener esos gestos con su hijo, pero
como forma de paliar las estrecheces que la guerra comenzaba a causar, decidió
hacerle ese regalo.
Según la contienda avanzaba, era más patente la futura derrota de la
República, y Anselmo se preocupaba, en ocasiones, de que pudieran llegar a
movilizarle. Él no era hombre de trinchera y, aunque no se consideraba un
cobarde, una cosa era dormir en su propia cama, con sábanas limpias y comida
caliente, más o menos abundante, y otra muy diferente estar todo el día
rodeado de privaciones, y con el riesgo, más que seguro, de que una bala le
quitara de este mundo. A veces se preguntaba cómo debía ser la sensación de
morir, o mejor dicho, la seguridad en la muerte inminente. Le asaltaba la duda
sobre cuál sería su reacción, los pensamientos que una persona puede sufrir en
una situación así. De todas formas, no tenía ninguna prisa por salir de la
incertidumbre, y con más ánimo de lo habitual, acometió el enfrentamiento con
los ocho pisos. Al entrar en casa, su hijo, con la velocidad que produce la
curiosidad infantil, ya estaba en mitad del pasillo para recibirle. Le alegró
mucho la sorpresa del tebeo. Anselmo no se había quitado aún el abrigo y Juan
ya le estaba exigiendo que le leyera cada viñeta.
María estaba oyendo la radio, y al verle ofreció su mejilla para el beso
habitual. Hacía frío en el piso, pero Anselmo comprendía que los tres kilos de
carbón por semana que imponía el racionamiento, obligaban a su esposa a
realizar un auténtico ejercicio de economía para poder mantener un cierto
grado de confort en casa. Ambos tenían muy claro que los escasos recursos de
que disponían tenían que ser, principalmente, para su hijo. En alguna ocasión,
si el frío apretaba más de lo habitual, o los alimentos no cundían tanto, María
podía conseguir, con el lógico sobreprecio, una cantidad extra de cualquier cosa
en el mercado negro.
Teo García La partida
125
Teo García La partida
126
Teo García La partida
127
Teo García La partida
128
Teo García La partida
129
Teo García La partida
Ernst Gerö, alias Pedro, estaba esperando desde hacía rato la llegada de
Orlov. Se entretuvo leyendo un sinfín de periódicos extranjeros, su auténtica
pasión, y fumando un cigarrillo tras otro. Cuando por fin llegó Orlov, se
saludaron de forma artificialmente efusiva, con una cordialidad afectada.
Llevaban tiempo trabajando juntos, y las características tan peculiares de su
trabajo habían provocado uno de los principales síntomas que entre los colegas
de su misma profesión se origina, la desconfianza. Tras un breve recordatorio
de actuaciones anteriores y mostrar interés por conocidos comunes, Pedro le
puso al corriente de las últimas instrucciones recibidas. Luego hicieron un
somero repaso a la situación en Barcelona, deteniéndose en la entrevista que el
cónsul ruso había mantenido con Artemio Aiguadé.
—Esta mañana he estado hablando con Ovseienko al respecto, y no estoy
conforme con la forma de llevar este tema. Creo que debemos ser más incisivos
—opinó Pedro.
—En cierta manera comparto tu opinión, pero también creo que debemos
ser un poco más pacientes —replicó Orlov.
—Hablas tú con Stalin y se lo explicas. La situación que los disidentes
mantienen aquí debe ser cortada de raíz —explicó Pedro, de forma tajante.
—Vuelvo a decirte que estoy de acuerdo contigo, pero aún tenemos tiempo
para ver cómo reaccionan desde la Generalitat. Demos un pequeño margen, y si
no ya actuaremos nosotros. El otro día estuve hablando con Rosenberg y Largo
Caballero. Por parte del gobierno español no existirá problema alguno en que
liquidemos cuentas pendientes aquí. Se mostraron muy receptivos a nuestras
sospechas de los planes ocultos que tiene el POUM. Coincidimos plenamente en
que la actual situación no debe mantenerse. El gobierno español es consciente
de la importancia de nuestra ayuda, y no pondrán en peligro la llegada de
suministros por cuatro locos sin importancia. Si hubiera llevado una jofaina a la
entrevista, allí mismo se hubieran lavado las manos. Tenemos más de la mitad
del camino recorrido —dijo Orlov.
Su compañero le miraba con incertidumbre, pero al final claudicó.
—Bien, dejaremos pasar quince días, pero luego, si no hay cambios,
actuaremos nosotros.
Orlov sonreía desconcertando un poco a Pedro. El húngaro hacía gala de
un inexistente sentido del humor, y se sentía molesto ante personas de risa fácil.
—¿Me habéis buscado un despacho para trabajar? —preguntó Pedro.
—Sí, camarada. Tendrás uno a tu disposición en la última planta de un
edificio muy curioso que existe aquí: La Pedrera.
—¿Y para otro tipo de trabajo, de qué medios dispongo? —volvió a
preguntar Pedro, haciendo referencia a la parte más sórdida de su trabajo.
130
Teo García La partida
131
Teo García La partida
132
Teo García La partida
estos dos elementos, y estoy seguro que eso no nos beneficiaría, al contrario, nos
volvería a debilitar. Si se diera esa situación, sería cuestión de tiempo que
alguien considere que un gobierno catalán con determinadas funciones es algo
superficial e innecesario, y quedaríamos como meros objetos decorativos. Eso sí
le puedo asegurar que no se aceptaría por el presidente, ni por varios de sus
consellers, entre los que me incluyo. Creo que este asunto deberíamos manejarlo
entre nosotros dos. Ya me encargaré yo personalmente de transmitir a
Companys los pormenores de la situación. Creo que a lo mejor, en otra
conversación con Rodríguez, podría aclararle cuáles son sus pretensiones —
propuso Tarradellas.
Aiguadé hizo mención del encuentro que se había producido breves
momentos antes.
Tarradellas escuchó atentamente y luego emitió su parecer.
—Bien, pues antes de que avancemos más mantenga esa reunión. Después
ya volveremos a hablar.
Aiguadé comenzó a respirar más aliviado. Pensó que todo se iba a resolver
más fácilmente de lo que en un primer momento había sospechado. Comenzó a
levantarse del sillón, cuando Tarradellas retomó la palabra.
—Escuche una cosa, Artemio, no me venga con evasivas o intentos de
pasarme la patata caliente, ¿lo ha entendido? Las decisiones difíciles son
inherentes a nuestros cargos de responsabilidad, no quiera esquivar la parte que
le toca.
133
Teo García La partida
134
Teo García La partida
135
Teo García La partida
136
Teo García La partida
todos los sonidos que podían escucharse. Cuando Ricardo terminó de cavar,
sudoroso y jadeante, extrajo el cuerpo de Rhein del coche para introducirlo en el
hoyo. Al hacerlo, entendió que las prisas y el cansancio le habían provocado un
error de cálculo en la longitud de la anónima sepultura: el cadáver no cabía.
Ahora debería rectificar su equivocación, pero no le apetecía volver a utilizar la
pala. Sus ansias por acabar la jornada, y sus manos, que le escocían llagadas por
el esfuerzo, le hicieron llegar a una tétrica conclusión: era más sencillo acortar el
cuerpo que alargar la fosa. Ricardo volvió al coche en busca del hacha. No
quería mancharse de sangre, tenía que regresar a la ciudad, y para no acabar
pareciendo un matarife se entretuvo en machacar las rodillas del difunto con la
parte roma de la herramienta. El ruido sordo de los golpes, y el sonido de los
huesos al ser quebrados, rompieron el silencio. Cuando las piernas del muerto
quedaron colgando, descoyuntadas, como dos pingajos de carne, las dobló
cuidadosamente sobre el abdomen del cadáver. Mientras rellenaba la sepultura
con tierra, la rapaz nocturna cesó en su canto. Cuando el cuerpo de Rhein
desapareció de este mundo, para siempre, Ricardo se apoyó sobre la pala para
descansar.
—Polvo al polvo —dijo, entre dientes, mientras encendía un cigarrillo.
Mirando su reloj, confirmó la hora tardía, y consideró que no era seguro
conducir por las calles: dormiría en el coche. Le gustaba la tranquilidad que
había en ese claro del bosque. La lechuza comenzó, de nuevo, a ulular, y su
canto, como si fuera una repetitiva nana, provocó que Ricardo se durmiera en el
acto.
Al día siguiente, las primeras luces del alba le despertaron. Ricardo tenía
hambre y frío. Arrancó el vehículo para dirigirse de vuelta a la ciudad, aunque
debía abandonarlo y hacer el regreso a pie. Ahora podría pasar desapercibido
entre la actividad normal de una gran ciudad y los numerosos obreros que se
dirigían a las fábricas. Al bajar por la carretera, vio un ensanchamiento del
arcén en el cual abandonó el vehículo. Antes de irse, arrancó las placas de la
matrícula y comprobó que la numeración del motor, y del bastidor, habían sido
limadas. Eran demasiadas precauciones, pero se quedó más tranquilo después
de la inspección. A pesar de la sensación de vacío en el estomago, decidió
disfrutar del paseo y de las vistas que desde la montaña se tienen de Barcelona:
Era una bonita ciudad.
137
Capítulo XI
ésa no era lo más conveniente para Anselmo, en un día con mal comienzo.
Durante el trayecto hacia el lugar de los crímenes tuvo retortijones. No le
gustaba la idea de pedir que se detuvieran a medio camino, prefería aguantar a
escuchar los comentarios de Carreras.
Al llegar, un numeroso grupo de personas estaban contemplando la escena
con malsano interés. Carreras reconoció al sargento que estaba al mando del
pequeño destacamento, y fue a enterarse de los pormenores del crimen
mientras Paco y Anselmo se limitaban a mirar todo el panorama. Aquello
parecía un ajuste de cuentas entre bandos rivales, pero la presencia de la
muchacha confería al asunto un especial interés. Un gran charco de sangre, ya
coagulada, señalaba que allí había yacido otro muerto. Unas marcas en el suelo
indicaban que el propietario de la sangre había sido arrastrado hasta un
vehículo. Todo apuntaba a la presencia de, al menos, cuatro personas. Otro de
los policías ya había procedido al desagradable registro de los cuerpos en busca
de documentación y objetos personales. Fieles cumplidores de las leyes, los dos
muertos iban documentados, y ello permitió su identificación de forma
inmediata. Paco y Anselmo seguían husmeando por los alrededores cuando
llegó una ambulancia para trasladar los cadáveres al Hospital Clínico.
Allí poco más se podía hacer, y a una orden de Carreras se fueron también
hacia el hospital para esperar la llegada de las víctimas. Llegaron con un
pequeño adelanto y esto permitió a Anselmo tomarse una manzanilla en un bar
cercano. Carreras y Paco optaron por ese brebaje de indefinido color y sabor
que ahora se llamaba café. Los tres elaboraban conjeturas, pero el tema no
estaba claro: una inglesa muerta de un tiro en la cabeza; un español degollado;
otro muerto, o herido, que no aparecía; y una o más personas que habían
ejecutado la acción cerca de un cuartel donde nadie había oído ni visto nada.
Carreras se encargaría de hablar con el consulado inglés para comunicar la
noticia e intentar averiguar las actividades de la chica.
Al acabar, entraron en el depósito de cadáveres. Las víctimas que el último
bombardeo había causado seguían allí. Alineados, también se encontraban los
cuerpos desconocidos que, cada amanecer, eran recogidos de las cunetas o
tapias de los cementerios. Aquí la identificación dependía de que los familiares
tomaran la iniciativa de ir a reconocer a los difuntos, para ver si tenían la
desgracia o, según se mire, fortuna, de encontrar a su pariente desaparecido.
Al entrar en la sala habilitada a tal efecto, se encontraron con el forense.
Éste, despachando un puro, miraba la operación que realizaba un ayudante de
desnudar a la pareja asesinada. El aroma del habano provocó que los demás
tuvieran un arranque de envidia y se preguntaran cómo lo habría conseguido.
Por la forma de hablar con el forense, era evidente que Carreras y él se
conocían. Conforme fue avanzando la conversación se aclaró cuál era el vínculo
que los unía: su afición a las corridas de toros. Cuando los cuerpos mostraron
toda su pálida y cérea desnudez, el forense se acercó y realizó una rápida
inspección. Todos los allí congregados esperaban un docto dictamen, cuando
139
Teo García La partida
140
Teo García La partida
141
Teo García La partida
142
Teo García La partida
Ricardo llegó sin problemas hasta su casa. El trayecto se le hizo largo, pero
lo más importante se había hecho. Comería algo y dormiría para recuperar
fuerzas, mañana debía verse con otro de los miembros de la célula. Según los
planes previstos, al día siguiente de la publicación del anuncio se vería con el
primero, Nicolás. Después, en intervalos de tres días, con el resto. Los lugares
143
Teo García La partida
144
Teo García La partida
revolución social en plena guerra, así como los posibles contactos que puedan
mantener los trostkistas con los fascistas —dijo Pedro.
—Está claro, pero en ese punto es un hombre muy escéptico y no creerá
semejante patraña —replicó Rodríguez.
—Lo comprendo, pero si usted es el primero que califica de patraña la
operación que tenemos prevista, entiendo que también duda de su credibilidad.
Entonces, ¿cómo va a ser capaz de convencer a otro? —dijo Pedro.
—Eusebio, en la entrevista de mañana, deberá convencer a Aiguadé de la
necesidad de cortar la influencia que tiene Nin en las calles. Socave su
credibilidad e imagen. Repita la misma mentira mil veces y acabará
convirtiéndose en una verdad, aunque nosotros sabremos que continuará
siendo una mentira —intervino Orlov.
—Si pudieran proporcionarme algún argumento o prueba, me sería de
mucha utilidad —pidió Rodríguez.
Pedro era consciente de que iba a ser más difícil de lo previsto en un primer
momento. No comprendía como semejante tonto ocupaba uno de los puestos
más importantes en la seguridad en Barcelona. Antes de venir, su contacto en
Moscú ya le había transmitido la desconfianza que generaban los políticos
españoles en la gestión de la guerra. De ahí, que considerasen la necesidad de
un cambio radical.
—Tenemos prevista una alternativa, pero no podemos utilizarla sin que
nosotros quedemos en una incómoda situación de evidencia. Es mejor que
logremos nuestros medios de una manera más encubierta —explicó Pedro.
—Bien, ya pensaré algún argumento con el que convencer a Aiguadé, no se
preocupen —dijo Rodríguez.
Solo la posibilidad de imaginarse a Rodríguez planificando algo, ya le
producía a Pedro nerviosismo.
—Estamos seguros, pero antes de tomar cualquier iniciativa le ruego que
nos lo comunique, camarada —pidió Pedro.
—Por supuesto —respondió de forma automática Rodríguez, al que sólo le
faltaba haberse cuadrado.
145
Teo García La partida
146
Teo García La partida
147
Capítulo XII
Con la misma velocidad con la que sucedían los hechos, Anselmo y Paco
llegaron a la dirección señalada como el domicilio de Ramón Barnola. No
tuvieron problema alguno en franquear el portal de entrada, y Anselmo, con
fastidio, se percató de que debería subir cinco pisos por las escaleras. Tenían
presente el tono de la orden dada por el comandante Carreras, y se lanzaron a
una frenética ascensión hasta el quinto piso. Al llegar a la puerta
correspondiente, pararon un breve momento para recobrar algo de aliento y
disponer las armas. Paco fue el encargado de pulsar el botón del timbre. Desde
una ventana lateral, que daba al hueco de la escalera, se asomó una mujer. Su
edad podía corresponder perfectamente con la voz que oyó Anselmo cuando
llamó por teléfono.
—¿Qué quieren? —preguntó la mujer.
—Policía. Abran la puerta —contestó Paco, jadeante.
La mujer desapareció del alféizar de la ventana, dejándola abierta. Los dos
policías se miraban con instinto de depredadores, y su experiencia les señalaba
que algo anormal ocurriría. Al pasar más tiempo de lo necesario franqueándoles
la entrada, Anselmo empezó a aporrear la puerta, mientras Paco seguía
crispándose.
—Éstos no abren, Paco —dijo Anselmo.
Su compañero vio que la ventana quedaba cerca de la barandilla de la
escalera, y se dispuso a saltar para entrar en la vivienda. Anselmo, poco amigo
de las alturas, le miró con cara de espanto, pero no tuvo tiempo de decir nada y,
sorprendido, vio cómo Paco volaba hacia el interior del piso. Anselmo dudaba,
debatiéndose entre el miedo y su compañerismo, sobre cuál debía ser el paso
siguiente. Consideraba que la acción de Paco no había sido buena idea, ya que
ahora habían dividido sus fuerzas, pero no podía dejar a su compañero solo.
Anselmo escuchó algunos ruidos violentos en el interior de la vivienda, y,
armándose de valor, también saltó. Cayó sobre una pequeña mesa auxiliar, pero
al incorporarse, doloridas sus costillas por el golpe, ya empuñaba su pistola.
Los sonidos y voces de lucha que escuchaba le orientaron hacia dónde debía ir.
A trompicones, arrasando a su paso con la normal disposición de los muebles,
fue atravesando puertas y otras habitaciones. Al llegar al salón, se encontró a
Teo García La partida
149
Teo García La partida
150
Teo García La partida
151
Teo García La partida
152
Teo García La partida
153
Teo García La partida
154
Teo García La partida
155
Teo García La partida
156
Teo García La partida
157
Teo García La partida
la cadena de las esposas a un gancho de carnicero. Las puntas de los pies casi
rozaban el suelo, pero todo el peso de su cuerpo recaía sobre las muñecas. A su
lado había otros dos hombres, con las camisas arremangadas y una expresión
acalorada en sus rostros, que era el testimonio de la frenética actividad que
estaban realizando con la esposa. Uno de ellos se secaba el sudor con una toalla,
como si todo aquello no tuviera nada que ver con él, mientras el otro
aprovechaba la pausa para fumar. A una señal de asentimiento por parte de
Pedro, Klaus le quitó la capucha. La visión del estado de su mujer hizo que
Ramón quedara petrificado, mirando horrorizado el cuerpo que con
anterioridad había deseado.
—¿Está muerta? —preguntó Ramón, con un temblor en sus extremidades.
Los interrogadores actuaban con la coordinación de un siniestro ballet, ya
que sin que nadie hiciera señal ni gesto alguno, uno de los hombres, el que
fumaba, acercó el cigarrillo a uno de los pezones de la mujer. Al contacto con la
brasa, ésta reaccionó con un ligero recobrar de la consciencia, en forma de
movimiento convulsivo, y emitió un débil gemido. El otro hombre entregó a
Pedro un papel. Klaus volvió a colocar la capucha a Ramón para regresar al
piso. Una vez allí, parecía que todo volvía a comenzar. Pedro se sentó en la silla,
leyendo el papel entregado.
—Bueno, Ramón, parece que su mujer sí estaba más dispuesta a hablar.
Seguramente lo ha hecho para evitarle sufrimientos innecesarios, y fíjese cómo
ha correspondido usted a semejante acto de amor y valentía —dijo Pedro, en un
tono pausado y tranquilo, sin demostrar emoción alguna. Anselmo pensó que
era una curiosa forma de actuar, sólo había alzado la voz para reprochar algo a
Klaus, pero debía reconocer que sus extravagantes métodos habían hecho mella
en Ramón, que ahora estaba más predispuesto a explicar detalles.
Pedro siguió con su táctica de no parecer ansioso en conseguir la
locuacidad del espía, actuaba con un ritmo lento, sugerente, y al formular cada
pregunta ya tenía en su esquema mental la forma de reaccionar del detenido;
sabía anticiparse. Luego comenzó una detallada lectura de los datos que había
aportado la mujer: nombres, claves, contraseñas, objetivos, escondites de armas
y la dirección del encargado de falsificar documentos.
—Creo que poco nos debe quedar por conocer. ¿Quiere complementar la
información con algún dato más? —preguntó Pedro.
—Tú ya lo sabes todo, y yo no sé nada más —contestó Ramón.
Pedro le escrutaba con su mirada, parecía creíble la explicación, y, por la
experiencia que tenía en el funcionamiento de redes clandestinas, sería lógico
que no supiera nada más. Para Pedro éste era un asunto sencillo, sería fácil
desarticular la red al completo, pero ahora quedaba el tema que más le
interesaba a él.
—Bien, Ramón, ahora nos queda el asunto de Ricardo, ¿qué nos puede
explicar al respecto? —preguntó Pedro.
Por un momento, parecía que Ramón había vuelto a la situación de enroque
158
Teo García La partida
159
Teo García La partida
humor que nadie compartió—. Mejor que se los lleven, aquí no pueden
quedarse. Si necesitan algo más, se lo dicen a Rodríguez, él ya nos avisará.
—¿Y el resto de la red? —preguntó Anselmo.
—Eso ya es cosa suya —contestó Pedro—. Si me permiten una sugerencia,
es mejor que los mantengan separados. Mientras Ramón mantenga
incertidumbre sobre el estado de su mujer, estará en sus manos. Como muchas
cosas en esta vida, es cuestión de dosificar.
—Los llevaremos a la Direcció General d'Ordre Públic, mañana ya
resolveremos qué hacer con ellos y con la red de espionaje —dijo Carreras.
Los sacaron de la casa hasta los coches. Paco sabía lo que había ocurrido
por el aspecto de la pareja. Ramón podía caminar con dificultad, y a la mujer le
habían inyectado un potente tranquilizante que la mantenía dormida.
El viaje de regreso fue rápido y en silencio: no era una situación que se
prestase al comentario. Después de encerrarlos, Carreras tenía que despachar
con Rodríguez, así que le dijo a Anselmo que le explicara a Paco toda la
información conseguida.
Anselmo no estaba para mucha conversación, por lo que acortó los detalles
y fue conciso en la explicación. Su estómago le seguía ocasionando molestias y
decidió marchar sin esperar a Carreras. Paco se ofreció a llevarle hasta su casa,
pero declinó el ofrecimiento; le iría bien caminar un poco.
Caminando por las calles, sus piernas se movían de forma automática, tenía
en la cabeza los sucesos del denso día, y una sensación de malestar
generalizado le rondaba el cuerpo. No era por la violencia que había
presenciado, ni por el sufrimiento ajeno: era una percepción abstracta, algo que
no podía describir ni entender. Le asaltó un pensamiento hacia su mujer e hijo,
y se imaginó durante un breve momento que fueran ellos los que se
encontrasen en una situación similar. La idea fue fugaz, pero notó como por la
espina dorsal un escalofrío le recorría el cuerpo y el bello se le erizaba. Todavía
oía el particular tono de voz usado por Pedro, sus pausas, y ese acento tan
característico que le confería un aire siniestro. Le inquietaba una persona así.
160
Capítulo XIII
162
Teo García La partida
163
Teo García La partida
164
Teo García La partida
su cédula era real, y hacia allí se dirigían Anselmo y Paco. Por la zona en la que
estaba situado el domicilio, el barrio gótico, Anselmo supuso que sería un
inmueble antiguo; eso significaba escaleras largas, estrechas, y al llegar tuvo su
confirmación. En el buzón constaba sólo el nombre del muerto. Subieron por los
escalones, de ladrillo con reborde de madera antigua, y llamaron al timbre, pero
sin respuesta alguna. Habían llevado un llavero encontrado entre los efectos
personales del difunto, y fueron probando varias llaves hasta que una encajó
haciendo girar el bombín de la cerradura. Antes de entrar, entreabrieron la
puerta con sus armas prestas. La vivienda estaba a oscuras y un olor, a cerrado
y viejo, impregnaba todo el ambiente. Anselmo, a tientas, hizo girar el
interruptor del recibidor. Con cautela y desconfianza, fueron entrando hacia el
interior hasta confirmar que el piso estaba deshabitado. Los indicios señalaban
que sólo vivía una persona, aunque en uno de los armarios encontraron ropas
de una mujer mayor. Todo estaba ordenado, nada desentonaba: plantas
cuidadas, cocina recogida y camas hechas. Registraron todos los rincones de la
vivienda, y después de quebrantar la meticulosidad de la vida cotidiana del
antiguo morador, no obtuvieron ningún resultado. Nada indicaba que el
inquilino tuviera alguna actividad fuera de lo normal. Interpretaron que le
gustaba la filatelia, a juzgar por la colección de sellos, y también leer la prensa,
ya que amontonados en una estantería había un gran número de periódicos,
todos ejemplares de La Vanguardia. Se disponían a marchar, pero Anselmo tenía
esa sensación, que todas las personas sienten al partir de viaje, de que algo
queda olvidado. Le costaba darse por vencido, no podía cerrar el círculo. La
aparición del cadáver del hombre, junto con el de la inglesa, le indicaba que
algo les pasaba por alto, pero no sabía qué. Paco no era de gran ayuda, más que
registrar, ahora estaba fisgando. Anselmo volvió a recorrer todas las
habitaciones del piso, una por una, fijándose en cualquier detalle que le pudiera
indicar un escondite. No fue capaz de encontrar nada y decidió finalizar. El
hombre tendría otro escondrijo, o bien, no tenía nada que esconder. Aunque
sólo fuera para satisfacer su curiosidad, le hubiera gustado preguntárselo al
cadáver, pero por desgracia, o fortuna, los muertos no hablan.
165
Teo García La partida
166
Teo García La partida
167
Teo García La partida
marzo, publicamos un decreto por el que todas las fuerzas del orden quedan
unificadas bajo un mando único de la Generalitat. En el mes de abril, se ha
nombrado una comisión específica para aclarar los sucesos ocurridos. Presidirá
la comisión el juez Bertrán de Quintana, con reconocido prestigio como letrado
y miembro de la Judicatura. Tiene poder total y absoluto. Las conclusiones a las
que llegue serán vinculantes para este gobierno que tengo el honor de presidir.
Con posterioridad, se aplicará la ley y caerá con todo su peso sobre aquellos que
no la hayan respetado. ¿Tienen alguna pregunta más que hacer, caballeros? —
dijo Companys, intentando resultar creíble.
Los enviados tomaban notas de lo escuchado, mientras algunos disparaban
sus máquinas fotográficas.
—Señor presidente, ¿cree usted que los miembros anarquistas y trostkistas
acatarán ese decreto y pondrán fin a sus actividades? Y, por otro lado, si no
fuera así, ¿qué actuaciones tiene previstas la Generalitat al respecto? —preguntó
uno de los asistentes.
—Deben tener claro que todas las fuerzas políticas involucradas en la lucha
contra los fascistas persiguen un mismo objetivo: la derrota de esos enemigos
de la democracia. No existen fisuras ni grietas en nuestro pacto, por ello
acatarán las leyes que dicte este gobierno. No nos hemos de plantear hipótesis
que resultan descabelladas.
—¿Qué nos puede decir sobre la desaparición de nuestro compañero Marc
Rhein, presidente? —preguntó, otro de los articulistas convocado a la reunión.
—Las investigaciones siguen su curso normal, y estamos convencidos de
que en los próximos días tendremos novedades. Comprendan que por la
especial naturaleza de esas investigaciones, y para salvaguardar la discreción
necesaria, no pueda darles más datos —respondió Companys.
Los periodistas hubieran continuado haciendo más preguntas, pero había
llegado el momento de poner fin a la reunión, y más, si se entraba en temas tan
concretos. Tarradellas pretextó otro compromiso del presidente Companys para
finalizar. Antes de marchar, todos los presentes se hicieron la fotografía de
rigor.
Al quedarse solos, Companys y Tarradellas estuvieron comentando el
transcurrir de la rueda de prensa. Todo lo explicado había sido muy creíble,
pero no siempre sujeto a la verdad más estricta. La verbigracia de Companys se
manifestaba en actos como el anterior.
—¿Está usted convencido que los anarquistas acatarán nuestro decreto,
señor presidente? —preguntó Tarradellas.
—Por supuesto que no. Sé que nos plantearán serios problemas. Además,
en todos esos asuntos no sólo están los anarquistas y compañía, sino también
miembros del PSUC y de la UGT, y para agravar la situación, tienen
representación en el gobierno, con lo que nos costará mucho contrarrestar su
poder. Lo que más temo, es que, si los comunistas ganan terreno, nos podemos
encontrar en la situación de que, desde Madrid, nos hagan poner el freno, con
168
Teo García La partida
lo que quedaríamos, una vez más, como los tontos del barrio; pero ya veremos.
Es lo que hablamos el otro día, Josep. Con anarquistas y trostkistas siempre
vamos a tener graves diferencias, y eso se traduce en una desunión que nos
debilita. Por desgracia, no todo el mundo tiene una idea tan clara al respecto.
—Señor presidente, ya que ha hecho mención a nuestra conversación, creo
que debemos tratar un tema que desde hace varios días colea, por decirlo
llanamente, sobre mi mesa —explicó Tarradellas.
—¿De qué se trata, Josep?
—Aiguadé mantuvo una reunión con Eusebio Rodríguez y Vladimir
Ovseienko. Le propusieron la posibilidad de eliminar a los elementos
trostkistas.
—¿Eliminar? —preguntó Companys, siendo consciente de la ambigüedad
del término.
—Ésa fue la palabra utilizada. No obstante, creo que, dada la natural
tendencia a exagerar que demuestran los rusos, podían referirse a quitar de la
escena política.
Tarradellas comenzó una explicación más detallada de las reuniones que
habían tenido Aiguadé y Rodríguez, así como de las sospechas de colaboración
con los fascistas. Companys, en este punto, se mostró desconcertado.
—¿Colaborar con los fascistas? Tal como he dicho, esa gente tiene especial
querencia a la dramatización, a ver enemigos en todos los lugares y personas.
No puedo dar crédito a esa suspicacia. Además, debe usted pensar que si detrás
de todo está Rodríguez, actuará más en función de sus intereses de partido y
directrices que al sentido común; si es que alguna vez lo ha tenido.
—Entonces, ¿qué instrucciones debo dar a Aiguadé? Es un tema que, me
consta, le tiene muy preocupado. Parece ser que Rodríguez le está presionando
para que tome una decisión al respecto —dijo Tarradellas.
—Pues que aguante las presiones, que para eso ocupa el cargo —contestó
Companys, algo molesto—. Aun así, hemos de tener presente que a nosotros
nos interesa que los anarquistas y trostkistas pierdan algo de poder. No todo,
pero sí lo suficiente para no tener que vernos en la situación actual de ser sus
siervos. Estará de acuerdo conmigo en que el gobierno no puede verse
involucrado en historias de ese tipo. Imagínese que se decide actuar contra ellos
y la cosa sale mal. Nosotros mismos nos habríamos situado en una posición
muy incómoda, con poca credibilidad, mientras ellos volverían a salir
fortalecidos y siendo nosotros ahora el objetivo a derribar.
Companys, al finalizar, guardó silencio sopesando las diferentes
posibilidades que existían. Seguía siendo un firme defensor de la unidad de
acción por parte de las diferentes fuerzas políticas, pero consideraba que el
cisma que podían provocar los dos grupos acarrearía graves problemas.
También existía otra opción, y era que los comunistas hicieran el trabajo de zapa
eliminando de la escena política a los disidentes. Esto le brindaría a Companys
la oportunidad de cumplir su objetivo.
169
Teo García La partida
170
Teo García La partida
presenciaba.
Un cigarrillo le ayudaría a relajarse, le apetecía fumar, pero el tabaco
escaseaba y sólo tenía para tres cigarros. Él y Paco compraban una aromática
mezcla, a 0,35 pesetas, que luego compartían. En los pasillos del metro, y otros
lugares, podían encontrarse chiquillos que vendían cigarrillos ya liados, pero
con un sensible sobreprecio. Anselmo decidió que fumaría ahora, ya intentaría
conseguir de camino a casa más picadura. Mientras liaba el cigarrillo llegó
Rodríguez, y, pisándole los talones, Paco. Éste último lanzó una mirada
codiciosa hacia el pitillo escuálido de Anselmo. Dadas las penurias a las que
tenían que enfrentarse los fumadores, la antes tan común costumbre de ofrecer
tabaco quedó olvidada. Ahora primaban las propias necesidades en detrimento
de la cortesía, pero no le pasó desapercibido el vistazo de Paco, y una vez liado
el cigarrillo, le dio la mitad.
Rodríguez no se contrarió por las noticias que le transmitió Carreras,
quedaban muchos elementos por detener, que algo nuevo aportarían, y no era
necesario ser pesimista. La única duda que se les planteó fue si arrestar a todos,
o bien, contemplar la posibilidad de usarlos para sus propios intereses como
fuente de desinformación. El jefe de policía no estaba muy conforme con
tácticas que, si fueran empleadas, dejarían fuera de su control cualquier
operación vinculada a la red que acababan de descubrir. Rodríguez prefería
detener a todo el mundo para luego comprobar si podían dar más información.
—Déjese de experimentos, Carreras. Lo mejor es tenerlos a todos en el saco
—dijo Rodríguez.
—Algunos no han sido localizados todavía, pero la mayoría ya están siendo
vigilados —explicó, el comandante.
—Esta noche detengan a todos los que puedan —ordenó Rodríguez.
Anselmo y Paco escuchaban, sabían que esa jornada sería ajetreada, pero
ellos libraban esa noche y no tendrían que trabajar. Anselmo deseaba descansar,
y con disimulo le hizo una señal a Paco para marchar.
—¿Te llevo a casa, Anselmo? —ofreció Paco.
—Gracias, pero déjame en el bar Jaime, quiero tomar algo.
Anselmo pensó que le convenía relajarse charlando con algún amigo.
Consideraba que pasar por el bar era un paso previo, y necesario, antes de ver a
su esposa e hijo. Era como la ducha que se da el minero antes de llegar a su
hogar, para no ensuciar con la carbonilla a sus objetos y seres queridos. De
todas formas, se hizo la promesa de no alargar mucho su estancia en el bar.
Al entrar, vio en una mesa a Clavijo que estaba solo. Anselmo le hizo un
gesto con la mano, pero antes de sentarse fue hacia la barra.
—Buenas tardes, Jaime, ponme una cerveza —pidió Anselmo.
La risa que exhibió el dueño le hizo sospechar que no bebería, y por su
pregunta lo entendió.
—¿Y eso qué es? —preguntó Jaime, irónicamente.
—Vale, pues un coñac —pidió Anselmo, provocando nuevas risas.
171
Teo García La partida
172
Teo García La partida
173
Teo García La partida
de su tronar fue recibido con aplausos y gritos de ánimo. Anselmo notaba como
le molestaba el cuello de su camisa y su cinturón; parecía que su ropa había
encogido varias tallas. No podía soportarlo más y se puso de pie. María le
volvió a coger de la mano, y con su pulgar le prodigaba unas caricias, que en
condiciones normales desagradaban a Anselmo, pero que en esa situación
agradeció. Volvió a tomar asiento para esforzarse en estar más tranquilo y
relajado. Anselmo se sorprendió por su reacción. Él había estado bajo las balas,
en peleas y tumultos, en situaciones en las que sabía con certeza que su vida
corría peligro, pero nunca había notado la sensación de estar enterrado en vida
que ahora percibía. Por el desconocimiento de esa emoción, su nerviosismo
seguía aumentando, aproximándose peligrosamente al pánico.
Dos explosiones seguidas, y con una especial intensidad, indicaron que las
bombas estaban próximas. Anselmo, como el resto de los mortales, sabía que un
día u otro debería morir, pero si algo le causaba auténtico pavor era morir
asfixiado. El miedo, que muchas veces dispara la imaginación, hizo que
Anselmo tuviera la imagen del techo del refugio derrumbándose sobre los allí
concentrados. Notaba su corazón latiendo a un ritmo frenético, parecía que iba
a estallarle el pecho. Continuaba mirando a su alrededor para intentar
tranquilizarse, pero la apreciación de la realidad quedaba distorsionada por el
miedo. Por su cabeza le pasaban imágenes olvidadas: recuerdos de sus padres,
de su infancia y juventud. Una gran detonación le devolvió a su actual
existencia, y algunas personas, que momentos antes estaban distraídas,
emitieron algún chillido. Todos pensaban que la siguiente explosión sería más
cercana, pero no se produjo. Poco a poco, las detonaciones se fueron alejando.
Incluso sabiendo que la ventilación estaba asegurada, Anselmo notó que le
faltaba el aire. Tras unos minutos, que se hicieron eternos, el sonido de las
sirenas indicó que el ataque aéreo había finalizado. Anselmo no se lo pensó dos
veces y se dirigió rápidamente hacia la salida, que el encargado estaba abriendo
en ese momento. Nunca le había gustado subir escaleras; pero, quizá, fue la
única vez en su vida que sintió una emoción incontenible cuando, de dos en
dos, ascendió hacia la superficie otra vez. Flotaba un polvillo molesto en el aire,
pero le era indiferente, y aspiró a grandes bocanadas el aire del exterior. Se
agachó en cuclillas mientras su estado se iba normalizando. El contacto de una
mano sobre su cabeza hizo que al girarse, se encontrase con su hijo, que le
miraba algo asustado. Detrás estaba María, también le miraba, pero no dijo
nada. Anselmo se incorporó algo ofuscado. De camino a casa, vieron el
resultado de la explosión cercana que habían notado. Una bomba había
impactado en una parte de la fábrica Campabadal, que se había convertido en
un objetivo, ya que se dedicaba a la fabricación de munición. Anselmo cogió a
Juan en sus brazos y se mantuvo callado durante el camino de regreso.
Al llegar, miró directamente a los ojos de María.
—No pienso volver a bajar nunca más —dijo Anselmo.
174
Capítulo XIV
La entrevista que Rodríguez mantuvo con Aiguadé sirvió para que el jefe de
policía tuviera la certeza de que su superior no sería un hueso fácil de roer.
Rodríguez intentó transmitirle tranquilidad, dando una imagen de
transparencia y ánimo colaborador. Creía que lo había conseguido, pero
después ya aumentaría la presión para conducirle hacia sus postulados. Sin
embargo, para Aiguadé, el tema que más inquietud le producía no se había
resuelto. En la reunión que iba a mantener con Tarradellas esperaba zanjar de
una vez el asunto. Buscaba afirmaciones y concreción, ya que le gustaba saber el
terreno que pisaba. Tarradellas era un hombre muy estricto en cuanto a tiempo
se refería, no sólo con el suyo, sino también con el de los demás, y Aiguadé fue
puntual.
En cuanto se hubieron instalado en dos sillones, sin mesas de por medio,
Tarradellas comenzó a tratar el delicado asunto.
—Ayer estuve hablando con el presidente sobre el ofrecimiento que le hizo
Rodríguez. Puedo adelantarle que le causó tanta sorpresa como a mí, pero la
verdad es que no debemos tomarlo muy al pie de la letra, Aiguadé.
Éste guardaba un mutismo absoluto, intentando comprender lo que sin
duda sería una conversación en tonos muy sutiles y abundancia de mensajes
inquietantemente ambiguos. Su actitud hoy volvería a ser pasiva e intentaría
que, pretextando poca claridad, el conseller tuviera que ir descubriendo sus
verdaderas intenciones de una forma más clara. Aiguadé conocía lo habilidoso
que podía ser Tarradellas.
—Es notable y espero que para usted también, que el presidente siempre ha
sido públicamente un firme defensor de la unidad de las fuerzas políticas en
esta lucha que nos ha tocado librar contra el fascismo. Por ello, él no puede
verse comprometido en actuaciones que con posterioridad, y en función de un
resultado adverso, pusieran en peligro su situación personal al frente del
gobierno de la Generalitat. Valore lo que ocurriría si el puesto fuera ocupado
por una persona vinculada a un partido menos moderado o con intereses
diferentes a los nuestros. Con toda seguridad, esa situación nos llevaría en un
primer momento a nuestra propia destrucción y en un segundo, a una seria
pérdida de identidad política para Catalunya. Como le será fácil comprender,
Teo García La partida
176
Teo García La partida
177
Teo García La partida
178
Teo García La partida
179
Teo García La partida
Así y todo, le volvieron a pedir los papeles. En ese momento vio que se dirigía
hacia él su contacto. Las dudas sobre su capacidad volvieron a surgir en la
mente, pero actuó de forma correcta. El hombre pasó por su lado y, sin mirarle,
se introdujo en el vestíbulo de la estación.
—No llevo la cédula, pero tengo este aval —dijo Ricardo, entregando un
documento que según constaba estaba expedido por la UGT.
—Muy bien, compañero, te acompañamos en el sentimiento —dijo uno de
los milicianos, devolviendo el documento. Ricardo, para redondear su
actuación y sabiendo que debería esperar, dio más explicaciones.
—Estoy aguardando a mi hermano, que viene a buscarme.
No recibió respuesta alguna y los milicianos se alejaron, para alivio de él.
Ricardo siguió con su representación de la espera hasta que pasados cinco
minutos regresó el contacto. Escenificaron el encuentro, y sin apresuramientos,
pero de forma ágil, dejaron la estación.
—¿Problemas? —preguntó el contacto.
—Ninguno que no pueda resolver.
Durante su camino hacia Vía Layetana, Ricardo fue explicando los planes
de ese día, pero también quiso asegurarse de que sus instrucciones se habían
cumplido.
—¿Has traído las pistolas y las granadas de mano? —preguntó Ricardo,
obteniendo una respuesta afirmativa.
—¿No tienes curiosidad por saber qué vamos a hacer hoy?
—¿Debería? —preguntó el contacto, como forma de respuesta.
—Pareces gallego, ¿siempre vas a contestar con otra pregunta?
No hubo más palabras, entre ambos existía desconfianza, pero los intereses
comunes se sobreponían a las propias suspicacias. Ricardo percibía la inquietud
en su acompañante, y decidió hablar para que se tranquilizase.
—Ahora saldrás de dudas. Cuando lleguemos al cruce de la calle Ferran,
nos quedaremos apostados en un lugar que ya te indicaré. Hoy, como es
habitual, Roldán Cortada, uno de la UGT, pero conocido por sus tendencias
comunistas, debe acudir a una reunión en el Palacio de la Generalitat. Siempre
hace el mismo recorrido, lo he comprobado. Cuando gire para entrar en la calle
Ferran, su coche reducirá la velocidad. En ese momento, tú y yo le
acribillaremos. Como la sede de la UGT y el Palacio de la Generalitat están muy
próximos, sólo lleva dos guardaespaldas: uno es el conductor, y el otro va en el
otro asiento delantero. De ésos te encargarás tú; de Cortada, que irá en el
asiento posterior, me encargaré yo. Tú dispara desde delante, yo estaré en el
lateral. En esa zona siempre hay policía y milicianos, por lo que debemos ser
rápidos y no dudar. Una vez terminado el trabajo desaparece, y si te necesito ya
volveré a contactar contigo, ¿cómo?, es asunto mío. No te pongas nervioso y
procura no darme a mí. ¿Comprendido?
—Soy buen tirador —contestó despechadamente el hombre.
—Ya me lo imagino, pero es mejor dejar las cosas claras. Cuando huyas, en
180
Teo García La partida
la primera ocasión que tengas tiras la pistola. Por cierto, ¿llevas el aval que te
di? —preguntó Ricardo.
—¿No confías en mí?
—Si sigues respondiendo con preguntas, empezaré a desconfiar.
—Claro que lo llevo —aseguró el contacto.
—El primer disparo lo haré yo. Hasta ese momento no hagas nada, sólo
debes estar listo, pero luego vacía el cargador.
Ricardo estaba molesto por cargar con la maleta, nunca le había gustado
llevar cosas en las manos. Se detuvo para encender un cigarrillo, mientras
miraba a su compañero que se movía nerviosamente.
—Vamos bien de tiempo, puedes estar tranquilo. En la plaza Palacio hay un
quiosco de prensa, allí compraremos periódicos para disimular mientras
esperamos. También tomaremos un café, o lo que nos den, y me entregarás mi
pistola y las tres granadas —dijo Ricardo.
—Y si Cortada hoy no viene ¿qué hacemos? —preguntó el hombre.
—Pues nos vamos cada uno por nuestra cuenta, y pasado mañana nos
encontramos al mediodía en la puerta de los almacenes El Barato, ¿los conoces?
—Sí, hace poco estuvieron de rebajas y me compré unos zapatos.
—Pues me alegro mucho, pero nosotros no iremos a comprar nada.
Recuerda que hasta que yo no dispare tú no debes hacer ningún movimiento,
sólo situarte y cubrirme.
—Ya me lo has dicho —replicó, molesto por la insistencia.
Al llegar al lugar indicado, entraron en un café situado delante del cruce de
calles. Estaba claro que Ricardo había hecho un detallado estudio de los
alrededores. Se sentaron en una mesa, al fondo del local. Su posición les
permitió que con total discreción el contacto entregara a Ricardo la pistola y las
granadas de mano.
—Una quédatela tú, puedes necesitarla para huir —dijo Ricardo,
rechazando uno de los explosivos.
Pidieron dos cafés, y en cuanto fueron servidos, Ricardo pagó el importe
por si tenían que abandonar el bar apresuradamente. Siempre se sentaba de
cara a la puerta de entrada, ya que ello le permitía observar los movimientos en
todo el local. El contacto quedó sorprendido de la frialdad con la que Ricardo
daba cuenta del sucedáneo de café. Él, al contrario, tenía el estómago encogido
y le costó trabajo y ayuda tomárselo. El hombre apuró la taza, no por la
exquisitez del contenido, sino por un claro afán de imitación y disimulo.
Ricardo, que se había sentado en un banco adosado a la pared del local,
aprovechó el hueco que quedaba debajo para ocultar la maleta; ahora ya no la
necesitaba. Metódico hasta la exasperación, volvió a realizar un repaso de la
forma de actuar. Estaba dibujando un croquis sobre uno de los periódicos,
cuando un grupo de escolares, acompañados de dos mujeres, entraron en el
establecimiento. Ricardo, contrariado, no podía concentrarse, la algarabía
provocada por los niños le irritaba. Con una mínima antelación, abandonaron el
181
Teo García La partida
182
Teo García La partida
detuvo durante un corto tiempo dudando si volver atrás, o seguir el plan inicial
de marchar cada uno por una ruta de escape diferente. Su preocupación, ahora,
era que el contacto pudiera caer vivo en manos enemigas. En su rápido
discurrir, tuvo tiempo de cambiar el cargador de la pistola. Optó por marcharse,
pero antes vio como su compañero caía abatido por los disparos. Dos policías,
que también estaban por el lugar, se habían percatado de su presencia alertados
por el hombre que le había pedido fuego. Se dirigían hacia él, pero la ventaja
que llevaba le permitiría escapar sin problemas. Decidió que lo más seguro era
introducirse por las mil callejas que formaban el barrio gótico de Barcelona. Al
pasar por el bar, donde hacía sólo unos minutos habían estado tomando café,
arrojó otra de las granadas al interior, pensando que entre la confusión que se
organizaría sería más sencillo escapar.
Vio como el explosivo rodaba por el suelo, hasta detenerse junto al grupo
de escolares que seguía en el interior. Su cerebro, de forma incómoda, había
ralentizado esa imagen, pero recuperándose con rapidez, corrió tanto como
pudo sin saber qué dirección llevaba.
Sin proponérselo llegó a las Ramblas, que eran un auténtico hervidero de
personas. Ralentizó su paso, ya más seguro de haber escapado, con el fin de
pasar desapercibido, y decidió tomar la dirección hacia la plaza de Catalunya.
Sudoroso y jadeante, por la frenética carrera, volvía a ordenar sus
pensamientos. Desconocía cuál era la suerte de su contacto, pero le había visto
caer cosido a balazos, y consideró que seguramente estaría muerto. Cuando la
policía le registrase, vincularían el aval que portaba con los miembros del
POUM, ya que le había hecho entrega de uno de los que pidió a Julián García.
En el caso de que estuviera vivo podría ser un poco más complicado, pero creyó
que no había motivo para el pánico; habría muerto. No todo salió como había
proyectado, ya que su intención inicial era matar al contacto durante el
atentado, para provocar la sospecha de que los miembros del POUM estaban
detrás del asesinato, pero pensó que esta modificación de su plan, debida al
azar, había logrado mejorar el resultado previsto.
183
Teo García La partida
en definitiva, todo aquello que les permitiera ampliar su radio de acción. Ambos
estaban cansados, eran hombres que preferían algún tipo de acción física a estar
metidos en un despacho moviendo papeles. Anselmo decidió que era hora de ir
al comedor, y Paco secundó la iniciativa de buen grado. Cuando estaban a
punto de marchar, una vez más inoportuno, hizo su aparición Carreras a una
velocidad que hacía gala al apellido que ostentaba.
—Menos mal que os pillo. Han asesinado a uno de los líderes de la UGT
aquí al lado. Rodríguez viene con nosotros para ver qué ha pasado.
Los dos policías pusieron caras de resignación ante la forzada renuncia a su
comida. La distancia era corta, pero decidieron ir en coche. La congestión
causada por la multitud hizo imposible que pudieran avanzar más deprisa;
hubieran tardado menos a pie. Al llegar, lo primero que vieron fue el coche
acribillado y con su interior destrozado por la deflagración. Los muertos y
heridos en la explosión del café ayudaban a dar una imagen de auténtica
carnicería a la escena. Rodríguez y Carreras fueron puestos en antecedentes de
lo sucedido por otros policías. Algunos testigos daban sus explicaciones, pero
como suele ocurrir, había tantas versiones como personas habían presenciado el
crimen. Conforme se fue hablando con ellos, se evidenciaron puntos comunes
que permitieron tener una idea más concreta de lo que allí había sucedido. Uno
de los pistoleros había caído muerto por los disparos de milicianos, pero el otro
consiguió huir. Las descripciones poco pudieron aportar, ya que nadie
recordaba ningún rasgo característico. El que había muerto, a simple vista,
tampoco serviría de mucha ayuda. Uno de los policías ya le había registrado y
lo único que encontró fue un aval emitido por el POUM, a nombre de Alejandro
Poveda Soler. No llevaba encima ninguna otra pertenencia ni documentación,
sólo una granada de mano. Al comunicar a Rodríguez el hallazgo, rápidamente
hizo su análisis.
—Esto es obra de trostkistas o anarquistas, sólo ellos actúan con tanta
brutalidad.
Este comentario, hecho en voz alta, fue oído por varias personas, y éstas, a
su vez, caldearon el ambiente con otras expresiones. Los camilleros de las
ambulancias estaban retirando los restos de los muertos. Estaba claro que había
sido una emboscada premeditada y muy bien ejecutada. Lo único que
desentonaba con una acción de ese tipo era el explosivo lanzado al interior del
café. No podían comprender la finalidad de la acción, y Anselmo, acordándose
de su hijo, notó que el estómago le daba un vuelco. Rodríguez decidió que poco
podían hacer allí. Para ellos, todo el interés radicaba en el aval y en su titular;
por ahí podrían investigar algo, pero no eran optimistas.
De regreso a la Direcció General d'Ordre Públic, Rodríguez, animado por
Carreras, seguía acusando a los trostkistas y anarquistas. Anselmo no podía
comprender qué hacía la autoría del hecho tan evidente, ya que los comunistas
no les iban a la zaga a la hora de ajustar cuentas, ni en su forma de hacerlo.
Carreras también empezó a sacar sus propias conclusiones. Para él también
184
Teo García La partida
era obra de los mismos que acusaba su superior, pero creía que era la réplica a
la desaparición de Marc Rhein y al asesinato de la periodista inglesa.
—Ya sabemos cómo las gastan: acción y reacción —dijo Carreras.
—Redacten un informe rápidamente. Éste es un hecho muy grave, y creo
que debo informar al conseller Aiguadé de lo sucedido.
En cuanto llegó a su despacho, Rodríguez le telefoneó para ponerle al
corriente de la situación. También aprovechó para transmitir sus sospechas
sobre los autores. Aiguadé, esta vez, fue más crédulo a lo que explicaba el jefe
de policía. Tenía lógica y coherencia, y en anteriores ocasiones ambos grupos
habían actuado de forma similar para castigar a sus rivales, o bien para
amedrentarlos.
—Supongo, Aiguadé, que compartirá plenamente conmigo que si no
atajamos esto de raíz, se nos puede ir de las manos —dijo Rodríguez.
—Ése es mi temor, Eusebio, que Barcelona vuelva a convertirse en una mala
copia del Chicago de los años 20, pero tampoco tenemos pruebas concluyentes
de quién está detrás de ello.
—Por favor, Aiguadé, ¿qué más quiere? ¿Una orden firmada por Nin en
persona autorizando la ejecución de Cortada? No sea obtuso.
Esta última frase de su subordinado sorprendió a Aiguadé, tanto por el
tono, como por el calificativo utilizado, pero decidió pasarla por alto.
—Creo que debe intervenir Companys en esto, y pedir explicaciones a los
jefes del POUM —opinó el jefe de policía.
—Rodríguez, ahora el que peca de obtuso es usted. No entiende que nunca
lo reconocerán. Y... ¿por qué el POUM y no los anarquistas? No creo que
debamos mezclar al presidente en estos temas.
—Entonces, ¿qué quiere que hagamos? —preguntó Rodríguez.
—Me parece que lo más prudente es investigar la identidad del pistolero
muerto. Veamos qué se puede se averiguar, siempre estamos a tiempo de pasar
a la acción.
—Eso si no hay más muertos mañana o pasado, Aiguadé.
—Seamos prudentes, Rodríguez.
—Muy bien, ya le mantendré informado de lo que ocurra.
Rodríguez colgó el teléfono disgustado, y en voz alta, sin importarle si
alguien le oía, sugirió un lugar donde Aiguadé podía meterse su prudencia.
Esperó unos instantes para tranquilizar su cólera, y llamó a Orlov para
informarle de lo ocurrido. Al principio le dijeron que estaba ocupado, pero
cuando insistió y mencionó la urgencia del tema, y de quién era, pudo oír la voz
de Ovseienko al otro lado del auricular. Éste le explicó que Orlov estaría
ausente dos días.
Tras escuchar con detenimiento todo lo que el jefe de policía le explicaba,
Ovseienko agradeció el detalle de mantenerle informado, y volvió a la pequeña
reunión que mantenía antes de la interrupción. Pedro, que estaba presente,
sabía de quién se trataba por la forma y expresiones usadas por Ovseienko.
185
Teo García La partida
186
Capítulo XV
El último homicidio cometido volvió a tener el mismo efecto que una piedra
arrojada sobre la remansada agua de un estanque. Las conjeturas y rumores
produjeron un aumento palpable de la tensión en la situación política. El cruce
de reproches empleaba cada vez términos más duros, y las bases de cada
partido eran las más proclives a tomar iniciativas drásticas. Cada fuerza política
quería seguir manteniendo su zona de poder e influencia, y los diferentes
medios de comunicación con los que contaban, se utilizaron como catapultas
para arrojar, con reiterado énfasis, instrucciones y proclamas. Esto permitió que
las noticias también llegaran a las tropas destacadas en los frentes de batalla.
Todos se miraban con recelo, y hasta los camaradas en las armas, hermanados
en el derramamiento de la sangre, desconfiaban los unos de los otros. Algún
conato de desobediencia se había producido ya entre los soldados combatientes.
En esas condiciones, era imposible mantener disciplina alguna de combate.
Desde el gobierno central también se seguía con preocupación los hechos que, a
priori, indicaban que la venganza volvía a utilizarse como moneda de cambio y
forma de zanjar diferencias ideológicas. Largo Caballero, presidente del
gobierno español, telefoneó a Tarradellas para intentar convencerle de la
conveniencia de traspasar las competencias de orden público y defensa al
gobierno del Estado español. El primer ministro sabía que era un tema de
especial sensibilidad para el gobierno de la Generalitat, y por eso no se
sorprendió al encontrar una clara oposición durante la conversación que
mantenían.
—Comprenda, Tarradellas, que no podemos dejar que la situación se
degrade más. Ya se han producido los primeros problemas en el frente de
Aragón con columnas anarquistas y del POUM. Las campañas de prensa no
ayudan precisamente a aplacar los ánimos, y si ustedes no son capaces de atajar
lo que está a punto de suceder allí, es mejor que nos dejen actuar a nosotros —
dijo Largo Caballero.
—Es comprensible su inquietud, presidente, pero ya sabe por otras
conversaciones parecidas que hemos mantenido que no podemos ceder
nuestras competencias sólo por una simple sospecha —replicó Tarradellas.
—¿Sospecha, dice usted? No se dan cuenta de que esto es una escalada que
Teo García La partida
188
Teo García La partida
de que Largo Caballero hablaba en voz baja con el auricular del teléfono
tapado.
—¿Sigue ahí, señor presidente? —preguntó Tarradellas.
—Sí, sí... Le ruego que me disculpe, me había distraído un momento —
contestó en un tono poco creíble.
Tanto Companys como varios miembros de su gobierno sentían
desconfianza hacia Largo Caballero, ya que era cada vez más notoria la
influencia que tenían los comunistas sobre el gobierno español.
—Volviendo al núcleo de nuestra conversación —continuó hablando
Tarradellas—. Ustedes tienen cuatro ministros próximos a las ideas de la CNT y
del POUM: hablen con ellos. Creo que la llave para cerrar este asunto está en su
poder, y nosotros desde aquí haremos lo propio. Si me permite la sugerencia,
deben presionar a sus ministros y no al gobierno de la Generalitat.
—Le agradezco la sugerencia, Tarradellas, pero acepten también las
nuestras. Le reitero, de nuevo, que seguimos los hechos de Barcelona con
mucha atención. No permitiremos secesiones ni escisiones partidistas, ¿lo ha
comprendido? En la situación en la que nos encontramos, no quisiera tener que
enviar tropas a Barcelona para imponer el orden necesario —explicó Largo
Caballero, ya sin amago alguno.
—Ahora el que parece que esté amenazando es usted, si me permite que se
lo diga, señor presidente —dijo Tarradellas, a modo de queja.
—No, seguramente me ha malinterpretado. Empleando sus mismos
términos, sólo le he expresado nuestras intenciones.
—¿Es eso lo que quiere que comunique al presidente Companys? —
preguntó Tarradellas, molesto por el incómodo recordatorio de su frase.
—Le agradecería que, si es posible, le transmita de la forma más exacta los
términos y el tono de nuestra conversación.
Ambos se despidieron, y tras colgar el auricular, Largo Caballero confirmó
la sospecha que tuvo Tarradellas. Efectivamente, tenía un acompañante que
también escuchaba mediante un supletorio. Tras cruzar sus miradas, el
presidente del gobierno explicó sus impresiones.
—Tenía usted toda la razón: Cataluña y su gobierno pueden convertirse en
un serio problema para la República. Hemos de conseguir que abandonen en
nuestras manos la dirección de la guerra. No son conscientes del daño que nos
pueden causar con su templada manera de actuar contra los enemigos internos,
y con su odiosa táctica de utilizar la guerra para sus propios fines. Más que
ayudar, son una pesada rémora que debemos soportar. Me temo que más tarde
o más temprano deberemos actuar, y cuando lo hagamos, no tendremos ni
miramientos ni deferencia alguna. Tienen razón, Orlov: aunque Companys vaya
alardeando de ser el paladín de la unión antifascista, lo cierto es que hace una
interpretación muy personal de lo que él llama unidad. Estos catalanes y su
eterno doble juego —dijo lamentándose.
El ruso no dijo nada, limitándose a exhibir las palmas de sus manos
189
Teo García La partida
mientras asentía.
—Me congratula comprobar que nuestros puntos de vista de la situación en
Cataluña son coincidentes —dijo Largo Caballero.
—A mí también, señor presidente, pero ya que también usted es consciente
de la importancia de unificar esfuerzos, tenemos un tema pendiente de
respuesta —dijo Orlov.
—Si va a hablarme sobre la unificación de mi partido con el PCE, sigo
manteniendo mi postura: nunca se producirá semejante fusión. Ya he hablado
en varias ocasiones con su embajador, Rosenberg, al respecto, y creía que le
habían quedado las cosas claras. Mi decisión está tomada y es firme. De igual
manera, Orlov, ahorre sus esfuerzos para presionarme a través de miembros de
mi gobierno porque no les va a servir de nada —concluyó Largo Caballero.
Orlov consideró conveniente callar. Miraba fijamente a su interlocutor,
sopesando las posibilidades y fuerza política para mantener semejante actitud,
y llegó a la conclusión de que los días del político estaban contados.
190
Teo García La partida
191
Teo García La partida
recuerdos. Él no era así, pero sabía que la vida, en múltiples ocasiones, nos pone
en situaciones y tesituras en las cuales no tenemos la opción de escoger. Se
trataba, llegado el caso, de actuar sin sentimientos, demostrar una absoluta
orfandad de escrúpulos y un desprecio sublime por los valores morales que
otorgan a los humanos su categoría de seres superiores o, al menos, de
inteligentes. Eso no significaba que Ricardo fuera un amoral, tenía su propia
ética, eso consideraba él, pero sus actividades se basaban en la realización de un
fin, que tanto él como sus planificadores, consideraban correcto, deseable y
supremo. Las pocas veces que cuestionaba sus actuaciones lo hacía desde una
óptica racional. Él vivía y actuaba de acuerdo a la razón, con su razón, y esto le
permitía ser hasta feliz. Con sólo analizar la situación política en la que estaba
inmerso en Barcelona, llegaba a la conclusión de que no era el mejor estado para
las personas. El actual régimen necesitaba un ajuste y adaptación a la naturaleza
humana, y ahí era donde Ricardo aportaba su pequeño, pero funesto grano de
arena. Sin embargo, no era capaz de redactar una simple carta que terminase
con mención de unos padres que Julián García no había conocido nunca. Podía
inspirarse en la figura de sus propios progenitores, pero ese interés en mantener
una asepsia entre su propia persona y las otras a las que debía tratar le
resultaba un obstáculo difícil de rodear. También tenía que preparar su
siguiente encuentro con el otro miembro de la célula de apoyo. Ricardo no era
perezoso, pero la sensación de acumulación de trabajo le ocasionaba una febril
actividad mental que le impedía descansar y olvidar. Esa molesta percepción
sólo podía aplacarla actuando, pero a su debido tiempo. Decidió darse el baño y
después ya pensaría alguna cosa.
192
Teo García La partida
193
Teo García La partida
Barcelona. Estaba dispuesto a ser flexible, pero hasta el junco más cimbreante
tiene su límite, y consideraba que el suyo estaba ya muy próximo.
—Entienda que no les estoy acusando de nada, ya que no existen pruebas,
pero todo les señala como los actores, o inductores, de los desgraciados hechos
que han pasado en Barcelona de unos días a esta parte —dijo Companys.
—Imagino, señor presidente, que al igual que se me ha citado a mí, con
posterioridad también hablará con los responsables del PSUC, ¿no es así? —
replicó Nin.
—Por supuesto, Andreu. No existe pelea sin dos contendientes.
—Ya, pero usted da por descontado que estamos involucrados en esas
sucias falsedades que se vierten contra nosotros. Usted las califica de sospechas,
pero más parecen acusaciones en firme que auténticas conjeturas, y mi
presencia aquí así lo ratifica.
—Mire, somos conocedores de las diferencias importantes que mantienen
ustedes y otras fuerzas políticas, pero...
—Querrá decir con los comunistas —interrumpió Nin.
—Bien, con quien sea. Debe comprender que no es conveniente, en estos
momentos, entregarse a zanjar disputas mientras luchamos contra los fascistas,
que cada vez nos están apretando más.
—Usted sigue pensando que estamos detrás de la desaparición de Marc
Rhein y del asesinato de Cortada. Tengo la sensación de que por más que yo le
asegure que no sabemos nada, pero absolutamente nada de esos temas, no va a
creerme; y ello me coloca en una situación difícil para seguir manteniendo esta
conversación —dijo Nin.
—¿Toda su argumentación va a ser amenazar con marcharse? —preguntó
Tarradellas.
—En primer lugar, me gustaría que les quedase claro que yo no tengo que
argumentar nada, y en segundo lugar, creo que deberían preocuparse de
controlar mejor a los miembros del PSUC y de la UGT, quizás ellos les podrían
dar más respuestas que yo a lo sucedido. Todo el mundo puede percibir que
nuestra antigua influencia se ve ahora ejercida por los comunistas, y para que
esto se produjese tenían que estar ustedes conformes —replicó Nin.
—Mire, Nin, nosotros como gobierno de Catalunya no entendemos de
comunistas ni de trostkistas, nuestra...
—A nosotros el calificativo de trostkistas no nos corresponde, señor
presidente. Ése es el principal argumento que utilizan nuestros enemigos para
desacreditarnos —volvió a interrumpir Nin.
—Quizá si me deja terminar alguna de mis frases pueda entenderme mejor
—dijo Companys, irritado.
Nin se disculpó con un gesto, y Companys siguió hablando.
—Como le iba diciendo, para nosotros como gobierno lo importante es la
labor que debemos desarrollar como gobernantes. Al ser un pequeño crisol de
la representación de la sociedad, hemos de contemplar a todos los grupos
194
Teo García La partida
195
Teo García La partida
196
Teo García La partida
197
Teo García La partida
198
Capítulo XVI
200
Teo García La partida
Ricardo, con la dificultad prevista, pudo al fin escribir una carta con los
condicionantes que fijó Julián García. Ahora debería desplazarse hasta los
puestos de libros de segunda mano de la Rambla de Santa Mónica, y proceder a
la entrega para forzar un nuevo encuentro. Al no tener una hora fijada decidió
ir a pie. Se sentía seguro, y caminar por Barcelona siempre le había gustado. Las
estaciones del año no entienden de guerras, penurias ni de miserias humanas
que siempre acompañan esos estados extremos en las relaciones humanas, por
eso, en los plataneros que bordean muchas de las calles de la Ciudad Condal,
las hojas adquirían esa tonalidad verde tan viva y llamativa de la primavera. En
las macetas de algún balcón, las flores iniciaban su salida pletóricas de fuerza y
color. A Ricardo le satisfacía pasear, mirar sin ver, oír sin escuchar los sonidos
de las personas y la ciudad. Para cualquiera que le observase, semejaba una
persona que ostentaba una despreocupación máxima por los sucesos que se
desarrollaban a su alrededor. Parecía que la historia no iba con él, sin embargo,
esa facilidad para abstraerse en determinados momentos le era muy útil para
conservar una fría lucidez en sus ideas. Ese mismo día debía encontrarse con el
tercer miembro de apoyo de su célula, y después comprobaría si había algún
201
Teo García La partida
202
Teo García La partida
203
Teo García La partida
patán. Para intentar disimular, utilizó ese recurso tan usual de buscar un
cigarrillo y encenderlo.
—¿Es que hay alguna novedad, Rodríguez? —le preguntó Aiguadé.
—En cuanto a la desaparición de Marc Rhein nada en absoluto, pero
seguimos investigando en círculos anarquistas y trostkistas. En cuanto al
asesinato de Roldán Cortada nuestras sospechas también nos señalan en la
misma dirección.
—Seguro que no me equivoco si le digo que esa dirección se llama POUM,
¿verdad, Eusebio?
—Me alegra comprobar que cada vez estamos más próximos en nuestras
conclusiones —aventuró Rodríguez.
—Más cercanos sí, pero la distancia aún es considerable —replicó Aiguadé,
con sequedad.
—Tal como le comenté por teléfono, el pistolero muerto en el atentando
contra Cortada no nos ha aportado ningún dato relevante. No llevaba
documentación, y el único documento que portaba tampoco nos ha indicado
nada. Ahora bien, sí considero importante que fuera un aval expedido por
Julián García, con todos los sellos y demás zarandajas del POUM —dijo
Rodríguez.
—Documentos de ese tipo corren por Barcelona a raudales. No existe
control ni registro alguno de su reparto, no considero que sea relevante.
—Aiguadé, con el debido respeto, debo comunicarle que su actitud puede
parecer sospechosa en cuanto a un posible interés en desviar la atención, o bien,
proteger a los trostkistas —dijo Rodríguez, mordiendo su labio inferior como
señal inequívoca de que quizá se había precipitado.
—¿Qué insinúa? —preguntó Aiguadé.
—Nada en particular. Sólo le digo que en determinados círculos parece que
su prudencia esconda alguna utilidad malévola.
Aiguadé miró detenidamente a su interlocutor, consideró que sus palabras
podrían ser un farol, pero en la maraña de intereses políticos que había en ese
momento tenía visos de credibilidad lo que le estaba transmitiendo Rodríguez.
Decidió averiguar algo más, pero sin demostrar preocupación.
—Sería más comprensible por mi parte si me dijera qué círculos son ésos.
Por curiosidad malsana, Eusebio.
—Comprenda que debo ser discreto en este punto, Aiguadé. Yo tengo muy
clara cuál es su postura, pero para mí resulta sencillo. Nosotros trabajamos
estrechamente, y esto nos permite tener un conocimiento exacto el uno del otro.
Por desgracia, vivimos tiempos en los que un comentario hecho a destiempo, o
bien en el lugar inapropiado, puede interpretarse, o incluso tergiversarse, hasta
que adquiere visos de realidad. Más de una reputación ha caído por tonterías
menos importantes —explicó Rodríguez, con mala intención.
—Como comprenderá, no puedo fijar mi criterio de actuación en función de
los comentarios que algún ocioso deslenguado propaga en los cenáculos de
204
Teo García La partida
205
Teo García La partida
206
Teo García La partida
sabor si es compartido.
207
Teo García La partida
voz.
—Y yo Esperanza —contestó la chica, diciendo su verdadero nombre.
Un timbrazo anunció que la película iba a comenzar, y ambos se dirigieron
a sus localidades. Ricardo, por su falta de costumbre, se sentó en la butaca sin
saber que antes del comienzo deberían cantarse diferentes himnos, con la
finalidad de contentar a todas las opciones políticas allí presentes. Al comenzar
a sonar las notas del Himno de Riego, Ricardo se incorporó y comenzó a cantar,
sintiéndose ridículo por la situación. Al finalizar, tuvieron que interpretar dos
más: La internacional e Hijos del Pueblo. Una vez que la popular sesión musical
hubo terminado, pudieron sentarse a disfrutar de unos noticiarios que eran el
preludio de la película. Ahora, Ricardo, se sentía más cómodo para hablar con
total libertad, ya que era durante la exhibición de los reportajes cuando los
espectadores emitían opiniones o expresiones, en voz alta, sobre las imágenes
que se mostraban en la pantalla. El principal problema que Ricardo tenía ahora
era que no había definido del todo cuál sería su siguiente actuación. Poco podía
comunicar a la muchacha, pero, sin embargo, debía cumplir y respetar
escrupulosamente la pauta de citas y encuentros que la publicación del anuncio
en el periódico había iniciado. Necesitaba abrir un nuevo canal de
comunicación con Esperanza para utilizarlo durante los próximos días. La
primera parte del noticiario basaba sobre la firme resistencia del pueblo de
Madrid, y los gritos de «¡No pasarán!» inundaron la sala con atronadores
berridos.
—Necesito que fijemos un nuevo sistema de contacto —dijo Ricardo,
exhibiendo una sonrisa, y pasando su brazo izquierdo sobre los hombros de la
muchacha.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Esperanza, antes de decir nada más.
—Ricardo. Si también te interesa mi apellido, te diré que es Underwood —
contestó con cierta sorna.
—Tú dirás. Mis instrucciones son seguir al pie de la letra tus órdenes.
—Ahora tengo un pequeño problema que no viene al caso, pero que no
afectará a nuestros planes. Tú trabajas en una perfumería, ¿no es cierto? —
preguntó Ricardo, a pesar de conocer los domicilios y trabajos de los tres
miembros. La muchacha respondió afirmativamente.
—En cuanto tenga las cosas más claras apareceré un día por allí. Procura
atenderme tú personalmente, y ya te comunicaré nuevas instrucciones. Sigue
con tu vida normal y no te preocupes de nada más —dijo Ricardo.
Al acabar la frase, dio un beso en la mejilla de la chica para dar visos de
credibilidad a la escena, pero a Ricardo el acercamiento le resultó gratificante, y
en especial, el olor del cabello de Esperanza. Ella también desempeñaba su
papel con gran realismo, y cogió la mano de Ricardo. Ahora fue él quien se
sobresaltó por el gesto, pero decidió disfrutar del momento, aunque fuera por el
buen fin de la misión encomendada. Cuando terminaron los noticiarios, se
dispusieron a ver el tostón de película, que no pasaría a los anales de la
208
Teo García La partida
209
Teo García La partida
210
Capítulo XVII
decisiones con ellos; en todo caso, sus actos tenían que ser asumidos por los
otros, que debían subordinar sus actuaciones al proceder de Pedro. Por las
informaciones que recibía el húngaro de algunos infiltrados, conocía el nivel de
tensión que se vivía, y Pedro consideró conveniente incrementar la tirantez para
provocar una reacción. El escenario estaba montado, los actores conocían sus
papeles, y era cuestión de no hacer esperar al público para dar comienzo a la
representación.
Pedro se encontraba en la pequeña sala de estar de la mansión de la calle
Muntaner, esperando la llegada de Klaus y dos de sus secuaces, llamados
Benjamín e Isidoro. Pedro confiaba plenamente en ese grupo: no discutían
órdenes, no valoraban actuaciones, no cuestionaban resultados, simplemente
acataban y actuaban; eran los hombres perfectos, sin fisura alguna en sus ideas
y con una claridad meridiana en sus objetivos. Excepto Klaus, que era austriaco,
los otros dos eran rusos, descendientes de judíos sefardíes, hecho este que les
permitía tener un cierto dominio del idioma español.
Klaus, fiel al tópico de la puntualidad, llegó a la hora acordada. Los otros
empezaban a retrasarse, pero Pedro sabía que estaban realizando un
interrogatorio, al igual que hicieron con la esposa de Ramón Barnola. Klaus era
el más polivalente, dominaba cualquier técnica que significara la imposición del
terror y el miedo en sus semejantes. Su mandíbula en exceso cuadrada,
acompañada de unos ojos sin sentimiento, una nariz algo desviada, recuerdo de
alguna discrepancia tabernaria, y su cuello bovino, le dotaban de un aspecto
que dejaba traslucir una bestialidad carente de cualquier rasgo que le hiciera
parecer humano. Su apariencia era más cercana a la de un estibador portuario
que a la de un bibliotecario. Klaus había nacido en Viena, en el barrio de
Simmering, y desde una temprana edad demostró sus especiales aptitudes para
encontrarse inmerso en los más variados problemas. Las malas compañías, que
parecía buscaba con ahínco, y su predisposición, le convirtieron en un discípulo
aventajado en toda clase de malas artes. Realizaba un movimiento repetitivo
que Pedro no soportaba: se rascaba su rapada cabeza de forma lenta y suave. Se
podría interpretar que era un gesto de ayuda para pensar, pero Klaus y el acto
de razonar eran completamente antagónicos. Pedro valoraba su fidelidad
canina, y esto hacía que le tratase con cierta deferencia. Klaus, al entrar en la
habitación donde ya se encontraba su superior, tanto en el plano jerárquico
como en el intelectual, emitió un saludo y se quedó de pie. Pedro no iba a
invitarle a tomar asiento, le consideraba una fiera, y debía demostrarle el trabajo
de doma realizado con él, desde que le rescató de una cárcel vienesa, no
dándole ninguna muestra que se pudiera interpretar como un gesto de
confianza, ya que siempre es el león más querido por el domador el que le
ataca.
Pedro siguió leyendo impertérrito un tratado de anatomía patológica. En su
juventud había sido estudiante de medicina y este tema le seguía atrayendo. Le
fascinaba el funcionamiento del cuerpo humano, con su delicado equilibrio
212
Teo García La partida
bioquímico, que permite a los hombres realizar desde las acciones más simples,
a otras tan complejas como razonar o memorizar.
Tras una corta espera llegaron los otros dos individuos. Isidoro y Benjamín
eran hermanos, y este parentesco, en un primer momento, no fue del agrado de
Pedro. Él hacía años que no tenía vinculación alguna con su familia, y
consideraba que personas desarraigadas, sin ningún tipo de lazo afectivo o
familiar, eran las más convenientes para mantener un grupo cohesionado y
unido.
El día anterior, siguiendo las órdenes de Pedro, Klaus, junto con los otros
dos, secuestraron a cuatro miembros del POUM a la salida del local de las
Juventudes Libertarias donde habían mantenido una reunión. A punta de
pistola los trasladaron a La Tamarita, donde fueron interrogados con la tétrica
efectividad del equipo habitual. Pedro decidió no explicar nada a Ovseienko y
Orlov, ya que si tenían que continuar mintiendo, era mejor que lo hicieran
convencidos de que los embustes que explicaban eran ciertos. Si todo salía
como Pedro había previsto, obtendría resultados casi de forma inmediata.
—¿Cómo ha ido el interrogatorio? —preguntó Pedro.
—Bien, poco más han podido explicar. Uno de ellos ha muerto —respondió
Benjamín, que normalmente era el que hablaba en nombre de los dos hermanos.
—Estáis perdiendo práctica —opinó Pedro, dejando su libro de medicina
sobre una pila de periódicos extranjeros.
Klaus explicó las informaciones recogidas de los trostkistas retenidos, que
no aportaban nada nuevo: no existían planes, tramas, ni nada para eliminar
rivales.
—En cuanto anochezca los lleváis al cementerio de Cerdanyola y los dejáis
junto a la tapia.
—¿Vivos? —preguntó el vienés.
—Klaus, si dejases de rascar tu cabeza, no te arrancarías tantas neuronas, y
entenderías que tu pregunta es de lo más estúpida.
213
Teo García La partida
214
Teo García La partida
sorpresa en Esperanza.
Después de decir esto, sacó uno de los fajos de libras esterlinas y se lo
entregó a la chica para su custodia. También le hizo entrega de uno de los
planos de Barcelona, pretextando que para él era más seguro no llevar
semejante carga encima.
—Es mejor que nos encontremos aquí, ya que se tratará de una entrevista
algo larga. Julián nos ha de pasar una información que luego tú deberás
transmitir, por eso me interesa que la conozcas de primera mano. Está al
corriente de tu presencia y sabe que eres de total confianza; no debes
preocuparte por nada. Luego ya te explicaré más detalladamente todo lo demás.
Si yo no volviera, o bien tuvieras noticias de mi detención o muerte, deberás ir
al segundo piso y, mediante el transmisor, comunicar a Burgos dicha
incidencia. Ahora relájate, luego nos volveremos a ver, estoy seguro —dijo
Ricardo.
—Muy bien, aquí estaré esperando —respondió la muchacha, que no se
había recuperado del estupor causado por las novedades. Ricardo se dio media
vuelta para enfilar el pasillo, pero al llegar a la puerta se volvió y le dirigió una
mirada, acompañada de una sonrisa tranquilizadora, mientras volvía a pensar
que hoy estaba especialmente guapa.
La Tamarita es una finca con una gran mansión, rodeada de unos jardines
frondosos, situada en la plaza de la Rotonda. Por orden de Pedro, los cuatro
trostkistas secuestrados habían sido trasladados allí, pero ahora debían librarse
de ellos. Una de las puertas traseras de la casa, que da a la parte más oculta del
jardín, se abrió con un chirriar metálico. Klaus salió para acercar una pequeña
furgoneta, en la que él y sus compañeros hicieron subir a los tres trostkistas
vivos. Después, como si de un fardo se tratase, Klaus apareció cargado con el
cadáver del cuarto. Los tres supervivientes adivinaban cuál era su futuro, pero
el estado lamentable en que habían quedado después de las largas sesiones de
interrogatorio, no les permitía oponer resistencia alguna, y sólo tenían la
posibilidad de insultar o lanzar alguna exclamación, que era acallada con unos
contundentes golpes. Klaus y Benjamín se situaron en la parte trasera del
vehículo, con los tres prisioneros maniatados. La furgoneta inició su marcha
descendiendo por la calle Balmes, y después salieron de Barcelona por la
carretera que lleva hacia el Valles.
—¿Dónde nos vais a matar, cerdos? —preguntó uno de los detenidos.
Klaus, molesto por el atrevimiento, propinó un puñetazo en la ya castigada
cara del joven. Los otros dos optaron por no abrir la boca ante la contundencia
de la réplica.
El resto del camino lo hicieron en silencio, mirando al suelo de la furgoneta
donde el cadáver del otro anarquista se bamboleaba, por el traqueteo del viaje,
ajeno ya a la desgracia futura. Tardaron una hora en llegar a su destino y al
215
Teo García La partida
hacerlo Klaus abrió las portezuelas traseras para hacer descender a los tres
infelices. Sin el menor miramiento, los dos hermanos bajaron el cadáver del
cuarto y lo lanzaron contra la tapia del cementerio. Uno de los detenidos
empezó a gimotear, balbuceando frases inconexas y suplicando por su vida;
después tuvo un repentino vómito. A golpes, hicieron arrodillar a las tres
personas, y uno de ellos se resistió a morir de esa manera, consiguiendo
únicamente otra tanda de puñetazos que hizo más patente su figura de hombre
roto.
Las luces del vehículo permanecían encendidas proyectando sobre el muro
unas trágicas sombras chinescas de los tres hombres, que sentían la certeza del
final de sus días. Los altos cipreses del cementerio se cimbreaban lentamente
debido a una ligera brisa, dando al cuadro un patetismo extremo. Klaus y sus
compañeros actuaban sin precipitación, como aquel que contempla los cuadros
colgados en una galería de arte. El austriaco sacó su pistola, y uno a uno, en un
macabro reparto, les descerrajó un tiro en la cabeza. Los dos hermanos miraban
como lo que antes había sido una persona se convertía en un guiñapo, ya que
los cuerpos adoptaban las posturas grotescas que la muerte confiere a las
personas fallecidas de forma súbita y violenta. Era evidente que para ellos éste
no era un espectáculo nuevo. Después del trío de disparos, Isidoro llamó la
atención de Klaus para indicarle que uno se movía. Eran los movimientos
convulsos que preceden a la muerte, pero Klaus lo interpretó como una forma
de cuestionar su eficacia, y acercándose le disparó, de nuevo, en la sien hasta
agotar el cargador. Luego, mediante una patada en la cabeza, comprobó el
resultado de su trabajo, y cuando tuvieron la certeza de que todos estaban
muertos abandonaron el lugar.
216
Teo García La partida
Anselmo estaba preocupado: su hijo tenía fiebre desde hacía dos días. Todo
parecía indicar que se trataba de una gripe primaveral, pero el temor a alguna
complicación inesperada le causaba desazón. Las condiciones de la atención
sanitaria en Barcelona tampoco eran óptimas. A esto se debía añadir la
dificultad para encontrar algunos medicamentos, pero él tenía la ventaja de la
farmacia de Perico. El dolor humano, sobre todo el ajeno, le era indiferente,
pero no podía soportar el mínimo trastorno en su hijo. Después de cenar estuvo
un buen rato junto a Juan, en la cabecera de su cama. El niño, en parte por la
217
Teo García La partida
218
Teo García La partida
219
Teo García La partida
220
Teo García La partida
221
Teo García La partida
todo, apareció María. Entre ambos envolvieron al niño, que gimoteaba, en una
manta, y se dirigieron hacia la calle. A grandes zancadas fueron al refugio, pero
al llegar a la entrada Anselmo se detuvo. Entregó a Juan a su esposa, y sin decir
nada más volvió a su casa. María no hizo el menor intento de convencerle, ya
que conocía de antemano cuál sería el resultado de sus súplicas.
Anselmo volvió a subir los 122 escalones, pero cuando estaba a punto de
entrar en su piso decidió subir al terrado: si una bomba caía sobre el edificio,
daba lo mismo estar en el salón que en la azotea. Anselmo abrió la endeble
puerta que daba acceso a la terraza, dispuesto a disfrutar del espectáculo.
Encendió un cigarrillo apoyado sobre la baranda, mirando los proyectores
antiaéreos, que lanzaban hacia el cielo unos haces de luz que penetraban la
negrura. El zumbido característico de los motores de aviación ya era
perceptible, cuando los chorros de luz comenzaron un particular baile para
intentar localizar alguno de los aparatos que se disponían a lanzar sobre
Barcelona, y la población, su mortífera carga de bombas. Unas explosiones, a
sus espaldas, hicieron que Anselmo se girase para mirar los cañones antiaéreos
del Carmel y Montjüic, que empezaron a escupir fuego. Uno de los focos
localizó un avión, y el fuselaje plateado se le mostró a Anselmo durante breves
instantes. El fuego de los cañones se concentró sobre el aparato, pero no era
efectivo. Parecía que hoy el objetivo era, otra vez, el puerto y sus instalaciones, y
Anselmo pensó que era lo más conveniente: eso significaba que dejarían
tranquilas a las personas. El sonido de las bombas al explotar, a pesar de la
distancia, le resultaba inquietante. No quería ni imaginarse lo que podía ocurrir
si uno de esos artefactos alcanzaba un edificio. Al pensar que pudiera ser su
casa y su familia, notó cómo las piernas le flaqueaban. Se imaginó a María y
Juan sentados en los bancos del refugio, como si fueran los desvalidos pasajeros
de un sencillo vagón de tren, cuyo destino podía ser la muerte. Con manos
temblorosas, acercó el cigarrillo a sus labios y dio una profunda bocanada, para
luego seguir contemplando el bombardeo.
222
Capítulo XVIII
Cuando Anselmo llegó a la Direcció General d'Ordre Públic, intuyó que algo
pasaba al no encontrar a ninguno de sus compañeros en el bar de la esquina, y
ver el coche del conseller de Governació, a una hora tan temprana, aparcado en
la puerta. Todo ello le hizo suponer que el día comenzaría con problemas, y el
primero lo tuvo al comprobar que el ascensor no funcionaba de nuevo. Subió
las escaleras a pie, con el fastidio habitual y el cansancio tras el ajetreo de la
noche pasada.
Al entrar Anselmo en el despacho, su compañero Paco estaba trajinando
papeles como forma de disimulo; siempre hacía lo mismo cuando sus jefes
estaban por las cercanías. Tras un saludo, Anselmo le interrogó con la mirada.
—Vaya cara traes esta mañana, me imagino que tú tampoco has podido
dormir —dijo Paco, haciendo un gesto para que Anselmo se acercase más.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Anselmo.
—Ayer encontraron el cadáver de Julián García, junto a una mujer
malherida, en un piso del Eixample —explicó Paco, bajando el tono de voz.
—¿El segundo del POUM? —susurró Anselmo.
Paco, sin decir nada, asintió con la cabeza, pero Anselmo no dio su
curiosidad por satisfecha y, encogiendo los hombros, pidió más explicaciones.
—Nos llamaron los vecinos, y cuando llegamos estaba el tío degollado —
dijo Paco, pasando su dedo índice por el cuello para expresar más gráficamente
la escena—. A su lado, también estaba una mujer con un disparo. En los
bolsillos de García encontramos un plano de Barcelona, con mensajes en clave,
y un fajo de billetes ingleses. La chica también tenía otro plano igual y más
dinero.
—Y aparte de que le hicieran una segunda sonrisa en el cuello, ¿qué
justifica tanta historia? —insistió Anselmo.
Paco, antes de responder, miró a la puerta que daba al despacho del
comandante Carreras, donde en ese momento Eusebio Rodríguez y Artemio
Aiguadé estaban reunidos.
—Nadie nos ha explicado nada, pero parece que la clave con la que están
escritos los mensajes es un código que usan los fascistas. También, en el plano
de García, estaba escrito el nombre de Ricardo, y el día y hora de la entrevista,
Teo García La partida
que era el de ayer —explicó Paco, haciendo un gesto para que Anselmo le diera
un cigarrillo.
—¿Y la chica? —se interesó Anselmo, alargando un paquete de basto
tabaco. Anselmo andaba escaso de picadura, pero le interesaba favorecer la
locuacidad de Paco cediendo al chantaje gorrón.
—Está grave, pero vive. De momento no hemos podido hablar con ella,
estamos esperando que nos llamen desde el Hospital Clínico.
—¿Y por qué no me avisasteis? —quiso saber Anselmo.
—Fui yo el que dije que no te molestaran. Sabía que tenías al pequeño
enfermo y no quise sacarte de la cama. Por cierto, ¿cómo está Juan? —preguntó
Paco.
—Tiene algo de fiebre, pero un amigo que tiene una farmacia me pasará un
medicamento que nos ha recomendado el médico. No creo que sea nada
importante —explicó Anselmo.
—¿Tú tienes un amigo con una farmacia?
—Sí, Perico. Te lo presenté aquel día que viniste al bar —intentó aclarar
Anselmo, pero ante la falta de memoria de Paco, Anselmo recordó que llevaba
en la cartera la fotografía que se hicieron juntos en el partido de baloncesto, y
sacando la instantánea, se la mostró a su compañero.
—Sí, ahora lo recuerdo, aquel tan educado —dijo Paco.
—Exacto, es buena persona y mejor amigo —explicó Anselmo, mirando la
fotografía.
—En estos tiempos es conveniente tener amigos hasta en el infierno —
sentenció Paco.
Anselmo volvió su cara hacia el despacho de Carreras, donde se oían
veladamente unas voces.
—Y ésos, ¿qué hacen reunidos? —preguntó.
—En cuanto hemos llegado, el comandante ha llamado a Rodríguez y luego
a Aiguadé, pero no tengo ni puta idea de lo que están tramando —aclaró Paco.
—Veo que habéis tenido una noche movida —dijo Anselmo, aliviado por
no haber tenido que intervenir en el asunto.
—Y eso no es todo. Han encontrado a cuatro más del POUM, muertos de
un tiro en la cabeza y torturados, en el cementerio de Cerdanyola —siguió
explicando Paco, con cara de preocupación.
—Como si eso fuera una novedad, Paco.
—Yo no sé de qué va esta historia, pero algo raro está pasando, y encima
con ese Ricardo que no para de dar por el culo —se quejó Paco.
Cuando Anselmo iba a opinar, se abrió la puerta del despacho de Carreras,
y Rodríguez y Aiguadé salieron. Con los años de práctica en el arte del
escaqueo y disimulo oficinista, cambiaron de conversación con una rapidez
asombrosa.
Al observar la presencia de Paco y Anselmo, los mandos decidieron subir al
despacho del jefe de policía para hablar con más tranquilidad. Sus caras
224
Teo García La partida
225
Teo García La partida
226
Teo García La partida
Eusebio Rodríguez, tras recibir la orden firmada por Aiguadé, llamó por
teléfono para hablar con Alexander Orlov.
Por precaución, no quiso explicarle todos los detalles, pero el ruso le invitó
a acercarse al consulado. Rodríguez aceptó con la promesa de que antes de
media hora estaría en la avenida del Tibidabo. En el mismo momento en que
colgaba el teléfono y se disponía a partir, Carreras hizo irrupción en su
despacho con la noticia de que Esperanza había recobrado el conocimiento.
—Se encuentra débil, debatiéndose entre la vida y la muerte, pero alguna
palabra puede articular —explicó Carreras.
—Ahora tengo una reunión muy importante. Vaya usted al Hospital
Clínico, y si hay alguna novedad destacable me llama al consulado ruso.
Carreras aceptó con desagrado, ya que no le gustaba la implicación que
estaban tomando los rusos en toda esta historia, pero recordó que las órdenes se
formulan para ser cumplidas. El comandante, al regresar a su despacho,
comunicó a Anselmo que debía prepararse para acompañarle, pero antes de
227
Teo García La partida
partir, cogió las fotografías de los detenidos de la red falangista, los planos
encontrados y los fajos de libras esterlinas, y luego, los dos se dirigieron al
encuentro de la persona que pensaban podía arrojar alguna luz sobre tan
sombrío asunto.
228
Teo García La partida
que ocurra algo. Háganos caso: vaya muy preparado. Póngase en la peor de las
situaciones y siempre acertará en la medida a tomar —explicó Orlov.
—Está claro —dijo Rodríguez, intimidado, pero luego recordó el otro tema
que podía resultar interesante.
—Tenemos otra cuestión en la que también me permito solicitar su ayuda
—explicó el jefe de policía, mirando al silencioso Pedro, con desconfianza.
—¿De qué se trata? —preguntó Ovseienko.
—La chica aparecida junto a Julián García creemos que nos puede aportar
información para la detención de más quintacolumnistas, sobre todo de ese tal
Ricardo. Esto es una copia del mensaje escrito en uno de los planos
encontrados. Sabemos que es un código...
—Muy perspicaz, Rodríguez, me deja asombrado —interrumpió Pedro,
mordazmente.
Un ligero carraspeo, y una mirada brusca por parte de Orlov, acallaron el
comentario irónico. Ovseienko alargó la mano para coger el mensaje cifrado y
se lo entregó a Orlov. Éste, levantándose, pidió disculpas por ausentarse, pero
debía hacer una comprobación.
—Creo que ustedes, con su práctica, nos podrían ayudar a obtener más
información de la muchacha —explicó Rodríguez, justificando su petición de
ayuda.
El cónsul ruso asintió de buena gana, pero fue Pedro quien se arrogó el
asunto en su intervención.
—Ya me encargaré yo personalmente de ese tema —dijo el húngaro, sin
encontrar oposición.
—Dos de mis hombres se encuentran en este preciso momento en el
hospital. La chica está grave, pero parece que puede hablar —explicó
Rodríguez.
—Hoy es mejor no intentar nada. Cuando esté más recuperada, ya nos
ocuparemos de ella. ¿No me creerá tan miserable de actuar contra moribundos,
verdad? —dijo Pedro.
—Por supuesto, no quisiera interferir en sus planes —se disculpó
Rodríguez. En ese momento, hizo su entrada Orlov confirmando las sospechas.
—Es el mismo código que se ha detectado en alguna otra célula de espías
fascistas. Este sistema se usa como forma de comunicación directa con el
general Franco. Hace ya tiempo que lo tenemos descifrado, incluso pensábamos
que lo habían cambiado, porque no se había vuelto a utilizar, pero que lo esté
usando alguien en Barcelona, nos puede indicar la importancia que tiene para
Mola y su cuartel general. Los mensajes que contiene el plano que llevaba Julián
García hacen referencia a órdenes para la preparación de los atentados contra
Cortada y la desaparición de Marc Rhein. Creo, Rodríguez, que ésta es la
confirmación de que el POUM está en clara conspiración con los fascistas contra
la República. Es una lástima que sus superiores hayan necesitado varias
muertes antes de tomar la decisión de intervenir —dijo Orlov.
229
Teo García La partida
230
Teo García La partida
231
Teo García La partida
232
Capítulo XIX
a los ocupantes del edificio de la Telefónica. No le hizo falta hablar con Paco
para comprender que habría, otra vez, una tómbola de disparos y golpes.
Anselmo sabía que ése era su trabajo y no protestó, de lo contrario se habría
buscado ocupación en una fábrica, o se dedicaría a vender artículos varios para
cualquier empresa.
Durante el resto de la mañana estuvieron reunidos repasando la forma de
actuación y realizando los últimos preparativos. Media hora antes de las tres de
la tarde, los camiones cargados de guardias de asalto ya estaban esperando en
la puerta principal. Rodríguez y Carreras subieron en el coche, junto con Paco y
Anselmo, para dirigirse hacia la plaza de Catalunya. Durante el trayecto, las
conversaciones que pudieron oír de boca de sus superiores les parecieron
exageradamente optimistas, pero no podían decir nada. Al llegar a las
inmediaciones del céntrico enclave, los ocupantes de uno de los camiones
descendieron para cerrar los accesos a la plaza. Al llegar a la puerta del edificio,
todos se apearon de sus vehículos. Unos quedaron apostados en las puertas y
los demás entraron como una tromba. Rodríguez, exhibiendo la orden firmada
por Aiguadé, exigió el desalojo inmediato y sin oposición alguna del edificio.
Anselmo y sus compañeros exhibían sus armas en actitud amenazadora. Un
hombre, que parecía tener alguna autoridad, se negó al desalojo.
—Mire, señor Rodríguez: esta orden puede decir que se la redacten en
papel más fino, y seguro que le encontrará otra utilidad. Este edificio está
ocupado en virtud del Decreto de Colectivización del 24 de octubre de 1936,
usted debería conocerlo mejor que yo, y eso implica que no nos moveremos de
aquí. Ni usted, ni ese grupo de matones que le acompaña, nos hará cambiar de
opinión, ¿le ha quedado claro? —dijo el cabecilla.
Todos los presentes se mantenían a la expectativa, y por la cabeza del jefe
de policía pasó por un momento la imagen de la retirada entre burlas y chanzas,
pero se hizo el firme propósito de que eso no ocurriría.
—Vaya lo que nos encontramos aquí. En todas las familias hay un memo
que se cree que entiende de leyes y medicina. Supongo que ese papel aquí se lo
han otorgado a usted ¿no es así? —dijo Rodríguez, en un tono altanero.
—Piense y diga lo que quiera, pero no nos iremos —aseveró el anarquista.
—Deténganle —ordenó Rodríguez.
Cuando Anselmo y Paco se adelantaron para coger al cabecilla, se oyó un
disparo, proveniente de la primera planta del edificio, que pasó muy cerca de
Rodríguez, y éste, alarmado, replicó con su pistola. Era cuestión de segundos
que algo así sucediera en una situación en la que abundaban las personas
armadas. Anselmo pudo agarrar del cuello al miliciano que hasta el momento
había hablado, y lo puso ante él, como un escudo, mientras le apuntaba a la
cabeza y se resguardaba detrás de una de las columnas de la entrada. Durante
breves momentos se intercambiaron disparos furiosos, pero los ocupantes
habían emplazado una ametralladora en las escaleras de acceso a los pisos
superiores, y esta precaución hizo comprender a Rodríguez que no podrían
234
Teo García La partida
pasar de la planta baja. Los primeros heridos yacían por el suelo. Carreras,
parapetado tras un mostrador, miraba a Rodríguez esperando recibir
instrucciones. El jefe de policía sabía que la situación podía perpetuarse, y ante
el riesgo de perder más hombres, ordenó una retirada. Un pequeño grupo de
policías se quedó apostado en el vestíbulo, y el resto abandonó el edificio para
rodearlo. Anselmo caminaba hacia atrás, sujetando por el cuello a su rehén, y no
lo soltó hasta estar a salvo en el exterior. Una vez afuera, Rodríguez decidió un
pequeño desquite contra la bravuconada que le lanzó con anterioridad el
anarquista.
—¿Y ahora qué? ¿Ya no estás tan gallito, cabrón? —preguntó Rodríguez,
haciendo un gesto a Anselmo, que sirvió para que el anarquista recibiera dos
puñetazos encadenados: uno en el estómago y el otro en la cara. Por aquello de
que no hay dos sin tres, Anselmo, como propia iniciativa, se despidió de él,
antes de que se lo llevaran, con una patada en los genitales.
—Si le seguís dando, ese mierda no necesitará manta para pasar el invierno
—apuntilló Paco.
La escena fue presenciada por algunos de los ocupantes del edificio, que
reaccionaron lanzando una descarga cerrada de fusilería. Esto provocó que los
policías situados en los alrededores corrieran en busca de resguardo. Con
posterioridad, y ya parapetados, respondieron al fuego concentrando sus
disparos en las ventanas.
Anselmo y Paco volvían a encontrarse bajo fuego en el mismo lugar que
hacía casi un año.
—¿Te recuerda esto algo, Anselmo?
—¡Joder y tanto!, pero entonces los que nos disparaban eran fascistas, y
ahora son anarquistas.
—¡Qué más da! Me parece que todos son la misma mierda —opinó Paco,
mientras Anselmo reía sardónicamente.
235
Teo García La partida
236
Teo García La partida
237
Teo García La partida
238
Teo García La partida
239
Teo García La partida
240
Teo García La partida
241
Teo García La partida
sería que nos viéramos obligados a aceptar nuestro fracaso en la dirección de las
atribuciones que tenemos sobre el ejército y orden público, y entonces
tendríamos que aceptar que dichas facultades pasasen a manos de Largo
Caballero y del gobierno de España. No soy capaz de adivinar qué otras
alternativas existen —dijo Tarradellas.
—Y la reunión con el Comité Regional de la CNT, ¿cómo le ha ido?
—Son transparentes como el agua. Han venido exigiendo y amenazando,
como por otro lado siempre han hecho, pero creo que se han marchado
convencidos de que nosotros estamos al margen de este turbio asunto. Nos han
dado un plazo de veinticuatro horas para que todo vuelva a la normalidad.
—Normalidad —dijo Companys, pronunciando esta palabra con desprecio
—. Me gustaría saber qué entienden ellos por normalidad. Deben pensar que
hacer siempre lo que les viene en gana y sin contar con el resto de partidos es
normal. Son chusma, Tarradellas, se lo digo yo.
—En ese punto, señor presidente, soy más optimista. Estoy convencido de
que harán otro intento de negociar una salida, y eso me indica que son
conscientes de su debilidad, a pesar de intentar demostrar lo contrario.
—¿Y si quieren negociar, cómo lo haremos para que no parezca que
nosotros nos negamos a ello? —preguntó Companys.
—Si esperamos un día, a lo sumo dos, creo que seguirán matándose por las
calles. Nosotros siempre podemos pretextar que en un ambiente de descontrol
semejante no podemos sentarnos a negociar nada mientras no vuelva la
tranquilidad a la ciudad. En cierta manera, les estamos devolviendo la manzana
envenenada, ya que por sí mismos no son capaces de comprometerse a ejercer
un control de la situación, y nosotros seguiremos quedando como los valedores
de una postura conciliadora, aunque usted y yo sabemos que no es así.
—No sea ingenuo, Tarradellas, ¿cree que ellos no lo saben también?
—Por supuesto, pero no es suficiente conocer la verdad, hay que poder
demostrarla, y ellos son incapaces de hacerlo.
Companys estaba complacido, todo parecía bien conducido, con riesgos,
pero siempre salía airoso de las situaciones comprometidas. Un carraspeo de
Tarradellas, llamó su atención.
—Si me permite, señor presidente, sí que hay un tema que me preocupa
especialmente, y sería oportuno que realizásemos un ejercicio de anticipación...
por decirlo de alguna manera —propuso Tarradellas.
—Siempre tan previsor, Josep, ¿de qué se trata? —preguntó Companys.
—De una posible actuación del gobierno central que le obligue a usted a
dimitir, disculpe mi sinceridad. Si algo así ocurre, con toda seguridad su cargo
sería ocupado por algún comunista sujeto a los dictados de Madrid, bueno,
ahora de Valencia, y eso nos impediría seguir luchando por conseguir una
Catalunya más independiente.
Tras oír la claridad con que su conseller jefe se había manifestado,
Companys estuvo un rato pensando. Se movía con lentitud, realizando cortos
242
Teo García La partida
243
Teo García La partida
244
Capítulo XX
—Y por parte del gobierno catalán, ¿conoces algo sobre sus posturas? —
quiso saber el cónsul ruso.
Antes de responder, Orlov sonrió como señal de desprecio hacia los
dirigentes catalanes.
—No creo equivocarme si digo que a estas alturas deben estar más
preocupados por su propio futuro que por lo que está sucediendo, ellos llevan
su propia lucha, y seguro que están planteándose cómo entregar la cabeza de
Aiguadé, sin que se note que han tenido algo que ver en todo este asunto. Tú,
camarada, conoces tan bien como yo a ese... como te diría... resbaladizo
Companys y sus acólitos; son de admirar por esa capacidad que han tenido
para nadar siempre entre dos aguas, pero muy equivocado he de estar para no
adivinar que hemos conseguido la jugada maestra: eliminar a los anarquistas y
trostkistas, lograr que la Generalitat deje su control sobre el ejército y la policía,
y que Largo Caballero se encuentre en la tesitura de tener que dimitir. De todas
formas, también estoy seguro que algún movimiento de última hora intentarán
desde la Generalitat, pero no creo que logren nada: esta vez se les terminó la
suerte. Estuve hablando con Negrín, que ya tiene definido su programa, y en el
momento en que Companys tenga que ceder el control del ejército de Cataluña,
éste pasará a manos que nos son afines y fieles. Lo demás será, como dicen por
aquí, coser y cantar —remató Orlov.
—Serías un buen jugador de ajedrez —opinó Ovseienko.
—Nunca me ha interesado —respondió Orlov, halagado.
—Es raro, para ser ruso.
Orlov volvió a demostrar la vertiente risueña de su carácter.
—Tampoco me gusta el caviar, ni sé tocar la balalaica, camarada.
Ambos sonrieron, tenían motivos para ser optimistas.
—¿Y no te preocupa que si la situación se torna desesperada todos lleguen
a un acuerdo, por malo que éste sea? —preguntó Ovseienko.
—No creo que puedan rebajar la tensión que se va a producir, y si ésta
mengua, ya se encargará Pedro de volver a elevarla. Es su especialidad, ¿no,
camarada?
Nadie tenía que realizar esfuerzo alguno en aumentar la presión, ya que los
diferentes bandos enfrentados se estaban ocupando de ello. El último suceso
que crisparía los ánimos se iba a producir en plena Vía Layetana. La policía
había dispuesto diferentes controles en las principales calles de Barcelona para
dificultar los movimientos de los anarquistas. Se pretendía que quedasen
recluidos en sus sedes y reductos ocultos. Ese día, Anselmo, junto con Paco y el
comandante Carreras, estaban comprobando algunos de los puntos
considerados estratégicos.
Paco, vinculado políticamente a la UGT, algo le había comentado a
Anselmo sobre la especial inquina que producían los anarquistas en un gran
246
Teo García La partida
247
Teo García La partida
forma tan gratuita, hizo que Anselmo se sintiera molesto. Los milicianos habían
muerto como perros, pero todos eran hijos de madre, esposos, padres o
simplemente amigos de alguien, y no le gustó, por primera vez, lo que había
hecho. Le apetecía lanzar lejos la pistola humeante que aún tenía en su mano,
pero sabía que no podía hacer tal gesto delante de sus compañeros. Durante
breves momentos dudó de muchas cosas, pero luego, su personalidad de
siempre en el trabajo, se sobrepuso a ese sentimiento tan humano que había
percibido, causándole sorpresa. Anselmo se giró para no seguir presenciando la
siniestra escena, mientras guardaba su arma en la cartuchera de sus pantalones,
y encendió un cigarrillo, pero no porque le apeteciera fumar, sino para ocupar
su mente en algo de forma inmediata.
248
Teo García La partida
249
Teo García La partida
250
Teo García La partida
Las hipótesis sobre las posibles situaciones a las que deberían enfrentarse se
habían convertido en una profecía. Companys consideraba que era mejor no
esperar más, ante el riesgo ya manifestado de que se vieran relegados a meros
comparsas de la escena política. Esta aceleración de los acontecimientos en algo
variaría sus planes, pero no debían dejar que el pánico les invadiera.
—No ha ocurrido nada que no esperásemos ya. Estoy convencido de que
Largo Caballero actúa presionado por los comunistas, de lo contrario hubiera
tenido un poco más de paciencia —dijo Companys.
—Creo que lo más perentorio en estos momentos es su alocución por radio
—dijo Tarradellas, a modo de recordatorio.
—Eso está claro, Josep. Lanzaré un mensaje en un tono parecido al que han
utilizado García Oliver y el resto, pero la única novedad será que pienso
desautorizar públicamente la actuación de Aiguadé y Rodríguez. No podemos
correr el riesgo de que se nos acuse de complicidad en los hechos, basándose en
una omisión de señalar a los culpables. Usted se encargará de hablar con
Aiguadé, que mañana, a lo sumo, deberá presentar su dimisión irrevocable, que
ya le anuncio, será aceptada con la mayor celeridad y hecha pública —anunció
el presidente de la Generalitat.
—¿Qué podemos hacer con Rodríguez? —preguntó Tarradellas.
—Caerá por su propio peso. Mañana, tal como hemos comentado, disolveré
el gobierno. —Ante el gesto de contrariedad de su conseller jefe, Companys
añadió—: Lo siento, Josep, pero piense que es una medida temporal. Usted y yo
ya hemos pasado por situaciones no tan complicadas, pero con dimisiones que
se presentan y se aceptan, nuevos cargos, ratificaciones y todas esas
menudencias que forman parte de nuestro trabajo, son gajes del oficio.
Tarradellas pensó que era una forma muy curiosa y simplista de describir la
multitud de preocupaciones y sinsabores que un cargo público comporta.
—¿Piensa hablar con Largo Caballero? —preguntó Tarradellas.
—No, al menos de momento. No quiero que parezca que, ante sus
amenazas y bravatas, todos corremos asustados.
—Me temo, señor presidente, que no son amenazas —señaló Tarradellas.
—Eso ya lo sé, Josep, es una forma de hablar, pero antes de comunicarme
con él provocaremos la crisis de gobierno; puede que sea la única forma de
ganar algo más de tiempo, y ya veremos cómo reacciona él ante ese gesto
inesperado. De momento, encárguese de convocar a todos los miembros del
gobierno para explicarles nuestra postura. Yo acabaré de redactar mi mensaje
radiofónico, y luego veremos qué pasa... si es que pasa algo —dijo Companys,
de forma pesimista.
251
Teo García La partida
camino hacia el centro sanitario le sirvió para tener una visión exacta de la
dimensión de los sucesos. El acoso continuado y sin tregua que la policía
llevaba a cabo contra los anarquistas, provocaba continuos e inesperados
combates en cualquier zona de la ciudad, por eso les pareció más peligroso
moverse por Barcelona durante esos días que durante las jornadas de la
sublevación militar de julio del año pasado. Al llegar al hospital, el goteo
constante de personas heridas les indicó el severo grado de dureza de la
contienda. Con el fin de acortar el camino hasta la habitación donde la
muchacha se encontraba internada y vigilada, volvieron a tomar las escaleras de
atajo, a pesar de conocer que deberían pasar por la exhibición de muertos
pendientes de identificación. Ellos ya veían demasiados cuerpos por las calles
para que el macabro despliegue les causara impresión alguna, pero los llantos y
lamentos de las familias allí congregadas, sí les resultaban molestos, llegando
incluso, a irritarles. Anselmo aceleró el paso con el fin de dejarlos atrás, pero
entre un hueco que dejaban dos personas le pareció percibir por el rabillo del
ojo una figura familiar. No le dio más importancia y se encaminaron hacia la
habitación de la chica. Al entrar, vieron que en Esperanza no se había
producido cambio alguno: seguía debatiéndose entre la vida y la muerte. En
alguna ocasión, parecía que afloraba una mínima consciencia, que servía para
que dijera palabras entrecortadas o algún nombre. Según dijo uno de los
policías, Ricardo era el que de forma machacona repetía como si del rezo de un
rosario se tratase. Anselmo no pudo hablar con el médico, ya que éste tenía
otros pacientes con mayores perspectivas de supervivencia. En vista del poco
resultado obtenido decidieron marcharse de nuevo, pero al ir a buscar la salida
por el mismo camino, Anselmo recordó la visión vagamente conocida de uno de
los muertos. Ello provocó que se parase a mirar con atención los restos que
yacían entre una asquerosa mezcla de serrín y sangre coagulada, pero no tuvo
que realizar esfuerzo alguno de reconocimiento, ya que bajo un letrero escrito
burdamente, que indicaba DESCONOCIDO, se encontraba el cuerpo de su amigo
Clavijo, en el cuál todavía podía percibir el remiendo en su americana. La
ausencia de zapatos le daba al cadáver una mayor sensación de desamparo.
Anselmo notó en su cabeza una brusca oleada de sensaciones y sentimientos, y
su garganta quedó atenazada como si alguien le hubiera colocado un ajustado
dogal. Intentó tragar saliva para aliviar algo esa molesta opresión. Paco, que se
había adelantado, rehizo el camino al darse cuenta de que su compañero se
había rezagado. Al llegar a su altura, y ver el interés de Anselmo, le hizo una
sencilla pregunta.
—¿Le conoces?
Anselmo sólo fue capaz de mover la cabeza afirmativamente sin articular
palabra alguna, y esto hizo que Paco también mirase con atención hasta que
recordó de quién se trataba, pero no quiso emplear término alguno que hiciese
alusión al carácter homosexual del amigo de su compañero. Anselmo pensó que
era inútil preguntarse en qué situación se habría visto envuelto Clavijo, para
252
Teo García La partida
acabar de esa manera. Era evidente que le habían fusilado, y con toda seguridad
se trataría de una confusión, como otras muchas que se producían a diario en
Barcelona. Haber reconocido a su amigo impediría que fuera enterrado como
una persona anónima, ya que morir de esa manera especialmente trágica era
atroz, pero añadir a ello un entierro incógnito, resultaría como una forma de
muerte doble que el pobre Clavijo no se merecía.
Anselmo, apartando a dos personas ante él, se acercó al cadáver. Se
arrodilló a su lado cogiéndole una mano, que estaba fría y rígida. Los ojos y la
boca semiabiertos acentuaban la expresión de sufrimiento del cuerpo de su
amigo. Al mirar sus pupilas vidriosas, ausentes de toda vida y emoción,
Anselmo reconoció la visión de la muerte. Recordaba esos ojos llenos de alegría,
y los gestos que le realizaban, como un pequeño código, cuando jugaban al
dominó. Anselmo notó cómo un escalofrío le recorría la espalda, y se sintió
rabioso. Sabía que su amigo nunca salía de casa sin un pañuelo de algodón en el
bolsillo, y buscándolo, lo encontró en los pantalones de Clavijo. Desplegó la
blanca tela, que como siempre estaba limpia y bien planchada, y le tapó el
rostro. Anselmo intuía que para alguien tan coqueto como Clavijo, ese gesto era
muy importante. Paco también se había acercado, y apoyó su mano sobre el
hombro de Anselmo.
—¿Tienes un lápiz? —preguntó Anselmo.
Su compañero rebuscó en su chaqueta y le alargó uno ya muy gastado.
Anselmo, cogiéndolo, escribió sobre un pedazo de papel el nombre y apellidos
de Clavijo, como forma de restituirle algo de la dignidad que ahora no tenía,
para después depositarlo sobre el pecho del cadáver, pensando que ése era el
último servicio que un amigo puede hacer por otro. Luego decidió que su
postrer favor sería no olvidarle nunca.
253
Capítulo XXI
La noche cayó sobre Barcelona, aunque nadie iba a dormir tranquilo. Haciendo
cierto aquel axioma de que todo aquello susceptible de empeorar, empeora sin
remisión alguna, la situación se complicó por momentos. La excitación que
fomenta en algunos depredadores el olor de la sangre se había contagiado a los
beligerantes, y todos ellos agotaban sus fuerzas en la eliminación física del
adversario. La alocución radiofónica de Companys no surtió efecto alguno,
quedando como un estéril esfuerzo en solucionar lo imposible, y el anuncio de
la dimisión de Rodríguez y Aiguadé, tuvo la misma consecuencia que mantener
una conversación con el eco de la montaña.
La crisis en el gobierno catalán se produjo, y todos sus miembros
presentaron la dimisión, como particular sacrificio en aras de conseguir un cese
de las hostilidades, pero según la estrategia preparada, se dio entrada en un
nuevo gobierno provisional a todos los partidos y sindicatos, aunque el
lanzamiento de reproches y acusaciones provocó que la capacidad de
entendimiento quedase eliminada a las primeras de cambio, ya que nadie
estaba dispuesto a cesión alguna o acercamiento amistoso. Hipócritamente se
lanzaban mensajes apaciguadores, pero en su fuero interno cada uno deseaba,
en función de sus intereses particulares, que se continuase con la sinrazón. El
remolino de sucesos provocó que todos traspasasen esa invisible frontera, que
hace que los hombres dejen de ser dueños de sus actos y se conviertan en
instrumentos de sus instintos más primarios. Companys vislumbraba el fracaso
absoluto, y decidió que era el momento adecuado para mantener una
conversación con Largo Caballero. El presidente de la Generalitat no quería
arriesgarse a posponer una entrevista, que tenía la certeza sería vital para sus
intereses, y hasta para su propia persona. A pesar de que oficialmente
Tarradellas ya no tenía cargo alguno, Companys quiso que estuviera presente
durante el diálogo que iba a mantener con el jefe de gobierno español, ya que
valoraba el parecer y opinión de su anterior conseller jefe.
—Buenas noches, Companys. Me alegra oír su voz —dijo Largo Caballero.
—Lo mismo digo, señor presidente —replicó Companys.
—Si llama para informarme de los últimos movimientos que ha realizado
en su gobierno, debo anunciarle que alguien ya ha tenido la gentileza de hacerlo
Teo García La partida
255
Teo García La partida
preocupa la unión de todos nosotros, el mejor servicio que puede hacer ahora es
retirarse con dignidad, y dejar que otros se ocupen de sus funciones, que todo
sea dicho, no han sido llevadas con la diligencia o el acierto que se esperaba.
Por desgracia, no puedo dilatar mi actuación en el tiempo, ya que esto nos
podría dañar gravemente y, con toda seguridad, de forma irreparable. Usted
también ocupa un cargo de responsabilidad: debe entender mejor que nadie mi
firmeza —explicó Largo Caballero.
Tarradellas se mantenía a la espera de algún gesto que le pudiera indicar el
desarrollo de la conversación, pero Companys mantenía una cara severa.
—No me supone esfuerzo alguno comprender sus motivaciones, señor
presidente, pero creo que no sería arriesgado por su parte concedernos un
margen de tiempo —dijo Companys.
—¿Tiempo? En esta guerra nos faltan muchas cosas: armas, suministros,
hombres, pero si de algo adolecemos de forma importante es de tiempo. ¿Sabe
usted que las noticias de lo que está ocurriendo en Barcelona ya han llegado al
frente? ¿Se imagina lo que esto puede provocar no sólo en la moral de las
tropas, sino en la dirección de las mismas? —sin esperar respuesta, siguió
hablando—. La primera consecuencia ha sido que la 26.ª División, formada por
tropas de la CNT, y la 29.ª División, ésta con miembros del POUM, han
abandonado sus posiciones de lucha en el frente de Aragón, y desde Barbastro
se han encaminado hacia Barcelona. No le costará mucho imaginar lo que
puede ocurrir allí, si estas tropas llegan a la ciudad en plena efervescencia de
luchas y peleas. Sigo pensando que usted, por sí solo, no puede comprometerse
a que cese la batalla antes de la llegada de las tropas, y no pienso correr un
riesgo semejante, Companys. Podemos seguir hablando tanto como usted
considere necesario, pero será una conversación inútil —avisó Largo Caballero.
El presidente de la Generalitat no estaba acostumbrado a términos y
condiciones tan estrictas, y eso mismo le hacía estar desconcertado. No era
capaz de encontrar argumentaciones con las que contrarrestar la postura del
presidente de gobierno español.
—Antes de hablar con usted, Luis, ya sabía que me costaría convencerle,
pero como ayuda a que cambie su punto de vista, también le comunico que he
enviado una columna de cinco mil hombres, desde el frente del Jarama, hacia
Barcelona —anunció Largo Caballero.
—Considero que eso es una forma de coacción, señor presidente —protestó
Companys.
—No seamos tan sensibles, Luis; no debe sentirse coaccionado, pero sí debe
pensar en lo que supone para el desarrollo de la dirección de la guerra que las
tropas decidan, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, abandonar la lucha por
su cuenta y riesgo. Ello ha ocasionado que nuestras posiciones allí se vean muy
debilitadas, y no quiero ni pensar lo que puede ocurrir si los fascistas deciden
lanzar una ofensiva en este preciso momento. Antes me ha pedido tiempo, Luis,
y ahora le puedo decir que el plazo que tiene es el que tarden las tropas que he
256
Teo García La partida
257
Teo García La partida
258
Teo García La partida
259
Teo García La partida
260
Teo García La partida
261
Teo García La partida
262
Teo García La partida
tiempo; seguro que si estuviera aquí sentado, departiendo con nosotros, nos
daríamos cuenta de que compartimos muchos puntos de vista, y hasta nos
pondríamos de acuerdo en aquellos en los que discrepamos. Él y nosotros
estamos en diferentes bandos, pero somos de la misma especie.
—¿Klaus distingue esas matizaciones en los colores, Pedro?
—Me gusta su sentido del humor, Anselmo, pero Klaus es un caso aparte.
Él es el gris hecho carne, pero personas así son necesarias para nosotros. Es
cuestión de averiguar sus virtudes y aplicarlas a nuestro trabajo. No debe ser
tan crítico con él, es un buen compañero.
Anselmo no compartía la opinión, pero no quiso decir nada al respecto.
—Quizá le sirva de ayuda saber que su compañero Paco ha aceptado
nuestro ofrecimiento. Él supo entender donde estaba su auténtico futuro. No
me encargué yo de la gestión, pero me han explicado que fue sencillo. No se
sienta molesto por el silencio que habrá mantenido su compañero hacia este
tema, también sabemos valorar la discreción —explicó Pedro, hablando con su
tono pausado y tranquilo.
Anselmo, una vez más, se sintió desconcertado ante el nuevo acierto que se
había marcado Pedro al saber con exactitud lo que estaba pensando en ese
preciso momento.
—Medítelo, Anselmo. Dentro de unos días nos volveremos a ver, y cuando
esa muchacha recobre algo de cordura y conocimiento —dijo en alusión a
Esperanza— ya me comunicará entonces su decisión. Ahora creo que lo más
conveniente es que vaya en busca de su comandante, que estará muy intrigado
con esta pequeña charla que hemos mantenido usted y yo; pero no le diga nada,
piense que antes de tres meses su comandante estará con toda seguridad en el
frente de Aragón. Deje que pase sus últimos días de confort y seguridad
tranquilamente.
Cuando Anselmo se encontró de nuevo con Carreras, no pasaron muchos
minutos antes de que éste le preguntara el motivo de la conversación. Anselmo
no quiso explicarle nada, y mediante un subterfugio cambió de tema, pero se
notaba que Carreras estaba ansioso por conocer algo sobre el aparte que
Anselmo había mantenido con Pedro.
—Ándese con cuidado, Anselmo. Esos tipos son bestias de la peor calaña,
que venderían a su madre en un burdel con tal de ganar algo —dijo Carreras,
sabiendo que nunca se enteraría del contenido de la conversación.
263
Teo García La partida
tónica, la ofensiva que Mola le había adelantado iba a producirse sería un paseo
campestre para los nacionales. La única preocupación que rondaba por la
cabeza de Ricardo era la información que hubiera podido dar Esperanza, si es
que había sobrevivido, pero no tenía forma de conocer cuál era su estado,
aunque seguía pensando que lo más probable es que hubiera muerto; por otro
lado, si hubiera conseguido sobrevivir, Ricardo no dudaba de que habría
proporcionado toda la información a los republicanos. Él necesitaba el
transmisor de radio imperiosamente, tenía que abrir una nueva forma de
comunicación, pero sabía que si Esperanza le había delatado, el piso estaría bajo
vigilancia, como una trampa tendida para él. Agobiado por su encierro, siguió
sopesando todas las alternativas. No le gustaba la incertidumbre en cuanto a
sus próximos pasos, y con el fin de zanjar todas sus dudas, decidió, algo pagado
de sus propias capacidades, acudir al piso para comprobar si podía hacerse con
el transmisor. La última vez que estuvo en la vivienda había dejado un pequeño
trozo de tela negra sujeto al quicio de la puerta, en su parte inferior. Sólo él y
Esperanza tenían las llaves, y ninguno de los dos había vuelto a acudir, por lo
que si la señal dejada no estaba en su lugar, significaría que alguna visita
inesperada, y peligrosa, había entrado. Ricardo conocía los riesgos que iba a
correr, pero en parte por necesidad, y también para volver a sentir esa sensación
algo adictiva, que le creaba la cercanía del peligro, acudiría. Cierto era que
podía utilizar alguno de los sistemas de comunicación que tenían otras redes, y
que él conocía, pero no se fiaba de la seguridad que le ofrecían. Sabía que cada
vez más redes de espionaje habían sido infiltradas por los agentes
gubernamentales, y la capacidad de algunos de sus miembros, más
voluntariosos que efectivos, no le seducía en absoluto. Ricardo no quería,
después de haber llegado hasta casi el final, dejarse atrapar por la negligencia
de cualquier inepto idealista. Se acercó al pequeño aparato de radio del salón
para escuchar algo de música, y decidió esperar unos días más hasta que la
calma volviera a las calles de Barcelona.
Los sucesos de ese mes de mayo estaban llegando a su clímax, y los bandos
rivales se encontraban en una situación de empate, pero la llegada de las tropas,
enviadas por Largo Caballero, logró frenar la embestida final que unos y otros
tenían pensada; a pesar de ello, las venganzas personales siguieron su curso, y
esto se tradujo en el asesinato del Secretario de la UGT en Barcelona, Antonio
Sesé, y de la aparición de los cadáveres de Camilo Berneri y su adjunto sin que
nadie se responsabilizase de tales acciones. El edificio de Telefónica seguía
sitiado y todos los esfuerzos se encaminaban a finalizar con dicha situación.
Como muestra de buena voluntad, el gobierno central autorizó la entrega de
alimentos, pero en algún otro punto estratégico, como la Estación de Francia, se
recrudecieron los combates. La Generalitat, ante la enajenación sufrida sobre
sus atribuciones, optó por un papel de dejación absoluta. Si el gobierno de
264
Teo García La partida
Largo Caballero quería llevar las riendas, que fueran ellos los que domasen al
potro. Con el fin de seguir manteniendo su postura monolítica de unión, al
menos en apariencia, Companys siguió celebrando reuniones y encuentros para
poner fin a la situación, pero con el inconveniente de que sus compromisos
debían ser autorizados, previamente, por el presidente del gobierno. El
presidente de la Generalitat se había convertido en un mero intermediario, en
un gestor del desorden que seguía imperando en las calles de Barcelona, y ese
papel no le gustaba, aunque lo positivo era que continuaba estando en el
reparto de actores de la representación que se estaba llevando a cabo.
Finalmente, se llegó a un acuerdo para que los trabajadores y milicianos
ocupantes del edificio de Telefónica abandonaran las instalaciones. Sus puestos
fueron reemplazados por Guardias de Asalto, que introdujeron a miembros de
la UGT en el inmueble, con el fin de salvaguardar su correcto funcionamiento.
Este gesto fue considerado hostil por los líderes anarquistas, pero percatándose
de cuál podría ser su final si continuaban con su tozudez en el mantenimiento
de sus premisas, decidieron adoptar una postura de sumisión y aceptación de
los hechos ya consumados. Esa misma madrugada se logró un armisticio entre
todas las partes implicadas, que significaba el fin de la lucha callejera y la vuelta
a la normalidad, si es que ello era posible. Comenzaron a retirarse las
barricadas, excepto en zonas del centro de Barcelona que se resistieron a tal
acción. Algunos de los miembros más recalcitrantes del anarquismo se sintieron
traicionados, y hasta vendidos, por sus líderes, lo que ocasionó un intento de
atentado contra la ministra Federica Montseny. La calma se había restablecido,
pero no así la paz, y los muertos de cada bando clamaban, en silencio, una
venganza que en algún caso era llevada a cabo. La gente volvió a salir a la calle
y a sus quehaceres habituales, y éste fue el síntoma que demostró, con más
claridad, que la vida volvía a sus cauces normales.
265
Teo García La partida
nuevos amos, no podemos hacer nada. Antes teníamos que esconderlo, pero
hoy podemos publicarlo en la prensa —dijo el comandante, con amargura.
Carreras, en los últimos días, hacía ostentación de una desmotivación
supina, fruto del protagonismo que habían adquirido los rusos en detrimento
del personal local, y por ese motivo no quiso acompañarles. Los cambios que
intuía se iban a producir, y la sospecha sobre cuál sería su próximo destino,
hacía que se inhibiera en muchas de sus obligaciones. Esto dio ocasión a que
Anselmo y Paco fueran solos hasta el hospital. Mientras su compañero
conducía, Anselmo se mostraba taciturno, pensando en la confidencialidad que
Paco había mantenido sobre su futuro, y decidió que era el momento oportuno
para salir de dudas, pero en vez de preguntar, optó por ser él quien explicara la
entrevista que había mantenido con Pedro, obviando cualquier referencia a
Paco. Éste escuchaba sin desviar la atención del tráfico, no mostrando signo
alguno de sorpresa.
—Ya lo sabía —dijo Paco, cuando Anselmo terminó—. Cuando hablaron
conmigo, me preguntaron la opinión que tenía sobre ti: sabía que el siguiente
serías tú.
Anselmo permanecía callado, algo dolido y defraudado por la actitud de su
compañero.
—¿Ya lo has decidido? Piensa que con esa gente no se puede actuar como
en el cine: ahora entro, ahora salgo, y luego vuelvo a entrar. Debes estar
convencido del todo, Anselmo, nosotros ya hemos visto cómo las gastan esos
cabrones —dijo Paco.
—Eso es lo que me preocupa, Paco, que son unos cabrones —contestó
Anselmo.
—No creas que nosotros somos muy diferentes a ellos, y si quieres, te
recuerdo cuál puede ser la alternativa: cartas tuyas desde el frente
explicándome lo bien que se vive allí rodeado de garrulos, buenos camaradas,
aire puro, comida asquerosa y una cama dura. A mí no me seduce la idea, y
cuando han hablado con nosotros es porque nos dan un cierto valor —dijo Paco.
Anselmo, durante varios días, estuvo pensando qué contestar al
ofrecimiento de Pedro. No comentó el tema con nadie, ni siquiera con su
esposa, y ello le impidió, incluso, dormir alguna noche, pero las palabras de
Paco le sirvieron como un repentino alivio, ya que tomó la decisión en ese
momento: aceptaría y no le daría más vueltas al tema.
Al llegar a la habitación de Esperanza, pudieron notar cómo la amenaza de
la muerte había abandonado su rostro. Ahora, la chica podía hablar y entender,
pero parecía que no quería utilizar ese privilegio. Anselmo tomó la iniciativa, y
tras explicar a la muchacha los detalles que envolvieron su localización,
comenzó a formular varias preguntas.
—¿Nos puede explicar cuál era el motivo del encuentro con Julián García?
Esperanza ladeó la cabeza sobre un lado de la almohada, indicando que no
le interesaban lo más mínimo las cuestiones que le planteaban, pero Anselmo
266
Teo García La partida
267
Teo García La partida
brazo por Isidoro y Benjamín, se encontraba una mujer mayor, que al ver a la
chica comenzó a llorar. La escena se reprodujo durante unos breves segundos,
hasta que Pedro, con otro movimiento de su cabeza, decidió poner fin a la
misma.
—Su madre estaba algo preocupada por usted, y nos hemos tomado la
libertad de acompañarla para que pudiera comprobar que estaba bien atendida.
Sabemos que viven juntas, y para que su ausencia no le produzca alteración
alguna, le hemos ofrecido nuestra hospitalidad de forma temporal —dijo Pedro.
La visión de su madre había producido en Esperanza el efecto deseado, y
comenzó a llorar en silencio.
—Me permito aconsejarle que nos ayude y colabore con nosotros, si quiere
reconocer a su madre, con un simple vistazo, la próxima vez que la vea.
Libérese de la tensión que ahora atenaza su cuerpo, no le conviene en su estado.
Sea sensata, Esperanza, y explíquenos lo que sabe —dijo Pedro, en un tono
desalmado.
—¿Qué quieren saber? —preguntó Esperanza, indicando su total
disposición a explicar todo aquello que sabía, y mortificada por la traición que
iba a cometer.
—Todo, Esperanza, todo. Lo que conoce, lo que intuye y hasta lo que
supone. Usted hable, y yo me encargaré de todo lo demás, pero si nota que su
memoria flaquea, o lo noto yo, recuerde a su madre —explicó Pedro.
Esperanza comenzó un detallado relato de sus encuentros con Ricardo, su
forma de reclutamiento, meses atrás, en una reunión de la CEDA, los diferentes
enlaces que había tenido y los hechos ocurridos el día que resultó herida.
Después tuvo que examinar todas las fotografías, esperando reconocer en
alguna a Ricardo, pero la búsqueda resultó infructuosa. En la descripción física
que aportó Esperanza, tampoco había grandes rasgos ni novedades, ya que se
trataba de un hombre corriente, atractivo, pero sin señal ni gesto particular. Lo
único que les pareció importante fue la mención del segundo piso franco y la
existencia del transmisor de radio, así como el código y las horas nocturnas de
comunicación. Se notaba en Pedro una cierta excitación, pero Anselmo sospechó
que no era del todo natural tanto autocontrol, y que el húngaro conocía, y
ocultaba, más datos sobre la historia.
—Descanse un rato, Esperanza, se lo merece —dijo Pedro, cuando la
muchacha terminó su extenso relato.
Anselmo presenciaba con atención todo lo que sucedía, pero se encontraba
incómodo entre los rusos, inquieto, y esto provocaba que las palmas de sus
manos sudasen. Con disimulo, Anselmo se secaba el sudor frotándose con su
pantalón.
—Vamos afuera —dijo Pedro.
Todos salieron al pasillo exterior, pero Klaus, como siempre, se quedó en el
interior de la habitación.
—Parece que están cambiando las tornas y que la suerte ahora está de
268
Teo García La partida
269
Teo García La partida
270
Teo García La partida
271
Teo García La partida
espíritu.
Paco y Benjamín miraban como una figura, que les pareció haber visto
antes deambulando por la calle, se paraba ante el portal y entraba. A Paco, en
particular, la silueta le resultó algo familiar, pero envueltos en ese opaco
ambiente, no podía fijar bien su visión. Entornando sus ojos intentaba percibir
más detalles, cuando un codazo de Benjamín le indicó que también ellos debían
dirigirse hacia el portal. Cuando llegaron, abrieron sin hacer ruido, aunque la
puerta emitió un ligero chirrido. Ambos contuvieron el aliento, y esperaron
antes de seguir adelante.
272
Teo García La partida
Klaus, al oír el tiro, abrió la puerta e inició un frenético descenso junto con
Anselmo.
Ricardo se incorporó, antes de que la primera figura llegara a su altura, y
abrió fuego alcanzando de lleno a Benjamín, el cuerpo del cual, al caer hacia
atrás, dificultó a Paco poder reaccionar con agilidad. Ricardo seguía disparando
de forma desalmada, y Paco pudo ver, por los siniestros destellos que
acompañaban a cada disparo, la cara del individuo que con toda certeza le iba a
matar: la última idea que pasó por su cabeza, antes de que una bala hiciera lo
mismo, fue que conocía a esa persona.
Klaus y Anselmo tenían como acompañamiento en su vertiginosa carrera
una sucesión de tiros que demostraban la lucha que se estaba produciendo,
273
Teo García La partida
pero cuando llegaron al vestíbulo, lo único que encontraron fueron los dos
cuerpos caídos sobre la escalera y cosidos a balazos; sobraba cualquier
comprobación, estaban muertos. La sangre de ambos se deslizaba hacia la calle
siguiendo la recta silueta de los escalones, persiguiendo al implacable asesino.
Como una última burla de éste, la puerta de la calle se estaba cerrando
lentamente y, ahora, sin rechinar. Anselmo se asomó al exterior, pero lo único
que pudo percibir fueron unos apresurados pasos que se perdían entre la
oscura noche de Barcelona, y tuvo la impresión de estar persiguiendo a un
fantasma, a un siniestro espectro que siempre dejaba como testimonio de su
presencia muertos tras de sí. Anselmo volvió junto al cadáver de Paco y le cerró
los ojos, que incluso después de muerto, tenían una mirada de sorpresa; Klaus,
a su lado, maldecía en alemán.
274
Capítulo XXII
276
Teo García La partida
277
Teo García La partida
278
Teo García La partida
Dos años después, tuvo un encuentro con el general Mola, y éste supo
apreciar las cualidades que Ricardo atesoraba en su interior, y que le eran
desconocidas para él mismo. A través de las nuevas amistades que trabó
entonces, se vio inmerso en la preparación de la sublevación militar. En los
primeros instantes, sus convicciones políticas se forjaron con duro temple, pero
ahora, con el desgaste del tiempo, Ricardo sufría las mismas dudas que tiene un
sacerdote sobre la fe, al encontrarse con las injusticias o placeres de la vida, y
Ricardo tomó consciencia de que se estaba cuestionando, no sus actuaciones,
pero sí la categoría y calidad de sus anónimos superiores. Intentó ahuyentar los
críticos pensamientos, y prestar más atención a su alrededor, ya que se
encontraba en los aledaños del edificio donde estaba el buzón. Al abrirlo,
encontró como siempre un sobre, pero esta vez, por el tacto, ya percibió que
algo contenía. Esa simple sensación le produjo un cambio de humor, y supo que
279
Teo García La partida
era debido a la nueva actividad que intuía iba a tener, ya que no se puede tener
a un pura sangre encerrado en su cuadra, porque aceptan la disciplina y el
rigor, pero no la falta de acción.
Regresó a su casa con la mayor celeridad que pudo, mientras una mezcla de
curiosidad e impaciencia le roía la cabeza. Al llegar, abrió el sobre y vio que
contenía varios papeles con diferentes agujeros redondos. Fue a la estantería
donde guardaba el libro con la otra parte del código, que era necesario para
poder interpretar el mensaje, y rasgó el lomo para extraer la matriz que,
superpuesta al papel recibido, comenzó a dar significado a los desordenados
bloques de letras allí expresados. En un papel iba escribiendo las palabras ya
descifradas, y cuando terminó, pudo leer que le comunicaban un nuevo
encuentro a mantener en el bar Iberia, el día, la hora, y una contraseña:
Termidus. Si sospechaba que su desconocido oficial de control era un cretino, al
volver a convocarle en un sitio tan arriesgado y descubierto, tuvo la certeza más
absoluta. Si algo le molestaba era trabajar con y para necios. Su carácter se había
vuelto a agriar, y despedazó el papel en trozos para luego prenderle fuego.
Mientras contemplaba como el escrito se consumía, con esa especial atracción
que las danzarinas llamas tienen para los humanos, pensó que los que debían
quemarse allí eran todos los cretinos del universo; pero entonces sería un
mundo perfecto, y gentes como él no tendrían cabida.
280
Teo García La partida
281
Teo García La partida
282
Teo García La partida
el mayor desprecio. Uno de los logros que el húngaro había conseguido era
terminar con las ejecuciones sistemáticas e indiscriminadas, lo cual le permitía
poder interrogar a todos los detenidos y valorar la información de la que
dispusieran aunque luego todos salieran a «pasear».
283
Teo García La partida
284
Teo García La partida
alterado en sus percepciones, por la actitud pasiva que debía tomar. El nuevo
mensajero debía reconocerle a él, y eso le indicaba que alguna descripción o
rasgo típico le habrían facilitado, perturbando su cómoda tranquilidad basada
en el incógnito. Decidió entrar para sentarse en una de las mesas situadas en el
fondo del bar, desde donde podía controlar el exterior y todo el interior del
local. Al traspasar el umbral de la puerta, varias caras se giraron para
comprobar al nuevo personaje que osaba cometer el sacrilegio de aparecer por
allí. Todas las conversaciones que se estaban manteniendo cesaron de
improviso, y este detalle hizo que Ricardo se ratificase en su opinión de que
aquello era una convención de aficionados: sólo faltaba una fotografía de
Franco colgada en la pared, y que todos los clientes vistieran camisa azul y
boina roja. Al sentarse, cruzó sobre sus piernas la gabardina que lucía al brazo,
con el fin de que el bolsillo, en cuyo interior llevaba la pistola, quedase a su
alcance. Ricardo no dudaría en abrirse paso a tiros a la menor señal de peligro.
El camarero abandonó su cómodo refugio, detrás de la barra, para acercarse a
él.
—¿Desea tomar algo, señor? —preguntó con un cierto fastidio.
—Un café y un vaso de agua, por favor —pidió Ricardo, a sabiendas de que
no sería el preciado líquido negro lo que le servirían, pero era importante
mantener un pequeño grado de ilusión en las costumbres antaño cotidianas y
reconfortantes.
Las conversaciones se reanudaron a su alrededor a media voz, y Ricardo
intentó mantener una apariencia de hombre despreocupado ojeando un
periódico, controlando, no obstante, cualquier movimiento. Con un ligero giro
de su muñeca miró su reloj, y vio que pasaban dos minutos de la hora
acordada: consentiría cinco minutos de retraso y luego abandonaría el local. Al
girar su cabeza, la figura de un hombre que atravesaba la Gran Vía de forma
apresurada hizo que, por instinto, lo relacionase con la persona que estaba
esperando. Al entrar el recién llegado en el bar, su forma de saludar evidenció
un cierto conocimiento de los presentes. El hombre, tras coger otro periódico
del final de la barra, se sentó en la mesa que estaba a la derecha de Ricardo, y
cuando el camarero se acercó con una minúscula copa de anís, tuvo la certeza
de que en el bar conocían al hombre, ya que le servían lo que, con toda
seguridad, era su consumición habitual. Ricardo, mojando el dedo en su lengua
para pasar las páginas del diario, miraba de soslayo a su compañero de mesa, y
vio cómo sacaba un paquete de cigarros, para luego buscar el encendedor entre
todos sus bolsillos.
—Disculpe, ¿tiene fuego? —preguntó, con cara contrariada, mientras
Ricardo mantenía su mano derecha en el bolsillo, empuñando la pistola y
apuntando al hombre de forma imperceptible, pero con su mano izquierda sacó
un encendedor que tendió al apurado fumador.
—Gracias, Termidus —dijo entre dientes mirando a Ricardo, que por sus
movimientos mostraba su inquietud. El hombre lo percibió, intentando
285
Teo García La partida
tranquilizarle.
—No te preocupes, aquí todos son de confianza y conocidos. Podemos
hablar tranquilos.
—Eso es lo preocupante, que todos son conocidos. ¿Cuáles son las
instrucciones? —preguntó Ricardo, sonriendo con desdén.
—Me han pedido que te transmita los temas que para nosotros son ahora
importantes. En primer lugar, debes obtener información sobre una próxima
ofensiva que se sospecha lanzarán los rojos contra uno de nuestros frentes.
Luego...
—¿Se puede saber qué coño se creen que puedo hacer yo en ese tema? No
tengo medios, estoy sin célula de apoyo, y mi infraestructura está desguazada
—exclamó Ricardo, interrumpiendo de forma brusca.
—Yo me limito a explicarte las nuevas órdenes. No las dicto yo, no lo
pagues conmigo. De todas maneras, esto no es lo más importante —pretextó el
hombre.
—Bien, sigue hablando.
—Tenemos serias sospechas de que nuestras redes están siendo infiltradas
por el SIM y esa asquerosa pandilla de comunistas. Debes volver a trabajar solo,
sin apoyo, no te fíes de nadie.
—Veo que ahora en Burgos hay gente muy capaz al frente de esto. Nunca
hubiera imaginado lo que me estás contando —dijo Ricardo.
El hombre no hizo caso alguno de la ironía y siguió hablando.
—Tu tarea esencial es la que te comunico ahora. Está en marcha un
proyecto para asesinar a Negrín, y debes preparar un plan para eliminarle:
lugares que frecuenta, la dirección de su querida y cosas por el estilo.
—¿Tan importante es esa persona? —preguntó Ricardo.
—Parece ser que los rojos están dispuestos a entablar negociaciones para
acabar con la guerra, y debemos impedirlo a toda costa: no nos interesa. La
contienda debe continuar hasta el final.
Ricardo miraba asombrado a su interlocutor, sin comprender cómo
teniendo la posibilidad de acabar con tanta muerte y sufrimiento, se optaba por
continuar la lucha. El hombre también reparó en el la incredulidad de Ricardo,
y quiso aclararle los motivos.
—Entiendo que puede resultar difícil de comprender, pero es lo mejor. En
la actualidad, sabemos que el setenta por ciento de la población nos apoya, pero
queda otro treinta por ciento del que nos ocuparemos una vez finalizada la
guerra. Si ahora se llegase a un acuerdo de paz, los porcentajes se verían
alterados, y con toda seguridad, de aquí a quince años estaríamos otra vez
matándonos. Ya que hemos comenzado, es mejor terminar del todo. No
debemos dejar nada a medias y, por otro lado, tú sabes que a los comunistas la
única forma de quitarles del medio es eliminarles del todo, y si es posible, hasta
sus tumbas deberán desaparecer.
—¿Qué plazo de tiempo tengo y cómo comunicaré el resultado de mi
286
Teo García La partida
287
Capítulo XXIII
289
Teo García La partida
cobren cada una doce balas de plomo. Me parece un trato razonable el que le
ofrezco, pero no le voy a dejar mucho tiempo para que se lo piense por la
premura de este tema.
—¿Y ahora qué pasará con nosotras? —preguntó Esperanza.
—De momento usted se quedará aquí, y respecto a su madre, la dejaremos
en el barco hasta que todo esto acabe. El aire marino es beneficioso para las
personas de una cierta edad, por aquello del yodo y la sal.
La mirada de profundo desprecio que lanzó la chica, no dejaba lugar a
dudas sobre su sentimiento de repugnancia hacia el sarcástico individuo, pero
sus vidas estaban en sus manos y no tuvo otra opción que aceptar. Klaus, sin
esperar orden alguna, cogió a Esperanza por uno de sus brazos y la llevó hacia
el sótano.
—Prefiero que las cosas se resuelvan así —dijo Pedro a Anselmo, quien se
tomó la libertad de coger un pitillo de la tabaquera.
—¿Qué habéis averiguado sobre el portero nocturno de la fábrica química?
—preguntó Pedro, que a raíz de las informaciones transmitidas por José Munt,
había encargado una investigación. La industria de Badalona había sufrido
duros bombardeos en los últimos días, ya que eran las principales instalaciones
para la fabricación de pólvora y explosivos en la zona republicana.
Anselmo, antes de responder, extrajo una pequeña libreta con algunas
notas escritas.
—Hace ya días que le estamos siguiendo, pero no hemos podido
comprobar lo que hace en la fábrica. Un día a la semana, eso sí, se encuentra con
otro individuo en el apeadero del ferrocarril en Badalona, y le hace entrega de
un paquete. Suponemos que son documentos e información, pero hasta que no
les detengamos no tendremos la certeza —explicó Anselmo.
—¿Y el otro sujeto?
—También le hemos seguido: vive cerca del Paralelo, y hasta el momento
no ha entablado contacto con nadie sospechoso. Rara vez sale de casa, sólo para
comprar y cosas parecidas, excepto los viernes, cuando cada mañana, sobre las
diez, acude a un bar situado en la Gran Vía, llamado... —mientras Anselmo
consultaba unas notas, Pedro le dio el dato que buscaba.
—Iberia, bar Iberia.
—Exacto, en la confluencia con la calle Borrell —añadió Anselmo,
sorprendido del conocimiento que había demostrado Pedro.
—No parece una red muy amplia. ¿Para qué querrá la información si luego
no se la entrega a nadie? ¿Recibe visitas?
—Nunca. No hemos investigado entre los vecinos para no despertar
sospechas, pero tiene unas costumbres poco normales.
—Quizá tenga un transmisor de radio y por eso no necesita pasar la
información, pero no correremos riesgos. ¿Cuándo debe encontrarse con su
contacto? —preguntó Pedro.
—Esta tarde, si no han cambiado la rutina.
290
Teo García La partida
291
Teo García La partida
292
Teo García La partida
293
Teo García La partida
294
Teo García La partida
295
Teo García La partida
—Ya has visto que Klaus es un virtuoso del piano, no quieras averiguar su
faceta de jardinero. Hazme caso, es por el bien de los dedos de tu hermana —
amenazó Pedro.
Las palabras del húngaro sirvieron para que el vienés extrajera de un cajón
unas cortantes y curvadas tijeras de podar. El simple hecho de relacionar dedos
con esas tijeras, en sanguinaria asociación, provocó que la mujer quedase
colapsada. Anselmo cogió una de las manos de la muchacha, y la apoyó sobre la
mesa, mientras Klaus colocaba uno de los dedos entre los filos, esperando la
señal.
—Tenemos veintiocho falanges en las manos, ¿te imaginas el tiempo que
nos da algo así? —dijo Pedro.
La inhumana tensión le provocó un nuevo acceso de asma, y el hombre,
entre bocanadas entrecortadas, seguía implorando piedad y compasión, pero
por toda respuesta obtuvo un siniestro crujido de huesos: su hermana había
perdido una parte de su dedo meñique. El alarido que emitió la chica no cabía
humanidad alguna.
—Ya sólo quedan veintisiete —dijo Pedro, en tétrico recordatorio.
—Por favor, no sigan, ella no sabe nada, ya se lo he dicho antes —volvió a
suplicar entre sollozos.
—Ya sé que tu hermana no sabe nada, pero tú sí. Dime todo lo que quiero
saber y acabaremos con esta sesión de manicura. Tú eres el que mandas aquí —
replicó Pedro, haciendo una señal que significó que la mujer perdiera otro de
sus dedos, el cual, cercenado en su totalidad, cayó al suelo con un siniestro
rodar.
El hombre, mirando la ensangrentada mano, decidió acabar con el suplicio,
ya que no podía soportar los aullidos que emitía su hermana.
—Yo sólo sé una parte; no puedo explicarles todo.
—Tú habla: ya decidiré yo si es una parte o lo es todo, pero piensa que por
aquí han pasado más compañeros tuyos, que también han aportado
información; alguno ha llegado hasta el tercer dedo —dijo Pedro.
El hombre explicó el funcionamiento del código, y cómo las transmisiones
de radio, tanto las emitidas como las recibidas, eran cifradas para luego ser
enviadas en Morse, excepto aquellos mensajes que contenían el encabezamiento
TERMIDUS a Ricardo, en cuyo caso era vueltas a codificar mediante unas
plantillas de letras y números. Cuando explicó que era necesaria una segunda
matriz agujereada para poder entender los mensajes, Pedro prestó especial
atención.
—Soy un poco lento a la hora de entender, pero si he comprendido bien, tú
recibes los mensajes y luego los codificas para Ricardo. Una vez que los tienes
pasados a la plantilla, los llevas personalmente al bar Iberia, y allí alguien se lo
hace llegar ¿he acertado? —recapituló Pedro.
—No sé si se los hacen llegar o los recoge él. Te juro que te digo la verdad.
Pedro le miraba, valorando la sinceridad en la explicación.
296
Teo García La partida
—Te creo, pero ahora voy a pedirte un último favor. Deberás escribir el
mensaje que yo te diga, pero no intentes poner una marca de aviso o variar el
tono habitual de comunicación, porque será ella quien pagará las consecuencias
—avisó Pedro, mientras comenzaba a fumar.
El hombre miró otra vez a su hermana, que seguía retorciéndose de dolor
junto a él, y luego asintió con la cabeza.
El húngaro abandonó la escena del interrogatorio con desinterés: ya había
conseguido lo que quería. Ahora debía meditar, y aquel lugar no le parecía el
más conveniente. Se dirigió a la casa de la calle Muntaner; le gustaba más aquel
sitio que su otro despacho, situado en La Pedrera, al que raras veces acudía. En
la pequeña sala de estar se entretuvo ojeando, distraídamente, algunos
periódicos. Estaba satisfecho, la cadena se estaba completando, y todos los
eslabones se mostraban ante sí, permitiéndole una visión del conjunto. Una
duda se le planteaban con machacona insistencia: ¿recogía personalmente los
mensajes Ricardo, o bien lo hacía alguien por él para luego entregárselos? Pedro
notaba la cercanía de la presa, pero no por ello quería cometer algún error. Le
interesaba que el espía fascista siguiera sintiendo el acecho al que estaba
sometido, que incluso víctima de su miedo abandonase la escena, y después,
pasado un tiempo, que volviera algo más confiado pagado de sus propias
posibilidades, pero con recelo. De momento no quería atraparle, era más útil
para sus fines que siguiera con libertad de movimientos. Pedro pensó que desde
su llegada a España había tratado con simples, con personas poco inteligentes
que él consideraba no estaban al nivel de su talento. Sabía que lo más
conveniente para que una mente siga progresando es proporcionarle los
estímulos adecuados, y ese particular juego que se llevaba entre manos, sin
conocimiento de nadie, le obligaba a pensar, razonar y, por encima de todo, a
realizar un continuo esfuerzo de empatía con su adversario. Pedro se dirigió a
su pequeño gabinete de trabajo para buscar entre uno de sus cajones una
carpeta, y rebuscando entre su contenido encontró lo que le interesaba: una
fotografía, algo borrosa, le mostraba la cara de Ricardo. Pedro la estuvo
mirando con penetrante fijación, intentando averiguar qué tipo de persona era
la que tenía ante sí, qué reacciones tendría, y lo que más le interesaba, su
estructura y génesis de razonamiento. Pedro sabía cómo actuaría en una
situación similar, y también intuía que Ricardo no pasaba por alto los detalles,
pero de una forma inteligente y disimulada, era él quien estaba consiguiendo
marcar la pauta del espía. Pedro decidió que en el sobre del próximo viernes
introduciría un mensaje citando a Ricardo en un lugar. Ese mismo día,
vigilarían el buzón y seguirían a la persona que hiciera acto de presencia por
allí. Encargaría la gestión a Klaus y otro agente, y si Ricardo era tan hábil como
Pedro se juzgaba a él mismo, no tendría el menor problema en detectar que le
estaban siguiendo y deshacerse de sus perseguidores. Tras continuar un rato
más ensimismado, Pedro pudo despejar la duda; con certeza sería Ricardo
quien fuera a recoger el mensaje, ya que si él estuviera en esa situación, es lo
297
Teo García La partida
Anselmo se dirigía hacia su casa hastiado, una vez más, de la violencia que
invadía su existencia, aunque ello no le causaba prejuicio moral, estaba
convencido de la peligrosidad de los elementos fascistas que detenían. Él sabía
cuál era su bando y por lo que luchaba, pero últimamente tenía esa idea algo
más difusa. Quizás, es que de lo que ya estaba harto era de la guerra y sus
consecuencias: privaciones, muertes, crímenes y sufrimientos, tanto propios
como ajenos, a los que no se vislumbraba un final próximo. Anselmo creía que
los gobernantes estaban sometiendo a la población a una larga y lenta agonía,
ya que la derrota de la República era evidente, y no se esperaban grandes
cambios. Los fascistas ya habían alcanzado el Mediterráneo, y ahora la zona
republicana quedaba dividida en dos sectores. Nunca se lo había planteado,
pero una cierta preocupación por su futuro y el de su familia caló en él. Las
noticias que llegaban, referentes a la represión que ejercían los sublevados sobre
los comisarios políticos, tropas extranjeras y determinados miembros de la
policía, le hicieron vislumbrar un futuro más que incierto. Sabía que algunos
miembros del gobierno habían enviado a sus familiares al extranjero, y
Anselmo consideraba esto una curiosa forma de mostrar solidaridad ante el
resto de la población que se quedaría en España, a merced del ganador. Ese tipo
de noticias eran cada vez más de dominio público, y socavaban la moral de la
gente, así como proporcionaban argumentos a los derrotistas y
quintacolumnistas encargados de expandir rumores. Anselmo decidió no
preocuparse más de lo debido: cuando llegara el momento, ya tomaría una
decisión. Ensimismado en sus pensamientos, llegó a las cercanías de su casa, y
observó que algo había ocurrido por la zona, ya que un elevado número de
ambulancias y bomberos estaban estacionados a una manzana de su hogar.
Relacionó el bombardeo de la mañana con la situación, y tuvo un negro
presentimiento. Anselmo comenzó a correr hacia su vivienda, y al doblar la
esquina, pudo ver como su edificio se mantenía en pie, pero la vivienda
colindante, en cuyos bajos se había instalado un colmado para el reparto de
víveres de racionamiento, había recibido el impacto directo de una bomba.
Entre las montañas de ruinas, algunos hombres se afanaban en retirar
escombros, mientras otros pedían silencio para escuchar algún sonido que les
permitiera detectar a los supervivientes; si es que los había. Anselmo estaba
dudando sobre si subir a su piso o bien acercarse a averiguar, cuando en voz
alta oyó pronunciar su nombre, y al girarse vio como Quique se dirigía hacia él
cubierto de polvo. Lo que antes había sido un presentimiento, se convirtió en
una certeza sólo por la cara desencajada que exhibía su amigo, que sin poder
articular palabra y llorando, sólo era capaz de pronunciar los nombres de la
mujer e hijo de Anselmo.
—¿Qué ha pasado, Quique? Habla, por lo que más quieras —suplicó.
298
Teo García La partida
299
Capítulo XXIV
recordar su pistola, pero esta vez para utilizarla contra la persona que se
permitía profanar su dolor. La rabia volvió a invadirle, y alguien debía ser el
destinatario de su ira. Una voz que pronunciaba su nombre le indicó que era
Quique quien estaba golpeando la entrada. Anselmo dudó sobre si acudir, pero
sabía que ante la incertidumbre por su estado, Quique era capaz de echar la
puerta abajo. Al abrir, se encontró la figura de su amigo, que apesadumbrado
no era capaz de hablar: algo bien raro en él. Quique entró cautelosamente, como
quien es consciente de hacerlo en un santuario sagrado.
—Estaba preocupado por ti —dijo Quique, a modo de excusa.
—Bien, pues ya me has visto. Ahora puedes marcharte.
—No, ahora es cuando no puedo irme.
Anselmo, de forma brusca, se adelantó hacia su amigo y le agarró por las
solapas de la chaqueta con furia contenida. Quique no ofreció resistencia alguna
ante lo que sabía era el desplome final del temple de su amigo, o la posibilidad
de empezar a remontar la situación. La fuerza que seguía ejerciendo Anselmo
sobre él empezó a aflojar lentamente, dando paso a un abrazo que acompañó un
lastimoso llanto sobre su hombro.
—Ves, Anselmo, cómo no me podía ir —dijo Quique, mientras mesaba
cariñosamente el cabello de su amigo.
301
Teo García La partida
aroma del cigarrillo suave y fino. Pedro estuvo meditando sobre el lugar donde
citar a Ricardo. Él había actuado muchas veces en la clandestinidad, y sabía que
el lugar más apreciado, y que ofrecía más seguridad para una entrevista, era un
sitio público y concurrido. Tenía que ser un lugar transitado, animado, que
ofreciera la posibilidad de convertirse en una ratonera, pero a la vez, dejando
una oportunidad de huida. Pedro conocía las habilidades, varias veces
demostradas, de Ricardo, y en esta nueva ocasión sabía que no le defraudaría.
La habilidad para escabullirse que hasta la fecha había lucido ese indeseable
elemento le hizo barajar varias posibilidades. Mientras Pedro observaba la
ascensión de las volutas de humo, consideró que un encuentro en un vagón de
metro era lo más adecuado, ya que una vez que Ricardo oliera el cebo y entrase
en él, ya no podría bajar, al menos, fácilmente. Un agente controlaría la apertura
de las puertas, y la velocidad del convoy impediría que Ricardo pudiera
descender. Esperanza subiría tres estaciones antes, y luego recorrería los
diferentes vagones para poder señalar a la presa. A Pedro le interesaba tanto
que Esperanza identificara al espía, como que él también reconociera a la chica.
En cada vagón, cuatro agentes se encargarían de actuar y detener a Ricardo, si
ello era posible, aunque no era deseable para Pedro. Nunca le habían interesado
los juegos de azar y las apuestas, pero en este caso jugaría su dinero a favor del
agente enemigo; sabía que era una apuesta sencilla. A Pedro no le gustaba la
sensación de dejar algo al azar, y estuvo repasando una y otra vez los detalles
del plan, y aunque sabía que no hay nada insuperable en la vida, su idea le
pareció lo más cercano a la perfección. Volvió a sonreír imaginando su futuro
ascenso, y las represalias que ejecutaría sobre algunos de sus compañeros. Unos
golpes en la puerta anunciaron la llegada de Klaus, acompañado de José Munt.
Pedro cogió el sobre con el mensaje y se lo entregó, haciéndole una advertencia.
—No nos falles, José, tu hermana te lo agradecerá.
302
Teo García La partida
Ricardo, esta vez con algo de fastidio, se dirigió a recoger el mensaje que
podría haber en el buzón. Él, trabajando en solitario, percibía la presión, cada
vez mayor, que ejercía el SIM y la policía. En los periódicos aparecían noticias
que hablaban de la desarticulación de más redes, y aunque algo de propaganda
había en ello, Ricardo debía reconocer que sabían hacer su labor, o bien, como le
dijo el general Mola, ése era uno de los peligros del trabajo con aficionados. En
los días anteriores, Ricardo estuvo planificando sus movimientos para cumplir
con el encargo recibido. Seguía pensando que era una tarea difícil, pero algún
progreso había realizado, ya que, a pesar de estar Barcelona llena de carteles
que solicitaban discreción y reserva con las palabras pronunciadas en público,
con prestar atención a las conversaciones que se mantenían en los cafés o bares,
algo había averiguado. Sabía que se estaba preparando una ofensiva, y que más
tropas, del cada vez más reducido frente de batalla, se trasladaban hacia la zona
del Ebro. Para Ricardo no era un mal punto de partida, pero no podía elaborar
un informe basándose sólo en conversaciones de taberna. Lo que sí palpó con
claridad era el anhelo de la gente de que la contienda finalizase, sin importarles
quién fuera el vencedor; se conformaban con que se terminaran los
sufrimientos, privaciones y muertes. Mientras se aproximaba al edificio, sus
vigilantes ojos escrutaban a su alrededor, pero como si de un decorado se
tratase, todo parecía estar en el mismo orden que la última vez; nada
desentonaba. Entró en el portal y abrió el buzón para sacar el sobre, que por su
peso algo contenía. Al salir, encendió un cigarrillo para observar con disimulo y
detenimiento a su alrededor. En la acera de enfrente algo llamó su atención: un
individuo, con aspecto extranjero y corpulento, aguardaba algo, pero sus
esfuerzos por pasar desapercibido rompieron la monotonía ambiental. Durante
un breve segundo sus miradas se cruzaron, y Ricardo apreció la desconfianza
en los ojos del hombre, hecho este que le generó la sospecha de que estaba
siendo vigilado. Ricardo comenzó a caminar calle abajo con parsimonia. Sabía
303
Teo García La partida
304
Teo García La partida
de las ruedas disimuló el ruido del mecanismo al liberar la hoja, y Ricardo, con
una nueva sacudida del vehículo, la hundió hasta la empuñadura en el costado
derecho del hombre, que no pudo articular palabra alguna, mirándole
sorprendido y confuso. Ricardo le agarraba por un hombro, simulando un gesto
amistoso, y emitía sonoras carcajadas, pero cada impulso de la risa de Ricardo
significaba un aumento de la presión sobre el cuchillo en las entrañas del
hombre, que mostrando un extraño rictus, que podía confundirse con una
sonrisa, iba muriendo lentamente. Si alguno de los otros pasajeros hubiera
mirado, pensaría que eran dos amigos compartiendo algún chiste o anécdota
graciosa. Por la fuerza que Ricardo debía hacer para mantenerle en pie,
comprendió que no tardaría mucho en derrumbarse, y mientras continuaba
riendo, miró por encima de su hombro para ver que la próxima parada estaba
cercana. El tacto cálido de la sangre que manaba sobre su mano le resultó
desagradable y pegajoso. El hombre seguía con su mirada estupefacta, pero la
vidriosidad que sus ojos comenzaron a adquirir señalaba que para él la estación
término se estaba aproximando. Al llegar el tranvía a la parada, Ricardo actuó
con rapidez, y extrayendo el cuchillo del costado del hombre, salió por la puerta
posterior, propinando varios empujones a las personas que pugnaban por
entrar. Mientras se alejaba en una alocada carrera del lugar, un chillido agudo
de mujer le señaló que ya habían descubierto al desgraciado muerto en el
tranvía, pero aunque mirasen a su alrededor él ya habría escapado. Conforme la
distancia aumentaba se sintió más tranquilo, y continuó caminando a grandes
zancadas con la mano ensangrentada metida en uno de sus bolsillos para
esconderla. Al llegar a su domicilio, lo primero que hizo fue lavarse las manos
repetidamente, en parte para limpiar la sangre ya seca, y también como intento
de procurarse claridad en su análisis de los hechos sucedidos. Después, más
calmado y recuperado, abrió el sobre en cuyo interior halló la característica hoja
agujereada, que al ser superpuesta sobre la matriz empezó a tomar significado.
No le gustó el resultado: le citaban para el día siguiente en la línea 1 del metro,
con la contraseña habitual, Termidus, y tenía que encontrarse con una persona
que debía transmitirle algo. Nada de ello le agradó: primero por la premura y
luego porque su nuevo contacto conocería su cara, y Ricardo pensó que no era
el mejor momento para romper las rígidas normas establecidas que tan buenos
resultados le habían proporcionado hasta ese momento. El incidente de esa
tarde le inquietaba. Quizá le habían seguido de una forma casual, pero él no
creía en las casualidades de la vida, al menos, de la vida que los humanos
conocemos y que va íntimamente ligada a nuestra condición de seres terrenales.
Se planteó la posibilidad de que algún miembro de otra célula desmantelada
algo supiera, y al confesar hubiera proporcionado información sobre el método
de comunicar. A Ricardo todo se le antojaba rocambolesco, pero lo que para él
había sido una ventaja, trabajar de forma aislada, se había convertido en un
inconveniente, ya que no conocía el funcionamiento de otras tramas de
espionaje, y a pesar de que en algunos momentos sus actividades se
305
Teo García La partida
306
Teo García La partida
bien pensar que todo formaba parte de un ardid tramado para atraparle. Pedro
mantendría el plan previsto, y a pesar de entenderlo sólo él, se estaban
cumpliendo todas sus expectativas; por ese motivo, sus ojos tenían un especial
brillo alegre. Con la agilidad que da la alegría, se levantó de su sillón para
llamar a Klaus. Quería repasar con Esperanza la forma de actuar y comportarse.
Cuando el austriaco llegó, se dirigieron hacia el sótano para buscar a la
muchacha, pero al pasar por delante del despacho de Orlov, un ruido llamó su
atención. Agarrando con su mano el pomo de la puerta, estuvo escuchando
durante unos segundos antes de entrar.
—Quédate aquí y no entres —ordenó Pedro, penetrando en la habitación
sigilosamente, donde se encontró a Orlov, arrodillado delante de la caja fuerte,
y de espaldas a la entrada.
—¿Qué, Alexander, preparando el equipaje? —preguntó Pedro, mirando el
maletín con documentos y fajos de billetes.
La inesperada voz sobresaltó a Orlov, que no se incorporó, limitándose a
dar un giro para ver quien le hablaba, aun cuando no era necesario. Si en ese
momento cualquier visita era inoportuna, la de Pedro le pareció inquietante.
—Estaba haciendo números y guardando documentos —pretexto Orlov,
que tenía entre sus manos un abultado sobre lleno de dinero.
—Pues no sé el porqué, pero no es ésa mi impresión, camarada —dijo
Pedro.
Orlov se sentía ridículo hablando en cuclillas, pero no sabía cómo
reaccionar.
—Ya sabes que no tengo que darte explicaciones sobre mis actividades —
contestó el ruso, levantándose y cogiendo el maletín que estaba depositado en
el suelo.
—Cierto, el problema es que yo sí tengo que hacerlo, pero no sobre mis
movimientos, sino sobre los tuyos, y según cómo lo haga, en Moscú
interpretarán las cosas de una forma u otra. Ya les conoces: son tan susceptibles
y desconfiados... —dijo Pedro, en una sutil amenaza.
—Supongo que eso hiciste con Ovseienko ¿verdad?, y por eso ahora no
sabemos dónde se encuentra.
—Debería responder afirmativamente a tu pregunta, pero también debo
añadir que yo sí sé dónde se encuentra, pero no creo que te gustase oírlo —
explicó el húngaro, sin dejar de mirar a los ojos de Orlov, que, distraídamente,
metió el sobre en el maletín, aprovechando para asir una pistola Macarov que
había en su interior.
—Yo no haría tonterías, Alexander. Ya sabes que voy desarmado, y aunque
saques el arma, que con toda seguridad tienes en el maletín, no podrás salirte
con la tuya. Klaus está en la puerta, y ya sabes cómo actúan los perros
adiestrados cuando intuyen que su amo se encuentra en peligro: muerden, y lo
hacen con mucha furia; te lo aseguro.
—¿Por qué nos has denunciado? Pensaba que confiaban en nosotros —dijo
307
Teo García La partida
Orlov.
—Alexander, ya deberías saber como piensan nuestros jefes; les gusta dar
confianza, pero piensan que controlar es mejor; por otro lado, yo no he
denunciado a nadie, sólo pedían mi opinión y yo la daba, es mi obligación. No
pienses que es nada personal. Nosotros siempre hemos mantenido una buena
relación. ¿Cómo iba a hacerte yo algo así? Pero ahora lo imprescindible es un
cambio de actores. Personas como Ovseienko o como tú ya no sois tan
necesarios. Nuestros asuntos en España están a punto de finalizar, y en los
próximos meses el mundo sufrirá una transformación radical como hasta la
fecha no se ha producido. ¿Dónde encajáis en todo esto vosotros? Creo que ha
llegado el momento de jubilarse —explicó Pedro.
Orlov se mostraba nervioso; sabía que se encontraba en un punto del que
no había vuelta atrás.
—A lo mejor es que no me parecen atractivas las condiciones de mi retiro,
camarada. Me sorprende que tú si te consideres necesario —replicó el ruso.
—Las personas como yo siempre somos, y seremos necesarios. Toda la vida
ha sido igual, Alexander.
—En eso tienes razón, delatores y chivatos siempre son muy útiles —dijo
Orlov, con desprecio, mostrando la pistola.
El gesto no impresionó a Pedro, que se limitó a sacar uno de sus cigarrillos
para encenderlo, pero la sonrisa burlona que exhibía en su cara, al expeler
humo, le resultó más intranquilizadora a Orlov.
—No te preocupes, camarada, creo que podemos arreglar esto de otra
forma más civilizada —indicó Pedro.
—Ya me conozco tus embustes y manipulaciones —replicó Orlov, que de
reojo vigilaba la puerta por si entraba Klaus.
—Mira, Alexander, en la vida de todo hombre siempre hay un instante en
el cual se debe escoger. Para ti, ese momento ha llegado aquí y ahora. Yo te
quiero proponer un trato, pero si no atiendes a razones deberás hablar con
Klaus, aunque ya conoces que no es la diplomacia en persona.
—Te escucho —respondió Orlov, sin dejar de apuntarle con el arma.
—Sé que ahí tienes 90.000 dólares: un buen principio para una nueva vida
en algún lugar recóndito, pero ya sabes que si queremos siempre te
encontraremos. No nos gusta que nuestros antiguos camaradas nos dejen de esa
forma tan grosera. Me entregas 30.000 dólares y ponemos fin a esta pequeña
discrepancia. Tú te largas en paz, y yo no te echaré de menos hasta dentro de
dos días; tendrás tiempo más que suficiente para esfumarte. Tú decides.
—¿Y cómo puedo fiarme de que lo harás así?
—Creo que no tienes muchas más opciones. Si estoy equivocado y
consideras que existen otras alternativas, me las puedes explicar para
estudiarlas juntos.
Orlov no quería que Pedro notase el temblor que tenía en la mano que
sujetaba la pistola, y la agarró con más fuerza, notando cómo el sudor mojaba
308
Teo García La partida
309
Teo García La partida
310
Teo García La partida
311
Capítulo XXV
Todo el dispositivo montado para la caza del hombre estaba listo. Pedro
decidió aguardar en la mansión de la calle Muntaner, aunque el resultado que
él esperaba distaba mucho del interés que habían mostrado sus hombres
durante la preparación de la trampa. Había puesto a Klaus al mando de toda la
operación, con la instrucción de controlar en todo momento a Esperanza. Ese
313
Teo García La partida
314
Teo García La partida
Ricardo se estaba entreteniendo dejando vagar sus ojos por los anuncios
que adornaban el interior del vagón. El traqueteo del tren siempre le había
producido un efecto sedante en sus ideas, y la oscuridad que se veía por las
ventanillas también le ayudaba a no tener que fijar su atención en ningún
estímulo exterior. En el asiento frente al suyo, una madre acompañada por su
hijo mantenía una conversación llena de los tópicos y curiosidades que los niños
manifiestan cuando viajan. La visión del crío, cogido de la mano de la mujer, le
hizo sonreír levemente. Recordó, cuando siendo él un niño, el contacto con la
mano de su madre le transmitía tranquilidad y seguridad, pero como otras
muchas cosas en la vida, al crecer lo había perdido. Nunca se había planteado la
posibilidad de tener hijos, pero algún día debería hacerlo. Al imaginarse la
posibilidad de ser él quien en un futuro fuera padre, se sintió incómodo y
avergonzado, ya que después de todo lo que había hecho, no podía
considerarse digno de educar a nadie.
Al abrirse, el sonido de la puerta que comunicaba los diferentes vagones le
hizo volver a la realidad más cercana. En un gesto automático, miró para ver
quién entraba; era una mujer con un pañuelo en la cabeza, con un aspecto algo
demacrado, nada llamativo en esos días, pero que le pareció atractiva, y al
fijarse mejor, comprobó que su cara le resultaba familiar. La muchacha
caminaba mirando a las personas que estaban a su alrededor, con disimulo,
pero algo buscaba, y detrás de ella, a pocos pasos, un tipo con apariencia de
matón, y con un físico vagamente conocido, se mantenía expectante. Ricardo
volvió a mirar al niño con su madre cuando su cerebro le envió una imagen
escondida en lo más recóndito de su mente: reconoció a Esperanza y al
individuo que le había seguido el día anterior. El corazón de Ricardo comenzó a
palpitar desbocado; ahora sus ideas no eran tan fluidas y claras. El hombre que
seguía a Esperanza también buscaba algo, sus ademanes y actitud así lo
manifestaban. Durante una décima de segundo, el alto y brusco acompañante
fijó sus ojos en él, pero luego siguió barriendo con la mirada el interior del
vagón, y Ricardo comprendió que le estaban buscando a él. Esperanza podría
identificarle, y después de cómo se comportó con ella, estaba claro que no
tendría ningún escrúpulo a la hora de hacerlo. Sabía que estaba metido en una
trampa, y debía pensar algo rápidamente si no quería acabar sus correrías de la
peor manera. Al fijarse con más atención en el resto de los ocupantes del tren, se
dio cuenta que había otro detalle que le pasó por alto: sentados en extremos
opuestos, también viajaban dos hombres que no se habían molestado ni en
315
Teo García La partida
mirar las paradas que iban transcurriendo; tenían muy claro su destino, o bien
no existía una finalidad para su viaje. Esperanza seguía acercándose y, en el
próximo vistazo, le descubriría. Aún faltaba algo de tiempo para la próxima
parada, pero no el suficiente para intentar salir en estampida: estaba acorralado
y desechó cualquier forma de intentar disimular; era imposible pasar
desapercibido. Ricardo introdujo su mano en el bolsillo para sacar la pistola,
que pudo ocultar bajo el periódico. Esperanza le miró y se detuvo a unos
metros de él. La cara de la chica, lívida y con gesto de enfado, tuvo el mismo
efecto que un perro cazador marcando la presa. El gigante rapado, que se había
mantenido detrás de ella, sacó una pistola con su mano derecha, mientras con el
brazo izquierdo la apartaba del campo de tiro. A pesar de la rapidez con la que
se estaban sucediendo los hechos, a Ricardo le pareció que el tiempo había
cobrado un pulso más lento. Uno de los hombres, que le había resultado
sospechoso, también se puso en pie.
—Es él, él es Ricardo —dijo Esperanza, mientras le señalaba con un gesto
inútil, ya que aunque no hubiera pronunciado palabra alguna, Klaus se había
percatado de ese detalle.
Ricardo, con la pistola oculta, efectuó varios disparos desde su asiento.
Klaus replicó, pero no logró hacer blanco, ya que Ricardo se había levantado
para cambiar de posición, y aprovechando un balanceo del tren en una curva,
volvió a disparar matando a uno de los policías que iban en el vagón. Klaus se
había agazapado y contestaba también con más disparos. Los gritos de la gente,
y su afán por protegerse, hacían que Ricardo no mostrara un blanco claro, pero
en un gesto instintivo y repentino, cogió al niño que ahora tenía a su lado, y lo
puso ante sí como si de un escudo se tratara. La criatura lloraba asustada, y la
madre intentó arrebatárselo de los brazos, siendo despedida con un golpe de
pistola en la cara. Klaus, aprovechando ese momento, intentó acercarse, pero
fue repelido por tres certeros disparos, y el vienés, en su réplica, hirió a otros
pasajeros; estaba claro que ninguno de los adversarios repararía en daños
ajenos con tal de conseguir sus objetivos. Ricardo, en su complicada situación,
intentaba pensar algo. Dudaba si en la siguiente estación subirían al tren más
policías, pero si ello ocurría lo mejor era saber renunciar y no dejarse atrapar
vivo: sabía lo que le esperaba si caía en manos de sus enemigos con vida, y no
estaba dispuesto a ello. La gente seguía gritando, y alguno de los pasajeros
debió accionar el freno de emergencia, ya que todo el tren se vio sometido a una
deceleración brusca. Klaus se había parapetado detrás de Esperanza, pero el
frenazo, imprevisto y violento, hizo que ambos perdieran el equilibrio
rondando por el suelo. En su caída, el austriaco perdió su pistola, y Ricardo
comprendió que era la única oportunidad que tendría para escapar.
Levantándose, con el niño en sus brazos, apuntó a la ventanilla a la que disparó
varias veces hasta que el vidrio, hecho añicos, desapareció. Klaus, braceando en
el suelo, pugnaba por recoger su pistola. Ricardo le propinó una patada en la
cabeza, y cuando iba a dispararle, notó que había agotado su munición. En un
316
Teo García La partida
rápido movimiento, sacó su navaja lanzando una certera puñalada al cuello del
vienés, que éste pudo esquivar, demostrando su familiaridad con ese tipo de
reyerta callejera. El otro policía, un hombre con más escrúpulos que ellos dos,
intentaba disparar, pero la presencia del niño se lo impedía, y Ricardo, al intuir
sus intenciones, lanzó al crío contra él, para después saltar al exterior
aprovechando la poca velocidad que llevaba el tren. La caída fue algo brusca,
pero no se lo pensó dos veces, y comenzó a correr por las vías, como si de un
ascenso por una escalera con peldaños muy bajos se tratase. Mientras pasaba
junto al convoy, ahora detenido, desde algunas de las ventanas abrieron fuego
contra él, y supuso que debía haber más policías en los otros vagones, pero
siguió con su alocada carrera dejando atrás gritos de pánico y otros que daban
órdenes. Ahora Ricardo estaba en un medio que le resultaba desconocido, no
sabía si existían salidas intermedias antes de llegar a la estación anterior, y
mientras sus piernas le alejaban de la trampa que le habían tendido, estuvo
sopesando la posibilidad de que ya le estuvieran esperando. Conforme sus ojos
se fueron acostumbrando a la oscuridad que reinaba dentro del túnel, no pudo
percibir ninguna salida ni escapatoria posible. Por la forma de los raíles,
interpretó que estaba en medio de una ligera curva. Se detuvo un instante para
cargar de nuevo su pistola, y luego siguió corriendo con mayor velocidad. Tenía
que llegar a la estación antes de que pudieran avisar. Trastabillando en los
raíles, pudo oír pasos apresurados que seguían su misma dirección, y en las
paredes del túnel veía los resplandores de las linternas. Con el fin de que sus
perseguidores no actuasen con demasiada confianza, disparó varias veces sin
apuntar. Las detonaciones, distorsionadas por el lugar y la distancia,
impidieron a los policías situarle correctamente. Se agazapó y estuvo
escuchando unos breves instantes. Los pasos habían cesado, y ahora percibía
pisadas cautelosas y murmullos. Al reemprender su carrera, con el sonido de
los guijarros al ser pisados, reparó en una luminosidad que le señalaba la
ubicación de la estación de metro. Antes de llegar, repitió la maniobra de
disparar para confundir a sus perseguidores, y después corrió con todas sus
fuerzas para llegar a su destino. Cuando apareció por la boca del túnel en la
estación de metro, un numeroso grupo de personas estaban agolpadas con gran
inquietud y curiosidad por los disparos que habían escuchado. A simple vista,
parecía que no había más policías esperándole, y un empleado del ferrocarril se
acercó solícito para ayudarle a subir al andén.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó el hombre, con cara alarmada.
—Unos fascistas han querido colocar una bomba en el tren, pero lo hemos
podido impedir —contestó Ricardo, jadeando por el esfuerzo realizado y
guardando su pistola.
—¿Hay heridos? —se interesó el empleado.
—Heridos y muertos. Necesito un teléfono con urgencia —pidió Ricardo.
El hombre le indicó que le siguiera, y mientras comenzaban a salir del
andén, por la otra entrada hicieron su aparición, en tropel, un grupo de policías
317
Teo García La partida
que bajaron a las vías para, iluminados con linternas, introducirse en el túnel.
Cuando el empleado llegó a una pequeña puerta que daba acceso a un
despacho, algo le hizo caer en la cuenta de que se había precipitado al
presuponer que el hombre que le seguía era policía.
—¿Usted es policía, verdad? —preguntó con desconfianza.
—Por supuesto, aquí tiene mis credenciales.
Mientras acababa la frase, Ricardo simuló que buscaba en su bolsillo
posterior, pero lo único que mostró fue una pistola que acabó mediante un
golpe contundente con las suspicacias y conciencia del empleado. Introdujo el
cuerpo del hombre en la habitación, y después cerró la puerta con las llaves que
colgaban de la cerradura. Era cuestión de minutos que averiguasen que ya no se
encontraba en el túnel, y procedieran al cierre de todas las salidas y entradas de
la estación, por lo que salió sin perder más tiempo. Ya en el exterior, vio como
otro grupo de policías se dirigían hacia ese acceso. Con calma, pero con una
medida rapidez, Ricardo abandonó el lugar. En cuanto consideró que ya había
de por medio una distancia segura, se detuvo para tomar aire; ahora podía
considerarse a salvo, pero esta vez había estado muy cerca de ser atrapado, y
había obtenido la constatación de que su red estaba infiltrada. A partir de ese
momento ya no tenía forma alguna de establecer contacto con nadie ni de
enviar mensajes; poco más podía hacer, aunque lo cierto era que no quería
hacer nada más. Cualquier movimiento que intentase en el futuro sería muy
arriesgado, y no quería acabar sus días como algunas de sus víctimas. Siguió
respirando profundamente mientras observaba a su alrededor.
—¡Hasta aquí hemos llegado! —dijo Ricardo, para sí mismo, mientras
elevaba su vista al cielo y encendía un cigarrillo.
318
Teo García La partida
provocaba una gran frustración. Lo que antes había sido su hogar, o al menos
su vivienda, ahora le resultaba una dura prisión de la que dudaba si podría salir
alguna vez. Esa mañana, antes de salir de casa, los pensamientos más
tenebrosos y oscuros le iban asaltando a cada momento. Su pistola y el hueco de
la escalera parecía que le llamaban con pesada insistencia. Anselmo notaba, por
primera vez en su vida, una sensación de miedo que superaba al temor
meramente físico: era algo peor, un pánico de sí mismo, un pavor visceral que
emanaba de sus más oscuros instintos, mezclado con la dura realidad de tener
que enfrentarse a sus actitudes pasadas hacia los miembros de su familia. Esa
situación no era dura, como muchas personas le habían pronosticado, sino
insoportable. Por momentos se encontraba al borde de la desesperación más
sobrehumana, para acto seguido, ser alumbrado por un tenue rayo de
racionalidad y consuelo. Si es cierto que todas las personas tienen un límite de
sufrimiento, el de Anselmo estaba muy próximo; por eso no se lo pensó dos
veces y decidió salir a la calle. Anduvo al principio sin rumbo fijo, vagando,
para luego decidir presentarse en su trabajo. Seguramente no era lo que más le
convenía, pero, de forma instintiva y vil, supuso que allí podría descargar toda
la rabia contenida contra el mundo, su destino y lo que le había ocurrido. Su
egoísmo sentimental, sufrido por varias personas muy próximas a él, ahora le
servía de apoyo. El estar sentado en un sillón, oyendo los gritos de Pedro y
fumando un cigarrillo, le hizo ir recobrando poco a poco un cierto equilibrio
mental, pero no quiso seguir manteniendo una actitud pasiva y se encaminó
hacia la salita, en la que seguían escuchándose voces y reproches. Anselmo
abrió la puerta, sin llamar, y allí se encontró a Pedro. Sin articular palabra, supo
quien era el destinatario de la ira: Klaus, que impertérrito, pero con un
tremendo moratón en un lateral de su cara y un rasguño en el cuello, estaba
soportando un auténtico diluvio de acusaciones. Las palabras cambian de un
idioma a otro, pero los tonos que demuestran estado de ánimo son
internacionales, y coinciden en todas las lenguas. Su aparición hizo que Pedro
parase de gritar, y demostrando otra vez ese sorprendente autodominio, que
hasta ahora no estaba aplicando, cambió de registro.
—Vaya sorpresa, Anselmo. Me temo que no llegas en buen momento —dijo
Pedro, mientras le daba la espalda buscando un cigarro, ganando tiempo para
recomponer su frialdad habitual. Anselmo no respondió, limitándose a mover
su cabeza en un gesto de indiferencia mientras miraba a Klaus.
—Lamento lo de tu familia, son cosas que pasan. Siempre pensamos que
nunca nos tocará a nosotros, pero desgraciadamente un día u otro tomamos
duro contacto con la realidad que nos rodea —dijo el húngaro, ante el mutismo
de Anselmo, que sabía que en alguien con la personalidad de Pedro, esas
palabras serían la máxima muestra de pésame. Klaus no intentó decir nada: era
incapaz. Anselmo miraba al curioso dúo: un psicópata envuelto en un halo de
intelectualidad, y su secuaz, carne de presidio, que formaban una pareja de lo
más nauseabunda, a la que nadie podría considerar nunca camaradas ni
319
Teo García La partida
amigos.
—Siéntate y tómate un coñac —dijo Pedro, vertiendo una pequeña cantidad
de licor en un vaso—. Te pondré al corriente de los últimos acontecimientos
protagonizados por este idiota.
Anselmo escuchaba sin interés, ya que ahora todo le resultaba resbaladizo,
lejano, como si estuviera en otra dimensión. La guerra, Pedro, Ricardo, fascistas
y comunistas, le parecían la misma porquería, que formaba una mezcla de lo
más asqueroso y repulsivo. Se arrepintió de haber venido, pero tampoco tenía
muchos más sitios donde acudir.
—¿Me estás escuchando? —quiso saber Pedro.
—Sí, estaba asimilando la explicación —mintió Anselmo.
—Entonces habrás observado que estamos peor que antes. Ahora ese
cabrón sabe que le hemos tendido una trampa. No se fiará de nadie, y no creo
que se nos presente una ocasión como la que hemos tenido. Hemos quemado
nuestros cartuchos para nada: ya nos podemos olvidar del buzón, del bar Iberia
y de todo lo demás.
—Por lo menos Klaus le ha visto la cara, podrá identificarle —dijo
Anselmo.
—¿También tú te has golpeado en la cabeza? ¿No te das cuenta de que
ahora Ricardo permanecerá escondido o pasará a la zona nacional? Gente con
su valía y categoría no son utilizados como recaderos. Sólo un golpe de suerte
nos puede llevar a dar con él, y la fortuna, cuando se está rodeado de ineptos,
no llega —dijo Pedro, mirando al vienés.
—¿Y la chica? —preguntó Anselmo.
—Abajo, pero ahora ya no nos sirve para nada, a no ser que quieras estar
paseándote por Barcelona con ella hasta que deis con Ricardo, pero,
sinceramente, no me parece una buena idea, a pesar de la belleza indudable que
tiene la ciudad —dijo Pedro, con ironía.
Anselmo bebió de su vaso para no tener que responder.
—Igual debemos aceptar que en este tema nos han vencido, también eso es
una muestra de inteligencia —dijo Pedro, reflexionando en voz alta—. De todas
maneras llevad a Esperanza a La Tamarita. La mantendremos un par de días
allí, mientras pienso lo que debemos hacer.
Anselmo quedó sorprendido de la tremenda facilidad con la que Pedro
renunciaba a seguir persiguiendo a Ricardo, pero pensó que esa novedosa
actitud podía ser fruto de la desmotivación, o bien del excéntrico carácter de su
superior.
La orden de tener que ir a La Tamarita supuso para Anselmo un auténtico
alivio. Necesitaba salir de ese lugar; se estaba agobiando por momentos, e
incluso con el inconveniente de que le acompañaría Klaus, prefería marchar;
sabía que el austriaco no hablaría demasiado. Ambos bajaron al sótano en busca
de la chica, que reconoció a Anselmo, pero continuó muda. Durante unos
segundos sus miradas se cruzaron, y en los ojos de Anselmo existía un reproche
320
Teo García La partida
321
Teo García La partida
322
Teo García La partida
323
Teo García La partida
324
Teo García La partida
325
Capítulo XXVI
Tras ayudar a Klaus a deshacerse del cadáver de Esperanza, que fue arrojado a
una cuneta, Anselmo tenía sus ideas en plena efervescencia. Si las acusaciones
de la chica eran ciertas, y ello era descubierto, sabía que tendría que dar
explicaciones que resultarían inverosímiles. Su amistad con Perico le supondría
un corto paseo hasta el paredón más próximo, y por ello consideró que lo más
conveniente era zanjar el tema de una forma oculta y clandestina: sin la menor
estridencia. Confuso, pero firme en su decisión, Anselmo se dirigía hacia casa
de su amigo, mientras mil dudas le asaltaban durante su andar por las calles.
No entendía cómo era posible que Perico llevara esa doble vida sin que nadie se
hubiera percatado, pero lo que más le costaba comprender era que los crímenes
y acciones que se atribuían a Ricardo, correspondían a alguien con una
personalidad opuesta a la de Perico. La lucha entre su lado racional y su
vertiente de amigo se desarrollaba con desigual resultado. Su mirada fija
denotaba que en momentos se encontraba ausente, enajenado, y tropezó con
varias personas sin que él percibiera los gestos de reproche que le dirigieron.
No quería sentirse traicionado ni engañado, porque Perico siempre se había
portado como un hermano, pero Anselmo no quería que el juicio sobre su
amigo se viera enturbiado por sus motivaciones personales. Al mismo ritmo
que sus pies recorrían las baldosas de las aceras, Anselmo era víctima de un
derrumbamiento en sus ideas que le hacía sentirse vulnerable, indeciso, como
un fuerte tronco al que los golpes del hacha provocan un tambaleo, preludio del
desplome final; pero Anselmo, como en anteriores ocasiones, sabía que podía
encontrar fuerzas en su egoísmo para modificar sus posturas hasta hacerlas
cambiar a un estado más cómodo para él. De manera fugaz, sus pensamientos
le llevaron a sentirse víctima de un engaño atroz por parte de alguien muy
querido por él, y el escozor que sintió por la traición le provocó un estado
colérico, que se alternaba con la frustración y el miedo por el futuro inmediato.
De forma involuntaria, su paso era cada vez más acelerado, y su mente
desbocada vomitaba todo tipo de pensamientos. Anselmo pensaba que desde la
muerte de Clavijo todo se había desmoronado: había perdido a su familia, sus
amigos y a una parte sustancial de su vida que nunca más recobraría. Las
referencias que para él habían sido un pilar de su existencia se mostraban ahora
Teo García La partida
falsas, con una debilidad oculta que antes no había percibido. Si en su trabajo ya
convivía con la mentira, la crueldad y la traición, lo último que hubiera deseado
era que esas características estuvieran infiltradas en su vida personal y
cotidiana; pero por desgracia, así era.
Sus reflexiones, que no dejaban de sorprenderle, fluían por su cabeza sin
poder encontrar las respuestas más convenientes. Su mente se esforzaba en
hallar algún elemento que le permitiera dudar de la veracidad de las últimas
palabras de Esperanza. Anselmo tenía momentos en los cuáles la
responsabilidad de Perico en todos los hechos de los que se le acusaba se
mostraba diáfana, pero luego, acto seguido, dudaba, o quería dudar, de todo
ello. Intentaba convencerse de que todo era un burdo intento de la chica para
salvar la piel. Anselmo siguió caminando mecánicamente, absorto en su
discernir, y en un estado tal de ambivalencia, que no se percató de que había
llegado al portal de la casa de Perico. Cuando empezó a subir las escaleras, esta
vez sin fastidio alguno, se sorprendió con su gesto maquinal de comprobar su
pistola. Mientras miraba su arma, un sentimiento de vergüenza y pudor
apaciguó su ira, pero Anselmo sabía que esta vez la visita que iba a realizar no
era de cortesía. Ante él no tendría a su compañero de juego, vinos, charlas y
confidencias, sino a un profesional despiadado que no tendría ninguna
vacilación a la hora de seguir vivo. Con la congoja agarrotando su cuello,
sacudió su cabeza para eliminar los pocos escrúpulos que sabía le quedaban.
Montó la pistola para introducir una bala en la recámara, pero ese día el
particular chasquido, que siempre le reportaba seguridad, tuvo otro sonido.
327
Teo García La partida
o comodín, como dijo en su día el general Mola. Ambas opciones no eran del
agrado de Ricardo, y no estaba dispuesto a permitir que todos los esfuerzos y
sacrificios que había realizado tuvieran como recompensa una muerte heroica
en el altar de la patria. Recordó los versos de Horacio que casi le hicieron llorar
de emoción cuando los leyó siendo un joven patriota e idealista: Dulce et
decorum est pro patria mori.
Después, con el transcurrir del tiempo y el poder comprobar de primera
mano la auténtica naturaleza de los hombres que muchas veces rigen nuestros
destinos, encontró esa frase hueca y vacía. Siempre mueren por la patria los
mismos, y él, ahora, no iba a ser uno de ellos.
Un pequeño macuto, un par de mapas y algunas provisiones eran la
muestra de que tenía todo listo y preparado. Al día siguiente, al alba, empezaría
su viaje para poder llegar a una zona segura. Aún tenía algunos documentos de
identificación, todos falsificados, que le serían muy útiles para alcanzar su
objetivo. Sus padres y amigos le echarían de menos, pero era mejor no
despedirse. Estaba quemando los últimos papeles, cuando alguien llamó a la
puerta. Al principio se sobresaltó un poco, pero conocía los métodos del SIM, y
sabía que las llamadas educadas no se solían producir. Mientras se acercaba a la
puerta, preguntó quién era; pero al oír la voz de Anselmo se tranquilizó,
aunque hubiera preferido no ver a nadie. Sospechó que su amigo tendría algún
mal momento y que necesitaba hablar. Antes de franquear la entrada, respiró
profundamente como preparando una aparición en escena. Al abrir, creyó que
había acertado en los motivos para la visita de su amigo, ya que Anselmo lucía
una cara grave y adusta, pero algo le hizo desconfiar.
—Hombre, Anselmo, vaya sorpresa me das. No te esperaba —dijo Perico,
de forma afable.
—Ya me lo imagino, pero pasaba por aquí y he pensado que podríamos
hablar —contestó Anselmo, que sin esperar invitación alguna entró en la
vivienda.
A pesar del gran conocimiento que tenía sobre la personalidad de Anselmo,
su tono, sus gestos y una pequeña sonrisa torcida, le indicaron a Perico que algo
raro estaba pasando, y puso sus sentidos en alerta.
—Veo que has estado quemando papeles —dijo Anselmo, señalando un
cubo metálico lleno de cenizas.
—Sí, ya sabes que siempre he tenido la manía de guardarlo todo. En un
momento u otro debo hacer limpieza, sino acabaría lleno de basura.
Anselmo se movía por el salón de la casa con gestos inquietos, husmeando
con sus ojos y buscando algún indicio.
—¿Y ese macuto? —preguntó Anselmo, señalando la rústica bolsa de tela.
—Tengo pensando marchar unos días a Agramunt, a ver a la novia,
alejarme una temporada de Barcelona, ya sabes... —contestó Perico,
mordiéndose el labio inferior, como muestra de contrariedad ante su olvido de
esconder la bolsa.
328
Teo García La partida
329
Teo García La partida
330
Teo García La partida
Las últimas, e inacabadas palabras, fueron las que provocaron que Anselmo
saltase sobre Perico como impulsado por un resorte. Éste, conocedor del
carácter impulsivo de su amigo, ya estaba preparado para una reacción
semejante, y con una hábil finta pudo esquivar la embestida ciega que tenía
como destino su estómago. Anselmo se revolvió como un toro que ha
descubierto el engaño y, al girarse, notó cómo su cara era el destino final de dos
certeros puñetazos. No fue la intensidad de los golpes recibidos, sino la
sorpresa de comprobar que su amigo golpease con semejante dureza, lo que
provocó unos segundos de retraso en la reacción de Anselmo, que
aprovechando su mayor corpulencia y peso físico arremetió de nuevo, logrando
su objetivo de derribar a Perico. Ambos rodaron por el suelo, arrasando a su
paso con el mobiliario de la habitación. Era un enfrentamiento entre la fuerza
bruta y salvaje contra la astucia. Anselmo golpeaba sin orden ni concierto, con
rabia contenida y saña salvaje, mientras Perico se limitaba a capear el temporal
de trompazos y golpes desordenados, replicando con otros más duros y
concretos, que fueron minando las fuerzas de Anselmo.
En plena refriega, Perico notó cómo las manos de su contendiente lograban
hacer presa sobre su cuello. Como una dura e inflexible tenaza, la presión fue
aumentando paulatinamente. Ni la postura, ni el ahogo que sentía, permitían a
Perico dar toda la intensidad necesaria a sus golpes para derribar a su rival.
Anselmo seguía apretando, mientras hilos de baba caían de su boca. Perico
sujetó con sus manos el collar que formaban alrededor de su garganta los dedos
de su amigo, pero era imposible deshacerse de semejante alzacuello. Su tráquea,
oprimida y ya dolorida, era incapaz de permitir el paso del aire tan necesario
para mantener las fuerzas, y como última posibilidad, Perico comenzó a bracear
a su alrededor con la intención de coger algún objeto contundente para golpear
a Anselmo. Las puntas de sus dedos tocaron algo metálico, frío y duro, que
resultó ser la pistola caída en el suelo, y con las últimas fuerzas que le
quedaban, logró desplazarse lo suficiente para asirla. Anselmo, cegado en su
objetivo, no reparó en lo que estaba sucediendo, y cuando notó un golpe seco y
contundente en el lateral de su cabeza, supo que ahora sería él quien llevaría la
peor parte. La nebulosa que comenzó a formase ante sus ojos, le hizo aflojar la
presión sobre el cuello de su amigo. Perico repitió el golpe con más fuerza y
determinación, logrando que la mirada de Anselmo comenzara a tener un aire
extraviado, pero su rival demostraba la tenacidad de la desesperación, y Perico
tuvo que volver a golpearle con la culata en la boca para quitárselo de encima.
Después, mientras una violenta tos sacudía todo su cuerpo y tragaba bocanadas
de aire con un ansia incontrolada, apoyó el cañón en uno de los ojos de
Anselmo.
—No te muevas, si no quieres pasearte por el infierno tuerto —amenazó
Perico, amartillando el arma como señal de la seriedad de su aviso.
Anselmo, con la mirada turbia y aturdida, comprendió que las tornas
habían cambiado. Tuvo un sentimiento de vergüenza por no haber sido capaz
331
Teo García La partida
332
Teo García La partida
Perico.
—Si crees oportuno hacerlo, adelante, aunque no creo que sea la mejor
ocasión —replicó Anselmo.
—No seas tan terco y escúchame. Yo ya te estoy haciendo un favor: podría
matarte —recordó Perico.
Anselmo, sin decir nada, le miró intensamente, sabía que, a pesar de la
situación, ahora volverían a hablar como amigos, para luego regresar cada uno
a sus trincheras ideológicas desde las que intentarían aniquilar al otro; su
enfrentamiento era tamizado por sus recuerdos comunes.
—Mis padres no saben nada ni están metidos en el tema. Sólo te pido que
no se tomen represalias contra ellos; son mayores y no se merecen pagar por
algo que no han hecho. ¿Tengo tu compromiso? —preguntó Perico, con una
preocupación palpable en sus palabras.
—No te preocupes, nadie sabe quién eres excepto yo. A tus padres no les
pasará nada —respondió Anselmo, que para su sorpresa notó como una
emoción desconocida le embargaba.
Perico agradeció las palabras inclinando su cabeza y con una sonrisa de
alivio. Cuando ya se disponía a partir, Anselmo le llamó.
—Perico, cuando nos volvamos a ver, si puedo, te mataré.
—Lo sé, pero si es posible intentaré matarte yo primero. La próxima vez no
habrá dudas por ninguna de las partes. No nos deberemos nada el uno al otro:
tenlo presente.
Anselmo iba a añadir algo más cuando, para su sorpresa, recibió otro golpe
en la cabeza que le hizo perder el sentido; era evidente que su amigo quería
ganar el mayor tiempo posible.
Perico abandonó su domicilio sin prisas y sin mostrar nada que pudiera
delatarle. Su primer paso sería llegar hasta la estación de Francia, desde donde
tenía pensado coger un tren que le acercase a la frontera francesa. Su interés era
llegar hasta Puigcerdà o alguna de las poblaciones vecinas. Sabía que no era una
tarea fácil, pero tenía documentación falsa y algo de dinero que le podían
facilitar las cosas. No tenía más opción donde escoger, ya que Barcelona se
había convertido en un territorio lleno de peligros y amenazas. Consideró que
tendría mayores posibilidades de seguir viviendo si arriesgaba más de lo que la
razón le indicaba. Era consciente de los peligros a los que debía enfrentarse
ahora, pero una sensación de descanso, de haber dejado atrás un pesado lastre,
le satisfacía plenamente. Pasar páginas en el libro de la vida comporta dudas o
heridas, pero en su caso, le gustaría cerrar para siempre ese libro, aunque algo
le decía en su interior que aún no era posible cerrarlo del todo.
333
Teo García La partida
334
Capítulo XXVII
Para todos resultaba evidente que la guerra había entrado en su recta final.
Próximo estaba el fin de la contienda y, por añadidura, el final de la República
Española. El último y desesperado intento de variar algo las tornas, de retrasar
lo inevitable, se produjo durante los últimos días del mes de julio de 1938. Los
ejércitos republicanos lanzaron una ofensiva en el Ebro, que pilló por sorpresa a
los mandos y tropas fascistas. En un primer momento se logró un rápido
avance, las líneas nacionales fueron rotas en varios puntos del frente y una
cierta alarma cundió entre los alzados. Durante los siguientes cuatro meses se
produjeron duros combates en los que ambos ejércitos derrocharon arrojo y
valor. Había llegado la hora final, el último intento donde se debía ganar o
morir, obtener la victoria o el fracaso, gozar de la gloria del triunfador o del
olvido del derrotado. Para muchos soldados aquello fue el final de sus vidas. El
sentimiento de esterilidad en el esfuerzo hizo que la moral de las tropas
mermara, al mismo ritmo que los fascistas reconquistaban territorios antes
perdidos. Los hombres se encontraron en situaciones límite, donde no existe
lugar para la duda, la tibieza, el remordimiento o los escrúpulos. Se derramó
sangre, tanto propia como ajena, los sentimientos se subordinaron a los
instintos, y al final, imperó ese despiadado caos, que no es más que el afán por
sobrevivir para no morir en la etapa final. Durante varios meses, el duro,
agreste, rocoso e inhóspito paisaje de la Terra Alta de Catalunya, se convirtió en
tierra de regadío que fue humedecida por la sangre de los combatientes, en un
inútil esfuerzo del que pelea en el bando de la debacle.
Por parte del gobierno, todavía presidido por Juan Negrín, se realizaron
vanos esfuerzos para encontrar una solución negociada. Hacía ya tres años que
las armas habían tomado el lugar de las palabras, y este maléfico intercambio
rara vez se reproduce a la inversa, ya que para los hombres es más sencillo
matarse que dialogar.
La situación de aislamiento internacional de la República creaba una
imagen patética y penosa. Los antes aliados, ahora se habían vuelto
indiferentes: nadie quería apostar por un caballo perdedor. Las Brigadas
Internacionales, antes orgullo y muestra de propaganda, también abandonaron
la Península. La derrota en la batalla del Ebro ocasionó que durante los últimos
Teo García La partida
336
Teo García La partida
reacción alguna, y por toda respuesta Anselmo indicó, con su pulgar hacia
abajo, que le pusiera un trago de vino.
—¿Qué haces por aquí? —se interesó Quique.
—Tengo trabajo, pero antes me apetecía regar el coleto —respondió
Anselmo, mirando su reloj. Estaba algo inquieto, antes de una hora debía
presentarse en la casa de la calle Muntaner, donde Pedro le estaba esperando
para un asunto desconocido.
—Si quieres te acompaño un rato caminando, así podemos charlar
tranquilamente —sugirió Quique. En ese momento, Jaime dejó un pequeño
vaso con el vino pedido por Anselmo. Éste se lo bebió de un sólo trago, como
una muestra tácita de la aceptación de la oferta de su amigo.
—A ver si aprendes, Quique, tu amigo no se ha quejado del vino —dijo
Jaime.
—Es una cuestión de paladar, enfermedad, que eso es lo que eres, una
enfermedad —dijo Quique, mientras ambos abandonaban el local.
Anduvieron un rato en silencio, soportando el frío. Varios meses habían
transcurrido ya desde la huida de Perico. Muy pocas veces habían hecho
mención de algo relacionado con el tema, pero Quique, al igual que muchas
personas del barrio, intuía algo siniestro y macabro. No era la primera persona
que se volatilizaba sin dejar rastro, y a veces, se imaginaba que su amigo estaría
yaciendo en una fosa anónima, sin nombre ni dato alguno. Cuando intentaba
sacar el tema a colación con Anselmo, éste se mostraba muy poco receptivo;
contestando con monosílabos, frases inacabadas o bien con gestos de dudosa
interpretación. Quique suponía que la especial amistad que les había unido le
impedía expresarse sin un sentimiento doloroso. Anselmo, por su parte, no
había cejado en su empeño de localizar a Perico. Cualquier detenido era
interrogado al respecto, miraba los informes que llegaban a sus manos,
intentando encontrar cualquier pista o señal que le indicase el paradero de su
antiguo amigo. Parecía que, una vez más, se había esfumado como las cenizas
lanzadas al viento. Anselmo siguió guardando el secreto con el celo de saber
que estaba protegiendo su propia vida. Un día fue a visitar a los padres de
Perico, y le resultó evidente que ellos no sabían nada. La pareja de ancianos, con
una congoja difícilmente disimulada, también se imaginaba que su hijo había
sido víctima de algún elemento descontrolado o de una acción arbitraria. La
madre, con esa especial querencia a lo trágico que demuestran ante alguna
incertidumbre que amenace a un hijo, también se lo imaginaba tirado en
cualquier lugar del monte o del campo pudriéndose al sol, y esa imagen tétrica
atormentaba a la pobre mujer con una intensidad descarnada. En cuanto a
Pedro, nunca más había hecho referencia alguna. Se continuó investigando,
pero de una manera muy superficial, aunque también era cierto que la ausencia
de pistas, rastros y datos, dificultaba la consecución de algo positivo. Anselmo
no comprendía la reacción de Pedro ante este tema. Exhibía una actitud
conformista, demasiado, y a veces, hasta parecía que estaba satisfecho con el
337
Teo García La partida
338
Teo García La partida
339
Teo García La partida
340
Teo García La partida
341
Teo García La partida
—No te creas eso que explican sobre los trenes y la vida. Los trenes siempre
pasan por nuestras vidas, no sólo hay uno, pasan varios, lo que ocurre es que
unos vale la pena cogerlos y otros no; pero está bien, no te insistiré más. Sé que
cuando tomas una decisión es difícil que la cambies. En cierta forma, me das
envidia, Anselmo, estás demostrando que eres el único dueño de tu destino, o
lo serás, hasta que lleguen los otros.
Las charlas con Pedro casi siempre le resultaban algo pesadas, por eso
agradeció que la llegada de los prisioneros acabase con ésta. Los detenidos
fueron descendiendo de la barca para, sin más preámbulos, subir en el camión.
En varios de ellos se podía percibir el miedo visceral que emanaba de la
ignorancia o incerteza más absoluta al respecto de la propia existencia. Cuando
todos ellos hubieron subido, se cerró la portezuela posterior del camión, y un
toldo acabó de ocultar a sus asustados pasajeros al resto de la gente.
Anselmo sentía curiosidad por saber cuál sería el próximo destino, y en
cuanto ocupó su puesto al volante del coche, tuvo la respuesta.
—Ve delante del camión. Vamos al Garraf. Klaus te indicará el punto exacto
—dijo Pedro.
Anselmo enfiló la Gran Vía, para poco a poco ir dejando atrás las calles de
Barcelona. En esa ocasión, y para su propia sorpresa, fue Anselmo quien
comenzó a hablar.
—¿Estos son los amigos de los que debemos despedirnos? —preguntó,
utilizando la misma expresión que Pedro.
—Sí, pero no tengo muy claro quién se despide de quién. Si ellos de
nosotros, o nosotros de ellos. El caso es que se trata de una despedida, y estas
cosas siempre son tristes —dijo Pedro, finalizando la frase con un chasquear de
sus labios.
—¿Van a morir? —preguntó de nuevo Anselmo. Klaus le miró, algo
incómodo por la insistencia de su compañero.
—Eso seguro. Un día u otro todos moriremos. Lo que ocurre es que para
ellos ese día ya ha llegado. ¿Escrúpulos de última hora, Anselmo? —quiso saber
Pedro.
—No. Lo triste es que cada vez me quedan menos remilgos.
—Eso es bueno. Estás demostrando una de las mayores virtudes del ser
humano: la capacidad de adaptación al medio y a las circunstancias. Sigo
pensando que tienes muchas posibilidades.
Anselmo decidió finalizar sus preguntas, ya que la tenue luz que emitían
los focos del coche, parcialmente tapados, le obligaba a una concentración
suplementaria en la sinuosa carretera de las costas del Garraf. De vez en
cuando, se cruzaban con algún vehículo que transportaba tropas o pertrechos
en dirección a Barcelona. Con la suficiente antelación, Klaus indicó un camino
de tierra que conducía hacia una pequeña cala. Lentamente, los tres vehículos
iniciaron un descenso algo complicado. La pendiente, los baches y el estado
general del firme, obligaban a los ocupantes a cogerse a unos pequeños asideros
342
Teo García La partida
que colgaban del techo. Al doblar una curva, después de un pequeño bosque, ya
pudo verse el mar. Klaus señaló a Anselmo un lugar donde debía parar el
coche. Cuando bajaron, de los otros vehículos también descendieron sus
ocupantes. Klaus volvió a coger la ametralladora, pero esta vez también le
entregó una a Anselmo. La patética cadena de presos fue obligada a caminar
hasta la arena de la escondida playa. El reflejo de la luna sobre el agua del mar
era toda la iluminación del lugar. Anselmo volvió a fijarse en Jorge Suñol.
Seguía ofreciendo una imagen digna y serena, que resultaba llamativa en
alguien con su juventud. Sintió un repentino impulso de tranquilizar al joven,
pero era evidente que no lo necesitaba.
—Tú y yo nos conocemos —dijo, a modo de introducción. El joven miró a
Anselmo con la ignorancia reflejada en su rostro.
—En julio del 36, fui yo quien te detuvo en casa de tus padres, ¿lo
recuerdas?
Tras prestar más atención a la cara de Anselmo, asintió.
—Ahora sí te recuerdo. Luego tú y tu compañero me medisteis las costillas
con mucho interés.
Anselmo no pudo reprimir una ligera sonrisa, ante la expresión utilizada
como sinónimo de las palizas que recibió el muchacho. Siguieron caminando,
pero Anselmo quiso mostrarse agradable.
—¿Y dónde has estado todo este tiempo?
—Primero en la cárcel Modelo, luego en un barco, después en un campo de
concentración, cerca de Gratallops, otra vez en el barco, y ahora vengo a morir
aquí —explicó el muchacho, con una frialdad que consternaba—. Y ahora, si me
disculpas, no tengo muchas ganas de cháchara.
Anselmo se quedó quieto, viendo como el grupo era conducido hasta el
borde del mar. Allí los detenidos fueron agrupados para poder concentrar
mejor los disparos que iban a terminar con todos ellos. Klaus ponía especial
énfasis en la colocación, como si en vez de una ejecución masiva fuera a realizar
una fotografía conmemorativa. Pedro se quedó en un segundo plano,
contemplando la escena. No demostraba sentimiento alguno, ni de agrado ni de
repulsión, simplemente miraba. Anselmo ya había llegado también a su lugar e
imitó al resto de sus compañeros. Comprobó el cargador del arma, accionó la
palanca para que la primera bala fuera introducida en la recámara y esperó. En
el grupo de prisioneros comenzaron a producirse todo tipo de reacciones. Unos
estaban llorando, con mayor o menor disimulo, otros decidieron colocarse de
rodillas, seguramente porque sus piernas flaqueaban, aunque entre ellos
también había varios que buscaban sus últimas fuerzas en las oraciones. El
joven Suñol y tres más se mantuvieron firmes, tiesos, desafiantes, mirando a sus
verdugos con una insolencia digna de admiración, que intentaba decir que
acabarían con sus vidas, en algún caso cortas vidas, pero no con su dignidad.
Varios se pusieron de espaldas al pelotón de fusilamiento mirando al mar,
porque ésa era la última visión que querían tener de este mundo, o bien al
343
Teo García La partida
adolecer del valor suficiente para encarar la muerte próxima de frente. Pedro
seguía mirando como si estudiara los diferentes comportamientos del ser
humano ante una situación tan extrema. Klaus y dos de sus compañeros
dejaron al grupo más o menos cohesionado, y junto con los demás se pusieron
frente a ellos. Anselmo levantó su arma apuntando al bulto. Su dedo índice ya
estaba en contacto con el gatillo, y sabía que bastaba un ligero aumento de la
presión para que el fusil comenzara su fatídica melodía. Anselmo dudaba sobre
si cerrar los ojos, pero el grupo de figuras negras y desdibujadas captaba su
atención. Klaus se volvió ligeramente, esperando la señal de Pedro, que se
produjo con un leve gesto de su mano. Justo antes de que las detonaciones
rompieran el sonido de la noche, y acallaran el batir de las olas, varios de los
prisioneros comenzaron a cantar y lanzar vivas a España, gesto este que
Anselmo no entendió, ya que todos los allí reunidos estaban defendiendo a la
misma España, pero con diferentes ideales. El primer disparo sirvió para que el
resto de armas comenzaran su tableteo mortífero. Anselmo disparaba
mecánicamente, moviendo su arma en abanico y balanceándose por el retroceso
de la culata. Los cuerpos se derrumbaban sobre la arena con bruscos
aspavientos, mientras los gritos patrióticos se convertían en chillidos, y la
dignidad de las personas en cadáveres caídos que, en algún caso, seguían
recibiendo impactos de bala. Los fogonazos de las armas iluminaban el
horripilante cuadro creando una imagen espectral y cruel. Uno a uno, los fusiles
agotaron su munición, y cuando el silencio de las armas se produjo, el rumor de
las olas continuaba con su monótono sonido, mientras el olor a pólvora
impregnaba el ambiente. Algún gemido, o respiración dificultosa, podía
percibirse con nitidez. Movimientos convulsos sobresalían del grupo de
cuerpos caídos. Nadie esperó orden alguna, sabían perfectamente cuál era su
próximo cometido. Anselmo desenfundó su pistola, y junto a Klaus, estuvieron
paseando entre esa particular cosecha de muerte rematando a los moribundos.
Anselmo reconoció de nuevo al joven Suñol, que estaba cosido a balazos, pero
en el cuál la vida porfiaba por no abandonar su cuerpo. Una respiración honda,
pausada, junto a un ligero movimiento de su cabeza, y sus ojos parcialmente
abiertos, con un leve brillo de vida en sus pupilas, indicaba que aún tardaría en
morir. Anselmo le apuntó a la cabeza, pero antes de disparar miró fijamente el
cuerpo caído, vislumbrando en los labios del muchacho una sonrisa todavía
desafiante. Efectuó dos disparos que acabaron con la vida y la agraciada
fisonomía del joven. Anselmo, mientras enfundaba su pistola, se dio cuenta de
que era el único que permanecía entre los cadáveres. El resto de sus
compañeros le estaban mirando expectantes. Anselmo regresó junto a ellos, con
sus pies hundiéndose en la arena, con un caminar dificultoso que le hacía sentir
ridículo. Un cansancio plomizo atenazaba su mente.
—¿Has terminado ya? —preguntó Pedro.
Anselmo no quiso contestar, encaminándose al coche, pero al pasar junto a
Klaus, éste, en un gesto nada habitual de simpatía, le ofreció una petaca.
344
Teo García La partida
345
Teo García La partida
346
Teo García La partida
347
Teo García La partida
por el de victoria y derrota. Sencillo y complicado a la vez, pero así es, Anselmo.
Si te diera todas las respuestas que tú quieres, seguirías sin entenderlo. Muy a
menudo, las certidumbres que buscamos están en nuestras propias preguntas y
en aquello que nos genera dudas.
Anselmo necesitaba sentarse, pero la ausencia de mobiliario hizo que
tuviera que apoyarse contra la chimenea.
—Entonces, ¿para qué hemos luchado?, ¿qué hemos defendido? Necesito la
verdad —suplicó Anselmo.
Pedro le miraba con ojos compasivos, ya que le había tomado un cierto
aprecio, algo muy raro en él, y sabía lo que estaba pasando por la cabeza de
Anselmo. Él, hacía ya muchos años, también tuvo dudas que requerían una
respuesta, pero luego, con el transcurrir del tiempo, se dio cuenta de que lo más
fácil era adoptar una postura agnóstica ante la vida, y no empeñarse en buscar
explicaciones a todo lo que sucedía.
—Anselmo, lo más práctico es pensar que hemos luchado porque nos ha
tocado vivir esta época, no busques aclaraciones inútiles. Debes pensar que a los
hombres sólo se nos concede el poder de buscar la verdad, y siempre la
buscaremos en función de nuestros intereses y ansias, pero, más tarde, si
tenemos la suerte de encontrar algo parecido a la verdad, lo que haremos será
convertirla en una de las putas más tiradas y utilizadas, con lo cual lo único que
habremos conseguido es que se convierta en mentira. Hay cosas que nunca
cambiarán. Nosotros ya hará años que estaremos muertos y podridos, y nadie
nos recordará, pero esta inmensa balsa de mierda que es el mundo no habrá
cambiado, y si lo hiciera, siempre será a peor. Es cuestión de amoldarse y seguir
viviendo.
Anselmo no lograba captar el significado de las palabras que escuchaba.
Sus recuerdos acudieron de forma brusca a su mente, hiriendo su estado de
ánimo.
—¿Me permites? —preguntó Pedro, alargando su brazo, como forma de
reclamar la posesión de la carpeta. Anselmo se la entregó, viendo como el
húngaro se dirigía hacia la chimenea. Pedro, con su mechero, prendió fuego al
expediente, y con ligeros movimientos avivó las llamas que fueron
consumiendo los papeles. Anselmo contemplaba, con cara incrédula, como la
carpeta con su historia se quemaba por segundos. Pedro se incorporó,
limpiándose con un pañuelo unas pequeñas manchas de ceniza.
—Anselmo, para lograr entenderlo debes cambiar la óptica de observación.
Lo que ha pasado en tu país no es una vulgar guerra como siempre ha habido y
siempre habrá. Tampoco es una lucha de ideologías, eso queda para los simples.
Ha sido una partida por el poder, por la influencia, un prólogo de lo
verdaderamente importante, que es el reparto del mundo. Dentro de pocos
meses lo entenderás, y entonces te acordarás de mí y de lo que hemos hablado.
Todo lo que nosotros hemos tenido que hacer es tangencial, accesorio en esta
historia que nos ha tocado vivir. No te culpes por nada. Tú y yo somos meros
348
Teo García La partida
instrumentos, tan sencillo como eso. Sé que por medio ha habido muertos,
demasiados, pero debes olvidarlos. Ellos siempre permanecen en nuestros
recuerdos, o en la conciencia de aquellos que la tienen, pero la vida cotidiana
nos pertenece a los vivos.
Anselmo, al escuchar las últimas palabras, notó un lacerante dolor en lo
más íntimo de su ser. Recordó a su familia perdida, y la simplista opinión de
Pedro le pareció abominable.
Unos prudentes golpes en la puerta sirvieron de recordatorio a Pedro de
que debía marchar, pero antes se aseguró de que todos los papeles habían sido
destruidos y resultaban irreconocibles. Satisfecho con el resultado de su
comprobación, cerró la cartera y la asió con fuerza.
—En fin, Anselmo, no voy a insistirte. Creo que sería mejor que vinieras
con nosotros, pero sé cómo sois los españoles de orgullosos y obstinados. En el
garaje te dejo un coche, haz con él lo que consideres oportuno. Que tengas
suerte, la necesitarás —deseó Pedro.
Después de la breve despedida, el húngaro abandonó la salita para subir en
el vehículo donde Klaus ya estaba situado al volante, pero no miró hacia atrás.
Anselmo le siguió hasta el exterior de la puerta principal, y al fijarse en su
presencia, el austriaco estuvo observando a Anselmo fijamente. Ese gesto
quedaba muy lejos de la famosa cortesía y educación vienesas, pero era lo
máximo que Klaus podría demostrar. El vehículo arrancó, perdiéndose de vista
en la noche barcelonesa. Anselmo sintió, de forma brusca, un terrible cansancio.
Había sido una noche larga y llena de contenido. Un profundo sopor comenzó a
hacer mella en él, y consideró que debería irse de allí; sería lo más seguro. Si las
tropas fascistas entraban en Barcelona en las próximas horas, como estaba
previsto, ese lugar sería uno de los primeros en ser visitados. Volvió al interior
de la casa buscando algo de bebida, y tal como supuso, encontró una botella de
coñac en el despacho de Pedro. El cansancio cada vez le pesaba más. Recordó
que llevaba su pistola al cinto, pero ahora ya no la iba a necesitar, por lo que la
arrojó a un rincón de la estancia junto con las esposas. Decidió que lo mejor
sería ir al garaje del Parque Móvil, donde, con un poco de suerte, encontraría a
alguno de sus antiguos compañeros, que llegado el caso le podrían ayudar.
Subió en el coche que había quedado, y en un corto trayecto llegó a su destino.
Comenzaba a amanecer, y algunas personas se habían atrevido a salir a las
calles. Circulaban tímidamente, con miedo y respeto, pero se palpaba que todos
esperaban que algo ocurriese. Anselmo, al llegar al aparcamiento, vio que
aquello también estaba desierto; o sus compañeros habían huido, o bien
estarían escondidos. Anselmo recordó algunos de los sofás que había en los
pisos superiores, y pensó que serían el lugar adecuado para conciliar un sueño
reparador que necesitaba: estaba al borde del agotamiento.
Cuando intentó llamar al ascensor, después de repetidos intentos pulsando
el botón de llamada, tuvo que reconocer que no funcionaba. Lo que menos
necesitaba ahora eran cuatro pisos subidos por las escaleras, por lo que regresó
349
Teo García La partida
350
Teo García La partida
351
Capítulo XXVIII
353
Teo García La partida
354
Teo García La partida
355
Teo García La partida
356
Teo García La partida
357
Teo García La partida
ajusticiaba a los condenados. El estrecho pasadizo, más frío y húmedo que las
celdas, le volvió a provocar otro escalofrío, pero esta vez, sabía que estaba
motivado por el miedo, ya que no hay hombre que no tiemble ante la muerte, y
Anselmo no era una excepción. Las botas de los militares retumbaban sobre las
paredes y el suelo de piedra. Al llegar al final del pasillo, y franquear una
pequeña puerta, una de las más indeseables visiones para Anselmo se produjo:
un largo y empinado trecho de escalones, que llevaban hasta la superficie, se
mostró ante sus ojos. Tras resoplar anticipadamente por el cansancio y desgana
que le producía subir escaleras, Anselmo pensó que hoy no era su mejor día.
Perico se quedó en la celda fumando un cigarrillo, y mirando los pocos
objetos personales de su amigo. Cuando todo hubiera acabado, podría disponer
de ellos. Posó su mirada en una pequeña estantería, donde se encontraban los
útiles de aseo, algún papel y tres fotografías superpuestas. La curiosidad hizo
que las cogiera para observarlas de cerca. En la primera estaba Anselmo, junto a
su mujer e hijo, en una playa. En otra, los padres de Anselmo miraban
ceñudamente al frente, y al pasar ésta, se sorprendió de encontrarse a él mismo.
Era la fotografía que se habían hecho el día del partido de baloncesto. Allí
seguían, atrapados en el tiempo y sonrientes. Perico se extrañó de encontrar la
fotografía en ese lugar. Mucho habían cambiado las cosas desde entonces, y
más iban a cambiar en los próximos minutos.
Perico siguió mirando la imagen, concentrado en sus caras y sonrisas. La
especial estima que había entre ellos fue aflorando, en una lenta ascensión, con
cálidos y gratos recuerdos.
El estruendo provocado por la sonora, y concentrada descarga de los fusiles
del pelotón de ejecución, sobresaltó a Perico, que volvió a tomar dura
conciencia de la situación. Unas sentidas y calladas lágrimas comenzaron a
deslizarse sobre su cara. Se tapó los oídos, porque no quería oír el único disparo
que significaría el tiro de gracia para su amigo, su mejor amigo, pero por más
que apretó sus manos sobre sus orejas, no pudo evitar escuchar el tétrico
sonido. Incluso no presenciando la escena, su imaginación se encargó de
proporcionarle todo lujo de detalles. La imagen de Anselmo, ya muerto, caído
en el suelo, con las manos atadas a su espalda y una postura muy forzada, ya le
resultaba repugnante, pero saber que después de todo ello, aún le esperaba un
tiro, descerrajado a la cabeza, que entre otras cosas provocaría un movimiento
violento y convulso del cuerpo, le hizo venir una nausea que no pudo reprimir.
Perico supo que ese único disparo resonaría en su mente con perpetua
intensidad, como recordatorio del amigo perdido.
La conversación que había mantenido con Anselmo llenaba su cabeza.
Perico nunca le hubiera dado la razón, ni reconocido sus propias dudas sobre su
ideología o motivación, pero sabía que esas palabras, pronunciadas con la
lucidez que otorga la cercanía de la muerte, estaban llenas de verdades
categóricas. Él mismo había utilizado a inocentes para sus propios fines, y
recordó la entrevista con Mola, en la que le dejó bien patente la necesidad de
358
Teo García La partida
359
Banda sonora
THE SHADOWS Este grupo musical inglés de la década de los sesenta, con su
magnífico guitarrista Hank B. Marvin y sus temas esmeradamente
arreglados, permitió que mi mente vagara, en una curiosa e íntima
dicotomía, mientras avanzaba en la trama de la novela.
MAX RAABE & THE PALAST ORCHESTER Las canciones de su solista, Max
Raabe, con su inimitable y elegante estilo, recrean a la perfección los años
que transcurren durante la década comprendida entre 1920 y 1930. En otros
Teo García La partida
TEO GARCÍA
Vierta, marzo de 2005
361
LA PARTIDA SE ACABÓ DE IMPRIMIR EN
UN DÍA DE OTOÑO DE 2005, EN LOS
TALLERES DE INDUSTRIA GRÁFICA
DOMINGO, CALLE INDUSTRIA, 1
SANT JOAN DESPÍ
(BARCELONA)
* * *
* *
*