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Los asesinos

[Cuento - Texto completo.]

Ernest Hemingway

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al
mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres
leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado
conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos,
tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado…
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo
negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda
de seda y guantes.
-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al.
Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos
demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos
sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos,
sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la
cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con
los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
–Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a
Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este
chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también,
chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró
detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba
a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar
había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía
abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a
George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -
parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote
que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados
como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que
cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un
conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la
cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el
cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete
junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el
cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George
preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El
cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna
chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un
restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un
ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las
manos enguantadas.
-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de
la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían
dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
-¿Qué carajo…? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien
entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene
meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje.
Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por
una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó
el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella
llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta.
Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la
cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a
mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por
venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día
acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de
un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en
la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe
sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan
lindo como este”, pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador,
¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-
. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo
soy la señora Bell.
-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el
restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente
horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.
FIN
No hay camino al paraíso
[Cuento - Texto completo.]

Charles Bukowski

Yo estaba sentado en un bar dela avenida Western. Era alrededor de medianoche y me


encontraba en mi habitual estado de confusión. Quiero decir, bueno, ya sabes, nada
funciona bien: las mujeres, el trabajo, el ocio el tiempo, los perros… Finalmente sólo
puedes ir y sentarte atontado, totalmente noqueado, y esperar; como si estuvieses en una
parada de autobús aguardando la muerte.
Bueno, pues yo estaba allí sentado y aquí entra una con el pelo largo y moreno, un bello
cuerpo y tristes ojos marrones. Yo no di la vuelta para mirarla, seguí con mi vaso. La ignoré
incluso cuando vino y se sentó a mi lado a pesar de que todos los demás asientos estaban
vacíos. De hecho, éramos las únicas personas que había en el bar sin contar al encargado.
Pidió un vino seco. Entonces me preguntó lo que estaba bebiendo.
-Escocés con agua -contesté.
-Y sírvale al señor un escocés con agua -le dijo al cantinero.
Bueno, esto no era muy normal.
Abrió su bolso, cogió una pequeña jaula, sacó de ella unos hombrecitos y los puso sobre la
barra. Tenían alrededor de diez centímetros de altura, estaban apropiadamente vestidos y
parecían tener vida. Eran cuatro: dos mujeres y dos hombres.
-Ahora los hacen así -dijo ella-. Son muy caros. Me costaron cerca de 2000 dólares cada
uno cuando los compré. Ahora ya valen cerca de 2400. No conozco el proceso de
fabricación pero probablemente sea ilegal.
Estaban paseando sobre la barra. De repente, uno de los hombrecitos abofeteó a una de las
pequeñas mujeres.
-¡Tú, perra! -dijo-. No quiero saber nada más de ti.
-¡No, George, no puedes hacerme esto! -gritaba ella llorando-. ¡Yo te amo! ¡Me mataré!
¡Te necesito!
-No me importa -dijo el hombrecito, y sacó un minúsculo cigarrillo, encendiéndolo con
gesto altivo-. Tengo derecho a hacer lo que me dé la gana.
-Si tú no la quieres -dijo el otro hombrecito- yo me quedo con ella, la amo.
-Pero yo no te quiero a ti, Marty. Yo estoy enamorada de George.
-Pero él es un cabrón, Anna, un verdadero cabronazo.
-Lo sé, pero lo amo de todos modos.
Entonces el pequeño cabrón se fue hacia la otra mujercita y la besó.
-Creo que se me está formando un triángulo -dijo la señorita que me había invitado al
whisky–. Te los presentaré. Ese es Marty, y George, y Anna y Ruthie. George va de bajada,
se lo hace bien. Marty es una especie de cabeza cuadrada.
-¿No es triste mirar todo esto? Eh… ¿Cómo te llamas?
-Dawn. Un nombre horrible, pero eso es lo que a veces les hacen las madres a sus hijos.
-Yo soy Hank. ¿Pero no es triste…?
-No, no es triste mirar todo esto. Yo no he tenido mucha suerte con mis propios amores,
una suerte horrible, a decir verdad.
-Todos tenemos una suerte horrible.
-Supongo que sí. De todos modos, me compré estos hombrecitos y ahora me entretengo
mirándolos, es como no tener ninguno de los problemas, pero tenerlo todo presente. Lo
malo es que me pongo terriblemente caliente cuando empiezan a hacer el amor. Es la parte
más difícil para mí.
-¿Son sexys?
-¡Muy, muy sexys!¡Dios, me ponen de verdad caliente!
-¿Por qué no los pones a que lo hagan? Quiero decir, ahora mismo. Podremos mirarlos
juntos.
-Oh, no se pueden manejar, tienen que ponerse a hacerlo por su cuenta.
-¿Y lo hacen a menudo?
-Oh, son bastante buenos. Lo hacen cerca de cuatro o cinco veces por semana.
Mientras tanto, ellos paseaban por la barra.
-Escucha -decía Marty-, dame una oportunidad. Sólo dame una oportunidad, Anna…
-No -decía la pequeña Anna-, mi amor pertenece a George. No puede ser de otra manera.
George estaba besando a Ruthie, acariciando sus pechos. Ruthie estaba empezando a
calentarse.
-Ruthie está empezando a calentarse -le dije a Dawn.
-Sí que lo está. Está empezando de verdad.
Yo también me estabaexcitando. Abracé a Dawn y la besé.
-Mira -dijo ella-, no me gusta que hagan el amor en público. Me los voy a llevar a casa y
que lo hagan allí.
-Pero entonces no podré verlo.
-Bueno, sólo tienes que venir conmigo y podrás.
-De acuerdo -dije- vámonos.
Acabé mi bebida y salimos juntos. Ella llevaba a los hombrecitos metidos en la jaula.
Subimos al coche y los pusimos entre nosotros en el asiento delantero. Miré a Dawn. Era
realmente joven y bella. Parecía también inteligente. ¿Cómo podía haber fracasado con los
hombres? Bueno, había tantos modos de fracasar unas relaciones… Los hombrecitos le
habían costado 8000 dólares. Todo eso sólo para alejarse de las relaciones sexuales sin
alejarse de ellas. Su casa estaba cerca de las colinas, un sitio agradable. Salimos del coche y
fuimos hacia la puerta. Yo llevaba a la gentecilla en la jaula mientras Dawn abría la puerta.
-Estuve oyendo a Randy Newman la semana pasada en el Trobador. ¿Verdad que es
grande? -me preguntó.
-Sí que lo es -contesté.
Entramos y Dawn abrió la jaula y los sacó y los puso sobre la mesita de café. Entonces se
metió en la cocina y abrió el refrigerador y sacó una botella de vino. La trajo en compañía
de dos copas.
-Perdona -dijo- pero pareces un poco chiflado. ¿En qué trabajas?
-Soy escritor.
-¿Y vas a escribir algo acerca de esto?
-Nunca se lo creerá nadie, pero lo escribiré.
-Mira -dijo Dawn-George le ha quitado las bragas a Ruthie. Le está metiendo el dedo. ¿Un
poco de hielo?
-Sí, ya lo veo. No, no quiero hielo. El tipo va bien derecho.
-No sé -dijo Dawn-, pero de verdad que me excita mirarlos. Quizás es porque son tan
pequeños. Realmente me calientan.
-Entiendo lo que quieres decir.
-Mira, George la está tumbando, se lo va a hacer.
-Sí, allá van.
-¡Míralos!
-¡Dios o la puta!
Abracé a Dawn. Comenzamos a besarnos. Cuando parábamos, sus ojos pasaban de mirarme
a mí a mirar a los hombrecitos fornicando, y luego volvía a mirarme de nuevo a los ojos.
Yo seguía siempre su mirada.
El pequeño Marty y la pequeña Anna también estaban mirando.
-Mira -decía Marty-, ellos lo están haciendo. Nosotros deberíamos hacerlo también. Incluso
las personas grandes van a hacerlo. ¡Míralos!
-¿Oíste eso? -le pregunté a Dawn-. Ellos dicen que vamos a hacerlo, ¿es verdad eso?
-Espero que sea verdad -dijo Dawn.
La tumbé sobre el sofá y le subí la falda por encima de los muslos. La besé a lo largo del
cuello.
-Te amo -dije.
-¿De verdad? ¿De verdad?
-Sí, de alguna manera, sí…
-De acuerdo -dijo la pequeña Anna al pequeño Marty- podemos hacerlo nosotros también,
pero que quede claro que yo no te quiero.
Se abrazaron en medio de la mesita de café. Yo le había quitado ya a Dawn las bragas.
Dawn gemía. La pequeña Ruthie gemía. Marty se la metió por fin a la pequeña Anna.
Estaba pasando en todas partes. Me pareció como si toda la gente del mundo estuviese
haciéndolo. Entonces me olvidé de toda la otra gente del mundo. Nos fuimos al dormitorio
y allí se la metí a Dawn en una larga y tranquila cabalgada…
Cuando ella salió del baño yo estaba leyendo una estúpida historia en el Playboy.
-Estuvo tan bien -dijo.
-Fue un placer -contesté.
Se volvió a meter en la cama conmigo. Dejé la revista.
-¿Crees que nos lo podemos hacer juntos? -me preguntó.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que si tú crees que podemos seguir así, juntos, durante algún tiempo.
-No sé. Las cosas ocurren. El principio siempre es lo más fácil.
Entonces escuchamos un grito proveniente de la salita. «Oh oh», dijo Dawn. Se levantó y
salió corriendo de la habitación. Yo la seguí.
Cuando llegué, ella estaba sosteniendo a George en sus manos.
-¡Oh, Dios mío!
-Qué ha pasado?
-Anna se lo hizo.
-¿Qué le hizo?
-¡Le cortó las pelotas! ¡George es un eunuco!
-¡Uau!
-¡Tráeme algo de papel higiénico, rápido! ¡Se está desangrando!
-Ese hijo de puta -decía la pequeña Anna desde la mesita de café- si yo no puedo tener a
George, nadie lo tendrá.
-¡Ahora las dos me pertenecen! -dijo Marty.
-Ah no, tienes que elegir una de nosotras -dijo Anna.
-¿A cuál prefieres? -preguntó Ruthie.
-Yo las amo a las dos -dijo Marty.
-Ha parado de sangrar -dijo Dawn -se está quedando frío.
Envolvió a George en un pañuelo y lo puso sobre el mantel.
-Quiero decir -dijo Dawn-que si tú crees que lo nuestro no va a funcionar, no quiero seguir
por más tiempo.
-Creo que te amo, Dawn -dije.
-Mira -dijo ella-. ¡Marty está abrazando a Ruthie!
-¿Crees que van a hacerlo?
-No sé. Parecen excitados.
Dawn cogió a Anna y la metió en la pequeña jaula.
-¡Déjenme salir! ¡Los mataré a los dos! ¡Déjenme salir! -gritaba.
George gimió desde el interior del pañuelo sobre el mantel. Marty le había quitado las
bragas a Ruthie. Yo me atraje a Dawn. Era joven, bella e inteligente. Podía volver a estar
enamorado. Era posible. Nos besamos. Me sumergí en sus grandes ojos marrones. Entonces
me levanté y eché a correr. Sabía dónde estaba. Una cucaracha y un águila hacían el amor.
El tiempo era un bobo con un banjo. Seguía corriendo. Su larga cabellera me caía por la
cara.
-¡Mataré a todo el mundo! -gritaba la pequeña Anna. Se agitaba sacudiendo su jaula de
alambre a las tres de la madrugada.
FIN

“No Way to Paradise”,


South of No North, 1973
El principiante
[Cuento - Texto completo.]

Charles Bukowski

Bien, dejé el lecho de muerte y salí del hospital del condado y conseguí un trabajo como
encargado de almacén. Tenía los sábados y los domingos libres y un sábado hablé con
Madge:
-Mira, nena, no tengo prisa por volver a ese hospital. Tendría que buscar algo que me
apartara de la bebida. Hoy, por ejemplo, ¿qué se puede hacer sino emborracharse? El cine
no me gusta. Los zoos son estúpidos. No podemos pasarnos todo el día jodiendo. Es un
problema.
-¿Has ido alguna vez a un hipódromo?
-¿Qué es eso?
-Donde corren los caballos. Y tú apuestas.
-¿Hay algún hipódromo abierto hoy?
-Hollywood Park.
-Vamos.
Madge me enseñó el camino. Faltaba una hora para la primera carrera y el aparcamiento
estaba casi lleno. Tuvimos que aparcar a casi un kilómetro de la entrada.
-Parece que hay mucha gente -dije.
-Sí, la hay.
-¿Y qué haremos ahí dentro?
-Apostar a un caballo.
-¿A cuál?
-Al que quieras.
-¿Y se puede ganar dinero?
-A veces.
Pagamos la entrada y allí estaban los vendedores de periódicos diciéndonos:
-¡Lea aquí cuales son sus ganadores! ¿Le gusta el dinero? ¡Nosotros le ayudaremos a que lo
gane!
Había una cabina con cuatro personas. Tres de ellas te vendían sus selecciones por
cincuenta centavos, la otra por un dólar. Madge me dijo que comprase dos programas y un
folleto informativo. El folleto, me dijo, trae el historial de los caballos. Luego me explicó
cómo tenía que hacer para apostar.
-¿Sirven aquí cerveza? -pregunté.
-Sí claro. Hay un bar.
Cuando entramos, resultó que los asientos estaban ocupados. Encontramos un banco atrás,
donde había como una zona tipo parque, cogimos dos cervezas y abrimos el folleto. Era
sólo un montón de números.
-Yo sólo apuesto a los nombres de los caballos -dijo ella.
-Bájate la falda. Están todos viéndote el culo.
-¡Oh! Perdona.
-Toma seis dólares. Será lo que apuestes hoy.
-Oh, Harry, eres todo corazón -dijo ella.
En fin, estudiamos todo detenidamente, quiero decir estudié, y tomamos otra cerveza y
luego fuimos por debajo de la tribuna a primera fila de pista. Los caballos salían para la
primera carrera. Con aquellos hombrecitos encima vestidos con aquellas camisas de seda
tan brillantes. Algunos espectadores chillaban cosas a los jinetes, pero los jinetes les
ignoraban. Ignoraban a los aficionados y parecían incluso un poco aburridos.
-Ese es Willie Shoemaker -dijo Madge, señalándome a uno. Willie Shoemaker parecía a
punto de bostezar. Yo también estaba aburrido. Había demasiada gente y había algo en la
gente que resultaba depresivo.
-Ahora vamos a apostar -dijo ella.
Le dije dónde nos veríamos después y me puse en una de las colas de dos dólares ganador.
Todas las colas eran muy largas. Yo tenía la sensación de que la gente no quería apostar.
Parecían inertes. Cogí mi boleto justo cuando el anunciador decía: «¡Están en la puerta!».
Encontré a Madge. Era una carrera de kilómetro y medio y nosotros estábamos en la línea
de meta.
-Elegí a Colmillo Verde -le dije.
-Yo también -dijo ella.
Tenía la sensación de que ganaríamos. Con un nombre como aquél y la última carrera que
había hecho, parecía seguro. Y con siete a uno.
Salieron por la puerta y el anunciador empezó a llamarlos. Cuando llamó a Colmillo Verde,
muy tarde, Madge gritó:
-¡COLMILLO VERDE!
Yo no podía ver nada. Había gente por todas partes. Dijeron más nombres y luego Madge
empezó a saltar y a gritar:
¡COLMILLO VERDE! ¡COLMILLO VERDE!
Todos gritaban y saltaban. Yo no decía nada. Luego, llegaron los caballos.
-¿Quién ganó? -pregunté.
-No sé -dijo Madge-. Es emocionante, ¿eh?
-Sí.
Luego, pusieron los números. El favorito 7/5 había ganado, un 9/2 quedaba segundo y un 3
tercero.
Rompimos los boletos y volvimos a nuestro banco.
Miramos el folleto para la siguiente carrera.
-Apartémonos de la línea de meta para poder ver algo la próxima vez.
-De acuerdo -dijo Madge.
Tomamos un par de cervezas.
-Todo esto es estúpido -dije-. Esos locos saltando y gritando, cada uno a un caballo distinto.
¿Qué pasó con Colmillo Verde?
-No sé. Tenía un nombre tan bonito.
-Pero los caballos no saben cómo se llaman… El nombre no les hace correr.
-Estás enfadado porque perdiste la carrera. Hay muchas más carreras.
Tenía razón. Las había.
Seguimos perdiendo. A medida que pasaban las carreras, la gente empezaba a parecer muy
desgraciada, desesperada incluso. Parecían abrumados, hoscos. Tropezaban contigo, te
empujaban, te pisaban y ni siquiera decían «perdón». O «lo siento».
Yo apostaba automáticamente, sólo porque ella estaba allí. Los seis dólares de Madge se
acabaron al cabo de tres carreras y no le di más. Me di cuenta de que era muy difícil ganar.
Escogieras el caballo que escogieras, ganaba otro. Yo ya no pensaba en las probabilidades.
En la carrera principal aposté por un caballo que se llamaba Claremount III. Había ganado
su última carrera fácilmente y tenía un buen tanteo. Esta vez llevé a Madge cerca de la
curva final. No tenía grandes esperanzas de ganar. Miré el tablero y Claremount III estaba
25 a uno. Terminé la cerveza y tiré el vaso de papel. Doblaron la curva y el anunciador dijo:
-¡Ahí viene Claremount III!
Y yo dije:
-¡Oh, no!
-¿Apostaste por él? -dijo Madge.
-Sí -dije yo.
Claremount pasó a los tres caballos que iban delante de él, y se distanció en lo que parecían
unos seis largos. Completamente solo.
-Dios mío -dije-, lo conseguí.
-¡Oh, Harry! ¡Harry!
-Vamos a tomar un trago -dije.
Encontramos un bar y pedí. Pero esta vez no pedí cerveza. Pedí whisky.
-Apostamos por Claremount III -dijo Madge al del bar.
-¿Sí? -dijo él.
-Sí -dije yo, intentando parecer veterano. Aunque no sabía cómo eran los veteranos del
hipódromo.
Me volví y miré el marcador. CLAREMOUNT se pagaba a 52,40.
-Creo que se puede ganar a este juego -le dije a Madge -. Sabes, si ganas una vez no es
necesario que ganes todas las carreras. Una buena apuesta, o dos, pueden dejarte cubierto.
-Así es, así es -dijo Madge.
Le di dos dólares y luego abrimos el folleto. Me sentía confiado. Recorrí los caballos. Miré
el tablero.
-Aquí está -dije-. LUCKY MAX. Está nueve a uno ahora. El que no apueste por Lucky
Max es que está loco. Es sin duda el mejor y está nueve a uno. Esta gente es tonta.
Fuimos a recoger mis 52,40.
Luego fui a apostar por Lucky Max. Sólo por divertirme, hice dos boletos de dos dólares
con el ganador.
Fue una carrera de kilómetro y medio, con un final de carga de caballería. Debía haber
cinco caballos en el alambre. Esperamos la foto. Lucky Max era el número seis. Indicaron
cuál era el primero:
6.
Oh Dios mío todopoderoso. LUCKY MAX.
Madge se puso loca y empezó a abrazarme y besarme y dar saltos.
También ella había apostado por él. Había alcanzado un diez a uno. Se pagaba 22,80
dólares. Le enseñé a Madge el boleto ganador extra. Lanzó un grito. Volvimos al bar. Aún
servían. Conseguimos beber dos tragos antes de que cerraran.
-Dejemos que se despejen las colas -dije-. Ya cobraremos luego.
-¿Te gustan los caballos, Harry?
-Se puede -dije-, se puede ganar, no hay duda.
Y allí estábamos, bebidas frescas en la mano, viendo bajar a la multitud por el túnel camino
del aparcamiento.
-Por amor de Dios -le dije a Madge-, súbete las medias. Pareces una lavandera.
-¡Uy! ¡Perdona papaíto!
Mientras se inclinaba, la miré y pensé, pronto podré permitirme algo un poquillo mejor que
esto.
Jajá.
FIN

“The Beginner”,
The Most Beautiful Woman in Town & Other Stories, 1983
Clase
[Cuento - Texto completo.]

Charles Bukowski

No estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa
de terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ring
pegándose con un tipo. Había periodistas, críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y
también algunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última
fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.
El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a su
hombre, y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba.
Entonces lo tumbó. La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le
acercó, se paró delante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a su
oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, se sentó.
Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su boca.
Yo me levanté de mi asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central. Llegué al
ring, extendí la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el hombro.
-¿Señor Hemingway?
-¿Sí, qué pasa?
-Me gustaría cruzar los guantes con usted.
-¿Tienes alguna experiencia en boxeo?
-No.
-Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.
-Mire, estoy aquí para romperle el culo.
Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo al tipo que estaba en el rincón:
-Ponle al chico unos calzones y unos guantes.
El tipo saltó fuera del ring y yo lo seguí hasta los vestuarios.
-¿Estás loco, chico? -me preguntó.
-No sé. Creo que no.
-Toma. Pruébate estos calzones.
-Bueno.
-Oh, oh… Son demasiado grandes.
-A la mierda. Están bien.
-Bueno, deja que te vende las manos.
-Nada de vendas.
-¿Nada de vendas?
-Nada de vendas.
-¿Y qué tal un protector para la boca?
-Nada de protectores.
-¿Y vas a pelear en zapatos?
-Voy a pelear en zapatos.
Encendí un puro y salimos afuera. Bajé tranquilamente hacia el ring fumando mi puro.
Hemingway volvió a subir al ring y ellos le colocaron los guantes.
No había nadie en mi rincón. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos
llamaron al centro del ring para darnos las instrucciones.
-Ahora, cuando caigas a la lona -me dijo el árbitro- yo…
-No me voy a caer -le dije al árbitro.
Siguieron otras instrucciones.
-Muy bien, vuelvan a sus rincones; y cuando suene la campana, salgan a pelear. Que gane
el mejor. Y -se dirigió hacia mí- será mejor que te quites ese puro de la boca.
Cuando sonó la campana salí al centro del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé
toda una bocanada de humo y se la eché en la cara a Hemingway. La gente rió.
Hem se vino hacia mí, me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran
rápidos. Bailaba en un continuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap
tap tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica en la
fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y entonces Hem me lanzó
un directo de derecha que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo me quemaba los
labios y la mejilla; me sacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho en
el estómago a Ernie. Él respondió con un derechazo corto, y me pegó con la izquierda en la
oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea me lanzó contra las cuerdas. Justo al
tiempo de sonar la campana me tumbó son un sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y
me fui hasta mi rincón.
Un tipo vino con una toalla.
-El señor Hemingway quiere saber si todavía deseas seguir otro asalto.
-Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más
es todo lo que necesito para finalizar el asunto.
El tipo con la toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.
Sonó la campana y salí derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con buenas
combinaciones. Ernie retrocedía, fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en
sus ojos.
¿Quién es este chico?, estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro.
Atacaba con todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar
Ray y pegaba como Dempsey.
Llevé a Hemingway contra las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse,
yo lo enderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.
Me eché hacia atrás y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío.
Desaté mis guantes con los dientes, me los saqué, y salté fuera del ring. Caminé hacia mi
vestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella
de cerveza, encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie
y lo tendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo,
observando cómo se preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación, pero
no les presté la menor atención. Entonces se me acercó un tipo.
-¿Quién eres? -me preguntó-. ¿Cómo te llamas?
-Henry Chinaski.
-Nunca he oído hablar de ti -dijo.
-Ya oirás.
Toda la gente se acercó. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi
alrededor. También las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por
una. Sí, una verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una
dama de la alta sociedad, rica, educada, de todo -bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas,
todas esas cosas-. Y clase, verdaderos rayos de clase.
-¿Qué sueles hacer? -preguntó alguien.
-Follar y beber.
-No, no -quiero decir en qué trabajas.
-Soy friegaplatos.
-¿Friegaplatos?
-Sí.
-¿Tienes alguna afición?
-Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.
-¿Escribes?
-Sí.
-¿El qué?
-Relatos cortos. Son bastante buenos.
-¿Has publicado algo?
-No.
-¿Por qué?
-No lo he intentado.
-¿Dónde están tus historias?
-Allá arriba -señalé una vieja maleta de cartón.
-Escucha, soy un crítico del New York Times. ¿Te importa si me llevo tus relatos a casa y
los leo? Te los devolveré.
-Por mí de acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.
La estrella de clase y alta sociedad se acercó:
-Él estará conmigo.
Luego me dijo:
-Vamos, Henry, vístete. Es un viaje largo y tenemos cosas que… hablar.
Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.
-¿Qué coño pasó?
-Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway -le dijo alguien.
Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.
-Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.
-Estreché su mano-no te vueles los sesos.
Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descapotado, de
media manzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas
derrapando y chirriando, con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual
modo que conducía, iba a ser un infierno de noche.
El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta.
-George -le dijo-. Tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.
Entramos y había un tipo enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.
-Tommy -dijo ella- desaparece.
Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.
-¿Quién era ese grandulón?
-Thomas Wolfe -dijo ella-. Un coñazo.
Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos.
Entonces dijo:
-Vamos.
La seguí hasta el dormitorio.
A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y
yo me incorporé en la cama.
-¿Señor Chinaski?
-¿Sí?
-Leí sus historias. Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted
seguramente el mayor genio de la década!
-¿Sólo de la década?
-Bueno, tal vez del siglo.
-Eso está mejor.
-Los editores de Harperis y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea,
pero cada uno ha aceptado cinco historias para su futura publicación.
-Me lo creo -dije.
El crítico colgó. Me tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.
FIN

“Class”,
South of No North, 1973

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