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FUSAGASUGA

En la primera página de nuestro libro dijimos que una de las gargantas abiertas en la inmensa cordillera para bajar a las
tierras calientes era la del sur, que conduce a Fusagasugá; y como esta región es tan hermosa y ha sido vivificada
también por la industria, allí fuimos a averiguar cuáles habían sido los primeros trabajadores, y los hombres que hoy
mantienen viva la industria y próspero el comercio.

Las emociones del viajero que desciende en medio del bosque primitivo, pudiendo contemplar todavía inmensos robles,
nogales elegantes y cedros corpulentos, donde se enredan plantas trepadoras cuyas hojas forman una cortina espesa y
verde que se extiende a lo largo del camino, formando las flores en la parte alta una cornisa de variados y vivos colores;
siguiendo un camino por la orilla de un río agitado y cristalino, que a veces forma inmensos pozos como lagos de plata, a
veces cascadas espumosas, que ya se pierde entre la oscura selva o ya aparece juguetón y ruidoso; río que hay que
atravesar muchas veces, sobre puentes de madera, que dejan ver debajo las grandes piedras sobre las cuales se desliza
impaciente, inspirando terror; y constantemente oyendo un ruido confuso del agua que se estrella, del viento que silba,
de los pájaros que cantan, de las cigarras que chillan y de los insectos que por todas partes vuelan; estas emociones,
decimos, son tan variadas como gratas, y a pesar de lo abrupto del camino, el viajero desciende encantado y le faltan
sentidos para admirar y para gozar de tanta belleza.

El camino es engañoso. Del sitio llamado La Aguadito, para adelante, es perfectamente plano, pero se pierde en mil
vueltas y revueltas; ya toma a la derecha, dejando casi descubrir la lejana llanura, ya toma a la izquierda y sigue por el
pie de la cordillera que como inmensa mole se levanta; y como si una hada condujera al viajero, entreteniéndolo con la
vista de hermosos paisajes, de hoyas cultivadas, de selvas que acaban de abatirse para entregar sus árboles a la
industriosa sierra, o de verdes colinas en cuya cima se ven casitas de madera alegres y risueñas. El viajero camina y
camina, y a la población no llega; pero dichoso con esta dilación que le permite disfrutar de infinitas bellezas.

Al fin, como en un nido de musgo, dos palomas, levantan sus rosadas cabezas, así en medio de los árboles, y rodeada de
una verdura deslumbrante, se ven dos torres blancas y los tejados de una alegre población. Esta es Fusagasugá, el lugar
más poético y alegre que pueda contemplarse; y que como escondido en una arruga de la cordillera, domina la suntuosa
llanura que se extiende hasta muy lejos, dejando ver más allá, entre vapores y nieblas azuladas, la región de la tierra
caliente y un hermoso y lejano horizonte.

La América despierta en la mente de muchos la idea de una tierra verde, cruzada por arroyos cristalinos, adornada por
sinuosas montañas, cubiertas de bosque, y bajo un cielo azul despejado y hermoso; y este sueño que las mujeres de
Europa tienen, cuando de nuestro país se ocupan, está verdaderamente realizado en ese edén de clima suave,
atmósfera brillante, aire perfumado y cielo puro que Dios colocó al pie de la inmensa cordillera de los Andes.

La ciudad de Fusagasugá es aseada, y si no ostenta grandes y suntuosos edificios, sí tiene todas las comodidades de una
mediana civilización, y su aspecto es simpático y risueño.

Está edificada en anfiteatro, levantándose a su oriente una cordillera levemente sinuosa, que es hoy gran pradera donde
pastan rebaños, y en la cima un bosque de robles que la cubre como un inmenso pabellón. Los alrededores están
cultivados de café, y forman vastos jardines. Cristalinas fuentes que de la cordillera se desprenden, atraviesan la
población con su ruido alegre y cadencioso; y como inmensa alfombra que a sus pies se extiende, está la fértil y
suntuosa llanura.

Por todas partes, y como florones que esmaltan el paisaje, hay lindas quintas chatelets, casitas suizas y residencias de
recreo, rodeadas de sauces, cubiertas por árboles de mangos frondosos, o en medio de jardines esmeradamente
cultivados.

Pekín, domina una magnífica perspectiva y tiene un baño delicioso. La Palma, entre alamedas de frondosos sauces, de
rosas y bellísimas, deja ver su linda casa. Saboneta, La Merced y otras quintas alegran el paisaje. La Rosita es un poema
levantado por los genios del campo. Piedragrande es deliciosa. Balmoral, propiedad del señor Enrique Argáez, es una
mansión regía, con toda la belleza del campo y toda la magnificencia de la civilización; y sobre todo Coburgo, quinta de
la señora Antonia de Paredes, es un soberbio palacio transportado de Alemania a Colombia, con cármenes arábigos,
balcones extensos, grandes salones y espaciosos departamentos. Hay allí un lago como los de Versalles y un baño
oriental; y este palacio está colocado en un delicioso jardín, donde hay las flores de todos los países y de todos los
temperamentos; flores que alegran la vista y embalsaman el aire. Estar allí es vivir entre deleites, gozar de la existencia,
y soñar con el amor y la poesía.

La llanura la cruzan dos inmensos ríos cuyas márgenes están cubiertas de árboles gigantescos. El Cuja, frío y
transparente, forma pozos extensos, donde se nada con suprema alegría; y el espumoso Chocho, que impetuoso se
lanza sobre enormes piedras y produce un rumor melancólico, lo lleva al que lo contempla a las regiones tropicales.
Toda esta llanura está cultivada y sembrada de casas donde viven gentes de aire sano, de constitución robusta y de
facciones delicadas.

Los primeros que en Fusagasugá trabajaron, sembrando de pastos las orillas de los ríos y extendiendo la cultura hasta el
boquerón de Sumapaz, fueron los señores Juan Pabón, Antonio María Santamaría, José María Cuéllar, Ramón González y
Sabas Uricoechea. Todos ellos han dejado huellas gloriosas de su trabajo y de su inteligencia.

Conveniente sería que las poblaciones, a medida que progresan en civilización, cambiaran sus nombres indígenas,
difíciles de pronunciar, o los que les pusieron los españoles a la conquista, y tomaran el de sus benefactores, para
inmortalizar así la memoria de los hombres útiles y patriotas, que se consagraron al servicio del público
desinteresadamente.

Así, nosotros quisiéramos que Mompós llevara el nombre de Pinillos, en memoria del benefactor de esa población,
quien fundó allí un colegio en el cual se han educado muchos hombres ilustres y que presta aún servicios importantes;
Guaduas debería llamarse Acosta, en memoria del hombre filántropo, a quien debió sus primeros adelantos en la
civilización, y del general Acosta, hijo de esa ciudad y que tan glorioso nombre conquistó para la historia. Ambalema
debería llamarse Montoya, porque al señor Francisco Montoya debió su prosperidad y su riqueza; y Fusagasugá debiera
llamarse el Aya, en memoria del señor Manuel Aya, nacido allí, y que habiéndole dado grande impulso al cultivo de la
caña y del café, y establecido grandes praderas de pasto de guinea, le dio vida e importancia a esa región. Nosotros
somos sinceramente demócratas y detestamos las tradiciones aristocráticas y coloniales que se intentan perpetuar en el
país. Sabemos que de las antiguas familias, imbuidas en el tonto orgullo de un nombre, y queriendo conservar una
posición que ya no les corresponde, sólo vastagos débiles y dañados se levantan en la sociedad; mientras que por el
contrario del pueblo, de la masa común, es de donde se levantan esos hombres llenos de vigor y de energía, que no
solamente forman una fortuna para sí, sino que ayudan eficazmente al engrandecimiento de la fortuna pública y al
crecimiento moral y material del país en que nacen y de la sociedad a que pertenecen.

El señor Manuel Aya fue uno de estos hombres, y según lo que él mismo contaba y las tradiciones que se conservan en
Fusagasugá, nacido de honrada y virtuosa familia, pero pobre, muy pobre, como todas las que residen en aquella región,
donde la vida se pasaba sedentaria, un día dando con qué vivir para el día siguiente, pero sin que la energía humana ni el
esfuerzo individual pudiesen romper el círculo de hierro de la miseria que a todos envolvía, como ese círculo misterioso
de la serpiente que, mordiéndose la cola, gira y gira eternamente durante los siglos, sin que pase el tiempo ni tenga fin
la eternidad.

El señor Aya, a fuerza de trabajo y de economía, conquistó una pequeña fortuna, la dedicó al cultivo de la tierra, sembró
pastos y convirtió en praderas las que antes eran montañas agrestes y nada producían. Llevó allí ganados para cebar, y le
dio carne al pueblo, que antes no comía, y como por encanto, su fortuna fue creciendo, sus propiedades extendiéndose,
sus negocios aumentándose, y con sorpresa de él mismo y de todos los que lo conocían, llegó a ser un capitalista y un
negociante de primer orden.

Pero él no hizo lo que hacen la mayor parte de los que fuera de Bogotá levantan una fortuna: ir a la capital a consumirla
estérilmente, aumentando las dificultades de la ciudad y exponiendo la virtud y el porvenir de su familia. No, él no dejó
el lugar donde había nacido y en el cual había hecho su fortuna, y allí continuó residiendo con su familia, y haciendo de
Fusagasugá el centro de sus negocios, y ayudando a su desarrollo y a su prosperidad.

Liberal entusiasta y de firmes convicciones, educó a su familia en esta escuela, y todos sus hijos, venerando la memoria
de su padre, siguen su tradición y son miembros útiles de la sociedad.
Cuando fuimos a Fusagasugá a pasar unos días de bienestar y de recreo, nos sorprendió encontrar allí una imprenta, y
como los amantes del arte se enamoran de las hermosas creaciones y de toda obra de ingenio, nosotros, que hemos
vivido en medio de los tipos, y que a la imprenta debemos la fortuna que hoy tenemos, y que a ella confiamos el
porvenir de nuestra familia, vivimos de la imprenta enamorados, y al mismo tiempo que tenemos la conciencia de que
toda imprenta es un foco de luz para la patria, al visitar la naciente y simpática imprenta del señor Gamboa en
Fusagasugá, le dirigimos esta carta de felicitación:

«Al señor Roberto Gamboa, fundador de la imprenta de El Sumapaz.

«El edén, que rodeado de verdes y fértiles colinas, sobre una arruga de la cordillera de los Andes, lleno de encantos y de
poesía, y teniendo un horizonte suntuoso, iluminado en occidente por el esplendoroso sol de la tierra caliente; este
edén, embalsamado por los azahares y patria de la bellísima, donde el aire suave y oloroso acaricia como la mano de una
mujer hermosa; este precioso Fusagasugá, que es como un sitio de amor y de sueños, ha sido dotado por usted como un
espléndido regalo, con una imprenta, y por esto felicito al municipio y me congratulo con usted.

«No bastaba el rumor del suave viento, que por entre los árboles se desliza, pero que se va a lejanos y desconocidos
lugares; no bastaba el ruido de las cascadas al caer con fragoroso estruendo y que se perdía en la inmensidad; era
necesario detener ese rumor, coger ese ruido, aprisionar esa poesía y levantar un himno supremo a la naturaleza, himno
que todos pudieran escuchar, hasta en lejanas comarcas, y la imprenta es la que ha tenido ese poder, y la que alcanza a
realizar ese prodigio.

«La imprenta es el gran símbolo de la civilización de una región; es el iniciador del progreso moral e intelectual de un
país; es la luz que ilumina a las naciones en su larga peregrinación al través de las tinieblas que por tantos siglos
entenebrecieron el camino de la humanidad; es la chispa del fuego sagrado, que los dioses guardaban y que se robó
Prometeo, y dondequiera que haya una imprenta se puede estar seguro de que allí vivirá palpitante la civilización.

«La imprenta es para mí el recuerdo hermoso de mi primera juventud cuando lidiaba por la libertad y defendía la
democracia; es el emblema de la familia y del amor, porque a ella le debo el pan que por largos años ella consumió; a la
imprenta debo el haber sostenido el nido hermoso en donde nació, creció y ha vivido entre el amor y la felicidad mi hija
primera, y es la historia entera de mi vida consagrada a los trabajos tipográficos.

«Al presentar a usted mis parabienes, saludo también a los redactores de El Sumapaz, quienes mantienen el fuego
sagrado de la civilización en estas regiones, y defienden con brío e inteligencia la causa de la libertad.

«Es preciso que los laboriosos y honrados habitantes de Fusagasugá; los que han levantado en alto la bandera del
trabajo; los que han tumbado los bosques y cultivado estas regiones, es preciso que sepan que trabajo, cultivo,
progreso, bienestar y riquezas nada valen si no están asegurados por firmes y liberales instituciones; que El
Sumapaz debe ser sostenido y apoyado por ellos, como cuidan sus propiedades o embellecen sus quintas, porque este
periódico ayuda hoy, y ayudará más tarde, a fundar el orden con instituciones liberales.

«De los campos cultivados de la Grecia; de sus viñas, que daban el rico vino de Corinto y de Chipre; de los jardines donde
los sabios se reunían a discutir sobre los grandes misterios de la humanidad; de los hermosos plátanos de la academia,
¿qué queda hoy? Nada. El despotismo turco colocó sobre el Partenón su estandarte de la cola de un caballo, arrasó los
campos, y hoy sólo se ven de la gloriosa Grecia las ruinas, mustios collados y campiñas desiertas.

«Donde hay una imprenta hay para mí una ilusión, una esperanza, algo que me pertenece: chica o grande, en una ciudad
o en una aldea, siempre es un foco de luz, y al visitar hoy la de usted, quiero dejarle este recuerdo.

Fusagasugá, abril 5 de 1898».

Medardo Rivas

http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/modosycostumbres/trabaj/trabaj15d.htm

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