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En este marco, uno de los nombres que viene sonando hace algún tiempo es el
de Legna Rodríguez Iglesias (Camagüey, 1984). Esta escritora treintañera, que se
desenvuelve en narrativa, poesía y dramaturgia, llega a nuestro país con algunos
premios en su haber (Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar en 2011 y el
Premio Casa de las Américas en 2016, por su obra de teatro Si esto es una tragedia yo
soy una bicicleta) y, sobre todo, con un importante bombo propagandístico. Su libro se
titula Mi novia preferida fue un bulldog francés, y desde el paratexto se presenta una
escritura desembarazada, por momentos provocadora, que tanto retrata el monólogo de
un padre con un diagnóstico terminal que reclama por su hija o un episodio de la vida
cotidiana marcado por rituales institucionalizados de fuerte violencia simbólica, como
se entretiene contando su amor por los piercings y los tatuajes.
Uno de los relatos que amerita un comentario es “Política”. Este narra ―desde
la mirada del muerto― el entierro de un hombre de noventa años, que en su longevidad
participó de algunos de los episodios políticos más destacados y dramáticos de la
historia de la isla. El personaje es puesto en ese enclave enunciativo crucial, donde todo
se precipita de manera abrupta y donde cada decisión tomada a lo largo de la vida
descorre su sentido más profundo. En un giro final, el narrador expresa a propósito de
una de sus nietas: “De todos los presentes, será ella la única que contará la historia.
Nació para eso. Para contar la historia. Tal vez, incluso, se pase la vida contando
historias que no son su historia”. La autora escenifica una tirantez intergeneracional que
signa parte de su producción: ese intento de desligarse de los imperativos testimoniales
de la memoria colectiva. Es interesante pensar “Política” en diálogo con su poema
“Tregua fecunda”, donde la voz lírica expresa: “Que en paz descanses, grandfaher / ya
escribí cosas, grandfaher / y esa es la mejor revolución / que haré”.
La poética de Legna Rodríguez Iglesias luce, desprejuicidamente, toda su
sencillez (a veces también su frivolidad), y en este movimiento le imprime a la prosa
una dimensión que la desborda: los aspectos contextuales gravitan, casi siempre
invisibles, a lo largo de las historias. La misma lectura del libro, por su estructuración y
algunas marcas de estilo (las fronteras inestables entre géneros y el tono más o menos
coloquial, principalmente), parece encerrar una experiencia engañosa: detrás de un
lenguaje sin espesor, se ciernen la ironía provocadora y la tensión de lo no dicho.
Mathías Iguiniz