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BANDO PRISCILIANISTA
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Queremos que todos los pueblos que son gobernados por la admi-
nistración de nuestra clemencia profesen la religión que el divino apóstol
Pedro dio a los romanos, que hasta hoy se ha predicado como la predicó él
mismo, y que es evidente que profesan el pontífice Dámaso y el obispo de
Alejandría, Pedro, hombre de santidad apostólica. Esto es, según la doc-
trina apostólica y la doctrina evangélica creemos en la divinidad única del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo bajo el concepto de igual majestad y
de la piadosa Trinidad. Ordenamos que tengan el nombre de cristianos
católicos quienes sigan esta norma, mientras que a los demás les juzgamos
dementes y locos sobre los que pesará la infamia de la herejía. Sus lugares
de reunión no recibirán el nombre de iglesias y serán objeto, primero, de
la venganza divina y, después, serán castigados por nuestra propia inicia-
tiva, que adoptaremos siguiendo la voluntad celestial.
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E
l Furia, así apodaban sus camaradas de la legión al
marido de Asteria. Cinco años llevaba el césar Juliano
coronado por su primo el Augusto Constancio II,
cuando el Furia entró a sus órdenes. La Galia estaba
siendo devastada por los bárbaros y el deplorable estado en que
se hallaba condujo a Constancio II a compartir el poder con Ju-
liano y enviarle a esa zona a la que él no deseaba enfrentarse.
Cuando el Furia llegó al campamento, le obnubiló la figura del
César, era mayor que él, pero le pareció un crío tranquilo y edu-
cado, cultivado en la filosofía y retraído, y de un plumazo le hurtó
las cualidades militares y la valentía en la batalla que ya había
demostrado; fueron sus propios compañeros los que desmonta-
ron tal veredicto. Al césar Juliano se le comparaba con Tito por
su prudencia; por sus gloriosas acciones en los combates, a Tra-
jano; era clemente como Antonino y buscaba la justicia y la per-
fección como Marco Aurelio, cuyas costumbres emulaba. En el
fragor de cada contienda se le encontraba y pronto sus hazañas
militares fueron los incontestables argumentos de sus soldados
para honrarle y seguirle. Juliano siempre tuvo claro que perecería
en el campo de batalla y sus soldados le veían capitanear cada
empresa entregando su vida al destino elevado para el que había
sido escogido. Al ser investido con la púrpura por Constancio II
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