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5/3/2019 El deseo en disputa - Revista Santiago

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El deseo en disputa

Más rápido, más alto, más


fuerte
por Evelyn Erlij

Tres palabras de Nicanor Parra


por Matías Rivas

Encuentra en librerías el cuarto


número de Revista Santiago
En esta edición: Intimidad:
Formas de entrar a una vida

Infractores buena onda


SHA RE:       por Iván Poduje

Enero 15, 2019


Un antídoto contra la política
No es casual que esta cuarta ola feminista reviente por el lado más religiosa
íntimo, el de la vinculación sexual. De ahí la insistencia en la por Leonidas Montes
deconstrucción del amor romántico, de las lógicas de seducción y de
la resignificación del abuso sexual. El peligro, sin embargo, está en
querer regularlo todo en un campo –el de los cuerpos y el
erotismo– que se alimenta justamente de la incertidumbre, los
acuerdos tácitos, las siempre cambiantes subjetividades. A fin de
cuentas, ¿deseamos seguir deseando?

POR CONSTANZA MICHELSON

Una tarde después de clase, una chica salió con sus compañeros al parque.
Era 2007, liberación sexual, hipersexual, ya estaba sellada y sacramentada. El
juego de estos jóvenes, atravesados por la normalización del porno, termina
en la realización de una felatio grabada con el celular. Pero la complicidad
de la transgresión adolescente se quebró con la traición hacia la chica: uno
de sus amigos compartió el video, que luego se convirtió en el conocido
episodio “Wena Naty”. Desde que la tecnología lo permite, cada tanto se

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filtran videos de venganza y humillación sexual, casi siempre hacia las


mujeres.

Pero, ¿no habíamos acordado que la liberación en la cama era un acuerdo


entre los sexos?

La moral sexual de Occidente en las últimas décadas ha implicado un


destape, del que las mujeres fueron protagonistas. En palabras de la
escritora Nancy Huston, la libertad de un país comenzó a medirse en la
cantidad de carne femenina que se permite exhibir.

Quizás como todas las revoluciones, la de la liberación sexual femenina no


terminó donde se esperaba. Fue apuntalándose en otra revolución en
ciernes, la del neoliberalismo, quedando el sexo liberado a su
mercantilización. Es la astucia de la historia, planteó la filósofa feminista
Nancy Fraser, advirtiendo cómo los ideales de la segunda ola feminista
fueron resignificados por el capitalismo tardío. Negocio extraño el de las
mujeres, pues cambiaron el tipo de contrato, de uno fijo a uno a honorarios,
pero con el mismo empleador. Porque parte del sexo liberado quedó
anclado al imaginario del erotismo masculino, antes que revolucionar las
lógicas del intercambio sexual mismo. Decirle que sí al sexo, no
necesariamente significó decirle que no al poder.

Gilles Lipovetsky en La tercera mujer da cuenta de cómo las viejas trampas


se siguieron reproduciendo, pero bajo el discurso de la elección personal.
La dependencia amorosa y la obsesión con la belleza se acoplaron a la
ideología de la self made woman. La mujer emancipada de los 90, de todas
formas, buscaba cumplir con los anhelos tradicionales, encontrar el amor,
cumplir con un ideal corporal –además de las nuevas exigencias, el
desarrollo económico y profesional–, pero leyendo estos mandatos como un
desafío personal. La socióloga Eva Illouz también advierte esta falsa síntesis
de la igualdad sexual, a través del nuevo malestar amoroso. La dificultad de
emparejarse es vivida por las mujeres como si fuese una incapacidad
personal, llevando a terapia una cuestión que es más bien de orden
sociológico: el nuevo arreglo sexual sigue dándole la ventaja al varón
heterosexual. El matrimonio y los hijos dejan de ser una marca de estatus;
por ende, los hombres se quedan más tiempo en el campo del sexo libre.
Mientras que para las mujeres el límite temporal de la maternidad las
perjudica, provocando ansiedad en la búsqueda de pareja. Las mujeres se
fueron haciendo cargo, sin saberlo, de aquello que va quedando fuera del
discurso actual: la existencia de un límite.

La incomodidad de la desigualdad
sexual, travestida en imaginarios de
No todos los hombres la mujer empoderada, conectadas
son violadores, más con su placer, escritas por la
bien la menor parte de literatura de autoayuda, fue
ellos lo son. Lo que sí quedando sin nombre,
es verdad es que la traduciéndose en un malestar vivido

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predominancia de la en privado, bajo la gramática del


erótica masculina en la fracaso personal.
cultura –cuya lógica es En octubre de 2017 explotó el caso
la de la fetichización del productor de cine Harvey
del cuerpo– genera las Weinstein. Y fueron precisamente
condiciones de las actrices de Hollywood –¿quiénes
posibilidad de diversas más que ellas podían representar a
prácticas abusivas. la mujer poderosa y sexy?– las que
evidencian la relación
desequilibrada entre sexo y poder,
la desventaja de las mujeres en esa
ecuación. Como en otras reivindicaciones políticas, no puede haber
liberación si no hay igualdad.

No es casual que esta cuarta ola feminista reviente por el lado más íntimo,
el de la vinculación sexual. No se trata esta vez de algunas demandas
puntuales, ni siquiera de la búsqueda de igualdad, sino de interrogar el
deseo sexual mismo. Por eso la insistencia en la deconstrucción del amor
romántico, de las lógicas de seducción, de la resignificación del abuso
sexual. Ese es el punto más radical de este nuevo impulso feminista y que
tiene al mundo consternado.

¿Qué ocurre con las pulsiones después de la revolución? ¿Cómo conducirse


y cómo acceder al encuentro sexual, cuando se trastocan las reglas de la
seducción? De ahí que muchos hombres, y también mujeres, reclamen que
esto debería tratarse de los derechos sociales, cuestión donde sí hay un
acuerdo casi generalizado, pero que con los códigos sexuales no hay que
meterse.

El abuso se revela como algo estructural. Stephen Marche escribió un


polémico artículo en el New York Times, titulado “La monstruosa naturaleza
sexual de los hombres”, que derechamente criminaliza algo así como la
esencia masculina. Pero lo cierto es que ha habido excesos en las denuncias
públicas sin verificación alguna. No todos los hombres son violadores, más
bien la menor parte de ellos lo son. Lo que sí es verdad es que la
predominancia de la erótica masculina en la cultura –cuya lógica es la de la
fetichización del cuerpo– genera las condiciones de posibilidad de diversas
prácticas abusivas. Freud en 1912 escribió sobre el inconsciente sexual
masculino heterosexual y su necesidad de distribuir a las mujeres en las
respetables y las denigradas: la dama y la puta. Economía sexual que, lejos
de ser anacrónica, tiene aún toda la eficacia del mundo. Hay en el
imaginario masculino cuerpos que, bajo ciertas condiciones –de clase social,
de inferioridad, de lejanía con la vida oficial–, son objetualizables,
autorizándose a gozarlos y maltratarlos. Esto es lo que hace que el abuso
sea estructural a la relación patriarcal entre los sexos.

Lo confuso es que el lugar de objeto (de deseo) es también una condición


bisagra entre el deseo y el abuso. La pasividad es uno de los goces más

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primarios en el ser humano, por lo que en ciertas circunstancias ser tomado


por otro es un anhelo. La canallada es más bien hacer un uso perverso de
esa condición de deseo que habita en todos. O atribuirla a alguien que no
ha consentido el acceso sexual. Y lo perverso colectivo es situar la pasividad
como una condición fija de los cuerpos feminizados, restándoles
subjetividad. Así como también, transformar esa condición del deseo en
una mercancía a explotar. Este punto es lo más opaco de esta
reivindicación, porque tiene la particularidad de que se duerme con el
enemigo.

El miedo a las zonas grises

Consecuentemente, han resurgido las polémicas acerca de la


comercialización del cuerpo de las mujeres. Respecto del porno y la
prostitución, se retoma el debate sobre regularlo o prohibirlo. Por su parte,
asociaciones de trabajadoras sexuales acusan a un feminismo bien pensante
de negarles su condición de sujetos aptos para deliberar. ¿Es realmente
libre una mujer que decide explotarse?, preguntan con suspicacia algunas.
Y las mujeres del rubro responden: por qué habrían de estar ellas más
alienadas que cualquier otro tipo de trabajador. ¿Está realmente
emancipada una chica que busca las miradas y los likes exhibiéndose sin
ropa? Algunas, como la actriz Emily Ratajkowski, alega que ser feminista es
precisamente poder hacer lo que cada una quiera con su cuerpo.

Pero la discusión más caliente del momento feminista es el de las llamadas


zonas grises. Hay algún acuerdo respecto de regular los encuentros
sexuales cuando existen relaciones de poder explícitas: en el trabajo o en la
universidad, por ejemplo. El campo de batalla actual se sitúa más bien en
relación a los límites del erotismo en las escenas sociales-sexuales, donde
las jerarquías no son evidentes. Fue lo que las intelectuales francesas
manifestaron en su polémico texto sobre el “derecho a importunar” de los
hombres, defendiendo el impasse sexual, el malentendido, los tropiezos,
como algo intrínseco a la seducción. Acusaron, luego, a las activistas
norteamericanas del movimiento #MeToo de una regresión del feminismo al
puritanismo; pero las francesas, a su vez, fueron juzgadas de traidoras al
género.

Lo interesante de lo que está en juego en este falso debate –porque ni las


norteamericanas quieren acabar con el sexo en el mundo, ni las francesas
aplauden las violaciones– es más bien una nueva condición antropológica
que emerge y la consiguiente resistencia a ella. Se discute, en el fondo, si
acaso es posible regular todos los espacios de incertidumbre: lograr
controlar y evitar lo traumático inevitable del encuentro de todo sujeto con
el sexo, eso que Lacan escribió bajo la fórmula de “no hay relación sexual”,
que quiere decir que no hay complementariedad posible en el encuentro
con otro, hay con suerte un síntoma, una formación de compromiso que a
veces funciona más que otras.

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Las ironías dialécticas hacen que en esta vuelta del espiral, varios aspectos
de la reivindicación feminista coincidan con el programa del capitalismo
técnico, cuya promesa es lograr borrar la grieta humana, a costa de mayor
control. El mundo se divide hoy, sépanlo o no, entre quienes defienden o
rechazan lo inconsciente como condición de la subjetividad.

Quizá por ello la manifestación más


ruidosa de esta ola feminista, la de
Lo confuso es que el las redes sociales, tiende a
lugar de objeto (de asentarse en la llamada corrección
deseo) es también una política; que no es sino la
condición bisagra manifestación de las buenas
entre el deseo y el intenciones encarnadas en la
subjetividad del capitalismo
abuso. La pasividad es
posmoderno. El filósofo Franco
uno de los goces más
Berardi describe en su
primarios en el ser
Fenomenología del fin al sujeto
humano, por lo que en producido por las nuevas
ciertas circunstancias tecnologías de comunicación:
ser tomado por otro es debilitado en la capacidad de
un anhelo. La atención, de empatía y, más
canallada es más bien importante aún, carente de
hacer un uso perverso encuentros cuerpo a cuerpo, se ha
de esa condición de vuelto incapaz de leer los signos en
deseo que habita en un sentido contextual, perdiendo la
intuición y la lectura de lo tácito,
todos.
reconociendo solo patrones
preconfigurados y funcionales. Es
decir, la nueva subjetividad padece
la enfermedad de la literalidad. Que por cierto, es en sí una violencia, el
crimen semiótico de aspirar al significado unívoco de las cosas: el amor
programado, el juego sin trampa, el humor calculado, el arte predecible.

Por eso se rumorea una incomodidad, que muchos no comprenden,


porque comparten causas que les parecen nobles. Pero rechazan que ellas
vengan envueltas en lógicas de control que asfixian. Es como la resistencia
de los niños pequeños a comer: a veces prefieren no alimentarse, aunque
tengan hambre, por un bien mayor: evitar la invasión de la madre (o quien
ejerza esa función). A la vez, las críticas más furiosas e impúdicas hacia el
feminismo provienen de otra versión de la literalidad, la de quienes
suponen que la verdad es la incorrección política, el decir sin filtro.

Lo contrario a la corrección política no es la incorrección, sino la política: es


precisamente la negociación entre las presiones sociales, las pulsiones
inconscientes y los anhelos conscientes, el lugar de la ética del deseo. Esa
es la zona gris de lo humano, donde en medio de contradicciones, dudas y
sin garantías, un sujeto toma una posición. Siguiendo a Judith Butler,
cuando eso implica el encuentro con otro cuerpo, surge la ética sexual, que

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lejos de una protocolización de todo cabo suelto, da espacio para la


manifestación subjetiva. Ese espacio es el que hoy está en disputa. Y ese
espacio se llama deseo, en el sentido estructural.

¿Deseamos seguir deseando? O bien, se ha vuelto demasiado incómodo


enfrentarnos a lo incierto, a lo que pone en jaque el anhelo de estar en
coincidencia con uno mismo. Quizás no es casual que los nombres de los
movimientos impliquen al yo del activista, Me Too, Je Suis, y que la fórmula
“lo personal es político” pase a ser a ratos una manifestación pública de los
propios conflictos, antes que una manera de entender lo personal como
impersonal, como algo político-social, para así escapar de uno mismo. La
forma del activismo como reafirmación moral de sí, es una trampa. Siempre
es posible ser atrapado en la falta.

Los modos importan porque hablan de las nuevas formas de subjetivación,


es decir, de la disputa entre la fantasía de un mundo a la medida de los
anhelos del yo y el deseo –esa condición estructural, que limita el gobierno
del ego– como forma de resistencia al capitalismo líquido. Una cosa es
alterar las geometrías y los semblantes que adquiere el deseo en el orden
patriarcal; otra es empujar la anulación del deseo mismo. La des-erotización
del mundo es el triunfo de tánatos: la pulsión de muerte.

Cuando las herramientas que en principio sirvieron para resistirse a un


poder comienzan a trabajar para eludir la inconveniencia de la
incertidumbre del deseo –aquella grieta de lo humano–, entonces
podemos darle la bienvenida al nuevo padre: el capitalismo técnico.
Deconstruirse para construirse a la medida del ego, reescribir el deseo
sexual para liberarlo de la gramática del patriarcado, pero
circunscribiéndolo al menú de la técnica, no es más que el señuelo de otra
revolución que no terminará como se esperaba. Es reducir la fuerza
emancipatoria del feminismo a la lógica de la autoayuda.

El feminismo ha decantado en una mayor solidaridad de género, en


transformaciones éticas y estéticas, en remediar algunos desequilibrios en
las relaciones entre mujeres y hombres, en cierto desplazamiento de los
códigos de lo deseable, elevando así los estándares de civilidad. Y aunque
tiene aún cuentas pendientes con un patriarcado que se diluye, no debiera
desentenderse de las violencias pospatriarcales que emergen. Las que
convierten a los cuerpos en el “más hermoso objeto de consumo”, si bien
ya no para el ojo masculino, para el implacable ojo del narcisismo
contemporáneo.

Imagen de portada: The Handsome Pork-Butcher, de Francis Picabia.

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