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El concepto de identidad desde la

perspectiva psicoanalítica

 Autor: Rosa López


 Fecha: 10-10-2017
Comenzaré con una cita del Soren Kierkegaard que pertenece a su libro La enfermedad mortal:
La desesperación es una enfermedad del yo, y puede adoptar tres formas: la desesperación
de no tener un yo; la desesperación de no querer ser uno mismo; la desesperación de
querer ser uno mismo

Si bien la concepción del yo de Kierkegaard no es la misma que la del psicoanálisis, me pareció


que con esta formulación el filósofo muestra la incapacidad del yo para alcanzar una identidad
acorde y equilibrada, con el consecuente sentimiento de desesperación que de ello se deriva.

Forzando clínicamente las tres figuras de la cita, diremos que:

1. No hay mayor desastre que no tener un yo, como demuestra el esquizofrénico que vive en el estado de
fragmentación corporal anterior a la constitución del yo como imagen unificadora del cuerpo.
2. Es desesperante no querer ser uno mismo, como vemos en algunas histerias cuya plasticidad yoica las
lleva a identificarse a los otros hasta en sus síntomas. En el plano de la psicosis tenemos el ejemplo de la
melancolía, donde el rechazo al propio yo es tan intenso que conduce al sujeto a buscar en el suicidio una
manera de destruirlo y poder librarse de él.
3. Es una tortura querer ser uno mismo, como pretende el neurótico obsesivo, quien cultiva un yo
aparentemente fuerte para asegurarse que lo que dice o hace corresponde completamente con lo que
proyecta, al precio de sostener agotadores mecanismos de control destinados a defenderse de toda
emergencia del inconsciente y de la pulsión. Por otra parte, tener la certeza de ser uno mismo es
enloquecedor, como verificamos en el delirio megalomaniaco del paranoico, quien pretende que el orden
universal se rija según la ley de su yo.
4. No hay una cuarta posibilidad, la que supondría un yo normalizado que permitiese conquistar una
identidad acabada.
Propongo que acepten una afirmación de partida: No hay identidad que no sea patológica por el
simple hecho de su procedencia.
Partimos de una falta fundacional y es que el ser que habla, por el hecho de hablar, ha perdido
el conocimiento instintivo y, en su lugar, tiene que acudir al saber para intentar dotarse de una
identidad con la que jugar la partida de la vida, a sabiendas que siempre habrá un desarreglo en
este proceso. Solamente el discurso psicoanalítico consigue explicar el origen del drama que
supone la necesidad de construirse una identidad como compensación a una falta.
La identidad, en su sentido etimológico, apunta a “lo mismo” (idem) y si decimos ego idem
sum estamos planteando que el yo es idéntico a si mismo. Para el psicoanálisis esa supuesta
identidad del yo es imposible, y cuando se pretende conduce a la locura. El concepto de identidad,
tan utilizado por otros discursos, es criticado por el psicoanálisis porque promueve un falso ser
basado en una falsa unidad. En su lugar hablamos de identificaciones que, como veremos, tienen
características cambiantes, son sustituibles, e incluso susceptibles de desaparecer. Hay
identificaciones, porque no hay identidad que respondería a la esencia del ser hablante.
La existencia del inconsciente supone la negación de todo principio de identidad, y desvela que el
yo es una ilusión que intenta negar el verdadero estatuto del sujeto, que no es otro que su división.
El sujeto está dividido por el inconsciente que supone un saber al cual el yo no tiene acceso. Es
ese saber no sabido el que determina tanto las palabras como los actos del sujeto. El yo, cree ser
dueño de lo que dice, supone que actúa según sus intenciones y que es transparente para sí
mismo, pero a cada paso se encuentra con las pruebas del inconsciente que le hacen cometer
lapsus, soñar cosas impensables, sufrir síntomas cuya causa le resulta profundamente
desconocida y, lo que es peor, experimentar un modo de gozar que atenta contra su sistema de
valores.
Es Hamlet preguntándose por el sentido de la existencia, también Otelo cuando exclama: “No sé
por qué hoy amo y mañana odio”. O Baudelaire cuando describe la división del yo contra si mismo:

Yo soy la herida y el cuchillo!


¡Yo soy la bofetada y la mejilla!
¡Yo soy los miembros y la rueda,
verdugo y víctima la vez
Conclusión: el sujeto nunca puede ser idéntico a sí mismo, incluso aunque que esté loco y
sostenga la certeza de ser quien es.

Si esto lo trasladamos al plano colectivo, vemos cómo el imperativo identitario, religioso,


nacionalista, racial, de género u otros, puede conducir a todo tipo de disparates y, en ocasiones, a
las situaciones muy graves, como la historia nos demuestra. Cuando los nazis consiguieron que el
pueblo alemán creyera en la esencia de su identidad racial, se alcanzó una suerte de delirio
colectivo que sembró la destrucción. Hoy asistimos a la promoción de la identidad yihadista como
un fenómeno que golpea nuestra sociedad, y cuya lectura no me atrevo a arriesgar, pero no cabe
duda que pone en juego la cuestión de las identificaciones mutables en la búsqueda de una
identidad radical.
Trataré de argumentar nuestra tesis de partida, toda identidad es patológica, para lo cual les
propongo que nos remontemos al origen de una vida.
La criatura humana está tanto o más determinada por las palabras que le precedieron que por los
genes que heredó. Palabras productoras de malentendidos fundamentales. El psicoanálisis
descubre que la propiedad esencial del lenguaje es el malentendido y no la comprensión o la
comunicación. En el encuentro entre los sexos que da lugar a la procreación es el malentendido el
que comanda. El cuerpo no hace aparición en lo real sino como malentendido[1], nos dirá Lacan, y esto
se debe a que hay una diferencia insalvable entre los dichos conscientes que expresan los mejores
anhelos de los padres y las palabras indecibles que manejan los hilos desde el inconsciente.
Lacan decía que no hay peor destino que venir al mundo sin haber sido deseado, pero después
añade que el traumatismo del nacimiento es el de venir al mundo como deseado. Ambas
afirmaciones son válidas, porque de lo que se trata es de la existencia de un trauma estructural,
que afecta a todos por el hecho de proceder del deseo del Otro. A la vez, las cosas se complican
según los avatares del deseo del Otro. Si uno es hijo de un deseo anónimo, si la madre porta en su
vientre al feto como si fuera un puro objeto, el destino de ese hijo se pone muy difícil. En cualquiera
de los casos, nacer en el campo del deseo inconsciente embrolla la vida de los seres hablantes.
Imaginemos que los padres son, como nos los describe Lacan, “dos hablantes que no hablan la misma
lengua. Dos que no se oyen. Dos que se conjuran para la reproducción, pero de un malentendido
consumado”[2]
¡Deshagamos el malentendido! Ojalá fuera posible. Sin duda, es el mayor anhelo de todos aquellos
que fomentan la creencia en el sentido común y en la comunicación. Pero esta creencia se
alimenta de la pasión por la ignorancia que niega el inconsciente, y se empeña en consolidar el
saber establecido. Vano intento, condenado al fracaso, porque no hay manera de que la relación
entre los sexos guarde un sentido común y funcione de acuerdo a una norma proporcional.

Vayamos a los primeros pasos de la criatura humana, hija del malentendido producido por la
conjunción de los deseos inconscientes de sus progenitores. Fue Jacques Lacan quien hizo su
entrada en el campo del psicoanálisis con la teoría del Estadio del espejo, que explica cómo se
produce la constitución del yo como primera identificación.
Apoyándose en la neurología, Lacan subraya que el infans humano nace en un estado de
prematuración motriz, que le hace experimentar el cuerpo como algo caótico, dislocado, sin
conexión. La unidad del cuerpo, como ese objeto que le pertenece y en el que se puede reconocer,
no procede del organismo, sino de la constitución de una imagen corporal. Para conseguir esa
imagen unificadora se requiere del auxilio de una imagen exterior que de alguna manera ofrezca al
niño un modelo anticipatorio de la unidad corporal de la que aún no puede disfrutar. Esa otra
imagen puede ser la que obtiene al verse reflejado en el espejo, o la de un semejante.

Ahora bien, por mucho que el niño se mire en el espejo o que esté entre otros niños, no conseguirá
apropiarse de su imagen corporal sin la ayuda del lenguaje. Es la mirada del Otro,
fundamentalmente de ese primer Otro que es la madre, la que certificará, en lo que dice, que la
imagen que el espejo refleja le corresponde, y que además él es su objeto de deseo más preciado.

De este modo, el niño puede construir una primera identidad con la que velar la angustia inicial de
fragmentación corporal, esa que en la esquizofrenia sigue vigente. “Yo soy el objeto de deseo de
mi madre, ergo existo, y tengo un lugar en el mundo”. Ahora bien, cuando digo “velar”, lo que
quiero transmitirles es que ese estado de desamparo originario permanecerá de manera latente,
pues la constitución de la imagen no consigue pacificarlo completa y definitivamente. Mientras la
imagen cumple su función falsamente unificadora la vivencia del cuerpo se hace soportable, pero
de vez cuando algo del estado original retorna, la imagen se resquebraja y entonces acontecen
todo tipo de fenómenos. Desde los fenómenos de angustia que casi todos conocemos, pasando
por los fenómenos de despersonalización hasta llegar a la vivencia alucinacionatoria del doble en
la psicosis.

Como decía Rimbaud “yo es otro”. Frase a la que se le han dado muchas vueltas e incluso se
interpretó como parte de la locura del poeta, pero que desde el psicoanálisis se puede entender
precisamente como lo contrario a la locura, pues no hay enajenación mayor que la que responde a
la formula “yo = yo”.

El Otro es la condición de la constitución de nuestra realidad subjetiva mediante las


identificaciones.Trataré, por tanto, de clarificar los distintos estatutos de este Otro en tres puntos.

1. La pregnancia de lo imaginario.
Empecemos por ese otro que es mi semejante, al que denominamos el yo ideal en tanto nos ofrece
un modelo logrado de sí mismo, lo que no es más que una suposición, pero nos servimos de ella
para acogernos a cierta promesa de integridad que nos tranquiliza. Si el vecino tiene aquello de lo
que carezco, puedo aproximarme a la felicidad que le supongo identificándome a él. Estamos en el
terreno de las identificaciones imaginarias, donde se juegan el amor, el odio, la envidia, la rivalidad,
el “o tú o yo”, y el resto de las pasiones narcisistas. En este nivel Lacan afirmó que hay una suerte
de paranoia constitutiva del yo. El transitivismo de lo imaginario lleva a que el gesto del otro se
confunda con el propio y viceversa. El niño que pega a su compañero llora denunciando que es el
otro quien le ha pegado. Por otra parte reconocemos este mismo mecanismo básico en la
confrontación de nuestros políticos. Es esencial subrayar que para Lacan, inspirado en Melanie
Klein, el yo se constituye en una alienación primordial al otro, una suerte de matriz paranoica
indisoluble que le llevó a afirmar que la paranoia es la personalidad.
Partiendo de la base de que el yo es un ojo ciego para el inconsciente, pues su mayor función es la
del desconocimiento, Lacan establece una diferencia entre la psicosis propiamente dicha y la
locura general del narcisismo válida para todo yo. Para ilustrar esta tesis utiliza la figura hegeliana
de la ley del corazón,que corresponde al sentimiento orgulloso de la conciencia de sÍ mismo. Sería
un yo soy yo llevado a tal extremo que identifico el bien universal con lo que mi propio corazón me
dicta. La conciencia de sÍ cree que su corazón y todas sus buenas intenciones valen como un
universal[3] Cuando la ley del corazón no se ve reconocida de manera universal, se invierte, y el
sujeto comienza a detestar el orden del mundo y a los seres humanos en general. Es aquí que nos
acercamos al núcleo paranoico del yo que está siempre preñado de delirio. A fin de cuentas, no
hay mayor desconocimiento que confundir el ser con el yo y creerse lo que uno es. Decimos: “Esa
persona se lo tiene muy creído”, aludiendo a su posición de infatuación. Lacan plantea que es más
loco creerse idéntico a si mismo que creerse otro que lo que se es. Llevado al extremo se puede
caer en un delirio de identidad que pretende dejar al Otro fuera de juego, como si uno pudiera
construirse una identidad que no pase necesariamente por el Otro. Es a través de la mediación del
Otro como el yo puede alcanzar su identificación, mientras que la locura es la inmediatez de la
identidad.
Notemos la diferencia entre identidad e identificación. Esta última siempre pasa por el Otro
(imaginario y simbólico) y es del orden del semblante, del parecer, y no del ser. Por eso es
fundamental en la vida que uno pueda cumplir una función de la mejor manera posible, para lo cual
necesita no creerse idéntico a esa función. El analista encarna el lugar del sujeto supuesto saber
para su paciente, pero cometería un error enorme si creyera serlo. Del mismo modo, el juez, el
educador, el medico y tutti cuanti.

Aquel que, sin embargo, cree que es idéntico a sí mismo y que esa identidad la ha creado sin la
mediación del Otro, encontrará en el dispositivo analítico un remedio a ese delirio, al hacer pasar
su padecimiento por el analista en la posición de Otro. Cuando el psicótico consiente a la
mediación del analista, se queda durante años, y de este modo comienza a incluirse en el discurso
universal. En ese sentido, el psicótico empieza a “curarse” cuando deja de pensar que él es único
en el mundo. Lección clínica que es fundamental conocer para no confundir el delirio de identidad
con la singularidad del síntoma de cada uno.

Por otra parte, Lacan nos advierte de la afinidad estructural que existe entre la locura del yo y la
posición de víctima. Si me identifico con mi yo, estoy destinado a ser una víctima del orden del
mundo que no me reconoce.

Es en este nivel imaginario que se comparten ciertos sentimientos y se producen los efectos de
contagio identificatorios. La exaltación de lo emotivo provoca un efecto de mutua influencia, hasta
el punto de borrar los límites que diferencian a cada uno, en una suerte de reacción simpática
primitiva. Con la identificación imaginaria al sentimiento que vemos en el otro, se pierde el espíritu
crítico, y uno se deja invadir por una emoción común, tanto más contagiosa cuanto más elemental
y primitiva es. El efecto de homogeneización es tan grande que al final llegamos a aullar como
lobos[4], pero no estamos para nada en el instinto animal sino en la alienación colectiva de los que
hablan.
Además de estas identificaciones imaginarias, están las identificaciones simbólicas que proceden
de un Otro con mayúscula, que no está en un plano simétrico, como el semejante, sino que
representa una verdadera alteridad.

2. La Potencia de lo simbólico
La palabra tiene un poder enorme, incluso mágico, que induce a la destrucción, pero también a la
calma. Su potencia tiene mas fuerza que la naturaleza y que los poderes sobrenaturales, pues Dios
mismo es un hecho de palabra.

Si hasta este momento nos hemos referido al yo ideal, ahora hemos de entender sobre qué base
se constituye. Freud descubre una matriz simbólica que sostiene la edificación imaginaria, y le da
el estatuto de una nueva instancia a la que denomina el Ideal del yo.
¿De qué se trata ? Es la mirada del adulto que sostiene al niño ante el espejo la que certifica que
esa imagen es él, y de este modo le otorga un lugar en el mundo. El Otro simbólico actúa como
mediador en la relación entre el yo y su semejante. Frente a la lucha a muerte entre dos yos que
rivalizan por el prestigio se interpone el pacto de la palabra que, a veces, impide que la sangre se
vierta.

Freud plantea que el niño en su estado inicial vive en el autoerotismo sin tener en cuenta al otro,
siendo la identificación la manifestación más temprana de un lazo afectivo hacia otra persona. Para
explicar el proceso de las identificaciones Freud inventa un mito: El Complejo de Edipo. La gran
divulgación del Complejo de Edipo lo convirtió en un relato de amores y odios, pero no es este su
fundamento. Más bien se trata de una maquinaria simbólica e imaginaria en la que se deciden los
fenómenos de identificación que conformarán la posición subjetiva de cada quien y su identidad
sexuada. Cierto es que algunas personas no pasan por este entramado simbólico, y carecen de las
denominadas identificaciones edípicas. Son los casos de psicosis, en los que se padece de un
vacío identificatorio que solo puede compensarse con la pura imitación al semejante, o con el
delirio de identidad megalomaníaco jque es una suerte de Ideal del yo desorbitado.

En el Complejo de Edipo, tanto el niño como la niña toman a la madre como objeto de sus
tendencias libidinosas y al padre como representante de un ideal al que identificarse. Ahora bien,
este proceso no se produce sin perturbaciones y conflictos, dando lugar a los síntomas que
caracterizan a las neurosis. Dicho de otro modo, nunca es normativizante.
El Ideal del yo cumple una función de observación del yo desde un lugar de autoridad. Es ese lugar
desde el cual nos sentimos mirados, y ante el que pretendemos resultar amables. En el estadio del
espejo hemos de subrayar la enorme importancia del gesto del niño, cuando al mirar su imagen en
el espejo, gira su cabeza hacia el Otro para certificar su valor. Bastará con un signo de
asentimiento del Otro, que representa la elección de amor, para que el sujeto pueda operar en el
campo de la palabra y adquiera su primera identificación. Pero no solo se trata de esa mirada de
deseo, sino que además están las palabras que la acompañan. Esas palabras que proceden
inicialmente del discurso familiar pero también del discurso social al que pertenecemos.

La experiencia analítica demuestra algo muy interesante, y es que cuando le pedimos al analizante
que cumpla con la regla de la asociación libre poniendo en palabras todo lo que le venga al
pensamiento, sin censuras ni disimulos, nos encontramos con la insistencia de la misma historia, la
misma queja, los mismos significantes que se repiten una y otra vez. Cada analizante muestra una
especie de guión preestablecido que estrecha el marco vital en el que se desenvuelve.

Es notable hasta qué punto es determinante en la vida de un sujeto aquellos dichos del Otro que
tuvieron un carácter oracular. “Este niño será un gran hombre o un criminal”, pronosticó el padre
del Hombre de las ratas cuando este famoso paciente de Freud solo tenía seis años, y fue lo que le
condujo a desarrollar una intensa sintomatología destinada a verificar o a desmentir la profecía
paterna.

Es decisiva, sobre todo, la interpretación o la captación que cada sujeto hace del deseo de sus
padres respecto a su existencia. Son marcas que dejan una huella indeleble. La más dolorosa, sin
duda, es la que produce el sentimiento de no haber sido deseado. También las que afectan a
nuestra sexuación, es decir, si uno fue deseado como niño o como niña. Hay palabras que,
recortadas del discurso de los padres, provocan un efecto sorprendente, y uno se pregunta por qué
esa palabra y no otra. A veces son sentencias fuertes del estilo de “tu serás siempre……”, pero en
ocasiones son palabras aparentemente anodinas las que cobran una resonancia fundamental. Este
enunciado se convierte en un significante amo que comanda los avatares de la vida del sujeto.

Con los significantes fundamentales el sujeto construye su propio fantasma, aquel que fija la
distintas identificaciones que vienen del Otro en una suerte de esquema con el que se interpretan
los hechos de la vida. Ese fantasma está destinado a atravesarse en el análisis, pues coloca al
sujeto en una posición que nunca le es favorable.

Lo interesante es que las identificaciones pueden caer sin que uno se vuelva loco por ello. También
se pueden cambiar por otras como sucede en algunas mujeres que se identifican al fantasma de su
partenaire de turno. Les recomiendo el cuento de Chejov titulado “amorcito”

En el ámbito social comprobamos cómo los fenómenos de masa dan cuenta del poder del discurso.
La multitud se deja llevar por aquellas palabras que consuenan con las fantasías con las que cada
uno se fabrica su propia realidad psíquica. Desde distintas disciplinas se ha estudiado la figura del
líder y sus efectos sobre las masas que, no pudiendo vivir sin la figura del amo, muestran un
verdadera sed de obedecer.

Ahora bien, la enorme complejidad de los procesos de identificación no puede ser concebida
mediante una sencilla topología que separa lo interior de lo exterior. Algo así como “mi yo interno y
las influencias que me llegan del exterior familiar o social”. Lacan acuñó el neologismo “extimidad”
para dar cuenta de la excentricidad de uno consigo mismo. Pareciera que el sujeto está gobernado
desde el exterior, cuando es el interior quien comanda, solo que se trata del inconsciente como un
interior externo y desconocido, una especie de Alien que nos habita, más Otro que ningún Otro y
más intimo que mi propio yo.
3. La fijeza de lo pulsional
Hasta ahora he subrayado que el sujeto nunca es idéntico a sí mismo, que es vacío, evanescente y
sufre de fluctuaciones identificatorias que le podrían hacer tan volátil como una hoja al viento. Sin
embargo, hay sujetos que parecen más bien petrificados y en todos tropezaremos con algo
inamovible. ¿Dónde se encuentra aquello que otorga al sujeto un peso específico? Hay algo que
sin ser idéntico a sí mismo, le da una densidad, una fijeza, una suerte de núcleo central donde
hallaremos su diferencia absoluta.[5]
Nada de lo que hemos dicho hasta ahora sobre las identificaciones se sostendría sin el trasfondo
de las pulsiones y del goce. No solo están las imágenes y los significantes, también cuenta -y
mucho- un objeto muy especial, el objeto a, al que se engancha un modo de goce anti-humanista,
como decía Lacan, en tanto no tiene en cuenta al otro, ni se rige por ningún orden de fraternidad.
El destino de las identificaciones en análisis
Si los psicoanalistas pos-freudianos pensaban la salida del análisis por la vía de la identificación
del paciente al ideal del yo representado por el analista, Lacan se opuso insistentemente y desde el
principio de su enseñanza a esta solución.

¿Qué suerte de infatuación le da al analista el derecho a proponerse como modelo de vida? El


destino de las identificaciones en análisis ha de ser otro porque solo franqueando la pantalla
engañosa de las mismas se puede conducir al sujeto hasta su goce más propio, ese que no
depende de la alienación a los Otros, y donde reside lo más intimo y a la vez lo más ajeno de uno
mismo.

Ahora bien, la alienación inconsciente del sujeto a los significantes amo no desaparece por
decreto, no basta con aplastar la superstición para temperar los efectos de la creencia sobre el ser
hablante. Por esta vía no se puede alcanzar la separación, es necesario acceder a la única seña
de identidad del sujeto que es su núcleo de goce. Solo cuando esto ocurre al final del análisis se
puede alcanzar un verdadero ateísmo por la caída definitiva de aquellos significantes amos que
están comprometidos en la compulsión a la repetición de lo peor.

Es a través del amor de transferencia como podemos llegar hasta ese objeto a que habita tras la
imagen. El amor no solo es narcisista, también está ligado a la pulsión, y nos ofrece una posibilidad
operativa para que el análisis no se reduzca a la obtención de saber, asunto de inconsciente, sino
que también produzca cambios a nivel del goce. De este modo el goce autoerótico consiente a
embarcarse en los asuntos del deseo y a producir, parafraseando a Rimbaud, un nuevo amor.
Finalmente, hay algo que no es susceptible de cambiar, ni de desprenderse, ese hueso que resta
al término de la operación analítica, y donde podemos situar lo que singulariza una existencia. Se
trata del síntoma propio, no de los síntomas que se han adquirido por alienación al Otro y que se
resuelven a lo largo de la cura, sino de ese síntoma donde se alberga un modo de goce personal e
intransferible que no se dirige al Otro. En ese modo de gozar encontramos lo más parecido a una
huella de identidad sin Otro. El misterio insondable de cada elección de vida, que ya no se deja
interpretar como el resto de las identificaciones, pero que nos permite pensar qué hacer con las
mismas.

Se trata de darle al análisis una vuelta más de tuerca, una vez que hemos llegado a la caída de las
identificaciones y que se han cuestionado las supuestas identidades. Al final de un análisis es
necesario captar cuál es el síntoma para hacerlo trabajar a nuestro favor. A eso lo llamamos
identificación al síntoma y daría para otras muchas conferencias.
Rosa López

Conferencia dictada en el Nucep el día 14 de septiembre 2017

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