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LA CURIOSIDAD Y EL GATO
Guillermo Boido

1 Ante el solemne panorama de la cultura humanística tradicional, el científico y el


tecnólogo suelen sentirse un tanto intimidados. ¿Por qué, se nos pregunta a veces,
quienes dedican sus esfuerzos a la investigación científica o técnica no parecen
hallarse, en lo cultural, en un pie de igualdad con el escritor o el artista? ¿Por qué
difieren radicalmente las notas y comentarios que se les dedican a cada uno en los
periódicos? Al escritor se lo considera depositario de toda problemática imaginable:
el compromiso del intelectual, la crisis ecológica, la política económica de turno, el
dilema del ser o la violencia en el fútbol. Al científico, si se lo interroga, se lo
interroga sobre tecnología y, sólo a veces, sobre ciencia. Se supone, al parecer, que
en razón de su extrema especialización es incapaz de ofrecer una Weltanschauung
tanto o más rica que la del artista o el filósofo. Las excepciones, que incluyen al
cardiólogo de moda y al pediatra estrella, semejan más bien gentes que, si bien
saben ciencia o tecnología, en realidad se han pasado al otro bando.

2 Dicho de otro modo, al escritor se le exigen juicios de valor; al científico,


información. Como quien dijera: zapatero a tus zapatos. El suplemento "cultural" de
los periódicos trata de novelistas, pintores y filósofos de índole varia; el que se
ocupa de "ciencia y tecnología" trata de neumáticos. La Europa del siglo XIII,
recuerda Lynn White, creó a un tiempo una forma poética, el soneto, y una
innovación técnica, el botón. Nuestra educación tradicional nos exige honrar al
soneto y menospreciar al botón, si bien ambos son objetos culturales según el
entender del antropólogo, para quien es cultura todo aquello que el hombre agrega
a la naturaleza. Ambos, el soneto y el botón, resultaron de actos creadores y
satisficieron genuinas necesidades humanas, pero se nos ha enseñado que ambos,
el soneto y el botón, conllevan valores intrínsecos muy distintos. Una concepción
normativa de la cultura detecta en el soneto la capacidad de "elevar la vida" o
"enriquecer el espíritu", mas nada semejante ocurre con la modesta condición
terrena del botón. Con respecto al soneto, esto poco prueba: compárese a Quevedo
con tanto insufrible sonetista de suplemento y se verá. Con respecto al botón, esto
prueba que quienes jerarquizaron y codificaron los valores, allá por la Edad Media,
no fueron humildes campesinos que en el duro invierno se abrigaban con gabanes
abotonados, sino más bien aristócratas para quienes la cultura y la educación eran
emolumentos de una buena vida que no exigía el uso de las manos. Así, los valores
inherentes al trabajo material, a la tecnología y a las artes manuales fueron
expulsados con desdén del prestigioso orbe de la ética. Como quien dice: zapatero
a tus zapatos.

3 La curiosidad es la madre del conocimiento. Pero la curiosidad, sentencia un dicho


popular, mató al gato. Esta es la ambivalencia de la ciencia y la tecnología
modernas ante los ojos del profano. Se nos dice cómo es el interior de una estrella;
se nos fabrican maravillosos fármacos para disminuir la elevada presión arterial.
Pero al mismo tiempo comprobamos que la opresión política y social no cede, que
masas hambrientas agonizan en el mundo, que vivimos al borde de una catástrofe
ecológica o nuclear. ¿Cuál es la responsabilidad que atañe a la ciencia y a la
tecnología en el diseño de este trágico estado de cosas? Desde antiguo se sospecha
que el conocimiento es una caja de Pandora cuya apertura supone imprevisibles
cataclismos: Prometeo, Adán y Eva, Fausto, son algunas ilustres víctimas de tales
episodios. Nuestra sociedad actual está impregnada de la escisión entre el afán de
obtener más saber y poder, y el temor de llegar a adquirirlos. Hemos convertido a
la ciencia en un fetiche, y hoy la ciencia se ha distanciado de la sociedad, se ha
ausentado del hombre concreto y el científico se ha vuelto, para decirlo con
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palabras de Jacob Bronowski, "el extranjero misterioso, la voz desprovista de


emoción, el experto y el dios". No ha creado la guerra, pero ha multiplicado el
poder de los mercaderes de la muerte. No ha creado la injusticia ni la estupidez,
pero ha brindado medios para incrementar la eficacia de la opresión y la
masificación de la estulticia. ¿Quién podría confiar en él, en un mundo desgarrado
por la irracionalidad y la pasión? ¿Cómo ignorarlo, en un mundo dependiente de la
tecnología científica hasta el extremo de que miles de millones de seres morirían de
inanición sin ella? La curiosidad que alimenta al gato, ¿acabará por matar al gato?

4 Digámoslo de una buena vez: los sagrados preceptos del viejo humanismo no
satisfacen el hambre; la agricultura, sí. Los dueños históricos de la ética, que no
han sido nunca científicos, técnicos o artesanos, han predicado en demasía la
necesidad de una vida virtuosa a quienes, en razón de las condiciones de su
existencia social, difícilmente puedan considerarse a sí mismos como seres
razonablemente vivos. Ninguna exhortación desde un púlpito impedirá que los
señores de la guerra hagan su cotidiana movida de ajedrez en un tablero macabro.
La política necrofílica de nuestro tiempo ignora a la vez las necesidades materiales
y afectivas del hombre concreto y las monsergas de una ética concebida para un
mundo que no existe. El nuestro ha sido modelado por revoluciones industriales,
pero aún creemos que podemos eximir de juicio ético y político a los productores de
la ciencia y de la técnica que les presta fundamento. Al amparo de este
malentendido, algunos de ellos aún pretenden vivir en el espléndido aislamiento del
pasado, y para ellos la prédica de hombres como Russell, Einstein o Pauling sigue
girando en el vacío, por indiferencia, por complicidad, por temor a malquistarse con
el amo. Y también se dicen: zapatero a tus zapatos.

5 Demeter personificaba para el griego a la tierra dispensadora de frutos. La


molienda del trigo, cuenta Pierre Ducassé, era encomendada prevalentemente a las
mujeres, hasta que la invención del molino de agua, en el siglo II a.C., las liberó de
esa agobiante y monótona carga. Un anónimo poeta supo reconocer la
espiritualidad del molino: Retira tus manos de la muela, molinera; duerme mucho,
aunque el canto del gallo anuncie el día, pues Demeter encargó a las ninfas el
trabajo que realizan tus manos. Esta es una lección que debemos aprender: el valor
positivo o negativo que ofrece la técnica radica en su capacidad, respectivamente,
de liberar o esclavizar al hombre concreto. Cuando la lanzadera camine sola, decía
irónicamente Aristóteles, los esclavos serán innecesarios. Las ideologías
democráticas y las gestas de liberación política y social de los siglos XVIII y XIX,
que posibilitaron la abolición de la esclavitud, desdeñaron los valores de un
humanismo decadente y convirtieron al científico y al técnico en protagonistas.
Difícilmente hubieran logrado su objetivo sin la complicidad de la ciencia
experimental y la tecnología, gracias a las cuales al fin la lanzadera caminó sola. Y
esta es otra lección de la historia: la decisión de escoger entre un valor positivo o
negativo de la técnica es una decisión política.

6 Somos lo uno y añoramos lo otro: tal es nuestra alteridad, la condición del amor,
de la fraternidad, del arte. Nada podrá sustituir al Quijote o a la Misa en si menor
de Bach. Pero sus valores, y aquellos emergentes de la ciencia y de la tecnología,
deben ser hoy reformulados en términos de una renovada concepción del
humanismo. Hemos comprendido que el soneto y el botón son, ambos, cara y cruz
de una misma y milenaria búsqueda fundacional de la libertad humana.
Entendemos al humanismo como un quehacer ético incesante, autocorrectivo y
militante. Exigimos que sus normas morales sean propuestas a modo de técnicas
de convivencia social, factibles de análisis crítico, capaces de garantizar la
integridad personal del hombre y de preservarla de toda coacción, externa o
interna. En esta tarea, el papel de las ciencias naturales y sociales, y de sus
tecnologías, es definitorio e irreemplazable. El viejo humanismo, desdeñoso de
ellas, mostró ser inoperante; el actual desarrollo técnico sin presencia humana
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puede ser suicida. Si esto es así, ¿por qué el científico y el técnico han de sentirse
intimidados ante un solemne panorama de ideas inertes y valores perimidos? La
ciencia es un bien cultural en sí misma, fuente de goce cognoscitivo y estético. La
elección de las metas a las que han de adecuarse las normas de un neohumanismo
supone, no menos que sensibilidad social, conocimiento físico, biológico,
psicológico, antropológico. En materia de cursos de acción, una gran variedad de
metodologías originadas en la ciencia (las que derivan, por ejemplo, de la teoría de
la decisión) pueden ser aplicadas al análisis crítico de la práctica política y social.
Para el científico y el técnico neohumanistas la tarea es dura: involucra el
compromiso, la intransferible responsabilidad del acto, riesgos, el abandono de su
espléndido aislamiento. Pero a la vez esta empresa los volverá ciudadanos plenos
de su país y del mundo, y podrán desempeñar el papel protagónico que hoy el
periodismo y la opinión pública les niega, y que, reiterémoslo, nunca han querido o
logrado asumir en su total integridad.

7 Si el proyecto neohumanista se concreta, vendrá la hora en que también al


científico y al técnico, no menos que al escritor, al artista o al filósofo, se los
considere depositarios de toda problemática imaginable. Quizás no den respuesta al
dilema del ser, pero en cambio serán escuchados acerca del compromiso del
intelectual, la crisis ecológica, la política económica de turno y aun la violencia en el
fútbol. Nuestro mundo inarmónico, escribe Ducassé, tiene sed de reglas simples y
justas; nuestra existencia peligrosa reclama un arte de vivir valiente y
comprensivo; técnicas del espíritu más difíciles de determinar que, las de la
materia pero que tienden a los mismos fines. Tal es el desafío que afrontan los
hombres de buena voluntad en una sociedad que ha extraviado su identidad ética.
Que es como decir: la curiosidad mató al gato, pero aún tenemos la oportunidad de
probar que no necesariamente ha de matar al hombre.

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Publicado en Novedades de Eudeba, a.1, n.3, setiembre 1985


Escrito con motivo de la reimpresión por Eudeba de Historia de las técnicas, de Pierre
Ducassé

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