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Nuestra

Búsqueda
de la
Felicidad
UNA INVITACIÓN
PARA CONOCER
LA IGLESIA DE
JESUCRISTO
DE LOS SANTOS DE
LOS ÚLTIMOS DÍAS

M. Russell Bailará

http://Los-Atalayas.4shared.com/

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Nuestra Búsqueda de la Feliádad
M. Russell Ballard
Desde el principio de los tiempos, hombres y mujeres han estado buscando una respuesta
a las preguntas más desconcertantes de la vida:
• ¿Quién soy yo?
• ¿De dónde he venido?
• ¿Qué significado tiene la vida?
• ¿Tiene Dios, acaso, un plan para mí?
• ¿Qué relación tengo yo con Jesucristo?
• ¿Qué propósito hay en todo lo que hago?
• ¿Cómo puedo encontrar la paz y la
felicidad?
Al considerar el mundo tan repleto de confusión e incertidumbre en el que vivimos, ¿a
quién no le interesaría saber por qué estamos en este planeta? Y ¿a quién no le agradaría
encontrar hoy mismo la paz y la felicidad— una felicidad que supere los problemas y las
tragedias de esta vida?
Afortunadamente, existen respuestas para estas preguntas.
En su obra Nuestra Búsqueda de la Felicidad: Una Invitación para Conocer La Iglesia
de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, M. Russell Ballard propone que el
significado de la vida no se encuentra en la filosofía ni en suposiciones, sino en la verdad
divinamente revelada.
Este libro ofrece explicaciones razonables y concisas acerca de nuestra relación con Dios,
cuánto nos ama y cómo podemos comunicarnos con El, la función de Jesucristo como
nuestro Salvador y Redentor, cuál es el propósito de la vida, cómo puede la familia llegar a
ser eterna, y en qué manera podemos lograr la felicidad que anhelamos—conceptos éstos
que el Señor reveló al mundo al restaurar la plenitud de Su evangelio por medio de La
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles, el élder M. Russell Ballard posee las
credenciales necesarias para traernos este mensaje. Ha dedicado gran parte de su vida a la
enseñanza del evangelio, comenzando en 1948 al servir como misionero en Inglaterra. En
1976, el élder Ballard se encontraba sirviendo como Presidente
de la Misión Canadá Toronto cuando fue llamado al Primer
Quórum de los Setenta. Tiempo después, como miembro de la
presidencia de dicho quórum, ocupó el cargo de Director
Ejecutivo del Departamento Misional de la Iglesia.
Durante los años en que el élder Ballard sirvió en el Consejo
Ejecutivo Misional, se efectuó una revisión de todos los
materiales de proselitismo y capacitación de la Iglesia. Como
parte de ello, comenzaron a utilizarse más ampliamente los
medios de publicidad e información, y se produjeron videos
tales como "El Plan de Nuestro Padre Celestial" y "Juntos para
Siempre", los cuales se difundieron en todo el mundo.
El élder Ballard y su esposa, Barbara, tienen siete hijos.

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CONTENIDO

RECONOCIMIENTOS 3
INTRODUCCIÓN
El Principio de la Comprensión 4
CAPITULO UNO
La Iglesia de Jesucristo 8
CAPITULO DOS
La Apostasía 16
CAPITULO TRES
La Restauración 21
CAPITULO CUATRO
El Libro de Mormón 25
CAPITULO CINCO
El Sacerdocio de Dios 30
CAPITULO SEIS
El Plan Eterno de Dios 39
CAPITULO SIETE
Los Artículos de Fe 45
CAPITULO OCHO
Los Frutos del Evangelio 55
CONCLUSIÓN
El Ancla de la Fe 64

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RECONOCIMIENTOS
La producción de este libro ha requerido mucho tiempo y agradezco a todos aquellos que me han
animado y que han contribuido en diversas maneras para lograrlo. Varios de mis colegas y amigos
han leído los textos originales a través de su desarrollo, ofreciendo sugerencias que han enriquecido
considerablemente su contenido. Este libro ha resultado ser mucho mejor gracias a dicha ayuda.
En particular, agradezco a los representantes de otras religiones, hombres y mujeres que tuvieron
la buena voluntad de leer los textos originales. Sus impresiones personales y sus comentarios han
sido de gran ayuda para que este libro sea claro, comprensible y, así lo espero, que no le resulte
ofensivo a nadie.
Aunque es siempre arriesgado referirse sólo al esfuerzo de ciertas personas, aprecio en gran
manera a mi secretaria, Dorothy Anderson, quien, incansablemente, recopiló material informativo y
efectuó un amplio examen. La ayuda y consejos de Joe Walker impulsaron el desarrollo de esta obra.
Ron Millett, Eleanor Knowles, Sheri Dew, Kent Ware y Patricia Parkinson, todos de Deseret Book,
alentaron el proyecto desde el principio y contribuyeron a que el manuscrito se convirtiera en libro.
Del mismo modo, agradezco a mi esposa, Barbara, su paciencia y amoroso estímulo.
No obstante las contribuciones y sugerencias de tantas personas, yo asumo completa
responsabilidad por el contenido de este libro.

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EL PRINCIPIO DE
LA COMPRENSIÓN
INTRODUCCIÓN

Consideremos por un momento la palabra comprensión.


Es, en realidad, una palabra simple—una palabra que utilizamos casi todos los días. Pero
significa algo verdaderamente extraordinario. Mediante la comprensión podemos fortalecer nuestras
relaciones, revitalizar vecindarios, unificar naciones y aun traer la paz a este mundo perturbado en el
cual vivimos. Sin la comprensión, la consecuencia es, a menudo, el caos, la intolerancia, el odio y la
contienda.
Esto es, en otras palabras, la incomprensión.
Si tuviera que escoger un término para describir mi propósito en escribir este libro, sería la
comprensión. Más que nada, deseo que quienes lean estas páginas—en especial aquellos que no son
miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días-—comprendan mejor a la
Iglesia y a sus miembros. Esto, en realidad, no quiere decir que mi objetivo sea que cada lector se
una a la Iglesia o que acepte nuestras doctrinas y costumbres—aunque sería yo deshonesto si no
reconociese que, si así fuere, ello me causaría un gran placer. Pero ése no es el propósito de este
libro, sino lograr el entendimiento y la comprensión, y no la conversión. Esta obra persigue más el
deseo de establecer lazos de confianza, aprecio y respeto, que el interés de aumentar el número de
miembros de la Iglesia.
Tal comprensión debiera comenzar con nosotros mismos: usted, lector y yo.
A fin de poder comprenderme y entender un tanto mejor mi punto de vista, quizás le interese
saber que yo nací en la época de la llamada Gran Depresión, lo que significa que los primeros años
de mi vida transcurrieron dentro de una época en que las cosas eran más difíciles y económicamente
más severas que en la actualidad. Pude observar cuánto debieron luchar mis padres para mantener a
nuestra familia y ello tuvo un efecto muy particular en mí. Fui a la escuela pública, asistí a la
universidad y luego conocí a Barbara, una mujer maravillosa, me casé con ella y es hoy la madre de
nuestros siete hijos. Desde el punto de vista profesional, he participado en el negocio de bienes
raíces, en inversiones monetarias y en el comercio de automotores, siendo también propietario de
una agencia de ventas de automóviles, hasta 1974, cuando fui llamado a servir como presidente de
una misión y como líder eclesiástico de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Mi familia y yo hemos experimentado tiempos buenos y tiempos malos, éxito y fracasos; hemos
pasado por momentos de felicidad y también de tristezas.
¿Qué experiencias ha tenido el lector? Muy probablemente nunca nos hayamos conocido, pero estoy
seguro de que ambos tenemos muchas cosas en común. Es posible que a usted le preocupen los
acontecimientos del mundo, que le inquieten los conflictos entre las naciones y dentro de los mismos
países, la inestabilidad económica y social, y los disturbios políticos. Quizás haya tenido que sufrir
alguna enfermedad grave, el infortunio o una desilusión inesperada, el desempleo o el fallecimiento
de un ser amado y, como consecuencia, esté sufriendo física, espiritual y emocionalmente. Es
probable que su familia sea para usted lo más importante del mundo. Y si así fuese, es indudable que
habrá momentos en que, al contemplar los acontecimientos de nuestra época, sentirá usted temor por
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el futuro de nuestros hijos y nietos—y en realidad, por la civilización misma.
También yo me siento así.
Si lo analizamos bien, la gente toda es muy similar. Nuestros antecedentes, cultura y situación
económica podrían diferir, y nuestras actitudes y puntos de vista podrían ser distintos. Pero en
nuestro corazón, que es lo que realmente tiene valor, somos todos muy semejantes.
Un amigo mío se hallaba en el hogar de cierta persona en un país extranjero. Apenas terminaban
de cenar y, mientras conversaban amablemente, el joven hijo de aquella persona entró súbitamente a
la sala más de una hora después de la que había convenido que volvería a la casa.
"El único idioma que hablo es el inglés," dijo mi amigo al contarme acerca de esa experiencia,
"pero pude comprender aquella breve e intensa conversación, casi palabra por palabra: El padre
preguntó al muchacho si tenía idea de la hora que era. Este respondió que no. El padre entonces le
preguntó si recordaba a qué hora debía haber regresado a la casa. El joven dijo que no. El padre le
preguntó dónde había estado. El hijo contestó que "había andado por ahí'. El padre le preguntó por
qué había regresado tan tarde, a lo que el muchacho respondió que no se había dado cuenta de la
hora que era."
Finalmente, el exasperado padre excusó a su hijo y, volviéndose hacia mi amigo, dijo: "Lo
siento mucho," y comenzó a explicarle la situación. Mi amigo lo detuvo, diciéndole:
"No es necesario que me explique nada. Entiendo perfectamente."
El hombre lo miró con cierto asombro y le comentó: "No sabía yo que usted hablaba nuestro
idioma."
"No, no hablo su idioma," respondió mi amigo, "pero sí hablo el idioma de los padres. Yo he
tenido esta misma conversación muchas veces con mis propios hijos."
Esta similitud no conoce fronteras, ya sea en lo cultural, en lo económico o en lo religioso, entre
otras, y nos hace iguales a pesar de todas nuestras diferencias. Pero no es así en cuanto a nuestra
naturaleza humana, ¿verdad? Nuestra tendencia natural es la desconfianza hacia todo lo que con-
sideramos normal y concentramos tanto nuestra atención en las pocas cosas que nos separan, que no
percibimos las muchas que tenemos en común y que debieran unirnos.
Como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles y como una de las Autoridades Generales o
ministros presidentes y administradores de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
(llamada a veces Iglesia "Mor-mona"), pienso constantemente en cuanto a la religión y el efecto que
tiene en las relaciones humanas. El amor que existe entre la gente que comparte los mismos valores
y experiencias religiosas puede llegar a ser la fuerza más satisfactoria y unificante, sólo comparable
a una familia bien cimentada y feliz. Al mismo tiempo, sin embargo, muy pocas son las cosas en la
vida que podrían dividir a la gente más que las diversas interpretaciones de la verdad religiosa. No es
necesario indagar mucho para verificar este hecho en la historia o para encontrar a alguien que nos
provea un extenso relato de las atrocidades cometidas por la gente en nombre de la religión. De
acuerdo con Samuel Davies, un clérigo estadounidense del siglo pasado, "la intolerancia ha sido una
maldición en toda época y en todo estado."
Ya sea que fuere o no una maldición, también es cierto que quienes somos religiosamente
activos (incluso muchos miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días) a
menudo nos acarreamos problemas al manifestar un entusiasmo desmedido sobre nuestra fe. A veces
solemos decir con imprudencia algo que podría ser malin-terpretado por vecinos o amigos que
pertenecen a otras iglesias. Otros podrían percibir este entusiasmo acerca de nuestras creencias como
una falta de respeto hacia las suyas, lo cual, en vez de promover el entendimiento, podría provocar
una actitud defensiva o el enfado.
Yo comprendo cuán fácilmente suceden estas cosas. Nuestros misioneros llaman a su puerta, sin
ser invitados, y le piden que los reciba en su hogar y les permita compartir con usted un mensaje
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evangélico. Sus vecinos Santos de los Últimos Días hablan mucho acerca de la iglesia, quizás
mucho más que otros amigos lo hacen de la suya. Probablemente lo hayan invitado a ir a la iglesia
con ellos o a escuchar a los misioneros en sus hogares y, en su entusiasmo, es posible que hayan
hecho alguna alusión irreflexiva en cuanto a sus creencias o modo de vivir.
Si usted ha tenido alguna vez una de estas experiencias, le ofrezco mis disculpas. Estoy seguro
de que la ofensa no habrá sido intencional. Una de las creencias más valiosas de nuestra fe se refiere
al respeto de la diversidad religiosa. Así lo enseñó José Smith, el primer presidente de nuestra
iglesia: "Reclamamos el derecho de adorar a Dios Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra
propia conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio: que adoren cómo, dónde
y lo que deseen." (Artículo de Fe número 11 de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos
Días.)
Creemos verdaderamente en ello. Así como reclamamos el derecho de adorar como queremos,
también creemos que usted tiene el derecho de adorar—o no adorar—conforme a su propio deseo.
Todas nuestras relaciones personales deben estar fundadas en el respeto, la confianza y el aprecio
mutuos. Pero esto no debería impedir que compartamos, unos con otros, nuestros sentimientos
religiosos más profundos. Aún más, quizás logremos descubrir que nuestras diferencias filosóficas
podrían sazonar y enriquecer los conceptos de nuestras relaciones, especialmente si tales relaciones
se basan en los verdaderos valores y en la sinceridad, el respeto, la confianza y la comprensión.
Particularmente en la comprensión.
Entiendo, por supuesto, que la vida no siempre resulta ser lo que debiera. El tema de la religión
podría ser muy delicado, sobre todo si se lo trata con indiferencia. Me enteré del caso de un
miembro de nuestra iglesia que se hallaba mudando a su familia a un nuevo vecindario, cuando un
vecino que estaba regando el césped, tratando de ser cordial con él, le hizo una pregunta casual:
"¿De dónde vienen ustedes?"
Nuestro miembro creyó que en la pregunta se le ofrecía una oportunidad propicia. Fue hasta la
casa de al lado y, poniendo una mano sobre el hombro del vecino, respondió: "¡Qué pregunta
interesante! ¿Por qué no viene usted con su familia a cenar con nosotros una noche de éstas para que
podamos enseñarles la verdad acerca de dónde vinimos, por qué estamos aquí y hacia dónde vamos
después de esta vida?"
No es difícil entender cómo podría alguien ser despreciado ante tal proposición. Compartir
nuestros sentimientos y creencias de naturaleza religiosa es algo muy personal y aun sagrado. No
puede hacerse con mucha eficacia si se encara de una manera arrogante. No obstante, muchos
miembros de nuestra iglesia están constantemente buscando una oportunidad para compartir el
mensaje del evangelio restaurado con sus amigos, familiares, vecinos y todo aquel que esté
dispuesto a escucharles.
¿Alguna vez se ha preguntado usted por qué? ¿Por qué están los miembros de La Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días tan ansiosos de hablar acerca de su religión, aun con
personas que parecen estar completamente felices con sus propias iglesias y su propio modo de
vivir? ¿Por qué no dirigimos nuestros esfuerzos misionales a aquellos que no pertenecen a iglesia
alguna y a los que no tienen religión, y dejamos en paz al resto del mundo? ¿Y qué hace, al fin y al
cabo, que nuestra condición de miembros de la iglesia resulte ser una pasión tan consagrada,
fundamental e inspiradora?
Este libro procura contestar esas preguntas, sincera y directamente, mediante una simple
declaración acerca de lo que creemos que es la verdad. Creo que este mensaje es enormemente
importante y que todos los hijos de Dios—y esto incluye a todo el mundo—tienen el derecho de
recibirlo para poder decidir por sí mismos si esto tiene validez alguna para ellos y para sus familias.
Mi esperanza mayor es que, una vez que haya terminado de leer este libro, usted cuente con una
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mejor comprensión—he aquí de nuevo esa palabra— del por qué nosotros sentimos esa necesidad de
compartir con otros nuestras creencias. Y si ello surte un buen efecto en su vida, aun cuando sólo sea
en cuanto a su disposición para comprender y relacionarse con sus amigos mormones y sus familias,
tanto mejor.
¿Está listo para empezar? Comencemos entonces con un enfoque de la figura central de nuestra
fe: el Señor Jesucristo.

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LA IGLESIA DE JESUCRISTO
C A P I T U L O UNO

Se estaba poniendo el sol en aquel agitado domingo en 1948, cuando me encontraba en


Nottingham, Inglaterra, durante mi primera misión para La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días. Yo acababa de tener con otros misioneros una provechosa serie de contactos, en los
que habíamos ofrecido nuestro mensaje a los transeúntes en la Plaza Nottingham.
Un caballero nos había preguntado, "¿Qué les hace pensar a ustedes, los americanos, que pueden
venir aquí y enseñarnos lo que es el cristianismo?"
Esa era una pregunta muy común y, a mi parecer, legítima. A menos que estuviéramos en
condiciones de ofrecer algún concepto o conocimiento que la gente no pudiera recibir en otro lugar,
no había en realidad razón alguna para que se nos escuchara. Afortunadamente, nosotros teníamos
ese mensaje—un mensaje único y de enorme significado eterno—y tuve la satisfacción de
responderle a aquel caballero con mi testimonio. Mantuvimos una conversación muy animada e
interesante y pude sentir el espíritu del Señor cuando le expliqué el mensaje del Evangelio de Jesu-
cristo.
Aquel espíritu me acompañaba aun al atardecer mientras, de regreso a casa, caminábamos a
orillas del río Trent.
Aquél había sido un largo día, no muy desalentador pero sí fatigante, colmado de reuniones y de los
servicios relacionados con mis funciones como líder de misioneros y miembros de la Iglesia en
Nottingham. Al caminar, podía oír el tranquilizador murmullo del río y sentir que mis pulmones se
llenaban del aire húmedo y pesado de Inglaterra. Pensaba en los misioneros confiados a mi
responsabilidad y en los Santos de los Últimos Días en Nottingham que me consideraban—a mí, un
joven norteamericano de veinte años de edad—su líder. Y también pensaba en aquel caballero y su
pregunta, y en el sincero testimonio que le ofrecí como respuesta.
Al caminar junto al río, cansado pero feliz y contento por mi labor, me acometió un profundo
sentimiento de paz y comprensión. Fue en ese preciso momento que llegué a saber que Jesucristo me
conocía, que me amaba y que guiaba nuestros esfuerzos misionales. Por supuesto que yo siempre
había creído en estas cosas, ya que eran parte del testimonio que había expresado sólo un par de
horas antes. Pero de alguna manera, en aquel instante en que las recibí como una revelación, mi
creencia se transformó en conocimiento. No había visto visión alguna ni oído voces, pero no habría
podido aceptar con mayor convicción la realidad y la divinidad de Cristo aunque El mismo se
hubiera presentado ante mí y pronunciado mi nombre.
Aquella experiencia sirvió para modelar mi vida. Desde aquél día hasta hoy, cada una de mis
decisiones importantes se ha basado en mi testimonio en cuanto al Salvador. Nunca he podido, por
ejemplo, participar en ciertas actividades profesionales que no armonizan con la manera en que
Jesús habría participado en los negocios. Hemos procurado fundamentar toda decisión familiar de
importancia en lo que el Señor esperaría de nosotros—no importa lo que fuere. Aun nuestras
relaciones personales han estado cimentadas en el amor—el amor a Cristo y Su amor por nosotros.
Así es todo cuando Jesucristo constituye algo real en nuestra vida. No es que El nos haga hacer
cosas que de otro modo no haríamos, sino que tenemos la disposición a hacer lo que El mismo haría
y responder como respondería, a fin de poder vivir nuestra vida en armonía con la Suya. Y es muy
interesante lo que sucede cuando uno trata de seguir las huellas de Cristo. Si nos concentramos en
tratar de proceder como El lo hiciera—con amor y caridad, sirviendo y obedeciendo a cada paso—
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un día podremos darnos cuenta de que Su sendero nos habrá conducido directamente hasta el trono
de Dios. Porque éste es y ha sido siempre Su propósito y misión: guiarnos hacia nuestro Padre
Celestial, a fin de que podamos morar con El en Su hogar eterno.
Sin embargo, en lo que respecta a los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días, esa misión del Salvador no comenzó en la cuna de un pesebre de Belén. Antes bien se
remonta a un tiempo mucho más lejano, cuando todos vivíamos como hijos espirituales de nuestro
Padre Celestial. No teníamos entonces un cuerpo de carne y huesos como tenemos ahora, sino que la
esencia de nuestro ser—o en otras palabras, nuestra persona espiritual—existía con el resto de los
hijos espirituales de nuestro Padre Celestial.
Jesús era el mayor de estos espíritus, el primogénito (Salmos 89:27), y ocupaba un lugar de
honor con el Padre "antes que el mundo fuese" (Juan 17:5). En Su condición de tal, ayudó a poner en
práctica el plan que nos traería a la tierra, donde obtendríamos un cuerpo físico y experimentaríamos
las vicisitudes de la vida mortal, a fin de poder desarrollar nuestra capacidad para obedecer los man-
damientos de Dios, una vez que los hubiéramos recibido y entendido. Jesús, conocido por el nombre
de Jehová en el Antiguo Testamento (y para entender este concepto en las Escrituras, compare Isaías
44:6 con Apocalipsis 1:8, Isaías 48:16 con Juan 8:56-58, e Isaías 58:13-14 con Marcos 2:28), aun
ayudó a crear la tierra en la cual vivimos (véase Juan 1:1-3 y Colosenses 1:15-17); y como uno de
los tres miembros de la Trinidad compuesta por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, Jesús
representó al Padre Celestial en Sus comunicaciones con los profetas y patriarcas de la antigüedad.
Cuando llegó el momento en que había de nacer en la carne, Jesús fue concebido como el
"unigénito del Padre." (Juan 1:14.) Por medio de Su madre, María, recibió algunas de las debilidades
propias de los seres mortales, las cuales habían de ser de gran importancia para Su misión preorde-
nada, y tantas veces predicha, de tener que sufrir y morir por los pecados de toda la humanidad. Por
medio de Su Padre Eterno, recibió asimismo ciertos poderes exclusivos de la inmortalidad, lo que le
proporcionó la capacidad para vivir una vida sin pecado y, finalmente, superar los efectos de Su
propia muerte y de la nuestra.
Usted estará probablemente familiarizado con el relato bíblico de la vida y ministerio de Cristo.
Sus amigos mor-mones creen cabalmente en esa historia y también en algunas informaciones
adicionales que se encuentran en el Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo. Más adelante
nos referiremos al Libro de Mormón con mayores detalles, pero por ahora sólo quiero citar una parte
de su portada en la que se informa a los lectores que una de las principales razones por las que se
preservaron los pasajes sagrados que el libro contiene es "convencer al judío y al gentil de que Jesús
es el Cristo, el Eterno Dios, que se manifiesta a sí mismo a todas las naciones."
El hecho de que Jesucristo había de ser el centro mismo de adoración para los cristianos en todo
el mundo es, en sí, un milagro. Porque, en realidad, la misión terrenal del Salvador fue breve. Su
vida mortal duró treinta y tres años, y Su ministerio eclesiástico solamente tres. Pero en esos últimos
tres años enseñó a la familia humana todo lo que debemos hacer para poder recibir las bendiciones
que nuestro Padre Celestial nos ha prometido a cada uno de nosotros, Sus hijos. Mediante Su fe y Su
autoridad, el Salvador realizó milagros maravillosos, desde la conversión de agua en vino en la
fiesta de bodas de Caná hasta la resurrección de Lázaro. Y concluyó Su ministerio humano
consumando el hecho más increíble en la historia del mundo: la Expiación.
Es imposible describir con palabras el significado cabal de la expiación de Cristo. Sobre este
tema se han escrito innumerables volúmenes. Permítame, no obstante, que para nuestro objetivo,
explique en términos breves y sencillos lo que la expiación de Jesucristo significa para mí—y lo que
podría significar para usted.
Recuerdo haber leído una vez algo acerca de un bombero en una ciudad de los Estados Unidos,
el cual había acudido al rescate de varios niños atrapados en el incendio de una vivienda. Mientras
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sus camaradas luchaban para evitar que el fuego se propagara a otros edificios adyacentes, aquel
hombre entraba y salía repetidamente en la casa, sacando cada vez a un niño en sus brazos. Después
de rescatar a cinco niños, se lanzó de nuevo hacia aquel infierno. Los vecinos le gritaban que no
había ya ningún otro niño en esa familia, pero él insistió en que había visto a una criatura en una
cuna y entró corriendo en medio del violento incendio.
Momentos después de que el bombero hubo desaparecido entre las llamas y el humo, se produjo
una terrible explosión que sacudió el edificio, derrumbándolo. Pasaron varias horas antes de que los
bomberos pudieran localizar el cadáver de su colega. Lo encontraron en uno de los cuartos, cerca de
una cuna y protegiendo con su cuerpo un muñeco—casi intacto—del tamaño de un niño.
Para mí, ésta es una historia asombrosa. Me emociona pensar en la devoción de aquel valeroso y
abnegado bombero, y agradezco que en el mundo haya hombres y mujeres dispuestos a arriesgar su
vida para beneficio de otros.
Ante tal ejemplo de heroísmo, sin embargo, pienso en el acto más heroico de todos los tiempos
que el propio Hijo de Dios llevara a cabo en favor de la humanidad. En un sentido verdaderamente
real, toda la humanidad—en el pasado, el presente y el futuro—se encontraba atrapada tras una
muralla de llamas atizadas e intensificadas por motivo de nuestra propia incredulidad. El pecado
separaba de Dios a los mortales (véase Romanos 6:23) y así había de ser para siempre a menos que
se contara con un medio que apagase las llamas del pecado y nos rescatase de nosotros mismos. Esto
no iba a ser fácil, porque requería el sacrificio de un Ser inmaculado que estuviera dispuesto a pagar
el precio de los pecados de toda la humanidad, entonces y para siempre.
Afortunadamente, fue Jesucristo quien desempeñó con heroísmo el papel más importante en dos
escenarios de la antigua Jerusalén. El primer acto lo ofreció en silencio y de rodillas en el Jardín de
Getsemaní. Allí, en aquella soledad apacible entre olivos retorcidos y sólidas rocas, y en una manera
tan increíble que ninguno de nosotros puede comprender cabalmente, el Salvador tomó sobre Sí los
pecados del mundo. Aun cuando Su vida era pura y sin mácula, El pagó el precio de los pecados—
los de usted, los míos y los de todo ser mortal. Su agonía mental y emocional fue tanta que causó
que sudara sangre por cada poro de Su piel (véase Lucas 22:44). Y sin embargo, lo hizo por voluntad
propia a fin de que todos pudiéramos tener la oportunidad purifi-cadora del arrepentimiento
mediante la fe en Jesucristo, sin la cual ninguno de nosotros sería digno de entrar en el reino de
Dios.
El segundo acto tuvo lugar pocas horas más tarde en las cámaras de tortura de Jerusalén y en la
cruz del monte Calvario, donde Jesús sufrió la agonía de un riguroso interrogatorio, crueles azotes y,
en la crucifixión, la muerte. Nuestro Salvador no tenía por qué padecer esas cosas. Como Hijo de
Dios, tenía poderes para alterar la situación en muchas maneras. No obstante, permitió que lo
golpearan, se abusara de El, lo humillaran y le quitaran la vida a fin de que todos nosotros
pudiéramos recibir el inapreciable don de la inmortalidad. El sacrificio expiatorio de Jesucristo fue
una parte horrorosa pero indispensable del plan que nuestro Padre Celestial tenía en cuanto a la
misión terrenal de Su Hijo. Merced a que Jesús padeció la muerte y triunfó luego sobre la misma en
virtud de Su resurrección, todos nosotros recibiremos el privilegio de la inmortalidad. Este don se
otorga libremente a todo ser humano, no importa su edad ni sus actos buenos o malos, mediante la
gracia amorosa de Jesucristo. Y a todos los que decidan amar al Señor y demostrar su amor y su fe
en El al cumplir Sus mandamientos, la Expiación les ofrece la promesa adicional de la exaltación, o
sea el privilegio de vivir para siempre en la presencia de Dios.
Con frecuencia los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
cantan el himno "Asombro me da," cuyas palabras expresan lo que yo siento cuando considero el
benevolente sacrificio expiatorio del Salvador:
Asombro me da el amor
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que me da Jesús,
Confuso estoy por su gracia
y por su luz;
Y tiemblo al ver que por mí
él su vida dio,
Por mí, tan indigno, su sangre
se derramó.
¡Cuán asombroso es
que él me amara a mí,
rescatándome así!
¡Sí, asombroso es
siempre para mí!
Ante tal sentimiento que los Santos de los Últimos Días tienen por Jesucristo y Su maravillosa
expiación, quizás usted se habrá preguntado cómo es que nunca ha visto a sus vecinos mormones
luciendo al cuello una cadena con un crucifijo o por qué no usan la cruz como ornamento en los
edificios y en la literatura de su iglesia. La mayoría de los cristianos utilizan la cruz como un
símbolo de su devoción a Cristo o como una representación de Su crucifixión en el Calvario.
Entonces, ¿por qué los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no
hacen lo mismo?
Nosotros veneramos a Jesús. El es la Cabeza de nuestra Iglesia, la cual lleva Su nombre. El es
nuestro Salvador y Redentor y lo amamos mucho. Es por Su intermedio que adoramos y oramos a
nuestro Padre Celestial. Inmensa es nuestra gratitud por el poder fundamental y maravilloso que Su
expiación ejerce en la vida de cada uno de nosotros.
Sin embargo, aunque el solo pensar en la sangre que derramó por nosotros en Getsemaní y en el
Calvario llena nuestro corazón de un aprecio profundo, no es únicamente significativo para nosotros
que El haya muerto. Nuestra esperanza y nuestra fe radican en la íntima comprensión de que El vive
en la actualidad y que por medio de Su espíritu continúa guiando y dirigiendo Su Iglesia y a Su
gente. Nos gozamos en el conocimiento de un Cristo viviente y reconocemos con reverencia los
milagros que realiza hoy en la vida de todos los que tienen fe en El. Es por eso que preferimos no
atribuir tanta preponderancia a un símbolo que sólo representa Su muerte.
Nosotros creemos que únicamente si concentramos nuestra atención en el Salvador y edificamos
nuestra vida sobre los firmes cimientos que la Expiación y el evangelio nos proveen, estaremos
preparados para resistir las provocaciones y las tentaciones que son tan comunes hoy en el mundo.
En el Libro de Mormón, un profeta llamado Nefi lo explica así:
"Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de
esperanza y amor por Dios y por todos los hombres. Por tanto, si marcháis adelante, deleitándoos en
la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna.
"Y ahora bien... ésta es la senda; y no hay otro camino, ni nombre dado debajo del cielo por el
cual el hombre pueda salvarse en el reino de Dios." (2 Nefi 31:20-21.)
Por esta razón, nuestra creencia en Cristo no es algo pasivo. Nosotros creemos que El y nuestro
Padre Celestial continúan hoy atendiendo las necesidades de la humanidad por medio de la
inspiración y la revelación. Los líderes de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
actúan bajo Su divina dirección, tal como lo hicieron los antiguos apóstoles y profetas cuando Su
Iglesia se encontraba organizada en la tierra. Nuestra fe es algo activo y vibrante que dedicamos al
servicio del Señor y a llevar a cabo todo lo que El haría si estuviera en persona entre nosotros.
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Cuando hacemos Su voluntad, sentimos Su espíritu, una presencia que nos entibia el alma con valor
y fe y nos acerca más a El. Y al acercarnos a El, aprendemos a amarle y a amar a nuestro Padre
Eterno, y les demostramos nuestro amor al guardar Sus mandamientos—lo cual nos facilitará la
tarea de llegar a ser como Ellos.
No es que realmente podamos llegar a ser como Jesús, pero al dedicarnos a El—espiritual, física
y emocional-mente—nuestra vida recibe la amorosa orientación de Sus bendiciones. Ello influirá
toda decisión que adoptemos desde ese momento en adelante, porque hay ciertas cosas que un
hombre o una mujer que ama a Cristo no haría jamás. Nuestras acciones van ajustándose a una
disciplina y nuestras relaciones son más honradas; aun nuestro lenguaje se purifica cuando vivimos
la vida conforme a Jesucristo y Sus enseñanzas. En otras palabras, una vez que nuestro corazón y
nuestra alma asimilan el espíritu de Cristo, nunca volveremos a ser como éramos antes de ello.
Esto no significa que de pronto hayamos llegado a ser perfectos. Ninguno de nosotros puede
lograrlo en esta vida, y por eso es que estamos tan agradecidos por el don del arrepentimiento
merced a nuestra fe en Cristo. Ello quiere decir que tratamos constantemente de cumplir con la
responsabilidad de ser verdaderos discípulos de Cristo, no porque le tengamos temor a El o a nuestro
Padre Celestial, sino porque les amamos y deseamos servirles.
La mayor satisfacción que proviene de vivir una vida fundamentada en Cristo, está en cómo nos
hace sentir íntimamente. Es difícil adoptar una actitud negativa acerca de las cosas cuando nuestra
vida está inspirada en el Príncipe de Paz. Todavía tendremos problemas. Todo el mundo los tiene.
Pero la fe en el Señor Jesucristo es un poder que deberá reconocerse en la vida—universal e
individualmente. Esa fe puede constituir una fuerza trascendente mediante la cual se producen los
milagros. También puede ser una fuente de fortaleza interior por la que podemos lograr la dignidad
propia, la tranquilidad íntima, la satisfacción personal y el valor para perseverar. Yo he podido ver
que hay matrimonios que se han preservado, familias que han sido fortalecidas, tragedias que se han
superado, profesiones que se vieron vigorizadas y personas cuya voluntad fue renovada para seguir
viviendo a medida que la gente se humilla ante el Señor y acepta Su voluntad para guiar su vida.
Cuando logramos comprender y cumplir los principios del evangelio de Jesucristo, podemos evaluar
y resolver la angustia, la desdicha y las inquietudes de toda índole.
Consideremos, por ejemplo, el caso de Jeff y Kimberly, dos excelentes jóvenes—ambos
atractivos, inteligentes y de una personalidad sumamente agradable.
Todos aquellos que les conocían pensaban que el suyo iba a ser un matrimonio ideal. Y lo fue—
durante unos pocos meses. Pero entonces las relaciones entre ellos comenzaron a deteriorarse
cuando Jeff empezó a dedicar cada vez mayor atención a sus estudios y actividades deportivas,
mientras Kimberly se consagraba totalmente a su trabajo. Era muy poco lo que los mantenía
juntos y nada los unía en espíritu ni en propósito. Al aproximarse su primer aniversario de bodas,
ambos pensaban ya en dar fin a su matrimonio, considerándolo un deplorable error.
Sin embargo, menos de dos años más tarde ese matrimonio se había transformado en algo sólido
y seguro. ¿Cuál era su secreto? Ambos habían encontrado su afinidad en Cristo.
"Probamos todas las cosas en las que pudimos pensar," dijo Kimberly, "pero nada en realidad
nos ayudaba, hasta que decidimos retornar a la iglesia. Fue allí donde comenzamos a sentir los
consabidos anhelos espirituales que nos unieron cuando decidimos procurar la voluntad del Señor en
nuestra vida diaria. Cuando nuevamente nos arrodillamos juntos para orar y pedir a nuestro Padre
Celestial que nos bendijera y ayudara, volvimos a la realidad y fortalecimos así nuestro amor y
nuestro respeto mutuo."
Una percepción similar fue también el problema de Steven, aunque mucho más seria.
Confundido y perturbado por las filosofías antagónicas de la década de 1960, Steven se encontró
años más tarde deambulando por todo el país en procura de propósito y orientación para su vida.
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Andaba un día por las calles de San Diego, en California, cuando vio a dos misioneros mormones.
"¡Muchachos!," les gritó al verles pasar en sus bicicletas por un apacible vecindario residencial.
"¿Andan vendiendo algo bueno?"
Los misioneros lo observaron y, por un instante, pensaron en no prestarle atención y seguir
pedaleando. Nunca habían visto a un posible candidato que les pareciera menos prometedor. Steven
tenía el cabello hasta los hombros, una barba espesa y sucia, vestía ropas andrajosas y calzaba san-
dalias y una gorra militar. Tenía sucias la cara y las manos, y de su boca colgaba un cigarrillo
apagado.
Los misioneros se consultaron con la mirada. Luego contemplaron a Steven y de nuevo se
miraron entre sí.
"No, no estamos vendiendo nada," dijo uno de los misioneros encogiéndose ligeramente de
hombros y con una sonrisa en los labios. "Lo que tenemos, estamos dándolo gratis."
"¡Muy bien!," respondió Steven. "Aceptaré lo que estén regalando."
Los misioneros rieron. También se rió Steven, y entonces comenzaron a conversar. De alguna
manera, durante la conversación, los misioneros percibieron el anhelo espiritual de Steven, quien los
invitó a su pequeño y desordenado apartamento, donde comenzaron a enseñarle acerca de Jesucristo
y Su importante función en el eterno plan que Dios tiene para Sus hijos. Al cabo de dos horas, los
misioneros concertaron con Steven otra visita para el día siguiente.
No habría sido extraño para los misioneros descubrir que Steven no estaba en su apartamento a
la hora indicada, pero allí los esperaba. Sólo que esta vez notaron algo diferente en él: su mirada era
brillante y clara, y tanto él como su cuarto lucían muy limpios.
"Tan pronto como se fueron ustedes ayer," Steven les dijo con entusiasmo, "me di una ducha,
limpié mi cuarto y arrojé la botella de licor a la basura. Me pareció lógico hacerlo."
Los misioneros casi no podían creerlo. Pero mucho más se sorprendieron al día siguiente cuando,
al llegar para una tercera visita, encontraron que Steven se había afeitado la barba y cortado el
cabello.
Una vez más le escucharon decir: "Me pareció lógico hacerlo."
También le "pareció lógico" comprarse ropa limpia y conseguir un empleo e interrumpir
relaciones con cierta clase de amigos. Cada vez que llegaban a su apartamento, los misioneros
fueron descubriendo que Steven había decidido hacer importantes modificaciones en su vida y modo
de vivir. Los misioneros habían estado enseñándole acerca de Jesucristo y Su evangelio, pero no le
habían pedido todavía que hiciera cambio alguno en su existencia. Steven hizo esos cambios por
voluntad propia y en forma total porque el espíritu de Cristo estaba haciendo cambios en su persona.
En la actualidad, aquel vagabundo espiritual es un devoto hombre de familia, un próspero hombre de
negocios y un fiel discípulo del Señor Jesucristo.
En uno de los pasajes del Libro de Mormón, un noble líder espiritual llamado Helamán aconsejó
a sus hijos:
"...Recordad que es sobre la roca de nuestro Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de Dios, donde
debéis establecer vuestro fundamento, para que cuando el diablo lance sus impetuosos vientos, sí,
sus dardos en el torbellino, sí, cuando todo su granizo y furiosa tormenta os azoten, esto no tenga
poder para arrastraros al abismo de miseria y angustia sin fin, a causa de la roca sobre la cual estáis
edificados, que es un fundamento seguro, un fundamento sobre el cual, si los hombres edifican, no
caerán." (Helamán 5:12.)
Mi abuelo comprendió bien este concepto. Aunque falleció cuando yo tenía apenas diez años de
edad, Melvin J. Ballard ha ejercido siempre una gran influencia en mi vida. Desde mis primeros
años he oído hablar a mi familia acerca de su amor por el Señor y su firme dedicación a la Iglesia.
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Pasó toda su vida edificándose en el "fundamento seguro" del que habló Helamán y no sé que haya
habido "dardos en el torbellino" que jamás hayan podido penetrar su fe y su testimonio. En realidad,
mi búsqueda personal para obtener conocimiento acerca del Salvador ha sido inspirada en gran
manera por el relato de mi abuelo Ballard en cuanto a una de sus más sagradas experiencias.
Mientras prestaba servicio como misionero entre los indígenas en el noroeste de Estados Unidos,
mi abuelo vivió una época de increíbles contiendas, cuando allí se manifestaron dificultades sin
precedentes—y aparentemente insuperables—en contra de la Iglesia. Mi abuelo pasó innumerables
horas de rodillas en procura de orientación e inspiración. En aquellos momentos, cuando todo
parecía ser sombrío y desesperante, recibió, conforme a sus propias palabras, "una maravillosa
manifestación y sensación que nunca se ha apartado de mí.
"Sentí una voz que me dijo que había de tener un gran privilegio," escribió en su diario personal.
"Se me condujo a un cuarto en el que iba a conocer a alguien. Al entrar en aquel lugar, yo pude ver,
sentado en una plataforma elevada, al ser más glorioso que jamás pude imaginar y tuve que
acercarme a El para que me presentaran. Al hacerlo, noté que me sonreía, le oí pronunciar mi
nombre y vi que extendía hacia mí Sus manos. Aunque viviese un millón de años, nunca podría
olvidar Su sonrisa.
"Me tomó en Sus brazos y me besó al acercarme a Su pecho, y me bendijo hasta sentir yo una
gran emoción en todo mi ser. Cuando concluyó Su bendición, caí a Sus pies y entonces pude ver en
ellos la marca de los clavos; y al besárselos, con un regocijo inmenso inundándome el alma, sentí
como que me encontraba realmente en el cielo.
"Con emoción sentí en mi corazón: ¡Oh, si yo pudiera vivir dignamente, aunque me llevara
ochenta años, a fin de que al final, cuando todo haya terminado, lograra estar en Su presencia y
recibir ese sentimiento que en ese momento tuve en Su presencia, daría todo lo que soy y lo que
jamás podría llegar a ser!"
Mi abuelo concluye su relato diciendo: "Sé, como que yo mismo vivo, que El vive. Y ello es mi
testimonio."
(MelvinJ. Bailará—Crusaderfor Righteousness, Salt Lake City: Bookcraft, 1966.)
Esa experiencia infundió en mi abuelo el consuelo, la determinación y la energía espiritual que
necesitaba para acometer los problemas que encontraba en su misión. Tanto es así que, al día
siguiente de haber recibido aquella revelación, visitó en compañía de otro misionero, llamado W.
Leo Isgren, a un acaudalado comerciante en la ciudad de Helena, estado de Montana. Años más
tarde, el hermano Isgren me contó cómo fue que en el hogar del comerciante se detuvieron ante un
cuadro de Jesucristo en tamaño natural. Después de unos momentos, mi abuelo se dirigió a su com-
pañero:
"No, ése no es El," le dijo. "El pintor ha hecho una buena representación de El, pero ése no es el
Señor."
"Me embargó tan sagrado sentimiento," me dijo el hermano Isgren, "que no pude decir palabra
alguna. Una vez que hubimos salido de aquella casa para hacer otra visita, el hermano Ballard me
detuvo y dijo, 'Hermano Isgren, supongo que le sorprendieron mis palabras concernientes al
Salvador del mundo.' Yo le dije que sí, que en realidad había quedado sorprendido—muy
sorprendido. Y entonces él, allí mismo, me contó acerca de la experiencia que había tenido la noche
anterior."
Aunque no todos podamos tener experiencias de tal magnitud o intensidad, la esencia de nuestro
ministerio en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días consiste en invitar a todos a
"venir a Cristo" a fin de que El pueda obrar en ellos Sus milagros en la manera que Su voluntad lo
quiera. Para algunos, ello constituirá un importante cambio en su vida y su modo de vivir. Para
otros, cuya vida ya ha sido enriquecida por la fe, simplemente puede significar un nuevo propósito y
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entendimiento. Mas para todos será motivo de paz, gozo y felicidad inconmensurable a medida que
el Maestro vaya enterneciéndoles el corazón y el alma con Su amor divino. Eso es lo que sintió mi
abuelo Ballard como consecuencia de aquella conmovedora experiencia, y lo que de un modo más
sereno y sencillo sentí yo mismo aquella noche junto al río Trent en Nottingham, Inglaterra.
Este testimonio me ha acompañado siempre desde entonces. Me ha servido de sostén en mis
tribulaciones y de consuelo en momentos difíciles, y me ha proporcionado una guía clara cada vez
que me he sentido confundido o desalentado. Gracias a mi servicio como uno de Sus Apóstoles, he
tenido muchas experiencias espirituales que confirman y fortalecen mi conocimiento personal de que
El es el Salvador y Redentor de los hijos de Dios. Y porque sé que Jesucristo vive y que me ama,
tengo el valor para arrepentirme y tratar de ser como El quiere que sea. Y sé que este conocimiento
puede hacer lo mismo por usted—si así lo desea—ahora mismo y siempre.

15
LA APOSTASÍA
CAPITULO DOS

"Presidente, adivine lo que hicimos."


La voz que oí en el teléfono me era familiar—y muy animada. Era uno de los misioneros bajo mi
supervisión cuando prestaba servicio como presidente de una misión de la Iglesia en Toronto,
provincia de Ontario, en Canadá. Había yo llegado a apreciar mucho a cada uno de aquellos devotos
hombres y mujeres (conocidos durante su servicio misional como "élderes" y "hermanas") que
cumplían su promesa de servir al Señor como misioneros. Pero también había llegado a esperar lo
inesperado, en especial de parte de aquellos vigorosos jóvenes y señoritas.
"¿Qué hicieron, élder?," le pregunté con cierto temor. "Ya he tenido tantas sorpresas desde que
estoy aquí que ni me atrevo a adivinar."
El misionero aclaró su garganta y anunció: "¡Mi compañero y yo hemos hecho los arreglos para
que usted hable en la Facultad de Teología de la Universidad de Toronto!"
A juzgar por el tono de su voz, era indudable que mi joven amigo esperaba que yo recibiría su
anuncio con el mismo entusiasmo incontenible que comúnmente se manifiesta al salir campeones en
un torneo deportivo. La experiencia, sin embargo, me ha enseñado a sujetar con firmeza las riendas
del entusiasmo en tales circunstancias.
"Bueno," le contesté, "es muy interesante. Pero ¿qué significa todo eso?"
Hubo una breve pausa durante la cual percibí que hablaba con tono apagado y anhelante con su
compañero misionero. "No estamos muy seguros, presidente," dijo con muy poca convicción en su
voz. "¡Creemos que ello quiere decir que usted va a poder enseñar a un grupo de ministros de otras
religiones por qué nuestra Iglesia es verdadera!"
No pude menos que sonreír, y no solamente a causa de su inocente alarde. Nuestra conversación
trajo a mi memoria la ocasión en que, unos veintisiete años antes, yo había concertado una
"oportunidad" similar para mi presidente de misión en Inglaterra. Hasta tuve la idea de responder de
la misma manera que lo había hecho mi presidente de misión, quien dispuso que yo me encargara de
cumplir con la asignación que había programado para que él hablara ante la Sociedad de Debate en
Nottingham.
Pero la posibilidad de compartir mis creencias con un grupo de ministros religiosos me pareció
fascinante y decidí aceptar la invitación. El día indicado concurrí a la Facultad de Teología en
Toronto y me reuní con unos cuarenta y cinco ministros, sentados todos alrededor de una gran mesa
redonda. Se me adjudicaron cuarenta y cinco minutos para que explicara las enseñanzas básicas de
la Iglesia, al cabo de cuyo período los ministros tendrían la oportunidad de hacerme preguntas.
El primer comentario, hecho en forma de desafío, fue: "Señor Ballard, si usted pudiera
simplemente poner sobre esta mesa las Planchas de Oro de las cuales se tradujo el Libro de Mormón
para que todos pudiéramos examinarlas, sabríamos entonces que lo que nos está diciendo es
verdad."
Me sentí impulsado a responder mirando al interrogador en los ojos y le dije:
"Usted es un ministro religioso y, como tal, sabe que nunca puede el corazón del hombre recibir
la verdad sino por medio del Espíritu Santo. Usted podría sostener en sus propias manos las
Planchas de Oro y aun así no sabría entonces mejor que antes si esta Iglesia es verdadera. Permítame
preguntarle, ¿ha leído usted el Libro de Mormón?" A lo cual respondió que no.

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Yo agregué, "¿No cree usted que sería prudente leer el Libro de Mormón y entonces meditar y
orar y preguntarle a Dios si el Libro de Mormón es verdadero?"
Un ministro Protestante formuló la segunda pregunta: "Señor Ballard, ¿quiere usted decir que a
menos que seamos bautizados en la Iglesia Mormona no seremos salvos en los cielos?"
No es fácil contestar una pregunta como ésa cuando se habla en presencia de cuarenta y cinco
ministros de otras iglesias. Pero el Espíritu del Señor acudió sin demora para ayudarme a responder.
"Bueno, la forma más segura de contestar esa pregunta sería decir que estamos agradecidos
porque es nuestro compasivo y amoroso Padre Celestial el que determinará quiénes serán admitidos
o no en Su reino, y no agregar nada más," dije. "Pero eso no es en realidad lo que usted me está pre-
guntando, ¿no es así?"
El ministro asintió que la pregunta era mucho más profunda.
"Permítame ver si puedo encarar la pregunta de este modo," continué diciendo. "Nosotros
creemos que la verdad puede encontrarse dondequiera que una persona la busque sinceramente y
que hay mucha gente sincera y maravillosa en todas las religiones. Pero debo aseverar con todo
respeto que solamente La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días enseña el
Evangelio de Jesucristo en su plenitud. Por consiguiente, creemos que ningún líder de cualquier otra
iglesia tiene la completa autoridad de Dios para actuar en Su nombre al efectuar el bautismo ni
cualquier otra ordenanza sagrada. Amamos a toda persona como hermanos y hermanas y creemos
que todos somos hijos espirituales del mismo Padre Celestial. Pero cometeríamos un gran error si no
declaráramos humildemente que toda autoridad eclesiástica que usted pueda tener es incompleta."
Un silencio profundo reinó en la sala. Yo no esperaba que aquel grupo recibiera con
benevolencia mis palabras, pero cualquier otra respuesta de mi parte habría sido deshonesta. Por
favor, no me entienda mal: me siento inspirado por las cosas maravillosas que realizan mis eruditos
y devotos colegas de otras religiones en el mundo. Son hombres y mujeres nobles que han dedicado
la vida a su fe, y el mundo es mejor gracias a ellos. Proveen consuelo al enfermo, paz al angustiado
y esperanza al afligido y al oprimido. Yo estoy convencido de que, por su intermedio, Dios obra
para bendecir abundantemente la vida de Sus hijos.
Pero existe un orden en el reino de Dios, un orden que sólo puede administrarse por medio de la
autoridad sacerdotal debidamente designada por nuestro Padre Celestial. Y a pesar de que tanto
admiro y valoro el ministerio de apre-ciables clérigos en todo el mundo, debo hoy declarar con
firmeza tal como lo hice ante los ministros canadienses que la autoridad completa de Dios sólo
puede encontrarse en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Reconozco que ésta es una aseveración sumamente seria, en especial cuando consideramos que
todas las otras organizaciones religiosas profesan tener una autoridad similar. Y varias de esas
organizaciones han existido por muchos más años que nuestra iglesia. ¿Cómo podemos afirmar que
poseemos la autoridad total de nuestro Padre Celestial cuando hay otros que pueden conectar sus
raíces eclesiásticas a través de la Edad Media hasta la época de Cristo mismo? En efecto, La Iglesia
de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días enseña que la autoridad completa de Dios
desapareció de la tierra durante siglos, después del ministerio personal de Jesucristo y Sus
Apóstoles, y que no fue restaurada en su plenitud sino hasta que se le confirió a un profeta llamado
José Smith por medio de una maravillosa manifestación en el siglo diecinueve.
Más adelante nos referiremos con mayores detalles a la restauración del evangelio, pero antes
debemos considerar la pregunta más fundamental: ¿Era necesario que se restaurara la autoridad de
Dios? Por supuesto que si la Iglesia que El organizó y la correspondiente autoridad sacerdotal
hubiera prevalecido a través de los siglos, entonces las aseveraciones de José Smith no tendrían base
alguna.
Muchas personas se sorprenden al saber que, en efecto, Jesucristo organizó una iglesia durante
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su relativamente breve vida terrenal. Pero las Escrituras presentan evidencias abundantes y muy
claras al respecto. El Nuevo Testamento nos dice que el Señor organizó un consejo de doce
apóstoles. Poniendo Sus manos sobre la cabeza de cada uno de ellos, les confirió la autoridad para
actuar en Su nombre. El apóstol Pablo enseñó que Cristo "constituyó a unos, apóstoles; a otros,
profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros,
"a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de
Cristo,
"hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón
perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo;
"para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por
estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error" (Efesios
4:11-14).
Se ha aceptado comúnmente que, después de la muerte, resurrección y ascensión de Cristo,
Pedro pasó a ser el principal de los apóstoles o presidente de la Iglesia del Señor. Esta no era tarea
fácil en aquellos días. Además de tener que someterse a las exigencias de la persecución y a las
vicisitudes que padecían los primeros cristianos, Pedro y sus hermanos en la fe debieron luchar con
denuedo para mantener unida a la Iglesia y preservar la pureza de la doctrina. Viajaban
extensamente y se comunicaban a menudo por escrito acerca de los problemas que debían enfrentar.
Pero dicha comunicación era tan lenta, sus viajes eran tan penosos y la Iglesia y sus enseñanzas eran
algo tan nuevo, que resultó difícil contrarrestar las doctrinas e instrucciones falsas antes de que se
arraigaran con solidez.
"Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo,
para seguir un evangelio diferente," escribió Pablo a las iglesias de Galacia. "No es que haya otro,
sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo.
"Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os
hemos anunciado, sea anatema.
"Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente evangelio del
que habéis recibido, sea anatema.
"Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres?
Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo." (Gálatas 1:6-10).
Las Escrituras indican que, aunque trabajaron arduamente para preservar la Iglesia que Jesucristo
les había encomendado que cuidaran y mantuvieran, los primeros apóstoles sabían que, con el
tiempo, habrían de impedirse sus esfuerzos. Pablo escribió a los cristianos de Tesalónica que tan
ansiosamente esperaban la segunda venida de Cristo que "no vendrá sin que antes venga una
apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición" (2 Tesa-lonicenses 2:3).
También advirtió a Timoteo que "vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que
teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y
apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas." (2 Timoteo 4:3-4.) Y Pedro previo una
apostasía cuando habló de los "tiempos de refrigerio" que vendrían antes de que Dios "envíe a Jesu-
cristo, que os fue antes anunciado; a quien es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la
restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido
desde tiempo antiguo." (Hechos 3:20-21.)
Por último, Pedro fue muerto por sus enemigos. Se cree que fue martirizado entre los años 60 y
70 de nuestra era. Después de esto los otros apóstoles y sus fieles seguidores se esforzaron por
sobrevivir ante una terrible opresión y consiguieron, para su eterno merecimiento, que el
cristianismo prevaleciera. Tanto fue así que a fines del segundo siglo el cristianismo llegó a ser un
poder extraordinario, cuando Lino, Anacleto, Clemente y otros obispos romanos contribuyeron a que
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perdurase. Las buenas nuevas del ministerio de Cristo pudieron haberse perdido si no hubiera sido
por aquellos fieles santos.
Hay quienes creen que el sucesor de Pedro como presidente de la Iglesia que Cristo organizara
fue Lino, a quien sucedió Anacleto en el año 79 d. de J.C. y que entonces Clemente sucedió a éste y
pasó a ser el obispo de Roma en el año 90 d.de J.C.
Pero la pregunta importante es: ¿Transfirió Pedro su autoridad apostólica a Lino?
Es significativo notar que no todos los Doce Apóstoles originales habían muerto ya en esos días.
Juan el Amado se hallaba en exilio en la Isla de Patmos, donde recibió las revelaciones que
constituyen El Apocalipsis, uno de los libros oficiales de todas las Biblias cristianas. Esto da lugar a
una pregunta muy interesante y fundamentalmente crítica: Si Lino era el presidente de la Iglesia y si
era el sucesor de Pedro, ¿por qué no se reveló El Apocalipsis por medio de él? ¿Por qué debió
recibirse por medio de Juan, un Apóstol en el exilio?
La respuesta es evidente. La revelación vino por medio de Juan porque éste era el último de los
Apóstoles que vivía entonces, el último hombre que poseía las llaves y la autoridad del apostolado,
tal como las designara el propio Salvador. Cuando Dios habló a los fieles de la Iglesia, lo hizo, por
consiguiente, a través de Su Apóstol Juan, en la Isla de Patmos. No creemos que, al dirigirse a toda
la Iglesia, el Señor habría pasado por alto a Juan, quien ciertamente poseía la autoridad apostólica.
Aunque el ministerio personal de Lino, Anacleto y Clemente fue algo indudablemente
significativo, no existe evidencia alguna que sugiera que estos hombres continuaron actuando con
autoridad como integrantes de un Consejo de Doce Apóstoles, que es el organismo administrativo a
la cabeza de la Iglesia que el Señor organizara sobre la tierra. Sin tener la autoridad y la dirección
del Consejo de los Doce Apóstoles, la gente comenzó a buscar otras fuentes de conocimiento
doctrinario y, en consecuencia, fueron perdiéndose muchas verdades sencillas y preciosas.
La historia nos dice, por ejemplo, que en el año 325 d. de J.C. se llevó a cabo un gran concilio en
Nicea, Bitinia, en Asia Menor. Para entonces, el cristianismo había surgido desde los húmedos
calabozos de Roma para convertirse en la-religión oficial del Imperio Romano. Pero aún había
problemas, particularmente porque los cristianos eran incapaces de ponerse de acuerdo sobre puntos
básicos de doctrina. Las contiendas que originaron estos debates dogmáticos eran tan grandes que el
emperador Constantino reunió a un grupo de obispos cristianos con el fin de establecer las doctrinas
oficiales de la Iglesia y, al mismo tiempo, lograr una mayor unificación política en el imperio.
La empresa no fue fácil. Las opiniones acerca de temas básicos, tales como la naturaleza de
Dios, eran diversas y terminantes y el debate fue impetuoso y desconcertante. El concilio definió a
Dios como un espíritu que tiene poder universal y que sin embargo es tan pequeño que puede morar
en nuestro corazón. De este concilio procedió el Credo de Nicea. Las decisiones se adoptaron por
voto de la mayoría y algunas facciones en desacuerdo se separaron y formaron nuevas iglesias.
Otros concilios doctrinarios similares se realizaron más tarde en Calcedonia (año 451 d. de J.C.),
Nicea (año 787 d. de J.C.) y Trento (año 154 d. de J.C.), cada vez con parecidos resultados
divisorios. La hermosa sencillez del Evangelio de Cristo era objeto de agresión por parte de un
enemigo mucho más devastador que los látigos y las cruces de la antigua Roma: los desvarios
filosóficos de eruditos sin inspiración, que terminaron convirtiéndose en una doctrina basada más en
opiniones populares que en la revelación.
No es de extrañar, entonces, que ese período de mil años conocido como la Edad Media no fuera
en realidad la mejor época para el cristianismo. El nombre del Señor se invocaba en toda clase de
horrendas campañas, desde las Cruzadas hasta la Inquisición, dejando a su paso un sangriento
sendero de muerte, persecuciones y destrucción. Las principales enseñanzas de Cristo acerca de la
fe, la esperanza, el amor y la tolerancia parecían no surtir efecto alguno sobre los fanáticos que
tenían la absoluta determinación de hacer que "toda rodilla se doble," de una manera u otra.
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Aunque hubo muchos cristianos que creían básicamente en el mensaje de Jesucristo, con el
transcurso de los años se fueron deformando las doctrinas y la autoridad para actuar en nombre de
Dios—es decir, el sacerdocio—dejó de existir. Después de un tiempo, murieron todos los apóstoles
que habían recibido su sacerdocio, su asignación espiritual y su ordenación en los días de Cristo,
llevando consigo a la tumba su autoridad sacerdotal. Finalmente, la iglesia que Cristo había
organizado fue desintegrándose y se perdió la plenitud del evangelio.
Esta fue, en verdad, una Edad Obscura. La luz de la plenitud del Evangelio de Jesucristo, incluso
la autoridad de Su santo sacerdocio, se perdió.
Pero en 1517 se manifestó el espíritu de Cristo en un clérigo católico que vivía en Alemania.
Martín Lutero se encontraba entre un creciente número de esmerados sacerdotes a quienes les
inquietaba la forma en que la iglesia se había apartado tanto del evangelio que Cristo enseñara.
Lutero provocó una gran controversia al proponer públicamente una reforma cuando colocó en la
puerta de su iglesia una lista de temas y asuntos que creía necesario examinar.
A pesar de que casi un siglo antes Juan Wiclef y otros habían insistido en que se regresara al
cristianismo del Nuevo Testamento, fue en realidad Lutero quien inició la causa del
protestantismo—aunque debemos notar que no fue Lutero sino sus seguidores los que organizaron la
Iglesia Luterana. A poco, otros visionarios tales como Juan Calvino, Ulrico Zwinglio, Juan Wesley y
Juan Smith adoptaron la causa. Estos hombres originaron órdenes religiosas que fueron abriendo
nuevos campos de teología, a la vez que conservaron ciertos aspectos de la tradición católica de la
que procedían.
Yo creo que estos nobles reformadores fueron inspirados por Dios. Fueron ellos quienes, al
promover un ambiente religioso que facilitó la expresión de diferencias, ayudaron a preparar el
camino para la restauración del evangelio en su plenitud por medio del profeta José Smith en 1820.
Debido a la intolerancia religiosa que prevalecía en el mundo, dudo que el evangelio de Jesucristo
hubiera podido ser restaurado siquiera un solo siglo antes. Y, ¿podemos imaginar lo que habría
sucedido si en la época de la Inquisición alguien ajeno a las organizaciones religiosas hubiese
declarado tener una revelación de Dios?
Por eso creo que los reformadores cumplieron una función muy importante en preparar al mundo
para la Restauración. También lo hicieron los primeros exploradores y colonizadores de América y
los autores de la Constitución de los Estados Unidos. Dios necesitaba un clima filosófico que
permitiera una restauración teológica y un terreno político en el que la gente pudiera compartir sus
ideas y expresar sus creencias sin temor a la persecución ni a la muerte. Entonces creó tal lugar en el
continente americano—merced a aquellos reformadores, exploradores y patriotas—y a principios del
siglo diecinueve abundaba en las regiones fronterizas del país el fervor y las polémicas religiosas
entre las sectas. Los ministros competían entre sí para conquistar el corazón y el alma de
congregaciones enteras. Sus afiliaciones religiosas separaban las ciudades, los villorrios y aun las
mismas familias. Nunca en la historia del mundo había tenido el sincero buscador de la verdad tantas
opciones eclesiásticas de entre las cuales escoger.
Verdaderamente, el mundo estaba listo para la "restauración de todas las cosas" a que se
refirieron Pedro y los "santos profetas [de Dios] que han sido desde tiempo antiguo." (Hechos 3:20-
21.)
A causa de la apostasía, el sacerdocio, la autoridad y el poder para actuar en nombre de Dios
debía restaurarse en la tierra.

20
LA RESTAURACIÓN
C A P I T U L O T R E S

Al correr el año 1820, el fervor religioso había invadido el ambiente rural en Estados Unidos. En
Palmyra, una tranquila villa de Nueva York, la reforma protestante que floreciera en Europa en
siglos anteriores parecía haber cautivado a toda la población. Los ministros de diferentes
agrupaciones religiosas se afanaban por atraer la preferencia de la gente. Los fieles defendían con
ardor sus creencias personales y los predicadores ambulantes, cada uno con su propio estilo y
mensaje, llevaban a cabo toda clase de convenciones evangelizadoras en las afueras del pueblo.
Tal entusiasmo religioso resultó ser verdaderamente fascinante para la familia de Joseph y Lucy
Mack Smith. Sus antepasados habían tenido ya algunas experiencias de carácter espiritual. En 1638,
Robert Smith salió de Europa atraído por la augurada libertad de religión en las colonias de la
América del Norte. Más de un siglo después, su nieto Samuel Smith, hijo, luchó en defensa de esa
libertad y otros derechos como capitán en el ejército revolucionario de Jorge Washington. Uno de
los soldados al mando del capitán Smith era su propio hijo Asael, quien una vez escribió: "Tengo en
mi alma la certeza de que uno de mis descendientes promulgará una obra que habrá de conmover el
concepto religioso del mundo." (George Albert Smith, "History of George Albert Smith,"
Departamento Histórico de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, Salt Lake
City, Utah.)
José, el hijo de Asael, conocía muy bien su abundante herencia espiritual. Al igual que su esposa,
era una persona muy devota y juntos enseñaban a sus hijos los principios de la fe y la rectitud. No
obstante, la familia parecía reflejar la división que predominaba entre las diferentes iglesias de
Palmyra. Lucy Smith y tres de sus hijos—Hyrum, Samuel y Sophronia—se habían unido a la Iglesia
Presbiteriana, en tanto que Joseph y su hijo mayor, Alvin, se afiliaron con los metodistas. Pero no se
sabe que esta circunstancia haya provocado desavenencia alguna entre los miembros de la familia.
Cuando en el hogar de Joseph y Lucy Smith llegó el momento de bautizar a su hijo José, quien
entonces tenía catorce, años de edad, éste debía decidir en qué religión lo haría y entonces estudió
con esmero las doctrinas de cada iglesia. Puesto que era de una naturaleza profundamente espiritual,
el joven escuchó las declaraciones de los respectivos ministros y las examinó de la mejor manera
posible. Al principio se sintió inclinado a seguir la fe de su padre y de su hermano Alvin en la Iglesia
Metodista, pero entonces escuchó al ministro presbiteriano acusar a los metodistas y su confianza en
esa secta se debilitó. Luego, un ministro bautista lo convenció de que los presbiterianos estaban
equivocados. Finalmente, un predicador ambulante lo persuadió a creer que todos, a excepción de él
mismo, estaban en el error.
Imaginemos a la familia Smith, sentado cada uno de sus miembros a la mesa para cenar al final
de un día de ardua labor. La madre en un extremo, el padre en el otro, y los hijos a ambos lados de la
mesa. La conversación, como suele suceder, se torna al tema de la religión y nos suponemos que el
joven José acaba de comentar que desea ser bautizado pero que no logra decidir quién ha de
bautizarlo.
"El propio Jesús fue bautizado," quizás haya dicho el joven, "así que también yo necesito
bautizarme. El ministro de mamá me ha invitado a que lo haga en su iglesia, pero el de papá dice
que no podré ir al cielo con el bautismo presbiteriano. Luego el ministro bautista me asegura que él
es el único que sabe lo que es el bautismo. Y ahora no sé lo que debo hacer. ¿Podría dejarles que me
21
bauticen todos, uno a la vez? ¿O debo escoger a uno solo de ellos? Y si fuera así, ¿a quién escojo?"
Aunque quizás esto no haya sucedido exactamente así, las preguntas del joven José Smith eran
muy serias y sinceras. Este joven extraordinario había sido educado en una familia extraordinaria
durante un período extraordinario de la historia. Su interés era genuino y su corazón sincero.
Aunque era de corta edad—o quizás por tal motivo—era sensible al Espíritu del Señor y estaba
preparado para responderle.
"En medio de esta guerra de palabras y tumulto de opiniones," escribiría más tarde José Smith
en su relato histórico personal acerca de aquella experiencia, "a menudo me decía a mí mismo: ¿Qué
se puede hacer? ¿Cuál de todos estos grupos tiene razón; o están todos en error? Si uno de ellos es
verdadero, ¿cuál es, y cómo podré saberlo?"
José procuró encontrar las respuestas a esas preguntas en las Escrituras, pero a veces todo lo que
encontraba eran otras preguntas adicionales. Quizás leyó la promesa que el Salvador hizo a Sus
discípulos al decirles, "y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Juan 8:32), y con anhelo
pensó cuándo habría de experimentar él mismo esa gloriosa libertad. Probablemente leyó la
declaración de Pablo, en cuanto a que hay "un cuerpo, y un Espíritu, . . .un Señor, una fe, un
bautismo" (Efesios 4:4r-5) y se preguntó: "Pero, ¿cuál es?"
Entonces llegó el día en que cambió el curso de la vida del joven José y de toda la familia
Smith—y, también, de millones de personas en todo el mundo.
José se hallaba un día leyendo la Biblia cuando encontró una admonición sencilla y directa en la
epístola de Santiago, que dice: "Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el
cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada." (Santiago 1:5.)
"Ningún pasaje de las Escrituras jamás penetró el corazón de un hombre con más fuerza que éste
en esta ocasión, el mío," escribió José. "Pareció introducirse con inmenso poder en cada fibra de mi
corazón. Lo medité repetidas veces, sabiendo que si alguien necesitaba sabiduría de Dios, esa
persona era yo; porque no sabía qué hacer, y a menos que obtuviera mayor conocimiento del que
hasta entonces tenía, jamás llegaría a saber." (José Smith—Historia 1:12.)
Con la fe de alguien que apenas había salido de la niñez, y motivado por la inspiración de las
Escrituras y del Espíritu Santo, José Smith decidió ir a un bosque cercano a su hogar y poner a
prueba la promesa de Santiago.
Era una hermosa mañana primaveral pero, al internarse en el bosque, es probable que José fuera
concentrándose más en su cometido que en lo placentero de los alrededores. Era la primera vez que
pensaba en recurrir a la oración personal para aclarar su confusión y su aflicción religiosa, y pasó
mucho tiempo tratando de articular en su mente las palabras que iba a decir. Era tan grande su fe en
que Dios cumpliría la promesa de Santiago que, creo yo, el joven estaba seguro de recibir una
respuesta a su pregunta.
Lo que recibió, sin embargo, fue de tanta magnitud que no resulta fácil comprenderlo.
José Smith se detuvo en el apacible y solitario lugar que había escogido previamente en el
bosque para aquella ocasión tan especial. Mirando a su derredor para asegurarse de que se
encontraba solo, se arrodilló y empezó a orar. Casi de inmediato, se apoderó de él una sensación de
amenazante obscuridad, como si una fuerza maligna estuviera tratando de hacerle desistir de su
propósito. Pero en lugar de ceder al temor, José intensificó sus plegarias a Dios.
En el preciso momento en que sintió como "que estaba por hundir[se] en la desesperación y
entregar[se] a la destrucción," el propio Dios le respondió.
". . .Vi una columna de luz, más brillante que el sol, directamente arriba de mi cabeza; y esta luz
gradualmente descendió hasta descansar sobre mí," escribió José más. tarde. "Al reposar sobre mí la
luz, vi en el aire arriba de mí a dos Personajes, cuyo fulgor y gloria no admiten descripción. Uno de
ellos me habló, llamándome por mi nombre, y dijo, señalando al otro: "Este es mi Hijo Amado:
22
¡Escúchalo!" (JSH 1:1-16.)
¡Dios, nuestro Padre Celestial, se apareció con Jesucristo, Su Hijo Resucitado—lo cual
constituyó, verdaderamente, una de las más extraordinarias manifestaciones espirituales de todos
los tiempos!
Pero, de acuerdo con este relato del acontecimiento, José Smith no se detuvo a considerar las
consecuencias históricas de lo que estaba experimentando. Se consideraba a sí mismo un simple
joven que necesitaba una orientación espiritual y, por consiguiente, sólo quiso hacer una pregunta:
"¿Cuál de todas las sectas era la verdadera y a cuál debía unirme?"
Se le dijo que no debía unirse a ninguna de las iglesias y que las doctrinas puras del evangelio
habían sido alteradas a través de los siglos, desde los tiempos de la muerte y resurrección de
Jesucristo. Y entonces, cumplida Su misión, el Padre y Su Hijo Jesucristo se retiraron, dejando al
joven José físicamente exhausto pero espiritualmente enriquecido.
Poco después, habiéndose recobrado un tanto, José emprendió el regreso a su hogar. Al verlo,
su madre advirtió que algo inquietaba a su hijo.
"Pierda cuidado, mamá, todo está bien; me siento bastante bien," respondió el joven a las
indagaciones de su madre, y agregó: "He sabido a satisfacción mía que el pres-biterianismo no es
verdadero."
Con el tiempo, José Smith refirió lo acontecido a otras personas. Su familia, que poseía una
notable sensibilidad espiritual, sabía que el joven estaba diciendo la verdad y lo apoyaron desde el
principio en sus declaraciones. Toda la familia había sido preparada con anterioridad para asumir
una función significativa en la restauración del evangelio por medio de su hijo y hermano, y cada
uno respondió debidamente.
Otros, sin embargo, reaccionaron con escepticismo y aun con actos de violencia. La subsiguiente
persecución por parte de muchos que oyeron su historia llegó a ser tan intensa, que José debe
haberse sentido tentando a negarla o al menos a hacer de cuenta que nunca había pasado nada.
Pero no podía negarlo.
Tiempo después, José Smith escribió lo siguiente: "Yo efectivamente había visto una luz, y en
medio de la luz vi a dos Personajes, los cuales en realidad me hablaron; y aunque se me odiaba y
perseguía por decir que había visto una visión, no obstante, era cierto; y mientras me perseguían, y
me vilipendiaban, y decían falsamente toda clase de mal en contra de mí por afirmarlo, yo pensaba
en mi corazón: ¿Por qué me persiguen por decir la verdad? En realidad he visto una visión, y ¿quién
soy yo para oponerme a Dios?, o ¿por qué piensa el mundo hacerme negar lo que realmente he
visto? Porque había visto una visión; yo lo sabía, y sabía que Dios lo sabía; y no podía negarlo, ni
osaría hacerlo; por lo menos, sabía que haciéndolo, ofendería a Dios y caería bajo condenación."
(JSH 1:25.)
Durante más de tres años y sin el beneficio de recibir instrucciones adicionales de Dios, José
Smith sufrió tribulaciones y tentaciones por causa de su testimonio. Quizás fuera que simplemente
se le estaba sometiendo a un proceso de maduración, y si estaba siendo puesto a prueba debe haberla
superado porque, el 21 de septiembre de 1823, comenzó el extenso y penoso desarrollo de la
Restauración cuando un visitante angelical llamado Moroni, un profeta resucitado que había vivido
en el antiguo continente americano, se le apareció para decirle que Dios iba a encomendarle una
tarea importante. Según Moroni, la tarea incluiría lo siguiente: la restauración del verdadero
Evangelio de Jesucristo en su totalidad; la traducción de anales antiguos a publicarse en forma de
libro (conocido ahora como el Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo); la restauración del
sacerdocio (o la autoridad para actuar en nombre de Dios); el cumplimiento de la profecía bíblica de
Malaquías en cuanto al regreso del "profeta Elias, antes de que venga el día de Jehová" con el
propósito de hacer "volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia
23
los padres" (Malaquías 4:5-6); el cumplimiento de otras profecías bíblicas con respecto a la
restauración del evangelio; y la preparación para la segunda venida de Cristo.
Por supuesto que estas cosas no pasaron todas a la vez. Se le dio tiempo a José Smith para que
fuera progresando en el cometido. Por seguro que no es común que Dios designe a un joven
campesino como Su representante en la tierra y como un nuevo profeta. Así y todo, sin duda José era
aún muy joven durante todo aquel proceso. Hasta 1827, cuando comenzó a traducir el Libro de
Mormón, fue recibiendo instrucciones por parte de visitantes angelicales quienes, también en ese
transcurso, continuaron enseñándole, aconsejándole y guiándole. En 1829 se restauró la autoridad
del sacerdocio y se completó la traducción del Libro de Mormón. (En los próximos dos capítulos nos
referiremos más detalladamente al Libro de Mormón y a la restauración del sacerdocio.)
Mientras tanto, las noticias referentes al joven profeta y las aseveraciones de sus milagros fueron
divulgándose, y, como es de esperar, ello originó variadas reacciones. Algunos le creyeron y lo
apoyaron, mientras que otros lo difamaron y lo persiguieron. La familia Smith debió sufrir
continuas dificultades pero a la vez recibió maravillosas bendiciones gracias a la obra de José,
quien también padeció todas las emociones humanas posibles, desde el dolor angustioso que le
causó la muerte de su amado hermano Alvin en 1823, a la inmensa felicidad de su casamiento
con Emma Hale en 1827.
Su empresa espiritual fue de una diversidad similar. Debió soportar la amargura de reprimendas
celestiales y asimismo disfrutó enormemente de las manifestaciones del amor divino. Tal como lo
había hecho con David, Samuel y José en los tiempos del Antiguo Testamento, Dios escogió a un
jovencito inocente y falto de instrucción, incorrupto aún por el mundo y maleable a Su divina
voluntad, y lo modeló y educó para que fuera Su profeta escogido.
El 6 de abril de 1830, unos diez años después de que Dios respondiera a la humilde oración del
aquel joven, se organizó oficialmente La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. El
momento era propicio. El mundo se hallaba ahora preparado. La Gran Apostasía había llegado a su
fin. Se restauró la autoridad de Dios para bautizar y existía otra vez sobre la tierra la Iglesia de
Jesucristo en su plenitud.
Antes de que podamos comprender cada uno de los notables acontecimientos que culminaron
con la organización de la Iglesia en 1830, es menester que examinemos la importante contribución
hecha por el Libro de Mormón con respecto a la Restauración.

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EL LIBRO DE MORMÓN
C A P I T U L O C U A T R O

Cuando José Smith, el jovencito de catorce años de edad, emergió del bosque aquella mañana de
primavera en 1820, llevaba ya consigo un nuevo conocimiento que, como su abuelo Asael lo
predijera, habría de conmover el concepto religioso del mundo. Sabía con certeza que Dios, nuestro
Padre Celestial, y Su Hijo Jesucristo, eran seres reales, exaltados y glorificados. Sabía que eran dos
personas separadas y distintas, y no dos diferentes manifestaciones del mismo Dios eterno. Y
también sabía que no había entonces una sola iglesia sobre la faz de la tierra que nuestro Padre
Celestial y Jesucristo pudieran considerar y, menos aún, aprobar sin reservas.
Pero probablemente lo más importante que el joven José Smith aprendió aquel día en el bosque
al cual los miembros de la Iglesia llaman hoy la Arboleda Sagrada, fue que los cielos no están
cerrados. Dios no está restringido. Por cierto que no está restringido a los límites que han tratado de
imponerle algunas iglesias cristianas. Ante todos los que dicen que las revelaciones terminaron al
morir los apóstoles originales de Cristo y que ya tenemos todas las instrucciones que necesitamos
del Señor, las declaraciones de José Smith constituyen un solemne testimonio de que Dios no ha
cerrado las puertas a Sus hijos. Dios nos ama a todos en la actualidad tanto como amó a los que
vivieron en la antigüedad, y tiene tanto interés en nuestro bienestar como lo tuvo en el de aquéllos.
¡Cuán reconfortante es esa grata certidumbre en este mundo de confusión y desaliento en que
vivimos! La paz y la tranquilidad llenan el corazón de todo aquel que sabe que hay un Dios en los
cielos, un Padre Celestial que nos conoce y se interesa por nosotros—individual y colectivamente—
y que se comunicará con nosotros, ya sea directamente o por medio de Sus profetas vivientes,
conforme a nuestras necesidades.
Por supuesto que ha habido muchas personas que, a través de los tiempos, disfrutaron de la guía
y la inspiración espirituales en cuestiones personales. Pero las revelaciones por medio de los
profetas habían cesado por largo tiempo y la Iglesia organizada por nuestro Salvador había
desaparecido de la tierra.
Al contar José a su familia y a otros la experiencia que había tenido, muchos tuvieron la certeza
de que estaba diciendo la verdad y sintieron el mismo consuelo y la misma paz interior. Como ya
hemos indicado, los miembros de su familia nunca dudaron en cuanto a la veracidad de su historia y
a otros les impresionó asimismo su inocencia y sinceridad. Pero también hubo quienes se ofendieron
ante sus declaraciones, lo ridiculizaron y lo persiguieron por tener la audacia de profesar una
comunicación divina. Por lo general, no obstante, la vida de José Smith y su familia continuó sin
mayores dificultades por varios años después de aquella manifestación que entre los Santos de los
Últimos Días ha llegado a conocerse como la Primera Visión.
Pero todo cambió en el otoño de 1823.
Trate de ponerse usted en el lugar del joven José Smith. Es probable que no alcance entonces a
entender las ramificaciones de la experiencia que había tenido, pero sabe que la tuvo y no puede
dejar de considerar que algo se espera de usted. Entonces continúa orando y haciendo todo lo que
usted cree que debe hacer, pero por algún tiempo no recibe otras respuestas—al menos, nada tan
extraordinario como lo que experimentara en el bosque hace apenas tres años, a la edad de catorce.
Y no puede menos que preguntarse por qué.
Aunque José Smith estaba convencido de la realidad de su visión, su propio relato histórico
25
denota que le preocupaba haber sido "culpable de levedad, y en ocasiones me asociaba con
compañeros joviales... cosa que no correspondía con la conducta que había de guardar uno que había
sido llamado por Dios... " Y así comenzó a pensar que quizás su juventud y su natural temperamento
jovial eran en cierto modo impropios, y que ésa era la causa del silencio de Dios.
Si usted se sintiera de ese modo, podría tratar de recurrir otra vez al Señor para recibir
nuevamente aquella emoción extraordinaria y la certidumbre de Su amor y Su aprobación. Y ésta
fue, en efecto, la razón por la que en la noche del 21 de septiembre de 1823 el joven José Smith se
dedicó, según su relato, "a orar, pidiéndole a Dios Todopoderoso perdón de todos mis pecados e
imprudencias; y también una manifestación para saber de mi condición y posición ante [Dios]."
¿Fue José un tanto presuntuoso al esperar que Dios le concedería una manifestación simplemente
por pedírsela? Es probable que sí. Pero tal era la naturaleza de su fe. "[Yo] tenía la más absoluta
confianza de obtener una manifestación divina," escribió, "como previamente la había tenido." (JSH
1:28-29.)
Y en efecto, recibió una manifestación, pero no en la forma que la esperaba. Esta vez lo visitó un
ser resucitado que dijo llamarse Moroni. Y, en vez de decirle simplemente que todo estaba bien y
que Dios aún lo amaba, Moroni le encomendó una tarea.
Le dijo que existía un libro sagrado que había sido grabado en planchas (o láminas) de oro y que
contenía la historia de varios grupos de gente que en siglos anteriores habitaron y desarrollaron
notables civilizaciones en el continente americano. De acuerdo con Moroni, incluía asimismo "la
plenitud del evangelio eterno cual el Salvador lo había comunicado a los antiguos habitantes."
(JSH 1:34.)
En realidad, Moroni había sido uno de aquellos "antiguos habitantes", y a él, su propio padre, el
último de un extenso linaje de profetas y líderes que preservaron esos anales durante más de mil
años, le había encomendado la conservación de los mismos. A pesar de grandes problemas y
adversidades, Moroni pudo proteger las planchas de oro y su contenido. Con el tiempo, tuvo la
inspiración de esconderlas hasta el día en que Dios, en Su infinita sabiduría, habría de revelarlas otra
vez milagrosamente.
Ese día glorioso había llegado. José Smith iba a ser el medio por el que se realizaría—tan pronto
como estuviera dispuesto para ello—ese milagro divino.
Moroni visitó a José Smith durante varios años a fin de prepararlo espiritualmente para la tarea
de traducir los anales como parte de la restauración del Evangelio de Jesucristo en su plenitud. Usted
quizás por lógica se pregunte qué tendrían que ver esos anales con la Restauración. Probablemente,
si supiera un poco más acerca de este libro, comprendería por qué los miembros de La Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días lo valoran tanto. No obstante, por favor tenga en cuenta
que lo que sigue es sólo un breve análisis de su contenido y que, a fin de apreciar cabalmente el
espíritu y significado del Libro de Mormón, será menester que usted lo lea.
El Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo lleva el nombre del padre de Moroni.
Mormón fue un noble profeta que vivió en el continente americano alrededor del año 400 a. de J.C.
y tuvo la responsabilidad de recoger y compilar la documentación que sus páginas contienen. El
Libro de Mormón es un volumen de Escrituras comparable a la Santa Biblia, puesto que constituye
un registro de los convenios de Dios con varios grupos de gente que, procedentes de la Tierra Santa,
llegaron al continente americano muchos siglos antes del nacimiento de Cristo. Trata principalmente
acerca de los descendientes de Lehi, un profeta que salió de Jerusalén alrededor del año 600 a. de
J.C., durante el primer reinado de Sedecías, rey de Judá, poco antes de que Babilonia destruyera
Jerusalén.
El Libro de Mormón es una interesante combinación de los estilos y modelos del Antiguo y el
Nuevo Testamento. Así como la Biblia contiene Escrituras reveladas por medio de líderes
26
espirituales como Moisés, Isaías, David, Mateo, Lucas y Pablo, el Libro de Mormón está compuesto
de quince libros o relatos de Escrituras compiladas por hombres tales como Nefi, Alma, Helamán,
Mosíah y Éter. El mismo incluye narraciones, historias y experiencias que promueven la fe, relatos
acerca del desarrollo y la caída de civilizaciones completas, análisis doctrinarios, testimonios de la
divina misión de Jesucristo, el Señor resucitado, y profecías concernientes a la época en que
vivimos. La parte más importante del libro es el impresionante relato sobre la aparición de Jesucristo
a un grupo de Sus "otras ovejas" (Juan 10:16) en el continente americano, poco después de Su
resurrección en Jerusalén.
El Libro de Mormón está repleto de historias fascinantes. Difícil sería, por ejemplo, encontrar en
otros volúmenes un relato comparable al de la aventura de Ammón, un hombre que trabajaba al
servicio de un rey y que, después de defender valientemente los rebaños del monarca, consiguió
convertirlo junto con toda su familia a la fe de Cristo y Su Iglesia (Alma 17-19). Ni podría usted leer
algo tan hermoso como la explicación doctrinaria sobre la fe que describe el capítulo 32 de Alma. Y
no puede haber una historia tan conmovedora como la que se refiere al ministerio personal de Cristo
entre aquella gente, en especial donde Jesús pide que le traigan sus niños pequeñitos, entonces los
bendice "uno por uno" y ora por ellos (véase 3 Nefi 17).
Los siguientes breves pasajes de las Escrituras, tomados de diferentes secciones del compendio,
demuestran la elocuencia sencilla y el poder del Libro de Mormón:
"Y sucedió que yo, Nefi, dije a mi padre: Iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque sé que él
nunca da mandamientos a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que cumplan lo que les
ha mandado." (1 Nefi 3:7.)
"Y hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo
y escribimos según nuestras profecías, para que nuestros hijos sepan a qué fuente han de acudir para
la remisión de sus pecados." (2 Nefi 25:26.)
"Y he aquí, os digo estas cosas para que aprendáis sabiduría; para que sepáis que cuando os
halláis al servicio de vuestros semejantes, sólo estáis al servicio de vuestro Dios." (Mosíah 2:17.)
"Creed en Dios; creed que él existe, y que creó todas las cosas, tanto en el cielo como en la
tierra; creed que él tiene toda sabiduría y todo poder, tanto en el cielo como en la tierra; creed que el
hombre no comprende todas las cosas que el Señor puede comprender. Y además, creed que debéis
arrepentiros de vuestros pecados, y abandonarlos, y humillaros ante Dios, y pedid con sinceridad de
corazón que él os perdone; y ahora bien, si creéis todas estas cosas, mirad que las hagáis." (Mosíah
4:9-10.)
"¡Oh recuerda, hijo mío, y aprende sabiduría en tu juventud; sí, aprende en tu juventud a guardar
los mandamientos de Dios!" (Alma 37:35.)
"Hasta entonces nunca habían combatido; no obstante, no temían la muerte, y estimaban más la
libertad de sus padres que sus propias vidas; sí, sus madres les habían enseñado que si no dudaban,
Dios los libraría.
"Y me repitieron las palabras de sus madres, diciendo: No dudamos que nuestras madres lo
sabían." (Alma 56:47-48.)
Los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no solamente
aprecian el Libro de Mor-món, sino que también creen que es la palabra de Dios. Ello no descarta su
creencia en la Santa Biblia y sus perpetuas e inspiradas enseñanzas. En realidad, ambos volúmenes
de Escrituras se complementan y corroboran sus mensajes y su doctrina. Debo también mencionar
que los Santos de los Últimos Días aceptan otros dos volúmenes de Escrituras: Doctrina y
Convenios, compuesto de las revelaciones recibidas por José Smith y otros presidentes de la Iglesia,
y la Perla de Gran Precio, que contiene otras traducciones proféticas y relatos históricos y que
incluye la historia autobiográfica de las experiencias que tuvo José Smith y que ya he mencionado
27
anteriormente.
Aquí llegamos a la segunda cosa que usted debiera saber acerca de nuestras Escrituras. Una de
las grandes dificultades que muchos cristianos tienen con respecto al Libro de Mormón y otros
libros canónicos de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, tiene que ver con una
firme creencia de que la Biblia contiene todas las verdades que necesitamos conocer. Comprendo su
interés y comparto con ellos su fe en la Biblia, pero debo confesarle con toda sinceridad que gracias
al Libro de Mormón se ha acrecentado mi amor por el Salvador y mi dedicación al cristianismo, en
gran parte porque me ayuda a entender muchas de las preguntas doctrinales que la Biblia deja sin
contestar.
Por ejemplo, el Nuevo Testamento deja perfectamente aclarado el hecho de que el bautismo es
una ordenanza esencial. Aun Cristo fue bautizado a fin de cumplir "con toda justicia." (Mateo 3:15).
Pero parece haber cierta confusión en el mundo cristiano en cuanto a quién necesita ser bautizado.
Algunas iglesias enseñan que los niños pequeños nacen en el pecado y que, por lo tanto, necesitan
ser bautizados inmediatamente. Otras citan la enseñanza de Cristo con respecto a los niños, "porque
de los tales es el reino de los cielos" (Mateo 19:14), y creen que el bautismo es estrictamente una
ordenanza para adultos.
No obstante lo inspirada—e inspiradora—que es la Biblia, usted no encontrará en ella una
respuesta concluyente sobre este dilema. Pero sí la hallará en el Libro de Mormón.
"He aquí, te digo que esto enseñarás: El arrepentimiento y el bautismo a los que son
responsables y capaces de cometer pecado; sí, enseña a los padres que deben arrepentirse y ser
bautizados, y humillarse como sus niños pequeños, y se salvarán todos ellos con sus pequeñitos.
"Y sus niños pequeños no necesitan el arrepentimiento, ni tampoco el bautismo. He aquí, el
bautismo es para arrepentimiento a fin de cumplir los mandamientos para la remisión de pecados.
"Mas los niños pequeños viven en Cristo, aun desde la fundación del mundo; de no ser así, Dios
es un Dios parcial, y también un Dios variable que hace acepción de personas; porque ¡cuántos son
los pequeñitos que han muerto sin el bautismo!" (Moroni 8:10-12.)
El tema se aclara aún más en una revelación dada al profeta José Smith la cual se encuentra en
Doctrina y Convenios, por cuyo intermedio el Señor indica que los niños deben bautizarse a la edad
de ocho años. (Véase D. y C. 68:27.)
¡Qué bendición es poder contar con un entendimiento adicional de la doctrina divina a fin de
aumentar nuestro conocimiento acerca de nuestro Padre Celestial y acrecentar así nuestra relación
con el Señor!
El bautismo de los niños pequeños es apenas uno de los numerosos temas y asuntos doctrinales
que se aclaran en las páginas del Libro de Mormón. ¿Ha pensado usted alguna vez en lo que
significa exactamente ser resucitado? Aunque menciona este tema, la Biblia no suministra detalle
alguno sobre el particular. Pero Amulek, un profeta del Libro de Mormón, lo explica de esta manera:
"El espíritu y el cuerpo serán reunidos otra vez en su perfecta forma los miembros así como las
coyunturas serán restaurados a su propia forma, tal como nos hallamos ahora; y seremos llevados
ante Dios, conociendo tal como ahora conocemos, y tendremos un vivo recuerdo de toda nuestra
culpa.
"Pues bien, esta restauración vendrá sobre todos," continúa diciendo Amulek, "tanto viejos como
jóvenes, esclavos así como libres, varones así como mujeres,, malvados así como justos; y no se
perderá ni un solo pelo de su cabeza, sino que todo será restablecido a su perfecta forma... " (Alma
11:33-34.)
Un esclarecimiento similar puede encontrarse concerniente a la caída de Adán (véase 2 Nefi 2),
la expiación de Cristo (véase Alma 42), y aun el propio Libro de Mormón, incluso una explicación
en cuanto a cómo puede uno saber por sí mismo si el libro es o no la palabra de Dios (véase Moroni
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10:3-5). El Libro de Mormón ofrece una doctrina pura y concisa que no ha sido alterada por
filósofos, concilios, consultantes religiosos ni reyes. A diferencia del proceso evolutivo que dio
origen a la Biblia, el Libro de Mormón es el resultado de una sola traducción desde que fuera origi-
nalmente grabado en planchas de oro hasta que apareció en 1830 como la manifestación en papel y
tinta del Evangelio restaurado de Jesucristo.
Y esto es todo lo que necesitamos decir con respecto al Libro de Mormón. Aunque habían
pasado más de siete años entre la fecha de la Primera Visión y el momento en que le fueron
confiadas las planchas de oro y se le permitió comenzar la tarea de traducir, fue muy relativo lo que
cambió en cuanto a la preparación física de José Smith. Todavía continuaba siendo un joven pobre
de un rincón del estado de Nueva York, sin mucha educación y un tanto rústico. Aunque le
enseñaron ángeles, gran parte de esa educación fue para fortalecer su conocimiento acerca del
evangelio y su fe, y para enriquecer su sensibilidad espiritual. La traducción de las planchas de
oro—una penosa tarea de dictado y transcripción a mano—no fue el resultado de habilidades y
destrezas adquiridas de improviso. Fue, en realidad, algo milagroso—ni más, ni menos. Dios tomó
de la mano a un joven sencillo y fiel y, juntos, transformaron los rasgos de la religión
contemporánea.
Más de treinta años después de la muerte de José Smith, su hijo Joseph III entrevistó a Emma, su
madre y viuda del Profeta. Emma se había vuelto a casar y no era ya miembro de la Iglesia. No
obstante, habiendo sido uno de los pocos testigos de la traducción en sí del Libro de Mormón,
ofreció un testimonio conmovedor.
"José Smith no podía escribir ni dictar siquiera una carta coherente y bien redactada, y menos
aún dictar un libro de la naturaleza del Libro de Mormón," le dijo Emma a su hijo, "y aunque yo
participaba activamente durante la traducción de las planchas de oro y tuve conocimiento de las
cosas que acontecían, es para mí algo asombroso—una obra maravillosa y un prodigio—tanto como
para cualquier otra persona.
"Yo creo que el Libro de Mormón es auténticamente divino, y no tengo ninguna duda sobre
ello," continuó diciendo. "Estoy segura de que nadie podría haber dictado el contenido de los textos
originales sin contar con la inspiración necesaria; cuando ayudaba yo como escribiente, tu padre me
dictaba hora tras hora y, al regresar después de comer o al cabo de cualquier interrupción, reasumía
el dictado en el preciso lugar donde lo había dejado sin siquiera cotejar el original o pedirme que
leyera ninguna porción del dictado anterior. Así lo hacía siempre. Difícilmente habría podido
hacerlo un erudito y, por supuesto, era imposible que lo hubiera hecho una persona tan ignorante y
de poca educación como lo era él." (Joseph Smith Letter Books, Departamento Histórico de La
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, pág. 1.)
Otras personas que trabajaron junto al Profeta durante la traducción ofrecieron testimonios
semejantes. Las primeras páginas del Libro de Mormón contienen dos de estos testimonios, uno
firmado por tres hombres y el otro por ocho, declarando cada uno de ellos haber sido testigos de la
divinidad del mismo. Entre dichos testigos hubo algunos que luego se apartaron de la Iglesia, pero
aunque no pudieron soportar la persecución de aquellos días o tuvieron diferencia de opiniones con
José Smith u otros líderes posteriores de la Iglesia, nunca desmintieron su testimonio de que el Libro
de Mormón fue revelado por el don y el poder de Dios.
Las declaraciones de tales testigos son de gran importancia, pero más aún es el testimonio de la
veracidad del Libro de Mormón que el Espíritu Santo puede conceder individualmente a todo
creyente. Casi al final del libro, Moroni hace esta significativa promesa: "Y cuando recibáis estas
cosas, quisiera exhortaros a que preguntéis a Dios el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si no son
verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón sincero, con verdadera intención, teniendo fe en
Cristo, él os manifestará la verdad de ellas por el poder del Espíritu Santo; y por el poder del

29
Espíritu Santo podréis conocer la verdad de todas las cosas." (Moroni 10:4-5.)
Es precisamente gracias a ese poder que yo he adquirido un profundo y firme testimonio en
cuanto al Libro de Mormón. Yo sé que es la palabra de Dios porque lo he leído muchas, muchas
veces. He meditado acerca del mismo. He orado y suplicado a Dios que me confirme si es
verdadero, y he recibido ese testimonio en la manera que todo hombre y toda mujer puede
recibirlo—de la única manera en que se recibe—por medio del poder del Espíritu Santo, que me ha
dado la dulce certidumbre de que el Libro de Mormón es verídico. A raíz de haber estudiado el
Libro de Mormón y de vivir conforme a sus preceptos, he llegado a conocer mejor al Señor y he
aprovechado Sus enseñanzas contenidas en ese libro para fortalecer a mis hijos y a mis nietos.
El apóstol Pablo exhortó a los santos de Tesalónica, diciéndoles: "Examinadlo todo; retened lo
bueno." (1 Tesa-lonicenses 5:21.) Yo creo simple y sinceramente que todo aquel que se disponga a
examinar el Libro de Mormón—es decir, a estudiarlo, a reflexionar acerca del mismo y pedirle a
Dios que le revele si es verdadero—tendrá el deseo de "retenerlo" porque es, en realidad, la palabra
de Dios. Así lo declaró otro noble profeta del Libro de Mormón: "Y si creéis en Cristo, creeréis en
estas palabras, porque son las palabras de Cristo, y él me las ha dado; y enseñan a todos los hombres
que deben hacer lo bueno." (2 Nefi 33:10.)
El mensaje de Nefi es el punto principal del Libro de Mormón: traer a los hombres a Cristo y
enseñarles a "hacer lo bueno." Y, de acuerdo con el profeta Mormón, ésa es una buena indicación de
que el libro es digno de nuestro interés y consideración. Mormón escribió lo siguiente:
"Pues he aquí, a todo hombre se da el Espíritu de Cristo para que sepa discernir el bien del mal;
por tanto, os muestro la manera de juzgar; porque toda cosa que invita a hacer lo bueno, y persuade a
creer en Cristo, es enviada por el poder y el don de Cristo, por lo que sabréis, con un conocimiento
perfecto, que es de Dios.
"Pero cualquier cosa que persuade a los hombres a hacer lo malo, y a no creer en Cristo, y a
negarlo, y a no servir a Dios, entonces sabréis, con un conocimiento perfecto, que es del diablo;
porque de este modo obra el diablo, porque él no persuade a ningún hombre a hacer lo bueno, no, ni
a uno solo; ni lo hacen sus ángeles; ni los que a él se sujetan.
"Por tanto, os suplico, hermanos, que busquéis dilige temente en la luz de Cristo, para que podáis
discernir el bien del mal; y si os aferráis a todo lo bueno, y no lo condenáis, ciertamente seréis hijos
de Cristo." (Moroni 7:16-17,19.)
Este es un buen consejo de las Escrituras—para la antigüedad, para la actualidad y para siempre.

30
EL SACERDOCIO DE DIOS
C A P I T U L O C I N C O

Imaginemos por un momento que usted y yo nos encontramos manejando nuestros respectivos
automóviles—yo detrás de usted—por una carretera. De pronto, usted cambia de carril sin hacer
señal alguna.
Inmediatamente hago sonar la bocina, apresuro la marcha para ponerme a la par de su vehículo y
con un ademán le indico que se detenga. Ambos salimos a la vera del camino. Yo desciendo de mi
automóvil y, acercándome, le informo que usted acaba de cometer una infracción y que es mi
intención aplicarle todo el rigor de la ley.
¿Qué haría usted en tal caso?
Es probable que me exija que le muestre algún documento que acredite mi autoridad para ello,
¿no es así? Querrá saber qué derecho tengo para hacerle cumplir la ley. Seguramente pondrá en duda
mis palabras y no aceptará mis protestas a menos que le demuestre, en forma clara, que poseo dicha
autoridad.
La autoridad es uno de esos conceptos que la mayoría de la gente parece sobreentender en forma
natural, probablemente porque es algo que gobierna nuestra vida cotidiana y lo hemos venido
aceptando desde tiempo inmemorial. Cuando asistíamos a la escuela, reconocíamos automática-
mente que los maestros y administradores tenían la autoridad para decirnos lo que teníamos que
hacer. Hoy; cuando el jefe nos ordena que hagamos algo, lo hacemos. Si se promulga una ley, la
obedecemos. Cuando oímos una sirena policial, nos hacemos a un lado. Pero cuando usted se
encuentra en su casa, en su automóvil o en su negocio, todo está a su cargo y no sería apropiado que
yo le dijera lo que debe hacer o adopte decisiones por usted sin que me lo permita o autorice.
Esto es algo natural en el mundo entero. Estoy agradecido, y creo que también lo estará usted,
que sea así. Y aunque este concepto impone implícitamente ciertos límites a nuestra absoluta
libertad, sin autoridad viviríamos en una anarquía y un caos completos. ¿Imagina usted cómo sería el
mundo si cualquier persona pudiera hacer lo que se le ocurriera en todo momento, con permiso o sin
él? En la autoridad encontramos seguridad, e incluso la autoridad divina nos provee una seguridad
espiritual.
José Smith anhelaba tener esa seguridad espiritual. Como ya lo hemos mencionado, él vivió en
una época y un lugar en que abundaban los sentimientos religiosos. Durante su búsqueda de la
verdad, se puso en contacto con diferentes ministros que afirmaban tener la autoridad de Dios. Su
ferviente oración a Dios en la Arboleda Sagrada fue a consecuencia de su deseo de ser bautizado en
la iglesia verdadera de nuestro Padre Celestial. Pero aunque se dio cuenta de que ninguna de las
iglesias de su época era verídica, no fue sino hasta después de haber comenzado a traducir el Libro
de Mormón que reconoció que se necesitaba recibir la autoridad genuina del sacerdocio de Dios.
De acuerdo con el relato de José Smith, las enseñanzas del libro con respecto al bautismo
despertaron su interés en el concepto doctrinal del sacerdocio. A medida que, con la ayuda de Oliver
Cowdery, quien le servía entonces como escribiente, traducían las planchas de oro, fueron apren-
diendo que era importante "[seguir] a vuestro Señor y Salvador y [descender] al agua según su
palabra" (2 Nefi 31:13). Les impresionó sobremanera la explicación de Nefi que dice: "Si el Cordero
de Dios, que es Santo, tiene necesidad de ser bautizado en el agua para cumplir con toda justicia,
¡cuánto mayor es, entonces, la necesidad que tenemos nosotros, siendo pecadores, de ser bautizados,

31
sí, en el agua!" (2 Nefi 31:5.) Y también la promesa del Señor: "A quien se bautice en mi nombre, el
Padre dará el Espíritu Santo, como a mí; por tanto, seguidme y haced las cosas que me habéis visto
hacer." (2 Nefi 31:12.)
Pero esto les creaba un problema. Era evidente que el bautismo constituía algo fundamental en el
reino de Dios, pero también lo era que ninguno estaba autorizado para llevar a cabo esa ordenanza.
José y Oliver habían leído que Alma bautizaba a la gente "teniendo autoridad del Todopoderoso."
(Mosíah 18:13.) Y estaban asimismo familiarizados con la declaración ministerial de Pablo a los
hebreos de que "nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón."
(Hebreos 5:4.) Probablemente tenían también conocimiento de la explicación que da el Antiguo
Testamento en cuanto a que Aarón recibió su posición sacerdotal por medio de su hermano, el
profeta Moisés, quien poseía la autoridad de Dios (véase Éxodo 28:1), y que era común en esos días
que todo aquel a quien se llamaba al santo ministerio, recibía autoridad mediante la imposición de
manos a través de aquellos que eran ordenados para ello (véase Números 27:18).
Basado en todo lo que había aprendido de fuentes celestiales en años anteriores, José Smith sabía
que la completa autoridad del sacerdocio de Dios no existía ya en la tierra. Por lo tanto, ¿cómo
podrían, él y otros, recibir las bendiciones del bautismo? José entendía que no era suyo el derecho de
"tomar sobre sí esta honra", pero ¿dónde podía encontrar al representante autorizado por Dios que le
proveyera tal bendición?
Este dilema preocupó mucho a José y a Oliver. Finalmente, decidieron presentar el caso ante el
Señor. El 15 de mayo de 1829 fueron a un lugar aislado en las riberas del río Susquehanna, cerca de
Harmony, en el estado de Pensil-vania, y con humildad de corazón suplicaron a Dios. Mientras
oraban fervientemente, se les apareció un mensajero celestial: Juan el Bautista, en estado resucitado.
Era el mismo Juan que, en virtud de la autoridad que tenía, había bautizado a Jesucristo dos mil años
antes en el río Jordán.
Juan el Bautista les dijo a José Smith y a Oliver Cowdery que Dios lo había enviado para que
restaurara la autoridad del sacerdocio, el cual había desaparecido de la tierra con la disolución del
Consejo de los Doce Apóstoles poco después del año 100 de nuestra era. Y poniendo sus manos
sobre la cabeza de ambos, pronunció estas magníficas palabras: "Sobre vosotros, mis consiervos, en
el nombre del Mesías, confiero el Sacerdocio de Aarón, el cual tiene las llaves del ministerio de
ángeles, y del evangelio del arrepentimiento, y del bautismo por inmersión para la remisión de
pecados; y este sacerdocio nunca más será quitado de la tierra, hasta que los hijos de Leví de nuevo
ofrezcan al Señor un sacrificio en rectitud." (D. y C. 13:1.)
Juan el Bautista les declaró a José y a Oliver Cowdery que "este Sacerdocio Aarónico no tenía el
poder de imponer las manos para comunicar el don del Espíritu Santo, pero que se [les] conferiría
más adelante," según José Smith escribió en su historia, la cual se encuentra en la compilación de
Escrituras llamada la Perla de Gran Precio. "Y nos mandó bautizarnos, indicándonos que yo
bautizara a Oliver Cowdery, y que después me bautizara él a mí.
"Por consiguiente, fuimos y nos bautizamos. Yo lo bauticé primero y luego me bautizó él a mí—
después de lo cual puse mis manos sobre su cabeza y lo ordené al Sacerdocio de Aarón, y luego él
puso sus manos sobre mí y me ordenó al mismo sacerdocio—porque así se nos había mandado."
(JSH 1:70-71.)
Como es de esperarse, el bautismo por inmersión total en las aguas del río Susquehanna (de
acuerdo con las instrucciones que habían recibido) y su ordenación al sacerdocio, constituyeron una
asombrosa experiencia para estos dos hombres. José escribió luego que, inmediatamente después de
haber salido de las aguas bautismales, sintieron "grandes y gloriosas bendiciones de nuestro Padre
Celestial.

32
"Fuimos llenos del Espíritu Santo," dijo, "y nos regocijamos en el Dios de nuestra salvación."
(JSH 1:73.)
Como Juan el Bautista lo declarara, José y Oliver recibieron así el Sacerdocio de Aarón, o
Sacerdocio Aarónico, y al hacerlo se maravillaron por las bendiciones y oportunidades que ello
brindaba ahora a su vida. Pero a medida que continuaban en sus labores, comenzaron a entender lo
que aquel mensajero celestial les había dicho en cuanto a las limitaciones de la autoridad del
Sacerdocio Aarónico. Podían bautizar pero carecían de la autoridad para llevar a cabo las cosas que
Cristo y Sus apóstoles habían hecho, tal como conferir el don del Espíritu Santo y dar bendiciones de
salud a los enfermos. Y José comprendía que tampoco tenía la autoridad para reorganizar la Iglesia
de Cristo sobre la tierra, aunque sabía que se le estaba preparando para la tarea. Por consiguiente,
poco tiempo después de haber recibido el Sacerdocio Aarónico, José y Oliver procuraron
nuevamente la soledad de la naturaleza a fin de pedirle a Dios que les diera el conocimiento que
necesitaban.
Y de nuevo el Señor les respondió milagrosamente. Esta vez fueron visitados por Pedro,
Santiago y Juan, tres de los Doce Apóstoles originales a quienes el propio Jesús confirió la autoridad
del sacerdocio. Pedro, Santiago y Juan pusieron sus manos sobre la cabeza de José y la cabeza de
Oliver y les confirieron el Sacerdocio de Melquisedec, una clase de autoridad del sacerdocio más
amplia y completa. Este sacerdocio lleva el nombre de Melquisedec, uno de los nobles sumo
sacerdotes de la época del Antiguo Testamento. Abarca la autoridad de Dios para efectuar todas las
ordenanzas del Evangelio de Jesucristo. También le concedieron a José Smith toda la autoridad del
sacerdocio que necesitaría para restaurar completamente el Evangelio de Jesucristo en la tierra. De
este modo, recibió entonces la autorización de Dios para organizar Su Iglesia—La Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
La autoridad del sacerdocio era fundamental para José Smith y para la importante misión que
debía realizar, tal como fue siempre una parte indispensable del ministerio completo de nuestro
Padre Celestial entre Sus hijos. Las ordenanzas esenciales del Evangelio, tales como el bautismo,
son solamente posibles mediante la autoridad del sacerdocio. Así como Naamán, el general del
ejército sirio, fue curado de su lepra cuando siguió las instrucciones que el profeta Elíseo le dio de
lavarse siete veces en el río Jordán (2 Reyes 5:1-14), también nosotros podemos recibir bendiciones
al efectuar las ordenanzas del Evangelio bajo la dirección de quienes han recibido la autoridad de
Dios.
Históricamente, el Señor ha sido siempre muy particular en cuanto a quienes confía Su
autoridad. "No me elegisteis vosotros a mí," les recordó Jesús a Sus apóstoles, "sino que yo os elegí
a vosotros." (Juan 15:16.) El sacerdocio es el poder y la autoridad que Dios ha dado a hombres
dignos para que efectúen todas las ordenanzas de la salvación para que tanto el hombre como la
mujer obtengan las bendiciones prometidas por Dios, incluso la exaltación eterna en Su presencia.
Es el poder mediante el cual fue creado el mundo y se han realizado los milagros desde la época de
Adán hasta nuestros días. De acuerdo con John Taylor, el tercer Presidente de La Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, el sacerdocio "es la gobernación de Dios, ya sea en la
tierra como en los cielos, porque es por ese poder, delegación o principio que se sustentan y
sostienen todas las cosas. Gobierna todas las cosas, dirige todas las cosas, defiende todas las cosas y
se refiere a todas las cosas que se relacionan con Dios y con la verdad." (The Mülennial Star,
noviembre 1 de 1847, 9:321.) Aunque Dios haya decidido conferir la autoridad del sacerdocio al
hombre, debemos reconocer que no se trata de una diferencia de sexos sino de responsabilidades.
Actualmente, en las congregaciones mormonas de todo el mundo, los jóvenes ordenados en el
Sacerdocio Aarónico ofician en la preparación, bendición y distribución de los emblemas
sacramentales del cuerpo y la sangre de Cristo en reuniones semanales de adoración. También
poseen la autoridad para bautizar, recoger donaciones para beneficio de los pobres y prestar servicio
33
a los miembros de la Iglesia en sus hogares. A su vez, los hombres que han sido ordenados en el
Sacerdocio de Melquisedec dirigen las reuniones, efectúan las ordenanzas sagradas y proveen
bendiciones para la salud física, espiritual y emocional de la gente. Los Santos de los Últimos Días
pueden, por medio del sacerdocio, recurrir a los poderes divinos para provecho propio y de los
demás.
Puesto que me he estado refiriendo a la necesidad de que los que afirman representar a Dios
tengan para ello Su autoridad, bien le corresponde a usted proponerme la misma pregunta que
formulé a los ministros religiosos que mis misioneros en Canadá congregaron para que yo les
hablara: ¿De dónde provino mi autoridad? Y me complace poder responder a esa pregunta.
Fui ordenado Apóstol (uno de los oficios del Sacerdocio de Melquisedec) el 10 de octubre de
1985 por Gordon B. Hinckley, quien fue ordenado por David O. McKay, quien a su vez fue
ordenado por Joseph F. Smith, el que fue ordenado por Brigham Young (sí, aquel mismo Brigham
Young), quien recibió su ordenación de los Tres Testigos del Libro de Mormón (Oliver Cowdery,
Martin Harris y David Whit-mer, cuyo testimonio conjunto se encuentra al principio de ese libro),
quienes a su vez fueron ordenados por José Smith y Oliver Cowdery, que fueron ordenados por
Pedro, Santiago y Juan, y éstos lo fueron bajo las manos de Jesucristo.
En otras palabras, yo puedo trazar la autoridad de mi sacerdocio apostólico a través de sólo ocho
sucesiones hasta la fuente máxima de toda autoridad del sacerdocio de La Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días: el propio Jesucristo.
Comprenda, por favor, que no estoy diciendo estas cosas para vanagloriarme. Agradezco mucho
al Señor el privilegio de servirle. Yo reconozco y admito libremente que mi autoridad para actuar en
el nombre de Dios no es en realidad mía, sino de El. Pero cometería un gran error si no le dijera a
usted que tengo completa y cabal confianza en el poder del sacerdocio que Dios me ha conferido por
medio de Sus representantes debidamente ordenados.
Es necesario recalcar, sin embargo, que el simple hecho de poseer el sacerdocio no es suficiente
para que, de por sí, un hombre obtenga autoridad alguna. Todo aquel que haya sido ordenado en el
sacerdocio debe esforzarse por obedecer los mandamientos de Dios. El Señor le enseñó a José Smith
que "ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio." Esa
influencia, le dijo el Señor, es el resultado de vivir conforme a virtudes cristianas tales como la
persuasión, longanimidad, benignidad, mansedumbre, el amor sincero, la bondad y el conocimiento
puro, "lo cual ennoblecerá grandemente el alma sin hipocresía y sin malicia." (D. y C. 121:41-42.)
Asimismo, el Señor advirtió a José Smith que "cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o
satisfacer nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer mando, dominio o cumpulsión sobre las
almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el
Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal
hombre." (D. y C. 121:37.)
En otras palabras, la persona que no se esfuerza por obedecer los mandamientos divinos no es
digna de representar a Dios en la tierra. Por supuesto que esto no significa que todos los poseedores
del sacerdocio deban vivir una vida perfecta—solamente Cristo fue capaz de tal perfección. Pero sí
se espera que hagan todo lo posible por vivir un vida de rectitud y digna del poder que se les ha
dado.
Cuando la fe y la lealtad acompañan la autoridad del sacerdocio, muchas cosas maravillosas
suceden en la vida del hombre, la mujer y la familia. Las Escrituras nos enseñan que el Señor,
"llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad sobre los espíritus inmundos, para que los echasen
fuera, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia." (Mateo 10:1; véase también Marcos 3:14,
Marcos 6:7 y Lucas 9:1.) Fue precisamente esa autoridad la que Pedro utilizó cuando curó al cojo
que pedía limosna frente al templo de Jerusalén, poco después del día de Pentecostés.
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"No tengo plata ni oro," le dijo Pedro, "pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de
Nazaret, levántate y anda.
"Y tomándole por la mano derecha le levantó; y al momento se le afirmaron los pies y tobillos;
"y saltando, se puso de pie y anduvo; y entró con ellos en el templo, andando, y saltando, y
alabando a Dios." (Hechos 3:6-8.)
Los grandes y poderosos milagros de sanidades, rehabilitación y revelaciones debidamente
efectuados por medio de la autoridad del sacerdocio ocurren también en nuestros días. Quisiera
referirme a una de mis experiencias personales.
Hace algunos años, una joven me contó acerca de las dificultades que una hermana suya estaba
teniendo con su salud física durante su embarazo. Me sentí muy afligido y preocupado por la
condición de aquella mujer y su futuro niño, y quise saber si había algo que yo pudiera hacer al
respecto. Esa noche, mientras me hallaba leyendo las Escrituras, tuve la fuerte impresión de que
debía visitar a aquella mujer enferma, quien era miembro de la Iglesia. Habiendo recibido antes
impulsos semejantes, he aprendido que no debo hacerles caso omiso sino simplemente responder a
ellos. Entonces le pedí a mi esposa que me acompañara para visitar a la joven madre.
"No sé en realidad por qué estoy aquí," le dije al esposo cuando, al llamar, nos abrió la puerta,
"pero he tenido la impresión de que debía ver a su esposa."
"Hermano Ballard," respondió el joven esposo, "no creo que ella pueda recibirle. Ha estado tan
enferma que no ha querido ver a nadie."
"Por favor," dije entonces, "dígale que estamos aquí y a qué hemos venido."
Mientras esperábamos, observamos algunas fotografías de la familia que se hallaban en la sala.
Entre ellas estaba la de uno de sus hijos, un niño seriamente incapacitado. También había una
fotografía de un niño menor que lo mostraba muy sano y ansioso de tener un hermanito o hermanita
con quien poder jugar. Mi esposa hizo mención del bebé que le nació muerto a esa familia y de las
increíbles dificultades que esa joven madre había padecido en cada uno de sus embarazos. La
decisión de tener otro hijo debe haber sido algo muy penoso para aquel matrimonio. Era muy
probable que hubieran meditado y orado mucho para ello y que recibieran una confirmación
espiritual—lo cual hacía más desconcertante aún la circunstancia.
Al cabo de unos momentos, la joven madre entró a la sala. Aparentaba estar muy débil y
sufriendo mucho dolor a causa de una inflamación que le cubría un lado del rostro y el cuello con
llagas espantosas. De acuerdo con su esposo, las plaquetas de sangre eran tan escasas que la vida de
la pobre mujer y de su niño estaban en peligro.
Tomé entre las mías las manos de la joven madre y le dije la simple verdad: "El Señor me ha
enviado aquí para que le dé una bendición."
Su esposo, su padre y yo pusimos nuestras manos sobre su cabeza y me sentí espiritualmente
impulsado a darle una bendición para su completa y cabal curación.
"En aquel momento," había de escribir ella más tarde, "sentí que una fuerza recorrió mi cuerpo
hasta mis pies... Sentí que el Espíritu del Señor estaba allí, hermano Ballard. Yo sentí que me
hablaba por intermedio suyo... Me dio la fortaleza de proseguir con fe y completar una tarea que
parecía ser imposible. Después de recibir esa bendición, en mi corazón tuve la certeza de que había
de ser bendecida con un niño saludable."
Y así fue.
"¡Nuestro pequeñito ha traído mucha comprensión y gozo a nuestra vida!", escribió aquella
madre. "Con este pequeñito, el Señor nos ha enviado un precioso regalo de amor."
Muchos son los milagros maravillosos que se realizan por medio de la autoridad del sacerdocio.
En la mayoría de los casos, sin embargo, la autoridad del sacerdocio obra en silencio y con sencillez
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en la vida de quienes lo respetan y viven con dignidad. Posibilita a todo creyente fiel la realización
de sagrados convenios con el Señor mediante el bautismo y la confirmación de los mismos, cada
semana, al participar en la Iglesia de los emblemas de la Santa Cena. Las bendiciones del sacerdocio
imparten consuelo y paz, como así también la fortaleza necesaria para contrarrestar los problemas de
la vida. Y los oficios del sacerdocio autorizan a los líderes de la Iglesia a obrar, de acuerdo con sus
respectivos cargos y asignaciones, en las funciones administrativas de la misma.
En ningún otro lugar se manifiestan el esplendor y el poder de la autoridad del sacerdocio como
en los sagrados edificios que llamamos templos. Quizás usted haya visto o visitado uno de nuestros
templos. Estos edificios son diferentes de nuestras capillas, en las cuales llevamos a cabo los
servicios dominicales de adoración y otras actividades de entre semana. Los templos son edificios
dedicados para que los miembros dignos, fieles y devotos de la Iglesia participen en sagradas
ordenanzas para esta vida y para la eternidad.
Ahora bien, yo reconozco cuan presuntuoso le parecerá que un hombre declare poseer una
autoridad que abarque hasta los cielos. Pero no hay que olvidar que se trata de una autoridad divina
y que sólo tiene los límites que Dios desee imponerle. Y también debemos recordar las palabras que
declaró el Señor a quienes había conferido esa autoridad: "Lo que atéis en la tierra, será atado en el
cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo." (Mateo 18:18.) Existe, pues, un
claro precedente en cuanto a nuestra creencia de que la autoridad del sacerdocio es de naturaleza
eterna.
De entre todas las oportunidades que la autoridad de mi sacerdocio me confiere, ninguna es tan
sublime como la del privilegio de estar en uno de nuestros templos y, representando al Maestro,
oficiar en la unión matrimonial de dos de Sus hijos dignos y fieles. No importa particularmente
quiénes sean o de dónde proceden, estas parejas lucen siempre resplandecientes, con el brillo del
amor y la fe reflejándose en sus ojos. Por lo general, se hallan presentes en esta dulce e íntima
ocasión otros miembros de sus familias y algunos amigos.
Debo indicar que los casamientos en el templo son un tanto diferentes de los que se efectúan en
otros edificios, ya que en ellos pueden participar solamente los miembros fieles de la Iglesia. Y
tampoco se observa en los templos la pompa ceremonial que suele relacionarse con las grandes
bodas celebradas en iglesias—no hay música ni procesiones, decoraciones con listones ni flores. Por
favor, no interprete esto equivocadamente—el casamiento en el templo es una ocasión hermosa y
regocijante, tal como debe ser, pero también es algo sencillo, solemne y de marcada reverencia.
Lo más singular con respecto al casamiento en el templo, sin embargo, tiene que ver con las
palabras que expresa quien oficia en la ceremonia. La mayoría de los casamientos que no se celebran
en el templo se basan en un lenguaje que establece un límite en cuanto a las condiciones del matri-
monio—un dictamen implícito de divorcio, por así decirlo. La autoridad oficiante une por lo general
a la feliz pareja "hasta que la muerte los separe," o con palabras semejantes. Pero la pareja que
participa del casamiento en el templo comprende que, efectuado por alguien que posee el sacerdocio,
su matrimonio durará para siempre—durante esta vida y en la eternidad—y las palabras de la
ceremonia revelan ese glorioso concepto. No sólo se une en casamiento al hombre y a la mujer, sino
que son "sellados" el uno al otro mediante la autoridad de Dios "por esta vida y por toda la
eternidad." De acuerdo con la doctrina de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
esa pareja estará unida eternamente, siempre que ambos sean fieles entre sí y observen los
mandamientos de nuestro Padre Celestial.
Nosotros creemos que el matrimonio ha sido ordenado por Dios. Doctrina y Convenios declara
que "quien prohibe casarse no es ordenado por Dios, porque el matrimonio lo decretó Dios para el
hombre." (D. y C. 49:15.)
"El matrimonio aprobado por Dios concede al hombre y a la mujer la oportunidad para que
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logren su divina potencialidad. 'Pero en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón'
(1 Corintios 11:11). El esposo y la esposa son, en cierto modo, muy especiales y pueden cultivar sus
eternas cualidades personales; no obstante, siendo iguales ante sus progenitores celestiales, ambos
aspiran conjuntamente a alcanzar objetivos divinos, a dedicarse a los principios y ordenanzas
eternos, a obedecer al Señor y a perpetuar su amor mutuo. El hombre y la mujer que hayan sido
sellados en el templo y unidos espiritual, mental, emocional y físicamente, asumiendo la
responsabilidad cabal de sustentarse el uno al otro, están verdaderamente unidos en matrimonio.
Juntos se esmeran en emular el modelo del hogar celestial de donde vinieron. La Iglesia les enseña
que deben ayudarse, apoyarse y ennoblecerse recíprocamente... Si el esposo y su esposa son fieles a
su convenio en el templo, continuarán siendo cocreadores en el reino celestial de Dios a través de las
eternidades." (Encyclopedia of Mormonism, 4 volúmenes, Daniel H. Ludlow, editor [Nueva York:
Macmil-lan, 1992], 2:487.)
El principio del casamiento eterno constituye una doctrina exclusiva de La Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días. Los matrimonios que se han casado en el templo y realizan
convenios que les permitirán llegar a ser una familia eterna, poseen una verdadera conciencia del
propósito y destino de su relación, tanto del uno con el otro como con los hijos que traen a este
mundo. Aquellos que creen en poder vivir juntos para siempre consideran de gran importancia criar
hijos y cultivar una buena familia.
¡Cuan magnífico y reconfortante es este conocimiento! ¿No es lógico, acaso, que nuestro Padre
Celestial, que nos ama y desea que progresemos, provea los medios para que el hombre y la mujer
que estén mutuamente interesados en su felicidad eterna lleven consigo su vínculo a la vida
venidera? El presidente Brigham Young ha dicho que el matrimonio eterno "es el hilo que se
extiende desde el mismo principio hasta el final del sagrado Evangelio de la Salvación—del
Evangelio del Hijo de Dios; es de eternidad en eternidad." (Discourses of Brigham Young, John A.
Widtsoe, editor [Salt Lake City: Deseret Book, 1971], pág. 195.)
En varias ocasiones he visitado a líderes de otras religiones. Con frecuencia me han expresado su
interés en la importancia que atribuimos al matrimonio y a la familia. Recuerdo que una vez
surgió el tema en una conversación que mantuve con unos ministros de cierta religión, quienes
expresaron su elogio hacia nuestra Iglesia diciendo que no conocían ninguna otra organización
que se dedicara tanto a la preservación y edificación de la familia. Después que les agradecí su
encomio, mencionaron estar preocupados por el número de personas en sus propias
congregaciones que estaban dejándose vencer por las tentaciones del mundo, agregando que
creían que la única solución para el problema estribaba en la formación de hogares más fuertes.
Cuando me preguntaron si nosotros estaríamos dispuestos a compartir con ellos algunos de
nuestros materiales relacionados con la familia, accedí con el mayor gusto.
Después de hablar unos momentos sobre lo que hacemos para fortalecer la familia, sentí la
necesidad de ser sincero con ellos acerca de un tema al que no nos habíamos referido aún. "Espero
que no se ofendan por lo que voy a mencionarles," comencé diciendo. "Nosotros podemos ofrecerles
muchas cosas que tenemos para ayudar a las familias y ustedes podrán utilizar cualquiera de
nuestras ideas y programas. Pero no creo que de estas cosas obtengan los mismos resultados que
nosotros logramos."
Cuando me pidieron que les explicara por qué, les dije entonces que existía una gran diferencia
en la manera en que consideramos a la familia. Cuando el hombre y la mujer se casan en el templo y
luego llegan los hijos a su hogar, contemplan la experiencia total de criar hijos y edificar su familia
desde un punto de vista eterno. Aunque también nuestras familias deben enfrentar desafíos y
problemas comunes, tratan sin embargo de ver las cosas más allá del presente y de adoptar
decisiones que conserven fuerte y unida a su familia, porque creen sinceramente que pueden estar
juntos para siempre.
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Este concepto es de gran importancia y comienza en el momento en que un hombre y una mujer
se arrodillan ante el altar en uno de nuestros templos sagrados.
Nunca podré olvidar el momento en que efectué en el templo la ceremonia matrimonial de mi
hijo y su encantadora esposa. Ese fue uno de los primeros casamientos en el templo en que yo he
oficiado y, a decir verdad, creo que me sentía tan nervioso como ellos, aunque no estaba seguro por
qué. Como obispo en la Iglesia había realizado ya, fuera del templo, varios casamientos de personas
que prefirieron hacerlo de otro modo o que no podían efectuarlo en el templo, pero que no obstante
querían que un obispo de nuestra Iglesia oficiara en la ceremonia. Mas ninguno de aquellos
matrimonios era de naturaleza eterna. El de mi hijo era diferente porque había de ser para siempre. Y
puesto que había de perdurar para siempre, yo quería estar seguro de hacerlo debidamente.
No fue necesario que me preocupara, porque tan pronto como ocupamos nuestros lugares en
aquella hermosa sala de sellamientos en el templo, experimentamos esa sensación tan especial de
amor y paz que existe en ese sagrado edificio al que llamamos "La Casa del Señor". Al observar a mi
hijo y a su bella prometida, cada uno de ellos arrodillado a ambos lados del altar del templo, me
apercibí de dos cosas: Primeramente, reflejada en sus miradas, pude ver la mutua promesa que les
había conducido hasta aquel preciado momento; y entonces comprendí que estos dos jóvenes
admirables se habían preparado y eran dignos ya para comenzar juntos su gloriosa empresa eterna.
Por supuesto que, en aquel momento, aún no tenían un entendimiento total de lo que eso significaba
pero, merced a la autoridad del sacerdocio de nuestro Padre Celestial, contaban ahora con toda la
eternidad para vivir, amarse, aprender y desarrollarse juntamente.
¿Pude yo efectuar aquella maravillosa ordenanza eterna simplemente porque así lo quise o sólo
porque mi hijo me pidió que lo hiciera? ¿Podría haberla llevado a cabo por la simple razón de
que parecía ser algo apropiado? No, solamente pude hacerlo porque había sido ordenado y
recibido de Dios la autoridad para ello. Sin esa autoridad no podría haberlo efectuado. Si no
poseyera la autoridad del Señor, no podría yo atribuirme el derecho de enseñar el evangelio,
bautizar, presidir en reuniones u otras bendiciones. Y por supuesto que no pretendería tener la
autoridad para efectuar casamientos que habrán de unir al hombre y a la mujer para toda la
eternidad sin la debida autorización del Dios de las eternidades.
Ello sería como detener a alguien en una carretera y exigirle que cumpla las leyes del tránsito
automotor sin contar con las debidas credenciales de autoridad. Nunca podría yo hacer algo así.

38
EL PLAN ETERNO DE DIOS
CAPITULO SEIS

De entre todas las experiencias que ofrece la vida, muy pocas son tan imponentes y
preponderantes como los dos puntales de la existencia mortal: el nacimiento y la muerte. No
podemos contemplar el rostro de una criatura recién nacida sin sentirnos impulsados a preguntar:
"¿De dónde ha venido este pequeñito? ¿Es su ser algo espontáneo, o es algo de mayor
trascendencia? ¿Qué conocimientos trae consigo? ¿Qué cosas podría contarme si pudiera hablar?
¿Qué posibilidades le presenta la vida?"
Lo sé muy bien, porque siete veces, por lo menos, me he hecho a mí mismo estas preguntas—en
la ocasión del nacimiento de cada uno de nuestros siete hijos.
El mismo tipo de interrogantes se nos presenta cuando lamentamos la muerte de un ser querido.
¿Es la muerte el final de la vida? ¿Existe algo más allá de la muerte que pueda dar un significado
especial al propósito de nuestra existencia? Y si fuera así, ¿qué sentido tendría, aquí y ahora, para
todos nosotros? ¿Importa, acaso, la manera en que vivimos la vida? Y, ¿qué acontecerá con nuestras
más valiosas relaciones en la vida venidera?
Estas preguntas tienen, para los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días, una serie de respuestas rebosantes de consuelo, de paz y del amor de Dios. Mediante
las Escrituras tales como el Libro de Mor-món y las continuas revelaciones de profetas y apóstoles
contemporáneos, hemos aprendido que nuestra vida mortal tiene relevancia porque es una parte del
glorioso plan de nuestro Padre Celestial para nuestra felicidad eterna.
Este plan tuvo su origen mucho antes de que viniéramos a la tierra. Antes de que el mundo fuera
creado, todos existíamos como hijos espirituales de nuestro Padre Celestial. A consecuencia del
proceso natural hereditario recibimos en embrión las características y los atributos de nuestro Padre
Celestial. Somos, en realidad, Sus hijos espirituales y hemos heredado algunas de Sus cualidades. Lo
que nuestro Padre Eterno es, nosotros podemos llegar a ser. (Para entender mejor este importante
concepto, vea Hechos 17:29 y Romanos 8:16.)
La vida en nuestro hogar celestial era un tanto diferente a nuestra vida terrenal, puesto que no
estábamos sujetos a las flaquezas y los problemas a que nos enfrentamos aquí. Pero allá también
aprendíamos y crecíamos, nos desarrollábamos y progresábamos; y también entablamos allá sig-
nificativas relaciones entre nosotros. En aquella existencia preterrenal temamos la oportunidad de
adoptar decisiones y escoger libremente, y algunos espíritus demostraron ser mejores que otros.
"Las familias terrenales son una continuación de la familia de Dios. De acuerdo con el concepto
mormón de la familia, toda persona es progenie tanto de padres celestiales como de padres
terrenales. Cada uno ha sido creado espiritual y físicamente a imagen de Dios y de Cristo (Moisés
2:27; 3:5). La Primera Presidencia ha declarado: 'Todos los hombres y las mujeres son a semejanza
del Padre y de la Madre universales y, propiamente, los hijos y las hijas de Dios' (Messages of the
First Presidency, 4:203). Todos vivimos, antes de venir a la tierra, con nuestro Padre Celestial y
nuestra Madre Celestial, quienes nos amaron y educaron como miembros de Su familia eterna."
(Encyclopedia ofMormonism, 2:486-487.)
Nuestros Padres Celestiales continúan demostrándonos Su amor e interés en estos precisos
momentos. En aquel maravilloso hogar preterrenal tuvimos la oportunidad de aprender muchas
verdades de naturaleza eterna. Nuestro Padre Celestial quería que cultiváramos todas las buenas
39
cualidades porque sabía que, aunque cada uno de nosotros tiene sus propias características, todos
poseemos las semillas de la divinidad. En realidad, anhelábamos ser como El, pero El sabía que, sin
la sabiduría que generan las experiencias de la vida mortal, incluso las pruebas y las tentaciones a
que estamos sujetos por causa de nuestro estado carnal, sólo podemos progresar hasta cierto punto.
Por lo tanto, nuestro Padre Celestial diseñó un plan con el fin de que podamos alcanzar plenamente
nuestro potencial. Y ello habría de ser difícil y, a veces, doloroso—tanto para El, quizás, como para
nosotros. Pero Dios sabía también que era la única manera en que Sus hijos podríamos desarro-
llarnos y progresar.
Entonces nuestro Padre congregó a todos Sus hijos espirituales para explicarnos el plan. Nos dijo
que había creado para nosotros un mundo en el que podríamos obtener experiencia y ser probados en
diversas maneras. Una parte de esa probación requería que nos olvidáramos totalmente de nuestro
hogar celestial. Esto era necesario para que pudiésemos escoger libremente entre lo bueno y lo malo
sin la influencia del recuerdo en cuanto a nuestra existencia junto a Dios. Tal como Pablo explicó a
los Corintios, debíamos andar "por fe..., no por vista." (2 Corintios 5:7.)
Pero el Señor nos prometió que no nos dejaría completamente solos. El Espíritu Santo, dijo, nos
ayudaría a tomar buenas decisiones siempre y cuando escucháramos Sus sugerencias. También
había de revelar Su voluntad a los profetas e inspirar la composición de Escrituras para guiarnos e
instruirnos.
Aun con todo eso, sin embargo, nuestro Padre Celestial sabía que de tanto en tanto cometeríamos
errores. Entonces nos prometió que se nos proveería un Salvador que compensara nuestras malas
decisiones y tendencias, posibilitándonos así una futura purificación que nos permitiera vivir de
nuevo con El.
Mas la decisión habría de ser exclusivamente nuestra. A pesar de que El anhelaba que
regresáramos para vivir en compañía Suya, no podría ni habría de obligarnos a ello. El punto
fundamental de Su plan era el principio del albedrío moral, que podríamos ejercer para bien o para
mal. Esto significaba que Dios dejaba sujeta a nuestro criterio personal la decisión de regresar o no a
Su hogar eterno por la mediación de Su Hijo Jesucristo.
Desafortunadamente, el plan de Dios no les agradó a algunos de nuestros hermanos y hermanas
espirituales. Uno de ellos, Lucifer, demostró una particular displicencia y se rebeló en Su contra.
Entonces propuso que se alterara el plan a fin de que la obediencia a Dios no fuera optativa y que
ninguno de nosotros tuviera el derecho de escoger por sí mismo. Debía forzarse a todo ser mortal
para que hiciera el bien de modo que ninguno se perdiera. Pero había una condición si se aceptaba la
sugerencia de Lucifer: a cambio de su improbable promesa de salvar a toda la humanidad, demandó
que el honor y la gloria fueran para él mismo, no para el Padre Celestial.
Jesús, el primogénito de Dios y el más sabio entre todos Sus hijos espirituales, sabía que el honor
le correspondía a nuestro Padre Celestial. Entonces se ofreció para asumir el papel principal del plan
de Dios y que el Padre recibiera toda la gloria. Jesús declaró que vendría a la tierra para brindar el
ejemplo de una vida perfecta y sufrir luego por propia voluntad la carga y los dolores de nuestros
pecados, a fin de que todos nosotros pudiéramos—si así lo decidíamos —regresar a nuestro Hogar
Celestial. De conformidad con el plan de nuestro Padre Eterno, era absolutamente importante que
cada persona tuviese la libertad de escoger.
En realidad, esta libertad correspondía también a la existencia preterrenal. Todos los hijos
espirituales de nuestro Padre Celestial tuvimos el privilegio de escoger uno de los dos planes.
Lamentablemente, una tercera parte de las huestes del cielo decidieron seguir a Lucifer (véase D. y
C. 29:36), y al hacerlo, optaron por renunciar a los beneficios y bendiciones de la vida mortal, lo
cual significa que finalmente se privaron a sí mismos de la presencia de Dios para siempre. Pero
todos nosotros, los que hemos nacido en esta tierra, preferimos alistarnos con nuestro amoroso Padre
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Celestial y Su Eterno Hijo Jesucristo.
Es necesario recordar que desde el principio ha habido oposición en todas las cosas y que hay
dos potencias que operan actualmente en el mundo—las fuerzas de Dios el Padre y Su Hijo
Jesucristo, y las de Satanás, quien, por rebeldía, fue expulsado de la presencia del Padre. Satanás y
sus huestes están dedicados a una sola cosa: la destrucción y el engaño de los hijos de Dios. Para
destruir la fe y la justicia entre los seres humanos, utilizan toda clase de medios y artimañas y
emplean diversas estrategias. (Véase Apocalipsis 12:7-9; Moisés 4:1-4.) Lamentablemente, los
ataques de Satanás están resultando ser muy eficaces. Día tras día podemos observar los efectos de
la deshonestidad, la avaricia, el despotismo, la crueldad, la violencia y una inmoralidad
desenfrenada.
Esta historia tiene, sin embargo, un aspecto positivo. En la batalla que en cuanto al principio del
albedrío se libró en el mundo preterrenal, resultaron victoriosas las fuerzas de Jesucristo. Entonces
El y nuestro Padre Celestial establecieron con nosotros un convenio para hacer todo lo que fuere
menester a fin de que, algún día, pudiéramos regresar para morar con ellos—si ésa era nuestra
decisión. No es preciso que estemos solos en el mundo.
De este modo hemos venido a la tierra, a una existencia combinada de flaquezas humanas y
potencialidad divina. Aunque hay muy pocas cosas que podrían ser más frágiles e indefensas que
una criatura, tampoco hay nada tan majestuoso como el nacimiento de un nuevo hijo de Dios. Apro-
piadas son las palabras de William Wordsworth en su poema "Oda a las insinuaciones de la
inmortalidad":
Nuestro nacimiento es sólo un sueño
y un olvido;
el alma que con uno se despierta,
la estrella de nuestra vida,
tiene en otro lado su aposento
y viene de una cierta lejanía;
no totalmente sin memoria
ni completamente desnudada,
sino siguiendo esas nubes de la gloria
de Dios, donde está nuestra morada.
(Traducción libre)
Y ahora nos encontramos aquí, sujetos a la tarea de adoptar mayores decisiones cada día—todos
los días. Desde el momento en que despertamos en la mañana hasta cuando nos retiramos en la
noche, estamos adoptando decisiones— ya sean buenas o malas. Por supuesto que muchas de estas
decisiones carecen de trascendencia. Es probable que en el panorama eterno de las cosas no interese
saber qué comimos para el desayuno o si habremos de caminar o tomar el autobús para ir a trabajar.
Pero hay una serie de decisiones que adoptamos a diario que son verdaderamente significativas
porque van determinando la clase de vida que vivimos.
"La clase de vida que vivimos." He aquí una frase interesante. Supongo que mucha gente
relacionaría este concepto con las comodidades y ventajas de que disfrutan, pero yo prefiero
referirme a la substancia más que al estilo de la vida. Una vida noble ejerce una influencia positiva
en otras personas y contribuye a que el mundo que nos rodea llegue a ser un lugar mejor donde vivir.
Una vida noble es aquella que se cultiva constantemente, expandiendo sus horizontes y ensanchando
sus fronteras. Una vida noble está colmada de amor y lealtad, de paciencia y perseverancia, de
bondad y compasión. Una vida noble se basa en nuestro potencial eterno y no se limita solamente a
la existencia terrenal. Una vida noble es aquella que se vive a conciencia.
41
Esto no significa que debe ser una vida perfecta. Aunque nuestro Salvador estableció una norma
de perfección que todos debiéramos seguir y aun alentó a Sus discípulos, diciéndoles, "Sed, pues,
vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto" (Mateo 5:48), El y Su
Padre comprenden que, en esta vida mortal, muchas veces fracasaremos como seres humanos. Y ésta
es la razón principal del ministerio terrenal de Cristo: brindarnos la manera de superar nuestros
errores, no ya si los cometemos sino cuando los cometamos. El Señor, en Su infinita y eterna
sabiduría, comprendió que ninguno de nosotros viviría con perfección y que todos necesitaríamos
ser perdonados.
Lógicamente, esto no justifica que desobedezcamos a Dios. Como discípulos de Jesucristo,
anhelamos sinceramente emular Su ejemplo en todas las cosas—incluso el grado de perfección
terrenal que El alcanzara. Pero entendemos que nuestro objetivo en esta vida es hacer todo lo que sea
posible para obedecer Sus mandamientos. Si en el transcurso de nuestra permanencia terrenal
aprendemos a utilizar el maravilloso don del albedrío en una manera positiva que resulte en una
bendición para nuestra existencia y para la vida de otros, entonces podremos decir que hemos
logrado el éxito en nuestra jornada—no importa cuan prolongada haya sido o cuánto hayamos
conseguido hacer.
Poco tiempo después de haber regresado con mi familia de nuestra misión en Toronto, Canadá,
vino a nuestro hogar, inesperadamente, uno de nuestros jóvenes misioneros. Este joven había sido un
excelente misionero, un verdadero líder, y ahora estaba de regreso en su hogar dispuesto a retomar el
curso de su vida.
"Presidente," dijo, "¿recuerda que nos hizo prometer que cuando conociéramos a la persona con
quien nos gustaría casarnos, debíamos presentársela?"
"Sí, lo recuerdo," respondí sonriendo.
"Pues bien," prosiguió el joven y, con un gesto ceremonioso y evidente placer, anunció: "¡Esta
es mi novia y quiero que la conozca!"
Nos presentó entonces a una admirable joven y estuvimos conversando juntos algunos
momentos, por lo que pudimos comprobar que ella era tan fiel y sincera como él. Constituían una
hermosa pareja, agradable, virtuosa y muy enamorada. Me sentí realmente honrado cuando me
pidieron que oficiara en la ceremonia de su casamiento en el templo, que según sus planes había de
tener lugar tres meses más tarde. Marcamos entonces la fecha en el calendario y partieron felices.
La noche siguiente recibí una llamada telefónica que me dejó perplejo. Aquel joven misionero
que nos había visitado con su novia la tarde anterior acababa de morir en un accidente
automovilístico. Y ahora, en lugar de oficiar en su boda, se me pedía que hablara en sus funerales.
A la persona cuyo entendimiento se limita a los confines de la vida terrenal, la muerte puede a
veces resultarle algo terriblemente cruel y caprichoso. Por cierto que la vida misma está repleta de
severas realidades que golpean el corazón y desgarran el alma, tales como el abuso infantil, el SIDA,
las calamidades de la naturaleza con sus huracanes y terremotos, el hambre, el prejuicio y la
intolerancia, y los actos inhumanos del hombre contra el hombre.
No puede uno contemplar el sufrimiento humano, no importan sus causas ni sus orígenes, sin
sentir un profundo dolor y compasión. Resulta fácil entender por qué la persona que carece de los
conceptos eternos, al observar las horribles escenas de niños desnutridos en África, alce iracundo a
los cielos su puño amenazante.
"Si hay un Dios," podría preguntar el compasivo observador, "¿por qué permite que sucedan
estas cosas?"
La respuesta no es fácil, pero tampoco es muy complicada. Dios ha puesto en marcha Su plan, el
cual se desarrolla a través de las leyes naturales—que en realidad son leyes de Dios. Y porque son
leyes eternas, también El está sujeto a ellas. En este mundo imperfecto suelen suceder cosas malas.
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En ocasiones, las bases rocosas de la tierra se deslizan y se desmoronan causando terremotos.
Ciertos desarrollos climáticos pueden traer como consecuencia huracanes, tornados, inundaciones y
sequías. Tal es la naturaleza de nuestra existencia en este planeta. Y la manera en que reaccionamos
ante estas adversidades constituye la forma principal en que somos probados y educados.
A veces, sin embargo, la adversidad es el producto mismo de los hombres. Aquí es donde entra
nuevamente en juego el principio del albedrío. No debemos olvidar que estábamos tan
entusiasmados acerca del plan que nuestro Padre Celestial y Jesucristo nos ofrecieron que, en
realidad, "se regocijaban todos los hijos de Dios." (Job 38:7.) Nos agradó mucho el concepto de la
vida mortal y la emocionante perspectiva del albedrío moral. Pero considerando que nunca antes
habíamos sido seres mortales, estoy seguro de que no comprendíamos el efecto total que tal libertad
tendría en nuestra vida.
Muchos tenemos la tendencia a pensar en el albedrío como una cosa puramente personal. Si
pidiéramos a alguien que definiera lo que es el "albedrío moral,"es probable que respondiera más o
menos así: "Significa que tengo la libertad de escoger por mi cuenta." Pero nos olvidamos de que
este principio ofrece a los demás el mismo privilegio, lo cual significa que las decisiones que otros
adopten podrían a veces afectarnos desfavorablemente.
Nuestro Padre Celestial protege de tal modo nuestro albedrío moral, que permite a todos Sus
hijos que lo ejerzan—ya sea para bien o para mal. Desde luego que El considera todas las cosas
desde una perspectiva imperecedera y sabe que cualquier dolor o sufrimiento que padezcamos en
esta vida, a pesar de sus orígenes o de sus causas, duran solamente un instante en comparación con
nuestra existencia eterna.
Para poder ilustrar este concepto, imaginemos que usted tiene una cuerda que se extiende en
ambas direcciones del universo—por siempre. Y supongamos entonces que atamos un hilo a la
cuerda en el medio mismo. El tramo de la cuerda hacia la izquierda representa nuestra existencia
antes de nuestro nacimiento y el de la derecha corresponde a la vida después de nuestra muerte. El
espesor del hilo atado a la cuerda representa el período de nuestra vida mortal en comparación con
las eternidades.
En cierto sentido, esto da una idea de la perspectiva, ¿no es verdad?
Por supuesto que, como seres mortales, rara vez percibimos así la vida sino que sufrimos y nos
angustiamos ante nuestras adversidades y las adversidades de los demás. Pero la fe en nuestro Padre
Celestial y en Su plan llega a ser la causa de la fortaleza a través de la cual podemos encontrar la
paz, el consuelo y el valor para resistir. A medida que ejerzamos la fe y la confianza, irá naciendo la
esperanza. La esperanza proviene de la fe y confiere significado y propósito a todo lo que hacemos.
Nos provee consuelo ante la adversidad, fortaleza en momentos de tribulación y paz cuando por
cualquier razón nos acosa la duda y la angustia.
Yo experimenté ese consuelo, esa fortaleza y esa paz cuando me encontré ante aquella numerosa
congregación reunida para los funerales de mi joven misionero. Al observar el rostro de sus
familiares, de su novia y de sus amigos, percibí en ellos la tranquilidad que proviene de conocer y
aceptar el plan eterno de Dios. Aunque lo echaremos de menos, todos coincidíamos en el
conocimiento de que la vida es eterna y que aquel joven estaría separado de nosotros sólo por una
temporada. Teníamos la seguridad de que, algún día, estaríamos juntos en el reino de Dios—
conforme a nuestra disposición de vivir noble y fielmente como él.
Así, a la luz de la fe, la adversidad se convierte en un medio para el desarrollo humano y la
muerte se transforma en un pasaje entre una y otra fase de nuestra existencia eterna.
Mi padre falleció hace varios años y diez meses después murió mi madre. Aunque se esperaba
que ello aconteciera, fue de todos modos difícil decir adiós a nuestros padres, especialmente porque
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aquello sucedió en el transcurso de unos pocos meses. Profundo fue entonces mi agradecimiento—y
lo es todavía—por saber con certeza que Dios tiene un plan para nosotros que sobrepasa lo presente
y de que nuestra vida aquí en la tierra tiene un gran propósito y constituye un importante período
preparatorio para la vida venidera. Es una verdadera bendición saber que la muerte no es el fin y que
hay reservada una gloriosa recompensa para todos aquellos que aprendan a adoptar buenas deci-
siones en esta vida, y que nuestras más preciadas relaciones pueden continuar más allá de la vida
terrenal y a través de la eternidad.
No sabemos, por supuesto, todo lo que existe después de la muerte. Nuestro Salvador indicó que
en la Casa de Su Padre "muchas moradas hay" (Juan 14:2), lo que nos sugiere que el mundo
venidero consiste de varios destinos. Revelaciones más recientes nos enseñan que cada uno de
nosotros será asignado a uno de los tres reinos eternos, o grados de gloria, conforme a nuestra
fidelidad en esta vida (véase D. y C. 76). Nuestro Padre Celestial y Jesucristo moran en el grado de
gloria más alto, que es el reino celestial. Aquellos que sean dignos de ser exaltados en ese reino
tendrán no sólo el privilegio de vivir en la presencia de Dios y de Jesucristo, sino que también serán
"herederos de Dios y coherederos con Cristo" (Romanos 8:17) de todo lo que el Padre tiene y es.
En otras palabras, cada uno de nosotros posee la potencialidad de llegar a ser como nuestro
Padre Eterno.
Ahora bien, reconozco que para algunos esto puede parecer un tanto presuntuoso, pero esta
doctrina no permite presunción alguna sino que merece nuestra admiración, nuestro asombro y
nuestra profunda gratitud hacia un Padre Celestial bondadoso quien, merced a Su inñnito amor y
sabiduría, ha establecido un plan mediante el cual podemos llegar a ser como El y como Su Hijo
Jesucristo. Debemos comprender que esto en ninguna manera menosprecia la suprema función que
nuestro Padre Celestial cumple con respecto a nuestra vida eterna. El es y siempre será nuestro Padre
y nuestro Dios. Pero como todo padre benevolente, El quiere lo mejor para Sus hijos. Quiere que
seamos felices y que tengamos éxito. Por lo tanto, quiere que seamos como El.
¿Cómo, exactamente, habrá de suceder esto? Por medio del profeta Alma, en el Libro de
Mormón, sabemos que nos trasladaremos a través de la eternidad con un cuerpo físico glorificado y
perfeccionado. Como ya hemos leído, Alma enseñó que Cristo posibilitó la resurrección de los
muertos, lo que significa que "el espíritu y el cuerpo serán reunidos otra vez en su perfecta forma;
los miembros así como las coyunturas serán restaurados a su propia forma, tal como nos hallamos
ahora...; y no se perderá un solo pelo de su cabeza, sino que todo será restablecido a su perfecta
forma." (Alma 11:43-44.)
En cuanto al proceso de llegar a ser espiñtualmente perfectos "como [nuestro] Padre que está en
los cielos es perfecto," es, en realidad, algo sobre lo cual muy poco sabemos. Por cierto que las
experiencias y oportunidades de la vida terrenal tienen mucho que ver con ello. Todos vinimos al
mundo con la responsabilidad personal de procurar la verdad eterna de Dios, de vivir conforme a esa
verdad y, por supuesto, de compartirla con otros cuando la descubramos. El apóstol Pablo enseñó a
quienes le escucharon en Atenas: "Busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle,
aunque ciertamente no está lejos de ninguno de nosotros: Porque en él vivimos, y nos movemos, y
somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos."
(Hechos 17:27-28; cursiva agregada; véase también 2 Pedro 1:4 y Juan 3:1-2.)
En las Escrituras encontramos, además, evidencias que sugieren que nuestro progreso espiritual
continuará en la vida venidera. Pedro enseñó que, después de Su muerte, Jesucristo "fue y predicó a
los espíritus encarcelados." (1 Pedro 3:19.) Ahora bien, ¿por qué habría de hacer algo así nuestro
Salvador si no fuera que existe la oportunidad del progreso espiritual para aquellos a quienes les
estaba predicando?
Pedro agregó: "Porque por esto también ha sido predicado el evangelio a los muertos, para que
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sean juzgados en carne según los hombres, pero vivan en espíritu según Dios." (1 Pedro 4:6.)
Por supuesto que Pedro estaba enseñando la misma doctrina que el propio Salvador les había
enseñado: "De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz
del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán." (Juan 5:25.)
Es evidente que Jesús y Sus discípulos comprendían que el plan de nuestro Padre Celestial
incluía oportunidades eternas para el progreso espiritual. Pero, además de eso, no contamos con
muchos detalles acerca de la próxima fase de nuestra vida eterna. Y aquí es donde interviene la fe.
Sabemos que Dios ha prometido increíbles bendiciones para los que en esta vida aprendan a andar
por la fe y ejerzan el albedrío moral que El nos ha concedido para que adoptemos buenas decisiones
(inclusive, debo hacer notar, la decisión de creer o de no creer en Su eterno plan). Esto debiera ser
suficiente. No es necesario que conozcamos todos los detalles relacionados con las bendiciones que
nos ha prometido el Señor. Sólo debemos confiar en ellas. Y tener fe en El.
Estas cosas, si lo pensamos bien, no resultan ser difíciles de entender. Después de todo lo que
nuestro Padre Celestial ha hecho para establecer este magnífico plan—desde el milagro del
nacimiento hasta el milagro de la Vida Eterna en la presencia de Dios y de nuestro Salvador—es
fácil ver cuánto nos ama y desea que seamos eternamente felices con El. Esta sola idea debiera ser
suficiente para que cada uno de nosotros confiara en El.

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LOS ARTÍCULOS DE FE
C A P I T U L O S I E T E

Aproximadamente doce años después de que se organizó La Iglesia de Jesucristo de los Santos
de los Últimos Días, el director del periódico The Chicago Democrat le pidió a José Smith que
preparara para su publicación un artículo que describiera la historia y las creencias de la Iglesia.
Dicho artículo resultó ser verdaderamente importante porque fue la primera declaración elemental y
concisa con respecto a la doctrina de la Iglesia Mormona desde el punto de vista de su fundador, un
profeta de Dios. Los puntos doctrinarios que enumeró José Smith para su publicación en aquel diario
se han conocido, desde ese momento, como los Artículos de Fe.
La esencia total de la teología mormona se encuentra en estos trece artículos o declaraciones de
fe. En capítulos anteriores hemos mencionado ya varias de estas creencias fundamentales y, por
consiguiente, no les dedicaremos aquí mucho tiempo. No obstante, examinemos dichos Artículos a
fin de que usted pueda evaluar la magnitud de nuestra doctrina.
1. Nosotros creemos en Dios el Eterno Padre, y en Su Hijo Jesucristo, y en el Espíritu Santo.
Siendo que hemos analizado anteriormente ciertos temas, es probable que usted tenga ya una
buena idea del concepto que tenemos acerca de nuestro Padre Celestial y de nuestro Salvador,
Jesucristo. Anidamos sentimientos muy firmes y muy íntimos en cuanto a ellos. Dios es,
verdaderamente, nuestro Padre Celestial y posee toda la calidez, la ternura y el genuino interés que
la palabra padre en realidad encierra. De la misma manera, Jesús es nuestro Señor y Maestro, lleno
de majestad y gloria. El es también el primer Hijo espiritual de Dios y, por lo tanto, nuestro
Hermano. Su amor por nosotros es, en consecuencia, tan familiar y personal como nuestro amor por
El.
Nuestro mensaje al mundo es que existe en los cielos un bondadoso y amoroso Dios que envió a
la tierra a Su Hijo Unigénito, Jesucristo, para que nos enseñara Su evangelio, organizara Su Iglesia y
padeciera la Expiación por los pecados del mundo—aunque no precisamente en ese orden. Esta es la
suprema verdad sobre la cual se basan todas las demás verdades.
El tercer miembro de la Trinidad es el Espíritu Santo — también denominado a veces el Espíritu
de Dios, el Espíritu del Señor o el Consolador—quien tiene la magnífica misión de testificar acerca
de la verdad, especialmente en lo que al Padre y al Hijo respecta. Si creemos en Dios con todo el
corazón, es sólo porque el poder del Espíritu Santo nos ha confirmado en el alma esa importante
verdad. Si amamos al Señor, es porque el Espíritu Santo nos inspira a ello y ha infundido en nuestro
ser Su divina existencia y Su infinita misericordia. Y si usted, al leer este libro, ha podido expe-
rimentar algún sentimiento reconfortante y positivo, es porque el Espíritu Santo le confirma mi
testimonio y le está diciendo que lo que he escrito es verdadero.
Prácticamente toda persona ha sentido la influencia del Espíritu Santo en algún momento de su
vida. Es a través del Espíritu Santo que la verdad se confirma en nuestra alma. Pero el ministerio
primordial del Espíritu Santo consiste en ayudarnos a creer y obedecer las enseñanzas de nuestro
Padre Celestial y de Su Hijo, y a fin de poder llevar a cabo esa misión es necesario que sea diferente
—al menos en un sentido particular —que los otros miembros de la Trinidad. Por medio de José
Smith, el Señor reveló que "el Padre tiene un cuerpo de carne y huesos, tangible como el del
hombre; así también el Hijo; pero el Espíritu Santo no tiene un cuerpo de carne y huesos, sino es un
personaje de Espíritu. De no ser así, el Espíritu Santo no podría morar en nosotros." (D. y C.
130:22.)
Como ya lo hemos indicado, el albedrío moral es una parte esencial del plan de Dios para el
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eterno progreso del hombre. Nuestro Padre Celestial y Jesucristo nos confirieron el derecho de
escoger, mientras que el Espíritu Santo está a nuestra disposición para ayudarnos a adoptar
decisiones correctas—siempre y cuando tengamos la voluntad de escucharle.
Hace años, mi padre era propietario de un establecimiento de ventas de automóviles y también
yo tuve después el mismo tipo de negocio. Cierto día llegó a nuestra ciudad una delegación de la
Compañía de Automotores Ford en procura de un representante para una nueva línea de magníficos
automóviles que querían introducir al mercado y que, según ellos, iba a revolucionar toda la indus-
tria. Aquel nuevo automóvil iba a ser tan extraordinario que el presidente de la compañía planeaba
darle al modelo el nombre de su propio padre. Por consiguiente, los directivos de la Ford estaban
ansiosos por encontrar al representante local indicado para la empresa y me visitaron varias veces al
respecto. Y, debo confesarlo, eran todos muy persuasivos.
Yo me sentía muy indeciso acerca de si me convendría o no ser su representante local. Nos
estaba yendo muy bien con las marcas que representábamos y tenía el temor de que la nueva línea
afectara negativamente mi negocio. Pero si este nuevo automóvil iba a tener siquiera la mitad del
éxito que Ford le auguraba, yo cometería un grave error si rechazaba lo que podría ser la gran
oportunidad de mi vida.
Entonces decidí orar en procura de inspiración. Quizás usted se pregunte si es lógico pedirle a
Dios que nos ayude a tomar decisiones que tengan que ver con cuestiones de negocio e inversiones.
Pero yo creo en las palabras de Amulek, un profeta del Libro de Mormón, que dijo: "Clamad [al
Señor] por las cosechas de vuestros campos, a fin de que prosperéis en ellas. Clamad por los rebaños
de vuestros campos para que aumenten... Sí, y cuando no estéis clamando al Señor, dejad que
rebosen vuestros corazones, entregados continuamente en oración a él por vuestro bienestar, así
como por el bienestar de los que os rodean." (Alma 34:24-27.)
Y así fue que rogué para que mi Padre Celestial me ayudara en adoptar aquella importante
decisión acerca del negocio. Y El respondió a mis oraciones. Cuando mi padre y yo vimos por
primera vez aquel automóvil, tuve la clara impresión de que no debía aceptar la representación. En
ese momento no tuve duda alguna de que ello había de ser un gran error.
Pero la gente de Ford no me pidió que firmara el contrato inmediatamente, sino que me dieron
tiempo para pensarlo y continuaron tratando de convencerme. Lamento tener que reconocer que,
finalmente, accedí ante sus insistencias y, haciendo caso omiso a lo que había sentido después de
mis oraciones, firmé el acuerdo para ser el primer distribuidor del modelo Edsel en Salt Lake City.
Si sabe usted algo acerca de la industria automotriz, quizás sepa asimismo que fui el último
distribuidor del modelo Edsel en la ciudad, porque ese coche resultó ser uno de los más grandes
fracasos en la historia del automóvil. No solamente Ford perdió cientos de millones de dólares en
aquella empresa, sino que también todos sus representantes— incluso yo mismo—tuvieron grandes
pérdidas. Sin duda alguna, aquél fue el período más obscuro de mi carrera comercial.
Y todo eso podría haberse evitado—al menos en mi caso—si solamente hubiera escuchado el
susurro del Espíritu Santo. He aquí lo irónico de la situación. Yo había orado para pedir inspiración
y, por medio del Espíritu Santo, el Señor me dio Su consejo en forma clara y específica. No
obstante, así y todo, decidí no hacer caso a la inspiración y mi familia y yo sufrimos luego las
consecuencias.
Afortunadamente, aquella experiencia y otras similares que he tenido me enseñaron cuan
importante es saber escuchar al Espíritu cuando nos habla. Yo he tenido numerosas y benéficas
experiencias al responder debidamente a tales estímulos espirituales. Sé que no podría desempeñar
mis funciones como Apóstol del Señor Jesucristo sin la guía y la constante influencia de ese tercer
miembro de la Trinidad que es el Espíritu Santo.
2. Creemos que los hombres serán castigados por sus propios pecados, y no por la
transgresión de Adán.
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El segundo artículo de fe se relaciona con el concepto tradicional cristiano del Pecado Original,
el cual establece que, debido a la caída de Adán y Eva en el Jardín de Edén, todos los que nacen en
este mundo son pecadores. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no concuerda
con la idea del Pecado Original y el efecto negativo que el concepto tiene en la humanidad. En
realidad, nosotros honramos y respetamos a Adán y a Eva por su sabiduría y su visión de las cosas.
Su vida en el Jardín de Edén era feliz y apacible; el que escogieran dejar atrás todo eso a fin de que
toda la familia humana pudiese experimentar tanto los triunfos como los tormentos de la mortalidad,
no debe haber sido nada fácil. Pero nosotros creemos que ellos escogieron la vida mortal y que, al
hacerlo, posibilitaron nuestra participación en el plan extraordinario y eterno de nuestro Padre
Celestial.
Aunque es verdad que todos los que habitamos este planeta hemos cometido errores de cuando
en cuando en la vida, no creemos que hayamos nacido pecadores. En realidad, como el profeta
Mormón le enseñó a su hijo Moroni, creemos que "los niños pequeños viven en Cristo, aun desde la
fundación del mundo." (Moroni 8:12.)
En otras palabras, nacemos buenos; aprendemos a pecar a medida que vamos creciendo. Y si
usted necesita una evidencia de esta doctrina, sólo tiene que mirar al niño pequeñito que se
encuentre más cerca de usted. Contemple profundamente sus ojos.. ¿Ha visto jamás tanta dulzura y
tanta belleza en otros? Es como si a través de los ojos de esa criatura uno estuviera contemplando los
cielos.
Por supuesto que esto puede cambiar en su vida futura, cuando la dulce mirada de la inocencia se
transforma en la mirada huraña de malicia. Y es entonces cuando los niños arriban a la edad de
responsabilidad y llegan a ser capaces de pecar—cuando aprenden y comprenden la diferencia entre
lo bueno y lo malo. Por medio del profeta José Smith, el Señor ha revelado que se llega a la edad de
responsabilidad al cumplir los ocho años. Los padres tienen la responsabilidad de enseñar a sus hijos
para que entiendan las doctrinas del Reino de Dios y prepararlos para cuando deban asumir sus
responsabilidades eternas.
Y en cuanto a "la transgresión de Adán," no es necesario preocuparse. Usted no es más
responsable de los errores de Adán que él de los de usted. Este es el principio del albedrío moral—
cada uno de nosotros toma sus propias decisiones y es personalmente responsable de las
consecuencias. Si bien es cierto que a todos nos afectan las decisiones que adoptan los demás,
inclusive Adán, sólo seremos considerados responsables de nuestras propias resoluciones. Cada uno
debe proceder de la mejor manera posible, lo cual, por supuesto, podrá confrontarnos con buenos o
malos resultados—y esto depende de cuan hábiles seamos para adoptar decisiones.
3. Creemos que por la Expiación de Cristo, todo el género humano puede salvarse, mediante
la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio.
No existe en todo el cristianismo nada más maravilloso que la doctrina de la Expiación. Yo
pienso en esto—y se lo agradezco a Dios—todos los días de mi vida. Y aunque ya hemos
considerado la benevolencia del Señor en páginas anteriores, creo que hay una parte de esta doctrina
que merece una más amplia atención.
Merced a Su sacrificio expiatorio, Jesucristo cumplió dos actos de extremo valor. En primer
lugar, venció la muerte, gracias a lo cual todos disfrutaremos de la vida sempiterna con un cuerpo
resucitado. En segundo lugar, padeció el peso y los dolores de nuestros pecados a fin de que
pudiéramos tener el privilegio de vivir eternamente en la presencia de Dios, si tenemos fe en Cristo
como nuestro Salvador y guardamos Sus mandamientos. El primero de estos beneficios—la
salvación de los efectos de la muerte—nos ha sido dado a todos gratuitamente. El segundo—la
exaltación en el reino celestial de Dios—requiere de nuestra parte el esfuerzo necesario para creer,
arrepentimos y ser "hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores." (Santiago 1:22.)

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Por tanto, creemos en la enseñanza del profeta Nefi, en el Libro de Mormón, de que "es por la
gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos." (2 Nefi 25:23.) Pero también
comprendemos lo que dijo Juan el Revelador cuando, en su profética visión, vio "a los muertos,
grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es
el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros,
según sus obras." (Apocalipsis 20:12.)
Por supuesto que, no importa lo que hagamos, no debemos olvidar que disponemos de ambos
dones—la salvación y la exaltación—solamente en y por medio de Jesucristo, nuestro Salvador. Y
sucede algo muy interesante cuando aceptamos el completo beneficio de las promesas que la
Expiación ofrece para una eternidad feliz. Quienes se arrepienten y "vienen a Cristo" (Moroni
10:23), descubren que les resulta más fácil resistir a la vez los problemas de la vida mortal.
"Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados," dijo nuestro Salvador, "y yo os haré
descansar.
"Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y
hallaréis descanso para vuestras almas;
"Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga." (Mateo 11:28-30.)
Y así, la Expiación es un principio de consolación y fortalecimiento a través de las tribulaciones
y adversidades para todos los que acepten su poderosa influencia—en esta vida y para siempre.
4. Creemos que los primeros principios y ordenanzas del Evangelio son: primero, Fe en el
Señor Jesucristo; segundo, Arrepentimiento; tercero, Bautismo por inmersión para la remisión de
los pecados; cuarto, Imposición de manos para comunicar el don del Espíritu Santo.
La fe en Cristo y el arrepentimiento por medio de Su Expiación constituyen el fundamento del
evangelio que enseña La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Mas, ¿qué podemos
decir en cuanto al bautismo?
El apóstol James E. Talmage definió el bautismo como "el sendero que conduce al rebaño de
Cristo, el portal de la Iglesia, la ceremonia establecida para la naturalización en el reino de Dios."
(Artículos de Fe [Salt Lake City: Deseret Book, 1913], pág. 120.) Mediante el bautismo tomamos
sobre nosotros el nombre de Cristo y prometemos hacer todo lo que El mismo haría, incluso ser
obedientes a los mandamientos de Dios. A cambio de ello, el Señor nos promete que enviará Su
Espíritu para que nos guíe, nos fortalezca y nos reconforte. Y probablemente lo que es más
importante aún, nos promete el perdón de nuestros pecados a condición de que nos hayamos
arrepentido de ellos. En esencia, las aguas del bautismo lavan los pecados de quienes aceptan esa
ordenanza. Al salir de la pila bautismal, la persona queda tan libre de pecados y limpia como en el
día de su nacimiento.
Alma, un profeta del Libro de Mormón, ofreció esta invitación a su pueblo: "Venid, pues, y sed
bautizados para arrepentimiento, a fin de que seáis lavados de vuestros pecados, para que tengáis fe
en el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo, que es poderoso para salvar y para limpiar
de toda iniquidad.
"Sí, os digo, venid y no temáis, y desechad todo pecado, pecado que fácilmente os envuelve, que
os liga hasta la destrucción; sí, venid y adelantaos, y manifestad a vuestro Dios que estáis dispuestos
a arrepentiros de vuestros pecados y a concertar un convenio con él de guardar sus mandamientos, y
testificádselo hoy, yendo a las aguas del bautismo." (Alma 7:14-15.)
Fue Jesús, por supuesto, quien estableció el ejemplo de esto durante su ministerio terrenal. Las
Escrituras nos dicen que antes de comenzar los tres años de Su obra misional, buscó a Su primo,
Juan el Bautista, que poseía la autoridad del sacerdocio para bautizar.
"Mas Juan se le oponía, diciendo: Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?
"Pero Jesús le respondió: Deja ahora, porque así conviene que cumplamos con toda justicia.
Entonces le dejó.
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"Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos fueron abiertos, y
vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él.
"Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia."
(Mateo 3:14-17.)
Naturalmente, Jesús no necesitaba ser bautizado para la remisión de pecados porque había vivido
una vida inmaculada. Pero el profeta Nefi, en el Libro de Mormón, explicó que nuestro Salvador
"muestra a los hijos de los hombres que, según la carne, él se humilla ante el Padre, y testifica al
Padre que le sería obediente al observar sus mandamientos." (2 Nefi 31:7.)
Como en todas las cosas, el mayor deseo de los Santos de los Últimos Días es seguir el ejemplo
que estableció Jesús, por lo cual creemos en la ordenanza esencial del bautismo por inmersión para
la remisión de los pecados.
Poco después de que es bautizada, los dignos poseedores del sacerdocio ponen sus manos sobre
la cabeza de la persona, la confirman miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días y le confieren un privilegio muy especial, que es el don del Espíritu Santo. Aunque la
mayoría de los habitantes de nuestro planeta podrán sentir de vez en cuando la influencia del
Espíritu del Señor con respecto a la verdad, quienes hayan demostrado el deseo de seguir y servir al
Señor por medio del bautismo y hayan recibido el don del Espíritu Santo mediante la imposición de
manos tienen el derecho de Su guía espiritual. Si viven con rectitud, recibirán la orientación del
Espíritu que, si deciden obedecerle, habrá de conducirles al hogar de nuestro Padre Celestial.
El don del Espíritu Santo enriquece nuestra relación con ese miembro de la Trinidad. En cierto
modo, es como vivir junto a una estación de bomberos. Aunque a todos les corresponde recibir los
servicios del departamento de bomberos, la persona más a salvo es la que vive al lado de la estación.
Y eso es lo que hace el don del Espíritu Santo— hace del Espíritu una parte íntima de nuestra vida,
introduciéndolo en nuestro corazón y en nuestra alma y lo pone a nuestra disposición, lo que
constituye una enorme ventaja por cierto, aunque solamente si estamos dispuestos a prestar atención
a Sus sugerencias e impresiones.
5. Creemos que el hombre debe ser llamado por Dios, por profecía y la imposición de manos,
por aquellos que tienen la autoridad, a fin de que pueda predicar el evangelio y administrar sus
ordenanzas.
Como ya lo hemos indicado con anterioridad, el sacerdocio de Dios es la autoridad conferida a
los seres humanos para que hagan lo que El y nuestro Salvador harían si estuvieran viviendo entre
nosotros. Es el conducto a través del cual nuestro Padre Celestial gobierna a Sus hijos en forma
ordenada y tolerante.
El gobierno del sacerdocio difiere drásticamente de toda otra forma de gobierno. Mientras que
con demasiada frecuencia los gobiernos humanos se basan en revoluciones y se manejan por el
poder, el gobierno del sacerdocio está inspirado en la revelación y es impulsado por el
Todopoderoso. Y en tanto que el propio centro de los gobiernos humanos es la ley forjada por
legisladores de capacidad y propósitos varios, el corazón mismo del gobierno del sacerdocio son los
mandamientos de Dios, creados por un Padre Celestial bondadoso y amoroso, de capacidad infinita,
cuyo único fin es nuestro éxito sempiterno.
Y si pensamos detenidamente al respecto, ése es el solo propósito de la autoridad del sacerdocio:
Ayudar a los hijos de nuestro Padre Celestial para que retornen con felicidad a Su hogar.
6. Creemos en la misma organización que existió en la Iglesia Primitiva, esto es, apóstoles,
profetas, pastores, maestros, evangelistas, etc.
La idea de que Jesús haya organizado una iglesia durante Su permanencia en la tierra es, para
algunos, algo nuevo y quizás un poco desconcertante. Pero es indudable que lo hizo. Pablo indica
que Jesús "constituyó a unos apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y
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maestros." (Efesios 4:11.)
Y, ¿por qué hizo esto?
"A fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de
Cristo,
"Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón
perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo;
"Para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por
estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error." (Efesios
4:12-14.)
Como ya se ha indicado, la iglesia que organizó Jesucristo durante Su ministerio terrenal no
logró sobrevivir totalmente después de cumplirse el primer siglo desde Su muerte y resurrección en
Jerusalén. Por eso fue que Pedro profetizó que se necesitaría una "restauración de todas las cosas"
(Hechos 3:21)—incluso la organización misma de la Iglesia de Cristo. Y nosotros creemos que esa
restitución o restauración.tuvo lugar por intermedio del profeta José Smith y que La Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es, verdaderamente, la Iglesia de Cristo sobre la tierra,
con un profeta viviente a la cabeza y un inspirado Consejo de Doce Apóstoles. Es, en todo sentido,
la Iglesia de Jesucristo.
Esto es una gran bendición en la vida de quienes creen y escuchan a estos profetas y apóstoles
vivientes, aunque saber que existe un profeta de Dios en la actualidad no exime a los Santos de los
Últimos Días del deber que tienen de pensar y actuar por sí mismos. Todos tenemos la responsabili-
dad de corresponder a las sugerencias del Espíritu Santo en la vida, pero el consejo inspirado de los
siervos escogidos de Dios provee a quienes lo escuchan una fuente adicional de fortaleza y
discernimiento. Gracias a ello se aclaran los principios del evangelio y se explica mejor el plan de
salvación a fin de que todos podamos aprender cómo vivir de conformidad con las enseñanzas del
Señor.
Aquellos que aceptan las revelaciones modernas que reciben los profetas y apóstoles de la
actualidad enfrentan con mayor confianza las pruebas más duras de la vida porque saben a quién
recurrir para encontrar la verdad.
7. Creemos en el don de lenguas, profecía, revelación, visiones, sanidades, interpretación de
lenguas, etc.
Damos testimonio al mundo de que los dones espirituales que abundaron en la época de Cristo y
Sus Apóstoles se manifiestan hoy día en la vida de los hijos de Dios con igual intensidad y
profusión. De acuerdo con nuestro Salvador, estos dones espirituales "se dan para el beneficio de los
que me aman y guardan todos mis mandamientos, y de los que procuran hacerlo; para que se
beneficien todos." (D.yC.46:9.)
Tenemos en todo el mundo misioneros que han recibido el don de lenguas a fin de poder enseñar
el evangelio en su plenitud a todas las naciones. Tenemos profetas que reciben revelaciones—y
visiones—divinas mediante las cuales nuestro Padre Celestial comunica Su voluntad a Sus hijos.
Experimentamos milagros de sanidades por medio del poder de la fe y la autoridad del sacerdocio
"para que se beneficien todos."
"Y todos estos dones vienen de Dios," le declaró el Señor a José Smith, "para el beneficio de los
hijos de Dios." (D. y C. 46:26.)
Hace varios años, encontrándome yo en mi oficina, tuve la súbita impresión de que debía ir hasta
un hospital cercano a ver a un vecino al que habían internado a raíz de un problema en el corazón.
Por un momento, siendo que no se me había dicho que la condición de mi amigo fuera seria, pensé
que podría visitarlo de paso cuando regresara a mi hogar. Pero el impulso espiritual que sentía era
fuerte: debía ir inmediatamente. A esta altura de mi vida yo había aprendido ya a responder a la
inspiración del Espíritu Santo, así que me puse en marcha—sin saber en realidad por qué.
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Cuando llegué al hospital, me informaron que mi amigo acababa de sufrir un grave ataque
cardíaco. Aunque se hallaba solo en su habitación y parecía estar dormido, sentí que debía darle una
bendición de salud y total recuperación. Entonces puse mis manos sobre su cabeza y lo bendije por
medio de la autoridad del sacerdocio.
Se me dijo luego que la salud de mi vecino comenzó a mejorar a poco de haber recibido aquella
bendición. A los cinco días salió del hospital y en menos de un mes se recuperó considerablemente.
"Han pasado ya ocho años," me dijo hace poco mi amigo por carta. "Todavía trabajo entre ocho
y diez horas diarias, juego al golf, camino todos los días y hasta practico esquí acuático. Y nunca me
olvido de que, a juzgar por todo lo que pasé, tendría que estar muerto ya. Quiero agradecerle estos
ocho años. ¡Y también doy gracias a Dios!"
¿Se ha terminado la era de los milagros? Por cierto que no. Dios continúa realizando cosas
milagrosas entre Sus hijos por medio de los dones del Espíritu.
8. Creemos que la Biblia es ¡a palabra de Dios hasta donde está traducida correctamente;
también creemos que el Libro de Mor-món es la palabra de Dios.
Tal como ya lo hemos declarado, los Santos de los Últimos Días apreciamos y reverenciamos la
Santa Biblia como la palabra de Dios. La leemos, la estudiamos y la utilizamos en nuestras
enseñanzas. Las magníficas historias y mensajes del Antiguo y el Nuevo Testamento enriquecen
nuestra vida.
No obstante, sabemos que la Biblia ha estado sujeta a innumerables traducciones desde que se
redactaron sus capítulos hasta el presente. A través de esas traducciones se fueron introduciendo
cambios y alteraciones que han ido reduciendo la pureza de la doctrina. Aunque es ciertamente un
milagro que la Biblia haya perdurado a través de las edades, no se puede decir que la hemos
heredado en forma intacta.
Por eso es que los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
estamos tan agradecidos por disponer del discernimiento, las revelaciones y la inspiración
adicionales que contienen el Libro de Mormón, Doctrina y Convenios y la Perla de Gran Precio.
Estos volúmenes de Escrituras confirman las verdades de la Biblia a la vez que amplían el horizonte
doctrinal más allá de los límites bíblicos. Y lo hacen al agregar otros testimonios al de la Biblia de
que Dios vive, que Jesús es el Cristo y que ambos nos aman tanto como para preparar el camino por
el cual podremos regresar para vivir en paz y con felicidad.
9. Creemos todo lo que Dios ha revelado, todo lo que actualmente revela, y creemos que aún
revelará muchos grandes e importantes asuntos pertenecientes al reino de Dios.
Entre todos los maravillosos dones del Espíritu se destaca el don de la revelación. Tal como el
profeta Amos declara en el Antiguo Testamento, "Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que
revele su secreto a sus siervos los profetas." (Amos 3:7.) Yo he tenido el privilegio de conocer a
varios profetas vivientes de Dios y de asociarme con ellos, y puedo, dar mi humilde testimonio de
que los cielos no están cerrados. Aunque ha habido épocas en la historia del mundo cuando, por
causa de la apostasía y la incredulidad, la Iglesia del Señor fue quitada de la tierra y que, por con-
siguiente, cesaron por un tiempo las revelaciones a los profetas, eso no es lo que sucede en la
actualidad. El Evangelio de Jesucristo ha sido restaurado y Dios continúa revelando Su voluntad por
medio de hombres que ha llamado para que sean Sus representantes en la tierra.
Es importante entender que, en primer lugar, no fue Dios quien cerró los cielos al hombre, sino
que éste lo hizo. Fue el hombre quien dijo que no habría de recibirse más revelaciones y que Dios ya
había dicho todo lo que tenía que decir.
¡Cuán presuntuoso fue el hombre para decirle a Dios que no hablara más a Sus hijos! En realidad,
como ya lo hemos indicado, nuestro Padre Celestial le habló a un joven de catorce años de edad
quien, teniendo fe en que le respondería, se dirigió a El por medio de una sencilla y humilde oración.
Me reconforta saber que en la actualidad Dios ama tanto a Sus hijos como amó a aquellos que en la
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antigüedad contaban con las bendiciones y el beneficio que la dirección de los profetas provee.
Pero Dios no habla solamente a quienes han sido llamados como profetas y reveladores. Usted y
yo podemos recibir revelaciones de naturaleza personal para el beneficio de nuestra vida, la vida de
nuestros familiares y aun en cuanto a nuestras responsabilidades individuales, si estamos dispuestos
a vivir de modo que podamos estar atentos y ser receptivos a la inspiración del Espíritu Santo. El
Señor ha dicho, por medio del profeta Nefi: "Daré a los hijos de los hombres línea por línea,
precepto por precepto, un poco aquí y un poco allí; y benditos son aquellos que escuchan mis
preceptos y prestan atención a mis consejos, porque aprenderán sabiduría; pues a quien reciba, le
daré más; y a los que digan: Tenemos bastante, les será quitado aun lo que tuvieren." (2 Nefi 28:30.)
10. Creemos en la congregación literal del pueblo de Israel y en la restauración de las Diez
Tribus; que Sión (la Nueva Jerusalén) será edificada sobre el continente americano; que Cristo
reinará personalmente sobre la tierra, y que la tierra será renovada y recibirá su gloria
paradisíaca.
El décimo artículo de fe se refiere al profético destino del continente americano y al reino
personal milenario de Cristo sobre la tierra. Confirma todas las profecías concernientes a la segunda
venida de Cristo y al recogimiento del pueblo de Israel y el retorno de las Diez Tribus que se
dispersaron cuando, alrededor del año 722 a. de J.C., tuvo lugar la invasión de los asirios. No es mi
intención explicar en detalle esta doctrina, pero básteme decir que nosotros creemos que todo lo que
han predicho los profetas de Dios habrá de acontecer y que Jesucristo retornará a la tierra con todo
Su poder y majestad como Rey de Reyes para rescatar a Su pueblo y brindarle una era milenaria de
paz.
Por supuesto que algunos consideran que esto es un tanto aterrador. Al fin y al cabo, estas
profecías también contienen promesas de que habrá problemas, anormalidades y tragedias en todo el
mundo. Y aunque reconozco que habremos de sufrir dificultades, me consuela saber que el Señor
está al mando de las cosas. El conoce el fin desde el principio y nos ha dado adecuadas instrucciones
que, si las seguimos, nos protegerán en toda circunstancia. Sus propósitos se cumplirán y algún día
los comprenderemos.
Por el momento, sin embargo, debemos tener cuidado de no reaccionar en forma desmedida al
respecto ni excedernos en preparaciones exageradas. Sólo debemos cumplir los mandamientos de
Dios y nunca perder las esperanzas.
"No temáis, rebañito," reveló el Señor por medio de José Smith, "haced lo bueno; aunque se
combinen en contra de vosotros la tierra y el infierno, pues si estáis edificados sobre mi roca, no
pueden prevalecer.... Elevad hacia mí todo pensamiento; no dudéis; no temáis." (D. y C. 6:34, 36.)
11. Reclamamos el derecho de adorar a Dios Todopoderoso conforme a los dictados de
nuestra propia conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio: que adoren
cómo, dónde o lo que deseen.
Dada la historia de la persecución a la que fueron sometidos los miembros de nuestra Iglesia,
resulta fácil entender por qué el principio de la tolerancia es tan importante para nosotros. A la vez,
es también importante la responsabilidad de todo Santo de los Últimos Días de preservar y proteger
el mismo derecho para los demás—lo que significa que habrá ocasiones en que podríamos defender
prácticas religiosas de otros aunque no estemos necesariamente de acuerdo con ellas. Pero cuando
hablamos de tolerancia, ello no quiere decir que nuestras creencias deben ser afines o compartidas,
sino más bien que debemos vivir en armonía a pesar de nuestras más serias diferencias y dedicar
parte de nuestros esfuerzos a la protección del derecho de ser diferentes.
Esto quizás le lleve a preguntarse cómo es que los Santos de los Últimos Días dedicamos
entonces tanta energía para tratar de convertir a otros para que piensen y adoren a Dios como
nosotros. No crea que es porque consideramos que los demás no tienen el derecho de adorar como lo
decidan. Pero una parte de nuestra creencia incluye el divino mandamiento de compartir con otros
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nuestra fe, así como el gozo y la paz que encontramos en ella.
"Y os mando que os enseñéis el uno al otro la doctrina del reino," dijo el Señor por intermedio
del profeta José Smith.
"Enseñaos diligentemente, y mi gracia os acompañará, para que seáis más perfectamente
instruidos en teoría, en principio, en doctrina, en la ley del evangelio, en todas las cosas que
pertenecen al reino de Dios, que os conviene comprender;
"De cosas tanto en el cielo como en la tierra, y debajo de la tierra; cosas que han sido, que son y
que pronto han de acontecer; cosas que existen en el país, cosas que existen en el extranjero; las
guerras y perplejidades de las naciones, y los juicios que se ciernen sobre el país; y también el
conocimiento de los países y de los reinos...
"He aquí, os envié para testificar y amonestar al pueblo, y conviene que todo hombre que ha sido
amonestado, amoneste a su prójimo." (D. y C. 88:77-79, 81.)
Y es por eso que compartimos nuestras creencias como una voz de amonestación e invitamos a
todos, diciendo: "Venid a Cristo, y perfeccionaos en él." (Moroni 10:32.) Pero, como siempre, está
en ellos decidir si han de responder a dicha amonestación e invitación.
12. Creemos en estar sujetos a los reyes, presidentes, gobernantes y magistrados; en obedecer,
honrar y sostener la ley.
El patriotismo siempre ha sido algo muy importante para los Santos de los Últimos Días, más
allá de nacionalidades o filosofías políticas. En 1835, José Smith declaró: "Creemos que Dios
instituyó los gobiernos para el beneficio del hombre, y que él hace a los hombres responsables de
sus hechos con relación a dichos gobiernos, tanto en la formulación de leyes como en la
administración de éstas, para el bien y la protección de la sociedad." (D. y C. 134:1.) En la
actualidad hay Santos de los Últimos Días en casi todas las naciones del mundo y obran bajo casi
todos los sistemas gubernativos que uno pueda imaginar. Mas para cada uno de ellos esa declaración
es verdadera: "Creemos en... obedecer, honrar y sostener la ley."
13. Creemos en ser honrados, verídicos, castos, benevolentes, virtuosos y en hacer el bien a
todos los hombres; en verdad, podemos decir que seguimos la admonición de Pablo: Todo lo
creemos, todo lo esperamos; hemos sufrido muchas cosas y esperamos sufrir todas las cosas. Si
hay algo virtuoso, o bello, o de buena reputación, o digno de alabanza, a esto aspiramos.
José Smith concluyó los Artículos de Fe con esta elocuente declaración de creencia cristiana, que
en su totalidad constituye un poderoso enunciado sobre la religión que los Santos de los Últimos
Días hemos adoptado y tratamos de practicar. Es una religión positiva y dinámica. Es expansiva y
progresista. Y más que nada, nos infunde esperanzas.
La esperanza es, para la vida, un principio de valor incalculable. Nace de la fe y da significado y
propósito a todo lo que hacemos. Nos confiere asimismo esa apacible certidumbre que necesitamos
para vivir con felicidad en un mundo lleno de iniquidad, calamidades e injusticia.
Al aproximarse al final de Su ministerio terrenal, nuestro Salvador ofreció a Sus amados
discípulos esa tranquilizadora esperanza al decirles: "La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy
como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo." (Juan 14:27.)
Esa es la esperanza a que nos aferramos, como la declaró José Smith en los Artículos de Fe. Y la
paz que promete a toda la humanidad es "la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento."
(Filipenses 4:7.)

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LOS FRUTOS DEL EVANGELIO
C A P I T U L O O C H O

En 1969 viajé a México en compañía de otros tres hombres de negocios. Los tres eran personas
de mucho éxito que habían logrado acumular grandes fortunas, tanto así que uno de ellos era
considerado uno de los hombres más acaudalados del mundo. Juntos nos hallábamos viajando en el
lujoso compartimento ejecutivo de un avión privado; un multimillonario, dos millonarios, y yo.
Durante el viaje, aquellos tres adinerados caballeros hablaron acerca de negocios que
involucraban millones de dólares con la misma naturalidad con que otras personas podrían conversar
sobre el partido de fútbol o la película que hubieran visto la noche anterior. A decir verdad, yo me
sentía un tanto cohibido, especialmente cuando el multimillonario se dirigió a mí, preguntándome:
"Y usted, Ballard, ¿qué es lo que hace en particular?"
"Pues bien," respondí, "después de escucharles hablar, me temo que no es gran cosa lo que
hago."
A mi comentario respondieron con una apagada sonrisa, pero ninguno de ellos pareció estar en
desacuerdo con mi evaluación de las circunstancias.
A medida que continuábamos nuestra conversación, sin embargo, pude percibir que, a pesar de
toda su buena voluntad y de las obras que habían hecho con sus riquezas, lo más importante en la
vida para el multimillonario era su deseo de acumular aún más dinero, el cual parecía ser la fuente de
su poder y su prestigio personal. Su fortuna parecía ser lo que lo hacía feliz y sentirse orgulloso.
Según pude apreciarlo, era su pasión, su obsesión, y la verdadera razón de su existencia. En tanto
que se refería a su imperio financiero internacional y su impresionante colección de bienes
materiales, tuve la impresión de que por debajo de su orgullo materialista había una cierta desdicha
producida por la falta de espiritualidad. El multimillonario no habló con entusiasmo de su familia ni
de sus amigos y parecía no saber mucho acerca de la paz y la satisfacción verdaderas. El Evangelio
de Jesucristo no formaba parte de su vida, pues en un momento de cavilación me dijo: "Yo no estoy
seguro de que haya otra vida después de la muerte, pero si la hubiera no creo que habrá de importar
mucho."
Era obvio que ninguna de las dos posibilidades—que la muerte fuera el fin mismo de la vida ni
que hubiese una existencia sin reconocimiento o posesiones mundanales más allá de la tumba—le
proveía consuelo alguno.
A mi regreso un par de días más tarde, mi esposa me esperaba en el aeropuerto. Ya en nuestro
cómodo hogar en Salt Lake City, ella me preguntó si había disfrutado de aquellos momentos en
compañía de la gente rica del mundo de los negocios. Después de un largo suspiro, le contesté:
"Querida, quizás no tengamos mucho dinero ni otras cosas que tanta gente piensa que son
importantes, pero tengo la impresión de que, de los cuatro hombres de negocios que viajamos juntos
en aquel avión privado, yo soy el más feliz y, en cierto modo, el de mayor fortuna. Yo tengo
bendiciones que el dinero no puede adquirir. Y tengo la satisfacción de saber que las cosas más
importantes para mí—tú, nuestra familia, y mi amor por Dios—pueden perdurar para siempre."
No pude evitar el pensar en las palabras de nuestro Salvador a Sus discípulos, cuando les dijo:
"No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y
hurtan;
"Sino haceos tesoros en los cielos, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no
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minan ni hurtan.
"Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón." (Mateo 6:19-21.)
El tesoro a que nos referimos es ese sentimiento de consuelo, de paz y de seguridad eterna. Por
motivo de que yo sé que soy parte de un sagrado plan diseñado por un Padre Celestial que ama por
igual a todos Sus hijos y quiere que cada uno de ellos logre un éxito sempiterno, no siento en mí
apremio alguno por competir con nadie en procura del reconocimiento y las realizaciones del
mundo. Pero no me interprete mal, hay muchos hombres y mujeres en nuestra Iglesia que poseen
grandes fortunas y que conocen y viven de acuerdo con el plan eterno de nuestro Padre Celestial.
Sus contribuciones al reino de Dios, tanto espirituales como materiales, han sido y son de
considerable magnitud. Todos anhelamos poder satisfacer las necesidades temporales de nuestras
respectivas familias y tratamos de dar el mejor uso posible a los talentos que Dios nos ha dado. Pero
cuando consideramos las cosas desde el punto de vista de la eternidad, la fama y la popularidad son
mucho menos importantes que el amar y ser amados; el nivel social significa muy poco cuando se lo
compara con la voluntad para el servicio; y la adquisición de un conocimiento espiritual es
infinitamente más significativo que la obtención excesiva de riquezas materiales.
Es este aspecto y su consiguiente tranquilidad espiritual y emocional lo que constituyen algunos
de los frutos que se obtienen al conocer realmente el Evangelio de Jesucristo y vivir de conformidad
con el mismo. Esclarece al entendimiento la relación entre Dios y nosotros y da significado y
propósito a la vida de todo ser humano. Más que ser simplemente otro modo de adoración, es un
modo de vivir. Influye en cada una de nuestras decisiones y realza cada una de nuestras relaciones
humanas, aun la relación con uno mismo. Al comprender que somos hijos de Dios y que El nos
conoce personalmente, que nos ama y que se interesa por nosotros, sólo podemos contemplarnos
desde un punto de vista muy especial. Y también consideramos a los demás con el convencimiento
de que son nuestros eternos hermanos y hermanas que, como nosotros, están en el mundo tratando
de adquirir conocimiento y de desarrollarse a través de experiencias terrenales—buenas y malas.
En este mundo en que vivimos, lleno de incertidumbre y frustración, ese conocimiento nos
proporciona tranquilidad de conciencia que, por cierto, resulta ser un delicioso fruto del evangelio.
¡Cuán reconfortante y tranquilizador es saber que nuestra existencia tiene su propósito! ¡Cuánta ben-
dición proviene de poder contar con el ancla sólida de valores morales específicos para vivir la vida!
¡Cuán emocionante es comprender que nuestras posibilidades finales son de carácter divino! ¡Cuánta
certidumbre se adquiere al saber que existe una fuente de poder mucho mayor que la nuestra y que
podemos recurrir a ella mediante la fe y la oración, como también al ejercer dignamente la autoridad
del sacerdocio de Dios! Y ¡cuán alentador es saber que podemos disponer del fortalecimiento
necesario para superar las pruebas cotidianas y encontrar la paz en este mundo tan lleno de inquietud
y confusión!
Por supuesto que existen otros frutos que son tangibles e innegables. Siendo que nos conoce
bien, nos ama y nos comprende, nuestro Padre Celestial nos ofrece, para vivir de conformidad con el
evangelio, una serie de métodos diseñados para bendecirnos y fortalecernos individualmente y como
familias. Algunos de estos frutos son:
La Palabra de Sabiduría: Si usted conoce algo acerca de La Iglesia de Jesucristo de los Santos
de los Últimos Días, probablemente sepa que sus miembros fieles no fuman y no toman bebidas
alcohólicas, café ni té. Quizás haya aun elogiado usted a la Iglesia cada vez que ésta ha respaldado
con firmeza las cada vez más frecuentes evidencias que indican cuán perjudiciales son esas cosas.
Pero el hecho es que la Iglesia recibió instrucciones sobre el particular en 1833, como resultado de
una revelación dada a José Smith para "la salvación temporal de todos los santos en los últimos
días." p.yC89:2.)
Esta revelación, que se conoce como la Palabra de Sabiduría, es algo más que una simple lista de
56
prohibiciones dietéticas, aunque haya gente dentro y fuera de la Iglesia que tienda a considerarla
como tal. Aparte de las restricciones específicas en cuanto a las bebidas fuertes, el tabaco y las
llamadas bebidas calientes, la Palabra de Sabiduría aconseja a sus adeptos que deben comer cereales,
hierbas, frutas y legumbres, y que sólo coman carne mesuradamente.
¿Se asemeja esto al tipo de dieta diaria que recomendarían los expertos en nutrición
contemporáneos? Por supuesto. Y lo harían refiriéndose a las investigaciones científicas, a la
tecnología médica y sus años de preparación y experiencia profesional. Pero a los Santos de los
Últimos Días se les ha enseñado durante varias generaciones que vivan conforme a ese código de
salud, no solamente porque es beneficioso para nuestros cuerpos, sino porque nuestro Padre
Celestial se lo reveló a un profeta de Dios en 1833 y nos prometió que había de bendecirnos por
nuestra obediencia.
Y por cierto que hemos sido bendecidos. Un estudio realizado por científicos de la Universidad
de California en Los Angeles indica que, en comparación con la población general de los Estados
Unidos, entre los Santos de los Últimos Días que cumplen la Palabra de Sabiduría se observa un
promedio muy reducido de casos de cáncer y de enfermedades del corazón.
El Dr. James Enstrom, de la Facultad de Salud Pública de la citada universidad ha explicado que
el estudio reveló notables diferencias en los índices de mortalidad entre los mormones que,
conscientes de la salud, observan en particular tres normas, a saber: nunca fuman, practican con re-
gularidad ejercicios físicos y duermen metódicamente de siete a ocho horas diarias. Por ejemplo, el
índice de longevidad de un miembro de la Iglesia varón de veinticinco años de edad que cumpla con
estas normas, es de ochenta y cinco años, comparado con el índice de setenta y cuatro años del varón
típico de los Estados Unidos. (Véase "Health Prac-tices and Cáncer Mortality Among Active
California Mormons," James E. Enstrom, Journal of the National Cáncer Institute, 6 de diciembre
de 1989, págs. 1807-1814.)
Todo esto corrobora totalmente la promesa que el Señor hizo en 1833 en cuanto a la Palabra de
Sabiduría: "Y todos los santos que se acuerden de guardar y hacer estas cosas, rindiendo obediencia
a los mandamientos, recibirán salud en el ombligo y médula en los huesos;
"Y hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos;
"Y correrán sin fatigarse, y andarán sin desmayar." (D. y C. 89:18-20.)
Es evidente que el Señor cumple las promesas que hace a Sus hijos. De igual modo, el privilegio
de conocer y recibir las bendiciones que se prometen en la Palabra de Sabiduría es otro de los frutos
que produce la vida cuando se basa en el Evangelio de Jesucristo.
Las normas del Señor en cuanto a la pureza sexual: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días enseña el mismo código de pureza sexual que ha existido en el pueblo de Dios desde el
principio de los tiempos, inclusive la pureza de pensamiento, la total abstinencia sexual antes del
casamiento y la completa fidelidad en el matrimonio. La observancia de estas normas es la única
manera de evitar confiadamente las lamentables consecuencias de la inmoralidad que tanto afectan
hoy en día a nuestra sociedad.
El profeta Spencer W. Kimball dijo unos años antes de su muerte: "Declaramos con firmeza y
terminantemente que [la moralidad] no es una vestimenta desgastada, desteñida, anticuada o
deshilada. Dios es hoy el mismo que ayer y para siempre, y Sus convenios y doctrinas son
inmutables; y cuando se enfríe el sol y dejen de brillar las estrellas, la ley de castidad aún continuará
siendo la ley básica de Dios en el mundo y en la Iglesia del Señor. La Iglesia sostiene los antiguos
valores morales, no porque sean antiguos sino porque a través de los siglos han demostrado ser
correctos. Y ésa será siempre la norma." ("President Kimball Speaks Out on Morality," Ensign,
noviembre de 1980, pág.94.)
Las normas del Señor en cuanto a la pureza sexual no son una simple cuestión de adoptar otro
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estilo de vida en un mundo harto de preocupaciones y paranoia. Quienes observan la pureza sexual
en su vida por cierto que no han de sufrir las consecuencias emocionales del placer efímero ni la
congoja espiritual del compromiso no correspondido o la desilusión moral resultante de una relación
en la que la satisfacción carnal tiene prioridad sobre la responsabilidad personal. Por el contrario, se
preparan para las excelentes posibilidades de un matrimonio edificado sobre los cimientos de la
confianza, la dedicación y el respeto mutuos.
Yo he tenido la oportunidad de oficiar en muchas ceremonias matrimoniales de esta clase y es
algo maravilloso poder ver y apreciar el vigor de la pureza que irradian el corazón y el alma de los
jóvenes que han sabido obedecer los mandamientos de Dios. Y ¡qué bendición es para ellos poder
mirarse en los ojos sabiendo que han logrado preservar esa parte tan íntima y personal de ambos
hasta el momento de cumplir con las promesas y los convenios matrimoniales! Las relaciones
sexuales son para esas parejas un medio de comunicación, una manera de expresar esos sentimientos
íntimos para los cuales no hay palabras adecuadas. Ello constituye la forma natural más sublime de
unir a dos seres humanos. Y cuando el resultado que se anhela es la procreación de un nuevo ser,
permite que el hombre y la mujer entrelacen sus manos con las manos de Dios en el cumplimiento
de uno de los propósitos más importantes de la vida terrenal y uno de los elementos fundamentales
del eterno plan de nuestro Padre Celestial.
Si esto parece ser algo anticuado, así sea. Pero también tiene el beneficio de ser verdadero y
justo. Y un fruto más del árbol del evangelio. ¡Imaginemos cómo sería el mundo si todo hombre y
toda mujer observaran esta ley!
Servicio misional: Jesús encomendó a Sus discípulos: "Id, y haced discípulos a todas las
naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que
guarden todas las cosas que os he mandado." (Mateo 28:19-20.) En una ocasión más reciente,
nuestro Salvador enseñó a Sus discípulos de los últimos días: "Todo hombre que ha sido
amonestado, amoneste a su prójimo." D. y C. 88:81.)
Por esto es que, todos los años, miles de hombres y mujeres jóvenes solteros, como así también
matrimonios de mayor edad, se alejan por un tiempo de su hogar, su familia y sus amigos para servir
al Señor como misioneros en diversas partes del mundo, pagando sus propios gastos o mantenidos
por su propia familia—aun cuando, en realidad, en su mayoría habrán de sentirse algo incómodos al
llamar a sus puertas. Pero no sólo son portadores de un mensaje de eterna trascendencia, sino que
también han recibido el mandamiento divino de compartirlo con todos.
Esta es razón suficiente para que los Santos de los Últimos Días tengamos el fuerte deseo de
servir como misioneros. Y doquiera que sirvamos al Señor, seremos bendecidos. Muchos de
nuestros misioneros comienzan su labor misional con la convicción de que, al servirle durante
dieciocho o veinticuatro meses, están retribuyendo a nuestro Padre Celestial Sus bondades. Pero al
poco tiempo reconocen una importante verdad eterna: que nunca podríamos hacer por el Señor más
de lo que El hace por nosotros.
A través de los años he observado a un gran número de misioneros cumplir con su llamamiento
y he podido ver cuántas cosas extraordinarias han sucedido en su vida personal y en la vida de sus
familiares. La obra a la que son llamados es rigurosa y, a veces, desalentadora. Pero al tener la
certeza de que están al servicio de Dios, logran cumplir con gran valor sus labores. A quienes
quieren saber si nuestra iglesia es verdadera, con frecuencia les sugiero que dediquen algunas horas
a trabajar con nuestros misioneros. No requiere mucho tiempo descubrir que es imposible hacer todo
lo que hace a diario un misionero sin tener la convicción de que lo que está haciendo es justo y
verdadero.
El Señor bendice tanto a Sus misioneros como a las personas a quienes ellos enseñan y bautizan.
Por eso es que aprenden con asombrosa rapidez y destreza los más difíciles idiomas. Sus familias,
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aun cuando algunas de ellas suelen tener a veces dificultades económicas, siempre encuentran
inesperadamente los medios para mantenerles. Las debilidades se transforman en fortaleza, los
problemas se constituyen en oportunidades para aprender, las tribulaciones dan lugar a las
realizaciones y aun las adversidades llegan a ser toda una aventura al servicio del Señor—otro fruto
más del evangelio.
Un ministerio laico: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no cuenta con un
clero profesional y remunerado. En todo el mundo, la Iglesia funciona y se administra por medio de
sus miembros en los barrios y ramas (que así llamamos a nuestras congregaciones), quienes son
llamados a ocupar diferentes cargos mediante la inspiración del Espíritu Santo. Y esto es algo
extraordinario, especialmente si se considera el hecho de que el programa de la Iglesia para cada una
de estas congregaciones incluye lo siguiente:
—clases para el sacerdocio, el cual comprende a todos los miembros varones mayores de doce
años de edad;
—la Sociedad de Socorro, la organización de mujeres más antigua y de mayor número de
miembros, la cual pone de relieve y exhorta a la espiritualidad, el servicio y el hermanamiento;
—la organización de Mujeres Jóvenes, para jovencitas de doce a dieciocho años de edad;
—la Primaria, organización que tiene la responsabilidad de la educación religiosa de los niños
menores de doce años de edad;
—la Escuela Dominical, que tiene a su cargo la enseñanza de las Escrituras a todos los miembros
mayores de doce años de edad;
—los programas del Sacerdocio Aarónico para jovenci-tos de doce a dieciocho años de edad, el
cual comprende a los Boy Scouts;
—y una amplia variedad de programas y actividades adicionales, incluso la obra genealógica (el
estudio de la historia familiar), coros musicales, bibliotecas, eventos sociales y la obra misional.
Esto abarca muchas cosas, pues mantener un barrio eficazmente organizado es una ardua tarea y
requiere, durante todo el año, un gran esfuerzo y el servicio dedicado de decenas de miembros. Pero
ello produce abundantes bendiciones tanto para los que prestan ese servicio como para los que lo
reciben. El programa total de la Iglesia ha sido diseñado para que sus miembros puedan tener una
gran variedad de experiencias y oportunidades que les ayuden a "venir a Cristo." Un hombre podría
servir durante cinco o seis años como obispo del barrio, siendo así responsable del bienestar
espiritual y temporal de quinientos miembros del mismo— hombres, mujeres y niños. Al cabo de
ese tiempo es relevado de su cargo y quizás dos semanas más tarde se lo llame para que enseñe a
unos siete u ocho jóvenes en la Escuela Dominical.
Y así es como debe ser, porque los cargos en la Iglesia se asignan alternadamente. Prestamos
nuestro servicio donde se nos llame y contribuimos al bienestar de todos en la manera que mejor
podemos. Y al hacerlo, disfrutamos del gozo que el servicio proporciona y facilitamos la unión entre
nuestros hermanos y hermanas en la fe y, no por coincidencia, nos acercamos más a Dios.
Por supuesto que el servicio en la Iglesia crea algunos problemas especiales para nuestros
miembros. Como probablemente ya lo sepa usted, ser miembro de La Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días no consiste solamente en asistir a las reuniones de los domingos, sino en
un método de vida. En consecuencia, durante la semana tenemos actividades que nos ofrecen
oportunidades para la participación y el servicio; la Noche de Hogar, actividades y proyectos de
servicio para la juventud, la asistencia al templo, fiestas del barrio, reuniones de Scouts, programas
de la Sociedad de Socorro, clases de capacitación para el lide-razgo y muchas cosas más. Y a raíz de
nuestra activa participación en los programas de la Iglesia y de la familia, a veces se nos considera
como personas indiferentes o desinteresadas en cuanto a lo que acontece en nuestros vecindarios y
en la comunidad.
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No crea usted que estoy tratando de justificar nuestra inactividad en esos asuntos. Reconocemos
la necesidad de ser buenos vecinos y ciudadanos en nuestras comunidades. Y si cuando nuestros
miembros parezcan estar muy atareados usted les preguntase a qué se debe su apresuramiento, es
probable que le sorprenda enterarse de todo lo que hacen en diversos aspectos, incluso algún
servicio para el beneficio de la comunidad misma.
Nosotros nos mantenemos siempre activos e interesados en todo lo que, de una manera u otra,
contribuya a hacer del mundo un lugar mejor para vivir. La Iglesia ha demostrado ser una de las
primeras organizaciones en acudir con suministros y voluntarios cuando la tragedia afecta a
alguna comunidad. Y la capacitación para el lide-razgo que la Iglesia provee a sus ministros
laicos ha servido para facilitar a las comunidades y a diversas organizaciones de servicio en todo
el mundo, la ayuda de un sinnúmero de personas desinteresadamente dedicadas al servicio al
prójimo—otro fruto más del evangelio.
La ayuda a la manera del Señor: Refiriéndose al juicio final, nuestro Salvador enseñó a Sus
discípulos lo siguiente: "Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles
con él, entonces se sentará en su trono de gloria,
"y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta
el pastor las ovejas de los cabritos.
"Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda.
"Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino
preparado para vosotros desde la fundación del mundo.
"Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me
recogisteis;
"estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.
"Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te
sustentamos, o sediento, y te dimos de beber?
"¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos?
"¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?
"Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis
hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis." (Mateo 25: 31-40.)
Nosotros, en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, tomamos muy en serio
estas instrucciones. La Iglesia dedica enormes cantidades de energía, de esfuerzos y de medios, tanto
a nivel local como internacional, para ayudar a los necesitados, tal como el Señor lo haría. El primer
domingo de cada mes, los Santos de los Últimos Días se abstienen de dos comidas y donan entonces
a la Iglesia el dinero equivalente a su costo para sus programas de ayuda a la gente menos
privilegiada en todo el mundo. Muchos donan aun sumas adicionales. Ese dinero, al que nos referi-
mos como las ofrendas del ayuno, se utiliza para fines humanitarios.
Tales fines humanitarios son, sin embargo, de diversa naturaleza. Cuando los miembros sufren
dificultades económicas, por lo general acuden a sus propias familias y a la Iglesia en vez de recurrir
a los programas de las agencias gubernamentales. Por medio de los programas de bienestar de la
Iglesia, sus miembros disponen de diversos servicios de ayuda que incluyen la obtención de empleo,
el aseso-ramiento personal y el planteamiento económico. En depósitos especiales, llamados
almacenes del obispo, la Iglesia mantiene reservas alimentarias, ropas y otros artículos para los
necesitados y, en ciertas circunstancias, podría proveerles asimismo ayuda monetaria. Los
beneficiarios tienen también la oportunidad de retribuir esa ayuda al desempeñar determinados
trabajos y de esa forma conservar su dignidad al hacer sus contribuciones para el bienestar de otros,
a pesar de su situación personal.

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A un nivel más amplio, la Iglesia participa en numerosos programas humanitarios alrededor del
mundo. Algunos de ellos son de operación continua, mientras que otros se ponen en funcionamiento
para atender las necesidades resultantes de las inundaciones, los terremotos y los estragos del ham
bre. Aunque los Santos de los Últimos Días somos conocidos por "cuidar de los nuestros" mediante
los programas de bienestar de la Iglesia, también tenemos un interés genuino en que el mundo sea un
lugar mejor, más seguro y humanitario donde vivir.
En 1985, por ejemplo, los Santos de los Últimos Días observaron dos días de ayuno especial y
donaron voluntariamente unos seis millones de dólares para el programa de ayuda a los
damnificados de las grandes sequías en África y otros lugares del mundo.
En aquella ocasión, yo fui testigo del uso dado a tales donaciones cuando la Primera Presidencia
de la Iglesia me asignó que viajara con el Director Administrativo de nuestro programa de Servicios
de Bienestar en Etiopía, donde tuvimos que evaluar las necesidades de la gente y determinar la
mejor manera de recaudar fondos de ayuda.
Trabajando en cooperación con varias organizaciones internacionales de ayuda humanitaria,
visitamos algunas aldeas remotas en aquel árido país. La tierra era la más desolada que yo jamás
había visto. Toda zona fértil había desaparecido y no existían árboles ni rastros de vegetación.
Nunca olvidaré las filas de mujeres que esperaban poder llenar sus vasijas de agua para después
llevarlas sobre sus hombros hasta sus hogares, en caminatas lentas de quince a cuarenta kilómetros
de distancia.
Visitamos los campamentos y puestos de alimentación de la Cruz Roja donde se atendía a los
enfermos graves. El sufrimiento de tanta gente acongojó mi corazón. Los niños pequeñitos se
aferraban a nosotros cuando sus padres los traían para ver qué podíamos hacer por ellos. Muchos
mostraban heridas infestadas y otras enfermedades atroces. Había madres que, recostadas en
camillas, trataban de alimentar y de consolar a sus hijitos, muchos de los cuales tenían los ojos
hundidos y sólo huesos en las piernas y en los brazos a causa de su avanzada inanición. Un anciano
nos suplicó que nos lleváramos con nosotros a un pequeñito que traía consigo en sus brazos. En uno
de los puestos de abastecimiento vimos a miles de seres humanos que esperaban su turno para
recibir bolsas que contenían unos 150 kilos de trigo. Estos afanosos etíopes cargaban entonces esas
bolsas sobre sus hombros. Algunos de ellos eran lo suficientemente jóvenes como para soportar el
peso, pero otros eran ancianos y caminaban con gran dificultad. Sin embargo, con la espalda
sumamente encorvada, iniciaban trastabillando pero decididos la penosa marcha de regreso a sus
aldeas.
Recuerdo que una vez nos detuvimos para almorzar en un paraje. Apenas hubimos abierto los
paquetes de comida, un grupo de niños nos rodeó extendiendo sus manos, frotándose el vientre y
tocándose los labios. No pudimos, por supuesto, comer nada y, cortando en trozos nuestros ali-
mentos y algunas frutas que llevábamos, los distribuimos entre aquellas desdichadas criaturas.
La visita a Etiopía fue una de las experiencias más angustiosas de mi vida, pero dejó una
indeleble impresión en mi corazón y en mi mente. ¡Cuán grande fue mi agradecimiento por el
principio del ayuno y por los miembros de la Iglesia que tan generosamente habían hecho sus
donaciones, posibilitándonos así que contribuyéramos al socorro del pueblo de Etiopía.
La ley del diezmo: Al habernos referido a nuestros esfuerzos humanitarios y a las donaciones de
nuestros miembros mediante las ofrendas del ayuno, quizás se pregunte usted de dónde procede el
dinero que la Iglesia necesita para solventar sus gastos. En primer lugar quiero mencionar nue-
vamente que las donaciones recibidas de las ofrendas del ayuno se utilizan exclusivamente para
ayudar a los pobres y a los necesitados. El dinero para cualquier otro propósito proviene de una
contribución adicional de los miembros de la Iglesia: el diezmo.
La ley del diezmo fue instituida en épocas del Antiguo Testamento. Sabemos, por ejemplo, que
61
Abraham pagó diezmos al gran sumo sacerdote Melquisedec (véase Génesis 14:17-20). Y
Malaquías, el último profeta del Antiguo Testamento, advirtió al pueblo que, si no pagaban
debidamente sus diezmos y sus ofrendas, estaban en cierta forma robando al Señor:
"Traed todos los diezmos al alfolí, y haya alimento en [la casa de Dios]." (Malaquías 3:10.)
La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días enseña a sus miembros la ley del
diezmo, que consiste en donar una décima parte de nuestros ingresos para la edificación del reino de
Dios sobre la tierra. Con ese dinero la Iglesia edifica y mantiene sus capillas, sus templos y sus
instituciones de enseñanza. Asimismo, suministra materiales en más de cien idiomas para la
instrucción y la capacitación de sus miembros en todo el mundo. El dinero procedente de los
diezmos se utiliza también para solventar los gastos administrativos internacionales y para proveer
los presupuestos de todas sus congregaciones, incluso los costos de servicios públicos.
Los fondos del diezmo se consideran sagrados y se administran con mucho cuidado, humildad y
sentido común. La Iglesia no tiene deudas económicas. No existe en ella tal cosa como la operación
deficitaria y todos sus edificios han sido pagados en su totalidad antes de su dedicación. Quienes
autorizan pagos con dinero de los diezmos, nunca lo hacen sin considerar antes el sacrificio de los
miembros que tan devotamente lo han donado. Pero también somos conscientes de las promesas que
el Señor ha hecho a Sus fieles. De acuerdo con Malaquías, Dios ha prometido:
"Os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que
sobreabunde.
"Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el fruto de la tierra, ni vuestra
vid en el campo será estéril, dice Jehová de los ejércitos.
"Y todas las naciones os dirán bienaventurados; porque seréis tierra deseable, dice Jehová de los
ejércitos." (Malaquías 3:10-12.)
Una vez más, el Señor promete frutos maravillosos a cambio de nuestra obediencia a las
enseñanzas del evangelio.
Por supuesto que podemos mencionar otros frutos, como ser:
—los frutos de la educación de las personas que creen que "la gloria de Dios es la inteligencia"
(D. y C. 93:36) y que "cualquier principio de inteligencia que logremos en esta vida se levantará con
nosotros en la resurrección" (D. y C. 130:18). Por medio de sus programas de seminarios e institutos
en todo el mundo, el Sistema Educativo de la Iglesia enseña el evangelio a decenas de miles de
jóvenes;
—los frutos de la certidumbre, la seguridad y del sentido de colectividad que se obtienen al
pertenecer a una iglesia que se preocupa por sus miembros y por eso designa a maestros orientadores
y maestras visitantes para que les visiten mensualmente en sus hogares a fin de asegurarse de que
gocen de buena salud, sean felices y se encuentren espi-ritualmente bien;
—los frutos provenientes de una vida equilibrada y saludable en la que se presta tanta atención al
desarrollo y al enriquecimiento espirituales así como a las necesidades físicas, económicas y
sociales;
—y los frutos combinados de una existencia guiada por las tradicionales virtudes de la honradez,
la integridad, la moralidad, el sacrificio y la fidelidad.
A juzgar por estos pocos ejemplos, ¿cree usted acaso que estoy jactándome? Si así fuera,
perdóneme. Nosotros no alegamos tener la exclusividad en el mercado de la virtud ni presumimos
que los Santos de los Últimos Días vivan sin problemas ni intereses mundanos. Pero creemos con
toda honradez y sinceridad que Dios nos ha dado algo muy especial, algo que realmente merece
compartirse. Y por eso es que le pido que considere los frutos que produce la vida que los miembros
de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días vivimos, porque nuestro Salvador
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mismo ha dicho:
"Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos?
"Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos.
"No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos.
"Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego.
"Así que, por sus frutos los conoceréis." (Mateo 7:16-20.)

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EL ANCLA DE LA FE
CONCLUSIÓN

Volvamos ahora a la palabra que consideramos al principio de nuestra trayectoria hacia la


comprensión. Precisamente, ésa es la palabra: comprensión.
Como indiqué en la introducción, mi propósito en escribir este libro es "que quienes lean estas
páginas—en especial aquellos que no son miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días—comprendan mejor a la Iglesia y sus miembros."
Desde aquella página hasta ésta hemos abarcado muchos temas teológicos e históricos con el
objeto de facilitar esa comprensión. Hemos examinado nuestras creencias acerca de Jesucristo y Su
vida y misión maravillosas, como así también nuestra creencia de que se produjo una apos-tasía en
cuanto a Sus enseñanzas durante los dos primeros siglos después de Su muerte y resurrección.
Asimismo, hemos hablado sobre la restauración del Evangelio de Jesucristo en su totalidad por
medio de una serie de acontecimientos milagrosos y cómo la verdad del evangelio continúa en la
actualidad obrando milagros en la vida de los Santos de los Últimos Días.
Hay mucho en cuanto a lo cual reflexionar, especialmente en esta época en que tanta gente
parece no querer aceptar la idea de los milagros y aun demuestra un gran recelo hacia las religiones
en general. Aunque yo entiendo la naturaleza de tales actitudes de desconfianza (todos estamos
familiarizados con las noticias acerca de tantos ministros de diversas religiones que no practican lo
que predican), sigo creyendo que la fe—la fe verdadera, la fe íntima e inalterable—puede llegar a
ser tan esencial para una vida saludable y equilibrada como lo es un ancla para un enorme barco que
navega por el océano. Si usted ha visto alguna vez el ancla de un barco de gran tamaño, habrá
notado cuan sólida es y cuán resistentes y firmes son los eslabones de su cadena. Mas cuando se
comparan con el tamaño y el peso del barco, el ancla y la cadena parecen ser, en realidad, pequeñas.
Sin embargo, una vez apuntalada en el fondo del mar, un ancla sólida puede sujetar un enorme
barco—no importa cuán agitadas las aguas.
Esa es la misma función que la fe en Dios cumple en la vida de los fieles Santos de los Últimos
Días. Firmemente arraigada y mantenida con esmero, los conserva en un curso constante y sereno a
pesar de la turbulencia y la perversidad que los circunda. Esa fe, por supuesto, debe ser más que una
simple alabanza verbal pues requiere la fortaleza suficiente para resistir las embestidas que la vida
moderna le impone. A fin de que nuestra fe sea significativa y eficaz como un ancla para el alma,
debe estar basada en Jesucristo, Su vida y Su expiación, como así también en la restauración de Su
evangelio por medio del profeta José Smith. Los principios eternos que he enumerado pueden
también compararse con los eslabones de la cadena que nos ayuda para que nos anclemos a la verdad
del evangelio.
Estoy seguro de que usted reconoce cómo la fe en las cosas que hemos examinado podría afectar
cada uno de los aspectos de su vida. El conocer el Evangelio de Jesucristo y vivir de conformidad
con el mismo influye en toda decisión importante que tome y rectifica la trayectoria de su vida
porque lo hace apercibirse de nuevas posibilidades y consideraciones—principalmente con respecto
a su potencial eterno—a la vez que provee a su corazón nuevos sentimientos y lleva a su mente un
nuevo entendimiento. Pero esto sucede solamente si usted cree verdadera y sinceramente en
Jesucristo y en Su evangelio.
No obstante, yo lo comprenderé si todo esto le resultase un poco desconcertante. Y si bien es
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cierto que no puedo demostrarle en forma tangible que estos acontecimientos sucedieron en la
manera en que los he descrito, le testifico con humildad y sinceramente que lo que he escrito es ver-
dadero. Asimismo, es necesario que usted sepa que sus amigos mormones creen también que lo que
estoy declarando es la verdad.
Y es por eso que ellos hacen lo que hacen y dicen lo que dicen. Creen en una religión que es
dinámica y que se basa en la revelación continua y en el progreso eterno. Nuestra creencia no es algo
simplemente pasivo. Sería, en realidad, difícil creer en estas cosas y ser a la vez ambiguos al
respecto. Los Santos de los Últimos Días que son activos en la fe, están dedicados a su iglesia y son
muy devotos a su doctrina, no porque se consideren mejores que los demás, sino porque
sinceramente creen poseer un importante mensaje acerca de la restauración del Evangelio de
Jesucristo. Y están convencidos de que es un mensaje de felicidad y gozo que el Señor espera que
compartan con todo el mundo.
Cuando yo era presidente de misión en Toronto, Canadá, se me invitó a tomar parte en un
programa de radio muy popular. No, esta vez no fue planeado por mis misioneros; y acepté
personalmente la invitación. Después de referirnos a las similitudes entre La Iglesia de Jesucristo de
los Santos de los Últimos Días y otras agrupaciones cristianas, el locutor me preguntó: "¿En que se
diferencia su iglesia de las demás?"
"Déjeme contestarle con otra pregunta," le dije. "Si Moisés viviera en la actualidad sobre la
tierra, ¿estaría usted interesado en saber lo que podría decirle?"
"Por supuesto que sí," respondió mi interlocutor. "Todo el mundo estaría interesado en eso."
"Pues bien," dije, "ése es nuestro mensaje al mundo. Existe en la actualidad un profeta de Dios
sobre la tierra que posee la misma autoridad que tenía Moisés. Dios dirige hoy a Su Iglesia por
medio de Su profeta, tal como lo hiciera en la época de Moisés."
Por un prolongado momento el locutor permaneció en silencio. Y entonces comentó:
"Tiene usted razón. Eso es diferente."
Y en verdad, somos diferentes. Pero es una diferencia importante, principalmente porque es
verdadera—y esto es algo que usted podrá decir concerniente a lo que hemos tratado: o es
verdadero, o no lo es. O José Smith tuvo aquella extraordinaria manifestación que llamamos la
Primera Visión, o no la tuvo. O tradujo el Libro de Mormón mediante el don y el poder de Dios, o
no lo hizo. O se restauró el sacerdocio de Dios por medio de la ministración de Juan el Bautista,
Pedro, Santiago y Juan, o no se hizo. O nuestro Padre Celestial creó un maravilloso plan eterno para
Sus hijos, o no lo hizo. O los principios enumerados en los Artículos de Fe constituyen la verdad
revelada de los cielos, o no lo son. O los frutos del mormonismo son el resultado natural de la
obediencia a los mandamientos de Dios, o no lo son.
No existen muchas opciones, ¿no es así? Estas cosas acontecieron, como le he mencionado, o
nunca sucedieron. Si nunca sucedieron, significa entonces que muchos de nosotros hemos sido
engañados. Pero si en realidad acontecieron, usted reconocerá cuán importante es que ese
conocimiento se comparta con todos los seres humanos en todo el mundo. ¿Piensa usted
sinceramente que debamos conocer algo de más valor que estas cosas?
Para mí es muy importante que usted comprenda que yo sé que todo lo que he estado
declarándole es verdadero. Yo tengo un firme testimonio de que José Smith ciertamente presenció
en aquella arboleda la aparición de Dios el Padre y Su Hijo Jesucristo, quienes le hablaron en
persona, tal como lo describió en su historia. El Ángel Moroni le entregó luego al joven las planchas
de oro, las cuales no sólo contenían la historia de un antiguo pueblo que habitó sobre el continente
americano sino que también proveyó otro testamento acerca de Jesucristo.
Testifico asimismo que Juan el Bautista, aquel que bautizó a su primo Jesús en el río Jordán, se
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apareció como un ser resucitado a orillas del río Susquehanna y, poniendo sus manos sobre la cabeza
de José Smith, le confirió el Sacerdocio Aarónico. Yo sé que Pedro, Santiago y Juan—los mismos
Apóstoles que Jesús de Nazareth ordenara—se aparecieron poco tiempo después y confirieron a José
Smith el Sacerdocio de Melquisedec. Y desde ese momento en adelante, tuvo lugar la restauración
del Evangelio de Jesucristo, el cual testifico al mundo que se encuentra en La Iglesia de Jesucristo de
los Santos de los Últimos Días. El Evangelio de Jesucristo ha sido restaurado totalmente y en toda su
plenitud. De estas cosas doy testimonio solemne.
Gracias a estas simples verdades, tanto mi vida como la vida de quienes creen en ellas como yo
creo, han experimentado un cambio definitivo—hoy y para siempre. Por cuanto nosotros creemos
que José Smith fue un Profeta de Dios y que en la actualidad existen sobre la tierra un profeta y
apóstoles del Señor Jesucristo (y yo soy uno de ellos), nosotros conocemos y experimentamos la paz
y la certidumbre que se obtienen al comprender y vivir de acuerdo con el plan eterno de nuestro
Padre Celestial. Todos y cada uno de nosotros somos una parte de ese plan. Esto hace que usted y
todos nosotros seamos algo muy especial, no importa la fe que hoy tengamos. Pero cuando llegamos
a comprender la naturaleza total de nuestra relación personal con Dios y Su Hijo Jesucristo, ciertas
posibilidades se perciben mejor en tanto que se nos aclaran algunas responsabilidades determinadas.
Por eso es que tenemos tanto interés y consideramos necesario que compartamos el evangelio con
cada uno de los hijos e hijas de Dios.
El verdadero cometido, tanto para usted como para mí mismo, es exactamente lo que fue para
aquel ministro religioso que, como lo relaté anteriormente, me preguntó: "Señor Ballard, si usted
pudiera simplemente poner sobre esta mesa las Planchas de Oro de las cuales se tradujo el Libro de
Mormón para que todos pudiéramos examinarlas, sabríamos entonces que lo que nos está diciendo
es verdad."
Mi respuesta es todavía la misma; que Dios no revela Su palabra en esa manera. Pero,
afortunadamente, hay una forma en que los hijos de Dios pueden llegar a saber—y hago hincapié en
la palabra saber—por sí mismos si lo que he dicho es verdadero. No estoy hablando simplemente
acerca de creerme o aceptar mi palabra ni nada por el estilo. Me refiero a que usted puede recurrir
directamente a la fuente de toda verdad para saber definitivamente si lo que he declarado es
verdadero.
En el último capítulo del Libro de Mormón, Moroni prometió algo muy importante a quienes
algún día habrían de leer ese compendio de Sagradas Escrituras. Yo creo que la misma promesa le
corresponde también a todo aquel que procura la verdad en cualquier materia o interés:
"Y cuando recibáis estas cosas, quisiera exhortaros a que preguntéis a Dios el Eterno Padre, en
el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón sincero, con
verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad de ellas por el poder del
Espíritu Santo;
"y por el poder del Espíritu Santo podréis conocer la verdad de todas las cosas." (Moroni 10:4-
5.)
La promesa de Moroni es interesantemente similar al versículo de la Epístola de Santiago que
motivó al joven José Smith para pedirle a Dios la respuesta que le aclarara sus dudas religiosas: "Y
si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin
reproche, y le será dada." (Santiago 1:5.)
Tanto Santiago como Moroni nos exhortan a que acudamos directamente a la Fuente de la
Verdad para buscar las respuestas a nuestras preguntas. Si recurrimos al Señor con humildad y
sinceridad, El nos ayudará a discernir entre lo que es verdad y lo que no lo es. Tal como nuestro Sal-
vador prometió a Sus discípulos: "Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres." (Juan 8:32.)
Pero, ¿cómo llegaremos a saber?
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Nuevamente, el Libro de Mormón nos ofrece algunas ideas maravillosas. El profeta Alma
aconsejó sabiamente a los que buscan la verdad—incluso aquellos que sólo tengan "un deseo de
creer"—que trataran de "experimentar con [sus] palabras":
"Compararemos, pues, la palabra a una semilla. Ahora bien, si dais lugar para que sea sembrada
una semilla en vuestro corazón, he aquí, si es una semilla verdadera, o semilla buena, y no la echáis
fuera por vuestra incredulidad, resistiendo al Espíritu del Señor, he aquí, empezará a hincharse en
vuestro pecho; y al sentir esta sensación de crecimiento, empezaréis a decir dentro de vosotros: Debe
ser que ésta es una semilla buena, o que la palabra es buena, porque empieza a ensanchar mi alma;
sí, empieza a iluminar mi entendimiento; sí, empieza a ser deliciosa para mí." (Alma 32:27-28.)
Y eso es todo lo que alguien puede pedirle a usted que haga: que "experimente" con las palabras
de Cristo, que dé "lugar para que sea sembrada una semilla en [su] corazón" y sin resistir "al Espíritu
del Señor." Creo sinceramente que si usted hace estas cosas y pide en oración que nuestro Padre
Celestial le revele si son verdaderas, El se lo dirá. Esa es la promesa de Dios para usted y para todos
Sus hijos.
"He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y
cenaré con él, y él conmigo.
"Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he
sentado con el Padre en su trono." (Apocalipsis 3:20-21.)
Por favor no desaproveche esta oportunidad de recibir una revelación personal de Dios.
Considere lo que he escrito en este libro. Evalúe todo con cuidado. Compárelo con las cosas que
usted cree y con lo que desea creer. Preserve íntimamente todo lo que usted sabe que es verdad y
agregúele entonces la plenitud del Evangelio Restaurado de Jesucristo. Medite sobre lo que ha
sentido al leer estas palabras y someta todo eso a la prueba final: Pregúntele a Dios. Escuche Su
respuesta con el corazón y entonces proceda en base a sus propios sentimientos.
Si usted hace esto, tengo fe en que recibirá las respuestas que busca. Y entonces llegará a
comprender—más íntimamente, quizás, de lo que podría haberse imaginado—por qué es que sus
amigos mormones se dedican tanto a compartir lo que saben que es verdadero. Pudiendo acudir a los
millones de miembros y a las decenas de miles de misioneros en todo el mundo, usted nunca se
hallará muy alejado de alguien que contestará cualquiera de sus preguntas. Y por favor no vacile en
ponerse en contacto conmigo si puedo serle de ayuda. (Mi dirección es: 47 E. South Temple, Salt
Lake City, Utah 84150, EE.UU.) Me comprometo a hacer todo lo posible para ayudarle a conocer y
comprender más cabalmente nuestro mensaje al mundo.
Al fin y al cabo, la "comprensión" es lo que estábamos tratando de alcanzar cuando comenzamos
este libro.
Que Dios le bendiga.

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