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La nueva izquierda argentina

La cuestión del peronismo y el tema de la revolución1

María Cristina Tortti

E
Introducción
ste trabajo procurará revisar algunos de los términos en base a los cuales sue-
len enfocarse los estudios sobre el movimiento de protesta social y radicaliza-
ción política desarrollado en Argentina durante los años sesenta y setenta, en
el contexto de insurgencia vigente en diversos países latinoamericanos.
En primer lugar, se expondrá un punto de vista sobre la emergencia, desarrollo y
derrota de la nueva izquierda argentina y se revisarán algunos de los conceptos utili-
zados en el campo de las disciplinas socio-históricas para dar cuenta de ese tramo de
la historia reciente. Luego, se llamará la atención sobre el influjo que, en dicho cam-
po, ejerce cierta línea de estudios sobre la memoria. Finalmente, y de manera muy
provisional, se intentará mostrar que, siendo múltiples los factores que contribuyen a
su explicación, la nueva izquierda argentina no puede ser entendida si no se toma en
cuenta que ella incluyó como uno de sus ingredientes principales el fenómeno de la
radicalización del populismo.

La nueva izquierda argentina


Desde la perspectiva que aquí se adopta, en Argentina, el ciclo de movilización so-
cial y política se abrió con la caída del gobierno del general Perón en 1955, encontró
su pico a fines de los años sesenta, y se cerró dramáticamente en 1976 cuando, con
inusitada violencia, la última dictadura militar acabó no sólo con cualquier forma de
movilización sino también con todo vestigio de democracia y hasta con la vida y la
libertad de miles de personas.
A lo largo de esos veinte años, la proscripción del peronismo y la alternancia en
el poder de regímenes militares y gobiernos civiles débiles, dieron por resultado una
creciente deslegitimación del estado y sus instituciones. Dicha situación de prolon-
gada inestabilidad política fue leída como manifestación de un “empate hegemónico”
(Portantiero, 1977) en el seno de unas clases propietarias incapaces de acordar un
camino que permitiera resolver dos acuciantes cuestiones (Altamirano, 2001a): sacar
a la economía del estancamiento en el que había derivado el modelo sustitutivo, y la
resolución del problema del peronismo –es decir, el de la adhesión de los trabajadores
a ese movimiento.

1 Una primera versión de este trabajo fue presentada en I Seminario Historia Social Brasil-Argentina,
FCRB, Río de Janeiro, 19 y 20 de agosto de 2013.
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Las diversas fórmulas intentadas, y sus respectivos fracasos, además de alimen-


tar la crónica inestabilidad política y económica, expusieron a la luz pública no sólo
los vicios del sistema político, sino también su debilidad frente al poder militar (O’
Donnell, 1972; Cavarozzi, 1977). En ese contexto de pérdida de credibilidad de las
instituciones, la sociedad se fue volviendo más desafiante en sus demandas y más
osada en sus métodos.
Pero el ciclo de movilización social y política argentino, no queda explicado por
la simple acumulación de actos de protesta: para mejor comprenderlo es necesario
incluir la incidencia del proceso de modernización cultural vivido por los sectores
medios e intelectuales, y su rápida articulación en el plano político con las ideas
revolucionarias de la época (Terán, 1991).
Desde fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, tanto en las iz-
quierdas como en otras tradiciones político-culturales, la conjunción entre las “nue-
vas ideas” –prestigiadas por la Revolución Cubana– y el impacto producido por la
combatividad de los trabajadores (James, 1990; Salas, 2006), generaría intensos y
prolongados debates internos acerca de los propios presupuestos teóricos y políticos.
Con frecuencia esos debates derivaron en fuertes cuestionamientos a las dirigencias,
y en muchos casos, en la fractura de los partidos y el nacimiento de nuevas organi-
zaciones. Motorizados por las franjas más jóvenes de la militancia, esos procesos
fueron el punto de partida de una renovación de las elites políticas, renovación cuyos
efectos se volverían plenamente visibles hacia finales de la década del sesenta.
En una primera aproximación es posible identificar las principales líneas de re-
orientación política. La primera condujo a la revisión del fenómeno peronista: quie-
nes hasta hacía muy poco lo habían considerado una mera forma de totalitarismo,
comenzaron a pensarlo en términos de movimiento nacional-popular ó movimiento
de liberación nacional, y a atribuirle potencialidades revolucionarias; la segunda cris-
talizó en el profundo desencanto con las perspectivas evolucionistas y con las estra-
tegias parlamentarias y/ó reformistas sostenidas por los partidos tradicionales de la
izquierda; la tercera novedad provino del mismo peronismo, más precisamente de su
ala combativa y de los sectores que comenzaron a pensar que, en la nueva coyuntura,
la realización de sus históricas banderas antiimperialistas y de justicia social reque-
rían ser actualizadas desde una perspectiva de izquierda y socializante;2 finalmente,
no puede dejar de computarse la importancia del creciente vuelco a la vida política
–generalmente a través del peronismo– de importantes sectores católicos –laicos y
sacerdotes– a partir del viraje impulsado por el Concilio Vaticano II y por las nuevas
líneas del pensamiento católico latinoamericano –en especial, la Teología de la Libe-
ración (Touris, 2008; Zanca, 2006).

2 John W. Cooke fue el mayor representante de dicha reelaboración teórico-política (Cooke, 2011).
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La confluencia entre estos procesos de renovación y el creciente descontento so-


cial fue generando un movimiento de oposición social y política que terminaría con-
duciendo a la sociedad argentina a una inédita situación de contestación generalizada.
Tomando en cuenta estas consideraciones, y desde la perspectiva que aquí se adopta,
el concepto de nueva izquierda nombra al conjunto de fuerzas sociales y políticas
que, a lo largo de dos décadas, protagonizó un ciclo de movilización y radicalización
que incluyó desde el estallido social espontáneo y la revuelta cultural hasta el accio-
nar guerrillero, y desde la eclosión de movimientos urbanos de tipo insurreccional al
surgimiento de direcciones clasistas en el movimiento obrero (Tortti, 1999).3
Aunque de composición heterogénea y carente de una dirección política unifi-
cada, dicho movimiento logró cierta unidad en los hechos a partir de un lenguaje y
un estilo políticos compartidos. Pese a provenir de muy diversas tradiciones políticas
y culturales –la izquierda, el peronismo, el nacionalismo, el mundo católico– todos
coincidían en la oposición al viciado régimen político y al orden social por él soste-
nido, por lo cual fueron percibidos –y se percibieron a sí mismos– como partes de
una misma trama, la del “campo del pueblo y la revolución”. A la vez, entre ellos
y en buena parte de la sociedad, se fue expandiendo la idea de que el recurso a la
violencia, además de volverse legítimo ante gobiernos ilegítimos, constituía el único
camino rápido y efectivo para la transformación no sólo política sino también social.
Se gestó así un inédito movimiento de oposición que, por su magnitud, llegaría a
trastocar los términos y las formas tradicionales de la política argentina, y se volvería
particularmente amenazante a partir de la eclosión de la protesta social en 1969 y del
crecimiento de la guerrilla durante los años setenta. En tal sentido, el concepto de
nueva izquierda puede funcionar como puerta de entrada a ese multifacético mundo
socio-cultural-político, llamando la atención sobre ese verdadero espíritu de escisión
que involucró a buena parte de la sociedad argentina de aquellos años –aunque cada
uno de sus actores y etapas reclamen estudios más detallados y específicos.

Nueva izquierda, historia y memoria


El atractivo y también la dificultad que este campo de estudios presenta, radica en
que los actores, discursos y acontecimientos involucrados fueron parte de una época
durante la cual el tiempo pareció acelerarse, y los límites entre lo social y lo político
se volvieron especialmente difusos. Pero además, porque debe afrontar el particular

3 Otros autores prefieren utilizar el concepto de “izquierda revolucionaria” para referirse exclusivamen-
te a las organizaciones que practicaron la lucha armada (Ollier, 1986; Calveiro, 2006; Vezzetti, 2009).
En cambio, la definición de nueva izquierda que aquí se propone incluye en el movimiento contesta-
tario a las expresiones de la protesta social, los proyectos contrahegemónicos en el campo cultura y
también a las organizaciones políticas revolucionarias –tanto las que adoptaron el método de la lucha
armada como las que no lo hicieron.
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desafío planteado por la cercanía/ lejanía de procesos cuyo fortísimo impacto político
está lejos de haberse extinguido y de ser pasado, en tanto se trata de episodios cuyos
efectos perduran en la vida social y política y en los debates relativos a la construc-
ción de la memoria.
En tal sentido, la búsqueda de explicaciones está siempre ante el riesgo de un
exceso de empatía con los protagonistas –sus ideas, ideales y proyectos– o ante un
déficit de comprensión respecto de las condiciones históricas en las que actuaron. Por
otra parte, dado que el investigador no puede eludir el conocimiento del curso segui-
do por los acontecimientos, es grande la tentación de ver en cada hecho el anuncio
del trágico final. Para evitarlo, resultan muy adecuadas las indicaciones de Pierre Ro-
sanvallon (2002), quien ha advertido sobre la necesidad de captar la historia cuando
ésta aún es “posibilidad”, es decir cuando diversos cursos de acción aún son posibles.
Y también las palabras de Juan Carlos Torre (Pastoriza, 2011) respecto de que una
buena historia política debe poder restituir en el relato del pasado “la incertidumbre
del futuro”, aunque el autor ya conozca el final.
En este caso, se trataría de captar la experiencia y la racionalidad de quienes,
envueltos en los dilemas de su época, optaron por resolverlos provocando rupturas
e intentando torcer la historia. Pero en tal caso, ha de tenerse en cuenta que si de esa
manera se evita caer en un simple contextualismo, introducir elementos que hacen a
las opciones y decisiones de los protagonistas obliga a registrar errores y a no disi-
mular responsabilidades.
El conocimiento y la distancia con una historia que ya fue pueden volver visi-
bles aspectos entonces inadvertidos –o minimizados– por los actores, ponderar de
otra manera la importancia de algunos acontecimientos espectaculares –como el alza-
miento producido en la ciudad de Córdoba en 1969– y también mostrar el callejón sin
salida al que condujeron ciertas opciones políticas. Pero esto implica la necesidad –el
desafío– de alejarse tanto del espíritu apologético como de la cerrada condena, y so-
bre todo, resistirse a la tentación de proyectar sobre aquel mundo alternativas que hoy
son apreciadas pero que no formaban parte de aquel pasado. Y a la inversa, resistirse
también a la tentación de sustituir el análisis por la voz de los actores, justificando sus
acciones a partir de los objetivos por ellos invocados.
En tal sentido, cuando se revisa la producción de los últimos años en el campo
de la historia reciente en Argentina se advierte la fuerte presencia adquirida por los
estudios sobre la última dictadura militar y sobre las condiciones que hicieron posi-
ble el desencadenamiento de semejante violencia represiva sobre la sociedad. Con
frecuencia, desde allí se disparan reflexiones sobre de la responsabilidad que cabría
asignar a los grupos de la nueva izquierda en la gestación del clima de violencia po-
lítica que precedió a la última dictadura, y se derivan disputas acerca de los objetivos
que deberían guiar la construcción una memoria social capaz de evitar la repetición
de tales sucesos.
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Al respecto, la difundida opinión acerca de que la lucha armada habría sido el


elemento que provocó –o al menos precipitó– los golpes de estado en el Cono Sur,
debería ser revisada a la luz de las respectivas historias políticas. Si se avanzara
por ese camino, la consideración de episodios tales como el temprano desencadena-
miento del golpe de estado en Brasil en 1964 –ó en Argentina en 1966– ó la brutal
interrupción de la transición institucional al socialismo en el Chile de 1973, llevaría
a matizar esas afirmaciones (Nercesián, 2013).
Como bien ha señalado Enzo Traverso (2011), en el campo de los estudios sobre
Historia Reciente y Memoria, la difundida imagen –ligada al Holocausto– de la vio-
lencia como “irrupción del Mal” suele expandirse a otros campos, por ejemplo el del
estudio de los “movimientos insurgentes” y las “revoluciones fracasadas”, dificultan-
do así su explicación . Sobre todo cuando se acude a categorías tales como “violencia
irracional”, “esperanza escatológica” u otras similares, que suelen derivar hacia la
acentuación de la dimensión psicológica de los fenómenos, obturando en muchos
casos la posibilidad de indagar en las condiciones históricas que hicieron posible la
violencia política.

Sin menoscabo de la importancia de la discusión ético-política sobre la legiti-


midad ó ilegitinidad de la violencia política ni sobre la responsabilidad que cabe a
los protagonistas, interesa señalar algunos de los efectos que la inevitable impronta
político-normativa derivada de ciertos estudios sobre la memoria produce en el plano
de los trabajos socio-históricos. En el caso argentino, ello ocurre de manera notoria,
cuando las posiciones ú opiniones adoptadas en esos debates pasan a operar como
organizadores de la selección de los datos y como punto de partida y norte del aná-
lisis de los procesos de activación social y política que aquí se evocan. Suele ocurrir
entonces que tanto en las miradas condenatorias como en las celebratorias se tienda a
concentrar la atención en uno solo de los tramos de esa historia –el que se abrió con
el ya mencionado Cordobazo en 1969– y en uno solo de los actores –los “partidos ar-
mados”. Este doble recorte no puede sino llevar a la simplificación del complejo en-
cadenamiento de conflictos que desde la caída del peronismo había ido envolviendo a
la sociedad argentina, y a la invisibilización de buena parte de los actores –políticos,
sindicales, intelectuales, religiosos– que dieron densidad al movimiento de oposición
del cual las organizaciones armadas fueron, sin duda, la parte más osada.
Toda vez que la escena aparece exclusivamente dominada por el enfrentamiento
entre las organizaciones guerrilleras y las Fuerzas Armadas, detrás de ella la sociedad
y sus conflictos parecen esfumarse. Al dejar ocultas la profundidad y la extensión del
movimiento de protesta, se favorecen las explicaciones que sólo toman en cuenta el
influjo ejercido sobre ciertos sectores juveniles por las ideas revolucionarias: captu-
rados por una visión romántica y redentora del papel de la violencia, ellos habrían
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transmutado la lógica de la política por la de la guerra mediante el accionar de sus


organizaciones político-militares.
Sin negar la importancia de dichas ideas, ni el papel que les cupo a las orga-
nizaciones guerrilleras en el desencadenamiento de la violencia política, es preciso
interrogarse sobre las razones por las cuales una parte de esa generación convirtió a
aquellas ideas en ideales, y por qué dentro del vasto y multifacético movimiento con-
testatario, fueron los partidos armados los que crecieron más rápidamente – incluso
logrando cierta simpatía de la población, al menos en sus tramos iniciales. Formulada
en palabras de Alejandro Kaufman (1996), la pregunta clave debería apuntar a de-
velar por qué, en la sociedad argentina de entonces, pudo formarse una “masa gue-
rrera”. En la búsqueda de respuestas, y para no caer en una suerte de determinismo
ideológico, no sólo será necesario tomar en cuenta la eficacia de las ideas, sino sobre
todo comprender el horizonte de expectativas de aquella generación y el tenor de las
experiencias políticas que precedieron a su decisión de tomar las armas.
Para ello es crucial reponer la complejidad del escenario en el que dicha gene-
ración actuó, tomando nota del conjunto de condiciones que generaron un malestar
tan extendido en la sociedad. También será necesario analizar la inflexión revolucio-
naria que fueron adquiriendo ciertos discursos así como la creciente radicalidad de
las prácticas sindicales, políticas, estudiantiles e incluso artísticas y profesionales
(Longoni y Metsman, 2000; Chama, 1999 y 2010), y la progresiva aceptación del re-
curso a la violencia para la resolución de los conflictos. En este marco es inevitable la
pregunta acerca del escaso apego que importantes sectores de la sociedad mostraron
hacia las instituciones y métodos de la democracia “formal”. En tal sentido, no puede
obviarse el dato de la creciente deslegitimación del poder estatal, proceso puesto en
marcha en 1955 con el derrocamiento del peronismo –mucho antes del auge de la lu-
cha armada– y proyectado a la década siguiente mediante el viciado funcionamiento
de un sistema político proscriptivo y sometido al poder militar (O’Donnell, 1972).4
En semejante cuadro de situación, el desprestigio alcanzó también a las dirigencias
sociales y políticas establecidas, aún las de origen popular o de izquierda, que re-
sultaron cuestionadas por su falta de voluntad o capacidad para torcer ese rumbo.
Reponer la complejidad implica, además, un trabajo de especificación que dé cuenta
de las modalidades que la dinámica del malestar fue adquiriendo en cada uno de los
sectores involucrados, y las etapas que atravesó.

4 Según este autor, la regla que regía el funcionamiento del sistema político era la que prescribía que el
peronismo no podía participar en elecciones, y que si lo hacía, no podía ganar. Esta viciada dinámica
fue caracterizada por O’Donnell con la figura del “juego imposible”, juego del cual los militares eran
los principales custodios.
La nueva izquierda argentina 21

Nueva izquierda y populismo


Una mirada, aunque sea ligera, sobre la primera etapa –entre la caída del peronismo
y los primeros sesenta– permite apreciar el comienzo de ciertos procesos que, pocos
años después, trastocarían las tradicionales oposiciones de la política argentina. Una
incipiente aunque sostenida tendencia a girar a la izquierda, y una no menos marcada
búsqueda de acercamiento al peronismo por parte de sectores antes refractarios a su
presencia, conducirían a las nuevas camadas dirigentes a experimentar con novedo-
sas fórmulas políticas. Es que por entonces, los trabajadores no sólo mostraban que
estaban dispuestos a defender con energía sus intereses, sino que además lo hacían
reivindicando al peronismo como su identidad política. Frente a ello, la joven mili-
tancia de izquierda no tardó en advertir que sus expectativas de un rápido regreso de
los trabajadores a sus “partidos de clase” descansaban sobre un error; y que seguir
pensando que la adhesión obrera al peronismo era simple y pasajera consecuencia
de la demagogia desarrollada por Perón desde el estado, sólo conduciría a nuevos
fracasos.
Así, de manera casi natural, ese malestar se convirtió en crítica a los Partidos
Socialista y Comunista (PS y PC), los cuales aunque tenían escaso peso en los ám-
bitos político-institucionales, gozaban de considerable prestigio en las capas medias
e intelectuales.
A la vez, según ha mostrado Oscar Terán (1991), en los círculos de la intelec-
tualidad crítica, la búsqueda del compromiso iba acompañada por un sentimiento de
“autoculpabilización” por su histórico distanciamiento respecto de los sectores popu-
lares, en particular del peronismo –a cuyo gobierno se habían opuesto.
De esa manera, la nueva generación ingresaba en lo que Carlos Altamirano
(2001b) denominó “situación revisionista” respecto del peronismo: en la mayor parte
de los casos, esos tempranos procesos incluyeron nuevas lecturas del “fenómeno pe-
ronista” e intentos de acercamiento a los trabajadores y a su proscripto movimiento,
tanto en el nivel sindical como en el político.
La resistencia a abrir el debate hizo que las cúpulas dirigentes de ambos par-
tidos sufrieran primero el embate crítico, y luego el alejamiento de sus sectores ju-
veniles. Embarcados en un profundo proceso de revisión, dichos sectores no sólo
re-examinaron los términos con los cuales la izquierda había definido al peronismo
–“manipulación”, “demagogia”, “totalitarismo”– sino que además sometieron a exa-
men la trayectoria misma de los partidos, haciendo eje en la “incapacidad” de las
dirigencias para ligarse con el movimiento popular y en la esterilidad de sus estrate-
gias “reformistas”. La otra cara de este proceso estaba constituida por la convicción
de que la historia les estaba brindando una nueva oportunidad para reconquistar a la
masa trabajadora, a la que consideraban políticamente “disponible” para una política
de izquierda luego de la caída de Perón.
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En casi todos los casos, esos procesos llevaron a la ruptura de los partidos, y a la
creación de nuevas organizaciones. Uno de los primeros grupos de esa nueva izquier-
da, nacido de la entrañas mismas del más tradicional y antiperonista de los partidos
de la izquierda argentina, el Partido Socialista Argentino de Vanguardia, expuso de
manera muy gráfica la nueva orientación cuando, en su congreso inaugural, proclamó
que el nuevo partido no se resignaba “a permanecer marginado de la realidad de las
masas que se expresan en el peronismo”. A partir de entonces se lanzó a la tarea de
construir una nueva fuerza política en la cual la fusión entre el peronismo combativo
y la izquierda renovada, funcionara como dirección del Frente de Liberación Nacio-
nal (Tortti, 2008).5
En este marco de búsquedas, la Revolución Cubana brindaba un nuevo hori-
zonte para las expectativas de cambio rápido y radical, a la vez que derribaba ciertas
certezas relativas a las “etapas” y “vías” de la revolución, tal y como las expresaba el
Partido Comunista.6 Precisamente en este partido, el más importante de la izquierda
argentina de entonces, se produjo un sostenido proceso de desgranamiento que invo-
lucró, sobre todo, a la militancia joven y ligada al campo cultural y universitario. A
la manera de una verdadera migración, esos grupos, además de nutrir a las nuevas
organizaciones, encararon un proceso de revisión y renovación teórico-política de los
supuestos de la izquierda tradicional.7
Sin abandonar la perspectiva que vinculaba clase obrera y socialismo, estos
nuevos grupos se esforzaron por desentrañar las razones por las cuales los traba-
jadores argentinos –y los de algunos otros países dependientes– habían adherido a

5 El Partido Socialista, tenaz opositor del régimen peronista, apoyó el golpe militar que lo derrocó
en 1955, y se asoció a sus políticas de “desperonización”, tanto en el ámbito político como en el
universitario y en el sindical. Este compromiso del PS con la “Revolución Libertadora”, generó un
movimiento renovador liderado por la fracción de izquierda, predominantemente juvenil. La conflicti-
va situación interna provocó, a partir de 1958, una serie de divisiones que culminarían en 1961con la
emergencia del Partido Socialista Argentino de Vanguardia –orientado hacia el peronismo y profunda-
mente influenciado por la Revolución Cubana. Los “vanguardistas” se expresaron durante 1960-1961,
a través de las revistas Situación y Che.
6 El PC sostenía que, en los países dependientes, la revolución debía atravesar “necesariamente” dos
etapas –“nacional democrática” y “socialista”– tal como lo había establecido en su momento la III In-
ternacional. Para la realización de la primera sería necesario construir un “frente” en el cual deberían
estar representados los sectores “progresistas” de la burguesía nacional. Este tema, como el relativo a
las “vías” de la revolución, cobró centralidad a partir sobre todo del triunfo de la Revolución Cubana.
Y casi inmediatamente se vería potenciado a raíz del conflicto chino-soviético (Tortti, 2000).
7 Entre los grupos que se desprendieron del PC en esta etapa pueden mencionarse a los que editaron las
revistas Pasado y Presente (1963-1965- Primera época) o La Rosa Blindada (1964-1966), y a quienes
dieron origen a pequeños y efímeros partidos políticos, como es el caso de Vanguardia Revolucionaria
(González Canosa, 2012).
La nueva izquierda argentina 23

movimientos “populistas” ó “nacional-populares”,8 y no a los de la izquierda. En


tal sentido, más allá de la fácil crítica a los “fracasados” dirigentes de la “izquierda
liberal”, el fenómeno del peronismo comenzó a ser pensado como una fase ó etapa en
la consolidación y unificación –corporativa y política– de la clase obrera. De manera
coherente, la identificación de los trabajadores con el peronismo dejó de ser pensada
como un desvío en la conciencia obrera para ser conceptualizada en términos de una
“identidad transitoria”, llamada a ser revolucionada ó superada en la nueva etapa. Tal
punto de vista se apoyaba en la certeza de que las nuevas circunstancias históricas
brindaban un marco de posibilidad a ese objetivo, por cuanto ya no existían condicio-
nes para la satisfacción de los intereses obreros dentro de una “alianza populista”, tal
como había ocurrido en 1945.9
En el clima propio de principios de los sesenta, este nuevo mundo de ideas y
el prestigio alcanzado por la Cuba revolucionaria, abrieron flancos también en am-
bientes antes inmunes a las ideas de izquierda: tal el caso del mundo católico y el
del mismo peronismo. En este último, hacia los años 1959-1960, ya era reconocible
la existencia de una incipiente izquierda peronista,10 mientras que en el primero co-
menzaban a asomar los signos de una politización que, por lo general, se procesaría
a través del peronismo –proceso facilitado por la afinidad con un discurso político
que apelaba al “pueblo”, y no a la “clase” (Donatello, 2005; Morello, 2007). En todos
ellos, y pese a los matices, puede advertirse la convicción de que la articulación entre
socialismo y peronismo no solo era deseable sino también posible, como consecuen-
cia del despliegue de las potencialidades atribuidas al movimiento nacional-popular,
reinterpretado en clave revolucionaria.
Sin embargo, en esta primera etapa, la admiración por Cuba no se tradujo en la
importación del modelo guerrillerista, sino más bien en la construcción de otro que,
sin excluir la eventualidad de la vía armada, tomaba en cuenta las características del
país –industrializado y con un fuerte y politizado movimiento obrero. En tal sentido,
durante la primera parte de los sesenta, las estrategias impulsadas por estos grupos
propiciaban la utilización de los mecanismos institucionales –por ejemplo, los electo-
rales– en tanto permitían una extensa participación popular dentro de una perspectiva
de corte insurreccional. Por tal razón, particularmente durante el gobierno del doc-
tor Arturo Frondizi, la mayor parte de los pequeños partidos de la nueva izquierda
optaron por acompañar la lucha sindical y política del peronismo, en particular las

8 Una acabada formulación de esta perspectiva, en Murmis y Portantiero, 1971.


9 Esta temática fue abundantemente tratada por Pasado y Presente, particularmente en los artículos
firmados por Juan Carlos Portantiero y José Aricó.
10 La “izquierda peronista” reunía a un sector de la dirigencia sindical y políticos combativa y enfrentada
con las corrientes a las que consideraban “burocratizadas” y conciliadoras con el “sistema”. Mantenía
buenas relaciones con los grupos de izquierda y simpatizaba con la Revolución Cubana. Su figura
intelectual más prominente fue John W. Cooke (Bozza, 2001).
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libradas por recuperar su habilitación electoral. Las expectativas se centraban en que


el peronismo produjera un alzamiento de tipo insurreccional, como reacción ante su
proscripción electoral ó, también, como prolongación de un movimiento huelguísti-
co.11
Esto fue así hasta que el desarrollo de los acontecimientos mostró que el espe-
rado alzamiento se demoraba, o peor aún, que no se produciría. La decepción fue
producto de los episodios de marzo de 1962, cuando un candidato peronista que había
sido autorizado a participar en las elecciones de la provincia de Buenos Aires, vio
anulado su triunfo: pese al agravio sufrido, el peronismo no produjo ninguna masiva
reacción de protesta.12
Entonces, una parte de la nueva izquierda –incluidos algunos grupos peronis-
tas–comenzó a explorar nuevos caminos que le permitieran quebrar la resistencia del
“sistema” y arrancar de la “pasividad” a una clase obrera que seguía conducida por
dirigentes a los que consideraba “burocratizados”. A partir de entonces, comenzaron
a tomar cuerpo otros debates, y los afanes por construir una fuerza política de masas
con el peronismo fue cediendo su lugar a los planteos que destacaban la imperiosa
necesidad de constituir una nueva dirección –una “vanguardia”–para el movimiento
popular,13 y en algunos casos, la de prepararse para la lucha armada. Sin embargo,
en este período no fueron más allá de ciertos preparativos, por lo general frustrados.
El más notable de ellos, la instalación de un foco rural en Salta, en realidad había
sido organizado por Ernesto Guevara, desde Cuba; si bien el Ejército Guerrillero del
Pueblo contó con el apoyo de algunos grupos escindidos del Partido Comunista, más
bien despertó críticas por haber sido un intento de “sustitución” del trabajo político
por la acción militar de un grupo de vanguardia –al que sin embargo consideraron
constituido por “compañeros equivocados”.14

11 El presidente Arturo Frondizi fue elegido presidente en 1958 en elecciones en las cuales el peronis-
mo estaba proscripto. Sin embargo fue votado por el peronismo, en virtud de un pacto secretamente
celebrado con Perón. Por esta razón, Frondizi fue sistemáticamente sometido a presiones por parte de
las Fuerzas Armadas. Al mismo tiempo era hostigado por el peronismo, que se consideraba “traicio-
nado” por las características de su política económica y sindical y por no haber reestablecida su plena
legalidad. Sin embargo, en 1962, un candidato peronista fue autorizado a presentarse a elecciones en
la provincia de Buenos Aires: a raíz del triunfo de ese candidato, las Fuerzas Armadas desplazaron a
Frondizi. Pese a la denegación de su triunfo, el peronismo no produjo ninguna masiva reacción.
12 En la ocasión, las Fuerzas Armadas obligaron al presidente Frondizi a anular las elecciones, y luego
lo obligaron a renunciar.
13 Algunos de los sectores que consideraban que la tarea principal debía desarrollarse en la clase obrera,
apostaban a la construcción de una alternativa política “independiente” del populismo, tal el caso de
Vanguardia Comunista.
14 El Ejército Guerrillero del Pueblo se instaló en la provincia de Salta en 1963, conducido por Jorge
Ricardo Masetti, y era parte de los planes de Ernesto Guevara para el Cono Sur. Fue desbaratado a
principios de 1964. Vanguardia Revolucionaria y el grupo que editaba Pasado y Presente se contaron
La nueva izquierda argentina 25

En el contexto de los mencionados debates, muchos comenzaron a considerar


definitivamente agotados los esfuerzos por inclinar al peronismo hacia la izquierda
y volvieron a pensarlo en términos de populismo, es decir como movimiento poli-
clasista que encerraba a la conciencia y el accionar obreros dentro de los límites de
la “ideología burguesa”. Mientras éstos sostenían que el esfuerzo debía dirigirse a
la construcción de un verdadero partido de clase, otros seguían pensando que la
izquierda debía perseverar en el acompañamiento al peronismo sin pretender que los
trabajadores adoptaran objetivos que, de momento, no sentía como propios. Y agre-
gaban que, la adopción de posturas “abstractamente clasistas” significaba retroceder
a las criticadas posiciones de la izquierda “liberal”: por este camino, una parte de la
nueva izquierda terminaría por decidir su incorporación al peronismo.
A modo de síntesis, podrían mencionarse los principales puntos de ruptura pro-
ducidos por la nueva izquierda en este período Por un lado cabe señalar que la crisis
ideológica de quienes provenían de la izquierda tradicional desembocó en un distan-
ciamiento respecto de la tradición liberal-democrática, y en el acercamiento a los te-
mas del nacionalismo popular –y, en algunos casos, a la cuestión de la lucha armada.
Por otra parte que el desarrollo y consolidación de las tendencias arriba mencionadas
contribuyó a la reconfiguración del mapa político de la izquierda, y al opacamiento
de sus históricos partidos Socialista y Comunista.
Del lado del peronismo, la novedad provino de la emergencia de un sector que,
aún permaneciendo dentro de su movimiento, adoptó posiciones de tipo socializante.
Si bien en esta etapa dicho sector ocupó un lugar minoritario, en el tramo siguiente
su posición resultaría fortalecida. Colaboraron para ello tanto el resurgir de corrientes
sindicales combativas como el importante flujo de grupos católicos que ingresaban a
la política incorporándose al peronismo, como también por el aporte de sectores de
izquierda que decidirían adoptar la identidad peronista.15

Nueva izquierda y revolución


Cuando en 1966 un nuevo gobierno militar, el de la Revolución Argentina, suprimió
toda forma de expresión y representación –aún la del defectuoso ciclo anterior– los
grupos opositores crecieron al encontrar un renovado punto de unidad en la oposi-
ción a la dictadura. Por su parte, la hostilidad del nuevo régimen hacia el mundo de
la cultura y los reflejos conservadores y antimodernos de sus funcionarios ampliaron
los círculos del descontento y lograron que el orden que defendían fuera percibido

entre quienes brindaron apoyo logístico a la experiencia guerrillera. En cambio desde otros ámbitos
de la nueva izquierda, por ejemplo en el Partido Socialista Argentino de Vanguardia y en Vanguardia
Comunista, surgieron críticas al “guerrillerismo”, tal como puede leerse en los periódicos Socialismo
de Vanguardia y No Transar.
15 Tal el caso, pero no el único, de las guevaristas Fuerzas Armadas Revolucionarias (González Canosa
en este mismo volumen).
26 La nueva izquierda argentina

no sólo como injusto, sino también como anacrónico. A partir de entonces, discursos
que habían sido patrimonio de los pequeños grupos de la nueva izquierda comenza-
ron a circular de manera más amplia, proporcionando un nuevo horizonte político
a la protesta popular. Y en 1969, uno de los acontecimientos más espectaculares, el
Cordobazo, abrió las compuertas a una movilización que, para alarma de las Fuerzas
Armadas y los sectores dominantes, se extendió por todo el país a lo largo de cuatro
o cinco años en una sucesión de insurrecciones urbanas, huelgas obreras e intensa
agitación universitaria.
La situación se volvió particularmente amenazante cuando, en medio del auge
de la protesta, en el mundo obrero surgieron conducciones clasistas que lograban
disputar posiciones a la burocratizada dirigencia sindical peronista.16 Sumado a esto,
ya comenzaba a hacerse sentir la presencia de las organizaciones político-militares y
su desafío a la capacidad del estado para monopolizar el uso de la violencia.17
A esta altura, a los cambios que ya se habían producido en la izquierda, se suma-
ban ahora los que provenían de la crisis de otra importante familia ideológica, la del
mundo católico. Allí, grupos ligados al movimiento post–conciliar y al progresismo
católico latinoamericano, habían introducido ideas y prácticas que alteraron su ima-
ginario tradicional y produjeron el impactante vuelco de muchos de sus jóvenes hacia
la acción política, generalmente a través de su incorporación al peronismo. A un año
del Cordobazo, la organización Montoneros –nacida de ese mundo–hacía su presen-
tación mediante un hecho espectacular: el asesinato del General Pedro E. Aramburu,
símbolo del golpe de estado que derribó a Perón en 1955 y de la represión que le
siguió. Además del enorme impacto político producido por ese hecho, el ingreso
de estos nuevos contingentes juveniles de clase media, y radicalizados, generó una
importante complejización social y política del peronismo y ahondó la contradicción
entre izquierda y derecha en su interior. Al compás del clima de época, el mismo
Perón se vio impulsado a remozar su discurso en términos de “socialismo nacional”,
y a alentar a los grupos armados que lo reconocían como líder y clamaban por el fin
de su exilio (Gillespie, 1987).

16 Las direcciones clasistas se desarrollaron sobre todo en el interior del país, particularmente en la
ciudad de Córdoba. Dentro de ellas pueden incluirse tanto las corrientes lideradas por Agustín Tosco,
René Salamanca ó Atilio López, como a los radicalizados sindicatos de la empresa Fiat. Sin embargo
no debe perderse de vista que la tradicional dirigencia sindical peronista logró mantener el control de
la mayor parte del movimiento obrero.
17 Hacia 1969 existían organizaciones político-militares tales como las Fuerzas Armadas Peronistas y las
Fuerzas Armadas de Liberación. En 1970 harían su presentación las mayores organizaciones armadas:
el izquierdista Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-
ERP), los católicos (y peronistas) Montoneros, y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) –que
luego se fusionarían con Montoneros.
La nueva izquierda argentina 27

Sin embargo, al mismo tiempo que esto ocurría, desde otras tradiciones políti-
cas se hacían aportes al campo de la nueva izquierda. Uno de los más notorios fue
el caso del Partido Revolucionario de los Trabajadores: con orígenes vinculados al
trotskismo, y con significativo arraigo en el interior del país, decidió lanzar su Ejér-
cito Revolucionario del Pueblo como parte de su estrategia de “guerra popular y
prolongada” (Carnovale, 2011). Por otra parte, el Partido Comunista Revolucionario,
surgido de la fractura del Partido Comunista, desplegaba intensa actividad en los
ambientes universitarios y también sindicales –particularmente dentro del combativo
movimiento obrero cordobés.
Si bien todas las organizaciones de la nueva izquierda –armadas y no armadas–
se sentían hermanadas en la lucha contra la dictadura y por la “liberación nacional y
social”, mantenían algunas apreciables diferencias políticas –ya presentes en la etapa
anterior. Una de ellas era la referida al papel atribuible a Perón y al peronismo en el
proceso revolucionario: mientras para algunas el primero tenía la talla de un líder
revolucionario del Tercer Mundo, otros –como Vanguardia Comunista, el Partido
Comunista Revolucionario ó el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército
Revolucionario del Pueblo, se mantenían críticos respecto de su papel pues lo consi-
deraban un “líder burgués”. Pero además de ese tema –que dividía aguas– el campo
de la nueva izquierda estaba cruzado por otra discusión igualmente importante: la
que colocaba de un lado a quienes optaban por trabajar en el seno de la clase obrera
–para generar desde allí una alternativa política independiente–y aquéllos que daban
prioridad a la lucha armada.18

En 1971, después de un segundo episodio insurreccional en Córdoba, y en me-


dio de una situación de contestación generalizada,19 el gobierno del general Alejan-
dro A. Lanusse diseñó una audaz estrategia para detener el crecimiento de la nueva
izquierda, reencausar al movimiento de protesta y recomponer la autoridad estatal.
A través del llamado a un Gran Acuerdo Nacional (GAN), proponía legalizar al pe-
ronismo y convocar, por primera vez desde 1955, a elecciones libres. De ese modo,
esperaba frenar la confluencia entre protesta social y política radical, en particular la
espectacular expansión de la Tendencia Revolucionaria y de Montoneros dentro del
peronismo.
Si bien inicialmente, el conjunto de las organizaciones de la nueva izquierda
–armadas y no armadas, peronistas y no peronistas– repudió la iniciativa guberna-
mental considerándola una “trampa” destinada a desviar al pueblo de los “objetivos

18 Entre quienes optaron por dirigirse a la clase obrera: Vanguardia Comunista (Celentano en este mismo
volumen) y el Partido Comunista Revolucionario –derivados, respectivamente, de las rupturas del PS
y del PC– y el llamado Peronismo de Base.
19 La situación fue calificada como de “crisis de hegemonía” ó “crisis de dominación social” (Portantie-
ro, 1977; O’ Donnell, 1982).
28 La nueva izquierda argentina

revolucionarios”, la estrategia del GAN se mostró exitosa cuando el mismo Perón


dejó en claro que apoyaba el llamado a elecciones y que su partido participaría en
ellas. Entonces, aunque en medio de fuertes tensiones, las organizaciones peronistas
no sólo aceptaron la participación electoral sino que, además, organizaron la exitosa
y multitudinaria campaña electoral que llevaría al poder a Héctor J. Cámpora –cer-
cano a la Tendencia.
El entusiasmo popular ante la inminencia de las elecciones y del regreso de
Perón al país, produjo consecuencias de diverso tipo. Por un lado, buena parte de
los grupos que habían animado la protesta social –movimientos sociales, culturales,
sindicales, etc.–fueron circunscribiendo sus contestatarios objetivos de lucha a los de
carácter político, y político-electoral. Por otro, las organizaciones armadas que man-
tuvieron su rechazo a la salida electoral, se vieron colocadas en una difícil situación,
y fueron las primeras en quedar al margen del nuevo ciclo político que, decididamen-
te, se encaminaba hacia la resolución de la larga crisis a través de la rehabilitación
del peronismo y del reconocimiento de su líder por parte de un sistema político que
hasta entonces lo había rechazado.
Pero, si el general Lanusse había apostado a la capacidad de Perón para, una
vez legalizado su movimiento, doblegar a las corrientes internas revolucionarias, los
hechos mostrarían cuán trágica habría de ser esa empresa. El triunfo del peronismo en
las elecciones de marzo de 1973 no sólo puso en evidencia la profundidad del enfren-
tamiento entre la derecha y la izquierda del Movimiento, sino que además implicó el
rápido traslado de los conflictos internos del peronismo a la esfera estatal.
Uno de los primeros efectos de la confrontación fue el desplazamiento del pre-
sidente Cámpora durante la llamada “crisis de julio”, desplazamiento producido con
la anuencia del mismo Perón, luego de los sangrientos episodios que rodearon su
regreso al país.20 Este episodio, y los que le siguieron, terminarían por revelar a unos
y a otros cuál era el papel que el líder habría de cumplir a su regreso del exilio. En
tales circunstancias no sólo se pondría a prueba el grado de tolerancia de Perón ante
la pretensión de los jóvenes guerrilleros de compartir el poder con él y avanzar hacia
el Socialismo Nacional, sino también los límites del acatamiento de Montoneros a
su liderazgo.
La situación avanzó por un camino sin retorno cuando en septiembre de 1973,
después de ser consagrado Presidente por tercera vez, con más del 60% por ciento de

20 El 20 de junio de 1973, cuando una multitud se preparaba para recibir a Perón en el aeropuerto de
Ezeiza, se produjeron graves enfrentamientos entre la derecha y la izquierda peronista. En el discurso
pronunciado al día siguiente, Perón comenzó a tomar distancia de la izquierda: optó por reafirmar la
clásica doctrina de su movimiento, criticó a quienes pretendían “deformarla”, y exaltó a los “viejos
peronistas” validando así a la ortodoxa dirigencia sindical. Poco después, Cámpora renunció a la pre-
sidencia, siendo reemplazado interinamente por el presidente de la Cámara de Diputados –personaje
ligado a la derecha del movimiento.
La nueva izquierda argentina 29

los votos, Perón produjo definiciones políticas y económicas que contrariaban deci-
didamente las posturas del ala radical de su Movimiento.21 La situación se deterioró
definitivamente cuando condenó enérgicamente a la izquierda de su movimiento lla-
mando “infiltrados” a sus dirigentes y militantes, e inició un ajuste de cuentas que
incluyó a gobernadores y funcionarios ligados a la Tendencia Revolucionaria. Pero
además de las acciones destinadas a disciplinar a su movimiento, el por tercera vez
presidente Perón, avanzó desde el estado con medidas tendientes a poner fin a las
acciones de todos aquellos que, desde una posición de izquierda, cuestionaran a su
gobierno.22
A esta altura de los acontecimientos, la decisión de las organizaciones armadas
de continuar con sus acciones bajo un gobierno constitucional, o de reiniciarlas en
el caso de Montoneros, fue haciéndoles perder buena parte de la simpatía que antes,
durante la dictadura de la Revolución Argentina, habían concitado en la población.23
Esa pérdida fue particularmente grave en el caso de Montoneros dado que, en buena
medida, su legitimidad había sido construida sobre la base del reconocimiento del
liderazgo de Perón, a quien ahora enfrentaban.
De modo que el cambio en las relaciones de fuerza dentro del peronismo, y el fin
de la política pendular de Perón, fueron configurando un primer cierre político del ci-
clo de movilización. Llegaban a su fin ciertos equívocos que habían acompañado a la
relación entre el líder populista y la juventud radicalizada, y entre ésta y los sectores
populares. El primero, habiendo logrado su objetivo de relegitimación política, aban-
donó la ambigüedad hasta entonces presente en su discurso; por su parte, la juventud,
que en gran medida había adoptado la identidad peronista como forma de ligarse con
el pueblo y avanzar hacia el socialismo, se encontró no sólo con el rechazo de Perón
sino también con un considerable distanciamiento por parte de quienes no entendían,
ó no aceptaban, el enfrentamiento con él.24
En medio de tan confusa situación, el gobierno fue acondicionando su instru-
mental legal y represivo e inició la deriva hacia un verdadero estado de excepción,

21 Entre ellas, la defensa de un Pacto Social entre empresarios y sindicalistas, la sanción de una Ley
Sindical que otorgaba más poder a la cúpula sindical y una reforma del Código Penal que endurecía
sensiblemente las penas aplicables a los delitos políticos. A su vez, a sólo dos días de que Perón fuera
consagrado nuevamente presidente, la organización Montoneros asesinó al máximo dirigente de la
Confederación Nacional del Trabajo –figura central en el proyecto de Perón.
22 Las medidas alcanzaron a una importante cantidad de militantes sindicales y políticos, peronistas y de
izquierda, además de las organizaciones armadas.
23 El PRT-ERP nunca había suspendido sus acciones, aunque al asumir Cámpora anunció que no las
dirigiría contra el gobierno. Montoneros, en cambio, las había interrumpido al asumir Cámpora.
24 Sobre las dificultades surgidas con los sectores populares, ver Robles, 2011. Sobre los problemas
dentro de la misma “Tendencia”, ver Pozzoni, 2013.
30 La nueva izquierda argentina

mientras la sociedad comenzaba a sentir miedo. Este proceso, iniciado durante el


mismo gobierno de Perón, se potenciaría después de su muerte con la decidida en-
trada en escena de grupos paraestatales y la posterior autorización del gobierno a las
Fuerzas Armadas para que actuaran en la represión de la guerrilla (Franco, 2012).25
La deriva autoritaria se continuó con el golpe de estado que, el 24 de marzo de 1976,
a través del terrorismo de estado cerró definitivamente el proceso de movilización
social iniciado dos décadas atrás.
Estos pocos señalamientos tal vez proporcionen algunas claves que contribuyan
a explicar por qué una sociedad en proceso de activación, y que parecía asomarse
a una nueva cultura política, terminó resolviendo sus contradicciones dentro de los
marcos del populismo. En tal sentido, un camino a transitar es el que conduce al
complejo fenómeno de la persistencia de las identidades, lo cual en este caso resultó
evidente cuando el líder –y símbolo–de esa tradición reingresó activamente a la vida
política con un discurso que, a tono con el espíritu de la época, incorporaba elemen-
tos que radicalizaban su populismo original. También conviene reflexionar sobre los
perdurables efectos democratizantes ejercidos por el peronismo en la sociedad argen-
tina de los cuarenta y cincuenta, influjo que parece haber quedado grabado a fuego en
la experiencia y en la conciencia popular.
Esta historia llama la atención, además, sobre la amplia capacidad de adapta-
ción del populismo y su exitosa interpelación no clasista, aún en medio del notable
proceso de efervescencia y contestación vivido en la Argentina de aquellos años. Y
también sobre la capacidad de su líder para disolver las tendencias revolucionarias
que asomaban con fuerza en la sociedad y en las mismas filas de su movimiento.
Frente al sólido arraigo de la cultura política peronista, las organizaciones polí-
ticas –armadas o no–que pretendieron desarrollarse al margen de ella fueron las pri-
meras en quedar fuera del juego político inaugurado por el Gran Acuerdo Nacional.
Por su parte, las del peronismo de izquierda, que se integraron al movimiento con
la expectativa de reconducirlo hacia la construcción del socialismo, terminaron por
correr una suerte similar, atrapadas entre dos lógicas, la de la nueva izquierda y la
del populismo.

25 La intervención de las Fuerzas Armadas para “aniquilar a la subversión”, fue dispuesta por la presi-
denta María Estela Martínez de Perón en 1975.
La nueva izquierda argentina 31

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