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Infancias comunitarias en la legislación vigente

Laus, Ivonne

Resumen

La aplicabilidad de la legislación internacional, nacional y provincial en pos de las


prácticas destinadas a la protección, promoción y reparación de los derechos vulnerados en
la niñez y la adolescencia, encuentra uno de sus mayores auges en la actualidad. No
obstante el vasto ordenamiento jurídico en la materia, la infancia se constituye desde hace
más de dos siglos como una estrategia política ineludible en los asuntos relacionados con el
gobierno de la vida de las poblaciones y de los individuos. La tríada, niñas, niños y
adolescentes en tanto sujetos de derecho, se configura así al mismo tiempo como uno de
los pilares del actual Estado de Derecho y como el blanco de las Biopolíticas del presente.

Palabras claves: Infancia; legislación; cuerpo; derechos; Biopolíticas

Un afecto obsesivo que dominó a la


sociedad a partir del siglo XVIII (…)
cuando la familia empezaba a
organizarse en torno al niño y levantaba
entre ella y la sociedad el muro de la
vida privada.
(Ariès 1960)
Presentación

El presente trabajo se propone analizar las condiciones de aceptabilidad de la trama


legislativa sobre las infancias aquí llamadas comunitarias, sin desconocer ni descuidar los
consensos históricos y políticos que, mediante estos avatares normativos, fortalecen los
procesos democráticos. Se trata de reflexionar sobre la norma jurídica como un instrumento
y un código en cuyo compuesto no sólo se encuentran los procesos jurídicos sino también
los procesos económicos; los cuales hallan en la ley una condición de compromiso, al
tiempo que la ley encuentra en ellos su condición de posibilidad. La legislación que actúa
sobre la subjetividad adquiere así una doble versión, pues es, a un solo tiempo, instrumento
de derecho y estrategia de sujeción.

La presencia ineludible de un discurso estrictamente jurídico, forma -también desde el


ámbito legislativo- las condiciones de existencia de nuevas configuraciones políticas y
sociales (normativizaciones y normalizaciones) en torno a la administración poblacional: sus
colectivos, sus minorías, sus comunidades y agrupaciones. Toda una política de la vida que
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articula el espacio urbano con el problema de la sanidad, convirtiendo ese binomio
esencialmente médico en un ineludible objeto de intervención jurídica y, al mismo tiempo,
estatal.

Michel Foucault introduce por primera vez la noción de biopolítica en 1976, en el curso
del College de France denominado Defender la Sociedad y publicado por Fondo de Cultura
Económica; también en 1976, se publica La Voluntad del Saber, el primer tomo de Historia
de la Sexualidad, donde el sentido que adquiere la categoría “biopolítica” es el de una
política de la vida o, más precisamente, de la entrada de la vida al orden político. Pero la
conjunción de esos dos términos, política y vida, como reflexiona Espósito (2003) “debe
interpretarse como un juego más complejo que incluye un tercer término y depende de este:
solo en la dimensión del cuerpo se presta la vida a ser conservada como tal por la
inmunización política” (160). Ya se trate del cuerpo individual o el cuerpo social, es decir, la
población.

Desde la introducción de la biopolítica como tecnología de un poder esencialmente


gubernamental, los Estados se encargan de promover la vitalidad de las poblaciones más
que de administrar la muerte de los súbditos, partícipes de una población ligada
exclusivamente al desarrollo territorial. El antiguo derecho de matar del soberano, el derecho
de vida y muerte, de hacer morir o dejar vivir, se transfiere así, a partir del siglo XVIII, en un
poder sobre la vida: hacer vivir o rechazar hacia la muerte. (Foucault 2005)

Habría que hablar de “biopolítica” para designar lo que hace entrar a la vida y sus
mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte al poder saber en un
agente de transformación de la vida humana; esto no significa que la vida haya sido
exhaustivamente integrada a técnicas que la dominen o administren; escapa a ellas
sin cesar. (Foucault, 2005, 173)

Uno de los datos más sobresalientes que introduce la biopolítica como tecnología de
gobierno es que empieza a predominar la norma en lugar de la ley y el sistema jurídico. “No
quiero decir que la ley se borre ni que las instituciones de justicia tiendan a desaparecer;
sino que la ley funciona siempre más como una norma.” (Foucault, 2005,174)

Aunque la norma jurídica en sí misma no constituya el objetivo del presente trabajo;


las problemáticas en torno a la infancia, en gran parte pertenecientes hoy al orden jurídico,
requieren un tratamiento que permita comprender tanto su composición histórica en relación
al derecho, como la composición de la norma misma, entendida aquí no sólo en tanto
aquello que produce y por medio de lo cual se construyen derechos –además de
obligaciones-; sino aquello a partir de lo cual se hace aceptable la administración política de
la existencia.
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Tal como advierte Espósito (2003) el derecho, hasta cuando es general, sigue siendo
esencialmente particular, incluso personal; motivo por el cual no podría haber derecho “de
todos”; por el contrario, siempre se trata del derecho de la parte. Siguiendo una lectura de la
obra de Simone Weil (1909 – 1943), el autor se pregunta: “¿cómo compartir un privilegio sin
perderlo? o ¿cómo hacer común lo que por esencia es privado?”

el derecho en su función inmunizadora –de la comunidad y desde la comunidad- tiene


la imagen exacta del proprium- y poco importa si se trata del derecho privado o
derecho público: en todos los casos es propio, en el sentido que “pertenece” al sujeto
público o privado que se declara portador de él. (Espósito, 2003, 39).1

Si bien en la actualidad se accede a la categoría de niño, niña y adolescente por


medio del sujeto de derecho; el análisis de las estrategias biopolíticas, que a lo largo de los
últimos tres siglos han ido cavando el actual sistema de aceptabilidad de tales legislaciones;
permite destacar tres sucesos o circunstancias históricas, superpuestas entre sí, que ubican
la infancia como elemento fundacional de normalización social: la sexualización del cuerpo
infantil que se llevó a cabo a partir del siglo XVIII; la medicalización de su historia (su
identidad, su ascendencia, su comportamiento) cuyo mayor auge se encuentra a partir de la
segunda mitad del siglo XIX y, por último, como corolario de esa racionalidad
gubernamental, la marginalización de la existencia, su criminalización y su puesta en riesgo,
de dramática actualidad.

I- La infancia como estrategia biopolítica

La posibilidad común de surgimiento de estos tres sucesos, radica en el


desplazamiento en término de relaciones de poder y de saber que el discurso médico
propicia, con esa entrada triunfal de la vida al campo político, respecto de los
procedimientos propios de la pastoral cristiana, centrados en el cuidado de las almas y la
dirección de las conciencias.

Como destaca Phillipe Ariès, a partir de su célebre recorrido histórico por la infancia,
fundamentalmente a través del arte, la misma, hasta los siglos X y XI carece de interés y
hasta de realidad. Y si bien el autor refiere que a partir del siglo XIII aparecen varios tipos de
niños en la pintura algo más cercanos al sentimiento moderno, desde el siglo XIV -y hasta el

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“La inmunidad es una condición de particularidad: ya se refiera a un individuo o a un colectivo,
siempre es propia, en el sentido específico de perteneciente a alguien y, por ende, de no común.”
(Espósito, 2003, 15)
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XIX- la infancia no encontrará una descripción exclusiva sino, en todo caso, compartirá el
mundo de los adultos, separándose de él sólo hacia el siglo XVII, hallándose para entonces
en el centro de la composición artística. Situación que anuncia lo que el autor denomina “el
descubrimiento de la infancia”, a partir del siglo XVIII.

Si bien tal descubrimiento histórico halla algunas de sus condiciones de posibilidad en


la demografía de la época, la cual admite la concepción de una infancia frágil con una
mortalidad numerosa; el sentimiento de la infancia –tal como lo denomina Ariès- precede a
la revolución demográfica y a los malestares que la atraviesan. Aún cuando estas
condiciones demográficas seguían siendo desfavorables, el niño sale del anonimato social
que le permitía su débil posibilidad de supervivencia y sobrevive con sus rasgos
característicos el propio retrato, superando la idea de una muerte más o menos inevitable.
Irá prefigurándose el sentimiento contemporáneo de la infancia, que se materializa así
precozmente en el arte: los niños y las costumbres; sus cuerpos, sus gestos, sus detalles.

La entrada del concepto de población a la administración política occidental del siglo


XVIII, se funde en ese mismo escenario donde, desde los inicios mismos del surgimiento de
la biopolítica, la figura del niño constituye una estrategia clave para su proliferación y
despliegue. Es precisamente con el desarrollo del capitalismo que se logra la entrada de lo
biológico a la dimensión de lo político y cuando las probabilidades de vida, el cuerpo, la
existencia, la salud, la repartición de las fuerzas, etc. se erigen como instrumentos de este
biopoder. (Foucault, 2005). En este marco, serán el maltusianismo y las prácticas
anticonceptivas las que acabarán de manera definitiva con la idea de despilfarro en relación
a la procreación numerosa de los hijos. (Ariès 1987).

Por primera vez en la historia, sin duda, lo biológico se refleja en lo político; el hecho
de vivir (…) pasa en parte al campo del control de saber y de intervención del poder.
Éste ya no tiene que vérselas sólo con sujetos de derecho, sobre los cuales el último
poder del poder es la muerte, sino con seres vivos y el dominio que pueda ejercer
sobre ellos deberá colocarse en el nivel de la vida misma. Haber tomado a cargo a la
vida (…) dio al poder su acceso al cuerpo. (Foucault, 2005, 172-173).

Es este recorrido precisamente el que realiza Michel Foucault al trazar una historia de
la sexualidad, que inicia bajo el título de “La voluntad del saber”; cuyo régimen de verdad
establece las condiciones que permiten la focalización del cuerpo como soporte fundamental

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de la existencia. Antes del siglo XVII, según argumenta el autor, sólo teníamos una carne.
Contamos con un cuerpo, con un organismo, a partir de la aparición de una ciencia sexualis.

Y al tomar o anexar esa carne –organizada por la pastoral cristiana- como objeto, la
medicina hace pie por primera vez en el orden de la sexualidad. No porque ampliara sus
saberes respecto de las enfermedades de carácter sexual, sino porque durante ese siglo
XVIII la medicina misma se convierte –sin impedimentos de parte de la Iglesia- en control
higiénico y con pretensiones científicas de la sexualidad. (Foucault, 1999).

II- La sexualización del cuerpo infantil

El cuerpo del niño es el nudo, el foco o la coartada que hará posible todo ese traspaso
que permite sustituir discretamente “esa especie de teología compleja y un poco irreal de la
carne por la observación precisa de la sexualidad en su desenvolvimiento puntual y real.”
(Foucault, 1999, 213). Así la medicina se desplaza por los siglos XVIII y XIX como lógica
oficial del pensamiento político, arquitectónico, educativo y social de la sexualidad,
materializando en el espacio concreto de la escuela, del convento, de los seminarios, etc.
(en el detalle de la altura de las puertas, en la disposición de los bancos escolares, en el
grosor de los tabiques que separan los dormitorios…) la ubicación específica que distribuye
y ordena la proximidad peligrosa de los cuerpos de los niños, del placer y del deseo.

Pero también al interior de la familia el sexo –como advierte Michel Foucault (2005),
está siempre presente; su arquitectura lo evidencia: la separación de adultos y niños, de
varones y muchachas; la distancia entre los dormitorios, etc. lejos de acallar la sexualidad
de los siglos XVIII y XIX, la pone de relieve.

La campaña contra la masturbación de los adolescentes y los niños, que perdura con
similares características y preocupaciones durante todo un siglo, constituye una región
común y también específica, donde se ausentan tanto el placer y el deseo sexual –
problemática propia de la carne que queda atrás- como la patologización de esos placeres y
deseos; psicopatologización que sólo advendrá posteriormente.

Ni moralización -mediante la culpabilización del acto masturbatorio, pues el mismo


carece de causalidad endógena para la medicina de la época: “la culpa viene de afuera”
(Foucault, 1999, 229)- ni exaltación de la fuerza productiva -en desmedro de una supuesta
sexualidad desenfrenada-.

De lo que se trata en realidad, es de la entrada histórica al cuerpo del niño mediante


una somatización que según revisa históricamente Foucault (1999), se produce en tres
formas diferentes: 1) En la forma de la ficción de la enfermedad total; 2) como causa, es

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decir, como codificación etiológica de todas las enfermedades posibles -incluso los alienistas
la hallarán en el origen de la locura- y 3) la masturbación como organización –principalmente
médica- de una especie de temática hipocondríaca, con efectos en el discurso, la existencia,
las sensaciones y el cuerpo mismo del enfermo.

Estos procesos históricos de somatización a través del cuerpo del niño, logran asignar
así a la infancia la responsabilidad patológica de la masturbación. Pero la causa de la
masturbación se encuentra, en cambio, en el deseo de los adultos. Se trata de aquellos que
componen la casa pero que precisamente no forman parte del núcleo familiar central: la
gobernanta, el criado, el tío, el preceptor…

La familiarización de la sexualidad implica así la sexualización de la familia: la


eliminación de los intermediarios o, en su defecto, su puesta bajo sospecha y atenta
vigilancia; cuidados permanentes sobre el cuerpo del niño, presencia corporal inmediata;
contacto, en definitiva, la cruzada contra la masturbación erige una nueva física de la familia
que inexorablemente implica su medicalización.

Los vicios del niño y la culpa de los padres llaman a la medicina a medicalizar el
problema de la masturbación, de la sexualidad del niño, de su cuerpo en general. Un
engranaje médico familiar organiza un campo a la vez ético y patológico (…) En
resumen, la instancia de la familia medicalizada funciona como principio de
normalización. (Foucault, 1999, 240).

Y es precisamente esta familia, sexualizada, medicalizada, recortada y plegada sobre


sí misma, este cuerpo familiar, ante todo burgués, el que tomará a su cargo a mediados del
siglo XIX –también con el poder médico- toda la potencia de las anomalías.

En la misma época, el análisis de la herencia otorgaba al sexo (relaciones sexuales,


enfermedades venéreas, alianzas matrimoniales, perversiones) una posición de
“responsabilidad biológica” en lo tocante a la especie: el sexo no sólo podía verse
afectado por sus propias enfermedades, sino también, en el caso de no controlarse,
transmitir enfermedades o bien creárselas a las generaciones futuras: así aparecía en
el principio de todo un capital patológico de la especie. De ahí el proyecto médico y
también político de organizar una administración estatal de los matrimonios,

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nacimientos y sobrevivencias; el sexo y su fecundidad requieren una gerencia.”
(Foucault, 2005,143).

Ya desde entonces los discursos que delinean la figura del niño parecen erigirse sobre
un individuo, producto de un poder normalizador. Un individuo que lejos de constituirse
como un sujeto abstracto, con derechos individuales, sobre los cuales se ejerce la soberanía
política; sólo puede existir en el soporte viviente del cuerpo, anatómico o de especie.

En todo caso, la normalización que rige los derechos, ordena ese cuerpo-especie,
radicalmente gubernamentalizado, donde el sexo y la sexualidad se erigen como
dispositivos políticos a partir del cual “la burguesía desde mediados del siglo XVIII se
empeña en (…) constituirse a partir de ella [la sexualidad] un cuerpo específico, un cuerpo
de clase, dotado de una salud, una higiene, una descendencia, una raza: encarnación del
sexo en el propio cuerpo, endogamia de sexo y cuerpo”. (Foucault, 2005, 151).

III- La medicalización de su historia (su identidad, su ascendencia, su


comportamiento)

Como en el caso de la configuración de la familia burguesa; en la familia proletaria los


intermediarios también fueron los niños. Pero el blanco aquí no lo constituye el riesgo de la
masturbación sin placer ni deseo, propia de la infancia burguesa; sino: la idiotez; la
búsqueda, la objetivación y el rastrillaje del niño idiota. Entre los enfermos y los idiotas, el
asilo psiquiátrico va a producir una tajante separación, pues desde la segunda mitad del
siglo XIX se psiquiatriza al anormal, al deficiente, al débil mental.

Hasta entonces, la familia popular preparaba tardíamente su propia constitución social


y política. A disposición de las irregularidades propias del proletariado urbano que por
entonces está desarrollándose, lejos de pertenecer al reticulado denso del matrimonio, esa
sexualidad se erige más bien en tanto extra-matrimonial, en concordancia con la
transitoriedad y precariedad del trabajo.

Será ya bien entrado el siglo XIX y por diversas razones políticas, económicas,
epidemiológicas, demográficas, etc. que la familia proletaria urbana quede fijada localmente
mediante la constitución del matrimonio. Es toda la problemática del instinto, ligada por la
psiquiatría, ya no estrictamente a la sexualidad sino, esta vez, al engranaje judicial, lo que
constituye el eje principal por el cual escalar en su configuración familiar nuclear.

No porque el régimen psiquiátrico –en pleno auge- localice allí, en la familia popular,
algo así como el niño loco o la locura infantil, sino porque se interesa en atrapar en el adulto
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el niño que él fue. Es en su engranaje con el discurso judicial, que toda disciplina psi se
enfocará en la autobiografía, en la ascendencia, en la historia personal, en el tipo de familia
y comportamiento familiar que hubo en torno del niño. Se produce de este modo, una
fijación en la infancia de la condición misma de la locura del adulto, que ya no será
enfermedad, sino instinto, anormalidad.

El objetivo terapéutico fundamental que mediara esas prácticas es -y continúa siendo-,


notablemente, el de promover el conocimiento del sujeto sobre sí mismo –y el
reconocimiento en su propia sexualidad- a partir de provocar su decir veraz. La confesión,
dirá más adelante el autor, “es un acto verbal mediante el cual el sujeto plantea una
afirmación sobre lo que él mismo es, se compromete con esa verdad, se pone en una
relación de dependencia respecto al otro y modifica a la vez la relación que tiene consigo
mismo.” (Foucault, 2014, 27).

La alienación mental, la existencia de una enfermedad, fue necesaria pero insuficiente


para una psiquiatría que se ocuparía además de un problema poblacional. La higiene
pública y posteriormente la epidemiología, constituyen los discursos puente entre la
psiquiatría del siglo XX y el derecho penal. La peligrosidad de la locura, en su original
versión –exclusiva de la mirada médica- de “monomanía homicida”, toda esa teratología
criminal, ofició al mismo tiempo de objeto exclusivo del médico y de toda una práctica del
encierro, junto a aquella otra máquina punitiva que empezaba a ser la prisión.

La locura, una vez despatologizada- se erige como posibilidad de generalización


psiquiátrica a partir de la segunda mitad del siglo XIX, otra vez por la vía regia de la infancia,
pero a condición de atraparla doblemente: tanto donde es, como allí donde deja de serlo.

Si la locura criminal propia de principios de siglo XIX, con sus crímenes monstruosos,
desaparece del interés psiquiátrico y judicial a mediados del mismo siglo; lo que se erige en
su lugar es el concepto de peligrosidad asociado a su portador.

En su nombre, se concede a la sociedad -al Estado, a la ciudad, a los organismos de


protección de derechos, etc.- el derecho sobre el individuo a partir de lo que él es. Lo
que él es “por naturaleza, en razón de su constitución, de sus rasgos de carácter”, etc.
“Se constituye así una justicia -dirá Foucault - que tiende a ejercerse sobre lo que se
es”. (Laus, 2015, 41).

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Hoy el Estado, a través de sus actualizaciones legislativas -auxiliares y no sustitutas
de la normalización médica y de la generalización biopolítica de la psiquiatría- desde otra
economía de la asistencia, habilita más que nunca al sujeto el derecho a hablar de sí mismo,
a la vez que autentifica esa enunciación vinculándolo íntimamente a la verdad que dice. La
materialización, nuevo Código Civil mediante, del derecho a ser oído que recae en las niñas
y niños argentinos; en consonancia con las normas jurídicas internaciones, opera
plegándose al sentido que Michel Foucault (2014) encuentra a la función de la confesión en
la justicia.

IV- La marginalización de la existencia, su criminalización y su puesta en


riesgo.

Es sabido que las políticas destinadas a la denominada desinstitucionalización no sólo


han calado en los espacios cerrados vinculados a la Salud Mental, sino también a la
Infancia, protagonista histórica de sus propias instituciones de encierro.

En nuestro país, la primera institución de internamiento se funda en 1775, haciéndose


cargo en 1779 de la casa de Expósitos (los que quedan expuestos) “para albergar a los
recién nacidos abandonados en las calles o puertas de las casas de las familias adineradas
de la sociedad porteña” (Fernández, 2009, 55). La modalidad de recepción la configuró “el
torno”, un dispositivo técnico “que consiste en un mueble giratorio de madera con lugar para
poner a los recién nacidos” y que garantizaba el anonimato de quien dejaba al niño/a. El
torno es reemplazado en 1891 por la conformación de una Comisión de notables que
estudia las causas del abandono. Desde entonces, “se renueva cada seis meses la
autorización de permanencia en la institución, siempre y cuando los depositantes
demuestren que las causales que motivaron la admisión subsisten”. (Fernández, 2009, 59)
La denominada Ley Agote, del Patronato de menores, es el corolario de esta situación
histórica.

El Ministerio de Desarrollo Social y UNICEF (2012, 39) consideran que “es preciso
distinguir que institucionalizar no es necesariamente sinónimo de modelo tutelar”. A lo que el
Informe 2013, presentado por el Observatorio de la niñez y la adolescencia de la provincia
de Santa Fe, agrega

Si bien las leyes nacional y provincial de Protección Integral de los Derechos de niñas,
niños y adolescentes establecen que la institucionalización debe ser la última de una
serie de medidas anteriores que prioricen el vínculo familiar y comunitario, no debe
desestimarse la importancia que estos dispositivos tienen en determinadas

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situaciones. Por lo mismo, se torna prioritario que el Estado dispense los recursos
materiales, humanos, de capacitación y de control adecuados para que los mismos
logren los objetivos de protección, acompañamiento y fortalecimiento hacia las niñas,
niños y adolescentes que los requieran. (p. 122)

Es el carácter definitivo o prolongado de permanencia – muchas veces hasta la


mayoría de edad- lo que asemeja las condiciones de existencia de las instituciones vigentes
a las que pertenecieron a la época del “Patronato de Menores”, cuya legislación específica
(Ley 10903) establece en el art. 8 que todo menor confiado por sus padres, tutores o
guardadores queda bajo tutela definitiva de la Dirección del establecimiento. Son, por lo
tanto, las prácticas –mucho más que los establecimientos- las que necesitan una
modificación urgente que diferencie radicalmente aquellos momentos de los tiempos que
corren. Y las prácticas dependen de decisiones políticas claras y coherentes de los tres
poderes del Estado, con la misma intensidad e importancia.

No hace falta prolongar la comisión de notables de los siglos XIX y XX bajo la nueva
figura del equipo técnico o similar, para determinar la vida de los niños carentes de cuidados
parentales según las necesidades momentáneas del Estado y sus políticas demográficas y
económicas. Es necesario destituir prácticas para desinstitucionalizar espacios y ponerlos
en movimiento.

La medicalización de los establecimientos residenciales para niñas, niños y


adolescentes sin cuidados parentales, la impronta decididamente terapéutica que presentan,
sus formas disciplinarias, los reglamentos antiguos por los cuales se rigen, los cuidados que
se les destinan, forman un conjunto de prácticas que no han sido destituidas bajo la
configuración política y jurídica del presente.

Aquella sociedad en torno al menor que legó esta herencia, requería la constitución de
un ser nacional en medio de la masiva inmigración de finales del siglo XIX y principios del
siglo XX. ¿De qué infancia, entonces, tendrá necesidad la sociedad actual?

La Convención de los Derechos del Niño (Naciones Unidas, 1998), se constituye en el


marco ético que plantea que cada niño y niña tiene derecho a un nivel de vida adecuado
para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social. La satisfacción de este derecho
es responsabilidad de los padres o los encargados de su crianza. El Estado a través de
políticas públicas (incluida la legislación), se destina a apoyar a los padres y a los adultos
responsables de ellos, en el cumplimiento de esta tarea.

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Pero cuando el Estado limita su responsabilidad exclusivamente a las tareas de
observación, intervención, evaluación y vigilancia –con financiación económica o sin ella-
hacia los sectores sociales más vulnerables y precarizados; sin poner en interrogación sus
propias prácticas ni las lógicas históricas que las sostienen más que mediante un acto
renegatorio de lo existente ¿sostiene la capacidad de participar en la transformación de las
instituciones vigentes? ¿Sostiene, por lo tanto, la posibilidad de una verdadera
desinstiucionalización? El Estado, aún desde el denominado nuevo paradigma en materia
de derechos de la niñez, todavía propicia tornos, en lugar de puentes.

Es precisamente a partir de toda una proliferación de discursos que surgen justamente


cuando no hay familia, cuando el individuo escapa a la soberanía de la misma y se erige por
eso como un indisciplianado; cuando –como si se tratase de su contracara- aparecen las
instituciones disciplinarias (de las cuales los orfanatos, hogares o centros residenciales, son
apenas la punta del iceberg) Es la función psi –haciendo referencia no sólo el discurso, sino
las instituciones y los agentes- (Foucault, 2008), en tanto función disciplinaria por
excelencia, la que desempeña el papel de disciplina para todos los indisciplinables, en la
medida que tiende a una permanente refamiliarización del individuo.

Ahora bien ¿Se trata necesariamente de un versus entre la norma jurídica y la


normalización disciplinaria? ¿Qué es, en definitiva, para el discurso psi, para la función psi,
el sujeto de derecho?

“Toda una actividad legislativa permanente y ruidosa no deben engañarnos: son las
formas que tornan aceptable un poder esencialmente normalizador”, advertía ya en los años
setenta Michel Foucault (2007, 175). La legislación vigente en materia de infancia, no
escapa a la racionalidad gubernamental que hace aceptable, mediante las formas de
disciplinamiento que aportó el siglo XIX, nuevos modos de sujeción.

Hoy la infancia, máxime asociada a la pobreza, corre el riesgo incesante de erigirse


como dominio por conocer. Desde el discurso psi, la observación, el diagnóstico, la
asistencia y la proliferación de dispositivos académico-terapéuticos en torno a la infancia
pobre, establece en el terreno de sus prácticas focos de poder-saber; al decir de Michel
Foucault (2005): formas de sujeción y esquemas de conocimiento que la convierten en
objeto posible, quedando sitiada en esas mismas redes de poder que la constituyen como
objetivable. (Laus, 2013)

Existe un riesgo inmanente a la dupla víctima-victimario que radica en la marginalidad


de una existencia siempre más o menos precaria, en tanto se soporta en un cuerpo sólo en
apariencia indócil; sujeto a una la doble vulnerabilidad, intrínseca a la infancia y a la
marginalidad. La discusión sobre imputabilidad, hoy asociada a niñas, niños y adolescentes,
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es el resultado previsible en los estrechos márgenes sociales y legales que rodean esta
existencia marginal.

Esta noción de peligrosidad, remite a una especie de virtualidad que constituiría una
propiedad intrínseca al individuo; es decir, la probabilidad de que un individuo sea peligroso
“está asociada así a los motivos que, en ciertas infancias, constituirían una especie de vía
regia hacia una diversidad de funciones delictivas” (Laus, 2015, 39). La noción de peligro
adquiere prontamente para el discurso jurídico estatuto de enfermedad y erige al mismo
tiempo la posibilidad de la configuración de la medicina mental.

La criminalización de la infancia, asociada a la marginalidad y su compleja y


multidimensional procedencia, se inscribe en este marco problemático e instala en su
otra cara, un interrogante en torno a los procedimientos de victimización que, con la
intención de rescatar a niños, niñas y adolescentes (…) tropiezan, en el otro extremo
de una misma lógica, con el riesgo de una infantilización de la criminalidad. (Laus,
2015, 40).

¿Derecho a qué? Una reflexión final

Pese al destacado conjunto de legislaciones que arbitran la infancia y sus derechos;


las normas jurídicas del presente, lejos de romper lógicas del pasado, se introducen en un
marco regulatorio y administrativo de la vida, precisamente allí donde los cuerpos resisten
los embates de la época. El cuerpo de la Infancia, desde su mismo descubrimiento (Ariès
1986) ha sido sexualizado, medicalizado, institucionalizado y criminalizado.

Y las normas jurídicas que regulan el campo de la niñez y la adolescencia constituyen,


a pesar del proclamado cambio de paradigma en el campo del derecho, la vía de acceso
nodal -histórica y presente- al ámbito biológico de la familia como elemento poblacional por
excelencia para el ejercicio de las biopolíticas, entendidas a lo largo del presente trabajo,
como instancia de regulación de la existencia, únicamente posible en la superficie del
cuerpo -se trate del individuo o de la especie.

El lazo que traza el círculo histórico de la infancia tiene -incipiente pero claramente-
uno de sus extremos en el siglo XVIII. Su otro extremo, es la hilacha del presente. Los
corpus legislativos, con sus conjuntos de normas y sus políticas progresistas, transitan
planos que raramente se cruzan con las políticas de la vida; las cuales tienden a fijar en el

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raso de la comunidad, y esencialmente en sus márgenes, varias infancias con una
existencia mínima.

Corresponde, quizá no específicamente al discurso jurídico sino a aquellos discursos


atentos a los diversos procedimientos de subjetivación; la configuración de la posibilidad de
una experiencia de la infancia; que alcance una nueva estética, a partir de la cual establecer
nuevas formas de relación que excedan o abandonen los soportes vigentes: en el cuerpo;
en la identidad y en la precariedad de su existencia.

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