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Primera Prédica de Adviento 2012

1. El libro “comido”

En la predicación a la Casa Pontificia, trato de dejarme guiar, en la elección de temas, por las gracias o los

eventos especiales que la Iglesia vive en un momento dado de su historia. Recientemente tuvimos la

inauguración del Año de la Fe, el quincuagésimo aniversario del Concilio Vaticano II, y el Sínodo sobre la

nueva evangelización y la transmisión de la fe cristiana. Pensé, por lo tanto, desarrollar en el Adviento una

reflexión sobre cada uno de estos tres eventos.

Empiezo con el Año de la Fe. Para no perderme en un tema, la fe, que es tan vasto como el mar, me centro

en un punto de la Carta Porta Fidei del santo padre, precisamente allí donde insta a hacer del Catecismo de la

Iglesia Católica (CEC) (en el vigésimo aniversario de su publicación), el instrumento privilegiado para vivir

fructuosamente la gracia de este año.

El papa escribe en su Carta:

“El Año de la Fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos

fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica.En

efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido

en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los maestros de

teología a los santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes

modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los

creyentes en su vida de fe.” 1

No hablaré ciertamente sobre el contenido del CEC, de sus divisiones, de sus criterios informativos; sería

como tratar de explicar la Divina Comedia a Dante Alighieri. Prefiero hacer un esfuerzo por mostrar cómo

hacer para que este libro, de instrumento tan silencioso, como un violín bien apoyado sobre un paño de

terciopelo, se transforme en un instrumento que suene y sacuda los corazones. La Pasión de San Mateo de

Bach, permaneció durante un siglo como una partitura escrita, conservada en los archivos de la música, hasta

que en 1829 Felix Mendelssohn en Berlín hizo de ella una ejecución magistral, y desde ese día el mundo se

enteró de qué melodías y coros sublimes, estaban contenidos en aquellas páginas que hasta entonces

permanecian mudas.

Son realidades muy diferentes, es cierto, pero algo así pasa con cada libro que habla de la fe, como es el

CEC: se debe pasar de la partitura a la ejecución, de la página muda a algo vivo que sacuda el alma. La visión
de Ezequiel de la mano extendida sosteniendo un rollo, nos ayuda a entender lo que se requiere para que

esto suceda:

“Yo miré: vi una mano tendida hacia mí, que sostenía un libro enrollado. Lo desenrolló ante mí: estaba escrito

por el anverso y por el reverso; había escrito “Lamentaciones, gemidos y ayes”. Y me dijo: “Hijo de hombre,

come lo que se te ofrece; come este rollo, y ve luego a hablar a la casa de Israel.” Yo abrí mi boca y él me

hizo comer el rollo, y me dijo: “Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy.”Lo comí, y fue

en mi boca dulce como la miel” (Ez. 2,9-3,3).

El Sumo Pontífice es la mano que, en este año, ofrece de nuevo a la Iglesia el CEC, diciendo a cada su

miembro: “Toma este libro, cómetelo, llénate el estómago”. ¿Qué significa comerse un libro? No es solo

estudiarlo, analizarlo, memorizarlo, sino hacerlo carne de la propia carne y sangre de la propia sangre,

“asimilarlo”, como se hace con los alimentos que comemos. Transformarlo de fe estudiada, a fe vivida.

Esto no se puede hacer con toda la dimensión del libro, y con todas y cada una de las cosas en ella

contenidas. No se puede hacer analíticamente, sino solo sintéticamente. Me explico. Debemos comprender el

principio que informa y une todo, en suma, el corazón del CEC. ¿Y cuál es ese corazón? No es un dogma, o

una verdad, una doctrina o un principio ético; es una persona: ¡Jesucristo! “Página tras página –escribe el

santo padre a propósito del CEC, en la misma carta apostólica–, resulta que lo que se presenta no es una

teoría, sino un encuentro con una persona que vive en la Iglesia.”

Si toda la Escritura, como dice Jesús mismo, habla de él (cf. Jn. 5,39), si está preñada de Cristo y si todo se

resume en él, ¿podría ser de otro modo para el CEC, que, de las Escrituras mismas, quiere ser una

exposición sistemática, elaborada a partir de la Tradición, bajo la guía del Magisterio?

En la Primera parte, dedicada a la fe, el CEC recuerda el gran principio de santo Tomás de Aquino según el

cual “el acto de fe del creyente no se detiene ante el enunciado, sino que alcanza la realidad” (Fides non

terminatur ad enunciabile sed ad rem)2. Ahora, ¿cuál es la realidad, la “cosa” última de la fe? ¡Dios, por

supuesto! Pero no un dios cualquiera que cada uno se retrata a su gusto y voluntad, sino el Dios que se ha

revelado en Cristo, que se “identifica” con él hasta el punto de poder decir: “El que me ha visto a mí, ha visto

al Padre” y “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado”

(Jn. 1,18).

Cuando hablamos de fe “en Jesucristo” no separamos el Nuevo del Antiguo Testamento, no comenzamos la

verdadera fe con la llegada de Cristo a la tierra. Si fuera así, sería como excluir del número de creyentes al

mismo Abraham, a quien llamamos “nuestro padre en la fe” (cf. Rm. 4,16). Al identificar a su Padre con “el
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” (Mt. 22, 32) y con el Dios “de la ley y los profetas” (Mt. 22, 40), Jesús

autentificó la fe judía, mostró su carácter profético, diciendo que ellos hablaban de él (cf. Lc. 24, 27.44; Jn. 5,

46). Esto es lo que hace a la fe judía diferente a los ojos de los cristianos, de cualquier otra fe, y que justifica

la condición especial de que goza, después del Concilio Vaticano II, el diálogo con los judíos respecto a otras

religiones.

2. Kerigma y Didaché

Al inicio de la Iglesia era clara la distinción entre kerigma y didaché. El kerigma, que Pablo llama también “el

evangelio”, se refería a la obra de Dios en Cristo Jesús, el misterio pascual de la muerte y resurrección, y

consistía en fórmulas breves de fe, como la que se puede deducir del discurso de Pedro en el día de

Pentecostés: “Ustedes lo mataron clavándole en la cruz, Dios le resucitó y lo ha constituído Señor” (cf. Hch. 2,

23-36), o también: “Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le

resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm. 10,9).

La didaché indicaba, en cambio, la enseñanza sucesiva a la llegada de la fe, el desarrollo y la formación

completa del creyente. Estaban convencidos (especialmente Pablo) que la fe, como tal, germinaba solo en

presencia del kerigma. Este no era un resumen de la fe o una parte de la misma, sino la semilla de la cual

nace todo lo demás. También los cuatro evangelios fueron escritos más tarde, precisamente con el fin de

explicar el kerigma.

Incluso el más antiguo núcleo del credo hacía referencia a Cristo, de quien metía en luz el doble componente:

humano y divino. Un ejemplo de ello es considerado el verso de la Carta a los Romanos que habla de Cristo

“nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad,

por su resurrección de entre los muertos” (Rm. 1,3-4 ). Pronto este núcleo primitivo, o credo cristológico, fue

incluido en un contexto más amplio como el segundo artículo del símbolo de la fe. Nacen, incluso por

exigencias relativas al bautismo, los símbolos trinitarios llegados hasta nosotros.

Este proceso es parte de lo que Newman llama “el desarrollo de la doctrina cristiana”; es una riqueza, no un

alejamiento de la fe original. Nos corresponde a nosotros hoy en día –y en primer lugar a los obispos, a los

predicadores, a los catequistas–, distinguir el carácter “aparte” del kerigma como momento germinal de la fe.

En una ópera, para retomar la metáfora musical, está el recitado y el cantado; y en el cantado están los

“agudos” que conmueven a la audiencia y provocan emociones fuertes, a veces incluso escalofríos. Ahora

sabemos cuál es el agudo de cada catequesis.


Nuestra situación ha vuelto a ser la misma que en el tiempo de los apóstoles. Ellos tenían ante sí un mundo

precristiano para predicar el evangelio; nosotros tenemos ante nosotros, al menos en cierta medida y en

algunos sectores, un mundo poscristiano para reevangelizar. Tenemos que regresar a su método, sacar a la

luz “la espada del Espíritu”, que es el anuncio, en Espíritu y poder, de Cristo muerto por nuestros pecados y

resucitado para nuestra justificación (cf. Rm. 4,25).

El kerigma no es solo el anuncio de algunos hechos o verdades de fe claramente definidas; es también una

atmósfera espiritual que se puede crear según lo que se diga, un contexto en el que todo se dispone. Está en

el que anuncia, mediante su fe, permitirle al Espíritu Santo crear esta atmósfera.

Entonces, nos preguntamos, ¿cuál es el sentido del CEC? Lo mismo que en la Iglesia apostólica fue la

didaché: formar la fe, dándole un contenido, mostrando sus exigencias éticas y prácticas, volviéndola una fe

que “actúa por la caridad” (cf. Ga. 5,6). Lo clarifica bien un párrafo del mismo CEC. Después de recordar el

principio tomista de que “la fe no termina en las formulaciones, sino en la realidad”, añade:

“Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten

expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más”3.

Esta es la importancia del adjetivo “católico” en el título del libro. La fuerza de algunas iglesias no católicas es

poner todo el énfasis en el momento inicial, en la llegada a la fe, en la adhesión al kerigma y en la aceptación

de Jesús como Señor, visto, todo esto, como un “nacer de nuevo”, o como “una segunda conversión”. Sin

embargo, esto puede convertirse en una limitación, si se detiene en eso y todo sigue girando en torno a eso.

Nosotros los católicos tenemos algo que aprender de estas iglesias, pero también tenemos mucho que dar.

En la Iglesia católica esto es el comienzo, no el final de la vida cristiana. Después de esa decisión, se abre el

camino hacia el crecimiento y la plenitud de la vida cristiana y, gracias a su riqueza sacramental, al magisterio,

al ejemplo de muchos santos, la Iglesia católica se encuentra en una posición privilegiada para llevar a los

creyentes a la perfección de la vida de fe.

El papa escribe en la citada carta Porta Fidei:

“A partir de la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los maestros de la teología a los santos que

han pasado a través de los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de las muchas maneras en

que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina para dar certeza a los creyentes en su

vida de fe.”

3. La unción de la fe
He hablado del kerigma como del “agudo” de la catequesis. Pero para producir este agudo no es suficiente

levantar el tono de la voz, se necesita más. “Nadie puede decir ‘¡Jesús es Señor!’ [¡esto es, por excelencia, el

agudo!] sino en el Espíritu Santo” (1 Co. 15,3). El evangelista Juan hace una aplicación del tema de la unción,

que se presenta particularmente actual en este Año de la fe. Él escribe:

“Ustedes tienen la unción del Santo, y todos ustedes lo saben [...] La unción que de él han recibido permanece

en ustedes, y no necesitan que nadie se lo enseñe. Pero como su unción les enseña acerca de todas las

cosas –y es verdadera y no es mentirosa–, como les ha enseñado, permanezcan en él” (1 Jn. 2, 20.27).

El autor de esta unción es el Espíritu Santo, como se deduce del hecho de que en otra parte, la función de

“enseñar todas las cosas” es atribuida al Paráclito como “Espíritu de verdad” (Jn. 14, 26). Se trata, como

escriben diferentes Padres, de una “unción de la fe”: “La unción que viene del Santo –escribe Clemente de

Alejandría–, se realiza en la fe”; “La unción es la fe en Cristo”, dice otro escritor de la misma escuela4.

En su comentario, Agustín dirige en este sentido, una pregunta al evangelista. ¿Por qué, dice, has escrito tu

carta, si aquellos a los que te dirigías habían recibido la unción que enseña acerca de todo, y no tenían

necesidad de que nadie les instruyese? ¿Por qué este nuestro mismo hablar e instruir a los fieles? Y he aquí

su respuesta, basada en el tema del maestro interior:

“El sonido de nuestras palabras golpea el oído, pero el verdadero maestro está dentro [...] Yo he hablado a

todos, pero aquellos a los que no habla esa unción, a aquellos que el Espíritu no instruye internamente, se

van sin haber aprendido nada [...] Por tanto, es el maestro interior el que realmente enseña; es Cristo, es su

inspiración la que enseña.”5

Hay una necesidad de instrucción desde fuera, necesitamos maestros; pero sus voces penetran en el corazón

solo si se le añade aquella interior del Espíritu. “Y nosotros somos testigos de estos hechos, y también el

Espíritu Santo que ha dado a los que le obedecen” (Hch. 5,32). Con estas palabras, pronunciadas ante el

Sanedrín, el apóstol Pedro no solo afirma la necesidad del testimonio interno del Espíritu, sino también indica

cuál es la condición para recibirlo: la voluntad de obedecer, de someterse a la Palabra.

Es la unción del Espíritu Santo que hace pasar de los enunciados de la fe a su realidad. El evangelista Juan

habla de un creer que es también conocer: “Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios

nos tiene” (1 Jn. 4,16). “Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn. 6, 69). “Conocer”, en

este caso, como en general en toda la Escritura, no significa lo que hoy significa para nosotros, es decir, tener

la idea o el concepto de una cosa. Significa experimentar, entrar en relación con la cosa o con la persona. La

afirmación de la Virgen: “Yo no conozco varón”, no quería decir que no sé lo que es un hombre…
Fue un caso de evidente unción de fe lo que Pascal experimentó en la noche del 23 de noviembre de 1654 y

que fijó con cortas frases exclamativas en un texto encontrado después de su muerte, cosido en el interior de

su chaqueta:

“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni eruditos. Certeza. Certeza.

Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo [...] Se le encuentra solamente en los caminos del Evangelio. [...]

Alegría, alegría. Alegría, lágrimas de alegría. [...] Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios

verdadero, y aquel a quien tú has enviado: Jesucristo”.6

La unción de la fe se da generalmente cuando, sobre una palabra de Dios o sobre una declaración de fe, cae

repentinamente la iluminación del Espíritu Santo, por lo general acompañado por una fuerte emoción. Me

acuerdo que un año, en la fiesta de Cristo Rey, escuchaba en la primera lectura de la misa la profecía de

Daniel sobre el Hijo del Hombre:

“Yo seguía mirando, y en la visión nocturna, vi venir sobre las nubes del cielo alguien parecido al Hijo del

hombre, que se dirigió hacia el anciano y fue presentado ante él. Le dieron poder, honor y reino y todos los

pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su reino no será destruido” (Dn.

7,13-14).

El Nuevo Testamento, se sabe, ha visto realizada la profecía de Daniel en Jesús; él mismo ante el Sanedrín,

la hace suya (cf. Mt. 26, 64); una frase del texto ha entrado incluso en el Credo: “y su reino no tendrá fin”,

(“cuius regnum non erit finis”).

Yo sabía, por mis estudios, todo esto, pero en ese momento era otra cosa. Era como si la escena tuviera lugar

allí, ante mis ojos. Sí, el Hijo del hombre que avanzaba era él, Jesús. Todas las dudas y las explicaciones

alternativas de los eruditos, que también conocía, me parecían, en ese momento, excusas para no creer.

Experimentaba, sin saberlo, la unción de la fe.

En otra ocasión (creo que he compartido ya esta experiencia en el pasado, pero ayuda a entender el asunto

presente), asistía a la Misa de Gallo presidida por Juan Pablo II en San Pedro. Llegó el momento del canto de

la Calenda, es decir, la proclamación solemne del nacimiento del Salvador, presente en el Martirologio antiguo

y reintroducida en la liturgia de Navidad después del Concilio Vaticano II:

“Muchos siglos después de la creación del mundo… Trece siglos después del Éxodo de Egipto… En la

centésima nonagésima quinta Olimpiada, en el año 752 de la fundación de Roma… En el quadragésimo

segundo año del imperio de César Augusto, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, habiendo sido
concebido por obra del Espíritu Santo, después de nueve meses, nació en Belén de Judea, de la Virgen

María, hecho hombre”.

Al llegar a estas últimas palabras sentí una repentina claridad interior, por lo que recuerdo haber dicho a mí

mismo: “¡Es cierto! ¡Es verdad todo esto que se canta! No son solo palabras. El Eterno entra en el tiempo. El

último evento de la serie rompió la serie; ha creado un “antes” y un “después” irreversibles; el cómputo del

tiempo que antes tenía lugar en relación a diferentes eventos (los Juegos Olímpicos tales, el reino de aquel),

ahora se lleva a cabo en relación con un evento único”: antes de él, después de él. Una conmoción repentina

me atravesó totalmente, y sólo pude decir: “¡Gracias, Santísima Trinidad, y también gracias a ti, Santa Madre

de Dios!”.

La unción del Espíritu Santo también produce un efecto, por así decirlo, “colateral” en el que anuncia: le hace

experimentar la alegría de anunciar a Cristo y su Evangelio. Transforma la tarea de la evangelización de solo

incumbencia y deber, a un honor y un motivo de gozo. Es la alegría que conoce bien el mensajero que lleva a

una ciudad sitiada, el anuncio de que el asedio fue levantado; o el heraldo que en la antigüedad corría por

delante, para llevarle a la gente el anuncio de una victoria decisiva obtenida en el campo de su propio ejército.

La “buena noticia”, incluso antes de que al destinatario que la recibe, hace feliz al que la porta.

La visión de Ezequiel del rollo que se come, ha sucedido una vez en la historia en el sentido literal y no solo

metafóricamente. Fue cuando el libro de la palabra de Dios ha resumido en una sola Palabra, el Verbo. El

Padre lo ha portado a María; María lo ha acogido, ha llenado de él, incluso físicamente, su vientre, y luego se

lo dio al mundo. Ella es el modelo de todo evangelizador y de todo catequista. Nos enseña a llenarnos con

Jesús para darlo a los otros. María concibió a Jesús “por obra del Espíritu Santo”, y así debe ser en cada

predicador.

El santo padre concluye su carta de convocatoria al Año de la fe con una referencia a la Virgen: “Confiamos,

escribe, a la Madre de Dios, proclamada “bendita” porque” ha creído” (Lc. 1,45), este tiempo de gracia”7. Le

pedimos que nos obtenga la gracia de experimentar, en este año, muchos momentos de unción de la fe.

“Virgo Fidelis, ora pro nobis.” Virgen creyente, ruega por nosotros.

Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.

1 Benedicto XVI, Carta apost. Porta Fidei, n.11

2 S. Tomàs de Aquino, Summa theologiae, II-II, 1,2,ad 2; cit. in CCC, n.170.

3 CEC, n. 170
4 Clemente Al. Adumbrationes in 1 Johannis (PG 9, 737B); Homéliies paschales (SCh 36, p.40): testi citati da

I. de la Potterie, L’unzione del cristiano con la fede, in Biblica 40, 1959, 12-69.

5 S. Agostino, Comentario a la Primera Carta de Juan 3,13 (PL 35, 2004 s).

6 B. Pascal, Memorial, ed. Brunschvicg.

7 “Porta fidei”, nr. 15.


Secunda predica di Adviento

1. El Concilio: hermenéutica de la ruptura y de la continuidad

En esta meditación querría reflexionar sobre el segundo motivo de celebración de este año: el 50º aniversario

del Concilio Vaticano II.

En las últimas décadas se han multiplicado los intentos de trazar un balance de los resultados del Concilio

Vaticano II . No es el caso de continuar en esta línea, ni, por otra parte, lo permitiría el tiempo a disposición.

Paralelamente a estas lecturas analíticas ha existido, desde los años mismos del Concilio, una evaluación

sintética, o en otras palabras, la investigación de una clave de lectura del acontecimiento conciliar. Yo quisiera

insertarme en este esfuerzo e intentar, incluso, una lectura de las distintas claves de lectura.

Fueron básicamente tres: actualización, ruptura, novedad en la continuidad. Juan XXIII, al anunciar al mundo

el concilio, usó repetidamente la palabra «aggiornamento = actualización», que gracias a él entró en el

vocabulario universal. En su discurso de apertura del Concilio dio una primera explicación de lo que entendía

con este término:

«El Concilio Ecuménico XXI quiere transmitir la doctrina católica pura e íntegramente, sin atenuaciones ni

deformaciones, [...]. Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos

preocupara su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que exige nuestro

tiempo, prosiguiendo el camino que recorre la Iglesia desde hace veinte siglos [...]. Es necesario que esta

doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga

según las exigencias de nuestro tiempo» .

Sin embargo, a medida que progresaban los trabajos y las sesiones del Concilio, se delinearon dos facciones

opuestas según que, de las dos necesidades expresadas por el Papa, se acentuara la primera o la segunda:

es decir, la continuidad con el pasado, o la novedad respecto de éste. En el seno de estos últimos, la palabra

aggiornamento terminó siendo sustituida por la palabra ruptura. Pero con un espíritu y con intenciones muy

diferentes, dependiendo de su orientación. Para el ala llamada progresista, se trataba de una conquista que

había que saludar con entusiasmo; para el frente opuesto, se trataba de una tragedia para toda la Iglesia.

Entre estos dos frentes —coincidentes en la afirmación del hecho, pero opuestos en el juicio sobre él—, se

sitúa la posición del Magisterio papal que habla de «novedad en la continuidad». Pablo VI, en la Ecclesiam

suam, retoma la palabra aggiornamento de Juan XXIII, y dice que la quiere tener presente como «dirección

programática» . Al inicio de su pontificado, Juan Pablo II confirmó el juicio de su predecesor y, en varias

ocasiones, se expresó en la misma línea. Pero ha sido sobre todo el actual papa Benedicto XVI el que ha
explicado qué entiende el Magisterio de la Iglesia por «novedad en la continuidad». Lo hizo pocos meses

después de su elección, en el famoso discurso programático a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005.

Escuchemos algunos pasajes:

«Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta

ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como

diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. Los problemas de la

recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado

una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha

dado y da frutos. Por una parte existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad

y de la ruptura”; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte

de la teología moderna. […] A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma».

Benedicto XVI admite que ha habido una cierta discontinuidad y ruptura, pero ésta no afecta a los principios y

a las verdades a la base de la fe cristiana, sino a algunas decisiones históricas. Entre éstas enumera la

situación de conflictividad que se ha creado entre la Iglesia y el mundo moderno, que culminó con la condena

en bloque de la modernidad bajo Pío IX, pero también situaciones más recientes, como la creada por los

avances de la ciencia, por la nueva relación entre las religiones con las implicaciones que ello tiene para el

problema de la libertad de conciencia; no en último lugar, la tragedia del Holocausto que imponía un

replanteamiento de la actitud hacia el pueblo judío.

«Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una

cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en

la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus

exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente

escapa a la primera percepción. Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes

niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma».

Si del plano axiológico, es decir, el de los principios y valores, pasamos al plano cronológico, podríamos decir

que el Concilio representa una ruptura y una discontinuidad respecto al pasado próximo de la Iglesia, y

representa, en cambio, una continuidad con respecto a su pasado remoto. En muchos puntos, sobre todo en

el punto central que es la idea de Iglesia, el Concilio ha querido realizar una vuelta a los orígenes, a las

fuentes bíblicas y patrísticas de la fe.

La lectura del Concilio hecha propia por el Magisterio, es decir, la de la novedad en la continuidad, tuvo un
precursor ilustre en el Ensayo sobre desarrollo de la doctrina cristiana del cardinal Newman, definido a

menudo, también por esto, como «el Padre ausente del Vaticano II». Newman demuestra que, cuando se trata

de una gran idea filosófica o de una creencia religiosa, como es el cristianismo,

«no se pueden juzgar desde sus inicios sus virtualidades y metas a las que tiende. [...]. Según las nuevas

relaciones que tenga, surgen peligros y esperanzas y aparecen principios antiguos bajo forma nueva. Ella

muda junto con ellos para permanecer siempre idéntica a sí misma. En un mundo sobrenatural las cosas van

de otra forma, pero aquí en la tierra vivir es cambiar, y la perfección es el resultado de muchas

transformaciones» .

San Gregorio Magno anticipaba, de algún modo, esta convicción cuando afirmaba que la Escritura cum

legentibus crescit, «crece con aquellos que la leen» ; es decir, crece a fuerza de ser leída y vivida, a medida

que surgen nuevas solicitudes y nuevos desafíos por la historia. La doctrina de la fe cambia, por tanto, pero

para permanece fiel a sí misma; muda en las coyunturas históricas, para no cambiar en la sustancia, como

decía Benedicto XVI.

Un ejemplo banal, pero indicativo, es el de la lengua. Jesús hablaba la lengua de su tiempo; no el hebreo, que

era la lengua noble y de las Escrituras (¡el latín del tiempo!), sino el arameo hablado por la gente. La fidelidad

a este dato inicial no podía consistir, y no consistió, en seguir hablando en arameo a todos los futuros oyentes

del Evangelio, sino en hablar griego a los griegos, latín a los latinos, armenio a los armenios, copto a los

coptos, y así siguiendo hasta nuestros días. Como decía Newman, es precisamente cambiando como a

menudo se es fiel al dato originario.

2. La carta mata, el espíritu de la vita

Con todo el respeto y la admiración debidos a la inmensa y pionera contribución del cardenal Newman, a

distancia de un siglo y medio de su ensayo y con lo que el cristianismo ha vivido entretanto, no se puede, sin

embargo, dejar de señalar también una laguna en el desarrollo de su argumento: la casi total ausencia del

Espíritu Santo. En la dinámica del desarrollo de la doctrina cristiana, no se tiene en cuenta suficientemente: el

papel preponderante que Jesús había reservado al Paráclito en la revelación de esas verdades que los

apóstoles no podían entender en el momento y para conducir a la Iglesia «a la verdad plena» (Jn 16, 12-13).

¿Qué es lo que permite hablar de novedad en la continuidad, de permanencia en el cambio, si no es

precisamente la acción del Espíritu Santo en la Iglesia? Lo había entendido perfectamente san Ireneo cuando

afirma que la revelación es como un «depósito precioso contenido en una vasija valiosa que, gracias al

Espíritu de Dios, rejuvenezca siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que lo contiene» . El Espíritu
Santo no dice palabras nuevas, no crea nuevos sacramentos, nuevas instituciones, pero renueva y vivifica

constantemente las palabras, los sacramentos y las instituciones creadas por Jesús. No hace cosas nuevas,

pero, ¡hace nuevas las cosas!

La insuficiente atención al papel del Espíritu Santo explica muchas de las dificultades que se han creado en la

recepción del Concilio Vaticano II. La tradición, en nombre de la cual algunos han rechazado el concilio, era

una Tradición donde el Espíritu Santo no jugaba ningún papel. Era un conjunto de creencias y prácticas fijado

una vez para siempre, no la onda de la predicación apostólica que avanza y se propaga en los siglos y que,

como toda onda, sólo se puede captar en movimiento. Congelar la Tradición y hacerla partir o terminar en un

cierto punto, significa hacer de ella una tradición muerta y no como la define Ireneo, una «Tradición viva».

Charles Péguy expresa, como poeta, esta gran verdad teológica:

«Jesús no nos ha dado palabras muertas

que nosotros debamos encerrar en pequeñas cajas (o en grandes),

y que debamos conservar en aceite rancio…

Como las momias de Egipto.

Jesucristo, niña,

no nos ha dado conservas de palabras que haya que conservar.

Sino que nos ha dado palabras vivas para alimentar…

De nosotros depende, enfermos y carnales,

hacer vivir, alimentar y mantener vivas en el tiempo

esas palabras pronunciadas vivas en el tiempo» .

En seguida hay que decir, sin embargo, que también en el lado del extremismo opuesto las cosas no iban de

modo distinto. Aquí se hablaba gustosamente del «espíritu del Concilio», pero no se trataba,

lamentablemente, del Espíritu Santo. Por «espíritu del Concilio» se entendía ese mayor impulso, valentía

innovadora, que no habría podido entrar en los textos del Concilio por las resistencias de algunos y de los

compromisos necesarios entre las partes.

Querría tratar ahora de explicar lo que me parece que es la verdadera clave de lectura neumatológica del

Concilio, es decir, cuál es el papel del Espíritu Santo en la actuación del Concilio. Retomando un pensamiento

audaz de san Agustín a propósito del dicho paulino sobre la letra y el espíritu (2 Cor 3,6) San Tomás de

Aquino escribe:

«Por letra se entiende cualquier ley escrita que queda fuera del hombre, también los preceptos morales
contenidos en el Evangelio; por lo cual también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la

gracia de la fe que sana» .

En el mismo contexto, el santo Doctor afirma: «La ley nueva es principalmente la misma gracia del Espíritu

Santo que se da a los creyentes» . Los preceptos del Evangelio son también la nueva ley, pero en sentido

material, en cuanto al contenido; la gracia del Espíritu Santo es la ley nueva en sentido formal, porque da la

fuerza para poner en práctica los mismos preceptos evangélicos. Es la que Pablo define como «la ley del

Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rom 8, 2),

Éste es un principio universal que se aplica a cualquier ley. Si incluso los preceptos evangélicos, sin la gracia

del Espíritu Santo, serían «letra que mata», ¿qué decir de los preceptos de la Iglesia, y qué decir, en nuestro

caso, de los decretos del Concilio Vaticano II? La «implementación», o la aplicación del Concilio no tiene

lugar, por lo tanto, de manera inmediata, no hay que buscarla en la aplicación literal y casi mecánica del

Concilio, sino «en el Espíritu», entendiendo con ello el Espíritu Santo y no un vago «espíritu del concilio»

abierto a cualquier subjetivismo.

El Magisterio papal fue el primero en reconocer esta exigencia. Juan Pablo II, en 1981, escribía:

«Toda la labor de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha propuesto e iniciado tan

providencialmente —renovación que debe ser al mismo tiempo “puesta al día” y consolidación en lo que es

eterno y constitutivo para la misión de la Iglesia— no puede realizarse a no ser en el Espíritu Santo, es decir,

con la ayuda de su luz y de su virtud» .

3. ¿Dónde buscar los frutos del Vaticano II

¿Ha existido, en realidad, esto «nuevo Pentecostés»? Un conocido estudioso de Newman, Ian Ker, ha puesto

de relieve la contribución que él puede dar, además de al desarrollo del Concilio, también a la comprensión

del post-Concilio . A raíz de la definición de la infalibilidad papal en el Concilio Vaticano I en 1870, el cardinal

Newman fue llevado a hacer una reflexión general sobre los concilios y sobre el sentido de sus definiciones.

Su conclusión fue que los concilios pueden tener a menudo efectos no pretendidos en el momento por

aquellos que participaron en ellos. Estos pueden ver mucho más en ellos, o mucho menos, de lo que

sucesivamente producirán tales decisiones.

De este modo, Newman no hacía más aplicar a las definiciones conciliares el principio del desarrollo que

había explicado a propósito de la doctrina cristiana en general. Un dogma, toda gran idea, no se comprende

plenamente si no después de que se han visto las consecuencias y los desarrollos históricos; después de que

el río —por usar su imagen— desde el terreno accidentado que lo ha visto nacer, descendiendo, encuentra
finalmente su lecho más amplio y profundo .

Ocurrió así a la definición de la infalibilidad papal que en el clima encendido del momento pareció a muchos

que contenía mucho más de lo que, de hecho, la Iglesia y el Papa mismo dedujeron de ella. No hizo ya inútil

cualquier futuro concilio ecuménico, como alguno temió o esperó en el momento: el Vaticano II es la

confirmación .

Todo esto encuentra una singular confirmación en el principio hermenéutico de Gadamer de la «historia de los

efectos» (Wirkungsgeschichte), según el cual para comprender un texto es preciso tener en cuenta los efectos

que haya producido en la historia, al integrarse en esta historia y dialogando con ella . Es lo que sucede de

forma ejemplar en la lectura espiritual de la Escritura. Ella no explica el texto sólo a la luz de lo que lo ha

precedido, como hace la lectura histórico-filológica con la investigación de las fuentes, sino también a la luz de

lo que lo ha seguido; explica la profecía a la luz de su realización en Cristo, el Antiguo Testamento a la luz del

Nuevo.

Todo esto arroja una singular luz sobre el tiempo del post-Concilio. También aquí las verdaderas realizaciones

se sitúan quizás en una parte diferente hacia la que nosotros mirábamos. Nosotros mirábamos al cambio en

las instituciones, a una diferente distribución del poder, a la lengua a utilizar en la liturgia, y no nos dábamos

cuenta de lo pequeñas que eran estas novedades en comparación con lo que el Espíritu Santo estaba

obrando.

Hemos pensado romper con nuestras manos los odres viejos y nos hemos dado cuenta de que eran más

resistentes y duros que nuestras manos, mientras que Dios nos ofrecía su método de romper los odres viejos,

que consiste en poner en ellos el vino nuevo. Quería renovarlos desde dentro, espontáneamente, no

asaltándolos desde el exterior.

A la pregunta de si ha habido un nuevo Pentecostés, se debe responder sin vacilación: ¡Sí! ¿Cuál es su signo

más convincente? La renovación de la calidad de vida cristiana, allí donde este Pentecostés ha sido acogido.

Todos están de acuerdo en considerar como el hecho más nuevo y más significativo del Vaticano II los dos

primeros capítulos de la Lumen gentium, donde se define a la Iglesia como sacramento y como pueblo de

Dios en camino bajo la guía del Espíritu Santo, animada por sus carismas, bajo la guía de la jerarquía. La

Iglesia como misterio y no solamente institución. Juan Pablo II ha lanzado nuevamente esta visión haciendo

de su aplicación el compromiso prioritario en el momento de entrar en el nuevo milenio .

Nos preguntamos: ¿de dónde ha pasado esta imagen de Iglesia de los documentos a la vida? ¿Dónde ha

tomado «carne y sangre» ? ¿Dónde se vive la vida cristiana según «la ley del Espíritu», con alegría y
convicción, por atracción y no por coacción? ¿Dónde se tiene la palabra de Dios en gran honor, se

manifiestan los carismas y es más sentida el ansia por una nueva evangelización y por la unidad de los

cristianos?

La respuesta ultima a esta pregunta sólo la conoce Dios, pues se trata de un hecho interior que acontece en el

corazón de las personas. Tendríamos que decir del nuevo Pentecostés lo que Jesus decía del reino de Dios:

“Ni se dirá: Vedlo aquí o allá, porque, mirad, el Reino de Dios ya está entre vosotros” (Lc 17,21). Sin embargo,

es posible discernir algunos signos, ayudados también por la sociología religiosa que se ocupa de estos

fenómenos. Desde este punto de vista, la respuesta que se da a aquella pregunta desde varias partes es: ¡en

los movimientos eclesiales!

Pero hay que precisar una cosa en seguida. De los movimientos eclesiales forman parte, si no en la forma sí

en la sustancia, también esas parroquias y comunidades nuevas, donde se vive la misma koinonia y la misma

calidad de vida cristiana. Desde este punto de vista, movimientos, parroquias y comunidades espontáneas no

deben ser vistos en oposición o en competencia entre sí, sino unidos en la realización, en contextos

diferentes, de un mismo modelo de vida cristiana. Entre ellas se deben enumerar también las denominadas

«comunidades de base», al menos aquellas en las que el factor político no ha tomado la ventaja al factor

religioso.

Sin embargo, es necesario insistir en el nombre correcto: movimientos «eclesiales», no movimientos

«laicales». La mayor parte de ellos están formados, no por uno solo, sino por todos los componentes

eclesiales: laicos, ciertamente, pero también obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas. Representan el

conjunto de los carismas, el «pueblo de Dios» de la Lumen gentium. Sólo por razones prácticas (porque ya

existe la Congregación del clero y la de los religiosos) se ocupa de ellos el «Pontificio Consejo de los laicos».

Juan Pablo II veía en estos movimientos y comunidades parroquiales vivas «los signos de una nueva

primavera de la Iglesia» . En el mismo sentido se ha expresado, en varias ocasiones, el papa Benedicto XVI.

En la homilía de la Misa crismal del Jueves Santo de 2012 dijo:

«Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación,

que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la

inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo».

Hablando de los signos de un nuevo Pentecostés, no se puede dejar de mencionar en particular, aunque sólo

fuera por la amplitud del fenómeno, a la Renovación Carismática, o Renovación en el Espíritu. Cuando, por

primera vez, en 1973, uno de los artífices mayores del Vaticano II, el cardinal Suenens, oyó hablar del
fenómeno, estaba escribiendo un libro titulado El Espíritu Santo, fuente de nuestras esperanzas, y esto es lo

que relata en sus memorias:

«Dejé de escribir el libro. Pensé que era una cuestión de la más elemental coherencia prestar atención a la

acción del Espíritu Santo, por lo que pudiera manifestarse de manera sorprendente. Estaba particularmente

interesado en la noticia del despertar de los carismas, por cuanto el Concilio había invocado un despertar

semejante».

Y esto es lo que escribió después de haber comprobado en persona y vivido desde dentro dicha experiencia,

compartida mas tarde por millones de otras personas:

«De repente, san Pablo y los Hechos de los apóstoles parecían hacerse vivos y convertirse en parte del

presente; lo que era auténticamente verdad en el pasado, parece que ocurre de nuevo ante nuestros ojos. Es

un descubrimiento de la verdadera acción del Espíritu Santo que siempre está actuando, tal como Jesús

mismo prometió. Él mantiene su palabra. Es de nuevo una explosión del Espíritu de Pentecostés, una alegría

que se había hecho desconocida para la Iglesia» .

Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades no realizan por cierto todas las potencialidades y las

esperas del Concilio, pero responden a la mas importante de ellas, al menos a los ojos de Dios. No son libres

de debilidades humanas y a veces de fracasos, pero ¿cual grande novedad ha hecho su aparición en la

historia de la Iglesia de manera diferente? ¿No pasó lo mismo cuando, en el siglo XIII, hicieron su aparición

las ordenes mendicantes? También en esta ocasión fueron los Romanos pontífices, sobre todo Inocencio III,

quienes por primeros acogieron la novedad del momento y animaron el resto del episcopado a hacer lo

mismo.

4. Una promesa cumplida

Entonces, nos preguntamos, ¿cuál es el significado del Concilio, entendido como el conjunto de los

documentos producidos por él, la Dei Verbum, la Lumen gentium, Nostra aetate, etc.? ¿Los dejaremos de lado

para esperar todo del Espíritu? La respuesta está contenida en la frase con la que Agustín resume la relación

entre la ley y la gracia: «La ley fue dada para que se buscara la gracia y la gracia fue dada para que se

observara la ley» .

Por tanto, el Espíritu no dispensa de valorar también la letra, es decir, los decretos del Vaticano II; al contrario,

es precisamente él quien empuja a estudiarlos y a ponerlos en práctica. Y, de hecho, fuera del ámbito escolar

y académico donde ellos son materia de debate y de estudio, es precisamente en las realidades eclesiales

recordadas anteriormente donde son tenidos en mayor consideración.


Lo he experimentado yo mismo. Yo me liberé de los prejuicios contra los judíos y contra los protestantes,

acumulados durante los años de formación, no por haber leído Nostra aetate, sino por haber hecho yo

también, en mi pequeñez y por mérito de algunos hermanos, la experiencia del nuevo Pentecostés. Después

descubrí Nostra aetate, igual que descubrí la Dei Verbum después de que el Espíritu hizo nacer en mí el gusto

por la palabra de Dios y el deseo di evangelizar. Pero yo sé que el movimiento es en los dos sentidos: algunos

de la letra ha sido empujados a buscar el Espíritu, otros del Espíritu han sido empujados a observar la ley.

El poeta Thomas S. Eliot escribió unos versos que nos pueden iluminar en el sentido de las celebraciones de

los 50 años del Vaticano II:

«No debemos detenernos en nuestra exploración

y el fin de nuestro explorar

será llegar allí de donde hemos partido

y conocer el lugar por primera vez» .

Después de muchas exploraciones y controversias, somos reconducidos también nosotros a allí de donde

hemos partido, es decir, al acontecimiento del Concilio. Pero todo el trabajo alrededor de él no ha sido en

vano porque, en el sentido más profundo, sólo ahora estamos en condiciones de «conocer el lugar por

primera vez», es decir, de valorar su verdadero significado, desconocido para los mismos Padres del concilio.

Esto permite decir que el árbol crecido desde el Concilio es coherente con la semilla de la que ha nacido. En

efecto, ¿de qué ha nacido el acontecimiento del Vaticano II? Las palabras con las que Juan XXIII describe la

conmoción que acompañó «el repentino florecer en su corazón y en sus labios de la simple palabra concilio» ,

tienen todos los signos de una inspiración profética. En el discurso de clausura de la primera sesión habló del

Concilio como de «un nuevo y deseado Pentecostés, que enriquecerá abundantemente a la Iglesia de

energías espirituales» .

A 50 años de distancia sólo podemos constatar el pleno cumplimiento por parte de Dios de la promesa hecha

a la Iglesia por boca de su humilde servidor, el beato Juan XXIII. Si hablar de un nuevo Pentecostés nos

parece que es por lo menos exagerado, vistos todos los problemas y las controversias surgidos en la Iglesia

después y a causa del Concilio, no debemos hacer otra cosa que ir a releer los Hechos de los apóstoles y

constatar cómo no faltaron problemas y controversias ni siquiera después del primer Pentecostés. ¡Y no

menos encendidos que los de hoy!

[Traducción de Pablo Cerve


Cf. Il Concilio Vaticano II. Recezione e attualità alla luce del Giubileo [R. FISICHELLA ed.] (Ed. San Paolo

2000).

2 Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio, 6,5.

3 Pablo VI, Encíclica Ecclesiam suam, 52; cf. también Insegnamenti di Paolo VI, vol. IX (1971) 318.

4 Juan Pablo II, Audiencia general del 1 agosto de 1979.

5 J.H. Newman, Lo sviluppo della dottrina cristiana (Bologna, Il Mulino 1967) 46s. [trad. esp: Ensayo sobre

desarrollo de la doctrina cristiana (Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 1998)].

6 S. Gregorio Magno, Comentario a Job XX, 1: CCL 143 A, 1003.

7 S. Ireneo, Adv. Haer., III, 24,1.

8 Ch. Péguy, Le Porche du mystère de la deuxième vertu (La Pléiade, París 1975) 588s. [trad. esp. El pórtico

del misterio de la segunda virtud (Encuentro, Madrid 1991)].

9Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 106, a. 2.

10Ibid., q. 106, a. 1; cf. ya Agustín, De Spiritu et littera, 21, 36.

11 Juan Pablo II, Carta apostólica A Concilio Constantinopolitano I, 25 marzo 1981: AAS 73 (1981) 515-527.

12 I. Ker, «Newman, the Councils, and Vatican II»: Communio. International Catholic Review (2001) 708-728.

13 Newman, op. cit. 46.

14Un ejemplo, en mi opinión, aún más claro es lo que ocurrió con el concilio ecuménico de Éfeso del año 431.

La definición de María como la Theotokos, Madre de Dios, en las intenciones del concilio y sobre todo de su

promotor san Cirilo de Alejandría, debía servir únicamente para afirmar la unidad de persona de Cristo. De

hecho, dio pie a la inmensa floración de devoción a la Virgen y a la construcción de las primeras basílicas en

su honor, entre las cuales está la de Santa María la Mayor, en Roma. La unidad de persona de Cristo fue

definida en otro contexto y de manera más equilibrada, en el concilio de Calcedonia del año 451.

15Cf. H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode (Tubinga 1960) [trad. esp. Verdad y método (Sígueme,

Salamanca, 2012)].

16Novo millennio ineunte, 42 ss.

17 I. Ker, art. cit. 727.

18Novo millennio ineunte, 46.

19 L.-J. Suenens, Memories and Hopes (Veritas, Dublín 1992) 267.

20 Agustín, De Spiritu et littera, 19, 34.


Tercera predicación de Adviento: ”Evangelizar a través de la alegría”

Después de reflexionar sobre la gracia del Año de la Fe y sobre el aniversario del Vaticano II, dedicamos esta

última meditación de Adviento al tercer gran tema del año, la evangelización. El papa ha invitado a la Iglesia a

hacer de este año una oportunidad para redescubrir “la alegría del encuentro con Cristo”, la alegría de ser

cristianos. Haciéndome eco de esta exhortación, voy a hablar de cómo evangelizar a través de la alegría. Lo

hago permaneciendo lo más posible, en relación al tiempo litúrgico que vivimos, de modo que sirva también

como preparación para la Navidad.

1. La alegría escatológica

En los “evangelios de la infancia”, Lucas, “inspirado por el Espíritu Santo”, ha conseguido no solo

presentarnos los hechos y los personajes, sino también recrear la atmósfera y el estado de ánimo en que se

vivieron esos acontecimientos. Uno de los elementos más evidentes de este mundo espiritual es la alegría. La

piedad cristiana no se equivocó cuando llamó a los hechos de la infancia de Jesús, los «misterios gozosos»,

misterios de la alegría.

En Zacarías, el ángel promete que habrá “alegría y gozo” por el nacimiento de su hijo y que muchos “se

alegrarán” por él (cf. Lc. 1, 14). Hay una palabra griega que, a partir de este momento, volverá a aparecer en

la boca de varios personajes, como una especie de tono continuo y es el término agallìasis, que significa “la

alegría escatológica por la irrupción del tiempo mesiánico.” Ante el saludo de María, la criatura “exultó de

alegría” en el vientre de Isabel (Lc. 1, 44), preanunciando, por lo tanto, la alegría del “amigo del esposo” por la

presencia del novio (Jn. 3, 29s) . La nota alcanza un primer alto en el grito de María: “¡Mi espíritu se alegra

(egallìasen) en Dios!” (Lc. 1, 47); se extiende a través de la alegría calma de los amigos y de los parientes en

torno a la cuna del Precursor (cf. Lc. 1, 58), para finalmente explotar con toda su fuerza, en el nacimiento de

Cristo, en el grito de los ángeles a los pastores: “Les anuncio una gran alegría” (Lc. 2, 10).

No se trata solo de algunas referencias dispersas de alegría, sino de un ímpetu de alegría calma y profunda

que atraviesa los “evangelios de la infancia” de principio a fin, y se expresa de muchas y diferentes maneras:

en el impulso con el que María se levanta para ir donde Isabel y de los pastores para ir a ver al Niño, en los

gestos humildes y típicos de la alegría, que son las visitas, los augurios, los saludos, las felicitaciones, los

regalos. Pero, sobre todo, se expresa en el estupor y en la gratitud conmovida de estos protagonistas: “¡Dios

ha visitado a su pueblo! [...] ¡Se ha acordado de su santa alianza. Lo que todos los fieles habían pedido –que

Dios recuerde sus promesas–, ¡ya sucedió! Los personajes de los “evangelios de la infancia” parecen

moverse y hablar en la atmósfera del sueño cantado en el Salmo 126, el salmo de la vuelta del exilio:
“Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,

nos parecía que soñábamos:

nuestra boca se llenó de risas

y nuestros labios, de canciones.

Hasta los mismos paganos decían:

«¡El Señor hizo por ellos grandes cosas!».

¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros

y estamos rebosantes de alegría! ”

María hace suya la última expresión de este salmo, cuando exclama, “Ha hecho en mi favor cosas grandes, el

Todopoderoso”. Estamos ante el ejemplo más puro de la “sobria embriaguez” del Espíritu. La suya es una

verdadera “embriaguez” espiritual, pero es “sobria”. No se exaltan, no se preocupan en tener un puesto más o

menos importante en el incipiente Reino de Dios. No se preocupan siquiera en ver el final; Simeón, de hecho,

dice que el Señor ahora puede dejarlo incluso ir en paz, que desaparezca. Lo que importa es que la obra de

Dios avance, no importa si con ellos o sin ellos.

2. De la liturgia a la vida

Pasemos ahora de la Biblia y de la liturgia a la vida, a la cual se dirige siempre la palabra de Dios. La intención

del evangelista Lucas no es solo de narrar, sino también de involucrar a la audiencia y atraerla, como a los

pastores, a una alegre procesión a Belén. “Quien lee estas líneas –dice un exegeta moderno–, está llamado a

compartir la alegría; solo la comunidad concelebrante de los creyentes en Cristo, y de sus fieles, puede estar

a la altura de estos textosi.”

Esto explica por qué los evangelios de la infancia tienen tan poco que decir a quien busca en ellos sólo la

historia y tienen en cambio tanto que decir a quien busca en ellos también el significado de la historia, como

hace el santo padre en su último volumen sobre Jesús. Hay muchos hechos que acaecieron pero no son

“históricos” en el sentido mas alto del término, porque no han dejado traza en la historia, no han creado nada.

Los hechos relativos al nacimiento de Jesús son hechos históricos en el sentido más fuerte, porque no sólo

acaecieron, sino que incidieron, y en modo determinante, en la historia del mundo.

Regresamos al tema de la alegría. ¿De dónde nace la alegría? La fuente última de la alegría es Dios, la

Trinidad. Pero nosotros estamos en el tiempo y Dios está en la eternidad; ¿cómo puede fluir la alegría entre

estos dos planos así distantes? De hecho, si escudriñamos mejor la Biblia, descubrimos que la fuente

inmediata de la alegría está en el tiempo: es el actuar de Dios en la historia. ¡Dios que actúa! En el punto
donde “cae” una acción divina, se produce como una vibración y una ola de alegría que se extiende, después,

por generaciones, incluso –en el caso de las acciones dadas por la revelación–, para siempre.

La acción de Dios es, cada vez, un milagro que llena de maravilla el cielo y la tierra: “¡Alégrate cielo; Yahvé lo

ha hecho! –dice el profeta–, ¡clamen , profundidades de la tierra!” (Is. 44, 23; 49, 13). La alegría que viene del

corazón de María y de los otros testigos de los inicios de la salvación, se basa toda ella en este motivo: ¡Dios

ha auxiliado a Israel! ¡Dios ha actuado! ¡Ha hecho cosas grandes!

¿Cómo puede, esta alegría por la acción de Dios, alcanzar a la Iglesia de hoy y contagiarla? Lo hace, en

primer lugar, a través de la memoria, en el sentido de que la Iglesia “recuerda” las maravillas de Dios en su

favor. La Iglesia está invitada a hacer suyas las palabras de la Virgen, “Ha hecho en mi favor cosas grandes,

el Todopoderoso”. El Magnificat es el cántico que María cantó primero, como corifea, y ha dejado a la Iglesia

que la prolongue por los siglos. ¡Grandes cosas ha hecho, en realidad, el Señor por la Iglesia, en estos veinte

siglos!

Tenemos, en cierto sentido, más razones objetivas para regocijarnos, de las que tenían Zacarías, Simeón, los

pastores y, en general, toda la Iglesia primitiva. Esta comenzó “esparciendo la semillapara la siembra”, como

lo dice el Salmo 126 mencionado anteriormente; había recibido las promesas: “¡Yo estoy con ustedes!” y los

encargos: “¡Vayan por todo el mundo!”. Nosotros hemos visto el cumplimiento. La semilla creció, el árbol del

Reino se ha hecho inmenso. La Iglesia de hoy es como el sembrador que “vuelve con alegría, trayendo sus

gavillas”.

¡Cuántas gracias, cuántos santos, cuánta sabiduría de doctrina y riqueza de instituciones, cuánta salvación

obrada en ella y por ella! ¿Cuál palabra de Cristo no ha encontrado su perfecto cumplimiento? Ha encontrado

cierto cumplimiento la palabra:”En el mundo tendrán tribulación” (Jn. 16, 33), pero también la ha encontrado

las palabras: “Las puertas del infierno no prevalecerán” (Mt. 16, 18).

¿Con derecho puede la Iglesia hacer suyo, ante las filas sinnúmero de sus hijos, la maravilla de la antigua

Sión y decir: “¿Quién me ha dado a luz a estos? Yo no tenía hijos y era estéril; ¿y a estos quién los crió?” (Is.

49, 21). ¿Quién, mirando hacia atrás con los ojos de la fe, no ve cumplidas perfectamente en la Iglesia las

palabras proféticas dirigidas a la nueva Jerusalén, reconstruida después del exilio?: “Alza los ojos en torno y

mira: todos se reúnen y vienen a ti; tus hijos vienen de lejos [...]. Tus puertas, siempre abiertas, [...] para que

entren a ti las riquezas de los pueblos” (Is. 60, 4.11).

¡Cuántas veces la Iglesia ha tenido que ampliar, en estos veinte siglos –aunque si no siempre, sí ha sucedido

con prontitud y sin resistencia–, el “espacio de su tienda”, es decir, la capacidad de acoger, para dejar entrar
la riqueza humana y cultural de los diversos pueblos! Para nosotros, hijos de la Iglesia que nos nutrimos “por

la abundancia de su pecho”, se nos dirige la invitación del profeta a alegrarnos por la Iglesia, a “llenarnos de

alegría por ella”, después de haber asistido a su duelo (cf. Is. 66,10).

La alegría por la acción de Dios llega, por lo tanto a nosotros, los creyentes de hoy, a través de la memoria,

porque vemos las grandes cosas que Dios ha hecho por nosotros en el pasado. Pero nos llega también de

otra manera no menos importante: a través de la presencia, ya que constatamos que incluso ahora, en el

presente, Dios está obrando entre nosotros, en la Iglesia.

Si la Iglesia quiere encontrar, en medio de todas las angustias y las tribulaciones que la afligen, la vía del

coraje y de la alegría, debe abrir bien los ojos sobre lo que Dios está haciendo hoy en ella. El dedo de Dios,

que es el Espíritu Santo, está escribiendo todavía en la Iglesia y en las almas y está escribiendo historias

maravillosas de santidad, de tal manera que un día –cuando desaparezca todo lo negativo y el pecado–,

harán, tal vez, ver a nuestro tiempo con asombro y santa envidia.

¿Actuando así, cerramos quizá los ojos a los tantos males que afligen a la Iglesia y a las traiciones de tantos

de sus ministros? No, pero desde el momento en que el mundo y sus medios de comunicación no destacan,

de la Iglesia, sino estas cosas, es bueno por una vez elevar la mirada y ver también su lado luminoso, su

santidad.

En cada época –incluso en la nuestra–, el Espíritu dice a la Iglesia, como en la época del Deuteroisaías: “Pues

desde ahora te cuento novedades , secretos que no conocías; cosas creadas ahora, no antes, que hasta

ahora no habías oído” (Is. 48, 6-7). ¿No es una “cosa nueva y secreta”, este poderoso aliento del Espíritu que

reanima el pueblo de Dios y despierta en medio de este, carismas de todo tipo, ordinarios y extraordinarios?

¿Este amor por la palabra de Dios? ¿Esta participación activa de los laicos en la vida de la Iglesia y en la

evangelización? ¿El compromiso constante del magisterio y de tantas muchas organizaciones en favor de los

pobres y de los que sufren, y el deseo de reparar la unidad rota del Cuerpo de Cristo? ¿En qué época pasada,

la Iglesia ha tenido una serie de papas doctos y santos como desde hace un siglo y medio a hoy, y tantos

mártires de la fe?

3. Una relación diferente entre la alegría y el dolor

Del plano eclesial pasamos al plano existencial y personal. Hace unos años hubo una campaña promovida por

el ala del ateísmo militante, cuyo eslogan publicitario, publicado en el transporte público de Londres, decía:

“Probablemente Dios no existe. Así que deja de atormentarte y disfruta de la vida”: “There’s probably no God.

Now stop worrying and enjoy your life”.


El elemento más insidioso de este slogan no es la premisa “Dios no existe” (que debe ser probado), sino la

conclusión: “¡Disfruta de la vida!”. El mensaje subyacente es que la fe en Dios impide disfrutar de la vida, es

enemiga de la alegría. ¡Sin este habría más felicidad en el mundo! Tenemos que dar una respuesta a esta

insinuación que mantiene alejados de la fe sobre todo a los jóvenes.

Jesús ha obrado, en el plano de la alegría, una revolución de la que es difícil exagerar el alcance y que puede

ser de gran ayuda en la evangelización. Es una idea que creo ya haber dicho en este mismo lugar, pero el

tema lo requiere. Hay una experiencia humana universal: en esta vida placer y dolor se suceden con la misma

regularidad con la que, cuando al alzarse una ola en el mar, le sigue una disminución y un vacío que succiona

al náufrago. “Un no sé qué de amargo –escribió el poeta pagano Lucrecio–, surge del íntimo mismo de cada

placer y nos angustia en medio de las delicias”ii. El uso de drogas, el abuso del sexo, la violencia homicida,

proporcionan la embriaguez del placer, pero conducen a la disolución moral, y a menudo también física, de la

persona.

Cristo ha invertido la relación entre el placer y el dolor. El “por el gozo que se le proponía, soportó la cruz sin

miedo” (Hb. 12,2). Ya no es un placer que termina en sufrimiento, sino un sufrimiento que lleva a la vida y a la

alegría. No se trata solo de una diferente sucesión de las dos cosas; es la alegría, de este modo, la que tiene

la última palabra, no el sufrimiento, y una alegría que durará para siempre. “Cristo, una vez resucitado de

entre los muertos, ya no muere más, y la muerte no tiene ya señorío sobre él” (Rm. 6,9). La cruz termina con

el Viernes Santo, la dicha y la gloria del Domingo de Resurrección se extienden para siempre.

Esta nueva relación entre sufrimiento y placer se refleja incluso en la forma de referirse al tiempo en la Biblia.

En el cálculo humano, el día empieza con la mañana y termina de noche; para la Biblia comienza con la noche

y termina con el día: “Y fue la tarde y fue la mañana del primer día”, dice el relato de la creación (Gn. 1,5).

Incluso en la liturgia, la solemnidad comienza con las vísperas de la vigilia. ¿Qué quiere decir esto? Que sin

Dios, la vida es un día que termina en la noche; con Dios, es una noche (a veces una “noche oscura”), pero

termina en el día, y un día sin ocaso.

Pero hay que evitar una fácil objeción: ¿la alegría es por lo tanto solo después de la muerte? ¿Esta vida no

es, para los cristianos, más que un “valle de lágrimas”? Al contrario, ninguno experimenta en esta vida la

verdadera alegría como los verdaderos creyentes. Se dice que un día un santo clamó a Dios: “¡Basta con la

alegría! Mi corazón no la puede contener más”. Los creyentes, exhorta el Apóstol, son “spe gaudentes”,

gozosos en la esperanza (Rm. 12, 12), que no significa solo que “esperan ser felices” (por supuesto, en el

más allá), sino también que “son felices de esperar”, felices ya ahora, gracias a la esperanza.
La alegría cristiana es interior; no viene desde fuera, sino desde dentro, como algunos lagos alpinos que se

alimentan, no por un río que fluye desde el exterior, sino a partir de una fuente de agua que brota desde su

mismo fondo. Nace del actuar misterioso y presente de Dios en el corazón humano en gracia. Puede hacer

por lo tanto, que se abunde de alegría incluso en los sufrimientos (cf. 2 Co. 7, 4). Es “fruto del Espíritu” (Ga. 5,

22; Rm. 14, 17) y se expresa en la paz del corazón, plenitud de sentido, capacidad de amar y de ser amado, y

por encima de todo, en la esperanza, sin la cual no puede haber alegría.

En 1972, el Consejo de Europa, a propuesta de Herbert von Karajan, adoptó como himno oficial de la Europa

unida el Himno a la Alegría que concluye la Novena Sinfonía de Beethoven. Este es sin duda uno de los picos

de la música mundial, pero la alegría que allí se canta es una alegría deseada, no realizada; es un grito que

se eleva desde el corazón humano, más que una respuesta a la misma.

En el himno de Schiller, que inspiró la letra del mismo, se leen palabras inquietantes: “Aquellos que han tenido

la dicha de tener un amigo o una buena esposa, que ha conocido, aunque sea por una hora, qué cosa es el

amor, estos se acerquen entonces; pero quien no ha sabido nada de todo esto, mejor que se aleje, llorando,

de nuestro círculo”. Como se puede ver, la alegría que los hombres “beben de los pechos de la naturaleza” no

es para todos, sino solo para algunos privilegiados de la vida.

Estamos lejos del lenguaje de Jesús que dice: “Vengan a mí todos los que estan fatigados y sobrecargados, y

yo les daré descanso” (Mt. 11, 28). El verdadero himno cristiano a la alegría es el Magnificat de María. Este

habla de una exultanza (agalliasis) del espíritu por lo que Dios ha hecho en ella, y lo hace para todos los

humildes y los hambrientos de la tierra.

4. Testimoniar la alegría

Esta es la alegría de la que tenemos que dar testimonio. El mundo busca la alegría. “Al solo escucharla

nombrar –escribe san Agustín–, todos se alzan y te miran, por así decirlo, a las manos, para ver si eres capaz

de dar algo a su necesidadiii”. Todos queremos ser felices. Es lo que es común a todos, buenos y malos.

Quien es bueno, es bueno para ser feliz; quién es malo no sería malo sino esperase del poder, para así, ser

feliziv. Si todos amamos la alegría es porque, de alguna manera misteriosa, la hemos conocido; si en realidad

no la hubiésemos conocido –si no fuésemos hechos por ella–, no la amaríamosv. Este anhelo de la alegría es

el lado del corazón humano naturalmente abierto a recibir el “mensaje alegre”.

Cuando el mundo llama a la puerta de la Iglesia –incluso cuando lo hace con violencia y con ira–, es porque

busca la alegría. Los jóvenes sobretodo buscan la alegría. El mundo a su alrededor es triste. La tristeza, por

así decirlo, nos toma de la garganta, en la Navidad más que en el resto del año. No es una tristeza que
depende de la falta de bienes materiales, porque es mucho más evidente en los países ricos que en los

pobres.

En Isaías leemos estas palabras, dirigidas al pueblo de Dios: “Dicen sus hermanos que los odian, que los

rechazan a causa de mi Nombre: que Yahvé muestre su gloria y participemos de su alegría” (Is. 66, 5). El

mismo desafío enfrenta silenciosamente al pueblo de Dios, aún hoy. Una Iglesia melancólica y temerosa no

estaría, por lo tanto, a la altura de su tarea; no podría responder a las expectativas de la humanidad y

especialmente de los jóvenes.

La alegría es el único signo que incluso los no creyentes son capaces de percibir y que puede meterlos

seriamente en crisis. No tanto los argumentos y los reproches. El testimonio más hermoso que una esposa

puede dar a su marido es un rostro que muestre la alegría, porque eso dice, por sí mismo, que él ha sido

capaz de llenar su vida, de hacerla feliz. Este es también el testimonio más hermoso que la Iglesia puede

prestar a su Esposo divino.

San Pablo, dirigiéndole a los cristianos de Filipos aquella invitación a la alegría que da el tono a toda la tercera

semana de Adviento: “Estén siempre alegres en el Señor; se los repito, estén alegres”. explica también cómo

se puede ser testigo, en la práctica, de esta alegría: “Que su afabilidad –dice–, sea conocida de todos los

hombres” (Flp. 4, 4-5). La palabra “afabilidad” traduce aquí un término griego (epieikès), que indica todo un

conjunto de actitudes conformado de misericordia, indulgencia, capacidad de saber ceder, de no ser

obstinado. (¡Es la misma palabra de la que se deriva la palabra epicheia, usada en el derecho!).

Los cristianos dan testimonio, por lo tanto, de la alegría cuando ponen en práctica estas disposiciones;

cuando, evitando cualquier amargura e inútil resentimiento en el diálogo con el mundo y con los demás, saben

irradiar confianza, imitando de esta forma, a Dios, que hace llover su agua también sobre los injustos. Quien

es feliz, por lo general, no es amargo, no siente la necesidad de puntualizar todo y siempre; sabe relativizar

las cosas, porque conoce de algo que es aún más grande. Pablo VI, en su “Exhortación apostólica sobre la

alegría”, escrita en los últimos años de su pontificado, habla de una “visión positiva sobre las personas y sobre

las cosas, fruto de un espíritu humano iluminado y del Espíritu Santo.vi”

Incluso dentro de la Iglesia, no solo hacia los que están fuera, existe una necesidad imperiosa del testimonio

de la alegría. San Pablo dijo de sí mismo y de los demás apóstoles: “No es que pretendamos dominar por

encima de su fe, sino que contribuimos a su gozo” (2 Co. 1, 24). ¡Qué maravillosa definición de la tarea de los

pastores de la Iglesia! Colaboradores de la alegría: aquellos que infunden seguridad a las ovejas del rebaño

de Cristo, los capitanes valientes, con su sola mirada tranquila, alientan a los soldados implicados en la lucha.
En medio de las pruebas y los desastres que afligen a la Iglesia, sobre todo en algunas partes del mundo, los

pastores pueden repetir, incluso hoy en día, esas palabras que Nehemías, un día, después del exilio, dirigió al

pueblo de Israel abatido y en llanto: “No estén tristes ni lloren [...], porque la alegría de Yahvé es su fortaleza”

(Ne 8, 9-10).

Que la alegría del Señor, Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas, sea realmente, nuestra

fuerza, la fuerza de la Iglesia. ¡Feliz Navidad!

Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.

i H. Schürmann, Il Vangelo di Luca, , I, Paideia, Brescia 1983, p. 172.

ii Lucrezio, De rerum natura, IV, 1129 s.

iii Agostino, De ordine, I, 8, 24.

iv Cf Id., Sermone 150, 3, 4 (PL 38, 809).

v Cf Id., Confessioni, X, 20.

vi Paolo VI, Gaudete in Domino, in “L’Osservatore Romano”, 17 maggio 1975

Primera Predicación de Adviento 2013

La intención de estas tres meditaciones de Adviento es prepararnos para la Navidad en compañía de

Francisco de Asís. De él, en esta primera predicación, quisiera destacar la naturaleza de su vuelta al

Evangelio. El teólogo Yves Congar, en su estudio sobre la “Verdadera y falsa reforma en la Iglesia” ve en

Francisco el ejemplo más claro de reforma de la Iglesia por medio de la santidad . Nos gustaría entender en

qué ha consistido su reforma por medio de la santidad y qué comporta su ejemplo en cada época de la Iglesia,

incluida la nuestra.

1. La conversión de Francesco

Para entender algo de la aventura de Francisco es necesario entender su conversión. De tal evento existen,

en las fuentes, distintas descripciones con notables diferencias entre ellas. Por suerte tenemos una fuente

fiable que nos permite prescindir de tener que elegir entre las distintas versiones. Tenemos el testimonio del

mismo Francisco en su testamento, su ipsissima vox, como se dice de las palabras que seguramente fueron

pronunciadas por Jesús en el Evangelio. Dice:


“El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia; en efecto,

como estaba en pecados, me parecía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de

ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se

me tornó en dulzura de alma y de cuerpo; y, después de esto, permanecí un poco de tiempo y salí del siglo”

Y sobre este texto justamente se basan los historiadores, pero con un límite para ellos intransitable. Los

históricos, aun los que tienen las mejores intenciones y los más respetuosos con la peculiaridad de la historia

de Francisco, como ha sido, entre los italianos Raoul Manselli, no consiguen entender el porqué último de su

cambio radical. Se quedan – y justamente por respeto a su método – en el umbral, hablando de un “secreto de

Francisco”, destinado a quedar así para siempre.

Lo que se consigue constatar históricamente es la decisión de Francisco de cambiar su estado social. De

pertenecer a la clase alta, que contaba en la ciudad para la nobleza o riqueza, él eligió colocarse en el

extremo opuesto, compartiendo la vida de los últimos, que no contaban nada, los llamados “menores”,

afligidos por cualquier tipo de pobreza.

Los historiadores insisten justamente sobre el hecho que Francisco, al inicio, no ha elegido la pobreza y

menos aún el pauperismo; ¡ha elegido a los pobres! El cambio está motivado más por el mandamiento; “Ama

a tu prójimo como a ti mismo!, que no por el consejo: “Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y

dáselo a los pobres, luego ven y sígueme”. Era la compasión por la gente pobre, más que la búsqueda de la

propia perfección la que lo movía, la caridad más que la pobreza.

Todo esto es verdad, pero no toca todavía el fondo del problema. Es el efecto del cambio, no la causa. La

elección verdadera es mucho más radical: no se trató de elegir entre riqueza y pobreza, ni entre ricos y

pobres, entre la pertenencia a un clase en vez de a otra, sino de elegir entre sí mismo y Dios, entre salvar la

propia vida o perderla por el Evangelio.

Ha habido algunos (por ejemplo, en tiempos cercanos a nosotros, Simone Weil) que han llegado a Cristo

partiendo del amor por los pobres y ha habido otros que han llegado a los pobres partiendo del amor por

Cristo. Francisco pertenece a estos segundos. El motivo profundo de su conversión no es de naturaleza

social, sino evangélica. Jesús había formulado la ley una vez por todas con una de las frases más solemnes y

seguramente más auténticas del Evangelio: ”Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome

su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la

encontrará” (Mt 16, 24-25)

Francisco, besando al leproso, ha renegado de sí mismo en lo que era más “amargo” y repugnante para su
naturaleza. Se ha hecho violencia a sí mismo. El detalle no se le ha escapado a su primer biógrafo que

describe así el episodio: “Un día se paró delante de él un leproso: se hizo violencia a sí mismo, se acercó y le

besó. Desde eso momento decidió despreciarse cada vez más, hasta que por la misericordia del Redentor

obtuvo plena victoria” .

Francisco no se fue por voluntad propia hacia los leprosos, movido por una compasión humana y religiosa. “El

Señor, escribe, me condujo entre ellos”. Y sobre este pequeño detalle que los historiadores no saben – ni

podrían – dar un juicio, sin embargo, está al origen de todo. Jesús había preparado su corazón de forma que

su libertad, en el momento justo, respondiera a la gracia. Para esto sirvieron el sueño de Spoleto y la pregunta

sobre si prefería servir al siervo o al patrón, la enfermedad, el encarcelamiento en Perugia y esa inquietud

extraña que ya no le permitía encontrar alegría en las diversiones y le hacía buscar lugares solitarios.

Aún sin pensar que se tratara de Jesús en persona bajo la apariencia de un leproso (como harán otros más

tarde, influenciados por el caso análogo que se lee en la vida de san Martín de Tours ), en ese momento el

leproso para Francisco representaba a todos los efectos a Jesús. ¿No había dicho él: “A mí me lo hicisteis?

En ese momento ha elegido entre sí y Jesús. La conversión de Francisco es de la misma naturaleza que la de

Pablo. Para Pablo, a un cierto punto, lo que primero había sido una “ganancia” cambió de signo y se convirtió

en una “pérdida”, “a causa de Cristo” (Fil 3, 5 ss); para Francisco lo que había sido amargo se convirtió en

dulzura, también aquí “a causa de Cristo”. Después de este momento, ambos pueden decir: “Ya no soy yo

quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí”.

Todo esto nos obliga a corregir una cierta imagen de Francisco hecha popular por la literatura posterior y

acogida por Dante en la Divina Comedia. La famosa metáfora de las bodas de Francisco con la señora

Pobreza que ha dejado huellas profundas en el arte y en la poesía franciscanas puede ser engañosa. No se

enamora de una virtud, aunque sea la pobreza; se enamora de una persona. Las bodas de Francisco han

sido, como las de otros místicos, un desposorio con Cristo.

A los compañeros que le preguntaban si pensaba casarse, viéndolo una tarde extrañamente ausente y

luminoso, el joven Francisco respondió: “Tomaré la esposa más noble y bella que hayáis visto”. Esta

respuesta normalmente es mal interpretada. Por el contexto parece claro que la esposa no es la pobreza, sino

el tesoro escondido y la perla preciosa, es decir Cristo. “Esposa, comenta el Celano que habla del episodio, es

la verdadera religión que él abrazó; y el reino de los cielos es el tesoro escondido que él buscó” .

Francisco no se casó con la pobreza ni con los pobres; se casó con Cristo y fue por su amor que se casó, por

así decir “en segundas nupcias”, con la señora Pobreza. Así será siempre en la santidad cristiana. A la base
del amor por la pobreza y por los pobres, o hay amor por Cristo, o lo pobres serán en un modo u otro

instrumentalizados y la pobreza se convertirá fácilmente en un hecho polémico contra la Iglesia o una

ostentación de mayor perfección respecto a otros en la Iglesia, como sucedió, lamentablemente, también a

algunos seguidores del Pobrecillo. En uno y otro caso, se hace de la pobreza la peor forma de riqueza, la de

la propia justicia.

2. Francisco y la reforma de la Iglesia

¿Cómo ocurrió que de un acontecimiento tan íntimo y personal como fue la conversión del joven Francisco,

comience un movimiento que cambió en su tiempo el rostro de la Iglesia y ha influido tan fuertemente en la

historia, hasta nuestros días?

Es necesario mirar la situación de aquel tiempo. En la época de Francisco la reforma de la Iglesia era una

exigencia advertida más o menos conscientemente por todos. El cuerpo de la Iglesia vivía tensiones y

laceraciones profundas. Por una parte estaba la Iglesia institucional – papa, obispos, alto clero – desgastada

por sus continuos conflictos y por su demasiado estrechas alianzas con el imperio. Una Iglesia percibida como

lejana, comprometida en asuntos demasiado más allá de los intereses de la gente. Estaban además las

grandes órdenes religiosas, a menudo prósperas por cultura y espiritualidad después de las varias reformas

del siglo XI, entre estas la Cisterciense, pero inevitablemente identificadas con grandes propietarios de

terrenos, los feudales del tiempo, cercanos y al mismo tiempo lejanos, por problemas y niveles de vida, del

pueblo común.

Había también fuertes tensiones que cada uno buscaba aprovechar para sus propias ventajas. La jerarquía

buscaba responder a estas tensiones mejorando la propia organización y reprimiendo los abusos, tanto en su

interior (lucha contra la simonía y el concubinato de los sacerdotes) como en el exterior, en la sociedad. Los

grupos hostiles intentaban sin embargo hacer explotar las tensiones, radicalizando el contraste con la

jerarquía dando origen a movimientos más o menos cismáticos. Todos izaban contra la Iglesia el ideal de la

pobreza y sencillez evangélica haciendo de esto un arma polémica, más que un ideal espiritual para vivir en la

humildad, llegando a poner en discusión también el ministerio ordenado de la Iglesia, el sacerdocio y el

papado.

Nosotros estamos acostumbrados a ver a Francisco como el hombre providencial que capta estas demandas

populares de renovación, las libera de cualquier carga polémica y las pone en práctica en la Iglesia en

profunda comunión y sometida a esta. Francisco por tanto como una especie de mediador entre los heréticos

rebeldes y la Iglesia institucional. En un conocido manual de historia de la Iglesia así se presenta su misión:
“Dado que la riqueza y el poder de la Iglesia aparecían con frecuencia como una fuente de males graves y los

herejes de la época aprovechaban este argumento como una de las principales acusaciones contra ella, en

algunas almas piadosas se despertó el noble deseo de restaurar la vida pobre de Jesús y de la Iglesia

primitiva, para poder así influir de manera más efectiva en el pueblo con la palabra y con el ejemplo” .

Entre estas almas es colocada naturalmente en primer lugar, junto con santo Domingo, Francisco de Asís. El

historiador protestante Paul Sabatier, si bien tan meritorio sobre los estudios franciscanos, ha vuelto casi

canónica entre los historiadores y no solamente entre aquellos laicos y protestantes, la tesis según la cual el

cardenal Ugolino (el futuro Gregorio IX) habría querido capturar a Francisco para la Curia, neutralizando la

carga crítica y revolucionaria de su movimiento. En práctica el intento de hacer de Francisco, un precursor de

Lutero, o sea un reformador por la vía de la crítica y no por la vía de la santidad.

No se si esta intención se pueda atribuir a alguien de los grandes protectores y amigos de Francisco. Me

parece difícil atribuirla al cardenal Ugolino y aún menos a Inocencio III, del que es conocida la acción

reformadora y el apoyo dado a las diversas formas nuevas de vida espiritual que nacieron en su tiempo,

incluidos los frailes menores, los dominicos, los humillados milaneses. Una cosa de todos modos es

absolutamente segura: aquella intención nunca había rozado la mente de Francisco. Él no pensó nunca de

haber sido llamado a reformar la Iglesia

Hay que tener cuidado de no sacar conclusiones equivocadas de las famosas palabras del Crucifico de San

Damián. “Ve Francisco y repara mi Iglesia, que como ves se está cayendo a pedazos”. Las fuentes mismas

nos aseguran que él entendía estas palabras en el sentido modesto de tener que reparar materialmente la

iglesita de San Damián. Fueron los discípulos y biógrafos que interpretaron – y es necesario decirlo, de

manera correcta- estas palabras como referidas a la Iglesia institución y no sólo a la iglesia edificio. Él se

quedó siempre en la interpretación literaria y de hecho siguió reparando otras iglesitas de los alrededores de

Asís que estaban en ruinas.

También el sueño en el cual Inocencio III habría visto al Pobrecillo sostener con su hombro la iglesia

tambaleante del Laterano no agrega nada nuevo. Suponiendo que el hecho sea histórico (un episodio análogo

se narra también sobre santo Domingo), el sueño fue del papa y no de Francisco. Él nunca se vio como lo

vemos nosotros hoy en el fresco del Giotto. Esto significa ser reformador por la vía de la santidad, serlo sin

saberlo.

3. Francisco y el retorno al evangelio

¿Si no quiso ser un reformador entonces qué quiso ser Francisco? También sobre esto contamos con la
suerte de tener un testimonio directo del Santo en su Testamento:

“Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo

me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y

sencillamente y el señor papa me lo confirmó”.

Alude al momento en el cual, durante una misa, escuchó la frase del Evangelio donde Jesús envía a sus

discípulos: “Les mando anunciar el reino de Dios y a curar a los enfermos. Y le dijo: “No lleves nada para el

viaje: ni bastón, ni bolsa, ni pan, ni dinero, y no tengáis una túnica de recambio”. (Lc 9, 2-3) .

Fue una revelación fulgurante de esas que orienta toda una vida. Desde aquel día fue clara su misión: un

regreso simple y radical al evangelio real, el que vivió y predicó Jesús. Recuperar en el mundo la forma y

estilo de vida de Jesús y de los apóstoles descrito en los evangelios. Escribiendo la regla para sus hermanos

iniciará así:

“La regla y la vida de los frailes menores es esta, o sea observar el santo Evangelio del Señor nuestro

Jesucristo”. Francisco teorizó este descubrimiento suyo, haciendo el programa para la reforma de la iglesia. Él

realizó en sí la reforma y con ello indicó tácitamente a la iglesia la única vía para salir de la crisis: acercarse

nuevamente al evangelio y a los hombres, en particular, a los pobres y humildes.

Este retorno al evangelio se refleja sobre todo en la predicación de Francisco. Es sorprendente pero todos lo

han notado: el Pobrecillo habla casi siempre de “hacer penitencia”. A partir de entonces, narra el Celano, con

gran fervor y exultación comenzó a predicar la penitencia, edificando a todos con la simplicidad de su palabra

y la magnificencia de su corazón. Adonde iba, Francisco decía, recomendaba, suplicaba que hicieran

penitencia.

¿Qué quería decir Francisco con esta palabra que amaba tanto? Sobre esto hemos caído (al menos yo he

caído por mucho tiempo) en un error. Hemos reducido el mensaje de Francisco a una simple exhortación

moral, a un golpearse el pecho, a afligirse y mortificarse para expiar los pecados, mientras esto es mucho mas

profundo y tiene toda la novedad del Evangelio de Cristo. Francisco no exhortaba a hacer “penitencias”, sino a

hacer “penitencia” (¡en singular!) que, como veremos, es otra cosa.

El Pobrecillo, salvo los pocos casos que conocemos, escribía en latín. Y qué encontramos en el texto latino de

su Testamento, cuando escribe: “El Señor me dio, de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a

hacer penitencia”. Encontramos la expresión “poenitentiam agere”. A él se sabe, le gustaba expresarse con

las mismas palabras de Jesús. Y aquella palabra -hacer penitencia- es la palabra con la cual Jesús inició a

predicar y que repetía en cada ciudad y pueblo al que iba.


“Después que Juan fue puesto en la prisión Jesús fue a Galilea, predicando el evangelio de Dios y diciendo: El

tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca , convertíos y creed en el evangelio” (Mc 1,15).

La palabra que hoy se traduce por “convertíos” o “arrepentíos”, en el texto de la Vulgata usado por el

Pobrecillo, sonaba “poenitemini” y en Actos 2, 37 aún más literalmente “poenitentiam agite”, hagan penitencia.

Francisco no hizo otra cosa que relanzar la gran llamada a la conversación con la cual se abre la predicación

de Jesús en el Evangelio y la de los apóstoles en el día de Pentecostés. Lo que él quería decir con

“conversión” no necesitaba que se lo explique: su vida entera lo mostraba.

Francisco hizo en su momento aquello que en la época del concilio Vaticano II se entendía con la frase “abatir

los bastiones”: Romper el aislamiento de la iglesia, llevarla nuevamente al contacto con la gente. Uno de los

factores de oscurecimiento del Evangelio era la transformación de la autoridad entendida como servicio y la

autoridad entendida como poder, lo que había producido infinitos conflictos dentro y fuera de la Iglesia.

Francisco por su parte resuelve el problema en sentido evangélico. En su orden los superiores se llamarán

ministros o sea siervos, y todos los otros frailes, o sea hermanos.

Otro muro de separación entre la Iglesia y el pueblo era la ciencia y la cultura de la cual el clero y los monjes

tenían en práctica el monopolio. Francisco lo sabe y por lo tanto toma la drástica posición que sabemos sobre

este punto. El no es contra la ciencia-conocimiento, sino contra la ciencia-poder, aquella que privilegia a quién

sabe leer sobre quien no sabe leer y le permite mandar con alteridad al hermano: “¡Traedme el breviario!”.

Durante el famoso capítulo de las esteras, en el cual algunos de sus hermanos querían empujarlo a

adecuarse a la actitud de las órdenes cultas del tiempo responde con palabras de fuego que dejan a los frailes

llenos de temor:

“Hermanos, hermanos míos, Dios me ha llamado a caminar en la vía de la simplicidad y me la ha mostrado.

No quiero por lo tanto que me nombren otras reglas, ni la de San Agustín, ni la de San Bernardo o de San

Benedicto. El señor me ha revelado cuál es su querer, que sea un loco en el mundo: esta es la ciencia a la

cual Dios quiere que nos dediquemos. Él les confundirá por medio de vuestra misma ciencia”.

Siempre la misma actitud coherente. Él quiere para sí y para sus hermanos la pobreza más rígida, pero en la

Regla escribe: “Amonesto y exhorto a todos ellos a que no desprecien ni juzguen a quienes ven que se visten

de prendas muelles y de colores y que toman manjares y bebidas exquisitos; al contrario, cada uno júzguese y

despréciese a sí mismo”.

Elige ser un iletrado, pero no condena la ciencia. Una vez que se ha asegurado de que la ciencia no extingue

“el espíritu de la santa oración y devoción”, será él mismo el que permita a Fray Antonio (el futuro santo
Antonio de Padua) que se dedique a la enseñanza de la teología y san Buenaventura no creerá que traiciona

el espíritu del fundador, abriendo la orden a los estudios en las grandes universidades.

Yves Congar ve en esto una de las condiciones esenciales para la “verdadera reforma” en la Iglesia, la

reforma, es decir, que se mantiene como tal y no se transforma en cisma: a saber la capacidad de no

absolutizar la propia intuición, sino permanecer solidariamente con el todo que es la Iglesia. La convicción,

dice el papa Francisco, en su reciente exhortación apostólica Evangelii gaudium, que “el todo es superior a la

parte”.

4. Cómo imitar a Francisco

¿Qué nos dice hoy la experiencia de Francisco? ¿Qué podemos imitar, de él, todos y enseguida? Sea

aquellos a quien Dios llama a reformar la iglesia por la vía de la santidad, sea a aquellos que se sienten

llamados a renovarla por la vía de la crítica, sea a aquellos que él mismo llama a reformarla por la vía del

encargo que cubren. Lo mismo de donde ha comenzado la aventura espiritual de Francisco: su conversión a

Dios, la renuncia a sí mismo. Es así que nacen los verdaderos reformadores, aquellos que cambian

verdaderamente algo en la Iglesia. Los que mueren a sí mismo, o mejor aquellos que deciden seriamente de

morir así mismos, porque se trata de una empresa que dura toda la vida y va aún más allá ella si, como decía

bromeando Santa Teresa de Ávila, nuestro amor propio muere veinte minutos después que nosotros.

Decía un santo monje ortodoxo, Silvano del Monte Athos: “Para ser verdaderamente libre, es necesario

comenzar a atarse a sí mismos”. Hombres como estos son libres de la libertad del Espíritu; nada los detiene y

nada les asusta. Se vuelven reformadores por la vía de la santidad y no solamente debido a su cargo.

¿Pero qué significa la propuesta de Jesús de negarse a sí mismo, ésta se pude aún proponer a un mundo que

habla solamente de autorrealización y autoafirmación? La negación no es un fin en sí mismo, ni un ideal en sí

mismo. Lo cosa más importante es la positiva: “Si alguno quiere venir en pos de mí”; es seguir a Cristo, tener

a Cristo. Decir no a sí mismo es el medio, decir sí a Cristo es el fin. Pablo lo presenta como una especie de

ley del espíritu: “Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Rom 8,13). Esto, como se

puede ver, es un morir para vivir, es lo opuesto a la visión filosófica según la cual la vida humana es “un vivir

para morir” (Heidegger).

Se trata de saber que fundamento queremos dar a nuestra existencia: si nuestro “yo” o “Cristo”; en el lenguaje

de Pablo, si queremos vivir “para nosotros mismos” o “para el Señor” (cf. 2 Cor 5,15; Rom 14, 7-8). Vivir “para

uno mismo” significa vivir para la propia comodidad, la propia gloria, el propio progreso; vivir “para el Señor”

significa colocar siempre en el primer lugar, en nuestras intenciones, la gloria de Cristo, los intereses del
Reino y de la Iglesia. Cada “no”, pequeño o grande, dicho a uno mismo por amor, es un sí dicho a Cristo.

Sólo hay que evitar hacerse ilusiones. No se trata de saber todo sobre la negación cristiana, su belleza y

necesidad; se trata de pasar a la acción, de practicarla. Un gran maestro de espiritualidad de la antigüedad

decía: “Es posible quebrar diez veces la propia voluntad en un tiempo brevísimo; y os digo cómo. Uno está

paseando y ve algo; su pensamiento le dice: “Mira allí”, pero el responde a su pensamiento: “No, no miro”, y

así quiebra su propia voluntad. Después se encuentra con otros que están hablando (lee, hablando mal de

alguien) y su pensamiento le dice: “Di tú también lo que sabes”, y quiebra su voluntad callando” .

Este antiguo Padre, como puede apreciarse, toma todos sus ejemplos de la vida monástica. Pero estos se

pueden actualizar y adaptar fácilmente a la vida de cada uno, clérigos y laicos. Encuentras, si no a un leproso

como Francisco, a un pobre que sabes que te pedirá algo; tu hombre viejo te empuja a cambiar de acera, y sin

embargo tú te violentas y vas a su encuentro, quizás regalándole sólo un saludo y una sonrisa, si no puedes

nada más. Tienes la oportunidad de una ganancia ilícita: dices que no y te has negado a ti mismo. Has sido

contradicho en una idea tuya; picado en el orgullo, quisieras argumentar enérgicamente, callas y esperas: has

quebrado tu yo. Crees haber recibido un agravio, un trato, o un destino inadecuado a tus méritos: quisieras

hacerlo saber a todos, encerrándote en un silencio lleno de reproche. Dices que no, rompes el silencio,

sonríes y retomas el diálogo. Te has negado a ti mismo y has salvado la caridad. Y así sucesivamente.

Un signo de que se está en un buen punto en la lucha contra el propio yo, es la capacidad o al menos el

esfuerzo de alegrarse por el bien hecho o la promoción recibida por otro, como si se tratara de uno mismo:

“Dichoso aquel siervo –escribe Francisco en una de sus Admoniciones- que no se enaltece más por el bien

que el Señor dice y obra por su medio, que por el que dice y obra por medio de otro”.

Una meta difícil (desde luego, ¡no hablo como alguien que lo ha logrado!), pero la vida de Francisco, nos ha

mostrado lo que puede nacer de una negación de uno mismo hecha como respuesta a la gracia. La meta final

es poder decir con Pablo y con él: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí”. Y será la

alegría y la paz plenas, ya en esta tierra. Santo Francisco con su “perfecta alegría”, es un testimonio vivo de la

“alegría que viene del Evangelio,” (Evangelii Gaudium) de qué nos ha hablado papa Francisco.

ivan de vargas

1. Y.Congar, Vera e falsa riforma nella Chiesa, Milano Jaka Book, 1972, p. 194.

2. Celano, Vita Prima, VII, 17 (FF 348).

3.Cf. Celano, Vita Seconda, V, 9 (FF 592).

4.Cf. Celano, Vita prima, III, 7 (FF, 331).


5.Bihhmeyer – Tuckle, II, p. 239.

6.Leyenda de los tres compañeros, VIII.

7.Leyenda Perusina 114.

8.Segunda Regla, cap. II.

9.Congar, op. cit. pp. 177 ss.

10.Doroteo de Gaza, Obras espirituales, I,20 (SCh 92, p.177

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