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1. El libro “comido”
En la predicación a la Casa Pontificia, trato de dejarme guiar, en la elección de temas, por las gracias o los
eventos especiales que la Iglesia vive en un momento dado de su historia. Recientemente tuvimos la
inauguración del Año de la Fe, el quincuagésimo aniversario del Concilio Vaticano II, y el Sínodo sobre la
nueva evangelización y la transmisión de la fe cristiana. Pensé, por lo tanto, desarrollar en el Adviento una
Empiezo con el Año de la Fe. Para no perderme en un tema, la fe, que es tan vasto como el mar, me centro
en un punto de la Carta Porta Fidei del santo padre, precisamente allí donde insta a hacer del Catecismo de la
Iglesia Católica (CEC) (en el vigésimo aniversario de su publicación), el instrumento privilegiado para vivir
“El Año de la Fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos
efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido
en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los maestros de
teología a los santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes
modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los
No hablaré ciertamente sobre el contenido del CEC, de sus divisiones, de sus criterios informativos; sería
como tratar de explicar la Divina Comedia a Dante Alighieri. Prefiero hacer un esfuerzo por mostrar cómo
hacer para que este libro, de instrumento tan silencioso, como un violín bien apoyado sobre un paño de
terciopelo, se transforme en un instrumento que suene y sacuda los corazones. La Pasión de San Mateo de
Bach, permaneció durante un siglo como una partitura escrita, conservada en los archivos de la música, hasta
que en 1829 Felix Mendelssohn en Berlín hizo de ella una ejecución magistral, y desde ese día el mundo se
enteró de qué melodías y coros sublimes, estaban contenidos en aquellas páginas que hasta entonces
permanecian mudas.
Son realidades muy diferentes, es cierto, pero algo así pasa con cada libro que habla de la fe, como es el
CEC: se debe pasar de la partitura a la ejecución, de la página muda a algo vivo que sacuda el alma. La visión
de Ezequiel de la mano extendida sosteniendo un rollo, nos ayuda a entender lo que se requiere para que
esto suceda:
“Yo miré: vi una mano tendida hacia mí, que sostenía un libro enrollado. Lo desenrolló ante mí: estaba escrito
por el anverso y por el reverso; había escrito “Lamentaciones, gemidos y ayes”. Y me dijo: “Hijo de hombre,
come lo que se te ofrece; come este rollo, y ve luego a hablar a la casa de Israel.” Yo abrí mi boca y él me
hizo comer el rollo, y me dijo: “Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy.”Lo comí, y fue
El Sumo Pontífice es la mano que, en este año, ofrece de nuevo a la Iglesia el CEC, diciendo a cada su
miembro: “Toma este libro, cómetelo, llénate el estómago”. ¿Qué significa comerse un libro? No es solo
estudiarlo, analizarlo, memorizarlo, sino hacerlo carne de la propia carne y sangre de la propia sangre,
“asimilarlo”, como se hace con los alimentos que comemos. Transformarlo de fe estudiada, a fe vivida.
Esto no se puede hacer con toda la dimensión del libro, y con todas y cada una de las cosas en ella
contenidas. No se puede hacer analíticamente, sino solo sintéticamente. Me explico. Debemos comprender el
principio que informa y une todo, en suma, el corazón del CEC. ¿Y cuál es ese corazón? No es un dogma, o
una verdad, una doctrina o un principio ético; es una persona: ¡Jesucristo! “Página tras página –escribe el
santo padre a propósito del CEC, en la misma carta apostólica–, resulta que lo que se presenta no es una
Si toda la Escritura, como dice Jesús mismo, habla de él (cf. Jn. 5,39), si está preñada de Cristo y si todo se
resume en él, ¿podría ser de otro modo para el CEC, que, de las Escrituras mismas, quiere ser una
En la Primera parte, dedicada a la fe, el CEC recuerda el gran principio de santo Tomás de Aquino según el
cual “el acto de fe del creyente no se detiene ante el enunciado, sino que alcanza la realidad” (Fides non
terminatur ad enunciabile sed ad rem)2. Ahora, ¿cuál es la realidad, la “cosa” última de la fe? ¡Dios, por
supuesto! Pero no un dios cualquiera que cada uno se retrata a su gusto y voluntad, sino el Dios que se ha
revelado en Cristo, que se “identifica” con él hasta el punto de poder decir: “El que me ha visto a mí, ha visto
al Padre” y “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado”
(Jn. 1,18).
Cuando hablamos de fe “en Jesucristo” no separamos el Nuevo del Antiguo Testamento, no comenzamos la
verdadera fe con la llegada de Cristo a la tierra. Si fuera así, sería como excluir del número de creyentes al
mismo Abraham, a quien llamamos “nuestro padre en la fe” (cf. Rm. 4,16). Al identificar a su Padre con “el
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” (Mt. 22, 32) y con el Dios “de la ley y los profetas” (Mt. 22, 40), Jesús
autentificó la fe judía, mostró su carácter profético, diciendo que ellos hablaban de él (cf. Lc. 24, 27.44; Jn. 5,
46). Esto es lo que hace a la fe judía diferente a los ojos de los cristianos, de cualquier otra fe, y que justifica
la condición especial de que goza, después del Concilio Vaticano II, el diálogo con los judíos respecto a otras
religiones.
2. Kerigma y Didaché
Al inicio de la Iglesia era clara la distinción entre kerigma y didaché. El kerigma, que Pablo llama también “el
evangelio”, se refería a la obra de Dios en Cristo Jesús, el misterio pascual de la muerte y resurrección, y
consistía en fórmulas breves de fe, como la que se puede deducir del discurso de Pedro en el día de
Pentecostés: “Ustedes lo mataron clavándole en la cruz, Dios le resucitó y lo ha constituído Señor” (cf. Hch. 2,
23-36), o también: “Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le
completa del creyente. Estaban convencidos (especialmente Pablo) que la fe, como tal, germinaba solo en
presencia del kerigma. Este no era un resumen de la fe o una parte de la misma, sino la semilla de la cual
nace todo lo demás. También los cuatro evangelios fueron escritos más tarde, precisamente con el fin de
explicar el kerigma.
Incluso el más antiguo núcleo del credo hacía referencia a Cristo, de quien metía en luz el doble componente:
humano y divino. Un ejemplo de ello es considerado el verso de la Carta a los Romanos que habla de Cristo
“nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad,
por su resurrección de entre los muertos” (Rm. 1,3-4 ). Pronto este núcleo primitivo, o credo cristológico, fue
incluido en un contexto más amplio como el segundo artículo del símbolo de la fe. Nacen, incluso por
Este proceso es parte de lo que Newman llama “el desarrollo de la doctrina cristiana”; es una riqueza, no un
alejamiento de la fe original. Nos corresponde a nosotros hoy en día –y en primer lugar a los obispos, a los
predicadores, a los catequistas–, distinguir el carácter “aparte” del kerigma como momento germinal de la fe.
En una ópera, para retomar la metáfora musical, está el recitado y el cantado; y en el cantado están los
“agudos” que conmueven a la audiencia y provocan emociones fuertes, a veces incluso escalofríos. Ahora
precristiano para predicar el evangelio; nosotros tenemos ante nosotros, al menos en cierta medida y en
algunos sectores, un mundo poscristiano para reevangelizar. Tenemos que regresar a su método, sacar a la
luz “la espada del Espíritu”, que es el anuncio, en Espíritu y poder, de Cristo muerto por nuestros pecados y
El kerigma no es solo el anuncio de algunos hechos o verdades de fe claramente definidas; es también una
atmósfera espiritual que se puede crear según lo que se diga, un contexto en el que todo se dispone. Está en
el que anuncia, mediante su fe, permitirle al Espíritu Santo crear esta atmósfera.
Entonces, nos preguntamos, ¿cuál es el sentido del CEC? Lo mismo que en la Iglesia apostólica fue la
didaché: formar la fe, dándole un contenido, mostrando sus exigencias éticas y prácticas, volviéndola una fe
que “actúa por la caridad” (cf. Ga. 5,6). Lo clarifica bien un párrafo del mismo CEC. Después de recordar el
principio tomista de que “la fe no termina en las formulaciones, sino en la realidad”, añade:
“Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten
expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más”3.
Esta es la importancia del adjetivo “católico” en el título del libro. La fuerza de algunas iglesias no católicas es
poner todo el énfasis en el momento inicial, en la llegada a la fe, en la adhesión al kerigma y en la aceptación
de Jesús como Señor, visto, todo esto, como un “nacer de nuevo”, o como “una segunda conversión”. Sin
embargo, esto puede convertirse en una limitación, si se detiene en eso y todo sigue girando en torno a eso.
Nosotros los católicos tenemos algo que aprender de estas iglesias, pero también tenemos mucho que dar.
En la Iglesia católica esto es el comienzo, no el final de la vida cristiana. Después de esa decisión, se abre el
camino hacia el crecimiento y la plenitud de la vida cristiana y, gracias a su riqueza sacramental, al magisterio,
al ejemplo de muchos santos, la Iglesia católica se encuentra en una posición privilegiada para llevar a los
“A partir de la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los maestros de la teología a los santos que
han pasado a través de los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de las muchas maneras en
que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina para dar certeza a los creyentes en su
vida de fe.”
3. La unción de la fe
He hablado del kerigma como del “agudo” de la catequesis. Pero para producir este agudo no es suficiente
levantar el tono de la voz, se necesita más. “Nadie puede decir ‘¡Jesús es Señor!’ [¡esto es, por excelencia, el
agudo!] sino en el Espíritu Santo” (1 Co. 15,3). El evangelista Juan hace una aplicación del tema de la unción,
“Ustedes tienen la unción del Santo, y todos ustedes lo saben [...] La unción que de él han recibido permanece
en ustedes, y no necesitan que nadie se lo enseñe. Pero como su unción les enseña acerca de todas las
cosas –y es verdadera y no es mentirosa–, como les ha enseñado, permanezcan en él” (1 Jn. 2, 20.27).
El autor de esta unción es el Espíritu Santo, como se deduce del hecho de que en otra parte, la función de
“enseñar todas las cosas” es atribuida al Paráclito como “Espíritu de verdad” (Jn. 14, 26). Se trata, como
escriben diferentes Padres, de una “unción de la fe”: “La unción que viene del Santo –escribe Clemente de
Alejandría–, se realiza en la fe”; “La unción es la fe en Cristo”, dice otro escritor de la misma escuela4.
En su comentario, Agustín dirige en este sentido, una pregunta al evangelista. ¿Por qué, dice, has escrito tu
carta, si aquellos a los que te dirigías habían recibido la unción que enseña acerca de todo, y no tenían
necesidad de que nadie les instruyese? ¿Por qué este nuestro mismo hablar e instruir a los fieles? Y he aquí
“El sonido de nuestras palabras golpea el oído, pero el verdadero maestro está dentro [...] Yo he hablado a
todos, pero aquellos a los que no habla esa unción, a aquellos que el Espíritu no instruye internamente, se
van sin haber aprendido nada [...] Por tanto, es el maestro interior el que realmente enseña; es Cristo, es su
Hay una necesidad de instrucción desde fuera, necesitamos maestros; pero sus voces penetran en el corazón
solo si se le añade aquella interior del Espíritu. “Y nosotros somos testigos de estos hechos, y también el
Espíritu Santo que ha dado a los que le obedecen” (Hch. 5,32). Con estas palabras, pronunciadas ante el
Sanedrín, el apóstol Pedro no solo afirma la necesidad del testimonio interno del Espíritu, sino también indica
Es la unción del Espíritu Santo que hace pasar de los enunciados de la fe a su realidad. El evangelista Juan
habla de un creer que es también conocer: “Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios
nos tiene” (1 Jn. 4,16). “Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn. 6, 69). “Conocer”, en
este caso, como en general en toda la Escritura, no significa lo que hoy significa para nosotros, es decir, tener
la idea o el concepto de una cosa. Significa experimentar, entrar en relación con la cosa o con la persona. La
afirmación de la Virgen: “Yo no conozco varón”, no quería decir que no sé lo que es un hombre…
Fue un caso de evidente unción de fe lo que Pascal experimentó en la noche del 23 de noviembre de 1654 y
que fijó con cortas frases exclamativas en un texto encontrado después de su muerte, cosido en el interior de
su chaqueta:
“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni eruditos. Certeza. Certeza.
Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo [...] Se le encuentra solamente en los caminos del Evangelio. [...]
Alegría, alegría. Alegría, lágrimas de alegría. [...] Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios
La unción de la fe se da generalmente cuando, sobre una palabra de Dios o sobre una declaración de fe, cae
repentinamente la iluminación del Espíritu Santo, por lo general acompañado por una fuerte emoción. Me
acuerdo que un año, en la fiesta de Cristo Rey, escuchaba en la primera lectura de la misa la profecía de
“Yo seguía mirando, y en la visión nocturna, vi venir sobre las nubes del cielo alguien parecido al Hijo del
hombre, que se dirigió hacia el anciano y fue presentado ante él. Le dieron poder, honor y reino y todos los
pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su reino no será destruido” (Dn.
7,13-14).
El Nuevo Testamento, se sabe, ha visto realizada la profecía de Daniel en Jesús; él mismo ante el Sanedrín,
la hace suya (cf. Mt. 26, 64); una frase del texto ha entrado incluso en el Credo: “y su reino no tendrá fin”,
Yo sabía, por mis estudios, todo esto, pero en ese momento era otra cosa. Era como si la escena tuviera lugar
allí, ante mis ojos. Sí, el Hijo del hombre que avanzaba era él, Jesús. Todas las dudas y las explicaciones
alternativas de los eruditos, que también conocía, me parecían, en ese momento, excusas para no creer.
En otra ocasión (creo que he compartido ya esta experiencia en el pasado, pero ayuda a entender el asunto
presente), asistía a la Misa de Gallo presidida por Juan Pablo II en San Pedro. Llegó el momento del canto de
la Calenda, es decir, la proclamación solemne del nacimiento del Salvador, presente en el Martirologio antiguo
“Muchos siglos después de la creación del mundo… Trece siglos después del Éxodo de Egipto… En la
segundo año del imperio de César Augusto, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, habiendo sido
concebido por obra del Espíritu Santo, después de nueve meses, nació en Belén de Judea, de la Virgen
Al llegar a estas últimas palabras sentí una repentina claridad interior, por lo que recuerdo haber dicho a mí
mismo: “¡Es cierto! ¡Es verdad todo esto que se canta! No son solo palabras. El Eterno entra en el tiempo. El
último evento de la serie rompió la serie; ha creado un “antes” y un “después” irreversibles; el cómputo del
tiempo que antes tenía lugar en relación a diferentes eventos (los Juegos Olímpicos tales, el reino de aquel),
ahora se lleva a cabo en relación con un evento único”: antes de él, después de él. Una conmoción repentina
me atravesó totalmente, y sólo pude decir: “¡Gracias, Santísima Trinidad, y también gracias a ti, Santa Madre
de Dios!”.
La unción del Espíritu Santo también produce un efecto, por así decirlo, “colateral” en el que anuncia: le hace
incumbencia y deber, a un honor y un motivo de gozo. Es la alegría que conoce bien el mensajero que lleva a
una ciudad sitiada, el anuncio de que el asedio fue levantado; o el heraldo que en la antigüedad corría por
delante, para llevarle a la gente el anuncio de una victoria decisiva obtenida en el campo de su propio ejército.
La “buena noticia”, incluso antes de que al destinatario que la recibe, hace feliz al que la porta.
La visión de Ezequiel del rollo que se come, ha sucedido una vez en la historia en el sentido literal y no solo
metafóricamente. Fue cuando el libro de la palabra de Dios ha resumido en una sola Palabra, el Verbo. El
Padre lo ha portado a María; María lo ha acogido, ha llenado de él, incluso físicamente, su vientre, y luego se
lo dio al mundo. Ella es el modelo de todo evangelizador y de todo catequista. Nos enseña a llenarnos con
Jesús para darlo a los otros. María concibió a Jesús “por obra del Espíritu Santo”, y así debe ser en cada
predicador.
El santo padre concluye su carta de convocatoria al Año de la fe con una referencia a la Virgen: “Confiamos,
escribe, a la Madre de Dios, proclamada “bendita” porque” ha creído” (Lc. 1,45), este tiempo de gracia”7. Le
pedimos que nos obtenga la gracia de experimentar, en este año, muchos momentos de unción de la fe.
“Virgo Fidelis, ora pro nobis.” Virgen creyente, ruega por nosotros.
3 CEC, n. 170
4 Clemente Al. Adumbrationes in 1 Johannis (PG 9, 737B); Homéliies paschales (SCh 36, p.40): testi citati da
I. de la Potterie, L’unzione del cristiano con la fede, in Biblica 40, 1959, 12-69.
5 S. Agostino, Comentario a la Primera Carta de Juan 3,13 (PL 35, 2004 s).
En esta meditación querría reflexionar sobre el segundo motivo de celebración de este año: el 50º aniversario
En las últimas décadas se han multiplicado los intentos de trazar un balance de los resultados del Concilio
Vaticano II . No es el caso de continuar en esta línea, ni, por otra parte, lo permitiría el tiempo a disposición.
Paralelamente a estas lecturas analíticas ha existido, desde los años mismos del Concilio, una evaluación
sintética, o en otras palabras, la investigación de una clave de lectura del acontecimiento conciliar. Yo quisiera
insertarme en este esfuerzo e intentar, incluso, una lectura de las distintas claves de lectura.
Fueron básicamente tres: actualización, ruptura, novedad en la continuidad. Juan XXIII, al anunciar al mundo
vocabulario universal. En su discurso de apertura del Concilio dio una primera explicación de lo que entendía
«El Concilio Ecuménico XXI quiere transmitir la doctrina católica pura e íntegramente, sin atenuaciones ni
deformaciones, [...]. Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos
preocupara su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que exige nuestro
tiempo, prosiguiendo el camino que recorre la Iglesia desde hace veinte siglos [...]. Es necesario que esta
doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga
Sin embargo, a medida que progresaban los trabajos y las sesiones del Concilio, se delinearon dos facciones
opuestas según que, de las dos necesidades expresadas por el Papa, se acentuara la primera o la segunda:
es decir, la continuidad con el pasado, o la novedad respecto de éste. En el seno de estos últimos, la palabra
aggiornamento terminó siendo sustituida por la palabra ruptura. Pero con un espíritu y con intenciones muy
diferentes, dependiendo de su orientación. Para el ala llamada progresista, se trataba de una conquista que
había que saludar con entusiasmo; para el frente opuesto, se trataba de una tragedia para toda la Iglesia.
Entre estos dos frentes —coincidentes en la afirmación del hecho, pero opuestos en el juicio sobre él—, se
sitúa la posición del Magisterio papal que habla de «novedad en la continuidad». Pablo VI, en la Ecclesiam
suam, retoma la palabra aggiornamento de Juan XXIII, y dice que la quiere tener presente como «dirección
ocasiones, se expresó en la misma línea. Pero ha sido sobre todo el actual papa Benedicto XVI el que ha
explicado qué entiende el Magisterio de la Iglesia por «novedad en la continuidad». Lo hizo pocos meses
después de su elección, en el famoso discurso programático a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005.
«Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta
ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como
diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. Los problemas de la
recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado
una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha
dado y da frutos. Por una parte existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad
y de la ruptura”; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte
Benedicto XVI admite que ha habido una cierta discontinuidad y ruptura, pero ésta no afecta a los principios y
a las verdades a la base de la fe cristiana, sino a algunas decisiones históricas. Entre éstas enumera la
situación de conflictividad que se ha creado entre la Iglesia y el mundo moderno, que culminó con la condena
en bloque de la modernidad bajo Pío IX, pero también situaciones más recientes, como la creada por los
avances de la ciencia, por la nueva relación entre las religiones con las implicaciones que ello tiene para el
problema de la libertad de conciencia; no en último lugar, la tragedia del Holocausto que imponía un
«Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una
cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en
la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus
exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente
Si del plano axiológico, es decir, el de los principios y valores, pasamos al plano cronológico, podríamos decir
que el Concilio representa una ruptura y una discontinuidad respecto al pasado próximo de la Iglesia, y
representa, en cambio, una continuidad con respecto a su pasado remoto. En muchos puntos, sobre todo en
el punto central que es la idea de Iglesia, el Concilio ha querido realizar una vuelta a los orígenes, a las
La lectura del Concilio hecha propia por el Magisterio, es decir, la de la novedad en la continuidad, tuvo un
precursor ilustre en el Ensayo sobre desarrollo de la doctrina cristiana del cardinal Newman, definido a
menudo, también por esto, como «el Padre ausente del Vaticano II». Newman demuestra que, cuando se trata
«no se pueden juzgar desde sus inicios sus virtualidades y metas a las que tiende. [...]. Según las nuevas
relaciones que tenga, surgen peligros y esperanzas y aparecen principios antiguos bajo forma nueva. Ella
muda junto con ellos para permanecer siempre idéntica a sí misma. En un mundo sobrenatural las cosas van
de otra forma, pero aquí en la tierra vivir es cambiar, y la perfección es el resultado de muchas
transformaciones» .
San Gregorio Magno anticipaba, de algún modo, esta convicción cuando afirmaba que la Escritura cum
legentibus crescit, «crece con aquellos que la leen» ; es decir, crece a fuerza de ser leída y vivida, a medida
que surgen nuevas solicitudes y nuevos desafíos por la historia. La doctrina de la fe cambia, por tanto, pero
para permanece fiel a sí misma; muda en las coyunturas históricas, para no cambiar en la sustancia, como
Un ejemplo banal, pero indicativo, es el de la lengua. Jesús hablaba la lengua de su tiempo; no el hebreo, que
era la lengua noble y de las Escrituras (¡el latín del tiempo!), sino el arameo hablado por la gente. La fidelidad
a este dato inicial no podía consistir, y no consistió, en seguir hablando en arameo a todos los futuros oyentes
del Evangelio, sino en hablar griego a los griegos, latín a los latinos, armenio a los armenios, copto a los
coptos, y así siguiendo hasta nuestros días. Como decía Newman, es precisamente cambiando como a
Con todo el respeto y la admiración debidos a la inmensa y pionera contribución del cardenal Newman, a
distancia de un siglo y medio de su ensayo y con lo que el cristianismo ha vivido entretanto, no se puede, sin
embargo, dejar de señalar también una laguna en el desarrollo de su argumento: la casi total ausencia del
Espíritu Santo. En la dinámica del desarrollo de la doctrina cristiana, no se tiene en cuenta suficientemente: el
papel preponderante que Jesús había reservado al Paráclito en la revelación de esas verdades que los
apóstoles no podían entender en el momento y para conducir a la Iglesia «a la verdad plena» (Jn 16, 12-13).
precisamente la acción del Espíritu Santo en la Iglesia? Lo había entendido perfectamente san Ireneo cuando
afirma que la revelación es como un «depósito precioso contenido en una vasija valiosa que, gracias al
Espíritu de Dios, rejuvenezca siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que lo contiene» . El Espíritu
Santo no dice palabras nuevas, no crea nuevos sacramentos, nuevas instituciones, pero renueva y vivifica
constantemente las palabras, los sacramentos y las instituciones creadas por Jesús. No hace cosas nuevas,
La insuficiente atención al papel del Espíritu Santo explica muchas de las dificultades que se han creado en la
recepción del Concilio Vaticano II. La tradición, en nombre de la cual algunos han rechazado el concilio, era
una Tradición donde el Espíritu Santo no jugaba ningún papel. Era un conjunto de creencias y prácticas fijado
una vez para siempre, no la onda de la predicación apostólica que avanza y se propaga en los siglos y que,
como toda onda, sólo se puede captar en movimiento. Congelar la Tradición y hacerla partir o terminar en un
cierto punto, significa hacer de ella una tradición muerta y no como la define Ireneo, una «Tradición viva».
Jesucristo, niña,
En seguida hay que decir, sin embargo, que también en el lado del extremismo opuesto las cosas no iban de
modo distinto. Aquí se hablaba gustosamente del «espíritu del Concilio», pero no se trataba,
lamentablemente, del Espíritu Santo. Por «espíritu del Concilio» se entendía ese mayor impulso, valentía
innovadora, que no habría podido entrar en los textos del Concilio por las resistencias de algunos y de los
Querría tratar ahora de explicar lo que me parece que es la verdadera clave de lectura neumatológica del
Concilio, es decir, cuál es el papel del Espíritu Santo en la actuación del Concilio. Retomando un pensamiento
audaz de san Agustín a propósito del dicho paulino sobre la letra y el espíritu (2 Cor 3,6) San Tomás de
Aquino escribe:
«Por letra se entiende cualquier ley escrita que queda fuera del hombre, también los preceptos morales
contenidos en el Evangelio; por lo cual también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la
En el mismo contexto, el santo Doctor afirma: «La ley nueva es principalmente la misma gracia del Espíritu
Santo que se da a los creyentes» . Los preceptos del Evangelio son también la nueva ley, pero en sentido
material, en cuanto al contenido; la gracia del Espíritu Santo es la ley nueva en sentido formal, porque da la
fuerza para poner en práctica los mismos preceptos evangélicos. Es la que Pablo define como «la ley del
Éste es un principio universal que se aplica a cualquier ley. Si incluso los preceptos evangélicos, sin la gracia
del Espíritu Santo, serían «letra que mata», ¿qué decir de los preceptos de la Iglesia, y qué decir, en nuestro
caso, de los decretos del Concilio Vaticano II? La «implementación», o la aplicación del Concilio no tiene
lugar, por lo tanto, de manera inmediata, no hay que buscarla en la aplicación literal y casi mecánica del
Concilio, sino «en el Espíritu», entendiendo con ello el Espíritu Santo y no un vago «espíritu del concilio»
El Magisterio papal fue el primero en reconocer esta exigencia. Juan Pablo II, en 1981, escribía:
«Toda la labor de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha propuesto e iniciado tan
providencialmente —renovación que debe ser al mismo tiempo “puesta al día” y consolidación en lo que es
eterno y constitutivo para la misión de la Iglesia— no puede realizarse a no ser en el Espíritu Santo, es decir,
¿Ha existido, en realidad, esto «nuevo Pentecostés»? Un conocido estudioso de Newman, Ian Ker, ha puesto
de relieve la contribución que él puede dar, además de al desarrollo del Concilio, también a la comprensión
del post-Concilio . A raíz de la definición de la infalibilidad papal en el Concilio Vaticano I en 1870, el cardinal
Newman fue llevado a hacer una reflexión general sobre los concilios y sobre el sentido de sus definiciones.
Su conclusión fue que los concilios pueden tener a menudo efectos no pretendidos en el momento por
aquellos que participaron en ellos. Estos pueden ver mucho más en ellos, o mucho menos, de lo que
De este modo, Newman no hacía más aplicar a las definiciones conciliares el principio del desarrollo que
había explicado a propósito de la doctrina cristiana en general. Un dogma, toda gran idea, no se comprende
plenamente si no después de que se han visto las consecuencias y los desarrollos históricos; después de que
el río —por usar su imagen— desde el terreno accidentado que lo ha visto nacer, descendiendo, encuentra
finalmente su lecho más amplio y profundo .
Ocurrió así a la definición de la infalibilidad papal que en el clima encendido del momento pareció a muchos
que contenía mucho más de lo que, de hecho, la Iglesia y el Papa mismo dedujeron de ella. No hizo ya inútil
cualquier futuro concilio ecuménico, como alguno temió o esperó en el momento: el Vaticano II es la
confirmación .
Todo esto encuentra una singular confirmación en el principio hermenéutico de Gadamer de la «historia de los
efectos» (Wirkungsgeschichte), según el cual para comprender un texto es preciso tener en cuenta los efectos
que haya producido en la historia, al integrarse en esta historia y dialogando con ella . Es lo que sucede de
forma ejemplar en la lectura espiritual de la Escritura. Ella no explica el texto sólo a la luz de lo que lo ha
precedido, como hace la lectura histórico-filológica con la investigación de las fuentes, sino también a la luz de
lo que lo ha seguido; explica la profecía a la luz de su realización en Cristo, el Antiguo Testamento a la luz del
Nuevo.
Todo esto arroja una singular luz sobre el tiempo del post-Concilio. También aquí las verdaderas realizaciones
se sitúan quizás en una parte diferente hacia la que nosotros mirábamos. Nosotros mirábamos al cambio en
las instituciones, a una diferente distribución del poder, a la lengua a utilizar en la liturgia, y no nos dábamos
cuenta de lo pequeñas que eran estas novedades en comparación con lo que el Espíritu Santo estaba
obrando.
Hemos pensado romper con nuestras manos los odres viejos y nos hemos dado cuenta de que eran más
resistentes y duros que nuestras manos, mientras que Dios nos ofrecía su método de romper los odres viejos,
que consiste en poner en ellos el vino nuevo. Quería renovarlos desde dentro, espontáneamente, no
A la pregunta de si ha habido un nuevo Pentecostés, se debe responder sin vacilación: ¡Sí! ¿Cuál es su signo
más convincente? La renovación de la calidad de vida cristiana, allí donde este Pentecostés ha sido acogido.
Todos están de acuerdo en considerar como el hecho más nuevo y más significativo del Vaticano II los dos
primeros capítulos de la Lumen gentium, donde se define a la Iglesia como sacramento y como pueblo de
Dios en camino bajo la guía del Espíritu Santo, animada por sus carismas, bajo la guía de la jerarquía. La
Iglesia como misterio y no solamente institución. Juan Pablo II ha lanzado nuevamente esta visión haciendo
Nos preguntamos: ¿de dónde ha pasado esta imagen de Iglesia de los documentos a la vida? ¿Dónde ha
tomado «carne y sangre» ? ¿Dónde se vive la vida cristiana según «la ley del Espíritu», con alegría y
convicción, por atracción y no por coacción? ¿Dónde se tiene la palabra de Dios en gran honor, se
manifiestan los carismas y es más sentida el ansia por una nueva evangelización y por la unidad de los
cristianos?
La respuesta ultima a esta pregunta sólo la conoce Dios, pues se trata de un hecho interior que acontece en el
corazón de las personas. Tendríamos que decir del nuevo Pentecostés lo que Jesus decía del reino de Dios:
“Ni se dirá: Vedlo aquí o allá, porque, mirad, el Reino de Dios ya está entre vosotros” (Lc 17,21). Sin embargo,
es posible discernir algunos signos, ayudados también por la sociología religiosa que se ocupa de estos
fenómenos. Desde este punto de vista, la respuesta que se da a aquella pregunta desde varias partes es: ¡en
Pero hay que precisar una cosa en seguida. De los movimientos eclesiales forman parte, si no en la forma sí
en la sustancia, también esas parroquias y comunidades nuevas, donde se vive la misma koinonia y la misma
calidad de vida cristiana. Desde este punto de vista, movimientos, parroquias y comunidades espontáneas no
deben ser vistos en oposición o en competencia entre sí, sino unidos en la realización, en contextos
diferentes, de un mismo modelo de vida cristiana. Entre ellas se deben enumerar también las denominadas
«comunidades de base», al menos aquellas en las que el factor político no ha tomado la ventaja al factor
religioso.
«laicales». La mayor parte de ellos están formados, no por uno solo, sino por todos los componentes
eclesiales: laicos, ciertamente, pero también obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas. Representan el
conjunto de los carismas, el «pueblo de Dios» de la Lumen gentium. Sólo por razones prácticas (porque ya
existe la Congregación del clero y la de los religiosos) se ocupa de ellos el «Pontificio Consejo de los laicos».
Juan Pablo II veía en estos movimientos y comunidades parroquiales vivas «los signos de una nueva
primavera de la Iglesia» . En el mismo sentido se ha expresado, en varias ocasiones, el papa Benedicto XVI.
que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la
Hablando de los signos de un nuevo Pentecostés, no se puede dejar de mencionar en particular, aunque sólo
fuera por la amplitud del fenómeno, a la Renovación Carismática, o Renovación en el Espíritu. Cuando, por
primera vez, en 1973, uno de los artífices mayores del Vaticano II, el cardinal Suenens, oyó hablar del
fenómeno, estaba escribiendo un libro titulado El Espíritu Santo, fuente de nuestras esperanzas, y esto es lo
«Dejé de escribir el libro. Pensé que era una cuestión de la más elemental coherencia prestar atención a la
acción del Espíritu Santo, por lo que pudiera manifestarse de manera sorprendente. Estaba particularmente
interesado en la noticia del despertar de los carismas, por cuanto el Concilio había invocado un despertar
semejante».
Y esto es lo que escribió después de haber comprobado en persona y vivido desde dentro dicha experiencia,
«De repente, san Pablo y los Hechos de los apóstoles parecían hacerse vivos y convertirse en parte del
presente; lo que era auténticamente verdad en el pasado, parece que ocurre de nuevo ante nuestros ojos. Es
un descubrimiento de la verdadera acción del Espíritu Santo que siempre está actuando, tal como Jesús
mismo prometió. Él mantiene su palabra. Es de nuevo una explosión del Espíritu de Pentecostés, una alegría
Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades no realizan por cierto todas las potencialidades y las
esperas del Concilio, pero responden a la mas importante de ellas, al menos a los ojos de Dios. No son libres
de debilidades humanas y a veces de fracasos, pero ¿cual grande novedad ha hecho su aparición en la
historia de la Iglesia de manera diferente? ¿No pasó lo mismo cuando, en el siglo XIII, hicieron su aparición
las ordenes mendicantes? También en esta ocasión fueron los Romanos pontífices, sobre todo Inocencio III,
quienes por primeros acogieron la novedad del momento y animaron el resto del episcopado a hacer lo
mismo.
Entonces, nos preguntamos, ¿cuál es el significado del Concilio, entendido como el conjunto de los
documentos producidos por él, la Dei Verbum, la Lumen gentium, Nostra aetate, etc.? ¿Los dejaremos de lado
para esperar todo del Espíritu? La respuesta está contenida en la frase con la que Agustín resume la relación
entre la ley y la gracia: «La ley fue dada para que se buscara la gracia y la gracia fue dada para que se
observara la ley» .
Por tanto, el Espíritu no dispensa de valorar también la letra, es decir, los decretos del Vaticano II; al contrario,
es precisamente él quien empuja a estudiarlos y a ponerlos en práctica. Y, de hecho, fuera del ámbito escolar
y académico donde ellos son materia de debate y de estudio, es precisamente en las realidades eclesiales
acumulados durante los años de formación, no por haber leído Nostra aetate, sino por haber hecho yo
también, en mi pequeñez y por mérito de algunos hermanos, la experiencia del nuevo Pentecostés. Después
descubrí Nostra aetate, igual que descubrí la Dei Verbum después de que el Espíritu hizo nacer en mí el gusto
por la palabra de Dios y el deseo di evangelizar. Pero yo sé que el movimiento es en los dos sentidos: algunos
de la letra ha sido empujados a buscar el Espíritu, otros del Espíritu han sido empujados a observar la ley.
El poeta Thomas S. Eliot escribió unos versos que nos pueden iluminar en el sentido de las celebraciones de
Después de muchas exploraciones y controversias, somos reconducidos también nosotros a allí de donde
hemos partido, es decir, al acontecimiento del Concilio. Pero todo el trabajo alrededor de él no ha sido en
vano porque, en el sentido más profundo, sólo ahora estamos en condiciones de «conocer el lugar por
primera vez», es decir, de valorar su verdadero significado, desconocido para los mismos Padres del concilio.
Esto permite decir que el árbol crecido desde el Concilio es coherente con la semilla de la que ha nacido. En
efecto, ¿de qué ha nacido el acontecimiento del Vaticano II? Las palabras con las que Juan XXIII describe la
conmoción que acompañó «el repentino florecer en su corazón y en sus labios de la simple palabra concilio» ,
tienen todos los signos de una inspiración profética. En el discurso de clausura de la primera sesión habló del
Concilio como de «un nuevo y deseado Pentecostés, que enriquecerá abundantemente a la Iglesia de
energías espirituales» .
A 50 años de distancia sólo podemos constatar el pleno cumplimiento por parte de Dios de la promesa hecha
a la Iglesia por boca de su humilde servidor, el beato Juan XXIII. Si hablar de un nuevo Pentecostés nos
parece que es por lo menos exagerado, vistos todos los problemas y las controversias surgidos en la Iglesia
después y a causa del Concilio, no debemos hacer otra cosa que ir a releer los Hechos de los apóstoles y
constatar cómo no faltaron problemas y controversias ni siquiera después del primer Pentecostés. ¡Y no
2000).
3 Pablo VI, Encíclica Ecclesiam suam, 52; cf. también Insegnamenti di Paolo VI, vol. IX (1971) 318.
5 J.H. Newman, Lo sviluppo della dottrina cristiana (Bologna, Il Mulino 1967) 46s. [trad. esp: Ensayo sobre
8 Ch. Péguy, Le Porche du mystère de la deuxième vertu (La Pléiade, París 1975) 588s. [trad. esp. El pórtico
11 Juan Pablo II, Carta apostólica A Concilio Constantinopolitano I, 25 marzo 1981: AAS 73 (1981) 515-527.
12 I. Ker, «Newman, the Councils, and Vatican II»: Communio. International Catholic Review (2001) 708-728.
14Un ejemplo, en mi opinión, aún más claro es lo que ocurrió con el concilio ecuménico de Éfeso del año 431.
La definición de María como la Theotokos, Madre de Dios, en las intenciones del concilio y sobre todo de su
promotor san Cirilo de Alejandría, debía servir únicamente para afirmar la unidad de persona de Cristo. De
hecho, dio pie a la inmensa floración de devoción a la Virgen y a la construcción de las primeras basílicas en
su honor, entre las cuales está la de Santa María la Mayor, en Roma. La unidad de persona de Cristo fue
definida en otro contexto y de manera más equilibrada, en el concilio de Calcedonia del año 451.
15Cf. H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode (Tubinga 1960) [trad. esp. Verdad y método (Sígueme,
Salamanca, 2012)].
Después de reflexionar sobre la gracia del Año de la Fe y sobre el aniversario del Vaticano II, dedicamos esta
última meditación de Adviento al tercer gran tema del año, la evangelización. El papa ha invitado a la Iglesia a
hacer de este año una oportunidad para redescubrir “la alegría del encuentro con Cristo”, la alegría de ser
cristianos. Haciéndome eco de esta exhortación, voy a hablar de cómo evangelizar a través de la alegría. Lo
hago permaneciendo lo más posible, en relación al tiempo litúrgico que vivimos, de modo que sirva también
1. La alegría escatológica
En los “evangelios de la infancia”, Lucas, “inspirado por el Espíritu Santo”, ha conseguido no solo
presentarnos los hechos y los personajes, sino también recrear la atmósfera y el estado de ánimo en que se
vivieron esos acontecimientos. Uno de los elementos más evidentes de este mundo espiritual es la alegría. La
piedad cristiana no se equivocó cuando llamó a los hechos de la infancia de Jesús, los «misterios gozosos»,
misterios de la alegría.
En Zacarías, el ángel promete que habrá “alegría y gozo” por el nacimiento de su hijo y que muchos “se
alegrarán” por él (cf. Lc. 1, 14). Hay una palabra griega que, a partir de este momento, volverá a aparecer en
la boca de varios personajes, como una especie de tono continuo y es el término agallìasis, que significa “la
alegría escatológica por la irrupción del tiempo mesiánico.” Ante el saludo de María, la criatura “exultó de
alegría” en el vientre de Isabel (Lc. 1, 44), preanunciando, por lo tanto, la alegría del “amigo del esposo” por la
presencia del novio (Jn. 3, 29s) . La nota alcanza un primer alto en el grito de María: “¡Mi espíritu se alegra
(egallìasen) en Dios!” (Lc. 1, 47); se extiende a través de la alegría calma de los amigos y de los parientes en
torno a la cuna del Precursor (cf. Lc. 1, 58), para finalmente explotar con toda su fuerza, en el nacimiento de
Cristo, en el grito de los ángeles a los pastores: “Les anuncio una gran alegría” (Lc. 2, 10).
No se trata solo de algunas referencias dispersas de alegría, sino de un ímpetu de alegría calma y profunda
que atraviesa los “evangelios de la infancia” de principio a fin, y se expresa de muchas y diferentes maneras:
en el impulso con el que María se levanta para ir donde Isabel y de los pastores para ir a ver al Niño, en los
gestos humildes y típicos de la alegría, que son las visitas, los augurios, los saludos, las felicitaciones, los
regalos. Pero, sobre todo, se expresa en el estupor y en la gratitud conmovida de estos protagonistas: “¡Dios
ha visitado a su pueblo! [...] ¡Se ha acordado de su santa alianza. Lo que todos los fieles habían pedido –que
Dios recuerde sus promesas–, ¡ya sucedió! Los personajes de los “evangelios de la infancia” parecen
moverse y hablar en la atmósfera del sueño cantado en el Salmo 126, el salmo de la vuelta del exilio:
“Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
María hace suya la última expresión de este salmo, cuando exclama, “Ha hecho en mi favor cosas grandes, el
Todopoderoso”. Estamos ante el ejemplo más puro de la “sobria embriaguez” del Espíritu. La suya es una
verdadera “embriaguez” espiritual, pero es “sobria”. No se exaltan, no se preocupan en tener un puesto más o
menos importante en el incipiente Reino de Dios. No se preocupan siquiera en ver el final; Simeón, de hecho,
dice que el Señor ahora puede dejarlo incluso ir en paz, que desaparezca. Lo que importa es que la obra de
2. De la liturgia a la vida
Pasemos ahora de la Biblia y de la liturgia a la vida, a la cual se dirige siempre la palabra de Dios. La intención
del evangelista Lucas no es solo de narrar, sino también de involucrar a la audiencia y atraerla, como a los
pastores, a una alegre procesión a Belén. “Quien lee estas líneas –dice un exegeta moderno–, está llamado a
compartir la alegría; solo la comunidad concelebrante de los creyentes en Cristo, y de sus fieles, puede estar
Esto explica por qué los evangelios de la infancia tienen tan poco que decir a quien busca en ellos sólo la
historia y tienen en cambio tanto que decir a quien busca en ellos también el significado de la historia, como
hace el santo padre en su último volumen sobre Jesús. Hay muchos hechos que acaecieron pero no son
“históricos” en el sentido mas alto del término, porque no han dejado traza en la historia, no han creado nada.
Los hechos relativos al nacimiento de Jesús son hechos históricos en el sentido más fuerte, porque no sólo
Regresamos al tema de la alegría. ¿De dónde nace la alegría? La fuente última de la alegría es Dios, la
Trinidad. Pero nosotros estamos en el tiempo y Dios está en la eternidad; ¿cómo puede fluir la alegría entre
estos dos planos así distantes? De hecho, si escudriñamos mejor la Biblia, descubrimos que la fuente
inmediata de la alegría está en el tiempo: es el actuar de Dios en la historia. ¡Dios que actúa! En el punto
donde “cae” una acción divina, se produce como una vibración y una ola de alegría que se extiende, después,
por generaciones, incluso –en el caso de las acciones dadas por la revelación–, para siempre.
La acción de Dios es, cada vez, un milagro que llena de maravilla el cielo y la tierra: “¡Alégrate cielo; Yahvé lo
ha hecho! –dice el profeta–, ¡clamen , profundidades de la tierra!” (Is. 44, 23; 49, 13). La alegría que viene del
corazón de María y de los otros testigos de los inicios de la salvación, se basa toda ella en este motivo: ¡Dios
¿Cómo puede, esta alegría por la acción de Dios, alcanzar a la Iglesia de hoy y contagiarla? Lo hace, en
primer lugar, a través de la memoria, en el sentido de que la Iglesia “recuerda” las maravillas de Dios en su
favor. La Iglesia está invitada a hacer suyas las palabras de la Virgen, “Ha hecho en mi favor cosas grandes,
el Todopoderoso”. El Magnificat es el cántico que María cantó primero, como corifea, y ha dejado a la Iglesia
que la prolongue por los siglos. ¡Grandes cosas ha hecho, en realidad, el Señor por la Iglesia, en estos veinte
siglos!
Tenemos, en cierto sentido, más razones objetivas para regocijarnos, de las que tenían Zacarías, Simeón, los
pastores y, en general, toda la Iglesia primitiva. Esta comenzó “esparciendo la semillapara la siembra”, como
lo dice el Salmo 126 mencionado anteriormente; había recibido las promesas: “¡Yo estoy con ustedes!” y los
encargos: “¡Vayan por todo el mundo!”. Nosotros hemos visto el cumplimiento. La semilla creció, el árbol del
Reino se ha hecho inmenso. La Iglesia de hoy es como el sembrador que “vuelve con alegría, trayendo sus
gavillas”.
¡Cuántas gracias, cuántos santos, cuánta sabiduría de doctrina y riqueza de instituciones, cuánta salvación
obrada en ella y por ella! ¿Cuál palabra de Cristo no ha encontrado su perfecto cumplimiento? Ha encontrado
cierto cumplimiento la palabra:”En el mundo tendrán tribulación” (Jn. 16, 33), pero también la ha encontrado
las palabras: “Las puertas del infierno no prevalecerán” (Mt. 16, 18).
¿Con derecho puede la Iglesia hacer suyo, ante las filas sinnúmero de sus hijos, la maravilla de la antigua
Sión y decir: “¿Quién me ha dado a luz a estos? Yo no tenía hijos y era estéril; ¿y a estos quién los crió?” (Is.
49, 21). ¿Quién, mirando hacia atrás con los ojos de la fe, no ve cumplidas perfectamente en la Iglesia las
palabras proféticas dirigidas a la nueva Jerusalén, reconstruida después del exilio?: “Alza los ojos en torno y
mira: todos se reúnen y vienen a ti; tus hijos vienen de lejos [...]. Tus puertas, siempre abiertas, [...] para que
¡Cuántas veces la Iglesia ha tenido que ampliar, en estos veinte siglos –aunque si no siempre, sí ha sucedido
con prontitud y sin resistencia–, el “espacio de su tienda”, es decir, la capacidad de acoger, para dejar entrar
la riqueza humana y cultural de los diversos pueblos! Para nosotros, hijos de la Iglesia que nos nutrimos “por
la abundancia de su pecho”, se nos dirige la invitación del profeta a alegrarnos por la Iglesia, a “llenarnos de
alegría por ella”, después de haber asistido a su duelo (cf. Is. 66,10).
La alegría por la acción de Dios llega, por lo tanto a nosotros, los creyentes de hoy, a través de la memoria,
porque vemos las grandes cosas que Dios ha hecho por nosotros en el pasado. Pero nos llega también de
otra manera no menos importante: a través de la presencia, ya que constatamos que incluso ahora, en el
Si la Iglesia quiere encontrar, en medio de todas las angustias y las tribulaciones que la afligen, la vía del
coraje y de la alegría, debe abrir bien los ojos sobre lo que Dios está haciendo hoy en ella. El dedo de Dios,
que es el Espíritu Santo, está escribiendo todavía en la Iglesia y en las almas y está escribiendo historias
maravillosas de santidad, de tal manera que un día –cuando desaparezca todo lo negativo y el pecado–,
harán, tal vez, ver a nuestro tiempo con asombro y santa envidia.
¿Actuando así, cerramos quizá los ojos a los tantos males que afligen a la Iglesia y a las traiciones de tantos
de sus ministros? No, pero desde el momento en que el mundo y sus medios de comunicación no destacan,
de la Iglesia, sino estas cosas, es bueno por una vez elevar la mirada y ver también su lado luminoso, su
santidad.
En cada época –incluso en la nuestra–, el Espíritu dice a la Iglesia, como en la época del Deuteroisaías: “Pues
desde ahora te cuento novedades , secretos que no conocías; cosas creadas ahora, no antes, que hasta
ahora no habías oído” (Is. 48, 6-7). ¿No es una “cosa nueva y secreta”, este poderoso aliento del Espíritu que
reanima el pueblo de Dios y despierta en medio de este, carismas de todo tipo, ordinarios y extraordinarios?
¿Este amor por la palabra de Dios? ¿Esta participación activa de los laicos en la vida de la Iglesia y en la
evangelización? ¿El compromiso constante del magisterio y de tantas muchas organizaciones en favor de los
pobres y de los que sufren, y el deseo de reparar la unidad rota del Cuerpo de Cristo? ¿En qué época pasada,
la Iglesia ha tenido una serie de papas doctos y santos como desde hace un siglo y medio a hoy, y tantos
mártires de la fe?
Del plano eclesial pasamos al plano existencial y personal. Hace unos años hubo una campaña promovida por
el ala del ateísmo militante, cuyo eslogan publicitario, publicado en el transporte público de Londres, decía:
“Probablemente Dios no existe. Así que deja de atormentarte y disfruta de la vida”: “There’s probably no God.
conclusión: “¡Disfruta de la vida!”. El mensaje subyacente es que la fe en Dios impide disfrutar de la vida, es
enemiga de la alegría. ¡Sin este habría más felicidad en el mundo! Tenemos que dar una respuesta a esta
Jesús ha obrado, en el plano de la alegría, una revolución de la que es difícil exagerar el alcance y que puede
ser de gran ayuda en la evangelización. Es una idea que creo ya haber dicho en este mismo lugar, pero el
tema lo requiere. Hay una experiencia humana universal: en esta vida placer y dolor se suceden con la misma
regularidad con la que, cuando al alzarse una ola en el mar, le sigue una disminución y un vacío que succiona
al náufrago. “Un no sé qué de amargo –escribió el poeta pagano Lucrecio–, surge del íntimo mismo de cada
placer y nos angustia en medio de las delicias”ii. El uso de drogas, el abuso del sexo, la violencia homicida,
proporcionan la embriaguez del placer, pero conducen a la disolución moral, y a menudo también física, de la
persona.
Cristo ha invertido la relación entre el placer y el dolor. El “por el gozo que se le proponía, soportó la cruz sin
miedo” (Hb. 12,2). Ya no es un placer que termina en sufrimiento, sino un sufrimiento que lleva a la vida y a la
alegría. No se trata solo de una diferente sucesión de las dos cosas; es la alegría, de este modo, la que tiene
la última palabra, no el sufrimiento, y una alegría que durará para siempre. “Cristo, una vez resucitado de
entre los muertos, ya no muere más, y la muerte no tiene ya señorío sobre él” (Rm. 6,9). La cruz termina con
el Viernes Santo, la dicha y la gloria del Domingo de Resurrección se extienden para siempre.
Esta nueva relación entre sufrimiento y placer se refleja incluso en la forma de referirse al tiempo en la Biblia.
En el cálculo humano, el día empieza con la mañana y termina de noche; para la Biblia comienza con la noche
y termina con el día: “Y fue la tarde y fue la mañana del primer día”, dice el relato de la creación (Gn. 1,5).
Incluso en la liturgia, la solemnidad comienza con las vísperas de la vigilia. ¿Qué quiere decir esto? Que sin
Dios, la vida es un día que termina en la noche; con Dios, es una noche (a veces una “noche oscura”), pero
Pero hay que evitar una fácil objeción: ¿la alegría es por lo tanto solo después de la muerte? ¿Esta vida no
es, para los cristianos, más que un “valle de lágrimas”? Al contrario, ninguno experimenta en esta vida la
verdadera alegría como los verdaderos creyentes. Se dice que un día un santo clamó a Dios: “¡Basta con la
alegría! Mi corazón no la puede contener más”. Los creyentes, exhorta el Apóstol, son “spe gaudentes”,
gozosos en la esperanza (Rm. 12, 12), que no significa solo que “esperan ser felices” (por supuesto, en el
más allá), sino también que “son felices de esperar”, felices ya ahora, gracias a la esperanza.
La alegría cristiana es interior; no viene desde fuera, sino desde dentro, como algunos lagos alpinos que se
alimentan, no por un río que fluye desde el exterior, sino a partir de una fuente de agua que brota desde su
mismo fondo. Nace del actuar misterioso y presente de Dios en el corazón humano en gracia. Puede hacer
por lo tanto, que se abunde de alegría incluso en los sufrimientos (cf. 2 Co. 7, 4). Es “fruto del Espíritu” (Ga. 5,
22; Rm. 14, 17) y se expresa en la paz del corazón, plenitud de sentido, capacidad de amar y de ser amado, y
En 1972, el Consejo de Europa, a propuesta de Herbert von Karajan, adoptó como himno oficial de la Europa
unida el Himno a la Alegría que concluye la Novena Sinfonía de Beethoven. Este es sin duda uno de los picos
de la música mundial, pero la alegría que allí se canta es una alegría deseada, no realizada; es un grito que
En el himno de Schiller, que inspiró la letra del mismo, se leen palabras inquietantes: “Aquellos que han tenido
la dicha de tener un amigo o una buena esposa, que ha conocido, aunque sea por una hora, qué cosa es el
amor, estos se acerquen entonces; pero quien no ha sabido nada de todo esto, mejor que se aleje, llorando,
de nuestro círculo”. Como se puede ver, la alegría que los hombres “beben de los pechos de la naturaleza” no
Estamos lejos del lenguaje de Jesús que dice: “Vengan a mí todos los que estan fatigados y sobrecargados, y
yo les daré descanso” (Mt. 11, 28). El verdadero himno cristiano a la alegría es el Magnificat de María. Este
habla de una exultanza (agalliasis) del espíritu por lo que Dios ha hecho en ella, y lo hace para todos los
4. Testimoniar la alegría
Esta es la alegría de la que tenemos que dar testimonio. El mundo busca la alegría. “Al solo escucharla
nombrar –escribe san Agustín–, todos se alzan y te miran, por así decirlo, a las manos, para ver si eres capaz
de dar algo a su necesidadiii”. Todos queremos ser felices. Es lo que es común a todos, buenos y malos.
Quien es bueno, es bueno para ser feliz; quién es malo no sería malo sino esperase del poder, para así, ser
feliziv. Si todos amamos la alegría es porque, de alguna manera misteriosa, la hemos conocido; si en realidad
no la hubiésemos conocido –si no fuésemos hechos por ella–, no la amaríamosv. Este anhelo de la alegría es
Cuando el mundo llama a la puerta de la Iglesia –incluso cuando lo hace con violencia y con ira–, es porque
busca la alegría. Los jóvenes sobretodo buscan la alegría. El mundo a su alrededor es triste. La tristeza, por
así decirlo, nos toma de la garganta, en la Navidad más que en el resto del año. No es una tristeza que
depende de la falta de bienes materiales, porque es mucho más evidente en los países ricos que en los
pobres.
En Isaías leemos estas palabras, dirigidas al pueblo de Dios: “Dicen sus hermanos que los odian, que los
rechazan a causa de mi Nombre: que Yahvé muestre su gloria y participemos de su alegría” (Is. 66, 5). El
mismo desafío enfrenta silenciosamente al pueblo de Dios, aún hoy. Una Iglesia melancólica y temerosa no
estaría, por lo tanto, a la altura de su tarea; no podría responder a las expectativas de la humanidad y
La alegría es el único signo que incluso los no creyentes son capaces de percibir y que puede meterlos
seriamente en crisis. No tanto los argumentos y los reproches. El testimonio más hermoso que una esposa
puede dar a su marido es un rostro que muestre la alegría, porque eso dice, por sí mismo, que él ha sido
capaz de llenar su vida, de hacerla feliz. Este es también el testimonio más hermoso que la Iglesia puede
San Pablo, dirigiéndole a los cristianos de Filipos aquella invitación a la alegría que da el tono a toda la tercera
semana de Adviento: “Estén siempre alegres en el Señor; se los repito, estén alegres”. explica también cómo
se puede ser testigo, en la práctica, de esta alegría: “Que su afabilidad –dice–, sea conocida de todos los
hombres” (Flp. 4, 4-5). La palabra “afabilidad” traduce aquí un término griego (epieikès), que indica todo un
obstinado. (¡Es la misma palabra de la que se deriva la palabra epicheia, usada en el derecho!).
Los cristianos dan testimonio, por lo tanto, de la alegría cuando ponen en práctica estas disposiciones;
cuando, evitando cualquier amargura e inútil resentimiento en el diálogo con el mundo y con los demás, saben
irradiar confianza, imitando de esta forma, a Dios, que hace llover su agua también sobre los injustos. Quien
es feliz, por lo general, no es amargo, no siente la necesidad de puntualizar todo y siempre; sabe relativizar
las cosas, porque conoce de algo que es aún más grande. Pablo VI, en su “Exhortación apostólica sobre la
alegría”, escrita en los últimos años de su pontificado, habla de una “visión positiva sobre las personas y sobre
Incluso dentro de la Iglesia, no solo hacia los que están fuera, existe una necesidad imperiosa del testimonio
de la alegría. San Pablo dijo de sí mismo y de los demás apóstoles: “No es que pretendamos dominar por
encima de su fe, sino que contribuimos a su gozo” (2 Co. 1, 24). ¡Qué maravillosa definición de la tarea de los
pastores de la Iglesia! Colaboradores de la alegría: aquellos que infunden seguridad a las ovejas del rebaño
de Cristo, los capitanes valientes, con su sola mirada tranquila, alientan a los soldados implicados en la lucha.
En medio de las pruebas y los desastres que afligen a la Iglesia, sobre todo en algunas partes del mundo, los
pastores pueden repetir, incluso hoy en día, esas palabras que Nehemías, un día, después del exilio, dirigió al
pueblo de Israel abatido y en llanto: “No estén tristes ni lloren [...], porque la alegría de Yahvé es su fortaleza”
(Ne 8, 9-10).
Que la alegría del Señor, Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas, sea realmente, nuestra
Francisco de Asís. De él, en esta primera predicación, quisiera destacar la naturaleza de su vuelta al
Evangelio. El teólogo Yves Congar, en su estudio sobre la “Verdadera y falsa reforma en la Iglesia” ve en
Francisco el ejemplo más claro de reforma de la Iglesia por medio de la santidad . Nos gustaría entender en
qué ha consistido su reforma por medio de la santidad y qué comporta su ejemplo en cada época de la Iglesia,
incluida la nuestra.
1. La conversión de Francesco
Para entender algo de la aventura de Francisco es necesario entender su conversión. De tal evento existen,
en las fuentes, distintas descripciones con notables diferencias entre ellas. Por suerte tenemos una fuente
fiable que nos permite prescindir de tener que elegir entre las distintas versiones. Tenemos el testimonio del
mismo Francisco en su testamento, su ipsissima vox, como se dice de las palabras que seguramente fueron
como estaba en pecados, me parecía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de
ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se
me tornó en dulzura de alma y de cuerpo; y, después de esto, permanecí un poco de tiempo y salí del siglo”
Y sobre este texto justamente se basan los historiadores, pero con un límite para ellos intransitable. Los
históricos, aun los que tienen las mejores intenciones y los más respetuosos con la peculiaridad de la historia
de Francisco, como ha sido, entre los italianos Raoul Manselli, no consiguen entender el porqué último de su
cambio radical. Se quedan – y justamente por respeto a su método – en el umbral, hablando de un “secreto de
pertenecer a la clase alta, que contaba en la ciudad para la nobleza o riqueza, él eligió colocarse en el
extremo opuesto, compartiendo la vida de los últimos, que no contaban nada, los llamados “menores”,
Los historiadores insisten justamente sobre el hecho que Francisco, al inicio, no ha elegido la pobreza y
menos aún el pauperismo; ¡ha elegido a los pobres! El cambio está motivado más por el mandamiento; “Ama
a tu prójimo como a ti mismo!, que no por el consejo: “Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y
dáselo a los pobres, luego ven y sígueme”. Era la compasión por la gente pobre, más que la búsqueda de la
Todo esto es verdad, pero no toca todavía el fondo del problema. Es el efecto del cambio, no la causa. La
elección verdadera es mucho más radical: no se trató de elegir entre riqueza y pobreza, ni entre ricos y
pobres, entre la pertenencia a un clase en vez de a otra, sino de elegir entre sí mismo y Dios, entre salvar la
Ha habido algunos (por ejemplo, en tiempos cercanos a nosotros, Simone Weil) que han llegado a Cristo
partiendo del amor por los pobres y ha habido otros que han llegado a los pobres partiendo del amor por
social, sino evangélica. Jesús había formulado la ley una vez por todas con una de las frases más solemnes y
seguramente más auténticas del Evangelio: ”Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome
su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la
Francisco, besando al leproso, ha renegado de sí mismo en lo que era más “amargo” y repugnante para su
naturaleza. Se ha hecho violencia a sí mismo. El detalle no se le ha escapado a su primer biógrafo que
describe así el episodio: “Un día se paró delante de él un leproso: se hizo violencia a sí mismo, se acercó y le
besó. Desde eso momento decidió despreciarse cada vez más, hasta que por la misericordia del Redentor
Francisco no se fue por voluntad propia hacia los leprosos, movido por una compasión humana y religiosa. “El
Señor, escribe, me condujo entre ellos”. Y sobre este pequeño detalle que los historiadores no saben – ni
podrían – dar un juicio, sin embargo, está al origen de todo. Jesús había preparado su corazón de forma que
su libertad, en el momento justo, respondiera a la gracia. Para esto sirvieron el sueño de Spoleto y la pregunta
sobre si prefería servir al siervo o al patrón, la enfermedad, el encarcelamiento en Perugia y esa inquietud
extraña que ya no le permitía encontrar alegría en las diversiones y le hacía buscar lugares solitarios.
Aún sin pensar que se tratara de Jesús en persona bajo la apariencia de un leproso (como harán otros más
tarde, influenciados por el caso análogo que se lee en la vida de san Martín de Tours ), en ese momento el
leproso para Francisco representaba a todos los efectos a Jesús. ¿No había dicho él: “A mí me lo hicisteis?
En ese momento ha elegido entre sí y Jesús. La conversión de Francisco es de la misma naturaleza que la de
Pablo. Para Pablo, a un cierto punto, lo que primero había sido una “ganancia” cambió de signo y se convirtió
en una “pérdida”, “a causa de Cristo” (Fil 3, 5 ss); para Francisco lo que había sido amargo se convirtió en
dulzura, también aquí “a causa de Cristo”. Después de este momento, ambos pueden decir: “Ya no soy yo
Todo esto nos obliga a corregir una cierta imagen de Francisco hecha popular por la literatura posterior y
acogida por Dante en la Divina Comedia. La famosa metáfora de las bodas de Francisco con la señora
Pobreza que ha dejado huellas profundas en el arte y en la poesía franciscanas puede ser engañosa. No se
enamora de una virtud, aunque sea la pobreza; se enamora de una persona. Las bodas de Francisco han
A los compañeros que le preguntaban si pensaba casarse, viéndolo una tarde extrañamente ausente y
luminoso, el joven Francisco respondió: “Tomaré la esposa más noble y bella que hayáis visto”. Esta
respuesta normalmente es mal interpretada. Por el contexto parece claro que la esposa no es la pobreza, sino
el tesoro escondido y la perla preciosa, es decir Cristo. “Esposa, comenta el Celano que habla del episodio, es
la verdadera religión que él abrazó; y el reino de los cielos es el tesoro escondido que él buscó” .
Francisco no se casó con la pobreza ni con los pobres; se casó con Cristo y fue por su amor que se casó, por
así decir “en segundas nupcias”, con la señora Pobreza. Así será siempre en la santidad cristiana. A la base
del amor por la pobreza y por los pobres, o hay amor por Cristo, o lo pobres serán en un modo u otro
ostentación de mayor perfección respecto a otros en la Iglesia, como sucedió, lamentablemente, también a
algunos seguidores del Pobrecillo. En uno y otro caso, se hace de la pobreza la peor forma de riqueza, la de
la propia justicia.
¿Cómo ocurrió que de un acontecimiento tan íntimo y personal como fue la conversión del joven Francisco,
comience un movimiento que cambió en su tiempo el rostro de la Iglesia y ha influido tan fuertemente en la
Es necesario mirar la situación de aquel tiempo. En la época de Francisco la reforma de la Iglesia era una
exigencia advertida más o menos conscientemente por todos. El cuerpo de la Iglesia vivía tensiones y
laceraciones profundas. Por una parte estaba la Iglesia institucional – papa, obispos, alto clero – desgastada
por sus continuos conflictos y por su demasiado estrechas alianzas con el imperio. Una Iglesia percibida como
lejana, comprometida en asuntos demasiado más allá de los intereses de la gente. Estaban además las
grandes órdenes religiosas, a menudo prósperas por cultura y espiritualidad después de las varias reformas
del siglo XI, entre estas la Cisterciense, pero inevitablemente identificadas con grandes propietarios de
terrenos, los feudales del tiempo, cercanos y al mismo tiempo lejanos, por problemas y niveles de vida, del
pueblo común.
Había también fuertes tensiones que cada uno buscaba aprovechar para sus propias ventajas. La jerarquía
buscaba responder a estas tensiones mejorando la propia organización y reprimiendo los abusos, tanto en su
interior (lucha contra la simonía y el concubinato de los sacerdotes) como en el exterior, en la sociedad. Los
grupos hostiles intentaban sin embargo hacer explotar las tensiones, radicalizando el contraste con la
jerarquía dando origen a movimientos más o menos cismáticos. Todos izaban contra la Iglesia el ideal de la
pobreza y sencillez evangélica haciendo de esto un arma polémica, más que un ideal espiritual para vivir en la
papado.
Nosotros estamos acostumbrados a ver a Francisco como el hombre providencial que capta estas demandas
populares de renovación, las libera de cualquier carga polémica y las pone en práctica en la Iglesia en
profunda comunión y sometida a esta. Francisco por tanto como una especie de mediador entre los heréticos
rebeldes y la Iglesia institucional. En un conocido manual de historia de la Iglesia así se presenta su misión:
“Dado que la riqueza y el poder de la Iglesia aparecían con frecuencia como una fuente de males graves y los
herejes de la época aprovechaban este argumento como una de las principales acusaciones contra ella, en
algunas almas piadosas se despertó el noble deseo de restaurar la vida pobre de Jesús y de la Iglesia
primitiva, para poder así influir de manera más efectiva en el pueblo con la palabra y con el ejemplo” .
Entre estas almas es colocada naturalmente en primer lugar, junto con santo Domingo, Francisco de Asís. El
historiador protestante Paul Sabatier, si bien tan meritorio sobre los estudios franciscanos, ha vuelto casi
canónica entre los historiadores y no solamente entre aquellos laicos y protestantes, la tesis según la cual el
cardenal Ugolino (el futuro Gregorio IX) habría querido capturar a Francisco para la Curia, neutralizando la
No se si esta intención se pueda atribuir a alguien de los grandes protectores y amigos de Francisco. Me
parece difícil atribuirla al cardenal Ugolino y aún menos a Inocencio III, del que es conocida la acción
reformadora y el apoyo dado a las diversas formas nuevas de vida espiritual que nacieron en su tiempo,
incluidos los frailes menores, los dominicos, los humillados milaneses. Una cosa de todos modos es
absolutamente segura: aquella intención nunca había rozado la mente de Francisco. Él no pensó nunca de
Hay que tener cuidado de no sacar conclusiones equivocadas de las famosas palabras del Crucifico de San
Damián. “Ve Francisco y repara mi Iglesia, que como ves se está cayendo a pedazos”. Las fuentes mismas
nos aseguran que él entendía estas palabras en el sentido modesto de tener que reparar materialmente la
iglesita de San Damián. Fueron los discípulos y biógrafos que interpretaron – y es necesario decirlo, de
manera correcta- estas palabras como referidas a la Iglesia institución y no sólo a la iglesia edificio. Él se
quedó siempre en la interpretación literaria y de hecho siguió reparando otras iglesitas de los alrededores de
También el sueño en el cual Inocencio III habría visto al Pobrecillo sostener con su hombro la iglesia
tambaleante del Laterano no agrega nada nuevo. Suponiendo que el hecho sea histórico (un episodio análogo
se narra también sobre santo Domingo), el sueño fue del papa y no de Francisco. Él nunca se vio como lo
vemos nosotros hoy en el fresco del Giotto. Esto significa ser reformador por la vía de la santidad, serlo sin
saberlo.
¿Si no quiso ser un reformador entonces qué quiso ser Francisco? También sobre esto contamos con la
suerte de tener un testimonio directo del Santo en su Testamento:
“Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo
me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y
Alude al momento en el cual, durante una misa, escuchó la frase del Evangelio donde Jesús envía a sus
discípulos: “Les mando anunciar el reino de Dios y a curar a los enfermos. Y le dijo: “No lleves nada para el
viaje: ni bastón, ni bolsa, ni pan, ni dinero, y no tengáis una túnica de recambio”. (Lc 9, 2-3) .
Fue una revelación fulgurante de esas que orienta toda una vida. Desde aquel día fue clara su misión: un
regreso simple y radical al evangelio real, el que vivió y predicó Jesús. Recuperar en el mundo la forma y
estilo de vida de Jesús y de los apóstoles descrito en los evangelios. Escribiendo la regla para sus hermanos
iniciará así:
“La regla y la vida de los frailes menores es esta, o sea observar el santo Evangelio del Señor nuestro
Jesucristo”. Francisco teorizó este descubrimiento suyo, haciendo el programa para la reforma de la iglesia. Él
realizó en sí la reforma y con ello indicó tácitamente a la iglesia la única vía para salir de la crisis: acercarse
Este retorno al evangelio se refleja sobre todo en la predicación de Francisco. Es sorprendente pero todos lo
han notado: el Pobrecillo habla casi siempre de “hacer penitencia”. A partir de entonces, narra el Celano, con
gran fervor y exultación comenzó a predicar la penitencia, edificando a todos con la simplicidad de su palabra
y la magnificencia de su corazón. Adonde iba, Francisco decía, recomendaba, suplicaba que hicieran
penitencia.
¿Qué quería decir Francisco con esta palabra que amaba tanto? Sobre esto hemos caído (al menos yo he
caído por mucho tiempo) en un error. Hemos reducido el mensaje de Francisco a una simple exhortación
moral, a un golpearse el pecho, a afligirse y mortificarse para expiar los pecados, mientras esto es mucho mas
profundo y tiene toda la novedad del Evangelio de Cristo. Francisco no exhortaba a hacer “penitencias”, sino a
El Pobrecillo, salvo los pocos casos que conocemos, escribía en latín. Y qué encontramos en el texto latino de
su Testamento, cuando escribe: “El Señor me dio, de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a
hacer penitencia”. Encontramos la expresión “poenitentiam agere”. A él se sabe, le gustaba expresarse con
las mismas palabras de Jesús. Y aquella palabra -hacer penitencia- es la palabra con la cual Jesús inició a
tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca , convertíos y creed en el evangelio” (Mc 1,15).
La palabra que hoy se traduce por “convertíos” o “arrepentíos”, en el texto de la Vulgata usado por el
Pobrecillo, sonaba “poenitemini” y en Actos 2, 37 aún más literalmente “poenitentiam agite”, hagan penitencia.
Francisco no hizo otra cosa que relanzar la gran llamada a la conversación con la cual se abre la predicación
de Jesús en el Evangelio y la de los apóstoles en el día de Pentecostés. Lo que él quería decir con
Francisco hizo en su momento aquello que en la época del concilio Vaticano II se entendía con la frase “abatir
los bastiones”: Romper el aislamiento de la iglesia, llevarla nuevamente al contacto con la gente. Uno de los
factores de oscurecimiento del Evangelio era la transformación de la autoridad entendida como servicio y la
autoridad entendida como poder, lo que había producido infinitos conflictos dentro y fuera de la Iglesia.
Francisco por su parte resuelve el problema en sentido evangélico. En su orden los superiores se llamarán
Otro muro de separación entre la Iglesia y el pueblo era la ciencia y la cultura de la cual el clero y los monjes
tenían en práctica el monopolio. Francisco lo sabe y por lo tanto toma la drástica posición que sabemos sobre
este punto. El no es contra la ciencia-conocimiento, sino contra la ciencia-poder, aquella que privilegia a quién
sabe leer sobre quien no sabe leer y le permite mandar con alteridad al hermano: “¡Traedme el breviario!”.
Durante el famoso capítulo de las esteras, en el cual algunos de sus hermanos querían empujarlo a
adecuarse a la actitud de las órdenes cultas del tiempo responde con palabras de fuego que dejan a los frailes
llenos de temor:
No quiero por lo tanto que me nombren otras reglas, ni la de San Agustín, ni la de San Bernardo o de San
Benedicto. El señor me ha revelado cuál es su querer, que sea un loco en el mundo: esta es la ciencia a la
cual Dios quiere que nos dediquemos. Él les confundirá por medio de vuestra misma ciencia”.
Siempre la misma actitud coherente. Él quiere para sí y para sus hermanos la pobreza más rígida, pero en la
Regla escribe: “Amonesto y exhorto a todos ellos a que no desprecien ni juzguen a quienes ven que se visten
de prendas muelles y de colores y que toman manjares y bebidas exquisitos; al contrario, cada uno júzguese y
despréciese a sí mismo”.
Elige ser un iletrado, pero no condena la ciencia. Una vez que se ha asegurado de que la ciencia no extingue
“el espíritu de la santa oración y devoción”, será él mismo el que permita a Fray Antonio (el futuro santo
Antonio de Padua) que se dedique a la enseñanza de la teología y san Buenaventura no creerá que traiciona
el espíritu del fundador, abriendo la orden a los estudios en las grandes universidades.
Yves Congar ve en esto una de las condiciones esenciales para la “verdadera reforma” en la Iglesia, la
reforma, es decir, que se mantiene como tal y no se transforma en cisma: a saber la capacidad de no
absolutizar la propia intuición, sino permanecer solidariamente con el todo que es la Iglesia. La convicción,
dice el papa Francisco, en su reciente exhortación apostólica Evangelii gaudium, que “el todo es superior a la
parte”.
¿Qué nos dice hoy la experiencia de Francisco? ¿Qué podemos imitar, de él, todos y enseguida? Sea
aquellos a quien Dios llama a reformar la iglesia por la vía de la santidad, sea a aquellos que se sienten
llamados a renovarla por la vía de la crítica, sea a aquellos que él mismo llama a reformarla por la vía del
encargo que cubren. Lo mismo de donde ha comenzado la aventura espiritual de Francisco: su conversión a
Dios, la renuncia a sí mismo. Es así que nacen los verdaderos reformadores, aquellos que cambian
verdaderamente algo en la Iglesia. Los que mueren a sí mismo, o mejor aquellos que deciden seriamente de
morir así mismos, porque se trata de una empresa que dura toda la vida y va aún más allá ella si, como decía
bromeando Santa Teresa de Ávila, nuestro amor propio muere veinte minutos después que nosotros.
Decía un santo monje ortodoxo, Silvano del Monte Athos: “Para ser verdaderamente libre, es necesario
comenzar a atarse a sí mismos”. Hombres como estos son libres de la libertad del Espíritu; nada los detiene y
nada les asusta. Se vuelven reformadores por la vía de la santidad y no solamente debido a su cargo.
¿Pero qué significa la propuesta de Jesús de negarse a sí mismo, ésta se pude aún proponer a un mundo que
mismo. Lo cosa más importante es la positiva: “Si alguno quiere venir en pos de mí”; es seguir a Cristo, tener
a Cristo. Decir no a sí mismo es el medio, decir sí a Cristo es el fin. Pablo lo presenta como una especie de
ley del espíritu: “Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Rom 8,13). Esto, como se
puede ver, es un morir para vivir, es lo opuesto a la visión filosófica según la cual la vida humana es “un vivir
Se trata de saber que fundamento queremos dar a nuestra existencia: si nuestro “yo” o “Cristo”; en el lenguaje
de Pablo, si queremos vivir “para nosotros mismos” o “para el Señor” (cf. 2 Cor 5,15; Rom 14, 7-8). Vivir “para
uno mismo” significa vivir para la propia comodidad, la propia gloria, el propio progreso; vivir “para el Señor”
significa colocar siempre en el primer lugar, en nuestras intenciones, la gloria de Cristo, los intereses del
Reino y de la Iglesia. Cada “no”, pequeño o grande, dicho a uno mismo por amor, es un sí dicho a Cristo.
Sólo hay que evitar hacerse ilusiones. No se trata de saber todo sobre la negación cristiana, su belleza y
decía: “Es posible quebrar diez veces la propia voluntad en un tiempo brevísimo; y os digo cómo. Uno está
paseando y ve algo; su pensamiento le dice: “Mira allí”, pero el responde a su pensamiento: “No, no miro”, y
así quiebra su propia voluntad. Después se encuentra con otros que están hablando (lee, hablando mal de
alguien) y su pensamiento le dice: “Di tú también lo que sabes”, y quiebra su voluntad callando” .
Este antiguo Padre, como puede apreciarse, toma todos sus ejemplos de la vida monástica. Pero estos se
pueden actualizar y adaptar fácilmente a la vida de cada uno, clérigos y laicos. Encuentras, si no a un leproso
como Francisco, a un pobre que sabes que te pedirá algo; tu hombre viejo te empuja a cambiar de acera, y sin
embargo tú te violentas y vas a su encuentro, quizás regalándole sólo un saludo y una sonrisa, si no puedes
nada más. Tienes la oportunidad de una ganancia ilícita: dices que no y te has negado a ti mismo. Has sido
contradicho en una idea tuya; picado en el orgullo, quisieras argumentar enérgicamente, callas y esperas: has
quebrado tu yo. Crees haber recibido un agravio, un trato, o un destino inadecuado a tus méritos: quisieras
hacerlo saber a todos, encerrándote en un silencio lleno de reproche. Dices que no, rompes el silencio,
sonríes y retomas el diálogo. Te has negado a ti mismo y has salvado la caridad. Y así sucesivamente.
Un signo de que se está en un buen punto en la lucha contra el propio yo, es la capacidad o al menos el
esfuerzo de alegrarse por el bien hecho o la promoción recibida por otro, como si se tratara de uno mismo:
“Dichoso aquel siervo –escribe Francisco en una de sus Admoniciones- que no se enaltece más por el bien
que el Señor dice y obra por su medio, que por el que dice y obra por medio de otro”.
Una meta difícil (desde luego, ¡no hablo como alguien que lo ha logrado!), pero la vida de Francisco, nos ha
mostrado lo que puede nacer de una negación de uno mismo hecha como respuesta a la gracia. La meta final
es poder decir con Pablo y con él: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí”. Y será la
alegría y la paz plenas, ya en esta tierra. Santo Francisco con su “perfecta alegría”, es un testimonio vivo de la
“alegría que viene del Evangelio,” (Evangelii Gaudium) de qué nos ha hablado papa Francisco.
ivan de vargas
1. Y.Congar, Vera e falsa riforma nella Chiesa, Milano Jaka Book, 1972, p. 194.