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La

Última Glaciación

Por

Pedro Querales


A mi nieta Ainhoa
y a su prima Cilenia

¡Ay! Triste del que pone la mirada


en su esfinge interior
e interroga.
Las flores del mal,
Charles Baudelaire

I Parte
“Todas las desgracias comienzan como una broma, o son una broma” dijo
el personaje al final de la novela que estaba leyendo, cuando su esposa,
parándosele enfrente con las piernas abiertas, le preguntó: “¿No me vas a
acompañar?” Rodrigo levantó la cara por encima del libro, la miró unos
instantes y: “¡No! Ve tú sola. Y cuando regreses me dices que conseguiste un
hombre allá y que me vas a dejar. Yo te firmo lo que sea. Te dejo todo y me
voy” pensó en decirle pero no le dijo. Luego cerró el libro con suavidad, lo
dejó descansar sobre la mesita que estaba a su lado y se puso de pie
lentamente, con el íntimo convencimiento de que ésta sería la última procesión
a la que la acompañaría. Pues había decidido, en ese preciso instante —aunque
era algo que venía madurando hacía muchísimo tiempo atrás—, que al
regresar, esa noche, o la dejaría o la mataría o se suicidaría. “¡Apúrate, que
vamos a llegar tarde a la procesión! ¡No te quedes ahí mirándome como un
bobo!” le dijo ella casi en un grito. Rodrigo pensó en la procesión y sus
incomodidades. Y el recuerdo del dulce olor a incienso, en lugar de calmarlo y
tranquilizarlo, le llegó como un miasma del infierno que lo alteraba e
incomodaba. Pensó en los treinta y cuatro años de casados que llevaban. Pensó
en las infidelidades de ella. Pensó en las veces en que, ilusamente, con mucha
fe, le había pedido a la Virgen que la cambiara. Pensó en sus amigos y en las
veces que le dijeron, en medio de una borrachera, que la dejara. Pensó en los
trabajos que había perdido por su causa. Pensó en sus padres. Pensó en sus
hermanos. Pensó en sus hijos, especialmente en Pablo que los abandonó y se
fue al extranjero a causa de sus continuas peleas.
Cada vez que pensaba en su hijo no podía evitar llorar. Se sentía culpable
por su partida. Ni siquiera podía imaginar el sufrimiento de ese muchacho tan
lejos y solo. Y a la vez lo admiraba porque había tenido el valor que no tenía
él para romper con esa situación. El día que Pablo se marchó sonaba,
¿casualmente?, ¿irónicamente?, en la radio de transistores que Constanza
mantenía encendida día y noche en la cocina <…Lejos de aquí/ Cruzaré
llorando el jardín…/>” El día que Pablo se marchó fue terrible. El oyó el
cuchicheo de una conversación en voz baja en la cocina. Luego escuchó unas
palabras que se quebraban dolorosamente por el llanto. Después, Pablo
atravesó la sala llorando y arrastrando una maleta. Desde hacía meses atrás los
notaba extraños a todos. Estaban más callados que de costumbre y muy serios.
Si estaban reunidos conversando, cuando él se aproximaba se quedaban
callados. En una oportunidad, al pasar frente a la habitación de las muchachas,
le llegaron unas palabras sueltas de una conversación entre Isabela, La Nona y
Pablo. Había escuchado un “Me voy para siempre” un “No vuelvo más” unos
“¡Estoy cansado! ¡Ya no aguanto más…!” un “¡Lo odio!” que sabía dirigido a
él y que le dolió mucho. Pero no le dio importancia o no se imaginó que fuera
verdad. No creyó que su hijo, ese muchacho tan alto como inocente, con pinta
de cura o de seminarista, de rostro blanco, donde unos inmensos ojos negros,
tristes y muy separados y desvalidos, como los de Cortázar, que veían sin
malicia, fuera capaz de dejarlo todo y comenzar en otro sitio. ¡Qué poco lo
conocía! Incluso, el mismo día de su partida no lo creía. Se decía a sí mismo
que regresaría pronto, en unos meses, un año a lo sumo. Que no aguantaría
mucho sin ellos. Se imaginó que le pasaría lo mismo que a él las veces que
intentó dejar a Constanza: cuando se iba no aguantaba nada. A los dos o tres
días se ponía a pensar en ella y en los muchachos. Y si oía una canción que le
trajera recuerdos, se ponía a llorar y regresaba inmediatamente. No
permanecía afuera más de una semana o dos, quince días como máximo. Y
ella, habiéndole descubierto la debilidad —“Te tomó el pulso, güevón” le
decían los amigos— se acostumbró a echarlo cada cierto tiempo y él se
acostumbró a regresar. La cuestión era que se marchaba sin dinero —Rodrigo,
para que la plata rindiera, le entregaba todo su sueldo a Constanza— y con lo
que llevaba puesto. Y por esa falta de dinero y ropa para cambiarse en esos
días que estaba fuera, su aspecto era lamentable, daba lástima, sólo podía
durar unos pocos días fuera. En muy pocas oportunidades se fue con toda su
ropa y peroles. Como una noche que, iracundo, después de una fuerte bronca
con Constanza, metió toda su ropa y unos libros en una bolsa negra de plástico
y se fue saltando por encima del techo. Rodrigo recuerda, claramente, la causa
de esa pelea: estaba dejando de fumar. Tenía como una semana sin tocar un
cigarrillo y eso le producía mucha inquietud y desasosiego. No podía
permanecer tranquilo y quieto durante más de diez minutos. A cada instante se
ponía de pie, apagaba el televisor y se asomaba por la ventana. Luego buscaba
un periódico y se sentaba a leer. Pero, inmediatamente, lo dejaba sobre el
mueble y volvía a encender el televisor. Veía un programa durante unos breves
momentos, pero al final lo cambiaba y lo cambiaba de canal hasta terminar en
el mismo programa donde comenzó. Lo volvía a apagar y se asomaba por la
ventana. En una de esas, Constanza le preguntó:
—¿Qué te pasa Rodrigo? ¿Qué tanto miras por la ventana? ¡Pareces un
perro con gusanos!—. Y se asomó por la ventana. Quiso la mala suerte, para
Rodrigo, que en ese momento saliera la nueva vecina, la señora de enfrente
alquilaba piezas para sobrevivir, a coletear el piso. Y cargaba unos diminutos
chores que dejaban poco a la imaginación— ¿Ah, con razón! ¡Ahí está la perra
esa!
El zaperoco fue de padre y señor mío. En esa oportunidad estuvo a punto
de ir preso; Constanza lo denunció. Rodrigo no se imaginaba que la había
golpeado tan fuerte: le cogieron tres puntos en la barbilla. Si no hubiera sido
por su cuñado Jairo, quien era abogado, Rodrigo hubiese pasado un tiempo
detenido. Sin embargo, tuvo dos años en régimen de presentación y trabajo
comunitario. Rodrigo perdió el control —“Vi todo rojo” le contó a Jairo
después— y la golpeó muy fuerte en la cara delante de Pablo e Isabela. La
Nona aún era una bebecita y estaba jugando inocentemente, ajena a todo, en el
corral. Constanza, para defenderse, lo único que atinó fue a agarrar a los tres
niños e irse. Pero antes de salir le dijo:
—¡Ya vas a ver! ¡Voy a llamar a la policía!—. Tomó todas las llaves y lo
dejó encerrado. Rodrigo no esperó que llegaran las autoridades. Y en vista de
que no podía salir por el frente, reventó el pasador de la puerta de la cocina y
salió por el techo. Ya en la calle, como a las ocho u ocho y media de la noche,
se detuvo en una esquina con la bolsa negra sobre el hombro. No hallaba para
donde coger. Ya en casa de sus padres no lo aceptaban. Anduvo errante por la
ciudad, con la bolsa negra al hombro, como hasta las diez de la noche. En una
de esas pasó delante de un bar y escuchó unos compases de una canción que le
gustaba mucho a Jairo. Entonces, la ruta hasta el apartamento de su hermana
Menaira y de Jairo, apareció en su mente. Y hacia allá enfiló sus pasos. Llegó,
tocó y le abrió su cuñado, quien iba saliendo en ese momento.
—¿¡Qué pasó, pana, como que te botaron!?— le preguntó Jairo.
—¡Quéee! ¿¡Otra vez!?— dijo su hermana desde el fondo del apartamento.
Rodrigo no les respondió. Se limitó a estar ahí parado con la bolsa negra al
hombro.
—¡Deja esa vaina ahí y acompáñame a comprar una botella de whisky!
¡Hoy es la pelea!— le dijo su cuñado e hizo el ademán de darle con el puño en
el mentón.
—¿Qué pelea? —preguntó Rodrigo, y dejó caer la bolsa en el rincón detrás
de la puerta— La de Bucanan y Mano e´piedra— le respondió Jairo, y
salieron.
Esa noche, después de ver la pelea, Rodrigo y Jairo hablaron hasta la
madrugada asomados a la ventana del piso 11. Jairo no lo juzgaba ni lo
criticaba acremente como hacían los demás, sólo lo escuchaba sin decir nada.
Jairo era un tipo especial, extraordinario. Era un ser afirmativo. Se tomaba la
vida como venía, sin por ello ser simple o práctico. Todo lo contrario, era una
persona muy profunda. Dotado de un amplio criterio. Rodrigo lo veía como la
inteligencia recubierta por una gran sensibilidad. Y lo admiraba mucho.
En una oportunidad Rodrigo le dijo a Jairo:
—Jairo, tú eres el hombre que yo quiero llega a ser, pero no hago nada por
serlo.
—Rodrigo —le respondió Jairo— nunca desees la vida de los otros. Todos
estamos bien dónde estamos y con lo que somos. Cada ser tiene su valor, un
valor intransferible. Y ese valor lo hace un ser único, irrepetible y por el cual
alguien lo ama.
Conversaron mucho de muchas cosas. En el momento en que Rodrigo
terminaba una frase llegó Menaira.
—¿Por qué no la dejas, Rodrigo?— le preguntó, casi en un susurro, su
hermana. Y, sin esperar respuesta, se alejó dejando sobre una mesita una
bandeja con dos vasos, una hielera y la botella de whisky.
Muchas veces les había respondido esta pregunta a sus amigos detrás de
una cerveza en un bar. En un primer momento, durante los primeros años,
porque la amaba intensamente. Su amor lo llevó a perdonarle todo. Incluso lo
imperdonable. Después, cuando ya el amor, si bien no había desaparecido del
todo, estaba maltrecho y debilitado y ya no era una excusa, por los hijos. No
quería que crecieran sin él. Sufría mucho cada vez que pensaba en esta
posibilidad. Tenía la certeza de que, sin él, fracasarían. Se los tragaría la vida.
Entonces se los imaginaba, como los hijos de otros matrimonios separados:
fracasados, sin terminar sus estudios, con trabajos mediocres… Y hoy, en la
actualidad, porque <¿Ya para qué? ¿Para dónde voy a coger? ¿Qué sentido
tiene irme ahora?> se decía. Y últimamente, le había dado en pensar que no la
dejaba porque la comprendía. Pensaba que ella era un pobre ser enfermo,
infeliz, falto de amor y de cariño en sus primeros años de vida. Que necesitaba
de él y que si la dejaba se iba a disolver, a diluir. Que no aguantaría la
separación. Y que a pesar de todo lo que le había hecho no merecía ser
defraudada. Y que esa carencia la hacía actuar y ser como era: absorbente,
posesiva, celópata… infiel. Entonces recordaba, cómo, en los pocos momentos
de paz que tenían, ella se sentaba a sus pies, y abrazada a sus piernas, mientras
él permanecía en un sofá leyendo el periódico o un libro, le contaba lo triste
que fue su infancia y lo dura de la época de escuela sin un padre. Las penurias
y necesidades económicas que vivió junto a sus hermanas y hermano. Pero
sobre todo, la falta de amor. Porque se puede vivir con lo necesario o, incluso,
con lo mínimo en lo material-económico, pero no sin amor o un poco de
cariño. El amor hace más llevaderas todas las necesidades. Le contaba cómo
sufría cuando sus amiguitos le hablaban de sus papás; de adónde habían ido a
pasear el fin de semana; de lo mucho que se habían divertido en el parque, en
la playa, en el cine. O de cómo, cuando había reunión de padres y
representantes en la escuela para tomar alguna decisión, nadie acudía en su
representación; o para la entrega de las boletas, la suya permanecía en la
dirección de la escuela hasta el siguiente año escolar: nadie la iba a retirar. Le
contaba, cómo, el padre de sus otros hermanos, la apartaba a ella, la excluía de
sus manifestaciones de cariño. Veía, pegada a una pared, cómo los abrazaba y
besaba. Veía, deseando que le hiciera lo mismo a ella, cómo los alzaba y los
lanzaba al aire para luego recibirlos y volverlos a lanzar. Cuando llegaba con
pequeños regalitos y cositas: un trompo, unas metras, una muñequita de
plástico, y los repartía, ella se quedaba, de espaldas contra una pared, viendo
cómo sus hermanos abrían los paquetes, sacaban sus obsequios y se ponían a
jugar. Y en las pocas oportunidades en que él le mostraba alguna simpatía: le
sobaba la cabeza, le alborotaba el pelo, le daba alguna moneda o la tomaba por
la barbilla, su madre, después, a solas, la reprendía y le decía que no se dejara
agarrar. Y terminaba llorando y diciéndole que nunca la abandonara, que
nunca la dejara. En esos momentos sentía una gran ternura por ella. Al igual
que cuando la veía anotando, en un viejo cuaderno, las recetas de comidas que
daban por la televisión y que nunca preparaba. En el cuaderno también
guardaba las recetas que salían en el periódico, tenían montones. `
Ante un llamado de Jairo, Menaira, que estaba muy cerca de donde
conversaban Jairo y su hermano, apareció con más hielo y otra cajetilla de
cigarrillos. Repuso el hielo y cambió los vasos. Le encendió un cigarrillo a
Jairo, se lo metió entre los labios y le dio un beso. Y antes de irse dijo:
—Sí todo eso está bien. Es comprensible: ella es una mujer que ha sufrido
mucho y pudiera, en el fondo, no tener la culpa de ser como es. Pero te ha
convertido a ti en un ser infeliz. ¿No te das cuenta? Además, ¿por qué te calas
esas procesiones todos los años, Rodrigo? ¿Tú crees mucho en Dios? ¿Ah?
Esa vaina es para los viejos. ¿Por qué, simplemente, no le dices: no quiero ir?
¡Y listo!
Por toda respuesta Rodrigo alzó los hombros y bajó la comisura de los
labios mientras veía largamente el vaso de whisky como si la respuesta
estuviera en su interior. En el fondo de su alma, abrigaba el secreto deseo de
que eso, su asistencia a las procesiones, es decir, su apoyo a ella en esa
actividad, y en todo, porque verdaderamente la apoyaba en todo, le hiciera ver
que él todavía sentía algo por ella, y la hiciera cambiar y le retribuyera con un
trato igual o un poco de respeto. Además de todo esto, porque si no asistía,
como había ocurrido en tres o cuatro ocasiones en veinte años, tendría que
soportar durante todo un año, desde el fin de esa Semana Santa en que no la
acompañó hasta el inicio de la siguiente, sus recriminaciones por cualquier
“error” que él cometiera, por insignificante que fuera la falta. O ante cualquier
conducta de él que ella quisiera censurar para vengarse: “¡No cambies el
canal, mira que tú no me acompañaste a la procesión del Santo Sepulcro” O,
con gritos destemplados, “¿Por qué llegas a esta hora? ¿No te acuerdas que tú
no me llevaste a la Misa de Ramos?” A veces le parecía que Constanza hacía
las cosas a propósito, adrede, para molestarlo. Algo que le irritaba mucho de
Constanza era que no contestaba las preguntas que se le hacían, por muy
simples y directas que fueran, sino que respondía con otra pregunta. Esto era
muy frustrante para Rodrigo. O cuando le pedía que le hiciera algo, por muy
simple que fuera, como traerle un vaso de agua o un tenedor o un libro de la
biblioteca, ella se tardaba más de lo necesario. Tanto, que Rodrigo terminaba
haciendo él mismo lo que le había pedido a ella que hiciera. También le
molestaba y le desconcertaba la relación de Constanza con los vecinos,
especialmente con su comadre, quien era muy servicial y solidaria con ellos.
¿Por qué? Bueno, Rodrigo no sabía a qué atenerse cuando alguno de ellos
preguntaba por ella para consultarle algo o para que le pusiera una inyección o
le tomara la tensión –Constanza era enfermera—. Rodrigo dudaba entre decir
que sí estaba y llamarla, o negarla y decir que no se encontraba en la casa. Si
decía que estaba y la llamaba, después de atender al vecino, Constanza rabiaba
y tiraba todo diciendo que ella estaba muy ocupada, que no tenía tiempo para
estar atendiendo a nadie. Si la negaba, después, cuando Constanza se enteraba
que la habían estado buscando porque el vecino o la vecina, al encontrársela
en la calle por casualidad, le decía: “Ayer te fui a buscar para que me
inyectaras y no estabas” entonces le armaba tremendo lío a Rodrigo:
—¡Muy bueno, pues! ¡Ahora sí me acomodé yo! ¡El señor decide a quien
atiendo o no atiendo!
—¿¡Qué ocurre, Constanza!?— le preguntó sorprendido Rodrigo.
—¡No te hagas! ¡Tú sabes muy bien de qué estoy hablando! ¡Ayer me vino
a buscar la señora Rosa para que la inyectara y tú le dijiste que yo no estaba!
Ya estaba harto de Constanza, de sus celos enfermizos y de sus
infidelidades. Ella les había robado todo, todo, todo. Absolutamente todo. Los
amigos, la alegría, el optimismo… hasta la capacidad de amar y dejarse amar.
Los estados de ánimo de los demás tenían que coincidir con los de ella. Estar
alegres o contentos, tristes o rabiosos, sobre todo él, era sospechoso. “¿Se
puede saber la causa de tanta alegría y risas?” le preguntaba irónicamente
cuando Rodrigo se mostraba alegre y expansivo. O “¿¡Y esa cara!? ¿Cómo que
te peleaste con tu amiguita?” le soltaba cuando Rodrigo estaba preocupado. En
la casa, por ejemplo, no se celebraban los cumpleaños de nadie. Las fechas de
su cumpleaños y de sus hijos pasaban desapercibidas. A lo sumo unas
llamadas de los amigos y de algunas tías. Una vez, estaba leyendo el periódico
y al ver la fecha 23-08-, con asombro, se dio cuenta que era su cumpleaños y
no se acordaba. Otro día se le ocurrió regalarle a ella unos zapatos que estaban
de moda el día de su cumpleaños. Mejor hubiera sido que no. El día que se los
puso regresó fúrica y los quemó. Después le armó tremendo lío. Resulta que le
vio puestos los mismos zapatos a una muchacha que pasaba todas las tardes
frente a la casa y que ella aseguraba que tenía algo con él. Los amigos de
ambos se habían ido retirando hasta que no los visitaron más. Sólo uno, Luis,
era el que siempre lo buscaba a pesar de los constantes malos modos que
recibía de ella. Luis suponía que algo no marchaba en esa relación, pero, al
igual que Jairo, no le hacía preguntas. Y esto era, quizás, lo que hacía que la
amistad prevaleciese. Los mismos familiares de él y de ella, o les habían
retirado el trato y la palabra o habían limitado las relaciones al mínimo. Les
había arruinado la vida a todos. A él lo había convertido en un hazme reír. En
un ser sin voluntad, en una cosa que ocupaba un lugar y que podía ser movida
sin consultarle. Sentía que todo el mundo le faltaba el respeto, que
murmuraban cosas a sus espaldas cuando él pasaba y que se reían con los
chistes que hacían a su costa. Le daba igual todo: le daba igual ir o quedarse;
estar o no estar; comer carne o pescado… Cuando ella le preguntaba su
opinión acerca de algo, decía: “No sé… lo que tú quieras. Me da igual”
Cuando entraba a una cafetería, por ejemplo, una fuente de soda o un
restaurante, sentía que lo atendían de último. Entonces tenía que pedir en voz
muy alta, casi a gritos, lo que deseaba comprar. El dependiente se molestaba,
le decía que no gritara, que él no era sordo. Él le respondía y se ponía a
discutir con el vendedor. Las pocas veces que salía con Constanza —al
principio salían mucho— y alguna mujer lo saludaba, ella le armaba una
escena en plena calle. Con el tiempo, él, más por venganza que por celos, le
hacía lo mismo cuando algún hombre la saludaba. Pero en el fondo se retorcía
y sufría mucho por dentro porque no sabía si ese hombre era un simple
conocido o uno de los tantos que… y rompía a llorar. Entonces se sumía en
profundas depresiones. Y se sorprendía, a sí mismo, imaginando la mejor
manera de suicidarse o de matarla. O se imaginaba viviendo en otro estado, o
en otro país como su hijo. En esos momentos experimentaba ese indefinible
malestar que le duraba días, semanas, hasta meses. No le gustaba sentir lo que
sentía. No le gustaba descubrir, por ejemplo, que cuando ella salía deseaba que
no regresara: “¡Ojalá te mate un carro!” O “¡Ojalá que se forme un tiroteo en
la calle y te mate una bala perdida!” Entonces se imaginaba su vida sin ella y
se alegraba. Era feliz unos breves instantes: poder salir para donde quisiera y
con quien quisiera, regresar a la hora que le diera la gana, no tener que estar
llamando a cada instante para decir dónde estaba… Pero enseguida se daba
cuenta que eso no lo satisfacía y que no era lo que él quería, o, al menos, no
era todo lo que deseaba. Porque, si bien era cierto que le gustaba salir con sus
amigos, al final, después de un día de diversión, siempre quería regresar y
encontrarla y contarle todo lo que hizo, dónde estuvo, lo que vio, lo que
comió, de lo que habló. Por cierto, siempre le llevaba algo del lugar dónde
había estado: unos mangos, un dulce, algún adornito para la ya atiborrada
mesa de los adornitos. “¡No…! ¡No…! ¡No debo desearle eso…! A nadie se le
debe desear la muerte, ni al peor enemigo. Y a ella menos. ¡Es la madre de mis
hijos! Total… ella está desplegando su personalidad. Está siendo. Ella es como
es. Soy yo el que no debe aceptar la situación y ponerle remedio o irme.
¡Marcharme como hizo mi hijo! ¡Perdón! ¡Perdón!” rectificaba, arrepentido.
Ya no quería seguir así. Pensar así. Desear así. Sentir así. Ni actuar así.
Cuando vio pasar a Pablo a su lado arrastrando la maleta, apagó el
televisor y dejó el control remoto sobre el brazo del mueble, se puso de pie y
lo acompañó hasta la puerta de la calle. Y cuando ya se iban a poner a hablar
llegó un taxi. El chofer bajó, dio los buenos días, y con mucha naturalidad y
confianza tomó la maleta y la introdujo en el maletero.
—Espere un momento— le dijo Pablo al taxista. Y fue hasta la cocina a
buscar a su madre.
Mientras tanto el taxista y Rodrigo sostuvieron la conversación más rara e
intrascendente del universo:
—Parece que va a llover, ¿verdad?— dijo el taxista cerrando la maleta
fuertemente.
— Sí, parece…— contestó él.
—Esto por aquí es tranquilo, ¿verdad?— volvió a decir el hombre
montándose en el carro.
—Sí, tranquilo… —dejó caer él, mientras se preguntaba <¿Será que se va
ir de verdad?> Estiró un poco el cuello y vio en el fondo, cerca de la cocina, a
Pablo, a Constanza y a Isabela llorando abrazados. Después se unió la otra
Isabela a este abrazo. Estuvieron un rato así, llorando, hasta que se separaron.
Las Isabel y Pablo salieron y se detuvieron junto al taxi. Cuando el chofer iba
a decir algo otra vez, salió Constanza. Los cuatro se volvieron a abrazar y
lloraron mucho durante un largo rato en la puerta de la calle, mientras él los
observaba ajeno. En ese momento no le pareció mala. Sintió que la amaba
todavía y pensó que aún podían arreglar las cosas, quién sabe. Pero
inmediatamente desechó ese pensamiento y ese sentimiento. Ya había vivido
esto muchas veces en treinta y cuatro años. Y siempre era lo mismo. Como
sintió que él también se iba a poner a llorar, antes de que se separaran del
abrazo, le dio unas suaves palmadas a su hijo en el hombro y se fue para
adentro. Luego se asomó por entre las cortinas de la ventana y lo vio subir al
taxi y llorar con la nariz pegada al empañado vidrio y los dedos aferrados al
borde de la ventanilla. Pablo no volvió más, se quedó para siempre en el
extranjero. Hasta le dieron la nacionalidad española. Las pocas veces que
llamaba hablaba un rato con su madre y con sus hermanas. A veces, Rodrigo
se detenía en la esquina de un pasillo o en el umbral de la puerta de un cuarto,
y escuchaba que Constanza decía: “Anda por ahí… Está bien…” Entonces
suponía que estaba preguntando por él. Una madrugada de insomnio, mucho
tiempo después de haberse ido, escuchó a una de las Isabelas, la Nona,
hablando por teléfono con un amigo. Ahí se enteró de lo mucho que sufría
Pablo con sus peleas. Supo, por ejemplo, que cuando ellos se ponían a discutir
a gritos el pobre muchacho se encerraba en su cuarto y se volteaba contra la
fría y dura pared. Más de una vez, después de una bronca con Constanza,
Rodrigo se asomó al cuarto y no lo vio. Pero estaba ahí acostado, casi adherido
a la pared. Pablo les decía a sus hermanas que él quería desaparecer en esa
pared. También se enteró esa madrugada, que Pablo se estaba viendo con un
psiquiatra de la universidad porque frecuentemente lo asaltaban pensamientos
suicidas. Durante mucho tiempo se lo imaginó solo, en la pieza de una
pensión, desempacando sus pertenencias y colocándolas en una repisa
mientras lloraba.
Pensó en sus hijas y su incapacidad para mantener una relación estable más
allá de tres o cuatro años con alguien. Pensó en Isabela, la mayor de las
hembras, quien de la noche a la mañana se volvió silenciosa. Cualquiera diría
que era muda. Se la pasaba todo el día deambulando por la casa sin pronunciar
una palabra. Rodrigo calculaba que pasaba meses sin hablar. Cuando le
preguntaban algo respondía con un sí, con un no o una sonrisa como la de la
Mona Lisa. Por eso, cada vez que podía, Rodrigo intentaba sacarle
conversación. Pero nada, Isabela se había negado a comunicarse con ellos.
Estaba convencido de que ella lo odiaba por ponerle su mismo nombre a su
hermana. Isabela era muy bonita. Parecía una chinita. Los ojos achinaditos
parecían dos gotitas cayendo oblicuamente; la nariz pequeña, al igual que la
boca que cuando se reía esbozaba la sonrisa más linda que él hubiera visto, y
el pelo muy liso y negro —parecía de seda— contribuía más a que pareciera
una china. Sólo el color dejaba saber que no pertenecía a la raza asiática:
Isabela tenía un precioso color canela. Y delgada, siempre fue muy delgada.
Rodrigo recordaba cómo cada día regresaba de la escuela hecha un desastre.
Se iba bien arregladita, limpiecita y peinadita. Pero regresaba toda despeinada,
con el uniforme todo desarreglado y sucio al igual que sus manos. Todos los
días había que comprarle un lápiz nuevo porque siempre lo botaba. Pero un día
—ya había nacido la otra Isabela y se estaba robando el cariño y las atenciones
que Isabela creía exclusivos de ella, normalmente, cuando nace un miembro
nuevo en la familia, los demás se creen desplazados en el cariño y amor de sus
padres y actúan en consecuencia para recuperarlo: se orinan en la cama,
tartamudean, no comen, les da fiebre… pero todas estas cosas, al final, las
superan, sin embargo, en el caso de Isabela no, porque en verdad Rodrigo se
dedicó en cuerpo y alma a atender a la nueva Isabela y se olvidó de la primera
—, el pelo le cambió: se le puso mustio, grueso y sin forma. Le crecía en todas
direcciones. Parecía una peluca mal arreglada.
—¡Esa fue tu hermana que le echó mal de ojo a la muchacha en el pelo! —
dijo Constanza porque, casualmente, el pelo se le empezó a dañar a Isabela
después de que Rodrigo la llevó a cortárselo donde su hermana Dora.
Después, en la adolescencia, empezó a engordar. Isabela comía como si se
fuera a acabar la comida. Rodrigo sabía las verdaderas causas de esos cambios
y quería acercársele, abrazarla y besarla y decirle que la amaba para que
superara la ansiedad y dejara de comer compulsivamente. Pero ella no lo
permitía. Influenciada por su madre, quien la había convencido de que su papá
era una mala persona, había desarrollado un intenso odio hacia su padre y
marcó una distancia de silencio entre los dos. En realidad, los tres hermanos
estaban convencidos de esto. Constanza los había persuadido de que Rodrigo
tenía una mujer en la calle. Y apelaba a esto ante cualquier discusión o
desacuerdo que surgiera. Ante la más mínima diferencia Constanza acusaba a
Rodrigo de que la estaba engañando. Pronto Constanza empezó a culpar de
todo lo que ocurría en la casa, por más nimio e insignificante que fuera, a
Rodrigo y a su supuesta amante. Ya en la casa no se hablaba para evitar una
discusión. La atmósfera era tan pesada que una vez un amigo de Rodrigo,
después de visitarlo unos breves instantes, al salir le preguntó:
—¿Pasa algo, Rodrigo? ¿Se murió alguien? ¿Por qué están tan callados?
Pensó en La Nona. La Nona era una muchacha muy bonita: blanca, bajita,
de pelo castaño claro y unos bellos ojos verdes. Ese era otro motivo de peleas
y discusión entre Rodrigo y Constanza; los ojos verdes de La Nona. Cuando
Rodrigo los llevaba a la casa de sus padres, lo cual ocurría en muy contadas
ocasiones, un hermano de Rodrigo le decía: “¡Mira…! ¡Esta es la última…
hija de Rodrigo!” Rodrigo entendía la ironía de la pausa y le dolía. Más de una
vez discutieron por eso y estuvieron a punto de irse a las manos. Al final de las
discusiones La Nona le preguntaba a Rodrigo:
—¿Papá, que tiene de malo tener los ojos verdes?—.
Ese hermano de Rodrigo decía que Rodrigo sólo tenía tres placeres: uno,
sacar crucigramas; dos, estornudar, y tres, quitarse los zapatos después de un
día de duro trabajo. Pero que, al final, se reducían a uno. Porque los
crucigramas, a veces no los resolvía completos; los estornudos, a veces se le
iban y se quedaba con las ganas. De manera que sólo experimentaba el placer
de quitarse los zapatos después de un duro día de trabajo.
La Nona era la que más independencia mostraba frente a Constanza y la
que más se le enfrentaba. También fue la que estableció una relación más
estrecha con la familia de Rodrigo. Incluso pasaba largas temporadas allá. La
Nona se graduó de profesora de Castellano —Pablo era contador e Isabela era
maestra— y hasta escribía en los periódicos, pero bajo un seudónimo. Un
domingo Rodrigo leyó un cuento que le gustó mucho. Y le comentó:
—¿Leíste este cuento, Nona? ¡Está muy bueno! Se llama “Sueños
políticos” Escucha:
<Cenobio Ojeda no podía dormir: sufría de insomnio. Había probado y
hecho de todo. Desde contar ovejas hasta tomar los más extraños e imbebibles
mejunjes, y nada. Bebió todos los tés habidos y por haber: té de cayena, té de
lechuga, té de tilo, té de repollo… tomó gotas de valeriana. Ingirió pastillas
por toneladas que sólo surtían efecto unas pocas horas. Visitó todos los
especialistas de los trastornos del sueño. Se sometió a estudios que lo llevaron
a “dormir” en una habitación de cristal con la cabeza cubierta por una maraña
de electrodos mientras los doctores lo observaban del otro lado. Experimentó
con la acupuntura. Se sumergió en un pipote de agua fría que había sido
expuesto a tres días de sereno. Hizo rituales, rezó oraciones y sacrificó
animales en noches de luna llena. También usó adminículos y gad.get como
esa especie de lentes de tela negra sobre los ojos, y los móviles llamados
atrapa sueño que llevan los conductores colgando del espejo retrovisor, y que
él nunca supo si eran para atrapar el sueño huidizo o espantar al sopor
indeseado. Pero nada. No podía dormir desde hacía más o menos veinticinco
años.
Ese día, salió de su casa pensando en la solución final. Como siempre, se
dejó arrastrar por la marea de gente que lo llevaba y lo traía por la ciudad a su
antojo. En una de esas subidas y bajadas por las calles del centro, la rugiente
marabunta lo empujó escalones abajo hacia un pequeño local de convenciones.
Entró trastabillando. Escuchó un eco de voces lejanas, como cuando entraba a
la iglesia, y sintió cierto sosiego que ya había olvidado. El salón principal
estaba atestado de sillas de plástico blancas. Evidentemente esperaban a
alguien. Se sentó y empezó a detallar el lugar. Enfrente había una tarima, un
largo escritorio cubierto por un mantel blanco, una jarra de vidrio con agua y
unos vasos. Arriba, en el fondo, el redondo ojo blanco de un reloj de baterías
observaba indiferente. Y todas las paredes estaban tapizadas con afiches de un
político. Poco a poco el local se fue llenado hasta que estuvo completamente
abarrotado. De repente, de no se sabe dónde ni cuándo, aparecieron unos
hombres sentados en el escritorio. Entre ellos el del afiche, que se puso de pie,
caminó hasta el borde de la tarima y empezó a hablar. Cuando dijo las
primeras palabras, Cenobio sintió que sus párpados se cerraban pesadamente,
y un liviano sopor le subió desde el pecho hasta la cabeza. Una llamita de
esperanza se le encendió allá, en el fondo, pero no se hizo muchas ilusiones.
Ya sabía de esas falsas expectativas. El hombre continuó con su discurso y los
párpados de Cenobio se cerraron y se abrieron dos, tres, cuatro… cinco veces.
Cuando los volvió abrir, a causa de los aplausos de los presentes, lo primero
que vio fue el reloj del fondo sobre la cabeza del orador. Y como impulsado
por un resorte, casi con violencia, se puso de pie inmediatamente. No lo podía
creer. Miró su reloj de pulsera. ¡Sí! ¡Había dormido dos horas! ¡Había dormido
dos horas! ¡Increíble! Observó a su alrededor. La gente se ponía de pie, o
empezaba a retirarse, o conversaban en grupos de tres o cuatro acerca del
contenido del discurso. Algunos subían a la tarima para felicitar al orador. El
hizo lo mismo. Se abrió paso entre la multitud hasta que llegó donde estaba el
candidato. Le dijo unas pocas palabras de felicitación que el político sintió y
agradeció por lo sinceras y distintas de las de los demás. Luego se quedó por
ahí. Dio vueltas por el local. Se mezcló con los presentes. Estrechó algunas
manos y se presentó. Cuando llegó la hora de cerrar se fue.
Por supuesto que esa noche no durmió, pero no le importó mucho porque
ya había descubierto la forma de hacerlo.
Al día siguiente, a la misma hora, fue hasta el local. Lo encontró cerrado.
El vigilante le dijo que no habría actividades por tres días. Entonces se dedicó
a buscar por la ciudad otras casas de otros partidos políticos. Pero, o no las
encontró o no había actos programados. En su desespero, se le ocurrió
entonces alquilar unos videos de discursos y mítines políticos.
Instalado cómodamente en su casa, con cerros de videos, se dispuso a
verlos con la esperanza de... pero no le produjeron el más mínimo efecto.
Al tercer día volvió al local. Y para su sorpresa y alivio, según un
programa pegado en la entrada, esa tarde iban a intervenir tres personas. Entró
y se sentó. Y apenas el primer orador empezó a hablar, los párpados
comenzaron a ponérsele pesados. Sintió sueño. Y volvió a experimentar esa
dulce y particular batalla –somos los dos contrincantes a la vez— que
entablamos entre la vigilia y el sueño antes de caer profundamente dormidos.
De nuevo, como la primera vez, lo despertaron los aplausos. Miró su reloj:
había cabeceado durante una hora y media. No está mal, se dijo. Y le auguró
un buen futuro al disertante. Le tocó el turno al siguiente orador. Este habló
prolongadamente durante dos horas. Y logró arrancarle unos ronquidos a
Cenobio. Muy bien, lo calibró. El tercero se extendió por tres horas y media. Y
cuando Cenobio despertó tenía el hombro mojado de baba. Insuperable, se
dijo. Y lo aplaudió de pie largamente. Cenobio dividió entonces a los políticos
según una escala de tres grados o niveles: en el primer nivel estaban los que
sólo lo hacían cabecear, en el segundo los que lo hacía roncar, y en el tercero
los que lo hacían babear. Estos últimos eran los de más futuro, los
presidenciables.
Cenobio había recuperado el sueño. Encontró la cura para su insomnio.
Mientras los políticos hablaban y hablan él dormía y soñaba. Dormía entre
cuatro y seis horas en un día de actividad política normal. Ese número podía
aumentar si visitaba varias casas de partido en un mismo día. A veces los actos
políticos se extendían hasta la madrugada. Cosa que Cenobio agradecía
mucho. En época de elecciones Cenobio se daba banquete. Llegó a ser muy
conocido en el ambiente político. Hasta se le consideró un militante. “El más
destacado y disciplinado” decían los jefes del partido. Era el invitado
infaltable en todas las reuniones. Incluso le enviaban las invitaciones a su
domicilio. Por lo que tuvo que comprar ropa acorde con su nuevo quehacer:
trajes, corbatas, zapatos patentes, un maletín… Se vio obligado a leer libros
sobre política hasta convertirse en una autoridad en el tema. Tanto, que sus
opiniones eran escuchadas con atención y sus consejos seguidos al pie de la
letra. Y en base a la escala que había ideado hacia recomendaciones, como
expulsar del partido a un miembro que hablaba y hablaba durante seis horas y
sólo le producía un sueño intranquilo, intermitente –cuando este orador
intervenía, Cenobio se despertaba hasta tres y cuatro veces durante el discurso
y luego le costaba volverse a dormir- y al final se despertaba de mal humor. O
incorporar a un joven político de la tolda contraria, que a pesar de que hablaba
apenas una hora, le producía un sueño profundo y reparador. Y como sus
opiniones y juicios, en más de una oportunidad, fueron muy acertados y
ayudaron a solucionar muchos problemas tácticos o estratégicos, de alianzas,
de coaliciones, y contribuyeron al fortalecimiento del partido, le ofrecieron
cargos dentro de la organización política. Más tarde, cuando el partido ganó
las elecciones, el propio presidente le ofreció un puesto: “Lo que usted quiera,
señor Cenobio; un ministerio, una gobernación, un instituto autónomo, una
embajada. Dígame, sólo tiene que pedirlo” le habría dicho el presidente en una
reunión. Pero Cenobio, con mucho tacto y cortésmente, lo rechazó. Porque él
sólo quería dormir en paz. Él quería estar de este lado del discurso, del lado
donde se puede dormir.
Un día, Cenobio se enteró que en una lejana isla del Caribe gobernaba un
dictador que daba unos discursos que duraban hasta siete y ocho horas. Un
paraíso, pensó. Y por primera vez Cenobio acarició sueños totalitarios>.
—¿Verdad que está bueno? —le preguntó Rodrigo.
—¡Sí…! Está bueno —respondió la Nona simulando desinterés, y le
escondió una sonrisa.
—Lo que no me cuadra es el nombre del autor… —dudó Rodrigo.
—¿Qué tiene de malo el nombre? —se interesó la Nona.
—No sé… me parece más un seudónimo.
—Puede ser —dijo la Nona y volvió a sonreír.
—Además, yo creo que la autora es una mujer que se esconde detrás de un
seudónimo masculino —sentenció Rodrigo.
—¿Y por qué crees eso, papá? —preguntó la Nona visiblemente
preocupada de que descubrieran que la autora era ella. Porque si su padre
notaba esto, también lo podía hacer cualquier otro lector.
—¡No sé…! Me parece… —le dijo Rodrigo. Luego se puso de pie y se
dirigió a la cocina.
La Nona tenía dos proyectos. El primero, de Teatro de Calle, que en varias
oportunidades comentó con sus compañeros, consistía en apostar en las
esquinas o paradas de autobuses más congestionadas de la ciudad, a cuatro o
cinco actores profesionales, bien engominados, de recios bigotes que les
dieran una apariencia varonil, vestidos con fracs o flux negro, camisa blanca y
corbata, que a las doce del mediodía en punto iban a arrancar a llorar. Y, de
repente, así como comenzaron a llorar, después de media hora de llanto,
cesaban; se enjugaba las lágrimas y se iban. La Nona se emocionaba y
comentaba los resultados con sus amigos. Decía:
—¡Se imaginan! ¡Una va caminando por la calle, apurada por llegar
temprano al trabajo, o a una cita médica, o para hacer una transacción
bancaria, y de repente se encuentra, así de sopetón, a un tipo con pinta de
machote llorando a moco tendido en la calle! Me imagino las conversaciones y
las reacciones de la gente. En la cola del banco dirán: “¿¡Viste al tipo que
estaba llorando en la esquina!? ¿¡Quién sabe qué le habrá ocurrido para llorar
así!?” Y otro, tan ignorante como el primero, dirá: “Yo creo que fue que
quebró, fracasó en un negocio, porque el tipo tiene pinta de ejecutivo” “Para
mí fue que se le murió un familiar” dirá otro. Otro comentará: “¡No! ¡Para mí
a ese señor lo dejó plantado la novia en la iglesia!” O en la camionetica una
señora comentará: “¡Yo no aguanté mas y puse a llorar con él! ¡Me daba tanta
lástima!” No faltarán quienes, acercándosele al llorón, le preguntarán: “¿Qué
le pasa? ¿Por qué llora?”
—Eso causaría un sacudón en la rutina de la gente. Ese hecho los sacaría
de sus preocupaciones habituales y los pondría a pensar en otras cosas durante
un rato. Todo el mundo, en la ciudad, pasaría días comentando el
acontecimiento— opinaba un compañero de proyecto.
El otro consistía en promover la lectura a través de grafitis pintados por
toda la ciudad que dirían cosas como: ¡No al Quijote! ¡Sí a Cien años de
soledad”! ¡Abajo El informe sobre la ceguera! ¡Arriba Veinte mil leguas de
viaje submarino! ¡No a Los detectives salvajes! ¡Sí a Derrotas!
Con esto la Nona esperaba despertar la curiosidad en la gente por saber
quiénes eran unos y otros; tanto los autores y libros denigrados como los
ensalzados. Y así llevarlos a leerlos.
Pensó en su padre que ya había vivido lo mismo con su madre. Cada vez
que pensaba en su padre le venía aquella imagen humillante y dolorosa de su
papá limpiándose de la cara el escupitajo de chimó que le lanzó el viejo
Ruperto, quien, más tarde, sería el suegro de su hermana Dora; hija mayor de
su mamá. Resulta que, durante algún tiempo, o por tiempos, desde muy
temprano en las mañanas hasta muy tarde en las noches, sobre todo los fines
de semana, algunos vecinos acostumbraban jugar bolas en plena calle. Dicha
costumbre se convirtió en un problema para el resto de los vecinos que no
participaban en el juego y para los transeúntes, que en más de una ocasión
tenían que saltar y dar cabriolas para evitar ser alcanzados por una bola. Pero
especialmente para ellos, porque contra la pared de su casa, que estaba ubicada
al final de la improvisada cancha o patio, era que se estrellaban las bolas en su
veloz carrera, produciendo el consabido daño. Y como la pared estaba sin
frisar, los constantes golpes habían abierto innumerables huecos en los
bloques. Esto producía frecuentes discusiones y hasta peleas entre sus padres,
porque su madre le reclama a su padre que no les dijera nada para que
pusieran fin al juego de bolas y al daño de la pared. Cando él le reclamaba
algo, ella le decía:
—¡Eso es lo que tú sabes…! ¡Eso sí…! ¡Gritarle a una y comerte a una…!
¡Para eso sí eres hombre…! ¿Por qué no le reclamas a los que juegan bolas y
tienen la pared llena de huecos? ¿¡Ah…!? ¡A una si la gritas y te la comes y la
vuelves a vomitar…! ¡Para eso sí eres hombre, para gritarle a una! ¡Pero para
reclamarles a ellos no!
Hasta que un día, cansado ya de las recriminaciones de su mujer y de los
abusos de los jugadores, su padre decidió reclamarles. Él estaba jugando en el
cuarto que daba a la calle, donde se escuchaban los gritos y las palabrotas de
los jugadores que se estrellaban contra la pared junto con las bolas, cuando su
padre abrió el postigo de la ventana y esperó a que los jugadores, al lanzar el
mingo, quedarán cerca de ella. Cuando estuvieron reunidos al lado de la
ventana, su padre abrió un postigo y asomó la cabeza. Y después de saludar al
grupo, en un tono conciliador, les dijo que ya estaba bueno, que respetaran un
poco, que consideraran, que vieran cómo tenían dañada la pared y otras cosas
más por el estilo. “Vayan a jugar en un patio de bolas” les dijo el padre de
Rodrigo. A lo que el viejo Ruperto, visiblemente borracho, le contestó
destempladamente con insultos e improperios. Le dijo que era un marico y un
dominado, que si era hombre que saliera y arreglaran eso como los hombres.
Rodrigo, al oír los gritos que entraban un poco amortiguados desde el exterior,
se puso de pie y caminó hasta donde estaba su padre. Se sentó a sus pies y
miró hacia arriba. La luz, que entraba por el postigo abierto, iluminaba la
cabeza y el rostro de su padre. Lo que lo hacía parecerse a uno de esos santos
de los pequeños cuadros que su mamá iluminaba con velas en el altar que tenía
en el cuarto. De repente, las mansas palabras de su padre fueron ahogadas por
un chisquete de saliva muy líquida y marrón que cayó sobre su cara y escurrió
en gruesas y calientes gotas hasta su pecho. Su padre inmediatamente, y de un
golpe, cerró el postigo y se pasó por la cara un pañuelo que, con la rapidez de
un mago, sacó de su bolsillo trasero.
—¿Qué pasó papá?— le preguntó él.
—Nada…nada, hijo—. Y tomándolo por la mano salieron del cuarto hacia
la sala. Allí se sentaron y su padre se quedó lelo, inmóvil, como viendo el aire
o mirando a través de las paredes, mientras él siguió jugando con el carrito de
lata entre los pies de su padre. Mucho tiempo después del incidente, supo,
sospechó, que si su madre no lo hubiera tenido tan acoquinado, su padre
hubiera salido a responderle a ese borracho falta de respeto y lo hubiera
derribado de un puñetazo. Su padre siempre le pareció un tipo muy correcto y
justo. Era un hombre trabajador y tranquilo. Quizá muy tranquilo. De hablar
pausado y mirada mansa. No salía. Se la pasaba todo el tiempo en la casa. Lo
cual era motivo de habladurías entre las chismosas del barrio y de la
animadversión y el desprecio de los hombres: “Ese pajúo no sale. La mujer no
lo deja. Se la pasa ahí metido, enfustanado: de la casa al trabajo y del trabajo a
la casa” decían. Rodrigo sabía que también decían lo mismo acerca de él, pero
realmente no le importaba porque él disfrutaba el estar en su casa con su
familia: sus hijos y su mujer. Disfrutaba de las pocas veces en que estaban
alegres y se comunicaban, se contaban sus cosas. Se hacían bromas. Se ponían
apodos. A Isabela, por ejemplo, le decían Mandíbula porque comía mucho. A
la Nona le decían Pollo ronco porque de golpe hablaba ronco o se le iban los
gallos. Y a Pablo le decían Chivo o Johnny Cecotto, porque cuando estaba
pequeño, dos o tres años, su abuela tenía un chivo y él se la pasa para arriba y
para abajo, por todo el patio, con el chivo. O si no, el animal, al ver que Pablo
no salía, entraba a la casa y lo buscaba por todas partes mientras berreaba. Y
Johnny Cecotto porque cuando nació, Cecotto era campeón de motociclismo.
Y su tío, el hermano de Constanza, le puso ese sobrenombre. Le gustaba ver a
sus tres hijos conversando alegremente, reírse y hacer planes para el fin de
semana. Eso era suficiente para ser feliz. Rodrigo recuerda que su padre
siempre estaba reparando algo: una pila que goteaba, una silla coja, el tanque
de la poceta, un enchufe dañado, agarrando algunas goteras en el techo… o, su
pasatiempo favorito, regando las matas. Y cuando lo veía reparando algo,
regando las matas, leyendo mientras fumaba o viendo las noticias, tampoco le
parecía que fuera él el culpable de las peleas entre ambos. Rodrigo tiene muy
presente la imagen de su padre, todos los sábados, dejando arriba del pote de
azúcar el sobre del pago, aún sin abrir, con grapa y todo. Su padre trabajó
durante veintiocho años como obrero-hornero en una fábrica de cerámicas
hasta que lo jubilaron. Todos los días, cuando tenía el turno de noche y
regresaba a las seis de la mañana, él y sus hermanos y hermanas lo esperaban
para registrar la ropa de trabajo que su padre traía envuelta en una bolsa y
conseguir las pequeñas baldosas de colores que él escondía en los bolsillos y
con las que ellos jugaban a la construcción. O las monedas que dejaba
“distraídamente” en los bolsillos de la braga de trabajo. A Rodrigo le gustaba
como olían las ropas sudadas de su padre. Más de una vez su madre lo
reprendió al encontrarlo oliéndolas con placer como si aspirara el dulce y buen
aroma de una rosa. “¡Muchacho, cochino, no huelas esas ropas que están
sudadas y sucias!” En las madrugadas, cuando se iba para el trabajo, él lo oía
levantarse muy temprano. Y sentía el olor a humo del primer cigarrillo que se
fumaba su padre. Sabía en qué parte del cuarto o de la casa estaba siguiendo el
ir y venir, como de una luciérnaga, de la lucecita del cigarrillo. Luego se
paraba su madre y encendía la radio de donde surgían, muy calladitas, algunas
canciones. Entonces ella empezaba a trastear en la cocina mientras le
preparaba café y algo de comer para llevar. Se decían algunas cosas. A veces
reían. Algunas veces lo veía partir bajo un intenso aguacero y no podía evitar
sentir un poco de compasión por él. Una madrugada, por el insomnio —
siempre sufrió de insomnio, después, ya hombre, se dio cuenta que el
insomnio se lo produjeron ellos con sus continuas peleas—, escuchó como si
jugaran o lucharan en la cama de sus padres. De repente sobrevino un largo
silencio. Después vio a su padre, de pie y completamente desnudo, iluminado
por la rendija de luz que proveniente de la cocina pasaba por la abertura entre
la cortina y la pared, cubrirse el erecto pene con una funda blanca que sacó de
un sobrecito que rompió con los dientes. Luego continuaron los roces de
lucha, ahora acompañados por débiles quejidos y risas sofocadas de su madre.
En la fábrica, todos los años, en Diciembre, les daban una botella de champaña
para los dos operarios. Pero como su padre no tomaba, sólo fumaba, y lo hacía
con mucho placer, invariablemente, se la regalaba a su compañero. Muy pocas
veces se la llevó para la casa. Jamás le conoció un amigo. Nunca llevó uno a la
casa. Lo recuerda leyendo el periódico y fumando. Con rápidos movimientos
de las muñecas, lo doblaba con una maestría única hasta dejarlo convertido en
una sola hoja como de tamaño carta. Luego se sentaba, cruzaba una pierna
sobre otra, encendía un cigarrillo y se ponía a leer durante horas, mientras él lo
observaba desde un rincón. También recuerda a su padre viendo las noticias
que, con una voz nasal y bajo un inmenso óvalo que decía <Esso>, daba un
viejito calvo, de cejas pobladas y gruesos lentes de pasta. Las noticias eran
interrumpidas una o dos veces por unos comerciales de un reloj. “Tissot es el
reloj” decía el modelo viendo la hora en su muñeca. Más tarde se dio cuenta
que ese era uno, quizá el único, de los deseos de su padre: tener un reloj como
ése. Cada vez que empezaban las noticias, puntualmente, a las siete de la
noche, surgía una discusión entre su padre y su madre. Resulta que, a esa hora,
sin falta, llegaba la viejita Fortunata para oír las noticias. Pero como era medio
sorda, su padre tenía que darle mucho volumen al televisor. Entonces su mamá
le ordenaba a su padre que le bajara volumen, y así comenzaba la discusión.
La señora Fortunata, era una viejita delgadita que vivía sola y tomaba mucho.
Siempre andaba hedionda a orines y a aguardiente. Y preparaba una ensalada
de aguacate que compartía con los vecinos. Pero en la casa de Rodrigo, por
órdenes de su mamá, no se la comían; siempre la botaban. La señora
Fortunata, para referirse al padre de Rodrigo, decía: “Ese es un señor muy
correcto. Es tan correcto que yo creo que si está a tu lado no respira para no
quitarte el aire” O “Ese señor es un pan de Dios” Un día, la señora Fortunata
llegó con la consabida ensalada en el justo momento de la cena, y, adoptando
un extraño tono de voz, dijo:
—Pedro, aquí está la ensalada de aguacate que tanto te gusta. Pero yo estoy
segura que tu mujercita la debe hacer más sabrosa que yo. ¿Verdad, Inés?
Esto produjo una gran pelea entre Pedro e Inés. Rodrigo recuerda que su
padre le exigía explicaciones a su madre, y la palabra aguacate, como algo
maldito, indeseable y ofensivo, saltaba en la discusión. Desde ese día la mamá
de Rodrigo le prohibió a la viejita que entrara a la casa, la corrió. La casa de la
señora Fortunata estaba como a cinco casas de la de Rodrigo y al lado de la de
Lila. Un día, la viejita desapareció, no se vio más. Una familia compró la casa,
pero no duró mucho ahí. Como al año se fueron. La casa quedó sola durante
mucho tiempo y empezó a deteriorarse. Parecía un viejo barco abandonado en
un olvidado puerto. Sus paredes, de bloques sin frisar y perforadas por
innumerables aberturas, rendijas y boquetes, cubiertas de una costra negruzca
y verdes mapas de ocultos tesoros piratas, parecían de madera podrida. Una
puerta verde, cerrada para los adultos pero abierta a los niños, llevaba a otro
mundo. Rodrigo y El Chino, el mejor amigo de su infancia, cuando no estaban
subidos al árbol de mata de ratón, donde brotaban, como frutos, unos
inmensos gusanos amarillos y peludos, cuya picadura producía, además del
intenso dolor y fiebre, una molestia en las ingles que los adultos llamaban
seca, se la pasaban en el interior de la casa. Para evitar mojarse los pies,
caminaban sobre una serpiente de bloques, hecha por ellos mismos, que
zigzagueaba por su interior conduciéndolos por todas sus dependencias. Ahora
habitadas por vegetales inquilinos. Se decían muchas cosas de sus antiguos
habitantes: una enfermedad se los llevó; una venganza los arrasó; un hechizo
los enloqueció; una mala inversión los arruinó; una injuria los encarceló…
Cuando Rodrigo estaba en su interior experimentaba un dulce y deseado
desamparo que no sentía en la suya: no tenía techo. Y el sol y el cielo entraban
llenándolo todo de claridad. Podían ver entonces los pájaros y las nubes pasar
veloces unos y lentas las otras. En la sala, como conversando alrededor de la
mesa o como si vieran la negra y fundida estrella de la pantalla del televisor,
crecían unas delgadas y altas plantas de quien sabe qué. En la habitación
principal las enredaderas lo cubrían todo. Un colchón muerto y medio
sumergido, cubierto de obscenas manchas amarillentas —pruebas de un
malogrado amor—, exponía inescrupuloso sus oxidados órganos en espiral.
Restos de un altar flotaban a la deriva junto a una viscosa nata verde. Y la
imagen de un ánima poderosa se ahogaba en la empozada agua. Nada
pudieron los “líbranos del mal” contra lo que ya estaba escrito. En el cuarto de
los niños, como negros espermatozoides, un ejército de ágiles y alegres —o
desesperados— renacuajos nadaban desde los rayos de una retorcida rueda de
bicicleta hacia las piernas entreabiertas de una decapitada muñeca de rosada
piel, que buceaba impúdica y ridícula al lado de un carrito de lata. En la cocina
las yerbas crecían en el horno al amparo de un extinguido calor, y sus hojas
flameaban verdes por entre las hornillas. Un grito de sol alado le advierte de
su presencia a una pareja de lagartijas multicolor que hacían el amor. Una
huye entre las ruinas y se convierte en una grieta. La otra se escurre entre y
por debajo del inmóvil montículo del tesoro que tanto admiraba y cuidaba
Rodrigo. Ese tesoro era una montaña de desperdicios que se fueron
acumulando con los años: montones de botellas que, como prismas,
descomponían la luz y la arrojaban policroma sobre cajetillas de cigarrillos
vacías y retorcidas; latas de refresco oxidadas y exprimidas; el aspa azul de un
acalorado ventilador; una olla fría y abollada; amarillentos libros hinchados y
descuadernados por el agua; flacos y deformes tubos de dentífricos; sillas
cojas y podridas; un jergón vencido parecido a la radiografía de un animal
prehistórico; una vieja lavadora cuyos rodillos ya no le apretarán los dedos a
un descuidado niño; un roído diploma enrollado para siempre; un balón
desinflado como una pasa; una muda cajita de música; un teclado sin la “P”;
un vaso plástico lleno de un agua verde… y muchísimas cosas más que no se
veían pero se sospechaban brillando semienterradas en ese montículo. La base
de esa montaña era el cascarón oxidado de un viejo automóvil sin puertas ni
vidrios. Apenas entraban a la casa, Rodrigo se sentaba frente al viejo y
herrumbroso volante —los resortes del destrozado asiento del chofer
chirriaban bajo el peso de Rodrigo— y se imaginaba que conducía por la
ciudad. Le gustaba el olor a oxido del cacharro, todo lo contrario a como olían
los carros nuevos. Pero a Rodrigo se le antojaban iguales: no había diferencias
entre uno y otro olor. Coronaba esta montaña de “joyas”, milagrosamente
sostenidas en el precario pero solidario equilibrio de la ruina y la desgracia
común, la negra diadema de un neumático desfondado. Y todo estaba unido,
atado en su bella ruina y desgracia, por enjambres de alambres cuyas puntas
asomaban en todas direcciones. Lo que recordaba la venenosa cabeza de
Medusa. Todas las tardes, al volver de la escuela, la casa barco los esperaba
fondeada a la orilla de la acera. Ya desde la calle Rodrigo escuchaba su
llamado. Y por encima de las paredes podía ver ondear su desesperación por
zarpar. La abordaban. Y apenas se asomaban por la puerta de la cocina se
distinguía, en medio y al final del inundado patio, cercado por una tupida
empalizada verde de florecillas moradas, y danzando voluptuosamente como
una bailarina árabe, un gigantesco y oscuro árbol. Era su mástil. El viento lo
movía suavemente como la vela de un viejo navío. Y hacía un ruido como el
oleaje del mar o como las olas rompiendo en la playa. A esa hora había poca
luz. A su alrededor todo era de un gris opaco o azul desvaído como si lo
rodeara una tenue neblina marina. Había algo en su baile que excita a Rodrigo.
Su ondulante cuerpo mostraba algunas partes oscuras hacia su interior que
contrastaban con las zonas débilmente iluminadas de la superficie. Y entre el
verde velo se podían entrever las sugestivas y caprichosas curvas de sus
ramas. Rodrigo jugaba a resistirse y demoraba su llegada a sus pies. El Chino
esperaba detrás de él inmóvil y silencioso. Entonces el árbol montaba en
cólera y se batía con furia como el mar contra un acantilado. Después se
calmaba y se quedaba en silencio e inmóvil un largo rato. Una total calma
chicha. Al cabo, volvía a sonar suavecito como un quejido. Entonces a
Rodrigo le daba lástima y acudía enseguida. Se sentaba en su base, sobre
restos secos de sus velas arrancadas por el viento y sobre sus cuerdas duras y
marrón, que saliendo de las profundidades y arrastrándose por el suelo en
todas direcciones, sostenían su inmenso velamen verde. Se recostaba del
mástil, cerraba los ojos y se dedicaba a maniobrar un fingido timón
embriagado por el vaivén de su follaje, el crujir de sus ramas y la tibia brisa
que le azotaba suavemente la cara —El Chino, al verlo así, se iba. Le daba
miedo y abandonaba el barco—. Entonces empezaba un viaje inmóvil a través
de un mar de antiguas historias familiares. Y Rodrigo, capitán de un barco
vegetal y de concreto, un barco de bloques y oxidadas cabillas retorcidas, un
barco con hojas y con cuartos, no con camarotes, y con tronco, y con frutas, y
con raíces, y sin techo, se ataba al mástil, como Ulises, para no sucumbir a los
insistentes cantos de sirena que contaban las alegres, tristes y dolorosas
experiencias que llevaron al naufragio a la anterior tripulación. Ya a punto de
rendirse y perderse para siempre, el padre y la madre, alertados por El Chino,
entre regaños y pescozones, lo arrancaban del mástil y se lo llevaban a casa.
Entonces leía, desde su ventana, en un torcido aviso, a punto de caerse,
colgado de la proa: <Se vende> A veces, Rodrigo iba solo a la casa. Era
cuando más lo disfrutaba. Caminaba en silencio por entre las plantas que
habían invadido todo el espacio. Incluso entre largas lianas que bajaban de los
árboles y se arrastraban por el suelo inundado. Cuando estaba solo Lila se
asomaba por entre los claros de la empalizada y lo llamaba para que fuera a
jugar con ella la semana. Rodrigo pasaba, entonces, a través de un hueco en la
empalizada hacia la casa de Lila. Ella le decía: “Ya vengo, me voy a arreglar”
E inmediatamente regresaba. Pero Rodrigo no se explicaba qué era lo que se
hacía porque volvía exactamente igual a como se había ido. “Comencemos,
pues” le decía Lila. Y Rodrigo tomaba un trozo de madera o una piedra o
cualquier cosa y trazaba un gran rectángulo en el piso de tierra. Luego lo
dividía en seis más pequeños: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y
sábado. El domingo era un semicírculo al final del sábado. Comenzaban al
atardecer, como a las cuatro y media o cinco, cuando el sol declinaba amarillo
y débil tras la bodega del portugués Manuel y se filtraba por entre la
empalizada. Y terminaban al anochecer, cuando ya no podían ver las rayas que
dividían los días unos de otros, o cuando la mamá de Lila la regañaba y le
decía que se metiera para adentro, o cuando se escuchaban los gritos de la
madre de Rodrigo o sus hermanas buscándolo. Al principio, Rodrigo jugaba
por el mero hecho de divertirse con Lila. Pero un día, cuando Lila se agachó
para recoger la laja roja que arrojaban sobre los días, Rodrigo descubrió algo:
Lila no usaba pantaletas. Y pudo ver, oculto entre sus nalgas, otro sol, rosado y
de rayos cortos que le iluminó cálidamente por dentro. Desde ese día, Rodrigo
disfrutaba de su atardecer privado. Una tarde, después de planearlo mucho,
Rodrigo no aguantó más. Y cuando ella se agachó frente a él para levantar la
laja, dio un paso al frente, estiró una mano y agarró el sol. Fue una sensación
extrañísima que aún hoy Rodrigo no ha podido volver a sentir ni ha podido
olvidar. Fue como si agarrara un pequeño animalito vivo, tibio y palpitante,
que sin embargo le colmaba toda la mano. Uno de sus dedos se introdujo,
suavemente, entre los pliegues de la piel más suave y tibia que había tocado.
Sintió que todo el cuerpo de Lila se estremeció débilmente. Después,
lentamente, cerró su mano y apretó suavemente el rosado sol. Fue sólo un
instante. Porque Lila se enderezó, se volteó y lo miró entre asustada y
complacida con la laja roja entre los dedos. Después intentó sonreír, pero ese
amago de sonrisa se descompuso en una mueca y salió corriendo ante los
gritos de su madre que la llamaba diciéndole que ya estaba bien, que se
metiera para dentro. Desde ese momento Rodrigo procuraba ir solo, a toda
hora, a la casa de la señora Fortunata. Lo que produjo el natural
distanciamiento entre él y El Chino. “Está bien… está bien, ya no quieres
andar con uno” le decía El chino. Un día, Lila le dijo que quería verlo
orinando. Rodrigo se metió en la caseta de madera y zinc que fungía como
baño y se puso a orinar. Entonces Lila se asomó por entre los agujeros del zinc
que parecían estrellitas en pleno día. Era mediodía y había un silencio
absoluto. Sólo se escuchaban las cocoas de la Semana Santa. Lila, sudorosa y
con la cara muy roja, entró al baño y empezó a tocarlo. Después se levantó las
faldas, y, desesperada, se puso a frotarse, primero suavemente y despacio,
después con fuerza y duro, el sexo de Rodrigo contra el suyo. De repente y en
silencio, al no verlos jugando la semana en el medio del patio, la mamá de Lila
se puso a buscarlos por todo el solar. Finalmente entró al baño y los
sorprendió. Los tomó por las orejas a los dos y atravesó todo el patio y la casa
con los dos muchachos colgando de sus manos por las orejas. A Lila la lanzó
sobre un sofá de la sala diciéndole: “Ya vamos a hablar tú y yo” Y continuó
con Rodrigo, que se empinaba sobre las puntas de sus pies para hacer menos
doloroso el templón de orejas, a la vez que se guardaba su pequeño, pero
erecto pene, hasta llevarlo a su casa. Una vez allí tocó violentamente la puerta
y le armó un zaperoco a la mamá de Rodrigo. Mientras la mamá de Lila le
reclamaba a su madre, Rodrigo entendió por qué Lila le decía: <Ya vengo. Voy
a arreglarme> Y se sonrió mientras se olía las manos y los dedos. Y le pareció
que el sexo de Lila olía a vinagre como el que le echaba la señora Fortunata a
sus ensaladas de aguacate. Después de eso, a los días, la familia de Lila se
mudó. Mucho tiempo después, ya hombre él y ella una mujer, se encontraron
en el centro de la ciudad.
—¿Desde cuándo no juegas a la semana, Rodrigo?— le preguntó ella, y
sacando de su cartera una laja roja eróticamente triangular, la cual se había
puesto tersa y lisa de tanto manosearla, se la entregó.
—¡Desde esa vez!— le respondió Rodrigo acariciando sugestivamente la
laja roja. Entonces terminaron lo que habían dejado pendiente.
El Chino Eduardo —en realidad no era chino sino tuerto— y él siempre
andaban juntos. Eran inseparables. El chino era mayor que Rodrigo tres años y
trabajaba desde muy niño. Hacía muchas cosas: era ayudante de carpintería o
de albañilería; hacía cruces para los muertos en una marmolería que estaba al
lado del cementerio; era ayudante de un camión de refrescos; o vendía las
conservas de coco o empanadas que su mamá hacía. Rodrigo recuerda que un
día El Chino subió al árbol de mata de ratón, donde se la pasaban trepados día
y noche comiendo maní, semillas de girasol, de auyama y de merey porque
una vez, un árabe que le vendía fiado ropa interior a la madre de Rodrigo, y
por el que su padre siempre discutía con su madre, vio que a él le sudaban
mucho las manos, le dijo a la mamá de Rodrigo: <Eso es debilidad en el
cerebro. Dele frutos secos y semillas de girasol, de merey, de auyama, de
ajonjolí…> cargando una especie de cartera o bolso de lona con el logotipo de
un periódico local y le dijo:
—¡Vamos a trabajar Rodrigo…! ¡Vamos a vender periódicos…!
A él le gustó la idea. Tener su propio dinero. Pagarse él mismo sus
refrescos en la bodega del portugués o en la de la señora Graciela como hacía
El Chino, y no quedarse esperando que alguien le brindara o le dejara la mitad
ya caliente de uno. O, más tarde, cuando aprendió a fumar, comprarse sus
cigarros y no tener que estar pidiendo o fumando por colas. O tener dinero en
el bolsillo para brindarles cepillados y perros calientes a las muchachas en la
escuela. Pero él sabía que su papá no lo iba a dejar. Ya en otras oportunidades
le había pedido autorización para trabajar con El Chino, y su padre le había
negado el permiso. Porque, a pesar de que el señor Pedro lo que ganaba era un
miserable sueldo de obrero no calificado, no les faltaba nada en la casa. Y
mucho menos cuando crearon un economato en la compañía, en el cual
compraban, a precios muy por debajo del mercado, todos los artículos de la
dieta diaria. Al principio a Rodrigo y a sus hermanos les gustaba ir de compras
al establecimiento porque iban con su mamá. Y era todo un paseo. Después su
mamá delegó esa responsabilidad en Miguel, su hijo mayor. Miguel, con su
experiencia, los ayudaba mucho: sabía la dirección, sabía dónde iba a pedir la
parada al autobús, los ayudaba con las bolsas más pesadas… y sobre todo los
supervisaba `para atravesar la peligrosa vía y llegar a la compañía. Pero al
final Miguel también dejó de acompañarlos y esa responsabilidad recayó sobre
Rodrigo, a quien terminó no gustándole ir al economato. En una oportunidad,
ya a bordo del transporte, una de las bolsas se rompió dejando escapar su
contenido. Las latas de conservas —atún, sardinas, diablitos, jamonadas,
salchichas— rodaban de un extremo a otro del pasillo del autobús a cada
frenazo y arracada. Se rompieron algunos paquetes de harina. Se quebraron
varios huevos. En otra ocasión, Rodrigo y Héctor se subieron al autobús, pero
con la premura del chofer, de los demás pasajeros que los apuraban para que
subieran rápido, los cornetazos de los otros vehículos que hacían una larga
cola detrás del autobús y la cantidad de bolsas y paquetes que llevaban, se
olvidaron de su hermano José en la parada, quien miraba distraído la vitrina de
una tienda. Una vez sentados e instalados iniciaron el inventario:
—¿No falta nada?— le preguntó Rodrigo a Héctor.
—¡No! ¡No falta nada! Está todo. La bolsa de la carne, el cartón de huevos,
los paquetes pasta, el queso, las sardinas y los atunes, la leche… seis bolsas en
total— le respondió Héctor.
—¿Seis?—le volvió a preguntar Rodrigo extrañado— ¡Faltan dos bolsas!
¿Dónde está José?—y echó una rápida ojeada en todas direcciones.
Luego, levantándose del asiento, gritó:
—¿Dónde está José? ¡Se quedó José! ¡Señor! ¡Señor! ¡Párese! ¡Párese!
¡Párese, que se quedó mi hermano en la parada! ¡Párese, por favor!
Pero el chofer continuó avanzando, incluso acelerando la marcha, como si
no fuera con él. Si no es por la intervención de algunos pasajeros el conductor
no se hubiera detenido. Incluso, una vez que se detuvo, como cuatro cuadras
más adelante, pretendía dejarlos y seguir. Los pasajeros volvieron a intervenir
y lo obligaron a esperar a los muchachos. Desde ese día Rodrigo se negó a ir
al economato a comprar.
Rodrigo y El Chino vivieron juntos muchas aventuras. Como aquella vez
en que, él, su hermano Héctor, El Chino y otro muchacho de la cuadra al que
le decían Lugubrio estuvieron a punto de ahogarse. Resulta que, un sábado,
alquilaron un botecito en el dique donde los ricos de la ciudad iban los fines de
semana a practicar deportes acuáticos, y que quedaba muy cerca de la
secundaria donde él estudió. Pero como sólo tenían la mitad del importe del
alquiler llegaron a un acuerdo con los dueños: “Les pagamos la mitad y nos lo
dan sin remos y sin salvavidas” le propuso él al encargado de los botes. Este,
irresponsablemente, aceptó y los remolcó con la lancha hasta el centro del
dique. Además de no darles los remos, el bote tenía capacidad sólo para dos
personas. Eran como las once de la mañana cuando se alejó la lancha que los
atoó. Ninguno de los cuatro muchachos sabía nadar. Sin embargo se
divirtieron mucho. Se bañaron agarrados a la orilla del botecito. A las tres de
la tarde, cuando se vencía el plazo del alquiler, el encargado fue a buscarlos.
Pero todos se pusieron de acuerdo para hacerse los dormidos y seguir
disfrutando. El hombre se cansó de llamarlos y se fue. Y ellos continuaron
bañándose y jugando. Como a las cinco de la tarde empezó a soplar una suave
brisa que se convirtió en un fuerte vendaval que levantaba grandes olas. El
botecito empezó a llenarse de agua y amenazaba con zozobrar. Desesperados
se pusieron a achicar el agua que entraba a borbotones. Estaba todos
aterrorizados. Sin embargo, pero ellos no lo sabían, el bote, por ser de fibra de
vidrio, no se hundiría. Se podría volcar, pero no se hundiría. Y en efecto, una
fuerte ola los volcó y cayeron todos al agua. Instintivamente se agarraron de la
orilla del bote y se mantuvieron a flote. Su hermano Héctor, empezó a llorar.
De repente todos lloraban y gritaban pidiendo auxilio en medio de la fuerte
lluvia que se desató. El Chino, por encima de los gritos, el llanto, los truenos y
bramar de la brisa, logró organizarlos. Les dijo que se colocaran todos del
mismo lado del bote y se pusieran a nadar con las piernas. Pero como no veían
hacia dónde se dirigían, enfilaron hacia el lado contrario donde estaba el
atracadero y el lugar donde alquilaban los botes. Cuando llegaron a la otra
orilla, ya era de noche. Estaba todo oscuro. Cansados, mojados, tiritando del
frío y llorando se tiraron al suelo apenas tocaron tierra. Pero enseguida se
pusieron de pie gritando y sacudiéndose el cuerpo. “¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Me
pica…! ¡Me pica…! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!” Se habían acostado sobre unos
hormigueros. Tuvieron que lanzarse al agua de nuevo para quitarse de encima
las feroces hormigas. Antes de emprender la marcha decidieron, para que
cuando empezaran a buscarlos supieran que no se habían ahogado, levantar el
bote, a la orilla del agua, con una rama que cortaron con mucho trabajo.
Estuvieron caminando toda la noche. Llegaron a sus casas a las dos de la
mañana. Toda la cuadra los estaba esperando.
La primera vez que Rodrigo tuvo sexo, El Chino tuvo mucho que ver, pero
sin saberlo. Resulta que al lado de la casa de Rodrigo vivía la señora Gabriela.
Tendría unos treintaicinco o treinta y ocho años. El esposo de la señora
Gabriela era idéntico al sargento García, el del Zorro. Ellos tenían una bodega.
Un mediodía, andaban él y El Chino cazando cotejos en la canal, cuando
vieron que José Luis, un muchacho de unos veinte años, que vivía en la otra
calle, entró a la bodega. Enseguida salió la señora Gabriela lo recibió y cerró
las puertas.
—¡Mira! ¡Mira esa vaina…! ¿¡Viste…!? ¿¡Viste, Rodrigo…!? ¡Qué vieja
tan puta!— le dijo el Chino. Pero él, todavía inocente para esas cosas, le dijo:
—¿Qué? Yo no vi nada. José Luis entró a comprar. ¿Y qué pasa?
El Chino le explicó lo que pasaba mientras esperaban que saliera José Luis.
Como a las tres de la tarde salió. Y apenas se había ido llegó el señor Simón,
el esposo de la señora Gabriela, en su camionetica. Venía del estadio, estaba
viendo el juego. De vez en cuando el señor Simón se los llevaba a él y al
Chino. El Chino le explicó su plan para disfrutar él también de los favores de
la señora Gabriela. Al siguiente día lo puso en práctica. Invitó a Rodrigo
tomarse un refresco apenas el señor Simón salió a buscar víveres para surtir el
negocio. Rodrigo, por problemas entre las familias, tenía prohibido entrar a la
bodega. Por lo que tuvo que hacerlo con mucho cuidado. Una vez dentro la
señora Gabriela lo saludo extrañada:
—¡Hola…! ¡Qué raro, tú por aquí! —le dijo a Rodrigo— ¡Cuidado te ven
porque te dan una pela! ¿Qué quieren?— les preguntó cortésmente.
—Dos refrescos— contestó rápidamente El Chino. La señora se los
despachó y El Chino pagó. Cuando la señora Gabriela le estaba entregando el
vuelto, El chino le agarró la mano. La señora Gabriela se defendió indignada:
—¿¡Qué te pasa!? ¡Falta de respeto…! ¡Grosero! ¡Cuidado y te pica una
mapanare por estar agarrando lo que no debes!
El chino, con una pasmosa tranquilidad, le dijo:
—¿¡Y cómo a José Luis no lo pica…!?— hubo unos gritos destemplados
por parte de la señora y cuando se dieron cuenta estaban afuera, en la calle.
Fueron echados sin terminar de tomarse sus refrescos. Desde el interior la
señora Gabriela amenazó al chino con hablar con su mamá.
Desde ese día Rodrigo empezó a interesarse por la señora Gabriela. En una
oportunidad, al llegar del liceo, a las doce —su madre hacia la siesta a esa
hora y sus hermanos, que estudiaban en la tarde, ya se habían ido—, la
escuchó, del otro lado de la pared, en medio del sonido del agua que caía,
cantar alegre mientras se bañaba. Enseguida empezó a buscar una rendija, un
agujero, para ver hacia el otro lado. Al fin lo encontró. Arriba, sobre la platera,
en la cocina, se veía una lucecita que brillaba como una estrella. Se trepó. Y
apretando su cara contra el ángulo de las dos paredes, se asomó. Ahí estaba
ella. Totalmente desnuda bañándose y cantando. Su voz se confundía con el
sonido del agua al caer. Casi no podía respirar. Era la primera vez que veía a
una mujer desnuda. El cuerpo de la señora Gabriela le pareció bellísimo. A
pesar de sus 38 años todavía sus carnes eran firmes y se veía poderosa. Tenía
los senos grandes y firmes aún, con los picos de color negro. Cuando alzaba
los brazos para echarse agua con el perol se le veían las axilas: blanquísimas,
esponjosas y salpicadas por unos punticos negros, parecían un blanco hueso
cubierto de hormigas o la quijada de un hombre sin afeitar. Sus caderas,
inmensas y redonditas, sostenían una cintura delgada y flexible aún. El agua
corría sobre sus muslos torneados, duros y blancos. Y su sexo… su sexo era lo
más bello que tenía. Era como dos cachetes unidos y separados por una
delgada y oscura ranura que comenzaba como una pequeña “Y” y se perdía
hacia abajo uniendo los muslos. Tenía muy pocos bellos. Tan pocos que
parecían los transparentes bigotes del chino del supermercado de la plaza. Se
lo sacó. Lo tenía durísimo. Lo tenía tan parado que le dolía. Nunca se lo había
sentido así. Y se masturbó en pleno mediodía bajo un calor que lo hacía sudar.
Cuando acabó escuchó cómo la esperma rebotaba sonoramente contra una
sartén que colgaba de la platera. Desde ese día llegaba corriendo del liceo,
tiraba los libros y se iba para la cocina. Para ver mejor, una noche, cuando
todos dormían, con un destornillador, agrando el orificio de la pared. Ya no
necesitó la vieja, arrugada y manchada revista de mujeres desnudas. Ahora
tenía una de verdad-verdad. Llegó el momento en que ya no se conformaba
con verla. Ya estaba teniendo fantasías con la señora Gabriela. Y se veía
entrando a la bodega, rodeándola por la cintura y besándola. Luego la tomaba
cargada, la llevaba hasta su cuarto y le hacía el amor. Un día mientras la veía,
desesperado, la silbó. Instintivamente, la señora Gabriela se tapó y dirigió la
vista hacia arriba, hacia donde provenía el silbido. Enseguida él apartó la cara
del agujero. Pero al hacerlo dejó pasar la luz que unos segundos antes, por
estar su cabeza obstruyendo, no pasaba. La señora Gabriela se dio cuenta de
que alguien la espiaba. Al otro día, un poco temeroso, se volvió asomar. Ahí
estaba ella puntual y desnuda. De repente la señora Graciela miró hacia arriba
sorprendiéndolo: no le dio tiempo de apartar la cara. En unos instantes el
muchacho pensó: “Bueno, que me vea. ¡Qué importa! Así sabe que yo la veo
desnuda” Por unos instantes se miraron. A él le pareció ver una sonrisa en los
labios de la señora Gabriela. Ese día, cuando iba a buscar al chino para
contarle, la señora Gabriela lo llamó desde el interior de la bodega. Con
mucho cuidado, para que no lo vieran de su casa, entró. La señora Gabriela lo
saludó y le sirvió un refresco. Mientras se lo tomaba ella le preguntó:
—¿Tú no sabes quién me espía por la pared de tu casa cuando me estoy
bañando?— y se le quedó mirando fijamente.
El muchacho se ahogó de tal manera con el refresco que le salió por la
nariz.
—¡No…!— le respondió muy asustado después de recuperar el aliento.
—¡Palabra cierta…! ¡Voy a tener que hablar con tu mamá para ver quién es
el ocioso!— le dijo la señora Gabriela y se sonrió.
Rodrigo no se terminó de tomar el refresco. Puso la botella sobre el
mostrador y dijo:
—Bueno, ya me voy…—. Pero la señora Gabriela no lo dejó ir.
Reteniéndolo por la mano le dijo:
—¡Mentira, chico…! Yo no voy a decirle nada a tu mamá—. Y se sentó de
tal manera, del otro lado del mostrador, que se le veían las pantaletas. Él se
inclinó sobre el mostrador para ver mejor. Entonces ella le tomó una mano y
pasándosela sobre uno de los muslos le dijo:
—¿Qué te parecen mis piernas? ¿Te gustan? ¿Verdad que son suavecitas?
El no respondió nada. Estaba muy asustado y emocionado.
—¿Tú sabes guardar secretos? Porque, si le dices a alguien, no me vas a
ver más mientras me baño. ¿Entendiste…?— le dijo mientras se frotaba las
piernas con la sudada mano de muchacho. En ese momento entró un cliente a
la bodega y ella despidió al muchacho rápidamente diciéndole en voz alta:
—Bueno está bien. Le dices a tu mamá que yo le aviso. ¡Ah! Y ya sabes:
no dejes de asomarte. ¡Abre bien esos ojos para que veas cosas buenas!
Durante mucho tiempo siguió viéndola por la rendija. Y a veces, cuando
pasaba frente al negocio, ella lo llamaba y él entraba a la bodega. Entonces
ella salía del mostrador y se apretujaba contra él. Después, por encima del
pantalón, le sobaba y le apretaba, ansiosa, el endurecido pene al muchacho
hasta que éste acababa y se iba todo mojado y sudoroso para su casa. Una vez,
sentada en la pequeña silla de extensión, del otro lado del mostrador, ella
cruzó las piernas y él pudo ver que no tenía pantaletas. Ante la turbación del
muchacho, ella le dijo:
—¿Qué te pasa? ¿Estás asustado? Ya debes estar acostumbrado a verla. ¿Si
eso es por verla, cómo será el día que… te la dé? ¿Ah?—. Rodrigo no hablaba.
Inclinado sobre el mostrador, sólo veía y sonreía nervioso. La señora le tomó
una mano, como la primera vez, y se la pasó por su sexo caliente y sedoso.
Rodrigo sintió que se iba a morir.
—¿Qué edad tienes tú, muchachito?— le preguntó ella mientras se ponía
de pie.
—¡Dieciocho!— mintió Rodrigo.
—¡Mentiroso! Tú no tienes dieciocho años. Yo te llevo la cuenta. ¿Te
acuerdas cuando te operaron del pipí? Bueno, pues tenías ocho años. Y de eso
hace… hace… hace cinco años. No, hace seis años.
Era cierto. A él lo habían circuncidado cuando tenía ocho años. Y cuando
regresó del hospital, para ese momento su mamá y la señora Gabriela no
estaban enemistadas, ella llamó a la mamá de Rodrigo y le dijo que quería ver
lo que le habían hecho a Rodrigo en el pipí. Ante el llamado de su madre, las
dos mujeres conversaban en el solar, a través de la empalizada, Rodrigo fue
hasta el patio. Entonces su mamá le dijo: “¡Muéstrale a la señora Gabriela lo
que te hicieron, Rodrigo!” Y acto seguido le bajó el short.
—Para ver, enséñame la cédula— le exigió ella desafiante, y salió de
detrás del mostrador parándosele enfrente al asustado muchacho.
Y en un arranque de valentía, él le dijo, con voz temblorosa:
—¿Quiere ver mi cédula? ¡Sáquela de aquí!— y sacando la cédula de su
cartera de plástico azul, se la metió en los interiores, entre su erecto y
lubricado pene y sus ya doloridas bolas.
—Gran cosa— dijo ella, y agarrándolo por el cinturón lo haló hacia ella.
Luego metió una mano, suavecita y calientita— ¡Ayyy…! ¡Qué rico esto que
me encontré por aquí!—. Y junto con la cédula se lo sacó y se puso a
examinárselo cuidadosamente como si fuera un extraño animal. A ella le
gustaba cómo le había quedado después de la operación—. Me gusta cómo te
quedó: ya lo tienes peladito y listo para entrar. Y además, así no acumulas
suciedad, ni sudor y siempre lo tienes perfumadito. Pero más me gusta esto
que te quedó por aquí debajito—. Y le tocaba la parte inferior del pene,
inmediatamente después del glande, pero por debajo, donde, debido a los
puntos de sutura, le había quedado a Rodrigo una especie de protuberancia de
piel, como una especie de cresta—. ¡Este nudito aquí, me enloquece! ¡Ves…!
¡Apenas tienes catorce años! Pero te gastas un güevote como el de un hombre
de treinta— le dijo cuando vio la fecha de nacimiento. Y en sólo tres frotadas
Rodrigo le dejó la leche en la mano a la señora Gabriela, quien tuvo que
apartarse rápidamente para que el primer chorro no le cayera encima. Sin
embargo unas gotas la alcanzaron en las rodillas.
—¡Uyy…! ¡Me vas a bañar, chico!— Y se rio con esa risa suya: honda,
franca, sexual. Mientras que, con mucha experiencia y naturalidad, se lo
exprimió bien. Él se retorcía y gemía de placer. Y hasta que no botó la última
gota, la señora no sacó su mano de entre sus interiores. Después se la mostró y
le dijo—: ¡Dios, mío, mira…! ¡Aquí hay suficiente leche como preñar a todas
las mujeres del barrio!—. Y se volvió a reír con su risa de agua cayendo sobre
agua. De repente se escucharon unos pasos afuera. Alguien se acercaba.
Entonces le dijo en voz baja, casi en un susurro:
—¡Ven mañana, que te voy a mostrar algo!— después, alzando la voz—:
Bueno, ya sabes, le dices a tu mamá que yo le aviso. Chao.
El muchacho salió todo tembloroso.
Al otro día, volvió sin tardanza. Cuando entró, la señora Gabriela cerró las
dos puertas. Era mediodía. Una vez solos la señora Gabriela, como
desesperada, lo abrazaba y lo apretaba contra su cuerpo. Lo besó como en las
películas. Pero él no abría la boca. “¡Ábrela…!” le dijo ella desesperada. Y
enseguida le metió la lengua. Al principio no le gustó, pero después sí. Y le
metió la suya que ella chupó con deleite. Cuando le tocó las nalgas, se dio
cuenta de que no tenía nada debajo. Igual en la parte superior. Él subió sus
temblorosas manos y se encontró con el par de tetas de la señora Gabriela. De
repente ella se detuvo y le dijo:
—Lo vamos a hacer, pero tienes que prometerme que no se lo dirás a
nadie. ¡Absolutamente a nadie! Y con nadie me refiero al tuerto ese, tu
amiguito. ¿Entendiste?
—Sí— dijo él débilmente mientras continuaba, desesperado, metiendo sus
manos por todas partes.
—¡Tranquilo! ¡Tranquilo! ¡Cálmate! Pareces un pulpo. Te voy a decir
Manotas como el pulpo de las comiquitas. ¿Lo has visto?
Entonces la señora Gabriela se lo sacó y dedicó aplicadamente a masturbar
al muchacho. Cuando presentía que ya el muchacho se venía se detenía.
Luego, después de unos instantes de espera, con una gran sonrisa en la cara,
comenzaba de nuevo hasta que el muchacho daba muestras de estar a punto de
descargarse. En una de esas pausas le dijo: “Tienes que aprender a controlarte,
a no acabar tan rápido. Ese es el chiste de esto: gozar” Cuando se cansaba con
la mano derecha le daba con la izquierda. Y cuando ya lo tenía a punto de
reventar se arrodilló frente a él, que estaba recostado contra unos tambores de
kerosén, y se empezó a frotar el endurecido pene por toda la cara y a decir
cosas. Se lo pasó por los ojos, por la frente, por los cachetes, por los labios,
por el cuello… y finalmente se lo metió en la boca. Rodrigo se estremeció.
Ella le dio dos o tres chupadas y le dijo:
—¡Ya está! ¡Guárdatelo y vete!—
El, extrañado, y tratando, inútilmente, de meter su pene en el interior, no le
obedecía, le preguntó:
—¿¡Qué pasó!?—
—Nada, le dijo ella. Que vamos a ver si es verdad que no le dices nada a
nadie. Si le dices algo a alguien no hacemos nada. Y mañana veremos si no
dijiste nada. ¡Vete…!
Evidentemente que era una estratagema de la señora Gabriela para
asegurarse de que él guardaría el secreto. Al otro día, como siempre subió a la
platera, y se asomó. Pero esta vez se decepcionó. Antes de bañarse, la señora
Gabriela se sacó de entre las piernas una especie de almohadilla manchada de
sangre. Pensó que estaba enferma. A pesar de que se lo habían explicado en
clases de puericultura no relacionó la palabra menstruación con esto que
estaba viendo. Durante cuatro o cinco días pasó frente a la bodega pero no la
vio. Como al sexto día volvió a verla y entró.
—¿Está enferma, señora Gabriela?— le preguntó tímidamente.
—¡No…! ¿Por qué?— le interrogó ella a su vez. Pero a Rodrigo le dio
vergüenza explicarle.
—¡Pasaste la prueba! El viernes mi esposo va para el juego. Cuando lo
veas salir, entras. ¿Oíste?— le dijo tomándolo por la barbilla y dándole un
beso de piquito. Él asintió con la cabeza, y doblando su cintura sobre el
mostrador, se asomó al otro lado. La señora Gabriela le tomó la mano y se la
empezó a frotar entre su sexo desnudo. Rodrigo no aguantó y de un salto cayó
del lado adentro. En ese momento entró alguien. La señora Gabriela lo empujó
con fuerza hasta hacer que quedara acostado, boca abajo, sobre el piso.
Cuando la persona se fue ella le dijo, asombrada y alegre: “¿¡Tú eres loco,
muchacho…!? ¿¡Y si nos ven…!? ¡Aguántate hasta el viernes…!” Y lo
despidió con un profundo beso.
Llegó el viernes. El muchacho entró apenas vio salir la camionetica azul
del sargento García. La señora Gabriela lo recibió y enseguida cerró las
puertas del negocio. Después le dio un beso en la frente y lo condujo, de la
mano, por el interior de la casa hasta su cuarto. Estaba frío por el aire
acondicionado. Lo que acentuó la tembladera que lo había invadido. Ella se
dio cuanta y le dijo: “Cálmate. No te va a pasar nada. Cálmate” Luego se
dirigió hasta el extremo opuesto de la cama donde lo había dejado. Se quitó la
bata, dejándola caer a lo largo de su cuerpo, y le dijo:
—Si me agarras lo hacemos— y soltó una carcajada honda, sana y sexual.
Entonces el muchacho empezó a corretearla por toda la habitación. Ella se
dejaba atrapar en un rincón, lo abrazaba y lo besaba y después se le escabullía.
Hasta que él volvía a acorralarla. Se abrazaban y se besaban otra vez. Ella lo
tocaba entre las piernas y se le volvía a escapar. De repente salieron del cuarto
y estaban corriendo por toda la casa. El muchacho podía oír, del otro lado, las
voces de su padre y de su madre regañando a su hermano Miguel y a éste
contestándole:
—¿Y dónde está Rodrigo? ¿Ah?
—¡Yo no sé, mamá…! Nosotros estábamos en la esquina jugando y de
repente no lo vi más… No sé para dónde se fue…
—¡Anda a buscarlo para que me vaya a hacer un mandado! ¡Y te apuras
¡No te vayas a quedar tú también!
“¡Ajá! ¡Ajá! ¡Escucha, te van echar cuero…! ¡Te van a dar una paliza!” le
dijo la señora Gabriela cuando Rodrigo la acorraló en un rincón. Pero se le
escabulló y “¿¡Todavía no te has desvestido!?” le preguntó la señora Gabriela
mientras corría delante de él. Entonces Rodrigo empezó a despojarse de la
ropa en plena carrera, hasta que quedó totalmente desnudo corriendo detrás de
ella. En un momento de la persecución la señora Gabriela tropezó con la
cabeza una columna del pasillo y cayó al suelo inconsciente y desnuda. Él se
arrodilló a su lado y trató de reanimarla. La llamó varias veces en voz baja.
Luego, sujetándola por la mandíbula, le movió de un lado a otro la cabeza.
Nada. No reaccionaba. De repente bajo la vista hasta el sexo de la señora
Gabriela y empezó a tocárselo. A pesar del accidente, todavía estaba erecto.
Entonces intentó metérselo, pero no sabía cómo hacerlo. El creía que el
orificio de entrada estaba de frente, directamente sobre el pubis. Se subió y le
dio tres veces, pero nada. No entraba. Se bajó frustrado. No hallaba qué hacer.
De repente vio que la señora Gabriela movió los parpados un poco y estalló en
risas. Era mentira. No estaba desmayada nada. Entonces la señora Gabriela
alzó las piernas, y, colocando sus manos sobre las rodillas, se abrió totalmente
frente al asombrado muchacho, que vio cómo se abría ante él, hermoso y en
pliegues de piel rosada y húmeda, como una flor de carne, el sexo de la señora
Gabriela. Luego ella lo tomó por el pene, y dirigiéndoselo hacia la entrada, le
dijo:
—Ven, así… por aquí… es por aquí… así… ¿ves? Ya entró. ¡Soy tuya…!
— le dijo y lo atrajo hacia ella y lo besó y se restregó la cara del muchacho
contra sus senos.
Cuando terminaron, se bañaron juntos. Ella le señaló el orificio en la pared
por donde él la espiaba y se rieron.
La señora Gabriela se asombró de la vitalidad del muchacho. No la dejaba
descansar. Apenas terminaba y a los cinco minutos ya estaba montado sobre
ella otra vez. Algunas veces se le paraba adentro apenas acababa. Ella sentía
cómo iba hinchándose en su interior poco a poco. Ese día la montó cuatro
veces. Y si no es porque ella le dijo que ya estaba bien, que estaba cansada y
que ya no tardaba en llegar su marido, él no la hubiera dejado. Estuvieron
viéndose alrededor de tres meses. Al cabo de los cuales la señora Gabriela se
enfermó y estuvo ausente una semana. Él estaba desesperado. Un día, escuchó
que su mamá le decía a una vecina:
—Le tuvieron que hacer un curetaje—
La vecina le respondió:
—¡Dicen que es de un muchachito de por aquí!—
—¡Qué desvergonzada!— dijo su mamá.
Rodrigo no sabía lo que era un curetaje y ni se imaginaba.
A la semana volvió a escuchar el agua cayendo y se asomó. Ahí estaba
ella. Le sonrió y le mandó un besito volado. En la tarde, al oír el ruido de la
camioneta saliendo, entró él. Se abrazaron y se besaron largamente. Ella le
dijo:
—¿Cómo está el cuasi papá?—. Pero él no entendió—. ¿Me extrañaste?
—Sí, mucho— le dijo él abrazándola y besándola.
— ¿¡Y no te la hiciste por mí!? De ahora en adelante te vas a tener que
poner el sombrero, muchachito—. Pero él seguía sin entender. Por primera vez
el muchacho tomó la iniciativa. La agarró por los hombros, la pegó de los
tambores de kerosén y le subió la bata. Tenía unas pantaletas negras
grandísimas.
—¡No, no, no…! Todavía estoy enfermita. Tienes que esperar—. Y se le
escabulló hacia adentro—. Si quieres te la hago, pero de aquello nada
todavía…
—Pero, ¿por qué?— le preguntó él tratando de abrazarla.
—Tienes que esperar un poco. No seas impaciente. Yo te aviso— lo
despidió con un beso y un largo abrazo.
Pasaron treinta largos días, hasta que una tarde ella lo llamó y le dijo: “Ven
mañana. Te voy a dar una sorpresa”.
Infaltable y desesperado acudió. Ya estaba erecto cuando entró. La señora
Gabriela cerró ambas puertas y lo condujo hasta la puerta del dormitorio. Le
dijo: “Espera aquí. Yo te digo cuando entres” La señora Gabriela fue al baño y
buscó un pote de vaselina. Se desnudó y se puso en cuatro patas en un extremo
de la acama. “Pasa” le dijo. Y él entró. Se fue acercando poco a poco y se
detuvo frente al inmenso trasero de la señora Gabriela. Se quitó rápidamente
los pantalones y los interiores, pero se dejó la franela. La tomó por las nalgas y
se lo metió de un solo envión por la vagina. Ella le dijo: “No, no, no. Por ahí
no. Por aquí…” Y agarrándose las nalgas con ambas manos, se las abrió lo
más que pudo. Él le vio el orificio del ano, pequeñito, rosadito y palpitante.
Entonces enfiló su duro pene hacia él. “¡Ay…! ¡Ay…! No. Así no. Échate
vaselina” se quejó ella. Entonces se sentó frente al congestionado pene del
muchacho y se lo untó generosamente con vaselina. Cuando terminó le dio un
besito en la punta y le dijo: “¡Ves, ahora sí…!” Y se volvió a poner en cuatro
patas y a abrirse las nalgas al máximo. Él se lo puso en la entrada y empezó a
empujar. La señora Gabriela se quejaba de que le dolía. Y le decía que se
detuviera: “¡Ay…! ¡Ay…! ¡Ya va…! ¡Ya va…! ¡Espera…! ¡Espera un ratico,
que me duele… Me duele…!” Así fue entrando poco a poco hasta que él no
aguantó más. Y cuando ya faltaba la mitad, de un solo envión, se lo metió con
fuerza hasta el fondo. La señora Gabriela pegó un grito y Rodrigo vio cómo se
le erizó toda la piel de la espalda, del cuello, de los brazos, de las nalgas y de
las piernas. Y cuando lo sintió todo adentro empezó a moverse frenéticamente.
El muchacho estaba asombrado con lo placentero de hacerlo por ahí. Cuando
terminaron ella le preguntó:
—¿Te gustó mi sorpresa?
—¡Sí!— le dijo todo sudoroso y exhausto. Y la abrazó.
Pero no hubo el enamoramiento natural en estos casos, porque cuando
apenas él dio señales de imprudencia en las relaciones, la señora Gabriela y su
esposo tuvieron que irse apresurada y atropelladamente del barrio. La última
vez que estuvieron juntos, la señora Gabriela le regaló la pañoleta —un
rectángulo de tela blanca del tamaño de la página de un tabloide pequeño—
que ella mantenía colgada en el cuarto, y que por un lado tenía figuritas o
siluetas en rojo con todas posiciones sexuales y por el otro el decálogo del
amante perfecto:
—Lee esto Rodrigo y tendrás éxito con las mujeres. No me olvides.
Decálogo del amante perfecto
1.-El acercamiento: Todo buen amante debe respetar la regla de las tres
bases. Jamás debes ir directamente al asunto; besarla o tocarla indebidamente.
La primera base es un leve roce, con el dorso de la mano, en la mejilla. O un
ligero toque del mentón. La segunda base es un sutil beso, sin lengua. La
tercera base es un fuerte estrechamiento cuerpo a cuerpo y el toqueteo de los
senos, las caderas y… La carrera se anota cuando ella baja una de sus manos y
te agarra.
2.- La conquista: A toda mujer le gusta ser conquistada. Para ello se hace la
difícil, la desinteresada. Mientras más desinterés muestre más desea que la
conquisten.
3.-La galantería: A las mujeres les gustan los caballeros. Les gusta que
sean amables con ella; que les abran las puertas, que les saquen las sillas para
sentarse, que les regalen flores de vez en cuando.
4.-El oído de las mujeres: Las mujeres son conquistadas por el oído,
mientras que los hombres lo son por la vista. Les gusta hablar antes de llegar
a… por eso es necesario tener una buena conversación. Les gusta que le digan
cosas tiernas, bonitas o excitantes al oído. Por ejemplo, “estás bonita” “te
queda bonito ese vestido” “cada vez que te veo con ese vestido tengo una
erección” “se te ve el culo grande con ese vestido” “hueles rico” “te lo voy a
meter hasta el fondo” “te amo”.
5.-La discreción: No hay nada que la mujer valore más que un hombre
discreto. De las mujeres conquistadas no se habla. Una indiscreción puede
acarrear una desgracia.
6.-El humor: El buen sentido del humor es, junto a la discreción, lo
segundo que valora la mujer en el hombre. Hacerlas reír es sumamente
importante.
7.-La doble personalidad de las mujeres: Toda mujer exige que se le
respete en público, se le considere, se le valore.., pero en privado, en lo tocante
al sexo, desean que se les someta con fuerza, se les esclavice, se les hagan
cosas que las “humillen”. Es lo quijotesco y sanchesco de la mujer: el ideal del
buen trato, el respeto y la consideración y lo real del sometimiento, la dureza y
la rudeza.
8.-En la relación sexual les gusta que las dirijan, que el hombre tome la
iniciativa y que le digan, claramente, lo que desean de ella.
9.-Las dimensiones y el tiempo: No te preocupes por las dimensiones de tu
pene. Si has cumplido con los ocho puntos anteriores, eso pasa a un segundo
plano. Así como el tiempo: algunos se ufanan de durar una hora u hora y
media, y hasta dos en el acto sexual. Eso, generalmente, es falso y no es
necesario. Si ella está debidamente motivada, en quince minutos la puedes
llevar al cielo. Además, no tiene ningún atractivo o gracia apenas ver a la
dama introducírselo y durar una hora dale que dale. Eso no es hacer el amor,
eso es gimnasia sexual que sólo te hace sudar y terminar exhausto.
10.-Saber retirarse a tiempo: Un caballero sabe cuándo lo han dejado de
amar, cuándo han perdido interés en él. Por lo tanto debe saber que es
momento de retirarse.
Pensó en su madre —una mujer bajita, morena y nalgona— quien, aunque
muy peleona y celosa, pleitera con los vecinos y un poco mandona nada más,
también le parecía una buena persona. Por lo que no se explicaba esas
constantes discusiones y peleas entre ellos. No sabía de quién era la culpa.
Quién era el que provocaba o iniciaba esas horrendas peleas y disputas. Las
peleas estallaban súbitamente y sin previo aviso. Eran peleas muy violentas.
Recuerda especialmente una en que su padre estaba sentado comiéndose un
plato de espaguetis que apoyaba sobre sus piernas mientras le decía algo a su
madre. Y ella le respondía desde la cocina. Él pensaba que estaban hablando
normalmente y siguió jugando distraídamente con el carrito de lata entre los
pies de su padre. De repente, su madre apareció en la salita blandiendo un
inmenso madero y se lo descargó a su padre en la cabeza. La sangre empezó a
manar de la frente abierta de su padre y a caer sobre los espaguetis como si
fuera salsa de tomate. Lo que sí recuerda claramente Rodrigo es que antes de
cada pelea su madre le subía el volumen a la radio, igual como lo hace hoy su
mujer. Entonces, mientras ellos se gritaban, se golpeaban y se lanzaban cosas,
él y sus hermanas y hermanos —generalmente Rodrigo tenía a uno de sus
hermanos en brazos, ya que, como era el mayor de los hijos de su padre, tenía
que cuidarlos y atenderlos— escuchaban canciones: <Bambilandia/
bambilandia/ Es el país/ Donde los niños/ Son felices/ Y ríen más/>.
—Shhh… Shhh… ¡No lloren, no lloren…! ¡Mira…! ¡Mira… la muñeca!
¡Qué linda…! ¡Mira…!— les decía Rodrigo para calmarlos.
<En/ La ratonera/ Ha caído /Un ratón/ Con sus dos pistolas/ Y su traje de
charro/ El ratón vaquero/ Sacó sus pistolas…/>
—¿Y qué quieres tú que yo haga, ah? ¡Yo no le puedo decir que no venga!
¡Él es mi hermano! Además, él no viene ni todos los días ni todas las semanas.
Él se aparece por aquí de vez en cuando— le decía su padre a su madre.
—¡Ay, Pedro, a mí no me interesa si tu hermano viene una vez al año o una
vez al mes…! ¡No lo quiero ver por aquí y más nada! Yo a tu familia no le
agradezco nada. ¡Por eso es que cuando vienen por ahí no les doy pero ni
agua!
<Ahí viene la A/ Con sus dos/ Paticas muy abiertas/ Al marchar/ Después
la E…/ Alzando los pies/ Y luego la I/ Después la O/ Y luego la U…/
—¡Ah!, pero tus hermanos y tu familia si pueden venir, ¿verdad? Ellos si
pueden venir a comer y a pedir plata prestada. ¿Ah?— le reclama el papá de
Rodrigo.
Esto si las peleas eran la mañana. Porque si eran en la tarde, o en la noche,
el popurrí era distinto. Y lo que Rodrigo y sus hermanitos escuchaban eran
canciones de Julio Jaramillo o de Felipe Pirela. Las primeras, las de niños,
siendo alegres, a Rodrigo, después, le parecían muy tristes. Y cuando las
escuchaba, ya adulto, no podía evitar ponerse a llorar. Una vez, ya hombre y
casado, estaban reunidos todos, en una de las pocas ocasiones “felices” que
compartían, cuando, de repente, en la radio empezó a sonar El ratón vaquero.
Rodrigo se tapó la cara, y allí mismo, en medio de la sala y frente a su mujer y
sus hijos, se puso a llorar. A las otras, a las de Pirela y Jaramillo, aunque las
escuchaba por un placer mal sano, las aborrecía. Las consideraba feas y de mal
gusto. “Esa son canciones de marginales” decía. Una vez, tuvieron un serio
lío, de prefectura, citaciones y todo eso, con una de las familias del fondo,
cuyo solar terminaba perpendicularmente en el de ellos. Como es natural todos
estos solares se tocaban: los lindes de uno eran el comienzo de otro. Y,
además, esos solares estaban delimitados por empalizadas de alambre, estacas
podridas y enredaderas floreadas que se caían frecuentemente por la falta de
mantenimiento o por la fuerza del agua durante la época de lluvias. En efecto,
después de cada invierno, la fuerza del agua tumbaba la empalizada del solar
de la familia de Rodrigo y arrastraba hacia allí, provenientes de los solares
vecinos, todo tipo de cosas y objetos: una lavadora vieja, un televisor
quemado, una ponchera de plástico, una bicicleta retorcida… O los animales
de la familia Sánchez, gallinas, un chivo, un cochino, pasaban al patio de la
familia de Rodrigo y allí permanecían hasta que sus dueños iban a buscarlos.
Y como ese fondo de solar era prácticamente un pantano no se le daba
importancia. Pero un día amaneció una flamante cerca de estacas de mata de
ratón recién cortadas y alambre de púas nuevecito que le quitaba,
aproximadamente, el 40% del solar a la familia de Rodrigo.
—¡Pedro…! ¡Pedro…! ¡Levántate…! ¡Levántate…! ¡Rápido…!
¡Rápido…! ¡Mira lo que hicieron los de atrás!— gritaba desaforada su madre
cuando se dirigió al solar a alimentar las gallinas. Su papá se levantó y fue
hasta el fondo del solar, seguido de Inés, su mujer, que había ido a buscarlo al
cuarto. Vio la nueva empalizada, bajó la comisura de los labios, subió los
hombros y dijo:
—Tch… Déjalos quietos. Eso es puro barro y sapos. Además, todavía nos
queda mucho patio. ¡Mira…!— y señalando con la mano el resto del patio,
regresó y se metió al baño. La madre de Rodrigo se le fue atrás y le gritaba,
desde fuera de baño:
—¿¡Y no les vas a decir nada, Pedro!? ¿¡No les vas a reclamar!? ¿¡Vas a
dejar que nos quiten todo ese pedazo!? ¿¡Ah…!?
—Deja eso así mujer, que eso no vale nada. Eso es un criadero de sapos,
culebras y zancudos.
Pero la mamá de Rodrigo no lo dejó así.
—¡Si tú no les dices nada yo sí se los voy a reclamar! ¡Hortensia…!
¡Hortensia…!— Llamó y llamó desde el fondo del solar. Pero nada. No
respondían.
—¡Yo voy a ir hasta allá! ¡Esto no se va a quedar así! ¡A mí no me van a
quitar ese pedazo de patio…! ¡No señor!
Entonces, así como estaba, en ropa de casa, se dirigió hasta la casa de la
familia Sánchez.
—¡Anda con ella…! Acompáñala, Rodrigo— le dijo su padre.
Cuando llegaron, la señora Inés volvió a llamar desde la calle:
—¡Hortensia…! ¡Hortensia…! ¡Hortensia…!—. Y como no salía nadie,
entró al porchecito y tocó la puerta con violencia. Al fin, después de un buen
rato, abrieron. Apareció la señora Hortensia rodeada de sus hijos, hijas y
esposo.
—¿¡Qué pasa, Inés!? ¿¡Por qué tanto escándalo…!? ¿¡Qué quieres!?— le
dijo la señora Hortensia a la madre de Rodrigo.
—¡Tú sabes lo que pasa, Hortensia! ¡No te hagas la gafa…!— le dijo y
puso los brazos en jarra.
—No, no sé. Si me lo puedes decir…
—¿¡Qué significa esa empalizada que echaste en mi solar, Hortensia!?
¿Ah?
—¡En tu solar! ¡En tu solar…! ¡No me hagas reír, chica! Si eso se la pasa
descuidado, lleno de agua, de monte, de sapos y cuanta alimaña hay. Además,
ahí no hay empalizada que diga que eso es tuyo.
—¡Tú sabes muy bien, Hortensia, que ese pedazo es mío! Cuando ustedes
llegaron ya nosotros estábamos aquí. Y cuando te dieron tu parcela te dijeron
que llegaba, por el sur, hasta el solar de la familia Merrel.
—Pues yo no sé qué vas a hacer, chica, porque lo que soy yo no te voy a
devolver ni un metro.
La madre de Rodrigo, roja de furia gritaba:
—¡Ladrona…! ¡Ladrona…! ¡Ladrona…!— y de un salto se le fue encima
y la derribó. Rodaron por el suelo trenzadas en un feroz abrazo. Pero el esposo
de la señora Hortensia y sus cuatro hijos se metieron, y entre todos cayapearon
a Rodrigo, que se había metido a separarlas, y a su madre. Aquello fue un
escándalo de tal magnitud que tuvo que intervenir la policía. El caso pasó a
prefectura y las dos familias fueron citadas. El señor Pedro y la señora Inés
llevaron sus documentos y se comprobó que ese pedazo les pertenecía. Pero
las familias quedaron enemistades para siempre.
Rodrigo recuerda mucho la empalizada de flores moradas y hojas en forma
de corazón que estaba en el frente de la casa, porque cada vez que su mamá
salía él se quedaba llorando agarrado de esa empalizada. Entonces su papá, al
verlo llorando, se acercaba y, para calmarlo, desprendía una hojita tierna,
recién nacida, que casi era un brote y que parecía una bolsita o una
pequeñísima lumpia, pues los bordes de la hoja estaban unidos formando una
especie de saquito verde —algún insecto los habría unido para depositar allí
sus huevecillos— y la abría. En su interior, a veces y como por arte de magia,
aparecía, ante los asombrados ojos llenos de lágrimas de Rodrigo, un gusanito
mínimo, que al verse descubierto empezaba a retorcerse frenéticamente en la
gigantesca palma de la mano de su padre. Inmediatamente él se ponía a buscar
más gusanitos en las hojas y se olvidaba de llorar. Era el único de sus
hermanos que lloraba cuando su mamá salía. Su madre nunca salía sola.
Siempre se llevaba a uno de ellos para cualquier diligencia. Se la pasaba todo
el tiempo lavando y oyendo novelas en la radio. Lavaba tanto, que cuando
Rodrigo piensa en ella la imagen que le viene es su madre estregando ropa en
la batea, tendiendo ropa en las cuerdas de alambre del solar o con un delantal
de plástico chorreando agua entre las manos. Y cuando no estaba lavando
estaba cocinando, planchando o fregando. Cuando ponían el himno en la
escuela, a la entrada o a la salida, Rodrigo pensaba en ella y lloraba. Nunca
supo por qué. Recuerda muy bien la época en que su madre fue Testigo de
Jehová. Durante ese tiempo los mantenía aterrorizados con algo feo que iba a
ocurrir si ellos seguían portándose mal y no hacían caso. Incluso, la misma
palabra tenía una sobrecogedora y misteriosa fuerza: el Armagedón. Los tres
muchachos, dos hembras y un varón, que les daban clases de religión a él y
sus hermanos, cuando pronunciaban la palabra Armagedón señalaban, en los
libros que utilizaban, imágenes multicolores de gente cayendo en abismos de
fuego. Las imágenes reproducían muy detalladamente el terror en los rostros
de las personas. Por cierto que a Rodrigo, Julio, siempre con su biblia bajo el
brazo y muy bien peinadito y arregladito, pronunciando correctamente las
palabras, le parecía raro. Era tanto el fanatismo de su madre que en una
oportunidad, al mediodía, ocurrió un accidente automovilístico en la calle del
fondo. Se escuchó un fuerte estruendo y se podían ver, desde el solar, unas
inmensas lenguas de fuego y una gruesa columna de humo negro que
evolucionaba rápidamente hacia el tranquilo azul. Su madre, que estaba
tendiendo unas sábanas, salió corriendo y los recogió rápidamente, como una
gallina recoge a sus pollitos ante el grito del gavilán, mientras gritaba:
—¡Rodrigo…! ¡Rodrigo…! ¡El Armagedón…! ¡El Armagedón…! ¡Llegó
el Armagedón, Rodrigo!— y rompió en llanto.
Su padre, que acababa de llegar del trabajo y estaba descansando, alertado
por los gritos y el llanto, se levantó y corrió hacia donde provenían los gritos y
la encontró llorando arrodillada en medio de la cocina con la cara entre las
manos. Los muchachos, a su alrededor, muy asustados, lloraban también. A
excepción de Rodrigo que, a duras penas, mantenía la calma y parecía
protegerlos. Parecían una pintura religiosa o un conjunto escultórico muy
famoso del Renacimiento, dignos de cualquiera de los maestros de la época.
—¿¡Qué pasa, mujer!?
Pero ella no le respondió, siguió llorando. Entonces, Rodrigo, levantando
el brazo, señaló hacia la columna de humo que se alzaba en el otro lado de la
calle y dijo, muy asustado:
—El Armagedón, papá. Llegó el Armagedón —y casi se pone a llorar
también.
Entonces su madre arreció más el llanto. Y sus hermanos, como si
estuvieran esperando esa señal, también acrecentaron sus lamentos.
—¡Qué Armagedón, ni qué ocho cuartos! Eso es un incendio y más nada
—les dijo su padre y se fue a su habitación.
En la noche, por la radio, dieron la noticia del accidente.
Rodrigo pensaba, tantas peleas, tanto lío y tanta mala vida para nada.
Porque su madre fue la que dañó aquel hogar. Terminó enamorándose de otro.
Un día salió y no regresó. Cuando él llegó del trabajo al día siguiente, los
consiguió a todos durmiendo en el piso enrollados en una sola masa en la sala.
Se habían quedado dormidos esperándola y viendo televisión. Él ni se
imaginaba que se había marchado, que lo había dejado. La suponía en la
cocina preparándoles el desayuno a los muchachos. Después de darles el
uniforme de trabajo para que buscaran las lositas de colores o algunas
monedas, se fue a su cuarto a dormir. El llanto, por el hambre, de los más
pequeños, y las peleas entre los más grandes por ver un programa de televisión
específico, lo despertaron como a las diez de la mañana:
—¿Qué pasa? ¿Por qué tanto escándalo? ¿Por qué pelean? ¿Ya comieron?
¿Dónde está tu mamá?— terminó dirigiéndole a él esta última pregunta.
—No vino anoche…— respondió él y tomó en brazos a su hermanita
menor.
Pasó una semana y su madre no llegaba. Durante esa semana él, junto a la
mayor de las hembras de su padre, Noemí —ya Dora se había ido con Juan, el
hijo del viejo Ruperto, y Menaira siempre vivió con su abuela—, se hizo cargo
de sus hermanitos. Un día, al regresar temprano de la escuela porque iban a
fumigar, su padre le dijo: “No te quites el uniforme. Vamos a buscar a tu
mamá” y salieron. Fueron hasta una parte de la ciudad que él no conocía. Un
barrio ubicado, no en un cerro, pero sí en una parte alta. El Calvario, se
llamaba la zona. En una esquina su padre se detuvo y le dijo: “Allá, en aquella
casa verde de rejas negras, está tu mamá. Anda, tocas, la llamas y le dices que
yo quiero hablar con ella. ¡Anda…!” La casa estaba ubicada en la mitad de
una empinada subida. Él tocó y esperó un rato para volver a hacerlo. Cuando
iba a tocar por segunda vez oyó el roce de unos pasos contra el piso y risas y
voces dentro de la casa. Esperó otro rato sudando bajo el sol del mediodía y
volvió a tocar. Del otro lado de la puerta se escuchaba un cuchicheo sofocado.
Por fin, cuando ya se disponía a marcharse, abrieron la puerta y apareció su
mamá abrazada con un extraño. Sintió algo tan desagradable y repulsivo como
el mismo tipo que abrazaba a su madre. Pero, quizás, lo más desagradable y
feo era que ella también lo abrazaba y parecía sonreír. Vio hacia la esquina
donde lo esperaba su padre. Y cuando le iba a decir lo que le dijo su padre que
le dijera, saltó hacia ella, la abrazó y se puso a llorar. Estuvieron así un largo
rato. El llorando y ella muda. Era la última vez que abrazaba así a su madre.
Cuando se separaron, con el rostro arrasado por el llanto, él le dijo que
volviera, que Rebeca lloraba mucho y preguntaba por ella, que ya estaban
cansados de comer espagueti todos los días… que ellos la querían. El extraño
intervino, los separó y le dijo que se fuera. Después haló a su madre por un
brazo y ésta desapareció en la bocanada calurosa y oscura que salía de la casa.
Él quedó allí, solo, viendo la puerta cerrada. Las lágrimas le quemaban las
mejillas. La calle estaba desierta y como muerta. El silencio de esa hora
permitía escuchar el más mínimo ruido. Del otro lado de la puerta, parecida al
cuchicheo de su madre cuando rezaba en la penumbra de su cuarto, se inició
una conversación que él intentó escuchar. Pero el celeste, altísimo y triste
gargareo de una avioneta —como si estuviera a punto de caer— se lo impidió.
Él no pudo evitarlo y miró hacia arriba. Sólo lentas nubes pudo ver. Más tarde,
unos versos de Pessoa: “Pasa una nube/ Una pena para el que la ve” le hacían
recordar ese triste momento. De repente, lejano, como un triste quejido, se
escuchó el pito de las doce que dividió el día y su vida en dos. No parecía el
mismo pito que hacía decir a su abuela: “¡Gihhh…! ¡Las doce…! ¡Qué Dios te
bendiga!” Este era más triste y agorero. Entonces, antes de partir y darle la
espalda a la casa donde estaba su madre, bajó la mirada hacia la cuneta.
Corrían hacia abajo, en dirección a su padre que lo esperaba en la parte baja de
la calle, las aguas negras de las cloacas rebosadas que arrastraban toda clase de
desperdicios: colillas de cigarrillos; retorcidos envases de jugo; hojas secas;
bolsas plásticas que contenían algo sucio; restos de alimentos; el hinchado
cadáver de una rata que daba vueltas sobre sí misma mostrando unas peladuras
blancuzcas parecidas a vitíligo; una magullada lata de refresco que
milagrosamente se le escapó al recogelatas y que al entrechocar con el
pavimento parecía que venía hablando en un extraño idioma o cantando una
triste canción… Rodrigo, observando el lento correr del agua, bajó poco a
poco como retrasando el encuentro con su padre, casi deseando no llegar.
Cuando llegó se miraron —bueno, en realidad él le miró las lágrimas— y no
se dijeron nada. Caminaron juntos, uno al lado del otro, en silencio. Rodrigo
se imaginó que su padre lo rodeó con el brazo por encima de los hombros.
Un día, después de mucho tiempo, su madre apareció. Su padre no estaba
en casa. Si no la hubiera echado. “¡No quiero ver a esa mujer aquí nunca más!
¿¡Oyeron!?” les había advertido en una oportunidad. La recibieron como a una
visita. Y ella se comportó como una visita. Hablaba de ellos —sentados frente
a ella apretadamente uno al lado del otro en el sofá como para una revisión—
y preguntaba cosas como sino los conociera bien o como si no fueran sus
hijos: que si Rebeca pasó de grado, que si Héctor estaba más grande, que si a
José todavía le daba mucha diarrea, que si Ángel tenía que cortarse el pelo…
él no salió de su cuarto desde donde la escuchaba hablar acostado viendo el
techo o el bombillo amarillo que parecía despedir diminutas partículas que
caldeaban toda la habitación. Al final lloró. Después ella se fue como una
visita. Cuando su padre regresó del trabajo los consiguió muy tristes y de mal
humor, algunos, los más pequeños llorando, y comprendió que ella había
estado allí. El día de las madres, que prácticamente los obligaban en la escuela
a celebrar todos los años, dejó de tener significado para él. Aunque, a decir
verdad, nunca lo tuvo. ¿Por qué nunca lo tuvo? Porque ellos no los habían
enseñado a manifestar sus sentimientos. En esa casa nunca se celebró un
cumpleaños, un onomástico, un aniversario, un día de la madre o del padre…
Y ella era la culpable. Era reacia, huraña a todas esas manifestaciones de
cariño y afecto. Le costaba mucho aceptar y dar manifestaciones de cariño, de
amor. Mucho menos recibir regalos ese día.
—¡Eso es puro comercio! Ahí los que salen ganando son los comerciantes.
Además, qué gracia tiene o qué amor es ese que sólo se siente una vez al año.
¿Y el resto del año? A mí no me estén regalando nada. ¡Me hacen el favor!—
les decía ella cuando se acercaba el día de las madres o su cumpleaños.
Rodrigo sentía una especie de curiosidad —después, ya adulto, supo que
realmente era envidia lo que sentía— por El chino. ¿Por qué? Porque El chino,
como trabajaba, todos los años, religiosamente, algo le regalaba a su madre.
Aunque fuera una peineta, una bata, una flor, un paquetico de caramelos…
Más de una vez fueron juntos a comprarle el regalo. Cuando se acercaba el día
de las madres el chino le comentaba:
—Tengo que ponerme a reunir porque viene el día de las madres. ¿Tú no le
vas a regalar nada a tu mamá, Nicanor?—. Durante un tiempo a Rodrigo le
decían Nicanor porque se parecía a un muchacho que salía en un comercial de
un insecticida.
—No— le decía Rodrigo y el chino se le quedaba viendo extrañado.
—¿Y por qué? ¡Eso es malo! Uno tiene que regalarle algo a su mamá. Así
sea un peine.
—Es que a ella no le gusta que le regalen nada.
A pesar de que todo cambió en la casa, ahora había mucho silencio, ellos
casi no salían de sus cuartos, la casa se la pasaba sucia, poco a poco se fueron
acostumbrando a esta ausencia. Al principio les costó mucho. Lloraban todos
los días. Sobre todo en las noches. Les hacían falta sus regaños antes de partir
para la escuela y sus besos, cuando se los daba, al llegar. Entonces comprendió
ese doloroso vacío que debía sentir en el pecho su amigo Isaac cuya madre
había muerto dejándolos solos siendo unos niños. Pero terminaron
adaptándose. Cada uno asumió sus responsabilidades en el funcionamiento de
la casa. Su papá no cambió y no los abandonó. Siguió siendo el mismo hombre
callado de siempre. A lo sumo, un día se apareció con un equipo de sonido y
unos discos que escuchaba mientras fumaba. Sobre todo uno que decía: De
todas maneras rosas/ Para quien / Ya me olvidó…/
—¡Salga y tómese unas cervezas, papá!— le decían las muchachas.
—¡No…! ¡Esas vainas son muy amargas…!— les respondía él. Como
máximo, y por insistencia de las muchachas, se tomaba una o dos ligadas con
colita.
No se buscó otra mujer a pesar de que aún estaba relativamente joven.
Seguramente satisfacía sus urgencias con mujeres de ocasión, como es normal.
Durante un tiempo las muchachas le estuvieron haciendo bromas con una
comadre que él visitaba regularmente.
Rodrigo recuerda el día del entierro de su padre: “Estamos en verano,
papá. Te moriste en verano, pensó. A ti que tanto te gustaba oír el canto de las
chicharras. Es mediodía, papá. Mediodía de un marzo particularmente
caluroso. No escucho lo que dice el padre ante tu ataúd, ni el llanto de mis
hermanos y de mis hermanas. Sólo oigo la metálica oración de las chicharras
en medio de este silencio sofocado. Mis hijos se aburrieron con la ceremonia y
se fueron a jugar entre las tumbas y las flores. <Hay que ordenar las cosas de
papá. Alguien tiene que ordenar las cosas de papá> oyó que dijeron en medio
del calor mientras veía distraídamente a las hormigas cargar pedacitos verdes
de estrellas hacia el interior de la fosa. De regreso del cementerio se puso a
ordenar las cosas de su padre. La casa estaba llena de libros y de discos. Su
padre no siempre fue un gran lector. Incluso, una vez le contó a Rodrigo que él
había aprendido a leer solo —cosa que a Rodrigo le costaba creer— leyendo
las etiquetas de los frascos de remedios de su madre y los letreros de las
tiendas. Pero con el abandono de su mujer se convirtió en un voraz lector y
melómano. “¡Dios, cuántos libros! Son cientos y se amontonan por todas
partes” dijo cuando comenzó a ordenar las cosas. En cada rincón, torcida
como una palmera y a punto de desplomarse al menor contacto, crecía una
polvorienta hilera de libros. En su cuarto había más. Cajas y cajas de libros.
De las paredes, en oxidados clavos, colgaban los pantalones y las camisas de
su padre. “Uno, dos, tres pantalones y dos camisas” contó Rodrigo. Descolgó
uno y no aguantó: metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó un viejísimo y
amarillento recorte de periódico y dos cachitos del árbol de Jabillo, de esos
que él les había enseñado a lijar y pulir pacientemente hasta dejarlos
relucientes como un espejo. Luego le quemaban el extremo más grueso y le
practicaban un orificio donde pegaban un pequeño brillante de un sarcillo de
su madre, y quedaba como un delfín. El recorte habla de un poeta: Robert
Graves. Al final del recorte, con letra gruesa y tosca, había algo escrito que
llevaba las iniciales del padre de Rodrigo: A veces/ uno no sabe qué hacer:/Si
aceptar mansamente/ los genéticos designios del destino/ o rebelarse y luchar/
En ambos casos/ se da un triste espectáculo/. Rodrigo amuñuñó el recorte, lo
tiro en un rincón y se guardó los cachitos. El escaparate, único habitante de la
habitación junto con un banquito, estaba vacío. Sólo dos álbumes de fotos
permanecían en su interior agrandando aún más su soledad. Tomó uno y se
puso a hojearlo sin interés. De repente una fotografía cayó entre los pies. La
recogió y: “¡Ahí estás papá! ¡Tienes que ser tú! Pero más joven. Un muchacho
apenas. Veinte o veintitrés años quizás. Ahí estás con esa tu inconfundible
sonrisa. Esa gran sonrisa donde cabíamos todos: mis hermanos, mis hermanas,
mi madre y yo. Llevas una bata blanca y una cristina, blanca también, puesta
pícaramente de lado como tu sonrisa. Estás, orgulloso y sonriente, al lado de
un... ¡carrito de helados, papá! ¡Eras heladero! ¡Eras heladero! Y yo creí que
siempre habías sido obrero en esa fábrica. ¡Dios, cuántas cosas ignoramos de
las personas que nos rodean!” Tomó el libro que estaba sobre la cama, “Casa
tomada” Julio Cortázar, metió en él la fotografía y salió. Había mucha luz y
calor afuera. Pasó un heladero y lo llamó. El hombre, trabajosamente y poco a
poco, empuja el carrito hasta que se detiene junto a él. Las irregularidades de
la calle hacen sonar las campanitas. Abre la tapa del carrito y un humo frío y
blanco le envuelve la cabeza. Y después de buscar durante un rato consiguió el
sabor que le pidió. Cuando le va a pagar, en lugar de sacar el dinero, Rodrigo
sacó los cachitos. “Mi papá también fue heladero, ¿sabe?” le dijo mientras
registraba en sus bolsillos. El hombre no dijo nada. No hizo ni un gesto. Ahora
los heladeros no llevan bata ni cristina. Por fin consiguió unas monedas y le
canceló. El heladero se va sonando las campanitas y él se alejó en sentido
contrario lamiendo un gigantesco y verde helado de limón en medio del
caluroso silencio de chicharras que bajaba del sol y reventaba las aceras.
El día que su padre murió le extrañó mucho ver a su madre llorar.
Abrazada a la urna decía:
—¡Ay, Pedro…! ¡Ay, Pedro…! ¡Pedro…! ¡Pedro…! ¡Pedro…!—. E
intentaba acariciar, con sus dedos, la cara de su padre por encima del vidrio
empañado por sus lágrimas.
Antes de que se lo llevaran definitivamente, como a las diez de la mañana,
una ruedita de luz, producto de los rayos del sol que atravesaban un agujero en
el techo —la vieja gotera que lo venció— se le posó a su padre a la altura de la
solapa izquierda. Al verla brillando en el corazón del difunto, su amigo Luis
dijo: “¡El sol condecoró…!”

II Parte

Después de dejar el libro sobre la mesita, Rodrigo buscó las llaves, se miró
en el espejo y salieron. Por el trayecto hacia la iglesia Constanza no dejaba de
recriminarle. Siempre le reclamaba algo. No importaba que hubiese ocurrido
ayer, la semana pasada, hace quince días o el año pasado.
—¡Ya sabes! No vas a hacer como el año pasado que te quedaste atrás
hablando y que con tus amigos—. Rodrigo la miró y no le respondió, no tenía
ganas de discutir No esa noche.
Cuando llegaron a la iglesia la procesión estaba saliendo. Lo que
aprovecharon para situarse inmediatamente detrás del santo. Enseguida
Constanza se sumió en sus oraciones. En su recorrido por las catorce
estaciones la procesión pasaba por el barrio donde crecieron Rodrigo y
Constanza. Al entrar al barrio lo primero que resaltaba era la anarquía y la
falta de estética en la construcción de las casas. Viejas y deterioradas, parecían
viejos que se habían encogido y doblado hacia abajo. Algunas sostenidas por
el bastón de sus columnas. Eran casas pobres o de pobres, casas de barrio, de
techo de zinc, la mayoría, una que otra de platabanda —cuando alguien
lograba echar una platabanda eso era todo un acontecimiento y hasta motivo
de celos, envidias y hasta rencillas que acababan en enfrentamiento entre
familias—. Algunas con las paredes sin frisar. Pintadas con colores chillones.
Sin ninguna uniformidad arquitectónica conformaban un abigarrado conjunto
de formas, estilos y colores. Y todas desalineadas como una ondulante fila de
escolares de primaria. Al asomarse en la esquina de la cuadra donde estaba la
suya, se podía ver cómo algunas sobresalían y otras se metían. Ninguna
obedecía la línea recta. En su interior era peor. Un vaho sofocante manaba de
sus paredes, piso y techos. En algunas reinaba un constante mal olor junto con
gritos y desorden. Y en todas, ocupando un lugar preferencial, la infaltable
mesita de los adornitos, cuyos inmóviles habitantes crecían y crecían hasta el
hacinamiento. La de sus padres, al principio, cuando invadieron ese sector, era
un rancho de tablas, con el piso de tierra y con una empalizada de alambre de
púas y una enredadera de flores moradas al frente. Después la mejoraron: la
construyeron de bloques, piso de cemento, le hicieron un porche… La
construcción de este porchecito fue motivo de una gran pelea entre sus padres.
Resulta que su madre prefirió un albañil que le recomendaron antes de
encargarle el trabajo a su cuñado Miguel, tío de Rodrigo. Pero el albañil los
estafó: hizo la primera parte; las bases y una columna. Cobró por adelantado y
no vino más. La casa tenía cuatro habitaciones, sala, cocina, comedor, un patio
al frente y un inmenso solar detrás. Cuando llegaba de visita, después de la
muerte de su padre y después de haberse ido y casado con Constanza, recorría
toda la casa, despacio y en silencio. Cada cuarto y cada rincón. A veces se
detenía durante largos ratos en un lugar y observaba largamente como si
mirara el aire o como si hubiese encontrado el Aleph de Borges. Después iba
al solar, o lo que quedaba de él, y se sentaba en el fondo. Ese solar, grande y
espacioso, lleno de matas, arbustos y cosas con las que jugaron él y todos sus
hermanos —que por supuesto ya no estaban—, hoy le parecía pequeño y
extraño. Había una gruesa lámina de hierro acanalada, y curvada como una ola
—su hermano José le decía la ostra—, que les servía de sube y baja donde se
montaban. En un extremo se sentaban cuatro y en el otro dos. Y empezaban a
balancearse cada vez con más fuerza hasta que alguno de ellos salía expelido
por los aires. Más de uno de ellos perdió una uña al meter el pie debajo de la
lámina. Cuando llovía el solar se inundaba completamente y permanecía
inaccesible durante todo el invierno. Y una gruesa costra verde cubría toda la
extensión del solar como una sábana. Entonces, él, construía un camino de
piedras y pedazos de bloques para llegar hasta el fondo y pescar renacuajos.
—¡Sal de ahí, Rodrigo, que vas a agarrar un sabañón…!— le gritaba su
madre cuando lo veía chapoteando en el solar inundado.
Poco apoco la verde pústula se iba resecando hasta que aparecía otra vez la
tierra seca.
Había también un raquítico y enfermo árbol de tamarindo que daba unos
frutos desmirriados y secos. Sólo al final, cuando ya se acercaba el fin de todo,
empezó a dar buenos frutos.
Cuando veía esas casas de los barrios, Rodrigo no podía evitar pensar en
las casas de las urbanizaciones de los ricos. Bien alineadas, en las sombreadas
calles simétricamente trazadas, y blancas todas, parecían reinas de belleza del
concreto coronadas por refulgentes antenas parabólicas. Todas lucían un
cintillo de tejas que las hacía lucir más coquetas y femeninas. Por dentro todo
era armonía y buen gusto. Los colores pastel contrastaban con el marrón de los
lujosos muebles y de los pisos de madera. El buen gusto se paseaba y flotaba
orgulloso como un fantasma burlón. Y un aroma de exquisitos guisos salía de
las cocinas y se mezclaba con el silencio que reinaba en ellas, con el olor a
limpio y con el de la madera de los pisos y el techo. Pero lo que más le
gustaba a Rodrigo de esas casas de las urbanizaciones eran sus muros blancos
exteriores adornados por trinitarias. Una vez leyó un poema que nunca más
olvidó y que se convirtió en una especie de mantra que repetía en voz baja, o
mentalmente, cada vez que se encontraba en problemas, o pasaba por una mala
situación, o estaba alegre, o le había ocurrido algo bueno, el autor sí lo olvidó,
pero el poema no: <Sobre el blanco muro/ se desangra una trinitaria> Al
principio no le dijo mucho, aunque lo entendía. Pero una vez, cuando la
camionetica donde iba se tuvo que desviar de su ruta por un accidente que
había en la avenida y se metió por las urbanizaciones del Norte de la ciudad,
pudo ver, asombrado, esos muros blancos sobre los que caían, como
desmayadas, como desfallecientes, ramos, manojos, racimos de rojas
trinitarias. De ahí en adelante tomó la costumbre de pasear a pie, todos los
domingos en la tarde, por las calles sombreadas, limpias y bien delineadas,
para ver esos muros blancos manchados de rojo. Le gustaba pensar que el
muro era otra variedad de trinitaria. Y que primero aparecían las trinitarias;
después, poco a poco, crecía el muro de las hojas y flores que caían al suelo y
se convertían en blancas piedrecillas. Primero un solitario pétalo rojo caía al
suelo, y, descolorido por la lluvia y el sol, se volvía blanco. Luego, sobre éste,
caían otros y otros que seguían el mismo proceso hasta levantar un elegante
muro blanco. Luego, la trinitaria, exhausta por tan duro trabajo, se echaba
rendida sobre los hombros del muro.
Rodrigo conocía esas casas. No le eran extrañas. ¿Y por qué las conocía?
Porque tuvo la oportunidad de trabajar en una de ellas. Resulta que, en un
Diciembre, Tomás, el silencioso, quien tenía una especie de pequeña
constructora, lo invitó para que lo ayudara a pintar y reparar una. Por supuesto
que a Tomas le decían el silencioso porque era un hombre de pocas palabras.
Una vez Rodrigo le preguntó por su parquedad, por su poca comunicación.
Entonces Tomás le explicó:
—Rodrigo, el lenguaje no oculta. El lenguaje revela. ¿Por qué crees tú que
el psiquiatra pone al paciente a hablar durante una hora cada vez que lo
examina? Para comprenderlo… y así controlarlo, dominarlo. ¿Qué quiero
decir? Que mientras más hables más te conocen. Y si te conocen te controlan,
Rodrigo. Por eso yo prefiero ser un incomprendido.
El razonamiento de Tomás era impecable. Tenía mucha lógica. Sin
embargo, había algo que no convencía a Rodrigo. Las palabas sonaban como
aisladas unas de otras, sin ninguna relación orgánica entre ellas. Como cuando
un alumno se aprende algo de memoria, mecánicamente, al caletre, y lo recita
inseguro. Rodrigo creía, como en un Dêjâ vu, que le había escuchado esto a un
personaje de una película. Tomás era un tipo simple, primario, muy apto para
resolver, asombrosamente, problemas prácticos: encontrar rápidamente un
cortocircuito, reparar para siempre una filtración, reparar una fuga de agua…,
pero no era muy bueno para las cuestiones teóricas o intelectuales, ni mucho
menos para un razonamiento como aquél. Entonces, pensaba Rodrigo, para
justificar su cortedad, se había aprendido eso.
La casa que iban a reparar y pintar estaba ubicada en una avenida que daba
a una clínica donde, más adelante, trabajaría su mujer. Era inmensa. En el
enorme patio Rodrigo contó 24 postes de luz que le tocó pintar. Después de
cambiarse en la casita del jardinero, Tomás le dijo: “Comienza por el muro
perimetral. Tienes que pintarlo por dentro y por fuera” Y le señaló una pared
de dos metros de alto que se extendía por tres cuadras aproximadamente.
Rodrigo tomó la brocha y se aplicó a la ingente tarea que tenía por delante.
Pintaba diez minutos y se detenía a observar cuánto le faltaba durante veinte
más. Durante una pausa que hizo para tomar agua y orinar descubrió, por
casualidad, entre un montón de trastos, aperos agrícolas y recipientes negros y
amarillos con una calavera atravesada por una oblicua línea roja, que decían
<¡Peligro! ¡Veneno!> un equipo de fumigación. Enseguida se le encendió una
chispa. Tomó el equipo y lo probó: le echó agua y accionó la palanca.
Funcionaba. Entonces preparó la pintura, que era un polvo que se mezclaba
con agua, llenó los tanques, se los echó a la espalda, asegurando muy bien las
correas, y se puso a pintar mientras silbaba. Hasta una máscara protectora
encontró y se la puso. Parecía un soldado de la I Guerra mundial. En media
hora pintó todo el muro por dentro y por fuera, y se sentó a comer semerucas
debajo de un frondoso árbol.
—¿¡Qué pasó!? ¿Por qué no estás pintando el muro?— le preguntó Tomás
molesto cuando lo vio echado como un centauro debajo de la sombra del
arbusto.
—¡Porque ya terminé!— le contestó Rodrigo ofreciéndole una semeruca.
—¿¡Quéee…!? ¡No puede ser! —se asombró Tomás— ¡Vamos a ver!—. Y
se dirigieron los dos a inspeccionar el muro.
Después pintaron la casa por dentro. “Sin echar ni una gotica en el piso” le
dijo Tomás. Al terminar se dirigieron a un caney que había que “pintar” con
barniz hasta en el techo. De tanto mirar para arriba a Rodrigo le quedó
doliendo el cuello durante una semana. Cuando ya casi estaban terminando el
trabajo Tomás le ordenó que pintara todas las rejas de las ventanas mientras él
pintaba la biblioteca. Rodrigo buscó una escalera y comenzó por una de las
habitaciones. Ya iba por la mitad cuando miró hacia el interior del cuarto. Y lo
que vio lo dejó paralizado: en la cama, inmensa, de entre las sábanas de seda
rosada y de entre un montón de mullidos cojines y almohadas, sobresalía una
larga, dorada y estilizada pierna de mujer hasta la nalga. Rodrigo, hipnotizado
por la visión, sin poder quitar la vista de esa bella pierna, pintaba
automáticamente: metía la brocha en el pote y la pasaba por las rejas sin mirar.
De repente, la mujer en la cama se movió y se estiró dejando escapar un leve
gruñido de satisfacción. Al moverse quedó boca arriba y más destapada.
Ahora Rodrigo podía verle ambas piernas y un brazo. Lo demás quedaba
cubierto por las sábanas y los cojines. Se volvió a mover y flexionó una pierna
que mantuvo así, doblada y recostada sobre los cojines durante un buen rato.
La luz rebotaba sobre la brillante, suave y torneada rodilla. Después, poco a
poco, perezosamente, la pierna fue cayendo por su propio peso, hasta
descansar sobre un cojín. Los holgados chores-pijama de seda verde de la
mujer y el ángulo en que estaba recostada la pierna permitían ver muy adentro
hasta llegar a una zona oscura, donde ya no se podía sino adivinar o imaginar
lo que había. Pero Rodrigo creyó divisar algo allá en el fondo. Y estaba seguro
de que no tenía nada debajo. La mujer giró sobre su cuerpo hasta el extremo
derecho de la cama, sacó una mano y tomó un reloj despertador que estaba
sobre una mesita de noche. Lo miró soñolienta y lo dejó caer sobre la alfombra
que estaba al pie de la cama. De repente se puso de pie y se dirigió hasta un
espejo que estaba frente a la cama, y, metiendo su delicada mano entre su
holgado pijama, se empezó a rascar el trasero con fruición. Rodrigo seguía
pintando automáticamente y viendo a la mujer. La vio cruzar las manos sobre
su vientre, como hacía él cuando se iba a quitar una franela, y luego estirar los
brazos rápidamente hacia arriba y lanzar al aire la cota del pijama. Sus
blanquísimos senos de picos rosados, al rozar el borde de la franela, saltaron y
quedaron vibrando unos instantes. Rodrigo, observado desde el espejo por ese
par de ojos rosados y ciegos, seguía introduciendo automáticamente la brocha
en el pote de pintura y pasándola, como un zombi, por las rejas. La mujer
introdujo los pulgares en la pretina del short del pijama, los estiró y se asomó a
su interior. Luego le dijo algo a su sexo que Rodrigo no alcanzó a oír y se
quitó el holgado short de seda verde. Pero Rodrigo no pudo ver nada, porque
en ese momento tropezó con la brocha el borde del pote de pintura negra y la
derramó sobre las piedras del piso, y cayó estrepitosamente junto con el pote y
la escalera. El estrépito de la escalera y el perol de pintura al caer hicieron que
el dueño de la casa y Tomás salieran corriendo a ver qué había ocurrido. Ante
el desastre, el hombre, con un vaso de whisky entre sus rosadas y delicadas
manos, les dijo:
—Ustedes deciden: o les descuento del pago final la reparación de las
lajas, que por cierto son importadas, o ustedes mismos las cambian.
Decidieron cambiarlas ellos mismos; les saldría más económico. Rodrigo
asumió los gastos.
Ese tema, las casas de los ricos, era un motivo de discusión entre Rodrigo
y sus amigos. Especialmente con Luis. Antes de entrar en la universidad
Rodrigo consideró natural, normal y deseable vivir así, como vivían esas
personas en esas casas de muros blancos con trinitarias, en urbanizaciones de
calles muy bien trazadas, sombreadas, limpias y silenciosas. Consideró
legítimo que las personas aspiraran lo mejor. Que esos fueran ideales, patrones
de vida, metas. Pero después que entró en contacto con el marxismo, en la
universidad, todo eso cambió. Apareció la lucha de clases, la ideología, la
plusvalía, la propiedad privada, el materialismo histórico, el materialismo
dialéctico, los aparatos ideológicos del Estado… Y nació en él una constante
contradicción entre lo que deseaba y aspiraba y lo que decía Marx. Por un
tiempo vivió como en un limbo. Cada vez que pensaba en esas casas y en los
que vivían en ellas, en su forma de vida… le venían las preguntas, las
contradicciones, los conflictos.
—¿Qué de malo tiene querer tener una casa así? ¿Qué de malo hay en
querer salir de donde se nació y aspirar a vivir así, como viven los que habitan
en esas casas? Si uno estudia y obtiene un título es para mejorar, para
progresar, para vivir mejor. No para seguir viviendo igual, en el mismo lugar,
en el mismo barrio, en la misma casa. ¿No te parece? —le preguntaba Rodrigo
a Luis.
Luego continuaba, dirigiéndose a Christian:
—Por ejemplo, tú, Cristian, ¿para qué hiciste un posgrado y ahora estás
haciendo un doctorado? ¿Para ganar lo mismo o para ganar más? ¿Para
trabajar igual que hoy o para trabajar menos? ¿Ah? ¿Y si ganas más, si
aumenta tu poder adquisitivo, no mejorarías tu calidad de vida? ¿No te
mudarías a un lugar mejor? ¿No botarías ese gallo que tienes por teléfono y no
te comprarías uno de última generación? ¿No venderías ese cacharro que te
deja botado en todas partes y no te comprarías un carro nuevo? ¿Ah?
—Lo que pasa es que esos son vicios pequeño burgueses, poeta. Los
revolucionarios no podemos caer en esas debilidades. Querer tener una casa es
una aspiración normal, sí. Pero querer tener una quinta, una mansión de
cuatrocientos metros cuadrados de construcción en un terreno de mil
quinientos metros, con diez habitaciones, cinco salas de baño, dos garajes, una
piscina y tres sirvientas, mientras que algunos viven hacinados en ranchos de
tabla y zinc sin los servicios básicos ¡Eso no es normal!— le ripostaba Luis.
—Pero… ¿por qué no? Si la persona se lo puede costear no hay más
impedimento que sus posibilidades.
—Poeta, la grosera propiedad burguesa coarta y limita las posibilidades de
que el proletariado y las clases desposeídas satisfagan sus necesidades básicas:
una casita modesta, estudiar, acceso a la salud… hasta trabajar.
—No entiendo…— se quejaba Rodrigo.
—Poeta, ¿usted cree que los pobres viven así porque quieren? ¿O porque
así lo quiso Dios, como dicen los curas? ¿O porque son unos flojos que les
gusta que les den todo sin trabajar? ¿O que les gusta lo malo, como dice el
Bouchard? ¡Nooo, poeta! Viven así porque los ricos no les permiten otra
forma de vida— afirmaba ufano Luis, como si hubiese resuelto de una vez por
todas el gran problema de la existencia del hombre.
—Pero, ¿de qué manera? ¿Cómo no se lo permiten los ricos? ¡No
entiendo…!— se quejaba Rodrigo.
—Poeta, ¿usted acepta que la sociedad está dividida en clases?— le
inquiría Luis.
—Sí— asentía Rodrigo.
—¿Y que esas clases son la burguesía y el proletariado, o, de forma más
general, explotadores y explotados?
—Ujú.
—¿Y que esa clase burguesa o explotadora organiza toda la sociedad para
su provecho? Y cuando digo toda la sociedad me refiero a la educación, la
salud, la vivienda… O sea, que los pobres no tienen esas cosas no porque no
quieran, o porque no les gusten, o porque ese sea su destino, o porque, como te
dije antes, Dios lo quiere así. ¡No, poeta! Sino porque sus condiciones
materiales, condiciones que le son impuestas por la clase dominante, no le
permiten acceder a esos bienes. Rodrigo, no existen personas pobres, existen
personas empobrecidas— le explicaba Luis, pero Rodrigo no entendía.
Y ante la perplejidad de Rodrigo, Luis insistía:
—Te lo voy a poner de esta manera: ¿tú crees que en una sociedad
capitalista todos tenemos las mismas oportunidades?
Rodrigo a veces se contradecía. Ante le pregunta de Luis, desvió la mirada
y pensó. Y después de unos instantes respondió:
—Yo creo que sí... lo que pasa es que hay mucha gente floja que le gusta
que le den todo y que le hagan todo. No se esfuerzan.
—¿¡Verdad!?—le dijo Luis alargando la a irónicamente—. ¿Y entonces
dónde queda tu talante revolucionario? ¡Eso es una flagrante contradicción,
poeta!
—¡Sí!—intervino Cristian—. ¡Usted es contradictorio, poeta! ¡Cuando
amanece revolucionario, es el más radical de nosotros! Pero cuando amanece
de derecha, es el más recalcitrante reaccionario.
—No… contradicción no. Es que… —dudaba Rodrigo.
—Mira este ejemplo, Rodrigo: vamos a proceder como en las telenovelas.
Vamos a entrar subrepticiamente en dos maternidades; en una de clase alta y
en una de clase baja. Y vamos a cambiar a dos recién nacidos. Al recién
nacido de clase alta se lo damos a la madre pobre. Y al niño de clase baja se lo
damos a la madre rica.
—¡No entiendo! ¿Y eso para qué?—le preguntó Rodrigo a Luis.
—¡Muy sencillo, poeta! Ahora respóndame honestamente: ¿qué
oportunidades tiene el niño de clase alta, criado en un ambiente de
privaciones, pasando hambre y todo tipo de necesidades, rodeado de basura
que las autoridades no recogen, que recibió una educación deficiente, que
vivió rodeado de malandros y drogadictos…, qué oportunidades tiene, repito,
de surgir, de progresar?
Rodrigo duda y se queda mirando lejos. Y Luis le dice:
—¡Ninguna, poeta! ¡Ninguna! Ese niño, aunque provenga de una familia
con dinero, que se supone que tiene “buenos genes”, como dicen algunos
racistamente, no tiene ninguna oportunidad en un ambiente como ese.
Rodrigo iba a decir algo, pero Luis lo interrumpió:
—¿Y el niño de clase baja criado por una familia rica? ¿Qué me dices de
él? ¿Será que va a fracasar si se crio rodeado de comodidades, de lujos, con
una buena alimentación, que estudió en buenas y exclusivas escuelas, muy
estimulado desde pequeño? ¡No! No va a fracasar, Rodrigo. No va a fracasar
aunque tenga un coeficiente de inteligencia no muy alto, porque sus padres lo
ayudarán. Le montarán un negocio, le buscarán una buena esposa…
Rodrigo los veía tan convencidos de lo que decían, pero sin embargo
dudaba:
—No sé… lo que pasa es que yo veo mucha falsedad, mucha hipocresía…
no sé… no sé —se quejó Rodrigo.
—¿Mucha falsedad e hipocresía en lo que decimos?—le preguntó Luis—
¡Explícate, Rodrigo! porque eso no es cuestión de apreciaciones personales, de
sentimientos, de subjetividades. Eso es una cuestión de ciencia política, de
economía política, de materialismo histórico… son verdades históricas, leyes
históricas.
—Bueno…ustedes dicen una cosa pero se comportan de otra manera que
se aleja de esa justicia, de esa verdad que dicen buscar y defender. Por
ejemplo… —y Rodrigo se refirió al caso del teatrero Torrence, que había
muerto recientemente después de haber salido de prisión acusado de pederasta
—.Yo no voy a defender a ese señor ni a justificar lo que hizo. ¡Jamás! Pero
ese tipo, frente a uno que se disfraza de revolucionario, justo, honrado… ético,
pero que se aprovecha económicamente de la revolución solicitando un crédito
cultural, dinero que además hace más falta para jubilar a un maestro o para
otras cosas más útiles y urgentes, ese tipo, repito, es inocente. ¡Sí! ¡Inocente!
—alzó la voz Rodrigo ante el estupor de los oyentes— Inocente porque él es
víctima de sus instintos. Es un pobre esclavo de sus inclinaciones. Ante ellas
él no puede decidir racionalmente, soberanamente. En cambio el otro, el falso,
sí puede decidir no cometer el acto doloso. Sabe lo que es bueno y lo que es
malo.
—¿Por qué lo llamas falso, Rodrigo? —le preguntó Luis suspicazmente.
—Porque se la pasa hablando de sacrificios, de justicia, de lo malo e
injusto que es el capitalismo, de los vicios de la sociedad burguesa, del futuro
mundo mejor que llegará con el socialismo… y vive de lo más cómodamente
como un burgués.
Luis lo iba a interrumpir, pero Rodrigo no lo dejó:
—Hace mucho tiempo leí un cuento, se llamaba “El Principito y la Barbie
se casan” Es una parodia cargada de mucho humor, pero deja una gran
enseñanza. En una parte del cuento el Principito emplaza a los maldicientes
que critican su matrimonio con la Barbie diciéndoles: ¿Necesito acaso explicar
por qué amo a la Barbie…? ¿Sí…? Entonces, tú, Madame Bovary dime, ¿por
qué engañaste a tu esposo? Y no me refiero al desamor, al olvido o al maltrato
del que eras víctima. ¡No! Me refiero a esas causas últimas que tú, y todos,
inquieren de mi amor por la Barbie. Sin embargo, a pesar de tu traición, eres
bella Madame Bovary. ¿O debería decir eres bella en tu traición? Porque lo
que te hace humana y por lo tanto amable es tu traición. Y tú Raskolnikov,
¿hay acaso algo peor que matar a un semejante? Y más por los fútiles motivos
que tú asesinaste. Y tú, Klinsorg, dime: ¿por qué sustrajiste aquel dinero? ¿Te
consideras un ladrón por eso? ¿Ah…? Dicen que la Barbie y yo somos
disparejos. ¿Sí? Pues, dime Lolita, ¿hay acaso una pareja más dispar que tú y
el profesor? Y tú, Von Aschenbach, ¿crees que mereces que te desprecien o
discriminen por sentir como sientes? Dime, ¿no es igual de puro tu amor y el
que nos une a la Barbie y a mí? Aquí Rodrigo hizo una pausa y dijo: “Esta es
la parte que me interesa destacar, presten atención” y continuó: ¡No
escogemos nacer como nacimos, señores! No tenemos ese poder. Por ejemplo,
hay dos personas: una es tonta, simple, y la otra es inteligente. La inteligente
puede escoger entre irrespetar o amar a la tonta. Tiene ese poder. La tonta no.
La tonta no escogió ser así…”
—Perdóname, Rodrigo, pero eso no tiene nada que ver con lo que estamos
discutiendo, poeta—le dijo Luis, y los demás lo secundaron.
—A mi manera de ver sí tiene que ver, y mucho —ripostó Rodrigo—. ¿No
estamos hablando de justicia, de oportunidades, de verdades, de sociedades
mejor organizadas, libres de prejuicios...? ¿Ah? ¿De qué estamos hablando
entonces?
—Rodrigo, pero es que —intento intervenir Cristian, pero Rodrigo no lo
oyó y continuó:
—Es más, días atrás, me enteré de que un renombrado hombre de las letras
y la cultura de la ciudad, un revolucionario, visionario, adelantado, hombre
libre de prejuicios, defensor de los derechos del hombre sólo por ser hombre y
nada más, se negó a prestarle ayuda a un padre que le solicitó le consiguiera
un empleo a su hija educadora, sólo porque la muchacha es lesbiana.
—Esos son casos aislados, poeta —argumentó Luis.
—¡Casos aislados! ¡Casos aislados! ¡Sí, Luis!—le contestó Rodrigo
visiblemente molesto.
Rodrigo llegó a creer que ellos veían algo que él no veía. Pensaba que era
como la poesía que a veces leían: “¡Oye, qué verso! ¡Qué belleza! ¡Mira…
mira lo que dice aquí! ¡Lee esto…!” decían. Y él leía, y leía pero no le veía…
no le encontraba nada especial. Y pensaba: “¿Será que soy bruto?” Y para no
quedar como un ignorante convalidaba: “¡Sí, verdad…! ¡Una belleza…!” Y
entonces se tragaba libros y libros de poesía, buscando entenderla y ver lo que
ellos veían. Al final se convirtió en un experto en literatura, en lo que llaman
un diletante. Sobre todo en poesía. También se sumergía en la lectura de los
clásicos políticos, en una búsqueda frenética de ese algo que ellos entendían y
él no. Producto de esas lecturas consiguió un dato interesante que le
estremeció y agrietó el edificio marxista que se había empezado a construir en
él: <Marx no propuso eliminar la propiedad privada> Según el investigador,
cuyo nombre olvidó, en El manifiesto del partido comunista, lo que se plantea
es una “superación y conservación de la propiedad privada” Y el investigador
en cuestión, cita las dos palabras en alemán que indican “superar” y
“conservar” “Lo que pasó fue, continúa explicando el investigador, que se
tradujo mal, porque sólo se tomó en cuenta una de las dos palabras” En
resumen, Marx y Engels fueron mal traducidos. Cuando Rodrigo se lo
comentó a Luis, con el periódico en la mano, éste no le dio mayor
importancia. Pero la contradicción más importante, la que lo hacía dudar más,
era la no correspondencia entre lo que se profesaba y lo que se hacía. Sobre
todo en los grandes líderes. Estos llegaban a las reuniones en carros lujosos y
vestían trajes de diseñador a la medida. El mismo Luis hablaba de socialismo
y tenía una lujosa camioneta —claro que adquirida con mucho esfuerzo y
pagada con más sacrificio— y percibía la renta de dos casas que había
heredado de dos hermanos fallecidos. En una oportunidad, después que la
izquierda accedió al poder, el gobierno sancionó una ley que regulaba
estrictamente la venta y el alquiler de inmuebles, favoreciendo a los inquilinos
y perjudicando duramente a los propietarios. Dictaminaba, la ley, que cuando
una persona tenía más de tres años viviendo como inquilino en una casa,
apartamento, anexo, etc., pasaba a ser propietario. También eliminaba los
meses de depósitos que debían hacer los inquilinos para poder optar a arrendar
un inmueble. La ley produjo el natural malestar en un sector y la natural
complacencia del otro. Cuando se vieron, Rodrigo, con toda la malicia del
caso, le preguntó que qué opinaba de la nueva ley. Tuvieron una discusión y
dejaron de frecuentarse por unos meses. Otra cosa que Rodrigo no le parecía
normal, justa, sobre todo no lo veía socialista, que los obligaran a comprar en
esos lugares, en esos operativos que habían nacido como temporales, pero que
se quedaron para siempre, con esas incomodidades, mientras que ellos sí
podían comprar donde les pareciera. Pensaba que eso no era socialismo. En
una ocasión, después que habían “tomado” el poder —como les gustaba decir
—, iban pasando, Luis y Rodrigo, por uno de esos operativos para vender
alimentos y vieron la larga cola de gente bajo el sol. Entonces Rodrigo le
preguntó:
—¿Tú compras en esos operativos, Luis?
—No… a mi mujer no le gusta. Pero si por mí fuera… yo no tengo ningún
problema en hacerlo— respondió Luis sin mayor convicción. E intentó
cambiar de tema, pero Rodrigo insistió:
—Pero no te parece una pérdida de tiempo y demasiada incomodidad. En
esas colas uno se debe tardar hasta dos y tres horas. ¡Bajo el sol…! Y a veces
¡bajo la lluvia los he visto…! Además, no te venden la cantidad que tú quieras
o necesites, sino la que ellos determinen. Pero, sobre todo, el tiempo que se
pierde. ¿Te imaginas a un ama de casa, con todas las cosas que tiene que
atender, metida en esa cola toda una mañana? ¿No te parece mejor comprar en
un supermercado, con aire acondicionado, todo limpiecito, perfumado y que
después te lleven los corotos hasta el carro, como en ese que queda a lado de
la autopista y donde coincidimos la semana pasada? ¿O me vas a decir que
también la comodidad es un vicio pequeño burgués?— le preguntó Rodrigo
con cierto dejo irónico.
—Poeta, lo que pasa es que se está comenzando… y… tú sabes—
respondió reticente y un poco molesto Luis.
—¿Tú crees que los ministros o el gobernador hagan esas colas? ¿No te
parece como si se estuviera estableciendo una diferenciación o discriminación
entre el ciudadano de a pie y ellos, que precisamente es una de las cosas contra
las que se lucha; las desigualdades? Porque es como si dijeran: <esos
operativos son para que compren ustedes. Nosotros seguiremos comprando en
los Supermercados>
—Poeta, no se trata de eso. Se trata de que ahora el pueblo sí tiene donde
adquirir sus alimentos a precios justos, sin especulaciones, sin intermediarios
que encarecen los productos. ¡Además, Rodrigo, tú le buscas defectos a todo!
¡Contigo no se puede…!—le dijo Luis con un ademán de fastidio.
—Escucha este largo grafiti que descubrí en estos días en una pared del
baño de la Guairita: <Y cuando ya empezábamos a vivir como los ricos;
íbamos al supermercado donde todo era limpiecito y brillaba, hasta el aire
emitía destellos plateados, y nos llevaban los corotos hasta el carro que
acabábamos de comprar, vino la revolución y nos puso a hacer colas bajo el
sol y la lluvia para comprar un kilo cualquier cosa>
—¿¡Y!? ¿Eso te dice algo? ¡A mí no me dice nada! O sí, sí me dice: para
mí eso lo escribió un riquito arrecho porque ahora el pueblo tiene acceso a
muchas cosas. Un riquito arrecho porque ahora, el costoso celular que tiene y
que creía que sólo él tenía derecho a poseer, lo puede comprar un pata en el
suelo. Un riquito arrecho porque ahora el pueblo puede estudiar en la
universidad, en un pupitre al lado del. Un riquito arrecho porque ahora el
pueblo puede asistir a clínicas a cuidarse la salud. Un riquito arrecho porque
ahora el pueblo tiene tarjetas de crédito….— le respondió Luis, y dio por
terminada la conversación.
Pero esas diferencias no hacían mella en .la amistad. Al otro día se volvían
a ver como si la discusión del día anterior no hubiese ocurrido y se
enfrascaban en otra diatriba.
Ubicados, uno al lado del otro, detrás del santo, y con Constanza sumida
en sus oraciones, comenzaba entonces el recorrido religioso. La primera
estación, Cristo condenado, quedaba justo frente a la plaza. A Rodrigo le
gustaban mucho las plazas y los parques, pero no cualquier parque. Sólo los
pequeños, del tamaño de una plaza y que tuvieran columpios, toboganes,
ruedas, sube y baja… los grandes y modernos, con sus grandes extensiones de
grama, a pesar de que los visitaba de vez en cuando, no le gustaban. Los
consideraba impersonales, fríos. Rodrigo pensaba que las personas que
visitaban las plazas eran personas muy singulares… particulares. Y que se
podían clasificar en varios tipos: había las que la atravesaban
apresuradamente, sin darse cuenta. Había los que no la atravesaban siquiera,
sino que pasaban por uno de sus cuatro costados. Estos ven las plazas desde
lejos, con temor, como si les fuera a ocurrir algo malo en ellas y consideran a
los que permanecen en ellas como malvivientes. Y estaban los que las visitan
frecuentemente. Estos permanecen mucho tiempo en ellas y disfrutan su
estadía. Se sientan a ver las palomas y a alimentarlas, a leer el periódico o un
libro. Hay otros que se sientan sólo a ver a las demás personas y a escuchar las
conversaciones de los demás. En una oportunidad Rodrigo escuchó a una
maestra contarle a una colega la siguiente historia: <Sí, después de
proyectarles un documental donde se mostraban los problemas que aquejan al
mundo; el hambre, las guerras, las injusticias, el consumismo… les pregunté
“¿Qué harían ustedes para resolver los problemas que azotan al mundo,
niños?” Se levantó, Gabriela, la hija del herrero, y me respondió: <Construir
más plazas y parques, maestra> <¿Más plazas y parques? ¿Y eso para qué? Le
pregunté extrañada. Y ella me dijo: <¡Claro, maestra! ¿Usted no ve que en las
plazas y en los parques las gentes se abrazan, se besan y se acarician?> Está el
que se sienta en un banco, levanta la vista un rato y, luego, echa la cabeza
hacia atrás y se duerme. Estos, aparte de los “habitantes normales” de las
plazas: los borrachitos —hoy llamados vikingos—, las prostitutas, los locos,
uno que otro ladronzuelo. A uno de estos borrachitos Rodrigo lo escuchó
decirle a un compañero: “Yo no soy un borrachín, mucho menos un vikingo.
Lo que pasa es que yo ando en búsqueda del bar perfecto. Y hasta que no lo
encuentre no descansaré” Entonces Rodrigo albergó el proyecto de conocer
todas las plazas de la ciudad, del estado, del país, del continente… del mundo.
Conoció muchas. Lo cual lo llevó a sentir como si viajara entre países. Las
visitaba sobre todo en Agosto, mes en el que estaba de vacaciones. Cuando
entraba en una plaza, Rodrigo sentía que las hojas secas, arrastradas por el
viento, salían a su encuentro saludándolo con sus voces mustias, secas,
acartonadas. Y cuando se iba lo custodiaban hasta el borde del cuadrilátero
donde lo despedían.
Tres cuadras más adelante, en la segunda estación, pasaban frente a la casa
de su hermana Nohemí. Nohemí era la mayor de las hijas de su papá. Ellos
eran trece hermanos: tres que ya tenía su mamá cuando conoció a su papá;
Dora, Miguel y Menaira. Y él, Héctor, José, Ángel, Nohemí, Esther, Iván y
Rosa que eran morochos, Yartiza y su gemela que murió al nacer y Rebeca.
Nohemí fue la que se hizo cargo de la casa y sus hermanos cuando su madre
los abandonó y la que se encargó de su padre cuando se estaba muriendo. De
hecho murió en su casa, y se quedó con las pocas cosas que su padre dejó: la
cédula de identidad, el carnet de la compañía, un par de zapatos, tres
pantalones, cuatro camisas y dos cachitos de Jabillo que estaba puliendo.
Cuando llegaba de visita a la casa de Nohemí, después de instalarse y beber
café, le decía: “Préstame la caja de las fotos, Noe” Entonces Nohemí le traía
una vieja y desgastada caja de zapatos. Había una fotografía de su padre que a
Rodrigo le gusta mucho. Rodrigo, emocionado, colocaba la caja sobre sus
piernas y, con renovada fruición cada vez, hurgaba y hurgaba hasta que la
encontraba. Se quedaba mirándola como si fuera la primera vez que la veía. Y
cada vez le encontraba un detalle nuevo y hacía las mismas preguntas: “¿En
qué año fue tomada esta foto, Negra? ¿Qué edad tenía mi papá cuando le
tomaron esta foto? ¿¡Te fijaste en los zapatos que cargaba mi papá ese día,
Noe!? No los había visto bien. Me acuerdo de aquellos zapatos que nos
compraban. ¿Te acuerdas, Noe? No, no creo que tú te acuerdes… Eran
indestructibles. ¡Duraban años! ¡Imagínate, que para que me compraran
nuevos, yo los cortaba con una hojilla! ¿Quién sería ese niño que estaba
detrás, en el cuarto? ¿En qué casa fue esto? ¿Viste la correa que cargaba mi
papá? ¿Te fijaste como se peinaba mi papá, Noe? ¿Viste la grieta que está
debajo del mueble, Noe?” De repente, acercándose la fotografía a los ojos,
hasta casi tocarse la nariz con ella, decía: “¡Mira, Noe, se le ve la marca de la
caja de cigarrillos en el bolsillo de la camisa: Astor! Mi papá fumaba Astor...
Yo también los fumé durante un tiempo. Después me cambié para Belmot” Era
una fotografía muy vieja, en blanco y negro —pero, últimamente, se ha ido
tornando sepia—, donde aparecía su padre solo, sentado en un mueble de
paleta. Lleva unos pantalones de kaki muy anchos —se nota por las bolsas y
dobleces que hace la tela en sus piernas—, una camisa blanca, manga larga,
igualmente muy holgada y, por los filos que había sacado la plancha, se notaba
que había sido almidonada, y unos zapatos negros de patente muy pulidos.
Tiene una pierna cruzada y en las manos un periódico. De entre los dedos de la
mano derecha sobresale un cigarrillo encendido. El pelo, lustroso por la
brillantina y muy bien peinado hacia atrás, por el zigzag que describe sobre su
cabeza, parece alambre estirado fuertemente. <Pelo de albañil. Tu papa tiene
pelo de albañil> le decía su abuela Ramona, la mamá de su mamá. Sus ojos,
velados hasta la mitad por sus parpados y por el humo del cigarrillo, lanzan a
la cámara una misteriosa mirada que se vuelve aún más enigmática por una
sonrisa ladeada y de dientes blanquísimos y muy parejos. En el piso,
exactamente debajo del mueble que ocupa su padre, una grieta en forma de
araña extiende sus largas patas en varias direcciones. Detrás y a la izquierda,
casi al final de la fotografía, se ve el inicio de la puerta de un cuarto. Entre el
borde de la cortina y la orilla del marco de la puerta se asoman los dedos de la
mano de un niño y el inicio de su rostro, y se presiente un ojo.
—No, ese niño no puedes ser tú, Rodrigo. Porque esa es una fotografía de
cuando mi papá era soltero. Ni pensaba conocer a mi mamá— le decía Noe
cada vez que él asomaba la posibilidad de que el niño de deditos sucios,
aferrados al marco de la puerta del cuarto y ojos limpios, que se insinuaba, ¿o
se ocultaba? detrás de la cortina, fuera él.
Luego Rodrigo le preguntaba a Nohemí cómo se conocieron sus padres,
dónde se conocieron, cuándo se conocieron Pero no se preguntaba por la
fecha, día, mes y año, sino por la época, el momento que se vivía cuando se
conocieron. Porque cuando Noemí le decía la fecha él le respondía: “No, no es
eso lo que quiero saber. Es… es… otra cosa… tú no entiendes” Lo que quería
saber Rodrigo era ¿qué lleva a dos personas a conocerse, a cruzar sus caminos,
a amarse y tener una familia para luego terminar odiándose como se odiaron
sus padres y como se odiaban él y Constanza? ¿Fue su madre siempre así?
¿Era ella la culpable de las continuas peleas o era su padre el que las
provocaba? ¿Tendrían alguna canción que les gustara escuchar y con la cual se
enamoraron? ¡Tuvieron que haberse amado en algún momento! Recordaba
entonces la canción que estaba de moda cuando empezó a cortejar a
Constanza, soltaba la fotografía y salía al patio donde lloraba a escondidas y
en silencio. Recordaba cómo la conoció. Era un momento que Rodrigo
atesoraba mucho y que evocaba cada vez que podía. Sobre todo después de
una pelea. Entonces creía oler el perfume que ella llevaba el día que estuvieron
juntos por primera vez, y que siempre había querido volver a oler y que a
veces le parecía percibir otra vez en otra mujer, en el aire de un domingo por
la tarde. Pero no era el mismo perfume. Cuando le preguntaba a Constanza el
nombre de la fragancia para comprarlo otra vez, ella le respondía: <¡Ay, no sé
chico…! ¡Se me olvido! ¡Se me olvidó…! ¿¡Para qué quieres saber!? ¡No lo
recuerdo!>
—El matrimonio es un mito— le decía a Nohemí.
—¿En qué sentido?— le preguntaba su hermana.
—Bueno, cómo te explico… es un mito en el sentido de que es irrealizable,
no se puede concretar, hacer realidad. Pero está ahí para que los hombres
intenten cumplirlo. Porque su función no es la felicidad del hombre, sino
asegurar la reproducción, el funcionamiento de la sociedad. Es como un
espejismo que ves en la distancia y cuando llegas al sitio donde lo viste ya no
está. Está más adelante.
—¿Como el mito de El Dorado de nuestros indígenas, que para quitarse de
encima al conquistador depredador le decía que más allá, al sur, había una
ciudad hecha toda de oro, y cuando el conquistador llegaba a la siguiente aldea
le decían lo mismo? —le preguntaba Nohemí.
—Sí, algo más o menos así. Aunque yo lo encuentro más parecido al mito
de Sísifo— decía Rodrigo mirando a lo lejos.
—¿Por qué?— le repreguntaba su hermana.
—Bueno… A pesar de que Sísifo sabe que la gran roca volverá a rodar
hasta el fondo, una vez que la coloque en la cima, no deja de intentarlo. Así, el
hombre no deja de casarse a pesar de la gran cantidad de matrimonios
fracasados.
Varias veces, en dos o tres oportunidades, y como un proyecto personal,
Rodrigo visitó el pueblito donde nacieron, se criaron y pasaron parte de su
juventud sus padres, con el propósito de entrar en contacto con el ambiente
donde se conocieron: las calles que recorrieron; las plazas donde se sentaron;
las casas donde vivieron; los amigos que tuvieron… averiguar, conocer, saber
cómo fueron esos primeros momentos de su relación. Conversaba con los más
viejos y les preguntaba. Los dueños de una antigua bodeguita de esquina, un
matrimonio de viejitos, le hablaron muy bien de sus padres. Hasta llegó a
investigar las canciones que estaban de moda en la radio para esa época y
pedía que se las colocaran para escucharlas mientras lloraba. Cuando
Constanza lo veía así, llorando al lado de la radiecito de transistores, le decía:
—¿Qué te pasa? ¿Es que te volviste loco, acaso?
En esos momentos, Rodrigo sentía esa extraña sensación como de vacío,
como de nada, como de estar fuera del tiempo, como de eternidad, que le
producía el hecho de que sus padres bien pudieron no haberse conocido y él
pudo no haber nacido. Y esa posibilidad lo estremecía porque no sabía si
deseaba que sus padres no se hubiesen conocido y no lo hubieran engendrado,
o le dolía que hubiera pasado así. Y recordaba un chiste de un comediante de
la época que explicaba muy bien, sin proponérselo, lo que es el ser, la nada, el
tiempo y la eternidad. Lo que le producía esta otra reflexión: cómo, a veces,
las cosas más serias encuentran explicación en el humor. El comediante decía:
<Yo recuerdo, antes de nacer, que fui a una fiesta con mi papá y regresé con
mi mamá> Cuando Rodrigo se lo refería a sus amigos, en una conversación
que tratara sobre el tema, estos no entendían y él se los explicaba:
—¿No se dan cuenta? ¿No lo ven? La nada, o la eternidad, es ese espacio y
tiempo que media entre dos seres, entre dos realidades. Espacio-tiempo que
puede, mediante el azar, no hay otra forma, allanarse, reducirse, acercando a
esas dos personas. Y el ser es esa potencialidad o esa posibilidad que portan
esos dos individuos consigo.
—No entendemos. ¡Explícate mejor!— le decían.
—Bueno, muy sencillo. Se los voy a decir como lo dice El conde: Un
hombre va a una fiesta y lleva consigo sus espermatozoides: sus futuros y
potenciales hijos. ¿Sí o no?
—Sí— contestaban intrigados sus accidentales alumnos de filosofía.
—Una mujer también va a esa fiesta y lleva consigo su futura y potencial
descendencia: sus óvulos. Si ese hombre y esa mujer se conocen y tienen una
relación, es decir reducen el espacio-tiempo de la nada que hay entre ellos,
nacerá un nuevo ser. Si no se conocen no nacerá ese nuevo ser.
Algunos se quedaban pensativos, dudando. Otros repetían:
—Seguimos sin entender…
Y él, acicateado por las dudas de su auditorio, continuaba:
—Pero lo más enigmático, o filosófico si se quiere, no es eso. Lo más
filosófico es que si somos ese nuevo ser, producto del encuentro azariento de
los espermatozoides de un hombre con los óvulos de una mujer, podemos ser
cualquiera de los millones de seres nuevos que nacen cada día, cada hora, cada
minuto y segundo en el mundo. De hecho lo somos. O ¿acaso somos
especiales o diferentes a los demás? ¿Por qué podemos ser cualquiera? Porque
aún estamos indiferenciados. A ese nivel somos exactamente iguales: un
cigoto fecundado. Y un cigoto fecundado del futuro Mandela es exactamente
igual al cigoto fecundado de Hitler. Somos Pedros, Rodrigos, Luises,
Constanzas, Cármenes…, vale decir: personas individualizadas, sólo después
de que nuestras familias, padres, hermanos, hermanas; luego la escuela, los
amigos, nos individualizan. Nos dotan y nos dotamos de nuestras experiencias,
de nuestros recuerdos, de nuestros sentimientos, de nuestra personalidad. Es
decir que pudimos haber nacido —de hecho creo que nacimos y somos y
estamos— en medio de la hambruna de África o en una próspera, opulenta y
satisfecha sociedad del primer mundo; en el seno de una familia rica y
poderosa o dentro de una familia pobre y disfuncional de una favela brasileña;
en medio de la guerra del medio oriente o dentro de un país pacífico y neutral,
o en el barrio más violento de Caracas… Lo que quiero decir es que nosotros
somos ellos y ellos somos nosotros. En resumen, y filosóficamente hablando,
no existe el otro. Somos otro para el otro. Y si esto es así, no tiene sentido
odiarnos unos a otros. Mucho menos matarnos. ¿No lo ven? ¡Está claro!
—Oye, oye… espera, espera un momento. ¿Cómo es eso que el otro no
existe?— le preguntó Luis extrañado—. Eso me parece de un egoísmo
extremo: los demás no existen. Sólo yo existo y tengo derechos.
—¡No! Precisamente, es todo lo contrario. La tesis de la otredad, aunque
tiene la buena intención de reconocer al otro como un ser humano igual a mí,
que sufre, padece y goza lo que yo, al final degenera en que, al existir el otro,
le asignamos todo lo malo, lo perverso, lo feo, los defectos; los problemas los
genera el otro no yo; los demás son los flojos yo soy trabajador… En cambio,
si aceptamos que no hay otro, que el otro somos nosotros mismos, ¿a quién
vamos a responsabilizar de todo lo que pasa? Jean Paul Sartre decía, poeta,
<El infierno son los otros>
Y ante la incredulidad de su auditorio, Rodrigo arreciaba sus
explicaciones:
—Una vez leí una historia, un mini cuento como le dicen ahora, de un tipo
que va subiendo por una empinada cuesta en un mediodía muy caluroso. El
hombre va sudando y jadeando. Otro hombre que está asomado en la ventana
de su casa, bajo la cual reposa un lujoso automóvil, lo ve y piensa: <Ese tipo si
es bolsa, con este calor y salir a caminar> El peatón levanta la vista y a su vez
lo ve y se dice: <Ese tipo si es tonto, con ese carrote y no sale a pasear>
—¡Definitivamente, Rodrigo, tú lo que estás es loco!— le dice Ramón.
—Un momento… un momento. Eso no se zanja así tan fácil con un <tú
estás loco> Hay una cosa allí, en tu razonamiento, teoría o tesis, que no me
cuadra, que me hace eco… Según tu lógica: ¿Dios es azar?— le preguntaba
Luis.
—¡Total y absolutamente!— le responde Rodrigo—. ¿Cómo, si no, se
pueden explicar los hechos más insólitos, injustos, ilógicos, hasta inicuos, que
niegan la existencia de Dios como un ser de amor que quiere sólo lo mejor
para sus hijos, como por ejemplo que mueran en un incendio o un accidente de
tránsito quince niños inocentes, y a un malandro drogadicto le den diez tiros y
se salve? Eso es azar, poeta, puro azar. Nuestras vidas están regidas por el azar
que se expresa en palabras y en números. Lo que pasa es que la religión no lo
acepta porque tendrían que revisar muchas cosas.
Cuando Rodrigo hacía este planteamiento recordaba su primer día de
clases en bachillerato. El profesor de Castellano, el primero que los recibió —
unos niños aún, temerosos e impresionables, que acababan de salir de 6to
grado—, después de un interesante discurso de la vida, el destino, el azar, la
trascendencia, la casualidad, la causalidad, Dios y su plan divino… para
ahondar aún más su explicación, trazó con la tiza una cuadrícula a todo lo
ancho y largo del pizarrón, y dijo, encerrando en un pequeño círculo una de las
intersecciones de la red: “Imagínese que éste es usted, sentado cómodamente
en su sillón favorito leyendo un libro en la sala de su casa” Luego, trazando
otro círculo en el extremo opuesto, continuó: “Y que éste es un borracho
tomando en un bar cualquiera de la ciudad. El beodo decide irse. Se sube a su
vehículo y emprende su camino” y el profesor empezó a trazar
zigzagueantemente, en la cuadrícula, la supuesta ruta del hombre. “Su estado
etílico lo lleva a conducir irresponsablemente a alta velocidad. Se desvía de su
ruta y se estrella contra la pared de su casa, la cual le cae a usted encima
matándolo. Díganme, ustedes, continuaba emocionado el profesor, ¿eso es el
destino? ¿es el azar? ¿qué es eso? Pudieron haber pasado muchas cosas —aquí
el profesor encerraba en círculos diversas intersecciones y trazaba muchas
rutas en la cuadrícula— que modificaran el resultado final. A usted pudieron
haberlo llamado por teléfono en el momento en que la pared cayó y se hubiera
salvado de morir aplastado. ¿Sí o no? Al borracho se le pudo haber espichado
un caucho dándole tiempo a usted de ir por un bocadillo a la cocina; lo pudo
haber detenido la policía; se pudo haber quedado dormido en el bar; pudo
haber arrollado a una persona en la vía; usted pudo haber decidido no leer esa
noche… habiendo podido ocurrir una infinidad de cosas ¿por qué ocurrió
esa?”
—¿Entonces tú no estás de acuerdo con Einstein cuando afirma que Dios
no juega a los dados? —inquirió Luis.
—Sí y no.
—No, no, no. O es sí o es no. No vengas con evasivas, Rodrigo— le exigió
Luis.
—No son evasivas. Escucha: Sí, Dios no juega a los dados. ¿Por qué?
Porque él ya sabe el resultado final de una vida desde el momento en que
comienza. Al lanzar los dados, vale decir la vida que se inicia y comienza su
aventura, ya él sabe qué número va a salir. Para él es un azar controlado. Por
decirlo de una manera, él juega con nosotros con unos dados cargados y no lo
sabemos. Y con respecto al No; no, no juega a los dados, por eso mismo,
porque nosotros no sabemos que ya el resultado está predeterminado. Nosotros
tenemos la ilusión de la libertad. Esto apunta, poeta, a la teoría de que hay un
orden en el caos.
Después de la fotografía de su padre, el otro tema favorito de Rodrigo era
hablar de los parecidos familiares.
—¡Este muchacho —el único hijo varón de su hermana Nohemí— si se
parece a ti, Noe!—le decía Rodrigo viendo fijamente la fotografía.
—No, a mí no se parece. Mi papá decía que es igualito a mi tío Miguel.
¡Míralo ben!—le respondía Nohemí.
—¿Y tú te acuerdas de mi tío Miguel, Noe?
—Algo asíii lejano… me vienen unas imágenes. Tú sabes que yo estaba
chiquita, y, además, él iba muy poco a la casa.
—¡Claro que nos visitaba poco! Si cada vez que iba mi mamá formaba
esos líos como para que no volviera más— se quejaba Rodrigo.
—Me acuerdo que siempre andaba escupiendo chimó por todos lados y mi
mamá se molestaba mucho por eso.
—¿Cuántos hermanos tuvo mi papá, Rodrigo?
—No sé. Él hablaba de tres más y de una hermana mayor. Pero yo sólo
conocí a mi tío Miguel.
—¿Y por qué nosotros no conocimos la familia de mi papá, Rodrigo?
—Bueno, ¿por qué va a ser? Porque mi mamá se encargó de hablarnos mal
de ellos. Somos unos completos extraños. Si llegara a cruzarme con alguno de
ellos en la calle no sabría quiénes son. ¡Yo no conocí ni a la mamá de mi papá!
¡Imagínate…! ¡Dime si eso no es lamentable, Noe!— se quejaba Rodrigo y se
quedaba viendo lejos.
—Bueno, Rodrigo, lo que pasa es que ella murió temprano, según escuché
una vez. A lo mejor murió vieja. No sé. Lo que quiero decir es que murió antes
de que nosotros naciéramos.
—Sí, puede ser, pero eso no es excusa, Noe. En otras familias normales sus
miembros se reúnen, se visitan y ven fotografías y dicen <Mira, esta era tu
abuela. Esta era la mamá de tu papá. Es igualita a tu hija mayor ¿Verdad?> O
se invitan, unos a otros, a una fiesta de cumpleaños, por ejemplo, y allí
conocen a un tío a un primo. O se piden dinero prestado, se auxilian, se
ayudan entre sí. Aunque después terminen disgustados por una deuda impaga.
Para después volverse a contentar… y así. Nosotros no. Te cuento algo: una
vez yo iba por el centro, siempre voy al centro, me gusta caminar por las calles
del centro, entonces escuché que desde un carro gritaron mi apellido
<¡Merrel…!> y sacaron la mano. A pesar de que no pude ver quién era, yo
también levanté la mano y salude. Pero quedé con la duda: <¿Quién sería?> A
los días, volví a pasar por la misma calle. Entonces un hombre se acercó hasta
el señor que vendía tarjetas telefónicas en la esquina y le dijo: <Merrel, dame
una de diez mil> Yo volteé, pero seguí caminando. Unos pasos más adelante
me detuve y observé al vendedor de tarjetas. Era un hombre alto y fornido.
Moreno, de pelo canoso y ojos llorosos, como los de mi papá. <Seguro es una
coincidencia. Ese apellido, aunque no es muy común, tampoco es raro
encontrarlo por ahí> me dije, y continué. Esa noche la cara del hombre se me
volvió a presentar. Y empecé a encontrarle parecidos con mi padre. A pesar de
que no eran la misma sonrisa, ni la misma boca, ni los mismos labios, ni los
mismos ojos, ni la misma nariz, había algo, como un aire familiar, en la forma
en que esos elementos se conjugaban. La forma de ver de lado, la manera de
entornar los ojos y sonreír… y otras cosas más pero imprecisables. De repente
el rostro de mi padre apareció flotando en la oscuridad y empezó a
superponerse sobre el del vendedor de tarjetas, y calzaban a la perfección
como piezas de un rompecabezas. Volví, y, aunque no tengo celular, le compré
una tarjeta telefónica. Le saqué conversación durante un buen rato esperando
que alguien lo saludara y lo llamara. Hasta que, por fin, pasó alguien y le dijo,
sin detenerse <¡Epa, Merrel! ¿Cómo está la vaina?> Él contestó y yo
aproveché y le pregunté:
—¡Usted es de apellido Merrel?
—Sí. ¿Por qué?
—Bueno…, porque yo también soy Merrel
—¿¡Verdad!?
—¡Sí! Mi padre se llama —aún no había muerto— Pedro Alcántara Merrel
Ortega
—¿¡No puede ser…! ¡Ese es mi tío abuelo!
—¡Era hijo de un sobrino de mi papá, Noe! ¿¡Qué te parece!?— le dijo
Rodrigo a Nohemí.
—Por ahí tengo unas fotos donde aparece mi tío Miguel. ¿Quieres verlas?
— le pregunta Nohemí a pesar de que ya sabe su respuesta.
Rodrigo observa las fotos de su tío. Un hombre alto, delgado, moreno, con
una incipiente barba blanca y una boina de cuadritos, estilo Rolando La Serie.
Y empieza a buscar parecidos. “Tiene las cejas como Héctor, ¿verdad?” O “Se
ríe como tú, Negra, mira” O “Tiene la misma mirada que mi papá, ¿verdad?”
Después de un rato se encuentra con una donde aparecen todos sus hermanos
bañándose en una tina de lata en el solar. Están pequeños. Él no tiene más de
cinco o seis años. Unos están de pie, otros sentados, otros acurrucados
protegiéndose del chorro de agua que les echa su papá, que está de espalda con
la manguera en la mano. Todos están sonrientes. Algunos parecen decirle algo
al fotógrafo. Es mediodía porque su padre está parado sobre su sombra. Al
fondo se ve una letrina, unos pipotes agua, una batea, la lámina de acueducto
australiano en forma de ola que les servía de sube y baja. Todo eso enmarcado,
o delimitado, por la empalizada de flores moradas, que no se ven moradas sino
grises por que la fotografía es en blanco y negro.
—¡Mira esta foto, Noe!— le dice Rodrigo a su hermana.
Nohemí toma la fotografía y no puede evitar una carcajada.
—¡Esos cortes…! ¡Mira esos cortes…!— y le pasa la fotografía a su hija
Pilar. Todos están raspados coco pelado y con una inmensa pollina en forma
de brocha de unos tres o cuatro dedos de ancho que les cae hasta la mitad de la
frente.
—¿¡Te imaginas el largo que debía tener esa pollina cuando les tocara
afeitarse nuevo!?— le pregunta Nohemí.
A Rodrigo nunca le gustó ese corte. Pensaba que era el culpable de que hoy
el pelo no le agarrara forma alguna. Tampoco le gustaba la señora que los
afeitaba. Era una señora gorda que vivía relativamente cerca de su casa.
Cuando les tocaba afeitarse alguien los llevaba: o Miguel, su hermano mayor,
o Dora, o su madre. Sólo al final, cuando ya estaban un poco grandecitos, iban
solos o los llevaba Rodrigo. Al llegar, la señora los recibía con abrazos, besos
y arrumacos que les llenaban los cachetes de saliva porque siempre andaba
masticando granos de maíz. A veces hasta les dejaba en los cachetes partículas
de maíz trituradas. Después del ensalivamiento se sentaban en un sofá de
paleta apretadamente uno al lado del otro a esperar que ella los llamara.
Mientras ella, cantando, se ponía a buscar, allá en el fondo, en la cocina, lo
necesario para su faena: unas tijeras, una hojilla, una brocha, una ponchera con
agua y jabón azul. Una vez reunido todo esto se sentaba en una butaca de
semicuero anaranjada, que se hundía con su peso mientras rechinaba y sonaba
como si la señora se estuviera echando pedos. Cuando estaba bien instalada
preguntaba: “¿Quién va primero hoy?” Y señalaba con la boca, que proyectaba
hacia adelante fruncida, un escabel de madera. Entonces ellos empezaban a
empujarse unos a otros fuera del confidente. Hasta que ella decidía quién sería
el primero: “¡Hoy le toca a Héctor, porque la otra vez le tocó a Rodrigo!” Y no
se equivocaba; siempre se acordaba quién había sido el primero el mes
anterior. Cuando el escogido se ponía de pie y avanzaba como un condenado
hacia el patíbulo o el pelotón de fusilamiento, ella abría las piernas y dejaba
ver sus fláccidos y pálidos muslos que se iban tornando negros a medida que
se avanzaba hacia el fondo. Entonces metía entre ellas al condenado y,
atenazándolo fuertemente con sus rodillas, comenzaba su labor de fígaro.
Frente a la casa de la barbera había una concretera o fábrica de bloques que
producía un ruido característico, como el de un dinosaurio que se aproximaba,
y que Rodrigo llegó a relacionar con las afeitadas. Para Rodrigo, lo único
bueno de esas afeitadas era el momento placentero en que, después de mojar la
brocha en el agua de la ponchera de peltre y empaparla de jabón azul, se las
pasaba suavemente por el borde del corte. Se sentía frío, relajante. Luego les
tallaba la hojilla. La otra cosa por la que no les gustaba ese corte, era que al
regresar eran víctimas de las bromas y burlas de los demás muchachos a lo
largo de todo el camino a casa. En el momento en que la señora sacaba la
hojilla y la ponía en la máquina se acordaba de su papá. Cada vez que se iba a
afeitar la barba todos ellos, incluida su mamá, se amontonaban en la puerta del
baño para verlo afeitarse. Era todo un espectáculo que comenzaba cuando su
papá le decía a uno de ellos: “¡Anda a comprarme una Gillette!” Cuando
Rodrigo oía el nombre de la hojilla pensaba en Giselle. Una catirita gordita y
tetona que vivió muy poco tiempo alquilada en la casa de vecindad del viejo
Carmona. Y que cuando levantaba los brazos, para atarse la cola caballo, le
mostraba sus blancas, esponjosas y sudorosas axilas cubiertas de punticos
negros como hormigas. De las cuales brotaba un penetrante y áspero olor que
a Rodrigo le gustaba amucho. Si le tocaba a él ir a comprarla, salía corriendo y
llegaba corriendo en un momentico. Por el camino le decían: “¡Epa muchacho,
a ti como que te amamantaron con leche de murciélago” o “¡Epa muchacho
como que te meo un murciélago!” Su papá mojaba la brocha, de color crema
con pelos de un color de paja seca, en el agua del chorro de la batea. Después
la frotaba aplicadamente sobre una conchita de jabón azul que estaba sobre
una repisita de madera a la altura de la cara. Luego se la pasaba suavemente
por ambas mejillas y aparecía, como por arte de magia, una espuma blanca-
azulosa que le cubría toda la barba. Seguidamente se secaba las manos en un
pañito que colgaba al lado del trozo de espejo recostado en la repisita donde
estaba el jabón. Luego, silbando, sacaba la hojilla del sobrecito rojo, y después
de otro sobrecito casi transparente, y la partía en dos. Luego, haciendo presión
en el centro y hacia arriba con el dedo pulgar y hacia abajo y a los lados con
los dedos índice y anular, la doblaba en forma de una ”U” invertida y
empezaba a afeitarse. Entonces comenzaba una conversación entre Inés y él:
—¿Por qué no te compras una máquina de afeitar, Pedro?— le preguntaba
Inés.
—¡A mí no me gustan esas vainas!— le respondía él viéndola por el espejo
sin voltear hacia ella—. ¡Además, estas son mejores!— y le mostraba la mitad
de la hojilla entre sus dedos llena de una masa de pelos y espuma.
—¡El compadre Manuel tiene una!— le decía Inés para animarlo a
comprarse la máquina.
Tanto insistió la mamá de Rodrigo, que un día su papá anunció: <¡Está
bien…! ¡El sábado me compro una máquina de afeitar!> Todos se alegraron:
gritaron, silbaron y bailaron. Rodrigo no durmió durante esa semana. Se sentía
importante, mejor que los demás: <¡Mi papá se va a comprar una máquina de
afeitar!> le decía a sus amiguitos en la escuela y a todo el que se encontraba en
la calle, en la bodega… Se la imaginaba como una maravilla ingenieril: una
consola de cristal con un asiento en el medio donde debía sentarse el que se
iba a afeitar. Con muchas palancas, pedales, botones y tubitos de acero
inoxidable que salían y entraban de ella en todas direcciones. En su interior se
escuchaba el constante zumbido de la electricidad que circulaba rauda e
invisible por los kilómetros de cable que conformaban su corazón. Llegó el
sábado. Todos estaban reunidos en la salita esperándolo. Su padre entró, y,
agitando suavemente una bolsita de papel marrón a la altura de su cara, les
dijo: <¡La compre…!> Inmediatamente Rodrigo atravesó corriendo la salita y
se asomó a la calle esperando ver, frente a la casa, un camión con la máquina
de afeitar en su parte trasera. Pero no había nada. Se regresó y le preguntó a su
papá: <¿¡Y la máquina de afeitar!? ¿¡Dónde está!?> <¡Aquí está…!> dijo su
padre sacando de la bolsita de papel un tubito plateado en forma de “T”
Inmediatamente su mamá se la quitó de las manos y dijo, asombrada: <¡Así es
la de mi compadre!> Luego de admirarla durante un rato se la pasó a Rodrigo.
Este la tuvo entre sus manos sólo unos instantes porque enseguida le fue
arrebatada por otro de sus hermanos que gritaban y lloraban porque también
querían ver la máquina de afeitar. Después, cuando se dañaba, la máquina de
afeitar se convertía en un artilugio para hacer detonaciones. Un día, de
Diciembre, llegó el tío Miguel y los muchachos le pidieron dinero para
comprar trikitrakis. Él les dijo que no tenía y que además esas cosas eran muy
peligrosas, pero que les podía enseñar a fabricar una pistola. “¡Tráiganme una
máquina de afeitar que esté dañada, un clavo cabezón, una caja de fósforos y
un pedazo de pábilo, y verán!” Ya con los elementos a su disposición comenzó
la construcción de la pistola: ató un trozo de pabilo a un extremo del tubito de
metal de la máquina de afeitar. Y la otra punta del pabilo la amarró con fuerza
a un extremo del clavo, el lado donde estaba la cabeza. Luego templó
fuertemente ambos extremos para ver si aguantaban. “¡Sí, están bien
amarrados!” Después le quitó las cabezas a varios fósforos y las introdujo,
atascándolas bien con la punta del clavo, en el orificio por donde se enroscaba
la chapita donde iba la hojilla. Luego introdujo el clavo en el orifico, y
enrollándose la parte que colgaba del pabilo entre los dedos y la mano
descargó un fuerte golpe contra el piso por el lado del clavo. La detonación
que se produjo fue tan fuerte hizo que Constanza llegara corriendo y gritando
desde la cocina:
—¿¡Qué fue eso!? ¿¡Ah! ¿¡Qué pasó!?
—Nada, mamá… nada. El tío Miguel que nos enseñó a hacer una pistola.
Ese fue otro motivo de pelea entre los padres de Rodrigo:
—¡Ves…! ¡Ves lo que te digo! ¡Eso es lo que él les enseña a los
muchachos! ¡No les enseña nada bueno! ¡Yo no lo quiero aquí! ¡Que se vaya!
Por la saliva la barbera también le hacía recordar a la señora Alejandría. La
señora Alejandría tenía un puesto de verduras en el Mercado Libre de la
ciudad. Era una mujer mayor que tenía un poco de bigote sobre una boca de
labios tan finos como dos líneas muy delgadas que ondulaban repulsivamente
hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia arriba y hacia abajo antes de
pronunciar una palabra. Entre esas dos delgadas líneas de los labios había una
tercera línea de saliva transparente que se extendía hasta las comisuras de los
labios formando dos pocitos siempre a punto de desbordarse. La señora
Alejandría, a diferencia de la barbera, no masticaba granos de maíz, sino
hojitas de aliños: perejil, orégano, cebollín, cilantro… Y cada vez que su
mamá lo llevaba con ella de compras la señora, con una mano olorosa a
cilantro o a perejil le acariciaba la cara —lo hacía con una destreza increíble:
la barbilla de Rodrigo quedaba en la palma de la mano mientras los dedos
índice, medio, anular y meñique, de un lado, y del otro el pulgar, le sobaban
los cachetes. Rodrigo podía percibir el polvillo fino de las verduras—, y decía:
“¡Ay, pero qué muchachito tan bello! ¿Por qué no me lo regalas, Inés?” A
Rodrigo esto le producía una extraña mezcla de sensaciones: por un lado
sentía asco y repulsión. Y por la otra, le gustaba que le dijera eso, porque era
una de las pocas personas, quizá la única, que le decía algo agradable, amable.
Cuando llegaban a la tercera estación, Cristo cae por primera vez, pasaban
por una parte del barrio que le traía muy malos recuerdos a Rodrigo: en esa
zona tuvo su primera pelea, la cual perdió de muy mala manera. Al llegar allí,
para no pensar en la paliza que recibió, se sumía más profundamente en sus
disquisiciones:
“¿Dónde está entonces el socialismo?” Se preguntaba asimismo Rodrigo.
No lo sabía, pero estaba seguro que ahí ¡no! Para Rodrigo la solución era ética.
Creía cada vez menos en esas salvaciones colectivas. “¿Dónde está Cuba? ¿No
está Cuba, hoy, tomando medidas para liberalizar la economía? ¿No está
volviendo a la propiedad privada de la tierra? ¿Qué pasó con la Unión
Soviética? ¿Qué pasa en China? ¿Es realmente comunista China hoy? O, más
dramáticamente, puedo preguntar: ¿qué pasó con los millones de personas que
murieron para construir el sueño de una sociedad justa en Cuba, en la Unión
Soviética, en China, en Nicaragua? ¿Son, o fueron tan prescindibles todas esas
personas, todas esas vidas, como para que ahora venga alguien y diga,
olímpicamente, sin el más leve dolor o recuerdo, como si estuviera hablando
de un simple acto burocrático-administrativo, y no de millones de personas;
padres de alguien, hermanas de alguien, esposos de alguien, novios de alguien,
abuelos de alguien, tíos de alguien, sobrinos de alguien, que quedaron en el
camino: <Nos equivocamos, ese no era el camino> ¿Se puede hacer eso? ¿Ah?
¿Qué pasó con los miles de perseguidos, torturados, asesinados,
desaparecidos, encarcelados que se oponían a esos proyectos de una sociedad
más justa porque no creían en ella o porque defendían otros ideales? ¿O es que
acaso nos vamos a olvidar de los miles de asesinatos cometidos por Stalin, de
los fusilados por Fidel, de los poetas silenciados en las cárceles cubanas, de
los balseros que murieron ahogados o comidos por los tiburones? Todos ellos
sufrieron y perecieron, en uno y otro bando, para que naciera otro hombre, otra
sociedad. ¡Muy bien! Pero ¿dónde está ese hombre? ¿Dónde esa sociedad? Si,
después de tanto esfuerzo, tanto trabajo, tanto sufrimiento, tanta sangre, tantos
sueños truncados, toda esa gente que quedó en el camino de la construcción
del hombre nuevo, ahora salen y dicen aquí no pasó nada, nos equivocamos, el
socialismo y el comunismo son inviables. ¡Volvamos a la sociedad de mercado
capitalista neoliberal! O a la que fuere que había antes del experimento,
entonces murieron y padecieron en vano. Entonces hubiese sido mejor que se
los hubiera tragado el capitalismo donde vivían o el sistema político-
económico que fuera. Al menos hubieran vivido algo. Sus vidas hubieran
tenido sentido y hubieran muerto cuando ellos “decidieran” y no cuando
alguien lo resolviera ejecutivamente. Si eso es así, el individuo tiene derecho a
decir que no cuando lo convoquen para esos proyectos” En fin Rodrigo no
veía nada malo —es más lo veía natural— en que la gente aspirara a vivir
mejor, a atener cosas, a progresar. Y a no depender de otros, ni siquiera del
gobierno. Pero también sabía Rodrigo que esa forma de organizarse y producir
capitalista que surgió después de La Revolución Francesa, con sus valores
burgueses liberales, y que se fue perfeccionando hasta convertirse en la más
grande fábrica de pobres, de marginados; en el más grande monstruo
contaminador y devorador de recursos; en el más grande destructor de los
verdaderos valores del hombre; en la más grande y diabólica espiral de
producción y consumo que es hoy, era la que tenía al mundo, al planeta, a la
humanidad, al borde del desastre, al borde de la extinción. Por lo tanto
rechazaba ambos “proyectos”. A uno, por ese falso ensalzamiento de la
pobreza como un valor, como una forma de vida y esa interesada
estigmatización de la riqueza que se pretendía hacer. Y al otro por inviable e
insostenible, destructor del espíritu del hombre y de la naturaleza. Un día,
Rodrigo quedó estupefacto al ver, en un documental sobre música, a Putin y a
Gorbachov darle la mano y abrazar a Paul McCartney, y decir que él,
McCartney, era un gran hombre. Y que lo que había hecho por la juventud era
grandioso. Confesar que les gustaban sus canciones. En ese momento pasaron
por su cabeza, como en un video clip, las imágenes de McCartney, Putin y
Gorbachov abrazándose, mezcladas con las del derribamiento de la estatua de
Lenin, las del derrumbamiento del muro de Berlín y la fotografía, que había
salido en un periódico y dado la vuelta al mundo, de Clinton, su mujer y
Gorbachov, sonrientes, tomando Coca-Cola. Años después, Rodrigo vería la
imagen que lo convencería de que todo había terminado, que la utopía había
fracasado: Obama profanando el santuario de la revolución; Obama llegando a
Cuba. Al final, Rodrigo llegó a la conclusión de que el marxismo era una secta
tardía del cristianismo. ¿Por qué? Bueno, porque para ser marxista había que
renunciar, como Jesús, a muchas cosas de la vida. Y no todo el mundo está
dispuesto a esas renuncias y sacrificios. Y si lo hacen lo hacen a medias, en
apariencia. O pretenden que los sacrificios los hagan los otros, ellos no. Hay
que ser muy éticos. <¿Un Estado ético?> pensaba. Y le venía a la cabeza la
Kalipolis de Platón.
Llegaban a la cuarta estación y todavía Rodrigo iba ensimismado:
“¿Cuándo el hombre ha vivido en armonía? ¿Cuándo, dónde, en qué momento
de la historia los hombres han vivido como hermanos? ¡Nunca! ¡Jamás!” se
respondía. Y se zambullía en la historia buscando la respuesta. “Desde que el
hombre apareció, en el cuaternario, se decía Rodrigo, hasta hoy ha vivido en
una constante guerra contra sus semejantes. El hombre prehistórico compitió y
hasta se enfrentó entre sí provocando la extinción, si vamos a creer en las
modernas teorías de la desaparición de algunas especies de homos. La
pregunta, en este caso, es ¿de quién aprendió esto el hombre prehistórico?
¿Qué sociedad lo enseñó a matarse entre sí para obtener lo mejor? ¡Ninguna
porque no existía una tal sociedad! Y la pregunta viene a colación porque
seguramente Luis y Cristian me argumentarán que eso, la competencia, es un
comportamiento aprendido, cultural, no natural y que lo enseña la sociedad
capitalista. La historia nos muestra las guerras, los enfrentamientos entre
naciones para someter a otras naciones y sacar `provecho, ponerlas a trabajas
para ellos. ¡Esclavizarlas! Es la historia del hombre. Ahí tenemos a Grecia,
Roma, los Persas, los japoneses y los chinos… occidente y oriente, es decir,
los gringos y los árabes. Aquí, en América, los Aztecas sometieron y
esclavizaron a todos los pueblos a su alrededor. Convertían a los prisioneros
de guerra en esclavos y luego los sacrificaban en orgías de sangre, sacándoles
los corazones aún vivos. En América del norte se dieron las matanzas de los
indios por parte de los colonos para luego arrebatarles sus tierras, y relegar a
los sobrevivientes a reservaciones como si fueran unos apestados. Y sin ir muy
lejos, aquí en nuestra Venezuela, ¿qué decían los Caribes? ¿Cuál era la frase
que los identificaba? Decían: <Anakarina rot> que significa <Sólo los Caribes
son gente> Un pueblo que piense así de sus semejantes, se decía Rodrigo, ¿es
acaso un pueblo solidario, un pueblo que respete a los demás? ¡No! ¿De qué
estamos hablando, entonces? ¿Qué valores perdidos son los lo que queremos
rescatar, revivir, recobrar? ¿Qué forma de vida añoramos? ¿Qué paraíso, o
época edénica perdida, queremos rescatar entonces, ahora, con estos sistemas
político-social-económicos? ¡Ninguno! Si fuera que antes vivíamos en
armonía, en hermandad, y que perdimos esa forma de vida porque algo nos
desvió del camino correcto, y ahora es necesario recuperarlos, es aceptable.
Pero no es así. Hobbes tenía y tiene razón: El hombre es lobo del hombre. Esto
es lo que somos, no hay remedio” En esos momentos, Rodrigo entendía a
cabalidad la función de los mitos religiosos “Están ahí, se decía, para que los
busquemos, los deseemos… para que queramos volver a vivir como
“vivíamos” en esa mítica época. Pero sobre todo, están ahí para que el hombre
se frene en sus ansias, en sus deseos y apetitos. Para que tenga algo bueno y
noble a que aspirar. Para que crea que puede ser mejor. En fin, para que no nos
matemos peor de lo que lo hacemos” Entonces, Rodrigo evocaba las imágenes
de los libros y revistas de religión que leían él y sus hermanos cuando su
madre era Testigo de Jehová, donde aparecían leones y corderos echados uno
al lado del otro en un verde prado. Donde negros y blancos compartían un
picnic junto a sus hijos que jugaban entre los animales más fieros y
ponzoñosos, como hienas, culebras… donde el rico compartía con el pobre su
comida. En esos momentos Rodrigo recordaba un sueño que siempre se le
repetía: Está en medio de una sabana africana viendo el trascurrir de la vida
animal. De repente, frente a él, pasa corriendo a toda velocidad una gacela
perseguida por un inmenso león. El león la derriba, la atrapa y la lleva,
desgonzada entre sus fauces, hasta debajo de un árbol. Donde empieza a
devorarla. Rodrigo observa atemorizado la escena. Sorpresivamente, la gacela,
mientras el león la destripa, levanta la cabeza y le dice a Rodrigo: <¿Qué te
pasa, hipócrita? ¡Asume tu realidad! Esto es lo natural. ¿Contenta? ¡Claro que
no lo estoy! Yo hubiese querido escapar, pero no lo logré. Tú mismo viste que
casi me le escapo. ¿No ves cómo, los demás, incluidos mis congéneres,
observan indiferentes lo que me pasa? ¡Míralos! ¡Siguen ahí rumiando!
¡Bebiendo agua! ¡Algunos, incluso, copulando! Hasta creo que están alegres
de que no hayan sido ellos los devorados. Desde que el mundo es mundo esto
es así. Tú crees que si las cosas que están defectuosas, o son injustas, como
dicen ellos, el mundo marcharía. ¡No! ¡Ya se hubiese paralizado a causa de
esas partes malas, defectuosas o injustas! El mundo es perfecto como está> y
dio un balido de dolor cuando el león le arrancó los intestinos. Luego,
continuó: <El mundo, la sociedad, es como un reloj. Está formada por muchas
piezas: tornillos, fuelles, palancas, pasadores, resortes, ruedas… sobre todo
ruedas de todos los tamaños y diseños. Unas son grandes, otras medianas,
otras pequeñas y algunas muy pequeñas, diminutas… cada una de ellas, y las
demás piezas, cumple una función. Si alguna de esas ruedas, aunque fuera la
más pequeña, se detiene, el mecanismo del reloj se paraliza, no funciona. O
míralo así: ¿crees tú que un reloj marcharía si todas las ruedas que lo integran
son grandes, o todas son pequeñas? El mundo no se ha detenido ni un instante.
Sigue su marcha inexorable> Cuando Rodrigo intentaba argumentar esta teoría
que le explicaba la gacela del sueño en las discusiones con Luis, lo
descalificaban tildándolo de funcionalista, o estructuralista, o estructural-
funcionalista. <Y esto no es darwnismo social, continua la gacela. Es decir,
querer aplicar las leyes de la naturaleza a la sociedad y al hombre. ¡No!
Simplemente que la naturaleza es nuestra sociedad y la sociedad es la
naturaleza del hombre. ¿No crees?> le pregunta el animal ante un gesto de
incredulidad de Rodrigo. <Te puedo desmontar todos los conceptos y
convenciones, vale decir: mentiras, sobre las cuales se basa la sociedad
humana. La personalidad, por ejemplo. Esta palabra viene del griego
personare, que designaba una especie de máscara que usaban los actores del
teatro antiguo para proyectar mejor la voz en el escenario. Y en efecto, la
personalidad es eso, una máscara que se pone el hombre para ocultar sus
verdaderas intenciones y poder relacionarse con los otros. Ustedes nos miran y
se conmueven ante las leyes de la naturaleza que nos rigen. Pero no saben que
nosotros los compadecemos a ustedes. ¡Sí! No te asombres. ¿Por qué los
compadecemos? Pues, porque tienen nuestros mismos instintos, apetitos,
deseos animales, pero se arrepienten cuando los cumplen. Se sienten
culpables. Pero déjame advertirte que no siempre fue así. Todo se les complicó
a ustedes cuando vino alguien e inventó lo de la ética. Desde ese momento no
tienen paz. Además, pretender, continuaba la gacela mientras el león le roía
una pata, lo que ellos pretenden es ir contra las leyes de la termodinámica:
Todo sistema tiende hacia la entropía, es decir, hacia su destrucción. ¿Y qué es
lo que ellos plantean? ¡Nada más y nada menos que un sistema eterno,
infinito! ¿Y cómo lo lograrán? Por una supuesta igualdad entre los hombres;
por un supuesto equilibrio entre el hombre y la naturaleza; por una supuesta
eliminación del consumismo… ¡Pues no! ¡Todo eso no son más que sueños
irrealizables! ¿Por qué? Porque todo lo cultural, y el hombre es cultura, no
naturaleza, existe a expensas de la naturaleza. ¿Y la familia? ¿Qué me dices de
la familia? ¡Oh! la mentira más trágica… pero la más perfecta mentira. ¿Y la
amistad…?> la gacela suelta una risa, mezcla de dolor y burla. En una variante
del sueño la gacela dice, ante una pregunta que le hace Rodrigo: <¿Alegre?
¿Triste? No, no lo estoy. Simplemente acepto mi realidad. Te propongo un
ejercicio: anota, durante una semana, las cosas por las cuales te alegraste o te
entristeciste. Después, cuando vuelvas a soñarme, me las lees. ¿Te parece? ¡Te
sorprenderás al ver que las causas de tus alegrías son las desgracias de otros!
O viceversa: las causas de tus tristezas son las alegrías y felicidades de los
otros. Es decir, explicaba la gacela con aires de sabiduría, que ustedes se
alegran cuando le pasa algo malo a sus semejantes. O por lo menos sienten un
alivio por no haber sido ustedes los desgraciados. Y se entristecen cuando ven
la felicidad de otro, su goce… la quisieran para ustedes. ¿Dudas? Mira esto: en
la escuela, cuando obtenías un veinte, ¿tu alegría era la misma si todos,
absolutamente todos tus condiscípulos, también lo obtenían? ¿No es mejor ese
veinte, y su consiguiente alegría, si tú eres el único que lo obtuvo?> El sueño
terminaba cuando el león le arrancaba el corazón a la gacela, y ésta emitía un
horrible estertor casi humano. Entonces Rodrigo se daba cuenta que la sabana
donde ocurría todo ese drama estaba ubicada en la sala de una de esas casas de
las urbanizaciones, y se despertaba. Rodrigo quedaba muy perturbado después
de soñar con la gacela.
De vez en cuando Constanza interrumpía sus oraciones para ver hacia atrás
y constatar que Rodrigo venía en la procesión.
Cuando llegaban a la quinta estación pasaban por la casa de Dora, la mayor
de todos ellos. Bajita y cambeta —cuando pequeña ellos mismos le decían
pata e´loro— como su mamá, pero blanca como su papá. Dora la del constante
dolor de cabeza y los dientes salientes. A ella y a Juan, su esposo, les gustaba
mucho que Rodrigo los visitara porque decían que se le quitaba el dolor de
cabeza cuando él llegaba: “¡Ay, qué bueno, llegó Pedrito —ella le decía
Pedrito porque el primer nombre que escogieron para Rodrigo fue Pedro.
Después, no se sabe por qué, se lo cambiaron por Rodrigo— ya se me va a
quitar el dolor de cabeza!” Y Juan se relamía de gusto porque se ponían a
conversar de todo. Dora sí sabía toda la “historia” de la familia. Con el esposo
de Dora, Juan, fue con quien Rodrigo le tomó amor a la lectura. Juan se la
pasaba todo el tiempo sacando crucigramas y leyendo novelitas de “vaqueros”
—Marcial La Fuente Estefanía, se enteraría más tarde Rodrigo que se llamaba
su autor— debajo de una acacia que estaba frente a su casa a la orilla de la
canal. Cuando Rodrigo salía a hacer algún mandado, Juan lo llamaba y
hablaban de cualquier cosa. Después, Juan le daba dos novelas:
—Toma; una para ti y una para que se la des a Dora—. Rodrigo no sabía
que dentro del ejemplar de su hermana iban cartas y recados que se enviaban
los dos a escondidas de los padres de ambos. Rodrigo nunca pensó que esa
inocente actividad de traerle a su hermana los recados de él y llevarle a él los
de ella, fuera mala. Y que estuviera designada por una palabra tan fea y tan
despreciable: <cabrón> Así fue como lo llamó el viejo Ruperto cuando sus
padres le fueron a reclamar que Juan había dejado embarazada a Dora. Cuando
su madre la sorprendía mirando, embobada, por el postigo de la ventana hacia
la acacia donde Juan leía sentado, la regañaba:
—¡Muy bonito…! ¡Vas a salir de abajo con ese flojo que lo único que hace
es pasarse todo el día ahí sentado leyendo novelitas de vaqueros! ¡Anda, cierra
esa ventana y ponte a fregar, a limpiar o a lavar tus pantaletas que las tienes
ahí amontonadas esperando a que yo te las lave! ¡Sin vergüenza…!
Cuando Dora y Juan se pusieron a vivir, después se casaron, vivieron un
tiempo en la casa de Rodrigo. Atrás, al final, el señor Pedro les construyó una
especie de pieza. Ahí estuvieron aproximadamente un año o dos. Allí les nació
Sonia, su hija mayor. Después tuvieron que buscar para dónde irse, porque la
señora Inés les hacía la vida imposible. Juan estaba sin trabajo y se la pasaban
todo el día acostados. Una vez salieron los dos y dejaron a Sonia al cuidado de
Rodrigo. Entonces, la mamá de Rodrigo aprovechó y se metió al cuarto a
curiosear. Enseguida llamó a su esposo:
—¡Pedro, Pedro… mira esto…! ¡Mira esta cochinada…! ¿¡Cómo puede
una gente vivir así!?— y tomaba piezas de ropa sucia y hedionda con la punta
de los dedos y se las mostraba a su esposo en medio de expresiones de asco.
En la pieza había un fuerte olor a orines proveniente de una rebosante bacinilla
que estaba debajo de la camita. Había platos sucios regados por todos lados,
hasta debajo de la cama. En un rincón crecía un montón de ropa sucia. Y de la
cama, sin hacer, brotaba un desagradable olor a cuerpo, a sudor. A Rodrigo le
parecía que olía a elefante.
—¿Dora, tú no te acuerdas cómo se conocieron papá y mamá?— le
preguntaba Rodrigo.
—Bueno, yo me acuerdo que, después que mi mamá se dejó de mi papá y
conoció a Pedro, vivimos un tiempito en la casa de mi abuela. Pero enseguida
nos fuimos a vivir alquilados en una piecita en Mata Rica. ¿No te acuerdas?
—Más o menos me llegan algunas imágenes— le contestó Rodrigo.
—¿Y no te acuerdas de lo que pasó con los patos?
Rodrigo no recordaba muy bien ese incidente. Pero a Dora le gustaba
mucho contarlo. El caso fue que, cuando chico, Rodrigo siempre andaba con
la nariz llena de mocos. Y al sorbérselos y respirar producía un sonido como el
de un pito. Entonces Leticia, su prima, que también vivía en la misma casa, o
estaba pasando una temporada allí, empezó a fastidiarlo pidiéndole el pito:
<¡Rodrigo, dame el pito! ¡Rodrigo, préstame el pito! ¡Anda, Rodrigo,
préstame el pito!> Lo perseguía por todas partes con esta cantaleta. Entonces
Rodrigo, para quitársela de encima, se escondió en la letrina. Allí le dieron
ganas de hacer una necesidad. Al terminar, quizás por el agobio de su prima,
salió y se le olvidó tapar el hueco de la letrina. Y unos patos que tenía su
mamá, el casar y seis patitos que acababan de nacer, entraron y cayeron hasta
el fondo ahogándose en excrementos. Cuando su madre regresó se puso a
llamar a los patos para darles comida. Como no los encontraba los buscó por
todas partes. Cansada de buscar, le preguntó:
—¿Rodrigo, no has visto los patos?
—No, mamá. Hace rato que no los escucho— le respondió Rodrigo muy
nervioso.
—Pues no están por ningún lado. Los llamo y los llamo nada.
—Se habrán ido, mamá.
Entonces la mamá de Rodrigo decidió darse un baño. Y mientras lo hacía
escuchó un ruido extraño proveniente de la letrina. Se asomó y pudo ver a uno
de los patos dando salto y aletazos en medio de un mar de excrementos. Le
dieron una fuerte pela a Rodrigo porque él era el encargado de cuidar a los
patos.
—¿Y por qué mis padres dejaron a Menaira en la casa de mi abuela?— le
inquirió Rodrigo una vez a Dora.
—Porque mi abuela se la pidió— y Rodrigo se quedó mirado la inmensa,
vieja y oxidada rueda de molino que tenía Dora en la sala como adorno. Era de
un molino que tenía su abuelo en la esquina de la plaza de los Almendrones.
En varias oportunidades Rodrigo fue, junto con su primo Juan, a llevarle el
almuerzo a su abuelo al molino. Lo recuerda bajito, moreno, con una
incipiente barba entrecana, de camisa blanca y pantalón de caquis; borroso
entre la neblina del polvillo del maíz y las ruedas y poleas del molino.
Algunos decían que Miguel se parecía a él. Cuando estaba en la casa había que
hablar bajito, no reírse duro, no tirar las puertas y caminar despacio.
—¡Shhh…! ¡No hagas bulla! ¡Mi abuelo está durmiendo!— le decía Juan
cuando él se reía muy fuerte.
—Dora, cuéntame la anécdota del tipo que le abrió huecos al techo para
que mis papás le desocuparan la `pieza—. Y Dora, a pesar de que siempre se
la contaba, volvía a referírsela:
—Bueno, tendrías tú como ocho o diez días de nacido. Resulta que
nosotros vivíamos alquilados en una casa de vecindad en el sector Mata Rica.
Y Pedro debía como tres meses de alquiler. Entonces, el maracucho, que era el
dueño de la vecindad, aprovechó que mi mamá había salido contigo a ponerte
las vacunas, se subió al techo y empezó a agujerear el zinc con un clavo y un
martillo. Miguel y yo escuchamos los golpes en el techo, pero no nos
imaginamos que ese hombre estaba haciendo semejante maldad. En la noche,
cuando estábamos todos reunidos alrededor de ti, admirándote y haciéndote
cariños, empezó a llover torrencialmente. Aquello fue un desastre; se mojaba
más adentro que afuera. Tuvimos que amontonar todo en un rincón: ropa,
peroles de leche pañales, medicinas, teteros, la canastilla… y salimos al pasillo
para no mojarnos. Menos mal que la vecina de enfrente le dio un ladito a mi
mamá contigo por esa noche. Nosotros, Miguel, Pedro y yo dormimos en el
pasillo.
La sexta y la séptima estación pasaban sin mayores recuerdos. En la octava
estación pasaban frente al hotel Penélope. En una oportunidad Rodrigo
escuchó la siguiente conversación que le produjo una fuerte taquicardia:
—¿Y usted se va a calar esta procesión compadre?— le preguntó un
hombre a otro.
—¿Qué voy a hacer compadre? Si no la mujer me arma tremendo lío— le
dijo el otro un poco resignado.
—¡Haga como yo compadre! Mire, cuando la procesión va llegando aquí, a
esta estación, yo me voy retrasando poco a poco, hasta que quedó entre los
últimos. Entonces, por ahí me está esperando una carajita con la que ya me
puse de acuerdo. Nos metemos en el hotel y salimos cuando ya la procesión va
llegando a la última estación.
El corazón le dio un vuelco a Rodrigo en el pecho. Entonces se imaginó o
recordó, no lo sabía muy bien, cómo, en más de una oportunidad, Constanza
se le perdía entre la multitud durante un buen trecho para reaparecer al final,
en la última estación. En una ocasión la vio incorporarse a la procesión desde
la acera de enfrente:
—¿Qué pasó? ¿Dónde estabas? ¡Te estaba buscando!— le dijo Rodrigo
contrariado, y asustado porque no sabía si Constanza le iba a formar un lío, ya
que se le había perdido de vista.
—Eso te pregunto yo a ti: ¿dónde estabas? ¡Hace rato que no te veía!— le
dijo ella a la defensiva.
—¿Por qué tienes el pelo mojado?
—¿¡Qué mojado!? ¿¡Qué mojado!? ¿¡No ves que es sudor!? ¡Está
haciendo calor!— y se puso a rezar detrás del santo.
En la novena estación, la tercera caída de Cristo, pasaban por un terreno
baldío donde se ponía un circo que cada dos o tres años visitaba el barrio. Aún
quedaba, cubierto por la alta maleza que sólo dejaba ver los colores rojo y
amarillo del techo en forma de cono o de cúpula de las mezquitas, el
remolque-jaula de los leones. El circo no fue más porque una vez los leones se
escaparon y empezaron a vagar por todo el barrio. Se escuchaban sus
aterradores rugidos que hacían vibrar los vidrios de las ventanas, los adornitos
en las mesitas, los espejos y los cuadros colgados en las paredes de las casas.
La policía estuvo intentando atraparlos durante todo el día. Dos veces los vio
Rodrigo pasar, a través de una rendija de la puerta, por el frente de su casa
para arriba y para abajo trotando y rugiendo. Y la policía detrás de ellos.
Llegada la noche la policía, el ejército y defensa civil recorrían las calles y con
micrófonos y megáfonos, desde las patrullas, les advertían a la gente que no
saliera, que se quedaran en sus casas y que cerraran bien todas las puertas y
ventanas. Rodrigo recuerda a su madre muy preocupada y rezando porque ya
se acercaba la hora de regresar su padre del trabajo, ese día tenía el turno de
dos a diez, y no habían capturado a los leones. Como a las once y media llegó
su padre. Su madre corrió recibirlo y le preguntó aliviada:
—¿¡Te enteraste!?
—¡Sí! Dos leones se escaparon del circo.
—¿Y cómo pasaste?
—La policía cerró la avenida allá arriba y detuvieron todo el tráfico. A uno
de los leones le lanzaron una red y lo atraparon. El otro corrió hacia la
autopista y cuando la atravesó un carro lo atropelló y lo mató.
—¡Ayyy… pobrecito! ¿Y cómo se escaparían esos leones, Pedro?
—Dicen que uno de los enanitos encontró a su esposa con el domador de
leones. Entonces, para vengarse, soltó a los leones.
—¿¡Esa enanita estaba con ese gigante del domador!? ¡Ese tipo mide como
1.95 màs o menos y ella…! ¡No puede ser! —dijo la mamá de Rodrigo
asombrada y ahogó una risita.
—Sí, señor lo engañaba con el domador —dijo el padre de Rodrigo
mientras se quitaba la camisa.
—¿¡Y cómo harán, Pedro!? —le preguntó curiosa la mamá de Rodrigo a su
esposo.
—Dicen que él la carga y entonces ella… —le susurró su padre al oído.
Entonces se abrazaron y se metieron al cuarto riéndose calladitos.
Todos sus hermanos estaban dormidos. El único que se enteró de todo fue
Rodrigo. Esa noche soñó con el circo y los leones y con una enanita gigante
que jugaba con las personas como si fueran juguete de plástico.
Al siguiente día, como ocurría cada vez que su padre llegaba a las diez, se
levantaban tardísimo. Pasaban todo el día, como hasta las diez o las once,
encerrados en el cuarto. Entonces Rodrigo, mientras jugaba con sus hermanos
en la sala, podía escuchar las risas sofocadas de su madre que comenzaban
pequeñitas y rápidas como de niñita. Después, poco a poco, se iban haciendo
más sonoras y profundas hasta convertirse en abiertas carcajadas. Luego se
escuchaban unas débiles negativas de su madre. Seguidamente venía un corto
silencio que era interrumpido por el chirrido de la cama. Este chirrido, al
principio, era lento, muy lento. Pero, poco a poco, iba creciendo, creciendo…
y pasaba de muy lento a rápido, y de rápido a muy, muy rápido. De repente el
chirrido se detenía por completo y sobrevenía un largo silencio de quince o
veinte minutos, al cabo de los cuales todo volvía a comenzar otra vez. Así
hasta que, por fin, salían del cuarto y su mamá se ponía a prepararles el
desayuno. Pero esa espera le producía a Rodrigo una intensa angustia e
incertidumbre, porque no sabía cómo iban a emerger de ese encierro. Podían
salir contentos y alegres, pero también podían irrumpir bravos, peleándose y
tirándose todo. Lo cual, al final, terminó produciendo en Rodrigo un estado de
alerta general y permanente de todos sus sistemas, y una constante sudoración
de las manos, sobre todo cuando estaba bajo presión o enfrentaba situaciones
apremiantes. A Rodrigo le sudaban tanto las manos que constantemente las
llevaba metidas en los bolsillos, o se la pasaba secándoselas en la parte baja
trasera de las piernas del pantalón o en el pelo. Esto lo despersonalizaba
mucho, ya que a cada instante estaba agachándose para secarse las manos o
tocándose la cabeza. No le gustaba dar la mano cuando le presentaban a
alguien, especialmente una muchacha, porque siempre las tenía frías, debido a
que el aire enfriaba el sudor que manaba de sus manos. Rodrigo, nunca olvidó,
siempre lo recuerda, el día que su maestra de 4to grado, Ana de Aguiar, lo
pasó a la pizarra para que resolviera una de esas famosas reglas de tres
compuesta, que dicen: si cinco obreros construyen una pared en ocho días,
trabajando tres horas diarias; ¿en cuántos días la construirán ocho obreros
trabajando seis horas al día? Rodrigo era muy diestro para resolver este tipo de
problemas, y en general para las matemáticas. Pero ese día no recuerda qué le
pasó, por qué falló. Hasta hoy no lo sabe. Lo cierto fue que cuando estuvo
frente a la pizarra y levantó la tiza para resolver el problema, se quedó en
blanco. No supo cómo proceder, ni qué hacer. Y permaneció ahí con la mano
levantada y apoyada sobre la pizarra por la punta de la tiza. Hasta que los
demás estudiantes empezaron a pitarlo, a abuchearlo, a gritarle cosas y a
burlarse de él. Entonces las manos comenzaron a sudarle. El sudor le bajaba
por la mano donde tenía la tiza y le chorreaba por el antebrazo hasta el codo,
desde donde goteaba y goteaba hasta el piso, donde dejó un pocito. La otra
mano, que tenía extendida e inmóvil a lo largo de la pierna, también le sudaba.
Rodrigo deseó sudar y sudar hasta que se formara un río que inundara todo el
salón, la escuela…la ciudad, y que se ahogaran todos en él. Cuando la maestra
fue en su auxilio y lo tomó por la mano se sorprendió mucho: “Muchacho,
¿¡por qué estás tan sudado!?” Y cuando le quitó la tiza, estaba tan mojada que
se le deshizo entre los dedos. Sin embargo, le dio un abrazo y lo llevó hasta su
pupitre en medio de los silbidos y gritos y burlas de sus compañeros.
Últimamente, ya hombre, la sudoración de las manos le ha disminuido un
poco. Pero siempre carga un trapito por si acaso para secárselas.
En la décima estación la procesión pasaba por la Av. Tejera. Justo a la
mitad de esa avenida estaba la casa de sus padres. Pero no siempre fue una
avenida. Antes fue un canal. Pero para Rodrigo era un río, su rio. Su reino.
Todas las noches, cuando todos dormían, él se levantaba, abría la ventana y se
ponía a mirar hacia el canal: una zanja de cuatro o cinco metros de ancho, y
aproximadamente dos o tres metros de profundidad que atravesaba el barrio
como una larga y recta cicatriz. Sin una curva. Hubo un tiempo durante el cual
la gente se bañaba en ella. Sus aguas eran limpias y cristalinas, incluso había
peces en ella. Tenía hasta una catarata. Los más grandes, que habían
remontado su curso hasta su nacimiento, se lanzaban desde la catarata y
nadaban corriente abajo. Mientras los más chicos corrían a una y otra orilla
gritándoles y animándoles. Su curso marcaba el límite natural entre el barrio y
la urbanización. Esa canal llegó a convertirse en un símbolo social. Una marca
de distinción. Una especie de status. En la escuela, cuando alguien decía: “Yo
vivo en el barrio América” los demás muchachos le preguntaban, admirados e
incrédulos: “¿Tú eres de la canal?” Y lo trataban con mucho respeto. Todos
querían ser amigos tuyos. Y las muchachas querían ser tus novias. Porque ser
de la canal era lo mismo que ser pendenciero, camorrero y peleador. Decían
que esa canal venía del dique y que era un ramal de riego o de desagüe de la
pequeña presa que estaba en las afueras de la ciudad, hacia las montañas del
oeste. Y era lo más seguro. Porque presentaba tres épocas, o estaciones, se
podría decir: la seca; durante la mayor parte del tiempo tenía poca agua. Su
cauce llegaba apenas a los tobillos. Las plantas acuáticas, ondulando
suavemente como si fueran mecidas por una suave e imposible brisa debajo
del agua, ejercían un poder hipnótico sobre Rodrigo y le producía temor y
curiosidad a la vez. La llenada: era cuando abrían los aliviaderos del dique
para bajar el nivel o la cota. En esta época se llenaba de peces. Y la de las
crecidas o inundaciones: que era cuando llegaba el invierno. En esta época se
desbordaba y se metía en las casas inundándolas. Y sus aguas se enturbiaban
por la cantidad de barro y sedimentos que arrastraban. En las madrugadas,
cuando llovía torrencialmente, se escuchaba a la señora Graciela alertar:
—¡Se desbordó la canal! ¡A pararse que se desbordó la canal!
Entonces salían todos, somnolientos y abrigados con las sábanas y las
cobijas. Y se paraban frente a sus casas a ver la canal crecida. Para los niños
era todo un espectáculo, pero para los mayores era un motivo de
preocupación: se podía desbordar y arrasarlo todo. Como, efectivamente,
ocurrió en varias ocasiones. Bajo la luz intermitente de los relámpagos se
podían apreciar los misteriosos músculos líquidos y marrones del agua.
Rodrigo lo veía como hechizado. Era como un animal que lo atraía, pero él lo
rechazabas a la vez. A pesar de que Rodrigo y sus hermanos tenían prohibido
acercarse a la canal, y especialmente a la catarata, siempre se escapaba y se
dedicaba a observar las hipnotizantes evoluciones de los remolinos que se
formaban al caer el agua con gran estrépito. A Rodrigo siempre le pareció
curioso que dos elementos tan opuestos, como el agua y el fuego, se
parecieran tanto. Rodrigo decía que las cataratas sonaban –bramaban— como
un incendio. El agua, al caer, con sus siempre iguales pero distintas
evoluciones, rugía como las cambiantes e idénticas lenguas de fuego que
suben de un incendio.
—Para mí, decía Luis, suenan como si detrás de la cortina de agua se
escondiera una fábrica, cuyos motores zumban constantemente. ¡Escucha!
¡Escucha!
Cuando el río se llenaba durante el día por las lluvias, todos los muchachos
de la cuadra, parados unos al lado de otros, al borde de la orilla movible,
observaban pasar flotando todo tipo de cosas: muebles, neumáticos, sillas,
lavadores, televisores… Uno que otro día, asombrados, podían ver pasar un
cuerpo dando vueltas como un aspa en la corriente. Primero aparecía un pie.
Poco a poco, hendiendo el agua como un periscopio, se iba asomando hasta
que quedaba totalmente en la superficie sostenido por una pierna
excesivamente rígida. Luego, repentinamente, se hundía en un pequeño
remolino. Enseguida surgía una mano crispada y con restos de vegetación
enredados entre los dedos. Después, inopinadamente, surgía la cabeza: el pelo,
ralo y pegado al cráneo, chorreaba a lo largo de las sienes. Los ojos, muy
abiertos y llenos de agua, parecían llorar. Pero la boca, torcida en una mueca,
parecía sonreír. Luego volvía a aparecer un pie sin zapato. Entonces ellos,
corriendo y gritando al borde de la canal “¡Un muerto! ¡Un muerto! ¡Un
muerto!” lo seguían hasta que ya no aparecía más. Después la canal se
contaminó y se convirtió en una llaga larga y putrefacta. Y no corrió más agua
por su cauce sino en invierno. Y aún así, contaminada, era una atracción para
un chico como Rodrigo. Pues en su interior, seco y corrupto, se podían
encontrar verdaderos tesoros: el aspa de un ventilador, un robot rojo de
baterías medio oxidado, una pistola de fulminantes con la cacha partida, un
viejo candado sin llaves, una muñeca sin cabeza, una retorcida bicicleta a la
que le faltaba una rueda, un televisor con una fundida estrella negra en la
pantalla, un reloj despertador al que aún le sonaban las campanas… Era su
reino. Apenas llegaba de la escuela, Rodrigo lanzaba los libros y se metía en la
canal a buscar entre los desperdicios. En una oportunidad, andaba absorto
recogiendo cosas que metía en un morral cuando escuchó unos chapoteos
lejanos. Rodrigo se detuvo y aguzó la vista y el oído. Estuvo un buen rato
observando inmóvil en todas direcciones. Al acecho, con un paso suspendido
en el aire como las gallinas cuando ven la sombra del gavilán. Pero nada.
Después de un tiempo continuó su búsqueda. Dio tres pasos y volvió a
escuchar el chapoteo. Esta vez más cerca. Dirigió entonces la vista hacia la
izquierda y creyó ver que el agua salpicaba desde el interior de un viejo y
desgastado caucho. Con mucho cuidado y en tres zancadas llegó hasta la llanta
y se agachó frente a ella. Pero lo que era volvió a quedarse quieto y en
silencio. Sin embargo una sombra oscura se movía con dificultad en el
reducido espacio del semicírculo del caucho. De repente algo saltó, volvió a
caer y empezó a chapotear con fuerza. Era un inmenso bagre que había
quedado atrapado en el caucho. Sin pensarlo, Rodrigo metió la mano y lo
agarró. Buscó con la vista por los alrededores y divisó un perol amarillo de
leche todo oxidado y abollado. Lo tomó y metió en él el pez. Inmediatamente,
salió corriendo de allí. Atravesó la distancia hasta su casa sin darse cuenta.
Sintió que le hablaron, que le llamaron. Escuchó su nombre al pasar. Pero era
como un sueño. Cruzó la sala velozmente y su madre le preguntó:
—¿Qué llevas en ese perol, Rodrigo?
—¡Nada…! ¡Nada…!— le respondió y siguió.
Cuando se detuvo estaba frente al pipote de agua que usaban para bañarse
y echó el bagre en él. El pez se fue hasta el fondo y empezó a nadar
suavemente. Nadaba en círculos, lentamente, y viendo hacia arriba. Rodrigo
no se apartó del pipote hasta la noche, cuando la oscuridad no le permitía
distinguirlo, y obligado por los gritos de su madre que lo mandaba a dormir.
Desde ese día lo único que existía para Rodrigo era el bagre. Se levantaba y
corría a asomarse en el pipote para verlo. Pasaba todo el día observándolo. A
veces no iba para la escuela. No se despegaba del pipote para nada. Hasta
comía a la orilla del pipote. Le gustaba como nadaba. Había algo de femenino,
de misterioso en los rápidos movimientos del pez, que con un leve, muy leve
movimiento de la aleta caudal se desplazaba suavemente: daba vueltas y
vueltas en el fondo, como los zamuros en el cielo. O subía, repentinamente,
hasta la superficie, mientras Rodrigo, muy callado e inmóvil, lo observaba
embelesado. Y si hacía algún movimiento brusco el pez bajaba
inmediatamente hasta el fondo. A su mamá se le metió en la cabeza que el
bagre lo había encantado. Entonces, para acabar con el hechizo, decidieron
dárselo a Juan, un primo de Rodrigo. Juan siempre visitaba a Rodrigo para que
éste le pescara unas sardinitas de colores que abundaban en la canal. Se metían
los dos, y al cabo de un rato emergían con un frasco de mayonesa lleno de
inquietas lucecitas de colores que fosforescían en el interior del recipiente,
como las que se formaban en las paredes, en el piso, en el techo y hasta en su
cuerpo, cuándo él, solo en su cuarto por un castigo o huyendo de las peleas
entre sus padres, hacía girar, en contra del haz de luz que se filtraba por un
agujero del techo, una esferita de vidrio que se había desprendido de un
zarcillo de su madre durante una de las tantas peleas. El primo vino con un
botellón de agua potable para llevarse al bagre. Pero el botellón tenía la boca
rota. Por lo que quedaban unos picos filosos y agudos como la anfractuosa
boca de un monstruo. Rodrigo sacó al bagre del pipote con un colador de
plástico y se lo dio a su primo para que lo echara en el botellón. Este lo agarró
y lo puso en la boca del botellón. Pero como el pez era más grueso que ésta lo
golpeó con la palma de la mano para que entrara. Cuando Rodrigo bajó la
vista para ver nadando al bagre en el interior del botellón, lo que vio fue un
trozo negro dando tumbos alocados sin dirección y sangrando. El otro pedazo
cayó a sus pies dando saltos que lo salpicaban de sangre y agua. Rodrigo saltó
como una fiera encima de su primo Juan y lo derribó. Tuvieron que intervenir
todos para sacar al asustado muchacho de debajo de los puños de Rodrigo.
Cuando llegaban a la décima primera estación pasaban por la cuadra de los
rusos. En realidad eran tres cuadras de ambos lados de la calle, donde vivían
sólo familias inmigrantes de Polonia, Ucrania, Rusia… los Olchoski, los
Chanoski, los Kurman, los Osinski. Eran las mejores casas del barrio. En una
de ellas vivía Víctor Osinski. Rodrigo recuerda que una vez estaba disfrutando
del espectáculo de sonido y movimiento de la caída de agua, cuando vio que
un bulto grande, oscuro y deforme cayó por la catarata. Parecía una bolsa de
basura. Corrió hasta el pie de la catarata y se quedó un rato esperando que
saliera flotando en los remolinos. De repente un rostro excesivamente blanco y
deforme por lo hinchado, brotó desde el fondo de un borbollón de agua hacia
él. Lo miró por unos instantes con los ojos llenos de agua, y luego se hundió
otra vez durante un buen rato hasta que volvió a aparecer. Esta vez boca abajo.
Parecía un muñeco de hule excesivamente inflado y a punto de reventar.
Navegó suavemente hacia la otra orilla y se quedó enganchado de una mano
en unas ramas. Rodrigo salió corriendo a avisarle a su papá. Vino la policía y
los bomberos y todo el barrio colmó las dos orillas de la canal. El ahogado era
el papá de Osinski. El padre de Osinski era un borracho del que se decían
muchas cosas. Por ejemplo, que en su país natal era un verdugo torturador del
régimen comunista, y que había asesinado a su primera esposa, Crista, la
madre de Osinski. Cada vez que Rodrigo pasaba por la casa de los Osinski,
recordaba el incidente del purgante en el liceo. A pesar de que él no estuvo
involucrado directamente casi va preso. <La última glaciación> llamó la
prensa al caso. Fue todo un plan minuciosamente planificado y perfectamente
ejecutado. <Un atentado> sentenciaron las autoridades del liceo y las fuerzas
públicas. Resulta que, a mitad de cuarto año llegó un muchacho nuevo al
curso: alto, flaco, pecoso y con el pelo rojo. Hijo de inmigrantes rusos o
polacos, de apellido Osinski, que era muy marginado, maltratado y
discriminado por su condición. Osinski, además, era el mayor de cinco
hermanitos huérfanos de madre. Para rematar, Osinski, era extremadamente
inteligente, especialmente en química. Cosa que no le perdonaban sus
mediocres compañeros de clase. Siempre era víctima de las “bromas” pesadas
de sus condiscípulos: le botaban los cuadernos o se los rompían; le robaban la
merienda; le partían el lápiz; le metían el pie cuando pasaba al pizarrón; le
echaban toda la basura en su pupitre; le ponían animales muertos, como
palomas, lagartijas o ratas entre sus útiles… Y cada vez que a Osinski se le
ocurría reclamar quedaba como el culpable porque hasta los profesores lo
despreciaban. Osinski, Luis y Rodrigo se hicieron muy amigos. Una vez,
mientras los tres hacían una tarea en casa de Rodrigo, Osinski les confió un
plan que tenía para vengarse. Y les pidió ayuda para ejecutarlo. El plan
consistía en echar un purgante, preparado por el mismo Osinski en el
laboratorio de química del liceo, en las bebidas y en el agua el día de la
inauguración de la Semana del Colegio. A Luis le pareció divertido y no dudó
en participar. Pero Rodrigo titubeó. Dijo que eso podía complicarse y salirse
de control. Faltaban quince días para la celebración, de manera que tenían tres
semanas para decidirse. En ese lapso Osinski logró reclutar un voluntario más
para su proyecto de venganza: el profesor de sociales, Quintana. Él y Osinski
tenían algo en común: la discriminación a la que eran sometidos por sus pares
y el odio que sentían hacia ellos. En efecto, el profesor Quintana era el blanco
de las habladurías, intrigas, confabulaciones, desplantes y desprecios de sus
colegas a causa de sus ideas políticas. Hacían chistes de muy mal gusto a costa
de su familia. Le saboteaban cualquier actividad que organizaba. Le escondían
el diario de clases. Le dejaban el escritorio sucio: lleno de desperdicios, con
agua o café derramados, o con montones de libros y cuadernos. Le
interrumpían la clase a cada instante entrando sin pedir permiso. Le gritaban
cosas cuando él pasaba frente a un salón. El profesor Quintana se cansó de
quejarse ante las autoridades del plantel. El director le restaba seriedad e
importancia a sus denuncias. Y además, porque, eran tantas, que estaba
empezando a quedar como una persona conflictiva. Y así se dejó ver en una
oportunidad en un Consejo General de Profesores. El profesor Quintana hizo
sus mejores esfuerzos por disuadir a Osinski de sus planes. Pero todo fue
inútil, Osinski estaba decidido a llevar su plan adelante. Al final el profesor
decidió participar. El muchacho les rogó a Luis y a Rodrigo que, si no lo iban
a ayudar, por lo menos no lo denunciaran. La madrugada de la celebración,
Osinski y el profesor, con un destornillador y un martillo, dañaron por fuera
las cerraduras de todas las puertas de acceso al liceo y las sellaron con un
potente pegamento industrial, de manera que no pudieran abrirlas desde el
exterior. Con la entrada de los estudiantes, profesores, maestros, secretarias y
obreros no habría problemas porque los curas, que vivían todos en el liceo, lo
abrían desde el interior. Una vez que hubieron entrado todos, hicieron lo
mismo con las cerraduras por dentro. A las nueve en punto de la mañana se dio
inicio a los actos. Cuando estaban todos reunidos en la cancha de fútbol
escuchando el discurso inaugural del padre rector, Osinski se escabulló hasta
las mesas de las comidas y refrigerios y vertió en los termos de agua y
refrescos el poderoso purgante.
—Cuando todo termine eso va a parecer la última glaciación— les había
dicho en un correo electrónico Osinski al profesor, a Luis y a Rodrigo.
—¿Por qué?— le preguntó el profesor Quintana.
—Bueno, porque con los ingredientes que le eché a esa vaina van a estar
cagando blanco, por lo menos, un mes.
Aunque poco, y para despistar, ellos también tomaron refresco con
purgante. A los quince minutos el catártico empezó a surtir efecto. Todos,
especialmente los más chicos, los de primaria y pre escolar, corrían hacia los
baños que se congestionaron en un instante. Algunos no llegaban a la poceta y
se hacían encima. Los jugadores abandonaban la cancha y corrían con las
manos en la barriga y la cara contraída en una mueca de dolor. Cuando ya en
los baños no cabía una persona más, se podía encontrar en cualquier parte,
detrás de un chaguaramo, en un rincón, detrás de un carro, incluso al aire libre
a la vista de todos, sin ninguna protección, a estudiantes, profesores y
profesoras evacuando entre quejidos y largos y sonoros pedos, un líquido
blanquecino y fétido. Como a los veinte minutos del primer ataque se sentía
una paz en las tripas y los baños empezaban a descongestionarse de usuarios
que se reunían en grupos para quejarse, comentar y preguntar por las causas de
semejante diarrea. Pero ese alivio apenas duraba unos pocos instantes. Porque
enseguida volvían a sentir el malestar, los escalofríos, los retortijones, el dolor
—un profesor oriundo de Haití lo comparó con el que se sentía con el cólera—
y la urgencia de ir al baño. Así estuvieron por espacio de dos o tres horas. Al
cabo de las cuales la situación empezó a tornarse grave. Las primeras víctimas
eran los niñitos de primaria y pre escolar. Se deshidrataban rápidamente y se
desmayaban sobre sus mismas evacuaciones. Las chicas de secundaria, aun las
más bonitas y de buen cuerpo, con las pantaletas en las rodillas y la caca
blanquecina y hedionda correando por sus muslos y piernas hasta el suelo, y
sin pudor de que les vieran sus partes íntimas, lloraban pidiendo que las
llevaran a sus casas o llamaran a sus padres. Los profesores no podían hacer
mucho porque estaban en las mismas condiciones. Corrían de aquí para allá y
de allá para acá, en distintas direcciones, auxiliando al que los llamara. En el
trayecto se detenían para aliviar la tripa en cualquier parte. Alumnos y
profesores, desesperados por encontrar un lugar donde defecar, corrían,
resbalaban y caían porque el piso estaba totalmente cubierto por esa
nauseabunda y resbaladiza pátina blanquecina. Algunos caían muy
graciosamente y se volvían aponer de pie rápidamente. Otros, con graves
consecuencias, como una pierna o un brazo fracturado o el cráneo reventado
contra el filo de las escalinatas, quedaban ahí, inconscientes y sangrando. En
medio del caos, los que sufrieron menos los rigores del purgante empezaron a
hacerse cargo de la situación. Afuera, la situación no era menos caótica. Pues,
los muchachos que tenían celular, que eran la mayoría, habían llamado a sus
padres para que los sacaran de ahí. Pero cuando llegaban a las inmediaciones
del colegio se encontraban con una larguísima cola de carros que se extendía
por unos tres o cuatro kilómetros. Entonces bajaban de sus vehículos y, entre
comentarios de indignación, incredulidad y rabia, caminaban o corrían hasta
las puertas del liceo. Sólo para encontrarse con que estaban cerradas y sus
cerraduras dañadas. Lo cual aumentaba aún más su desesperación e
impotencia al no saber las condiciones en que se encontraban sus hijos. Del
otro lado de los portones se escuchaban los gritos y el llanto de los muchachos
llamando a sus padres. Uno de los representantes se subió a su rústico y enfiló
contra una de las puertas. Mientras que otros escalaban las altas paredes y
caían estrepitosamente. Pero en ese momento empezaron a llegar las
autoridades y llamaron al orden. Se comunicaron con las autoridades del
colegio y se impusieron de lo que acontecía. A lo lejos, se oía la sirena de los
bomberos que no podían llegar porque la inmensa cola de carros y la multitud
de curiosos se los impedía. Hasta que por fin se abrieron paso como pudieron
y llegaron. Retiraron a los representantes unos metros y les ordenaron a la
policía que no los dejaran pasar hasta que ellos se lo autorizaran. Acordonaron
el área y con equipos de oxicorte derribaron las puertas. Cuando entraron se
encontraron con un dantesco espectáculo de muerte y caca. Algunas
muchachas, semidesnudas, lograban burlar el cerco y corrían hacia sus padres
que las llamaban desde el otro lado de la acera. Para evacuar a los
desfallecientes, deshidratados y medio muertos estudiantes tuvieron que
llamar a los helicópteros de la policía, de los bomberos, de la Cruz Roja, de
Protección Civil… que aterrizaban en el campus del liceo uno tras otro. Al
siguiente día se dio el balance: habían muerto cinco estudiantes, y muchos
estaban en condiciones críticas en las clínicas y hospitales.
A los pocos días del incidente comenzaron las investigaciones. Se
encontraron muchas evidencias en la casa de Osinski que lo incriminaban.
Pero el profesor Quintaba asumió toda la responsabilidad por el hecho. Y fue
sentenciado a diez años de cárcel. Pero no los cumplió porque murió a los tres
años de encierro. Las autoridades insistían en que Rodrigo y Luis eran
cómplices de Osinski. Se basaban en el email que les envió Osinski. Al final
no pudieron comprobarles nada. El liceo fue cerrado.
En la décimo segunda estación la procesión giraba a la izquierda y salía
otra vez a la Tejera, muy cerca de la casa de Rodrigo. Aquí hacía una pausa
más larga que las anteriores; el cura ya no podía. Entonces, la señora Pastora
salía y le daba un poco de agua, o café, o té al padre y sus acólitos. Rodrigo
odiaba intensamente a la señora Pastora. Durante veinte años, cada vez que
Rodrigo y Constanza pasaban por ahí, ella salía a la puerta de la calle, como si
supiera que venían, y los saludaba de una manera tal y en un tonito que
Rodrigo sentía que llevaba implícita una burla. El saludo hacía referencia a su
sometimiento, a su falta de carácter, a su excesiva complacencia hacia su
mujer… o si no le decía:
—¡Adiós…! ¿Cómo están esos espositos? ¿Cómo está la catira? ¡Ay, el
señor Rodrigo debe estar orgullosísimo de tener una hija con los ojos verdes!
¿¡Verdad, señor Rodrigo!?
—¡Vieja, el coño! ¡Maldita, entrépita!— mascullaba Rodrigo en voz baja.
—¡Shhh! ¡Cállate, Rodrigo…Te puede oír! ¿Qué te pasa? ¡Ella sólo te está
saludando!— le reclamaba Constanza. Y él no sabía si Constanza, de verdad,
no se daba cuenta de la burla o, simplemente, se hacía la desentendida. Él le
respondía y se iniciaba la discusión que duraba hasta que terminaba la
procesión.
Cuando la procesión llegaba ahí y Rodrigo veía que la señora Pastora iba a
saludar a Constanza, él se escondía entre la multitud. A tres casas de la señora
Pastora vivía el señor Yinero, quien era fotógrafo. Era un hombre bajito y
calvo. Con una chivita de perilla. Siempre andaba con un flux de tergal azul
marino de rayitas. Unos lentes redondos, quevedos se enteraría más tarde
Rodrigo que se llamaban esos lentes. Un bastoncito colgado del antebrazo y la
cámara oscilando en su pecho. Al señor Yinero le gustaba tomarles fotografías
a los muchachos de la cuadra cuando salían a jugar metras, bailar trompos,
volar zamuras, jugar a la semana… Sobre todo, cuando Rodrigo y su hermano
salían, completamente desnudos, a montar en una inmensa bicicleta negra de
reparto, propiedad del tío Miguel. Era tan grande que casi no llegaban a los
pedales, por lo que tenían que hacer un gran esfuerzo para conducirla. La
mamá de Rodrigo les decía, cuando veía que el señor Yinero salía con su
cámara:
—No se dejen tomar fotos con ese comunista, que eso es para mandarlas
para Cuba y después mandarlos a buscar a ustedes.
Mucho tiempo después, Rodrigo se vio a sí mismo y a su hermano Héctor
en una exposición de fotografías en blanco y negro en el Ateneo. Las
imágenes habían ganado un premio internacional de fotografía. Las fotos iban
acompañadas, en la parte inferior, por unos poemas del señor Yinero.
En la décimo tercera estación la procesión pasaba por la escuela donde
estudió Rodrigo. Entonces evocaba cada una de las maestras que le dieron
clases desde primer grado hasta sexto. Durante gran parte de la primaria
Rodrigo dependió mucho de su hermano Miguel, que lo protegía y defendía de
los más grandes y abusadores. Llegando al extremo de que cuando los otros
niños lo veían circular por los pasillos de la escuela, en el patio o haciendo la
cola de la cantina para comprar, decían:
—¡Ese es hermano del enano Miguel! ¡El que se meta con él tiene que
pelear con el enano!
Miguel era bajito y con las piernas cortas y curvadas, lo que le ganó el
apodo “El enano luchador”. Porque además, era aficionado a la lucha libre. La
cual aprendió muy bien. Lo que hizo que desarrollara un cuerpo atlético. En
más de una ocasión Miguel se trabó en combate con algún abusador que
`pretendía molestar a Rodrigo, burlarse de él o quitarle un lápiz, la merienda…
era todo un espectáculo. Miguel los derribaba fácilmente con movimientos de
lucha. O, con la favorita de Rodrigo, con una patada voladora. Luego, ya en el
suelo, les aplicaba una llave y los obligaba a rendirse y a pedir disculpas.
Rodrigo recuerda dos novias cuando estaba en quinto grado: Mayra Leo y
Mary Naveda. Mayra Leo era la muchacha más bonita de la escuela. Vivía en
la urbanización que estaba frente al barrio donde vivía Rodrigo. En esa época
que una muchacha te dijera que le llevaras los libros y la acompañaras hasta su
casa, significaba que quería ser tu novia. Después de mucho esperar, el día que
Mayra le dijo: “¡Llévame los libros!” a Rodrigo le pasó algo insólito: se le
despegó la suela de un zapato. Por lo que el calzado parecía un deforme sapo
que abría la boca cada vez que Rodrigo daba un paso. Entonces a Rodrigo no
le quedó más remedio que arrastrar el pie como los zombis. Mayra le
preguntó, extrañada:
—¿Qué te pasa, Rodrigo? ¿Te duele algo?
—¡No! ¡No! ¡Nada! ¡No me pasa nada!
Por fin llegaron a la casa de Mayra. Rodrigo le entregó los libros y se
despidieron:
—Hasta mañana, Rodrigo —le dijo Mayra, lo miró largamente y le
extendió la mano.
—Hasta mañana, Mayra —contestó Rodrigo y también le extendió la
mano, pero a medio trayecto la retiró rápidamente. Luego se agachó y se la
secó en la parte baja trasera de la pierna del pantalón. Y, finalmente, estrechó
la suave y tibia de la muchacha.
Cuando Mayra entró a la casa, Rodrigo se quitó el zapato y pudo caminar
normalmente. Después olió el suave y dulce perfume que le dejó Mayra en la
mano. Fue un noviazgo muy bonito. Se enviaban papelitos, cartas y recaditos
con los compañeritos de clase. Escribían sus nombres dentro de un corazón
sangrante atravesado por una flecha en la última página de los cuadernos, en la
tabla de los pupitres, en las paredes de los baños. Se ponían bravos y se
volvían a contentar. Mayra le reclamaba porque no la había visto cuando pasó
a su lado en el recreo. La otra muchacha que estaba enamorada de Rodrigo era
Mary Naveda. Una corianita, morena, delgada y alta. Tenía los ojos tan
grandes que en el salón le decían “ojo de vaca”. Mayra Leo y Mary tenían
cierta rivalidad que mantenía al salón y a la maestra crispado. En una
oportunidad Mary le pidió prestado un libro de Ciencias Biológicas a Rodrigo.
Como a la semana se lo regresó. En ese momento Mayra se lo pidió también
para hacer una investigación. De repente, en medio de la clase, Mayra estalló
en gritos e insultos contra Mary. Esta reaccionó y se formó tal zaperoco que
las maestras de los grados vecinos se acercaron para ver qué ocurría. Cuando
la maestra logró calmarlas se supo la causa de la pelea: Mary había escrito en
el dibujo multicolor del aparato reproductor masculino: <Este es el de
Rodrigo. Así es como le gustan a Mayra> Las cartas y papelitos que Mayra le
enviaba, Rodrigo las guardaba y las escondía en las ranuras de los bloques sin
frisar de la letrina. Y cada vez que iba al baño las leía. Las mantuvo ahí hasta
muy entrado el bachillerato. Pero un día, al regresar de clases, habían tumbado
la casita de la letrina y habían construido un baño nuevo con poceta y
lavamanos. Por ese noviazgo con Mayra Leo, Rodrigo conoció la importancia
del amor para el ser humano. Durante el tiempo que estuvo enamorado de
Mayra, las peleas entre sus padres no lo afectaban. Se sentía a salvo. Se sentía
como protegido por una burbuja que los gritos, ofensas, humillaciones,
insultos de sus padres no podían atravesar. Ellos peleaban, se insultaban, se
humillaban, hasta se golpeaban y Rodrigo como si nada. Incluso, una vez, en
medio de una fea pelea, Rodrigo se sorprendió a sí mismo cantando una
canción que estaba de moda y que decía: Tengo el corazón contento/ el
corazón contento/ lleno de alegría/ Tengo el corazón contento/desde aquel
momento en que llegaste a mí/… Pero eso duró poco; duró el tiempo que
estuvo estudiando con Mayra. Rodrigo comparó el amor con el campo de
fuerza que ponían los Robinson, la familia de la serie Perdidos en el espacio,
en la nave cada vez que iban a ser atacados por extraterrestres. Uno de ellos
decía:
—¡Pronto! ¡Activen el campo de fuerza!— entonces encendían un
dispositivo que irradiaba una especie de onda o burbuja contra la cual se
estrellaban todos los ataques del enemigo.
Sólo una vez más en su vida experimento Rodrigo esa sensación: cuando
fumó marihuana en el liceo. Y con Constanza, pero sólo los primeros años.
Cuando dejaban atrás la décimo tercera estación pasaban por una calle que
bajaba y bajaba durante un largo trayecto hasta una especie de alcantarilla,
para luego subir hasta las faldas de un pequeño cerro llamado el Caracol. La
procesión bajaba por esa calle y cruzaba dos cuadras antes de llegar al cerro,
justo en la esquina donde quedaba la casa abandonada de la familia del pobre
Joaquín. Todo el mundo contaba la historia del pobre Joaquín. Joaquín era un
muchacho, hijo de inmigrantes nicaragüenses, honesto y trabajador, que se
había levantado prácticamente de la nada hasta llegar a tener mucho dinero y
propiedades. Como a todo el mundo le llegó el momento de enamorarse,
casarse y tener una familia. La prometida era una bella chica llamada Rosaura,
también venida del extranjero, de Honduras. La noche antes de la boda estaban
los dos, parados uno frente al otro, solos en la sala de la casa de ella y al lado
del sofá, besándose y acariciándose. Y, como de todas formas se iban a casar,
decidieron hacerlo esa noche. Joaquín metió la mano en la blusa de Rosaura
para sacar uno de sus senos que temblaban como dos lágrimas a punto de caer
entre las pestañas de una asustada doncella. Pero sus dedos tropezaron con una
gruesa e inmensa medalla. Joaquín tuvo un presentimiento. Tomó el medallón
entre el índice, el medio y el pulgar y la examinó bajo la escasa luz de la
habitación. Miguel sintió que el piso se abría bajo sus talones, que todo giraba
a su alrededor y que caía hacia atrás, hacia un amarillo e insondable abismo.
Hizo un gran esfuerzo por controlarse. Había jurado, que llegado el momento
se controlaría. De no hacerlo, todo se vendría abajo y nunca podría averiguar
nada. De un tirón arrancó la medalla del cuello de Rosaura. A la vez que la
tomaba, con mucha fuerza, por uno de sus brazos y la llevaba, casi arrastras,
hacia un extremo de la habitación donde había una lámpara. Rosaura, que
había comenzado una caricia entre las piernas de Miguel, soltó el duro y tieso
bulto caliente, y se quejaba:
—¿¡Qué pasa, Joaquín!? ¿¡Qué pasa!? ¡Ay…! ¡Ay…! ¡Suéltame,
Joaquín…! ¡Suéltame… por favor…! ¡Suéltame…!
Con la cadena apretada en su puño, Joaquín le dio la espalda a la muchacha
y se dirigió hacia una de las ventanas. Su mente viajó veinte años atrás. Eran
tiempos difíciles y confusos en su país. Nada era lo que parecía ser. Lo que era
verdad un día, al siguiente era perseguido por falaz. Los amigos de hoy eran
los enemigos de mañana y viceversa. La violencia se había apoderado de la
sociedad. Nadie ni nada estaba seguro. A cualquier hora del día o de la noche
ellos llegaban, tumbaban las puertas, registraban, destrozaban todo y se
llevaban a alguien junto con cualquier cosa que se les antojara. Y lo último
que se sabía de los “arrestados” era el eco lejano de la descarga de los fusiles,
que como un maldito pájaro negro atravesaba el cielo y se posaba para
siempre en las ramas secas de los corazones de los familiares. El país había
entrado en una dictadura. La cadena con la medalla de la Virgen de la
Campana, que hasta hace unos instantes colgaba espuriamente del débil cuello
de Rosaura, fue el último regalo que su madre le hizo, en medio de la
oscuridad de su habitación, antes de que las autoridades del régimen se la
llevaran y la desaparecieran para siempre. Pero uno de los esbirros que entró a
la habitación la arrancó del cuello del niño. Si bien cualquier devoto de la
Virgen de la Campana pudiera tener una medalla de la virgen, ésta ostentaba
en el reverso el apodo con el que distinguían a Joaquín desde bebé: Quin. En
el barrio se decía que el padre de Rosaura era un torturador de la policía de
Honduras que colaboró con las autoridades de Nicaragua durante los Somoza,
y que al ser derrocado éste, se vino para Venezuela. Esto llegó a oídos de
Joaquín, pero no le dio importancia, enamorado como estaba de la chica. Días
después de que Joaquín le quitó la cadena a Rosaura y cancelara la boda el
padre de Rosaura apareció flotando en las aguas del canal que pasaba frente a
la casa de Rodrigo. Ese fue uno de los tantos cadáveres que empezaron a
aparecer, víctimas de la delincuencia común o de la policía política del
régimen, flotando en el canal después que cayó el gobierno de izquierda y se
instaló la dictadura con la consiguiente represión, persecución, torturas,
desapariciones. En s búsqueda de tesoros, Rodrigo descubrió muchos de esos
cuerpos. Y todas las caras se le mezclaban en el recuerdo en una sola. Ese día,
de reojo, Rodrigo vio un bulto multicolor que caía de la catarata. Pero siguió
en su búsqueda. De repente, algo le tocó la pierna. Bajó la vista y vio un
cuerpo extremadamente hinchado que navegaba suavemente corriente abajo.
Rodrigo lo siguió durante un trecho hasta que se enganchó por una mano en
unas ramas secas que colgaban. Rodrigo tomó un palo y lo volteó. Tenía los
ojos tan llenos de agua que parecía que lloraba.
Cuando llegaban a la décimo cuarta estación, tres cuadras antes de la
iglesia donde había partido la procesión, pasaban por una calle que a Rodrigo
se le parecía a la calle donde vivieron —Rodrigo suponía que ya habían
muerto— su madrina Rosa y su padrino Ceferino. Cuando era niño, Rodrigo
pasó muchas temporadas en la casa de su madrina Rosa a causa de las peleas
entre sus padres. Frente a la casa de su madrina Rosa vivía su tía Ana,
hermana de su madre. A Rodrigo le gustaba ir a la casa de su madrina porque
ella tenía muchos animales encerrados en una inmensa jaula que ocupaba todo
el patio. Mejor dicho, el patio era la jaula. Tenía una danta, un mono, un
venado, muchos pájaros y loros y morrocoyes. Pero el que más le gustaba a
Rodrigo era un zamuro. La primera vez que lo vio se sorprendió muchísimo.
¡El zamuro se desplazaba sin moverse! Rodrigo se puso de pie
inmediatamente y observó bien. Era que el zamuro iba montado sobre un
morrocoy que lo paseaba por toda la extensión de la jaula. Y cuando el
morrocoy iba a pasar por debajo de una desfondada silla pintada de verde, el
zamuro se apeaba de un saltito y esperaba a que su transporte diera la vuelta y
saliera por el otro lado para volver a subirse. O si no se sentaba a verlo dar
saltitos con las negras alas desplegadas para comer los pedazos de carne
descompuesta que le arrojaba su madrina. También le gustaba ver a Pilar, la
hija de su madrina que tenía parálisis cerebral, desplazarse en la cama como
una masa de afilados huesos recubiertos por una piel amarillenta cuando su
madre entraba al cuarto con el plato de avena. De alguna manera inexplicable,
para Rodrigo, el zamuro y Pilar se movían igual pero distinto. Cuando Pilar
abría la boca para que su madre echara en ella la avena, dejaba ver dos hileras
de dientes muy separados como los de los delfines. En sus movimientos
giratorios sobre sí misma Pilar, a veces, dejaba ver una mancha oscura, como
una inmensa caríes, entre sus delgadas piernas. Pero Rodrigo no podía seguir
viendo porque el insoportable hedor a orines y a pupú lo expulsaba del cuarto.
Antes de salir, Rodrigo oía unos gemidos, quejidos y griticos de protesta de
Pilar:
—¡Ay! Pilar dice que no te vayas, Rodrigo— le decía su madrina.
Entonces Rodrigo volteaba y veía a Pilar evolucionar en la cama hacia la orilla
y mostrarle las dos hileras de dientes separados. Cuando Rodrigo entraba solo
al cuarto, Pilar le mostraba la mancha oscura que llevaba entre las piernas. Su
madrina decía que Pilar tenía 35 años.
Un día apareció en la puerta de la casa de su madrina un gigante barbudo
con unos sacos llenos de animales y pájaros al hombro. Tenía el pelo muy
largo, una gran barba y la ropa hecha jirones, sucia y cochambrosa. Y dijo:
“¡Ma…!” Enseguida su madrina Rosa tiró los trozos de carne con que
alimentaba al zamuro y salió corriendo desde el fondo del solar hacia la salita.
Se paró frente al gigante y se empinó sobre las puntas de sus pies para
abrazarlo y besarlo mientras lloraba. Era Régulo, el hermano gemelo de Pilar.
Se podía ver el parentesco cuando se reía y dejaba ver las dos hileras de
adelfinados dientes. Su madrina Rosa cuenta que cuando Pilar oyó la voz se
lanzó de la cama y se arrastró hasta la sala para ver a su hermano. Después,
cada vez que Régulo llegaba, Pilar se ponía a emitir toda suerte de sonidos:
gemidos, silbidos, quejidos, griticos, chillidos, ronquidos guturales… hasta
que Régulo iba al cuarto y la sacaba cargada. Entonces la besaba, la apretaba
entre sus brazos y le hablaba. Su madrina Rosa se alegraba cuando los veía así,
y decía:
—¡Mira! ¡Mira, Régulo, como se alegra! ¿Oíste lo que te dijo…? ¡Que te
quiere!— extrañamente la señora Rosa traducía los sonidos que emitía Pilar
como palabras y frases.
Con Pilar acurrucada en su regazo, Régulo le contaba durante horas cómo
era la vida en las montañas:
—Allá arriba es muy bonito, Pilar. Reina el silencio. Sólo se escuchan tus
pasos cuando caminas. Cuando amanece, el sol te da en la cara y te despierta.
Entonces oyes el canto de los pájaros. Hay muchos pájaros allá arriba, Pilar.
De diferentes cantos y colores. Después de estirarte y desperezarte buscas un
arroyuelo donde beber agua y lavarte un poco. Ahí te sientas durante horas a
ver y oír el agua correr entre las piedras. Si no te mueves bruscamente, puedes
ver llegar a beber agua a un venado, una danta o un cunaguaro. Cuando te da
hambre pescas ahí mismo, en el arroyuelo, o cazas una lapa, una iguana, un
ave… enciendes fuego y comes. La comida te da sueño, entonces duermes
debajo de un árbol hasta el mediodía, Pilar. El calor y el silencio del mediodía
te despiertan. Te paras y te pones a arreglar el techo del ranchito para que
cuando lleguen las lluvias no te mojes mucho. Pero eso, en realidad, no
importa mucho Pilar —Pilar se movía sobre las piernas de Régulo y emitía
algún gritico como si no entendiera la explicación—. Lo de mojarse Pilar, digo
que no importa mucho —continuaba Régulo—. Yo construí varios refugios en
las montañas, porque si te agarra la noche lejos del ranchito de donde partiste,
no vas a regresar, sino que avanzas hasta el más cercano. Si no hay uno, pues,
duermes al aire libre viendo las estrellas, Pilar. De noche son otros los ruidos y
los animales. De noche salen los animales nocturnos a comer, Pilar. El búho
sale a cazar ratones. El rabipelado sale a comerse los huevos y los pichones de
los pájaros en los nidos. El zorro sale a cazar ratas… y las ratas salen a comer
insectos y a roer. Allá arriba, Pilar, hay que acostarse muy temprano.
Pilar se quedaba dormida escuchando las historias que le contaba su
hermano. Entonces, Régulo la llevaba a su cuarto. Después de dejarla, al pasar
por el pasillo que comunicaba con la salita, Régulo, viendo el diploma-
constancia escolar con su foto colgando de la pared, donde se certificaba que
Régulo tenía 190 de coeficiente de inteligencia, decía:
—¡Ay, ma! ¡Cuánto quisiera que Dios me hubiera dado solamente 90, y
que los otros 100 se los hubiese dado a Pilar!
Régulo se había convertido en un montañés desde muy joven. Resulta que,
cuando tenía trece años, en su escuela organizaron una excursión para las
montañas de la Cordillera de la Costa. Pero Régulo no regresó: se perdió en
las montañas. Lo buscaron durante mucho tiempo, un año o dos, hasta que lo
dieron por muerto. Pero un día, diez años después, se apareció en la puerta de
la casa. Régulo había sobrevivido durante diez años en las montañas. Después
contó que como a los dos o tres años de haberse perdido ya sabía el camino de
regreso, pero decidió quedarse. Lo que Régulo nunca les contó ni a Pilar ni a
su madre —a veces, cuando su madre lo tomaba y lo sentaba en su regazo, lo
cual era una imagen muy cómica por la desproporción de los tamaños,
también le contaba historias a ella— era que los primeros días fueron muy
difíciles. La primera noche lloró toda la noche debajo de un gran árbol donde
había buscado refugio. Al siguiente día, antes de despertarse, pensó <Mañana
le cuento este sueño a mi madre. ¡Parece tan real!> Cuando abrió los ojos y
vio que no era un sueño, continuó llorando otro día más. Caminó mucho,
llorando, durante días enteros. Lo que hizo que se internara más en la
montaña. Un día, llegó a un gran precipicio y pensó en lanzarse. Llegó a odiar
a sus padres porque no lo iban a buscar. <¿Por qué no vienen a buscarme?
¿Por qué?> se preguntaba cada noche. Después, cuando ya tenía como un año
viviendo en las montañas, sin saber por qué, se escondía de los funcionarios de
rescate que lo buscaban y de los esporádicos excursionistas con que se
encontraba. Ya no quería volver. La primera vez que bajó, Régulo no
permaneció mucho tiempo entre la gente, en la ciudad… con sus familiares. A
los seis meses de haber regresado, una noche, despertó a sus padres y les dijo
que se marchaba de nuevo a las montañas. Su madre lloró desconsolada, pero
Régulo la calmó. Le dijo que no se preocupara, que él vendría cada cierto
tiempo, que esa era su vida ahora. Y se marchó otra vez.
Cada vez que bajaba les llevaba cachorritos de animales, pichones de
pájaros, plantas exóticas… Un día, su padrino, un físico y astrónomo retirado,
le propuso cambiarle el telescopio que tanto le gustaba a Régulo por un raro y
extraño pájaro que habitaba en las montañas. El ave era un mito. Unos decían
que no existía. Otros decían que lo habían visto y mostraban una fea y
hedionda pluma como prueba. Según los relatos el pájaro era feísimo pero
tenía un exquisito canto. Régulo le trajo el ave y su padrino le dio el
telescopio. Su padrino admiraba, embelesado, al extraño pájaro y se extasiaba
con su bello canto. Y Régulo observaba, todas las noches, los astros, los
planetas, las estrellas… la luna. Pero un día, lo apuntó hacia abajo y observó
cómo transcurría la vida en la ciudad. Los carros, la gente conversando, el
policía persiguiendo al ladrón, la ambulancia corriendo con el enfermo en su
interior, los alumnos corriendo a la salida de la escuela… pero todo transcurría
en silencio, como si él fuera sordo. Y lo peor, o quizás ¿lo mejor?, era que él
no podía hacer nada. No podía, por ejemplo, avisarle a la señora, en la parada,
que el carterista le estaba robando la cartera. No podía alertar al niño que salía
corriendo de la escuela, que venía un camión a toda velocidad y lo iba a
atropellar… Entonces recordaba las palabras de un maestro que, todos los
días, señalando un afiche de un transbordador espacial a punto de despegar,
pegado al lado del pizarrón, decía: <¿Adónde vas? ¿Qué buscas?> Y citaba un
capítulo y un versículo de la Biblia.

III Parte

Durante toda la procesión Rodrigo estuvo sopesando sus opciones. La
primera, dejarla, no tenía mucha fuerza. Se presentaba como la más
descartable. ¿Por qué? Él sabía, en el fondo, que esa no era la solución.
Rodrigo pensaba que, aunque se fuera muy lejos, fuera del país por ejemplo, lo
cual era prácticamente imposible, no iba a solucionar el problema de fondo. El
cual era olvidarla y olvidar todo lo que había sufrido a su lado. Él sabía que
adónde fuera, cualquier cosa: una melodía, un olor, un lugar, una palabra, una
situación, una fecha… le iba a traer su recuerdo. ¡Malos recuerdos! La
segunda opción, asesinarla, tampoco era aconsejable por idénticas razones. O,
aun peor, porque su recuerdo se agigantaría en su memoria. Ese conflicto, que
ya vivía en la actualidad, se eternizaría para siempre. Con el agravante de que
tendría que vivir con la culpa de haberla matado. De manera que sólo le
quedaba… De dos maneras regresaban Rodrigo y Constanza después de la
procesión: en silencio o gritando y peleando. Esta vez lo hicieron en total y
absoluto silencio. Rodrigo no le dirigió la palabra a nadie durante la procesión
para no provocar a Constanza. Cuando llegaron, Rodrigo le preguntó, más por
romper el silencio que por otra cosa:
—¿Qué te pareció la procesión?
—¿Por qué?— le contestó Constanza
—No, por nada… ¿Viste quién andaba en la procesión?— volvió a
preguntarle Rodrigo.
—No. ¿Quién?— le dijo ella y se metió al cuarto.
—Rosa con el nuevo marido que tiene…
—¡Ah…! Está bueno…
Rodrigo tomó el libro que estaba leyendo —La última glaciación— y que
había finalizado antes de salir. Le echó una última ojeada y lo guardó. Estuvo
revisando la biblioteca y sacó otro. Se sentó y lo abrió: <La vida puede ser una
sucesión de pequeñas decepciones…> decía uno de los personajes al
comienzo. Se durmió con el libro sobre el pecho. Al día siguiente varios
elementos sueltos: la radio de Constanza sonando en la cocina, el nuevo
número de teléfono de su hijo anotado en un papelito sobre la mesa del
comedor, le sugirieron lo que tenía que hacer. Pero faltaba algo… faltaba un
elemento. No sabía qué podía ser. Pero estaba seguro de que surgiría en el
transcurso del día. Estuvo dando vueltas por la casa toda la mañana hasta que
una petición de Constanza, que sonó más como una orden, se lo confirmó:
“Cuando salgas, compras dos sobrecitos de mata ratas. ¡Hay dos ratas
inmensas en el patio!” Rodrigo sonrió; ahí estaba el otro elemento. Fue a la
cocina y cuando Constanza se metió al baño desenchufó la pequeña radio, la
escondió en una bolsa plástica y salió. Estuvo caminando por el centro de la
ciudad. Le gustaba mucho caminar por el centro. Lo relajaba ver las vidrieras
de las tiendas; ver los artistas callejeros; sentarse en un café cualquiera y
tomarse algo; leer el periódico en un banco de la plaza; entrar a la iglesia a
disfrutar del silencio y del olor a incienso; ver las palomas caminar
nerviosamente tras una miga de pan; escuchar las conversaciones de las
personas… Hasta que se topó en una esquina con un buhonero que vendía
veneno para ratas. Compró dos sobrecitos. Y en el puesto de al lado adquirió
el periódico. Después fue a la panadería y pidió un agua mineral. La destapó y
tomó un pequeño y rápido sorbo que pareció más un beso a la botella. Pensó:
“La necesito completa” Salió y se dirigió hasta un centro de comunicaciones.
Pidió una cabina telefónica. Entró, se sentó y abrió el periódico. Lo hojeó
rápidamente y en las páginas centrales encontró otro cuento firmado por el
mismo autor del hombre que encontró en los discursos políticos una cura
contra el insomnio y lo leyó de un tirón:
El hombre nuevo
Willians González, economista, nunca pensó que la guerra económica
fuera a producir cambios tan profundos en la sociedad. Esperaba otras
consecuencias, como un golpe de estado, la vuelta al poder de la antigua
oligarquía, una guerra civil… de hecho en las últimas elecciones la Derecha
obtuvo la mayoría en el parlamento. Se preparaba, entonces, para dichas
eventualidades… para lo peor.
De noche, antes de dormir, hablaba con su esposa y le explicaba lo que
podía pasar. Analizaban varios escenarios y planificaban algunas medidas para
que, llegado el momento, no los tomara desprevenidos.
Esa noche durmió poco y mal, y tuvo un sueño perturbador. Soñó que las
colas para adquirir cualquier producto se habían institucionalizado. Ese sería
el sistema, de ahí en adelante, para comprar, para vender, para pagar… para
todo. Entonces la sociedad empezó a adaptarse, a cambiar. Lo primero que
ocurrió fue que las personas que antes no tenían ningún valor o eran relegadas
a un segundo plano, empezaron a cobrar una gran importancia: la gente los
utilizaba para no hacer la cola. Se podía ver a una madre echarse al hombro,
como un saco de afilados huesos recubiertos por un fláccido pellejo
amarillento que emitía chillidos y sonidos guturales, al hijo con parálisis
cerebral. A otra llevar a la hija esquizofrénica amarrada con una correa
haciendo gestos convulsivos y repetitivos con la boca y los ojos mientras
movía los brazos como aspas sin control. O al cansado padre llevar al babeante
y obeso hijo con síndrome de Dawn tomado de la mano. O al pálido y mustio
ancianito en una silla de ruedas empujada por una quinceañera aislada de todo
por su IP, con la esperanza de que los dejaran pasar rápidamente sin hacer la
cola. Había quienes eran descubiertos en su farsa y eran echados
violentamente de la cola y golpeados con las mismas muletas con las que
pretendían hacerse pasar por lisiados. En algunos casos eran linchados allí
mismo por la turba embravecida. En una de esas colas dos hombres discuten
acaloradamente:
—¡Eso es una inmoralidad! —le grita el dueño del abasto a alguien que
intentó hacerse pasar por lisiado para burlar la larga cola.
—¡Inmoralidad es lo que tú haces: comprar azúcar a 45 bolívares y
venderla a 800 bolívares!—le responde el hombre, y le da por la cabeza con
una de las muletas.
Los que discuten salen de la cola y se lían a golpes en medio de la calle. La
pelea saca de sus casas a los vecinos que se arremolinan, junto con los que
hacían la cola, en torno a los contrincantes. Y en lugar de separarlos, se ponen
a filmarlos con sus celulares.
El que tenía un lisiado, parapléjico, loco o anciano en su casa lo cuidaba
como nunca antes lo había hecho. Incluso llegaron a prestárselos unos a otros:
“Luisa, te vengo a pedir que me prestes al loquito Régulo para salir de
compras” Otros, los más despreciables y desalmados —“Capitalistas” les
decían—, los alquilaban. “Bueno, te lo alquilo por tres mil bolívares” o “Te lo
presto, pero me das la mitad de lo que consigas” Algunos pusieron un letrero
frente a sus casas que decía: <Se alquila paralítico para hacer colas. 500 Bs la
hora> Otro de los cambios fue que el cotidiano y doméstico periplo, casi un
paseo, de un ama de casa en busca del pan, la leche y el periódico se convirtió
en una travesía que podía durar días y terminar en otro municipio, incluso, en
otro estado. Porque frecuentemente, al conseguirse dos vecinas, se podía
escuchar: “¿Dónde conseguiste papel sanitario, Sofía?” “En Barinas” Entonces
el ama de casa se iba al terminal y se embarcaba para Barinas. Desde allá
llamaba a su esposo y le decía: “Mi amor, estoy en Barinas en una cola para
comprar papel sanitario. Regreso mañana. Lleva a los niños a la escuela. ¡Te
amo!” También empezaron a surgir nuevas profesiones y clases sociales. Una
de esas profesiones era la de portero. Estas personas empezaron a cobrar tanta
importancia y un poder nunca antes visto, que se convirtieron en una clase
social en sí. Como eran los que franqueaban la entrada a los establecimientos,
fueron acumulando poder y dinero al permitir el paso sin hacer la debida cola
y previo al pago de altas sumas de dinero. “Yo le voy a decir al hijo mío que
deje de estudiar ingeniería y se meta a portero” exclamaba una señora —
empezaron a pulular academias que ofertaban la carrera de portero, pero sus
altas mensualidades las hacían inaccesibles para la mayoría, por lo que se
incluyó en el pensum de las universidades públicas— Otra decía: “Yo le dije a
mi hija que se casara con un portero. Nada de doctores o abogados. ¡Un
portero que le asegure el futuro!” Las mujeres más bellas y esculturales se
peleaban por tener relaciones con un portero. Hubo una alarmante explosión
demográfica: la población creció en cinco años lo que normalmente le tomaría
diez. Y es que las mujeres se embarazaban con facilidad y de cualquiera sin el
requisito del noviazgo o del matrimonio. Tenían hijos no por formar una
familia o por el amor. La finalidad era no hacer las colas durante nueve meses.
También se podía escuchar, por ejemplo, a una mujer embarazada decir,
mientras se sobaba la barriga con la mano del esposo que permanecía a su
lado: “¡Ay, nosotros lo que pedimos es que nos nazca mongolito o con
parálisis cerebral! ¿¡Verdad, mi amor!?” La que estaba a su lado, le dijo, en
voz muy baja como para que nadie más la oyera: “Lo mejor para eso es tomar
Talidomida. Te salen cabezones y con dos dedos gigantescos en forma de
tenazas de cangrejo en las manos y en los pies” “No mija, dijo otra, eso no es
muy seguro porque a veces te nacen muertos. Lo más efectivo para eso es
casarse con un portero borracho que te maltrate y golpee durante el embarazo.
¡Eso no pela!” Ante la llegada de un lujoso automóvil de último modelo a las
puertas de un establecimiento se podía escuchar: “¿Y quién es ese? ¿El dueño
del supermercado?” “¡Nooo… mija! ¡Qué va! ¡Ese es el portero!!” Pero a
pesar del poder y el dinero que acumularon, su escasa o nula formación los
hacía unos personajes muy pintorescos y despreciables, pues querían exhibir
una cultura que no tenían y lucir galas que no les sentaban. Ante un conato de
disturbio en la cola, por ejemplo, salían a las puertas del negocio y, con una
autosuficiencia mal aprendida, decían, mirándose los zapatos y alisándose
constantemente sus costosas ropas mal llevadas y peor combinadas:
“Suidadanos, su conductamiento nos puede incurril a que haiga que cerrar y
no expander más mercancías” “Señor portero, lo que pasa es que aquí hay
niños y…” le decían desde el fondo de la cola. “No fueran traído a los niños.
Fuera sido mejor, señores. Los niños oclusionan muchas pérdidas de tiempo”
Hasta surgió un grupo que intentó disputarle el poder a los porteros: los
policías y los militares. Resulta que, valiéndose de sus uniformes, estos
funcionarios no hacían colas, sino que pasaban directamente. Y para colmo,
además de los productos para su propio consumo, sacaban grandes cantidades
de mercancía para revender. Producto de ello, en un primer momento, también
acumularon poder y dinero, por lo que entraron en conflicto con los porteros.
Sus intereses eran irreconciliables. Pero después de un incidente donde la
muchedumbre, harta de sus abusos, desarmó, golpeó y fusiló a cuatro guardias
nacionales y dos policías, se aprobó en la Asamblea una ley que prohibía a los
funcionarios hacer cola uniformados. Los vigilantes de los establecimientos y
los transportistas de las mercaderías, aunque en menor grado que los porteros,
también ganaron importancia. Todo esto sin mencionar los que, desde el
comienzo de la guerra económica, se dedicaron a hacer las colas y vender los
puestos. Pero estos no prosperaron mucho porque las mismas gentes se
organizaban y confeccionaban listas por orden de llegada.
Willians se despertó por unos ruidos que escuchó afuera, en la calle. Se
quedó un rato en la cama pensando en el extraño sueño y aguzando el oído
para determinar las causas del jaleo. Finalmente se puso de pie y se asomó por
la ventana. Justo frente a la puerta de su casa se apostaban, en fila, varias
sombras que hablaban en voz baja. A estas sombras, poco a poco, se le fueron
sumando otras más hasta formar una larga cola. Se quedó observando, en
silencio y en medio de la oscuridad, lo que hacían las sombras. Pasó el resto
de la noche asomado a la ventana.
A las seis decidió darse un baño. El agua, con un fétido olor y un color
turbio —“Las tres i del agua son: inodora, incolora e insabora” recordó que
decía su maestra de tercer grado—, corrió por su cuerpo terminando de
despertarlo. Pero no lo aseaba porque no tenía jabón. Su pelo, a pesar de que
era liso, estaba tieso por la falta de champú, parecía un casco impermeable: el
agua casi no llegaba al cuero cabelludo. Desde el baño, en medio del estrépito
del agua, le dijo a su esposa:
—¡Prepárame un revoltillo de huevos!
—Hay dos huevos, ¡pero no hay aceite para freírlos ni harina para hacer
arepas!— le respondió ella desde la cocina. Hizo una pausa, luego le preguntó:
—¿Te los sancocho y te los sirvo con el arroz que quedó de ayer?
Willians no le respondió, entretenido como estaba contándose las rosetas
que le dejaron las picadas de los zancudos.
—Creo que alimenté a todos los zancudos del barrio— le dijo después de
un rato.
—¿Qué? ¡Café no hay!— le dijo ella.
Willians se vio en el espejo: una completa y absoluta ruina. No se afeitaba
desde hacía quince días; no conseguía máquinas de afeitar ni hojillas. Un
amigo le dijo que con un pico de botella era lo mismo que con las hojillas.
“Me da miedo” le respondió cuando se lo propuso. “Él cree que tengo miedo
de cortarme. No sabe que es miedo a…”
Se alistó y salió a trabajar. Cuando intentó sacar su vehículo del garaje no
pudo: las personas que hacían la cola frente a su casa desde la noche anterior,
se negaban a dejar su lugar en la sinuosa y larga fila. Por lo que no tuvo más
remedio que irse a pie. A medida que avanza nota que las colas se
interceptaban unas a otras –la de la farmacia se tocaba con la de la carnicera;
la de la frutería se juntaba con la de la panadería; la del banco se interceptaba
con la de pagar el teléfono…— y que se bifurcaban o ramificaban haciendo de
la ciudad una sola e inmensa cola. El tiempo de espera en las colas era tanto
que las personas llevaban bancos y sillas de extensión para sentarse. Jugaban
dominó, ajedrez, cartas, sacaban crucigramas, muy pocos leían libros… otras
hacían un fogón y montaban una olla negra y abollada para preparar un
sancocho. Esto trajo la consabida consecuencia de la suciedad. La ciudad se
llenó de desperdicios: restos de empaques, papeles, bolsas plásticas, botellas,
latas, restos de comida que tiraba al suelo la inmensa e impersonal cola. Y lo
más asqueroso: cada diez o quince metros se tropezaba uno con un montón de
excrementos humanos secos y cubiertos de un enjambre de moscas. Y de todos
los rincones brotaba un intenso hedor a orines. Los comerciantes empezaron a
quejarse de la situación de insalubridad frente a sus negocios. Lo cual obligó a
las autoridades a instalar baños públicos portátiles cada cien metros. Sin
embargo, la situación continuó. Las personas no utilizaban esos dispositivos
porque: o siempre estaban dañados o no les gustaba. Cuando sentían la
urgencia, se formaban círculos de diez o doce, muy apretados unos contra
otros y viendo hacia el exterior de la circunferencia, mientras que en su centro,
de cuclillas, el interesado, hacía su necesidad. Al terminar, el círculo se
disolvía y quedaba, como una caries en medio de la acera, una gran deposición
coronada por la blanca cofia de un pedazo de papel sanitario.
En su camino, Willians pisó uno de estos montículos de desechos y no
pudo evitar pensar en los ciegos de Saramago que, confinados en un galpón,
deambulaban hediondos con los zapatos embadurnados de excrementos,
porque pisaban sus propias deposiciones del día anterior o las de su
compañero que acababa de defecar. Y en la súper cola de automóviles de
“Autopista del sur”, o en la que se hacía frente al cuarto de la Cándida
Eréndira.
Cuando llegó a su trabajo la puerta estaba obstruida por una ondulante
cola. Pidió permiso para pasar, pero le dijeron:
—Haga su cola, caballero.
—Pero es que yo no voy a comprar nada. Yo voy a entrar a mi trabajo –les
dijo él, esperando comprensión.
—¡Nada! ¡No importa! Haga la cola y cuando esté en la puerta, entra a su
trabajo.
Willians no insistió, pero pidió hablar con el portero. Pensó que, al
conocerlo, pues el funcionario lo veía entrar y salir del edificio cuatro veces al
día todos los días, lo dejaría pasar inmediatamente. Después de un buen rato,
el hombre, que se había dejado crecer una espesa barba, apareció envuelto en
un grueso abrigo de piel. Willians hizo un gran esfuerzo para no reírse. Le
explicó la situación y el portero le dijo: “Lo siento, señol, esta puerta está
abielta sólo para usted si va a comprar algo” Willians no pudo evitar pensar
otra vez en la literatura y evocó al portero de “Ante la ley”
Ante lo infructuoso de su esfuerzo se alejó y siguió caminando, paralelo a
la cola, por la ciudad. En una pared, borroneado por manchones de pintura,
leyó los restos de un grafiti: ávez vive! ¡..ucha sigue!
Hastiado, molesto, desalentado y sin rumbo, Willlians decidió abordar una
camionetica de pasajeros en la plaza. Tuvo que esperar durante dos horas —no
quiso subirse a uno de esos camiones de estacas—. Extrañamente iba medio
vacía y llevaba asientos disponibles. Pudo escoger dónde sentarse y optó por
uno al lado de la ventanilla. Apoyó la cabeza en el vidrio y se puso a pensar el
país. En la Av. Lara se subió un vendedor, charlero les llaman ahora, y se
dedicó a ofertar su mercadería. Uno que otro le compraba. Unos metros más
allá abordó un tipo visiblemente enfermo, demacrado y extremadamente flaco.
Dio los buenos días y, levantándose el borde inferior de la franela, mostró una
especie de tumor, parecido a un cerebro, cubierto de venas y finísimos vasos
capilares, que le brotaba inmediatamente debajo del ombligo. Seguidamente,
con una pobre dicción y utilizando una terminología falsamente médica, dio la
explicación de su enfermedad. Luego, con una mano extendida pasó por los
asientos solicitando las colaboraciones, mientras que con la otra se sostenía el
tumor como si fuera la barriga de una embarazada. A Willians le dijeron que
eso era mentira. Que eso era puro truco. Que era una masa de carne
descompuesta pegada ahí con pegamento y cubierta de mercurio cromo. Le
dieron ganas de arrancarle el tumor y desenmascararlo. Pero dudó: ¿y si es
verdad? Finalmente el hombre se apeó con unas cuantas monedas y billetes.
Unas cuadras más allá subió otro y mostró unas fotografías a todo color donde
aparecía un niñito con la cabeza excesivamente grande y unos tubos y
mangueras que salían del casi transparente cráneo rapado y a punto de estallar.
Willians se sintió como los primeros viajeros que llegaron a estas tierras al ver
todos esos animales fabulosos, nuevos, extraños, nunca vistos por ellos. Unas
criaturas inimaginables.
La camionetica se llenó. Entonces el colector empezó a ordenarles a los
pasajeros que se echaran para atrás. Cada vez que el chofer se detenía a
recoger o dejar pasajeros, el colector bajaba de la camionetica y desde la calle
y a través de las ventanillas les gritaba que se movieran: “¡Hey, tú, el de
camisa azul, muévete para atrás! ¡Mira, tú, el de la gorra, dale pa´ tras, pa´
tras…! ¡No me hagan sacar el tubo, señores! ¡Voy a sacar el tubo!” A pesar de
las amenazas la gente continuaba amontonada en la parte delantera, uno que
otro se movía hacia atrás. De repente, el colector buscó debajo del asiento que
ocupaba al lado del chofer y sacó un tubo de acero inoxidable como de un
metro. Lo blandió amenazante, como una espada, frente a los pasajeros. Y,
luego, apretó un botón negro en el centro del tubo. Inmediatamente, con un
sonido metálico, el tubo duplicó su tamaño. Entonces el colector lo tomó
exactamente por la mitad, se lo colocó entre el pecho y el abdomen, como los
equilibristas que caminan en la cuerda floja, y anunció: “¡Agachen la cabeza!”
y empezó a avanzar por el pasillo hacia el fondo de la camionetica. Los
pasajeros que iban sentados bajaron inmediatamente la cabeza. Los que iban
de pie fueron empujados y represados en el fondo. La parte que quedó
desocupada con la operación del tubo se llenó enseguida. Desde afuera se
parecían a los desahuciados pasajeros de los autobuses de una de esas pinturas
de Pedro León Zapata.
La camionetica continuó su periplo. En una esquina de la Av. Bolívar, la
cual parecía un bazar árabe, había un hombre vendiendo desodorantes.
“¡Desodorante!” pensó Willians, y disimulada y rápidamente, para que no lo
vieran, levantó un brazo y se olió la axila. Ya el calor había empezado a
sacarle el mal olor que lo acompañaba desde hacía mucho tiempo. Continuó
observando. En otra esquina estaba un tipo con una pirámide de dos metros de
alto de papel sanitario. Un cartelito, al pie de la inmensa pirámide, decía: 600
Bs el rollo. Una señora, que hacía cola frente a una farmacia con un niñito en
los brazos, lo bajó y lo puso a orinar al borde de la acera. El potente chorro de
orine infantil describió una larga y pronunciada parábola que despedía
destellos ambarinos bajo el sol de la mañana. “Cuando sea grande este niño
hará sus necesidades en cualquier parte” pensó Willians. Más adelante un
hombre se paseaba de un extremo a otro de la cuadra con un cartel que le
cubría el pecho y la espalda. El anuncio decía: Cambio pastillas
anticonceptivas y condones por caraotas, harina o espaguetis.
Willians decidió bajarse. Esta parte de la Av. Bolívar, no sabía por qué,
siempre le había gustado. Apenas comenzó a caminar, escuchó que la señora
que iba delante le dijo a la hija: “¡Ten cuidado que vamos a llegar a donde está
el caimán!” Entonces se desviaron un poco, y Willians casi tropieza con un
gigantesco caimán que estaba en un pequeño pozo que se formó en una
especie de depresión del asfalto. El animal, completamente inmóvil, con las
fauces abiertas y unas lágrimas que le rodaban por la escamosa y accidentada
piel, dibujaba un semicírculo entre su inmensa cabeza y su descomunal cola.
“Debe medir como tres o cuatro metros” pensó Willians. Permanecía tan
quieto que parecía que estaba muerto o que era de juguete. Sus fauces, de
dientes muy separados y torcidos, se parecían a las bocas de los compradores
de las colas. Asombrado, Willians se detuvo a ver al animal. A la gente parecía
no importarle la presencia del caimán en medio de la calle. Lo miraban
rápidamente, de pasada, como ver a un mendigo en la acera — o a un perro
muerto tirado en la carretera, tarareó Willians— y siguen su camino como si
nada. Los clientes que iban a entrar a un banco, ubicado casi frente a donde
estaba el caimán, se pegaban a la pared para evitar molestar al animal. Uno de
los empleados del banco, que salió a fumar, al terminar, le arrojó la colilla al
animal. “¿¡Es de verdad!?” le preguntó Willians. “¡Claro! Mire” le dijo, y con
la punta del pie tocó el extremo de la cola del caimán. El animal, con un
rápido y violento movimiento, que salpicó agua y barro en todas direcciones,
giró la cabeza hacia donde fue tocado. Y se quedó otra vez inmóvil, dibujando
un semicírculo; ahora en sentido contrario. Willians no pudo evitar pensar en
el cuento “Lágrimas de cocodrilo” del cubano Piñera. Entonces lo asaltó un
pensamiento escalofriante: se imaginó a la gente, corriendo en medio de la
lluvia y la oscuridad de la noche para abordar un autobús, pisar al caimán que
está medio sumergido esperando a su presa. Y le pareció algo surrealista que,
en una ciudad donde te pueden matar en un asalto; donde una bala perdida te
puede atravesar la cabeza; donde los cuerpos de seguridad te pueden
desaparecer; donde las bandas de narcotráfico te pueden asesinar porque tu
liderazgo les entorpece su negocio; donde un automovilista borracho te puede
arrollar…, mueras comido `por un caimán. Todas estas cosas le hicieron
sentirse confundido… desalentado. “Provoca irse de esta vaina” se dijo.
Entonces pensó en algunos amigos que se habían ido del país. “Huir no
soluciona nada, Willians. Los problemas hay que enfrentarlos” le decía
siempre su padre. Y en un instante vio el panorama mundial: En Colombia se
están matando desde 1948. En México el Estado desaparece y mata a 43
estudiantes, o el narcotráfico asesina a 135 políticos aspirantes a algún cargo.
En Noruega un ultraderechista mata a 77 personas. Es juzgado y condenado a
25 años de prisión. Luego, como estaba incomunicado en su cómoda celda,
demanda y gana la demanda: el Estado debe pagarle 35.000 Euros porque se
estaban violando sus derechos. En España, donde la gente se suicida porque
los desahucian, y en Europa en general, mandan los banqueros. En los países
árabes los gringos comienzan una guerra cada vez que les da la gana o para
subir en las encuestas y ganar votos. En África se están muriendo de hambre.
En China no se sabe si hay Capitalismo o Socialismo. Cuba ya se entregó. La
Unión Soviética ya no existe…
Willians siguió caminado y pensó, ¿será este el caimán que nos va a
devorar a todos al final?
A Rodrigo le pareció reconocer algunos giros idiomáticos de su hija en el
relato, pero no le dio mayor importancia. Dobló el periódico, enchufó la radio
y sintonizó una emisora que complacía las peticiones de los oyentes. Marco el
número de la estación y pidió que le colocaran dos canciones: El ratón
vaquero y Un beso y una flor. Luego marcó el número de su hijo.
—Hola, soy yo. Tu papá… — dijo cuando, del otro lado, preguntaron
quién era.
Pablo se extrañó muchísimo. Era la primea vez, desde que se había ido,
hacía doce años, que él lo llamaba.
—¡Hola! ¡Bendición! ¿Qué pasa, papá? ¿Pasó algo? ¿Mi mamá está bien?
¿Cómo están las muchachas?
—Todo bien… No pasa nada. Todos están bien. Y tú ¿cómo estás?— en
ese momento empezó a sonar en la radio El ratón vaquero. Rodrigo tuvo que
morderse la lengua fuertemente para no estallar en llanto.
—¿¡Y ese milagro!? ¡Tú llamando para acá! ¿¡Seguro que todo está bien!?
— dudaba Pablo.
—Si, sí… todo está bien. No te preocupes. Te llamaba para hablar contigo.
Oírte. Saber cómo estabas. Decirte algunas cosas… Por ejemplo, pedirte
perdón si alguna vez hice algo que te ofendiera… algo que no te gustara… Yo
siempre actué pensando que hacía lo correcto para ustedes… Pero hoy me doy
cuenta que hubiese sido mejor si me hubiera marchado antes de someterlos a
ese calvario diario de las peleas entre tu mamá y yo —mientras decía esto sacó
de su bolsillo los sobrecitos de mata ratas, vio las negras ratas del anuncio
cruzadas por una línea roja oblicua, los destapó y los vertió en el frasco de
agua mineral. Enseguida el agua cambió de color: se puso oscura como el
Nestea que tanto odiaba. De golpe pensó algo estúpido, sin importancia para el
momento: “¿Y cómo van a saber que estoy aquí? ¿Cómo van a encontrarme?”
Pero enseguida se dijo: “Buen… estaré aquí hasta que me encuentren… hasta
que descubran” Del otro lado su hijo le decía algo, pero era como si no fuera
con él. En la radio terminó de sonar El ratón vaquero. Hicieron una pausa,
dieron la hora e identificaron la emisora. En ese momento recordó que esa
pequeña radio se la regaló él a Constanza en un cumpleaños. Entonces tomó el
primer sorbo que le costó mucho tragar; parecía que estaba tragando sólidos:
triángulos, cuadrados, círculos, rectángulos. Le dijo adiós a Pablo y empezó a
sonar Un beso y una flor.

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