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CAPITULO SEXTO

LA MADUREZ

“Bienaventurado quien, habiendo a tiempo madurado,


ha sido joven en la juventud.”

Alexandr Pushkin

“En la mitad de esta terrenal vida...”

La madurez como responsabilidad

El problema de ‘la norma” de la personalidad

¿Por qué a las personas no les gusta “su” edad?

La “crisis de identidad”, la “hipocondría” y la “muerte en el contexto de los


objetos”

¿La “vejez de la juventud” o la “juventud de la vejez”?

A. S. Pushkin. Obras en 10 tomos. Moscú-Leningrado, cd. de la Academia de


Ciencias de la URSS, 1949, t. 5, p. 169.
“En la mitad de esta terrenal vida...”

Dante tenía 33 años cuando en su genial obra La divina Comedia escribió


las palabras que sirven de encabezamiento a este parágrafo. Quisiéramos que el
lector advirtiera en esta forma poética la autoconciencia de la edad que poseía el
gran poeta. El se siente un hombre maduro que no se encuentra al comienzo ni
al final del camino, sino en la mitad, en la flor de sus fuerzas, cuando la
sabiduría del refrán francés Si la vid lesse pouvait, si la jenensse savait’ (“Si la
vejez pudiera, si la juventud supiese”) no parece tan sabia, porque a los 33 años
no se es viejo ni excesivamente joven; ya puede y sabe todo; él comienza la
primera página de su obra poética, lleno de grandiosa tranquilidad, ajeno a toda
agitación llana y a todo lo transitorio. ¡Pero no ajeno a la vida! Es Dante, el
poeta y el hombre maduro.

Los antiguos griegos llamaron a esta edad y al estado del alma que la
acompaña akme, lo que significa la cumbre, el grado más alto de algo, la época
de florecimiento, es decir, el momento de mayor esplendor de la personalidad
humana, cuando el individuo adquiere lo que los ingleses llaman identity. Es
necesario decir que en la antigüedad la actitud hacia esta edad era de mucho
respeto: la cultura clásica antigua (ante todo la literatura) estaba interesada
justamente por el hombre, el guerrero, el ciudadano en la edad en que “se
realizan cosas”. A los viejos se los respetaba por lo hecho cuando ellos tenían la
edad akme, por la experiencia entonces acumulada; a los niños, por su futuro
como ciudadanos, por lo que se esperaba de ellos en su akme. No es importante
si el término “akme” resulta adecuado o no; más bien es un asunto de gustos.
Mucho mas importante es la idea de la madurez como akme y no sólo porque,
de una u otra manera, existió en muchos pueblos (se mencionaban las edades de
45, 50, 55 años, etc.). La idea de la madurez como florecimiento de la
personalidad tiene no sólo un interés histórico y cultural; es importante desde el
punto de vista de los problemas actuales de la psicología de la madurez.

El psicólogo suizo Edouard Claparéde, uno de los representantes más


eminentes de la llamada psicología funcional, que examina los “fenómenos
psíquicos desde el punto de vista de su función en la vida, de su lugar integral
en el conjunto del comportamiento en todo momento”, señaló que la edad
madura es idéntica a una detención, a una “petrificación” en el desarrollo. En
cierto sentido, esta tesis es la conclusión lógica de la idea que considera la
adultez y la madurez como finalidad del desarrollo de la persona. Según muchos
psicólogos, el desarrollo se detiene en esta etapa y es sustituido por simples
cambios en algunas características psicológicas. Tal es, en esencia, la posición
del Comité de Desarrollo del Hombre, adjunto a la Universidad de Chicago, en
cuyos trabajos se plantea el concepto, en principio importante desde el punto de
vista metodológico y práctico, de “tareas del desarrollo”. Para cada escalón de
la vida humana se formulan una serie de “tareas del desarrollo”, bastante
concretas y detalladas; estas tareas son diferentes para la niñez preescolar y la
escolar, para la juventud temprana y avanzada, etc. Sólo en relación con la
persona madura no se plantean “tareas del desarrollo” y esto no es casual, sino
el resultado de la concepción teórica que tienen en su base los trabajos en
cuestión.

Se trata de una posición completamente determinada, ampliamente


difundida en la psicología evolutiva contemporánea: la madurez, akme , es la
finalidad y al mismo tiempo la terminación del desarrollo.

¿Qué hacer entonces con las edades mas tardías de la vida humana? Si en
la madurez se termina el desarrollo, ¿qué representa entonces la vejez? ¿Cómo
calificar la conducta de Michelangelo que, a los 90 años de edad, cuando un
cardenal le preguntó qué hacia, un día de frío viento, a la entrada del Coliseo,
respondió: “Aprendo!” ¿Es el capricho de un genio? ¿Cómo es posible que un
anciano aprenda, es decir se desarrolle, y perfeccione si, según la lógica de la
concepción anteriormente comentada, no tiene ninguna “tarea de desarrollo” y
está “petrificado”? Pero Michelangelo aprende y afirma el derecho del hombre a
autodesarrollarse y perfeccionarse ilimitadamente.

Desde el punto de vista de los psicólogos soviéticos, el proceso de


desarrollo del hombre es, en principio, infinito porque el desarrollo es el modo
fundamental de existencia de la persona. Al mismo tiempo, el desarrollo de la
personalidad en la madurez tiene sus peculiaridades psicológicas específicas y
nos detendremos a analizarlas.

La madurez como responsabilidad

La conciencia de la responsabilidad y la aspiración a ella es el rasgo


decisivo de la madurez. Jurídicamente, la persona responsable es la persona
responsable ante la ley. Desde el punto de vista psicológico la persona
responsable es la que responde por su comportamiento, por el contenido de su
vida y lo hace, en primer lugar, ante sí mismo y ante otras personas.

La capacidad para juzgar personalmente y la aptitud para elegir la línea


de conducta es el elemento principal de la responsabilidad. De manera general
podemos considerar que estas dos características constituyen los atributos de la
individualidad desarrollada. La individualidad es la principal conquista de la
madurez: lo que con la edad el hombre maduro pierde en espontaneidad es
sustituido por una individualidad mas desarrollada, la que se manifiesta de la
manera más clara en los dos momentos ya mencionados.

El conocido escritor Thornton Wilder en su novela Los Idus de Marzo,


vinculó de manera un tanto paradójica la responsabilidad con la libertad, al
señalar que “la libertad es responsabilidad”. Nos parece que este juicio muy
profundo permite aclarar las tesis con las que iniciamos el presente parágrafo.
Al examinar la vida del hombre no podemos dejar de advertir que, a primera
vista, ella representa un continuo pasaje desde un estado en que la persona es
libre y su vida no está ligada con ninguna actividad determinada, a un estado de
dependencia cada vez mayor con respecto a sus actividades vitales. En la
juventud asimiló y dominó un amplio espectro de capacidades para realizar
distintos tipos de actividad y en la madurez no puede dejar de experimentar la
pérdida de su libertad en relación con estas actividades. Sobre el hombre
maduro pesa la historia de su vida, su experiencia vital, producto de la actividad
que ha realizado ininterrumpidamente durante toda la etapa anterior de su vida.

En determinado sentido, sobre la actividad pende la “maldición” del


resultado, por cuanto ella se objetiva en sus productos, uno de los cuales es la
propia personalidad humana, lo que el hombre hizo de sí mismo. La “tentación
de probar los frutos del saber”, la actividad humana, no tiene nada en común
con la conservación del estado de equilibrio con el mundo, porque no es posible
adquirir el “capital” de las capacidades humanas sin perder la “inocencia”. El
hombre paga con su personalidad por la vida; salda con su carácter, la actividad;
con su conciencia cotidiana, la posibilidad de creación. Libre para elegir según
el llamado de su corazón la esfera de actividad, la profesión, el compañero de su
vida que le son caros, con ello depende de su esfera de existencia, está limitado
por la esfera profesional de aplicación de sus capacidades, por las obligaciones
ante la familia. Es muy difícil romper estos lazos, incluso si le parece que, por
ejemplo, su unión matrimonial es casual y puede fácilmente rechazarla; el
resultado de esta engañadora “facilidad” son traumas espirituales que se
cicatrizan muy lentamente.

Y he aquí que encontrándose en esta situación de dependencia


multilateral, obligado a aceptar la carga de lo vivido hasta ese momento,
estando al parecer totalmente privado de libertad, el hombre comienza a
comprender el poder de la necesidad y la objetividad de las relaciones sociales
en las que está incluido... ¡y se convierte en un ser libre!

Tratemos de analizar el problema con más detalle.

Hegel planteó muy agudamente una cuestión fundamental de la


concepción del hombre: la correlación entre la determinación externa y la
libertad de la voluntad. Hegel señala que “la unidad viva del espíritu” (es decir,
el hombre) se resiste a ser desmembrada en capacidades, en fuerzas que se
representan como mutuamente independientes o, lo que es lo mismo en
actividades presentadas de esa forma. Sin embargo, Hegel comprendía bien que
en presencia de la división del trabajo, esta situación representa históricamente
una contradicción objetiva. Por eso dice que existe una gran necesidad de
comprender esas contradicciones entre la libertad del espíritu y los estados de su
determinación, etc. Hegel resuelve esta cuestión de la siguiente manera: el
espíritu por su concepto (sustancia) es libertad y en este sentido se contrapone a
la naturaleza. En la naturaleza no reina la libertad, sino la necesidad.
Inicialmente, el espíritu es libre sólo en concepto (“personalidad pura”). Cuando
comienza a desarrollarse el espíritu se vincula con el mundo sensible
(individualidad de la corporeidad) y la realización de su libertad (desarrollo de
la personalidad) procede por etapas (individualización del sujeto cognoscente);
la cima de este movimiento (su finalidad) es el saber absoluto en forma de
filosofía. La determinación externa es ajena al espíritu, por eso existe para el
espíritu como momento verdadero sólo en forma de necesidad (y es captado
sólo como aquello que tiene la posibilidad de ser real en el pensamiento y que
está de acuerdo con sus leyes objetivas). En este sentido, según Hegel, la
libertad es el conocimiento de la necesidad.

Si eliminamos del pensamiento de Hegel la cáscara del idealismo


objetivo, si rechazamos la concepción del hombre como “espíritu”, la
absolutización del conocimiento filosófico y otros atributos de la especulación
hegeliana y tratamos de conservar lo importante, “... la interpretación
materialista de la dialéctica de Hegel...”, debemos reconocer que su idea de la
libertad como conocimiento de la necesidad es, en principio, justa y
constructiva. Permite resolver la paradoja existencial que nos obligó a exponer
el pensamiento hegeliano, a saber: ¿cómo resolver el problema de la libertad y
la necesidad, que constituye el dilema vital para el hombre en el umbral de la
madurez? Hegel lo resuelve de la siguiente manera: pone al hombre ante la
necesidad de aceptar las condiciones que le impone el mundo y aceptarse a sí
mismo y a la libertad de su voluntad como libertad de elección de la necesidad
de transformar el mundo de acuerdo con la idea que él encierra, en con-
traposición a los sufrimientos hipocondríacos derivados de ideales abstractos y
de la sed irracional por una subjetividad universal (“idealismo exagerado”,
según la expresión de Vissanon Belinski). Sin embargo, la mayoría de las
personas, al pasar a la vida práctica, resulta sumergida en una determinada
esfera objetal; los objetos de sus ocupaciones pueden cambiar en sus peculia-
ridades especificas, pero en ellos siempre actúa una cierta regla general o ley. Al
conocer el contenido objetal de la realidad en sus manifestaciones particulares,
el hombre se eleva sobre el objeto sólo cuando reconoce en estas
particularidades algo universal. Cuando su propia actividad alcanza la
correspondencia con su objetivo (digamos, cuando se ha formado como
profesional), el hombre se hace capaz de transformar el objeto de su actividad,
introduciendo en él el momento de su individualidad (lo nuevo). De esta forma,
el hombre al realizarse en el objeto, al fundirse con él, adquiere un cierto
“equilibrio” con ese objeto, ya no encuentra en ‘sus objetos ninguna resis-
tencia”.
Luego de esta obligada excursión a la filosofía debemos volver a la esfera
del análisis psicológico. Ante todo, saquemos las conclusiones de las tesis
citadas, tratando de formularlas mas concretamente que en la filosofía. En el
umbral de la madurez el hombre resuelve el dilema existente entre la libertad y
la necesidad en su actividad y con ello define su lugar en la vida y reflexiona
sobre su modo de vida y actividad. Para ser libre el hombre debe aceptar como
propias las condiciones objetivas de su actividad; con ello se convierte de
“subjetividad vulgar”, como diría Hegel, en individualidad que, sobre la base de
las formas y modos asimilados de actividad se afirma a sí misma en el mundo
como sujeto responsable con su forma de comportamiento y juicios propios.

¿Cómo se convierte la actividad normativa, socialmente establecida (y,


por ello, impersonal) del hombre en actividad individual? Esta es la pregunta
que exige respuesta.

El problema de “la norma” de la personalidad

Comencemos con el planteo más general del problema.

El psicólogo soviético B. S. Bratus señaló una interesante particularidad


de las ideas contemporáneas de la personalidad madura: sabemos mucho más de
sus anomalías y desviaciones patológicas que de la personalidad “normal”,
desde el punto de vista psicológico. No cabe duda que la psicopatología es una
importantísima disciplina psicológica y que sus datos pueden aclarar muchos
aspectos de nuestra vida espiritual pero no todos, aunque en la psicología se han
realizado intentos semejantes (por ejemplo, la ampliación desmedida del
concepto de neurosis en el psicoanálisis). El psicólogo norteamericano Gordon
Allport, representante de la “psicología humanística” (surgida como reacción al
énfasis excesivo en psicopatología, a los intentos de construir la teoría de la
personalidad sobre el estudio de sujetos “endebles”) considera que se debe
estudiar la personalidad mediante la generalización de las cualidades creadoras
que caracterizan a los representantes más destacados del género humano ~. La
psicología de la personalidad abarca desde las cumbres del espíritu humano
hasta sus aspectos más recónditos e indecorosos. En una palabra, las categorías
de “medida” y “norma” no gozan de mucho respeto porque el dilema de la
psicología que estudia la personalidad madura es el siguiente: la “disolución” de
la personalidad sana en la personalidad neurótica y el desconocimiento del
carácter especifico de la primera o la absolutización de la personalidad
eminente, creadora.

Este es el momento más adecuado para decir algunas palabras sobre los
métodos que emplea la psicología para estudiar la personalidad madura. Se sabe
que el método es el alma de cualquier ciencia. El nivel de desarrollo de la
ciencia, la verdadera riqueza de su contenido, la importancia de sus conclusio-
nes, están determinados, a fin de cuentas, por el estado y el desarrollo de los
métodos. Cuando hablamos de métodos nos referimos, en esencia, a los medios
de investigación. En este sentido cabe preguntarse: ¿de qué modo (por medio de
qué métodos) podemos estudiar el desarrollo de la personalidad a lo largo de
toda la vida?

Estos métodos son muy diversos. He aquí algunos ejemplos: el psicólogo


norteamericano David Levinson estudió la psicología de personajes literarios y
cinematográficos, presuponiendo que la literatura y el cine reflejan, en forma
bastante completa y concentrada, los rasgos más típicos de la psicología de
nuestros contemporáneos. Otro psicólogo norteamericano, Roger Gowed,
colega de Levinson, realizó 600 entrevistas con 300 pacientes de clínicas
psiquiátricas y con 300 personas sanas que voluntariamente se prestaron a
ayudar al investigador. Finalmente, un tercer psicólogo norteamericano, George
Vailliant utilizó otro método, llamado investigación “longitudinal”: a lo largo de
38 años observó la vida de 268 egresados de la universidad de Harvard,
habiendo comenzado el trabajo cuando él mismo y sus sujetos eran aún jóvenes.
Las personas seleccionadas para la investigación respondían a determinados
cuestionarios cada seis meses o un año.

La observación, el cuestionario, la entrevista son métodos tradicionales


de la psicología. Pero esta lista puede continuar: tests psicométricos,
experimentos de constatación y de formación (de enseñanza), caracterizaciones
psicológicas (método sintético), análisis de las biografías, anamnesis, diarios,
correspondencia, autobiografías, encuestas, informes verbales, memorias: todos
estos métodos y muchos otros se encuentran a disposición del psicólogo
contemporáneo que estudia el desarrollo de la personalidad; puede utilizar todo
el arsenal de métodos y procedimientos psicológicos.

Parecería que con ayuda de todos estos métodos científicos, los


psicólogos deberían haber aclarado hace tiempo las características normativas
de la actividad del hombre y estar en condiciones de establecer las
características normativas de las distintas edades y sus desviaciones. A primera
vista y basándonos en cl material que hemos expuesto, deberíamos haber
formulado algunas normas de la actividad. En parte lo hicimos cuando dijimos
que en la infancia preescolar lo normal es el desarrollo de la personalidad en cl
juego, que lleva a la estructuración de determinadas neoformaciones psico-
lógicas. Sin embargo, en este terreno no es posible hacer afirmaciones
categóricas, porque el carácter normal de la actividad y de la personalidad
siempre es relativo. Aclaremos este asunto.

Alexéi Leóntiev, cuyos trabajos hemos citado reiteradamente, al analizar


el desarrollo ontogenético de la personalidad señaló que en el proceso de
asimilación de los procedimientos universales de acción con los objetos, en
cuyo curso tiene lugar el desarrollo psíquico, el hombre realiza con las he-
rramientas, con los instrumentos, con los objetos teóricos “una actividad
práctica o cognoscitiva que es adecuada (aunque no idéntica) a la actividad
humana en ellos encarnada’. A. Leóntiev aclaró un tanto su idea: “... La relación
adecuada del hombre hacia el instrumento se expresa ante todo en que aquél se
apropia (práctica o teóricamente, sólo en su significado) de las operaciones
encarnadas en el objeto, desarrollando así las capacidades humanas” . El
carácter adecuado consiste en la correspondencia con el modelo (o norma de la
actividad) plasmado en el contenido objetal. Pero ¿qué significa esta aclaración
sobre la “no identidad” del modelo y de la actividad para asimilarlo? A nuestro
juicio, esto no es una aclaración, sino un momento fundamental del enfoque
para el que la actividad constituye el principio explicativo del proceso de
desarrollo psíquico; si no se tiene en cuenta ese momento fundamental no es
posible interpretar correctamente dicha concepción. La esencia del asunto es la
siguiente: aunque la apropiación de los procedimientos universales de acción
(de las capacidades) tiene lugar sobre la base de los modelos históricamente
elaborados de actividad, ni el proceso ni el resultado de esta asimilación son
idénticos al procedimiento universal de acción, aunque son adecuados a éste. En
forma más categórica podemos decir que al asimilar cl modelo, el hombre no lo
reproduce, sino que lo crea de nuevo y, a veces, la creación no resulta igual al
modelo. Para hablar estrictamente, en el curso de su desarrollo como
personalidad el hombre no asimila nada, si se entiende por asimilación la
reproducción del modelo, sino que crea de nuevo este modelo según el motivo
que se encuentra en el contenido de la actividad objetal. Cada acción objetal,
por más adecuada que sea al modelo, siempre es única. En esto consiste la base,
desde el punto de vista de la actividad, del proceso de autodesarrollo personal
en el cual el individuo crea continuamente su mundo, lo compara con el medio
objetal en el que vive y que ha sido elaborado y asimilado en el proceso de
antropogénesis y en la historia de la humanidad. Incluso cuando parece que el
hombre sólo imita determinada forma de actividad y de personalidad, de
cualquier manera, él incluye en este acto la actividad de su personalidad y
transforma así la norma en base pasiva para modificarse a sí mismo.

En esto consiste la posición ambivalente de las formas normativas de la


actividad, las que en todo momento se encuentran bajo la amenaza de
destrucción, cambio, transformación en alguna otra cosa. En este sentido la
norma siempre existe... y no existe nunca, por cuanto la tarea de asimilar la
norma es al mismo tiempo la tarea de destruirla, de superarla en una nueva
cualidad.

Algo análogo ocurre con la personalidad del hombre, la que es el


resultado inevitable, aunque secundario, de su actividad (ya que el hombre
construye su personalidad también cuando no se lo plantea como objetivo
especial). La personalidad siempre se corresponde con ciertas ideas sobre el
hombre, sobre su papel en la vida y sobre qué es lo humano en el hombre, en
dependencia de las peculiares condiciones socio-históricas y culturales; sin
embargo, la personalidad nunca coincide literalmente con estas normas, no es
idéntica a ellas. A fin de cuentas, incluso la tipificación, o sea, el intento de cla-
sificar lo que se encuentra con mayor frecuencia en las personas, lo que se
repite, no es más que un procedimiento teórico. En la vida no hay dos personas
absolutamente idénticas, como tampoco en la naturaleza se puede encontrar dos
objetos absolutamente idénticos, sean las hojas de un árbol, las gotas de agua de
un río o los átomos de una molécula. Son nada más que parecidos.

Esta comprensión de la actividad y de la personalidad implica


determinado enfoque del problema de las normas aplicables al desarrollo
psíquico. La norma, si se entiende por ella el modelo de la actividad, la
combinación típica y más frecuente de las cualidades humanas, siempre
constituye una faceta (aunque indispensable e importante) de la actividad
humana y la base para el proceso de automovimiento del hombre, su
autodesarrollo.

Veamos cómo estas tesis se aplican en la psicología evolutiva.

¿Por qué a las personas no les gusta “su” edad?

El estadístico francés Moreau de Jonnés una vez señaló con amargura ‘:


“Es casi imposible establecer con una preciSión más o menos aceptable la edad
de las personas porque algunos no la saben y otros la ocultan”. Desde el punto
de vista psicológico es más interesante el segundo grupo, que incluye a las
mujeres y... a los viejos; si las primeras al parecer en todo tiempo y lugar tratan
de disminuir su edad (es decir, ocultarla), los segundos, por más extraño que
parezca, tienden a exagerar la duración de su vida. Unas y otros desesperaron a
mas de un demógrafo que intentó inútilmente comprender, por ejemplo, por qué
en una misma cohorte evolutiva (es decir, las personas que nacieron en un
mismo año), si se calcula primero la cantidad de niñas adolescentes y, un tiempo
después, la cantidad de mujeres entre los 18 y 30 años, éstas son mucho más
que las primeras, lo que, claro, la matemática no puede tolerar. Nadie, en su
sano juicio, puede suponer que estas niñas, crecieron y, al mismo tiempo, se
multiplicaron. La explicación de este rompecabezas demográfico (el “exceso”
de mujeres jóvenes) es sencilla: muchas mujeres de mayor edad, en situaciones
no oficiales y estrictamente oficiales (como lo es un censo de población) se
esfuerzan por “quitarse” unos cuantos años. Entre paréntesis la “justa ira” de los
demógrafos no toma en cuenta el “contexto cultural”, ya que nadie debe pasar
por alto el que los temas científicos pueden ser, al mismo tiempo, delicados. El
poeta romano Ovidio advirtió que nunca se debe preguntar a la mujer su edad...
especialmente si no es joven, si ya ha pasado la flor de la vida y si debe
arrancarse las canas. Sólo una persona infinitamente ingenua puede considerar
la coquetería femenina un prejuicio!

Al contrario, los viejos y, más aún, los longevos, tratan por todos los
medios de agregarse años; algunos “recordistas” se las ingenian para agregar
veinte y hasta cuarenta años a su no poca edad. El investigador alemán Oscar
Anderson llamó a este fenómeno “coquetería senil”. Menciona el caso de una
persona que dijo tener 121 años, cuando su edad real era de 85; esa misma edad
se atribuyó otro, que tenía en realidad 80 (se agregó 41 años)’. Según la opinión
de los demógrafos de la ONU, la exageración de la edad por parte de los
ancianos se debe, frecuentemente, al deseo de obtener diferentes beneficios
antes de lo que corresponde. Sin entrar en detalles digamos, sin embargo, que
seguramente no es ésa la única explicación del fenómeno.

Por lo visto existe un fenómeno particular —la coquetería de la edad—


cierto deseo pertinaz de ser o, por lo menos, parecer una persona de otra edad.
Una niña pequeña —casi un bebé— insistirá con ardor, hasta las lágrimas, que
“no es pequeña”, aunque aún lo es y lo sabe bien. El adolescente está ansioso
por que lo reconozcan como un adulto y así lo llamen. Sobre las mujeres que
“se rejuvenecen” ya se ha escrito todo y lo hicieron todos los que, en algún
momento, desearon referirse a este delicado tema. Entre paréntesis, digamos
que en igual medida muchos hombres pueden entrar en la categoría de quienes
desean parecer más jóvenes; tratan esforzadamente de ocultar su edad y, en
primer lugar, sus poco agradables atributos: abdomen, calvicie, sienes canosas.
Resulta paradójico, pero es un hecho real que a muy pocas personas les gusta la
edad que tienen en realidad y se esfuerzan por parecer de un grupo evolutivo
mayor o menor. ¿Cómo explicar este capricho de nuestra autoconciencia
evolutiva?

El fenómeno señalado ha interesado mucho a los psicólogos; sin


embargo, las investigaciones se realizaron predominantemente en la psicología
infantil. Así, a los niños de 6 a 12 años, que investigaron Bianca Zazzo y una
sede de psicólogos franceses, se les propuso elegir la edad preferida: ser un niño
pequeño, conservar su edad real o ser mayor. Además, en las entrevistas se
preguntaba al sujeto si querría ser ahora sólo un año mayor o convertirse
rápidamente en joven o en adulto. B. Zazzo partió de la premisa siguiente: la
aceptación de la propia edad real es un indicador de mayor madurez, de un nivel
más alto de autoconciencia y autovaloración. Esta presunción nos parece (y
trataremos de mostrarlo más adelante), en general, discutible. Pero veamos
primero los resultados obtenidos por B. Zazzo.

Ella estudió niños de diferentes capas de la sociedad francesa (“obreros”,


“empleados” y “personal superior”) y las diferencias evolutivas y
socioculturales de las respuestas que obtuvo fueron bastante claras, Los niños
fueron unánimes prácticamente sólo en una cosa: en no desear ser pequeños. En
los hijos de “obreros” y del “personal superior” domina el deseo de ser adultos.
Es verdad que, con la edad, los niños comienzan a preferir con más frecuencia
su propia edad (ocurre antes en los niños del “medio social más alto”, es decir,
del “personal superior”). B. Zazzo interpreta estos hechos como indicadores de
un “gran infantilismo” en los niños provenientes del medio obrero, aunque
señala que las orientaciones de los adultos ejercen una influencia importante: en
un medio social más alto se enfatiza el desarrollo de la persona (madurez moral,
independencia, nivel de intereses, etc.); en el medio obrero, la madurez práctica,
la adaptación a las exigencias ligadas con el rol social. Los niños de los
“empleados” en todos los casos ocupan una posición intermedia.

Un mérito del trabajo de B. Zazzo y sus colegas es la gran atención que se


presta al medio social de desarrollo de la personalidad: las diferencias obtenidas
en este plano son importantes y demostrativas. Pero ahora nos interesa otra
cosa: la aceptación de la “propia edad” o la preferencia por otra. La conclusión
de B. Zazzo de que las ideas acerca de si mismo son una fuerza motriz esencial
en el desarrollo de la personalidad es incuestionable. Pero estamos dispuestos a
discutir su conclusión de que al evaluar positivamente su Yo actual, el niño y el
adolescente integran su desarrollo pasado y, de esta forma, se preparan para la
etapa posterior. A nuestro juicio, esta tesis contiene sólo una parte de la verdad y
refleja únicamente una cara de la medalla. Como hemos dicho varias veces, la
aspiración a convertirse en adulto es un factor tan importante del desarrollo de
la personalidad en la niñez como la tendencia aquí señalada de conservar su
edad. Más aún, en los adolescentes la predominancia de la satisfacción con su
edad puede ser un freno para el desarrollo de la personalidad (recordemos el
concepto de infantilismo). Por lo visto, se debe considerar preferible una
determinada unidad de satisfacción e insatisfacción, la coexistencia y la lucha
interna de tendencias motivacionales contrapuestas. Llamamos a esta
particularidad de la autoconciencia evolutiva (que no consideramos un atributo
exclusivo de niños y adolescentes) un tipo de formación psicológica en
presencia de la que el hombre, asimilando determinados procedimientos de
acción, pensamiento y conducta normativos para la edad dada, experimenta, al
mismo tiempo, satisfacción por los logros e insatisfacción por el nivel
alcanzado, a la luz de las tareas de su desarrollo futuro. En esta situación son
legítimos tanto el esfuerzo por corresponder a su edad como el deseo de pasar a
otro estado diferente del actual. Esto se manifiesta claramente en todas las crisis
evolutivas del desarrollo que acentúan el segundo aspecto de la contradicción
(anhelos de cambios).

De esta forma llegamos a una tesis muy importante que se refiere a otra
particularidad de la personalidad humana en desarrollo: su capacidad para
trascender cualquier forma limitada. Ya hemos señalado esta característica
cuando discutimos el problema de la “norma” de la personalidad, al definir la
asimilación de la norma como su superación en una nueva forma de actividad y
personalidad. Aquí diremos que esta peculiaridad también es propia de la
dinámica evolutiva del desarrollo de la personalidad, en la que la adquisición de
una edad, su asimilación es, a fin de cuentas, sólo un momento del desarrollo
que debe ser sustituido por una nueva etapa, por el pasaje a un nuevo estado
evolutivo; este pasaje ya está contenido en la edad precedente como tendencia a
trascender sus límites.

En este plano, la vida en una determinada edad implica al mismo tiempo


vivenciar esa edad y liberarse de ella. La naturaleza de la personalidad humana
es tal que permanentemente traspasa los propios límites (se autodesarrolla), se
extrapola permanentemente a si misma en el futuro, por cuanto el deseo de
futuro es deseo de desarrollo.

Además, la adquisición de una determinada forma y el traspaso de sus límites


puede ocurrir no sólo con respecto al futuro, sino también al pasado, lo que
aparece como una nostalgia por lo vivido y por lo que uno ha perdido. Esto se
manifiesta de manera especialmente marcada en las personas de edad madura y
avanzada. El mismo mecanismo parece trabajar al revés. La nueva situación
social de desarrollo en la edad madura, por ejemplo, exige del hombre
abandonar las formas juveniles de actividad, adquirir seriedad, responsabilidad,
un nuevo estilo de vida; el sujeto se resiste por cuanto, extrapolándose en el
futuro, que de hecho ya ha llegado, no encuentra una imagen adecuada de su Yo.
Por eso idealiza las etapas ya vividas y sobre la base de la experiencia que ya
posee y de las tendencias actuales, trata de volver a una edad más temprana (ya
nos hemos referido a la atracción especial que ejerce la juventud en este plano).
El fenómeno mencionado puede evaluarse de distintas maneras: se pueden
calificar irónicamente los intentos de “rejuvenecimiento”; afirmar con todo
fundamento que, como es imposible volver atrás la historia, también lo es
volver a etapas más tempranas de la ontogénesis; considerar que estas conductas
son “inadecuadas”, etc. Sin embargo, nuestra tarea es comprender y por eso nos
limitamos a la observación.

La “crisis de identidad”, la “hipocondría”


y la “muerte en el contexto de los objetos”

El conocido filósofo danés Sóren Kierkegaard decía que el hombre adulto vive
convencido de que las ilusiones y las dudas pertenecen a la juventud y que no
tienen ninguna relación con él. Sin embargo, esta creencia es una ilusión peor
que las de la juventud. Los investigadores modernos mostraron que en muchas
personas maduras se observa lo que puede denominarse “crisis de identidad”.
Hablando estrictamente, la idea de la “crisis de identidad” no es nueva, pero se
aplicaba principalmente en la psicología infantil para caracterizar algunos
rasgos de los adolescentes. Por crisis de identidad se entiende cierta no-
correspondencia del hombre consigo mismo, su incapacidad para determinar
quién es, cuáles son sus objetivos en la vida, cómo es percibido por los otros,
qué lugar ocupa en determinado grupo social y en la sociedad, etc. Pero si este
concepto posee una fuerza explicativa suficiente para caracterizar a los
adolescentes y jóvenes, su aplicación a la personalidad madura parece, a
primera vista, paradójica.

Sin embargo, creemos que existen sólidos argumentos para emplearlo


también en relación con los adultos, porque el fenómeno mencionado se
observa con bastante frecuencia en la vida cotidiana y se ha descrito
reiteradamente en la literatura; además, no es difícil describir su cuadro típico
en términos psicológicos. Se trata de la pérdida de sensibilidad ante lo nuevo, la
sensación de “retrasarse con respecto a la vida”, el descenso del nivel
profesional; el sujeto, acostumbrado a considerarse un especialista capaz,
necesario, una persona que tiene el status social correspondiente, descubre que
se ha convertido en otro. Surgen dudas con respecto a las posibilidades propias,
inseguridad, la sensación torturante de que es necesario reducir la
autovaloración; desaparece la sensación alegre de estar viviendo una vida plena
y es reemplazada por un estado depresivo, cuyas causas no se comprenden
inmediatamente y que se vivencian como agotamiento de las posibilidades
propias, etc.

Al analizar la dinámica evolutiva de la vida del hombre, Hegel notó un


fenómeno similar que llamó “hipocondría”. Señala correctamente que, en lo
fundamental, la vida del hombre adulto es práctica y como tal está
inevitablemente ligada con “minucias” y “trivialidades”. Y aunque esto es algo
muy natural, dice Hegel, por cuanto la acción implica el inevitable pasaje a los
detalles, para el hombre puede resultar muy doloroso y la imposibilidad de
realizar inmediatamente sus ideales puede llevarlo a la hipocondría. “Casi nadie
ha podido evitar esta hipocondría, aún cuando sus manifestaciones sean
insignificantes en muchas personas. Cuanto más tarde domina al hombre, más
graves son sus síntomas. En las naturalezas débiles puede prolongarse toda la
vida. En este estado enfermizo, el hombre no quiere renunciar a su subjetividad
y no puede superar su repulsión por la realidad; es por eso que se encuentra en
un estado de relativa incapacidad, que muy fácilmente puede convertirse en
incapacidad real.”

No es posible precisar el momento en que se inicia esta crisis evolutiva; ello


depende, fundamentalmente, de las características de la vida individual y, en ese
plano, la variabilidad en el tiempo y en la intensidad con que ocurren los
fenómenos indicados es grande. Estudiaremos su esencia, es decir trataremos de
aclarar por qué surge la “crisis de identidad”, la “hipocondría” en el hombre
adulto, que se encuentra en la flor de la edad, en la época akme.

Pensamos que la respuesta a este problema debe buscarse, por una parte, en
los cambios asociados a la aparición de nuevas generaciones que influyen en el
curso de algunas edades; por otra parte, en la especificidad de la actividad
laboral creativa del hombre. Estas dos cuestiones, en forma general, fueron
analizadas más arriba. Veamos cómo se manifiestan en el contexto de la
situación social de desarrollo del hombre maduro.

Examinemos qué consecuencias producen las diferencias


intergeneracionales, el proceso ininterrumpido de sucesión de las generaciones.
Entre los 40 y los 50 años, el hombre ocupa una posición intermedia entre sus
padres, que ya han llegado a la vejez y sus hijos, que habitualmente en esa
época terminaron la escuela y comienzan su vida autónoma. Los viejos se
jubilan, requieren más cuidado; por lo general, se apartan, liberando para la
generación media el campo de la actividad social y profesional, “entregan la
responsabilidad” en todas las esferas de la vida. Las orientaciones valorativas de
las personas maduras comienzan a jugar el papel rector en la vida de la
sociedad; amados con todos los medios de la actividad humana que fueron
elaborados en la historia de la humanidad y desarrollados en la historia de su
generación, los adultos pueden afirmar sus gustos, su modo de vida, su estilo de
actividad- en realidad, se constituyen en los legisladores de la “moda” (en el
sentido más amplio de esta palabra). Por lo general en esta edad la mayoría de
las personas alcanzan el apogeo de la carrera profesional y social, en sus manos
se concentran las funciones de dirección en las más diversas esferas de la vida
social. El hombre maduro ocupa hoy, como en otros períodos históricos, el lugar
central en la estructura social y evolutiva de la sociedad, constituye la principal
“correa de transmisión” del mecanismo estatal, social y económico. Su rol es
socialmente muy importante.
Al mismo tiempo, al alcanzar el apogeo, el punto más alto de su “vuelo”, el
hombre agota en gran medida las “energías” (usamos este término en sentido
figurado) que lo han llevado a su órbita. Como si fueran cohetes portadores que
han cumplido su parte, la niñez, la adolescencia y la juventud liberan al satélite
del peso de los depósitos vados para que pueda entrar en órbita; pero la energía
gastada es irrecuperable y el satélite puede seguir moviéndose sólo por inercia,
utilizando la aceleración obtenida; le restan únicamente recursos para maniobrar
en el espacio cósmico.

La imagen figurada es sólo eso y no se le puede exigir que tenga la


propiedad de una ley universal; el hombre maduro que se mueve por la
velocidad obtenida en las etapas anteriores de su desarrollo es una imagen con
cuya ayuda (en ausencia de datos experimentales) “formulamos” nuestra
hipótesis sobre ciertas causas de las manifestaciones psicológicas de la
madurez. Trataremos ahora de “vestir” el esqueleto de esta imagen con el
“traje” de los fenómenos psicológicos concretos.

Ya hemos explicado qué significa “el punto más alto de la órbita” en el vuelo
del hombre en la madurez; es importante aclarar la imagen del “satélite” que se
mueve por inercia y realiza maniobras. La clave de esta imagen está en la
caracterización de la actividad del hombre maduro. Por lo general, a esta edad el
hombre tiene en su haber uno o dos logros personales de carácter creador: hace
un descubrimiento, introduce alguna racionalización en la esfera económica,
técnica o social, realiza su programa pedagógico en sus hijos, etc. Estos
“objetos” de su actividad vital insumen en las etapas precedentes de su vida
todas las fuerzas, exigen el máximo esfuerzo del individuo. Sin embargo, como
ya hemos visto, la actividad objetal requiere determinados contenidos objetales
que se desarrollan en el curso de esa actividad. El hombre pone su personalidad,
su individualidad y finalmente se objetiva, en los asuntos que realiza: en sus
descubrimientos, en los productos de su creación artística, técnica o social, en
los hijos que ha educado. Tarde o temprano llega el período en que el hombre ya
maneja con dificultad la carga del contenido objetal de su actividad, ella es
“absorbida” por el objeto y “se extingue”, al encarnarse y realizarse en él. Por
ejemplo, la madre y el padre se encarnan en los hijos como objeto de sus
esfuerzos paternales, de su actividad pedagógica; el maestro, en el alumno como
objeto de la actividad educativa; el científico, en los descubrimientos y en las
personas que continúan su actividad científica; el artista, en sus obras; el obrero,
en los diversos productos que sus manos producen. Esta carga, por si misma
bastante pesada, aumenta mucho, porque en el proceso ininterrumpido del
desarrollo de la vida los elementos nuevos amenazan con desplazarla al pasado.
El descubrimiento envejece, los hijos engendran sus propios hijos, lo que hace
necesario reestructurar la educación para adaptarla a las nuevas condiciones; en
sustitución de determinadas corrientes artísticas y métodos aparecen otros,
“experimentales”, que encierran descubrimientos artísticos; la tecnología, la
esfera objetal de existencia del hombre cambia impetuosamente. No se puede
detener el progreso, pero para el individuo es triste ver cómo envejece, pasa a
segundo plano y luego desaparece lo que hizo con tanto trabajo, a costa de un
enorme esfuerzo. Todo esto puede provocar no sólo la “muerte en el contexto de
los objetos”, como conclusión lógica de la actividad del hombre plasmada en
determinados objetos y como objetivación de las capacidades, sino también la
tristeza, la “hipocondría”, la “crisis de identidad”.

Hemos utilizado estos términos casi como sinónimos, pero ahora debemos
diferenciarlos y aclararlos definitivamente. La “muerte en el contexto de los
objetos” es inevitable. Por mas brillante e imponente que sea su personalidad,
un hombre aislado nada puede hacer ante el proceso histórico de la actividad
social; él será siempre un momento, puede que importante, del proceso
histórico-social de transformación del entorno objetal de la vida humana. Por
más trascendente que sea el aporte de un individuo, su posibilidad de
transformar el objeto es finita. No se puede hacer nada “para siempre”, porque
este “para siempre” será un momento del desarrollo histórico del género
humano, un hito en esta historia, un testimonio para las épocas futuras, pero no
la coronación del desarrollo.

Muchas personas pueden superar la “hipocondría” y la superan de hecho


cuando comprenden el rol y el lugar de su actividad en el proceso histórico y
social; cuando no sólo aceptan la necesidad de lo nuevo, sino que se incluyen
activamente en el6proceso innovador, utilizando toda la influencia de su
posición social y profesional.

En lo que se refiere a la “crisis de identidad”, su resolución es el medio para


aceptar el carácter inevitable de la “muerte en el contexto de los objetos” y el
factor para superar la “hipocondría”. En la nueva situación social de desarrollo,
cuando el hombre se encuentra en la cúspide de la vida y ya no tiene fuerzas
para elevarse más (este “más” simplemente no existe) él puede, sin embargo,
sobre la base de la reflexión sincera, de un severo autoanálisis, restablecer su
identidad en las nuevas condiciones, lo que significa hallar para sí y para su Yo
un lugar en estas nuevas condiciones, elaborar las formas de comportamiento y
los modos de actividad correspondientes. En el medio científico, que es el más
cercano a nosotros y que por eso conocemos mejor, dicha crisis en el científico
que ya conoce la “muerte en el contexto de los objetos” y presenta elementos de
“hipocondría”, se resuelve de la mejor manera a través de los discípulos. de la
transmisión de su herencia científica a manos de quienes continuarán su obra.

Nos pueden objetar que el científico a los 40 6 50 años se encuentra en el


pináculo de sus posibilidades creadoras Y (J~C para él no ha llegado aún la hora
de pensar en la “muerte en el contexto de los objetos” y otras “tonterías”
psicológicas. Este punto de vista tiene muchos adeptos; es difícil encontrar a un
científico que, en la cúspide de su carrera, reconozca que está “muerto” en el
sentido creativo, que ha agotado sus posibilidades y que ya ha hecho “todo” lo
que podía. También existen impresionantes ejemplos de longevidad creadora.
Pero nosotros hablamos “en general”, sin pretender que nuestra opinión sea
aceptada incondicionalmente y cuando nos referimos a los marcos cronológicos
de los fenómenos señalados nos limitamos a mostrar con tacto “ciertos casos” y
dejamos que cada uno “decida por sí mismo” si está o no incluido en ellos.

¿La “vejez de la juventud” o la “juventud


de la vejez”?

Las definiciones figuradas que encabezan este parágrafo pertenecen al gran


poeta romántico Víctor Hugo. En estas palabras él expresó la esencia de esa
época de la vida humana, cuando el hombre se encuentra en el límite entre la
madurez y la vejez y no se encuentra por entero ni en una ni en otra edad. En
nuestra época este periodo recibió el nombre mucho menos poético de
“presenil”.

El inicio dcl periodo que algunos llaman “jubileo” y otros, a la francesa,


“l’age de decroisscment” (la edad de declinación), puede establecerse
convencionalmente a los cincuenta años. Entre paréntesis, lo importante no son
las denominaciones. Esta época de la vida humana tiene un carácter especial,
transicional y puede describirse como una peculiar crisis evolutiva, aún poco
estudiada.

Se sabe que Auguste Comte, el “padre del positivismo”, entró a los 50 años
en una fase de religiosidad que no tenía nada en común con las ideas del
positivismo. Beethoven, en ese mismo período de su vida, rindió tributo en su
obra al misticismo del cual, en conjunto, está muy alejada. Finalmente, Dmitri
Ovsiánnikov-Kulikovskí hace curiosos comentarios sobre las Confesíones de
Tolstói. Considerándolas con toda razón una obra autobiográfica, Ovsiánnikov-
Kulikovslci señala que las Confesiones establecen categórica mente la
existencia de una edad de transición, alrededor de los 50 años (Tolstói tenia
entonces 47 años), cuando habitualmente el mundo interno del hombre se
complejiza con sentimientos, ideas, estados de ánimo que se venian preparando
hace tiempo, pero que sólo entonces alcanzan la madurez y una transparente
claridad. Esta edad representa un viraje tan radical en la vida psíquica como el
que vivimos en la juventud temprana. Ambos están marcados por estados
espirituales especiales, en los cuales se destaca una tristeza “sin causa”, una
peculiar opresión del espíritu, el taediun vitae y, a veces, pensamientos sobre la
muerte.

Hemos analizado parcialmente las causas de la aparición de la crisis


evolutiva en la transición de la madurez a la vejez cuando hablamos de
fenómenos tales como la “muerte en el contexto de los objetos”, la
“hipocondría” y la “crisis de identidad”. Conviene continuar este tema y
desarrollarlo en el siguiente sentido: la “crisis de identidad” o la pérdida
temporal de la identidad del propio Yo, la crisis específica de la imagen del Yo
en el hombre adulto se resuelve en la actividad dirigida a encontrar su lugar en
la nueva situación social de desarrollo, a renovar su personalidad en las nuevas
condiciones de la vida. Esta tarea, como ya hemos señalado, tiene un carácter
prácticamente universal que el niño, el adolescente y el joven adulto resuelven
de diferentes maneras. La resuelve también el hombre maduro, pero en este
caso el aspecto “filosófico” tiene igual peso que la actividad práctica.

Nosotros hablamos de la actividad práctica como medio para superar la


“crisis de identidad” y recordamos que el hombre, como dijo el famoso
pensador alemán I. Herder, no representa la máquina más perfecta en manos de
la naturaleza, sino un ser que hace de sí mismo la finalidad y el objeto de la
acción; por eso toda la organización del hombre debe investigarse desde el
punto de vista de su actividad. Insistimos en ello otra vez más, citando a
Friedrich Schiller, quien señaló que la naturaleza da a los animales y a las
plantas una misión y ella misma la realiza; en cambio, da al hombre sólo una
misión y deja en sus manos el llevarla a cabo. Esta “orientación hacia sí mismo”
se reflejó en innumerables mitos, que representan al hombre como llegado de un
mundo más perfecto, del “siglo de oro” o del “paraíso”. En nuestra época nos
expresamos más racionalmente: el hombre es aquello que él ha hecho de sí
mismo, su personalidad es el producto de su actividad, etc. Sobre esto ya hemos
escrito con bastante detalle; aquí sólo diremos que también durante el pasaje de
la madurez a la vejez la actividad conserva su papel rector en el desarrollo de la
personalidad.

En lo que concierne al momento “filosófico” y a cierta tendencia a la


“contemplación”, que se incrementan con la edad, son producto inevitable de la
autorreflexión del hombre, de la evaluación de su camino vital, de la realización
de un “balance provisorio”; es “provisorio”, por cuanto la fase activa de la vida
aún no ha terminado, aunque ya comienza a ceder en la competencia con la
actividad creadora de las generaciones jóvenes. Para restablecer su “identidad
con el género”, sentir su fuerza real en el período en que aparecen los primeros
síntomas de envejecimiento (algunos científicos dicen que esto ocurre a los 45
años; otros refieren los correspondientes cambios a periodos más tempranos,
señalando que cl envejecimiento es una característica dinámica, a diferencia de
la vejez como definición estática), el hombre debe manifestar no sólo una
actividad práctica, sino también movilizar su voluntad, las cualidades
espirituales, mantener su mente sana en un cuerpo cada vez más sometido a
enfermedades y achaques. El cuerpo, tomando revancha sobre el espíritu,
orienta el alma del hombre su mundo intelectual y emocional a la “reflexión
filosófica” (ponemos estas palabras entre comillas porque no se trata del
pensamiento filosófico profesional, sino de cierta tendencia del hombre, menos
estricta pero más difundida, a captar en términos generalizados los fenómenos
de su vida). Al examinar su pasado, el hombre parece adquirir una nueva visión
de los acontecimientos de su biografía, lo evalúa de una nueva forma a la luz de
la experiencia vital, cuando ya no puede modificar nada de ese pasado ni tiene
prácticamente fundamentos para esperar cambios sustanciales en su
personalidad en el futuro, porque todos sabemos cuántos años hemos vivido
pero nadie sabe cuánto le queda por vivir. En esta situación, la personalidad
humana adquiere por primera vez un estado de estabilidad, cierta plenitud y
culminación. Al contemplarse a sí mismo como producto de su vida, el hombre
reflexiona sobre si mismo con especial intensidad.

En el libro Ni un día sin escribir aunque sea una línea de Yu. Olesha,
conocido escritor soviético, se describe vivamente esta situación: “... eso de
vivir hasta la vejez es una experiencia fantástica. Yo no bromeo. ¿Acaso no es
verdad que pude no haber vivido hasta la vejez? Pero he vivido y lo fantástico
es que me parece que me muestran a los otros. Por cuanto sigo teniendo la
sensación del ‘yo vivo’ como en la infancia, con esta sensación me percibo a mi
mismo, viejo, como antes joven y fresco. Este Viejo es algo nuevo para mi, por
cuanto, repito, podría no haber visto a este viejo; por lo menos durante muchos,
muchísimos años no pensé que lo vería. Y de pronto desde el espejo me mira a
mí, joven por dentro y por fuera, un viejo. ¡Es algo fantástico!”. Un poco más
adelante dice: “... ahora somos dos: yo y esa otra persona. En la juventud
también cambié, pero de manera inadvertida y en lo esencial seguía siendo el
mismo. Pero aquí hay un cambio brusco, yo me he convertido en otra persona.
¡Hola! ¿Quién eres tú? Yo soy tú. ¡No, no es verdad!”. ¡Qué compleja gama de
sentimientos!

El hecho de que en los años restantes el hombre pueda hacer mínimos


cambios y “correcciones”, para los que queda una reserva pequeña de fuerzas y
tiempo, otorga una especial intensidad y agudeza a este autoanálisis. Es una
torturante transición desde el estado de actividad máxima e impetuosa a su
paulatina reducción y limitación, debidas a la salud menguante, la insuficiencia
de fuerzas creadoras y la necesidad de ceder lugar a las nuevas generaciones.
Sin embargo, hoy un hombre de 50 ó de 60 años no se siente aún “viejo” y en el
momento de jubilarse (en la URSS las mujeres se jubilan a los 55 años y los
hombres a los 60) hace los últimos intentos por volver a la actividad. Para
nuestra conciencia, la vejez no posee el encanto de la juventud: nos
enorgullecemos de ésta y lamentamos la vejez y despreciamos la
desintegración. Con la mentira o los artificios cosméticos tratamos de ocultar
los indicios de la vejez. Pero ¿es en verdad tan repulsivo este fenómeno, al
punto que el hombre prefiera parecer “ridículo” en sus intentos de rejuvenecerse
que mostrarse viejo? Trataremos de responder a esta pregunta analizando dicha
edad como un fenómeno evolutivo peculiar.

¿Qué ocurre cuando llega la vejez?

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