Professional Documents
Culture Documents
LA MADUREZ
Alexandr Pushkin
Los antiguos griegos llamaron a esta edad y al estado del alma que la
acompaña akme, lo que significa la cumbre, el grado más alto de algo, la época
de florecimiento, es decir, el momento de mayor esplendor de la personalidad
humana, cuando el individuo adquiere lo que los ingleses llaman identity. Es
necesario decir que en la antigüedad la actitud hacia esta edad era de mucho
respeto: la cultura clásica antigua (ante todo la literatura) estaba interesada
justamente por el hombre, el guerrero, el ciudadano en la edad en que “se
realizan cosas”. A los viejos se los respetaba por lo hecho cuando ellos tenían la
edad akme, por la experiencia entonces acumulada; a los niños, por su futuro
como ciudadanos, por lo que se esperaba de ellos en su akme. No es importante
si el término “akme” resulta adecuado o no; más bien es un asunto de gustos.
Mucho mas importante es la idea de la madurez como akme y no sólo porque,
de una u otra manera, existió en muchos pueblos (se mencionaban las edades de
45, 50, 55 años, etc.). La idea de la madurez como florecimiento de la
personalidad tiene no sólo un interés histórico y cultural; es importante desde el
punto de vista de los problemas actuales de la psicología de la madurez.
¿Qué hacer entonces con las edades mas tardías de la vida humana? Si en
la madurez se termina el desarrollo, ¿qué representa entonces la vejez? ¿Cómo
calificar la conducta de Michelangelo que, a los 90 años de edad, cuando un
cardenal le preguntó qué hacia, un día de frío viento, a la entrada del Coliseo,
respondió: “Aprendo!” ¿Es el capricho de un genio? ¿Cómo es posible que un
anciano aprenda, es decir se desarrolle, y perfeccione si, según la lógica de la
concepción anteriormente comentada, no tiene ninguna “tarea de desarrollo” y
está “petrificado”? Pero Michelangelo aprende y afirma el derecho del hombre a
autodesarrollarse y perfeccionarse ilimitadamente.
Este es el momento más adecuado para decir algunas palabras sobre los
métodos que emplea la psicología para estudiar la personalidad madura. Se sabe
que el método es el alma de cualquier ciencia. El nivel de desarrollo de la
ciencia, la verdadera riqueza de su contenido, la importancia de sus conclusio-
nes, están determinados, a fin de cuentas, por el estado y el desarrollo de los
métodos. Cuando hablamos de métodos nos referimos, en esencia, a los medios
de investigación. En este sentido cabe preguntarse: ¿de qué modo (por medio de
qué métodos) podemos estudiar el desarrollo de la personalidad a lo largo de
toda la vida?
Al contrario, los viejos y, más aún, los longevos, tratan por todos los
medios de agregarse años; algunos “recordistas” se las ingenian para agregar
veinte y hasta cuarenta años a su no poca edad. El investigador alemán Oscar
Anderson llamó a este fenómeno “coquetería senil”. Menciona el caso de una
persona que dijo tener 121 años, cuando su edad real era de 85; esa misma edad
se atribuyó otro, que tenía en realidad 80 (se agregó 41 años)’. Según la opinión
de los demógrafos de la ONU, la exageración de la edad por parte de los
ancianos se debe, frecuentemente, al deseo de obtener diferentes beneficios
antes de lo que corresponde. Sin entrar en detalles digamos, sin embargo, que
seguramente no es ésa la única explicación del fenómeno.
De esta forma llegamos a una tesis muy importante que se refiere a otra
particularidad de la personalidad humana en desarrollo: su capacidad para
trascender cualquier forma limitada. Ya hemos señalado esta característica
cuando discutimos el problema de la “norma” de la personalidad, al definir la
asimilación de la norma como su superación en una nueva forma de actividad y
personalidad. Aquí diremos que esta peculiaridad también es propia de la
dinámica evolutiva del desarrollo de la personalidad, en la que la adquisición de
una edad, su asimilación es, a fin de cuentas, sólo un momento del desarrollo
que debe ser sustituido por una nueva etapa, por el pasaje a un nuevo estado
evolutivo; este pasaje ya está contenido en la edad precedente como tendencia a
trascender sus límites.
El conocido filósofo danés Sóren Kierkegaard decía que el hombre adulto vive
convencido de que las ilusiones y las dudas pertenecen a la juventud y que no
tienen ninguna relación con él. Sin embargo, esta creencia es una ilusión peor
que las de la juventud. Los investigadores modernos mostraron que en muchas
personas maduras se observa lo que puede denominarse “crisis de identidad”.
Hablando estrictamente, la idea de la “crisis de identidad” no es nueva, pero se
aplicaba principalmente en la psicología infantil para caracterizar algunos
rasgos de los adolescentes. Por crisis de identidad se entiende cierta no-
correspondencia del hombre consigo mismo, su incapacidad para determinar
quién es, cuáles son sus objetivos en la vida, cómo es percibido por los otros,
qué lugar ocupa en determinado grupo social y en la sociedad, etc. Pero si este
concepto posee una fuerza explicativa suficiente para caracterizar a los
adolescentes y jóvenes, su aplicación a la personalidad madura parece, a
primera vista, paradójica.
Pensamos que la respuesta a este problema debe buscarse, por una parte, en
los cambios asociados a la aparición de nuevas generaciones que influyen en el
curso de algunas edades; por otra parte, en la especificidad de la actividad
laboral creativa del hombre. Estas dos cuestiones, en forma general, fueron
analizadas más arriba. Veamos cómo se manifiestan en el contexto de la
situación social de desarrollo del hombre maduro.
Ya hemos explicado qué significa “el punto más alto de la órbita” en el vuelo
del hombre en la madurez; es importante aclarar la imagen del “satélite” que se
mueve por inercia y realiza maniobras. La clave de esta imagen está en la
caracterización de la actividad del hombre maduro. Por lo general, a esta edad el
hombre tiene en su haber uno o dos logros personales de carácter creador: hace
un descubrimiento, introduce alguna racionalización en la esfera económica,
técnica o social, realiza su programa pedagógico en sus hijos, etc. Estos
“objetos” de su actividad vital insumen en las etapas precedentes de su vida
todas las fuerzas, exigen el máximo esfuerzo del individuo. Sin embargo, como
ya hemos visto, la actividad objetal requiere determinados contenidos objetales
que se desarrollan en el curso de esa actividad. El hombre pone su personalidad,
su individualidad y finalmente se objetiva, en los asuntos que realiza: en sus
descubrimientos, en los productos de su creación artística, técnica o social, en
los hijos que ha educado. Tarde o temprano llega el período en que el hombre ya
maneja con dificultad la carga del contenido objetal de su actividad, ella es
“absorbida” por el objeto y “se extingue”, al encarnarse y realizarse en él. Por
ejemplo, la madre y el padre se encarnan en los hijos como objeto de sus
esfuerzos paternales, de su actividad pedagógica; el maestro, en el alumno como
objeto de la actividad educativa; el científico, en los descubrimientos y en las
personas que continúan su actividad científica; el artista, en sus obras; el obrero,
en los diversos productos que sus manos producen. Esta carga, por si misma
bastante pesada, aumenta mucho, porque en el proceso ininterrumpido del
desarrollo de la vida los elementos nuevos amenazan con desplazarla al pasado.
El descubrimiento envejece, los hijos engendran sus propios hijos, lo que hace
necesario reestructurar la educación para adaptarla a las nuevas condiciones; en
sustitución de determinadas corrientes artísticas y métodos aparecen otros,
“experimentales”, que encierran descubrimientos artísticos; la tecnología, la
esfera objetal de existencia del hombre cambia impetuosamente. No se puede
detener el progreso, pero para el individuo es triste ver cómo envejece, pasa a
segundo plano y luego desaparece lo que hizo con tanto trabajo, a costa de un
enorme esfuerzo. Todo esto puede provocar no sólo la “muerte en el contexto de
los objetos”, como conclusión lógica de la actividad del hombre plasmada en
determinados objetos y como objetivación de las capacidades, sino también la
tristeza, la “hipocondría”, la “crisis de identidad”.
Hemos utilizado estos términos casi como sinónimos, pero ahora debemos
diferenciarlos y aclararlos definitivamente. La “muerte en el contexto de los
objetos” es inevitable. Por mas brillante e imponente que sea su personalidad,
un hombre aislado nada puede hacer ante el proceso histórico de la actividad
social; él será siempre un momento, puede que importante, del proceso
histórico-social de transformación del entorno objetal de la vida humana. Por
más trascendente que sea el aporte de un individuo, su posibilidad de
transformar el objeto es finita. No se puede hacer nada “para siempre”, porque
este “para siempre” será un momento del desarrollo histórico del género
humano, un hito en esta historia, un testimonio para las épocas futuras, pero no
la coronación del desarrollo.
Se sabe que Auguste Comte, el “padre del positivismo”, entró a los 50 años
en una fase de religiosidad que no tenía nada en común con las ideas del
positivismo. Beethoven, en ese mismo período de su vida, rindió tributo en su
obra al misticismo del cual, en conjunto, está muy alejada. Finalmente, Dmitri
Ovsiánnikov-Kulikovskí hace curiosos comentarios sobre las Confesíones de
Tolstói. Considerándolas con toda razón una obra autobiográfica, Ovsiánnikov-
Kulikovslci señala que las Confesiones establecen categórica mente la
existencia de una edad de transición, alrededor de los 50 años (Tolstói tenia
entonces 47 años), cuando habitualmente el mundo interno del hombre se
complejiza con sentimientos, ideas, estados de ánimo que se venian preparando
hace tiempo, pero que sólo entonces alcanzan la madurez y una transparente
claridad. Esta edad representa un viraje tan radical en la vida psíquica como el
que vivimos en la juventud temprana. Ambos están marcados por estados
espirituales especiales, en los cuales se destaca una tristeza “sin causa”, una
peculiar opresión del espíritu, el taediun vitae y, a veces, pensamientos sobre la
muerte.
En el libro Ni un día sin escribir aunque sea una línea de Yu. Olesha,
conocido escritor soviético, se describe vivamente esta situación: “... eso de
vivir hasta la vejez es una experiencia fantástica. Yo no bromeo. ¿Acaso no es
verdad que pude no haber vivido hasta la vejez? Pero he vivido y lo fantástico
es que me parece que me muestran a los otros. Por cuanto sigo teniendo la
sensación del ‘yo vivo’ como en la infancia, con esta sensación me percibo a mi
mismo, viejo, como antes joven y fresco. Este Viejo es algo nuevo para mi, por
cuanto, repito, podría no haber visto a este viejo; por lo menos durante muchos,
muchísimos años no pensé que lo vería. Y de pronto desde el espejo me mira a
mí, joven por dentro y por fuera, un viejo. ¡Es algo fantástico!”. Un poco más
adelante dice: “... ahora somos dos: yo y esa otra persona. En la juventud
también cambié, pero de manera inadvertida y en lo esencial seguía siendo el
mismo. Pero aquí hay un cambio brusco, yo me he convertido en otra persona.
¡Hola! ¿Quién eres tú? Yo soy tú. ¡No, no es verdad!”. ¡Qué compleja gama de
sentimientos!