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Jamás las Humanidades se habían visto tan amenazadas como el día de hoy. No hace
aún muchas décadas, la adquisición de conocimientos sólidos que sentaran las bases de
todo lo que podíamos llegar a aprehender de la realidad, era moneda común. Los sistemas
educativos en los que vivimos han contribuido, no poco, a abandonar la aprehensión de
cimientos culturales sólidos, dejando a los educandos en un simple brochazo de cultura.
Nos hemos acostumbrado a vivir sin reflexión. Abrazamos noticias e información sin
sustento real y los hacemos nuestros y los defendemos a capa y espada como si de ello
dependiera nuestra vida. Peor aún, olvidamos totalmente el rumbo de nuestra sociedad,
viviendo indiferentes antes las dificultades ajenas, aun cuando nosotros podamos tener
responsabilidad en ello, contentándonos de solucionar las nuestras, aún a expensas del
bienestar de los demás. En política no estamos mucho mejor: aceptamos las apariencias
que el político del momento intenta vendernos, o nos contentamos de la crítica fácil y
simplona que no hace más que repetir lo que las redes sociales “nos enseñan”.
Frente a ese reducido mundo de ideas recibidas, lugares comunes, falsas informaciones
y banalidades, aparece la palabra “cultura” como la única posibilidad de no dejarse invadir
por ese mundo. Mirada con desconfianza, con recelo, se le juzga como algo inútil, o bien,
al alcance de unos cuantos snobs que se contentan de hacer gala de sus copiosos pero
inservibles conocimientos, más dignos de un espectáculo de talentos, o como simples
enciclopedias vivientes, encargadas de resolver dudas a diestra y siniestra. Y es que al
hombre moderno le incomoda la concepción de cultura como el cultivo del hombre, el
conjunto de conocimientos que ennoblecen la vida del ser humano y lo elevan a vivir
dignamente. Es justamente esa definición la que hacemos nuestra.
Invariablemente, lo anterior lleva a preguntarnos: ¿sirve la cultura para algo? ¿tiene que
servir para algo?
La respuesta inmediata, no exenta de algo de cinismo, sería sin duda “no”. Basta mirar a
nuestro alrededor. Puestos políticos de no poca envergadura, son sostenidos por personas
que brillan por su ignorancia e incapacidad; personas en lugares estratégicos, donde el
conocimiento es elemento base del competente desarrollo de su actividad, dependen de
subalternos que, ellos sí, poseen la cultura suficiente…para hacer que el jefe brille. Fama,
“éxito”, y posición económica, están rara vez al alcance de mentes privilegiadas y, en
cambio, son el premio y la recompensa a la mediocridad y la desfachatez.
Porque vivimos en una sociedad que se complace en hacer la apología de la mediocridad
y la desfachatez. Como pocas cosas, la música es un claro ejemplo del nivel infrahumano
al que hemos llegado. Adiós a Vivaldi, Bach y Mozart, compositores “demasiado
complicados y elevados”, creadores de músicas “que no se cantan ni se bailan”. Hola a
estilos musicales de dudosa calidad estética -música basada simplemente en los más
primitivos instintos del hombre.
Sin embargo, más allá de las anteriores consideraciones sobre el lamentable estado de
nuestra sociedad, creemos que la cultura puede reivindicarse por sí misma. Dejando de
lado el tópico utilitarista del valor de la aplicación factual de las cosas, es evidente que la
Cultura posee innegables atributos que, por sí solos, hacen que merezca la pena
replantearse la pregunta de la necesidad de aquella.