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Universidad Autónoma de Campeche

FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES

LIC. EN CIENCIAS POLITICAS Y ADMINISTRACION PÚBLICA

Materia: Administración Pública Federal, Estatal y Municipal

Semestre: 4⁰ Grupo: B

Nombre del Maestro:

Jorge Gabriel Zapata Díaz

Nombre del Alumno Matrícula Correo Institucional

José Adrián Uc Millán 60555 al060555@uacam.mx

Trabajo: “Federalismo, Descentralización y Relaciones


Intergubernamentales” de José María Ramos García

Ciclo escolar: 2018-2019

Fecha de entrega:

26 de Marzo del 2019


Federalismo

Análisis
Se levanta en estos días con persistencia temática la cuestión del Federalismo.
Repetir conceptos del pasado sería una falla de orden científico; hoy se impone su
enjuiciamiento para investigar sus errores y también valuar la materia noble que
encierra su contenido. Cien años de experiencia obligan a un registro de esta
institución de derecho público para prepararnos en lo porvenir. No podemos, en mi
opinión. Actuar con el federalismo del pasado, si queremos vadear con feliz
prestancía la vuelta que nos deparan los acontecimientos. A mucho que
ahondemos comprendemos que el federalismo. Como organización jurídica
nuestra, es indestructible e integra nuestro acervo histórico. Pero que fue impuesto
como fórmula de conciliación para arribar a la ansiada concordia de la unidad
nacional. Nuestro federalismo, debemos hablar del nuestro. Fue una solución
impuesta por varias circunstancias creadas por factores poco vistos y que hacían
a nuestra historia autentica. El temor de la anarquía y del desorden sangriento
provocado con el levantamiento de las montoneras, bajo la orden imperiosa de un
hombre que simbolizaba una postura contra el monopolio y el centralismo
mexicano. Fueron motivos subjetivos inmediatos. Fue ese estado de zozobra
manifestado ya en el periódico "Regeneración”, en 1917. Requiriendo un gobierno
fuerte “sobre las ruinas de doce revoluciones en 100 años", de más de 70
gobiernos durante el mismo periodo y con seis invasiones sangrientas y
desoladoras.No hay duda que esas montoneras alzadas. Dirigidas por un jefe que
pretendía llegar hasta las puertas de la Ciudad México, eran reflejos
condicionados de otras situaciones que se desarrollaban en las entrañas de
nuestra geografía y economía. El caudillo y el caudillismo no fue la revelación de
una maldición temerosa, menos aún la manifestación de circunstancias ajenas a
nuestra realidad política y cultural.
Explicación
La administración descentralizada es consecuencia necesaria del proceso
democrático desarrollado en los dos últimos siglos. No hay duda que la
democracia en su forma primitiva se ha expresado, en los Estados
constitucionales, a través de la legislación. Sólo en forma mediata llegaba a la
administración, pues el jefe del Estado, como en nuestra Constitución, es el
ejecutor de las leyes, por medio de los órganos administrativos, bajo cuya
dependencia se encuentran todos ellos. Cuando el administrado recibe las
órdenes o los beneficios de la gestión pública que ha sido dispuesta por la norma
legislativa, han pasado éstas por varios, diversos. Múltiples y distintos órganos de
la administración. El administrado recibe el eco de una orden impartida; puede
ésta llegar tarde, inoportuna e ineficaz y como ella, así tan deslucida 84 como gris.
Puede manifestarse la responsabilidad de aquel que la realiza. El tiempo, la
distancia y la proliferación de órganos intermediarios bajo dependencia, concurren
para disgregar una culpabilidad con carácter objetivo cuando materialmente ésta
se exhibe, en muchos casos con el abandono irresponsable y bien negligente de
un determinado funcionario. La descentralización corta las amarras lejanas y
distantes en el proceso administrativo de un acto con aquél que fue su autor en la
ejecución inicial; es decir, el real autor y consciente creador. El Federalismo y la
descentralización en México nunca han ocurrido.
Conclusión y propuestas
La adopción del federalismo como régimen de gobierno no fue casual ni imitación
extralógica del federalismo estadounidense, único modelo existente al principiar el
siglo XIX. Se le tomó en cuenta, sí, pero no se trasplantó tal cual. En esencia fue
un acuerdo de un conjunto de provincias para convivir juntas, provincias que
habían alcanzado la mayoría de edad y contaban con entramados económicos
propios y bien desarrollados, así como élites regionales con intereses específicos
que estaban dispuestas a defender.
Si la federación estadunidense la hicieron colonias acá la hicieron provincias,
pero con una pequeña y muy importante diferencia. Mientras en el norte las trece
colonias no tenían un centro político fuera de Londres, y tuvieron que crearlo, en
México estaba la ciudad de México, residencia de una maquinaria burocrática
imperial con poderes delegados que había centralizado recursos y decisiones en
beneficio de la Metrópoli luego de las reformas borbónicas (siglo XVIII).
Allá las 13 colonias cedieron facultades para crear un centro político que
garantizara la convivencia, acá las 19 provincias acordaron poner por escrito sus
reservas de derechos y fijar límites severos al poder central cuyo antecesor
inmediato había considerado intrusivo y excesivo en sus facultades. Allá la
Suprema Corte pronto asumió su papel al definir con precisión cuándo y en qué
circunstancias podría la Federación inmiscuirse legítimamente en los asuntos de
los estados; acá la Suprema Corte siguió con la funciones de la Audiencia colonial
sin asumir ese papel y cuando a mediados de siglo se le concedió tales
facultades las ejerció de manera sesgada, rechazando de infinidad de formas
cualquier involucramiento político.
En Estados Unidos se complementaron la división horizontal de poderes
(ejecutivo, legislativo, judicial) con la división de poderes vertical (municipios,
gobiernos de los estados, gobierno federal) para hacer una federación funcional;
en México no fue así y esa es apenas la razón inicial para la distorsión posterior
de nuestro federalismo.
Como en cualquier familia, el problema fue el dinero. La primera República
mexicana nació quebrada y en la constitución de 1924 se señaló un estipendio,
llamado contingente federal, que debían aportar los estados para sufragar los
gastos del gobierno federal. En el texto constitucional la federación quedó con
ingresos propios menguados, apenas los provenientes de aduanas, estancos y
papel sellado que no daban para mucho. Dicho en otras palabras, a la federación
tenían que mantenerla los estados. Pero resultó que el contingente los estados no
lo pagaban, o lo entregaban parcialmente, pues no querían hacer las reformas
fiscales necesitarías para sufragarlo. Y el gobierno nacional tuvo que recurrir a los
empréstitos otorgados en condiciones leoninas sembrando así la semilla de
futuras intervenciones militares extranjeras, pues así se cobraban las Potencias
los créditos en el siglo XIX.
Cierto, ésta no fue la única razón por la cual fracasó la primera república federal.
Hubo otras y de peso, como la ausencia de reglas para el juego político, la lucha a
muerte de las logias masónicas, el uso de comunidades indígenas con fines
políticos que terminaban en motín y la conjura y permanente subversión de las
fuerzas políticas y otras más de menos calibre. Pero en medio de todo ello estaba
el ejército, el mismo que el Ejército Trigarante de Agustín de Iturbide, que había
consumado la independencia y se sentía garante de ella. El ejército se llevaba
más de la mistad del presupuesto y no le resultaba suficiente, sus cuadros exigían
aún más. Los mandos consideraron que se les negaban los recursos
indispensables para cumplir con su misión y fueron por convicción crematística
antifederales y a sus ojos los estados eran los culpables de lesa patria al incumplir
con el pago del contingente. Y más les irritaba que algunos estados, como
Zacatecas, estuvieran dispuestos, antes que cumplir con su obligación
constitucional, a gastar con generosidad a sus milicias locales.
Fracaso de la primera república federal fue, entonces, sinónimo de fracaso del
régimen de gobierno federal. Había que hacer otra constitución que era la solución
de cómprese y úsese entonces vigente. Al fracaso federal siguió el mal llamado
periodo centralista, que se inicia en 1836 con la expedición del documento
constitucional llamado de las Siete Leyes. Desde el punto de vista formal era una
combinación de mecanismos federales, legislaturas locales ahora bajo el nombre
de juntas departamentales pero prácticamente con las mismas facultades que
aquéllas; la novedad fue una forma distinta de elegir a los gobernadores: las
juntas tenían que escoger de una terna propuesta por el presidente de la
República. Los que hicieron las Siete Leyes cruzaron los dedos de que esta fuera
la solución al reparto de los dineros entre la periferia y el centro. Se justificó la
reforma como una forma “para resolver los defectos de la constitución”, y en el
fondo fue una transacción entre el gobierno nacional y las élites locales, pues
éstas jamás hubieran aceptado de buena gana un régimen radicalmente unitario.
Los años que corren entre 1836 y 1867 son años inciertos, de alternancia cansina
de formas de gobierno donde en un principio se imponen los afanes de
conciliación en el eje centro-periferia, pero que a raíz de la guerra con Estados
Unidos, se llega a la polarización de fuerzas, actitudes y postura. Es un largo
camino que abre el paso para el tránsito del primer federalismo al federalismo
liberal de la constitución de 1857.
La constitución del 57, que se suponía una revisión definitiva y final de la del 24,
no tocó a fondo los problemas que afectaban la relación centro-periferia. Si bien
restauró el régimen federal los trabajos de fondo de los constituyentes se fueron
por el lado de las garantías individuales y los medios para hacerlas efectivas.
Muchas de las facultades que se suponían reservadas a los estados siguieron así,
reservadas.
No sería sino hasta la restauración de la República, con motivo de la Convocatoria
a elecciones de 1867 cuando se da la clarinada de lo que sería un largo camino de
federalización de facultades estatales. En esa convocatoria Benito Juárez
proponía un plebiscito paralelo a la elección de representantes al congreso para
aprobar, fuera de los cauces constitucionales normales, unas cuantas medidas
que fortalecieran al gobierno federal. No tuvo éxito dada la decidida oposición
generalizada en el país, pero el camino quedó señalado.
Los gobiernos posteriores a la restauración de la República intentaron pocos
cambios constitucionales para federalizar competencias, el que más fue Porfirio
Díaz, pero sus reformas no llegaron a diez y fueron federalizaciones obvias:
minería y comercio, derecho marítimo, monopolio en fijación de impuestos a
bienes importados, deuda pública contratada en el extranjero, y aguas de
jurisdicción federal.
Curiosamente la Constitución de 1917 tampoco abordó las cuestiones que
afectaban a la relación centro-periferia en materia de dineros, pues la atención de
los constituyentes se concentró, no ya en las garantían individuales sino en las
sociales. La tarea de los ajustes quedó a cargo de los gobiernos
posrevolucionarios que se lanzaron a un frenesí de reformas al texto básico.
Tantas que incluso los especialista pierden frecuentemente la cuenta, pero que
son más que el número de artículos de la constitución original. Entre esas
reformas se cuentan muchas que han implicado la federalización de
competencias que antes se presumían propias del ámbito reservado a los
estados.
Juristas que se han dedicado al estudio del asunto han identificado más de 30
reformas de esa naturaleza. Vinieron por oleadas según necesidades del
momento, pero veamos las más importantes. La centralización más larga y penosa
fue la fiscal. El impuesto sobre la renta nació federal, pero el de los impuestos al
comercio fue una larga batalla que perdieron los estados. A la larga se llegó al
Sistema Nacional de Coordinación Fiscal, complejo mecanismo que decide las
participaciones y aportaciones de la Federación a los estados mediante fórmulas
matemáticas que pretenden ser expresión de la realidad social y económica de los
estados. Hoy por hoy, las decisiones en la materia si bien acordadas con los
gobernadores, se toman fuera del Congreso de la Unión y en base a convenios.
Consecuencia: los estados casi no tienen impuestos propios que cobrar y la casi
totalidad de sus presupuestos se integran con transferencias del gobierno federal.
No entramos aquí en el tema de si todo esto es constitucional o no, pues
requeriría todo un ensayo.
Otro terreno de despojo fue el cultivado por las centrales campesinas y obreras
para federalizar casi todas las competencias en materia de trabajo, tierras y aguas
que antes eran facultades propias de los estados o concurrentes. Con las
promulgaciones en su momento de la legislación agraria y todas sus reformas, así
como de la Ley Federal del Trabajo los estados quedaron privados de casi
cualquier participación en estos terrenos, salvo ribetes poco importantes. Hay que
decir que sindicatos y partidos políticos han sido las instancias más
centralizadoras del México posrevolucionario por así convenir a sus intereses.
Si los gobiernos de los estados ya no podían tener una política fiscal para
fomentar y dirigir el desarrollo económico de la entidad, tampoco determinar el
reparto agrario o contar con una política laboral adecuada a sus circunstancias, ni
ver terminados en la jurisdicción local los juicios civiles y penales a consecuencia
del juicio de amparo (que venía del siglo XIX) ¿qué les quedaba? Les quedaba el
corazón de los derechos reservados a los estados: legislar y disponer del régimen
interno siempre y cuando se hiciera dentro del marco de división de poderes
vertical y horizontal previsto en la constitución federal.
Pero incluso este ámbito ha sido vulnerado, por no decir des construido. Empezó
en las década de los 1980 con la reforma al 115 constitucional que arrebató a los
estados las facultades para legislar sobre los municipios. Fue una reforma de
mucho detalles: incluso señaló y fijó constitucionalmente los servicios que deben
prestar los ayuntamientos. Fue una reforma que nadie pidió pero que el gobierno
federal expidió para ofrecer algo a la gente cuando se encontraba en medio de
una de las peores crisis financieras que haya sufrido el Estado mexicano.
Y le siguieron las reformas que se hicieron para darle contenido a la enloquecida
espiral de aciertos y desaciertos englobados en el paraguas de la
democratización, que es otra forma de decir “los intereses de los partidos
políticos”. De ellas destaco tres. La primera fue el establecimiento del Tribunal
Federal Electoral y el acrecentamiento paulatino de su jurisdicción hasta incluir
quejas y diferendos sobre las elecciones de poderes locales. Le siguió la
introducción de un peculiar sistema proporcional para elegir a los miembros del
senado, rompiendo la razón de ser de esa representación, y que ha dejado de ser
la cámara de los estados. Y finalmente el golpe de gracia: la transformación del
Instituto Federal Electoral e Instituto Nacional Electoral que asume la dirección y
conducción a criterio de sus consejeros de las elecciones locales, con las
autoridades electorales locales a él subordinadas al poder designarlas. Este fue el
precio que el presidente Peña Nieto tuvo que pagar a los partidos de oposición
para poder pasar su programa de reformas. Dónde quedó el federalismo? Sobre
todo ese federalismo que los opinantes desinformados culpan del caciquismo de
los gobernadores. Se ha diluido y el pacto original para convivir ha dejado de ser.
Lo único que subsiste es que los gobernadores sean electos, pero cada vez se
parecen más a los prefectos departamentales de los regímenes unitarios que
cumplen órdenes del centro y administran los recursos que de allá les envían.
Funcionarios con responsabilidad pero sin poder. En eso es en lo que terminamos,
pues parece que el federalismo fue flor que agarró mal en nuestro suelo.

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