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Daniel Innerarity: "

La agitación
política es perfectamente compatible con que no
cambie nada"
El filósofo se pregunta en Comprender la democracia por qué la actualidad política resulta
tan confusa para los ciudadanos y cómo afecta esto al sistema representativo
El volumen forma parte de una serie de ensayos breves y divulgativos que arrojan luz sobre
aspectos clave de la organización social, como el funcionamiento de las elecciones o la
corrupción

Clara Morales / Publicada el 22/11/2018

Comprender la democracia. Ese es el título del último libro de Daniel


Innerarity (Bilbao, 1959), y la tarea propuesta no parece sencilla. La
sensación que puede tener el lector de que la actualidad es veloz e
indescifrable, explica el ensayista en el volumen, no es solo una sensación:
"Es una ilusión pensar que el ser humano es capaz de entender el
funcionamiento de las instituciones y de la sociedad en su conjunto". Que
lo diga un catedrático de Filosofía políticano resulta tampoco muy
alentador. Entonces, ¿cómo va a votar el ciudadano de manera informada?
¿Cómo va a saber, en esta maraña indescifrable, cuáles son las políticas que
más convienen a la sociedad y quién puede defenderlas mejor?

La solución que propone el autor de libros como La política en tiempos de


indignación (2015) o Política para perplejos (2018) no es sencilla, pero es
contundente: "fortalecer la cooperación y la organización institucional de
la inteligencia colectiva". ¿Cómo? Él diría que de varias formas, pero una
de ellas quizás se correspondería con el propósito con el que nace la
colección a la que pertenece su nuevo título, la serie titulada Más
democracia, editada por el sello Gedisa. En ella, la politóloga —y
colaboradora de infoLibre— Cristina Monge y el filósofo del Derecho
Jorge Urdánoz se proponen lanzar algo de luz sobre algunas cuestiones de
actualidad a través de volúmenes concisos y divulgativos. Cogiendo el
testigo de Innerarity, se repasarán luego los sistemas electorales (el propio
Urdánoz junto a Enrique del Olmo), el fenómeno de la corrupción (Manuel
Villoria) o las carencias de la Constitución del 78 (María Eugenia
Rodríguez-Palop). Pero con su ensayo de 94 páginas el filósofo bilbaíno
empieza por el principio: ¿realmente podemos comprender de qué va todo
esto?

Pregunta. ¿A qué nos referimos cuando decimos que los ciudadanos no


entendemos la política?

Respuesta. Hay varias cosas. La política en sí misma considerada se ha


convertido en algo más complejo que en otras épocas de la historia. La
propia democratización, el propio avance de la democracia, es una
complicación, porque cada vez hay más cosas que tienen que ser decididas
democráticamente, porque cada vez hay más derechos que tienen que
intervenir en el debate… Hay un incremento de complejidad objetiva. Y
otra razón por la que no entendemos la política es porque no nos la explican
bien. Si los gobiernos en Europa de todo lo impopular hacen responsable a
Bruselas, y de todo lo bueno son ellos los causantes, terminamos por no
entender muy bien quién manda aquí. Además de otros déficits, en la
democracia hay un déficit de la inteligibilidad. No entendemos bien, no
solamente los que nos dedicamos a esto durante muchas horas, que nos
cuesta, sino la gente corriente, que es la que tiene la última palabra. Porque
nuestra democracia es para el ciudadano medio, no es para el manejo de
unas élites.
P. Hay, de hecho, una corriente –minoritaria, pero ahí está— que
partiendo de la idea de que la democracia necesita ciudadanos que
estén formados, defiende que solo participe en ella una élite intelectual,
una suerte de sufragio censitario. ¿Cómo se puede evitar esa elitización
de la democracia?

R. Bueno, es que de hecho ya es así. Nos guste o no nos guste, la gente más
cualificada, con mayor acceso a los centros de creación de opinión y poder,
de hecho ya influye más que la menos cualificada. Lo que un sistema
democrático implica es la corrección de este privilegio de los
supuestamente más sabios o poderosos. Pero el principal argumento para
esto es que, aunque se diga que la política debería estar hecha por los
mejores, primero: ¿cómo los identificamos? ¿Qué criterios hay para
establecer que uno es mejor que otro para acceder a un cargo de Gobierno?
Y, segundo, suponiendo que hubiéramos acertado y estuvieran los mejores
en el Gobierno, ¿se gobernaría mejor? Tengo mis dudas. Y por si fuera
poco tenemos experiencias históricas de crisis –la más reciente, la de
2008— que han sido causadas por errores de los expertos. En la crisis
económica hubo muchos fallos de muchas gentes, pero hubo malísimas
previsiones por parte de agentes económicos que se suponía que tenían
unos mecanismos de anticipación del futuro que superaban a todos los
demás.

P. Cuando se asocia ser el mejor para gobernar con el requisito de


tener una educación superior, y luego se ven escándalos como el caso
máster…

R. Es que este caso concreto ha sido un caso de titulitis. Si hablamos de una


persona que se ha formado en el Derecho público y ha hecho grandes
estudios, me merecería respeto y consideración, como mis propios alumnos
de máster, que meten muchas horas para prepararse. Este caso concreto,
más que la tiranía de los expertos, es el postureo de quien se reviste de unos
títulos y ni siquiera se toma el esfuerzo de estudiar esos contenidos. Esa
titulitis por parte de la clase política responde a la necesidad de prestigiarse
a sí mismos que tienen aquellos que ven erosionada su autoridad. Y luego,
por otro lado, el conocimiento que podemos esperar de nuestra clase
política no se aprende en la universidad. En la universidad se aprenden
cosas que son muy útiles para la política, pero lo necesario para hacer
buena política –que, no olvidemos, hay muchos más políticos en las
instituciones locales y los ayuntamientos— es capacidad de trabajo, una
visión de conjunto, una sensibilidad por los más desfavorecidos, un sentido
de la justicia… Eso no te lo garantizas pasando por la universidad.

R. ¿Y qué tipo de conocimiento deberíamos tener los ciudadanos para


participar en política?

R. Saber de política, para un ciudadano medio, no significa conocerse las


leyes, las disposiciones, y saber cómo se hace un presupuesto. Cosas que,
por cierto, no conocen la mayor parte de nuestros representantes. Se trata de
tener una visión de conjunto de las cosas y, sobre todo, en tener una
empatía, una educación emocional que a uno le lleve a desear vivir en una
sociedad equilibrada, igualitaria, sensible ante el sufrimiento, respetuosa
con las diferencias, dispuesta al diálogo… Todo esto es muchísimo más
importante para que cumplamos con nuestros deberes de ciudadanía que el
conocimiento legislativo.

P. ¿Dónde imagina que los ciudadanos podríamos adquirir este


conocimiento?

R. Si recordamos aquello de que para educar a un niño hace falta una tribu
entera, algo parecido podríamos decir aquí: para educar a un ciudadano o
una ciudadana, hace falta una tribu entera. Es decir, hace falta una
comunidad política entera actuando en un sentido adecuado: hacen falta
unas instituciones educativas, unas familias, unos medios de comunicación
que colaboren en esa dirección. Por tanto, aunque a mí me parece una idea
estupenda, y siempre lo he defendido, que haya asignaturas concretas en el
currículum educativo que enseñen a nuestros hijos e hijas la organización
de las instituciones, me parece que eso es una parte nada más de la
solución. Se aprende de política cuando uno va y ve cómo sus padres hacen
la compra, porque con el carro de la compra se hace política. Se aprende de
política cuando, en la familia o en el colegio, uno ve de qué manera se
configura la relación con aquellos que no piensan como nosotros. Y por
supuesto se aprende mucho de política, o se desaprende, en lo que uno
encuentra en los medios de comunicación. Cómo tratan la política, qué tipo
de mensajes, qué tipo de emociones nos transmitan es decisivo para nuestra
formación.

P. En el libro señala la aparente paradoja de que los ciudadanos más


informados sobre política suelen ser menos críticos y más partidistas.
¿Cómo explicamos esto?

R. Es un hallazgo curioso. Dicen algunos estudiosos que, efectivamente,


entre la gente más comprometida con la política suele estar la gente menos
proclive al acuerdo. Y a veces hay un cierto sesgo dogmático precisamente
entre aquellos a quienes más interesa la política, mientras que la gente más
despolitizada suele ver con más agrado los acuerdos en política. Esto
tendría que llevarnos a revisar nuestro modo de comprometernos con una
causa o con un partido, que muchas veces nos ciega al punto de vista y los
intereses de quienes no comparten nuestra posición.

P. Resulta descorazonador: si los ciudadanos deben estar formados e


implicados, pero eso lleva al dogmatismo y la inflexibilidad…

R. Sería un mal negocio. Pero yo creo que hay una salida: que nos
formemos en ideas integradoras y abiertas al diálogo, no en sectas o tribus y
en contenidos ideológicos incapaces de ser negociados con quienes no
piensan como pensamos nosotros. Si nos formamos políticamente en modos
de pensar más abiertos, probablemente ese sesgo sectario no se suscite.

P. Y hay otra idea en el libro aparentemente paradójica: quienes


deciden con más información no son necesariamente los que mejor
deciden. ¿La responsabilidad la tiene quien emite la información?

R. El problema fundamental que tenemos no es de falta de información,


datos y opiniones, sino de todo lo contrario, de un ruido en las redes
sociales, un ruido mediático y en la opinión pública tan fuerte que no nos
permite hacernos una opinión propia, serena, equilibrada y tener nuestro
propio criterio. El problema no es la falta de información, sino la
desorientación. Como ciudadano, no distingues el ruido de la información
relevante. Cómo conseguimos evitar las distracciones, es una cosa en la que
pienso mucho últimamente. Como sujetos individuales y como sociedades
somos distraídos. ¿Estamos mirando a lo importante? ¿La agenda política
recoge las grandes cuestiones que nos deberían preocupar? ¿No será que
somos sociedades tremendamente agitadas, incapaces de detectar los
movimientos de fondo o los intereses latentes o los derechos de aquellos
que no hacen ruido y no tienen capacidad de presión? Este es el drama en el
que estamos. Por eso la agitación política es perfectamente compatible con
que no cambie nada, y se convierte muchas veces en un grito improductivo,
como en buena medida fue la fase de indignación.

P. Existe una idea más o menos extendida de que parte de esta


complejidad de la política es de alguna manera voluntaria, que los
poderes públicos tratan de hacer más complicadas las cosas justamente
para que los ciudadanos no puedan participar. ¿Qué piensa de esto?

R. No me parece un enfoque muy clarificador. No es que no haya intentos


de realizar maniobras en la oscuridad, que ocurre. Pero yo creo que pasa
con más frecuencia lo contrario: una transparencia, entendida como
visibilidad continua del espacio público, está impidiendo ámbitos de
negociación. No digo que sea el único problema, pero muchas veces lo es.
Ciertos asuntos requieren un espacio de discreción, y su continua
exposición a un debate además muy superficial, binario y antagónico, los
banaliza. No es que los políticos nos estén ocultando una cosa cuya
revelación resolvería por fin el misterio del universo y de nuestro destino
histórico, sino que más bien están chapoteando en la banalidad. Hay una
sobreexposición de la clase política de la que salen muchos errores, lo cual
no quiere decir que la transparencia no sea una gran conquista. Pero, como
todo en democracia, si se absolutiza produce resultados estúpidos.

P. ¿Piensa, por ejemplo, en las conversaciones para formar Gobierno


en 2016?

R. Por ejemplo. O a mí me decía una vez hace años Javier Solana que, si
cuando él tenía que negociar en su momento tratados internacionales,
hubiera habido los mismos criterios de transparencia y publicidad que hay
ahora algunos de ellos no se hubieran podido alcanzar nunca. Y
probablemente en la crisis catalana, por poner un ejemplo evidente, lo que
ha habido es una excesiva exposición de los agentes públicos y una
carencia prácticamente absoluta de espacios discretos de negociación.

P. En el lado contrario, estaría el caso del TTIP, cuya opacidad fue


muy criticada.

R. Es un caso concreto de una falta de transparencia, pero lo general suele


ser lo contrario.

P. En el libro cita a Durkheim asegurando que "la incompetencia de


los representantes" es un "reflejo de la incompetencia de los
ciudadanos". Y sin embargo existe esta idea, que se convirtió en lema
con el 15M, de que los políticos no están a la altura del pueblo. ¿Cómo
tendríamos que pensar en quienes nos representan?

R. Ante un problema político, hemos de sospechar de aquellas


explicaciones que designan con demasiada facilidad a un culpable.
Generalmente los problemas políticos están ahí y no se resuelven porque
hay una cantidad de factores que están interviniendo, con distintos grados
de responsabilidad. Yo me resisto a pensar que esa nefasta clase política
haya salido de una gente tan inocente como nosotros. Aquí algo falla. En la
crisis de la representación intervienen varios factores: hay uno que tiene
que ver con que ese mundo claramente representados por trabajadores que
son defendidos por unos sindicatos, parlamentarios que se adscriben con
claridad a la izquierda o a la derecha, intereses nacionales delimitados por
una frontera… ese mundo tan westfaliano, tan clásico y contundente, se ha
volatilizado. Los ciudadanos nos hemos vuelto también más
plurifactoriales: aunque votemos a un partido, hay cosas que nos gustan de
otro; pertenecemos a una clase social, pero esta clase social tampoco es tan
rotunda; hacemos mezcla de asuntos que son de derechas y que son de
izquierdas; y nuestra adscripción nacional tiene diversas intensidades… Ese
ciudadano es muy difícil de atrapar en una sola categoría, como pudo
ocurrir hace muchos años cuando se creía que se podían identificar con
precisión los “intereses de la clase trabajadora”, o “los intereses de los
andaluces”… Por lo tanto, representar, en el sentido de hacer una
descripción que concuerde con la sociedad, es cada vez más difícil. Y luego
están también los errores y las miserias de los políticos, que existen
también y no hace falta que abundemos mucho en ello. Pero me gusta
insistir en que tenemos que poner en juego varios factores para explicar las
cosas.

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