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El artista y la ciudad
COMPACTOS ^ ANAGRAMA
Eugenio Trías
El artista y la ciudad
EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
Diseño de ¡a colección:
Julio Vivas
Ilustración: fragmento del retrato de Guido Riccio de Fogliano.
Simone Martini, 1315-1344, Palazzo Pubblico de Siena
ISBN: 84-339-1471-5
Depósito Legal: B. 6852-1997
Printed in Spain
I
mi retomo, en E l artista y la ciudad, mediante un reencuen
tro con las más puras esencias de la cultura (artística, litera
ria y filosófica) europea.
Éste es, de todos mis libros, el que se afirma más rotunda
mente en esa identidad europea; sólo que lo hace a través de
la transferencia que permite la interpretación de algunos de
sus más significativos episodios: la tradición platónica, que
llega hasta el Renacimiento italiano, y la gran tradición
cultural clásica, romántica y moderna alemana (Goethe, He-
gel, Wagner, Nietzsche, Thomas Mann). Grecia, Italia, Ale
mania: los ejes principales de mi identificación con Europa.
A través de ese experimento fui poniendo a prueba algu
nas categorías platónicas que me han sido siempre muy que
ridas (la concepción del eros formativo y plasmador, capaz de
objetivarse en el mundo cívico, la concepción de la poiesis
como creación productiva; la mediación de ambas concep
ciones; la correlación del Alma y de la Ciudad de La Repúbli
ca). No en vano había iniciado mis pasos universitarios con
una tesis de licenciatura sobre el «alma» y el «bien» en Platón.
Me interesó seguir la pista de estos conceptos a través del
tiempo, tomando como ocasión las figuras de filósofos, lite
ratos y artistas antes citados. El libro resultante responde,
como se dice al final del mismo, al género «ensayo». Pero
todo él está atravesado por una pretensión, todavía tentativa
y experimental, por formarme ciertos conceptos con vistas a
una aventura más estrictamente filosófica (en la cual la
trabazón de los conceptos es ineludible). Sólo que en este
libro esos conceptos todavía se hallaban en estado de prueba
y experimentación.
En cierto modo este libro forma pareja con otro que
escribí antes que él, Drama e identidad, escrito antes del
viaje por América Latina. En ambos inicié una incursión
decidida en mis propios temas. A través de ellos marqué
distancias con mis primeras publicaciones, todavía muy mar
II
cadas por mis años de aprendizaje filosófico, y por influencias
alógenas (especialmente francesas). A través de estos dos
libros me fui familiarizando con mi propia forma de pensar.
Drama e identidad es, de todos modos, un libro más
desgarrado, marcado por «el signo de interrogación», en el
que está muy presente el trasfondo trágico que recorre toda
mi filosofía. E l artista y la ciudad, en cambio, es un libro de
corte más clásico. Algunos lectores míos consideran que,
independientemente de su valor intrínseco, rezuma cierta
frialdad. Es posible que sea así. No se halla en él en carne
viva el pathos de otros libros míos (como el paradigmático
Tratado de la pasión). Pero bajo su estilo y escritura equili
brados, o apolíneos, llenos de efectos distanciadores, laten
contenidos de alta temperatura. De hecho es un libro trans-
ferencial, en el que a la vez me proyecto en las figuras que
interpreto, y marco también, a través de ellas, distancias
conmigo mismo.
En un tiempo en que el estamento pensante español se
debatía en los hastiantes litigios entre la escolástica marxista
y la positivista o analítica, y en que los intelectuales del país
rivalizaban en jergas de importación, sin preocuparse por la
aventura ensayística y el estilo, y sin atreverse, bajo palabra
de honor, a la funesta manía de pensar por ellos mismos
(desasistidos de andaderas de importación), estos libros
míos, y en particular El artista y la ciudad, marcaban una
importante inflexión. Pero como el colectivo filosófico-
intelectual carecía entonces (y en parte sigue careciendo) de
ese sexto sentido que se necesita para saber leer, se intentó
reducir mi aventura de entonces (años setenta) al cómodo
rótulo de «filosofía de la cultura».
A la larga, esta tentativa mía orientada hacia la aventura
ensayística como preparación de una aventura filosófica
propia comenzó a fructificar. En los años ochenta estos
ensayos míos comenzaron a ser comprendidos por una mi-
III
nona consistente. He de decir, a este respecto, que por
fortuna para mí los mejores lectores han sido, sobre todo,
extra-gremiales: poetas, artistas, psicoanalistas, gente de le
tras, juristas, etcétera. Salvo importantes excepciones he
recibido muy poco de mi propio gremio filosófico. De haber
se limitado a ese gremio la recepción de mi obra hace
tiempo que hubiera decidido dejarla inédita.
En los años ochenta iniciaba mi propia aventura filosófica,
en la que estoy ahora inmerso. En ella, el ensayismo ha sido
parcialmente abandonado por exigencias de la exposición de
una filosofía que debe llamarse, propiamente, filosofía del
límite. Eso no significa que no siga cultivando en el futuro el
género ensayístico. Pero actualmente me ha pasado a primer
plano la necesidad de exponer del mejor modo que puedo la
idea filosófica que se me ha ido formando en los últimos
años, la que he ido desarrollando a partir de Filosofía del
futuro y de Los límites del mundo hasta La edad del espíritu.
Hasta Los límites del mundo no había encontrado mi pro
pia «piedra angular». Como suele suceder, esa piedra era una
«piedra desechada» por la tradición moderna: la noción de
límite (encontrada en Wittgenstein, en Kant, en el Idealismo
Alemán). Mi operación filosófica ha consistido, desde enton
ces, en seguir la consigna evangélica («la piedra desechada
se convertirá en piedra angular»). Me atreví a pensar esa
noción de límite en términos estrictamente ontológicos.
En libros como E l artista y la ciudad, lo mismo que en
Drama e identidad o en el Tratado de la pasión, parece como
si estuviera emergiendo todavía en forma magmática lo que,
en su momento, pudo ser articulado en razón del hallazgo de
dicha piedra angular. Constituyen los complejos preparati
vos de una aventura filosófica que sólo a partir de Los límites
del mundo comenzó a reconocerse a sí misma.
IV
PROLOGO
9
sido, necesariamente, el balbuceo, la transcripción del
ruido, la promiscuidad de escritura y garabato, la página
en blanco...
Se sigue en este libro un criterio moderado entre esas
dos tendencias extremadas. Y a que en el mismo no se
mantiene, desde luego, la Unidad Libro tradicional, como
tampoco se mantiene la Unidad Capítulo. N o puede de
cirse que a través de sus páginas se vaya desarrollando,
paso a paso, una Tesis nuclear, a la que se ordenan je
rárquicamente varias tesis secundarias. Pero tampoco pue
de decirse que se trata de una recopilación ad hoc y a
posteriori de ensayos distintos surgidos en tiempos y en
espacios diferentes. Se trata de un libro pensado unita
riamente como libro de principio a fin. Pero se trata tam
bién de un libro que ordena el material textual de una
forma diferente a como suele ordenarse tradicionalmente.
Se mantiene, pues, un principio inflexible de unidad, fren
te a toda ceremonia de dispersión cantonalista. Pero se
preserva un inflexible principio de autonomía, frente a
todo liberalismo decimonónico. El resultado de la com
binación de ambos principios es un libro de ensayos en
trelazados en los que recurren varios temas a modo de
motivos conductores. Y esos temas siguen un curso bio
lógico, lo mismo que la sucesión de los ensayos o que el
libro tomado como totalidad: nacen, se desarrollan, cul
minan, mueren; se expolien, varían, se recapitulan. Ya
en Drama e identidad ensayé esta metodología tan «wag-
neriana», sólo que pudo permanecer oculta para muchos
ya que Cautela, virtud a la que a veces conviene prestar
atención, me sugirió al oído la conveniencia de probar
sin revelar. Por esa razón inventé un tema gigantesco,
con todas las trazas de una Tesis Nuclear (la distinción
entre Drama y Tragedia) con el fin de ocultar un proce
der que sólo en la introducción, veladamente, sugería.
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En este libro, en cambio, no hay Tesis Nuclear. Subsis
ten solitarios los motivos conductores, sólo que entrela
zándose, coordinando, contrapunteando, insinuando trata
mientos fugados, etcétera.
Por todas estas razones puede el lector iniciar su lec
tura por donde le interese, puede leer los ensayos con
independencia; pero bueno es que sepa que, así leídos,
siempre le dejarán, creo, insatisfecho; ya que se ha pro
curado dejarlos en suspenso, concluirlos en un acorde sin
resolver. Motivos realistas me llevan, sin embargo, a su
poner que habrá lectores que desoigan lo que estoy ahora
indicando; y por esta razón he dado pistas redundantes
en las notas a pie de página. En cuanto al uso que he
dado a las Notas A Pie De Página, he invertido el méto
do de Drama e identidad, donde las eliminé sencillamen
te. Aquí he utilizado un recurso tan académico, tan no
toriamente vacío y pedantesco, para darle un sentido de
otra naturaleza: producir un contra-texto, más apretado,
más seco, más filosófico, que trama con el texto «d e en
cima» (más novelesco) una relación como la que hay en
tre el bajo cifrado y el discurso melódico.
Deberá el lector, por consiguiente, leer el libro de
principio a fin, pero también de «arriba» a «abajo», en
horizontal y en vertical, si quiere penetrar en todos sus
escondites. Sé que para muchos resulta ingrata la in
terrupción de la lectura sucesiva con notas sistemáticas.
Muchos no saben si seguir o si interrumpir el relato. No
seré yo quien les resuelva esa duda. Buena cosa es dudar
sobre eso que nos da placer. Pues el placer es, muchas
veces, el eufemismo de una rutina.
11
II
12
meros, los que constituyen la primera parte del libro,
son fundamentales en el sentido de que fundamentan los
restantes, ponen las bases centrales de lo que, en la se
gunda parte, constituye algo así como una «libre varia
ción». También me gustaban como título los que lo eran
ya de los otros dos ensayos primeros: La producción y
el deseo y E l hombre, semejante a Proteo. Pero me de
cidí por el primero por razones de orientación general.
De hecho, los tres títulos conjuntados obvian cualquier
consideración introductoria sobre hilos arguméntales.
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O R IE N T A C IÓ N M E T O D O L Ó G IC A
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Ese meta-espacio (donde el pensamiento inflexiona,
en el cual también reflexiona) constituye el ser extra
mental, objetivo: ser que funda la objetividad del Suje
to y la objetividad del Objeto.
El pensamiento se abre a ese ser extramental, cobran
do de esa apertura un esquema de pensamiento o un
mapa categorial a partir del cual se orienta en el mundo.
Ese esquema, ese mapa no es necesariamente consciente,
como en general no es pensamiento sinónimo de cons
ciencia. Por el contrario, es algo que orienta y dirige la
promoción de consciencia y la correlativa producción de
ideas. Las ideas que surgen de esa superficie son, nece
sariamente, ideologías.
Se intenta, por consiguiente, hallar ese nivel crítico
(o si se quiere llamar así, «científico») susceptible de
explicar la razón profunda de surgimiento de ideologías,
pero asimismo susceptible de expoliar a éstas de su pre
tensión de verdad.
Ante el tribunal de ese pensamiento subyacente, la
ideología es máscara y «tigre de papel». Enmascara la
verdad de su formación y generación, oculta sus condi
ciones de posibilidad. E intenta, en consecuencia, una vez
obviado su nivel crítico-histórico, decir verdad para toda
la eternidad. Legislar.
La ideología se apoya en consecuencia en una onto-
logía que no es crítica ni histórica. Alumbra necesaria
mente una creencia, una fe. Es, respecto a la lucidez, el
eterno antídoto y alibi. Es, respecto a la verdad, el eterno
socorro y salvavidas. Es, por consiguiente, una coartada
para la vida y para el pensamiento.
Sólo la Idea regulativa que orienta vida, pensamien
to, acción hacia más allá de sí, hacia el futuro, pero a
título necesario de hipótesis condicional, en términos de
«com o si», sólo la utopia concreta, el sueño racional,
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constituye, respecto a la ideología, una alternativa ver
dadera.
Sólo esa Idea regulativa evita la necesaria consecuen
cia de todo movimiento crítico de desenmascaramiento:
el nihilismo. Perdida fe y esperanza, pierden los móviles
primeros e ingenuos de toda acción su agarradero. Pero
no por ello queda entonces sentenciada la acción, la vida.
Al contrario: sólo entonces tiene significación hacer, ser,
existir.
Sólo ese planteamiento evita otra necesaria conse
cuencia del movimiento crítico: el cinismo. Éste revela
la verdad, pero se cruza de brazos a sabiendas respecto
a lo revelado. Se niega a cumplir el imperativo vocacio-
nal: cambiar el mundo. Lo deja intacto y actúa en la
misma dirección del mundo tal como se lo encuentra es
tablecido. Actúa, pues, en la línea de lo ya existente. Es,
respecto a la hipocresía inconfesada de la Ideología, el
necesario contramovimiento. Pero es eso y nada más.
Carece, pues, de alternativa a la creencia.
La coartada del cinismo suele ser, lo mismo que la
coartada nihilista, el pesimismo: una infravaloración de
la acción y de la vida.
Que los tiempos presentes, más que nunca quizás en
la historia reciente, abonan la propensión de la inteli-
gentsia, pero también de la casta política, empresarial,
laboral, civil, hacia nihilismo o cinismo, no significa que
éstas sean las únicas actitudes pertinentes que derivan
de la lucidez. Cabe, por el contrario, repensar lucidez y
acción en un movimiento o proceso más amplio, más
comprensivo, en el que, realizando la lucidez su ejerci
cio necesario de escepticismo, despeje, en virtud de ese
ejercicio, el territorio de una acción libre de ideología,
ilusión, ídolo: una acción fundada en Ilustración, en
Autoconsciencia, en Razón.
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De este modo podría evitarse el corolario idealista de
una concepción, sea nihilista, sea cínica, que ante la pre
supuesta ligazón, establecida de modo falaz como nece
saria, entre ilusión y acción, deja como única alternativa
la contemplación.
Ese cruzarse de brazos ante el mundo se debe a la
creencia (ideológica, como toda creencia) de que el mun
do se halla gobernado únicamente por credos, por de
cálogos, por leyes, que algún espíritu maligno, acaso el
Ünico Dios, dirige, provisto de Órdenes, desde su aciago
empíreo supralunar. Esta concepción, queriéndose dis
tanciar de dioses y teologías, es de hecho y de derecho
una nueva versión de teología positiva.
La ecuación Dios igual a Estado igual a Sistema igual
a Dinero constituye el despliegue de esa ciencia prime
ra: el área de sus determinaciones originarías, el haz de
los trascendentales.1
La búsqueda del espacio a p riori que permite consti
tuir, como presencia histórica, esa moderna posición de
la inteligencia, antitética a la acción y a la vida, que se
denomina Lucidez, constituye en este sentido uno de los
objetos, no primario, pero sí determinante, de este libro.
Que es, respecto a fenómenos analizados en mi libro an
terior Drama e identidad (especialmente en los dos últi
mos capítulos-ensayo), un intento de distanciamiento crí
tico.
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Primera parte
De Platón a Pico della Mirándola
La producción y el deseo: Este título puede sugerir a
algún lector un orden de cuestiones que en estos últi
mos años han sido ampliamente disputadas por filoso
fías radicales tanto francesas como alemanas y america
nas. Evidentemente este libro se inscribe en ese orden de
cuestiones, a las que intenta sugerir cierta respuesta. Sólo
que, con este fin, procura tomar distancias con respecto
al campo ideológico y epistemológico en el que esas cues
tiones suelen plantearse, buscando la raíz histórica, in
clusive pre-histórica, de dicho campo. En este sentido
debe entenderse lo que de otro modo puede resultar sor
prendente y hasta chocante: el problema que plantea la
tan buscada síntesis de deseo y de producción se inves
tiga en este libro a través de un punto de partida verda
deramente arcaico, en el sentido riguroso del término ar
caico. Una exégesis de algunos textos platónicos, el Ban
quete y el Fedro especialmente, sirve así de disparadero
de una cuestión en la que está implicada algo más que
la filosofía y la ideología actuales. Una cuestión que in
cide en la entraña misma de nuestro ser y de nuestro
existir. Ya que es experiencia vivida de a diario la sepa
ración, la escisión, el extrañamiento, entre la esfera del
deseo y la esfera de la producción: el mundo anímico y
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subjetivo del erotismo y el mundo cívico y objetivo del
trabajo.
¿Qué sucede cuando la síntesis, insinuada por la filo
sofía clásica platónica, entre Eros y Poíesis (términos
que malamente pueden traducirse por deseo y por pro
ducción, ya que su gama semántica es mucho más am
plia y matizada) se quiebra? ¿Qué sucede cuando Alma y
Ciudad dejan de ser órdenes interconexos y dialécticos
para construir esferas autónomas y separadas? ¿Cuándo
el artista, sujeto a la vez erótico y poiético, pierde la re
ferencia del espacio o hábitat que le es propio, la socie
dad, la ciudad? ¿Cuándo la Ciudad, objeto resultante de
la producción erótica del artista, se constituye en orden
separado de la Belleza y del Arte, sometida al nudo prin
cipio de una productividad no mediada por ningún princi
pio erótico?
Estas preguntas definen el orden de cuestiones que de
una manera consciente y deliberadamente no sistemática
aparecen y reaparecen a lo largo de este libro. Estas pre
guntas orientan la investigación hacia la búsqueda de la
relación entre:
E l artista y la ciudad. Pues el artista, a diferencia del
artesano concebido por Platón, no orienta su trabajo en
un área acotada y definida, según el principio inflexible
de la división del trabajo y del especialismo intransigente
que inspira la ciudad ideal. Sino que, semejante en eso
a Proteo, muda constantemente de hacer, inclusive de
ser, hasta el punto que puede definirse como un indivi
duo que pretende ser y hacer todas las cosas. En razón
de esa pretensión sugiere el filósofo (Sócrates) su expul
sión de la ciudad, ya que constituye un núcleo perma
nente de subversión en una urbe en la que cada indivi
duo se halla sometido al imperio de una sola actividad,
de un solo papel social, sin que le sea posible bajo nin
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gún concepto modificar esa fatalidad o condena. Y el
filósofo-rey, provisto de una guardia pretoriana que le
protege (los perros guardianes), salvaguarda ese princi
pio frente a todo intento de subversión. La esfera política
y la filosófica aparecen así como sojuzgadoras de una
base social productiva que, de esta suerte, se mueve por
el principio de la nuda productividad, sin que ésta se
halle mediatizada por principio erótico-poiético de nin
guna especie. El artista, expulsado de la ciudad, consti
tuye entonces la prueba fehaciente de aquella síntesis
que Platón pensó en la teoría (la síntesis de Eros y de
Poíesis) sin poderla encamar en lo real (en la ciudad):
esa expulsión explica la razón de que esa síntesis fuera
tan sólo pensada, sin que ese pensamiento o concepto
pudiera implantarse en lo real.
Sólo en una ciudad, no ideal como la platónica, sino
real como la renacentista florentina, pudo pensarse esa
síntesis en términos reales, de manera que en ella el ar
tista pasara a constituir la figura misma del hombre, el
cual, semejante a Proteo, aparece en la filosofía de la
época como aquel ser que carece de identidad y esencia
definida. Y que por esa razón puede construir, hacer,
producir consigo mismo cualquier identidad. En la filo
sofía de Pico della Mirándola aparece implícitamente rein
tegrado el Artista en la Ciudad, alcanzándose así una sín
tesis que en Platón había sido cumplida en términos teó
ricos pero incumplida en términos prácticos.
Esa síntesis triple de Eros y Poíesis, de Alma y Ciu
dad, de Arte y Sociedad, sugiere así un orden social en
el que todo hombre es artista, y en consecuencia sujeto
erótico y productor a un tiempo, sin que sea necesario
entonces coronar ese orden mediante una superestructura
política y filosófica, desvinculada de la base erótico-pro-
ductiva.
23
Cuando esa síntesis triple se quiebra aparece enton
ces la esfera anímica desvinculada de la esfera social, de
manera que Eros no se prolonga en producción ninguna,
de manera que Poíesis no halla en Eros ni en la Belleza
su principio y su fundamento. Surge entonces el Deseo,
concepto moderno que implica esa previa divisoria tra
zada entre lo subjetivo y lo objetivo. El cual Deseo, al
no hallarse mediatizado con la Producción, pierde tam
bién su vínculo con el objeto al que tiende, Bien o Be
lleza. Y esa pérdida hace que el objeto que le es propio
aparezca entonces como lo eternamente ausente y separa
do. Sólo mediante la disolución del sujeto deseante — a
través de la Muerte o de la Locura— resulta posible el
reencuentro del deseo con su objeto. Correlativamente
surge la Producción, concepto moderno que constituye
el transunto objetivo del Deseo. Esa Producción, ese Tra
bajo, al perder su vinculo con el fundamento, con el prin
cipio, llámese éste Bien o Belleza, sufre destino análogo
al Deseo: se constituye en esfera autónoma y separada,
sin vínculo con el mundo anímico del sujeto deseante. En
consecuencia, se constituye en esfera fundada en su pro
pia inanidad: producción que sólo busca producción, sin
tino y sin oriente, hallando, igual en esto a Deseo, como
último horizonte de su búsqueda también la Muerte:
horizonte de destrucción y despilfarro al cual conduce la
Producción ensimismada.
24
I. PLATÓN: LA PRODUCCIÓN Y EL DESEO
En donde im pera el concepto de belleza, a llí paga
el im p era tivo de vida su incondicionalidad. E l prin
cip io de la belleza y de la fo rm a no p rocede de la
esfera de la vida. Su relación con ella es, a lo sumo,
de naturaleza altam en te crítica y correctiva. Con
orgu llosa m elan colía está en frentada con la vid a y,
en lo profu n do, está vinculada con la idea de la
m uerte y de la esterilidad.
29
Ahora bien, ya en algunas de las estaciones de trán
sito por las que pasa Eros en su ascenso hasta lo bello
puede advertirse, leyendo el texto con atención, cómo el
objeto perseguido es menos simple que este que se acaba
de describir; cómo asimismo el modo de posesión es me
nos restringido que ese enunciado en términos de visión,
contemplación, teoría:
«E s menester..., si se quiere ir por el recto camino
hacia esa meta, comenzar desde la juventud a dirigirse
hacia los cuerpos bellos, y si conduce bien el iniciador,
enamorarse primero de un solo cuerpo y engendrar en él
bellos discursos: comprender luego que la belleza que
reside en cualquier cuerpo es hermana de la que reside
en el otro, y que si lo que se debe perseguir es la be
lleza de la forma, es gran insensatez no considerar que
es una sola e idéntica cosa la belleza que hay en todos
los cuerpos. Adquirido este concepto, es menester hacerse
enamorado de todos los cuerpos bellos y sosegar ese vehe
mente apego a uno solo, despreciándolo y considerándolo
de poca monta. Después de esto, tener por más valiosa
la belleza de las almas que la de los cuerpos, de tal modo
que si alguien es discreto de alma, aunque tenga poca
lozanía, baste ello para amarle, mostrarse solícito, engen
drar y buscar palabras tales que puedan hacer mejores
a los jóvenes, a fin de ser obligado nuevamente a con
templar la belleza que hay en las normas de conducta y
en las leyes y a percibir que todo ello está unido por
parentesco a sí mismo, para considerar así que la belleza
del cuerpo es algo de escasa importancia. Después de las
normas de conducta, es menester que el iniciador con
duzca a las ciencias para que el iniciado vea a su vez la
belleza de éstas, dirija su mirada a toda esa belleza, que
ya es mucha y... vuelva su mirada a ese inmenso mar
de la belleza y su contemplación le haga engendrar mu
30
chos, bellos y magníficos discursos y pensamientos en
inagotable filosofía.. . » 2
Los textos subrayados sugieren hasta qué punto no
basta con afirmar que lo que calma y satisface a Eros
es la contemplación de la belleza inseminada en cuerpos
o en almas, o considerada en toda su pureza ideal. La
contemplación, la teoría, constituye, cuando más, una
condición imprescindible. O m ejor aún: un ingrediente
necesario que exige, para su propia completud, la pre
sencia de algo distinto. Algo que en cierto modo trascien
de o sobrepasa el momento de la teoría.
Podría decirse, en efecto, que la posesión de la belleza
a través de la contemplación constituye la condición o el
ingrediente necesario para que Eros alcance su verdadero
ob jeto: el cual no es simple satisfacción ni posesión more
teorética.
Esa posesión, esa satisfacción apunta más allá de si
misma, y ese más allá constituye una acción o proceso
que en el texto citado aparece como fecundación, como
movimiento que conduce a engendrar o parir.
Engendrar o parir bellos discursos y pensamientos,
pero así mismo bellas normas y bellas leyes, bellos hijos,
bellas ciudades, bellos saberes.
El objeto de Eros no es, por tanto, la posesión de la
belleza a través de la contemplación sino «la generación
y el parto en la belleza».
Pues Platón, en boca de Diotima, dice con toda clari
dad, en un pasaje anterior al citado: «N o es el amor, Só
crates, como tú crees, amor de la belleza... (sino) amor
de la generación y del parto en la belleza».3
2. Banqu. 210 a.
3. Banqu. 206 e. Anteriormente se especifica la acción propia
de Eros en términos sim ilares: «E sta acción es la procreación en
la belleza tanto según el cuerpo com o según el alma», Banqu.
206 b.
31
Podría acaso objetarse que ese objeto es provisional,
de manera que en el último estadio del ascenso quedara
relativizado y superado.4 En ese último estadio la acción
productiva quedaría rebasada por la pura contemplación
visual. La referencia a la visión, el empleo de una metá
fora visual, permitiría abonar esa interpretación, de modo
que, en la cúspide del ascenso, el movimiento vital al
que conduce toda contemplación precedente — ese movi
miento del engendrar y producir— se hallaría suspendido
para dar paso al acto puro de la visión inmaculada de
la idea de lo bello en sí. Si el alma es, según la doctrina
del Fedón, congenial a la idea, y ésta es inengendrada, im
perecedera y no sujeta a movimiento alguno, entonces el
acto de visión, que es lo que tiene el alma de más propio
y esencial, constituye, asimismo, un punto de reposo y
descanso eterno que bajo ningún concepto puede desen
cadenar acción productiva alguna.
Pero esa concepción estática del alma — y de la idea—
aparece relativizada en diálogos posteriores, en Fedro es
pecialmente.5 En el Banquete, lo mismo que en La Repú
blica, coexiste la primera doctrina, estática, con la segun
da, dinámica. En el texto que comentamos, en el Ban
quete, el empleo de la metáfora visual parece determinar
una inflexión hacia teoría y contemplación. Ahora bien,
un texto de La República, en el que parece resumirse
todo ese ascenso trazado en el Banquete, sirve para re-
4. Tal es la tesis tradicional. Una versión matizada de la
misma puede leerse en Léon Robin, La théorie ptatonicienne de
l'am our, París, 1964.
5. Sobre todo en Fedro, 245 c : «T o d a alma es inmortal, pues
lo que siempre se mueve es inmortal... lo que se mueve a sí mis
mo, com o quiera que no se abandona a sí mismo, nunca cesa
de moverse, y es además para todas las cosas que se mueven la
fuente y el principio del m ovim iento...» (Para Fedro, edición del
Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1957, texto bilingüe, tra
ducción Luis Gil).
32
lativizar este punto de vista, en la medida en que aparece
allí la metáfora sexual — contacto, coito, nupcias— como
aquélla que m ejor describe el momento en el que el alma
toma posesión del objeto de su apetencia:
«Pero ¿no nos defenderemos cumplidamente alegando
que el verdadero amante del conocimiento está natural
mente dotado para luchar en la persecución del ser, y
que no se detiene en cada una de las muchas cosas que
pasan por existir, sino que sigue adelante, sin flaquear
ni renunciar a su amor hasta que alcanza la naturaleza
misma de cada una de las cosas que existen, y la alcanza
con aquella parte de su alma a que corresponde, en vir
tud de su afinidad, el llegarse a semejantes especies, por
medio de la cual se acerca y une ( migeís) a lo que real
mente existe, y engendra inteligencia y verdad, librándose
entonces, pero no antes, de los dolores de su parto, y ob
tiene conocim iento y verdadera vida y alimento verda
dero?» (Subrayado mío).6
No se habla aquí de visión sino de contacto, unión,
coito. Que en consecuencia trae consigo concepción, do
lores de parto, nacimiento. Se trata, por consiguiente, de
un acto en el que el sujeto, el alma, produce, fuera de sí
mismo, un ser distinto, una alteridad, en la cual se tras
ciende en tanto que sujeto, en tanto que mismidad. La
metáfora sexual cristalizada en el término migeís (que, de
todas formas, estaba ya presente en el Banquete) destaca
el pensamiento subterráneo que podía llegar a inhibir la
metáfora estrictamente visual (una metáfora que la tra
dición ha olvidado en ocasiones su carácter metafórico).
Se advierte, pues, hasta qué punto el objeto que persigue
el alma no es sólo la contemplación de lo bello. O cómo
33
esa contemplación se amplía o se prolonga en un acto
más íntimo y más completo, el cual da lugar a una pro
ducción, a una génesis. O para hablar platónicamente: a
una poíesis.1
Frente al supuesto teoricismo o logicismo platónico,
avalado por un texto primerizo, el Fedón, y por la for
tuna o infortunio de una metáfora, visual, se promovería
aquí una exégesis que integrase el momento teorético en
un acto más pleno y más fecundo, cuyo punto de apoyo
vendría dado por la metáfora sexual. Entonces la visión
o la teoría se compenetraría con un proceso cuyo obje
tivo final o cuya meta sería la producción: producción de
bellos discursos, bellas leyes, bellas virtudes, bellos hijos,
bellas ciencias. La concepción generalizada de Eros pro
puesta por Platón permitiría extrapolar esa metáfora a
todos los dominios del alma y del ser* En consecuencia,
«lo sexual» aparecería como algo que, con mucho, rebasa
el marco estrecho del contacto carnal. La concepción pla
tónica de Eros — concepción que Freud intenta reganar
en sus últimos escritos— entendería éste como principio
de vida, como motor anímico.9 Pero lejos de definir Eros
7. Sobre la doble significación de poíesis (producción o fa
bricación y «poesía»), véase Banqu. 205 c, donde se define como
causa que hace que lo que no es llegue a ser, definición que se
repite en Sofista, 265 b.
8. Banqu. 205 b-c. Nótese que la generalización del concepto
de Eros, su extrapolación del dominio estrictamente sexual-amo-
roso a otros dominios, viene precedida de una referencia a
Poíesis, término que significa en lenguaje corriente «poesía», pero
que hace referencia, por razón de las características del término
(que en el fondo son también del concepto) a todo «hacer».
9. Más allá del p rin cip io del placer, Madrid, 1970. Eros es el
impulso aquél que da unidad y cohesión a todas las cosas, a
modo de lazo de unión de todas ellas. Significa por tanto el con
traimpulso a aquél, prim ero y previo, que Freud determina como
«energía desligada» y cuya conceptuación le conduce a la hipó
tesis de un principio de muerte ( Tánatos) al que, en última ins
tancia, se halla subordinado Eros.
34
como simple deseo — es decir, como carencia y persecu
ción de un objeto, la belleza, que está a la vez presente
y ausente al alma— Platón superaría esta concepción.10
Eros no es deseo, no sólo es deseo. Eros no se halla, por
lo demás, satisfecho con la posesión o presencia de eso
que le falta, belleza o bien. O esa satisfacción no se cum
ple con la simple contemplación. Ni siquiera con la mera
«pacificación» satisfecha y descansada del impulso (y en
este sentido la concepción platónica se desmarcaría de
todo hedonismo).11 El objeto de Eros, lo que en propie-
35
dad le define, es la fecundación. Eros es, por consiguien
te, instancia fértil, productiva. En suma: Platón alcanza
una concepción unitaria y sintética de Eros y de Produc
ción ( Eros y Poiesis) que la modernidad ha quebrado. El
texto de Thomas Mann con que se inaugura este escrito
muestra a las claras la sanción de esa ruptura, de esa
quiebra.12
¿Qué es lo que explica ese carácter fértil, productivo,
«poiético» de Eros? Se dice en el texto que Eros persi
gue la posesión constante y permanente de lo bello y
bueno. Dada su naturaleza daimónica, medianera, su
puesto el carácter «im perfecto» de un ser que ni es inmor
tal como los dioses ni mortal como los hombres, sino
que es genio o demonio, similar en esto a semidioses o
héroes inmortales, alcanza esa posesión constante y per
manente de otro modo que a través de una visión beatí
fica o de un eterno reposo cabe la idea de lo bello. Y ese
otro modo es la constante y permanente tendencia a la
producción. En virtud de esa fertilidad consigue repro
ducirse eternamente, de manera que alcanza un término
36
mediano entre el proceso errático de la generación y
corrupción propio del mundo sensible y el estado estático
de la pura visión beatífica propia de los inmortales. El
alma, en tanto sujeto de erotismo, constituye, así, un
principio que, al igual que la idea, es eterno, inmutable,
imperecedero, pero que, a diferencia de ésta, alcanza esos
atributos a través del perpetuo movimiento. Así aparece
la doctrina del alma en Fedro, en Leyes X . Y consiguien
temente, también la Idea sufre, a partir de Parménides,
Sofista y Fedro, un cambio de estatuto, evidenciado en
la inclusión, dentro del inventario ideal, del movimiento,
de la diferencia, del no-ser. Pues bien: el texto comen
tado del Banquete constituye acaso la primera formula
ción, todavía incipiente, todavía tributaria del estatismo de
la doctrina del Fedón, de esta modificación sustancial
de la doctrina platónica del alma y de las ideas. La con
cepción del Eros productivo es, en suma, una preforma
ción de la doctrina de la eterna movilidad del alma y de
la dialéctica de las ideas.
¿Y qué es lo que se alcanza mediante esa unión sin
tética de Eros y productividad? N i más ni menos que la
inmortalidad: algo medianero entre la eterna lozanía de
los dioses y el puro envejecer y renacer propio del deve
nir sensible.13 Eros, hijo de Poros (Abundancia, Prodiga
lidad, Recurso) y de Peinía (Indigencia, menesterosidad,
carencia), consigue, merced a la fertilidad, acceso al reino
de los inmortales.14 Ella asegura la perpetuación de las
especies, mantiene por consiguiente un principio ideal de
permanencia en el seno del devenir, posibilita la encarna
ción del género o la idea dentro del mundo. Hace, en
suma, que la idea sea algo más que instancia trascenden
37
te; sea también principio de inmanencia, sea género en
sentido la to : fuente y principio del que brotan constante
mente descendientes.
Se iniciaba este escrito problematizando la doctrina
según la cual el ascenso de Eros halla su culminación en
un estadio — contemplativo— en el que el proceso parece
quedar sobrepasado. Se sugería que la contemplación,
apoyada en la metáfora visual, constituye tan sólo una
condición, no en cambio un resultado o una meta. Ésta
aparece ahora como proceso productivo. No es, por con
siguiente, una illum inaíio lo que concluye el camino eró
tico, o no lo es únicamente. Inclusive la última ilumina
ción desencadena, como puede percibirse en el texto
— siempre que se lea atentamente— un proceso de pro
creación o producción. Cierto que el iniciado recibe «de
repente la visión de algo por naturaleza admirablemente
bello».11 Cierto que eso que se desvela ante la visión es
la idea. E idea menta visión, tiene la misma raíz — vid—
de la que deriva la también griega palabra teoría o la
latina videre.1* ¿Y no se compara, para mayor abunda-
mento, en La República, el proceso de conocimiento de
la idea con el proceso de visión, de manera que el sujeto
cognoscente se inviste del carácter de un ojo (o jo del
alma) que percibe objetos visibles (ideas) en virtud de
un «tercer término», la luz, que enlaza vidente y visible,
cuya procedencia remite al dador de luz, deidad solar, pa
dre y principio de todo nacer y sobrevivir en el área de1 6
5
38
lo sensible? 17 En ese texto de La República se desvela
todo el complejo metafórico cortado según el patrón del
parámetro visual que nutre multitud de alusiones al pro
ceso de conocer, presentes de continuo en los textos pla
tónicos. Podría llamarse a ese repertorio visual el reper
torio «apolíneo». Y sin embargo, hemos visto también la
presencia de otro arsenal metafórico que sirve como dis
paradero de un repertorio de otro orden — orgiástico,
dionisíaco— en el que el nietzscheano Zwang zum Orgas-
mus late con fuerza singular.” También ese segundo ar
senal está presente de continuo en el corpas textual pla
tónico, de manera que éste constituye, a este nivel, una
cumplida síntesis entre el fervor plástico griego, ese im-
39
pulso a la figuración que, en el terreno epistemológico,
da lugar a la expresión misma de idea (cuya acaso más
estricta traducción sea Figura, Forma), y el desborda
miento pletórico de vida propio del fervor pansexual que
protagonizan las divinidades del subsuelo, y en especial
Dionisos, las cuales aseguran la inmortalidad y la perpe
tuación de las especies al cancelar, siquiera sea de modo
episódico, epidémico, el principium individuationis.19
Esa síntesis de visión y coito, de contemplación y or
gasmo, de idea y fertilidad, puede percibirse en un texto
en el que se conjugan con desenvoltura ambos paradig
mas lingüísticos, pasándose sin transición del uno al otro
con toda naturalidad, con obviedad:
«Este es el momento de la vida... en que más que
ninguno adquiere valor el vivir del hombre: cuando éste
contempla la belleza en sí... ¿O es que no te das cuenta
de que es únicamente en ese momento cuando ve la be
lleza con el órgano que ésta es visible cuando le será po
sible engendrar, no apariencias de virtud... sino virtudes
verdaderas, puesto que está en contacto con la verdad; y
de que al que ha procreado y alimenta una virtud ver
dadera le es posible hacerse amigo de los dioses y tam
bién inmortal, si es que esto le fue posible a algún hom
bre?» 20
La meta es puro conocer en términos de visión, peí o
40
asimismo es producción o generación de algo: virtudes
verdaderas. Esa producción supone la visión, pero asimis
mo el contacto, la copulación, las nupcias con la Belleza.
En virtud de esa conjunción sintética de teoría y copu
lación se alcanza la inmortalidad: a través, desde luego,
de esa fugaz revelación que da pleno sentido a la vida
de un hombre (punto éste ampliamente desarrollado, en
la filosofía renaciente, por Marsilio Ficino).212Pero no en
razón únicamente de la visión que entonces se logra ca
pitalizar, cuanto por el proceso que en cierto modo hace
productivo ese capital entonces conseguido. Y ese pro
ceso es meta-visual, es erótico en sentido estricto, y abre
al alma a su autotrascendencia. El teoricismo supuesto
de Platón, abonado por un diálogo, el Fedón, en que se
afirma que «e l filósofo tiene que m orir» con el fin de
alcanzar, en la pura trascendencia de la visión de la idea,
la inmortalidad, queda relativizado por un planteamiento
más matizado, más sensato, más humano, más verdadero,
según el cual se obtiene idéntico objetivo a través de la
acción productiva y «poiética» en la que Eros alcanza su
ob jetivo: a través de la gloria, de la fama, del renombre,
a través de los hijos, de los discursos, a través de las
legislaciones creadas, de las virtudes encamadas, indivi
duales o cívicas, a través del cultivo y desarrollo de las
ciencias, a través de la tarea educativa. Pero sobre to d o :
a través de la política.2
El supuesto teoricismo de Platón se alimenta de una
confusión que es perceptible en la mayoría de los exége-
41
tas tradicionales (inclusive en intérpretes «moderados»,
como Léon Robin, que intentan, de modo demasiado cau
teloso, rebasar ese punto de vista). En la medida en que
no destacan la importancia del carácter productivo de
Eros, de manera que conciben el pasaje en que se alude
a ello como texto secundario, restringen de forma implí
cita el sentido de éste al concepto moderno de Deseo. En
consecuencia, no se percibe en Eros otra cosa que caren
cia o falta, siendo entonces necesario rebasar en la Idea
Pura esa precariedad. A medio camino entre el Deseo y
la Idea aparece, sin embargo, el platónico concepto de
Eros productivo, ese impulso que no se calma con visio
nes sino con obras, ni con contemplaciones sino a través
de acciones. No es la visión pura de la Idea la verdadera
entelequia del proceso sino la acción productiva. Y no es
casual que en el Banquete, antes de definir a Eros, acuda
Platón al término de Poíesis, al que traduce genérica
mente como pasaje del no-ser al ser.u La entelequia seria,
pues, la unión sintética de los conceptos que expresan
ambos términos, Eros • Poíesis. Ello significa que el im
pulso erótico sólo halla su culminación mediante un acto
de producción o creación del que resultan obras.
Ambos, Eros y Poíesis, son términos medianeros entre
el no-ser (mundo sensible) y el ser (mundo ideal). El im
pulso erótico conduce al alma de lo sensible a lo ideal.
El impulso poiético obliga a descender al alma de la con
templación al «reino de las sombras», de manera que im
plante en ese mundo los paradigmas contemplados en
la ascensión. La obra artística o técnica, lo que resulta
de esa téjne, de esa acción demiúrgica, es, pues, la obra23
42
en que ese proceso erótico-poético se culmina.24 Obra de
arte que deriva de ese pasaje del alma por la Belleza, po
sibilitada por el impulso erótico, y de esa implantación
de la Belleza en el mundo, posibilitado por el carácter
productivo de ese impulso. El artista es el hacedor de
ese proyecto erótico-poiético. Y la ciudad es su obra.
II
43
He aquí, pues, en el Fedro, una nueva caracterización
de Eros, complementaria de la del Banquete. El deseo
de belleza, el impulso hacia lo bello aparece aquí como
form a de locura, la locura divina, en la que el sujeto pier
de el dominio de sí mismo y se conduce como un enaje
nado, sólo que esa ex-centricidad se debe a que entonces
es un dios el que se apodera del sujeto, el que lo rapta
o lo posee. Ese dios es, de modo eminente, la idea de
la belleza.
Eros es, pues, locura, sólo que esa forma excelsa de
locura que Platón llama zeta manía. El amor trama, así,
una relación estrecha con la enajenación de la mente,
con la pérdida de mismidad por parte del sujeto. La lo
cura aparece, así mismo, como condición necesaria para
el encuentro del sujeto con su objeto anhelado, la Belle
za. Ésta es por consiguiente algo peligroso que pone en
trance de muerte y de enajenación al sujeto que se le
acerca. El alma no puede contemplar directamente la be
lleza, ya que «le procuraría terribles amores», con lo
que se ve obligada a iniciarse a través de un largo rito
de aprendizaje y de pasaje.26 Por vez primera aparece en
este texto una idea llamada a prosperar en la experiencia
poética del romanticismo y del postrromanticismo: la be
lleza como instancia terrible, «ese grado de lo terrible
que los humanos podemos soportar» (Rilke), esa deidad
que siembra por todas partes a la vez beneficio y desas
tre (Baudelaire), ese ser asociado inexorablemente con
la muerte (Von Platen, Thomas Mann):
44
Ya en Platón, por consiguiente, la belleza traza un
círculo de horror con sus hermanas, locura y m uerte: de
ahí que el filósofo, para encontrarse con ella, «tenga que
m orir* ( Fedón) o «deba enloquecer» (Fedro).
¿Qué es, entonces, lo específico y diferencial de la doc
trina platónica? ¿O qué es lo que introduce como novedad
o diferencia la modernidad, especialmente a partir del
romanticismo?
En Platón, ese pasaje del alma por la pérdida de sí,
enajenación o muerte, constituye únicamente un pasaje,
un estadio. Tiene el carácter de una prueba propiciatoria
que, en el desarrollo del proceso educativo, cumple una
función imprescindible. Pero no es en modo alguno un
fin, una meta. Es necesario contactar con la belleza a
través del impulso erótico — lo cual implica enajenación,
muerte. Pero es preciso rebasar ese estadio, dejar morir
la misma muerte, enajenar la misma enajenación. Y ello
en virtud de un resurgir en el que el alma verdaderamen
te re-nace, siendo ese re-nacer un descenso del estado con
templativo al proceso activo.
El alma, en efecto, prolonga ese estado de divina lo
cura mediante un proceso de fecundación en el que al
canza a imprimir, en otras almas u otros seres, las si
mientes de su propia experiencia amorosa. De ahí que el
remate de ese proceso amoroso descrito en el Fedro con
siste en la fecundación de otras almas a través de la
palabra:
«Haciendo uso del arte dialéctica, una vez se ha es
cogido un alma adecuada, se plantan y siembran en ella
discursos unidos al conocimiento, discursos capaces de
defenderse a sí mismos y a su sembrador, que no son
estériles, sino que tienen una simiente de la que en otros
caracteres germinan otros discursos capaces de transmi
tir siempre esa semilla de un modo inmortal, haciendo
45
feliz a su poseedor en el más alto grado que le es posi
ble al hombre.» a
Sólo esa proyección fecundante de Eros — a través de
la educación— asegura el alma su inmortalidad, siendo
entonces locura o muerte no tanto instancias que posibi
litan la purificación absoluta del alma, su espiritualiza
ción cumplida, como sugiere el Fedón, sino medios que
cualifican el proceso productivo, de manera que la obra
resultante sea buena o bella, sea, pues, en cierto modo
artística.
El filósofo «tiene que m orir», «tiene que enloquecer»,
pero no para perderse en la pura trascendencia vacía de
la contemplación de la idea, sino con vistas a volver a
vivir, una vez consumado el ascenso, en el mundo de los
hombres, en la ciudad.
Todo ello permite hablar de una doble trascendencia
de E ro s :
1) Aquélla que conduce al alma, muerte o enajena
ción mediante, hasta la Belleza.
2) Aquélla que conduce al alma desde la cumbre de
su ascensión al mundo de los hombres, a la ciudad.
Se trataría de un doble éxtasis de E ro s :
1) Éxtasis ascendente al que se podría denominar vía
mística.
2) Éxtasis descendente al que se podría denominar
vía cívica.
La tarea poiética — artística, demiúrgica, técnica (en
el sentido platónico de téjne)— implicaría esa doble de-8 2
46
terminación necesaria: el artista debería recorrer ese do
ble camino para plasmar su obra ciudadana.29
47
Ahora bien: en la modernidad, desde el romanticismo
— que es el correlato necesario de la «civilización indus
trial-burguesa»— este doble momento aparece escindido
y roto, de manera que el primer proceso y el segundo
se dan completamente la espalda. Y en consecuencia:
1) La locura y la muerte dejan de ser medio para pa
sar a ser fin, un fin terrible y fascinante. La Todeslust,
la «tentación del abismo» aparece como horizonte últi
mo de experiencia. La muerte se presenta como fin de
finitivo de todo amor. Surge por consiguiente el «am or
romántico». Surge así mismo un arte y una estética desli
gados de todo principio productivo y vital, de toda co
nexión, cívica, social, mundana.
2) Correlativamente, la producción pierde su víncu
lo fecundante con la pasión erótica y con la Belleza, de
generando en trabajo enajenado que produce obra sin
calidad.
Puede decirse con propiedad que los conceptos mo
dernos de Deseo y de Producción se hallan tallados a par
tir de esa previa escisión empírica.30 Son el trasunto ideo-
48
lógico de una experiencia en la que la síntesis platónica
de Eros y de Poíesis ha sido destruida, decantando en
una doble esfera separada: esfera privada del amor, es
fera pública de la producción; ámbito «espiritual» del
arte, ámbito «m aterial» de la sociedad civil — económica,
laboriosa— ; área subjetiva del deseo, área objetiva de la
praxis productiva. Los pensadores y poetas más lúcidos
y responsables de la modernidad tratan, sin embargo, de
restaurar dicha síntesis, pero, al tener que partir de la
experiencia de una escisión, se ven en la necesidad de
presentarla como tarea de futuro, como idea regulativa
49
de la acción, como utopía concreta, como sueño racional
(así por ejemplo Marx o Nietzsche).31
En Platón, ambas vías son necesarias y se hallan en
trelazadas: la segunda, sin la primera, degenera en pura
productividad no mediada por Belleza o Calidad. Ya en
el esquema social platónico se halla la semilla de esta es
cisión, reflejo del esquema empírico subyacente al pen
samiento social platónico: en efecto, la banausía, trabajo
del artesano o del esclavo, constituye, frente a la poíesis,
una forma escindida de productividad.
La primera, sin la segunda, se degrada en puro amor-
pasión sin proyección cívica, objetiva: amor subjetivista
o «rom ántico» que tiene entonces en la locura o en la
muerte su verdadera meta.
Desde el romanticismo Eros traza un vínculo absolu
to, no relativo (como en Platón) con la muerte: ya en
una novela como el Werther se percibe esa peligrosa ve
cindad (como también se percibe el extrañamiento del
sujeto respecto al mundo objetivo).32 En cierto modo la
Muerte, así sustantivada, cubre el hiato o el vacío resul
tante de la escisión entre la esfera subjetiva del deseo y
la objetiva de la producción. Eros será, desde entonces,
principio de vida, pero principio sometido en última ins
50
tancia a Táñalos. De Schopenhauer a Freud y a Thomas
Mann se percibe este sometimiento: la muerte es hori
zonte trascendental que abre al sujeto a la trascendencia.
El existencialismo no hace otra cosa que abundar en un
lugar común cultural surgido con el romanticismo y con
la civilización industrial-burguesa.39
Frente a una productividad sin norte y sin oriente, de
jada a su propio impulso ciego de producir siempre más
y reproducirse, se yergue, pues, un impulso hacia la be
lleza que tiene en la muerte y en la locura su meta y su
entelequia. Ese impulso es propiamente Deseo: impulso
hacia un objeto que en última instancia está tachado y
que sólo a través del único señor, la muerte, alcanza su
satisfacción. Nuestra experiencia personal, social, históri
ca es índice de esta escisión del Deseo y la Producción:
el sujeto siente como «poder extraño» un «principio de
realidad» en el que no puede insertarse para consumar
su apetencia erótica: un principio que, muy al contrario,
se yergue frente a él como eso que dificulta su erotismo
y le obliga siempre a pactar, transar.3343
5El mundo objeti
vo, falto de contacto con el mundo subjetivo — erótico y
estético— se rige por el absurdo principio de la nuda pro
ductividad.”
51
En Platón fue pensada esa dualidad en forma de sín
tesis conceptual. Pero tampoco pudo implantar el concep
to en lo real. En el ensayo siguiente se intenta dar razón
de esa imposibilidad.
52
II. PLATON: EL ARTISTA Y LA CIUDAD
I
55
teros que sean sólo zapateros, y no pilotos además de
zapateros, y labriegos que únicamente sean labriegos, y
no jueces amén de labriegos, y soldados que no sean más
que soldados, y no negociantes y soldados al mismo tiem
po, y así sucesivamente.»2
Esta división estricta del trabajo en sectores y oficios
está basada en un principio filosófico: existen, en efecto,
«diferencias innatas que hacen apta a cada persona para
una ocupación» y «no hay dos personas exactamente igua
les por naturaleza».3
En consecuencia: «cada uno debe atender a una sola
de las cosas de la ciudad; a aquello para que su natura
leza esté m ejor dotado».4
En la base de esa sociedad, por consiguiente, cada su
jeto «es lo que es», y esa identidad viene consignada por
una actividad, papel u oficio que lo define esencialmente.
Y «es lo que es» (zapatero, agricultor, navegante, artesa
no) de una vez y para siem pre: lo es por naturaleza, por
capacidad, y ese atributo que lo define y lo diferencia no
parece abandonarle nunca a lo largo de toda su vida.
La Justicia, objeto de investigación eminente del diá
logo, aparece entonces como aquella virtud que hace que
cada cosa, cada sujeto, sea ella misma y no otra, se aco
mode a su lugar de ubicación, se mantenga dentro de los
límites, de actividad, de oficio, de naturaleza, que lo de
finen.5 En la ciudad platónica todo hombre tiene asigna-
2. Rep. 397 e.
3. Rep. 370 a-b.
4. Rep. 370 c. y 433 a.
5. «Aquello que desde el principio, cuando fundábamos la
ciudad, afirmábamos que había que observar en toda circunstan
cia, eso mismo o una form a de eso es, a mi parecer, la Justicia.
Y lo que establecimos y repetimos muchas veces, si bien te
acuerdas, es que cada uno debe atender a una sola de las cosas
de la ciudad: a aquello para que su naturaleza esté m ejor dotada»
(.Rep. 433 a).
56
do un lugar, un espacio determinado y definido. Si es
zapatero, o médico, o negociante, es esencial, definitiva y
decisivamente ese papel, y nada más que ese papel. Si
algo repugna a esa visión platónica de la ciudad es la fi
gura proteica de un individuo que encama múltiples acti
vidades y oficios. Curiosamente, como se verá en el próxi
mo ensayo, la figura antitética a la que Platón propone
en La República aparece en la época en que el platonis
mo cobra un auge espectacular: en el seno del renaci
miento italiano, especialmente florentino. Si una figura
parece repeler esta rígida concepción social platónica es
aquélla del uom o singuiare y universale encamada por
personajes como Alberti, Leonardo, Lorenzo de Médicis,
Federico de Montefeltro.. .
II
6. Rep. 380 d.
57
andan por el mundo de noche, disfrazados de mil modos
como extranjeros de los más varios países».78
Por el contrario, la divinidad debe ser concebida como
«un ser simple, más que ninguno incapaz de abandonar
la forma que le es propia», ya que «los seres más her
mosos y excelentes que pueden darse... permanecen in
variables y simplemente en la forma que les es propia».*
Esa divinidad incorpora, por consiguiente, aquellos
atributos que definen, según el Fedón, el Banquete y la
propia República, a la Idea: simplicidad, inmutabilidad,
identidad consigo misma, eternidad, fijeza, autosuficien
cia.9
Esa sociedad fundada en una división estricta del tra
bajo que fija a cada individuo a una actividad y a un
estrato social y lo define de modo permanente desde y a
partir de él, halla en la teoría de la idea inmaculada y
en la doctrina de la divinidad simple e inmutable su aval
y legitimación gnoseológica y teológica.10 Esa sociedad, lo
58
mismo que la Idea y la Divinidad, se halla tallada a partir
de las categorías de Mismidad, Reposo y Ser (categorías
que, sin embargo, en un diálogo avanzado, el Sofista,
coexisten con sus opuestos: Diferencia. Movimiento, No-
Ser).u
Por el contrarío, la figura de Proteo y Tetis, tal como
aparece narrada por los poetas, constituye una versión
espúrea de la divinidad, ya que subvierte esos principios
promulgados. Esa figura no compagina con la Idea sino,
al contrario, con la eídola; no participa de Ser, Reposo y
Mismo sino de No-Ser, Movimiento, Otro. Esa figura debe
ser expulsada del panteón, ya que no permite legitimar
un orden social fundado en la división del trabajo y en
la identidad de actividad y oficio. Por el contrario, esa
figura avala una práctica de otro orden: no la del arte
sano promocionado por el discurso platónico, sino la del
artista imitativo.“
Frente a la divinidad simple, objeto de contemplación*12
59
del filósofo, aval de una sociedad fundada en la identi
dad de cada sujeto a su actividad y oficio, aparece una
divinidad compleja y tornadiza, de carácter camaleónico
y proteico, que es objeto de devoción del artista imita
tivo, y que es soporte de una sociedad antagónica a la
platónica: una sociedad donde cada sujeto es siempre
otro que sí-mismo, donde cada alma es ella misma y tam
bién su diferencia, donde hombres y cosas son todos, en
particular y en general, cada cosa y «todas las cosas».
El problema de la m im e s is surge entonces como aquél
que permite esclarecer esta propensión humana, auspi
ciada por falsas representaciones míticas y teológicas, a
ser otra cosa que sí-misma. Ya que al imitar «uno mis
mo se asimila a otro en habla y aspecto».11 Y así por
ejemplo Homero muda su identidad de narrador al dejar
que hablen «otros» que «él m ism o»: otros a quienes imi
ta en la narración y que se llaman Aquiles, Ulises, Héctor.
Si Homero, a lo largo del relato, «continuase hablando
como tal Homero, no como si se hubiese transformado
en Crises», entonces «no habría imitación sino narración
simple».**1
34
Esa m im e s is halla su perfecto cumplimiento en la poe
sía épica, pero sobre todo en la tragedia y en la comedia,
ya que en ellas el propio «autor» (es decir, el Mismo) se
oculta en la diferencia, abriendo así el espacio por donde
pueden circular las «máscaras».15
60
El artista y el poeta imitativo inspiran su actividad
en unos principios que son antagónicos a los del filósofo
y gobernante, ya que socavan un orden social fundado
en el principio de identidad y en la división del trabajo.
De ahí que se pregunte Platón si tiene cabida en la ciu
dad esa figura del artista o, por el contrario, debe ser
expulsada de la misma.
«L a respuesta depende de nuestras palabras anterio
res, según las cuales cada uno puede practicar bien un
solo oficio, pero no muchos...» Ello es pertinente refe
rirlo al caso de la imitación, pues «no puede ser capaz
la misma persona de imitar muchas cosas tan bien como
una sola» y «mucho menos podrá simultanear la práctica
de un oficio respetable con la imitación profesional de
muchas cosas distintas».16 Platón hace al fin ciertas sal
vedades a esta formulación tajante, que sin embargo no
son bastantes para matizar siquiera su pensamiento de
fondo.
61
III
(+ ) (- )
62
sofo y artista imitativo (sofista y artista imitativo se
refugian constantemente en la eídola) comienza a difu-
minarse.18
Por otra parte, ya en el Fedro se definía al Alma como
«automovimiento», como aquel ser que siempre se mue
ve y nunca puede dejar de moverse, de manera que ese
eterno movimiento llegaba a constituir la prueba de su
inmortalidad. Y en Timeo aparece el alma como una alea
ción de Mismo y Otro.19 Pero también la Idea parece su
frir su correspondiente modificación de estatuto: ya en
el Parménides se la sugiere como aleación de unidad sin
sustancia y pluralidad sin fundamento."
Entonces ¿cómo puede compadecerse esta concepción
dialéctica de la idea y dinámica del alma con la doctrina
social, política, pero también individual, anímica, trazada
por Platón en su República y reproducida en su obra úl
tima, las Leyes? a
18. Emociona imaginar la grandeza del itinerario espiritual
platónico: una vez contraídos compromisos teóricos tan fuertes
como los que suponen la formulación de la doctrina de las ideas
y del alma en Fedórt, Banquete y República, Platón lleva a cabo
una crítica demoledora de estas doctrinas que es mucho más
profunda y corrosiva que las de su propio discípulo disidente,
Aristóteles. Quizás sea el caso más extremado y ejem plar de
honradez intelectual que presenta la historia de la filosofía.
19. M ism o: ya que el alma tiene en sí misma el principio y
la razón de su movimiento. O tro: ya que el alma se mueve (tras
pasa de Sí misma a Otro; sólo que esa alteridad la tiene inter
nalizada).
20. Véase el libro de V íctor Gómez Pin, De usía a manía,
Barcelona, 1972, donde se examinan todas las implicaciones de
las aporias del Parménides.
21. Sobre este particular, véase V íctor Gómez Pin, E l drama
de la ciudad ideal, Madrid, 1973. Este ensayo mío es, respecto a
ese excelente libro, polémico. En efecto, acepta que la resolución
del «dram a de la ciudad ideal» se efectúe en la «filosofía dialécti
ca» incoada por Platón y perfeccionada por Hegel. N o así, en cam
bio, el drama de la ciudad real. Éste sólo puede tener resolución en
la órbita del Logos (d e la filosofía) si, y sólo si, se mantiene una
63
Cabría suponer que en su segunda doctrina — del alma,
de la idea, de la divinidad, de la filosofía, de la ciudad—
Platón habría hallado en la figura del filósofo dialéctico
un personaje que obviara la tajante escisión entre filó
sofo-rey y artista-imitativo (o sofista); en la doctrina dia
léctica de la idea, un término medio entre las categorías
de Identidad, Ser y Reposo y las opuestas de Diferencia,
Nada y Movimiento; en la doctrina del alma y quizás
también del demiurgo, una apoyatura teológica más firme
y coherente que aquélla, rígida, de la deidad simple y
purísima (que en la propia República aparece cuestio
nada en la enigmática idea de que el Bien está «allende
la esencia»).22 Falta sin embargo una doctrina social y po
lítica que se corresponda con estas sustanciales rectifica
ciones. Y así mismo falta una concepción del arte y del
artista adecuados a las mismas.
En suma: Platón dejó sin responder los problemas
que esa revisión acarreaban a los principales sujetos de
su drama filosófico. Esos sujetos son: El Artista y la
Ciudad.
64
IV
65
la misma revisión efectuada en los diálogos de transición
y de madurez ( Fedro, Parménides, Sofista) ”
Esa insuficiencia puede percibirse si se pregunta lo
siguiente: ¿Puede afirmarse con rigor que el filósofo, dog
mático o dialéctico, forme parte del ramo de la «produc
ción», sea, pues, miembro de la base del cuerpo social?
¿O por el contrario, tanto en la doctrina ortodoxa como
en la heterodoxa, tanto en la formulación dogmática
como en la dialéctica (inclusive en las prolongaciones «he-
gelianas» de esa dialéctica) aparece siempre el filósofo
como miembro de la superestructura gobernante, y por
lo mismo sustraído necesariamente del proceso de pro
ducción, a diferencia en esto del artista y del poeta, del
agricultor, del médico y del artesano?
De hecho, el filósofo piensa la sociedad: unifica men
talmente todos los estamentos, todas las actividades, to
taliza en su cabeza el cuerpo social. Y en virtud de ese
control mental y consciente puede gobernar la ciudad.26
Entretanto el artista produce. Y en su versión mimé-
tica llega incluso a producir en todas las direcciones,
25. El demiurgo del mundo, el propio filósofo com o demiurgo
de la polis no son candidatos apropiados a esa plaza vacante: su
referencia al m odelo ideal, a la Idea, los hace cómplices de la
«superestructura».
26. N o es que el filó so fo sea además rey o tirano, ni que éste
sea además filósofo. L o que no llega a decir Platón, dando a
veces sin embargo, pie para pensarlo, es que acaso pertenezca
a la esencia de toda tiranía el ejercicio de la filosofía (siempre
que sé entienda p or tiranía poder con vocación de absoluto; y
por filosofía «saber absoluto»). Una reflexión acerca del vínculo
esencial entre saber y poder podría abrirnos el espacio de una
teoría política que fuera a la vez y en el m ism o sentido una epis
temología.
En un estado totalitario moderno se cumple el ideario plató
nico: los «perros guardianes de la ciudad» (la guardia pretoriana)
sostienen el poder en virtud de un saber absoluto (registro policial
de «todas las cosas»). Sobre este particular, véase el último apar
tado de Nietzsche: D iv o rcio entre alm a y ciudad.
66
hasta el punto de que parece «ser todas las cosas». Otro
texto del Sofista nos habla de esa proclividad:
67
No-Ser. Pero en el fondo su estatuto no ha cambiado.
Ya que se limita a pensar sin producir. Y en virtud de
ello puede mandar, controlar.21
Tenemos, por otra parte, un artista productor en la
base de la ciudad: amalgamado a agricultores, médicos,
creadores de instrumentos. Sólo que ese productor no
crea cosas reales sino simulaciones de objetos, no trans
form a cielo y mar, tierra y subsuelo, sino que refleja con
un espejo las cosas ya existentes.19
Falta por consiguiente una tercera figura que incor
pore del artista su facultad productora, lo mismo que su
omnímodo plan de realización, esa ambición por hacer
y producir todas las cosas.30 Y que asimismo destrone
la figura de un filósofo sustraído del proceso productivo
con el fin de mandar, desde la cúspide de una pirámide,
sobre la base social.
A esa figura podría llamársele artista creador', su ob
jeto de trabajo sería entonces naturaleza y ciudad, no ya
la simulación de una o de otra. Su objeto de reflexión
sería físico, no ideal. Su actividad sería demiúrgica o
técnica, no mental o conceptual.
A diferencia del artista productor — que encama la
síntesis, trazada en el ensayo anterior, de Eros y de
28. Mandar significa, o puede significar: hacer que otros pro
duzcan. Inclusive, si se quiere form ular así, «d a r trabajo». ¿Qué
sucedería en una sociedad en que la colectividad asumiera, toda
ella, puestos de «m ando» y de «con trol», debido a un perfeccio
namiento del proceso de automatización y a otros factores simi
lares? ¿Podría hablarse entonces de una colectivización del poder
y del saber? ¿Se replantearía el problema de la dominación (rela
ción amo-esclavo), sólo que en otros términos, por ejem plo entre
lo humano y lo no-humano (la Fysis)?
29. El artista histriónico, a diferencia del artista creador, no
transforma el mundo: se lim ita a simularlo (del mismo modo
como el filósofo-rey se lim ita a contem plarlo o interpretarlo).
30. Esta es la utopía concreta, el sueño racional que subyace
a lo largo de todo el texto.
68
Poíesis— el filósofo, sea dogmático o dialéctico, no hace
todas las cosas, tan sólo las sabe y las conceptúa; no
siente y vive con las cosas, tan sólo las reflexiona, las
registra mentalmente. Las conoce, pero nunca puede dar
las a luz. Le falta, pues, ese momento del engendrar y
del parir que haría productiva su actividad. Se limita,
por consiguiente, a una contemplación de todas las co
sas, a una visión, supervisión, control o teoría. De ahí
que pueda ejercer su dominio sobre la base social y pro
ductiva.
La rígida división del trabajo sancionada por Repú
blica y por Leyes y avalada por la doctrina de la Idea
una e indivisa deja paso a un orden social más avanza
do, más moderno, más dinámico, en el que se reproduce
sin embargo la división entre un estamento político que
gobierna — y que necesariamente es filosófico para po
der ejercer dicho gobierno (ya que la filosofía permite
el registro mental en unidad y en totalidad de todas las
cosas, sujetos, seres, pertenecienes al cuerpo social)— y
una base productiva en la que se mantiene a cada alma
encadenada a un lugar, a una actividad, a un oficio. Sólo
en la cúspide de la pirámide se dinamiza y se dialectiza
esa rigidez. Y de ese modo se perfecciona el dominio.
Es, pues, en la filosofía dialéctica donde puede en
contrarse la resolución del drama platónico, pero esa re
solución sólo nos habla del pasaje de un idealismo dog
mático y ortodoxo a un idealismo dialéctico, más sabio,
más refinado. Sin embargo, el primado de la Idea, el pri
mado de la Filosofía, en ningún momento queda cues
tionado ni discutido. Ni por Platón ni por aquéllos que,
como Hegel, abundan en su mismo planteamiento con
la intención de perfeccionarlo y reformarlo.31
31. La verdadera resolución se podía hallar en la filosofía
del renacimiento. Véase el siguiente ensayo, segundo apartado.
69
III. PICO DELLA M IRANDOLA: EL HOMBRE,
SEMEJANTE A PROTEO
Est autem haec diversitas in ter Deum et homi-
nem, quod Deus in se om n ia contin et uti om nium
principium , borne autem in se om nia contin et uti
om nium m édium .
P ic o d ella M ir á n d o l a , H eptajAus, V , V I.
I
75
espacio tan bien acotado y definido, no parece tener ca
bida ningún sujeto que en algún sentido profundo pueda
cuestionarlo. Todo tiene su lugar, todas las cosas se ha
llan definidas en su puesto natural, todo objeto o sujeto
tiene allí su territorio propio: Dios, las mentes angéli
cas, el alma cósmica, el mundo sublunar, la materia.
Cierto que un divinas influxus recorre de parte a parte
los estratos, nutriendo de energía espiritual todas las
cosas.*23Cierto que la Divinidad está tallada según el pa
trón platónico y neoplatónico del Uno-que-no-es. Y en
consecuencia ocupa un lugar en cierto modo excéntrico
respecto a ese cosmos tan clauso, tan perfecto. N i un
asomo sin embargo parece existir en esta cosmovisión
de ideas terribles como aquéllas, propias de la teología
mística, propias del Cusano, que hablan de Lo Infinito.
Menos aún puede siquiera vislumbrarse en el texto, ar
mónico } razonable, de Pico, nada semejante al concepto,
ya «m oderno», de Universo.2 Y sin embargo, en ese cos
mos tan pagado de su propia completud, aparece un hués
76
ped ominoso que distorsiona tan sugestiva armonía. Ese
huésped es el hombre.
De hecho, el mundo era así de ordenado y perfecto
hasta el momento en que Dios decidió crear el hombre.
Hasta ese instante todo parecía suceder según un plan
armonioso. Cada cosa creada ocupaba un lugar determi
nado, y ese lugar era desde entonces y para siempre su
lugar. La mente, el alma, el bruto, todo tenía su esfera
y su ubicación. Ese cosmos recuerda extrañamente el
cuerpo social platónico promulgado en La República: en
ambos cada cosa tiene su puesto, su rango en la jerar
quía; todo se halla perfectamente ordenado y distribuido.
Y se encontró el creador que en ese cosmos no había
lugar para esa su nueva y postrimera creatura, el hom
bre. Todos, todos los lugares «estaban llenos». «Todos,
tanto en los sumos órdenes, como en los medios e ínfi
mos», todos los espacios «habían sido ya distribuidos».
¡Extraña injusticia cometida para con ese recién crea
do personaje! No parece reservársele ningún lugar, llega,
como los desposeídos de Malthus, mucho después del re
parto, encontrándoselo todo ya ocupado. Sin posesión,
sin patrimonio, sin territorio, aparece como el paria de
la creación, tiene todas las trazas del proletario.
«N i asiento determinado, ni aspecto propio, ni enco
mienda alguna particular»: nada tiene ese ser que le sea
propio, carece, como el Ünico de Stirner, de toda pro
piedad, si se exceptúa su extraña, ambigua identidad.
¿O es que acaso puede hablarse de que tenga alguna
identidad? Más bien parece no tener ninguna, ya que ni
es dios, ni es bruto, ni es mente angélica, ni es alma
cósmica, ni es materia. Se alcanza su identidad, precaria
mente, como en el caso del Uno — que es, de todos mo
dos, el caso de la misma Divinidad— a través de un ro
77
sario de negaciones. Propiamente no es. Propiamente
nada tiene. Y hasta parece carecer de nombre propio.
¿Qué extraña cosa es el hombre? ¿Qué rareza o extra
vagancia permite comprender su etérea y tornadiza na
turaleza? Pico della Mirándola responde: semejante a un
gran camaleón, semejante a Proteo, el hombre, precisa
mente porque no es ninguna cosa, puede ser todas las
cosas.
II
78
tanto, de hacer de sí mismo una obra de arte; y en con
secuencia: «plasmarse y esculpirse» a sí mismo «en la
forma en que prefiera».
Puede «degenerar en las cosas inferiores que son los
brutos» y también puede «regenerarse en las superiores,
que son divinas».
A modo de microcosmos, Dios ha sembrado en él «si
mientes de todas las especies y gérmenes de todo género
de vida». Pero no es microcosmos en el sentido tradicio
nal, ni siquiera en el sentido en que entiende la idea el
maestro de Pico, Ficino. N o es el hombre microcosmos
en el sentido de que sea centro del cosmos. Y ello por
razón de que el hombre propiamente no es del cosmos.
Es extraño respecto al cosmos, excéntrico respecto a to
das las cosas. No es centro del cosmos sino excentricidad
del mismo: creatura en la que el orden de la creación
parece perder la cabeza.5
Según las simientes que cultivare, puede el hombre
ser una y otra cosa: «si cultiva las vegetales, planta se
hará; si las sensuales, bruto; si las racionales, animal
celeste; si las intelectuales, ángel e hijo de Dios; y si no
contento con la suerte de creatura alguna, se recogiera
hacia el centro de su unidad, se hará su espíritu uno con
Dios».
El hombre puede ser todas las cosas, puede hacer de
sí cualquier cosa. Su hacer, su poíesis no está, por con
siguiente, definida. Ninguna idea fija estipula de ante
mano su propensión hacia esa u otra actividad, hacia esa
u otra construcción de su propia identidad. Puede hacer
todas las cosas: hacerse uno con Dios o dispersarse en
79
la materia, llegar a «ser» o perderse en el «n o ser», reco
gerse en el «u no» o diluirse en las «muchas cosas».
Es, por consiguiente, igual a un «camaleón» digno de
toda admiración, tiene «su piel cambiante» y su natura
leza es propensa a la «metamorfosis». No es casual, por
tanto, que «en los misterios se le simbolizara por Pro
teo».4
£1 es su propio hacedor: «el mismo se plasma, fa
brica y transforma a sí mismo... es un animal de varia
como multiforme y tornadiza naturaleza».
III
80
metamorfosis, por razón de su incapacidad para asentar
se en un lugar, para adecuarse a un oficio o actividad,
para definirse según un determinado patrón de identidad,
ahora todas estas razones de expulsión son, para Pico,
razones de incorporación. Son inclusive algo más: eso
que hace del hombre el ser supremo de toda la creación.
Ésta, antes del hombre, se asemeja al cuerpo social
platónico. Pero la llegada del hombre introduce en ese
cosmos clauso y ordenado un principio de movilidad y
energía. Huelga en el mundo resultante la introducción,
necesaria en la ciudad platónica, de una superestructura
político-filosófica que asegure el mantenimiento de cada
cosa en su lugar. Está de más la figura del filósofo-rey.
En su lugar, aparece el artista coronado.
Ya que ese hombre de Pico evidencia su esencia ar
tística: es, como hemos visto, artífice de sí mismo, es
su propio hacedor y productor, es por lo mismo plasma
dor de un mundo al que le da forma y figura; es el crea
dor de la ciudad. Es, asimismo, omnímodo y polimorfo,
no sujeto ni sometido a una sola actividad, a un solo
oficio.
Ese hombre de Pico della Mirándola constituye la
transcripción conceptual de una experiencia de Alma y
de Ciudad que en los años del renacimiento italiano, es
pecialmente florentino, fue hermosamente esbozada.7 Ex
periencia que dio lugar a la figura del uomo universale y
singuiare, el alma que es todas las cosas, empeñada en
construir, a imagen y semejanza de su alma, una ciudad
en donde el Hombre pudiera al fin encontrar algo así
como una auténtica morada.
81
IV
82
dida desde la cual establecer el lugar en el cual nos en
contramos, el índice de estravío de nuestra historia.
Si esa historia nuestra porfía por hallar un mito fun
dacional que sea para ella mito de origen deberá evitar
la confusión entre lo real-histórico y lo únicamente soña
do. Podemos soñar con los griegos, pero todavía pode
mos reconocemos en los mercaderes venecianos y en los
condottieros italianos, Arcadia y Utopía son, en esa cons
telación, algo distinto que un Pasado inmemorial o un
Futuro desligado del tiempo: son todavía recuerdo em
pírico, en una palabra, historia.
La distancia que nos separa de ese modelo y de esa
posibilidad introduce entonces un índice de desconsuelo
tanto más hondo y negativo cuanto más real es, menos
producto del deseo y del ensueño.
83
Segunda parte
De Goethe a Thomas Mann
El texto de Pico della Mirándola concede un sujeto
y un objeto a la síntesis platónica del Alma y de la Ciu
dad, de Eros y Producción. Ese sujeto es el Hombre.
Y su objeto correspondiente, objeto de su deseo y objeto
de su producción, la ciudad, la hermosa ciudad renacen
tista. Ese hombre halla en el uom o universcde su con
creción histórica. Y en la ciudad italiana su objetivación
adecuada.
Se trata de una síntesis clásica, ya que constituye el
patrón o la pauta desde la cual medir el índice de extra
vío que arroja el curso histórico subsecuente a su conso
lidación. Ese curso muestra a las claras un proceso gra
dual de resquebrajamiento de dicha síntesis, de manera
que los términos en ella dialectizados comienzan a consti
tuirse en órdenes autónomos, extraños y separados.
Las razones de fondo de esa quiebra histórica y so
cial sólo pueden quedar implícitas en este libro, en el
cual se investiga su inflexión en la esfera de la cultura.
Todavía en el mundo vivido y reflexionado por Goethe
esa síntesis aparece como posibilidad práctica, sólo que
necesariamente menguada. Pero esa mengua queda com
pensada por el carácter problemático de la aventura. Ya
que para Goethe constituye obviedad la escisión, la sepa
87
ración, el desgarro, siendo por esta razón tanto más va
liosa su búsqueda de una mediación entre esferas que se
viven ya divorciadas.
En el universo hegeliano la síntesis se hace sólo po
sible en la esfera del pensamiento, ya que se vive en la
convicción de que el reino del hacer y del producir ha
sido ya consumado. Sólo queda como tarea melancólica
el pensar. Surge en consecuencia la Inteligencia como es
fera desvinculada de la acción, del mundo y de la vida.
Surge la Lucidez.
En el mundo de Wagner y de Nietzsche la síntesis en
tre alma y ciudad acusa su quiebra absoluta: el sujeto
se pierde en simulaciones o se hunde en la noche men
tal de sus alucinaciones. Surge así una Consciencia his-
triónica sin vínculo dialéctico con la razón. Y correlativa
mente un sujeto alucinado sin relación ninguna con el
mundo real.
Ese proceso de quiebra del Deseo y la Producción, del
Sujeto y el mundo objetivo, del artista y la sociedad,
halla en Thomas Mann el narrador pertinente que da
cuenta del mismo en sus relatos y que reflexiona sobre él
en sus ensayos.
No se pretende a través de esta segunda parte agotar
una problemática que exigirá un trabajo largo y sistemá
tico hasta quedar plenamente delineada y detallada. Uni
camente se intenta esbozar un orden de cuestiones que
configuran nuestra propia experiencia vital y reflexiva
contemporánea. Remontándose al próximo pasado, a ese
siglo romántico que constituye la premisa histórica del
nuestro, puede quizás, con la distancia, hallarse el nú
cleo y la semilla de multitud de experiencias y de ideas
que hoy han sido plenamente monetizadas, hasta consti
tuir experiencia diaria y casi obvia.
La perspectiva histórica contribuye, en este sentido, a
88
convertir lo que parece obvio en extraño, ajeno, incluso
en algún sentido sorprendente.
Ésta es la razón de fondo por la que se han elegido
pensadores y escritores del pasado cultural que aparen
temente «nada dicen» a nuestra sensibilidad contemporá
nea. Craso error que alimenta nuestra propensión a con
vertir todo conocimiento en valor de cambio, todo objeto
cultural en moneda circulante.
Aproximarse a Goethe, a Thomas Mann, a Wagner,
constituye entonces un anacronismo deliberado: el hecho
mismo de que no «circulen» en el mercado de los valores
culturales de las vanguardias los hacen especialmente ap
tos para revelar, tras su fachada objetiva, un fondo expe
riencia! que constituye el arranque y la médula de su
inserción en la esfera de la cultura.
89
I. G O E TH E : LA DEUDA Y LA VOCACION *
D bl l ib r o db J o n ás .
I
95
aclaración necesaria para evitar malentendidos: «Si al
escribir estas palabras cometo alguna injusticia hacia
Goethe, acaso no tenga importancia; el renombre de
Goethe es de esos a los que no puede alcanzar cualquier
injusticia que contra él se cometa. Así, por ejemplo, lo
del “asno solemne” de Claudel, que no sólo no alcanza a
Goethe, sino que se vuelve contra el propio Claudel».2
Eliot, en su trabajo Goethe com o el sabio, es desde
luego más cauto, más prudente y menos necio que Clau
del, pero acaso subyace el mismo móvil, ideológico y
moral, como razón de su reticencia. La sospecha de Cer-
nuda es interesante y verosímil. ¿Cómo entender, si no,
el carácter tan descaradamente insulso del trabajo? Ante
el riesgo de una necedad crasa y manifiesta o de una
postura desnudamente dogmática, resulta más llevadera
quizás una necedad irónica y, valga la paradoja, inteli
gente, evidenciada en una veintena de páginas en las que
se alcanza el palmarás de la vacuidad.3
En mi libro Drama e identidad señalaba que «Goethe
sigue siendo para nosotros un misterio. Obliga a que re
produzcamos en nuestros juicios sobre su vida y sobre
su obra la misma matizada ambigüedad que delata esa
vida y esa obra». Con lo que no hacía otra cosa que con
densar, en pocas palabras, los riquísimos comentarios
que Goethe suscitaba en su Secretario, tal como los pre
senta Mann en ocasión del ficticio encuentro con la an
ciana Lotte. ¿Puede sorprendernos que sea entonces una
novela, Carlota en Weimar, la más penetrante investiga
ción en tom o al misterio y al secreto de sumario que
encierra esa vida y esa obra y en el que los más perspi
96
caces de los críticos, Benjamín especialmente, han pro
curado penetrar mediante circunvalaciones?4
Señala también Cemuda, en una nota a pie de página,
que la obra de Goethe, conocida y valorada en Inglaterra,
constituye por el contrario en España «letra muerta, por
razones seculares que no es ocasión de recordar ahora».
Y sin embargo esas razones parecen sugerirse, sin de
cirse, a lo largo del escrito en torno a las restricciones
mentales de Mr. Eliot. Da, pues, Cemuda, un voto de
confianza al buen entendedor, colocándose a resguardo
de una mecánica traslación. Se me ocurre al respecto
formular una pregunta polémica, con la sola pretensión
de hacer nacer en nuestro yermo cultural una semilla de
intriga: ¿No resulta sorprendente que en el proceso de
descristianización que experimenta nuestro país, nuestra
cultura, aparezca como causa ejemplar de neopaganismo
un anti-cristiano militante como es Federico Nietzsche,
no en cambio el que en verdad constituía su modelo?
Cierto que Goethe está demasiado lejos en el tiempo,
mientras que Nietzsche es un «m oderno». Sin embargo
el desinterés que suscita Goethe, en una coyuntura cul
tural que debería serle favorable, me resulta poderosa
mente aleccionador.
Esa «piedad diferente» de que habla Cemuda fue,
probablemente, en Goethe, experiencia vivida, mientras
que en Nietzsche parece ser más bien objeto de deseo.
Ello explicaría suficientemente la progresiva identifica
ción que experimenta Nietzsche respecto a su gran ante
cesor. Esa piedad es, así mismo, enunciada y formulada
por Nietzsche de manera que fácilmente se constituye o
puede constituir en doctrina. Puede decirse entonces que
la vivencia que falta queda convenientemente suplida por
97
la red del deseo y del lenguaje. Un lenguaje denotativo,
cuando no explícitamente moral.
El riesgo de que esa piedad diferente aparezca enton
ces como piedad opuesta puede calibrarse a tenor del
trato progresivamente polémico y combativo que tiene
Nietzsche respecto al cristianismo. No puede sorprender
entonces que la extramoralidad decaiga en inmoralismo,
la moral del bien en moral del mal. Sólo Thomas Mann
ha percibido con finísimo tacto la dialéctica sutil, no
conceptual, no filosófica, que hace posible, en Goethe, la
mediación del gran egoísmo y del amor, de la tolerancia
y el absoluto desprecio, de la bondad y el despecho. Para
ello se ha valido de dos poderosas armas: un ensayismo
que evita el carácter demasiado hipnotizante de la prosa
nietzscheana mediante el recurso de una irónica discur-
sividad; una puesta en escena novelística que ha dejado
a resguardo el secreto del sumario del biografiado al
filtrarlo a través de algunos de sus próximos, sin escati
mar el monólogo interior de un despertar sin trascen
dencia en la vida del Consejero áulico.
Si el trato con ese personaje requiere tales cautelas,
¿cómo puede maravillarnos que en el país en donde el
catolicismo más contrarreformista y menos romano-rena
centista ha informado no ya tan sólo la espiritualidad y
la cultura, sino sobre todo las capas más profundas del
organismo biológico y del psiquismo, la figura del gran
pagano resulte profundamente extraña, ajena, «letra
muerta»?
Si se añade, para mayor desconsuelo, que ese gran
pagano era también un «gran burgués» — y por consi
guiente lo más opuesto a los hábitos hidalgos o «señori
tos» de las capas sociales gobernantes o adineradas del
país— , ¿puede sorprendemos que uno de nuestros máxi
mos pensadores, no exento por lo demás de esos hábi
98
tos, confunda el carácter burgués de Goethe con «cier
tas dosis de filisteísmo»? No es casual que sea un inte
lectual de la periferia, Joan Maragall, quien de manera
más vivencial simpatice, por ley de afinidades electivas,
con Goethe.
Antes de que Ortega y Gasset hubiera puesto en circu
lación la idea de una España invertebrada, Hegel habfa
pensado nuestra realidad nacional en el seno de una dia
léctica conceptual que iniciaba Italia, el país de la sensi
bilidad incapaz de una unificación siquiera formal y abs
tracta. España protagoniza para el filósofo el momento
de esa unidad — nacional, moral— que no informa los
contenidos particulares (de ahí el riesgo de invertebra-
ción) de otro modo que mediante un acto de fuerza bruta
o atropello. Ello trae consigo en el plano político el eter
no riesgo de un centralismo totalitario y vacío de conte
nido, en el plano religioso y moral una impostación de
contenidos por la fuerza mediante el recurso o el refuerzo
del brazo secular y policíaco.
Estas estructuras nacionales de base no dejan de estar
presentes en los hábitos particulares, inclusive en los
intelectuales. Con demasiada frecuencia un escritor po
lémico monta, sin pretenderlo quizás, un tribunal de la
inquisición inofensivo en su efectividad pero profunda
mente ofensivo como síntoma.
Se sigue siendo católico en el hábito moral del juz
gar, se confunde entonces juicio de verdad y juicio mo
ral, se involucra finalmente de un modo harto singular
verdad y valor, y resulta de todo ello el recurrente esce
nario de una inquisición en la que han cambiado los
uniformes, mas no las almas. ¿Qué importa entonces que
al encausado de turno — en el caso que nos ocupa,
Goethe— pase por el santo tribunal de la Razón Vital o
por el de la Razón Dialéctica? ¿Qué importa entonces
99
que en un caso la sentencia dicte «deserción» allí donde
el sumario de la contraria dicta «cinism o»? España se
guirá siendo problema en la medida en que desconozca
la rara «astucia» del juicio moral, su irrevocable inver
sión, su quid pro quo. Siempre y cuando recaiga sobre
alguien que, dolorosa, irónica, profundamente compren
dió, sin necesidad de ser explícito al respecto, la verdad
de la moral, la diferencia que media entre verdad y mo
ral. El inquisidor alcanza grandeza si posee de modo
implícito esa comprensión. Pero hay que tener el alma
rusa, de un Dostoyewsky para llegar a ese orden de ilu
minación. No puede sorprender entonces que el «gran
inquisidor» entre de prestado en nuestro acervo mítico-
literario: a través de un gran argentino, capaz de reflexio
nar a fondo las ambiguas relaciones de la víctima y el
verdugo en su célebre Deutsches Réquiem. Enfrentarse
con Goethe es, entonces, para un español, jugar en el más
contrario y hostil de los terrenos, aunque también — o por
lo mismo— en el más incitante y propiciador: por cuan
to posibilita como ninguno la necesaria operación edu
cativa del propio cuestionamiento. Esa aproximación re
quiere entonces, en esas pésimas condiciones de partida,
un largo entrenamiento en el orden de juicio más visce
ralmente contrario al hábito nacional: el juicio de la mo
deración no exenta de fortaleza, inclusive de rotundidad,
el ejercicio del matiz que sabe sin embargo simplificar a
tiempo, el uso de una alusividad nada barroca, nada con
ceptista, nada gongorina que no evita, cuando se tercia, la
explicación meridiana y diáfana. En una palabra, el pers-
pectivismo no doctrinario, pero no exento de referencias
éticas de última instancia, el matiz de una comprensión
que evita el riesgo de la pura tolerancia despreciativa.
Matiz, perspectivismo, nuance: palabras gratas a Federi
co Nietzsche, que intentó a través de sus escritos rodear
100
pictóricamente los objetos desde los ángulos más diver
sos, pero que no pudo inhibir el retorno de lo reprimi
do en forma de un contenido doctrinal demasiado desar
mado para alcanzar otra autoridad que la del grito fu
rioso y bárbaro. Goethe fue, ya lo hemos dicho, un mo
delo para él y eso sólo aclara su explicitación, como
objeto de deseo, de lo que en el antecesor constituía
acervo espontáneo de su cultura, educación y experien
cia. Ultimo gran hombre, junto con Napoleón, en las vís
peras mismas de la decadencia y mediocridad moderna.
Prefiguración del Uebermensch. Nietzsche vivió una cir
cunstancia histórica en la que ese perspectivismo, acorde
con el cosmopolitismo y con el «ideal de hombre armo
nioso», no podía ser otra cosa que una añoranza o un
futurible. Arcadia o Utopía. Buscó el matiz, trató penosa
mente de abrirse paso en el laberinto de las perspectivas,
pero entonces fue excesivamente contradictorio, hasta el
punto de cuestionar la síntesis armónica, consumada por
Goethe de un modo vivencial, del sujeto y el objeto (sín
tesis que en Hegel necesitó ya, como superficie sustitutiva
de registro, el concepto). Tuvo en cualquier caso el in
menso mérito de explicitar con juicio helado las causas
y los móviles que obstruían esa vivencia, hallando en
tonces en el cristianismo el verdadero infame. Su re
flexión en tom o al centro neurálgico del mismo en el
registro anímico y cultural, la Schuld, término que signi
fica a la vez culpa y deuda, el vínculo profundo estable
cido en la Genealogía de la moral entre la relación del
acreedor y el deudor con la del verdugo y la víctima, el
sabio anudamiento de ese haz de relaciones con la pro
blemática del goce, del signo, de la inscripción, de la es
critura... todo ello acredita a Nietzsche como verdadero
liberador del encegamiento consciente y como ilumi-
nista-racionalista, en el m ejor sentido de la gran tradi
101
ción. Todo ello proporciona, por último, una inestimable
pista para adentrarse en el tema que ocupa y justifica
el ensayo presente: la vocación, la deuda...
II
102
recitativo secco de las ideas es el airoso de su actualiza
ción en un estilo. Porque a través de éste se filtra algo
que, a falta de m ejor término, podría llamarse, siguien
do a Nietzsche, «tonalidad de alma». Otro es el poso de
sensación y sentimiento que dejan en la mente y en el
corazón las páginas de uno y otro filósofo, aunque apa
rentemente «digan lo mismo». Lo cual es, por lo demás,
simple apariencia.
En ese ensayo circula constantemente una palabra sin
definir, pero que adquiere plena significación en el con
texto particular del ensayo y general de la filosofía de
Ortega. Me refiero a la palabra vocación.
No es mi intención llevar a cabo una discusión deta
llada de la interpretación orteguiana de Goethe, que sin
embargo implícitamente se desarrolla a lo largo de estas
páginas. N i mucho menos discutir su peculiar concepción
de la vocación. Si bien la referencia al parentesco con la
filosofía heideggeriana me evoca inevitablemente las pá
ginas en donde se aborda la cuestión de la vocación en
Ser y tiempo, ligada internamente a la cuestión de la
deuda. En el planteo fenomenológico-existencial la deu
da pierde su contenido económico-material propio del
intercambio. Esa deuda no remite, por consiguiente, a
un acreedor en el sentido usual, cotidiano. Pierde así mis
mo su contenido teológico-moral, significado por la in
terpretación de la Schuld en términos de culpa. Heidegger
somete este concepto, como todos los conceptos exami
nados, al vaciado fenomenológico, cobrando del mismo
el pricipitado existencial. De esta suerte quedan fundadas
en su condiciones de posibilidad, críticamente, las no
ciones cotidianas, sean económicas o teológico-morales.
No es el sujeto económico el acreedor ni tampoco lo es
la Divinidad. «Dios ha m u erto»: por consiguiente, ha ex
perimentado declive la figura nietzscheana del acreedor
103
infinito. El existente caído — arrojado al mundo— no se
halla endeudado a Nadie que pueda presentar como cre
dencial una presencia o un nombre. Pero oye de todos
modos cierta voz, cierta llamada, interior a una conscien
cia que no es moral, ya que también el fenómeno cons
ciencia ha sido sometido a la operación de la Absckattung.
A nadie debe el existente el ser, nada ni nadie le llama,
invoca o convoca. Con lo que en esa Nada se desvela, en
última instancia, el equívoco sostén de la vocación del
existente endeudado. Y por lo mismo también culpable.
Deuda o culpa de ser, ser para nada, ser-para-la-muerte.
En el estado de resolución del proyectarse a esa nada de
ser que es la muerte empuña al fin el existente, liberado
de su existir enajenado y caído en lo cotidiano, su voca
ción propia o auténtica. Deuda y vocación, por tanto,
hallan en la angustiada asunción de la presencia de la
muerte su estricto discernimiento. Resumo aquí de for
ma precipitada y esquemática los largos desarrollos que
se ramifican a lo largo y ancho de Ser y tiempo. Para
los fines que me ocupan resulta sin embargo suficiente
esta evocación de una problemática recientemente remo
zada por una importante escuela psicoanalística.
Me refiero a la escuela lacaniana, sugestiva hibrida
ción de la analítica fenomenológico-existencial, del es-
tructuralismo y del freudismo, posibilitada por la proxi
midad entre la concepción existencialista de la angustia
y una de las principales teorías freudianas al respecto.
Sólo en el universo del mito — que al decir de Benjamín
se contrapone a la verdad— puede personificarse al Dés
pota, el cual jugaría en el tablado el papel de acreedor.
Y ese Proto-padre representa entonces la matriz del dis
paradero de las máscaras paternas que invisten los pa
dres «reales». El ego infantil se halla endeudado por con
siguiente con una evanescente metáfora, sin que salga
104
ni pueda salir del universo de la ficción, del mito. Del
universo del lenguaje. En tom o al drama de su nexo in
terior con esa esfera mítica se juega el drama de su voca
ción — con sus vicisitudes pasionales de duda obsesiva,
determinación angustiada, etcétera. Pero en última ins
tancia caen las máscaras ante la presencia de la Verdad.
Y se desvela el verdadero rostro del Déspota, ese único
Señor, al decir de Hegel, que es la Muerte. A la llamada
de ese déspota — y vocación es, desde el libro de Jonás
en adelante, llamada— responde el sujeto mediante cier
to diseño de su existir que sólo en su presencia, resuelto
ante su amenaza (que se adjetiva convenientemente «de
castración») adquiere carácter auténticamente vocacio-
nal, en sentido estricto, genuino y propio. En E l m ito in
dividual del neurótico de Lacan quedan convenientemen- *
te expuestas estas ideas, ilustrándose en este ensayo el
comportamiento neurótico obsesivo con un pasaje de
Poesía y verdad de Goethe*
Las objeciones de Ortega a la autenticidad de la asun
ción por parte de Goethe respecto a su vocación halla
rían entonces en el planteo heideggeriano el código filo
sófico correspondiente: la teoría de la vocación que las
avalara. Así mismo, su psicología intuitiva y superficial
quedaría rebasada por la refinada psicología del pensa
dor francés, bien armado por el bagaje fenomenológico-
existencial y psicoanalítico.
Pero subsiste la duda: por supuesto, respecto a la
pertinencia de las objeciones orteguianas; pero también
respecto a las teorías que podrían eventualmente perfec-6
105
donarlas al encuadrarlas en un cuerpo teórico más po
deroso. ¿Realmente es Goethe un desertor? ¿Hasta qué
punto explica su obra y su vida la diagnosis psicoanalí-
tica lacaniana? ¿Son aceptables sin más las premisas teó
ricas de que se parte? Dónde encontrar entonces otras
premisas más poderosas? ¿Quizás en el propio encausa
do, quizás en el propio interpretado? ¿Quién debe ocu
par el diván, quién debe ponerse a la escucha, quién
debe ser sometido a la operación de vaciado?
III
106
de modo que destituye el politeísmo del fenómeno en un
nuevo y peligroso monoteísmo del Logos. El hecho de
que se le nombre como Ausencia no puede confundir res
pecto al carácter equívoco de la denominación, puesto
que es presencia de esa ausencia, la cual emerge al dis
persarse la ronda de las pseudopresencias. Entonces no
puede sorprender que esa tarea reflexiva y crítica doble
su quehacer teorético con un falsete pragmático: una
nueva mítica, una nueva moral, una nueva teología que
tiene en el «v iv ir angustiosamente» su grito de combate
y en la «muerte de Dios» su fundamento. Protestantismo
sin Dios, el existente sólo ante una Divinidad que ha
borrado los últimos signos sacrales de su noche santa,
dejando como estela sustitutiva de su paso la huella in
deleble de una moral, de un ethos, que la analítica exis-
tencial se ocupa en escudriñar. Se entiende entonces la
exigencia vocacional (y el implícito pasaje del concepto
al precepto): «deberás vivir resuelto y angustiado ante
la llamada del Gran Otro, cuyo delegado simbólico te
será concedido bajo la apariencia de un sencillo signifi
cante, ése que dice Muerte, ése que se ha deslizado en tu
verbalizar consciente, a modo de un parásito que tras
torna continuamente la emisión discursiva». Ante Él,
frente a Él, con Él, se delinean caracteres, tipologías, y
en modo eminente la neurosis obsesiva, en la que la irre
solución constituye la norma, cifrando en el perpetuo bas
cular de este a aquel objeto erótico, de esta a aquella
solicitud pasional, profesional, vital, su ejercicio sistemá
tico de la duda no metódica sino despiadada, radical,
hamletiana. ¿Inautenticidad quizás? ¿Eterna vacilación,
ewiges Wanken, sólo vencida mediante el recurso irracio
nal al oráculo, a la «voz interior», cuando no a la supers
tición o al juego de dados? ¿Un continuo huir, un con
tinuo desertar de amores, responsabilidades, un continuo
107
desoír la voz de Yahvéh por parte del profeta? ¿Todo ello
sublimado mediante una magnificación de la acción, del
saberse determinar a tiempo...?
Sea, en la medida en que se repute como auténtica
Stim mung la que empuña resueltamente el existir, en su
coto de angustia, cara a cara a la verdad llamada Muer
te. Cara a cara a la alétheia. Entonces valdría el veredicto
que cae sobre el encausado: Goethe o el hombre en el
que «la multiplicidad de dotes desorienta y perturba la
vocación», «terrible ejemplo de cómo el hombre no puede
tener más que una vida auténtica, la reclamada por su
vocación».
«Nada de lo que es lo es radicalmente y con pleni
tud: es un ministro que no es en serio un ministro; un
régisseur que detesta el teatro, que no es propiamente
un régisseur; un naturalista que no acaba de serlo, y ya
que, irremediablemente, por especialísimo decreto divi
no, es un poeta, obligará a este poeta que él es a visitar
la mina de Ilmenau y a reclutar soldados cabalgando un
caballo oficial que se llama “ Poesía” ». (Ortega).
En cuanto a la diagnosis lacaniana: superstición, re
curso al «cara o cruz» como determinante de una reso
lución «existencial», desdoblamiento continuo del objeto
erótico (basta leer entre líneas las Elegías romanas para
percatarse de ello), indecisión, rigidez y formalismo, plei
to sospechoso con el padre en Poesía y Verdad, velado
incesto con la hermana... Elementos que podrían com
pletar el «cuadro clínico» que, prudentemente, limita el
pensador francés al célebre pasaje de las «dos hermanas»
de Poesía y Verdad.
Ahora bien: es mucho conceder a la tradición pro
testante que está en la base de la filosofía existencial — o
a su equívoca importación orteguiana— así como a la
tradición judeo-cristiana que está en la base del psicoaná
108
lisis la prerrogativa respecto a la Verdad en el problema
que nos ocupa, la vocación, la deuda. No basta el vacia
do trascendental de conceptos teológico-morales, aunque
se efectúe mediante el recurso a métodos sospechosa
mente «neutrales» como la fenomenología y el psicoanáli
sis. Esas tradiciones no quedan de ese modo sobrepa
sadas, cuestionadas y trascendidas — y por lo mismo, no
pueden ser conocidas, toda vez que el verdadero conoci
miento, o si se quiere hablar así, la ciencia, implica un
«cambio de elemento» respecto al plano fenoménico y
fenomenológico— . La ciencia es por esencia crítica, pero
no en el sentido de un recubrimiento trascendental de
lo empírico. Cuestiona lo empírico y señala el método
de su transformación. Es por consiguiente un momento,
teórico-conceptual, del proceso práctico. El simple va
ciado trascendental dobla su aparente asepsia con una
Neomítica y una Neopatética. ¡Pero resulta tan penoso,
tan difícil, recuperar otras fuentes de inspiración que
aquéllas rubricadas por una tradición secular judeo-cris-
tiana! Nietzsche se consumió en el esfuerzo por cuestio
nar esa empíria cultural — y sólo consiguió como resul
tado vivencial el desvarío de la mente y el extravío de
su discurso. ¿Y no atraviesa toda su obra este problema
que nos ocupa, de manera que puede pasar toda ella por
una exégesis de gran estilo de la sentencia oracular de
Píndaro «llega a ser lo que eres»? En su Genealogía de la
moral esbozó un replanteo extramoral de las cuestiones
relativas a la culpa y a la deuda que los existencialis-
mos retrajeron al plano moral mediante el maquillaje
fenomenológico-existencial y que los estructuralismos hu
bieran trivializado al conducirlo por el camino de la eco
nomía vulgar (la de los intercambios ocultadores de esa
palabra ausente en el vocabulario estructuralista: pro
ducción) de no haber despertado a tiempo en las páginas
109
heideggerianas. En Nietzsche se alcanza en el texto cita
do la altura de su programa extramoral en la medida
misma en que consigue situar el fenómeno moral en un
marco teórico que lo rebasa por completo, por delante y
por detrás podríamos decir: en tanto se arranca allí del
H om o Natura anterior a la implantación de ese fenóme
no, y se vaticina o prescribe el método de transformación
del estadio moral al extramoral, sin que la prescripción y
el tono profético permita diluir la verdad planteada en
el terreno de la posibilidad real. En ese texto nietzschea-
no la deuda no se satisface ni mediante angustiadas re
soluciones ni mediante pagarés. Sino a través de inscrip
ciones: primero en la tierra y en el cuerpo, posterior
mente en tablillas o papiros, finalmente en el interior
de un alma constituida en superficie o nodriza donde
insemina el Lógos su poderosa huella. La deuda queda
saldada mediante signos sensibles que arañan tierra y
mar, cielo e infierno: huellas del pasaje del hombre a
través de su morada. Pero en última instancia la deuda
queda saldada cuando ese hombre sufre su última meta
morfosis: entonces rubrica su acción mediante un salto
hiperbóreo, cierto impulso ascensional, cierta compul
sión al vuelo. En este punto halla su lugar de encuentro
el Uebermensch nietzscheano y la mariposa de luz mara
villosamente cantada por Goethe. Salto al Espacio, vuelo
hacia el Espacio-luz, siendo entonces signo último y defi
nitivo la huella diseñada en ese vuelo. Nietzsche preci
pitó — no pudo dejar de hacerlo en razón de su natura
leza— esa última metamorfosis. Goethe dejó correr en
toda su extensión su larga vida hasta presentir ese acce
so al Ser. Siendo éste en última instancia Espacio-luz: a
la vez superficie de inscripción y fuente energética. Acto
puro o entelequia que en ese vuelo póstumo, perpetua
mente diferido mediante Astucia, se desvela.
110
Seguramente la vocación encierra profunda conexión
con esta noción aquí formada acerca de la deuda y del
signo. El recorrido misceláneo — y sumario— que vamos
a intentar de la vida y obra de aquél que continuamente
dejó traslucir ese problema de la vocación en todos los
dramatis personae que componen el reparto de su teatro
de marionetas, lo mismo que en su biografía proteica,
permitirá avanzar o despejar quizás esa sospecha. Se
evitará en todo caso un tratamiento temático y frontal
de asunto tan dificultoso. Se someterá el discurso a las
modulaciones impuestas por el objeto particular, sin so
juzgar éste en absoluto a un tratamiento a priori. Se
invitará al lector a que lea y disfrute una vez más con la
vida y la obra del más cuestionado de los clásicos. Para
muchos es una esfinge, una estatua, una mirada de Me
dusa. Y algo medusea es la mirada grande, inteligente,
hipersensible del personaje.IV
IV
111
Doctor Faustas? Un tiempo limitado y en el que debe
desenvolverse el artista mediante una sabia administra
ción de las energías y los días con el fin de consumar la
obra. En el célebre monólogo de Goethe en Carlota en
Weimar éste se desespera al comprobar cuántas ideas o
proyectos bullen por su cabeza en estado embrionario,
faltándole para su realización precisamente Tiempo. De
searía vivir ciento cincuenta años. Enemigo y amigo a la
vez, el Tiempo fija un límite a la acción, obliga a la de
terminación, establece un dique a la omnipotencia de la
ensoñación y del deseo: fija por consiguiente a un pacto
que permite el pasaje de lo posible a lo real. De la inde
terminación subjetiva a la inscripción objetiva.
Contra esa reflexión, constante en Goethe, acerca de
la síntesis subjetivo-objetiva de Tiempo y Eternidad en el
instante — que es siempre «tiem po de construir»— se
eleva un pensamiento desmesurado. Reflexión secreta
acerca del vencimiento del tiempo en el interior mismo
del tiempo. Meditación solitaria acerca de la eternidad.
Mito del músico moderno por condensar en un solo
acorde atemporal todas las armonías concebibles. Diacro-
nía replegada en la absoluta sincronización. Página única
que resume todas las páginas, libro que encierra todos
los libros. Forma enciclopédica en la que se ha sobre
pasado el despliegue temporal, homofónico y discursivo,
quedando entonces quizás una sola nota, una sola pala
bra, un solo color, un solo trazo. Un paso más y el arte
moderno halla en su autoinmolación su estricta Verdad
descubierta: silencio, página en blanco, pared vacia,
ausencia, locura, muerte. N o es casual, sino causal, que
el arte y el pensar contemporáneos se especialicen en
las formas malditas presentadas por la tabla de géneros
supremos del Sofista platónico: el No-Ser, la Diferencia.
A través de la obra de Thomas Mann se insinúa y se
112
desarrolla este segundo leitm otiv: aventura de un es
píritu desencarnado que rompe lazos con el sentimiento
y con lo anímico (el «calor de establo») procurando in
clusive desasirse de la sujeción, derivada del Pacto, con
lo temporal. A la luz de esta reflexión adquiere signifi
cado el sistema dodecafónico, su pretensión por replegar
lo temporal en lo espacial. En la Novela de una novela
confiesa Mann que el escritor, él mismo, tiene presente
siempre la totalidad de la obra en cada uno de los de
talles de su realización. Sólo las fuerzas oscuras de la
sensualidad parecen tramar una revancha frente a ese
acto de supervia vitae: entonces el reloj de arena com
parece de nuevo en el seno del enrarecido y pútrido paisa
je veneciano.
Goethe pudo tramar todavía una conjunción satisfac
toria y ejemplar entre esas fuerzas oscuras y la «discipli
na del espíritu», de manera que en ningún momento se
halló seriamente amenazado el «ideal de vida armonioso».
Pertenece a una estirpe anterior a la de esos sufridos
«héroes de nuestro tiem po» que describe maravillosamen
te Mann en La muerte en Venecia.
Y sin embargo padeció también el tormento de esa
tentación, especialmente en sus últimos años: la tenta
ción al vuelo, la invitación de la mariposa de luz. Vuelo
a espacios siderales donde subsisten, en pura unidad
quintaesenciada, todos los arquetipos simbólicos, la Ur~
plantz y sus hermanas. Como si el mundo todo doblara, en
buen platonismo, su realidad perecedera en lo simbólico
mediante la obtención del pertinente prefijo. Allí existía
también la comunidad de solitarios, los grandes hom
bres, juntos y separados a un tiempo como en el célebre
poema hólderliniano, los amigos que se fueron, los hé
roes caídos: Schiller, Napoleón y toda la prosapia de in
mortales a la que ellos pertenecían. Pero en ese nimbo
113
vivían también, como arquetipos, los seres asistidos por
el cuidado del creador. Allí — no en el primer «original»—
existía el Urfaust, el Urtasso, el Vrmeister... Y Goethe
debía oír continuamente la voz querida que le interro
gara: «¿Conoces el país...?»
La grandeza de Goethe estriba en haber sabido vivir
en perfecta armonía en dos planos a la vez, sin que hu
biese signo fehaciente de un desgarro, de una disonancia.
De haberlo habido, sería posible entonces considerar su
figura visible, social, ritualizada, lo mismo como corte
sano que como escritor, como una figura absolutamente
postiza, simple marioneta sin alma. Entonces aparecería
sin más como enmascarado. Y sería posible columbrar
en su ademán hipocresía o cinismo. Pero en conjunto
— aunque el detalle de alguna anécdota podría abonar esa
interpretación— la figura mundana, ordenando, charlan
do, escribiendo, no deja en el espectador esa impresión.
O no puede dejarla a la larga.
Pero ese trato con la temporalidad no estaba exento
de conflicto interior y de peligrosas inclinaciones. So
brevenía la sacudida de la llamada — esa interior voca
ción de solitario en comunidad con ausentes— y enton
ces presentaba ante el público la figura ritual de una
máscara rígida e inexpresiva, casi paralizada, exagerada
mente solemne. Podía entonces parecer pedante, hasta ri
dículo. Ante la angustia del desajuste registrado entre
interior y exterior, se acudía a lo ritual. ¿O no es el rito
la transacción medianera de lo subjetivo y lo objetivo,
que al faltar inerva el somatismo, el gesto, el rictus del
habla, hasta constituirse en rito privado, en histeria, en
neurosis...?
Demasiado dolorido el comentario cínico acerca de los
sucesos históricos, demasiado pródigo en segundos pen
114
samientos clarividentes para que la acusación no gire
noventa grados sobre el acusador, el alma bella.
Demasiadas incitaciones, demasiados móviles. Todo re
suena en todo, todo está anudado por nexos interiores
con todo, un coníinuum se delinea entre las cosas, de
manera que sea el mundo libro abierto poblado de gra
fías impenetrables, como en los libros de magia. Cual
quier detalle es entonces revelador. Esto lo ha percibido
con insólita clarividencia Benjamín, interpretando en sus
justos términos la necesidad coleccionista, la compulsión
a registrarlo todo, tomar nota de todas las cosas, impedir
que se pierda una sola palabra salida de su boca, un solo
papel pasado por su mano. Goethe se convierte, se va
convirtiendo en figura sagrada. Para sí y para los de
más. Un halo desprende su figura, su paso, su andar, su
caricia, sobre todo su mirada. Todo lo vivido se convierte
así en inscripción, se vive y escribe a un tiempo. Y final
mente parece como si las escrituras se cruzaran unas con
otras, terminaran por tacharse y obstaculizarse, llegándo
se de este modo a lo que Benjamín denomina «el caos
de lo simbólico». Finalmente todo se acrisola, la vario
pinta combinatoria de colores deja paso a un pureza
temida y presentida: la sombra absoluta, la pura luz. De
joven asedió el lado nocturno y sombrío. De viejo tienta
el Espacio-luz, allí donde asciende la mariposa que ha
cumplido la pertinente metamorfosis y ha sobrenadado
su especie. Todos los signos, las inscripciones se confun
den en la unidad sin mácula del Espacio-luz, pura ener
gía, símbolo único. Todas las almas de los amigos, todos
los personajes quintaesenciados del teatro de marionetas,
todos los arquetipos y los símbolos hallan su crisol en
esa platónica unidad negativa y fundacional en la que
todo es todo y nada es nada. Tiempo vencido, supresión
de lo perecedero, dominio de las terribles madres, lo
115
Femenino. Anulación del viril obrar, actuar, determinarse.
Cancelación de vida y escritura.
Goethe anticipa así, mesurada, armónicamente, en su
soledad y bajo el registro de una tentación no del todo
consentida, la aventura del artista moderno hacia lo des
mesurado.
116
viles y proyectos cuyo excitante lo constituye el «caos
de lo simbólico». Demasiadas empresas obstaculizándose
unas a otras. Demasiadas escrituras también. Pero fun
damentalmente, demasiadas incitaciones y móviles. En
tonces sobreviene la perenne vacilación, ewiges Wanken
y el peligro infinito de lo indeterminado. Entonces entra
en escena la duda, duda obseviva. Cada bombardeo de
la sensibilidad, cada abrir y cerrar los ojos, cada incita
ción cutánea se presenta como móvil, porque previamen
te se ha mostrado significativo y simbólico. Se ha de
actuar, se ha de realizar lo que entonces aparece como
germen, como indicio. Se ha de perseguir éste hasta cum
plir su metamorfosis, hasta alcanzar la entelequia. Pero
al ser excesivos los aguijones, invaden la piel como si
fuera lava volcánica y el cuerpo entonces sufre el efecto
pompeyano de una momificación irremediable. Se con
vierte así el personaje en estatua de piedra, se asume en
un estado de hipertensión taciturna que impide cualquier
determinación. Porque en ese estado valdría realmente
cualquier determinación. Sólo la divinidad podría supe
rar esa anestesia por sobreexcitación: cumplir el huma
namente imposible desiderátum de ser todo a la vez,
suprimir el quodammodo de la frase: «Anima est quo-
dammodo omnia». Tanto como determinar lo indetermi
nado, el Todo. De una vez para siempre, tota simul, en
justa supresión de lo temporal. Pues ¿por dónde comen
zar la acción, por dónde iniciar la determinación, por
dónde establecer un primer límite, cuándo todo está en
todo, en justa unión de unidad y totalidad? Entonces
sobreviene el estado de posesión que se escenifica en esa
otra cara de la rigidez convulsa y nerviosa. Pero no es
posesión de un daimon benéfico como el mefistofélico
de Fausto, espíritu de negación, dubitación, contradic
ción que hace posible la acción, la mediatiza y la matiza,
117
le quita la aspereza de lo informe, la hace híbrida de luz
y sombra, la inscribe en el universo de lo real al arran
carla del subjetivismo de lo posible.
Otro es ese demonio más arcaico que el Mefistófeles
de la era jupiterina (era en la que se traduce el Logos
por Acción). Un Mefistófeles terráqueo, más arrastrado,
congenial como ninguno al alma femenina de la natura
leza, a su lado limar y nocturno.
«Creía en la naturaleza, en la naturaleza animada y
sin espíritu, en la viva y en la muerta, para descubrir en
ella algo que sólo se manifestaba en contradicciones y
que, por tanto, no podía ser concebido mediante ningún
concepto, ni captado por ninguna palabra. No era cosa
divina, pues parecía irracional; tampoco humana, pues
carecía de entendimiento; ni diabólica, puesto que era ge
nerosa; ni angelical, puesto que frecuentemente se com
placía en el pesar. Se asemejaba al azar, pues carecía
de consecuencia; tenía parecido con la profecía, puesto
que apuntaba a relaciones. Todo lo que nos rodeaba pa
recía estar penetrado por ella; me parecía disponer arbi
trariamente con los elementos más necesarios de nuestra
existencia; reunía a los tiempos y abría los espacios. Pa
recía complacerse en lo imposible, rechazando con des
precio lo posible. A ese ser, que se imponía sobre todos
los demás, lo llamé demoníaco, para distinguirlo, para
determinarlo, siguiendo el ejemplo de los antiguos y de
aquéllos que habían advertido algo semejante. Traté de
salvarme de ese ser terrible.»
Benjamín, en su soberbio trabajo sobre Las afinida
des electivas, destaca esta última frase delatora: «Traté
de salvarme de ese ser terrible». Y cita oportunamente
el horóscopo de Goethe tal como éste lo recoge al co
mienzo de Poesía y Verdad:
«L a constelación era afortunada; estaba el Sol en el
118
signo de Virgo y culminaba ese día; mirábanse amorosa
mente Júpiter y Venus; no era adverso Mercurio; Satur
no y Marte mostrábanse indiferentes...»7
Pero cita también el horóscopo más inquietante que
da Boíl en su Creencia en las estrellas e interpretación
de los astros:
«Que el ascendiente de Saturno esté tan próximo y
repose en el maligno Escorpión, arroja algunas sombras
sobre esa vida; por lo menos una cierta cerrazón será
motivada por el signo astrológico dudoso en su conjun
ción con el ser secreto de Saturno, en la vejez; pero tam
bién — y ello remite a lo que sigue— a un ser vivo que
se arrastra por la tierra, donde se encuentra el planeta
“ terráqueo” Saturno, esa fuerte tendencia hacia lo mate
rial que se atiene a la tierra con torpe amor sensual y
con órganos aprensivos.»
Frente a Mefistófeles, aguijón benéfico de Fausto que
proporciona su impulso ascensional, se delinea un se
gundo rostro del Malo, otra cara de Mefistos que hunde
n la víctima posesa en esos estados conocidos desde an
tiguo, especialmente vividos en la época de la disolución
del clasicismo renacentista, a los que podemos denomi
nar «satumianos».
Tendría lugar, por consiguiente, un desdoblamiento,
119
muy pocas veces destacado con precisión, del «espíritu
de la negación y de la contradicción», un aspecto bifronte
incrustado en el corazón mismo del Ser o de la Natura
leza. Poco es quizás llamar tedium viíae al sentimiento
resultante de esa segunda posesión: un sufrimiento im
productivo, estéril. Encierro en la cárcel de la subjetivi
dad. Si el primer Mefistófeles incita al vuelo y a lo lige
ro, este segundo hunde al sujeto en su interior telúrico,
constituyendo el verdadero «espíritu de la pensatez» de
que habla Nietzsche. El lugar a donde se llega en ese
hundimiento es propiamente, estrictamente Infierno: lu
gar de hielo, al decir de Baader, al decir de Thomas Mann,
donde el sujeto deviene estatua tallada sobre el iceberg.
Tundra siberiana, paisaje polar. Allí ninguna incitación
o móvil se hace inscripción, empresa. Allí nada florece ni
fructifica. Llamaba en mi libro Drama e identidad al in
fierno «ese lugar de buenas o pésimas intenciones que
jamás se contabilizan en acciones». Dominio saturnal de
un pensamiento perdido en ensueños taciturnos. Escisión
radical del sujeto respecto al mundo objetivo. Duda im
productiva, contradicción estéril, negación ensimismada,
indeterminación irremediable. Y como resultado de ese
ascendiente, el quietismo del que se quejaba el viejo
Goethe, una suerte de Nirvana de mal agüero de la que
no brota ninguna acción, ninguna inventiva, ninguna cons
trucción.
Júpiter y Venus se miraban amorosamente a la luz
del Sol, de ahí la compulsión al vuelo, la exigencia de
claridad, el fervor plástico y apolíneo. «Sólo la Luna
— termina Goethe al dar su propio horóscopo— que en
seguida alcanzó su pleno, ejercía el poder de su contra
fulgor, tanto más cuanto que también habíase iniciado
su hora planetaria.»
Se delinea así el cuadro de oposiciones: blanco y ne
120
gro como polos irrebasables que tienen en el azul y el
amarillo su limite cromático, luces y sombras, que en
los jirones de niebla matutina y en la noche clara y es
trellada hallan su temple y moderación, lo aéreo y lo te
lúrico, el impulso del gusano a salir del estado de crisá
lida y alzarse al vuelo transformado en mariposa, la ten
tación del abismo, protagonizada por Lord Byron o por
Euforión.
Goethe condujo su vida de tal manera que el doble
exceso de lo nocturno y lo luminoso no terminaran por
vencerlo. Hizo de su vida una excelente administración
en la que la intensidad moderada punteaba la vocación
por la extensión. Quantum y quale alcanzaron en su bio
grafía una síntesis armoniosa. Difirió cuanto pudo la cita
definitiva, cita que en la crisis pasional del adolescente
ofrece la faz terráquea y sombría de la Sturm und Drang,
verdadera explosión del elemento saturniano inhibido por
una cultura glorificadora del imperativo jupiteríno de la
Acción y la Determinación; cita que en los últimos años
se presenta como un exceso cegador de luminosidad.
Este cuadro de oposiciones constituye lo manifiesto,
pertenece a la reconstrucción arqueológica efectuada por
Goethe acerca de su propio registro de experiencia. Es,
pues, fruto de una lectura interna y por lo tanto una
versión, decana desde luego y especialmente sintomática,
pero no por lo mismo necesariamente verdadera. El cua
dro así presentado resulta demasiado estático y anatómi
co. Desearíamos verlo en movimiento, tal como corres
ponde a un organismo viviente. Para ello debemos aproxi
mamos al inventario de figuras que presenta el teatro de
marionetas, internamos en algunos personajes del repar
to. Acaso se delinea la oposición en la proverbial pareja
de Fausto y Mefistófeles, pero este genio de la ironía y de
la contradicción es demasiado propiciador para Fausto
121
para que resulte visible allí ese «otro rostro de Satán»
próximo al «lado malo de la Naturaleza». Nos cela, por
consiguiente, un rostro más contrahecho. Hay que acudir
entonces al Werther, obra de la Sturm und Drang, pro
ducto del mal de un siglo que sentía el crecimiento y
desbordamiento de ese lado malo y de sus formas mal
ditas. Pero Werther es un embrión, verdadero homuncu-
lus de lo que buscamos. Sin embargo, hay prefiguracio
nes: esos estados en que Werther, perdido en la cárcel
de la subjetividad (y toda pasión que no alcanza a mo
derarse es en su raíz subjetivista), deja que le invada un
sentimiento, deja que éste se pierda en la indetermina
ción y arrastre en esa pérdida al desdichado. O cuando
desmiente sus razones y sus móviles, dando finalmente
también mentís al acto mismo de desmentirlos, logrando
mediante esta vía negativa una aproximación a lo inde
terminado y ossiánico. Estados hiper-hamletianos, de cla
ro ascendiente saturnal, que aparecen en toda su cruda
verdad en Torquato Tasso. La concordia discors renacen
tista ha sido rota en esa primera declinación del ideal
armonioso y clásico cuyo brote espectacular lo constituyó
la generación manierista. En la corte de Ferrara ya no
existe la cumplida síntesis del libro y de la espada, del
pensamiento y de la acción, de Júpiter y Saturno. Sólo
el príncipe mantiene viva la tradición del uomo singuiare.
Pero actúa in extremis como mediador de lo irremedia
ble, por cuanto sus dos brazos, el brazo armado del Mi
nistro y Diplomático, el brazo humanista del poeta de
la corte, se hallan sumidos en un pleito sin remisión, a
modo de enemigos irreconciliables. Antonio no modera
su maquiavelismo con la estilización poética, Tasso no
modera su ascendiente saturniana mediante el pacto obje
tivo con las exigencias cortesanas. Se sume en sus estados
taciturnos, de manera que libra en el interior de su subje
122
tividad una batalla sin cuartel de la que no puede re
sultar ninguna nota armónica. La subjetividad desnuda
de mediación con lo objetivo se pierde entonces en el
laberinto de los fantasmas del deseo, obstruyéndose entre
sí las variadas ramificaciones de éste. Y el perdedor de
ese combate es el propio sujeto, que sin embargo siente
la tentación de la autodestrucción, con lo que quiere y
acaricia su propio descalabro. Entonces todo remedio es
enfermedad, nada ni nadie puede salvarlo. Es un demen
te. Confunde al perseguidor y al perseguido. Y el resul
tado de este proceso es la retracción, la agorafobia, la
inacción, que sólo en virtud del ascendiente benéfico de
la Princesa Leonor — congenial por lo demás con esa es
piritualidad taciturna— logra objetivarse en Poesía.
Sin embargo, Werther alcanza un mínimum de obje
tivación de su m a l: lo inscribe en las cartas que va man
dando a su amigo. En Tasso el homunculus se ha forma
do, pero el mal ha crecido también. El estado de pose
sión es más grave, pero en contrapartida la inscripción
por vía epistolar ha trascendido al nivel de Poema de
alcance universal. En el que, por lo demás, no se narra
la desventura del Símismo, sino que se trasciende en el
relato de los hombres de acción y de su universo épico.
Ahora bien, en tanto media o repiedia el quietismo taci
turno la actividad creadora, en tanto la posesión deja
paso a la escritura, al imperio del signo sensible, puede
decirse entonces que el personaje se halla en vías de for
mación, de curación. Meister halla al fin escrita en el
Templo del Saber su propia vida de aventuras bohemias.
Comprende entonces que la aventura era aprendizaje.
Sólo la subjetividad ensimismada, posesa por la segunda
figura mefistofélica, constituye la esterilidad pura. Ese
demonio es, pues, contrario al imperativo vocacional.
Tienta al sujeto diciéndole al oído: «desentiéndete de la
123
deuda». Lo sume en el ensueño del sentimiento, le deja
perderse en el laberinto de la pasión. Hay una oposición
de última instancia entre Pasión y Producción. La figu
ra de Otilia y la del Capitán constituyen, en Las afinidades
electivas, los dos polos de un gravísimo problema, esce
nificado y pensado por Goethe, pero que afecta a todo
ser humano. Pero Otilia y el Capitán son figuras plena
mente formadas, son verdaderamente especies superiores.
A su lado, Werther o Tasso constituyen preformaciones.
Otilia es un ser de la naturaleza que extrae de ella su
fuerza magnética, su poder de médium, su mimetismo
inquietante. Pero también su lado sombrío, autoaniquila-
dor y «am oral». El Capitán realiza el pacto del sujeto
y el o b je to : no menos pasional en su amor por Carlota
que Otilia, sin embargo modera lo subjetivo con la voca
ción constructiva, de la que resultan obras de ingeniería
y arquitectura. En última instancia la obra de arte, plás
tica o poética, consuma la síntesis de pasión y producti
vidad, tomando su savia del elemento subjetivo pero plas
mándose camalmente sobre el papel o sobre la piedra;
En Goethe la obra de arte es cumplida síntesis armónica*
En la praxis artística posterior y en su reflexión filosó
fica, estética, esa síntesis dejará lugar a una vecindad
peligrosa de belleza y enfermedad, de arte y tentación
del abismo: ya el romanticismo prefigura ese disloca-
miento. Todavía en Goethe se consigue armonizar esas
instancias, ya vividas conflictivamente: la deuda, la vo
cación, el signo.V I
VI
124
hay sombras evanescentes que, al primer toque de incita
ción sensible, remueven el caleidoscopio de la fantasía
de tal manera que el joven no ceja en su nerviosa agita
ción dubitativa entre el vivir y el escribir. La inspiración
es de sobras inoportuna, se cruza en el camino demasia
das veces al día, de forma que el sujeto se ve obligado
a singulares piruetas propias del oficio, escribir poemas
de circunstancias en los puños de las camisas o en cual
quier suerte de papelucho. Lentamente el alma se serena.
De fértil teatro de marionetas surge primero cierto ho-
munculus que posteriormente causará espanto al crea
dor, al modo como causa espanto el monstruo al incor
porarse ante el Doctor Frankenstein. El joven mata su
pasión suicida con la creación de ese impuro sosias que
a partir de ese momento adquiere vida independiente.
Entretanto el joven se distancia y huye. O si se quiere
decir así: deserta. Merced a esa deserción será posible
remover la retorta del alquimista, de manera que surjan
de ella personajes más enteros: Tasso, Orestes, Meister,
Fausto, Germán y Dorotea.
El joven inexperto ensueña su presencia futura al sa
lir de su primer serio atolladero sentimental, pero se
trata de un fantasma de la subjetividad percibido en el
área del profético presentimiento. Va a caballo por el
campo y percibe de pronto a sí mismo volviendo en di
rección contraria también a caballo, sólo que varios años
después. La anécdota queda registrada en Poesía y Ver
dad, obra con la cual se consuma la operación creativa.
En esa obra se da remate a la construcción del propio
sosias. N o es su prefiguración en forma de homúncu
los, sino todo el proceso de aprendizaje y andanzas que
conduce al Hombre plenamente formado. Ese Hombre,
en su presencia física ante los otros y ante sí mismo,
como máscara exterior, constituye la inscripción prime
125
ra, el signo de identidad, la escritura originaria. El texto
Poesía y Verdad es, entonces, la rúbrica de la inscripción.
Primero se ha creado el propio monstruo, luego el poeta
ha cantado su memoria. Al primer desdoblamiento ha su
cedido un segundo desdoblamiento. Y en el relato se ha
podido construir con esa identidad — primer ingreso en
el terreno de la ficción— un personaje equivoco que se
añade al reparto del universo novelesco. De ahí que ese
personaje sea tan verdadero, examinado desde el criterio
estricto de la ficción novelesca. Tanto o más verdadero
que si fuera únicamente el resultado de una crónica o de
un informe histórico objetivo. Ese avance por la vía del
signo y de la ficción aproxima a la verdad. Se trata por
consiguiente de la realización del verdadero doble. Un
personaje más, un protagonista nuevo surgido de la mis
ma retorta alquímica, igual que sus hermanos de crea
ción, sin que su derecho al pronombre personal de pri
mera persona le conceda mayor envergadura ontológica.
De niño debió relatarse a sí mismo su propia trayec
toria vital y de mayor debió ordenarla en estados de
somnolencia por capítulos y parágrafos. Al fin, en la ve
jez puede permitirse el aplomo de objetivar ese guión
diario a través de una equívoca autobiografía. De esta
suerte alcanza acuerdo musical, vivencia y símbolo, sien
do la inscripción objetiva y pública, primero de las obras
fantaseadas, posteriormente en la identidad construida, la
rúbrica misma del acuerdo. Se trata desde luego de un
pacto. Pero por esta vez las dos partes salen gananciosas:
el exceso de fogosidad vital no conduce a lo contrario de
sí misma, suicidio o desvarío de la mente; su defecto no
alcanza a robar al signo su elemento ígneo. Algo se paga
como satisfacción de tan ventajoso pacto: la rigidez olím
pica de la figura de carne, el mal humor del tempera
mento, cierta ritualización sospechosa del obrar, del co
126
leccionar, del guardar. El cobro es sabiduría y poesía, en
armónica conjunción con el poder: de todo ello rezuma
la obra de vejez, la más pura, la más emocionante, el se
gundo Fausto, Las afinidades electivas, el Diván, Poesía
y Verdad. Se realiza la vocación y se satisface la deuda
mediante signos sensibles o sacramentos. Y una lección
ético-política se desprende de todo ello como testamento
educativo: las vidas pasan, las almas vuelan a su esfera
propia, quedando entonces firmes las estatuas, las cons
trucciones, los monumentos, siempre y cuando hayan sido
edificados con lentitud y con primor, desde la primera
piedra hasta la última. En cuanto a la figura del viejo
Goethe, hechura de toda una vida: es en rigor estatua
o monumento, símbolo sensible que encama en sí mismo
esta aserción.
El ritmo de la naturaleza erosiona las más firmes
construcciones jurídicomorales. El propio matrimonio
acusa deterioro ante la ley de las afinidades electivas.
Esta ley devuelve a la naturaleza lo que es de la natu
raleza, lo que le es demasiado afín. Deja que el gas se
sublime para que otras substancias puedan combinarse.
El sacrificio de Otilia, víctima propiciatoria al decir de
Benjamín, no es en absoluto en vano. Vuelve a sus lares,
pues la Naturaleza es su elemento. Pero no sale ganan
ciosa la ley sobreimpuesta al elemento natural. La ley
física de afinidades corrompe la ley lógica, social o nómi-
ca del ordenamiento jurídico e institucional. La natura
leza araña mortalmente la moral, el matrimonio. De ahí
que sea Carlota la perdedora en este cruel juego, aun
que su aplomo y discreción la convierte en la verdadera
heroína junto con el capitán. En última instancia su si
lenciosa presencia destila una lección sutilísima de moral
de buena ley: pasmosa heroicidad del Nomos frente a la
adversidad de la Fysis.
127
Sólo el capitán alcanza una cota más alta de proxi
midad con la verdad, por cuanto accede a la inscripción
sensible y sacramental. Algo superior a la objetivación
creativa del Símismo en el plano natural, resultante del
matrimonio, algo que sobrevuela la propia paternidad.
Pero también algo más verdadero que la objetivación en
simismada de la propia ensoñación en un Diario, al modo
de Otilia. El capitán alcanza una objetividad sobre-natu
ral, social, (y por ende sacramental) al encauzar su acti
vidad en la construcción de interés público, arquitectura,
ingeniería. En la creación civil. Prefigura de este modo
la figura del Fausto empresario y constructor. En él se
realiza el mito masónico que acrisola la novela y que se
desvela en el discurso del albañil, dando sentido a la cé
lebre Ta i pronunciada por Fausto. N o el comienzo de
la acción sino el remate. N o el diseño sino el acabado.
No la primera piedra sino la última. El signo alcanza su
mediación con la acción en la entelequia.V I
V II
128
ideal del uonto singuiare o del alma que es de algún
modo todas las cosas. Su infinita curiosidad, atestiguada
por testimonios propios y ajenos, su capacidad de diver
sificación lo prueban suficientemente. Ese ideal tiene
poco que ver con la interpretación orteguiana del impe
rativo vocacional a la autodeterminación. Porque el ideal
humanista pide, exige del hombre determinarse a ser
Todo. Ideal que tiene en la figura de Fausto su plasma-
ción póstuma y expresiva. Querer ser todo significa en
algún sentido determinarse a ser todas las determinacio
nes. El terrible peligro de esa voluntad consiste en el
fiasco satumiano, su contraplacado dialéctico: ya que el
hombre nacido bajo la estrella de Saturno, al no poder
ser todas las cosas, las ensueña, las alucina. Entonces
todas las cosas son, como en el caso de Nietzsche, su
perdición. Entonces el Todo comparece como la nuda in
determinación. Goethe sufrió esa mala estrella pero logró
sobrepujarla.
Pudo ser por tanto escritor, estadista, pensador, na
turalista. Pero ese ingente despliegue de actividad quedó
al fin trascendido también en una última y ambigua sín
tesis: en la poesía y la sabiduría. Instancias próximas a
la verdad donde la propia acción y su efecto monetizable
como inscripción sensible asoma hacia aquello que las
trasciende. Ya que en última instancia la verdad, si bien
se plasma objetivamente en acción y en símbolo, rebasa
la condición de ambos. Y es por lo mismo meta-humana.
Sólo la poesía y la sabiduría, incrustadas en lo sensible
activo o poético como lección silenciosa, apuntan a esa
instancia liminar. De hecho, excede, rebasa todas las co
sas. Es unidad negativa y síntesis paradoja!. No perte
nece por consiguiente al universo de las categorías sino
que lo trasciende. Es de iure lo trascendental. Praxis, pro
ducción, historia objetiva, síntesis sujeto-objeto, se anona
129
dan finalmente en ese segundo plano y último. Por esta
razón la Verdad carece de adjetivos, que siempre perte
necen al universo categorial. N o es verdad natural, cien
tífico-positiva, ni es tampoco verdad social, verdad his
tórica. No debe por ello confundirse lo categórico con
lo trascendental. Sólo esa confusión posibilita interpretar
al hombre Goethe como erróneo sustentador de doctri
nas científicas periclitadas o como cínico conocedor de
los procesos sociales. Aquí el marxismo, en su exégesis,
es reductor. Adolece por lo demás de su proverbial defi
ciencia, su ignorancia de la categoría psicológica. Enton
ces la relación del sujeto con la verdad, el problema de
la veracidad, al plantearse únicamente en términos de ver
dad científica o de verdad socio-histórica, carece de
instrumentos de precisión para notificar acerca de los
eximentes psicológicos. Dice Lacan de los marxistas que
harían bien en dejar libre el lugar de la Verdad, que pre
cipitadamente adjetivan como social. Y aunque lo mismo
puede decirse de Lacan y del psicoanálisis, por cuanto
saltan de un pistoletazo de la verdad intersubjetiva a la
verdad ontológica, lo cierto es que el marxismo suele con
fundir también demasiadas veces lo óntico con lo onto-
lógico. En esas circunstancias no puede comprenderse
— ni siquiera históricamente, por falta de mediación psi
cológica— la visceral repulsión de Goethe a todo lo re
volucionario. No puede comprenderse el papel idéntico
que desempeña la catástrofe natural y la social, papel
que en la economía de la narración comparece constan
temente: en Germán y Dorotea, en el Cuento del león y
el niño, por no hablar de Poesía y Verdad en su referen
cia al incendio de Lisboa. Se olvida entonces que Goethe
era un hombre del siglo dieciocho con antenas hacia el
futuro, se mide su naturaleza de base con el rasero de
esas antenas que sobrenadan el dato de partida. Y como
130
buen dieciochesco veía los hombres y la sociedad con
mirada de «historia natural», percibiendo el curso de las
cosas según la polaridad del continuo y de la catástrofe.
Se ignora, por lo mismo, el sutil vínculo de afinidad, si
no de identidad, entre el pecho enfermo que se abrasa
por el fuego de la pasión — icono socorrido que en Goethe
descarrilla su carácter emblemático hasta destilar ver
dad— , entre la catástrofe natural (terremoto, desborda
miento, incendio) que rompe el continuum de la vida
ciudadano-burguesa encapsulada en la muralla y defen
dida por torres, pórticos y llaves, y esa tercera especie
de catástrofe que redondea el tríptico, hundimiento de
las naciones, de las clases, de los estamentos, que tiene
en la Revolución Francesa su culminación. Tríptico del
horror, desvarío de la mente en la pasión amorosa, lo
cura de la Naturaleza en el cataclismo, de la sociedad
en la revolución. Tríptico de la Sturm und Drang o del
mal de un siglo de cuyo morbo quiso Goethe, como pudo,
como supo, como Dios le dio a entender, curarse. Él fue
el médico de sí mismo. Él fue su propio terapeuta. Pú
sose a sí mismo en el diván y en virtud de esa opera
ción, similar a la que somete Hegel en la Fenomenología
del espíritu a la consciencia ingenua, surgieron esas figu
ras del espíritu en vías de formación que son Werther,
Tasso, Meister, Orestes, Fausto, el propio Goethe como
personaje de Poesía y Verdad. El incendio queda sofoca
do en virtud de aparentes deserciones, en virtud de apa
rentes actitudes cínicas. Pero se trata sólo de una aparien
cia inmediata y poco duradera.
De la consciencia ingenua se efectúa el pasaje a la
consciencia ya formada y la rúbrica del pasaje es la crea
ción de vida y escritura. Finalmente esa totalidad com
parece en el diván, del mismo modo como el joven Meis
ter al ingresar en el Templo del Saber. Entonces Goethe
131
escribe el relato en profundidad de sí mismo, narra su
nosografía, construye su propio historial. De este modo
contribuye a la creación plástica y sensible de sí m ism o:
logra la objetivación de la identidad, el paso de ésta al
terreno objetivo de la inscripción. Goethe se examina a
sí mismo con mirada medusea hasta convertir su identi
dad en objeto. Siente curiosidad respecto a su caso. Con
suma de esta suerte el arte y el ethos refinado de un
auténtico gay saber. N o se percibe en el relato una sola
intromisión de los fantasmas subjetivos, deudas mal diri
midas, culpabilidades sospechosas, autorreproches. Sor
prende la helada y cálida mirada de una razón que ob
serva espiritualmente. Sorprende su carácter «no-confe
sional», tan ajeno al espíritu cristiano, tan ajeno a la
moral.
En un principio es la amada la que sufre la acción
de la mirada medusea. Las manos del poeta confunden
el abrazo con el cincelado, ciñen el cuerpo de la mujer
romana con hexámetros. En el contexto de las Elegías
romanas se advierte todavía un desdoblamiento del obje
to erótico: el olimpio frente a la taberna. La bella ro
mana inscribe garabatos sobre la mesa del conventícu
lo tomando como materia el vino derramado, mientras
el poeta olímpico la transfigura en diosa griega. El vere
dicto acerca de la neurosis obsesiva del poeta, nos cuenta
entonces la primera mitad de la aventura: mucho nos
dice respecto al equipaje y al programa con que se lanza
la consciencia ingenua a sus años de aprendizaje y andan
zas. Pero nos dice poco respecto a la terapia que se auto-
asigna. Y ello es lo que importa, mucho más que el sim
ple recuento de proclividades eróticas primarias. La mala
fe del psicoanalista, su argucia de poder consiste en dejar
al paciente en estado de mala objetividad, como natura
leza fatalmente prescripta por huellas inseminadas en la
132
infancia. Entonces incumbe al Otro (el terapeuta) la tarea
educadora, curativa. Al menos sucede así en demasiadas
ocasiones, aunque desde luego no necesariamente. Lo
cierto es que la diagnosis de proclividades deja en el tin
tero la investigación del proceso de auto-curación. Y es
éste el que importa. La exégesis lacaniana muerde con
fortuna en la obra juvenil del escritor o en sus recuerdos
primeros, con infortunio en la obra de vejez. De las Ele
gías al Diván media la diferencia entre la neurosis obse
siva y su curación. En el Diván es la poesía misma y su
verdad lo que ingresa en el Diván de la sabiduría. Todo
el poema es poesía de la poesía y verdad de la verdad.
Las potencias desatadas de la naturaleza, incendio, hura
cán, arena del desierto, quedan apaciguadas en la inscrip
ción, cántico del poeta. A sabiendas que éste se empina
con el símbolo a la verdad, a sabiendas que esa defensa
es a la larga irremediablemente lo contrario de un es
cudo o una coraza. Porque de este trato con el símbolo
destila una verdad más escondida y más secreta, un trato
más próximo con la entraña o el meollo mismo de lo na
tural. Pues no son claros ni unívocos los símbolos. En
última instancia, como señala Benjamín, todo se vuelve
simbólico: el orden se trueca nuevamente en desorden,
caos de lo simbólico. Y entonces ya todo resuena en todo,
como en los tratados de magia. Todo se vuelve significa
tivo. Todo rezuma goce y luz. Por huir del lado nocturno
se ha caído en las garras de otro terror más angustiante.
De ahí que en medio del Diván emerja el vuelo esa peli
grosa mariposa de luz que desbarata la apaciguada pron
titud de la inscripción remediadora.' Miedo a la vida, in-8
133
sinúa Benjamín. Angustia. Pero no respecto a Madame
Lamort. Aquí el existencialismo y el psicoanálisis heideg-
gerianizante deben sufrir la interpretación del interpreta
do. Angustia ante el exceso de luz, angustia ante el exce
so de goce. Insoportable goce al que continuamente hace
referencia Goethe en sus poemas. Por esa razón puede
confesar el más espléndido de los escritores, el menos
maldito, el más afortunado: «tranquilizaos, no fui feliz».9
Selige Sehnsucht.
134
proceso de inscripción y deterioro. Reposa de esta manera el
cantor o el poeta y de ello se beneficia la comunidad. Y sin em-
hurgo le tienta inscribir palabras o signos sobre las olas move
dizas, del mismo modo que también añora, en feliz nostalgia, un
Milto hacia el espacio-luz, com o el que da la mariposa de fuego,
que escribe en los aires con su vuelo hacia más allá de si misma,
tiendo el vuelo mismo signo. Ultima palabra — secreta, mediodicha
tínicamente a los pocos sabios— de Goethe: a esa m ariposa sui
cida qu iero alabar.
135
. •' i ;
I
139
Estas preguntas parecen estar implícitas en la Feno
menología del espíritu de Hegel.’ La originalidad del expe
rimento que en ese texto se lleva a cabo consiste en dejar
al alma singular a su propio impulso, sin arrancarla del
hábitat que le es propio, sin forzarla ni coaccionarla des
de el exterior para que ingrese en otro espacio superior.
Se le da un voto de confianza a su propia capacidad de
aprendizaje y de avance, de manera que sea ella la que
llegue, por sí misma, a violentarse consigo misma y con
su propio entorno. Es ella la que se educa y se conduce,
es ella su propia pauta pedagógica. El Filósofo asiste al
experimento desde fuera, sin interferir lo más mínimo en
su camino, un poco a la manera del misterioso dómine
que se va cruzando una y otra vez en la senda de Wil-
helm Meister, sin revelar su identidad en el curso de la
experiencia. Sólo al final del trayecto, una vez el perso
naje de Goethe ha ingresado en el Templo masónico, una
vez la consciencia ingenua hegeliana ha accedido al saber
absoluto, puede el mistagogo revelar su nombre propio.
Ambos podrán formar entonces una estrecha hermandad
fundada en la identidad de sus naturalezas cultivadas.’*2 3
140
Mas ya en el prólogo de la Fenomenología se nos da
cierta pista sintomática acerca de la significación de la
experiencia que hace el alma. Se dice allí que ella es ya
en sí todas las cosas, que las tiene depositadas en su
seno al modo de un legado secular dejado en patrimonio
por el espíritu del mundo. Quien a través de su propia
exhibición en la historia ha ido tejiendo, lenta y laborio
samente, eso que a ella, el alma, se le ofrece como nudo
resultado. Se le ahorra por consiguiente ese trabajo os
curo, asignándosele como única tarea levantar el acta no
tarial que testimonia el recuento del patrimonio. N o tie
ne su experimento el carácter propio de una intervención
o de una praxis, mucho menos de un pronunciamiento.
Constituye el reconocimiento de lo que ha sido trabajado
para ella y en su interior ha sido depositado. Pues esa
alma guarda en sí «todas las cosas». Debe, pues, sondear
en su seno y alumbrar ante su mente eso que está allí
ya predispuesto. Debe traer para sí eso que posee en si.
El alma ya es, por lo tanto, «todas las cosas» en el
comienzo de la Fenomenología. Y sin embargo no es
consciente de su riqueza. En la primera figura fenome-
nológica se inicia esa toma de consciencia: sabe la cons
ciencia sensible alguna cosa acerca de esa plétora, pero
sólo en el modo de una certeza demasiado inmediata e
informe. Sólo al final del experimento cobrará conscien
cia de la totalidad del capital del que dispone.
Pero ni en el principio ni al final queda ese capital
aumentado. Ningún interés se cobra en el curso de esos
años de aprendizaje y andanzas. Siempre el mismo capi
tal, a modo de cosa inmueble. Siempre la misma Cosa, el
mismo Dios. El oscuro trabajo fue cumplido. Y a fe que
desde toda la eternidad.
El filósofo llega, pues, tarde: tarde respecto a la irrup
ción de algún alma del mundo que, en forma de indivi*
141
dúo universal, concede a Historia y a Espíritu un giro
verdaderamente renovado. Le queda entonces al filósofo
la oportunidad y hasta el derecho de elevar su corazón
exaltado, en verdadero brindis emocional por la figura
egregia del general a caballo que se contempla desde la
ventana.
¿Será que la empresa épica europea, tras el siglo de
las luces, la revolución y el imperio, ha sido ya conclui
da? ¿Habrá terminado por consiguiente la función: el
drama, la tragedia? ¿Habrá exclamado esa Europa que
empieza a reconocerse vieja, al igual que Augusto al final
de su mandato, Comoedia finita est? Le quedará enton
ces la consciencia de un pasado, esa dignidad que se con
cede tras la dimisión de un alto cargo: el eterno derecho
a escribir unas memorias. Habrá, pues, lugar para una
Consciencia Histórica. En general, para la filosofía.
Consciencia que difícilmente podía despuntar en el
fragor del combate, fuera éste efectuado en el escenario
ilustrado de la cultura universal, o en el político de la
toma de La Bastilla y de la guerra internacional. Viejos
tiempos en que la pluma y la espada parecían intercam
biar de continuo sus trascendentes funciones, siendo ob
jeto para ambas el presente vivo y noticiable. Hermosa
edad en que lo periodístico era esencial, universal, en
que lo cotidiano era trascendental. Entonces se hacía his
toria. No había tiempo ni espacio para reflexionarla. Se
pensaba al tiempo que se hacía, pero no se redoblaba ese
pensar bajo la forma de una reflexión. Ahora esa esen
cia, esa necesidad, esa trascendentalidad está, para He-
gel y su generación, en el pasado. Unos registran ese pa
sado con sentimiento y con nostalgia, a modo de un
viaje mental por lo remoto, medieval y originario. Hegel,
más sobrio, más precavido, intenta determinar en con
ceptos ese sentimiento informe. Pero ese registro concep
142
tual deja también idéntica sensación de melancolía. Una
melancolía más firme, más genuina, menos aliviadora que
la romántica, que es menos melancolía que nostalgia. Más
lúcida por lo mismo, en la medida en que lucidez y me
lancolía son casi términos sinónimos, o por lo menos es
trechamente emparentados. Se alimenta de una conscien
cia crepuscular acerca de que la vida, la verdadera vida,
los viejos buenos tiempos pasaron ya. Y sólo queda como
sustitutivo el recuerdo*
El mundo de la belleza, el espíritu estético y la reli
gión del arte son, así mismo, formas del pasado. Los
bellos días de la Grecia clásica pasaron ya y el matri
monio de Fausto y Helena, según nos lo recuerda otro
espíritu contemporáneo en un poema igualmente melan
cólico, terminaron en obligado divorcio. La acción pro
ductiva del nuevo Fausto, constructor de caminos, cana
les, puentes, supone la inmolación del mundo de Belleza
protagonizado por los últimos supervivientes, Filemón y
Haucis, que caen muertos bajo las huestes de Mefistófe-
les. El nuevo poder que surge se halla irremediablemente
separado de lo bello. Se funda en el imperio de lo útil,
configura un mundo sujeto a reglas demasiado compul
sivas, demasiado serias también, para que dejen cabida
u ningún otro resquicio a Belleza y Arte que no sea el de
una zona marginal. El propio arte, la propia literatura
se halla impregnada de consciencia y saber, es menos arte
4. La filosofía es, desde Hegel, desde Schopenhauer, reflexión
t>ost festum que implica e l crepúsculo de la vida. En el siglo ilus
trado, por el contrario, el filósofo era todavía hombre de acción:
hombre de mundo, cortesano, político, periodista. Sobro este
«urgir de la filosofía com o lucidez que presupone el ocaso de la
empresa épica, véase Thom as M a m : Las enferm edades de la vo
luntad. Sobre las antinomias entre acción y lucidez, el libro
ilc Fernando Savater, Ensayo sobre d o ra n , Madrid, 1975. Asimis
mo mi Dram a e identidad, especialmente en los dos últimos en-
«iiyos.
143
que crítica de arte, es a la vez obra y reflexión sobre la
obra. O es obra en tanto que reflexión sobre la obra. Es,
por ello, menos arte que consciencia estética.5
«Las estatuas son ahora cadáveres cuya alma vivifica
dora se ha esfumado, así como los himnos son palabras
de las que ha huido la fe; las mesas de los dioses se han
quedado sin comida y sin bebida espirituales y sus jue
gos y sus fiestas no infunden de nuevo a la conscienciai
la gozosa unidad de ellas con la esencia. A las obras de
las musas les falta la fuerza del espíritu que veía brotar
del aplastamiento de los dioses y los hombres la certeza
de sí mismo. Ahora, ya sólo son lo que son para nosotros
— bellos frutos caídos del árbol, que un gozoso destino
nos alarga, cuando una doncella presenta esos frutos; ya
no hay ni la vida real de su existencia, ni el árbol que
los sostuvo, ni la tierra y los elementos que constituían
su sustancia, ni el clima que constituía su determinabili-
dad o el cambio de estaciones del año que dominaban el
proceso de su devenir— . De este modo, el destino no nos
entrega con las obras de este arte su mundo, la prima
vera y el verano de la vida ética en las que florecen y
maduran, sino solamente el recuerdo velado de esta rea*
144
lidad. Nuestro obrar, cuando gozamos de estas obras, no
es ya, pues, el culto divino gracias al cual nuestra cons
ciencia alcanzaría su verdad perfecta que la colmaría, sino
que es el obrar exterior que limpia a estos frutos de al
gunas gotas de lluvia o de algunos granos de polvo y
que, en vez de los elementos interiores de la realidad
ética que los rodeaba, los engendraba y les daba el es
píritu, coloca la armonía prolija de los elementos muer
tos de su existencia exterior, el lenguaje, lo histórico, etc.,
no para penetrar en su vida, sino solamente para repre
sentárselos dentro de sí.»
Hegel logra sobreponerse a esta percepción melancó
lica mediante una arriesgada y audaz apuesta por el saber
y la autoconsciencia. Por la lucidez:
«Pero, lo mismo que la doncella que brinda los frutos
del árbol es más que su naturaleza que los presentaba de
un modo inmediato, la naturaleza desplegada en sus con
diciones y en sus elementos, el árbol, el aire, la luz, etc.,
al reunir bajo una forma superior todas estas condicio
nes en el resplandor del ojo autoconsciente mismo y en
el gesto que ofrece los frutos, así también el espíritu del
destino que nos brinda estas obras de arte es más que
la vida ética y la realidad de este pueblo, pues es la re
miniscencia del espíritu y exteriorizado todavía en ellas;
es el espíritu del destino trágico que reúne todos aque
llos dioses individuales y todos aquellos atributos de la
sustancia en un panteón, en el espíritu autoconsciente
como espíritu.»
El mito y el rito, el teatro con sus máscaras, la épica
y la tragedia, el culto al sol, la religión de las flores, la
arquitectura lineal y orgánica, la escultura antropomórfi-
ca, todo ese mundo de belleza parece perdido para siem
pre. En la consciencia cómica de la comedia ática crista
lizó el espíritu ilustrado nacido en el seno de la propia
145
tragedia, en Eurípides, de manera que las máscaras des
cendieron del pedestal y rebajaron su estatura hasta
aquélla, humana, susceptible ya de novelarse. Cayeron
las máscaras al tiempo que despuntaba la consciencia
crítica. Fueron heridas de muerte por esa risa del come
diante que constituye el efecto en el alma del decalage
entre la estatura trágico-heroica de la máscara y su ver
dad humana. ¿O no es la risa efecto de verdad, auténtica
verificación? El mundo artístico del simulacro dejó paso
al mundo sobrio de la verdad revelada.4
146
En vez de ese mundo en que el espíritu se reconocía
en la piedra que tallaba, obra del artesano, o en el himno
que cantaba, obra de músico y poeta, surgió un mundo
de otra especie, un mundo transparente al espíritu, un
mundo convertido él mismo en espíritu, subjetivado, his
toriado, humanizado, carente de sustrato físico y senso
rial, hechura del concepto, de la ciencia.
En ese mundo no precisa el dios templos ni estatuas,
ya que el espíritu encarnado en hombres es su propio
templo, su propia estatua.
Ya en la ilustración griega, ya en la comedia ática sur
ge esa primera irrupción de espiritualidad autoconsciente
que en la Ilustración y con la Revolución y el Imperio
termina por implantarse. En ese brote primerizo aparece
alegre y confiada, feliz y satisfecha de sí misma. De un
modo todavía espontáneo y natural arremete con el mito
y con el rito, deja caer las máscaras del teatro todavía
religioso. Con la religión revelada se intensifica un pro
ceso que alcanza su mayoría de edad en ese siglo ilumi-
nista en el que el arte alcanza su verdad en su forzado
Ingreso al panteón: ése que se llama Salón, Museo, ése
que se llama Estética, ése que se llama Arqueología, Cons
ciencia Histórica.
Hegel constituye la melancólica culminación de ese
proceso
147
III. W AG NER: IN C IP IT COMOEDIA *
152
Wagner fue feuerbachiano, creyó en un humanismo
integral que revocaría las viejas tablas de la era de los
dioses, participó activamente en la revolución del 48 en
calidad de activista junto con Bakunín, simpatizando con
las ideas de éste? Wagner se desengañó de estas convic
ciones, abrazando la doctrina pesimista de Schopenhauer.
Wagner fue ferviente nacionalista, alentando el fermento
de ideología pangermana y racista, francófoba y antise
mita que con el nacimiento del segundo imperio empeza
ba a tomar cuerpo. Wagner derivó al final de su vida
hacia un misticismo religioso del que es testimonio su
ópera Parsifal. Wagner, pues, sufrió múltiples conversio
nes, abrazó en su vida múltiples credos, constituyendo
algo así como la superficie de registro en donde la época
dejó caer toda su simiente ideológica. Wagner, en cuanto3
153
a sus creencias, atestigua una naturaleza de carácter pro
teico.
En lo que sigue me ceñiré a este curioso aspecto de
su personalidad para adentrarme en el enredado uni
verso en que le tocó vivir.
II
154
tarse en otros momentos de la biografía del artista en
que se percibe una extraña combinación de fanatismo y
oportunismo en ocasión de cualquiera de sus múltiples
conversiones a tal o cual creencia.* Wagner pasa de una
creencia a otra con enorme desparpajo, reproduciendo
en cada caso idéntica fe de carbonero, con su secuela de
adhesiones y persecuciones. Como señala Hadow, «por
naturaleza era incapaz de respetar o comprender ningún
punto de vista que no fuera el que tenía inmediatamente
frente a sí; pegaba fuego sin remordimiento a lo que
había adorado: era de la raza de aquéllos para quienes
la persecución es complemento y culminación necesaria
de la conversión».6 78
¿Qué explicación puede darse de esta proclividad psi
cológica? ¿Basta cerrar el sumario con la acusación de
duplicidad, oportunismo, combinados con fe ciega de car
bonero, tan fanática como superficial? ¿O se hace ne
cesario penetrar algo más en el móvil vocacional con el
fin de esclarecer y comprender este aspecto de la perso
nalidad de Wagner?
Esa vocación era, a lo que parece, las tablas. Ya des
de niño acusó una predilección apasionada por el tea
tro.* El histrionismo de su personalidad, ese componente
histérico señalado una y otra vez por Nietzsche, debe
considerarse entonces derivado de su misma pasión vo
cacional. La pasión de Wagner por la escena puede expli
car, quizás, que en ella se sintiera en el hábitat más na
tural, más espontáneo, más real, sintiéndose en cambio
155
con frecuencia en los asuntos de la vida real, de un modo
inconsciente, representando un papel. Si pues se creyó
Sigfrido y Parsifal, ello es debido a que los lindes entre
el escenario y la vida real se le borraban con frecuencia,
de manera que hasta su propia identidad quedó de esta
suerte sometida al eterno juego teatral del cambio de
papel y de máscara.* Esa confusión puede percibirse in
cluso en sus amores. Saliendo al paso de la interpreta
ción canónica de la génesis del Tristán, Marcel Doisy duda
que fuese la aparición de Matilde Wesendonk lo que
predispusiera al autor a la creación de la obra de arte,
verificando la afirmación del propio Wagner de que el
arte comienza cuando cesa la vida y la felicidad.10 «Es
156
posible preguntarse en qué medida no será, por el con
trario, el estado espiritual en que le sumergía esa obra
( Tristón) la que influyó en la eclosión de ese amor, del
mismo modo como esta pasión contrariada y su fracaso
final alimentaron sin ninguna duda el desenlace del dra-
Matilde unas cartas que versan sobre este único tema: la subli
mación del deseo vencido en la paz redentora, paz que implica
renuncia, separación, ausencia. Y la trascendencia de ese momen
to negativo en la creación artística, paso previo para alcanzar la
santidad. El arte implica, por consiguiente, el ocaso de la voluntad
de vivir y de la órbita del deseo y de la pasión, su cumplida tras
cendencia en una voluntad creadora de nuevo cuño, más allá de la
pasión, pero asimismo más allá de la muerte. El arte aparece en
la reflexión de Wagner en esas cartas como instancia antitética
respecto a la Naturaleza, cuya fuerza ciega conducente a una
producción y reproducción sin tino y sin oriente queda entonces
trascendida. El arte es, pues, algo antinatural. Lo mismo el verda
dero amor, el amor ganado en la renuncia y en la ausencia: amor
que se yergue orgulloso frente a la fuerza reproductiva y fecun
dante de la Naturaleza; amor por consiguiente estéril. En esa
reflexión, la esterilidad trama una relación esencial con la belleza:
«L a Naturaleza persigue sus fines ciegamente, no se ocupa más
que de la especie, es decir, no quiere más que vivir siempre de
nuevo, recomenzar hasta el infinito. El individuo al que carga
de todos los sufrimientos de la vida no constituye más que un gra
no de arena en esta inmensidad de la especie, grano al que la
Naturaleza puede reemplazar miles y millones de veces...
...La naturaleza no es «sagrada» salvo cuando se eleva a la
serenidad...
...En mí todo es antinatural. Ignoro lo que es la familia, lo
que son los padres, los hijos; mi matrimonio no fue más que un
experimento de paciencia y de piedad...
...La vida, la realidad asume cada vez más la form a del sueño;
los sentidos son enervados; la vista se nubla; el oído que quisiera
ofr la voz del presente no puede percibirla. Donde estamos no
nos vemos, solamente en donde n o estamos se fija nuestra mirada.
Asi pues, el presente no existe; el futuro es la nada...»
Todo lector y conocedor de la obra de ese gran wagneriano
—y schopenhaueriano— que fue Thomas Mann (que sin embargo
mantuvo siempre una distancia irónica e inteligente respecto a
sus maestros) percibirá en el escenario (Venecia) en la problemá
tica (relación entre arte y vida, entre belleza y fecundidad, e n tre
157
ma, que es posterior a la ruptura. Éste es un tema que
podría conducir a un turbador estudio psicológico.» 11
No seria, desde luego, el primer caso de un artista
que organiza su vida desde y a partir de sus creaciones
artísticas, de manera que el sujeto empírico se hallara
sometido a las leyes autónomas del sujeto creador, ver
dadero sujeto trascendental que gobierna y condiciona el
desarrollo de la experiencia. Ese sujeto empírico pasaría
entonces a la condición de personaje, a modo de persona
del drama, siendo entonces ora Lohengrin, ora Tristán,
ora Parsifal, según las necesidades del proceso de crea
ción. En virtud de ese pasaje el creador podría asegurar;
de una manera exitosa, el cumplimiento del imperativo
vocacional y con él la consumación de su obra en todas
sus etapas sucesivas. Las metamorfosis del individuo co
rrerían paralelas o serían consecuencia de las metamorfo
sis de la obra creativa. Wagner habría sido feuerbachiano
en la misma medida en que se identificaba a la vez con
Wotan — el héroe de los tiempos presentes— y con Sig-
frido — el héroe del porven ir;*12 habría sido schopenhaue-
158
riano en la medida en que se desengañaba de este héroe
y de su calidad de «ser de la naturaleza», identificándose
entonces con su heroína Briinhilda, la divinidad despo
jada de todos sus atributos, convertida en ser humano,
pero a la larga desengañada de esa misma humanidad
de la que esperaba su propia redención, que al final del
Crepúsculo de los dioses asciende de nuevo a la casa pa
terna, al Walhalla, sólo que una vez lo ha convertido en
una pira ardiente.13
Pero Wagner habría también trascendido este punto
de vista pesimista en su conversión religiosa y mística
correspondiente al período del Parsifal. Habría, por con
siguiente, seguido en su biografía las leyes autónomas
fijadas por la obra de arte, siendo entonces la creencia
—y su secuela de conversión, renegación, demarcación
entre lo bueno y lo malo, entre lo pío y lo impío— el
efecto o la consecuencia de esa peculiar tiranía de la obra
sobre su «autor». En algún sentido en Wagner — de se
guirse hasta el final esta hipótesis, cuyas limitaciones
explicativas no se me escapan— se habría producido la
inversión de la relación supuestamente normal entFe el
creador y su obra. Se ha dicho con frecuencia que Wag
ner era un perfecto seductor. Cabe decir al respecto lo
que Thomas Mann recuerda en Lotte en Weimar relati
vo a la seducción: el artista, seductor nato, es también
o por lo mismo el gran seducido, siendo la Belleza (cara
159
visible de la Muerte) quien continuamente le seduce.'4
Wagner fue una cabal personificación del seductor-sedu
cido. Y fue su obra misma, su creación, el signo sensible
de Belleza que actuó sobre él como agente de seducción.
Seducido por sus obras, seducido por esos personajes
que encamaba y con los cuales se identificaba, pudo a
su vez seducir y hechizar a los demás con su trato, con
su música. Al igual que el hechicero de que habla Levi-
Strauss, antes de poder encantar e hipnotizar a sus «pa
cientes», debió en algún profundo sentido encantarse e
hipnotizarse a sí mismo, confirmando el mecanismo se
gún el cual se hace posible contagiar a los demás una
convicción, un credo, un fanatismo: sólo el que previa
mente ha conseguido convencerse a sí mismo, persuadir
se a sí mismo respecto a cierta creencia puede, a poste-
riori, convencer a los demás.15 N o es causual que Nieto-
160
sche, en los escritos que siguen a su ruptura interior,
previa a la ruptura exterior, con Wagner, tratara por
todos los medios de escudriñar el mecanismo de pro
ducción y transmisión de las creencias.*16
III
161
acusatorio nietzscheano contra Wagner se perfila a tra
vés de estas caracterizaciones: magia, hechicería, estupe
faciente, anestesia de la voluntad propia y ajena, histrio-
nismo, histeria.1* Términos que sólo pueden resultar pe
yorativos para un alma ajena al universo escénico. En
general, al universo de la ficción.
Esa alma es la del filó s o fo : de Platón a Nietzsche, la
vecindad con el artista resulta para él altamente atractiva
e insoportable a un tiempo. ¿Puede sorprender que en
La República se expulse al artista de la ciudad alegando
su sospechosa vecindad con la mentira y con la produc
ción de simulacros, toda vez que previamente se ha tra
zado una nítida línea de demarcación entre la divinidad
pertinente a la contemplación del filósofo, que es de na
turaleza una y homogénea, simplicísima y purísima, no
contaminada por ninguna mutación, y el falso pretendien
te a la divinidad, ese ser que nunca es y siempre devie
ne, ese ser que no es propiamente ser, carente de sustan
cia, eternamente impuro y variable, sinónimo de simula
cro, de eidola, resuelto en metamorfosis continuas, al que
Platón compara con el personaje aludido de Proteo? w El
artista, congenial a esta figura mítica, encama la figura 1 9
8
162
del embaucador, verdadero mimo del conocimiento, como
el sofista: no es todas las cosas, únicamente las simula,
no conoce todas las cosas, sencillamente las refleja en
un espejo que gira en todas las direcciones.20
Todo el drama de la filosofía platónica, gravita en
tomo al problema de la mediación del Uno con el Todo,
lo én kai tó pán. Las aporías resultantes de esa media
ción aparecen en toda su crudeza en el Parménides: ora
el Uno debe ser negado con el fin de que pueda afirmar
se el Todo, ora, por el contrario debe negarse el Todo con
el fin de poderse afirmar el Uno. En el primer caso, la
totalidad se vuelve insustancial e infundada, lindando con
la condición del simulacro, de manera que la demarca
ción entre sabiduría y engaño, entre filósofo y artista,
entre conocimiento e ilusión amenaza con borrarse. En
el segundo lugar, la Unidad se vuelve mística e inalcan
zable, sumiendo al pensador en la tesitura de una per
secución desesperada de su objeto apetecido y deseado
que jamás tiene satisfactorio colofón.21
N o es casual que Nietzsche retome algunos de los
tópoi más característicos del platonismo con la expresa
finalidad de invertir esa filosofía. Entre ellos, la concep
ción acerca de la connivencia del arte con la mentira, con
la ilusión, con la apariencia, con el mundo de la eídola.
El artista es productor de engaño, es embaucador, es se
ductor. El verdadero artista es Dionisio, dios de las apa-
163
riendas que, parecidamente a Proteo, se resuelve en sus
continuas metamorfosis de rostro, de máscara, de piel.
Verdadero demonio al decir de Nietzsche, para quien el
demonio es fundamentalmente «p iel».22
La figura de Wagner aparece entonces a la vez como
confirmación de estos asertos y como experimenttim cru-
cis de los mismos, por cuanto su naturaleza proteiforme
presenta rasgos ambiguos y sospechosos que lo emparen-
tan, en vecindad peligrosísima, con el dios de las máscaras,
Dioniso y que también lo distancian en algún sentido sutil
y difícil de capturar, hasta el punto de destacarlo como,
el «falso pretendiente» a la titularidad dionisíaca.
Podría incluso pensarse como hipótesis que Proteo
constituye entonces la versión espúrea de Dionisos. Tema
éste que merece cierto rodeo explicativo.
IV
164
la trágica declaración de amor (Cósima, te amo) halla
al fin, ya en plena obnubilación, ese lugar siempre ocu
pado («Y o soy el marido de Cósima Wagner»).232 5De ahí
4
que en las últimas cartas pudiera al fin firmar según su
verdadera identidad, Dioniso. Pero también: Dioniso-cru-
cificado.
Este sintagma — Dioniso crucificado— sirve de índice
explicativo de esa diferencia que buscamos entre el dios
de las máscaras y su peligroso pretendiente, Proteo. En
efecto, Dioniso, como Proteo, cambia de máscara, cum
ple la ley de las sucesivas metamorfosis, pero a diferen
cia de éste cada movimiento, cada pasaje, constituye una
verdadera conmoción que afecta a las entrañas mismas
del alma y del cuerpo del personaje, el cual cambia de
piel dejando a la vez, por así decirlo, la piel.*
De hecho, cada mutación significa una verdadera ago
nía, un verdadero getsemaní, con su secuela de martirio,
tortura, laceramiento, humillación, crucifixión y consu-
matum est. Sólo en virtud de ese torm ento se hace posi
ble la periódica resurrección.2* Sólo ese extremo dolor
posibilita el cumplimiento de la anhelada ley del re
torno.
La sospecha de Nietzsche respecto al artista histrió-
nico, respecto a la naturaleza proteiforme, radica en este
punto: ¿Significa su metamorfosis un verdadero tormen
165
to, o únicamente la simulación de ese torm ento?24 Nietz-
sche, como buen filósofo o pensador, pone sobre el tape
te, como instancia critica y discernidora en este juicio
salomónico sobre el verdadero y el falso pretendiente la
Verdad. Y Verdad es, para Nietzsche, sinónimo de abso
luto tormento. Verdad es lo mismo que dolor, de manera
que la capacidad de verdad que resiste un pensamiento
es igual a la capacidad de dolor que resiste el pensador.
Sospecha respecto a una mutación o metamorfosis que
se produce sin dolor, o con un dolor únicamente simula
do, únicamente representado — dolor del que se cobra un
goce voluptuoso de naturaleza espúrea y decadente, muy
distinto del goce voluptuoso moral, nada esteticista, que
el pensador cobra de su autolaceración.2 27 A la crueldad
6
voluptuosa del imperativo moral del pensador, converti
do en verdugo del sujeto-victima, se opone el goce es
tético del artista histriónico que simula los sufrimientos
en el registro de un morbo placentero en el que lo vivido
166
y lo representado terminan por confundirse.2* Del tablado
heroico del filósofo se pasa, pues, al tablado histriónico
del artista.
Nietzsche quiso ser todas las cosas, pero a sabiendas
de que el pasaje de un modo de ser a otro implica lace-
ramiento y crucifixión. Quiso también saber todas las co
sas: cambió varias veces de creencia y concepción del
mundo, pudiendo distinguirse, en buen escolasticismo, su
periodo romántico, su período positivista, su concepción
del mundo de madurez. Pero cada cambio de piel supuso
antes que nada tortura infligida sobre el espíritu, sobre
el alma, sobre el cuerpo. Wagner, por el contrario, halló
una modalidad histriónica de cumplimiento de ese ideal
humanista y fáustico con el que se sintió tan identificado
167
(en el seno de sus sucesivas identificaciones el propio
Fausto compareció también como personaje susceptible
de encamación y representación).® Cumplió el ideal hu
manista y fáustico en el registro histriónico. No fue to
das las cosas. Sencillamente, las simuló.
Con lo cual atestiguó, en un sentido simétricamente
opuesto pero complementario a la experiencia nietzschea-
na (experiencia que sólo pudo realizar ese ideal, en su
perfecto cumplimiento, en el registro alucinatorio), la
quiebra del ideal humanista.
Pues ese ideal sólo podía consumarse en virtud del
mantenimiento de una relación dialéctica entre verdad y
arte, entre el rol de pensador y el rol de artista, de ma
nera que el pasaje a las tablas y el histrionismo no fuera
en ningún sentido obstáculo para el asentamiento de la
razón en una acrisolada lucidez y sabiduría. Ahora bien,
Wagner no demuestra esa lucidez y autoconsciencia que
hizo sentir al propio Augusto, en sus últimas y delatoras
palabras (nos lo recuerda Nietzsche), la verdad del tabla
do urdido en el curso de su gestión.230 En ningún momen
9
to oímos decirle, explícita o veladamente, Comoedia finita
est, a menos que interpretemos ladina y favorablemente,
en el registro de la parodia y del cinismo, su Parsifal, el
cual, por el contrario, prueba que en los últimos momen
168
tos halló una última manera de esquivar Wagner la ver
dad, a saber, a través del misticismo.31
Por esta razón Wagner, con ser genial, con ser re
presentativo del arte y de la cultura y sociedad de su
época — que constituye el humus fertilizante de la nues
tra— no alcanza auténtica grandeza, no alcanza ese «gran
estilo» buscado por Nietzsche en vano entre sus contem
poráneos.
Gran estilo de un Shakespeare, quien en un famoso
169
pasaje de Hamlet explica con lucidez sin igual la natura
leza del artista, capaz de dar vida en forma de perso
najes a todas las inquietudes y deseos, temores y tem
blores de su corazón. Y que en La Tempestad relata, en
el registro de la ficción, su propia verdad consciente
mente asumida, identificándose con Próspero, verdadero
dominador, como el artista, por medios mágicos y hechí
cenles, de los elementos de la naturaleza, el cual, desde
detrás del tablado, deja que suceda en el escenario un
curso dramático que se va encauzando y torciendo según
sus designios, desvelándose al fin de la obra y retirán
dose entonces de su oficio, en ese extraordinario pasaje
en que renuncia a sus poderes y se despide de la escena,
diciendo poco más o menos lo mismo que Augusto: Co-
moedia finita est.
Wagner, pese a su genialidad, parece más bien del li
naje de quienes al fin de sus días pronuncian otra sen
tencia muy diferente, un poco a la manera de Nerón (qua-
lis artifex pereo!).
Quizás esas «últimas palabras» podrían servir de ín
dice y delación de lo que podría denominarse gran estilo.
En cierto modo clasicismo.
Esas últimas palabras anudan el universo artístico, la
ficción, la escena, con el universo filosófico. Median en
tre la belleza — y su concreción en simulacros— y la
verdad — y su continua voluntad de desenmascaramiento
de simulacros.
Nietzsche intentó hallar ese número áulico fundador
de la unidad arte y verdad, librando al arte de su ca
rácter únicamente mimético-histriónico, librando a la ver
dad de un voluntarismo — como el socrático-platónico—
desconocedor de la verdad ínsita en la obra de arte. De
ahí su búsqueda del gran estilo. De ahí su apuesta por
un nuevo clasicismo que evitara la decadencia del arte
170
(su conversión en obra estrictamente proteica) y el exclu
sivismo de la voluntad de verdad (negadora de la pul
sión artística). Su apuesta por la vida le hizo combatir
la voluntad de verdad schopenhaueriana, tomando el par
tido por un arte que fuese estimulante y propiciador de
vitalidad. Su apuesta por la verdad le hizo combatir un
arte que evidenciaba su naturaleza espúrea al capitalizar
en el registro histriónico-imitativo, por la vía de la iden
tificación, la experiencia de tormento, de calvario indis
pensable para el nacimiento tanto del arte como de la
verdad. Apostaba, pues, por un arte verdadero y por una
verdad artística. Pero su apuesta quedó únicamente como
ideal inalcanzable. N i entre sus contemporáneos ni en sí
mismo pudo realizar materialmente ese ideal.31
171
en algunos momentos supremos (especialmente en esa
obra magistral que es Tristán e Isolda), pero que se halla
falto de la mediación de una inteligencia crítica que do
mine los arrebatos de la inspiración y del rapto. Es, en
este sentido, un arte propio de «aquel gran Carnaval que
fue el siglo x ix », como dice Falla. Carnaval al que le
faltó la mediación racional de un reconocimiento de su
carácter carnavalesco, carnaval que fue tomado por rea
lidad, por norma, y del que sólo pudo cobrarse verdad
en virtud del más absoluto esfuerzo demoledor de la crí
tica: merced a un criticismo disolvente, rayano en el
nihilismo, como aquel desplegado por quienes descorrie
ron el velo de Maya en el cual se anudaba, en buena
tergiversación romántica, el sentimiento y su representa
ción, la acción real y la declamación sobre las tablas.
A través de ese hipercriticismo, más radical que el in
coado por Kant, se descubrió que, tras esa trama de su
puesta realidad, bullía una esencia desconsolada y poco
apetecible, que ora fue bautizada como Voluntad, como
Voluntad de Poder, ora como Lucha de clases, ora como
lucha por la vida y selección natural. Nuestro siglo, a tra
vés del marxismo, a través del psicoanálisis, a través de
la filosofía neopositivista y analítica, ha registrado en el
terreno de la filosofía una experiencia histórica derivada
de ese descorrimiento del velo de Maya: fin del Carna
val, miércoles de Ceniza (como dice Lukács en el Asalto
a la Razón, demostrando por una vez un magnífico sen
tido del humor), comienzo de una cuaresma, culminada
por ese viernes non sanctum de la Primera y de la Se
gunda Guerra Mundial, que ha convertido el Carnaval y
la crítica derivada de la resaca que le ha seguido en ese
«gran manicomio que está resultando el siglo en que vi
vimos», como señala Manuel de Falla.
La tragedia del arte actual en su condición escénica
172
— y esa misma tragedia puede percibirse en el terreno
del pensamiento y, en general, en el plano concreto de
la vida histórica, social y cotidiana— consiste en su bas-
culamiento entre un cumplimiento crispado — y no ro
mántico— del imperativo carnavalesco, propiciador de
un arte en el que definitivamente la razón se anonada y
deja libre al instinto primitivo y a su gesto originario, y
un criticismo anclado que preserva a la razón de la aco
metida del hipnotismo de un mundo fetichizado y en
cantado, aunque a costa de impedirle entonces el pasaje
al terreno de la ficción, al escenario. Carnaval sin me
diación racional, Razón sin mediación carnavalesca.
VI
173
situación, o alguien, un determinado personaje del ta
blado, ejerza sobre el contexto una función verificadora.
Así la criada respecto al Enfermo Imaginario.
En la obra wagneriana, en la tetralogía, el genio del
fuego, Loche, y ambiguamente el propio Wotan — el más
entero de los personajes wagnerianos— ejercen esa fun
ción desveladora: ante su sibilina presencia evanescente
los viejos dioses parecen monigotes rígidos de una esta
tura casi ridicula, desproporcionada a la situación y al
tiempo declinante en que están viviendo y sufriendo. Pero
el relevo de los dioses por el Hombre no significa a este
respecto un movimiento suficiente de verificación: en se
guida muestra Sigfrido su naturaleza de «tigre de papel»,
ya incluso en su lamentable actitud necesariamente in
consciente ante su protector, pero sobre todo en las ri
diculas historias, verdaderas gestas de miles gloriosas,
en que se desenvuelve en la sombría ópera final de la
tetralogía. También el Hombre es pues Máscara: grave
lección verdadera que desprende, como legado, la inmen
sa obra wagneriana. El mismo movimiento que rebaja la
estatura de los dioses en virtud del espíritu de ilustra
ción y comedia se insinúa entonces también respecto a
aquel ser que parece surgir de ese desenmascaramiento:
el Hombre. La antropología querida por Feuerbach, maes
tro incidental de Wagner, como sustitutiva de la teolo
gía, muestra su carácter insuficientemente crítico, reve
lándose como relevo de lo mismo. A los dioses suceden,
pues, los hombres convertidos en dioses. Pero el espíritu
de ilustración y comedia ridiculiza incluso ese nuevo ré
gimen humano. Y muestra que detrás de él existe un
fondo no-humano al que revierte, en el que necesaria
mente cae y decae. Y esa mostración produce nuevamente
risa: el Hombre aparece también como monigote.
En este subsuelo aparece entonces la esencia revelada
174
por el descorrimiento del velo de Maya: voluntad, vo
luntad de poder, dinero, herencia. Allí existe el sujeto y
el objeto del futuro drama, que una vez sobrepasada su
forma trágica y su revelación cómica, puede surgir como
novela: género en el cual no hay dioses ni hay héroes.
Género que presupone el proceso, ya consumado, de ilus
tración, de crítica, de verificación y risa. Género de lo
que propiamente es novela en sentido moderno, irreducti
ble a lo que bajo ese término pudo entenderse antes de la
consumación de ese proceso: género surgido al alum
brarse, como verdaderos protagonistas, Dinero (Balzac),
Herencia (Zola). Género que en Flaubert abre su verda
dero espacio: ya que, una vez revelada la suprema estu
pidez del héroe y de la heroína, su imposibilidad de avan
ce y de formación, una vez quebrado en consecuencia el
esquema mismo de la novela formativa (género arcaico
de novela), el rito de pasaje y aprendizaje que ésta con
lleva, queda entonces un espacio de extravío y de flota
ción en el que hombres y objetos se dirigen a ninguna
parte. Ninguna parte que la novela moderna nombra con
términos reveladores: Castillo kafkiano, Golem, Godot. El
sujeto se vuelve necesariamente errabundo en una ciu
dad en la que las calles no conducen a ningún sitio,
sea esta ciudad Dublín o Ciudad de México.
Wagner, pues, a pesar suyo, aun revelando su indis
ponibilidad subjetiva para la lucidez y la comedia, comu
nica en su obra, en la tetralogía, un proceso irreversible
en el seno de la cultura contemporánea.
Este es, pues, su legado perdurable, su verdad, lo que
hace de él un verdadero contemporáneo: ya que de for
ma indirecta, quizás de forma no consciente, abre el es
pacio sobre el cual se piensa y se escribe, se actúa y vive,
se cree y se deja de creer en esa edad en que no hay ya1
dioses ni semidioses, héroes ni semihéroes, en esa cultura
175
nuestra en la que no hay ya protagonistas: en la que las
calles, al igual que en esa misteriosa y premonitora ciu
dad casi kabalística llamada Praga, nunca llevan a nin
guna parte, quedando como objetivo de cada tramo del
laberinto un nuevo laberinto, apareciendo como yunta
que articula los tramos una figura obsesiva, acaso una
mueca, acaso una carcajada objetivada: la presencia siem
pre diferida del Golem.
Y sin embargo, desde cualquier punto de esa ciudad
inquietante, se percibe la egregia silueta del Castillo. Un
Walhalla desacralizado, convertido en objeto perenne de
búsqueda infructuosa, pero también de parálisis y pe
sadilla. 1
176
IV. NIETZSCHE: DIVORCIO DE ALMA Y CIUDAD
I
179
ma pureza, pero que puede cotejarse también en otros
casos análogos. ¿Será quizás la condición de posibilidad
del ingreso en nuestra cultura de un verdadero pensador,
de un verdadero artista, la retirada de circulación y trá
fico del personaje, de manera que al inmolarse su valor
de cualidad pudiera, con legitimidad, aparecer bajo la
forma desencarnada de un Doble, a la manera de signo
público, comunicable, intercambiable? Podría decirse que
Nietzsche inicia entonces su existencia legendaria, una
vez cumplida su historia, siendo la fecha 1888 ese Rubí-
cón al que, en una de sus últimas cartas, alude explícita
mente.1 La historia se divide en dos mitades, una primera
específicamente histórica, una segunda de carácter legen
dario.1
2 Nietzsche se integra desde ese momento en la Me
moria colectiva, constituyendo un lugar común inexcusa
ble, para unos grito de combate, para otros catalizador
de reflexiones, para todos una obligada referencia. El
acontecimiento que sobreviene el seis de enero de 1888
despereza la atención de los contemporáneos, intrigándo-,
les e interesándoles por el pensador desconocido. Diez
años más tarde inicia su carrera vertiginosa, podríamos
decir irónicamente triunfal, por toda Europa.
Existe, por consiguiente, un doble pasaje del Rubi-
cón, uno que afecta al sujeto Nietzsche como individuo
histórico, otro que afecta al Sosias cultural surgido y de
sarrollado a partir — y quizás también a costa— de la ena
jenación mental del primero. Verdadera vita nuova en
180
una doble faz sospechosamente complementaría en su
carácter paradojal: como internado, como enfermo men
tal, como viajero a través de todos los nombres de la
historia (yo soy el marido de Cósima Wagner, yo soy el
Kaiser);1 como Signo cultural poseedor de una identidad
sólida y fundada, como nombre en boca de todos, como
Inmortal. Doble y paradójico Retorno, asegurador de la
eternidad: Retorno del sujeto carnal Nietzsche en su viaje
a través del anillo del Ser hasta sí mismo, una vez ha
llegado a ser todas las cosas; retorno del sujeto cultural
Nietzsche en su viaje a través de la palabra, escritura y
lectura ajena, a una mismidad rubricada por su carácter
monumental. En un caso el sujeto consuma el retomo
rompiendo todo lazo con la cultura; en el segundo caso
lo consuma rompiendo todo lazo con la naturaleza y con
la historia. Al sujeto histórico se contrapone entonces el
sujeto legendario y mítico.
La crítica debe apurar la sospecha acerca de un víncu
lo de forzosidad entre uno y otro pasaje, con el fin de al
canzar un terreno mediano — acaso el territorio mismo
que a la crítica en propiedad pertenece— entre natura
leza y cultura, entre privacy y publicidad, entre historia
y mito, entre locura y normalidad.
Confirma de esta suerte su carácter siempre media
nero y sacerdotal.3 4
181
II
182
lación del sujeto creador, sea en forma de locura, sea en
forma de muerte, sea en forma de silencio, sea en forma
de renegación o deserción (el caso protagonizado por Rim-
baud) puede alcanzarse la transacción cumplida entre el
carácter social y compartido del sujeto creador y la ca
lidad y verdad del objeto producido».
Tengo perfecta consciencia del carácter lacónico, expe
ditivo, si no decididamente demencial de esta ocurrencia
engalanada bajo la forma de construcción teórica. Pero
encierra quizás alguna semilla de verdad aprovechable
para internarse en la espesa jungla de la cultura actual,
con sus eternas aporías y divorcios entre lo privado y lo
público, la élite cultivada y las masas manipuladas. Por
lo demás, esa cultura actual tiene su arranque, en lo que
atañe a la problemática que tratamos, en esa atmósfera
fin du siécle en medio de la cual vivió, batalló y enloque
ció el pensador que nos ocupa.
Esas aporías, esos divorcios comparecen ya de un
modo abierto y explícito en los escritos de juventud de
Nietzsche, por ejemplo, en la Intempestiva titulada Ri
cardo Wagner en Bayreuth, constituyendo, en todo el cur
so de la obra posterior, un leitm otiv obligado, recurrente,
incluso reiterativo.6
El profundo disgusto del joven Nietzsche, idealista
maravillosamente ingenuo y genial, respecto a la fealdad
de la existencia cotidiana que le ha tocado vivir y al ca
rácter filisteo, inocuo, inculto, bajo y vulgar del público
potencial con el que debe batallar el verdadero artista
—y su aliado y confidente, el verdadero pensador— ad
183
quiere todo su relieve si se tiene en cuenta el carácter
imposible de la pauta desde la cual se está juzgando: una
cultura griega clásica rediviva cuya materialización exige
un matrimonio amoroso — que poco a poco deriva en ma
trimonio por conveniencia— entre el convento de jóve
nes filólogos y el cogollito wagneriano. La emocionante fe
y esperanza de ese joven poderoso e idealista, que com
bina en su carácter los rasgos del predicador, la profun
didad del filósofo presocrático, la iniciativa del educador
(en la m ejor línea del clasicismo alemán), respecto a la
implantación de una nueva edad clásica, de una nueva
Grecia, en la que Wagner debería constituir la cumplida
palimgenesia de Esquilo, resiste en los inicios de la aven
tura, de una manera sorprendente, la prueba dolorosa
de un principio de realidad infinitamente más hostil que
aquel con que Winckelmann y Goethe, Schiller y Hólder-
lin tuvieron que medirse.7 Poco a poco despertará el jo
ven de ese su magnífico sueño dogmático ( E t in A rc a d ia
e g o ), sellando la lucidez cobrada tras la renuncia a los
184
ideales educadores y reformadores de la primera juven
tud con una creciente melancolía.
Sin que ese pacto suponga la renuncia a su papel de
pensador esencial, de corte presocrático. Pero esa hones
tidad y esa veracidad, heredada de Schopenhauer, la pa
gará a precios desmesuradamente altos en comparación
con quienes, en tiempos anteriores a los que le tocó vivir,
en épocas en las que la cultura poseía un carácter más
armónico, menos escindido del organismo social, le pre
cedieron en su experiencia de pensador. Se reconocerá en
consecuencia intempestivo (de anteayer y de pasado ma
ñana), iniciando su peregrinaje como «judío errante» de
balneario en balneario.
Cuando en la Intempestiva dedicada a Wagner traza
el semblante de éste refiriéndose al Holandés volador, a
Tannháuser y a Lohengrin, el lector sospecha lo que a
través de Ecce Hom o se le confirm a: el carácter autobio
gráfico de la semblanza.
La asunción, lúcida y desesperada, de una soledad que
sustituye la compañía de amigos verdaderos por evanes
centes sombras — posteriormente magnificadas hasta
constituir comensales de naturaleza estrictamente míti
ca— modifica sustancialmente el escenario de aquellas
primeras batallas en las que el joven se medía con ver
daderas instituciones (Universidad, Bayreuth), con enemi
gos reales (W ilam owitz), con entidades compartidas, pú
blicas.* Desde el instante en que abandona el mundo ins
titucional, cambiará sustancialmente el área de confron-8
185
tación y de conflicto. No será el ágora — que entretanto
se ha ido convirtiendo en mercado dominado por espú
reos intereses, cuando no manipulado por el monstruo
estatal— el lugar de encuentro y desencuentro con ene
migos reales o potenciales. Del espacio externo de la ciu
dad se efectúa el pasaje al espacio interno del alma del
sujeto. Y esa alma aparecerá entonces bajo la forma de
una fortificación o ciudadela en cuyo interior batallan
potencias en conflicto sin alcanzar acuerdo, por cuanto
cada una de ellas defiende impulsos e intereses contra
puestos, asistiéndose entonces a una sucesión algo caóti
ca de dinastías inestables, cada una de las cuales esta
blece una precaria hegemonía mediante el dominio de
las restantes. Clases, estamentos, bloques — y toda la di
námica de dominaciones, hegemonías, ententes— consti
tuyen entonces el arsenal metafórico que nutre las sutiles
explicaciones del psicólogo, su trato con el océano de
las pulsiones y los afectos, con las virtudes y las facul
tades.9
Pero esa alma carecerá de una auténtica mediación
con la ciudad real, externa respecto al sujeto, rompién
dose de este modo la platónica correlación entre el alma,
con su repertorio de facultades y virtudes correspondien
tes, y la ciudad, con su diversidad de estamentos. Cierto
que en Platón esa mediación se cumplía en la Idea y no
186
en el mundo, pero el logro de la misma hizo posible, a
través de Aristóteles, la segunda mediación necesaria, la
síntesis sustancial de idea y mundo. En Nietzsche queda
sancionada la ruptura entre el orden psicológico del su
jeto y el orden sociopolítico del objeto. Ahora la ciudad
ha sido, por así decirlo, internalizada: convertida en feu
do exclusivo de una subjetividad que sólo metafórica
mente absorbe los atributos de lo objetivo. En cuanto al
residuo de realidad sobrante de ese pasaje a la metáfora,
en cuanto a esas Dinge an sich o ens realissimum que
constituye la ciudad empírica y real — realidad, empina,
«cosa en sí» que a través de la crítica nietzscheana se
alumbra como el área de lo intersubjetivo y acordado—
puede decirse entonces que pierde a los ojos del solitario
su complejidad y su riqueza, apareciendo bajo la oscura
forma de una Masa incolora e indiscriminada, sin ros
tro, sin matiz, de la que sólo se adquiere noticia en tanto
la subjetividad se halle afectada por ella.101Y por cierto
en el modo de una noticia hostil y descorazonadora.
El verdadero conflicto, aquel que merece atención, re
levancia y derroche de energía y de pasión, se juega en
ese escenario interior al sujeto. En él libra el solitario
las batallas decisivas, cada una de las cuales marca un
hito histórico, en las que el sujeto desdoblado sufre su
contradicción interior, ora ejerciendo sobre una parte de
sí mismo un dominio tiránico, un ejercicio sistemático
de la crueldad voluptuosa, ora capitalizando su victoria
mediante actos de adhesión y de exaltación, en verdadera
orgía de triunfo.11
10. El mundo objetivo aparece bajo la figura de una nuda
abstracción: la Masa, el Mercado, el Estado.
11. Sobre el desdoblamiento del sujeto Nietzsche en víctim a y
verdugo de si mismo, el penetrante análisis de Lou Andréas^Salo-
mé, Fréderic Nietzsche, París, 1932. Madame Lou parece seguir
avant la lettre la consigna «cien tífica» de Levi-Strauss: tratar los
187
Los enemigos no son, por consiguiente, entidades ob
jetivas, son las propias cavernas de la ciudadela interior,
sus pasadizos subterráneos, sus abismos, allí donde se
refugia el Adversario que, en forma de demonio de la
pesantez, en forma de contradictor y espíritu de la nega
ción, lanza sus peores ofensivas, ora metamorfoseándose
en enano, ora en topo, ora en mago, ora en el viajero y
su sombra.
Un conflicto se insinúa entonces como el verdadero
y decisivo. Conflicto de Zarathustra con el Demonio que
deja caer pesadas gotas de plomo en su cabeza, insinuán
dole el carácter baldío de toda su voluntad de perfeccio
namiento, impidiéndole romper los lazos que le atan to
davía al planeta tierra. Ese demonio es espíritu de Gra
vedad, es de hecho Fuerza de Gravedad: eso que ata los
pies del profeta impidiéndole bailar, volar, eso que im
pide llamar a la tierra «la Ligera». Constituye el contra
impulso a aquél otro magníficamente acuñado por Ba-
chelard con el nombre de «psiquismo ascensional». Tiene
el elemento tierra como propio, verdadero antípoda del
éter y del Azul, de la cumbre siempre nevada y de la
estrella danzarina.111
2
188
III
189
El viajero y su sombra, representante de la húmeda
y melancólica Europa vieja, tiene de pronto «un viejo
recuerdo» que lo narra en forma de cántico. Remite a
su estancia, cierta vez, en un pequeño oasis entre «las hi
jas del desierto». Una palabra intempestiva aparece de
pronto:
Sela.
Palabra con la que concluyen las dos primeras estro
fas del cántico. Las siguientes concluyen con una palabra
que no por ser corriente en el vocabulario nietzscheano
deja de resultamos sorprendente y sintomática: la pala
bra Amén.
Esa palabra Amén tiene el carácter de una aceptación
— resignada, melancólica, jubilosa, resuelta— de cierto
destino, acaso también de cierto oscuro Pacto:
¡No puedo hacer otra cosa, Dios me ayude!
¡Amén!
N o puedo hacer otra cosa, Dios me ayude: «Expre
sión muy difundida en Alemania y que se atribuye a Lu-
tero, quien la habría dicho el 18 de abril de 1521 en la
Dieta de Worms. Con ella parece haber acabado su res
puesta a la pregunta de si quería retractarse...».15
¿Y qué decir de esas hijas del desierto, Suleika y Dudú,
qué decir del «vientre-oasis», de los «insectos alados», de
las «muchachas-gatos» que aparecen en el cántico? ¿A
qué extraño suceso se está aludiendo desempolvando ese
«viejo recuerdo»? ¿Qué relación existe, caso de existir,
entre este conjunto de referencias que he traído a cola
ción para que el lector, si le apetece, resuelva el rom
pecabezas?
Nietzsche, en cualquier caso, sabía muy bien quién
era su Adversario. No era exterior a su ciudadela inte-
190
rior, en cuyas cavernas y pasadizos subterráneos com
parecía una y otra vez, investido de ropajes siempre cam
biantes.
«Cuando el diablo cambia de piel, ¿no se despoja tam
bién de su nombre? El nombre es, en efecto, también
piel. El diablo mismo es tal vez piel.»16
Piel del cerebro, podríamos decir; piel cerebral afecta
da por extraños insectos voladores, por «hocicos perfu
mados», por «niveos cortantes incisivos dientes». Piel ce
rebral herida por oscuros estigmas, rozada y traspasada
quizás por la embriaguez seductora de las «hijas del de
sierto»...
Ese adversario ganó finalmente la batalla, estampada
en el veredicto médico que dice: «parálisis cerebral».
Desde ese instante las gotas de plomo dejan de ser aci
cate para una superación, obligando a un esfuerzo defi
nitivo, absoluto, en el que el sujeto vence la prueba a
costa de su existencia consciente. El gran mal propicia
grandes y terribles rem edios: un vuelo sin retom o como
esperanza de Retom o.17
191
IV
192
una susceptibilidad singular ante sucesos que, desde un
hipotético punto de vista cuerdo y mesurado, carecen del
relieve que en esas circunstancias se les concede, y un
salto alucinante de la barrera de la objetividad, efectua
do en un clima eufórico y maníaco, que augura la transfi
guración de la debilidad en suprema fortaleza encarnada
por una fantástica Voluntad. Entonces se asistirá a la
difuminación de los lindes que separan al deseo del obje
to, al arco de la flecha, a la flecha de la estrella. En vir
tud de ese acto heroico podrá consumarse la transvalora
ción efectiva y material de todos los valores milenarios,
consumándose el complot universal, la gran política, la
implantación de aquella «ciudad platónica invertida», en
soñada ya en los proyectos conventuales juveniles, en la
que juntos estarán los que más se aman «en las cumbres
más separadas». Y esa implantación logrará rebasar la
imagen especular del doble y de la sombra, atravesará
el espejo, alcanzando, más allá del mismo — en ese más
allá de toda moral y de toda voluntad de verdad— un
espacio nuevo, un nuevo elemento, inaugurante de una
nueva sociedad, cultura, historia. Para que esa trascen
dencia se produzca será preciso el desfondamiento del
sujeto: única condición imprescindible para poder pro
tagonizar todos los nombres de la historia. El sujeto sal
drá del circuito infernal de su inmanencia, renunciará a
su rol de hombre teorético, desertará del imperativo vo-
cacional cuya voz dicta, como deber, la elaboración, pa
ciente y cotidiana, de esa magna construcción teorética
llamada La voluntad de Poder, experimentando entonces
la euforia de la liberación, el aligeramiento de la carga,
quizás también la ingravidez resultante de haber roto la
dialéctica de la vocación y de la deuda: una ambigua
inocencia — ¿una ambigua sensación de deserción, tam
bién?— cuyo afecto inmediato lo registrará como gran
193
euforia. El sujeto tendrá la impresión de ver el mundo
por vez primera, pasándole a primer plano todo aquello
que, hasta el momento, era quizás únicamente instrumen
tal o utensilio: las trattorios, los sastres, los transeúntes,
todo lo que pasa a través de su piel cerebral cobra enti
dad independiente y singular, sin nexo de causalidad o de
finalidad con las entidades vecinas. Esa liberación abre
el espacio del afuera por un instante; pero en seguida es
«repoblado» por la subjetividad. El personaje toma paula
tinamente consciencia de su identidad de «gran señor».
Se sabe al fin reconocido en su calidad de hombre de
mundo y aristócrata. Al modo de Goethe, empieza a com
prenderse a sí mismo como algo más serio, más impor
tante que simple pensador o poeta. Cambia por consi
guiente de vocación.1*
18. Sugerimos, pues, una interpretación del proceso que con
duce a la eclosión espiritual nietzscheana de las últimas cartas a
partir de los conceptos de Vocación y Deuda tal com o han sido
definidos, en el ensayo G oethe: la deuda y la vocación, a través
de una discusión critica de la conceptuación de los mismos por
parte de la analítica existencia! y de sus desarrollos psicoana-
líticos.
Sobre ese «desvelamiento del Afuera», léase la carta a Peter
Gast, Turín, 16 de diciembre de 1888: «...¡A h, mi querido amigo!
¡La cocina piamontesa! ¡Mi tra ttoria j N o tenía la menor idea de
cuán superiores son los italianos en el arte culinario. ¡Y la cali
dad ¡N o en vano tienen la más famosa industria ganadera!...».
Sobre la progresiva autopercepción como «gran señor»: « Hum a
no, demasiado humano se me impone soberanamente: tiene algo
del sosiego de un grand-seigneur». También en la carta a Peter
Gast, Turín, 31 de diciembre de 1888: «N o sé ya cuáles son mis
señas: pero supongamos que sea muy cerca del Palazzo del Quiri-
nale».
Nietzsche, pues, deja de reflexionar y de escribir sobre el
«gran estilo» para comenzar a encamarlo. En general, en las
últimas cartas se percibe el intento desesperado y trágico por
«hacer verdad» todo aquello que hasta ese instante se escribía.
Nietzsche se identifica con la figura de su sueño, el superhombre,
Tuya prefiguración es el uom o singuiare, el noble de la corte de
Luis X IV , Goethe, Napoleón, etcétera.
194
Sólo que entre Goethe y él la historia del mundo ha
dejado heridas y cicatrices. La armoniosa mediación de
gran señor y escritor, de político y poeta, de hombre de
mundo y solitario, ha sido sepultada en la fosa de los
imposibles. Nietzsche sólo realiza aquel sueño juvenil se
gún el cual una nueva cultura clásica, armoniosa, redi
miría a Alemania y a Europa del filisteísmo cultural, de
la necedad y de la vulgaridad, en el patético registro de la
alucinación. Nietzsche no es todas las cosas, como el
uomo universale del renacimiento, como todavía pudo
serlo Goethe. Ni siquiera piensa todas las cosas, al modo
de Hegel (que interpreta al ser como pensar). Sencilla
mente: las alucina.
Y una sola manera aparece entonces como condición
de esa apertura del sujeto al afuera de sí mismo, al ra
dical ser-otro: la inmolación de ese Símismo subjetivo, el
desfondamiento de la subjetividad, la locura.
Nietzsche establece así, en carne viva, el desconsola
do cul de sac de un subjetivismo que quiere alcanzar la
trascendencia. El ser, el mundo y el afuera exige, enton
ces, como condición de pasaje, la locura.
Tal es el verdadero nombre de esa Kehre de la que
tanto se habla en pleno desconocimiento de la experien
cia en que está fundada...
A través de su experiencia abre Nietzsche el horizon
te de vida y de reflexión en el que, lo queramos o no lo
queramos, nosotros, hombres del siglo veinte, nos halla
mos circunscritos: en ese horizonte surge una cultura
que exige, como tributo necesario de pasaje, la inmola
ción, a través de muerte, locura, silencio o renegación,
del sujeto — y su correlativa conversión en signo reco
nocido y compartido— . Artaud, Van Gogh sellan el contra
to mediante el recurso de la demencia, Rimbaud a través
de la deserción, Mallarmée, lo mismo que la vanguardia
195
plástica y musical, mediante el silencio y la página en
blanco, Joyce a través del discurso disparatado, esquizo
frénico, en el que las oscuras palabras «terriblemente in
humanas» por su esoterismo dejan de ser escondidas cla
ves para constituir el texto mismo. Y en justa correspon
dencia con esta connivencia de literatura y cultura con
el Mal, la filosofía inclinará su especialización en las
«form as malditas» de la tabla platónica de las categorías,
el no-ser, la diferencia, cuyos delegados visibles son la
Muerte y la Locura. En consonancia con esa inclinación
teorética, la filosofía emulará el ejemplo nietzscheano en
el terreno estilístico, abjurando de toda voluntad de sis
tema, optando por lo aforístico y fragmentario, ese estilo
perceptible tanto en Wittgenstein como en el último Hei-
degger...
Pero Nietzsche abre algo más: una constelación onto-
lógica de la que difícilmente podemos prescindir a menos
que se nos escape ora la forma ora el contenido de nues
tra reflexión de contemporáneos.
Intentemos asomarnos un poco en este dificilísimo
problema.
196
hegeliano, en el que todavía no se hubiera roto el víncu
lo con la objetividad merced al proyecto de trascenderla
mediante Aufhebung. Ni es tampoco un idealismo subje
tivo que implicara una radical exégesis del esse est per-
dpi. Hablar de Idealismo Alucinante sería insuficiente
por una razón que matiza y precisa el uso que hasta aho
ra se ha efectuado del término alucinación. Esta palabra
no es del todo exacta, pues menta imagen, plasmación
plástica, ensoñación. Ahora bien, en ese crescendo de los
últimos días nietzscheanos parece como si poco a poco
el universo alucinante retrocediera a su Verdad de im
pulso o afecto puro, sin mediación «apolínea» de ningún
orden. El sujeto parece encaminarse a una experiencia
radical de esa Verdad, hasta ser algo más (o algo menos)
que el signo sustitutivo de la pulsión. La retracción crí
tica establecida en el escrito juvenil Sobre la verdad y la
mentira en sentido extramoral, la regresión de la cosa a
representación conceptual, de ésta al signo lingüístico, de
la palabra a la imagen apolínea, de la imagen al elemento
musical (semiología de los afectos), de la música al Caos
primordial de afectos y pulsiones — ese proceso mediante
el cual parece descorrerse el hilo de Ariadna, regresándo
se en ese billete de vuelta de la Metáfora a la Verdad—
ahora deja de ser consideración discursiva y teorética
para llegar a ser acción, experiencia, praxis. Entonces
puede afirmarse que el terminus ad quem de esta regre
sión — verdadera regresión en sentido psicoanalítico— lo
constituye, no el sujeto, que de esta suerte es des-edifi-
cado, sino ese más allá de la subjetividad que bien puede
llamarse materia o ser natural — o para decirlo con pro
piedad, Fysis— en el buen entendido de que ese ser no
constituye una entidad del trasmundo, como el Espíritu,
como la Materia del materialismo metafísico, como la
Voluntad de Schopenhauer, sino la pluralidad oscilante
197
de existencias singulares independientes, las cuales, en
virtud de la ley del Retorno, sustitutiva de la ley de per
manencia de la sustancia bajo los accidentia, alcanzan
una platónica existencia sellada por el anillo de la eter
nidad. Platonismo invertido, no cabe la menor duda. Pero
de todas form as: platonismo.
Se trata por consiguiente de una experiencia ontoló-
gica que trasciende el idealismo, aproximándose a un
materialismo sui generis en el que la ley del Retom o im
pide la dispersión radical aleatoria de las singularidades
finitas, fijando antecedentes y consecuentes a cada giro
del caleidoscopio.
Nietzsche parece entonces afirmar, en un principio,
el infierno de las transmigraciones frente a todo ideal
ascético de ruptura con esa rueda de la necesidad: Nir
vana budista, Idea platónica, Divinidad judeocristiana.
Pero en un segundo momento, que concede al primero
verdadero aliento ontológico, halla la transacción entre el
deseo de eternidad, protagonizado por el ideal ascético, y
la «pasión de vivir», afirmadora de las transmigraciones.
La ley del eterno retom o cumple el pacto entre el prin
cipio de inmanencia y el principio de trascendencia.
VI
198
Poder— y efectúa un cambio vocacional, acaso una am
bigua deserción, acaso un perfeccionamiento de la ver
dadera vocación, según el cual el «pensador» deviene acti
vista, el hombre teorético se convierte en gran señor y
en estratega. De pronto se le transfigura el mundo exte
rior, que por vez primera en muchos años parece ad
quirir relieve y entidad, cobrando significación todo lo
que se cruza en el camino: trattorias, sastres, etcétera.
Poco a poco invade de nuevo el interior sobre este exte
rior desvelado, repoblándolo mediante el recurso a un
proceso de sucesivas identificaciones que hacen a Nietz-
sche firm ar El Kaiser, El Crucificado, Dionisos crucifi
cado... Por último comprende que él es «todos los nom
bres de la historia», verdadera figura sustitutiva del Dios
muerto, el Creador de todas las cosas.
La cuestión de la subjetividad ha desvelado el Afuera.
Pero ese Afuera aparece entonces, ora como sociedad,
cultura e historia alucinada, ora como sociedad, cultura
e historia devuelta al «estado de naturaleza». Entre la
experiencia subjetiva y la experiencia ontológica existe
así una transición inmediata, directa, sin mediación. En
ese «salto» estriba el paso del Rubicón, ese que divide la
historia en dos mitades.
En una orilla del Rubicón, un mundo invadido por la
subjetividad, en la que ésta, al cuestionarse, va enclaván
dose de manera fluida y caleidoscópica de ser en ser, de
cosa en cosa, de nombre en nombre, a través del recurso
de la identificación. En la otra orilla del Rubicón, el ab
soluto desfondamiento de esa subjetividad renacida de
sus propias cenizas cual Ave Fénix: el cuerpo nietzschea-
no pierde el nudo unitario que lo soporta como unidad
e identidad y se desagrega en flujos y pulsiones parciales.
Dos experiencias entrecruzadas: esplendor de un sub
jetivismo absoluto que soportaría la alusión a un Idealis
199
mo Alucinante; desfondamiento del sujeto y consiguiente
pasaje a una experiencia directa, inmediata, súbita con
el ser natural, con la materia. Idealismo del sujeto que
alucina, entrecruzado con Materialismo del objeto que
oscila.
Pero ese objeto es natural y salvaje, es pulsión, afecto,
flujo. Se llega, por consiguiente, a la siguiente situación:
una subjetividad invasora efectúa el pasaje a una objeti
vidad despoblada de todo atributo civil, expoliada de todo
humus fertilizador de cultura. El sujeto se confronta di
rectamente con un objeto natural, sin mediar o moderar
su confrontación con el pasaje a través de la ciudad y
sociedad «de los hombres». Ese objeto natural es, por lo
demás, fúsis desvirtuada, des-animada, naturaleza que ha
perdido toda su fuerza viva y fecundante y aparece, por
consiguiente, nuda de determinación, al modo de simple
hylé, como tierra baldía o desierto. De ahí el patético
leitm otiv nietzscheano: E l desierto crece.
V II
200
convenientemente fundadas. Esa Verdad debe ser llama
da verdad trascendental.
Pero esa Verdad puede evitar su mística evanescencia
— afirmada por las teologías negativas— si se la concibe
dialécticamente como Verdad forzada a aparecer y a ma
nifestarse. ¿Cómo, a través de qué signos, a través de qué
regiones del ser? Podría afirmarse, provisionalmente, que
esa Verdad se manifiesta en dos regiones fundamentales,
internamente vinculadas pero analíticamente discemi-
bles: orden del sujeto y orden del objeto. O si se quiere
decir así: orden psicológico y orden social, cívico. Vol
viendo a la terminología platónica podemos hablar, de
nuevo, del Alma y de la Ciudad. La mediación sujeto-
objeto cristalizaría en un tercer orden al que podría lla
marse Cultura.
Este excursus permite ahora enmarcar los alcances y
los límites de la experiencia ontológica inaugurada por
Nietzsche — de la cual somos nosotros, lo queramos o no,
herederos— . Puede afirmarse que Nietzsche salta de un
pistoletazo, para hablar hegelianamente, de la verdad
subjetiva y psicológica — esclarecida críticamente por él
hasta matices de microscopio— a la verdad trascenden
tal, sin que se perciba un verdadero «ajuste de cuentas»
— que implicaría elaboración, trabajo, praxis— con la
verdad social, pojítica. Ello condiciona decisivamente el
enrarecido pasaje del sujeto al universo de la cultura
— hecho sobre el cual se llamaba la atención al comienzo
del ensayo.
Esta afirmación puede resultar dogmática si no va
acompañada de una confirmación. Ésta se encuentra en
el último período de la vida consciente de Nietzsche, jus
tamente en el pasaje mismo del Rubicón: Al pasarse de
la ciudadela anímica a la ciudadela real, del adentro al
afuera, del interior al exterior, a través de la proclama
201
de complot universal y gran política. La crítica se ve
obligada entonces a bascular entre la sospecha de hallarse
ante el más descomunal subjetivismo y también al mis
mo tiempo, ante un crudo objetivismo en el que, a falta
de objeto real, ora se alucina éste, ora se desfonda, él y la
subjetividad que lo acompaña, en la pulsión pura, en el
afecto puro, en la hylé, apuntando de esta suerte hacia
una vacía trascendencia.
Nietzsche no es todas las cosas: o bien las ensueña
desde la subjetividad, o bien las devuelve a su primera
naturaleza, robándoles su determinación social, política,
civil y cultivada.
Nietzsche intenta, acaso por última vez en la historia
de occidente, realizar el ideal renacentista y humanista
del uomo singuiare y universale, ser todas las cosas, ar
monizar todas las actividades. Repite en su experiencia la
gesta de Fausto, proveyéndose como él del necesario
acompañante (Demonio de la pesantez). Ahora bien, mien
tras el hombre del renacimiento, mientras el propio
Goethe, pudieron materializar ese ideal de clasicismo, en
su vida y en su obra, Nietzsche representa la quiebra cul
tural de ese ideal. Ya no es todas las cosas: sencillamen
te, las alucina.”
19. La filosofía de Deleuz&Guattari ( E l Antiedipo, Barcelona,
1973) se alimenta de la misma confusión de realidad y alucina
ción. De ahí que parezca tener el mismo estatuto ontológico la
producción-deseante de los fantasmas provocados por la química
y la producción-deseante que resulta de un com plejo fabril: la
ametralladora soñada y la fabricada. Al borrarse la diferencia
entre naturaleza e industria, sujeto y objeto, persona y sociedad,
Deseo y Objeto, en esa noche en la que todo es máquina deseante,
termina por confundirse también pensar y ser, objeto pensado
(o percibido, o alucinado) y objeto en-si. Producir mentalmente es,
pues, idéntico a producir en lo real. De ahí que este idealismo
absoluto sólo puede sostenerse presentándose com o materialismo
extremado. Sólo que la materia, lo mismo que la máquina y
la industria, han sido plenamente fantaseadas. En este sentido
202
Señala como condición de cumplimiento de ese prin
cipio humanista el pasaje por la locura.*20
N o es éste el contexto apropiado para señalar, con
detalle y refinamiento analítico, las razones subjetivas
y objetivas, psicológicas, sociales, culturales e históricas
que explican esa quiebra cultural. El interés que ha sus
citado Nietzsche a lo largo de todo este siglo constituye,
sin embargo, la prueba de que en su vida y en su obra
203
se hallan, si no las claves, al menos los signos y los sín
tomas que posibilitarían esa explicación.
Nietzsche no alumbra un nuevo horizonte de reflexión
y de experiencia: establece el horizonte en que vivimos y
pensamos, nosotros, europeos del siglo veinte, en el cual
se desarrolla hasta las últimas consecuencias ese infor
tunio. Tal es nuestro peculiar mal du siécle, que en vano
algunas corrientes filosóficas intentan «transvalorar» me
diante una positivación de esa experiencia negativa en
camada por Nietzsche. La lucidez impide, sin embargo,
hacer de la necesidad virtud proclamando una nueva cul
tura allí donde sólo se percibe la lenta erosión y la pro
gresiva ruina de una cultura milenaria.
V III
204
sencilla inversión estructural del drama en su resolución
nietzscheana para comprender la consecuencia inevitable:
una mala objetividad que se estatuye en portadora de
todos aquellos atributos propios del ideal humanista, ser
todas las cosas, saber todas las cosas. El Estado totali
tario será entonces la forma apetecida por esa materia
carente de determinaciones: será todas las cosas en vir
tud de su control desenfrenado de estamentos e indivi
duos, borrando los lindes entre lo privaao y lo público,
entre lo individual y lo social; sabrá todas las cosas en
virtud de su omnisciente registro policíaco de toda par
ticularidad, imposibilitando cualquier ensoñación privada
del individuo solitario.
En consecuencia, o el alma realiza el ideal humanista
a costa de robar a la objetividad su contenido cívico, o
bien la ciudad lo realiza a costa de saquear todo dere
cho a la soledad o a la privacy. La síntesis alma-ciudad
se produce, en el primer caso, en el registro alucinatorio,
en el segundo, en el «registro» policial.
Rota la mediación entre el orden psíquico y el social,
la cultura bascula entonces de uno a otro de los órdenes
escindidos: ora constituye un objeto manipulable por el
aparato estatal, perdiendo su dimensión crítica y creati
va, degenerando en subcultura, ora se yergue en refugio
de una intimidad crítica y creativa amenazada en su en
traña misma, la cual pronuncia, desde ese precario espa
cio de inmunidad, un discurso crítico respecto a esa enra
recida situación, sin que ese pronunciamiento tenga otro
valor y eficacia que el verbal e intransitivo únicamente
afecto a la minoría copartícipe del mismo sentimiento
de invasión y de soledad.
El rito y el mito, las formas más añejas de toda cul
tura sólidamente establecida, al perder el vínculo de lo
subjetivo y lo objetivo, basculan entre dos formas degra
205
dadas de su milenaria sustancia: o son objetos manipu
lados por el estado, o son reserva idiolectal de la subje
tividad que, al faltar la mediación con lo social, inervan
el somatismo, abriendo el nutrido repertorio nosográfico
delineado por Freud en sus trazos fundamentales.
Tomando la terminología de mi libro La filosofía y su
sombra, podríamos resumir este ensayo con el siguiente
cuadro, en el cual el signo ( + ) vendría protagonizado
por la experiencia ontológica nietzscheana. El signo ( — )
constituiría la sombra correlativa a ésta, aquella otra «o p
ción» que se halla implícita en su filosofía y que, en al
gún sentido, la completa. Ambas constituyen el lugar a
partir del cual se explican una y otra como determina
ciones particulares de una misma problemática. En el
buen entendido de que ésta ha sido planteada por la his
toria, condición de posibilidad de su aparecer en la cons
ciencia y en la escritura.
<+ ) (- )
206
El sujeto se refugia en — El mundo objetivo, con
la privacy (soledad ab figurado por el estado
soluta). totalitario, invade la es
fera privada hasta bo
rrarla.
El momento de la de — La demencia objetiva
mencia (euforia, aluci del estado totalitario ta
nación) borra los lindes cha toda diferencia en
entre lo subjetivo y lo tre lo individual y lo so
objetivo. cial, entre lo privado y
lo público.
Síntesis sujeto-objeto en — Síntesis sujeto-objeto en
el registro de la Locura, el Estado (form a de la
único pasaje a la Ver «mala objetividad»), úni
dad. co pasaje a la Verdad
(del Führer, del Partido
totalitario).
207
V. THOMAS MANN: LAS ENFERMEDADES
DE LA VOLUNTAD *
213
amoroso, hasta hacerle exclamar a voz en grito: ¡Aire
libre, quiero aire libre!
Exclamación que el propio Thomas Mann debía tener
en el borde de los labios cuando, en su vejez, dióse a leer
a Joseph Conrad, ese gran narrador de aventuras espe
cialmente marinas, confesando en la Novela de una no
vela sentirse «com o alemán casi humillado por aquel arte
narrativo, viril, aventurero, lingüísticamente elevado y,
además, profundo en su psicología y moral, de una ca
lidad que entre nosotros (los alemanes) no sólo es rara
sino que falta».
Exclamación que también debió pronunciar para sus
adentros un buen amigo mío, lector asiduo, a la vez amo
roso y crítico, de Thomas Mann, quien, sin haber leído
la Novela de una novela, con lo que no pudo hallar allí
la sugerencia, guardó un buen día todos los libros de
Mann que poblaban su mesa de despacho y encargó la
compra de todas las novelas de Joseph Conrad.
Esa sensación de asfixia que sufre el lector, pero tam
bién, como hemos visto, el autor, la padecen de modo
eminente los personajes de los relatos de Mann, los cua
les, en un momento crucial en el curso de sus vidas, sien
ten también, por lo general, la necesidad de aire y de es
pacio libre. Sienten, en suma, la necesidad de viajar.
¿No son acaso todas esas obras de Mann seductoras
incitaciones del deseo de viajar, analizado con el máxi
mo pormenor, de manera que terminan configurando en
el lector una atmósfera de disposición y tentación espe
cialmente conseguida? El wagneriano Wanderlust-motiv
parece atravesar todas sus obras, reapareciendo una y
otra vez de forma cíclica.
Pero ese deseo parece sufrir muchas veces, en los per
sonajes de Mann, un significativo bloqueo, del que re
214
sultán peculiares transacciones. Quizás la obra misma de
Mann, quizás el rol asumido por Mann de creador, sea
ni más ni menos una de esas transacciones entre el Wan-
derlust-motiv y el bloqueo aludido. Entre la «sed juve
nil de espacio», por usar sus propios términos, y cierta
«disciplina vital» moderadora de ese impulso.
Thomas Mann habla del doble componente, paterno
y materno, de su carácter y de su destino, ilustrando así,
de forma velada y artística, en el ambiguo registro de
poesía y verdad que trasluce el Relato de m i vida — pero
en general toda su obra— un carácter y un destino que
trasciende el de su persona, quizás el carácter y el des
tino de esa Europa que tan entrañablemente se refleja
en él y se deja representar en esos impulsos y bloqueos,
en esas dualidades.
II
215
en la que veladamente se reconocen dedos maternales,
etéreos y voladores, que se fugan por el horizonte, se
ñalando en el movimiento de la fuga una dirección ine
quívoca, transoceánica, localizada allende el Atlántico,
acaso en otro Continente, en el Mediodía. Que insinúan
medio en sueños un nuevo mundo, nuevas playas, nue
vos territorios, con su secuela de aventuras y peregrina
ciones a través de tupidos trópicos, regiones pantanosas,
ríos fangosos...
El niño siente hallarse en un estado que de mayor
ya nunca le abandonará y que de viejo definirá con la
expresión felicísima de «pereza soñadora». Nunca como
entonces sintió tan cerca de sí una felicidad que genero
samente transmitió a sus personajes, a Tony Budden-
brook, a Aschenbach, a Thomas, al narrador de Mario y
el mago, analizando a través de ellos el beneficio y la
maldad que resulta de ese estado de somnolencia que se
produce en la vecindad del Mar.
Del estado descrito deriva, seguramente, un impor
tante leitm otiv que recorre de punta a cabo los Budden-
brook, volviéndose a encontrar una y otra vez también
en obras posteriores. De carácter descriptivo-naturalista,
cumple en la economía del relato una función simbólica
y constructiva (lo cual autoriza denominarlo leitm otiv
en el riguroso sentido wagneriano del término), sirviendo
de rasgo diferencial de caracteres y generaciones. Po
dría llamársele el leitm otiv Ojos Soñadores.
No eran soñadores los ojos del viejo Johan Budden-
brook, ya que le bastaban y sobraban las noches para
entregarse al sueño, sin que durante el día precisara com
pensar los insomnios con una entrega sustitutiva, por la
vía del sentimiento o de la religión pietista, a la ensoña
ción. Entre su fantasía y su acción, entre su deseo y la
plasmación del mismo, había arreglo, ajuste, de manera
216
que la disciplina del trabajo era espontánea y en ningún
momento obstaculizaba el pleno disfrute de los bienes
de la vida.
Ya su hijo Johann, el cónsul, estampa en el rostro, si
bien de manera todavía embrionaria, el leitmotiv. Inicia
su existencia el desajuste entre el elemento vital y la dis
ciplina comercial burguesa. El trabajo constituye para él
un imperativo moral, no fluye por consiguiente de una
manera espontánea de la vida. Exige, a diferencia de su
padre, cuyo primer matrimonio fue un matrimonio por
amor, tanto de él mismo como de sus hijos la inmola
ción «rom ántica» del sentimiento amoroso a la noble
conveniencia empresarial-familiar. Y guarda como sus-
titutivo de ese desembolso un primer relajamiento «so
ñador» de la voluntad: el sistemático cultivo del senti
miento característico de una generación romántica que
gustaba en confundir el sentimiento y la representación
del sentimiento. Y un segundo relajamiento que al con
tagiarse a su esposa acarreará sensibles pérdidas eco
nómicas a la empresa: el desahogo devoto, ese «inform e
resonar de campanas» de la religión del sentimiento.
La generación siguiente acusa el dilema entre un ro
manticismo degradado, convertido en cliché, apto para
todos aquéllos que no han sabido sobreponerse a su «edu
cación sentimental»: las Madame Bovary de una bur
guesía que comienza a declinar; y un lúcido postrroman-
ticismo que rasga el velo de Maya de la voluntad bur
guesa, descubriendo su trasfondo secreto, Lucha de Cla
ses, Dolor y Tedio, Voluntad de Poder...
A esta generación pertenece la irritante, necia, des
moralizadora, inconsciente, encantadora Tony Budden-
brook, que no es nunca capaz de mediatizar, con buena
ironía romántica, su eterna propensión a confundir lo
vivido y lo ensoñado, lo objetivo y lo proyectado, el sen
217
timiento y su representación. Incapaz por tanto de auto-
observarse o conocerse. Y ello por razón del goce insos
pechado que obtiene de esa ceguera y de esa confusión
al registrar su continuo tropezar setenta veces en la mis
ma piedra en la excitante tecla Dignidad. Condenada a
deambular en un punto idéntico, un poco a la manera
del Federico de la Educación sentimental, aunque en un
giro entrañablemente obvio y simplón, Tony extrae siem
pre una plusvalía de Dignidad de su saboreada mala es
trella. En ella aparece, en un registro profundamente
patético, pero nunca trágico, el leitm otiv Ojos Soñadores,
que obviamente describe su fisionomía.
En el registro paródico aparece el leitm otiv en el her
mano Christian, ejemplar paradigmático de bohemio im
productivo y derrochador, prototipo de «oveja negra*.
Sus ojos se extravían decididamente en el terreno de la
ficción, de manera que su propio cuerpo termina por su
frir la influencia de este territorio, anticipando en ello y
en muchos de sus rasgos el nutrido linaje de artistas
que reaparecen en la obra de Mann, de los cuales el más
interesante sea quizás Félix Krull. El mimetismo teatral
que despliega Christian en sus conversaciones, lo mismo
que la inervación somática de la ficción por el conducto
de enfermedades imaginarias, aseguran ese parentesco.
Sólo en Thomas el leitm otiv adquiere acentos verda
deramente trágicos. Pues Thomas no es un homúncu
lo sino un hombre plenamente formado. Unas dotes his-
triónicas evidentes, aunque perfectamente ensambladas
con su rol social, muestran ya desde el principio el des
ajuste entre lo vivido y lo representado, si bien ese
desajuste no se le escapa a su certera lucidez, pudién
dolo controlar y dirigir. Puede afirmarse incluso que
sólo entonces, en virtud de la consciencia del desajuste
entre el vivir y el representar, surge, como principio rec
218
tor, como virtud, pero sobre todo como sistema de de
fensa. la lucidez, ese principio que, en el plano cultural-
europeo, emerge también, de manera cumplida, en esos
tiempos de crepúsculo del sol romántico, verdadero cre
púsculo de la empresa épica europea. N o es casual que
ese despuntar de la lucidez traiga consigo, en el caso de
Thomas, pero también en el contexto general, un verda
dero crepúsculo de las creencias religiosas y de sus dio
ses, creencias que en la generación romántica tuvieron
un último florecimiento, por lo demás nada espontáneo,
por la vía del cultivo del sentimiento.
Ya el padre de Thomas era teatral en sus acciones,
tanto en su actuación enérgica frente al yerno estafador
y ante su hijo, como en su actuación política ante los
amotinados del cuarenta y ocho. Pero esa teatralidad era
inconsciente o semiconsciente, sin que por consiguiente
tuviera que acudir la lucidez en ayuda de una orienta
ción práctica de la vida que no sufría serio quebranto
por confundir realidad y escenario. Era por esta razón
menos «inteligente» en el sentido habitual, es decir, «m o
derno» del término, que su hijo Thomas, quien conocía
mucho mejor que su padre el alma humana y sus recove
cos, quien por consiguiente era mucho más psicólogo.
Y sin embargo era mucho más seguro a la larga en sus
acciones y decisiones que su hijo, tenía mayor «inteli
gencia práctica». No en apariencia, dada la carrera ful
minante de Thomas en sus primeros años, pero sí en
conjunto, ya que el hijo no tardaría en mostrarse un
pésimo corredor de fondo. De ahí su prematuro agota
miento, en parte producido por su excesiva clarividencia
respecto al fatal rumbo de la estirpe comercial y fami
liar. Si al principio la lucidez le fue altamente favora
ble, pronto se convirtió en un serio obstáculo, haciendo
bueno el dicho de Lichtenberg respecto a un ser que, «de
219
tan inteligente que era, no servía para nada». Carecia
además de una fe espontánea en la vida y en el comer
cio, como la que tenía su abuelo, o de una fe sustitutiva,
moral y religiosa, como la que tenía su padre. Fe y es
peranza habían pasado en él, lo mismo que los valores
religiosos — y finalmente también los valores vitales— , a
través del crisol de la lucidez. Thomas significa, a nivel
de historia europea, el pasaje de la Religión a la Filoso
fía, con su secuela de sabiduría desencantada respecto a
cualquier acción. Con el correr de los años, cuando la fa
tiga comienza a abrumarle, el desajuste entre el vivir y
el pensar se escenifica abruptamente, compareciendo ante
los ojos del pensador, en angustioso desdoblamiento,
todo el contenido histriónico de su condición de hombre
de mundo. Thomas pasa largas horas de soledad en su
despacho sumido en lúcidas ensoñaciones y soliloquios
durante la noche, viviendo su existencia diurna, en la em
presa, en el senado, en la familia, con absoluta conscien
cia de hallarse representando un papel sobre las tablas.
Lucidez y consciencia histriónica hallan así su simbólico
reparto entre la Noche y el Día, sin que se alumbre una
mediación moderadora de ambas instancias escindidas.
Esa lucidez hallará al fin, en la filosofía de Schopen-
hauer, que casualmente llega a conocimiento de Thomas,
su concreción textual. Un hilo rojo anuda ese despunte
de lucidez y de mediatación filosófica, esa clarividencia
respecto a lo teatral y a la máscara, ese desengaño res
pecto a todo lo humano, esa pérdida de fe, de esperanza
y de incentivo vital, esa necesidad de liberación a través
de la muerte que se aviva en el encuentro fugaz con el
libro de Schopenhauer. El leitm otiv Ojos Soñadores halla
así, en la Filosofía — en una filosofía hipercrítica, a la
vez extremadamente lúcida y negadora despiadada de
toda vitalidad— su espacio más apropiado. Filosofía de
220
cadente que levanta su vuelo, al modo de la última filo
sofía hegeliana, cuando la vida ha pasado ya, en el ocaso
de la Estirpe.
Y a modo de acompañante obligado de ese vuelo de
la lechuza de Minerva, también el Arte irrumpe, a través
de la música, en la casa de Thomas, de la mano de su
mujer y de su hijo.
Hanno, el pequeño hijo de Thomas y de Gerda, será
el compendio y microcosmos que resume todos estos ras
gos, declinación vital, fiasco de valores, desencanto abso
luto, lucidez a toda prueba, capacidad artística, musical,
desbordante. Mediante un enérgico trazado pone punto
final al libro de la familia de los Budenbrook. Su muer
te en la novela señala el inicio de una nueva historia: la
del propio Thomas Mann, que en esta novela trazó su
propia arqueología.
En Hanno alcanza su cénit el leitm otiv Ojos Soñado
res. Su sucesor, aquél que le sobreviva, el propio Thomas
Mann, reconocerá en sí mismo la presencia de un leit
m otiv hermano, esa «pereza soñadora» a la que hace re
ferencia en el Relato de m i vida. Puede decirse con pro
piedad que los Ojos Soñadores constituyen, en la eco
nomía de una estirpe como la relatada por Mann, un
principio antagónico respecto a la voluntad vital, empre
sarial, cívica, humana, un principio de deterioro y rela
jamiento, una primera semilla o virus que afecta a la
Voluntad, enfermándola de gravedad. Y esa enfermedad
tiene como resultado la Pereza. Esa Pereza que experi
menta Hans Castorp al llegar al sanatorio y en el co
mienzo de su aclimatación al mágico escenario de sus
largas vacaciones. Pero Hans Castorp, en cuyo rostro se
estampa nuevamente el mismo leitm otiv, pertenece a una
nueva estirpe, es un contemporáneo del propio Mann. La
pereza y el ensueño constituye, para esa nueva estirpe
221
— extraña y paradójica estirpe surgida de las ruinas de
la verdadera Estirpe europea— algo diferente que en un
principio exclusivamente maléfico. Constituye una instan
cia crítica de prueba, de formación, de educación, que
permite al educando cierto orden necesario, imprescindi
ble, de experimentos vitales sin los cuales difícilmente
puede hallarse armado para la lucha por la existencia.
La pereza y el ensueño le permiten trabar contacto, a tra
vés del escenario infernal del Sanatorio, con ese compo
nente irracional y demoníaco que, caso de desconocerse,
deja al sujeto desarmado ante su pujanza y atractivo
irresistible.
Con lo cual queda anticipado el carácter ambiguo y de
doble filo de las enfermedades de la voluntad: son, desde
luego, enfermedades, en el sentido negativo y antivital
que obviamente se asocia al término, son por tanto po
tencias enemigas de la voluntad de vivir, aliadas al prin
cipio de muerte. Pero asimismo pueden servir de instan
cias educativas a través de las cuales la voluntad del suje
to pone a prueba su temple y fortaleza. Constituyen, por
consiguiente, verdaderas pruebas rituales a través de las
cuales el sujeto en vías de educación, el sujeto que cum
ple sus «años de aprendizaje», así por ejemplo Hans Cas-
torp, efectúa el necesario pasaje que puede conducirle a
una existencia madura plenamente humana. En este sen
tido debe leerse La montaña mágica como novela educa
tiva ( Bildungsroman) : el sujeto efectúa el necesario pa
saje por el infierno del sanatorio, en el cual sufre el
impacto de todas las tentaciones que ponen a prueba su
voluntad. Se trata, por consiguiente, de un verdadero
descenso al infierno. La montaña mágica, al igual que La
flauta mágica de Mozart, el W ilhelm Meister de Goethe o
la Fenomenología del espíritu de Hegel, constituye la
versión moderna del secular rito de iniciación en el que
222
el sujeto es sometido a pruebas diferentes con el fin de
que pueda llegar a ser «un Hom bre» (ein Mensch zu sein:
tal es el objetivo que persigue Tamino en La flauta mágica
de Mozart).
La pereza soñadora, esa anestesia de la voluntad en
la que el sujeto se desentiende de sus obligaciones coti
dianas, de su actividad, de su trabajo, constituye enton
ces un arma de doble filo que pone a prueba su temple
y su vigor, según si logra salir fortalecido de la prueba o
si perece en ella.
¿Qué es lo que incita a esa pereza y a esa ensoñación,
cuál es el filtro o el preparado que sume al sujeto en
ese estado de relajación de su aptitud volitiva? ¿Qué ten
tación y qué solicitud se le aparece entonces de manera
dominante?
Hemos hecho referencia al Mar, a la Música, hemos
aludido al carácter maternal y femenino de esa música.
Podríamos hablar también del filtro de amor, el erotis
mo, del filtro de la muerte, la enfermedad. Nos hemos
referido asimismo, a viajes, reales o ensoñados, a través
del Océano, por Sudamérica, por Brasil. Hablábamos de
regiones pantanosas y de tupidos trópicos...
III
223
una imagen fantaseada que carece de equivoco posible:
«B ajo un cielo preñado de pesados vapores, se exten
día una región pantanosa de los trópicos, húmeda, fron
dosa, monstruosa, como un caos hecho de cenagales, de
islotes y ríos fangosos.»
Constituye una genialidad psicológica de Mann con
ducir a su personaje no tanto allí donde parece señalarle
la fantasía — una región pantanosa de los trópicos— cuan
to a un escenario marino recoleto, de aguas estancadas
en un mar que tiene algo de estanque, un lugar acorde
con la naturaleza de la aventura y del personaje, con su
edad, con su problemática vital y artística, con ese punto
alcanzado en su carrera en el que ambiguamente se anu
da la apoteosis y la declinación.
Un día se desea viajar, siendo entonces, en un prin
cipio, la idea de viaje, al igual que todo deseo no mo
derado por la razón y el control consciente, indetermi
nada. Pero la determinación escapa en alguna profunda
zona también a ese control, lo mismo que las oscuras
transacciones que efectúa la voluntad con las revelacio
nes primeras que le ofrece la fantasía soñadora.
Hay una honda comprensión en Mann d e la natura
leza primera del deseo al simbolizar su objeto propio y
preferencial a través del Mar, signo plástico y sensible
de lo indeterminado.
El Mar es lo indeterminado: sólo en su engañosa su
perficie puede percibirse cierta ilusión de determinación,
de ritmo, de temporalidad, como en el sucederse de las
olas. De hecho el mar es atemporal. Es, quizás, espacio
sin tiempo.
El Mar se asocia, en la mitología de Mann, con la
música: también ésta deja en el oyente desprevenido y
no conocedor la falsa ilusión de un discurrir temporal,
cuando en verdad, en su esencia misma, es espacial.
224
Por eso llega la música, al igual que el mar, tan pro
fundamente al alma, por eso muerde también ella en la
entraña misma del deseo, revelando a éste su naturaleza
y su aspiración.
Su naturaleza: por cuanto el deseo es, en su esen
cia, atemporal, fundando, más allá de sus súbitos arreba
tos y temblores, un orden de identidad en todas sus re
peticiones. En este punto Mann halla la fuente de sus
reflexiones en Schopenhauer y en Freud (quien fue tam
bién asiduo lector de Schopenhauer).
Su aspiración: por cuanto el deseo puja por volver a
ese estado de reposo absoluto, simbolizado en la eterni
dad — espacio sin tiempo, música liberada de su con
creción temporal, voluntad al fin objetivada— en el que
hallaría al fin su cumplida satisfacción.
Una potencia enemiga se alza, por consiguiente, frente
al Deseo: la compulsión viril, apolínea, a la determina
ción y a la concreción temporal, esa instancia discipli-
nadora que tiene en el reloj de arena — icono recurrente
en la mitología de Mann (recuérdese La muerte en Ve-
necia y el D octor Faustas)— su concreción simbólica.
La conversión del tiempo en espacio: tal es el pro
pósito de alquimista que concibe Adrián Leverkühn me
diante la invención del sistema dodecafónico. Tal es, en
última instancia, la úbris del artista moderno.
Del mismo modo que el curso temporal de los ríos
tiene en el mar su soporte armónico y su irrevocable
cadencia, también la música encierra, bajo las relaciones
in praesentia de su discurrir homofónico, un segundo
plano implícito donde se traman relaciones armónicas
entre intervalos de naturaleza exclusivamente espacial.
El carácter espacial y atemporal de esa mens momen
tánea que es el mar se corresponde, por consiguiente,
con la esencia verdadera de la música.
225
Leverkühn quiere descorrer el velo de Maya que cu
bre con jirones de niebla matutina, a través de la ilu
sión, cálida y sensorial, de la música, esa verdad esencial
que encierra y que constituye su belleza puramente es
piritual, su belleza químicamente pura. Para ello debe
expoliarla del componente sensual y sentimental, del «ca
lor de establo», hasta arrebatarle, en un arriesgado, casi
imposible, tour de forcé, su inexorable yugo temporal,
verdadero núcleo anudador del velo de Maya. En vistas
a ese proyecto temerario inventa su sistema dodecafóni-
co, con la pretensión de componer una música puramente
espacial, única apta para ser leída verticalmente, cuya
obra única y definitiva consistiría en un único y defini
tivo acorde que al pulsarle dejase oír todas las relacio
nes posibles entre los intervalos, desvelando de esta suer
te al ser humano los misterios de las esferas celestes,
arrebatando esos misterios en virtud de un pacto previo
con el Diablo.
Mar, música esencial, espacio sin tiempo compare
cen, pues, como la unidad estricta del verdadero objeto
al que apunta todo deseo. Da igual a este respecto que el
deseo utilice como conducto de su expansión uno u otro
de los componentes del ser humano, el cuerpo, el espí
ritu o el alma. Sólo que ese deseo, cuando irrumpe en
toda su potencia, sin que el hombre pueda o quiera mo
derarlo, tiende todas las veces a efectuar una misma ope
ración a la que bien podemos denominar, con propiedad,
posesión. Posesión de una parte o componente del ser
humano a expensas de las restantes. Esa posesión — po
sesión del espíritu a costa del cuerpo y del alma, pose
sión del alma, a costa del espíritu y del cuerpo, posesión
del cuerpo, a expensas del alma y del espíritu— consti
tuye lo que en rigor debe denominarse pasión. Pasión
no moderada, exclusivista, que ora, como en el caso del
226
Doctor Faustus, toma posesión del espíritu de la vícti
ma, desligándole de los placeres del sexo, ora, como en el
caso de Hans Castorp o de Aschenbach — y en general
en todo caso de enamoramiento absoluto— , toma pose
sión del alma del sujeto, de su mundo autónomo e in
transitivo de fantasía y ensoñación, a expensas de su
inteligencia crítica y de sus apetencias carnales, ora toma
posesión exclusiva del cuerpo, como en el caso de la en
fermedad, estado que dispone al comercio camal de toda
especie, desligándolo del espíritu y de lo anímico.
Con ello hemos trazado el tríptico de las enfermeda
des que acosan la voluntad del sujeto toda vez que éste
sufre la vecindad del mar, de la música, del espacio sin
tiempo, de todo ese universo femenino que bien podría
mos asociar con las terribles Madres originarias que en
un célebre pasaje tientan al Fausto de Goethe.
Frente a ese componente femenino y maternal, pre
vio a la instauración de la ley olímpica reguladora de
los impulsos dionisíacos (y todo deseo es, en su indeter
minación primigenia, dionisíaco) se yergue el principio
moderador, en forma de temporalidad y de razón, en
forma de síntesis goethiana de tiempo y eternidad en el
instante, en forma de acción productiva, en forma de
Poíesis.
Conviene, en lo que sigue, esclarecer un poco más, de
la mano de Thomas Mann, la naturaleza de esa posesión
a la que llamamos pasión no moderada y una de cuyas
más conocidas manifestaciones la constituye el amor-
pasión, el llamado enamoramiento.
227
IV
228
(texto oportunamente citado por Francisco Ayala en su
prólogo a Cabezas trocadas), nos salga al paso de nuestra
dificultad:
«S i hay algo en el mundo moral y sensual en lo que
haya intimado profundamente mi pensamiento a todo
lo largo de mi vida en el placer y en el terror, es la seduc
ción — pasiva y activa— , dulce y aterrador contacto que
viene de arriba cuando place a los dioses: es el pecado
de que inocentemente nos hacemos culpables, culpables
como instrumento suyo y también como víctima suya,
pues resistir a la seducción no significa dejar de estar se
ducido, es la prueba de la que nadie sale airoso, pues es
dulce, y aún como prueba es ya irresistible. Asi gusta a
los dioses enviamos la dulce seducción, hacérnosla sufrir
y comunicarla a otros como paradigma de toda tentación
y culpa, pues la una es ya la otra...» (subrayado mío).
Poco después Goethe, en el mismo célebre monólogo
del capítulo V II, llama al poeta «e l muy tentado, el se
ductor y muy seducido».
N o es casual que Aschenbach, el escritor, el creador
— y por lo tanto el seductor y el muy seducido— tenga
presente en sus reflexiones aquellos textos del Pedro pla
tónico en los que se examina tan profundamente la seduc
ción. Seducción que en el Fedro y en la reflexión de Goe
the viene «de arriba». N o es un sujeto empírico, Tadtzio,
Lotte o Rudi, el seductor: ese sujeto es el médium del
que se vale una divinidad a la que en propiedad debe
llamársele Belleza.
Divinidad bifronte: detrás de ese rostro de Belleza es
conde otro rostro más circunspecto, igualmente terrible.
Ese rostro es la Muerte.
En su bello ensayo sobre el matrimonio, Mann cita al
respecto los siguientes versos de Von Platen:
229
«Quien contempla la belleza con sus ojos
se ha sometido ya a la muerte.»
230
«E n donde impera el concepto de la belleza, allí paga
el imperativo de vida su incondicionalidad. El principio
de la belleza y de la forma no procede de la esfera de la
vida. Su relación con ella es, a lo sumo, de naturaleza
altamente crítica y correctiva. Con orgullosa melancolía
está enfrentada con la vida y, en lo profundo, está vin
culada con la idea de la muerte y de la esterilidad.»
Es sintomática esta separación thomasmanniana de la
Belleza y la vida. Puede decirse que en la estética de
Mann, el camino de Eros, que en el Banquete platónico
conduce a las nupcias con la Belleza, no se culmina en
la producción de obras bellas. Ese contacto no es, pues,
como en Platón, fecundo y propiciador de nuevas formas
de vida. Eros y Belleza ya no tienen, por consiguiente,
descendencia. Lo que resulta de ese contacto al cual
conduce el camino que lleva de Eros a la Belleza es, por
el contrario, la esterilidad. Con ello Mann ha conceptuado
de un modo profundo y sutil el giro antiplatónico del arte
y de la estética contemporánea.
En efecto, parece como si ese arte y esa estética desa
rrollara otro pensamiento platónico que, en algún senti
do, se contradice con el anterior. A saber, la idea de que
la Belleza y el Bien (que para Platón son la misma cosa)
constituyen una instancia trascendente e inalcanzable que
el sujeto, poseído por Eros, únicamente aprehende si pe
rece en tanto que sujeto. Esa belleza, ese Bien se halla,
como dice Platón, «más allá de la esencia», epekeina tés
ousías. Sólo, pues, a través de la muerte, de la locura, de
la enajenación de sí mismo puede el sujeto acceder a
esa instancia que constitutivamente le trasciende.
Entonces sólo se abre un camino al artista moderno
para poder acceder a la fecundidad: el pacto con esas
potencias del más allá, el pacto con el diablo. Surge así
un arte paradójico en su entraña misma, por cuanto
231
parece afirmativo de la vida, en la medida en que se
concreta en obras, pero que en verdad es negativo, pues
sólo a través del pacto con el diablo logra sobreponerse a
la condena que pesa sobre él, la esterilidad.
El D oktor Faustus constituye la confirmación de esta
reflexión. La cual nos conduce mucho más allá del tema
que aquí nos ocupaba. Inevitablemente nos lleva a una
reflexión de alto vuelo sobre la estética contemporánea y
su contraposición con la estética clásica. Pero esta re
flexión sólo puede quedar insinuada, pues excede con
mucho el propósito de este texto.
Podría resumirse del siguiente m odo:
En el Banquete platónico se escenifica un rito a través
del cual el sujeto, en vías de formación, accede, a tra
vés de la posesión amorosa, al contacto con el Bien y con
la Belleza. Como en todo rito de esta índole, el sujeto va
pasando por numerosas pruebas a través de las cuales
avanza hacia su objetivo. Ahora bien, este objetivo es ex
tremadamente ambiguo.
Si nos atenemos al texto del Banquete, parece que el
sujeto alcanza al fin una mediación cumplida de Eros y de
Belleza de la que resultan obras bellas. El contacto con
la belleza es fecundo.
Si, en cambio, tomamos en consideración aquel pa
saje de La República en la que Platón señala que el Bien
se halla «más allá de la esencia», parece como si ese pri
mer pensamiento quedara puesto en cuarentena. El con
tacto con la belleza sería entonces destructivo para el su
jeto. Este se anonadaría en la unidad mística sin que pu
diera mantener firme su estabilidad sustancial. De esa
unión no podría resultar obra alguna. El resultado de
esa unión sería necesariamente la muerte o la enajena
ción.
Puede decirse entonces que el arte moderno se espe
232
cializa en este segundo pensamiento platónico, de manera
que sanciona el divorcio entre belleza y vida, entre e r o
tismo y fecundidad. Sólo a través del conjuro de las p o
tencias negativas, del Diablo, puede entonces acceder a
una fecundidad ambigua y en cierto modo espúrea.
Mann, en cierto sentido, desarrolla y escenifica esta
reflexión: sólo que, no contento con el recurso al Pacto
con el Diablo, indagaría el modo de enlazar la problemá
tica real, fáctica del arte moderno (acorde con el segundo
pensamiento platónico) con el ideal clásico, que reconci
lia el arte con la vida, ideal que en la figura del Goethe
de Lotte en Weimar halla su última concreción.
Para conseguir esa difícil conjugación, hace de la «vía
negativa» una vía de pasaje y de prueba. La Belleza divor
ciada de la vida no es entonces un objetivo sino un me
dio, no es un fin sino un camino, no es punto de reposo
sino lugar de peregrinaje.
Ello explicaría en general la significación que tiene
para Mann toda enfermedad de la voluntad, siendo el
amor-pasión un ejemplo al respecto. A diferencia del ar
tista moderno, para quien esas enfermedades constituyen
objetivos que le tientan y que terminan por fascinarle y
seducirle, sufriendo una auténtica «tentación del abismo»,
una auténtica Todeslust, Mann intenta evitar ese camino
del arte y del espíritu, integrando sin embargo la capa
cidad educativa que posee. Lo que para el artista moder
no es objetivo pasa así a la condición de prueba. Prueba
en la que la voluntad del sujeto puede salir fortalecida
o destruida.
233
E P IL O G O
235
De hecho, este texto apunta hacia futuros textos, en
los cuales necesariamente se deberán apurar algunas hi
pótesis, se deberán aducir nuevas pruebas a las ya for
muladas. Pero apunta sobre todo a una posible construc
ción de carácter más sistemático, más trabado, más cohe
sionado, en la que las ideas aquí sugeridas aparezcan
plenamente conjuntadas y desplegadas.
Se trataría de una posible estética fundada en una po
sible epistemología y ontología.
Esa estética deberá anudar los conceptos aquí esbo
zados ( Eros y Poíesis, Alma y Ciudad, Arte y Sociedad).
Deberá asimismo construir con detalle el movimiento de
esa estructura conceptual, su historicidad inmanente. De
berá, por consiguiente, explicar la lógica que determina
la modalidad de relación entre esos conceptos polares, su
nexo dialéctico o su escisión y ruptura.
Esa epistemología deberá pensar la relación entre los
términos Sujeto y Objeto, evitando desviaciones subjeti-
vistas e idealistas, apuntando a una ontología que esta
blezca el primado del ser sobre el pensar.
De momento esta construcción es, todavía, proyecto.
Y los próximos objetivos procurarán sentar firmes las
bases de ese proyecto. Se tratará, por consiguiente, de
ampliar el campo de experiencia a través de nuevos tan
teos y ensayos. Sólo a partir de una base empírica exten
sa e intensa será quizás posible hacer brotar los con
ceptos. Sin un sólido agarradero en la experiencia éstos
son vacíos y formales, carentes de sustento y de premisa.
Pero es ley interna al desarrollo de la cosa la formación
de conceptos reales, verdaderos principios inmanentes a
la experiencia. Sólo que esa formación es larga y costosa.
Exige años de aprendizaje y andanzas. Exige Tiempo.
236
INDICE
P ró lo g o .................................................................... 9
Segunda parte
De Goethb a T homas M a n n .................................... 85
Epilogo 235
E l artista y la ciudad constituye una incursión en algunas de las figuras
más significativas del pensam iento, del arte y de la literatura europeos,
desde sus orígen es griegos (P la tó n ) hasta el R en a cim ien to (P ic o della
M irá n d o la ), y desde el clasicism o alem án (G o e th e , H e g e l) hasta el
b in o m io W a g n er-N ietzsch e, que tanto in flu ye en la n ovelística de
T h om as M an n (ú ltim o personaje c o n v o c a d o en este ensayo). A través
de esos ensayos insisten, a m o d o de «m o tiv o s con du ctores», los temas
que dan trabazón al libro: las tensas relaciones entre el d eseo y la
realidad, entre el alma y la ciudad, o entre el arte y su ob jetivación en
la sociedad. D e este m od o, a contraluz, va E u gen io Trías filtran d o su
propia con cep ción sobre estos temas filosóficos. E l artista y la ciudad
fue galardon ado con el P re m io A n agram a de E nsayo de 1975. E n esta
tercera e d ició n aparece con un p ró lo g o escrito para la ocasión.
9 'S 4 3 3 91 4 7 1 2