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Eugenio Trías

El artista y la ciudad

COMPACTOS ^ ANAGRAMA
Eugenio Trías

El artista y la ciudad

EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
Diseño de ¡a colección:
Julio Vivas
Ilustración: fragmento del retrato de Guido Riccio de Fogliano.
Simone Martini, 1315-1344, Palazzo Pubblico de Siena

© Eugenio Trias, 1976


© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A.. 1997
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona

ISBN: 84-339-1471-5
Depósito Legal: B. 6852-1997

Printed in Spain

Liberduplex. S.L., Constitució. 19,08014 Barcelona


El día 10 de diciembre de 1975, un jurado
compuesto por Salvador Clotas, Hans Magnus
Enzensberger, Luis Goytisolo, Xavier Rubert de
Ventós, Mario Vargas Llosa y el editor Jorge
Herralde, sin voto, otorgó por mayoría el IV
Premio Anagrama de Ensayo a la obra de Euge­
nio Trías E l artista y la ciudad.
Resultó finalista E l o jo de Buñuel. Psicoaná­
lisis desde una butaca de Femando Cesarman.
PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN DE
EL ARTISTA Y LA CIUDAD*

Preparé este libro después de una estancia de un año por


América Latina, por Brasil y por Argentina, que tuvo para mí
cierto carácter de viaje iniciático. Lo comencé a través de la
extensa geografía brasileña, junto con mi hermano Carlos
Trias y su mujer, Cristina Fernández Cubas. Después de
cuatro meses itinerantes me asenté durante ocho meses en
Buenos Aires, cuando esta ciudad era todavía el gran Buenos
Aires que luego la dictadura militar destrozaría de forma ig­
nominiosa.
Guardo un recuerdo indeleble tanto del viaje brasileño
como de la estancia en Argentina. Era mi intención prolon­
gar más tiempo la estancia. Tenía incluso propuestas de dos
espacios universitarios para permanecer allí. Pero ya los
últimos meses de mi estancia se insinuaba lo que al final
aconteció: los primeros actos de una tragedia colectiva.
Poco después, muchos de mis amigos porteños de entonces
iniciaron la inevitable emigración.
No me fue fácil reintegrarme en el marco español, toda­
vía sometido a los últimos estertores agónicos de la inaguan­
table y «eterna» dictadura franquista. Por eso quise sublimar

*La primera tuvo lugar en 1976 y la segunda en 1983, ambas en la


colección Argumentos. (N. del E.)

I
mi retomo, en E l artista y la ciudad, mediante un reencuen­
tro con las más puras esencias de la cultura (artística, litera­
ria y filosófica) europea.
Éste es, de todos mis libros, el que se afirma más rotunda­
mente en esa identidad europea; sólo que lo hace a través de
la transferencia que permite la interpretación de algunos de
sus más significativos episodios: la tradición platónica, que
llega hasta el Renacimiento italiano, y la gran tradición
cultural clásica, romántica y moderna alemana (Goethe, He-
gel, Wagner, Nietzsche, Thomas Mann). Grecia, Italia, Ale­
mania: los ejes principales de mi identificación con Europa.
A través de ese experimento fui poniendo a prueba algu­
nas categorías platónicas que me han sido siempre muy que­
ridas (la concepción del eros formativo y plasmador, capaz de
objetivarse en el mundo cívico, la concepción de la poiesis
como creación productiva; la mediación de ambas concep­
ciones; la correlación del Alma y de la Ciudad de La Repúbli­
ca). No en vano había iniciado mis pasos universitarios con
una tesis de licenciatura sobre el «alma» y el «bien» en Platón.
Me interesó seguir la pista de estos conceptos a través del
tiempo, tomando como ocasión las figuras de filósofos, lite­
ratos y artistas antes citados. El libro resultante responde,
como se dice al final del mismo, al género «ensayo». Pero
todo él está atravesado por una pretensión, todavía tentativa
y experimental, por formarme ciertos conceptos con vistas a
una aventura más estrictamente filosófica (en la cual la
trabazón de los conceptos es ineludible). Sólo que en este
libro esos conceptos todavía se hallaban en estado de prueba
y experimentación.
En cierto modo este libro forma pareja con otro que
escribí antes que él, Drama e identidad, escrito antes del
viaje por América Latina. En ambos inicié una incursión
decidida en mis propios temas. A través de ellos marqué
distancias con mis primeras publicaciones, todavía muy mar­

II
cadas por mis años de aprendizaje filosófico, y por influencias
alógenas (especialmente francesas). A través de estos dos
libros me fui familiarizando con mi propia forma de pensar.
Drama e identidad es, de todos modos, un libro más
desgarrado, marcado por «el signo de interrogación», en el
que está muy presente el trasfondo trágico que recorre toda
mi filosofía. E l artista y la ciudad, en cambio, es un libro de
corte más clásico. Algunos lectores míos consideran que,
independientemente de su valor intrínseco, rezuma cierta
frialdad. Es posible que sea así. No se halla en él en carne
viva el pathos de otros libros míos (como el paradigmático
Tratado de la pasión). Pero bajo su estilo y escritura equili­
brados, o apolíneos, llenos de efectos distanciadores, laten
contenidos de alta temperatura. De hecho es un libro trans-
ferencial, en el que a la vez me proyecto en las figuras que
interpreto, y marco también, a través de ellas, distancias
conmigo mismo.
En un tiempo en que el estamento pensante español se
debatía en los hastiantes litigios entre la escolástica marxista
y la positivista o analítica, y en que los intelectuales del país
rivalizaban en jergas de importación, sin preocuparse por la
aventura ensayística y el estilo, y sin atreverse, bajo palabra
de honor, a la funesta manía de pensar por ellos mismos
(desasistidos de andaderas de importación), estos libros
míos, y en particular El artista y la ciudad, marcaban una
importante inflexión. Pero como el colectivo filosófico-
intelectual carecía entonces (y en parte sigue careciendo) de
ese sexto sentido que se necesita para saber leer, se intentó
reducir mi aventura de entonces (años setenta) al cómodo
rótulo de «filosofía de la cultura».
A la larga, esta tentativa mía orientada hacia la aventura
ensayística como preparación de una aventura filosófica
propia comenzó a fructificar. En los años ochenta estos
ensayos míos comenzaron a ser comprendidos por una mi-

III
nona consistente. He de decir, a este respecto, que por
fortuna para mí los mejores lectores han sido, sobre todo,
extra-gremiales: poetas, artistas, psicoanalistas, gente de le­
tras, juristas, etcétera. Salvo importantes excepciones he
recibido muy poco de mi propio gremio filosófico. De haber­
se limitado a ese gremio la recepción de mi obra hace
tiempo que hubiera decidido dejarla inédita.
En los años ochenta iniciaba mi propia aventura filosófica,
en la que estoy ahora inmerso. En ella, el ensayismo ha sido
parcialmente abandonado por exigencias de la exposición de
una filosofía que debe llamarse, propiamente, filosofía del
límite. Eso no significa que no siga cultivando en el futuro el
género ensayístico. Pero actualmente me ha pasado a primer
plano la necesidad de exponer del mejor modo que puedo la
idea filosófica que se me ha ido formando en los últimos
años, la que he ido desarrollando a partir de Filosofía del
futuro y de Los límites del mundo hasta La edad del espíritu.
Hasta Los límites del mundo no había encontrado mi pro­
pia «piedra angular». Como suele suceder, esa piedra era una
«piedra desechada» por la tradición moderna: la noción de
límite (encontrada en Wittgenstein, en Kant, en el Idealismo
Alemán). Mi operación filosófica ha consistido, desde enton­
ces, en seguir la consigna evangélica («la piedra desechada
se convertirá en piedra angular»). Me atreví a pensar esa
noción de límite en términos estrictamente ontológicos.
En libros como E l artista y la ciudad, lo mismo que en
Drama e identidad o en el Tratado de la pasión, parece como
si estuviera emergiendo todavía en forma magmática lo que,
en su momento, pudo ser articulado en razón del hallazgo de
dicha piedra angular. Constituyen los complejos preparati­
vos de una aventura filosófica que sólo a partir de Los límites
del mundo comenzó a reconocerse a sí misma.

Barcelona, octubre de 1996

IV
PROLOGO

Si algo parece repugnar la sensibilidad actual es cual­


quier forma, explícita o velada, de centralismo, con toda
su secuela de corrupciones: violentación de las llamadas
unidades naturales, homologación artificial de las partes,
consiguiente esplendor de burocracia y papeleo. Esa re­
pugnancia tiene en la esfera de la política su expansión
propia y natural, su espacio acostumbrado y caracterís­
tico. Pero la repugnancia no es sentimiento fácilmente
contentadizo: tiende a desplegarse también, en el caso
referido, por otros territorios, pronunciando siempre idén­
tica protesta cantonalista.
Uno de esos territorios recientemente saqueados por
principios saludables de dispersión y descentran) iento es
el libro, la Unidad Libro, ese objeto cultural que, por pre­
siones externas (las necesidades editoriales), efectúa una
artificial unificación de cierto objeto espontáneo y na­
tural llamado Texto. La tendencia cantonalista, como sue­
le suceder siempre que esa dialéctica se deja a su propio
impulso, ha cuestionado también otras segundas unida­
des : la unidad capítulo, la unidad párrafo, la unidad fra­
se, la unidad sílaba. El resultado de ese despropósito ha

9
sido, necesariamente, el balbuceo, la transcripción del
ruido, la promiscuidad de escritura y garabato, la página
en blanco...
Se sigue en este libro un criterio moderado entre esas
dos tendencias extremadas. Y a que en el mismo no se
mantiene, desde luego, la Unidad Libro tradicional, como
tampoco se mantiene la Unidad Capítulo. N o puede de­
cirse que a través de sus páginas se vaya desarrollando,
paso a paso, una Tesis nuclear, a la que se ordenan je­
rárquicamente varias tesis secundarias. Pero tampoco pue­
de decirse que se trata de una recopilación ad hoc y a
posteriori de ensayos distintos surgidos en tiempos y en
espacios diferentes. Se trata de un libro pensado unita­
riamente como libro de principio a fin. Pero se trata tam­
bién de un libro que ordena el material textual de una
forma diferente a como suele ordenarse tradicionalmente.
Se mantiene, pues, un principio inflexible de unidad, fren­
te a toda ceremonia de dispersión cantonalista. Pero se
preserva un inflexible principio de autonomía, frente a
todo liberalismo decimonónico. El resultado de la com­
binación de ambos principios es un libro de ensayos en­
trelazados en los que recurren varios temas a modo de
motivos conductores. Y esos temas siguen un curso bio­
lógico, lo mismo que la sucesión de los ensayos o que el
libro tomado como totalidad: nacen, se desarrollan, cul­
minan, mueren; se expolien, varían, se recapitulan. Ya
en Drama e identidad ensayé esta metodología tan «wag-
neriana», sólo que pudo permanecer oculta para muchos
ya que Cautela, virtud a la que a veces conviene prestar
atención, me sugirió al oído la conveniencia de probar
sin revelar. Por esa razón inventé un tema gigantesco,
con todas las trazas de una Tesis Nuclear (la distinción
entre Drama y Tragedia) con el fin de ocultar un proce­
der que sólo en la introducción, veladamente, sugería.

10
En este libro, en cambio, no hay Tesis Nuclear. Subsis­
ten solitarios los motivos conductores, sólo que entrela­
zándose, coordinando, contrapunteando, insinuando trata­
mientos fugados, etcétera.
Por todas estas razones puede el lector iniciar su lec­
tura por donde le interese, puede leer los ensayos con
independencia; pero bueno es que sepa que, así leídos,
siempre le dejarán, creo, insatisfecho; ya que se ha pro­
curado dejarlos en suspenso, concluirlos en un acorde sin
resolver. Motivos realistas me llevan, sin embargo, a su­
poner que habrá lectores que desoigan lo que estoy ahora
indicando; y por esta razón he dado pistas redundantes
en las notas a pie de página. En cuanto al uso que he
dado a las Notas A Pie De Página, he invertido el méto­
do de Drama e identidad, donde las eliminé sencillamen­
te. Aquí he utilizado un recurso tan académico, tan no­
toriamente vacío y pedantesco, para darle un sentido de
otra naturaleza: producir un contra-texto, más apretado,
más seco, más filosófico, que trama con el texto «d e en­
cima» (más novelesco) una relación como la que hay en­
tre el bajo cifrado y el discurso melódico.
Deberá el lector, por consiguiente, leer el libro de
principio a fin, pero también de «arriba» a «abajo», en
horizontal y en vertical, si quiere penetrar en todos sus
escondites. Sé que para muchos resulta ingrata la in­
terrupción de la lectura sucesiva con notas sistemáticas.
Muchos no saben si seguir o si interrumpir el relato. No
seré yo quien les resuelva esa duda. Buena cosa es dudar
sobre eso que nos da placer. Pues el placer es, muchas
veces, el eufemismo de una rutina.

11
II

Entonces, ¿sobre qué versa este libro, qué es lo que


intenta demostrar, cuál es su idea central y su hilo con­
ductor? Preguntas que, obviamente, deben quedar en sus­
penso, por razón de que presuponen cierta idea acerca
de la Unidad Libro que en este texto se halla sobrepasa­
da. Cabría quizás, de todos modos, conceder en una in­
troducción algunas pistas que orienten al lector a entrar
en el laberinto, de manera que se le agudice el interés
por la aventura. Y en consecuencia, sería pertinente acaso
avanzar algunas de las hipótesis que aparecen aquí y allá
de una manera dominante, sirviendo de nudo argumen-
tal. Sólo que éstas, como se ha sugerido, son varias y
están entrelazadas, siendo el nudo argumental el resul­
tado de esa urdidumbre, el texto mismo. Dar un inven­
tario de motivos conductores me parece una pedantería
insufrible. En cuanto a resumir brevemente la historia
relatada, el curso de la cosa, creo que supondría infrin­
gir el principio exigido siempre por el lector: su derecho
a la intriga. Por todo ello reprimo también esta tenden­
cia, con lo que anulo definitivamente el sentido y la fun­
ción de estas páginas introductorias, que parecen estar
escritas como justificativo de su propia y necesaria inani­
dad. Pero acaso merezca el lector, cuando menos, ciertas
explicaciones respecto al título que se ha dado al libro,
puesto que, como buen libro que es, el presente lleva
también título. Sólo diré al respecto que, en el posible
inventario que he efectuado de motivos conductores, era
el titulo elegido el que anudaba un número mayor de hi­
los arguméntales. Me decidí por él por razones estadís­
ticas. Y sobre todo por razones estéticas: era, de todos
los que pensé, el título más eufónico. Era, además, el tí­
tulo de uno de los ensayos primeros. Y los ensayos pri-

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meros, los que constituyen la primera parte del libro,
son fundamentales en el sentido de que fundamentan los
restantes, ponen las bases centrales de lo que, en la se­
gunda parte, constituye algo así como una «libre varia­
ción». También me gustaban como título los que lo eran
ya de los otros dos ensayos primeros: La producción y
el deseo y E l hombre, semejante a Proteo. Pero me de­
cidí por el primero por razones de orientación general.
De hecho, los tres títulos conjuntados obvian cualquier
consideración introductoria sobre hilos arguméntales.

13
O R IE N T A C IÓ N M E T O D O L Ó G IC A

Conviene aclarar, sumariamente, la metodología em­


pleada, el enfoque y perspectiva desde el cual se tratan
aquí los temas que son objeto de consideración y re­
flexión. No es una metodología explícita y visible, ya que
eso contradiría las exigencias narrativas de la exposi­
ción, pero no por ello es menos evidente.
Se trata de un enfoque crítico, en el sentido perdu­
rable que significa Crítica desde Kant. Pero a la vez se
trata de un enfoque histórico, en el sentido perdurable
que significa Historia desde Hegel.
Dado un fenómeno, así el fenómeno moderno «Deseo»,
o el fenómeno moderno «Producción», el método debe
reconducir ese fenómeno al principio o logos desde el
cual se alumbra, a partir del cual emerge. Y ese prin­
cipio es, a la vez, condición de posibilidad de su aparecer
y principio formativo de su presencia histórica.
Lo que se indaga, en consecuencia, es un espacio pre­
vio y fundante en el cual cobran sentido y significación
los fenómenos presentes y cotidianos. Ese espacio es, res­
pecto a esas presencias, fundacional y generativo.
Se trata de un espacio conceptual. Por consiguiente,
necesariamente integrado, integrable, en un meta-espacio
más global, más envolvente.

15
Ese meta-espacio (donde el pensamiento inflexiona,
en el cual también reflexiona) constituye el ser extra­
mental, objetivo: ser que funda la objetividad del Suje­
to y la objetividad del Objeto.
El pensamiento se abre a ese ser extramental, cobran­
do de esa apertura un esquema de pensamiento o un
mapa categorial a partir del cual se orienta en el mundo.
Ese esquema, ese mapa no es necesariamente consciente,
como en general no es pensamiento sinónimo de cons­
ciencia. Por el contrario, es algo que orienta y dirige la
promoción de consciencia y la correlativa producción de
ideas. Las ideas que surgen de esa superficie son, nece­
sariamente, ideologías.
Se intenta, por consiguiente, hallar ese nivel crítico
(o si se quiere llamar así, «científico») susceptible de
explicar la razón profunda de surgimiento de ideologías,
pero asimismo susceptible de expoliar a éstas de su pre­
tensión de verdad.
Ante el tribunal de ese pensamiento subyacente, la
ideología es máscara y «tigre de papel». Enmascara la
verdad de su formación y generación, oculta sus condi­
ciones de posibilidad. E intenta, en consecuencia, una vez
obviado su nivel crítico-histórico, decir verdad para toda
la eternidad. Legislar.
La ideología se apoya en consecuencia en una onto-
logía que no es crítica ni histórica. Alumbra necesaria­
mente una creencia, una fe. Es, respecto a la lucidez, el
eterno antídoto y alibi. Es, respecto a la verdad, el eterno
socorro y salvavidas. Es, por consiguiente, una coartada
para la vida y para el pensamiento.
Sólo la Idea regulativa que orienta vida, pensamien­
to, acción hacia más allá de sí, hacia el futuro, pero a
título necesario de hipótesis condicional, en términos de
«com o si», sólo la utopia concreta, el sueño racional,

16
constituye, respecto a la ideología, una alternativa ver­
dadera.
Sólo esa Idea regulativa evita la necesaria consecuen­
cia de todo movimiento crítico de desenmascaramiento:
el nihilismo. Perdida fe y esperanza, pierden los móviles
primeros e ingenuos de toda acción su agarradero. Pero
no por ello queda entonces sentenciada la acción, la vida.
Al contrario: sólo entonces tiene significación hacer, ser,
existir.
Sólo ese planteamiento evita otra necesaria conse­
cuencia del movimiento crítico: el cinismo. Éste revela
la verdad, pero se cruza de brazos a sabiendas respecto
a lo revelado. Se niega a cumplir el imperativo vocacio-
nal: cambiar el mundo. Lo deja intacto y actúa en la
misma dirección del mundo tal como se lo encuentra es­
tablecido. Actúa, pues, en la línea de lo ya existente. Es,
respecto a la hipocresía inconfesada de la Ideología, el
necesario contramovimiento. Pero es eso y nada más.
Carece, pues, de alternativa a la creencia.
La coartada del cinismo suele ser, lo mismo que la
coartada nihilista, el pesimismo: una infravaloración de
la acción y de la vida.
Que los tiempos presentes, más que nunca quizás en
la historia reciente, abonan la propensión de la inteli-
gentsia, pero también de la casta política, empresarial,
laboral, civil, hacia nihilismo o cinismo, no significa que
éstas sean las únicas actitudes pertinentes que derivan
de la lucidez. Cabe, por el contrario, repensar lucidez y
acción en un movimiento o proceso más amplio, más
comprensivo, en el que, realizando la lucidez su ejerci­
cio necesario de escepticismo, despeje, en virtud de ese
ejercicio, el territorio de una acción libre de ideología,
ilusión, ídolo: una acción fundada en Ilustración, en
Autoconsciencia, en Razón.

17
De este modo podría evitarse el corolario idealista de
una concepción, sea nihilista, sea cínica, que ante la pre­
supuesta ligazón, establecida de modo falaz como nece­
saria, entre ilusión y acción, deja como única alternativa
la contemplación.
Ese cruzarse de brazos ante el mundo se debe a la
creencia (ideológica, como toda creencia) de que el mun­
do se halla gobernado únicamente por credos, por de­
cálogos, por leyes, que algún espíritu maligno, acaso el
Ünico Dios, dirige, provisto de Órdenes, desde su aciago
empíreo supralunar. Esta concepción, queriéndose dis­
tanciar de dioses y teologías, es de hecho y de derecho
una nueva versión de teología positiva.
La ecuación Dios igual a Estado igual a Sistema igual
a Dinero constituye el despliegue de esa ciencia prime­
ra: el área de sus determinaciones originarías, el haz de
los trascendentales.1
La búsqueda del espacio a p riori que permite consti­
tuir, como presencia histórica, esa moderna posición de
la inteligencia, antitética a la acción y a la vida, que se
denomina Lucidez, constituye en este sentido uno de los
objetos, no primario, pero sí determinante, de este libro.
Que es, respecto a fenómenos analizados en mi libro an­
terior Drama e identidad (especialmente en los dos últi­
mos capítulos-ensayo), un intento de distanciamiento crí­
tico.

1. En un libro excelente, una de las más vigorosas contribu­


ciones al pensar español contemporáneo, Ensayo sobre Cioran;
Madrid, 1975, Femando Savater plantea, desde premisas diferen­
tes, este problema. El lector hará bien en remitirse a él para
conocer el detalle de la cuestión aquí debatida.

18
Primera parte
De Platón a Pico della Mirándola
La producción y el deseo: Este título puede sugerir a
algún lector un orden de cuestiones que en estos últi­
mos años han sido ampliamente disputadas por filoso­
fías radicales tanto francesas como alemanas y america­
nas. Evidentemente este libro se inscribe en ese orden de
cuestiones, a las que intenta sugerir cierta respuesta. Sólo
que, con este fin, procura tomar distancias con respecto
al campo ideológico y epistemológico en el que esas cues­
tiones suelen plantearse, buscando la raíz histórica, in­
clusive pre-histórica, de dicho campo. En este sentido
debe entenderse lo que de otro modo puede resultar sor­
prendente y hasta chocante: el problema que plantea la
tan buscada síntesis de deseo y de producción se inves­
tiga en este libro a través de un punto de partida verda­
deramente arcaico, en el sentido riguroso del término ar­
caico. Una exégesis de algunos textos platónicos, el Ban­
quete y el Fedro especialmente, sirve así de disparadero
de una cuestión en la que está implicada algo más que
la filosofía y la ideología actuales. Una cuestión que in­
cide en la entraña misma de nuestro ser y de nuestro
existir. Ya que es experiencia vivida de a diario la sepa­
ración, la escisión, el extrañamiento, entre la esfera del
deseo y la esfera de la producción: el mundo anímico y

21
subjetivo del erotismo y el mundo cívico y objetivo del
trabajo.
¿Qué sucede cuando la síntesis, insinuada por la filo­
sofía clásica platónica, entre Eros y Poíesis (términos
que malamente pueden traducirse por deseo y por pro­
ducción, ya que su gama semántica es mucho más am­
plia y matizada) se quiebra? ¿Qué sucede cuando Alma y
Ciudad dejan de ser órdenes interconexos y dialécticos
para construir esferas autónomas y separadas? ¿Cuándo
el artista, sujeto a la vez erótico y poiético, pierde la re­
ferencia del espacio o hábitat que le es propio, la socie­
dad, la ciudad? ¿Cuándo la Ciudad, objeto resultante de
la producción erótica del artista, se constituye en orden
separado de la Belleza y del Arte, sometida al nudo prin­
cipio de una productividad no mediada por ningún princi­
pio erótico?
Estas preguntas definen el orden de cuestiones que de
una manera consciente y deliberadamente no sistemática
aparecen y reaparecen a lo largo de este libro. Estas pre­
guntas orientan la investigación hacia la búsqueda de la
relación entre:
E l artista y la ciudad. Pues el artista, a diferencia del
artesano concebido por Platón, no orienta su trabajo en
un área acotada y definida, según el principio inflexible
de la división del trabajo y del especialismo intransigente
que inspira la ciudad ideal. Sino que, semejante en eso
a Proteo, muda constantemente de hacer, inclusive de
ser, hasta el punto que puede definirse como un indivi­
duo que pretende ser y hacer todas las cosas. En razón
de esa pretensión sugiere el filósofo (Sócrates) su expul­
sión de la ciudad, ya que constituye un núcleo perma­
nente de subversión en una urbe en la que cada indivi­
duo se halla sometido al imperio de una sola actividad,
de un solo papel social, sin que le sea posible bajo nin­

22
gún concepto modificar esa fatalidad o condena. Y el
filósofo-rey, provisto de una guardia pretoriana que le
protege (los perros guardianes), salvaguarda ese princi­
pio frente a todo intento de subversión. La esfera política
y la filosófica aparecen así como sojuzgadoras de una
base social productiva que, de esta suerte, se mueve por
el principio de la nuda productividad, sin que ésta se
halle mediatizada por principio erótico-poiético de nin­
guna especie. El artista, expulsado de la ciudad, consti­
tuye entonces la prueba fehaciente de aquella síntesis
que Platón pensó en la teoría (la síntesis de Eros y de
Poíesis) sin poderla encamar en lo real (en la ciudad):
esa expulsión explica la razón de que esa síntesis fuera
tan sólo pensada, sin que ese pensamiento o concepto
pudiera implantarse en lo real.
Sólo en una ciudad, no ideal como la platónica, sino
real como la renacentista florentina, pudo pensarse esa
síntesis en términos reales, de manera que en ella el ar­
tista pasara a constituir la figura misma del hombre, el
cual, semejante a Proteo, aparece en la filosofía de la
época como aquel ser que carece de identidad y esencia
definida. Y que por esa razón puede construir, hacer,
producir consigo mismo cualquier identidad. En la filo­
sofía de Pico della Mirándola aparece implícitamente rein­
tegrado el Artista en la Ciudad, alcanzándose así una sín­
tesis que en Platón había sido cumplida en términos teó­
ricos pero incumplida en términos prácticos.
Esa síntesis triple de Eros y Poíesis, de Alma y Ciu­
dad, de Arte y Sociedad, sugiere así un orden social en
el que todo hombre es artista, y en consecuencia sujeto
erótico y productor a un tiempo, sin que sea necesario
entonces coronar ese orden mediante una superestructura
política y filosófica, desvinculada de la base erótico-pro-
ductiva.

23
Cuando esa síntesis triple se quiebra aparece enton­
ces la esfera anímica desvinculada de la esfera social, de
manera que Eros no se prolonga en producción ninguna,
de manera que Poíesis no halla en Eros ni en la Belleza
su principio y su fundamento. Surge entonces el Deseo,
concepto moderno que implica esa previa divisoria tra­
zada entre lo subjetivo y lo objetivo. El cual Deseo, al
no hallarse mediatizado con la Producción, pierde tam­
bién su vínculo con el objeto al que tiende, Bien o Be­
lleza. Y esa pérdida hace que el objeto que le es propio
aparezca entonces como lo eternamente ausente y separa­
do. Sólo mediante la disolución del sujeto deseante — a
través de la Muerte o de la Locura— resulta posible el
reencuentro del deseo con su objeto. Correlativamente
surge la Producción, concepto moderno que constituye
el transunto objetivo del Deseo. Esa Producción, ese Tra­
bajo, al perder su vinculo con el fundamento, con el prin­
cipio, llámese éste Bien o Belleza, sufre destino análogo
al Deseo: se constituye en esfera autónoma y separada,
sin vínculo con el mundo anímico del sujeto deseante. En
consecuencia, se constituye en esfera fundada en su pro­
pia inanidad: producción que sólo busca producción, sin
tino y sin oriente, hallando, igual en esto a Deseo, como
último horizonte de su búsqueda también la Muerte:
horizonte de destrucción y despilfarro al cual conduce la
Producción ensimismada.

24
I. PLATÓN: LA PRODUCCIÓN Y EL DESEO
En donde im pera el concepto de belleza, a llí paga
el im p era tivo de vida su incondicionalidad. E l prin­
cip io de la belleza y de la fo rm a no p rocede de la
esfera de la vida. Su relación con ella es, a lo sumo,
de naturaleza altam en te crítica y correctiva. Con
orgu llosa m elan colía está en frentada con la vid a y,
en lo profu n do, está vinculada con la idea de la
m uerte y de la esterilidad.

T homas Mann, Escrito sobre el matrimonio.


I

Seria seguramente una lectura superficial del Banque­


te platónico limitarla al pasaje aquél en donde Diotima,
sacerdotisa del amor, describe a Sócrates, con solemni­
dad y unción, el camino ascendente de Eros, camino que
conduce de los cuerpos bellos a las almas, bellas, de las
bellas virtudes a las bellas leyes, de éstas a las bellas cien­
cias, hasta alcanzar finalmente la única ciencia, la ciencia
de lo bello. Una lectura precipitada tendería a suponer
que el objeto de esa ascensión lo constituye: «la visión
de algo que por naturaleza es admirablemente bello, aque­
llo precisamente por cuya causa tuvieron lugar todas las
fatigas anteriores».1
El objeto de Eros, el fin de su persecución, la meta
de todos sus desvelos sería, en ese caso, la posesión de
la Belleza por parte del alma. Y esa posesión tendría el
carácter de una visión.

1. Platón, Banquete, 210 e. La iniciación es gradual, la reve­


lación es repentina, súbita. (Para este diálogo se ha tom ado en
consideración la edición de «Les be lies Iettres», París, 1970, texto
bilingüe, y la traducción castellana de Luis Gil, Madrid, 1969).

29
Ahora bien, ya en algunas de las estaciones de trán­
sito por las que pasa Eros en su ascenso hasta lo bello
puede advertirse, leyendo el texto con atención, cómo el
objeto perseguido es menos simple que este que se acaba
de describir; cómo asimismo el modo de posesión es me­
nos restringido que ese enunciado en términos de visión,
contemplación, teoría:
«E s menester..., si se quiere ir por el recto camino
hacia esa meta, comenzar desde la juventud a dirigirse
hacia los cuerpos bellos, y si conduce bien el iniciador,
enamorarse primero de un solo cuerpo y engendrar en él
bellos discursos: comprender luego que la belleza que
reside en cualquier cuerpo es hermana de la que reside
en el otro, y que si lo que se debe perseguir es la be­
lleza de la forma, es gran insensatez no considerar que
es una sola e idéntica cosa la belleza que hay en todos
los cuerpos. Adquirido este concepto, es menester hacerse
enamorado de todos los cuerpos bellos y sosegar ese vehe­
mente apego a uno solo, despreciándolo y considerándolo
de poca monta. Después de esto, tener por más valiosa
la belleza de las almas que la de los cuerpos, de tal modo
que si alguien es discreto de alma, aunque tenga poca
lozanía, baste ello para amarle, mostrarse solícito, engen­
drar y buscar palabras tales que puedan hacer mejores
a los jóvenes, a fin de ser obligado nuevamente a con­
templar la belleza que hay en las normas de conducta y
en las leyes y a percibir que todo ello está unido por
parentesco a sí mismo, para considerar así que la belleza
del cuerpo es algo de escasa importancia. Después de las
normas de conducta, es menester que el iniciador con­
duzca a las ciencias para que el iniciado vea a su vez la
belleza de éstas, dirija su mirada a toda esa belleza, que
ya es mucha y... vuelva su mirada a ese inmenso mar
de la belleza y su contemplación le haga engendrar mu­

30
chos, bellos y magníficos discursos y pensamientos en
inagotable filosofía.. . » 2
Los textos subrayados sugieren hasta qué punto no
basta con afirmar que lo que calma y satisface a Eros
es la contemplación de la belleza inseminada en cuerpos
o en almas, o considerada en toda su pureza ideal. La
contemplación, la teoría, constituye, cuando más, una
condición imprescindible. O m ejor aún: un ingrediente
necesario que exige, para su propia completud, la pre­
sencia de algo distinto. Algo que en cierto modo trascien­
de o sobrepasa el momento de la teoría.
Podría decirse, en efecto, que la posesión de la belleza
a través de la contemplación constituye la condición o el
ingrediente necesario para que Eros alcance su verdadero
ob jeto: el cual no es simple satisfacción ni posesión more
teorética.
Esa posesión, esa satisfacción apunta más allá de si
misma, y ese más allá constituye una acción o proceso
que en el texto citado aparece como fecundación, como
movimiento que conduce a engendrar o parir.
Engendrar o parir bellos discursos y pensamientos,
pero así mismo bellas normas y bellas leyes, bellos hijos,
bellas ciudades, bellos saberes.
El objeto de Eros no es, por tanto, la posesión de la
belleza a través de la contemplación sino «la generación
y el parto en la belleza».
Pues Platón, en boca de Diotima, dice con toda clari­
dad, en un pasaje anterior al citado: «N o es el amor, Só­
crates, como tú crees, amor de la belleza... (sino) amor
de la generación y del parto en la belleza».3
2. Banqu. 210 a.
3. Banqu. 206 e. Anteriormente se especifica la acción propia
de Eros en términos sim ilares: «E sta acción es la procreación en
la belleza tanto según el cuerpo com o según el alma», Banqu.
206 b.

31
Podría acaso objetarse que ese objeto es provisional,
de manera que en el último estadio del ascenso quedara
relativizado y superado.4 En ese último estadio la acción
productiva quedaría rebasada por la pura contemplación
visual. La referencia a la visión, el empleo de una metá­
fora visual, permitiría abonar esa interpretación, de modo
que, en la cúspide del ascenso, el movimiento vital al
que conduce toda contemplación precedente — ese movi­
miento del engendrar y producir— se hallaría suspendido
para dar paso al acto puro de la visión inmaculada de
la idea de lo bello en sí. Si el alma es, según la doctrina
del Fedón, congenial a la idea, y ésta es inengendrada, im­
perecedera y no sujeta a movimiento alguno, entonces el
acto de visión, que es lo que tiene el alma de más propio
y esencial, constituye, asimismo, un punto de reposo y
descanso eterno que bajo ningún concepto puede desen­
cadenar acción productiva alguna.
Pero esa concepción estática del alma — y de la idea—
aparece relativizada en diálogos posteriores, en Fedro es­
pecialmente.5 En el Banquete, lo mismo que en La Repú­
blica, coexiste la primera doctrina, estática, con la segun­
da, dinámica. En el texto que comentamos, en el Ban­
quete, el empleo de la metáfora visual parece determinar
una inflexión hacia teoría y contemplación. Ahora bien,
un texto de La República, en el que parece resumirse
todo ese ascenso trazado en el Banquete, sirve para re-
4. Tal es la tesis tradicional. Una versión matizada de la
misma puede leerse en Léon Robin, La théorie ptatonicienne de
l'am our, París, 1964.
5. Sobre todo en Fedro, 245 c : «T o d a alma es inmortal, pues
lo que siempre se mueve es inmortal... lo que se mueve a sí mis­
mo, com o quiera que no se abandona a sí mismo, nunca cesa
de moverse, y es además para todas las cosas que se mueven la
fuente y el principio del m ovim iento...» (Para Fedro, edición del
Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1957, texto bilingüe, tra­
ducción Luis Gil).

32
lativizar este punto de vista, en la medida en que aparece
allí la metáfora sexual — contacto, coito, nupcias— como
aquélla que m ejor describe el momento en el que el alma
toma posesión del objeto de su apetencia:
«Pero ¿no nos defenderemos cumplidamente alegando
que el verdadero amante del conocimiento está natural­
mente dotado para luchar en la persecución del ser, y
que no se detiene en cada una de las muchas cosas que
pasan por existir, sino que sigue adelante, sin flaquear
ni renunciar a su amor hasta que alcanza la naturaleza
misma de cada una de las cosas que existen, y la alcanza
con aquella parte de su alma a que corresponde, en vir­
tud de su afinidad, el llegarse a semejantes especies, por
medio de la cual se acerca y une ( migeís) a lo que real­
mente existe, y engendra inteligencia y verdad, librándose
entonces, pero no antes, de los dolores de su parto, y ob­
tiene conocim iento y verdadera vida y alimento verda­
dero?» (Subrayado mío).6
No se habla aquí de visión sino de contacto, unión,
coito. Que en consecuencia trae consigo concepción, do­
lores de parto, nacimiento. Se trata, por consiguiente, de
un acto en el que el sujeto, el alma, produce, fuera de sí
mismo, un ser distinto, una alteridad, en la cual se tras­
ciende en tanto que sujeto, en tanto que mismidad. La
metáfora sexual cristalizada en el término migeís (que, de
todas formas, estaba ya presente en el Banquete) destaca
el pensamiento subterráneo que podía llegar a inhibir la
metáfora estrictamente visual (una metáfora que la tra­
dición ha olvidado en ocasiones su carácter metafórico).
Se advierte, pues, hasta qué punto el objeto que persigue
el alma no es sólo la contemplación de lo bello. O cómo

6. República, 490 a, Edición del Instituto de Estudios Políticos,


Madrid, 1969, traducción de José Manuel Pabón y Manuel Fer­
nández Galiano.

33
esa contemplación se amplía o se prolonga en un acto
más íntimo y más completo, el cual da lugar a una pro­
ducción, a una génesis. O para hablar platónicamente: a
una poíesis.1
Frente al supuesto teoricismo o logicismo platónico,
avalado por un texto primerizo, el Fedón, y por la for­
tuna o infortunio de una metáfora, visual, se promovería
aquí una exégesis que integrase el momento teorético en
un acto más pleno y más fecundo, cuyo punto de apoyo
vendría dado por la metáfora sexual. Entonces la visión
o la teoría se compenetraría con un proceso cuyo obje­
tivo final o cuya meta sería la producción: producción de
bellos discursos, bellas leyes, bellas virtudes, bellos hijos,
bellas ciencias. La concepción generalizada de Eros pro­
puesta por Platón permitiría extrapolar esa metáfora a
todos los dominios del alma y del ser* En consecuencia,
«lo sexual» aparecería como algo que, con mucho, rebasa
el marco estrecho del contacto carnal. La concepción pla­
tónica de Eros — concepción que Freud intenta reganar
en sus últimos escritos— entendería éste como principio
de vida, como motor anímico.9 Pero lejos de definir Eros
7. Sobre la doble significación de poíesis (producción o fa­
bricación y «poesía»), véase Banqu. 205 c, donde se define como
causa que hace que lo que no es llegue a ser, definición que se
repite en Sofista, 265 b.
8. Banqu. 205 b-c. Nótese que la generalización del concepto
de Eros, su extrapolación del dominio estrictamente sexual-amo-
roso a otros dominios, viene precedida de una referencia a
Poíesis, término que significa en lenguaje corriente «poesía», pero
que hace referencia, por razón de las características del término
(que en el fondo son también del concepto) a todo «hacer».
9. Más allá del p rin cip io del placer, Madrid, 1970. Eros es el
impulso aquél que da unidad y cohesión a todas las cosas, a
modo de lazo de unión de todas ellas. Significa por tanto el con­
traimpulso a aquél, prim ero y previo, que Freud determina como
«energía desligada» y cuya conceptuación le conduce a la hipó­
tesis de un principio de muerte ( Tánatos) al que, en última ins­
tancia, se halla subordinado Eros.

34
como simple deseo — es decir, como carencia y persecu­
ción de un objeto, la belleza, que está a la vez presente
y ausente al alma— Platón superaría esta concepción.10
Eros no es deseo, no sólo es deseo. Eros no se halla, por
lo demás, satisfecho con la posesión o presencia de eso
que le falta, belleza o bien. O esa satisfacción no se cum­
ple con la simple contemplación. Ni siquiera con la mera
«pacificación» satisfecha y descansada del impulso (y en
este sentido la concepción platónica se desmarcaría de
todo hedonismo).11 El objeto de Eros, lo que en propie-

10. Tal sería la interpretación implícita de Lacan: E ros en­


tendido como deseo, y éste definido por la carencia o falta de su
objeto prim ero y propio (el llamado «objeto-a»). Esa falta, que
constituye al sujeto com o «sujeto en falta», determina la perse­
cución desesperada de una ausencia que sólo puede ser precaria­
mente suplida a través de sustitutivos siempre permutables (es
decir, signos). Sólo la presencia pura de la Ausencia desvelaría la
Verdad, sólo que esa presencia sería la misma Muerte. De ahí
la estrecha conexión entre Sujeto, Deseo, Verdad y Muerte. La
reflexión lacaniana es coherente siempre y cuando se parta,
como premisa fáctica y teórica, de una escisión entre la esfera
subjetiva y la objetiva. La concepción lacaniana del deseo es, así,
una muy lúcida reflexión sobre una realidad empírica, histórica,
configurada a partir de esa escisión. Sólo que al no someter a
crítica la experiencia, queda fijada a ésta, constituye su reflejo
y termina p o r convertirse, obviamente, en ideología. L o contrario
conduciría a c ritica r (científicam ente) el concepto em p írico de
Deseo. Por ejem plo, desde el concepto de E ros platónico, tal como
aquí se le interpreta. En el ensayo Goethe: la deuda y la vocación
se halla una más extensa crítica del planteamiento lacaniano.
Puede resumirse así la crítica que aquí se sugiere: el Sujeto
no sólo está «sujetado» al Otro lacaniano, sino también y previa­
mente a la alteridad inmediata: e l mundo objetivo (esfera social,
productiva). Se trata en realidad de una unidad sintética sujeto-
objeto (alm a y sociedad) de la que puede abstraerse, analítica­
mente, una doble esfera. Cuando la abstracción deviene realidad,
entonces, sólo entonces, aparece, com o objeto del sujeto, el Otro.
Y correlativamente, como sujeto del objeto, el Capital.
11. Tal sería la interpretación implícita de Marcuse: el objeto
de E ros sería la «pacificación» y el «descanso». Olvida este filó ­
sofo la existencia de un térm ino mediano entre trabajo enajenado

35
dad le define, es la fecundación. Eros es, por consiguien­
te, instancia fértil, productiva. En suma: Platón alcanza
una concepción unitaria y sintética de Eros y de Produc­
ción ( Eros y Poiesis) que la modernidad ha quebrado. El
texto de Thomas Mann con que se inaugura este escrito
muestra a las claras la sanción de esa ruptura, de esa
quiebra.12
¿Qué es lo que explica ese carácter fértil, productivo,
«poiético» de Eros? Se dice en el texto que Eros persi­
gue la posesión constante y permanente de lo bello y
bueno. Dada su naturaleza daimónica, medianera, su­
puesto el carácter «im perfecto» de un ser que ni es inmor­
tal como los dioses ni mortal como los hombres, sino
que es genio o demonio, similar en esto a semidioses o
héroes inmortales, alcanza esa posesión constante y per­
manente de otro modo que a través de una visión beatí­
fica o de un eterno reposo cabe la idea de lo bello. Y ese
otro modo es la constante y permanente tendencia a la
producción. En virtud de esa fertilidad consigue repro­
ducirse eternamente, de manera que alcanza un término

y «placer» (principio de realidad y de placer), a saber, la creati­


vidad artística, de la que da una interpretación meramente he-
donista.
12. Véase el ensayo Thomas Mann: Las enfermedades de la
voluntad. Thomas Mann, discípulo de Schopenhauer, tiene el
mérito de buscar una mediación entre la esfera de la Muerte
y la esfera de la Vida, que encuentra en la actividad artística,
pero las premisas teóricas schopenhauerianas no han sido con
ello criticadas; únicamente se han corregido las conclusiones.
De hecho, se parte del principio de que Belleza y Muerte se hallan
hermanadas, de que la Belleza se halla divorciada de la esfera
de la «sociedad civ il» (mundo empresarial, laboral). De todos
modos, Thomas Mann, com o novelista, trasciende en algún sen­
tido esas premisas, toda vez que proporciona los elementos de
juicio suficientes para comprender, de un modo histórico, el sur­
gir mismo de aquéllas.

36
mediano entre el proceso errático de la generación y
corrupción propio del mundo sensible y el estado estático
de la pura visión beatífica propia de los inmortales. El
alma, en tanto sujeto de erotismo, constituye, así, un
principio que, al igual que la idea, es eterno, inmutable,
imperecedero, pero que, a diferencia de ésta, alcanza esos
atributos a través del perpetuo movimiento. Así aparece
la doctrina del alma en Fedro, en Leyes X . Y consiguien­
temente, también la Idea sufre, a partir de Parménides,
Sofista y Fedro, un cambio de estatuto, evidenciado en
la inclusión, dentro del inventario ideal, del movimiento,
de la diferencia, del no-ser. Pues bien: el texto comen­
tado del Banquete constituye acaso la primera formula­
ción, todavía incipiente, todavía tributaria del estatismo de
la doctrina del Fedón, de esta modificación sustancial
de la doctrina platónica del alma y de las ideas. La con­
cepción del Eros productivo es, en suma, una preforma­
ción de la doctrina de la eterna movilidad del alma y de
la dialéctica de las ideas.
¿Y qué es lo que se alcanza mediante esa unión sin­
tética de Eros y productividad? N i más ni menos que la
inmortalidad: algo medianero entre la eterna lozanía de
los dioses y el puro envejecer y renacer propio del deve­
nir sensible.13 Eros, hijo de Poros (Abundancia, Prodiga­
lidad, Recurso) y de Peinía (Indigencia, menesterosidad,
carencia), consigue, merced a la fertilidad, acceso al reino
de los inmortales.14 Ella asegura la perpetuación de las
especies, mantiene por consiguiente un principio ideal de
permanencia en el seno del devenir, posibilita la encarna­
ción del género o la idea dentro del mundo. Hace, en
suma, que la idea sea algo más que instancia trascenden­

13. Banqu. 206 c.


14. Banqu. 202 e.

37
te; sea también principio de inmanencia, sea género en
sentido la to : fuente y principio del que brotan constante­
mente descendientes.
Se iniciaba este escrito problematizando la doctrina
según la cual el ascenso de Eros halla su culminación en
un estadio — contemplativo— en el que el proceso parece
quedar sobrepasado. Se sugería que la contemplación,
apoyada en la metáfora visual, constituye tan sólo una
condición, no en cambio un resultado o una meta. Ésta
aparece ahora como proceso productivo. No es, por con­
siguiente, una illum inaíio lo que concluye el camino eró­
tico, o no lo es únicamente. Inclusive la última ilumina­
ción desencadena, como puede percibirse en el texto
— siempre que se lea atentamente— un proceso de pro­
creación o producción. Cierto que el iniciado recibe «de
repente la visión de algo por naturaleza admirablemente
bello».11 Cierto que eso que se desvela ante la visión es
la idea. E idea menta visión, tiene la misma raíz — vid—
de la que deriva la también griega palabra teoría o la
latina videre.1* ¿Y no se compara, para mayor abunda-
mento, en La República, el proceso de conocimiento de
la idea con el proceso de visión, de manera que el sujeto
cognoscente se inviste del carácter de un ojo (o jo del
alma) que percibe objetos visibles (ideas) en virtud de
un «tercer término», la luz, que enlaza vidente y visible,
cuya procedencia remite al dador de luz, deidad solar, pa­
dre y principio de todo nacer y sobrevivir en el área de1 6
5

15. Banqu. 210 e.


16. Véase Martin Heidegger, Platons Lehre von der Wahrheit,
Berna, 1954, donde se tiene únicamente en cuenta el carácter de
presencialidad de la idea. Mucho más próximo a nuestra hipó­
tesis se halla en cambio Gerhard Krüger, E insicht und Leiden-
schaft, Frankfurt am Main, 1939, que constituye un lúcido comen­
tario textual del Banquete.

38
lo sensible? 17 En ese texto de La República se desvela
todo el complejo metafórico cortado según el patrón del
parámetro visual que nutre multitud de alusiones al pro­
ceso de conocer, presentes de continuo en los textos pla­
tónicos. Podría llamarse a ese repertorio visual el reper­
torio «apolíneo». Y sin embargo, hemos visto también la
presencia de otro arsenal metafórico que sirve como dis­
paradero de un repertorio de otro orden — orgiástico,
dionisíaco— en el que el nietzscheano Zwang zum Orgas-
mus late con fuerza singular.” También ese segundo ar­
senal está presente de continuo en el corpas textual pla­
tónico, de manera que éste constituye, a este nivel, una
cumplida síntesis entre el fervor plástico griego, ese im-

17. Rep., 507 a.


18. Nietzsche, en un texto incluido en «L a voluntad de poder
como arte», una de las partes de su supuesta obra «L a voluntad
de poder», reinterpreta las nociones de lo apolíneo y de lo dioni-
siaco que había acuñado en su libro prim erizo E l origen de la
tragedia. La embriaguez característica de lo dionisíaco constitu­
ye un «im pulso al orgasm o» cuya finalidad es engendrar, crear,
producir, parir. E l pensamiento de fondo es idéntico al de Platón.
Rn cuanto al uso de metáforas fisiológicas, lejos de constituir
una prueba más acerca del supuesto «positivism o» de Nietzsche,
constituye p or di contrario una reincidencia en lugares comunes
griegos y platónicos: un síntoma más del carácter «originario»,
por hablar en la jerga heideggeriana, de su pensamiento. Heideg-
ger, en este punto como en muchos otros, ha tergiversado plena­
mente las cosas. Heidegger, Nietzsche; tomo I, Ptullingen, 1961.
Nietzsche interpreta el fenómeno arte a partir de estas premisas
fisio-lógicas: el arte es consecuencia de este impulso al orgasmo
que conduce a la creación, es, pues, signo de vida «ascendente»,
l a demarcación entre ascendencia y decadencia viene dada por la
diferencia entre fertilidad y esterilidad. El arte decadente seria
impulso orgiástico sin obra. La interpretación que suele dar
Thomas Mann de lo «dionisíaco» parece olvidar este extrem o:
nada más contrario al pensar de Nietzsche que el esteticismo
•dionisíaco-orgiástico» de sus supuestos seguidores (uno de ellos,
confesado, el propio Thomas Mann, especialmente en su primera
etapa «pesim ista»).

39
pulso a la figuración que, en el terreno epistemológico,
da lugar a la expresión misma de idea (cuya acaso más
estricta traducción sea Figura, Forma), y el desborda­
miento pletórico de vida propio del fervor pansexual que
protagonizan las divinidades del subsuelo, y en especial
Dionisos, las cuales aseguran la inmortalidad y la perpe­
tuación de las especies al cancelar, siquiera sea de modo
episódico, epidémico, el principium individuationis.19
Esa síntesis de visión y coito, de contemplación y or­
gasmo, de idea y fertilidad, puede percibirse en un texto
en el que se conjugan con desenvoltura ambos paradig­
mas lingüísticos, pasándose sin transición del uno al otro
con toda naturalidad, con obviedad:
«Este es el momento de la vida... en que más que
ninguno adquiere valor el vivir del hombre: cuando éste
contempla la belleza en sí... ¿O es que no te das cuenta
de que es únicamente en ese momento cuando ve la be­
lleza con el órgano que ésta es visible cuando le será po­
sible engendrar, no apariencias de virtud... sino virtudes
verdaderas, puesto que está en contacto con la verdad; y
de que al que ha procreado y alimenta una virtud ver­
dadera le es posible hacerse amigo de los dioses y tam­
bién inmortal, si es que esto le fue posible a algún hom­
bre?» 20
La meta es puro conocer en términos de visión, peí o

19. Esta interpretación que aquí damos de Platón es tribu­


taria del esquema nietzscheano de E l origen de la tragedia, sólo
que a partir de las rectificaciones ideológicas de la obra de ma­
durez de Nietzsche. Pero mientras este autor desmarca su teoría
de la socrático-platónica, aquí se intenta, por e l contrario, mostrar
hasta qué punto brota esencialmente de ella. Ya en un trabajo
de tesis de licenciatura. Alm a y Bien según Platón, insistíamos
en la presencia en Platón de la tradición «dionisíaca».
20. Banqu. 211 d.

40
asimismo es producción o generación de algo: virtudes
verdaderas. Esa producción supone la visión, pero asimis­
mo el contacto, la copulación, las nupcias con la Belleza.
En virtud de esa conjunción sintética de teoría y copu­
lación se alcanza la inmortalidad: a través, desde luego,
de esa fugaz revelación que da pleno sentido a la vida
de un hombre (punto éste ampliamente desarrollado, en
la filosofía renaciente, por Marsilio Ficino).212Pero no en
razón únicamente de la visión que entonces se logra ca­
pitalizar, cuanto por el proceso que en cierto modo hace
productivo ese capital entonces conseguido. Y ese pro­
ceso es meta-visual, es erótico en sentido estricto, y abre
al alma a su autotrascendencia. El teoricismo supuesto
de Platón, abonado por un diálogo, el Fedón, en que se
afirma que «e l filósofo tiene que m orir» con el fin de
alcanzar, en la pura trascendencia de la visión de la idea,
la inmortalidad, queda relativizado por un planteamiento
más matizado, más sensato, más humano, más verdadero,
según el cual se obtiene idéntico objetivo a través de la
acción productiva y «poiética» en la que Eros alcanza su
ob jetivo: a través de la gloria, de la fama, del renombre,
a través de los hijos, de los discursos, a través de las
legislaciones creadas, de las virtudes encamadas, indivi­
duales o cívicas, a través del cultivo y desarrollo de las
ciencias, a través de la tarea educativa. Pero sobre to d o :
a través de la política.2
El supuesto teoricismo de Platón se alimenta de una
confusión que es perceptible en la mayoría de los exége-

21. Véase Edgar Wind, Los m isterios paganos del Renacimien­


to. Barcelona, 1972, donde se da una de las más bellas, sugestivas
y verdaderas interpretaciones de la filosofía de la Academia flo ­
rentina, especialmente de Ficino, mostrándose la magnífica sín­
tesis de misticismo y hedonismo que caracteriza dicha filosofía.
22. Banqu. 208 b.

41
tas tradicionales (inclusive en intérpretes «moderados»,
como Léon Robin, que intentan, de modo demasiado cau­
teloso, rebasar ese punto de vista). En la medida en que
no destacan la importancia del carácter productivo de
Eros, de manera que conciben el pasaje en que se alude
a ello como texto secundario, restringen de forma implí­
cita el sentido de éste al concepto moderno de Deseo. En
consecuencia, no se percibe en Eros otra cosa que caren­
cia o falta, siendo entonces necesario rebasar en la Idea
Pura esa precariedad. A medio camino entre el Deseo y
la Idea aparece, sin embargo, el platónico concepto de
Eros productivo, ese impulso que no se calma con visio­
nes sino con obras, ni con contemplaciones sino a través
de acciones. No es la visión pura de la Idea la verdadera
entelequia del proceso sino la acción productiva. Y no es
casual que en el Banquete, antes de definir a Eros, acuda
Platón al término de Poíesis, al que traduce genérica­
mente como pasaje del no-ser al ser.u La entelequia seria,
pues, la unión sintética de los conceptos que expresan
ambos términos, Eros • Poíesis. Ello significa que el im­
pulso erótico sólo halla su culminación mediante un acto
de producción o creación del que resultan obras.
Ambos, Eros y Poíesis, son términos medianeros entre
el no-ser (mundo sensible) y el ser (mundo ideal). El im­
pulso erótico conduce al alma de lo sensible a lo ideal.
El impulso poiético obliga a descender al alma de la con­
templación al «reino de las sombras», de manera que im­
plante en ese mundo los paradigmas contemplados en
la ascensión. La obra artística o técnica, lo que resulta
de esa téjne, de esa acción demiúrgica, es, pues, la obra23

23. Banqu. 205 b.

42
en que ese proceso erótico-poético se culmina.24 Obra de
arte que deriva de ese pasaje del alma por la Belleza, po­
sibilitada por el impulso erótico, y de esa implantación
de la Belleza en el mundo, posibilitado por el carácter
productivo de ese impulso. El artista es el hacedor de
ese proyecto erótico-poiético. Y la ciudad es su obra.

II

Habla Sócrates en el Fedro, en el tercero de los dis­


cursos sobre el alma enamorada, de una «cuarta forma
de locura» a la que se llega a través de la reminiscen­
cia de la belleza producida por algún objeto de este mun­
do con capacidad evocadora. El sujeto recuerda entonces
la verdadera belleza «y adquiere alas, y de nuevo con ellas
anhela remontar el vuelo hacia lo alto; y al no poder,
mirando hacia arriba a la manera de un pájaro, desprecia
las cosas de abajo, dando lugar a que lo tachen de loco
—y aquí se ha de decir que ése es el más excelso de los
estados de rapto, y el causado por las cosas más excel­
sas, tanto para el que lo tiene, como para el que de él
participa; y que así mismo es por tener algo de esa locura
por lo que el amante de los bellos mancebos se llama
enamorado».25
24. La téjne «saca a luz» las fuerzas o virtudes ( dynamis) que
están ocultas en la naturaleza ( fysis). Podría decirse, pues, que
el artista ejerce una función «m ayéutica» respecto a la ciudad.
Permite que la naturaleza se «alum bre» en ella. Sin embargo, ya
en Platón el concepto de téjne acusa un prim er divorcio con el
concepto de fysis, lo cual se pone de manifiesto especialmente
en Leyes X, donde aparece también el correlativo divorcio entre
Alma y Naturaleza: ésta convertida en Cuerpo (objeto inerte) que
precisa un principio extrínseco (A lm a) para animarse. N o es
casual esa doble separación: tiene su correlato en la conversión
de la ciudad en obra técnica, una vez rotos los primeros ligáme-
ites con Natura.
25. Fedro, 249 c.

43
He aquí, pues, en el Fedro, una nueva caracterización
de Eros, complementaria de la del Banquete. El deseo
de belleza, el impulso hacia lo bello aparece aquí como
form a de locura, la locura divina, en la que el sujeto pier­
de el dominio de sí mismo y se conduce como un enaje­
nado, sólo que esa ex-centricidad se debe a que entonces
es un dios el que se apodera del sujeto, el que lo rapta
o lo posee. Ese dios es, de modo eminente, la idea de
la belleza.
Eros es, pues, locura, sólo que esa forma excelsa de
locura que Platón llama zeta manía. El amor trama, así,
una relación estrecha con la enajenación de la mente,
con la pérdida de mismidad por parte del sujeto. La lo­
cura aparece, así mismo, como condición necesaria para
el encuentro del sujeto con su objeto anhelado, la Belle­
za. Ésta es por consiguiente algo peligroso que pone en
trance de muerte y de enajenación al sujeto que se le
acerca. El alma no puede contemplar directamente la be­
lleza, ya que «le procuraría terribles amores», con lo
que se ve obligada a iniciarse a través de un largo rito
de aprendizaje y de pasaje.26 Por vez primera aparece en
este texto una idea llamada a prosperar en la experiencia
poética del romanticismo y del postrromanticismo: la be­
lleza como instancia terrible, «ese grado de lo terrible
que los humanos podemos soportar» (Rilke), esa deidad
que siembra por todas partes a la vez beneficio y desas­
tre (Baudelaire), ese ser asociado inexorablemente con
la muerte (Von Platen, Thomas Mann):

«Quien contempla la belleza con los ojos


Se ha conciliado con la m uerte.»27

26. Fedro, 251 a.


27. Citado por Thomas Mann en su Escrito sobre el matri­
monio.

44
Ya en Platón, por consiguiente, la belleza traza un
círculo de horror con sus hermanas, locura y m uerte: de
ahí que el filósofo, para encontrarse con ella, «tenga que
m orir* ( Fedón) o «deba enloquecer» (Fedro).
¿Qué es, entonces, lo específico y diferencial de la doc­
trina platónica? ¿O qué es lo que introduce como novedad
o diferencia la modernidad, especialmente a partir del
romanticismo?
En Platón, ese pasaje del alma por la pérdida de sí,
enajenación o muerte, constituye únicamente un pasaje,
un estadio. Tiene el carácter de una prueba propiciatoria
que, en el desarrollo del proceso educativo, cumple una
función imprescindible. Pero no es en modo alguno un
fin, una meta. Es necesario contactar con la belleza a
través del impulso erótico — lo cual implica enajenación,
muerte. Pero es preciso rebasar ese estadio, dejar morir
la misma muerte, enajenar la misma enajenación. Y ello
en virtud de un resurgir en el que el alma verdaderamen­
te re-nace, siendo ese re-nacer un descenso del estado con­
templativo al proceso activo.
El alma, en efecto, prolonga ese estado de divina lo­
cura mediante un proceso de fecundación en el que al­
canza a imprimir, en otras almas u otros seres, las si­
mientes de su propia experiencia amorosa. De ahí que el
remate de ese proceso amoroso descrito en el Fedro con­
siste en la fecundación de otras almas a través de la
palabra:
«Haciendo uso del arte dialéctica, una vez se ha es­
cogido un alma adecuada, se plantan y siembran en ella
discursos unidos al conocimiento, discursos capaces de
defenderse a sí mismos y a su sembrador, que no son
estériles, sino que tienen una simiente de la que en otros
caracteres germinan otros discursos capaces de transmi­
tir siempre esa semilla de un modo inmortal, haciendo

45
feliz a su poseedor en el más alto grado que le es posi­
ble al hombre.» a
Sólo esa proyección fecundante de Eros — a través de
la educación— asegura el alma su inmortalidad, siendo
entonces locura o muerte no tanto instancias que posibi­
litan la purificación absoluta del alma, su espiritualiza­
ción cumplida, como sugiere el Fedón, sino medios que
cualifican el proceso productivo, de manera que la obra
resultante sea buena o bella, sea, pues, en cierto modo
artística.
El filósofo «tiene que m orir», «tiene que enloquecer»,
pero no para perderse en la pura trascendencia vacía de
la contemplación de la idea, sino con vistas a volver a
vivir, una vez consumado el ascenso, en el mundo de los
hombres, en la ciudad.
Todo ello permite hablar de una doble trascendencia
de E ro s :
1) Aquélla que conduce al alma, muerte o enajena­
ción mediante, hasta la Belleza.
2) Aquélla que conduce al alma desde la cumbre de
su ascensión al mundo de los hombres, a la ciudad.
Se trataría de un doble éxtasis de E ro s :
1) Éxtasis ascendente al que se podría denominar vía
mística.
2) Éxtasis descendente al que se podría denominar
vía cívica.
La tarea poiética — artística, demiúrgica, técnica (en
el sentido platónico de téjne)— implicaría esa doble de-8 2

28. Fedro, 275 d. Véase el excelente comentario de Léon Robín,


obra citada, que o » las reflexiones finales del Fedro en torno a
la productividad de la palabra percibe también el sentido último,
educacional, de este diálogo.

46
terminación necesaria: el artista debería recorrer ese do­
ble camino para plasmar su obra ciudadana.29

29. Nuestra determinación del concepto de arte, punto nuclear


de una posible Estética, implica una doble sintesis, ambas suge­
ridas por la filosofía platónica:
1) La sintesis Alma-Ciudad.
2) La síntesis Eros-Poíesis.
La cristalización de ambas síntesis, obviamente conexionadas
en esencia, se produce siempre que todos y cada uno de los tér­
minos conjugados hagan expresa referencia a un principio tras­
cendente, el Bien, sinónimo de la Verdad y de la Belleza. Tenemos,
pues, la estructura y el proceso siguiente (que es la estructura y
el proceso mismo del a rte):

La flecha que conduce del Alm a a la trascendencia describe el


camino de E ros (ascenso), la que lleva del Bien a la Ciudad
describe el camino de Poiesis. N o se olvide que Poíesis, en tanto
que poesía, «viene de lo alto», p or vía de inspiración y rapto.
Pero en tanto esa «inspiración» se implanta en la esfera objetiva
(palabra o form a), entonces aparece como poíesis en sentido
amplio, es decir, com o ese hacer que «trae a luz» al ser desde
el «n o ser». Y no-ser es: por un lado, el mundo umbrío y caver­
noso donde «trabaja» el artista; por otro lado el propio Bien,
ya que está «más allá de la esencia» (R ep. 509 b).
Añadimos una segunda flecha — de Ciudad a Alma— con el fin
de mostrar el carácter dialéctico del proceso.

47
Ahora bien: en la modernidad, desde el romanticismo
— que es el correlato necesario de la «civilización indus­
trial-burguesa»— este doble momento aparece escindido
y roto, de manera que el primer proceso y el segundo
se dan completamente la espalda. Y en consecuencia:
1) La locura y la muerte dejan de ser medio para pa­
sar a ser fin, un fin terrible y fascinante. La Todeslust,
la «tentación del abismo» aparece como horizonte últi­
mo de experiencia. La muerte se presenta como fin de­
finitivo de todo amor. Surge por consiguiente el «am or
romántico». Surge así mismo un arte y una estética desli­
gados de todo principio productivo y vital, de toda co­
nexión, cívica, social, mundana.
2) Correlativamente, la producción pierde su víncu­
lo fecundante con la pasión erótica y con la Belleza, de­
generando en trabajo enajenado que produce obra sin
calidad.
Puede decirse con propiedad que los conceptos mo­
dernos de Deseo y de Producción se hallan tallados a par­
tir de esa previa escisión empírica.30 Son el trasunto ideo-

30. He aquí el gráfico correspondiente (de carácter obviamen­


te aproximado):

48
lógico de una experiencia en la que la síntesis platónica
de Eros y de Poíesis ha sido destruida, decantando en
una doble esfera separada: esfera privada del amor, es­
fera pública de la producción; ámbito «espiritual» del
arte, ámbito «m aterial» de la sociedad civil — económica,
laboriosa— ; área subjetiva del deseo, área objetiva de la
praxis productiva. Los pensadores y poetas más lúcidos
y responsables de la modernidad tratan, sin embargo, de
restaurar dicha síntesis, pero, al tener que partir de la
experiencia de una escisión, se ven en la necesidad de
presentarla como tarea de futuro, como idea regulativa

Como se ve, no hay verdaderamente apertura a la trascen­


dencia, ya que el Deseo no alcanza Verdad, Bien o Belleza sino
Muerte o Locura (es decir, presencia de la Verdad como Ausen­
cia). De ahi que el objeto que busca no comparezca, no pueda
comparecer. A esa supuesta «apertura» la llamaría trascendencia
vacia. El alma, pues, no encuentra lo que busca; por su parte, la
ciudad carece de fundamento sobre la cual edificarse: se produce
y se reproduce sin que impere sobre esa producción y reproduc­
ción ningún principio de Verdad o de Belleza (ninguna pauta de
calidad).
Nótese cómo el gráfico que plasma el m ovim iento del Deseo
reproduce casi con exactitud el gráfico lacaniano. De hecho, el
Sujeto no se trasciende, ni tampoco el o b jeto: impera lo inma­
nente, clauso y ensimismado. Aunque con la consciencia viva de
que existe o tro orden: de ahi el movim iento siempre frustrado
de la vacía trascendencia.
Cabría incluso decir que también la esfera productiva, al
igual que el E ro s freudiano, se halla (debido a ese divorcio)
bajo los auspicios de Tánatos: no es casual que esa productividad
espoleada por el principio cuantitativo de la constante autosu-
peración (d e manera que el objeto que persigue la producción es
siempre «m ás producción») parece tener cierto «lím ite de creci­
m iento» más allá del cual se vuelve contra ella misma. La super­
producción debe entonces ser absorbida por las fuerzas de la des­
trucción (bien directamente, a través de la industria de la
guerra, bien indirectamente a través de la industria del consumo
planteada en términos de «obsolescencia planificada»).

49
de la acción, como utopía concreta, como sueño racional
(así por ejemplo Marx o Nietzsche).31
En Platón, ambas vías son necesarias y se hallan en­
trelazadas: la segunda, sin la primera, degenera en pura
productividad no mediada por Belleza o Calidad. Ya en
el esquema social platónico se halla la semilla de esta es­
cisión, reflejo del esquema empírico subyacente al pen­
samiento social platónico: en efecto, la banausía, trabajo
del artesano o del esclavo, constituye, frente a la poíesis,
una forma escindida de productividad.
La primera, sin la segunda, se degrada en puro amor-
pasión sin proyección cívica, objetiva: amor subjetivista
o «rom ántico» que tiene entonces en la locura o en la
muerte su verdadera meta.
Desde el romanticismo Eros traza un vínculo absolu­
to, no relativo (como en Platón) con la muerte: ya en
una novela como el Werther se percibe esa peligrosa ve­
cindad (como también se percibe el extrañamiento del
sujeto respecto al mundo objetivo).32 En cierto modo la
Muerte, así sustantivada, cubre el hiato o el vacío resul­
tante de la escisión entre la esfera subjetiva del deseo y
la objetiva de la producción. Eros será, desde entonces,
principio de vida, pero principio sometido en última ins­

31. La síntesis de Am or y Creatividad constituye, para Nietzs­


che, la figura misma del Superhombre: El Amor, en Zarathustra,
no está definido por la carencia sino por la sobreabundancia.
Constituye la premisa de toda creatividad. El amor es voluntad
de poder en la medida en que, para Nietzsche, voluntad de poder
significa voluntad de crear.
32. Véase el ensayo Goethe: la deuda y la vocación. En él se
muestran los extravíos del alma perdida en la mónada subjetiva;
es decir, en el Deseo. Así mismo se señala, siguiendo el perfil de
la figura de Goethe, cómo la salvación, de haberla, se halla en la
Poíesis. Sólo a través de la producción y edificación cívica puede
el Sujeto salvar el bache emocional al que le conduce necesaria­
mente el Deseo.

50
tancia a Táñalos. De Schopenhauer a Freud y a Thomas
Mann se percibe este sometimiento: la muerte es hori­
zonte trascendental que abre al sujeto a la trascendencia.
El existencialismo no hace otra cosa que abundar en un
lugar común cultural surgido con el romanticismo y con
la civilización industrial-burguesa.39
Frente a una productividad sin norte y sin oriente, de­
jada a su propio impulso ciego de producir siempre más
y reproducirse, se yergue, pues, un impulso hacia la be­
lleza que tiene en la muerte y en la locura su meta y su
entelequia. Ese impulso es propiamente Deseo: impulso
hacia un objeto que en última instancia está tachado y
que sólo a través del único señor, la muerte, alcanza su
satisfacción. Nuestra experiencia personal, social, históri­
ca es índice de esta escisión del Deseo y la Producción:
el sujeto siente como «poder extraño» un «principio de
realidad» en el que no puede insertarse para consumar
su apetencia erótica: un principio que, muy al contrario,
se yergue frente a él como eso que dificulta su erotismo
y le obliga siempre a pactar, transar.3343
5El mundo objeti­
vo, falto de contacto con el mundo subjetivo — erótico y
estético— se rige por el absurdo principio de la nuda pro­
ductividad.”

33. Heidegger, en este sentido, es reflejo ideológico de una


cultura escindida. De ahí que sólo a través de la presencia angus­
tiada de la Ausencia (M u erte) pueda el sujeto aprehenderse como
Sujeto: y en consecuencia, resolverse a ser.
34. De dhí que en Freud el concepto dialéctico de mediación
derive en el necesariamente no-dialéctico de transacción, deter­
minante del carácter necesariamente per-verso del Deseo.
35. En este ensayo y en general, en todo el libro partimos
del principio de que el arte form a una unidad sintética con la
sociedad, con la ciudad, que sin embargo en la modernidad se
desmorona, originando un arte «ensimism ado» y una sociedad
gobernada por principios an-estéticos. En este punto, pues, nues­
tra posición se aproxima a la que ha expuesto Xavier Rubert

51
En Platón fue pensada esa dualidad en forma de sín­
tesis conceptual. Pero tampoco pudo implantar el concep­
to en lo real. En el ensayo siguiente se intenta dar razón
de esa imposibilidad.

en dos libros excelentes. E l arte ensimismado y Teoría de la'


sensibilidad.

52
II. PLATON: EL ARTISTA Y LA CIUDAD
I

« Pues bien — comencé yo— , la ciudad nace, en mi opi­


nión, por darse la circunstancia de que ninguno de noso­
tros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas
cosas.»1
Esta premisa con la que se inaugura La República ini­
cia un desarrollo en el curso del cual Platón va poblando
su ciudad de habitantes divididos en compartimientos que
se corresponden con una determinada necesidad: vivien­
da, alimentación, vestido. Ante los ojos del lector desfilan
los diferentes sectores, agrícola, artesanal, comercial, que
constituyen la base de la ciudad, base sobre la cual le­
vantará Platón, en secuencias más avanzadas del texto, la
superestructura del gobierno, sostenida por los «perros
guardianes» (verdadera guardia pretoriana de la monar­
quía filosófica) y coronada con la figura egregia del filó­
sofo-rey o del tirano-filósofo.
La ciudad se halla informada por un principio que la
recorre en todos sus sectores y estamentos y en el que
Platón insiste una y otra vez de forma a veces compul­
siva :
«Esta ciudad será la única en que se encuentren zapa-
1. Rep. 369 b.

55
teros que sean sólo zapateros, y no pilotos además de
zapateros, y labriegos que únicamente sean labriegos, y
no jueces amén de labriegos, y soldados que no sean más
que soldados, y no negociantes y soldados al mismo tiem­
po, y así sucesivamente.»2
Esta división estricta del trabajo en sectores y oficios
está basada en un principio filosófico: existen, en efecto,
«diferencias innatas que hacen apta a cada persona para
una ocupación» y «no hay dos personas exactamente igua­
les por naturaleza».3
En consecuencia: «cada uno debe atender a una sola
de las cosas de la ciudad; a aquello para que su natura­
leza esté m ejor dotado».4
En la base de esa sociedad, por consiguiente, cada su­
jeto «es lo que es», y esa identidad viene consignada por
una actividad, papel u oficio que lo define esencialmente.
Y «es lo que es» (zapatero, agricultor, navegante, artesa­
no) de una vez y para siem pre: lo es por naturaleza, por
capacidad, y ese atributo que lo define y lo diferencia no
parece abandonarle nunca a lo largo de toda su vida.
La Justicia, objeto de investigación eminente del diá­
logo, aparece entonces como aquella virtud que hace que
cada cosa, cada sujeto, sea ella misma y no otra, se aco­
mode a su lugar de ubicación, se mantenga dentro de los
límites, de actividad, de oficio, de naturaleza, que lo de­
finen.5 En la ciudad platónica todo hombre tiene asigna-
2. Rep. 397 e.
3. Rep. 370 a-b.
4. Rep. 370 c. y 433 a.
5. «Aquello que desde el principio, cuando fundábamos la
ciudad, afirmábamos que había que observar en toda circunstan­
cia, eso mismo o una form a de eso es, a mi parecer, la Justicia.
Y lo que establecimos y repetimos muchas veces, si bien te
acuerdas, es que cada uno debe atender a una sola de las cosas
de la ciudad: a aquello para que su naturaleza esté m ejor dotada»
(.Rep. 433 a).

56
do un lugar, un espacio determinado y definido. Si es
zapatero, o médico, o negociante, es esencial, definitiva y
decisivamente ese papel, y nada más que ese papel. Si
algo repugna a esa visión platónica de la ciudad es la fi­
gura proteica de un individuo que encama múltiples acti­
vidades y oficios. Curiosamente, como se verá en el próxi­
mo ensayo, la figura antitética a la que Platón propone
en La República aparece en la época en que el platonis­
mo cobra un auge espectacular: en el seno del renaci­
miento italiano, especialmente florentino. Si una figura
parece repeler esta rígida concepción social platónica es
aquélla del uom o singuiare y universale encamada por
personajes como Alberti, Leonardo, Lorenzo de Médicis,
Federico de Montefeltro.. .

II

Una ciudad con estas características debe encomen­


darse a una divinidad que se corresponda con ese prin­
cipio de identidad y de estricta división del trabajo. Nada
más contrario a todo ello que representarse a la divinidad
«como a una especie de mago capaz de manifestarse de
industria cada vez con una forma distinta, ora cambiando
él mismo, modificando su apariencia, para transformarse
de mil modos diversos, ora engañándonos y haciéndonos
ver en él tal o cual cosa».6 La divinidad, por consiguien­
te, no puede jamás compadecerse con la figura que sue­
len dar los poetas de Proteo y de Tetis, esos «dioses que

6. Rep. 380 d.

57
andan por el mundo de noche, disfrazados de mil modos
como extranjeros de los más varios países».78
Por el contrario, la divinidad debe ser concebida como
«un ser simple, más que ninguno incapaz de abandonar
la forma que le es propia», ya que «los seres más her­
mosos y excelentes que pueden darse... permanecen in­
variables y simplemente en la forma que les es propia».*
Esa divinidad incorpora, por consiguiente, aquellos
atributos que definen, según el Fedón, el Banquete y la
propia República, a la Idea: simplicidad, inmutabilidad,
identidad consigo misma, eternidad, fijeza, autosuficien­
cia.9
Esa sociedad fundada en una división estricta del tra­
bajo que fija a cada individuo a una actividad y a un
estrato social y lo define de modo permanente desde y a
partir de él, halla en la teoría de la idea inmaculada y
en la doctrina de la divinidad simple e inmutable su aval
y legitimación gnoseológica y teológica.10 Esa sociedad, lo

7. «Entonces, amigo mío — dije— , que ningún poeta nos hable


de que:
“ los dioses, semejantes a extranjeros de todos los países,
recorren las ciudades bajo multitud de apariencias” ,
ni nos cuente nadie mentiras acerca de Proteo y Tetis, ni nos
presente en tragedias o poemas a Hera transformada en sacerdo­
tisa mendicante que pide:
“ para los almos hijos de Inaco, el río de Argos*
ni nos vengan con otras muchas y semejantes patrañas...» ( Rep.
381 d).
8. Rep. 318 c.
9. Atributos que, en estos diálogos «precríticos» (anteriores
a la revisión de la doctrina de la idea en Parménides y del alma
en F ed ro) se contagian también al alma, por lo menos en su estra­
to superior (la inteligencia), dado que el alma es congénere a la
idea.
10. K arl R. Popper, en La sociedad abierta y sus enemigos,
Buenos Aires, 1957, destaca este carácter «ideológico» de la teoría

58
mismo que la Idea y la Divinidad, se halla tallada a partir
de las categorías de Mismidad, Reposo y Ser (categorías
que, sin embargo, en un diálogo avanzado, el Sofista,
coexisten con sus opuestos: Diferencia. Movimiento, No-
Ser).u
Por el contrarío, la figura de Proteo y Tetis, tal como
aparece narrada por los poetas, constituye una versión
espúrea de la divinidad, ya que subvierte esos principios
promulgados. Esa figura no compagina con la Idea sino,
al contrario, con la eídola; no participa de Ser, Reposo y
Mismo sino de No-Ser, Movimiento, Otro. Esa figura debe
ser expulsada del panteón, ya que no permite legitimar
un orden social fundado en la división del trabajo y en
la identidad de actividad y oficio. Por el contrario, esa
figura avala una práctica de otro orden: no la del arte­
sano promocionado por el discurso platónico, sino la del
artista imitativo.“
Frente a la divinidad simple, objeto de contemplación*12

de las ideas de una form a bastante convincente, aunque tenden­


ciosa.
11. Un magnífico comentario de la teoría de los géneros su­
premos del Sofista puede hallarse en Francis M. Cornford, Pía.
to's Theory o f Knowledge, London 1957.
12. Para la distinción entre eikon (copia, obra del artesano
que imita en el mundo la Idea, consumando una buena mimesis)
y eídola (simulacro, obra del artista histriónico que realiza la
mimesis a través de la simulación), véase el excelente trabajo
de Deleuze sobre Platón incluido en el apéndice a la Lógica del
sentido, Barcelona, 1972.
A lo largo de este ensayo intentamos señalar la existencia de
un lugar vacante intermedio entre el «buen artesano» y el «artis­
ta histriónico» que podría ser ocupado por el artista creador (figu ­
ra ausente en la imaginería platónica). Éste eliminaría la refe­
rencia al modelo ideal: en tanto que productor, su pauta sería
física. Pero así mismo se desmarcaría del artista histriónico: pro­
duciría cosas y no tan sólo fantasmas. Nuestra posición respecto

59
del filósofo, aval de una sociedad fundada en la identi­
dad de cada sujeto a su actividad y oficio, aparece una
divinidad compleja y tornadiza, de carácter camaleónico
y proteico, que es objeto de devoción del artista imita­
tivo, y que es soporte de una sociedad antagónica a la
platónica: una sociedad donde cada sujeto es siempre
otro que sí-mismo, donde cada alma es ella misma y tam­
bién su diferencia, donde hombres y cosas son todos, en
particular y en general, cada cosa y «todas las cosas».
El problema de la m im e s is surge entonces como aquél
que permite esclarecer esta propensión humana, auspi­
ciada por falsas representaciones míticas y teológicas, a
ser otra cosa que sí-misma. Ya que al imitar «uno mis­
mo se asimila a otro en habla y aspecto».11 Y así por
ejemplo Homero muda su identidad de narrador al dejar
que hablen «otros» que «él m ism o»: otros a quienes imi­
ta en la narración y que se llaman Aquiles, Ulises, Héctor.
Si Homero, a lo largo del relato, «continuase hablando
como tal Homero, no como si se hubiese transformado
en Crises», entonces «no habría imitación sino narración
simple».**1
34
Esa m im e s is halla su perfecto cumplimiento en la poe­
sía épica, pero sobre todo en la tragedia y en la comedia,
ya que en ellas el propio «autor» (es decir, el Mismo) se
oculta en la diferencia, abriendo así el espacio por donde
pueden circular las «máscaras».15

a la teoría del fantasma o del simulacro sería, entonces, velada-


mente crítica. Todo fantasma o simulacro es, en última instan­
cia, fantasma o simulacro para-un-sujeto, por mucho que se con­
ciba a éste «descentrado». Subyace, pues, una premisa subjetivista
al planteamiento deleuziano.
13. Rep. 393 c.
14. Rep. 393 d.
15. Comprobará el lector que conozca mi libro Filosofía y
Carnaval, Barcelona, 1970, que a lo largo de todo este libro recu-

60
El artista y el poeta imitativo inspiran su actividad
en unos principios que son antagónicos a los del filósofo
y gobernante, ya que socavan un orden social fundado
en el principio de identidad y en la división del trabajo.
De ahí que se pregunte Platón si tiene cabida en la ciu­
dad esa figura del artista o, por el contrario, debe ser
expulsada de la misma.
«L a respuesta depende de nuestras palabras anterio­
res, según las cuales cada uno puede practicar bien un
solo oficio, pero no muchos...» Ello es pertinente refe­
rirlo al caso de la imitación, pues «no puede ser capaz
la misma persona de imitar muchas cosas tan bien como
una sola» y «mucho menos podrá simultanear la práctica
de un oficio respetable con la imitación profesional de
muchas cosas distintas».16 Platón hace al fin ciertas sal­
vedades a esta formulación tajante, que sin embargo no
son bastantes para matizar siquiera su pensamiento de
fondo.

re, com o uno de los motivos conductores, aquél que ya lo fue


en dicha obra: la concepción del carnaval y de la máscara. Se in­
tenta, pues, desarrollar lo que allí era todavía esbozo y promesa.
El tema no ha variado, pero sí el enfoque. Y a que en ese libro
se cuestionaba la subjetividad desde un horizonte de locura (d ife­
rencia, dispersión) que abría el espacio de despliegue de las
máscaras. Ahora bien, esa apertura, sim ilar en última instancia
a la heideggeriana (que por ser menos barroca y latina, más pro­
testante, no habla de Folie sino de M uerte), constituye una «mala
trascendencia», una trascendencia vacía, toda vez que falta una
previa mediación necesaria del sujeto, en el orden de la inmanen­
cia. Esa mediación hace referencia a la esfera objetiva (social,
productiva). Esta esfera no queda cubierta merced al recurso
lacaniano de la intersubjetividad. L o intersubjetivo habla de lo
objetivo fundado desde el Sujeto. Pero el orden de lo «objetivo
libre» (esfera social y productiva) constituye, respecto al Sujeto,
respecto a la Differance a la que éste se halla «sujetado», la ver­
dadera «diferencia libre».
16. Rep. 394 e y 395 a.

61
III

A partir de estas concepciones platónicas puede esta­


blecerse el siguiente cuadro compartimentado en el que,
por un lado, se establecen correspondencias entre los dis­
tintos órdenes, social, gnoseológico, teológico, y por otro
lado se diferencia la opción filosófica elegida por Platón
de aquélla otra rechazada.17 Podría ser, aproximadamen­
te, como sigue:

(+ ) (- )

Divinidad simple Proteo, Tetis


Idea inmutable Eidola
Ser - Reposo - Mismo No Ser - Movimiento - Otro
Filósofo-rey Artista imitativo (sofista)
Orden social ¿?
(de República y Leyes)

Ahora bien, a partir del Fedro, del Parménides y del


Sofista esta compartimentación queda cuestionada.
En el Sofista, por ejemplo, se intenta hallar un tér­
mino de mediación entre los «Amigos de la Forma», per*
sonificadores del primer compartimiento ( + ) y los «Am i­
gos de la materia», personificadores del segundo (— ).
Y en consecuencia, se integran, en la tabla de los géne­
ros supremos, Ser, Reposo y Mismo con No-Ser, Movi­
miento, Otro. Pero así mismo se concede a la eidola cierto
estatuto ontológico, del mismo modo como se llega a la
conclusión de que el No-Ser en algún sentido «es». En­
tonces la diferencia entre filósofo y sofista, o entre filó-

17. U tilizo aquí la misma premisa metodológica de La filoso­


fía y su sombra, Barcelona, 1969, especialmente manifiesta en el
segundo de los ensayos.

62
sofo y artista imitativo (sofista y artista imitativo se
refugian constantemente en la eídola) comienza a difu-
minarse.18
Por otra parte, ya en el Fedro se definía al Alma como
«automovimiento», como aquel ser que siempre se mue­
ve y nunca puede dejar de moverse, de manera que ese
eterno movimiento llegaba a constituir la prueba de su
inmortalidad. Y en Timeo aparece el alma como una alea­
ción de Mismo y Otro.19 Pero también la Idea parece su­
frir su correspondiente modificación de estatuto: ya en
el Parménides se la sugiere como aleación de unidad sin
sustancia y pluralidad sin fundamento."
Entonces ¿cómo puede compadecerse esta concepción
dialéctica de la idea y dinámica del alma con la doctrina
social, política, pero también individual, anímica, trazada
por Platón en su República y reproducida en su obra úl­
tima, las Leyes? a
18. Emociona imaginar la grandeza del itinerario espiritual
platónico: una vez contraídos compromisos teóricos tan fuertes
como los que suponen la formulación de la doctrina de las ideas
y del alma en Fedórt, Banquete y República, Platón lleva a cabo
una crítica demoledora de estas doctrinas que es mucho más
profunda y corrosiva que las de su propio discípulo disidente,
Aristóteles. Quizás sea el caso más extremado y ejem plar de
honradez intelectual que presenta la historia de la filosofía.
19. M ism o: ya que el alma tiene en sí misma el principio y
la razón de su movimiento. O tro: ya que el alma se mueve (tras­
pasa de Sí misma a Otro; sólo que esa alteridad la tiene inter­
nalizada).
20. Véase el libro de V íctor Gómez Pin, De usía a manía,
Barcelona, 1972, donde se examinan todas las implicaciones de
las aporias del Parménides.
21. Sobre este particular, véase V íctor Gómez Pin, E l drama
de la ciudad ideal, Madrid, 1973. Este ensayo mío es, respecto a
ese excelente libro, polémico. En efecto, acepta que la resolución
del «dram a de la ciudad ideal» se efectúe en la «filosofía dialécti­
ca» incoada por Platón y perfeccionada por Hegel. N o así, en cam­
bio, el drama de la ciudad real. Éste sólo puede tener resolución en
la órbita del Logos (d e la filosofía) si, y sólo si, se mantiene una

63
Cabría suponer que en su segunda doctrina — del alma,
de la idea, de la divinidad, de la filosofía, de la ciudad—
Platón habría hallado en la figura del filósofo dialéctico
un personaje que obviara la tajante escisión entre filó­
sofo-rey y artista-imitativo (o sofista); en la doctrina dia­
léctica de la idea, un término medio entre las categorías
de Identidad, Ser y Reposo y las opuestas de Diferencia,
Nada y Movimiento; en la doctrina del alma y quizás
también del demiurgo, una apoyatura teológica más firme
y coherente que aquélla, rígida, de la deidad simple y
purísima (que en la propia República aparece cuestio­
nada en la enigmática idea de que el Bien está «allende
la esencia»).22 Falta sin embargo una doctrina social y po­
lítica que se corresponda con estas sustanciales rectifica­
ciones. Y así mismo falta una concepción del arte y del
artista adecuados a las mismas.
En suma: Platón dejó sin responder los problemas
que esa revisión acarreaban a los principales sujetos de
su drama filosófico. Esos sujetos son: El Artista y la
Ciudad.

diferencia de esencia entre base social y superestructura de


poder. Esta superestructura alcanza su perfeccionamiento a través
de la síntesis de la esfera filosófica y la política. Dicha síntesis
resulta indispensable para llevar a cabo la subversión de la esfe­
ra social-productiva. Pero sólo se justifica si evidencia con hechos
su voluntad dialéctica por desvanecerse. Cuando eso no sucede,
o cuando eso sólo sucede en la teoría (entretanto cristalizada en
dogma), entonces se alcanza un poder político-filosófico puro (en
el sentido de una form a que es ella su propio contenido, dado
que éste no es «externo», no es «económ ico»). En cierto modo
ese form alism o constituye la cumplida realización de la ciudad
ideal platónica. La voluntad de poder se descarga de contenidos
de clase. Pero no por ello deja de ser lo que es.
22. Rep. 509 b.

64
IV

En el Sofista aparece una reflexión sobre el artista


imitativo, aparentemente sin importancia, que constituye,
sin embargo, el necesario complemento de la doctrina
de La República, En ese pasaje se integra al arte imita­
tivo en el seno de un género. Arte Poiética, del que tam­
bién forma parte la agricultura, «las (artes) que se re­
fieren a las cosas que los hombres componen y forman
y que llamamos instrumentos» y así mismo «todas las
artes que cuidan de un cuerpo mortal». Tal es el arte
creativo o productivo (poietikéri).2*
El artista imitativo, en tanto que artista, es produc­
tor. Constituye por consiguiente un habitante de la base
del cuerpo social platónico.
Por producción o Poíesis entiende Platón, en este pa­
saje, análogo al del Banquete: «Respecto a todo aquello
que en un principio no existe y que después se lleva al
ser, decimos que el que así lo lleva lo hace ( po'iein) y que
lo llevado a existencia es hecho».24
Se veía en el primer compartimiento del cuadro que
al filósofo «dogm ático» se oponía el artista mimético.
Aquí, en el Sofista, vuelve aparecer este último. Pero, por
una parte, la mimesis, y lo mismo puede decirse de la
eídola, su elemento, ha modificado su estatuto. Y, así
mismo, el artista comparece, antes que bajo la figura del
imitador, bajo la forma del productor.
En ese diálogo se halla en el filósofo dialéctico un tér­
mino medio entre ambas figuras escindidas. Ahora bien,
falta una figura correspondiente en el terreno del arte.
Y esa falta es delatora de una insuficiencia del plantea­
miento platónico, insuficiencia que hace abortar quizás
23. Sofista, 219 a-b. Edición del Instituto de Estudios Políticos,
Madrid, 1970, texto bilingüe, traducción de Antonio Tovar.
24. Banqu. 205 b.

65
la misma revisión efectuada en los diálogos de transición
y de madurez ( Fedro, Parménides, Sofista) ”
Esa insuficiencia puede percibirse si se pregunta lo
siguiente: ¿Puede afirmarse con rigor que el filósofo, dog­
mático o dialéctico, forme parte del ramo de la «produc­
ción», sea, pues, miembro de la base del cuerpo social?
¿O por el contrario, tanto en la doctrina ortodoxa como
en la heterodoxa, tanto en la formulación dogmática
como en la dialéctica (inclusive en las prolongaciones «he-
gelianas» de esa dialéctica) aparece siempre el filósofo
como miembro de la superestructura gobernante, y por
lo mismo sustraído necesariamente del proceso de pro­
ducción, a diferencia en esto del artista y del poeta, del
agricultor, del médico y del artesano?
De hecho, el filósofo piensa la sociedad: unifica men­
talmente todos los estamentos, todas las actividades, to­
taliza en su cabeza el cuerpo social. Y en virtud de ese
control mental y consciente puede gobernar la ciudad.26
Entretanto el artista produce. Y en su versión mimé-
tica llega incluso a producir en todas las direcciones,
25. El demiurgo del mundo, el propio filósofo com o demiurgo
de la polis no son candidatos apropiados a esa plaza vacante: su
referencia al m odelo ideal, a la Idea, los hace cómplices de la
«superestructura».
26. N o es que el filó so fo sea además rey o tirano, ni que éste
sea además filósofo. L o que no llega a decir Platón, dando a
veces sin embargo, pie para pensarlo, es que acaso pertenezca
a la esencia de toda tiranía el ejercicio de la filosofía (siempre
que sé entienda p or tiranía poder con vocación de absoluto; y
por filosofía «saber absoluto»). Una reflexión acerca del vínculo
esencial entre saber y poder podría abrirnos el espacio de una
teoría política que fuera a la vez y en el m ism o sentido una epis­
temología.
En un estado totalitario moderno se cumple el ideario plató­
nico: los «perros guardianes de la ciudad» (la guardia pretoriana)
sostienen el poder en virtud de un saber absoluto (registro policial
de «todas las cosas»). Sobre este particular, véase el último apar­
tado de Nietzsche: D iv o rcio entre alm a y ciudad.

66
hasta el punto de que parece «ser todas las cosas». Otro
texto del Sofista nos habla de esa proclividad:

«E xtranjero : Si alguien dijera saber no ya afirmar y


contradecir sino hacer y realizar con un solo arte las co­
sas todas...
T eeteto : ¿Cómo dices todas?
Extranjero : Inmediatamente desconoces el principio
de lo que te iba diciendo: pues, según se ve, no entien­
des este todas.
T eeteto : Es verdad que no.
Extranjero : Digo, pues, que en este todas las cosas,
entramos tú y yo, y además de nosotros todos los demás
animales y plantas.
T eeteto : ¿Cómo dices?
E xtranjero : Si alguien dijera que iba a hacemos a
ti y a mí y a todas las demás criaturas...
T eeteto : ¿Qué hacer es ese que dices? Porque no ha­
blas de un labrador, ya que indicabas que era un autor
de seres vivos.
E xtranjero : A sí digo, y autor además del mar, de la
tierra, del cielo, de los dioses y de todo lo demás. . . » 27

Ese supremo hacedor, que por un momento parece


asemejarse al demiurgo divino del Timeo (el cual ordena
la jóra preexistente según el patrón de modelos ideales)
es de hecho el sofista y el artista mimético, especializado
en la producción de simulacros.
Tenemos, por una parte, un filósofo dialéctico al fren­
te de la ciudad: piensa la unidad de lo diverso, pero pien­
sa también la diferencia de lo idéntico. Ese filósofo es
más sutil, más refinado que aquel filósofo dogmático que
se ahorraba pensamientos acerca de la Diferencia y del

27. Sof. 233 d-e.

67
No-Ser. Pero en el fondo su estatuto no ha cambiado.
Ya que se limita a pensar sin producir. Y en virtud de
ello puede mandar, controlar.21
Tenemos, por otra parte, un artista productor en la
base de la ciudad: amalgamado a agricultores, médicos,
creadores de instrumentos. Sólo que ese productor no
crea cosas reales sino simulaciones de objetos, no trans­
form a cielo y mar, tierra y subsuelo, sino que refleja con
un espejo las cosas ya existentes.19
Falta por consiguiente una tercera figura que incor­
pore del artista su facultad productora, lo mismo que su
omnímodo plan de realización, esa ambición por hacer
y producir todas las cosas.30 Y que asimismo destrone
la figura de un filósofo sustraído del proceso productivo
con el fin de mandar, desde la cúspide de una pirámide,
sobre la base social.
A esa figura podría llamársele artista creador', su ob­
jeto de trabajo sería entonces naturaleza y ciudad, no ya
la simulación de una o de otra. Su objeto de reflexión
sería físico, no ideal. Su actividad sería demiúrgica o
técnica, no mental o conceptual.
A diferencia del artista productor — que encama la
síntesis, trazada en el ensayo anterior, de Eros y de
28. Mandar significa, o puede significar: hacer que otros pro­
duzcan. Inclusive, si se quiere form ular así, «d a r trabajo». ¿Qué
sucedería en una sociedad en que la colectividad asumiera, toda
ella, puestos de «m ando» y de «con trol», debido a un perfeccio­
namiento del proceso de automatización y a otros factores simi­
lares? ¿Podría hablarse entonces de una colectivización del poder
y del saber? ¿Se replantearía el problema de la dominación (rela­
ción amo-esclavo), sólo que en otros términos, por ejem plo entre
lo humano y lo no-humano (la Fysis)?
29. El artista histriónico, a diferencia del artista creador, no
transforma el mundo: se lim ita a simularlo (del mismo modo
como el filósofo-rey se lim ita a contem plarlo o interpretarlo).
30. Esta es la utopía concreta, el sueño racional que subyace
a lo largo de todo el texto.

68
Poíesis— el filósofo, sea dogmático o dialéctico, no hace
todas las cosas, tan sólo las sabe y las conceptúa; no
siente y vive con las cosas, tan sólo las reflexiona, las
registra mentalmente. Las conoce, pero nunca puede dar­
las a luz. Le falta, pues, ese momento del engendrar y
del parir que haría productiva su actividad. Se limita,
por consiguiente, a una contemplación de todas las co­
sas, a una visión, supervisión, control o teoría. De ahí
que pueda ejercer su dominio sobre la base social y pro­
ductiva.
La rígida división del trabajo sancionada por Repú­
blica y por Leyes y avalada por la doctrina de la Idea
una e indivisa deja paso a un orden social más avanza­
do, más moderno, más dinámico, en el que se reproduce
sin embargo la división entre un estamento político que
gobierna — y que necesariamente es filosófico para po­
der ejercer dicho gobierno (ya que la filosofía permite
el registro mental en unidad y en totalidad de todas las
cosas, sujetos, seres, pertenecienes al cuerpo social)— y
una base productiva en la que se mantiene a cada alma
encadenada a un lugar, a una actividad, a un oficio. Sólo
en la cúspide de la pirámide se dinamiza y se dialectiza
esa rigidez. Y de ese modo se perfecciona el dominio.
Es, pues, en la filosofía dialéctica donde puede en­
contrarse la resolución del drama platónico, pero esa re­
solución sólo nos habla del pasaje de un idealismo dog­
mático y ortodoxo a un idealismo dialéctico, más sabio,
más refinado. Sin embargo, el primado de la Idea, el pri­
mado de la Filosofía, en ningún momento queda cues­
tionado ni discutido. Ni por Platón ni por aquéllos que,
como Hegel, abundan en su mismo planteamiento con
la intención de perfeccionarlo y reformarlo.31
31. La verdadera resolución se podía hallar en la filosofía
del renacimiento. Véase el siguiente ensayo, segundo apartado.

69
III. PICO DELLA M IRANDOLA: EL HOMBRE,
SEMEJANTE A PROTEO
Est autem haec diversitas in ter Deum et homi-
nem, quod Deus in se om n ia contin et uti om nium
principium , borne autem in se om nia contin et uti
om nium m édium .

P ic o d ella M ir á n d o l a , H eptajAus, V , V I.
I

Parece como si en el punto de partida de Oración


sobre la dignidad del hombre de Pico della Mirándola se
echara mano de la cosmovisión legada por la tradición
medieval sin introducir ninguna distorsión fundamental.
En esa cosmovisión se percibe una estratificación jerar­
quizada de regiones del ser entre las cuales cabe desta­
car: una región supraceleste que Dios, gran arquitecto,
ha decorado con mentes; una región de «almas eternas»
que, al modo de «etéreos globos», flotan ingrávidos en
la zona inmediatamente inferior; por último, una zona
inferior, «parte excremental y feculenta», en la que viven
todo género de animales.1 En ese cosmos cerrado, en ese

1. Giovanni Pico della Mirándola, O ración acerca de la digni­


dad del hombre, Edición de la Universidad de Puerto Rico, 1970,
traducción de José María Bulnes. Sobre el concepto renacentista
de hombre (especialmente en la Academia Florentina), véase Paul
O. Kristeller, Renaissance Concepts o f Man, Nueva York-Londres,
1972; Cassierer et alia, The Renaissance Philosophy o f M an (una
excelente antología de textos, desde Petrarca a Pomponazzi y
Vives, con introducciones previas, que incluye el texto de Pico
que comentamos, así com o un extraordinario opúsculo de Mar-
silio Ficino, «cinco cuestiones sobre la m ente»), Chicago, 1948;

75
espacio tan bien acotado y definido, no parece tener ca­
bida ningún sujeto que en algún sentido profundo pueda
cuestionarlo. Todo tiene su lugar, todas las cosas se ha­
llan definidas en su puesto natural, todo objeto o sujeto
tiene allí su territorio propio: Dios, las mentes angéli­
cas, el alma cósmica, el mundo sublunar, la materia.
Cierto que un divinas influxus recorre de parte a parte
los estratos, nutriendo de energía espiritual todas las
cosas.*23Cierto que la Divinidad está tallada según el pa­
trón platónico y neoplatónico del Uno-que-no-es. Y en
consecuencia ocupa un lugar en cierto modo excéntrico
respecto a ese cosmos tan clauso, tan perfecto. N i un
asomo sin embargo parece existir en esta cosmovisión
de ideas terribles como aquéllas, propias de la teología
mística, propias del Cusano, que hablan de Lo Infinito.
Menos aún puede siquiera vislumbrarse en el texto, ar­
mónico } razonable, de Pico, nada semejante al concepto,
ya «m oderno», de Universo.2 Y sin embargo, en ese cos­
mos tan pagado de su propia completud, aparece un hués­

véase también la parte consagrada a la filosofía renacentista en


Cassierer, E l problem a del conocim iento, I; sobre Pico della Mi­
rándola en particular, véase Henri de Lubac, P ie de la Mirándole,
París, 1974; y el excelente trabajo del Padre Eusebi Colomer, De
la Edad Media al Renacim iento (Ramón Llull-Nicolás de Cusa-
Juan Pico della Mirándola), Barcelona, 1973.
Todos los textos citados entre comillas form an parte de la
Oración de Pico. Se ha seguido la traducción de Bulnes para los
mismos.
2. Sobre la noción de divinas influxus en el contexto general
del sistema neoplatónico florentino, véase el aprestado y sustan­
cioso resumen del mismo que da Erwin Panofsky, Estudios sobre
iconología, Madrid, 1972, capítulo 5, «E l movim iento neoplató­
nico en Florencia y el norte de Italia».
3. Sobre la diferencia entre cosmos y universo, así como
acerca de la noción de infinito, A. K oyré et alia. La ciencia mo­
derna, Barcelona, 1972.

76
ped ominoso que distorsiona tan sugestiva armonía. Ese
huésped es el hombre.
De hecho, el mundo era así de ordenado y perfecto
hasta el momento en que Dios decidió crear el hombre.
Hasta ese instante todo parecía suceder según un plan
armonioso. Cada cosa creada ocupaba un lugar determi­
nado, y ese lugar era desde entonces y para siempre su
lugar. La mente, el alma, el bruto, todo tenía su esfera
y su ubicación. Ese cosmos recuerda extrañamente el
cuerpo social platónico promulgado en La República: en
ambos cada cosa tiene su puesto, su rango en la jerar­
quía; todo se halla perfectamente ordenado y distribuido.
Y se encontró el creador que en ese cosmos no había
lugar para esa su nueva y postrimera creatura, el hom­
bre. Todos, todos los lugares «estaban llenos». «Todos,
tanto en los sumos órdenes, como en los medios e ínfi­
mos», todos los espacios «habían sido ya distribuidos».
¡Extraña injusticia cometida para con ese recién crea­
do personaje! No parece reservársele ningún lugar, llega,
como los desposeídos de Malthus, mucho después del re­
parto, encontrándoselo todo ya ocupado. Sin posesión,
sin patrimonio, sin territorio, aparece como el paria de
la creación, tiene todas las trazas del proletario.
«N i asiento determinado, ni aspecto propio, ni enco­
mienda alguna particular»: nada tiene ese ser que le sea
propio, carece, como el Ünico de Stirner, de toda pro­
piedad, si se exceptúa su extraña, ambigua identidad.
¿O es que acaso puede hablarse de que tenga alguna
identidad? Más bien parece no tener ninguna, ya que ni
es dios, ni es bruto, ni es mente angélica, ni es alma
cósmica, ni es materia. Se alcanza su identidad, precaria­
mente, como en el caso del Uno — que es, de todos mo­
dos, el caso de la misma Divinidad— a través de un ro­

77
sario de negaciones. Propiamente no es. Propiamente
nada tiene. Y hasta parece carecer de nombre propio.
¿Qué extraña cosa es el hombre? ¿Qué rareza o extra­
vagancia permite comprender su etérea y tornadiza na­
turaleza? Pico della Mirándola responde: semejante a un
gran camaleón, semejante a Proteo, el hombre, precisa­
mente porque no es ninguna cosa, puede ser todas las
cosas.

II

El hombre carece de lugar: precisamente por ello pue­


de hacerse con cualquier lugar, puede darse «aquel asien­
to, aquel aspecto, aquellas encomiendas que deseara». En
su menesterosidad se basa su propia riqueza.
El hombre carece de identidad: merced a esa defec­
tuosidad puede elegir cualquier signo de identidad, puede
construir cualquier personaje, puede hacer consigo mis­
mo lo que quiera. Su esencia se halla cifrada en su liber­
tad. No está definida, delimitada de antemano. Es en el
modo del existir. Pico della Mirándola avanzó ideas re­
volucionarias que han pasado siglos hasta que se impu­
sieran, con la filosofía de la existencia, de un modo he-
gemónico.4
El hombre no es «celeste ni terreno, mortal ni inmor­
tal». Pero puede ser lo que quiera: celeste y/o terreno,
mortal y/o inmortal. «É l es el artífice de sí mismo», ca­
paz, como el artista poiético definido por Platón, de con­
figurar, construir todas las cosas, su mundo; capaz, por

4. En Pico se halla plenamente expresada la idea de que el


hombre carece de naturaleza o de esencia; es su libertad la que
funda su realidad.

78
tanto, de hacer de sí mismo una obra de arte; y en con­
secuencia: «plasmarse y esculpirse» a sí mismo «en la
forma en que prefiera».
Puede «degenerar en las cosas inferiores que son los
brutos» y también puede «regenerarse en las superiores,
que son divinas».
A modo de microcosmos, Dios ha sembrado en él «si­
mientes de todas las especies y gérmenes de todo género
de vida». Pero no es microcosmos en el sentido tradicio­
nal, ni siquiera en el sentido en que entiende la idea el
maestro de Pico, Ficino. N o es el hombre microcosmos
en el sentido de que sea centro del cosmos. Y ello por
razón de que el hombre propiamente no es del cosmos.
Es extraño respecto al cosmos, excéntrico respecto a to­
das las cosas. No es centro del cosmos sino excentricidad
del mismo: creatura en la que el orden de la creación
parece perder la cabeza.5
Según las simientes que cultivare, puede el hombre
ser una y otra cosa: «si cultiva las vegetales, planta se
hará; si las sensuales, bruto; si las racionales, animal
celeste; si las intelectuales, ángel e hijo de Dios; y si no
contento con la suerte de creatura alguna, se recogiera
hacia el centro de su unidad, se hará su espíritu uno con
Dios».
El hombre puede ser todas las cosas, puede hacer de
sí cualquier cosa. Su hacer, su poíesis no está, por con­
siguiente, definida. Ninguna idea fija estipula de ante­
mano su propensión hacia esa u otra actividad, hacia esa
u otra construcción de su propia identidad. Puede hacer
todas las cosas: hacerse uno con Dios o dispersarse en

5. Sobre el avance que significa la noción de hombre en


Pico respecto a la del propio Ficino, véase el prim er trabajo
incluido en la obra, ya citada, de K risteller.

79
la materia, llegar a «ser» o perderse en el «n o ser», reco­
gerse en el «u no» o diluirse en las «muchas cosas».
Es, por consiguiente, igual a un «camaleón» digno de
toda admiración, tiene «su piel cambiante» y su natura­
leza es propensa a la «metamorfosis». No es casual, por
tanto, que «en los misterios se le simbolizara por Pro­
teo».4
£1 es su propio hacedor: «el mismo se plasma, fa­
brica y transforma a sí mismo... es un animal de varia
como multiforme y tornadiza naturaleza».

III

Si este texto maravilloso y juvenil, escrito por un


pensador que bebe en las aguas de la m ejor tradición
platónica, se coteja con aquéllos de La República que en
el ensayo anterior se han analizado, referentes a la recu­
sación, por parte de Platón, de la representación proteica
de la divinidad y de la dimensión histriónica, también
proteica, del artista imitativo — del que se dice en el So­
fista que «produce todas las cosas» por la vía de la simu­
lación— puede advertirse el verdadero «giro copemica-
no» que este pensador sublime introduce en el seno del
platonismo.
Ya que todos los argumentos que avalan el decreto
en virtud del cual Platón decide expulsar al artista de la
ciudad son esgrimidos por Pico como pruebas de admi­
ración y maravilla de esa creatura, el hombre, que basa
su dignidad en eso mismo que era para Platón iniquidad.
Si el artista mimético era expulsado por razón de sus
6. Sobre el tema de los misterios, Edgar Wind, Los misterios
paganos del renacimiento, Barcelona, 1972.

80
metamorfosis, por razón de su incapacidad para asentar­
se en un lugar, para adecuarse a un oficio o actividad,
para definirse según un determinado patrón de identidad,
ahora todas estas razones de expulsión son, para Pico,
razones de incorporación. Son inclusive algo más: eso
que hace del hombre el ser supremo de toda la creación.
Ésta, antes del hombre, se asemeja al cuerpo social
platónico. Pero la llegada del hombre introduce en ese
cosmos clauso y ordenado un principio de movilidad y
energía. Huelga en el mundo resultante la introducción,
necesaria en la ciudad platónica, de una superestructura
político-filosófica que asegure el mantenimiento de cada
cosa en su lugar. Está de más la figura del filósofo-rey.
En su lugar, aparece el artista coronado.
Ya que ese hombre de Pico evidencia su esencia ar­
tística: es, como hemos visto, artífice de sí mismo, es
su propio hacedor y productor, es por lo mismo plasma­
dor de un mundo al que le da forma y figura; es el crea­
dor de la ciudad. Es, asimismo, omnímodo y polimorfo,
no sujeto ni sometido a una sola actividad, a un solo
oficio.
Ese hombre de Pico della Mirándola constituye la
transcripción conceptual de una experiencia de Alma y
de Ciudad que en los años del renacimiento italiano, es­
pecialmente florentino, fue hermosamente esbozada.7 Ex­
periencia que dio lugar a la figura del uomo universale y
singuiare, el alma que es todas las cosas, empeñada en
construir, a imagen y semejanza de su alma, una ciudad
en donde el Hombre pudiera al fin encontrar algo así
como una auténtica morada.

7. Sobre la filosofía renacentista italiana en el marco de la


cultura y de la civilización renacentista, léanse las obras de Euge­
nio Gerin, especialmente Moyen Age et Renaissance (traducción
del italiano por Claude Carme), París, 1969.

81
IV

Pico della Mirándola en su discurso — y los habitan­


tes de la ciudad real del renacimiento, los Alberti, Leo­
nardo, Cosme y Lorenzo de Médicis, Piero della Francés-
ca, en la vida práctica— consumaron esa última cohe­
rencia del platonismo que implica la reintegración del
artista en la ciudad, única manera de «dialectizar» la fi­
gura rígida y estática del filósofo rey, empeñado en la
contemplación de la Idea en-sí. Ünica manera, así mismo,
de romper el yugo de la División del Trabajo con que
Platón encadenó a su ciudad.
La figura del uom o universale y singuiare, que es, en
ejercicio, todas las cosas, que pretende a todas las ocu­
paciones, que intenta determinar todos los sueños y de­
seos, esa figura que en el mito fáustico hallará, en mano
de Goethe, una última y melancólica modulación, consti­
tuye la cumplida síntesis de hacer y saber, de vida activa
y vida contemplativa, de éxtasis místico y poíesis civil,
política, de rapto poético y de compromiso social.
Más próxima a nosotros que la filosofía y la ciudad
griega, más originaría — si origen es principio fundacio­
nal de estirpe y dinastía, principio no sólo mítico sino a
la vez fáctico, histórico— la filosofía y la polis renacen­
tista, hechura de comerciantes y banqueros, de burgue­
ses, obra de condottieros, príncipes y tiranos, poseídos
por afanes e intereses mundanos, tales como la Gloria, la
Fama, imbuidos de sensibilidad y de reflexión, de acción
y de pasión, constituye ni más ni menos el criterio inter­
no desde el cual evaluar nuestro lugar en el curso de la
historia. La concepción del hombre como ser que es de
algún modo todas las cosas, piedra angular de la verda­
dera concepción humanista, es, a este respecto, la me-

82
dida desde la cual establecer el lugar en el cual nos en­
contramos, el índice de estravío de nuestra historia.
Si esa historia nuestra porfía por hallar un mito fun­
dacional que sea para ella mito de origen deberá evitar
la confusión entre lo real-histórico y lo únicamente soña­
do. Podemos soñar con los griegos, pero todavía pode­
mos reconocemos en los mercaderes venecianos y en los
condottieros italianos, Arcadia y Utopía son, en esa cons­
telación, algo distinto que un Pasado inmemorial o un
Futuro desligado del tiempo: son todavía recuerdo em­
pírico, en una palabra, historia.
La distancia que nos separa de ese modelo y de esa
posibilidad introduce entonces un índice de desconsuelo
tanto más hondo y negativo cuanto más real es, menos
producto del deseo y del ensueño.

83
Segunda parte
De Goethe a Thomas Mann
El texto de Pico della Mirándola concede un sujeto
y un objeto a la síntesis platónica del Alma y de la Ciu­
dad, de Eros y Producción. Ese sujeto es el Hombre.
Y su objeto correspondiente, objeto de su deseo y objeto
de su producción, la ciudad, la hermosa ciudad renacen­
tista. Ese hombre halla en el uom o universcde su con­
creción histórica. Y en la ciudad italiana su objetivación
adecuada.
Se trata de una síntesis clásica, ya que constituye el
patrón o la pauta desde la cual medir el índice de extra­
vío que arroja el curso histórico subsecuente a su conso­
lidación. Ese curso muestra a las claras un proceso gra­
dual de resquebrajamiento de dicha síntesis, de manera
que los términos en ella dialectizados comienzan a consti­
tuirse en órdenes autónomos, extraños y separados.
Las razones de fondo de esa quiebra histórica y so­
cial sólo pueden quedar implícitas en este libro, en el
cual se investiga su inflexión en la esfera de la cultura.
Todavía en el mundo vivido y reflexionado por Goethe
esa síntesis aparece como posibilidad práctica, sólo que
necesariamente menguada. Pero esa mengua queda com­
pensada por el carácter problemático de la aventura. Ya
que para Goethe constituye obviedad la escisión, la sepa­

87
ración, el desgarro, siendo por esta razón tanto más va­
liosa su búsqueda de una mediación entre esferas que se
viven ya divorciadas.
En el universo hegeliano la síntesis se hace sólo po­
sible en la esfera del pensamiento, ya que se vive en la
convicción de que el reino del hacer y del producir ha
sido ya consumado. Sólo queda como tarea melancólica
el pensar. Surge en consecuencia la Inteligencia como es­
fera desvinculada de la acción, del mundo y de la vida.
Surge la Lucidez.
En el mundo de Wagner y de Nietzsche la síntesis en­
tre alma y ciudad acusa su quiebra absoluta: el sujeto
se pierde en simulaciones o se hunde en la noche men­
tal de sus alucinaciones. Surge así una Consciencia his-
triónica sin vínculo dialéctico con la razón. Y correlativa­
mente un sujeto alucinado sin relación ninguna con el
mundo real.
Ese proceso de quiebra del Deseo y la Producción, del
Sujeto y el mundo objetivo, del artista y la sociedad,
halla en Thomas Mann el narrador pertinente que da
cuenta del mismo en sus relatos y que reflexiona sobre él
en sus ensayos.
No se pretende a través de esta segunda parte agotar
una problemática que exigirá un trabajo largo y sistemá­
tico hasta quedar plenamente delineada y detallada. Uni­
camente se intenta esbozar un orden de cuestiones que
configuran nuestra propia experiencia vital y reflexiva
contemporánea. Remontándose al próximo pasado, a ese
siglo romántico que constituye la premisa histórica del
nuestro, puede quizás, con la distancia, hallarse el nú­
cleo y la semilla de multitud de experiencias y de ideas
que hoy han sido plenamente monetizadas, hasta consti­
tuir experiencia diaria y casi obvia.
La perspectiva histórica contribuye, en este sentido, a

88
convertir lo que parece obvio en extraño, ajeno, incluso
en algún sentido sorprendente.
Ésta es la razón de fondo por la que se han elegido
pensadores y escritores del pasado cultural que aparen­
temente «nada dicen» a nuestra sensibilidad contemporá­
nea. Craso error que alimenta nuestra propensión a con­
vertir todo conocimiento en valor de cambio, todo objeto
cultural en moneda circulante.
Aproximarse a Goethe, a Thomas Mann, a Wagner,
constituye entonces un anacronismo deliberado: el hecho
mismo de que no «circulen» en el mercado de los valores
culturales de las vanguardias los hacen especialmente ap­
tos para revelar, tras su fachada objetiva, un fondo expe­
riencia! que constituye el arranque y la médula de su
inserción en la esfera de la cultura.

89
I. G O E TH E : LA DEUDA Y LA VOCACION *

* Este ensayo apareció en Cuadernos de La Gaya Ciencia, I,


Barcelona, 1975.
«L evá n ta te, vete a N ín ive, la gran ciudad, y clama
contra ellos, porqu e su m aldad ha subido hasta
m í». Levan tóse Jonás para huir a Tarsis, lejo s del
ro stro de Yahvéh, y b a jó a Joppe, donde encontró
un barco que salla para Tarsis; pagó su pasaje y se
em barcó para ir con ellos a Tarsis, lejo s d el ro stro
de Yahvéh.

D bl l ib r o db J o n ás .
I

En un trabajo titulado Goethe y Mr. Eliot, Luis Cer-


nuda se permite sospechar acerca de las razones ocultas
que explican la reticencia del crítico inglés respecto al
gran poeta y pensador: «Goethe no ataca al cristianis­
mo, como lo atacaron Voltaire y Diderot, como lo ata­
cará Nietzsche; sencillamente, sigue adelante o, mejor,
lo deja a un lado. No se preocupa del pecado original,
de la contrición, de la redención... Adopta, es cierto, la
“mitología cristiana” para las necesidades medievalistas
de su Fausto, mas sin mayor convicción' profunda que
aquélla con que adoptaba la mitología persa para su D i­
ván». Y añade poco después con verdadera clarividencia:
«E l catolicismo lucha contra la impiedad con comodidad
mayor que contra una piedad diferente».1
En otro contexto en el que nuestro poeta evoca narra­
tivamente las vicisitudes de la relación entre Goethe y
Holderlin, pone punto final al ensayo mediante cierta

1. Luis Cerauda, «Goethe y Mr. E liot», en Poesía y Literatura


I y 11, Barcelona, 1971.

95
aclaración necesaria para evitar malentendidos: «Si al
escribir estas palabras cometo alguna injusticia hacia
Goethe, acaso no tenga importancia; el renombre de
Goethe es de esos a los que no puede alcanzar cualquier
injusticia que contra él se cometa. Así, por ejemplo, lo
del “asno solemne” de Claudel, que no sólo no alcanza a
Goethe, sino que se vuelve contra el propio Claudel».2
Eliot, en su trabajo Goethe com o el sabio, es desde
luego más cauto, más prudente y menos necio que Clau­
del, pero acaso subyace el mismo móvil, ideológico y
moral, como razón de su reticencia. La sospecha de Cer-
nuda es interesante y verosímil. ¿Cómo entender, si no,
el carácter tan descaradamente insulso del trabajo? Ante
el riesgo de una necedad crasa y manifiesta o de una
postura desnudamente dogmática, resulta más llevadera
quizás una necedad irónica y, valga la paradoja, inteli­
gente, evidenciada en una veintena de páginas en las que
se alcanza el palmarás de la vacuidad.3
En mi libro Drama e identidad señalaba que «Goethe
sigue siendo para nosotros un misterio. Obliga a que re­
produzcamos en nuestros juicios sobre su vida y sobre
su obra la misma matizada ambigüedad que delata esa
vida y esa obra». Con lo que no hacía otra cosa que con­
densar, en pocas palabras, los riquísimos comentarios
que Goethe suscitaba en su Secretario, tal como los pre­
senta Mann en ocasión del ficticio encuentro con la an­
ciana Lotte. ¿Puede sorprendernos que sea entonces una
novela, Carlota en Weimar, la más penetrante investiga­
ción en tom o al misterio y al secreto de sumario que
encierra esa vida y esa obra y en el que los más perspi­

2. Luis Cerauda, «G oethe y H ólderlin», obra citada.


3. T. S. Eliot, «Goethe com o el sabio», en Sobre la poesía y los
poetas, Buenos Aires, 1959.

96
caces de los críticos, Benjamín especialmente, han pro­
curado penetrar mediante circunvalaciones?4
Señala también Cemuda, en una nota a pie de página,
que la obra de Goethe, conocida y valorada en Inglaterra,
constituye por el contrario en España «letra muerta, por
razones seculares que no es ocasión de recordar ahora».
Y sin embargo esas razones parecen sugerirse, sin de­
cirse, a lo largo del escrito en torno a las restricciones
mentales de Mr. Eliot. Da, pues, Cemuda, un voto de
confianza al buen entendedor, colocándose a resguardo
de una mecánica traslación. Se me ocurre al respecto
formular una pregunta polémica, con la sola pretensión
de hacer nacer en nuestro yermo cultural una semilla de
intriga: ¿No resulta sorprendente que en el proceso de
descristianización que experimenta nuestro país, nuestra
cultura, aparezca como causa ejemplar de neopaganismo
un anti-cristiano militante como es Federico Nietzsche,
no en cambio el que en verdad constituía su modelo?
Cierto que Goethe está demasiado lejos en el tiempo,
mientras que Nietzsche es un «m oderno». Sin embargo
el desinterés que suscita Goethe, en una coyuntura cul­
tural que debería serle favorable, me resulta poderosa­
mente aleccionador.
Esa «piedad diferente» de que habla Cemuda fue,
probablemente, en Goethe, experiencia vivida, mientras
que en Nietzsche parece ser más bien objeto de deseo.
Ello explicaría suficientemente la progresiva identifica­
ción que experimenta Nietzsche respecto a su gran ante­
cesor. Esa piedad es, así mismo, enunciada y formulada
por Nietzsche de manera que fácilmente se constituye o
puede constituir en doctrina. Puede decirse entonces que
la vivencia que falta queda convenientemente suplida por

4. W. Benjamín, Goethes Wafúverwandtschaften.

97
la red del deseo y del lenguaje. Un lenguaje denotativo,
cuando no explícitamente moral.
El riesgo de que esa piedad diferente aparezca enton­
ces como piedad opuesta puede calibrarse a tenor del
trato progresivamente polémico y combativo que tiene
Nietzsche respecto al cristianismo. No puede sorprender
entonces que la extramoralidad decaiga en inmoralismo,
la moral del bien en moral del mal. Sólo Thomas Mann
ha percibido con finísimo tacto la dialéctica sutil, no
conceptual, no filosófica, que hace posible, en Goethe, la
mediación del gran egoísmo y del amor, de la tolerancia
y el absoluto desprecio, de la bondad y el despecho. Para
ello se ha valido de dos poderosas armas: un ensayismo
que evita el carácter demasiado hipnotizante de la prosa
nietzscheana mediante el recurso de una irónica discur-
sividad; una puesta en escena novelística que ha dejado
a resguardo el secreto del sumario del biografiado al
filtrarlo a través de algunos de sus próximos, sin escati­
mar el monólogo interior de un despertar sin trascen­
dencia en la vida del Consejero áulico.
Si el trato con ese personaje requiere tales cautelas,
¿cómo puede maravillarnos que en el país en donde el
catolicismo más contrarreformista y menos romano-rena­
centista ha informado no ya tan sólo la espiritualidad y
la cultura, sino sobre todo las capas más profundas del
organismo biológico y del psiquismo, la figura del gran
pagano resulte profundamente extraña, ajena, «letra
muerta»?
Si se añade, para mayor desconsuelo, que ese gran
pagano era también un «gran burgués» — y por consi­
guiente lo más opuesto a los hábitos hidalgos o «señori­
tos» de las capas sociales gobernantes o adineradas del
país— , ¿puede sorprendemos que uno de nuestros máxi­
mos pensadores, no exento por lo demás de esos hábi­

98
tos, confunda el carácter burgués de Goethe con «cier­
tas dosis de filisteísmo»? No es casual que sea un inte­
lectual de la periferia, Joan Maragall, quien de manera
más vivencial simpatice, por ley de afinidades electivas,
con Goethe.
Antes de que Ortega y Gasset hubiera puesto en circu­
lación la idea de una España invertebrada, Hegel habfa
pensado nuestra realidad nacional en el seno de una dia­
léctica conceptual que iniciaba Italia, el país de la sensi­
bilidad incapaz de una unificación siquiera formal y abs­
tracta. España protagoniza para el filósofo el momento
de esa unidad — nacional, moral— que no informa los
contenidos particulares (de ahí el riesgo de invertebra-
ción) de otro modo que mediante un acto de fuerza bruta
o atropello. Ello trae consigo en el plano político el eter­
no riesgo de un centralismo totalitario y vacío de conte­
nido, en el plano religioso y moral una impostación de
contenidos por la fuerza mediante el recurso o el refuerzo
del brazo secular y policíaco.
Estas estructuras nacionales de base no dejan de estar
presentes en los hábitos particulares, inclusive en los
intelectuales. Con demasiada frecuencia un escritor po­
lémico monta, sin pretenderlo quizás, un tribunal de la
inquisición inofensivo en su efectividad pero profunda­
mente ofensivo como síntoma.
Se sigue siendo católico en el hábito moral del juz­
gar, se confunde entonces juicio de verdad y juicio mo­
ral, se involucra finalmente de un modo harto singular
verdad y valor, y resulta de todo ello el recurrente esce­
nario de una inquisición en la que han cambiado los
uniformes, mas no las almas. ¿Qué importa entonces que
al encausado de turno — en el caso que nos ocupa,
Goethe— pase por el santo tribunal de la Razón Vital o
por el de la Razón Dialéctica? ¿Qué importa entonces

99
que en un caso la sentencia dicte «deserción» allí donde
el sumario de la contraria dicta «cinism o»? España se­
guirá siendo problema en la medida en que desconozca
la rara «astucia» del juicio moral, su irrevocable inver­
sión, su quid pro quo. Siempre y cuando recaiga sobre
alguien que, dolorosa, irónica, profundamente compren­
dió, sin necesidad de ser explícito al respecto, la verdad
de la moral, la diferencia que media entre verdad y mo­
ral. El inquisidor alcanza grandeza si posee de modo
implícito esa comprensión. Pero hay que tener el alma
rusa, de un Dostoyewsky para llegar a ese orden de ilu­
minación. No puede sorprender entonces que el «gran
inquisidor» entre de prestado en nuestro acervo mítico-
literario: a través de un gran argentino, capaz de reflexio­
nar a fondo las ambiguas relaciones de la víctima y el
verdugo en su célebre Deutsches Réquiem. Enfrentarse
con Goethe es, entonces, para un español, jugar en el más
contrario y hostil de los terrenos, aunque también — o por
lo mismo— en el más incitante y propiciador: por cuan­
to posibilita como ninguno la necesaria operación edu­
cativa del propio cuestionamiento. Esa aproximación re­
quiere entonces, en esas pésimas condiciones de partida,
un largo entrenamiento en el orden de juicio más visce­
ralmente contrario al hábito nacional: el juicio de la mo­
deración no exenta de fortaleza, inclusive de rotundidad,
el ejercicio del matiz que sabe sin embargo simplificar a
tiempo, el uso de una alusividad nada barroca, nada con­
ceptista, nada gongorina que no evita, cuando se tercia, la
explicación meridiana y diáfana. En una palabra, el pers-
pectivismo no doctrinario, pero no exento de referencias
éticas de última instancia, el matiz de una comprensión
que evita el riesgo de la pura tolerancia despreciativa.
Matiz, perspectivismo, nuance: palabras gratas a Federi­
co Nietzsche, que intentó a través de sus escritos rodear

100
pictóricamente los objetos desde los ángulos más diver­
sos, pero que no pudo inhibir el retorno de lo reprimi­
do en forma de un contenido doctrinal demasiado desar­
mado para alcanzar otra autoridad que la del grito fu­
rioso y bárbaro. Goethe fue, ya lo hemos dicho, un mo­
delo para él y eso sólo aclara su explicitación, como
objeto de deseo, de lo que en el antecesor constituía
acervo espontáneo de su cultura, educación y experien­
cia. Ultimo gran hombre, junto con Napoleón, en las vís­
peras mismas de la decadencia y mediocridad moderna.
Prefiguración del Uebermensch. Nietzsche vivió una cir­
cunstancia histórica en la que ese perspectivismo, acorde
con el cosmopolitismo y con el «ideal de hombre armo­
nioso», no podía ser otra cosa que una añoranza o un
futurible. Arcadia o Utopía. Buscó el matiz, trató penosa­
mente de abrirse paso en el laberinto de las perspectivas,
pero entonces fue excesivamente contradictorio, hasta el
punto de cuestionar la síntesis armónica, consumada por
Goethe de un modo vivencial, del sujeto y el objeto (sín­
tesis que en Hegel necesitó ya, como superficie sustitutiva
de registro, el concepto). Tuvo en cualquier caso el in­
menso mérito de explicitar con juicio helado las causas
y los móviles que obstruían esa vivencia, hallando en­
tonces en el cristianismo el verdadero infame. Su re­
flexión en tom o al centro neurálgico del mismo en el
registro anímico y cultural, la Schuld, término que signi­
fica a la vez culpa y deuda, el vínculo profundo estable­
cido en la Genealogía de la moral entre la relación del
acreedor y el deudor con la del verdugo y la víctima, el
sabio anudamiento de ese haz de relaciones con la pro­
blemática del goce, del signo, de la inscripción, de la es­
critura... todo ello acredita a Nietzsche como verdadero
liberador del encegamiento consciente y como ilumi-
nista-racionalista, en el m ejor sentido de la gran tradi­

101
ción. Todo ello proporciona, por último, una inestimable
pista para adentrarse en el tema que ocupa y justifica
el ensayo presente: la vocación, la deuda...

II

Señala Ortega y Gasset en su célebre ensayo Goethe


desde dentro las concomitancias entre su definición de
la vida y aquella que se deduce de Ser y tiempo de Hei-
degger.5 Dejo de lado la enojosa cuestión bizantina acer­
ca de las prioridades respecto a ideas que estaban pre­
sentes en el horizonte cultural de la época de entreguerras.
Dudo que nadie en su sano juicio pueda confundir, por
lo demás, la Stimmung protestante que trasluce letra por
letra la escritura y el estilo heideggeriano con el delicioso
bel canto modernista de nuestro gran ensayista. Hay que
estar demasiado deformado por una mala formación filo­
sófica para ignorar que mucho más importante que el

5. José Ortega y Gasset, Pidiendo un Goethe desde dentro,


Madrid, 1973. Para una certera crítica del planteamiento orteguia-
no, M. Sacristán, La veracidad de Goethe, Barcelona, 1967. Desde
un punto de vista muy diferente que nos permite salir al paso del
precipitado juicio de Sacristán sobre la consciencia moral de Goe­
the, a quien acusa de cínico, la excelente biografía, tan breve
como jugosa, de Alfonso Reyes, Trayectoria de Goethe, México,
1954, en donde se polemiza, continuamente, aunque sin citarle,
con Ortega y Gasset, refutando su juicio, también moral, sobre
Goethe, el cual comparece ante el tribunal del raciovitalismo como
un desertor. Sobre la figura de Goethe como escritor educador,
véanse los excelentes ensayos de Thomas Mann, Goethe, repre­
sentante de la época burguesa, y Goethe y su carrera literaria,
Barcelona, 1968. Un excelente estudio marxista sobre el contexto
histórico-social vivido por Goethe y sobre su papel y protagonis­
mo en dicho contexto es el de G. Lukács, Goethe y su ¿poca, Bar­
celona, 1968.

102
recitativo secco de las ideas es el airoso de su actualiza­
ción en un estilo. Porque a través de éste se filtra algo
que, a falta de m ejor término, podría llamarse, siguien­
do a Nietzsche, «tonalidad de alma». Otro es el poso de
sensación y sentimiento que dejan en la mente y en el
corazón las páginas de uno y otro filósofo, aunque apa­
rentemente «digan lo mismo». Lo cual es, por lo demás,
simple apariencia.
En ese ensayo circula constantemente una palabra sin
definir, pero que adquiere plena significación en el con­
texto particular del ensayo y general de la filosofía de
Ortega. Me refiero a la palabra vocación.
No es mi intención llevar a cabo una discusión deta­
llada de la interpretación orteguiana de Goethe, que sin
embargo implícitamente se desarrolla a lo largo de estas
páginas. N i mucho menos discutir su peculiar concepción
de la vocación. Si bien la referencia al parentesco con la
filosofía heideggeriana me evoca inevitablemente las pá­
ginas en donde se aborda la cuestión de la vocación en
Ser y tiempo, ligada internamente a la cuestión de la
deuda. En el planteo fenomenológico-existencial la deu­
da pierde su contenido económico-material propio del
intercambio. Esa deuda no remite, por consiguiente, a
un acreedor en el sentido usual, cotidiano. Pierde así mis­
mo su contenido teológico-moral, significado por la in­
terpretación de la Schuld en términos de culpa. Heidegger
somete este concepto, como todos los conceptos exami­
nados, al vaciado fenomenológico, cobrando del mismo
el pricipitado existencial. De esta suerte quedan fundadas
en su condiciones de posibilidad, críticamente, las no­
ciones cotidianas, sean económicas o teológico-morales.
No es el sujeto económico el acreedor ni tampoco lo es
la Divinidad. «Dios ha m u erto»: por consiguiente, ha ex­
perimentado declive la figura nietzscheana del acreedor

103
infinito. El existente caído — arrojado al mundo— no se
halla endeudado a Nadie que pueda presentar como cre­
dencial una presencia o un nombre. Pero oye de todos
modos cierta voz, cierta llamada, interior a una conscien­
cia que no es moral, ya que también el fenómeno cons­
ciencia ha sido sometido a la operación de la Absckattung.
A nadie debe el existente el ser, nada ni nadie le llama,
invoca o convoca. Con lo que en esa Nada se desvela, en
última instancia, el equívoco sostén de la vocación del
existente endeudado. Y por lo mismo también culpable.
Deuda o culpa de ser, ser para nada, ser-para-la-muerte.
En el estado de resolución del proyectarse a esa nada de
ser que es la muerte empuña al fin el existente, liberado
de su existir enajenado y caído en lo cotidiano, su voca­
ción propia o auténtica. Deuda y vocación, por tanto,
hallan en la angustiada asunción de la presencia de la
muerte su estricto discernimiento. Resumo aquí de for­
ma precipitada y esquemática los largos desarrollos que
se ramifican a lo largo y ancho de Ser y tiempo. Para
los fines que me ocupan resulta sin embargo suficiente
esta evocación de una problemática recientemente remo­
zada por una importante escuela psicoanalística.
Me refiero a la escuela lacaniana, sugestiva hibrida­
ción de la analítica fenomenológico-existencial, del es-
tructuralismo y del freudismo, posibilitada por la proxi­
midad entre la concepción existencialista de la angustia
y una de las principales teorías freudianas al respecto.
Sólo en el universo del mito — que al decir de Benjamín
se contrapone a la verdad— puede personificarse al Dés­
pota, el cual jugaría en el tablado el papel de acreedor.
Y ese Proto-padre representa entonces la matriz del dis­
paradero de las máscaras paternas que invisten los pa­
dres «reales». El ego infantil se halla endeudado por con­
siguiente con una evanescente metáfora, sin que salga

104
ni pueda salir del universo de la ficción, del mito. Del
universo del lenguaje. En tom o al drama de su nexo in­
terior con esa esfera mítica se juega el drama de su voca­
ción — con sus vicisitudes pasionales de duda obsesiva,
determinación angustiada, etcétera. Pero en última ins­
tancia caen las máscaras ante la presencia de la Verdad.
Y se desvela el verdadero rostro del Déspota, ese único
Señor, al decir de Hegel, que es la Muerte. A la llamada
de ese déspota — y vocación es, desde el libro de Jonás
en adelante, llamada— responde el sujeto mediante cier­
to diseño de su existir que sólo en su presencia, resuelto
ante su amenaza (que se adjetiva convenientemente «de
castración») adquiere carácter auténticamente vocacio-
nal, en sentido estricto, genuino y propio. En E l m ito in­
dividual del neurótico de Lacan quedan convenientemen- *
te expuestas estas ideas, ilustrándose en este ensayo el
comportamiento neurótico obsesivo con un pasaje de
Poesía y verdad de Goethe*
Las objeciones de Ortega a la autenticidad de la asun­
ción por parte de Goethe respecto a su vocación halla­
rían entonces en el planteo heideggeriano el código filo­
sófico correspondiente: la teoría de la vocación que las
avalara. Así mismo, su psicología intuitiva y superficial
quedaría rebasada por la refinada psicología del pensa­
dor francés, bien armado por el bagaje fenomenológico-
existencial y psicoanalítico.
Pero subsiste la duda: por supuesto, respecto a la
pertinencia de las objeciones orteguianas; pero también
respecto a las teorías que podrían eventualmente perfec-6

6. J. Lacan, E l m ito individual del neurótico, Buenos Aires,


1972 (Cuadernos Sigmund Freud, números 2/3), donde se analiza,
después de una exégesis de la m onografía freudiana del «hombre
de las ratas», el célebre episodio de las «dos hermanas» de Poesía
y Verdad de Goethe.

105
donarlas al encuadrarlas en un cuerpo teórico más po­
deroso. ¿Realmente es Goethe un desertor? ¿Hasta qué
punto explica su obra y su vida la diagnosis psicoanalí-
tica lacaniana? ¿Son aceptables sin más las premisas teó­
ricas de que se parte? Dónde encontrar entonces otras
premisas más poderosas? ¿Quizás en el propio encausa­
do, quizás en el propio interpretado? ¿Quién debe ocu­
par el diván, quién debe ponerse a la escucha, quién
debe ser sometido a la operación de vaciado?

III

Queriendo sobrepasar el enfoque mítico, teológico,


moral y económico de los conceptos con que se enfrenta,
vocación, culpa, caída, el planteamiento fenomenológico-
existencial limita su tarea a fundarlos en sus condiciones
de posibilidad. Nada menos desde luego, pero asimismo
nada más. No se cuestiona el terreno, el humus mismo
en el que ese árbol crece y se ramifica, no se inspeccio­
nan estratos subterráneos que posibilitarían quizás otros
cultivos, otras plantaciones. Lo mismo puede decirse res­
pecto al psicoanálisis lacaniano, en donde el pasaje del
mito a la Verdad supondría, cuando más, el cumplimien­
to de la célebre Kehre heideggeriana, de modo y manera
que la ronda por el tablado fenoménico de los «pequeños
otros» dejaría paso a la figura fundacional del Gran Otro.
Puede decirse con propiedad que en uno y otro caso se
ha dejado vacante la sede del Dios muerto y del Padre
cuestionado, pero sin que se haya retirado al trono de
su lugar, que emerge entonces como verdad latente a toda
la sucesión de máscaras coronadas. Pero esa verdad ad­
quiere inevitablemente carácter equívocamente mítico,

106
de modo que destituye el politeísmo del fenómeno en un
nuevo y peligroso monoteísmo del Logos. El hecho de
que se le nombre como Ausencia no puede confundir res­
pecto al carácter equívoco de la denominación, puesto
que es presencia de esa ausencia, la cual emerge al dis­
persarse la ronda de las pseudopresencias. Entonces no
puede sorprender que esa tarea reflexiva y crítica doble
su quehacer teorético con un falsete pragmático: una
nueva mítica, una nueva moral, una nueva teología que
tiene en el «v iv ir angustiosamente» su grito de combate
y en la «muerte de Dios» su fundamento. Protestantismo
sin Dios, el existente sólo ante una Divinidad que ha
borrado los últimos signos sacrales de su noche santa,
dejando como estela sustitutiva de su paso la huella in­
deleble de una moral, de un ethos, que la analítica exis-
tencial se ocupa en escudriñar. Se entiende entonces la
exigencia vocacional (y el implícito pasaje del concepto
al precepto): «deberás vivir resuelto y angustiado ante
la llamada del Gran Otro, cuyo delegado simbólico te
será concedido bajo la apariencia de un sencillo signifi­
cante, ése que dice Muerte, ése que se ha deslizado en tu
verbalizar consciente, a modo de un parásito que tras­
torna continuamente la emisión discursiva». Ante Él,
frente a Él, con Él, se delinean caracteres, tipologías, y
en modo eminente la neurosis obsesiva, en la que la irre­
solución constituye la norma, cifrando en el perpetuo bas­
cular de este a aquel objeto erótico, de esta a aquella
solicitud pasional, profesional, vital, su ejercicio sistemá­
tico de la duda no metódica sino despiadada, radical,
hamletiana. ¿Inautenticidad quizás? ¿Eterna vacilación,
ewiges Wanken, sólo vencida mediante el recurso irracio­
nal al oráculo, a la «voz interior», cuando no a la supers­
tición o al juego de dados? ¿Un continuo huir, un con­
tinuo desertar de amores, responsabilidades, un continuo

107
desoír la voz de Yahvéh por parte del profeta? ¿Todo ello
sublimado mediante una magnificación de la acción, del
saberse determinar a tiempo...?
Sea, en la medida en que se repute como auténtica
Stim mung la que empuña resueltamente el existir, en su
coto de angustia, cara a cara a la verdad llamada Muer­
te. Cara a cara a la alétheia. Entonces valdría el veredicto
que cae sobre el encausado: Goethe o el hombre en el
que «la multiplicidad de dotes desorienta y perturba la
vocación», «terrible ejemplo de cómo el hombre no puede
tener más que una vida auténtica, la reclamada por su
vocación».
«Nada de lo que es lo es radicalmente y con pleni­
tud: es un ministro que no es en serio un ministro; un
régisseur que detesta el teatro, que no es propiamente
un régisseur; un naturalista que no acaba de serlo, y ya
que, irremediablemente, por especialísimo decreto divi­
no, es un poeta, obligará a este poeta que él es a visitar
la mina de Ilmenau y a reclutar soldados cabalgando un
caballo oficial que se llama “ Poesía” ». (Ortega).
En cuanto a la diagnosis lacaniana: superstición, re­
curso al «cara o cruz» como determinante de una reso­
lución «existencial», desdoblamiento continuo del objeto
erótico (basta leer entre líneas las Elegías romanas para
percatarse de ello), indecisión, rigidez y formalismo, plei­
to sospechoso con el padre en Poesía y Verdad, velado
incesto con la hermana... Elementos que podrían com­
pletar el «cuadro clínico» que, prudentemente, limita el
pensador francés al célebre pasaje de las «dos hermanas»
de Poesía y Verdad.
Ahora bien: es mucho conceder a la tradición pro­
testante que está en la base de la filosofía existencial — o
a su equívoca importación orteguiana— así como a la
tradición judeo-cristiana que está en la base del psicoaná­

108
lisis la prerrogativa respecto a la Verdad en el problema
que nos ocupa, la vocación, la deuda. No basta el vacia­
do trascendental de conceptos teológico-morales, aunque
se efectúe mediante el recurso a métodos sospechosa­
mente «neutrales» como la fenomenología y el psicoanáli­
sis. Esas tradiciones no quedan de ese modo sobrepa­
sadas, cuestionadas y trascendidas — y por lo mismo, no
pueden ser conocidas, toda vez que el verdadero conoci­
miento, o si se quiere hablar así, la ciencia, implica un
«cambio de elemento» respecto al plano fenoménico y
fenomenológico— . La ciencia es por esencia crítica, pero
no en el sentido de un recubrimiento trascendental de
lo empírico. Cuestiona lo empírico y señala el método
de su transformación. Es por consiguiente un momento,
teórico-conceptual, del proceso práctico. El simple va­
ciado trascendental dobla su aparente asepsia con una
Neomítica y una Neopatética. ¡Pero resulta tan penoso,
tan difícil, recuperar otras fuentes de inspiración que
aquéllas rubricadas por una tradición secular judeo-cris-
tiana! Nietzsche se consumió en el esfuerzo por cuestio­
nar esa empíria cultural — y sólo consiguió como resul­
tado vivencial el desvarío de la mente y el extravío de
su discurso. ¿Y no atraviesa toda su obra este problema
que nos ocupa, de manera que puede pasar toda ella por
una exégesis de gran estilo de la sentencia oracular de
Píndaro «llega a ser lo que eres»? En su Genealogía de la
moral esbozó un replanteo extramoral de las cuestiones
relativas a la culpa y a la deuda que los existencialis-
mos retrajeron al plano moral mediante el maquillaje
fenomenológico-existencial y que los estructuralismos hu­
bieran trivializado al conducirlo por el camino de la eco­
nomía vulgar (la de los intercambios ocultadores de esa
palabra ausente en el vocabulario estructuralista: pro­
ducción) de no haber despertado a tiempo en las páginas

109
heideggerianas. En Nietzsche se alcanza en el texto cita­
do la altura de su programa extramoral en la medida
misma en que consigue situar el fenómeno moral en un
marco teórico que lo rebasa por completo, por delante y
por detrás podríamos decir: en tanto se arranca allí del
H om o Natura anterior a la implantación de ese fenóme­
no, y se vaticina o prescribe el método de transformación
del estadio moral al extramoral, sin que la prescripción y
el tono profético permita diluir la verdad planteada en
el terreno de la posibilidad real. En ese texto nietzschea-
no la deuda no se satisface ni mediante angustiadas re­
soluciones ni mediante pagarés. Sino a través de inscrip­
ciones: primero en la tierra y en el cuerpo, posterior­
mente en tablillas o papiros, finalmente en el interior
de un alma constituida en superficie o nodriza donde
insemina el Lógos su poderosa huella. La deuda queda
saldada mediante signos sensibles que arañan tierra y
mar, cielo e infierno: huellas del pasaje del hombre a
través de su morada. Pero en última instancia la deuda
queda saldada cuando ese hombre sufre su última meta­
morfosis: entonces rubrica su acción mediante un salto
hiperbóreo, cierto impulso ascensional, cierta compul­
sión al vuelo. En este punto halla su lugar de encuentro
el Uebermensch nietzscheano y la mariposa de luz mara­
villosamente cantada por Goethe. Salto al Espacio, vuelo
hacia el Espacio-luz, siendo entonces signo último y defi­
nitivo la huella diseñada en ese vuelo. Nietzsche preci­
pitó — no pudo dejar de hacerlo en razón de su natura­
leza— esa última metamorfosis. Goethe dejó correr en
toda su extensión su larga vida hasta presentir ese acce­
so al Ser. Siendo éste en última instancia Espacio-luz: a
la vez superficie de inscripción y fuente energética. Acto
puro o entelequia que en ese vuelo póstumo, perpetua­
mente diferido mediante Astucia, se desvela.

110
Seguramente la vocación encierra profunda conexión
con esta noción aquí formada acerca de la deuda y del
signo. El recorrido misceláneo — y sumario— que vamos
a intentar de la vida y obra de aquél que continuamente
dejó traslucir ese problema de la vocación en todos los
dramatis personae que componen el reparto de su teatro
de marionetas, lo mismo que en su biografía proteica,
permitirá avanzar o despejar quizás esa sospecha. Se
evitará en todo caso un tratamiento temático y frontal
de asunto tan dificultoso. Se someterá el discurso a las
modulaciones impuestas por el objeto particular, sin so­
juzgar éste en absoluto a un tratamiento a priori. Se
invitará al lector a que lea y disfrute una vez más con la
vida y la obra del más cuestionado de los clásicos. Para
muchos es una esfinge, una estatua, una mirada de Me­
dusa. Y algo medusea es la mirada grande, inteligente,
hipersensible del personaje.IV

IV

«Goethe necesitó siempre mucho tiempo para todo.


Su lentitud y la profunda vacilación que acusaba su na­
turaleza son circunstancias que curiosamente no han sido
reconocidas y comprendidas hasta nuestros días. Su vida
fue organizada como para vivir muchos años. Está do­
minada por el instinto orgánico de tomarse el debido
tiempo en todo, y muestra incluso características de in­
dolencia y de abulia.»
El texto es de Thomas Mann, en cuyo universo nove­
lístico ocupa una plaza singular el leitm otiv Tiempo, en­
camado frecuentemente en el icono del reloj de arena.
¿O no es Tiempo la mercancía que Mefistófeles vende al

111
Doctor Faustas? Un tiempo limitado y en el que debe
desenvolverse el artista mediante una sabia administra­
ción de las energías y los días con el fin de consumar la
obra. En el célebre monólogo de Goethe en Carlota en
Weimar éste se desespera al comprobar cuántas ideas o
proyectos bullen por su cabeza en estado embrionario,
faltándole para su realización precisamente Tiempo. De­
searía vivir ciento cincuenta años. Enemigo y amigo a la
vez, el Tiempo fija un límite a la acción, obliga a la de­
terminación, establece un dique a la omnipotencia de la
ensoñación y del deseo: fija por consiguiente a un pacto
que permite el pasaje de lo posible a lo real. De la inde­
terminación subjetiva a la inscripción objetiva.
Contra esa reflexión, constante en Goethe, acerca de
la síntesis subjetivo-objetiva de Tiempo y Eternidad en el
instante — que es siempre «tiem po de construir»— se
eleva un pensamiento desmesurado. Reflexión secreta
acerca del vencimiento del tiempo en el interior mismo
del tiempo. Meditación solitaria acerca de la eternidad.
Mito del músico moderno por condensar en un solo
acorde atemporal todas las armonías concebibles. Diacro-
nía replegada en la absoluta sincronización. Página única
que resume todas las páginas, libro que encierra todos
los libros. Forma enciclopédica en la que se ha sobre­
pasado el despliegue temporal, homofónico y discursivo,
quedando entonces quizás una sola nota, una sola pala­
bra, un solo color, un solo trazo. Un paso más y el arte
moderno halla en su autoinmolación su estricta Verdad
descubierta: silencio, página en blanco, pared vacia,
ausencia, locura, muerte. N o es casual, sino causal, que
el arte y el pensar contemporáneos se especialicen en
las formas malditas presentadas por la tabla de géneros
supremos del Sofista platónico: el No-Ser, la Diferencia.
A través de la obra de Thomas Mann se insinúa y se

112
desarrolla este segundo leitm otiv: aventura de un es­
píritu desencarnado que rompe lazos con el sentimiento
y con lo anímico (el «calor de establo») procurando in­
clusive desasirse de la sujeción, derivada del Pacto, con
lo temporal. A la luz de esta reflexión adquiere signifi­
cado el sistema dodecafónico, su pretensión por replegar
lo temporal en lo espacial. En la Novela de una novela
confiesa Mann que el escritor, él mismo, tiene presente
siempre la totalidad de la obra en cada uno de los de­
talles de su realización. Sólo las fuerzas oscuras de la
sensualidad parecen tramar una revancha frente a ese
acto de supervia vitae: entonces el reloj de arena com­
parece de nuevo en el seno del enrarecido y pútrido paisa­
je veneciano.
Goethe pudo tramar todavía una conjunción satisfac­
toria y ejemplar entre esas fuerzas oscuras y la «discipli­
na del espíritu», de manera que en ningún momento se
halló seriamente amenazado el «ideal de vida armonioso».
Pertenece a una estirpe anterior a la de esos sufridos
«héroes de nuestro tiem po» que describe maravillosamen­
te Mann en La muerte en Venecia.
Y sin embargo padeció también el tormento de esa
tentación, especialmente en sus últimos años: la tenta­
ción al vuelo, la invitación de la mariposa de luz. Vuelo
a espacios siderales donde subsisten, en pura unidad
quintaesenciada, todos los arquetipos simbólicos, la Ur~
plantz y sus hermanas. Como si el mundo todo doblara, en
buen platonismo, su realidad perecedera en lo simbólico
mediante la obtención del pertinente prefijo. Allí existía
también la comunidad de solitarios, los grandes hom­
bres, juntos y separados a un tiempo como en el célebre
poema hólderliniano, los amigos que se fueron, los hé­
roes caídos: Schiller, Napoleón y toda la prosapia de in­
mortales a la que ellos pertenecían. Pero en ese nimbo

113
vivían también, como arquetipos, los seres asistidos por
el cuidado del creador. Allí — no en el primer «original»—
existía el Urfaust, el Urtasso, el Vrmeister... Y Goethe
debía oír continuamente la voz querida que le interro­
gara: «¿Conoces el país...?»
La grandeza de Goethe estriba en haber sabido vivir
en perfecta armonía en dos planos a la vez, sin que hu­
biese signo fehaciente de un desgarro, de una disonancia.
De haberlo habido, sería posible entonces considerar su
figura visible, social, ritualizada, lo mismo como corte­
sano que como escritor, como una figura absolutamente
postiza, simple marioneta sin alma. Entonces aparecería
sin más como enmascarado. Y sería posible columbrar
en su ademán hipocresía o cinismo. Pero en conjunto
— aunque el detalle de alguna anécdota podría abonar esa
interpretación— la figura mundana, ordenando, charlan­
do, escribiendo, no deja en el espectador esa impresión.
O no puede dejarla a la larga.
Pero ese trato con la temporalidad no estaba exento
de conflicto interior y de peligrosas inclinaciones. So­
brevenía la sacudida de la llamada — esa interior voca­
ción de solitario en comunidad con ausentes— y enton­
ces presentaba ante el público la figura ritual de una
máscara rígida e inexpresiva, casi paralizada, exagerada­
mente solemne. Podía entonces parecer pedante, hasta ri­
dículo. Ante la angustia del desajuste registrado entre
interior y exterior, se acudía a lo ritual. ¿O no es el rito
la transacción medianera de lo subjetivo y lo objetivo,
que al faltar inerva el somatismo, el gesto, el rictus del
habla, hasta constituirse en rito privado, en histeria, en
neurosis...?
Demasiado dolorido el comentario cínico acerca de los
sucesos históricos, demasiado pródigo en segundos pen­

114
samientos clarividentes para que la acusación no gire
noventa grados sobre el acusador, el alma bella.
Demasiadas incitaciones, demasiados móviles. Todo re­
suena en todo, todo está anudado por nexos interiores
con todo, un coníinuum se delinea entre las cosas, de
manera que sea el mundo libro abierto poblado de gra­
fías impenetrables, como en los libros de magia. Cual­
quier detalle es entonces revelador. Esto lo ha percibido
con insólita clarividencia Benjamín, interpretando en sus
justos términos la necesidad coleccionista, la compulsión
a registrarlo todo, tomar nota de todas las cosas, impedir
que se pierda una sola palabra salida de su boca, un solo
papel pasado por su mano. Goethe se convierte, se va
convirtiendo en figura sagrada. Para sí y para los de­
más. Un halo desprende su figura, su paso, su andar, su
caricia, sobre todo su mirada. Todo lo vivido se convierte
así en inscripción, se vive y escribe a un tiempo. Y final­
mente parece como si las escrituras se cruzaran unas con
otras, terminaran por tacharse y obstaculizarse, llegándo­
se de este modo a lo que Benjamín denomina «el caos
de lo simbólico». Finalmente todo se acrisola, la vario­
pinta combinatoria de colores deja paso a un pureza
temida y presentida: la sombra absoluta, la pura luz. De
joven asedió el lado nocturno y sombrío. De viejo tienta
el Espacio-luz, allí donde asciende la mariposa que ha
cumplido la pertinente metamorfosis y ha sobrenadado
su especie. Todos los signos, las inscripciones se confun­
den en la unidad sin mácula del Espacio-luz, pura ener­
gía, símbolo único. Todas las almas de los amigos, todos
los personajes quintaesenciados del teatro de marionetas,
todos los arquetipos y los símbolos hallan su crisol en
esa platónica unidad negativa y fundacional en la que
todo es todo y nada es nada. Tiempo vencido, supresión
de lo perecedero, dominio de las terribles madres, lo

115
Femenino. Anulación del viril obrar, actuar, determinarse.
Cancelación de vida y escritura.
Goethe anticipa así, mesurada, armónicamente, en su
soledad y bajo el registro de una tentación no del todo
consentida, la aventura del artista moderno hacia lo des­
mesurado.

Primera matización de la interpretación tergiversado-


ra orteguiana acerca de la rigidez de estatua del viejo
Goethe: angustia de la compulsión a un descenso al pro­
pio cuerpo, al propio mundo social. Angustia del desper­
tar cuando se vive todavía en estado de duermevela. Cuan­
do se ha volado subjetivamente por el Espacio-luz, cuando
se ha oído la voz y se ha perfilado con demasiada lumi­
nosidad el imperativo vocacional: ascenso y descenso,
vuelo y sedentarismo, lo aéreo y lo telúrico, garabato en
el aire o sobre la cresta de las olas e inscripciones dura­
deras sobre piedras y papeles... Vocación de Faetón como
condición indispensable para cumplir la vocación arqui­
tectónica, urbanística.
Pero conviene añadir una segunda matización que
constituye el contrapunto sombrío y de mal agüero del
asunto. ¿O no asedia necesariamente lo sombrío a lo lu­
minoso, el negro al blanco, el lado nocturno de la natu­
raleza al lado aéreo e hiperbóreo, lo telúrico y subterrá­
neo a lo olímpico y estelar? La rigidez de la figura esta­
tuaria del personaje puede nuevamente servir de índice.
De indolencia y de abulia habla Thomas Mann en el
texto citado. Schiller se lamentaba de esos estados. Otro
efecto, todavía no señalado, de esa conflagración de mó­

116
viles y proyectos cuyo excitante lo constituye el «caos
de lo simbólico». Demasiadas empresas obstaculizándose
unas a otras. Demasiadas escrituras también. Pero fun­
damentalmente, demasiadas incitaciones y móviles. En­
tonces sobreviene la perenne vacilación, ewiges Wanken
y el peligro infinito de lo indeterminado. Entonces entra
en escena la duda, duda obseviva. Cada bombardeo de
la sensibilidad, cada abrir y cerrar los ojos, cada incita­
ción cutánea se presenta como móvil, porque previamen­
te se ha mostrado significativo y simbólico. Se ha de
actuar, se ha de realizar lo que entonces aparece como
germen, como indicio. Se ha de perseguir éste hasta cum­
plir su metamorfosis, hasta alcanzar la entelequia. Pero
al ser excesivos los aguijones, invaden la piel como si
fuera lava volcánica y el cuerpo entonces sufre el efecto
pompeyano de una momificación irremediable. Se con­
vierte así el personaje en estatua de piedra, se asume en
un estado de hipertensión taciturna que impide cualquier
determinación. Porque en ese estado valdría realmente
cualquier determinación. Sólo la divinidad podría supe­
rar esa anestesia por sobreexcitación: cumplir el huma­
namente imposible desiderátum de ser todo a la vez,
suprimir el quodammodo de la frase: «Anima est quo-
dammodo omnia». Tanto como determinar lo indetermi­
nado, el Todo. De una vez para siempre, tota simul, en
justa supresión de lo temporal. Pues ¿por dónde comen­
zar la acción, por dónde iniciar la determinación, por
dónde establecer un primer límite, cuándo todo está en
todo, en justa unión de unidad y totalidad? Entonces
sobreviene el estado de posesión que se escenifica en esa
otra cara de la rigidez convulsa y nerviosa. Pero no es
posesión de un daimon benéfico como el mefistofélico
de Fausto, espíritu de negación, dubitación, contradic­
ción que hace posible la acción, la mediatiza y la matiza,

117
le quita la aspereza de lo informe, la hace híbrida de luz
y sombra, la inscribe en el universo de lo real al arran­
carla del subjetivismo de lo posible.
Otro es ese demonio más arcaico que el Mefistófeles
de la era jupiterina (era en la que se traduce el Logos
por Acción). Un Mefistófeles terráqueo, más arrastrado,
congenial como ninguno al alma femenina de la natura­
leza, a su lado limar y nocturno.
«Creía en la naturaleza, en la naturaleza animada y
sin espíritu, en la viva y en la muerta, para descubrir en
ella algo que sólo se manifestaba en contradicciones y
que, por tanto, no podía ser concebido mediante ningún
concepto, ni captado por ninguna palabra. No era cosa
divina, pues parecía irracional; tampoco humana, pues
carecía de entendimiento; ni diabólica, puesto que era ge­
nerosa; ni angelical, puesto que frecuentemente se com­
placía en el pesar. Se asemejaba al azar, pues carecía
de consecuencia; tenía parecido con la profecía, puesto
que apuntaba a relaciones. Todo lo que nos rodeaba pa­
recía estar penetrado por ella; me parecía disponer arbi­
trariamente con los elementos más necesarios de nuestra
existencia; reunía a los tiempos y abría los espacios. Pa­
recía complacerse en lo imposible, rechazando con des­
precio lo posible. A ese ser, que se imponía sobre todos
los demás, lo llamé demoníaco, para distinguirlo, para
determinarlo, siguiendo el ejemplo de los antiguos y de
aquéllos que habían advertido algo semejante. Traté de
salvarme de ese ser terrible.»
Benjamín, en su soberbio trabajo sobre Las afinida­
des electivas, destaca esta última frase delatora: «Traté
de salvarme de ese ser terrible». Y cita oportunamente
el horóscopo de Goethe tal como éste lo recoge al co­
mienzo de Poesía y Verdad:
«L a constelación era afortunada; estaba el Sol en el

118
signo de Virgo y culminaba ese día; mirábanse amorosa­
mente Júpiter y Venus; no era adverso Mercurio; Satur­
no y Marte mostrábanse indiferentes...»7
Pero cita también el horóscopo más inquietante que
da Boíl en su Creencia en las estrellas e interpretación
de los astros:
«Que el ascendiente de Saturno esté tan próximo y
repose en el maligno Escorpión, arroja algunas sombras
sobre esa vida; por lo menos una cierta cerrazón será
motivada por el signo astrológico dudoso en su conjun­
ción con el ser secreto de Saturno, en la vejez; pero tam­
bién — y ello remite a lo que sigue— a un ser vivo que
se arrastra por la tierra, donde se encuentra el planeta
“ terráqueo” Saturno, esa fuerte tendencia hacia lo mate­
rial que se atiene a la tierra con torpe amor sensual y
con órganos aprensivos.»
Frente a Mefistófeles, aguijón benéfico de Fausto que
proporciona su impulso ascensional, se delinea un se­
gundo rostro del Malo, otra cara de Mefistos que hunde
n la víctima posesa en esos estados conocidos desde an­
tiguo, especialmente vividos en la época de la disolución
del clasicismo renacentista, a los que podemos denomi­
nar «satumianos».
Tendría lugar, por consiguiente, un desdoblamiento,

7. La interpretación de Benjamín, es, con mucho, la más inte­


resante e importante que conozco sobre Goethe, realizando con
creces su pretensión crítica, expuesta en las primeras páginas del
texto, donde distingue crítica de comentario en tanto la primera
trata con el contenido de verdad, mientras la segunda se ciñe al
contenido objetivo. Bueno es cotejarla con los excelentes estudios
ilc E- R. Curtius, G oethe com o c rític o , G oethe burócrata y Goethe,
características de su m undo, incluidos en Ensayos c rítico s sobre
la litera tu ra europea, Barcelona, 1972, donde se examinan en deta­
lle ciertas particularidades biográficas, a la vez que se coteja la
concepción del símbolo goethiano con su teoría acerca de los colo­
res y de la metamorfosis.

119
muy pocas veces destacado con precisión, del «espíritu
de la negación y de la contradicción», un aspecto bifronte
incrustado en el corazón mismo del Ser o de la Natura­
leza. Poco es quizás llamar tedium viíae al sentimiento
resultante de esa segunda posesión: un sufrimiento im­
productivo, estéril. Encierro en la cárcel de la subjetivi­
dad. Si el primer Mefistófeles incita al vuelo y a lo lige­
ro, este segundo hunde al sujeto en su interior telúrico,
constituyendo el verdadero «espíritu de la pensatez» de
que habla Nietzsche. El lugar a donde se llega en ese
hundimiento es propiamente, estrictamente Infierno: lu­
gar de hielo, al decir de Baader, al decir de Thomas Mann,
donde el sujeto deviene estatua tallada sobre el iceberg.
Tundra siberiana, paisaje polar. Allí ninguna incitación
o móvil se hace inscripción, empresa. Allí nada florece ni
fructifica. Llamaba en mi libro Drama e identidad al in­
fierno «ese lugar de buenas o pésimas intenciones que
jamás se contabilizan en acciones». Dominio saturnal de
un pensamiento perdido en ensueños taciturnos. Escisión
radical del sujeto respecto al mundo objetivo. Duda im­
productiva, contradicción estéril, negación ensimismada,
indeterminación irremediable. Y como resultado de ese
ascendiente, el quietismo del que se quejaba el viejo
Goethe, una suerte de Nirvana de mal agüero de la que
no brota ninguna acción, ninguna inventiva, ninguna cons­
trucción.
Júpiter y Venus se miraban amorosamente a la luz
del Sol, de ahí la compulsión al vuelo, la exigencia de
claridad, el fervor plástico y apolíneo. «Sólo la Luna
— termina Goethe al dar su propio horóscopo— que en
seguida alcanzó su pleno, ejercía el poder de su contra­
fulgor, tanto más cuanto que también habíase iniciado
su hora planetaria.»
Se delinea así el cuadro de oposiciones: blanco y ne­

120
gro como polos irrebasables que tienen en el azul y el
amarillo su limite cromático, luces y sombras, que en
los jirones de niebla matutina y en la noche clara y es­
trellada hallan su temple y moderación, lo aéreo y lo te­
lúrico, el impulso del gusano a salir del estado de crisá­
lida y alzarse al vuelo transformado en mariposa, la ten­
tación del abismo, protagonizada por Lord Byron o por
Euforión.
Goethe condujo su vida de tal manera que el doble
exceso de lo nocturno y lo luminoso no terminaran por
vencerlo. Hizo de su vida una excelente administración
en la que la intensidad moderada punteaba la vocación
por la extensión. Quantum y quale alcanzaron en su bio­
grafía una síntesis armoniosa. Difirió cuanto pudo la cita
definitiva, cita que en la crisis pasional del adolescente
ofrece la faz terráquea y sombría de la Sturm und Drang,
verdadera explosión del elemento saturniano inhibido por
una cultura glorificadora del imperativo jupiteríno de la
Acción y la Determinación; cita que en los últimos años
se presenta como un exceso cegador de luminosidad.
Este cuadro de oposiciones constituye lo manifiesto,
pertenece a la reconstrucción arqueológica efectuada por
Goethe acerca de su propio registro de experiencia. Es,
pues, fruto de una lectura interna y por lo tanto una
versión, decana desde luego y especialmente sintomática,
pero no por lo mismo necesariamente verdadera. El cua­
dro así presentado resulta demasiado estático y anatómi­
co. Desearíamos verlo en movimiento, tal como corres­
ponde a un organismo viviente. Para ello debemos aproxi­
mamos al inventario de figuras que presenta el teatro de
marionetas, internamos en algunos personajes del repar­
to. Acaso se delinea la oposición en la proverbial pareja
de Fausto y Mefistófeles, pero este genio de la ironía y de
la contradicción es demasiado propiciador para Fausto

121
para que resulte visible allí ese «otro rostro de Satán»
próximo al «lado malo de la Naturaleza». Nos cela, por
consiguiente, un rostro más contrahecho. Hay que acudir
entonces al Werther, obra de la Sturm und Drang, pro­
ducto del mal de un siglo que sentía el crecimiento y
desbordamiento de ese lado malo y de sus formas mal­
ditas. Pero Werther es un embrión, verdadero homuncu-
lus de lo que buscamos. Sin embargo, hay prefiguracio­
nes: esos estados en que Werther, perdido en la cárcel
de la subjetividad (y toda pasión que no alcanza a mo­
derarse es en su raíz subjetivista), deja que le invada un
sentimiento, deja que éste se pierda en la indetermina­
ción y arrastre en esa pérdida al desdichado. O cuando
desmiente sus razones y sus móviles, dando finalmente
también mentís al acto mismo de desmentirlos, logrando
mediante esta vía negativa una aproximación a lo inde­
terminado y ossiánico. Estados hiper-hamletianos, de cla­
ro ascendiente saturnal, que aparecen en toda su cruda
verdad en Torquato Tasso. La concordia discors renacen­
tista ha sido rota en esa primera declinación del ideal
armonioso y clásico cuyo brote espectacular lo constituyó
la generación manierista. En la corte de Ferrara ya no
existe la cumplida síntesis del libro y de la espada, del
pensamiento y de la acción, de Júpiter y Saturno. Sólo
el príncipe mantiene viva la tradición del uomo singuiare.
Pero actúa in extremis como mediador de lo irremedia­
ble, por cuanto sus dos brazos, el brazo armado del Mi­
nistro y Diplomático, el brazo humanista del poeta de
la corte, se hallan sumidos en un pleito sin remisión, a
modo de enemigos irreconciliables. Antonio no modera
su maquiavelismo con la estilización poética, Tasso no
modera su ascendiente saturniana mediante el pacto obje­
tivo con las exigencias cortesanas. Se sume en sus estados
taciturnos, de manera que libra en el interior de su subje­

122
tividad una batalla sin cuartel de la que no puede re­
sultar ninguna nota armónica. La subjetividad desnuda
de mediación con lo objetivo se pierde entonces en el
laberinto de los fantasmas del deseo, obstruyéndose entre
sí las variadas ramificaciones de éste. Y el perdedor de
ese combate es el propio sujeto, que sin embargo siente
la tentación de la autodestrucción, con lo que quiere y
acaricia su propio descalabro. Entonces todo remedio es
enfermedad, nada ni nadie puede salvarlo. Es un demen­
te. Confunde al perseguidor y al perseguido. Y el resul­
tado de este proceso es la retracción, la agorafobia, la
inacción, que sólo en virtud del ascendiente benéfico de
la Princesa Leonor — congenial por lo demás con esa es­
piritualidad taciturna— logra objetivarse en Poesía.
Sin embargo, Werther alcanza un mínimum de obje­
tivación de su m a l: lo inscribe en las cartas que va man­
dando a su amigo. En Tasso el homunculus se ha forma­
do, pero el mal ha crecido también. El estado de pose­
sión es más grave, pero en contrapartida la inscripción
por vía epistolar ha trascendido al nivel de Poema de
alcance universal. En el que, por lo demás, no se narra
la desventura del Símismo, sino que se trasciende en el
relato de los hombres de acción y de su universo épico.
Ahora bien, en tanto media o repiedia el quietismo taci­
turno la actividad creadora, en tanto la posesión deja
paso a la escritura, al imperio del signo sensible, puede
decirse entonces que el personaje se halla en vías de for­
mación, de curación. Meister halla al fin escrita en el
Templo del Saber su propia vida de aventuras bohemias.
Comprende entonces que la aventura era aprendizaje.
Sólo la subjetividad ensimismada, posesa por la segunda
figura mefistofélica, constituye la esterilidad pura. Ese
demonio es, pues, contrario al imperativo vocacional.
Tienta al sujeto diciéndole al oído: «desentiéndete de la

123
deuda». Lo sume en el ensueño del sentimiento, le deja
perderse en el laberinto de la pasión. Hay una oposición
de última instancia entre Pasión y Producción. La figu­
ra de Otilia y la del Capitán constituyen, en Las afinidades
electivas, los dos polos de un gravísimo problema, esce­
nificado y pensado por Goethe, pero que afecta a todo
ser humano. Pero Otilia y el Capitán son figuras plena­
mente formadas, son verdaderamente especies superiores.
A su lado, Werther o Tasso constituyen preformaciones.
Otilia es un ser de la naturaleza que extrae de ella su
fuerza magnética, su poder de médium, su mimetismo
inquietante. Pero también su lado sombrío, autoaniquila-
dor y «am oral». El Capitán realiza el pacto del sujeto
y el o b je to : no menos pasional en su amor por Carlota
que Otilia, sin embargo modera lo subjetivo con la voca­
ción constructiva, de la que resultan obras de ingeniería
y arquitectura. En última instancia la obra de arte, plás­
tica o poética, consuma la síntesis de pasión y producti­
vidad, tomando su savia del elemento subjetivo pero plas­
mándose camalmente sobre el papel o sobre la piedra;
En Goethe la obra de arte es cumplida síntesis armónica*
En la praxis artística posterior y en su reflexión filosó­
fica, estética, esa síntesis dejará lugar a una vecindad
peligrosa de belleza y enfermedad, de arte y tentación
del abismo: ya el romanticismo prefigura ese disloca-
miento. Todavía en Goethe se consigue armonizar esas
instancias, ya vividas conflictivamente: la deuda, la vo­
cación, el signo.V I

VI

La deuda se satisface mediante la inscripción. La vo


cación se cumple en la producción de signos. Primero

124
hay sombras evanescentes que, al primer toque de incita­
ción sensible, remueven el caleidoscopio de la fantasía
de tal manera que el joven no ceja en su nerviosa agita­
ción dubitativa entre el vivir y el escribir. La inspiración
es de sobras inoportuna, se cruza en el camino demasia­
das veces al día, de forma que el sujeto se ve obligado
a singulares piruetas propias del oficio, escribir poemas
de circunstancias en los puños de las camisas o en cual­
quier suerte de papelucho. Lentamente el alma se serena.
De fértil teatro de marionetas surge primero cierto ho-
munculus que posteriormente causará espanto al crea­
dor, al modo como causa espanto el monstruo al incor­
porarse ante el Doctor Frankenstein. El joven mata su
pasión suicida con la creación de ese impuro sosias que
a partir de ese momento adquiere vida independiente.
Entretanto el joven se distancia y huye. O si se quiere
decir así: deserta. Merced a esa deserción será posible
remover la retorta del alquimista, de manera que surjan
de ella personajes más enteros: Tasso, Orestes, Meister,
Fausto, Germán y Dorotea.
El joven inexperto ensueña su presencia futura al sa­
lir de su primer serio atolladero sentimental, pero se
trata de un fantasma de la subjetividad percibido en el
área del profético presentimiento. Va a caballo por el
campo y percibe de pronto a sí mismo volviendo en di­
rección contraria también a caballo, sólo que varios años
después. La anécdota queda registrada en Poesía y Ver­
dad, obra con la cual se consuma la operación creativa.
En esa obra se da remate a la construcción del propio
sosias. N o es su prefiguración en forma de homúncu­
los, sino todo el proceso de aprendizaje y andanzas que
conduce al Hombre plenamente formado. Ese Hombre,
en su presencia física ante los otros y ante sí mismo,
como máscara exterior, constituye la inscripción prime­

125
ra, el signo de identidad, la escritura originaria. El texto
Poesía y Verdad es, entonces, la rúbrica de la inscripción.
Primero se ha creado el propio monstruo, luego el poeta
ha cantado su memoria. Al primer desdoblamiento ha su­
cedido un segundo desdoblamiento. Y en el relato se ha
podido construir con esa identidad — primer ingreso en
el terreno de la ficción— un personaje equivoco que se
añade al reparto del universo novelesco. De ahí que ese
personaje sea tan verdadero, examinado desde el criterio
estricto de la ficción novelesca. Tanto o más verdadero
que si fuera únicamente el resultado de una crónica o de
un informe histórico objetivo. Ese avance por la vía del
signo y de la ficción aproxima a la verdad. Se trata por
consiguiente de la realización del verdadero doble. Un
personaje más, un protagonista nuevo surgido de la mis­
ma retorta alquímica, igual que sus hermanos de crea­
ción, sin que su derecho al pronombre personal de pri­
mera persona le conceda mayor envergadura ontológica.
De niño debió relatarse a sí mismo su propia trayec­
toria vital y de mayor debió ordenarla en estados de
somnolencia por capítulos y parágrafos. Al fin, en la ve­
jez puede permitirse el aplomo de objetivar ese guión
diario a través de una equívoca autobiografía. De esta
suerte alcanza acuerdo musical, vivencia y símbolo, sien­
do la inscripción objetiva y pública, primero de las obras
fantaseadas, posteriormente en la identidad construida, la
rúbrica misma del acuerdo. Se trata desde luego de un
pacto. Pero por esta vez las dos partes salen gananciosas:
el exceso de fogosidad vital no conduce a lo contrario de
sí misma, suicidio o desvarío de la mente; su defecto no
alcanza a robar al signo su elemento ígneo. Algo se paga
como satisfacción de tan ventajoso pacto: la rigidez olím­
pica de la figura de carne, el mal humor del tempera­
mento, cierta ritualización sospechosa del obrar, del co­

126
leccionar, del guardar. El cobro es sabiduría y poesía, en
armónica conjunción con el poder: de todo ello rezuma
la obra de vejez, la más pura, la más emocionante, el se­
gundo Fausto, Las afinidades electivas, el Diván, Poesía
y Verdad. Se realiza la vocación y se satisface la deuda
mediante signos sensibles o sacramentos. Y una lección
ético-política se desprende de todo ello como testamento
educativo: las vidas pasan, las almas vuelan a su esfera
propia, quedando entonces firmes las estatuas, las cons­
trucciones, los monumentos, siempre y cuando hayan sido
edificados con lentitud y con primor, desde la primera
piedra hasta la última. En cuanto a la figura del viejo
Goethe, hechura de toda una vida: es en rigor estatua
o monumento, símbolo sensible que encama en sí mismo
esta aserción.
El ritmo de la naturaleza erosiona las más firmes
construcciones jurídicomorales. El propio matrimonio
acusa deterioro ante la ley de las afinidades electivas.
Esta ley devuelve a la naturaleza lo que es de la natu­
raleza, lo que le es demasiado afín. Deja que el gas se
sublime para que otras substancias puedan combinarse.
El sacrificio de Otilia, víctima propiciatoria al decir de
Benjamín, no es en absoluto en vano. Vuelve a sus lares,
pues la Naturaleza es su elemento. Pero no sale ganan­
ciosa la ley sobreimpuesta al elemento natural. La ley
física de afinidades corrompe la ley lógica, social o nómi-
ca del ordenamiento jurídico e institucional. La natura­
leza araña mortalmente la moral, el matrimonio. De ahí
que sea Carlota la perdedora en este cruel juego, aun­
que su aplomo y discreción la convierte en la verdadera
heroína junto con el capitán. En última instancia su si­
lenciosa presencia destila una lección sutilísima de moral
de buena ley: pasmosa heroicidad del Nomos frente a la
adversidad de la Fysis.

127
Sólo el capitán alcanza una cota más alta de proxi­
midad con la verdad, por cuanto accede a la inscripción
sensible y sacramental. Algo superior a la objetivación
creativa del Símismo en el plano natural, resultante del
matrimonio, algo que sobrevuela la propia paternidad.
Pero también algo más verdadero que la objetivación en­
simismada de la propia ensoñación en un Diario, al modo
de Otilia. El capitán alcanza una objetividad sobre-natu­
ral, social, (y por ende sacramental) al encauzar su acti­
vidad en la construcción de interés público, arquitectura,
ingeniería. En la creación civil. Prefigura de este modo
la figura del Fausto empresario y constructor. En él se
realiza el mito masónico que acrisola la novela y que se
desvela en el discurso del albañil, dando sentido a la cé­
lebre Ta i pronunciada por Fausto. N o el comienzo de
la acción sino el remate. N o el diseño sino el acabado.
No la primera piedra sino la última. El signo alcanza su
mediación con la acción en la entelequia.V I

V II

Yerra por tanto Ortega y Gasset en su interpreta­


ción de la Tat como el nudo comienzo de la acción, la
decisión o la sencilla puesta en marcha. Esa acción, en
el caso particular del hombre Goethe, se despliega y se
plasma en múltiples direcciones, sin que la escritura pre­
valezca sobre las demás. Logró determinarse aliquo modo
en cada una de ellas, sin que la concentración vocacional
en la órbita literaria, deseada por Ortega, hubiera garan­
tizado en absoluto una cuota más alta de calidad y gran­
deza. De hecho, se aproximó como pudo, como supo,
como la historia vivida le permitió, a la realización del

128
ideal del uonto singuiare o del alma que es de algún
modo todas las cosas. Su infinita curiosidad, atestiguada
por testimonios propios y ajenos, su capacidad de diver­
sificación lo prueban suficientemente. Ese ideal tiene
poco que ver con la interpretación orteguiana del impe­
rativo vocacional a la autodeterminación. Porque el ideal
humanista pide, exige del hombre determinarse a ser
Todo. Ideal que tiene en la figura de Fausto su plasma-
ción póstuma y expresiva. Querer ser todo significa en
algún sentido determinarse a ser todas las determinacio­
nes. El terrible peligro de esa voluntad consiste en el
fiasco satumiano, su contraplacado dialéctico: ya que el
hombre nacido bajo la estrella de Saturno, al no poder
ser todas las cosas, las ensueña, las alucina. Entonces
todas las cosas son, como en el caso de Nietzsche, su
perdición. Entonces el Todo comparece como la nuda in­
determinación. Goethe sufrió esa mala estrella pero logró
sobrepujarla.
Pudo ser por tanto escritor, estadista, pensador, na­
turalista. Pero ese ingente despliegue de actividad quedó
al fin trascendido también en una última y ambigua sín­
tesis: en la poesía y la sabiduría. Instancias próximas a
la verdad donde la propia acción y su efecto monetizable
como inscripción sensible asoma hacia aquello que las
trasciende. Ya que en última instancia la verdad, si bien
se plasma objetivamente en acción y en símbolo, rebasa
la condición de ambos. Y es por lo mismo meta-humana.
Sólo la poesía y la sabiduría, incrustadas en lo sensible
activo o poético como lección silenciosa, apuntan a esa
instancia liminar. De hecho, excede, rebasa todas las co­
sas. Es unidad negativa y síntesis paradoja!. No perte­
nece por consiguiente al universo de las categorías sino
que lo trasciende. Es de iure lo trascendental. Praxis, pro­
ducción, historia objetiva, síntesis sujeto-objeto, se anona­

129
dan finalmente en ese segundo plano y último. Por esta
razón la Verdad carece de adjetivos, que siempre perte­
necen al universo categorial. N o es verdad natural, cien­
tífico-positiva, ni es tampoco verdad social, verdad his­
tórica. No debe por ello confundirse lo categórico con
lo trascendental. Sólo esa confusión posibilita interpretar
al hombre Goethe como erróneo sustentador de doctri­
nas científicas periclitadas o como cínico conocedor de
los procesos sociales. Aquí el marxismo, en su exégesis,
es reductor. Adolece por lo demás de su proverbial defi­
ciencia, su ignorancia de la categoría psicológica. Enton­
ces la relación del sujeto con la verdad, el problema de
la veracidad, al plantearse únicamente en términos de ver­
dad científica o de verdad socio-histórica, carece de
instrumentos de precisión para notificar acerca de los
eximentes psicológicos. Dice Lacan de los marxistas que
harían bien en dejar libre el lugar de la Verdad, que pre­
cipitadamente adjetivan como social. Y aunque lo mismo
puede decirse de Lacan y del psicoanálisis, por cuanto
saltan de un pistoletazo de la verdad intersubjetiva a la
verdad ontológica, lo cierto es que el marxismo suele con­
fundir también demasiadas veces lo óntico con lo onto-
lógico. En esas circunstancias no puede comprenderse
— ni siquiera históricamente, por falta de mediación psi­
cológica— la visceral repulsión de Goethe a todo lo re­
volucionario. No puede comprenderse el papel idéntico
que desempeña la catástrofe natural y la social, papel
que en la economía de la narración comparece constan­
temente: en Germán y Dorotea, en el Cuento del león y
el niño, por no hablar de Poesía y Verdad en su referen­
cia al incendio de Lisboa. Se olvida entonces que Goethe
era un hombre del siglo dieciocho con antenas hacia el
futuro, se mide su naturaleza de base con el rasero de
esas antenas que sobrenadan el dato de partida. Y como

130
buen dieciochesco veía los hombres y la sociedad con
mirada de «historia natural», percibiendo el curso de las
cosas según la polaridad del continuo y de la catástrofe.
Se ignora, por lo mismo, el sutil vínculo de afinidad, si
no de identidad, entre el pecho enfermo que se abrasa
por el fuego de la pasión — icono socorrido que en Goethe
descarrilla su carácter emblemático hasta destilar ver­
dad— , entre la catástrofe natural (terremoto, desborda­
miento, incendio) que rompe el continuum de la vida
ciudadano-burguesa encapsulada en la muralla y defen­
dida por torres, pórticos y llaves, y esa tercera especie
de catástrofe que redondea el tríptico, hundimiento de
las naciones, de las clases, de los estamentos, que tiene
en la Revolución Francesa su culminación. Tríptico del
horror, desvarío de la mente en la pasión amorosa, lo­
cura de la Naturaleza en el cataclismo, de la sociedad
en la revolución. Tríptico de la Sturm und Drang o del
mal de un siglo de cuyo morbo quiso Goethe, como pudo,
como supo, como Dios le dio a entender, curarse. Él fue
el médico de sí mismo. Él fue su propio terapeuta. Pú­
sose a sí mismo en el diván y en virtud de esa opera­
ción, similar a la que somete Hegel en la Fenomenología
del espíritu a la consciencia ingenua, surgieron esas figu­
ras del espíritu en vías de formación que son Werther,
Tasso, Meister, Orestes, Fausto, el propio Goethe como
personaje de Poesía y Verdad. El incendio queda sofoca­
do en virtud de aparentes deserciones, en virtud de apa­
rentes actitudes cínicas. Pero se trata sólo de una aparien­
cia inmediata y poco duradera.
De la consciencia ingenua se efectúa el pasaje a la
consciencia ya formada y la rúbrica del pasaje es la crea­
ción de vida y escritura. Finalmente esa totalidad com­
parece en el diván, del mismo modo como el joven Meis­
ter al ingresar en el Templo del Saber. Entonces Goethe

131
escribe el relato en profundidad de sí mismo, narra su
nosografía, construye su propio historial. De este modo
contribuye a la creación plástica y sensible de sí m ism o:
logra la objetivación de la identidad, el paso de ésta al
terreno objetivo de la inscripción. Goethe se examina a
sí mismo con mirada medusea hasta convertir su identi­
dad en objeto. Siente curiosidad respecto a su caso. Con­
suma de esta suerte el arte y el ethos refinado de un
auténtico gay saber. N o se percibe en el relato una sola
intromisión de los fantasmas subjetivos, deudas mal diri­
midas, culpabilidades sospechosas, autorreproches. Sor­
prende la helada y cálida mirada de una razón que ob­
serva espiritualmente. Sorprende su carácter «no-confe­
sional», tan ajeno al espíritu cristiano, tan ajeno a la
moral.
En un principio es la amada la que sufre la acción
de la mirada medusea. Las manos del poeta confunden
el abrazo con el cincelado, ciñen el cuerpo de la mujer
romana con hexámetros. En el contexto de las Elegías
romanas se advierte todavía un desdoblamiento del obje­
to erótico: el olimpio frente a la taberna. La bella ro­
mana inscribe garabatos sobre la mesa del conventícu­
lo tomando como materia el vino derramado, mientras
el poeta olímpico la transfigura en diosa griega. El vere­
dicto acerca de la neurosis obsesiva del poeta, nos cuenta
entonces la primera mitad de la aventura: mucho nos
dice respecto al equipaje y al programa con que se lanza
la consciencia ingenua a sus años de aprendizaje y andan­
zas. Pero nos dice poco respecto a la terapia que se auto-
asigna. Y ello es lo que importa, mucho más que el sim­
ple recuento de proclividades eróticas primarias. La mala
fe del psicoanalista, su argucia de poder consiste en dejar
al paciente en estado de mala objetividad, como natura­
leza fatalmente prescripta por huellas inseminadas en la

132
infancia. Entonces incumbe al Otro (el terapeuta) la tarea
educadora, curativa. Al menos sucede así en demasiadas
ocasiones, aunque desde luego no necesariamente. Lo
cierto es que la diagnosis de proclividades deja en el tin­
tero la investigación del proceso de auto-curación. Y es
éste el que importa. La exégesis lacaniana muerde con
fortuna en la obra juvenil del escritor o en sus recuerdos
primeros, con infortunio en la obra de vejez. De las Ele­
gías al Diván media la diferencia entre la neurosis obse­
siva y su curación. En el Diván es la poesía misma y su
verdad lo que ingresa en el Diván de la sabiduría. Todo
el poema es poesía de la poesía y verdad de la verdad.
Las potencias desatadas de la naturaleza, incendio, hura­
cán, arena del desierto, quedan apaciguadas en la inscrip­
ción, cántico del poeta. A sabiendas que éste se empina
con el símbolo a la verdad, a sabiendas que esa defensa
es a la larga irremediablemente lo contrario de un es­
cudo o una coraza. Porque de este trato con el símbolo
destila una verdad más escondida y más secreta, un trato
más próximo con la entraña o el meollo mismo de lo na­
tural. Pues no son claros ni unívocos los símbolos. En
última instancia, como señala Benjamín, todo se vuelve
simbólico: el orden se trueca nuevamente en desorden,
caos de lo simbólico. Y entonces ya todo resuena en todo,
como en los tratados de magia. Todo se vuelve significa­
tivo. Todo rezuma goce y luz. Por huir del lado nocturno
se ha caído en las garras de otro terror más angustiante.
De ahí que en medio del Diván emerja el vuelo esa peli­
grosa mariposa de luz que desbarata la apaciguada pron­
titud de la inscripción remediadora.' Miedo a la vida, in-8

8. Sagt es niemand, nur den Weisen,


W eil die Menge gleich verhóhnet:
Das Lebend'ge w ill ich preisen,
Das nach Flammentod sich sehnet.

133
sinúa Benjamín. Angustia. Pero no respecto a Madame
Lamort. Aquí el existencialismo y el psicoanálisis heideg-
gerianizante deben sufrir la interpretación del interpreta­
do. Angustia ante el exceso de luz, angustia ante el exce­
so de goce. Insoportable goce al que continuamente hace
referencia Goethe en sus poemas. Por esa razón puede
confesar el más espléndido de los escritores, el menos
maldito, el más afortunado: «tranquilizaos, no fui feliz».9

Nicht mehr bleibest du umfangen


In der Finstemis Beschattung,
Und dich reisset neu Verlangen
Auf zu hoherer Begattung.

Keine Ferae macbt dich schwierig,


Kommst geflogen und gebannt,
Und zuletzt, des Lichts begierig,
Bist du Schmetterling verbrannt.

Selige Sehnsucht.

9. Las Elegías romanas, lo mismo que algunos pasajes de Poe­


sía y Verdad podrían resultar «interpretables» en el sentido habi­
tual del término. N o así el W est-oestliches Divan, que al igual
que el segundo Fausto, Poesía y Verdad tomada como obra de
biografía-ficción y D ie W ahlverw andtschaften exigen trascender,’
comentario e interpretación en crítica. Exigen, en todo caso, inter­
pretación en el sentido musical del térm ino: la que tiene que ver
con símbolos, no ya con alegorías. Porque esos textos intentan —y
consiguen en la humana medida— decir verdad. Para ello es pre­
ciso experimentar verdad, y en ello estriba toda la dificultad, por
cuanto abrasa en virtud de su naturaleza ígnea — abrasa el pecho
del poeta que en medio del desierto sufriría la más espantable
insolación dé no prevenirse mediante astucia o listeza con los ad­
minículos salvadores, los talismanes— . Gracias a ellos, al igual que
en Die Za u berflóte de Mozart, donde la flauta mágica cumple
idéntico papel, puede atraversarse el fuego que sale entonces
por la boca en form a de cántico y por las manos en form a de
inscripción o escritura sobre lápidas, tablillas o papiros. De esta
suerte se evita el garabato al viento, la excesiva velocidad del

134
proceso de inscripción y deterioro. Reposa de esta manera el
cantor o el poeta y de ello se beneficia la comunidad. Y sin em-
hurgo le tienta inscribir palabras o signos sobre las olas move­
dizas, del mismo modo que también añora, en feliz nostalgia, un
Milto hacia el espacio-luz, com o el que da la mariposa de fuego,
que escribe en los aires con su vuelo hacia más allá de si misma,
tiendo el vuelo mismo signo. Ultima palabra — secreta, mediodicha
tínicamente a los pocos sabios— de Goethe: a esa m ariposa sui­
cida qu iero alabar.

135
. •' i ;
I

¿Cómo un alma singular, afectada de contingencia y


de finitud, puede llegar a ser todas las cosas? ¿Cómo
puede acceder al Todo o al Absoluto? ¿Cómo puede efec­
tuar ese acceso de manera que cobre no ya un vislumbre
indeterminado de ese Todo, algo así como una oscura in­
tuición en la que su consciencia y su saber queden per­
didos para siempre, sino un pleno conocimiento deter­
minado y concreto de ese T od o? 1

1. Este tema, que constituye uno de los motivos conductores


de! texto, se inspira en la idea aristotélica de que «el alma es
de algún m odo todas las cosas» ( Anim a est quodam m odo om nia).
Todo el problema estriba en la interpretación de ese quodam m o­
do. Se sugiere en este libro la siguiente interpretación: desde
el renacimiento hasta nuestro siglo tiene lugar una progresiva
degradación de la idea, de modo que el quodam m odo aparece en
cada etapa del pensamiento y de la cultura disminuido y como
empalidecido. Mientras Pico della Mirándola concebía al hombre
como un ser que es todas las cosas, e interpretaba el quodam ­
modo en términos de creación (llegar-a-ser, crear todas las cosas),
llcgel interpreta el término com o conocer, saber, legitimando
la interpretación mediante la identificación idealista de saber y
xer, de pensamiento y realidad. Podría establecerse el siguiente
proceso declinante de la idea:

139
Estas preguntas parecen estar implícitas en la Feno­
menología del espíritu de Hegel.’ La originalidad del expe­
rimento que en ese texto se lleva a cabo consiste en dejar
al alma singular a su propio impulso, sin arrancarla del
hábitat que le es propio, sin forzarla ni coaccionarla des­
de el exterior para que ingrese en otro espacio superior.
Se le da un voto de confianza a su propia capacidad de
aprendizaje y de avance, de manera que sea ella la que
llegue, por sí misma, a violentarse consigo misma y con
su propio entorno. Es ella la que se educa y se conduce,
es ella su propia pauta pedagógica. El Filósofo asiste al
experimento desde fuera, sin interferir lo más mínimo en
su camino, un poco a la manera del misterioso dómine
que se va cruzando una y otra vez en la senda de Wil-
helm Meister, sin revelar su identidad en el curso de la
experiencia. Sólo al final del trayecto, una vez el perso­
naje de Goethe ha ingresado en el Templo masónico, una
vez la consciencia ingenua hegeliana ha accedido al saber
absoluto, puede el mistagogo revelar su nombre propio.
Ambos podrán formar entonces una estrecha hermandad
fundada en la identidad de sus naturalezas cultivadas.’*2 3

1) Pico della Mirándola: ei alma (humana) llega a ser todas


las cosas.
2) Goethe: el alma es un p oco todas las cosas.
3) H egel: el alma sabe todas las cosas.
4) Wagner: el alma sim ula todas las cosas.
5) Nietzsche: el alma alucina todas las cosas.

2. Hegel, Fenom em ologla del espíritu, México-Buenos Aires,


1966, traducción Wenceslao Roces. Los textos citados al final del
ensayo pertenecen al capítulo «L a religión revelada», págs. 435
y siguientes.
3. Sobre el carácter de rito de aprendizaje y de pasaje de la
Fenom enología y, en general, de algunas obras decisivas de
la tradición filosófica occidental, véase mi apunte La filosofía
com o drama, Revista Literal, I I , Buenos Aires, 1975.

140
Mas ya en el prólogo de la Fenomenología se nos da
cierta pista sintomática acerca de la significación de la
experiencia que hace el alma. Se dice allí que ella es ya
en sí todas las cosas, que las tiene depositadas en su
seno al modo de un legado secular dejado en patrimonio
por el espíritu del mundo. Quien a través de su propia
exhibición en la historia ha ido tejiendo, lenta y laborio­
samente, eso que a ella, el alma, se le ofrece como nudo
resultado. Se le ahorra por consiguiente ese trabajo os­
curo, asignándosele como única tarea levantar el acta no­
tarial que testimonia el recuento del patrimonio. N o tie­
ne su experimento el carácter propio de una intervención
o de una praxis, mucho menos de un pronunciamiento.
Constituye el reconocimiento de lo que ha sido trabajado
para ella y en su interior ha sido depositado. Pues esa
alma guarda en sí «todas las cosas». Debe, pues, sondear
en su seno y alumbrar ante su mente eso que está allí
ya predispuesto. Debe traer para sí eso que posee en si.
El alma ya es, por lo tanto, «todas las cosas» en el
comienzo de la Fenomenología. Y sin embargo no es
consciente de su riqueza. En la primera figura fenome-
nológica se inicia esa toma de consciencia: sabe la cons­
ciencia sensible alguna cosa acerca de esa plétora, pero
sólo en el modo de una certeza demasiado inmediata e
informe. Sólo al final del experimento cobrará conscien­
cia de la totalidad del capital del que dispone.
Pero ni en el principio ni al final queda ese capital
aumentado. Ningún interés se cobra en el curso de esos
años de aprendizaje y andanzas. Siempre el mismo capi­
tal, a modo de cosa inmueble. Siempre la misma Cosa, el
mismo Dios. El oscuro trabajo fue cumplido. Y a fe que
desde toda la eternidad.
El filósofo llega, pues, tarde: tarde respecto a la irrup­
ción de algún alma del mundo que, en forma de indivi*

141
dúo universal, concede a Historia y a Espíritu un giro
verdaderamente renovado. Le queda entonces al filósofo
la oportunidad y hasta el derecho de elevar su corazón
exaltado, en verdadero brindis emocional por la figura
egregia del general a caballo que se contempla desde la
ventana.
¿Será que la empresa épica europea, tras el siglo de
las luces, la revolución y el imperio, ha sido ya conclui­
da? ¿Habrá terminado por consiguiente la función: el
drama, la tragedia? ¿Habrá exclamado esa Europa que
empieza a reconocerse vieja, al igual que Augusto al final
de su mandato, Comoedia finita est? Le quedará enton­
ces la consciencia de un pasado, esa dignidad que se con­
cede tras la dimisión de un alto cargo: el eterno derecho
a escribir unas memorias. Habrá, pues, lugar para una
Consciencia Histórica. En general, para la filosofía.
Consciencia que difícilmente podía despuntar en el
fragor del combate, fuera éste efectuado en el escenario
ilustrado de la cultura universal, o en el político de la
toma de La Bastilla y de la guerra internacional. Viejos
tiempos en que la pluma y la espada parecían intercam­
biar de continuo sus trascendentes funciones, siendo ob­
jeto para ambas el presente vivo y noticiable. Hermosa
edad en que lo periodístico era esencial, universal, en
que lo cotidiano era trascendental. Entonces se hacía his­
toria. No había tiempo ni espacio para reflexionarla. Se
pensaba al tiempo que se hacía, pero no se redoblaba ese
pensar bajo la forma de una reflexión. Ahora esa esen­
cia, esa necesidad, esa trascendentalidad está, para He-
gel y su generación, en el pasado. Unos registran ese pa­
sado con sentimiento y con nostalgia, a modo de un
viaje mental por lo remoto, medieval y originario. Hegel,
más sobrio, más precavido, intenta determinar en con­
ceptos ese sentimiento informe. Pero ese registro concep­

142
tual deja también idéntica sensación de melancolía. Una
melancolía más firme, más genuina, menos aliviadora que
la romántica, que es menos melancolía que nostalgia. Más
lúcida por lo mismo, en la medida en que lucidez y me­
lancolía son casi términos sinónimos, o por lo menos es­
trechamente emparentados. Se alimenta de una conscien­
cia crepuscular acerca de que la vida, la verdadera vida,
los viejos buenos tiempos pasaron ya. Y sólo queda como
sustitutivo el recuerdo*
El mundo de la belleza, el espíritu estético y la reli­
gión del arte son, así mismo, formas del pasado. Los
bellos días de la Grecia clásica pasaron ya y el matri­
monio de Fausto y Helena, según nos lo recuerda otro
espíritu contemporáneo en un poema igualmente melan­
cólico, terminaron en obligado divorcio. La acción pro­
ductiva del nuevo Fausto, constructor de caminos, cana­
les, puentes, supone la inmolación del mundo de Belleza
protagonizado por los últimos supervivientes, Filemón y
Haucis, que caen muertos bajo las huestes de Mefistófe-
les. El nuevo poder que surge se halla irremediablemente
separado de lo bello. Se funda en el imperio de lo útil,
configura un mundo sujeto a reglas demasiado compul­
sivas, demasiado serias también, para que dejen cabida
u ningún otro resquicio a Belleza y Arte que no sea el de
una zona marginal. El propio arte, la propia literatura
se halla impregnada de consciencia y saber, es menos arte
4. La filosofía es, desde Hegel, desde Schopenhauer, reflexión
t>ost festum que implica e l crepúsculo de la vida. En el siglo ilus­
trado, por el contrario, el filósofo era todavía hombre de acción:
hombre de mundo, cortesano, político, periodista. Sobro este
«urgir de la filosofía com o lucidez que presupone el ocaso de la
empresa épica, véase Thom as M a m : Las enferm edades de la vo­
luntad. Sobre las antinomias entre acción y lucidez, el libro
ilc Fernando Savater, Ensayo sobre d o ra n , Madrid, 1975. Asimis­
mo mi Dram a e identidad, especialmente en los dos últimos en-
«iiyos.

143
que crítica de arte, es a la vez obra y reflexión sobre la
obra. O es obra en tanto que reflexión sobre la obra. Es,
por ello, menos arte que consciencia estética.5
«Las estatuas son ahora cadáveres cuya alma vivifica­
dora se ha esfumado, así como los himnos son palabras
de las que ha huido la fe; las mesas de los dioses se han
quedado sin comida y sin bebida espirituales y sus jue­
gos y sus fiestas no infunden de nuevo a la conscienciai
la gozosa unidad de ellas con la esencia. A las obras de
las musas les falta la fuerza del espíritu que veía brotar
del aplastamiento de los dioses y los hombres la certeza
de sí mismo. Ahora, ya sólo son lo que son para nosotros
— bellos frutos caídos del árbol, que un gozoso destino
nos alarga, cuando una doncella presenta esos frutos; ya
no hay ni la vida real de su existencia, ni el árbol que
los sostuvo, ni la tierra y los elementos que constituían
su sustancia, ni el clima que constituía su determinabili-
dad o el cambio de estaciones del año que dominaban el
proceso de su devenir— . De este modo, el destino no nos
entrega con las obras de este arte su mundo, la prima­
vera y el verano de la vida ética en las que florecen y
maduran, sino solamente el recuerdo velado de esta rea*

5. Es interesante, a este respecto, cotejar la introducción a la


Estética de Hegel, allí donde se desarrolla la idea, tan pródiga en
consecuencias, tan verdadera, acerca de la muerte) del arte, con la
última parte del Fausto I I de Goethe. Ambos, Hegel y Goethe,
saben, al igual que los románticos, que lo estético (conciliación
de naturaleza y espíritu) se halla cuestionado desde el surgir
mismo de la modernidad (caída del Ancien Regime, expansión
de la industria). Pero a diferencia de ellos evitan acotar una esfe­
ra separada, algo así com o un parque nacional, en la cual pudiera
cultivarse todavía el «sentimiento de la naturaleza», a la vez que
pudiera evocarse el pasado histórico. Con plena consciencia del
carácter trágico de la opción, evitan esa propensión y apuestan
por la construcción de un mundo basado en premisas puramente
espirituales, y por consiguiente no estéticas: premisas científico-
técnicas, premisas industriales.

144
lidad. Nuestro obrar, cuando gozamos de estas obras, no
es ya, pues, el culto divino gracias al cual nuestra cons­
ciencia alcanzaría su verdad perfecta que la colmaría, sino
que es el obrar exterior que limpia a estos frutos de al­
gunas gotas de lluvia o de algunos granos de polvo y
que, en vez de los elementos interiores de la realidad
ética que los rodeaba, los engendraba y les daba el es­
píritu, coloca la armonía prolija de los elementos muer­
tos de su existencia exterior, el lenguaje, lo histórico, etc.,
no para penetrar en su vida, sino solamente para repre­
sentárselos dentro de sí.»
Hegel logra sobreponerse a esta percepción melancó­
lica mediante una arriesgada y audaz apuesta por el saber
y la autoconsciencia. Por la lucidez:
«Pero, lo mismo que la doncella que brinda los frutos
del árbol es más que su naturaleza que los presentaba de
un modo inmediato, la naturaleza desplegada en sus con­
diciones y en sus elementos, el árbol, el aire, la luz, etc.,
al reunir bajo una forma superior todas estas condicio­
nes en el resplandor del ojo autoconsciente mismo y en
el gesto que ofrece los frutos, así también el espíritu del
destino que nos brinda estas obras de arte es más que
la vida ética y la realidad de este pueblo, pues es la re­
miniscencia del espíritu y exteriorizado todavía en ellas;
es el espíritu del destino trágico que reúne todos aque­
llos dioses individuales y todos aquellos atributos de la
sustancia en un panteón, en el espíritu autoconsciente
como espíritu.»
El mito y el rito, el teatro con sus máscaras, la épica
y la tragedia, el culto al sol, la religión de las flores, la
arquitectura lineal y orgánica, la escultura antropomórfi-
ca, todo ese mundo de belleza parece perdido para siem­
pre. En la consciencia cómica de la comedia ática crista­
lizó el espíritu ilustrado nacido en el seno de la propia

145
tragedia, en Eurípides, de manera que las máscaras des­
cendieron del pedestal y rebajaron su estatura hasta
aquélla, humana, susceptible ya de novelarse. Cayeron
las máscaras al tiempo que despuntaba la consciencia
crítica. Fueron heridas de muerte por esa risa del come­
diante que constituye el efecto en el alma del decalage
entre la estatura trágico-heroica de la máscara y su ver­
dad humana. ¿O no es la risa efecto de verdad, auténtica
verificación? El mundo artístico del simulacro dejó paso
al mundo sobrio de la verdad revelada.4

6. Para que exista espacio para eso que se llama novela ba de


producirse esa previa «calda de las máscaras» protagonizada por
la consciencia cómica. Las máscaras se han vuelto ridiculas y
pretenciosas, derivan hacia lo grotesco. Queda com o objeto de
atención el «su jeto» que las sostiene: el hombre. Su dignidad es
simultánea a ese des-enmascaramiento. '
Pero desde mediados del pasado siglo comienza a sospechará
que inclusive el hombre es una máscara. Todavía Fichte y Feuen
bach pudieron recuperar, si bien de form a problemática y con­
flictiva, el «humanismo» de un Pico deJla Mirándola. Pero desde
Marx, desde Nietzsche, desde Freud, parece com o si ese ser, Heno
de dignidad, que parecía alzarse tras el crepúsculo de los dioses
y de los héroes (las máscaras), comenzara a padecer terribles hu­
millaciones: aparecería también como máscara bajo la cual aso­
maran fuerzas de diverso orden: económicas, biológicas, libidi-
nales. La novela, en consecuencia, deja de tener héroes, como
todavía tiene en Stendhal: los protagonistas son Dinero (Balzac),
Herencia (Zola). La consciencia adecuada a esa mutación de esca­
la es, nuevamente, la consciencia cóm ica: desde ella puede escri­
birse la enciclopedia de la estupidez humana (Flaubert). En este
sentido es sugestivo leer Bouvart y Pecuchet com o una posible
parodia de la Fenomenología del espíritu y del espíritu inquieto y
eternamente curioso de Fausto. A través de esos personajes pasa
todo el Saber y la Cultura de la época, al igual que a través de
la consciencia ingenua. Pero los personajes son el contraplacadfl)
mismo de héroes com o Wilhelm Meister, Fausto o el propio Goe­
the: quieren saber todas las cosas, pero a través de las intermi­
nables páginas de la novela no se percibe ningún avance, ningún
progreso, com o tampoco se percibe avance ni progreso alguno
en el eterno deambular acerca del mismo punto de Federico en
la Educación sentimental. Puede decirse que en Flaubert se pro-

146
En vez de ese mundo en que el espíritu se reconocía
en la piedra que tallaba, obra del artesano, o en el himno
que cantaba, obra de músico y poeta, surgió un mundo
de otra especie, un mundo transparente al espíritu, un
mundo convertido él mismo en espíritu, subjetivado, his­
toriado, humanizado, carente de sustrato físico y senso­
rial, hechura del concepto, de la ciencia.
En ese mundo no precisa el dios templos ni estatuas,
ya que el espíritu encarnado en hombres es su propio
templo, su propia estatua.
Ya en la ilustración griega, ya en la comedia ática sur­
ge esa primera irrupción de espiritualidad autoconsciente
que en la Ilustración y con la Revolución y el Imperio
termina por implantarse. En ese brote primerizo aparece
alegre y confiada, feliz y satisfecha de sí misma. De un
modo todavía espontáneo y natural arremete con el mito
y con el rito, deja caer las máscaras del teatro todavía
religioso. Con la religión revelada se intensifica un pro­
ceso que alcanza su mayoría de edad en ese siglo ilumi-
nista en el que el arte alcanza su verdad en su forzado
Ingreso al panteón: ése que se llama Salón, Museo, ése
que se llama Estética, ése que se llama Arqueología, Cons­
ciencia Histórica.
Hegel constituye la melancólica culminación de ese
proceso

«luce la quiebra de la idea misma de Bildungsroman y del rito de


aprendizaje y de pasaje que implica. Abre el espacio por donde
i lrcularán esos personajes sin trayecto y sin identidad que proli-
loran en la novelística m oderna: en Joyce, y sobre todo en
Hcckett.

147
III. W AG NER: IN C IP IT COMOEDIA *

* ' Este ensayo elabora el trabajo aparecido en Cuadernos de


Ui Gaya Ciencia, II, titulado Wagner: P roteo y Dionisio.
Añadir unas páginas más al descomunal sumario crí­
tico que aplasta la presencia, en otros tiempos polémica,
del Mago de Bayreuth podría resultar, en otra circuns­
tancia que la presente, una temeridad incontestable, agra­
vada por el hecho de que el firmante de estas páginas no
es un profesional de la música sino un simple aficiona­
do. Claro está que Wagner era algo más — o algo menos,
según se mire— que un músico. Cabe entonces la coarta­
da siempre a mano de que su obra crítica, pero también,
qué duda cabe, su obra dramático-musical, afecta a cam­
pos de experiencia y cultura distintos del musical, inte­
resando en consecuencia al literato, al filósofo, al crítico
de la cultura. Pero no puede olvidarse al respecto lo que
ya en 1933 decía Manuel de F alla: «Sobre la estética de
Wagner, sobre su romanticismo exasperado, sobre sus in­
tenciones filosóficas, etc., ya se ha dicho todo, y aún más
de lo que había que decir».1 El riesgo de afirmar en nom­

1. Manuel de Falla, «Notas sobre Ricardo Wagner en el cin­


cuentenario de su muerte», Revista Cruz y Raya, Madrid, septiem­
bre de 1933.
bre propio lo que constituye parte conocida del sumario,
atribuible a un imperdonable desconocimiento de la to­
talidad del mismo, parece entonces demasiado grande
para que tenga ningún sentido seguir dejando correr la
pluma. Tanto más cuanto que los tiempos no parecen
predisponer a ninguna recepción interesada de unas pá­
ginas que versan sobre cierto personaje que, si en tiem­
pos no muy lejanos todavía desató acciones y pasiones,
hoy sólo se mantiene vivo en el recuerdo de una minoría
de entusiastas sin ningún protagonismo en el seno de la
cultura viva.
Pero quizás por eso mismo puede reflexionarse sobre
la significación de su obra con calma y moderación, de
manera que de su aparente realidad de objeto antiguo
pueda extraerse un contenido y una significación que,
convenientemente percibida, ilumine, a la vez que la
época en que esa obra se inserta, también la nuestra, si­
quiera sea de una manera indirecta. Si Wagner asocia
su destino a una familia espiritual, de clase, cuyo apo­
teosis — así como también el germen de su ruina— tiene
lugar en el tiempo mismo en que dio a luz sus obras
más significativas, cuya fecha crucial es 1848, entonces
puede decirse que en él se establece un nexo o una red
en la que se anudan algunos de los hilos sueltos de his­
toria europea más relevantes para conocer el suelo sobre
el cual nos encontramos.2

2. Para algunos, así por ejemplo, A. Coeuroy, Wagner et Ves-


p rit rom antique, París, 1965, Wagner constituye la culminación y
el remate del espíritu romántico, condensándose en él motivos
ideológicos, estéticos y de sensibilidad presentes en Hoffmann, en
Novalis, en Weber; para otros, en cambio, constituye «le dépasse-
ment du romantisme», así por ejem plo René Leibowitz, Les jantó-
mes de l'opera, París, 1972, quien sostiene esta tesis desde el punto
de vista ideológico y musical; asimismo también — desde el pun­
to de vista estrictamente ideológico— B. Maggie, Aspects o f wag-

152
Wagner fue feuerbachiano, creyó en un humanismo
integral que revocaría las viejas tablas de la era de los
dioses, participó activamente en la revolución del 48 en
calidad de activista junto con Bakunín, simpatizando con
las ideas de éste? Wagner se desengañó de estas convic­
ciones, abrazando la doctrina pesimista de Schopenhauer.
Wagner fue ferviente nacionalista, alentando el fermento
de ideología pangermana y racista, francófoba y antise­
mita que con el nacimiento del segundo imperio empeza­
ba a tomar cuerpo. Wagner derivó al final de su vida
hacia un misticismo religioso del que es testimonio su
ópera Parsifal. Wagner, pues, sufrió múltiples conversio­
nes, abrazó en su vida múltiples credos, constituyendo
algo así como la superficie de registro en donde la época
dejó caer toda su simiente ideológica. Wagner, en cuanto3

nerianism, Londres, 1968, quien sostiene ei carácter precursor de


Wagner respecto a la teoría psicoanalítica.
En cualquier caso puede afirm arse que Wagner se halla en el
lugar mismo de separación y de juntura entre el «espíritu román­
tico» y la atmósfera fin du siécle. E llo explica la profunda conmo­
ción que produjo en sensibilidades com o la de Baudelaire, atesti­
guada por el magnífico ensayo de este poeta y crítico sobre Tann-
hauser (Richard Wagner ei Tannhauser á París, 8 abril 1861, en
Baudelaire, V a r i rom aniique, París, 1968), en el que efectúa una
coherente lectura de la música wagneriana desde el registro sim­
bolista.
3. Véase el excelente relato que nos ha dejado el propio Wag­
ner de los sucesos revolucionarios del 48 en la ciudad de Dresde,
en compañía con Bakunín, de quien hace un singularísimo retra­
to, en Ricardo Wagner, M i vida, Barcelona, 1944, págs. 298-335.
En cuanto a la relación de Wagner cotí la filosofía de la izquierda
hegeliana y particularmente con Feuerbach, véase, aparte de las
propias declaraciones del artista en su autobiografía ratificadas
por sus escritos del período anterior a su «conversión» al pesi­
mismo estético de Schopenhauer (especialmente La obra de arte
del porvenir), las oportunas referencias a Wagner de Karl Lówith.
He Hegel a Nietzsche, Buenos Aires 1968.

153
a sus creencias, atestigua una naturaleza de carácter pro­
teico.
En lo que sigue me ceñiré a este curioso aspecto de
su personalidad para adentrarme en el enredado uni­
verso en que le tocó vivir.

II

El siniestro juego de embustes apenas disimulados


por sospechosas rectificaciones que sucede al escrito fran-
cófobo de Wagner titulado la Capitulación * sería quizás
un indicio tendencioso para penetrar en la psicología de
un artista que obliga con demasiada frecuencia a repetir
las siguientes palabras de Manuel de Falla: «Siempre que
me hallo ante la música de Wagner procuro olvidar a su
autor. Nunca he sabido soportar su vanidad altanera ni
aquel empeño — orgullosamente pueril— de encarnar en
sus personajes dramáticos. Se creyó Sigfrido, y Tristán,
y Walther, y hasta Lohengrin y Parsifal. Claro está que
el caso es característico de su tiempo; al fin y al cabo,
Wagner era como tantos otros de su categoría, un enor­
me personaje de aquel enorme carnaval que fue el si­
glo xix, y al que sólo puso término la Gran Guerra, prin­
cipio y base del gran manicomio que está resultando el
siglo en que vivimos».45
No puede reprocharse a un francés como André Coeu-
roy que deslice la sospecha de duplicidad respecto a Wag­
ner en el affaire que siguió a la publicación del aludido
escrito francófobo. Esa misma sospecha puede desper­

4. La anécdota queda detalladamente reseñada en el libro, ya


citado, de A. Coeuroy, capitulo titulado Teutonisme, págs. 143 ss.
5. Manuel de Falla, obra citada.

154
tarse en otros momentos de la biografía del artista en
que se percibe una extraña combinación de fanatismo y
oportunismo en ocasión de cualquiera de sus múltiples
conversiones a tal o cual creencia.* Wagner pasa de una
creencia a otra con enorme desparpajo, reproduciendo
en cada caso idéntica fe de carbonero, con su secuela de
adhesiones y persecuciones. Como señala Hadow, «por
naturaleza era incapaz de respetar o comprender ningún
punto de vista que no fuera el que tenía inmediatamente
frente a sí; pegaba fuego sin remordimiento a lo que
había adorado: era de la raza de aquéllos para quienes
la persecución es complemento y culminación necesaria
de la conversión».6 78
¿Qué explicación puede darse de esta proclividad psi­
cológica? ¿Basta cerrar el sumario con la acusación de
duplicidad, oportunismo, combinados con fe ciega de car­
bonero, tan fanática como superficial? ¿O se hace ne­
cesario penetrar algo más en el móvil vocacional con el
fin de esclarecer y comprender este aspecto de la perso­
nalidad de Wagner?
Esa vocación era, a lo que parece, las tablas. Ya des­
de niño acusó una predilección apasionada por el tea­
tro.* El histrionismo de su personalidad, ese componente
histérico señalado una y otra vez por Nietzsche, debe
considerarse entonces derivado de su misma pasión vo­
cacional. La pasión de Wagner por la escena puede expli­
car, quizás, que en ella se sintiera en el hábitat más na­
tural, más espontáneo, más real, sintiéndose en cambio

6. El lector que conozca M i vida podrá atestiguar, me parece,


esta afirmación. Wagner probaba sus convicciones a través de
discusiones acaloradas en las que, seguramente, afianzaba, a tra­
vés del pa th oi de las mismas, su fe incipiente. Parece incluso como
si ese pathos fuese el verdadero soporte de dicha fe.
7. W. H. Hadow, Ricardo Wagner, México, 1951, pág. 36.
8. M i vida, págs. 40 ss.

155
con frecuencia en los asuntos de la vida real, de un modo
inconsciente, representando un papel. Si pues se creyó
Sigfrido y Parsifal, ello es debido a que los lindes entre
el escenario y la vida real se le borraban con frecuencia,
de manera que hasta su propia identidad quedó de esta
suerte sometida al eterno juego teatral del cambio de
papel y de máscara.* Esa confusión puede percibirse in­
cluso en sus amores. Saliendo al paso de la interpreta­
ción canónica de la génesis del Tristán, Marcel Doisy duda
que fuese la aparición de Matilde Wesendonk lo que
predispusiera al autor a la creación de la obra de arte,
verificando la afirmación del propio Wagner de que el
arte comienza cuando cesa la vida y la felicidad.10 «Es

9. Esta proclividad es asumida conscientemente y sublimada


en el plano metafisico en el período de su relación con Matilde
Wesendonk, com o lo atestigua plenamente el epistolario dirigido
a ella (R. Wagner, E pistolario a M atilde Wesendonk, Buenos Aires,
1948): la metafísica de Schopenhauer, lo mismo que los dramas^
calderonianos —que en esa época leyó— constituyen el soporte
doctrinal de una experiencia que en el am or a M atilde halla su
concreción vivencial y en Tristán e Isolda su concreción artística.
Ahora bien, es propio de Wagner el continuo fluir, sin solución de
continuidad, de la vivencia al arte, del arte a la metafísica, de
manera que finalmente el lector de las cartas no sabe a ciencia
cierta dónde termina la experiencia y dónde comienza la repre­
sentación, dónde acaba el sentimiento y dónde se inicia la refle­
xión sobre el sentimiento. Esas cartas, escritas en la época de pro­
ducción del Tristán, parecen apuntes o borradores de esta obra,
cuando no reflexiones sobre la misma urdidas sobre el texto re­
cién escrito.
10. Wagner se retira del plano vital de sus amores —y de los
conflictos resultantes de ellos— con el fin de encontrar esa ansia­
da paz, reposo y liberación que continuamente, en su vida y en su
obra (piénsese en el Holandés errante, en Tannhaüser, en Wotan,
en Siegmund, en Parsifal, en el propio Lohengrin) ansia. Escoge
com o escenario Venecia. En M i vida explica la angustiosa sensa­
ción que le producen las góndolas, por su form a y por su color, a
las que veladamente asimila a la barca de Caronte. Venecia signi­
fica en cierto m odo paz, liberación, pero asimismo muerte: fin del
deseo, apaciguamiento com pleto de la pasión. Desde allí escribe a

156
posible preguntarse en qué medida no será, por el con­
trario, el estado espiritual en que le sumergía esa obra
( Tristón) la que influyó en la eclosión de ese amor, del
mismo modo como esta pasión contrariada y su fracaso
final alimentaron sin ninguna duda el desenlace del dra-

Matilde unas cartas que versan sobre este único tema: la subli­
mación del deseo vencido en la paz redentora, paz que implica
renuncia, separación, ausencia. Y la trascendencia de ese momen­
to negativo en la creación artística, paso previo para alcanzar la
santidad. El arte implica, por consiguiente, el ocaso de la voluntad
de vivir y de la órbita del deseo y de la pasión, su cumplida tras­
cendencia en una voluntad creadora de nuevo cuño, más allá de la
pasión, pero asimismo más allá de la muerte. El arte aparece en
la reflexión de Wagner en esas cartas como instancia antitética
respecto a la Naturaleza, cuya fuerza ciega conducente a una
producción y reproducción sin tino y sin oriente queda entonces
trascendida. El arte es, pues, algo antinatural. Lo mismo el verda­
dero amor, el amor ganado en la renuncia y en la ausencia: amor
que se yergue orgulloso frente a la fuerza reproductiva y fecun­
dante de la Naturaleza; amor por consiguiente estéril. En esa
reflexión, la esterilidad trama una relación esencial con la belleza:
«L a Naturaleza persigue sus fines ciegamente, no se ocupa más
que de la especie, es decir, no quiere más que vivir siempre de
nuevo, recomenzar hasta el infinito. El individuo al que carga
de todos los sufrimientos de la vida no constituye más que un gra­
no de arena en esta inmensidad de la especie, grano al que la
Naturaleza puede reemplazar miles y millones de veces...
...La naturaleza no es «sagrada» salvo cuando se eleva a la
serenidad...
...En mí todo es antinatural. Ignoro lo que es la familia, lo
que son los padres, los hijos; mi matrimonio no fue más que un
experimento de paciencia y de piedad...
...La vida, la realidad asume cada vez más la form a del sueño;
los sentidos son enervados; la vista se nubla; el oído que quisiera
ofr la voz del presente no puede percibirla. Donde estamos no
nos vemos, solamente en donde n o estamos se fija nuestra mirada.
Asi pues, el presente no existe; el futuro es la nada...»
Todo lector y conocedor de la obra de ese gran wagneriano
—y schopenhaueriano— que fue Thomas Mann (que sin embargo
mantuvo siempre una distancia irónica e inteligente respecto a
sus maestros) percibirá en el escenario (Venecia) en la problemá­
tica (relación entre arte y vida, entre belleza y fecundidad, e n tre

157
ma, que es posterior a la ruptura. Éste es un tema que
podría conducir a un turbador estudio psicológico.» 11
No seria, desde luego, el primer caso de un artista
que organiza su vida desde y a partir de sus creaciones
artísticas, de manera que el sujeto empírico se hallara
sometido a las leyes autónomas del sujeto creador, ver­
dadero sujeto trascendental que gobierna y condiciona el
desarrollo de la experiencia. Ese sujeto empírico pasaría
entonces a la condición de personaje, a modo de persona
del drama, siendo entonces ora Lohengrin, ora Tristán,
ora Parsifal, según las necesidades del proceso de crea­
ción. En virtud de ese pasaje el creador podría asegurar;
de una manera exitosa, el cumplimiento del imperativo
vocacional y con él la consumación de su obra en todas
sus etapas sucesivas. Las metamorfosis del individuo co­
rrerían paralelas o serían consecuencia de las metamorfo­
sis de la obra creativa. Wagner habría sido feuerbachiano
en la misma medida en que se identificaba a la vez con
Wotan — el héroe de los tiempos presentes— y con Sig-
frido — el héroe del porven ir;*12 habría sido schopenhaue-

arte y producción) incluso en la anécdota de las relaciones de


Wagner con Matilde Wesendonk, sublimada en el Tristán, uno de
los puntos nodales de donde arranca la inspiración de dicho escri­
tor, como lo atestiguan sus relatos Tristán, La muerte en Venecia,
pero asimismo Los Buddenbrook en la última parte de la novela,
asi como su escrito sobre el matrimonio, y sus ensayos consagra­
dos a Schopenhauer y a Wagner, especialmente Grandeza y sufri­
mientos de Ricardo Wagner, 1933, Ricardo Wagner y E l anillo del
Nibelungo, 1937, Obras completas, Barcelona, 1968.
11. Marcel Doisy, prefacio a la edición bilingüe del Siegfried,
París, 1971, pág. 26.
12. Son expresiones del propio Wagner, exteriorizadas en car­
ta a su amigo y correligionario Roeckel (ambos eran amigos asi­
mismo de Bakunín):
«Fíjate con atención en Wotan, verás hasta qué punto se nos

158
riano en la medida en que se desengañaba de este héroe
y de su calidad de «ser de la naturaleza», identificándose
entonces con su heroína Briinhilda, la divinidad despo­
jada de todos sus atributos, convertida en ser humano,
pero a la larga desengañada de esa misma humanidad
de la que esperaba su propia redención, que al final del
Crepúsculo de los dioses asciende de nuevo a la casa pa­
terna, al Walhalla, sólo que una vez lo ha convertido en
una pira ardiente.13
Pero Wagner habría también trascendido este punto
de vista pesimista en su conversión religiosa y mística
correspondiente al período del Parsifal. Habría, por con­
siguiente, seguido en su biografía las leyes autónomas
fijadas por la obra de arte, siendo entonces la creencia
—y su secuela de conversión, renegación, demarcación
entre lo bueno y lo malo, entre lo pío y lo impío— el
efecto o la consecuencia de esa peculiar tiranía de la obra
sobre su «autor». En algún sentido en Wagner — de se­
guirse hasta el final esta hipótesis, cuyas limitaciones
explicativas no se me escapan— se habría producido la
inversión de la relación supuestamente normal entFe el
creador y su obra. Se ha dicho con frecuencia que Wag­
ner era un perfecto seductor. Cabe decir al respecto lo
que Thomas Mann recuerda en Lotte en Weimar relati­
vo a la seducción: el artista, seductor nato, es también
o por lo mismo el gran seducido, siendo la Belleza (cara

parece: Es la suma de la inteligencia del tiem po presente, mien­


tras que Siegfried es el hombre aguardado y querido por noso­
tros, que debe hacerse a sí mismo merced a nuestra aniquilación,
el hombre más perfecto que imaginarse pueda.»
13. Por no hablar de su identificación con Tristón, atestigua­
da hasta la saciedad —y hasta el aburrimiento— por la corres­
pondencia con M atilde Wesendonk.

159
visible de la Muerte) quien continuamente le seduce.'4
Wagner fue una cabal personificación del seductor-sedu­
cido. Y fue su obra misma, su creación, el signo sensible
de Belleza que actuó sobre él como agente de seducción.
Seducido por sus obras, seducido por esos personajes
que encamaba y con los cuales se identificaba, pudo a
su vez seducir y hechizar a los demás con su trato, con
su música. Al igual que el hechicero de que habla Levi-
Strauss, antes de poder encantar e hipnotizar a sus «pa­
cientes», debió en algún profundo sentido encantarse e
hipnotizarse a sí mismo, confirmando el mecanismo se­
gún el cual se hace posible contagiar a los demás una
convicción, un credo, un fanatismo: sólo el que previa­
mente ha conseguido convencerse a sí mismo, persuadir­
se a sí mismo respecto a cierta creencia puede, a poste-
riori, convencer a los demás.15 N o es causual que Nieto-

14. Idea que late a lo largo del hermoso monólogo de Goethe


en el capítulo séptimo de la novela de Thomas Mann. Sobre la
relación Belleza-Muerte, recuérdense los versos de Van Pialen
citados por Mann en su ensayo sobre el matrimonio.
15. Levi-Strauss, E l hechicero y su magia, en Antropología
estructural, donde describe con precisión el extraño tablado tea­
tral que monta el hechicero con la finalidad expresa de «incorpo­
rar» la enfermedad (el mal espíritu) de la victima, reproduciendo
en sus ademanes y movimientos, en verdadera función mimética,
los que son característicos del paciente. Puede decirse entonces
que la identificación — térm ino fam iliar en la literatura psi-
coanalítica— constituirla una form a menguada de posesión, una
modulación a escala en tono menor del tema genérico de la
mimesis, tema de trascendencia fundamental para comprender
algunos de los mecanismos más inquietantes que están en la
base de nuestro funcionamiento psíquico, pero asimismo de toda
realidad escénica.
Sobre la vinculación entre las aptitudes miméticas y la iner­
vación somática de la ficción, Wagner deja multitud de indicios
en su biografía: continuas erupciones e hinchazones, erisipelas.
Verdaderas «enfermedades imaginarias» en sentido riguroso: ya
que la causa eficiente de la enfermedad es, en esos casos, proba­
blemente lo Imaginario. También en este punto Thomas Mann ha

160
sche, en los escritos que siguen a su ruptura interior,
previa a la ruptura exterior, con Wagner, tratara por
todos los medios de escudriñar el mecanismo de pro­
ducción y transmisión de las creencias.*16

III

Nos hallamos, por consiguiente, próximos a la mítica


figura de Proteo, ese personaje sin sustancia ni entidad
que es o se resuelve en sus múltiples metamorfosis. Nos
hallamos, también, en vecindad con la hechicera Circe,
verdadera diosa de toda escenografía en su calidad de
propiciadora de continuas mutaciones de las cosas y los
objetos en virtud de sus poderes mágicos.17 El sumario

encontrado materia para sus finísimas observaciones: recuérdese


el personaje Christian en Los Buddenbrook, pero sobre todo Félix
Krull (y sus inquietantes experimentos con la contracción de
la pupila y con las «fiebres imaginarias»). Es característico de la
tipología del «artista» que ofrece Mann esa experimentación de
la facultad mimética con el propio cuerpo. Confróntese este pro­
blema con las nosografías freudianas en torno a la histeria: hay
aquí un tema de interés poco corriente que debería ser tratado
con detalle y precisión, pero sobre todo con amplitud de miras
y sin presupuestos doctrinarios de ningún orden.
Sobre la relación entre la práctica del hechicero reseñada por
Levi-Strauss y el problema de la creencia, véase el magnífico tra­
bajo de Octave Mannoni, Ya lo sé, pero aún así..., incluido en
La otra escena, Buenos Aires, 1969.
16. Ya en los escritos íntimos o «esotéricos» previos a la
ruptura exterior, centrados sobre Wagner, pero sobre todo en los
escritos de la etapa llamada —con o sin fortuna, no entro aquí
en la cuestión— «positivista», en los que Nietzsche prolonga la
Investigación sobre la génesis de la creencia moral efectuada por
su amigo Paul Rée.
17. Sobre las figuras de Proteo y de Circe, véase la excelente
investigación sobre la cultura del barroco de Rousset, C irce y el
pavo real, Barcelona, 1973.

161
acusatorio nietzscheano contra Wagner se perfila a tra­
vés de estas caracterizaciones: magia, hechicería, estupe­
faciente, anestesia de la voluntad propia y ajena, histrio-
nismo, histeria.1* Términos que sólo pueden resultar pe­
yorativos para un alma ajena al universo escénico. En
general, al universo de la ficción.
Esa alma es la del filó s o fo : de Platón a Nietzsche, la
vecindad con el artista resulta para él altamente atractiva
e insoportable a un tiempo. ¿Puede sorprender que en
La República se expulse al artista de la ciudad alegando
su sospechosa vecindad con la mentira y con la produc­
ción de simulacros, toda vez que previamente se ha tra­
zado una nítida línea de demarcación entre la divinidad
pertinente a la contemplación del filósofo, que es de na­
turaleza una y homogénea, simplicísima y purísima, no
contaminada por ninguna mutación, y el falso pretendien­
te a la divinidad, ese ser que nunca es y siempre devie­
ne, ese ser que no es propiamente ser, carente de sustan­
cia, eternamente impuro y variable, sinónimo de simula­
cro, de eidola, resuelto en metamorfosis continuas, al que
Platón compara con el personaje aludido de Proteo? w El
artista, congenial a esta figura mítica, encama la figura 1 9
8

18. Expresiones continuas que aparecen en E l caso Wagner


y en Nietzsche contra Wagner, pero en general en toda la pro­
ducción nietzscheana del último periodo.
19. «¿Hay que considerar, acaso, a un dios como a una especie
de mago capaz de manifestarse de industria cada vez con una
form a distinta, ora cambiando él mismo y modificando su aparien­
cia para transformarse de mil modos diversos, ora engañándonos
y haciéndonos ver en él tal o cual cosa, o bien lo concebiremos,
más que ninguno incapaz de abandonar la form a que le es pro­
pia?» ( República, 380 d). Poco más adelante, en 381 d, alude Platón
explícitamente a Proteo, amonestando a aquellas madres que,
influidas por los poetas, asustan «a sus hijos contándoles mal las
leyendas y hablándoles de unos dioses que andan por el mundo de
noche, disfrazados de mil modos com o extranjeros de los más
varios países».

162
del embaucador, verdadero mimo del conocimiento, como
el sofista: no es todas las cosas, únicamente las simula,
no conoce todas las cosas, sencillamente las refleja en
un espejo que gira en todas las direcciones.20
Todo el drama de la filosofía platónica, gravita en
tomo al problema de la mediación del Uno con el Todo,
lo én kai tó pán. Las aporías resultantes de esa media­
ción aparecen en toda su crudeza en el Parménides: ora
el Uno debe ser negado con el fin de que pueda afirmar­
se el Todo, ora, por el contrario debe negarse el Todo con
el fin de poderse afirmar el Uno. En el primer caso, la
totalidad se vuelve insustancial e infundada, lindando con
la condición del simulacro, de manera que la demarca­
ción entre sabiduría y engaño, entre filósofo y artista,
entre conocimiento e ilusión amenaza con borrarse. En
el segundo lugar, la Unidad se vuelve mística e inalcan­
zable, sumiendo al pensador en la tesitura de una per­
secución desesperada de su objeto apetecido y deseado
que jamás tiene satisfactorio colofón.21
N o es casual que Nietzsche retome algunos de los
tópoi más característicos del platonismo con la expresa
finalidad de invertir esa filosofía. Entre ellos, la concep­
ción acerca de la connivencia del arte con la mentira, con
la ilusión, con la apariencia, con el mundo de la eídola.
El artista es productor de engaño, es embaucador, es se­
ductor. El verdadero artista es Dionisio, dios de las apa-

20. Para comenzar, el poeta — con la sola excepción del poeta


épico o lírico en los pasajes en que habla en nombre propio—
esconde su identidad, dejando la palabra a los personajes, «otros»
que «él mismo». Ese camuflaje se consuma plenamente en el
arte escénico, tragedia o comedia, donde el autor desaparece ante
el tinglado, efectuando de este m odo una mimesis perfecta.
21. Sobre este tema, los excelentes libros de V íctor Gómez
Pin, De usía a manía Barcelona, 1973 y E l drama de la ciudad
ideal, Madrid, 1974.

163
riendas que, parecidamente a Proteo, se resuelve en sus
continuas metamorfosis de rostro, de máscara, de piel.
Verdadero demonio al decir de Nietzsche, para quien el
demonio es fundamentalmente «p iel».22
La figura de Wagner aparece entonces a la vez como
confirmación de estos asertos y como experimenttim cru-
cis de los mismos, por cuanto su naturaleza proteiforme
presenta rasgos ambiguos y sospechosos que lo emparen-
tan, en vecindad peligrosísima, con el dios de las máscaras,
Dioniso y que también lo distancian en algún sentido sutil
y difícil de capturar, hasta el punto de destacarlo como,
el «falso pretendiente» a la titularidad dionisíaca.
Podría incluso pensarse como hipótesis que Proteo
constituye entonces la versión espúrea de Dionisos. Tema
éste que merece cierto rodeo explicativo.

IV

La mitología en que se plasma la corriente del deseo


nietzscheana traza la figura, tantas veces evocada, de un
triángulo compuesto por Perseo-Ariadna-Dioniso. Este úl­
timo es el artista, vencedor del héroe, que cobra como
prenda de su victoria la posesión de Ariadna. De esta
suerte queda comprendida la relación Wagner-Cósima, la
separación de ésta de su marido y de su padre. En el
seno de esa constelación triangular trata de hallar el in­
truso pensador un lugar en la estructura. Sólo al final
de su vida y en el registro alucinatorio de la locura, tras

22. «Cuando el diablo cambia de piel, ¿no se despoja también


de su nombre? El nombre es, en efecto, también piel. El diablo
mismo es tal vez p iel.» Así habió Zaralhustra, trad. A. Sánchez
Pascual, Madrid, 1972.

164
la trágica declaración de amor (Cósima, te amo) halla
al fin, ya en plena obnubilación, ese lugar siempre ocu­
pado («Y o soy el marido de Cósima Wagner»).232 5De ahí
4
que en las últimas cartas pudiera al fin firmar según su
verdadera identidad, Dioniso. Pero también: Dioniso-cru-
cificado.
Este sintagma — Dioniso crucificado— sirve de índice
explicativo de esa diferencia que buscamos entre el dios
de las máscaras y su peligroso pretendiente, Proteo. En
efecto, Dioniso, como Proteo, cambia de máscara, cum­
ple la ley de las sucesivas metamorfosis, pero a diferen­
cia de éste cada movimiento, cada pasaje, constituye una
verdadera conmoción que afecta a las entrañas mismas
del alma y del cuerpo del personaje, el cual cambia de
piel dejando a la vez, por así decirlo, la piel.*
De hecho, cada mutación significa una verdadera ago­
nía, un verdadero getsemaní, con su secuela de martirio,
tortura, laceramiento, humillación, crucifixión y consu-
matum est. Sólo en virtud de ese torm ento se hace posi­
ble la periódica resurrección.2* Sólo ese extremo dolor
posibilita el cumplimiento de la anhelada ley del re­
torno.
La sospecha de Nietzsche respecto al artista histrió-
nico, respecto a la naturaleza proteiforme, radica en este
punto: ¿Significa su metamorfosis un verdadero tormen­

23. El 27 de m arzo de 1889, ya internado, dice: «M i mujer


Cósima Wagner es la que me ha traído aquí». H istoria clínica de
lena, en Revista de Occidente, agosto-septiembre 1973, pág. 282.
24. Continuamente acude Nietzsche al sím bolo de la serpiente
para representar la sabiduría. Y sobre todo al cam bio de piel de la
serpiente, necesario para su supervivencia.
25. Sobre este sufrimiento producido por el cam bio de creen­
cia o doctrina — verdadero cambio de piel de la sabiduría— véase
el penetrante análisis psicológico de Lou Andréas-Salomé, F. N ietz­
sche, especialmente el capítulo titulado, de un m odo sintomático,
«Sus metam orfosis».

165
to, o únicamente la simulación de ese torm ento?24 Nietz-
sche, como buen filósofo o pensador, pone sobre el tape­
te, como instancia critica y discernidora en este juicio
salomónico sobre el verdadero y el falso pretendiente la
Verdad. Y Verdad es, para Nietzsche, sinónimo de abso­
luto tormento. Verdad es lo mismo que dolor, de manera
que la capacidad de verdad que resiste un pensamiento
es igual a la capacidad de dolor que resiste el pensador.
Sospecha respecto a una mutación o metamorfosis que
se produce sin dolor, o con un dolor únicamente simula­
do, únicamente representado — dolor del que se cobra un
goce voluptuoso de naturaleza espúrea y decadente, muy
distinto del goce voluptuoso moral, nada esteticista, que
el pensador cobra de su autolaceración.2 27 A la crueldad
6
voluptuosa del imperativo moral del pensador, converti­
do en verdugo del sujeto-victima, se opone el goce es­
tético del artista histriónico que simula los sufrimientos
en el registro de un morbo placentero en el que lo vivido

26. Entiéndase bien que no se sugiere aquí que el artista, y


en el caso que nos ocupa Wagner, no sufriera en su alma tormen­
tos tan fuertes como los del filósofo, en este caso Nietzsche. 1a
biografía de Wagner basta para alejar toda sospecha acerca de
una «vida feliz y reconciliada consigo misma». Solamente se llama
aquí la atención sobre el proceso que conduce de una creencia a
otra, sobre el m ovim iento del alma que lleva al cambio de con­
vicción o de doctrina. Mientras el filósofo sufre entonces en carne
viva su máximo tormento, el artista (W agner) vive esa mutación
con mucho mayor desparpajo. Los sufrimientos del artista son de
otra especie. Pero no tienen expresa relación con el problema del
cambio de creencia.
27. Este punto es analizado con verdadera clarividencia por
Lou Andréas-Salomé, obra citada. El alma de Nietzsche, concluye
su antigua amiga, «se escinde en un dios sacrificador y en una
víctima sacrificada». Sobre el tema de la voluptuosidad que se
cobra del ejercicio de la crueldad característico de la relación
verdugo-víctima, el propio Nietzsche ha dejado un análisis im­
presionante en la Genealogía de la m oral, capitulo 2°.

166
y lo representado terminan por confundirse.2* Del tablado
heroico del filósofo se pasa, pues, al tablado histriónico
del artista.
Nietzsche quiso ser todas las cosas, pero a sabiendas
de que el pasaje de un modo de ser a otro implica lace-
ramiento y crucifixión. Quiso también saber todas las co­
sas: cambió varias veces de creencia y concepción del
mundo, pudiendo distinguirse, en buen escolasticismo, su
periodo romántico, su período positivista, su concepción
del mundo de madurez. Pero cada cambio de piel supuso
antes que nada tortura infligida sobre el espíritu, sobre
el alma, sobre el cuerpo. Wagner, por el contrario, halló
una modalidad histriónica de cumplimiento de ese ideal
humanista y fáustico con el que se sintió tan identificado

28. De un modo semiconsciente — y por consiguiente en un


registro todavía «rom ántico»— hay múltiples referencias en la
vida y en la obra de Wagner a esa conexión de voluptuosidad y
dolor: así el gozo profundo que ansia Tannhaüser cuando, harto
ya de los placeres venusianos, «desea sufrir». De un modo cons­
ciente y lúcido — y por consiguiente en un registro «postrromán-
tico» y «ta rd ío» característico del «Ocaso del sol romántico»—
ese goce lo analiza con minuciosidad Baudelaire en su trabajo
sobre Tannhaüser. En este punto puede verificarse nuevamente
nuestra afirmación del carácter de pasaje que cumple Wagner en
el plano de la sensibilidad estética.
Sim plificar la cuestión que aquí estamos tratando con algún
término bárbaro ad usum delphini (así por ejem plo «masoquis­
m o») sería un pecado de lesa historicidad, ya que Sacher Masoch
representa, en el curso de una historia de la sensibilidad, un
paso posterior, algo así como una figura del espíritu subsecuente,
en la que la ambigua urdidumbre de lo vivido y lo representado,
del sentimiento y de su representación, del impulso y de las tablas,
en lo que hace referencia al problema de la víctima y del verdugo
y su relación con el goce, se ha clarificado y resuelto en favor
de la autoconsciencia, de la lucidez —y de un histrionismo lúci­
damente asumido y por lo mismo también «perverso»— . En Wag­
ner — incluso en Baudelaire— no se ha perdido todavía la referen­
cia a ese «sol romántico» cuyo ocaso, cuyo crepúsculo sin embargo
se percibe y se enuncia en términos elegiacos.

167
(en el seno de sus sucesivas identificaciones el propio
Fausto compareció también como personaje susceptible
de encamación y representación).® Cumplió el ideal hu­
manista y fáustico en el registro histriónico. No fue to­
das las cosas. Sencillamente, las simuló.
Con lo cual atestiguó, en un sentido simétricamente
opuesto pero complementario a la experiencia nietzschea-
na (experiencia que sólo pudo realizar ese ideal, en su
perfecto cumplimiento, en el registro alucinatorio), la
quiebra del ideal humanista.
Pues ese ideal sólo podía consumarse en virtud del
mantenimiento de una relación dialéctica entre verdad y
arte, entre el rol de pensador y el rol de artista, de ma­
nera que el pasaje a las tablas y el histrionismo no fuera
en ningún sentido obstáculo para el asentamiento de la
razón en una acrisolada lucidez y sabiduría. Ahora bien,
Wagner no demuestra esa lucidez y autoconsciencia que
hizo sentir al propio Augusto, en sus últimas y delatoras
palabras (nos lo recuerda Nietzsche), la verdad del tabla­
do urdido en el curso de su gestión.230 En ningún momen­
9
to oímos decirle, explícita o veladamente, Comoedia finita
est, a menos que interpretemos ladina y favorablemente,
en el registro de la parodia y del cinismo, su Parsifal, el
cual, por el contrario, prueba que en los últimos momen­

29. Prueba de ello es su bella obertura Fausto.


30. Nietzsche asimila, en efecto, las «últim as palabras» de
Augusto y las de Nerón, por razón de que, enzarzado en su polé­
mica contra el socratismo, interpreta el Qualis artifex pereol
en el mismo sentido que el Plaudite am ici: comoedia finita est.
Hay sin embargo, creo, cierta diferencia sintomática en ambas
figuras de la consciencia histriónica: mayor consciencia en Augus­
to, mayor histrionismo ciego en Nerón. Más adelante queda este
punto esclarecido en el contexto. El texto de Nietzsche es el afo­
rismo 36 del libro prim ero de D ie FrShliche WisSenschaft.

168
tos halló una última manera de esquivar Wagner la ver­
dad, a saber, a través del misticismo.31
Por esta razón Wagner, con ser genial, con ser re­
presentativo del arte y de la cultura y sociedad de su
época — que constituye el humus fertilizante de la nues­
tra— no alcanza auténtica grandeza, no alcanza ese «gran
estilo» buscado por Nietzsche en vano entre sus contem­
poráneos.
Gran estilo de un Shakespeare, quien en un famoso

31. Nietzsche interpreta maliciosamente Parsifal como despe­


dida de Wagner de la esfera de la tragedia: caída de las máscaras,
pasaje a la lucidez, comedia y bufonada (para Nietzsche, lo mismo
que para Hegel, la comedia es superior a la tragedia en cuanto a
su relación con la verdad, es el momento de la lucidez, aquel
momento en el que, como se dice en el Zarathustra, hasta las peo­
res tragedias aparecen com o comedias).
Nietzsche se pregunta: «W ar dieser Parsifal überhaupt ernst
gemeint?» (¿Fue realmente tomado en serio por W agner...?) «Man
móchte es námlich wünschen dass der Wagnersche Parsifal heiter
gemeint sei, gleichsam ais Schlusstück und Satyrdrama, m it dem
der Tragiker Wagner gerade auf eine ihm gebiihrende und würdi-
ge Weise von uns, aucb von sich, vo r A llem von der Tragódie habe
Abschied nehmen w ollen...»
Si se coteja este parágrafo del Nietzsche contra Wagner, Edi­
ción Colli-Montinarí, Berlín, 1969, vol. V I 3, pág. 428, con el texto
antes citado de La Gaya Ciencia, así com o con los textos del Z a ­
rathustra acerca de la conexión tragedia-comedia, se puede hallar
un nexo de relaciones relevantes para penetrar a fondo en la
estética nietzscheana y en su concepto fundamental, el concepto
de Gran Estilo. Creo que esta reflexión, de llevarse a cabo con
rigor, ganaría a Nietzsche para una estética «racionalista», en
algún sentido en la dirección incoada por Galvano della Volpe
en su exégesis de la estética nietzschena ( Crisis de la estética
romántica, capítulo dedicado a Nietzsche), si bien este autor, de­
masiado fija d o en su polémica con el intuicionismo de la esté­
tica de Croce, pierde la posibilidad de una exégesis de largos
alcances al integrar a Nietzsche en e l seno del intuicionismo (lo
que habría hecho fracasar el intento nietzscheano de trascender
la estética romántica). De todas maneras di problema en cuestión
rebasa ampliamente el marco epistemologista en el que lo en­
marca e l pensador italiano.

169
pasaje de Hamlet explica con lucidez sin igual la natura­
leza del artista, capaz de dar vida en forma de perso­
najes a todas las inquietudes y deseos, temores y tem­
blores de su corazón. Y que en La Tempestad relata, en
el registro de la ficción, su propia verdad consciente­
mente asumida, identificándose con Próspero, verdadero
dominador, como el artista, por medios mágicos y hechí­
cenles, de los elementos de la naturaleza, el cual, desde
detrás del tablado, deja que suceda en el escenario un
curso dramático que se va encauzando y torciendo según
sus designios, desvelándose al fin de la obra y retirán­
dose entonces de su oficio, en ese extraordinario pasaje
en que renuncia a sus poderes y se despide de la escena,
diciendo poco más o menos lo mismo que Augusto: Co-
moedia finita est.
Wagner, pese a su genialidad, parece más bien del li­
naje de quienes al fin de sus días pronuncian otra sen­
tencia muy diferente, un poco a la manera de Nerón (qua-
lis artifex pereo!).
Quizás esas «últimas palabras» podrían servir de ín­
dice y delación de lo que podría denominarse gran estilo.
En cierto modo clasicismo.
Esas últimas palabras anudan el universo artístico, la
ficción, la escena, con el universo filosófico. Median en­
tre la belleza — y su concreción en simulacros— y la
verdad — y su continua voluntad de desenmascaramiento
de simulacros.
Nietzsche intentó hallar ese número áulico fundador
de la unidad arte y verdad, librando al arte de su ca­
rácter únicamente mimético-histriónico, librando a la ver­
dad de un voluntarismo — como el socrático-platónico—
desconocedor de la verdad ínsita en la obra de arte. De
ahí su búsqueda del gran estilo. De ahí su apuesta por
un nuevo clasicismo que evitara la decadencia del arte

170
(su conversión en obra estrictamente proteica) y el exclu­
sivismo de la voluntad de verdad (negadora de la pul­
sión artística). Su apuesta por la vida le hizo combatir
la voluntad de verdad schopenhaueriana, tomando el par­
tido por un arte que fuese estimulante y propiciador de
vitalidad. Su apuesta por la verdad le hizo combatir un
arte que evidenciaba su naturaleza espúrea al capitalizar
en el registro histriónico-imitativo, por la vía de la iden­
tificación, la experiencia de tormento, de calvario indis­
pensable para el nacimiento tanto del arte como de la
verdad. Apostaba, pues, por un arte verdadero y por una
verdad artística. Pero su apuesta quedó únicamente como
ideal inalcanzable. N i entre sus contemporáneos ni en sí
mismo pudo realizar materialmente ese ideal.31

Falta por consiguiente en el arte wagneríano ese mo­


mento crítico del arte (momento de la lucidez, momento
de la verdad) que encontramos en todo gran estilo, en
Shakespeare, en Goethe, en Schiller. Faltan esas últimas
palabras. El arte wagneríano, ayuno de esa instancia crí­
tica, confunde continuamente sentimiento y representa­
ción del sentimiento, es, pues, como señala críticamente
Nietzsche, un arte efectista, hipnótico, que sólo es grande

32. Este importante tema sólo puede ser insinuado en este


contexto. Exigiría desde luego un tratamiento detallado, de exé-
gesis y de crítica de los textos nietzscheanos, que debería llevarse
a cabo con amplitud y minuciosidad. Creo, en efecto, que la esté­
tica de Nietzsche es uno de los terrenos menos convenientemente
tratados de este pensador. Y uno de los más interesantes, tanto
para comprender su pensamiento, como para comprender nuestra
sensibilidad.

171
en algunos momentos supremos (especialmente en esa
obra magistral que es Tristán e Isolda), pero que se halla
falto de la mediación de una inteligencia crítica que do­
mine los arrebatos de la inspiración y del rapto. Es, en
este sentido, un arte propio de «aquel gran Carnaval que
fue el siglo x ix », como dice Falla. Carnaval al que le
faltó la mediación racional de un reconocimiento de su
carácter carnavalesco, carnaval que fue tomado por rea­
lidad, por norma, y del que sólo pudo cobrarse verdad
en virtud del más absoluto esfuerzo demoledor de la crí­
tica: merced a un criticismo disolvente, rayano en el
nihilismo, como aquel desplegado por quienes descorrie­
ron el velo de Maya en el cual se anudaba, en buena
tergiversación romántica, el sentimiento y su representa­
ción, la acción real y la declamación sobre las tablas.
A través de ese hipercriticismo, más radical que el in­
coado por Kant, se descubrió que, tras esa trama de su­
puesta realidad, bullía una esencia desconsolada y poco
apetecible, que ora fue bautizada como Voluntad, como
Voluntad de Poder, ora como Lucha de clases, ora como
lucha por la vida y selección natural. Nuestro siglo, a tra­
vés del marxismo, a través del psicoanálisis, a través de
la filosofía neopositivista y analítica, ha registrado en el
terreno de la filosofía una experiencia histórica derivada
de ese descorrimiento del velo de Maya: fin del Carna­
val, miércoles de Ceniza (como dice Lukács en el Asalto
a la Razón, demostrando por una vez un magnífico sen­
tido del humor), comienzo de una cuaresma, culminada
por ese viernes non sanctum de la Primera y de la Se­
gunda Guerra Mundial, que ha convertido el Carnaval y
la crítica derivada de la resaca que le ha seguido en ese
«gran manicomio que está resultando el siglo en que vi­
vimos», como señala Manuel de Falla.
La tragedia del arte actual en su condición escénica

172
— y esa misma tragedia puede percibirse en el terreno
del pensamiento y, en general, en el plano concreto de
la vida histórica, social y cotidiana— consiste en su bas-
culamiento entre un cumplimiento crispado — y no ro­
mántico— del imperativo carnavalesco, propiciador de
un arte en el que definitivamente la razón se anonada y
deja libre al instinto primitivo y a su gesto originario, y
un criticismo anclado que preserva a la razón de la aco­
metida del hipnotismo de un mundo fetichizado y en­
cantado, aunque a costa de impedirle entonces el pasaje
al terreno de la ficción, al escenario. Carnaval sin me­
diación racional, Razón sin mediación carnavalesca.

VI

Desde una determinada óptica de altura, señala Nietz-


sche-Zarathustra, las más tremendas tragedias aparecen
como comedias. En el proceso de autoconstitución del es­
píritu, insinúa Hegel en la Fenomenología, la comedia
representa un estadio superior a la épica y a la tragedia
en cuanto a autoconsciencia. Viene siempre después de
éstas, como su momento crítico y su movimiento de ilus­
tración. Es, pues, respecto a ellas lucidez: revelación de
que las máscaras son máscaras, tan sólo máscaras, me­
dición del decalage existente entre la máscara y lo que
ésta enmascara. Esa medición es, por consiguiente, veri­
ficación, exposición de la verdad. Y si se registra en sen­
saciones como risa, ello es debido a que la risa es la res­
puesta subjetiva a ese proceso. Risa es, en efecto, el signo
sensible que designa el espacio vacío existente entre la
máscara revelada como máscara y lo que en verdad ésta
enmascara. Para que haya risa se precisa que algo, la

173
situación, o alguien, un determinado personaje del ta­
blado, ejerza sobre el contexto una función verificadora.
Así la criada respecto al Enfermo Imaginario.
En la obra wagneriana, en la tetralogía, el genio del
fuego, Loche, y ambiguamente el propio Wotan — el más
entero de los personajes wagnerianos— ejercen esa fun­
ción desveladora: ante su sibilina presencia evanescente
los viejos dioses parecen monigotes rígidos de una esta­
tura casi ridicula, desproporcionada a la situación y al
tiempo declinante en que están viviendo y sufriendo. Pero
el relevo de los dioses por el Hombre no significa a este
respecto un movimiento suficiente de verificación: en se­
guida muestra Sigfrido su naturaleza de «tigre de papel»,
ya incluso en su lamentable actitud necesariamente in­
consciente ante su protector, pero sobre todo en las ri­
diculas historias, verdaderas gestas de miles gloriosas,
en que se desenvuelve en la sombría ópera final de la
tetralogía. También el Hombre es pues Máscara: grave
lección verdadera que desprende, como legado, la inmen­
sa obra wagneriana. El mismo movimiento que rebaja la
estatura de los dioses en virtud del espíritu de ilustra­
ción y comedia se insinúa entonces también respecto a
aquel ser que parece surgir de ese desenmascaramiento:
el Hombre. La antropología querida por Feuerbach, maes­
tro incidental de Wagner, como sustitutiva de la teolo­
gía, muestra su carácter insuficientemente crítico, reve­
lándose como relevo de lo mismo. A los dioses suceden,
pues, los hombres convertidos en dioses. Pero el espíritu
de ilustración y comedia ridiculiza incluso ese nuevo ré­
gimen humano. Y muestra que detrás de él existe un
fondo no-humano al que revierte, en el que necesaria­
mente cae y decae. Y esa mostración produce nuevamente
risa: el Hombre aparece también como monigote.
En este subsuelo aparece entonces la esencia revelada

174
por el descorrimiento del velo de Maya: voluntad, vo­
luntad de poder, dinero, herencia. Allí existe el sujeto y
el objeto del futuro drama, que una vez sobrepasada su
forma trágica y su revelación cómica, puede surgir como
novela: género en el cual no hay dioses ni hay héroes.
Género que presupone el proceso, ya consumado, de ilus­
tración, de crítica, de verificación y risa. Género de lo
que propiamente es novela en sentido moderno, irreducti­
ble a lo que bajo ese término pudo entenderse antes de la
consumación de ese proceso: género surgido al alum­
brarse, como verdaderos protagonistas, Dinero (Balzac),
Herencia (Zola). Género que en Flaubert abre su verda­
dero espacio: ya que, una vez revelada la suprema estu­
pidez del héroe y de la heroína, su imposibilidad de avan­
ce y de formación, una vez quebrado en consecuencia el
esquema mismo de la novela formativa (género arcaico
de novela), el rito de pasaje y aprendizaje que ésta con­
lleva, queda entonces un espacio de extravío y de flota­
ción en el que hombres y objetos se dirigen a ninguna
parte. Ninguna parte que la novela moderna nombra con
términos reveladores: Castillo kafkiano, Golem, Godot. El
sujeto se vuelve necesariamente errabundo en una ciu­
dad en la que las calles no conducen a ningún sitio,
sea esta ciudad Dublín o Ciudad de México.
Wagner, pues, a pesar suyo, aun revelando su indis­
ponibilidad subjetiva para la lucidez y la comedia, comu­
nica en su obra, en la tetralogía, un proceso irreversible
en el seno de la cultura contemporánea.
Este es, pues, su legado perdurable, su verdad, lo que
hace de él un verdadero contemporáneo: ya que de for­
ma indirecta, quizás de forma no consciente, abre el es­
pacio sobre el cual se piensa y se escribe, se actúa y vive,
se cree y se deja de creer en esa edad en que no hay ya1
dioses ni semidioses, héroes ni semihéroes, en esa cultura

175
nuestra en la que no hay ya protagonistas: en la que las
calles, al igual que en esa misteriosa y premonitora ciu­
dad casi kabalística llamada Praga, nunca llevan a nin­
guna parte, quedando como objetivo de cada tramo del
laberinto un nuevo laberinto, apareciendo como yunta
que articula los tramos una figura obsesiva, acaso una
mueca, acaso una carcajada objetivada: la presencia siem­
pre diferida del Golem.
Y sin embargo, desde cualquier punto de esa ciudad
inquietante, se percibe la egregia silueta del Castillo. Un
Walhalla desacralizado, convertido en objeto perenne de
búsqueda infructuosa, pero también de parálisis y pe­
sadilla. 1

176
IV. NIETZSCHE: DIVORCIO DE ALMA Y CIUDAD
I

La fecha del seis de enero de 1888 modifica sustanciad-


mente la significación que hasta ese día podía poseer,
respecto a sus contemporáneos, la vida y la obra del
solitario de Sils-Maria. Con mayor propiedad podría de­
cirse que sólo a partir de esa fecha cobra esa vida y esa
obra significación en el campo de la cultura. Nietzsche
era hasta entonces prácticamente desconocido, apenas
leído, hasta el punto que tuvo que procurarse por su
cuenta y riesgo la edición de la cuarta parte de su Zo-
raíhustra por falta de editor. £1 día en que Nietzsche en­
loquece se inicia el verdadero tránsito de la soledad extre­
ma del pensador a su protagonismo en el campo de la
cultura. Pareciera entonces que su locura constituyese el
necesario tributo del pasaje, de manera que la retirada de
circulación del sujeto vivo, su interiorización radical, su
abandono a la más extremada y fantasmática privacy,
fuera el requisito, acaso indispensable, para su promo­
ción como sujeto cultural público y reconocido. Una sos­
pecha se apodera del critico acerca del nexo entre ambas
series de hechos: nexo aparentemente paradójico de no
esconder, como hipótesis, como sospecha, una posible
ley, que en el caso Nietzsche se manifiesta en su máxi-

179
ma pureza, pero que puede cotejarse también en otros
casos análogos. ¿Será quizás la condición de posibilidad
del ingreso en nuestra cultura de un verdadero pensador,
de un verdadero artista, la retirada de circulación y trá­
fico del personaje, de manera que al inmolarse su valor
de cualidad pudiera, con legitimidad, aparecer bajo la
forma desencarnada de un Doble, a la manera de signo
público, comunicable, intercambiable? Podría decirse que
Nietzsche inicia entonces su existencia legendaria, una
vez cumplida su historia, siendo la fecha 1888 ese Rubí-
cón al que, en una de sus últimas cartas, alude explícita­
mente.1 La historia se divide en dos mitades, una primera
específicamente histórica, una segunda de carácter legen­
dario.1
2 Nietzsche se integra desde ese momento en la Me­
moria colectiva, constituyendo un lugar común inexcusa­
ble, para unos grito de combate, para otros catalizador
de reflexiones, para todos una obligada referencia. El
acontecimiento que sobreviene el seis de enero de 1888
despereza la atención de los contemporáneos, intrigándo-,
les e interesándoles por el pensador desconocido. Diez
años más tarde inicia su carrera vertiginosa, podríamos
decir irónicamente triunfal, por toda Europa.
Existe, por consiguiente, un doble pasaje del Rubi-
cón, uno que afecta al sujeto Nietzsche como individuo
histórico, otro que afecta al Sosias cultural surgido y de­
sarrollado a partir — y quizás también a costa— de la ena­
jenación mental del primero. Verdadera vita nuova en

1. Carta a Peter Gast, Turín, 31 de diciembre de 1888. Para


la correspondencia de Nietzsche se utiliza la traducción de Eduar­
do Subirats, Barcelona, 1974.
2. «...soy bastante fuerte com o para partir en dos la historia
de la humanidad», Carta a August Strindberg. Turín, 7 de diciem­
bre de 1888. Sobre el recubrimiento de historia y leyenda en
Nietzsche, véase Ernst Bertram, Nietzsche, Versuch ein tr Mytho-
logie, Berlín, 1921.

180
una doble faz sospechosamente complementaría en su
carácter paradojal: como internado, como enfermo men­
tal, como viajero a través de todos los nombres de la
historia (yo soy el marido de Cósima Wagner, yo soy el
Kaiser);1 como Signo cultural poseedor de una identidad
sólida y fundada, como nombre en boca de todos, como
Inmortal. Doble y paradójico Retorno, asegurador de la
eternidad: Retorno del sujeto carnal Nietzsche en su viaje
a través del anillo del Ser hasta sí mismo, una vez ha
llegado a ser todas las cosas; retorno del sujeto cultural
Nietzsche en su viaje a través de la palabra, escritura y
lectura ajena, a una mismidad rubricada por su carácter
monumental. En un caso el sujeto consuma el retomo
rompiendo todo lazo con la cultura; en el segundo caso
lo consuma rompiendo todo lazo con la naturaleza y con
la historia. Al sujeto histórico se contrapone entonces el
sujeto legendario y mítico.
La crítica debe apurar la sospecha acerca de un víncu­
lo de forzosidad entre uno y otro pasaje, con el fin de al­
canzar un terreno mediano — acaso el territorio mismo
que a la crítica en propiedad pertenece— entre natura­
leza y cultura, entre privacy y publicidad, entre historia
y mito, entre locura y normalidad.
Confirma de esta suerte su carácter siempre media­
nero y sacerdotal.3 4

3. «Querido señor profesor: A fin de cuentas preferiría ser


profesor de Basilea que ser Dios; pero no me he atrevido a llevar
mi egoísm o privado tan lejos com o para desatender por él la
creación del mundo....... N o se tom e usted el caso Prado con exce­
siva gravedad. Y o soy Prado, yo soy también el padre de Padro,
y me atrevo a decir que asimismo soy Lesseps........También soy
Chambige....... L o que resulta desagradable y hiere a mi modestia
es que, en el fondo, y o soy cada uno de los nombres de la histo­
ria...», Carta a Jacob Burckhardt, 6 de enero de 1889.
4. Tem a éste desarrollado en m i Filosofía y Carnaval Barce­
lona, 1970.

181
II

Cabe desde luego desestimar esa sospecha apelando al


sentido común. Nada más lógico que la noticia de la lo­
cura de Nietzsche produjera honda conmoción en la
opinión pública. Nada más explicable que esa primera ca­
nalización de la atención hacia la vida y la obra del so­
litario de Sils-María produjera, sobre todo entre los jó­
venes, una impresión hondísima, toda vez que en esa obra
hay reflexiones inestimables acerca del fenómeno deca-
dence, hondamente vivido por una generación que inicia
su protagonismo en plena atmósfera fin du siécle, toda
vez que esa obra es rica en promesas regeneracionistas
respecto al enfermo organismo vital y espiritual de
Europa.1
Ninguno de estos hechos invalidan aquella sospecha,
que exige explicaciones de otra naturaleza. Cabe enton­
ces probar, como experimento, una hipótesis que segura­
mente resulta descabellada, pero que, en su misma exage­
ración, permite arrojar alguna luz sobre el asunto.
A esa hipótesis se la podría llamar «paradoja de nues­
tra cultura». Enunciaría la muy apocalíptica afirmación
acerca de una relación inversamente proporcional entre
el carácter público y reconocido del sujeto creador — pen­
sador, artista— y la exigencia de calidad y verdad del
objeto producido.
Podría añadirse a esta «le y » un corolario que reco­
gería y transcribiría el caso que nos ocupa. Su muy apo­
calíptico enunciado podría ser, más o menos, el siguien­
te : «Sólo bajo la severa condición de la retirada de circu-

5. Igualmente respecto a la España de la crisis del 98. Nietzs­


che aparece ante la nueva generación como profeta de la regene­
ración espiritual. Véase el documentado trabajo de Gonzalo Sobe-
jano, Nietzsche en España, Madrid, 1967.

182
lación del sujeto creador, sea en forma de locura, sea en
forma de muerte, sea en forma de silencio, sea en forma
de renegación o deserción (el caso protagonizado por Rim-
baud) puede alcanzarse la transacción cumplida entre el
carácter social y compartido del sujeto creador y la ca­
lidad y verdad del objeto producido».
Tengo perfecta consciencia del carácter lacónico, expe­
ditivo, si no decididamente demencial de esta ocurrencia
engalanada bajo la forma de construcción teórica. Pero
encierra quizás alguna semilla de verdad aprovechable
para internarse en la espesa jungla de la cultura actual,
con sus eternas aporías y divorcios entre lo privado y lo
público, la élite cultivada y las masas manipuladas. Por
lo demás, esa cultura actual tiene su arranque, en lo que
atañe a la problemática que tratamos, en esa atmósfera
fin du siécle en medio de la cual vivió, batalló y enloque­
ció el pensador que nos ocupa.
Esas aporías, esos divorcios comparecen ya de un
modo abierto y explícito en los escritos de juventud de
Nietzsche, por ejemplo, en la Intempestiva titulada Ri­
cardo Wagner en Bayreuth, constituyendo, en todo el cur­
so de la obra posterior, un leitm otiv obligado, recurrente,
incluso reiterativo.6
El profundo disgusto del joven Nietzsche, idealista
maravillosamente ingenuo y genial, respecto a la fealdad
de la existencia cotidiana que le ha tocado vivir y al ca­
rácter filisteo, inocuo, inculto, bajo y vulgar del público
potencial con el que debe batallar el verdadero artista
—y su aliado y confidente, el verdadero pensador— ad­

6. Respecto al choque que produjo en la sensibilidad de


Nietzsche la afluencia del «gran mundo» filisteo y semimundano
característico de la época del Reich y del segundo imperio en
Bayreuth, se leerá con interés a Charles Andler, Nietzsche, sa vie
et son oeuvre, especialmente el libro segundo.

183
quiere todo su relieve si se tiene en cuenta el carácter
imposible de la pauta desde la cual se está juzgando: una
cultura griega clásica rediviva cuya materialización exige
un matrimonio amoroso — que poco a poco deriva en ma­
trimonio por conveniencia— entre el convento de jóve­
nes filólogos y el cogollito wagneriano. La emocionante fe
y esperanza de ese joven poderoso e idealista, que com­
bina en su carácter los rasgos del predicador, la profun­
didad del filósofo presocrático, la iniciativa del educador
(en la m ejor línea del clasicismo alemán), respecto a la
implantación de una nueva edad clásica, de una nueva
Grecia, en la que Wagner debería constituir la cumplida
palimgenesia de Esquilo, resiste en los inicios de la aven­
tura, de una manera sorprendente, la prueba dolorosa
de un principio de realidad infinitamente más hostil que
aquel con que Winckelmann y Goethe, Schiller y Hólder-
lin tuvieron que medirse.7 Poco a poco despertará el jo­
ven de ese su magnífico sueño dogmático ( E t in A rc a d ia
e g o ), sellando la lucidez cobrada tras la renuncia a los

7. «Con el tiempo he ido viendo lo acertado de la concepción


de Schopenhauer a propósito del saber universitario. Una vera­
cidad radical es aquí sencillamente im posible........Así que en la
m ejor ocasión arrojaremos este yugo: para m i esto constituye
una decisión irrevocable. Y posteriormente, fundaremos una nue­
va Academia griega. Romundt está, sin lugar a dudas, de nuestra
parte. Y ya conoces por tu visita a Tribschen el plan de Wagner
sobre Bayreuth........ Aunque obtengamos pocos adeptos no dejo
de creer que podremos desprendernos algo de esta corriente — cier­
to que con algunas pérdidas— y alcanzar asi una pequeña isla
en la que ya no tengamos que taparnos los oídos con cera. Sere­
mos entonces nuestros mutuos maestros y nuestros libros cons­
tituirán solamente el cebo para granjearnos de nuevo algunos
hombres en nuestra comunidad artísticoconventual. Viviremos,
trabajaremos y gozaremos los unos para los otros — y acaso sea
ésta la única manera en que debemos trabajar para el todo...
—¿Acaso no estamos en condiciones de fundar en el mundo una
nueva form a de Academia?— » Firm ado: Frater Fridericus, Carta
a Erwin Rohde, Basilea, 15 de diciem bre de 1870.

184
ideales educadores y reformadores de la primera juven­
tud con una creciente melancolía.
Sin que ese pacto suponga la renuncia a su papel de
pensador esencial, de corte presocrático. Pero esa hones­
tidad y esa veracidad, heredada de Schopenhauer, la pa­
gará a precios desmesuradamente altos en comparación
con quienes, en tiempos anteriores a los que le tocó vivir,
en épocas en las que la cultura poseía un carácter más
armónico, menos escindido del organismo social, le pre­
cedieron en su experiencia de pensador. Se reconocerá en
consecuencia intempestivo (de anteayer y de pasado ma­
ñana), iniciando su peregrinaje como «judío errante» de
balneario en balneario.
Cuando en la Intempestiva dedicada a Wagner traza
el semblante de éste refiriéndose al Holandés volador, a
Tannháuser y a Lohengrin, el lector sospecha lo que a
través de Ecce Hom o se le confirm a: el carácter autobio­
gráfico de la semblanza.
La asunción, lúcida y desesperada, de una soledad que
sustituye la compañía de amigos verdaderos por evanes­
centes sombras — posteriormente magnificadas hasta
constituir comensales de naturaleza estrictamente míti­
ca— modifica sustancialmente el escenario de aquellas
primeras batallas en las que el joven se medía con ver­
daderas instituciones (Universidad, Bayreuth), con enemi­
gos reales (W ilam owitz), con entidades compartidas, pú­
blicas.* Desde el instante en que abandona el mundo ins­
titucional, cambiará sustancialmente el área de confron-8

8. El prim er golpe mortal lo recibe de su colega W ilamowitz


a raíz de la publicación de E l origen de la tragedia. Léase
Nietzsche, Rohde, Wilamowitz, Wagner, La polémica sull'arte trá­
gica, Florencia, 1972. Incluye las dos recensiones de Rohde sobre
esa obra, el texto polémico de Wilamowitz-Móllendorff, la carta
abierta de R. Wagner a Nietzsche en defensa de su libro y la polé­
mica entre Rohde y W ilam owitz en torno al mismo.

185
tación y de conflicto. No será el ágora — que entretanto
se ha ido convirtiendo en mercado dominado por espú­
reos intereses, cuando no manipulado por el monstruo
estatal— el lugar de encuentro y desencuentro con ene­
migos reales o potenciales. Del espacio externo de la ciu­
dad se efectúa el pasaje al espacio interno del alma del
sujeto. Y esa alma aparecerá entonces bajo la forma de
una fortificación o ciudadela en cuyo interior batallan
potencias en conflicto sin alcanzar acuerdo, por cuanto
cada una de ellas defiende impulsos e intereses contra­
puestos, asistiéndose entonces a una sucesión algo caóti­
ca de dinastías inestables, cada una de las cuales esta­
blece una precaria hegemonía mediante el dominio de
las restantes. Clases, estamentos, bloques — y toda la di­
námica de dominaciones, hegemonías, ententes— consti­
tuyen entonces el arsenal metafórico que nutre las sutiles
explicaciones del psicólogo, su trato con el océano de
las pulsiones y los afectos, con las virtudes y las facul­
tades.9
Pero esa alma carecerá de una auténtica mediación
con la ciudad real, externa respecto al sujeto, rompién­
dose de este modo la platónica correlación entre el alma,
con su repertorio de facultades y virtudes correspondien­
tes, y la ciudad, con su diversidad de estamentos. Cierto
que en Platón esa mediación se cumplía en la Idea y no

9. A lo largo de toda la obra nietzscheana abundan este orden


de metáforas: luchas entre virtudes, hegemonía de la virtud más
fuerte sobre las dem ás: se utiliza un lenguaje naturalmente dota­
do para describir el mundo objetivo con vistas a describir el
mundo subjetivo. Y a p osteriori se subjetiviza el mundo objetivo,
que se describe a través de esos términos ambiguamente «aními­
cos». Podría decirse que la descripción de la subjetividad es meta­
fórica de prim er grado; la de la objetividad, de segundo grado.
Se ha roto la síntesis dialéctica sujeto-objeto, preservadora de la
diferencia en la unidad. Y esa ruptura hace que el impulso dia­
léctico sólo pueda recuperarse mediante el recurso a la metáfora.

186
en el mundo, pero el logro de la misma hizo posible, a
través de Aristóteles, la segunda mediación necesaria, la
síntesis sustancial de idea y mundo. En Nietzsche queda
sancionada la ruptura entre el orden psicológico del su­
jeto y el orden sociopolítico del objeto. Ahora la ciudad
ha sido, por así decirlo, internalizada: convertida en feu­
do exclusivo de una subjetividad que sólo metafórica­
mente absorbe los atributos de lo objetivo. En cuanto al
residuo de realidad sobrante de ese pasaje a la metáfora,
en cuanto a esas Dinge an sich o ens realissimum que
constituye la ciudad empírica y real — realidad, empina,
«cosa en sí» que a través de la crítica nietzscheana se
alumbra como el área de lo intersubjetivo y acordado—
puede decirse entonces que pierde a los ojos del solitario
su complejidad y su riqueza, apareciendo bajo la oscura
forma de una Masa incolora e indiscriminada, sin ros­
tro, sin matiz, de la que sólo se adquiere noticia en tanto
la subjetividad se halle afectada por ella.101Y por cierto
en el modo de una noticia hostil y descorazonadora.
El verdadero conflicto, aquel que merece atención, re­
levancia y derroche de energía y de pasión, se juega en
ese escenario interior al sujeto. En él libra el solitario
las batallas decisivas, cada una de las cuales marca un
hito histórico, en las que el sujeto desdoblado sufre su
contradicción interior, ora ejerciendo sobre una parte de
sí mismo un dominio tiránico, un ejercicio sistemático
de la crueldad voluptuosa, ora capitalizando su victoria
mediante actos de adhesión y de exaltación, en verdadera
orgía de triunfo.11
10. El mundo objetivo aparece bajo la figura de una nuda
abstracción: la Masa, el Mercado, el Estado.
11. Sobre el desdoblamiento del sujeto Nietzsche en víctim a y
verdugo de si mismo, el penetrante análisis de Lou Andréas^Salo-
mé, Fréderic Nietzsche, París, 1932. Madame Lou parece seguir
avant la lettre la consigna «cien tífica» de Levi-Strauss: tratar los

187
Los enemigos no son, por consiguiente, entidades ob­
jetivas, son las propias cavernas de la ciudadela interior,
sus pasadizos subterráneos, sus abismos, allí donde se
refugia el Adversario que, en forma de demonio de la
pesantez, en forma de contradictor y espíritu de la nega­
ción, lanza sus peores ofensivas, ora metamorfoseándose
en enano, ora en topo, ora en mago, ora en el viajero y
su sombra.
Un conflicto se insinúa entonces como el verdadero
y decisivo. Conflicto de Zarathustra con el Demonio que
deja caer pesadas gotas de plomo en su cabeza, insinuán­
dole el carácter baldío de toda su voluntad de perfeccio­
namiento, impidiéndole romper los lazos que le atan to­
davía al planeta tierra. Ese demonio es espíritu de Gra­
vedad, es de hecho Fuerza de Gravedad: eso que ata los
pies del profeta impidiéndole bailar, volar, eso que im­
pide llamar a la tierra «la Ligera». Constituye el contra­
impulso a aquél otro magníficamente acuñado por Ba-
chelard con el nombre de «psiquismo ascensional». Tiene
el elemento tierra como propio, verdadero antípoda del
éter y del Azul, de la cumbre siempre nevada y de la
estrella danzarina.111
2

hombres «com o si fueran hormigas». El resultado del experi­


mento es científicamente impecable, aunque éticamente discutible
y estéticamente dudoso.
12. Gastón Bachelard, E l aire y los sueños, México, 1943, ca­
pitulo V : «Nietzsche y el psiquismo ascensional», donde se ana­
liza, con gran precisión, la significación mitico-filosófica que tie­
nen en Nietzsche los distintos elem entos: la preponderada de lo
áereo frente a lo telúrico y acuático.

188
III

Ya en la primera juventud hace su aparición ese De­


monio bajo la forma de una inquietante alucinación:
«L o que me produce miedo no es la horrible figura
situada detrás de mi silla, sino su voz: tampoco las pa­
labras, sino el tono horrorosamente inarticulado e inhu­
mano de esa figura. ¡Si por lo menos hablase como ha­
blan los seres humanos!» u
Quizás por esa vez renunció el Malo a disfraces misti­
ficadores, delatando su identidad a través de ese tono
«horrorosamente inarticulado e inhumano».
Esa voz inarticulada halla quizás su trasunto escritu-
rístico en el signo cabalístico incomprensible:
«¡Alpa!, exclamé. ¿Quién trae su ceniza a la monta­
ña? ¡Alpal ¡Alpa! ¡Alpa!»
Extraño pasaje de un extraño sueño comentado en los
siguientes términos por Sánchez Pascual: «La enigmática
palabra Alpa carece aún de explicación satisfactoria. Se
la suele relacionar con el primer verso, también enigmá­
tico, del Canto V II del Infierno, en la Divina Comedia de
Dante. Este primer verso dice así, en el original italiano:
Papé Satán, papé Satán, aleppe!
No son palabras pertenecientes a ninguna lengua, sino
que quieren dar una idea del lenguaje de los demonios».1 14
3
¿Quién es, nos preguntamos, esa «voz de detrás de la
silla», cuyo tono horrorosamente inarticulado e inhuma­
no parecería complacerse con palabras imposibles de tra­
ducir a ningún código? Algunas de esas palabras insóli­
tas, intempestivas, asaltan los ojos del lector del Za-
rathustra.

13. H istoria clínica de Jena, en Revista de Occidente, 1973.


14. Así habló Zarathustra, Madrid 1972, traducción de A. Sán­
chez Pascual, nota 201.

189
El viajero y su sombra, representante de la húmeda
y melancólica Europa vieja, tiene de pronto «un viejo
recuerdo» que lo narra en forma de cántico. Remite a
su estancia, cierta vez, en un pequeño oasis entre «las hi­
jas del desierto». Una palabra intempestiva aparece de
pronto:
Sela.
Palabra con la que concluyen las dos primeras estro­
fas del cántico. Las siguientes concluyen con una palabra
que no por ser corriente en el vocabulario nietzscheano
deja de resultamos sorprendente y sintomática: la pala­
bra Amén.
Esa palabra Amén tiene el carácter de una aceptación
— resignada, melancólica, jubilosa, resuelta— de cierto
destino, acaso también de cierto oscuro Pacto:
¡No puedo hacer otra cosa, Dios me ayude!
¡Amén!
N o puedo hacer otra cosa, Dios me ayude: «Expre­
sión muy difundida en Alemania y que se atribuye a Lu-
tero, quien la habría dicho el 18 de abril de 1521 en la
Dieta de Worms. Con ella parece haber acabado su res­
puesta a la pregunta de si quería retractarse...».15
¿Y qué decir de esas hijas del desierto, Suleika y Dudú,
qué decir del «vientre-oasis», de los «insectos alados», de
las «muchachas-gatos» que aparecen en el cántico? ¿A
qué extraño suceso se está aludiendo desempolvando ese
«viejo recuerdo»? ¿Qué relación existe, caso de existir,
entre este conjunto de referencias que he traído a cola­
ción para que el lector, si le apetece, resuelva el rom­
pecabezas?
Nietzsche, en cualquier caso, sabía muy bien quién
era su Adversario. No era exterior a su ciudadela inte-

15. ¡dem., nota 425.

190
rior, en cuyas cavernas y pasadizos subterráneos com­
parecía una y otra vez, investido de ropajes siempre cam­
biantes.
«Cuando el diablo cambia de piel, ¿no se despoja tam­
bién de su nombre? El nombre es, en efecto, también
piel. El diablo mismo es tal vez piel.»16
Piel del cerebro, podríamos decir; piel cerebral afecta­
da por extraños insectos voladores, por «hocicos perfu­
mados», por «niveos cortantes incisivos dientes». Piel ce­
rebral herida por oscuros estigmas, rozada y traspasada
quizás por la embriaguez seductora de las «hijas del de­
sierto»...
Ese adversario ganó finalmente la batalla, estampada
en el veredicto médico que dice: «parálisis cerebral».
Desde ese instante las gotas de plomo dejan de ser aci­
cate para una superación, obligando a un esfuerzo defi­
nitivo, absoluto, en el que el sujeto vence la prueba a
costa de su existencia consciente. El gran mal propicia
grandes y terribles rem edios: un vuelo sin retom o como
esperanza de Retom o.17

16. Idem ., Cuarta Parte, «L a sombra».


17. Idem., Cuarta Parte, «E ntre hijas del desierto», donde se
alude quizás a un suceso juvenil, la visita ocasional a un lupanar,
que a buen seguro conmocionó su sensibilidad, su alma y proba­
blemente también su cuerpo. Thomas Mann, que alude a este
«secreto del sumario» en alguno de sus escritos sobre Nietzsche,
se ha servido del suceso para construir la egregia figura del Dok-
to r Faustus. Esmeralda, la prostituta, constituye la transmisora
de un «meta-virus» de carácter espiritual-camal, que afecta direc­
tamente al cerebro, cuya procedencia es demoníaca. E l demonio
aparece en esta novela com o un personaje con ropajes siempre
cambiantes.

191
IV

En Nietzsche, pues, se interioriza la ciudad, se inte­


rioriza el conflicto. El Adversario mismo aparece bajo
forma alucinatoria, denunciando en cada aparición su
naturaleza proteiforme. En el seno de esa interioridad
amurallada se halla el sujeto tan sobremanera absorto
por la magnitud de esos conflictos, que el trato con el
exterior debe someterse a una diaria contabilidad, de
manera que no obstruya, afecte ni se entremeta en ese
espacio necesariamente monádico. Es preciso lograr la
inmunidad del entorno, elegir con la máxima atención y
cálculo los escenarios, esas condiciones climatológicas,
ambientales, alimenticias que, caso de ser descuidadas,
pueden privar de solidez a la ciudadela, hasta provocar
en ella cambios y trastornos incomprensibles. El sujeto
conoce por experiencia cómo su hipersensibilidad regis­
tra con la velocidad de un rayo las más pequeñas osci­
laciones climáticas, nutritivas, que arañan la «piel del
cerebro» hasta gravar en ella signos cargados de electri­
cidad afectiva. Su organismo corpóreo-espiritual constitu­
ye una auténtica superficie de registro, a la manera de
la nodriza de huellas platónicas, de todas esas levísimas
mutaciones procedentes de Afuera. Poco a poco, sin em­
bargo, se empiezan a hacer borrosos, etéreos y flexibles
los contornos que diferencian el adentro del afuera, insi­
nuándose una peligrosa fusión, sin mediación modera­
dora, entre el sujeto y el objeto.
Puede decirse que la sensibilidad se agudiza tanto
más cuanto mayor es la distancia real que separa al su­
jeto del objeto: éste pierde su determinación y su me­
sura, apareciendo a ojos de aquél enteramente deforma­
do, ora agrandado hasta proporciones monstruosas, ora
empequeñecido hasta el absurdo. El sujeto oscila entre

192
una susceptibilidad singular ante sucesos que, desde un
hipotético punto de vista cuerdo y mesurado, carecen del
relieve que en esas circunstancias se les concede, y un
salto alucinante de la barrera de la objetividad, efectua­
do en un clima eufórico y maníaco, que augura la transfi­
guración de la debilidad en suprema fortaleza encarnada
por una fantástica Voluntad. Entonces se asistirá a la
difuminación de los lindes que separan al deseo del obje­
to, al arco de la flecha, a la flecha de la estrella. En vir­
tud de ese acto heroico podrá consumarse la transvalora­
ción efectiva y material de todos los valores milenarios,
consumándose el complot universal, la gran política, la
implantación de aquella «ciudad platónica invertida», en­
soñada ya en los proyectos conventuales juveniles, en la
que juntos estarán los que más se aman «en las cumbres
más separadas». Y esa implantación logrará rebasar la
imagen especular del doble y de la sombra, atravesará
el espejo, alcanzando, más allá del mismo — en ese más
allá de toda moral y de toda voluntad de verdad— un
espacio nuevo, un nuevo elemento, inaugurante de una
nueva sociedad, cultura, historia. Para que esa trascen­
dencia se produzca será preciso el desfondamiento del
sujeto: única condición imprescindible para poder pro­
tagonizar todos los nombres de la historia. El sujeto sal­
drá del circuito infernal de su inmanencia, renunciará a
su rol de hombre teorético, desertará del imperativo vo-
cacional cuya voz dicta, como deber, la elaboración, pa­
ciente y cotidiana, de esa magna construcción teorética
llamada La voluntad de Poder, experimentando entonces
la euforia de la liberación, el aligeramiento de la carga,
quizás también la ingravidez resultante de haber roto la
dialéctica de la vocación y de la deuda: una ambigua
inocencia — ¿una ambigua sensación de deserción, tam­
bién?— cuyo afecto inmediato lo registrará como gran

193
euforia. El sujeto tendrá la impresión de ver el mundo
por vez primera, pasándole a primer plano todo aquello
que, hasta el momento, era quizás únicamente instrumen­
tal o utensilio: las trattorios, los sastres, los transeúntes,
todo lo que pasa a través de su piel cerebral cobra enti­
dad independiente y singular, sin nexo de causalidad o de
finalidad con las entidades vecinas. Esa liberación abre
el espacio del afuera por un instante; pero en seguida es
«repoblado» por la subjetividad. El personaje toma paula­
tinamente consciencia de su identidad de «gran señor».
Se sabe al fin reconocido en su calidad de hombre de
mundo y aristócrata. Al modo de Goethe, empieza a com­
prenderse a sí mismo como algo más serio, más impor­
tante que simple pensador o poeta. Cambia por consi­
guiente de vocación.1*
18. Sugerimos, pues, una interpretación del proceso que con­
duce a la eclosión espiritual nietzscheana de las últimas cartas a
partir de los conceptos de Vocación y Deuda tal com o han sido
definidos, en el ensayo G oethe: la deuda y la vocación, a través
de una discusión critica de la conceptuación de los mismos por
parte de la analítica existencia! y de sus desarrollos psicoana-
líticos.
Sobre ese «desvelamiento del Afuera», léase la carta a Peter
Gast, Turín, 16 de diciembre de 1888: «...¡A h, mi querido amigo!
¡La cocina piamontesa! ¡Mi tra ttoria j N o tenía la menor idea de
cuán superiores son los italianos en el arte culinario. ¡Y la cali­
dad ¡N o en vano tienen la más famosa industria ganadera!...».
Sobre la progresiva autopercepción como «gran señor»: « Hum a­
no, demasiado humano se me impone soberanamente: tiene algo
del sosiego de un grand-seigneur». También en la carta a Peter
Gast, Turín, 31 de diciembre de 1888: «N o sé ya cuáles son mis
señas: pero supongamos que sea muy cerca del Palazzo del Quiri-
nale».
Nietzsche, pues, deja de reflexionar y de escribir sobre el
«gran estilo» para comenzar a encamarlo. En general, en las
últimas cartas se percibe el intento desesperado y trágico por
«hacer verdad» todo aquello que hasta ese instante se escribía.
Nietzsche se identifica con la figura de su sueño, el superhombre,
Tuya prefiguración es el uom o singuiare, el noble de la corte de
Luis X IV , Goethe, Napoleón, etcétera.

194
Sólo que entre Goethe y él la historia del mundo ha
dejado heridas y cicatrices. La armoniosa mediación de
gran señor y escritor, de político y poeta, de hombre de
mundo y solitario, ha sido sepultada en la fosa de los
imposibles. Nietzsche sólo realiza aquel sueño juvenil se­
gún el cual una nueva cultura clásica, armoniosa, redi­
miría a Alemania y a Europa del filisteísmo cultural, de
la necedad y de la vulgaridad, en el patético registro de la
alucinación. Nietzsche no es todas las cosas, como el
uomo universale del renacimiento, como todavía pudo
serlo Goethe. Ni siquiera piensa todas las cosas, al modo
de Hegel (que interpreta al ser como pensar). Sencilla­
mente: las alucina.
Y una sola manera aparece entonces como condición
de esa apertura del sujeto al afuera de sí mismo, al ra­
dical ser-otro: la inmolación de ese Símismo subjetivo, el
desfondamiento de la subjetividad, la locura.
Nietzsche establece así, en carne viva, el desconsola­
do cul de sac de un subjetivismo que quiere alcanzar la
trascendencia. El ser, el mundo y el afuera exige, enton­
ces, como condición de pasaje, la locura.
Tal es el verdadero nombre de esa Kehre de la que
tanto se habla en pleno desconocimiento de la experien­
cia en que está fundada...
A través de su experiencia abre Nietzsche el horizon­
te de vida y de reflexión en el que, lo queramos o no lo
queramos, nosotros, hombres del siglo veinte, nos halla­
mos circunscritos: en ese horizonte surge una cultura
que exige, como tributo necesario de pasaje, la inmola­
ción, a través de muerte, locura, silencio o renegación,
del sujeto — y su correlativa conversión en signo reco­
nocido y compartido— . Artaud, Van Gogh sellan el contra­
to mediante el recurso de la demencia, Rimbaud a través
de la deserción, Mallarmée, lo mismo que la vanguardia

195
plástica y musical, mediante el silencio y la página en
blanco, Joyce a través del discurso disparatado, esquizo­
frénico, en el que las oscuras palabras «terriblemente in­
humanas» por su esoterismo dejan de ser escondidas cla­
ves para constituir el texto mismo. Y en justa correspon­
dencia con esta connivencia de literatura y cultura con
el Mal, la filosofía inclinará su especialización en las
«form as malditas» de la tabla platónica de las categorías,
el no-ser, la diferencia, cuyos delegados visibles son la
Muerte y la Locura. En consonancia con esa inclinación
teorética, la filosofía emulará el ejemplo nietzscheano en
el terreno estilístico, abjurando de toda voluntad de sis­
tema, optando por lo aforístico y fragmentario, ese estilo
perceptible tanto en Wittgenstein como en el último Hei-
degger...
Pero Nietzsche abre algo más: una constelación onto-
lógica de la que difícilmente podemos prescindir a menos
que se nos escape ora la forma ora el contenido de nues­
tra reflexión de contemporáneos.
Intentemos asomarnos un poco en este dificilísimo
problema.

En la experiencia ontológica nietzscheana, tal como


se produce, en su radical cumplimiento, en las últimas
cartas y en los últimos escritos, lo real se identifica, al
parecer, con su alucinación. Poca cosa sería llamar Idea­
lismo a esta experiencia ontológica, ya que la idea ha
sido estrangulada y convertida en materia ameboide, al
modo de la imagen de un caleidoscopio siempre oscilan­
te. No es, desde luego, un idealismo absoluto como el

196
hegeliano, en el que todavía no se hubiera roto el víncu­
lo con la objetividad merced al proyecto de trascenderla
mediante Aufhebung. Ni es tampoco un idealismo subje­
tivo que implicara una radical exégesis del esse est per-
dpi. Hablar de Idealismo Alucinante sería insuficiente
por una razón que matiza y precisa el uso que hasta aho­
ra se ha efectuado del término alucinación. Esta palabra
no es del todo exacta, pues menta imagen, plasmación
plástica, ensoñación. Ahora bien, en ese crescendo de los
últimos días nietzscheanos parece como si poco a poco
el universo alucinante retrocediera a su Verdad de im­
pulso o afecto puro, sin mediación «apolínea» de ningún
orden. El sujeto parece encaminarse a una experiencia
radical de esa Verdad, hasta ser algo más (o algo menos)
que el signo sustitutivo de la pulsión. La retracción crí­
tica establecida en el escrito juvenil Sobre la verdad y la
mentira en sentido extramoral, la regresión de la cosa a
representación conceptual, de ésta al signo lingüístico, de
la palabra a la imagen apolínea, de la imagen al elemento
musical (semiología de los afectos), de la música al Caos
primordial de afectos y pulsiones — ese proceso mediante
el cual parece descorrerse el hilo de Ariadna, regresándo­
se en ese billete de vuelta de la Metáfora a la Verdad—
ahora deja de ser consideración discursiva y teorética
para llegar a ser acción, experiencia, praxis. Entonces
puede afirmarse que el terminus ad quem de esta regre­
sión — verdadera regresión en sentido psicoanalítico— lo
constituye, no el sujeto, que de esta suerte es des-edifi-
cado, sino ese más allá de la subjetividad que bien puede
llamarse materia o ser natural — o para decirlo con pro­
piedad, Fysis— en el buen entendido de que ese ser no
constituye una entidad del trasmundo, como el Espíritu,
como la Materia del materialismo metafísico, como la
Voluntad de Schopenhauer, sino la pluralidad oscilante

197
de existencias singulares independientes, las cuales, en
virtud de la ley del Retorno, sustitutiva de la ley de per­
manencia de la sustancia bajo los accidentia, alcanzan
una platónica existencia sellada por el anillo de la eter­
nidad. Platonismo invertido, no cabe la menor duda. Pero
de todas form as: platonismo.
Se trata por consiguiente de una experiencia ontoló-
gica que trasciende el idealismo, aproximándose a un
materialismo sui generis en el que la ley del Retom o im­
pide la dispersión radical aleatoria de las singularidades
finitas, fijando antecedentes y consecuentes a cada giro
del caleidoscopio.
Nietzsche parece entonces afirmar, en un principio,
el infierno de las transmigraciones frente a todo ideal
ascético de ruptura con esa rueda de la necesidad: Nir­
vana budista, Idea platónica, Divinidad judeocristiana.
Pero en un segundo momento, que concede al primero
verdadero aliento ontológico, halla la transacción entre el
deseo de eternidad, protagonizado por el ideal ascético, y
la «pasión de vivir», afirmadora de las transmigraciones.
La ley del eterno retom o cumple el pacto entre el prin­
cipio de inmanencia y el principio de trascendencia.

VI

Tal sería la experiencia ontológica nietzscheana de


las últimas cartas y de los últimos escritos. A través de
ella se percibe el carácter de ese pasaje de la inmanencia
a la trascendencia: el solitario, ensimismado en sus com­
bates interiores, cuya única mediación con lo exterior se
produce a través de la escritura, abandona el proyecto
teorético de los próximos diez años — La voluntad de

198
Poder— y efectúa un cambio vocacional, acaso una am­
bigua deserción, acaso un perfeccionamiento de la ver­
dadera vocación, según el cual el «pensador» deviene acti­
vista, el hombre teorético se convierte en gran señor y
en estratega. De pronto se le transfigura el mundo exte­
rior, que por vez primera en muchos años parece ad­
quirir relieve y entidad, cobrando significación todo lo
que se cruza en el camino: trattorias, sastres, etcétera.
Poco a poco invade de nuevo el interior sobre este exte­
rior desvelado, repoblándolo mediante el recurso a un
proceso de sucesivas identificaciones que hacen a Nietz-
sche firm ar El Kaiser, El Crucificado, Dionisos crucifi­
cado... Por último comprende que él es «todos los nom­
bres de la historia», verdadera figura sustitutiva del Dios
muerto, el Creador de todas las cosas.
La cuestión de la subjetividad ha desvelado el Afuera.
Pero ese Afuera aparece entonces, ora como sociedad,
cultura e historia alucinada, ora como sociedad, cultura
e historia devuelta al «estado de naturaleza». Entre la
experiencia subjetiva y la experiencia ontológica existe
así una transición inmediata, directa, sin mediación. En
ese «salto» estriba el paso del Rubicón, ese que divide la
historia en dos mitades.
En una orilla del Rubicón, un mundo invadido por la
subjetividad, en la que ésta, al cuestionarse, va enclaván­
dose de manera fluida y caleidoscópica de ser en ser, de
cosa en cosa, de nombre en nombre, a través del recurso
de la identificación. En la otra orilla del Rubicón, el ab­
soluto desfondamiento de esa subjetividad renacida de
sus propias cenizas cual Ave Fénix: el cuerpo nietzschea-
no pierde el nudo unitario que lo soporta como unidad
e identidad y se desagrega en flujos y pulsiones parciales.
Dos experiencias entrecruzadas: esplendor de un sub­
jetivismo absoluto que soportaría la alusión a un Idealis­

199
mo Alucinante; desfondamiento del sujeto y consiguiente
pasaje a una experiencia directa, inmediata, súbita con
el ser natural, con la materia. Idealismo del sujeto que
alucina, entrecruzado con Materialismo del objeto que
oscila.
Pero ese objeto es natural y salvaje, es pulsión, afecto,
flujo. Se llega, por consiguiente, a la siguiente situación:
una subjetividad invasora efectúa el pasaje a una objeti­
vidad despoblada de todo atributo civil, expoliada de todo
humus fertilizador de cultura. El sujeto se confronta di­
rectamente con un objeto natural, sin mediar o moderar
su confrontación con el pasaje a través de la ciudad y
sociedad «de los hombres». Ese objeto natural es, por lo
demás, fúsis desvirtuada, des-animada, naturaleza que ha
perdido toda su fuerza viva y fecundante y aparece, por
consiguiente, nuda de determinación, al modo de simple
hylé, como tierra baldía o desierto. De ahí el patético
leitm otiv nietzscheano: E l desierto crece.

V II

La clarificación de lo afirmado requiere efectuar un


pequeño rodeo, necesariamente sumario e insuficiente,
en el terreno de la ontología: ciertas precisiones en torno
al concepto de Verdad.
Hay, en efecto, una Verdad que debe escribirse con
mayúsculas, siquiera sea para evitar confusionismos:
constituye ese Enigma señalado por Platón a través del
célebre épekeina tés ousías. En esa Verdad puede decirse
que toda subjetividad y toda objetividad se abisman.
Pero puede decirse a la vez que en ese abismo queda la
doble serie del alma y de la sustancia (en Platón la Idea)

200
convenientemente fundadas. Esa Verdad debe ser llama­
da verdad trascendental.
Pero esa Verdad puede evitar su mística evanescencia
— afirmada por las teologías negativas— si se la concibe
dialécticamente como Verdad forzada a aparecer y a ma­
nifestarse. ¿Cómo, a través de qué signos, a través de qué
regiones del ser? Podría afirmarse, provisionalmente, que
esa Verdad se manifiesta en dos regiones fundamentales,
internamente vinculadas pero analíticamente discemi-
bles: orden del sujeto y orden del objeto. O si se quiere
decir así: orden psicológico y orden social, cívico. Vol­
viendo a la terminología platónica podemos hablar, de
nuevo, del Alma y de la Ciudad. La mediación sujeto-
objeto cristalizaría en un tercer orden al que podría lla­
marse Cultura.
Este excursus permite ahora enmarcar los alcances y
los límites de la experiencia ontológica inaugurada por
Nietzsche — de la cual somos nosotros, lo queramos o no,
herederos— . Puede afirmarse que Nietzsche salta de un
pistoletazo, para hablar hegelianamente, de la verdad
subjetiva y psicológica — esclarecida críticamente por él
hasta matices de microscopio— a la verdad trascenden­
tal, sin que se perciba un verdadero «ajuste de cuentas»
— que implicaría elaboración, trabajo, praxis— con la
verdad social, pojítica. Ello condiciona decisivamente el
enrarecido pasaje del sujeto al universo de la cultura
— hecho sobre el cual se llamaba la atención al comienzo
del ensayo.
Esta afirmación puede resultar dogmática si no va
acompañada de una confirmación. Ésta se encuentra en
el último período de la vida consciente de Nietzsche, jus­
tamente en el pasaje mismo del Rubicón: Al pasarse de
la ciudadela anímica a la ciudadela real, del adentro al
afuera, del interior al exterior, a través de la proclama

201
de complot universal y gran política. La crítica se ve
obligada entonces a bascular entre la sospecha de hallarse
ante el más descomunal subjetivismo y también al mis­
mo tiempo, ante un crudo objetivismo en el que, a falta
de objeto real, ora se alucina éste, ora se desfonda, él y la
subjetividad que lo acompaña, en la pulsión pura, en el
afecto puro, en la hylé, apuntando de esta suerte hacia
una vacía trascendencia.
Nietzsche no es todas las cosas: o bien las ensueña
desde la subjetividad, o bien las devuelve a su primera
naturaleza, robándoles su determinación social, política,
civil y cultivada.
Nietzsche intenta, acaso por última vez en la historia
de occidente, realizar el ideal renacentista y humanista
del uomo singuiare y universale, ser todas las cosas, ar­
monizar todas las actividades. Repite en su experiencia la
gesta de Fausto, proveyéndose como él del necesario
acompañante (Demonio de la pesantez). Ahora bien, mien­
tras el hombre del renacimiento, mientras el propio
Goethe, pudieron materializar ese ideal de clasicismo, en
su vida y en su obra, Nietzsche representa la quiebra cul­
tural de ese ideal. Ya no es todas las cosas: sencillamen­
te, las alucina.”
19. La filosofía de Deleuz&Guattari ( E l Antiedipo, Barcelona,
1973) se alimenta de la misma confusión de realidad y alucina­
ción. De ahí que parezca tener el mismo estatuto ontológico la
producción-deseante de los fantasmas provocados por la química
y la producción-deseante que resulta de un com plejo fabril: la
ametralladora soñada y la fabricada. Al borrarse la diferencia
entre naturaleza e industria, sujeto y objeto, persona y sociedad,
Deseo y Objeto, en esa noche en la que todo es máquina deseante,
termina por confundirse también pensar y ser, objeto pensado
(o percibido, o alucinado) y objeto en-si. Producir mentalmente es,
pues, idéntico a producir en lo real. De ahí que este idealismo
absoluto sólo puede sostenerse presentándose com o materialismo
extremado. Sólo que la materia, lo mismo que la máquina y
la industria, han sido plenamente fantaseadas. En este sentido

202
Señala como condición de cumplimiento de ese prin­
cipio humanista el pasaje por la locura.*20
N o es éste el contexto apropiado para señalar, con
detalle y refinamiento analítico, las razones subjetivas
y objetivas, psicológicas, sociales, culturales e históricas
que explican esa quiebra cultural. El interés que ha sus­
citado Nietzsche a lo largo de todo este siglo constituye,
sin embargo, la prueba de que en su vida y en su obra

parece mucho más honesto el idealismo lacaniano, ya que no en­


gaña respecto al carácter fantasmático de las producciones del
Sujeto deseante, com o tampoco engaña respecto al punto de par­
tida subjetivista.
N o constituye, pues, ningún avance verdadero la sustitución
del orden del simulacro desvelado por la «diferencia libre» (filo ­
sofía deleuziana previa al Anti-Edipo) por el orden, aparente y
verbalmente más «real», más «físico », más «m aterialista», de la
máquina revelada por el proceso esquizofrénico. Siempre subyace
la misma opción de fondo «heideggeriana»: E l Ser tachado (que
se verbaliza ora com o Diferencia libre, ora com o Folie, ora como
Esquizofrenia) desvela el espacio de dispersión de... (máscaras,
máquinas; teatro, fábrica). Se trata siempre del mismo problema
de la apertura del existente al Ser; el problema de la trascen­
dencia. Pero el orden objetivo real queda escamoteado siempre,
ya que, se quiera o no se quiera, se piensa desde el Sujeto (cues­
tionado) abierto a la Trascendencia.
20. E l sujeto pensado y encarnado por Nietzsche en sus últi­
mos escritos materializa el principio humanista «ser todas las
cosas» en el registro de la alucinación, de la psicosis. La exégesis
subjetivista e idealista del Anim a est quodam m odo omnia, halla,
en ese experimento de vida y de pensamiento, su plena consu­
mación. Más allá no existe ningún más allá. El sujeto salta al
afuera abre la ventana de la mónada y se arroja a la trascen­
dencia. Pero no es espacio hiperbóreo ni aire libre lo que en ese
acto se desvela, sino «m u ro fr ío y silencioso», com o en el célebre
poema de Holderlin. E l afuera comparece entonces com o el aden­
tro más clauso, de manera que ese «prim er m ovim iento» deseado
muestra su naturaleza inmueble. E l sujeto que quiso ser puro
proceso, pura producción conjugada en infinitivo, diferencia libre
y devenir inocente alcanza entonces su contrariada verdad com o
parálisis cerebral, rigidez convulsiva y catatonía.

203
se hallan, si no las claves, al menos los signos y los sín­
tomas que posibilitarían esa explicación.
Nietzsche no alumbra un nuevo horizonte de reflexión
y de experiencia: establece el horizonte en que vivimos y
pensamos, nosotros, europeos del siglo veinte, en el cual
se desarrolla hasta las últimas consecuencias ese infor­
tunio. Tal es nuestro peculiar mal du siécle, que en vano
algunas corrientes filosóficas intentan «transvalorar» me­
diante una positivación de esa experiencia negativa en­
camada por Nietzsche. La lucidez impide, sin embargo,
hacer de la necesidad virtud proclamando una nueva cul­
tura allí donde sólo se percibe la lenta erosión y la pro­
gresiva ruina de una cultura milenaria.

V III

Nietzsche establece en sus propias carnes, en su pro­


pia experiencia ontológica, la obstrucción del vínculo dia­
léctico — a la vez conflictivo y armonioso— entre la esfera
trascendente de la Verdad y la inmanente de la relación
sujeto-objeto: uno de los términos de esta relación queda
desdibujado, si no sencillamente tachado, compareciendo
bajo la figura informe, amorfa de la Masa. Lo objetivo,
por consiguiente, ha sido expoliado de su momento for­
mal, apareciendo bajo la nuda determinación de la inde­
terminación, un poco a la manera de la úlé aristotélica.
Ahora bien, esa tachadura no es arbitraria ni casual, sino
el riguroso registro en sensaciones, en afectos, en pala­
bras, en escritura, de una tachadura histórica que prece­
de y posibilita la inscripción, la autoconsciencia.
Esa tachadura histórica del objeto es, obviamente, ta­
chadura simultánea del término correlativo. Bastará una

204
sencilla inversión estructural del drama en su resolución
nietzscheana para comprender la consecuencia inevitable:
una mala objetividad que se estatuye en portadora de
todos aquellos atributos propios del ideal humanista, ser
todas las cosas, saber todas las cosas. El Estado totali­
tario será entonces la forma apetecida por esa materia
carente de determinaciones: será todas las cosas en vir­
tud de su control desenfrenado de estamentos e indivi­
duos, borrando los lindes entre lo privaao y lo público,
entre lo individual y lo social; sabrá todas las cosas en
virtud de su omnisciente registro policíaco de toda par­
ticularidad, imposibilitando cualquier ensoñación privada
del individuo solitario.
En consecuencia, o el alma realiza el ideal humanista
a costa de robar a la objetividad su contenido cívico, o
bien la ciudad lo realiza a costa de saquear todo dere­
cho a la soledad o a la privacy. La síntesis alma-ciudad
se produce, en el primer caso, en el registro alucinatorio,
en el segundo, en el «registro» policial.
Rota la mediación entre el orden psíquico y el social,
la cultura bascula entonces de uno a otro de los órdenes
escindidos: ora constituye un objeto manipulable por el
aparato estatal, perdiendo su dimensión crítica y creati­
va, degenerando en subcultura, ora se yergue en refugio
de una intimidad crítica y creativa amenazada en su en­
traña misma, la cual pronuncia, desde ese precario espa­
cio de inmunidad, un discurso crítico respecto a esa enra­
recida situación, sin que ese pronunciamiento tenga otro
valor y eficacia que el verbal e intransitivo únicamente
afecto a la minoría copartícipe del mismo sentimiento
de invasión y de soledad.
El rito y el mito, las formas más añejas de toda cul­
tura sólidamente establecida, al perder el vínculo de lo
subjetivo y lo objetivo, basculan entre dos formas degra­

205
dadas de su milenaria sustancia: o son objetos manipu­
lados por el estado, o son reserva idiolectal de la subje­
tividad que, al faltar la mediación con lo social, inervan
el somatismo, abriendo el nutrido repertorio nosográfico
delineado por Freud en sus trazos fundamentales.
Tomando la terminología de mi libro La filosofía y su
sombra, podríamos resumir este ensayo con el siguiente
cuadro, en el cual el signo ( + ) vendría protagonizado
por la experiencia ontológica nietzscheana. El signo ( — )
constituiría la sombra correlativa a ésta, aquella otra «o p ­
ción» que se halla implícita en su filosofía y que, en al­
gún sentido, la completa. Ambas constituyen el lugar a
partir del cual se explican una y otra como determina­
ciones particulares de una misma problemática. En el
buen entendido de que ésta ha sido planteada por la his­
toria, condición de posibilidad de su aparecer en la cons­
ciencia y en la escritura.

D ivorcio de alma y ciudad

<+ ) (- )

— El alma integra la ciu­ — La ciudad (estado) inte­


dad. gra el alma.
— La ciudad «en sí» apare­ — El individuo aparece co­
ce como lo indetermina­ mo función del aparato
do, la Masa, enfrentada estatal.
al Individuo solitario.
— El alma es todas las co­ — El estado es y sabe to­
sas en el registro de la das las cosas a través
locura. del «registro» policial.

206
El sujeto se refugia en — El mundo objetivo, con­
la privacy (soledad ab­ figurado por el estado
soluta). totalitario, invade la es­
fera privada hasta bo­
rrarla.
El momento de la de­ — La demencia objetiva
mencia (euforia, aluci­ del estado totalitario ta­
nación) borra los lindes cha toda diferencia en­
entre lo subjetivo y lo tre lo individual y lo so­
objetivo. cial, entre lo privado y
lo público.
Síntesis sujeto-objeto en — Síntesis sujeto-objeto en
el registro de la Locura, el Estado (form a de la
único pasaje a la Ver­ «mala objetividad»), úni­
dad. co pasaje a la Verdad
(del Führer, del Partido
totalitario).

Bloqueo del rito de pasaje de lo


privado a lo público asegurador del
juego de la cultura: el sujeto debe
ser tachado para que su Obra pueda
constituirse en valor público, recono­
cido, compartido.

207
V. THOMAS MANN: LAS ENFERMEDADES
DE LA VOLUNTAD *

* Este texto sirvió de base para unas conferencias que tuvie­


ron lugar en el Instituto Alemán de Barcelona, Bilbao y Madrid
sobre Thomas Mann, en la conmemoración del centenario de su
muerte.
zum Raum vvird h ier die Zeit

R ic h a r d W agner, Parsifal, A cto I.


I

Varias explicaciones podrían darse del lugar un tanto


rezagado en que se halla, en el concierto cultural euro­
peo del presente, la obra de Thomas Mann. Quizás se
trate de una espontánea retracción ante el payasesco ro­
dar de las modas culturales en un contexto supermer-
cantilizado donde la oferta en libros se corresponde con
la oferta en demás artículos de consumo. Poca cabida
tiene allí una obra que responde a hábitos artesanales
de creación y que exige del lector paciencia, tiempo y
dedicación. Quizás responda a cierta extrañeza que en el
lector incauto puede producir el malicioso estilo thomas-
manniano, tan discursivo, tan «europeo», tan «alemán»,
tan «antiguo» (que desde luego no es sinónimo de ca­
duco), tan poco consonante, en apariencia, con las escri­
turas esquizofrénicas de las vanguardias europeas y ame­
ricanas. Quizás se deba ese segundo plano ambiguo al
exceso de lucidez que esa obra desprende, algo que llega
a abrumar y a asfixiar a cualquier lector, incluso al más

213
amoroso, hasta hacerle exclamar a voz en grito: ¡Aire
libre, quiero aire libre!
Exclamación que el propio Thomas Mann debía tener
en el borde de los labios cuando, en su vejez, dióse a leer
a Joseph Conrad, ese gran narrador de aventuras espe­
cialmente marinas, confesando en la Novela de una no­
vela sentirse «com o alemán casi humillado por aquel arte
narrativo, viril, aventurero, lingüísticamente elevado y,
además, profundo en su psicología y moral, de una ca­
lidad que entre nosotros (los alemanes) no sólo es rara
sino que falta».
Exclamación que también debió pronunciar para sus
adentros un buen amigo mío, lector asiduo, a la vez amo­
roso y crítico, de Thomas Mann, quien, sin haber leído
la Novela de una novela, con lo que no pudo hallar allí
la sugerencia, guardó un buen día todos los libros de
Mann que poblaban su mesa de despacho y encargó la
compra de todas las novelas de Joseph Conrad.
Esa sensación de asfixia que sufre el lector, pero tam­
bién, como hemos visto, el autor, la padecen de modo
eminente los personajes de los relatos de Mann, los cua­
les, en un momento crucial en el curso de sus vidas, sien­
ten también, por lo general, la necesidad de aire y de es­
pacio libre. Sienten, en suma, la necesidad de viajar.
¿No son acaso todas esas obras de Mann seductoras
incitaciones del deseo de viajar, analizado con el máxi­
mo pormenor, de manera que terminan configurando en
el lector una atmósfera de disposición y tentación espe­
cialmente conseguida? El wagneriano Wanderlust-motiv
parece atravesar todas sus obras, reapareciendo una y
otra vez de forma cíclica.
Pero ese deseo parece sufrir muchas veces, en los per­
sonajes de Mann, un significativo bloqueo, del que re­

214
sultán peculiares transacciones. Quizás la obra misma de
Mann, quizás el rol asumido por Mann de creador, sea
ni más ni menos una de esas transacciones entre el Wan-
derlust-motiv y el bloqueo aludido. Entre la «sed juve­
nil de espacio», por usar sus propios términos, y cierta
«disciplina vital» moderadora de ese impulso.
Thomas Mann habla del doble componente, paterno
y materno, de su carácter y de su destino, ilustrando así,
de forma velada y artística, en el ambiguo registro de
poesía y verdad que trasluce el Relato de m i vida — pero
en general toda su obra— un carácter y un destino que
trasciende el de su persona, quizás el carácter y el des­
tino de esa Europa que tan entrañablemente se refleja
en él y se deja representar en esos impulsos y bloqueos,
en esas dualidades.

II

Otro leitm otiv, estrechamente asociado al aludido,


aparece y reaparece en la obra de Mann: la referencia al
Mar. Ambos constituyen siempre una solicitación tenta­
dora llena de riesgos, pero también de parabienes, a la
manera del cántico de las sirenas: máximo peligro, pero
asimismo máxima prueba, en la que la voluntad del su­
jeto puede salir quebrantada o fortalecida. De hecho tie­
nen expresa vinculación con ese cántico de las sirenas
que constituye la música, objeto cultural profundamente
ambiguo, secretamente hermanado con lo satánico al de­
cir de Mann. Música insinuante, de género femenino, de
la que llega un apagado eco al sujeto que está tendido
en la chaiselortgue en su veraneo infantil en Travemün-
de, a orillas del mar. Caricia musical de la brisa marina

215
en la que veladamente se reconocen dedos maternales,
etéreos y voladores, que se fugan por el horizonte, se­
ñalando en el movimiento de la fuga una dirección ine­
quívoca, transoceánica, localizada allende el Atlántico,
acaso en otro Continente, en el Mediodía. Que insinúan
medio en sueños un nuevo mundo, nuevas playas, nue­
vos territorios, con su secuela de aventuras y peregrina­
ciones a través de tupidos trópicos, regiones pantanosas,
ríos fangosos...
El niño siente hallarse en un estado que de mayor
ya nunca le abandonará y que de viejo definirá con la
expresión felicísima de «pereza soñadora». Nunca como
entonces sintió tan cerca de sí una felicidad que genero­
samente transmitió a sus personajes, a Tony Budden-
brook, a Aschenbach, a Thomas, al narrador de Mario y
el mago, analizando a través de ellos el beneficio y la
maldad que resulta de ese estado de somnolencia que se
produce en la vecindad del Mar.
Del estado descrito deriva, seguramente, un impor­
tante leitm otiv que recorre de punta a cabo los Budden-
brook, volviéndose a encontrar una y otra vez también
en obras posteriores. De carácter descriptivo-naturalista,
cumple en la economía del relato una función simbólica
y constructiva (lo cual autoriza denominarlo leitm otiv
en el riguroso sentido wagneriano del término), sirviendo
de rasgo diferencial de caracteres y generaciones. Po­
dría llamársele el leitm otiv Ojos Soñadores.
No eran soñadores los ojos del viejo Johan Budden-
brook, ya que le bastaban y sobraban las noches para
entregarse al sueño, sin que durante el día precisara com­
pensar los insomnios con una entrega sustitutiva, por la
vía del sentimiento o de la religión pietista, a la ensoña­
ción. Entre su fantasía y su acción, entre su deseo y la
plasmación del mismo, había arreglo, ajuste, de manera

216
que la disciplina del trabajo era espontánea y en ningún
momento obstaculizaba el pleno disfrute de los bienes
de la vida.
Ya su hijo Johann, el cónsul, estampa en el rostro, si
bien de manera todavía embrionaria, el leitmotiv. Inicia
su existencia el desajuste entre el elemento vital y la dis­
ciplina comercial burguesa. El trabajo constituye para él
un imperativo moral, no fluye por consiguiente de una
manera espontánea de la vida. Exige, a diferencia de su
padre, cuyo primer matrimonio fue un matrimonio por
amor, tanto de él mismo como de sus hijos la inmola­
ción «rom ántica» del sentimiento amoroso a la noble
conveniencia empresarial-familiar. Y guarda como sus-
titutivo de ese desembolso un primer relajamiento «so­
ñador» de la voluntad: el sistemático cultivo del senti­
miento característico de una generación romántica que
gustaba en confundir el sentimiento y la representación
del sentimiento. Y un segundo relajamiento que al con­
tagiarse a su esposa acarreará sensibles pérdidas eco­
nómicas a la empresa: el desahogo devoto, ese «inform e
resonar de campanas» de la religión del sentimiento.
La generación siguiente acusa el dilema entre un ro­
manticismo degradado, convertido en cliché, apto para
todos aquéllos que no han sabido sobreponerse a su «edu­
cación sentimental»: las Madame Bovary de una bur­
guesía que comienza a declinar; y un lúcido postrroman-
ticismo que rasga el velo de Maya de la voluntad bur­
guesa, descubriendo su trasfondo secreto, Lucha de Cla­
ses, Dolor y Tedio, Voluntad de Poder...
A esta generación pertenece la irritante, necia, des­
moralizadora, inconsciente, encantadora Tony Budden-
brook, que no es nunca capaz de mediatizar, con buena
ironía romántica, su eterna propensión a confundir lo
vivido y lo ensoñado, lo objetivo y lo proyectado, el sen­

217
timiento y su representación. Incapaz por tanto de auto-
observarse o conocerse. Y ello por razón del goce insos­
pechado que obtiene de esa ceguera y de esa confusión
al registrar su continuo tropezar setenta veces en la mis­
ma piedra en la excitante tecla Dignidad. Condenada a
deambular en un punto idéntico, un poco a la manera
del Federico de la Educación sentimental, aunque en un
giro entrañablemente obvio y simplón, Tony extrae siem­
pre una plusvalía de Dignidad de su saboreada mala es­
trella. En ella aparece, en un registro profundamente
patético, pero nunca trágico, el leitm otiv Ojos Soñadores,
que obviamente describe su fisionomía.
En el registro paródico aparece el leitm otiv en el her­
mano Christian, ejemplar paradigmático de bohemio im­
productivo y derrochador, prototipo de «oveja negra*.
Sus ojos se extravían decididamente en el terreno de la
ficción, de manera que su propio cuerpo termina por su­
frir la influencia de este territorio, anticipando en ello y
en muchos de sus rasgos el nutrido linaje de artistas
que reaparecen en la obra de Mann, de los cuales el más
interesante sea quizás Félix Krull. El mimetismo teatral
que despliega Christian en sus conversaciones, lo mismo
que la inervación somática de la ficción por el conducto
de enfermedades imaginarias, aseguran ese parentesco.
Sólo en Thomas el leitm otiv adquiere acentos verda­
deramente trágicos. Pues Thomas no es un homúncu­
lo sino un hombre plenamente formado. Unas dotes his-
triónicas evidentes, aunque perfectamente ensambladas
con su rol social, muestran ya desde el principio el des­
ajuste entre lo vivido y lo representado, si bien ese
desajuste no se le escapa a su certera lucidez, pudién­
dolo controlar y dirigir. Puede afirmarse incluso que
sólo entonces, en virtud de la consciencia del desajuste
entre el vivir y el representar, surge, como principio rec­

218
tor, como virtud, pero sobre todo como sistema de de­
fensa. la lucidez, ese principio que, en el plano cultural-
europeo, emerge también, de manera cumplida, en esos
tiempos de crepúsculo del sol romántico, verdadero cre­
púsculo de la empresa épica europea. N o es casual que
ese despuntar de la lucidez traiga consigo, en el caso de
Thomas, pero también en el contexto general, un verda­
dero crepúsculo de las creencias religiosas y de sus dio­
ses, creencias que en la generación romántica tuvieron
un último florecimiento, por lo demás nada espontáneo,
por la vía del cultivo del sentimiento.
Ya el padre de Thomas era teatral en sus acciones,
tanto en su actuación enérgica frente al yerno estafador
y ante su hijo, como en su actuación política ante los
amotinados del cuarenta y ocho. Pero esa teatralidad era
inconsciente o semiconsciente, sin que por consiguiente
tuviera que acudir la lucidez en ayuda de una orienta­
ción práctica de la vida que no sufría serio quebranto
por confundir realidad y escenario. Era por esta razón
menos «inteligente» en el sentido habitual, es decir, «m o­
derno» del término, que su hijo Thomas, quien conocía
mucho mejor que su padre el alma humana y sus recove­
cos, quien por consiguiente era mucho más psicólogo.
Y sin embargo era mucho más seguro a la larga en sus
acciones y decisiones que su hijo, tenía mayor «inteli­
gencia práctica». No en apariencia, dada la carrera ful­
minante de Thomas en sus primeros años, pero sí en
conjunto, ya que el hijo no tardaría en mostrarse un
pésimo corredor de fondo. De ahí su prematuro agota­
miento, en parte producido por su excesiva clarividencia
respecto al fatal rumbo de la estirpe comercial y fami­
liar. Si al principio la lucidez le fue altamente favora­
ble, pronto se convirtió en un serio obstáculo, haciendo
bueno el dicho de Lichtenberg respecto a un ser que, «de

219
tan inteligente que era, no servía para nada». Carecia
además de una fe espontánea en la vida y en el comer­
cio, como la que tenía su abuelo, o de una fe sustitutiva,
moral y religiosa, como la que tenía su padre. Fe y es­
peranza habían pasado en él, lo mismo que los valores
religiosos — y finalmente también los valores vitales— , a
través del crisol de la lucidez. Thomas significa, a nivel
de historia europea, el pasaje de la Religión a la Filoso­
fía, con su secuela de sabiduría desencantada respecto a
cualquier acción. Con el correr de los años, cuando la fa­
tiga comienza a abrumarle, el desajuste entre el vivir y
el pensar se escenifica abruptamente, compareciendo ante
los ojos del pensador, en angustioso desdoblamiento,
todo el contenido histriónico de su condición de hombre
de mundo. Thomas pasa largas horas de soledad en su
despacho sumido en lúcidas ensoñaciones y soliloquios
durante la noche, viviendo su existencia diurna, en la em­
presa, en el senado, en la familia, con absoluta conscien­
cia de hallarse representando un papel sobre las tablas.
Lucidez y consciencia histriónica hallan así su simbólico
reparto entre la Noche y el Día, sin que se alumbre una
mediación moderadora de ambas instancias escindidas.
Esa lucidez hallará al fin, en la filosofía de Schopen-
hauer, que casualmente llega a conocimiento de Thomas,
su concreción textual. Un hilo rojo anuda ese despunte
de lucidez y de mediatación filosófica, esa clarividencia
respecto a lo teatral y a la máscara, ese desengaño res­
pecto a todo lo humano, esa pérdida de fe, de esperanza
y de incentivo vital, esa necesidad de liberación a través
de la muerte que se aviva en el encuentro fugaz con el
libro de Schopenhauer. El leitm otiv Ojos Soñadores halla
así, en la Filosofía — en una filosofía hipercrítica, a la
vez extremadamente lúcida y negadora despiadada de
toda vitalidad— su espacio más apropiado. Filosofía de­

220
cadente que levanta su vuelo, al modo de la última filo­
sofía hegeliana, cuando la vida ha pasado ya, en el ocaso
de la Estirpe.
Y a modo de acompañante obligado de ese vuelo de
la lechuza de Minerva, también el Arte irrumpe, a través
de la música, en la casa de Thomas, de la mano de su
mujer y de su hijo.
Hanno, el pequeño hijo de Thomas y de Gerda, será
el compendio y microcosmos que resume todos estos ras­
gos, declinación vital, fiasco de valores, desencanto abso­
luto, lucidez a toda prueba, capacidad artística, musical,
desbordante. Mediante un enérgico trazado pone punto
final al libro de la familia de los Budenbrook. Su muer­
te en la novela señala el inicio de una nueva historia: la
del propio Thomas Mann, que en esta novela trazó su
propia arqueología.
En Hanno alcanza su cénit el leitm otiv Ojos Soñado­
res. Su sucesor, aquél que le sobreviva, el propio Thomas
Mann, reconocerá en sí mismo la presencia de un leit­
m otiv hermano, esa «pereza soñadora» a la que hace re­
ferencia en el Relato de m i vida. Puede decirse con pro­
piedad que los Ojos Soñadores constituyen, en la eco­
nomía de una estirpe como la relatada por Mann, un
principio antagónico respecto a la voluntad vital, empre­
sarial, cívica, humana, un principio de deterioro y rela­
jamiento, una primera semilla o virus que afecta a la
Voluntad, enfermándola de gravedad. Y esa enfermedad
tiene como resultado la Pereza. Esa Pereza que experi­
menta Hans Castorp al llegar al sanatorio y en el co­
mienzo de su aclimatación al mágico escenario de sus
largas vacaciones. Pero Hans Castorp, en cuyo rostro se
estampa nuevamente el mismo leitm otiv, pertenece a una
nueva estirpe, es un contemporáneo del propio Mann. La
pereza y el ensueño constituye, para esa nueva estirpe

221
— extraña y paradójica estirpe surgida de las ruinas de
la verdadera Estirpe europea— algo diferente que en un
principio exclusivamente maléfico. Constituye una instan­
cia crítica de prueba, de formación, de educación, que
permite al educando cierto orden necesario, imprescindi­
ble, de experimentos vitales sin los cuales difícilmente
puede hallarse armado para la lucha por la existencia.
La pereza y el ensueño le permiten trabar contacto, a tra­
vés del escenario infernal del Sanatorio, con ese compo­
nente irracional y demoníaco que, caso de desconocerse,
deja al sujeto desarmado ante su pujanza y atractivo
irresistible.
Con lo cual queda anticipado el carácter ambiguo y de
doble filo de las enfermedades de la voluntad: son, desde
luego, enfermedades, en el sentido negativo y antivital
que obviamente se asocia al término, son por tanto po­
tencias enemigas de la voluntad de vivir, aliadas al prin­
cipio de muerte. Pero asimismo pueden servir de instan­
cias educativas a través de las cuales la voluntad del suje­
to pone a prueba su temple y fortaleza. Constituyen, por
consiguiente, verdaderas pruebas rituales a través de las
cuales el sujeto en vías de educación, el sujeto que cum­
ple sus «años de aprendizaje», así por ejemplo Hans Cas-
torp, efectúa el necesario pasaje que puede conducirle a
una existencia madura plenamente humana. En este sen­
tido debe leerse La montaña mágica como novela educa­
tiva ( Bildungsroman) : el sujeto efectúa el necesario pa­
saje por el infierno del sanatorio, en el cual sufre el
impacto de todas las tentaciones que ponen a prueba su
voluntad. Se trata, por consiguiente, de un verdadero
descenso al infierno. La montaña mágica, al igual que La
flauta mágica de Mozart, el W ilhelm Meister de Goethe o
la Fenomenología del espíritu de Hegel, constituye la
versión moderna del secular rito de iniciación en el que

222
el sujeto es sometido a pruebas diferentes con el fin de
que pueda llegar a ser «un Hom bre» (ein Mensch zu sein:
tal es el objetivo que persigue Tamino en La flauta mágica
de Mozart).
La pereza soñadora, esa anestesia de la voluntad en
la que el sujeto se desentiende de sus obligaciones coti­
dianas, de su actividad, de su trabajo, constituye enton­
ces un arma de doble filo que pone a prueba su temple
y su vigor, según si logra salir fortalecido de la prueba o
si perece en ella.
¿Qué es lo que incita a esa pereza y a esa ensoñación,
cuál es el filtro o el preparado que sume al sujeto en
ese estado de relajación de su aptitud volitiva? ¿Qué ten­
tación y qué solicitud se le aparece entonces de manera
dominante?
Hemos hecho referencia al Mar, a la Música, hemos
aludido al carácter maternal y femenino de esa música.
Podríamos hablar también del filtro de amor, el erotis­
mo, del filtro de la muerte, la enfermedad. Nos hemos
referido asimismo, a viajes, reales o ensoñados, a través
del Océano, por Sudamérica, por Brasil. Hablábamos de
regiones pantanosas y de tupidos trópicos...

III

Cuando Gustav Aschenbach, el «héroe de nuestro tiem­


po» descrito tan certeramente por Mann en La muerte
en Venecia, siente nacer en él «una especie de extraña
expansión, una especie de movediza inquietud, de sed
juvenil de espacio», su deseo le dibuja, primeramente,

223
una imagen fantaseada que carece de equivoco posible:
«B ajo un cielo preñado de pesados vapores, se exten­
día una región pantanosa de los trópicos, húmeda, fron­
dosa, monstruosa, como un caos hecho de cenagales, de
islotes y ríos fangosos.»
Constituye una genialidad psicológica de Mann con­
ducir a su personaje no tanto allí donde parece señalarle
la fantasía — una región pantanosa de los trópicos— cuan­
to a un escenario marino recoleto, de aguas estancadas
en un mar que tiene algo de estanque, un lugar acorde
con la naturaleza de la aventura y del personaje, con su
edad, con su problemática vital y artística, con ese punto
alcanzado en su carrera en el que ambiguamente se anu­
da la apoteosis y la declinación.
Un día se desea viajar, siendo entonces, en un prin­
cipio, la idea de viaje, al igual que todo deseo no mo­
derado por la razón y el control consciente, indetermi­
nada. Pero la determinación escapa en alguna profunda
zona también a ese control, lo mismo que las oscuras
transacciones que efectúa la voluntad con las revelacio­
nes primeras que le ofrece la fantasía soñadora.
Hay una honda comprensión en Mann d e la natura­
leza primera del deseo al simbolizar su objeto propio y
preferencial a través del Mar, signo plástico y sensible
de lo indeterminado.
El Mar es lo indeterminado: sólo en su engañosa su­
perficie puede percibirse cierta ilusión de determinación,
de ritmo, de temporalidad, como en el sucederse de las
olas. De hecho el mar es atemporal. Es, quizás, espacio
sin tiempo.
El Mar se asocia, en la mitología de Mann, con la
música: también ésta deja en el oyente desprevenido y
no conocedor la falsa ilusión de un discurrir temporal,
cuando en verdad, en su esencia misma, es espacial.

224
Por eso llega la música, al igual que el mar, tan pro­
fundamente al alma, por eso muerde también ella en la
entraña misma del deseo, revelando a éste su naturaleza
y su aspiración.
Su naturaleza: por cuanto el deseo es, en su esen­
cia, atemporal, fundando, más allá de sus súbitos arreba­
tos y temblores, un orden de identidad en todas sus re­
peticiones. En este punto Mann halla la fuente de sus
reflexiones en Schopenhauer y en Freud (quien fue tam­
bién asiduo lector de Schopenhauer).
Su aspiración: por cuanto el deseo puja por volver a
ese estado de reposo absoluto, simbolizado en la eterni­
dad — espacio sin tiempo, música liberada de su con­
creción temporal, voluntad al fin objetivada— en el que
hallaría al fin su cumplida satisfacción.
Una potencia enemiga se alza, por consiguiente, frente
al Deseo: la compulsión viril, apolínea, a la determina­
ción y a la concreción temporal, esa instancia discipli-
nadora que tiene en el reloj de arena — icono recurrente
en la mitología de Mann (recuérdese La muerte en Ve-
necia y el D octor Faustas)— su concreción simbólica.
La conversión del tiempo en espacio: tal es el pro­
pósito de alquimista que concibe Adrián Leverkühn me­
diante la invención del sistema dodecafónico. Tal es, en
última instancia, la úbris del artista moderno.
Del mismo modo que el curso temporal de los ríos
tiene en el mar su soporte armónico y su irrevocable
cadencia, también la música encierra, bajo las relaciones
in praesentia de su discurrir homofónico, un segundo
plano implícito donde se traman relaciones armónicas
entre intervalos de naturaleza exclusivamente espacial.
El carácter espacial y atemporal de esa mens momen­
tánea que es el mar se corresponde, por consiguiente,
con la esencia verdadera de la música.

225
Leverkühn quiere descorrer el velo de Maya que cu­
bre con jirones de niebla matutina, a través de la ilu­
sión, cálida y sensorial, de la música, esa verdad esencial
que encierra y que constituye su belleza puramente es­
piritual, su belleza químicamente pura. Para ello debe
expoliarla del componente sensual y sentimental, del «ca­
lor de establo», hasta arrebatarle, en un arriesgado, casi
imposible, tour de forcé, su inexorable yugo temporal,
verdadero núcleo anudador del velo de Maya. En vistas
a ese proyecto temerario inventa su sistema dodecafóni-
co, con la pretensión de componer una música puramente
espacial, única apta para ser leída verticalmente, cuya
obra única y definitiva consistiría en un único y defini­
tivo acorde que al pulsarle dejase oír todas las relacio­
nes posibles entre los intervalos, desvelando de esta suer­
te al ser humano los misterios de las esferas celestes,
arrebatando esos misterios en virtud de un pacto previo
con el Diablo.
Mar, música esencial, espacio sin tiempo compare­
cen, pues, como la unidad estricta del verdadero objeto
al que apunta todo deseo. Da igual a este respecto que el
deseo utilice como conducto de su expansión uno u otro
de los componentes del ser humano, el cuerpo, el espí­
ritu o el alma. Sólo que ese deseo, cuando irrumpe en
toda su potencia, sin que el hombre pueda o quiera mo­
derarlo, tiende todas las veces a efectuar una misma ope­
ración a la que bien podemos denominar, con propiedad,
posesión. Posesión de una parte o componente del ser
humano a expensas de las restantes. Esa posesión — po­
sesión del espíritu a costa del cuerpo y del alma, pose­
sión del alma, a costa del espíritu y del cuerpo, posesión
del cuerpo, a expensas del alma y del espíritu— consti­
tuye lo que en rigor debe denominarse pasión. Pasión
no moderada, exclusivista, que ora, como en el caso del

226
Doctor Faustus, toma posesión del espíritu de la vícti­
ma, desligándole de los placeres del sexo, ora, como en el
caso de Hans Castorp o de Aschenbach — y en general
en todo caso de enamoramiento absoluto— , toma pose­
sión del alma del sujeto, de su mundo autónomo e in­
transitivo de fantasía y ensoñación, a expensas de su
inteligencia crítica y de sus apetencias carnales, ora toma
posesión exclusiva del cuerpo, como en el caso de la en­
fermedad, estado que dispone al comercio camal de toda
especie, desligándolo del espíritu y de lo anímico.
Con ello hemos trazado el tríptico de las enfermeda­
des que acosan la voluntad del sujeto toda vez que éste
sufre la vecindad del mar, de la música, del espacio sin
tiempo, de todo ese universo femenino que bien podría­
mos asociar con las terribles Madres originarias que en
un célebre pasaje tientan al Fausto de Goethe.
Frente a ese componente femenino y maternal, pre­
vio a la instauración de la ley olímpica reguladora de
los impulsos dionisíacos (y todo deseo es, en su indeter­
minación primigenia, dionisíaco) se yergue el principio
moderador, en forma de temporalidad y de razón, en
forma de síntesis goethiana de tiempo y eternidad en el
instante, en forma de acción productiva, en forma de
Poíesis.
Conviene, en lo que sigue, esclarecer un poco más, de
la mano de Thomas Mann, la naturaleza de esa posesión
a la que llamamos pasión no moderada y una de cuyas
más conocidas manifestaciones la constituye el amor-
pasión, el llamado enamoramiento.

227
IV

«Cuando uno se encuentra solo y taciturno — se lee en


La muerte en Venecia— los hallazgos y las observaciones
que puede hacer son, a un mismo tiempo, más confusas y
más penetrantes que si se encuentra en sociedad, y sus
ideas son más graves, más maravillosas y siempre un
poco matizadas de tristeza. Imágenes y sensaciones de las
que sería fácil desprenderse en un abrir y cerrar de ojos,
con una carcajada o con un simple intercambio de frases,
le hostigan de manera irrazonable, se hacen más profun­
das y se agravan al quedar inexpresadas, convirtiéndose
en acontecimiento, en aventura, en pasión. La soledad,
donde madura toda originalidad, toda belleza sorpren­
dente y audaz, en una palabra, toda poesía, hace madurar
a su vez todo lo que es perverso, monstruoso, culpable y
absurdo.»
Esta hermosísima reflexión se comenta por sí sola,
sin que la exégesis pueda hacer otra cosa que traducir
en fea prosa este inspirado pasaje.
Pero puede cotejarse con otro texto de Mann, la N o­
vela de una novela, donde explica el oscuro afecto que
siente Adrián Leverkhün por su amigo Rudi Schwerdfe-
ger, en unos términos que pueden trasladarse también,
sin forzar en absoluto las situaciones, al oscuro afecto
que siente Aschenbach por el mancebo Tadtzio.
Habla Mann en ese texto de la «seducción de la sole­
dad». Mann explica esa seducción por razón de «una inti­
midad con uno mismo, en la cual la homosexuelidad des­
empeña un papel de duende». Considero que la reflexión
de Mann sobre este punto es importantísima.
Esclarecerla significa, antes que nada, arrojar alguna
luz sobre la naturaleza de la seducción. Será el propio
Mann el que, en boca del Goethe de su Lotte en Weimar

228
(texto oportunamente citado por Francisco Ayala en su
prólogo a Cabezas trocadas), nos salga al paso de nuestra
dificultad:
«S i hay algo en el mundo moral y sensual en lo que
haya intimado profundamente mi pensamiento a todo
lo largo de mi vida en el placer y en el terror, es la seduc­
ción — pasiva y activa— , dulce y aterrador contacto que
viene de arriba cuando place a los dioses: es el pecado
de que inocentemente nos hacemos culpables, culpables
como instrumento suyo y también como víctima suya,
pues resistir a la seducción no significa dejar de estar se­
ducido, es la prueba de la que nadie sale airoso, pues es
dulce, y aún como prueba es ya irresistible. Asi gusta a
los dioses enviamos la dulce seducción, hacérnosla sufrir
y comunicarla a otros como paradigma de toda tentación
y culpa, pues la una es ya la otra...» (subrayado mío).
Poco después Goethe, en el mismo célebre monólogo
del capítulo V II, llama al poeta «e l muy tentado, el se­
ductor y muy seducido».
N o es casual que Aschenbach, el escritor, el creador
— y por lo tanto el seductor y el muy seducido— tenga
presente en sus reflexiones aquellos textos del Pedro pla­
tónico en los que se examina tan profundamente la seduc­
ción. Seducción que en el Fedro y en la reflexión de Goe­
the viene «de arriba». N o es un sujeto empírico, Tadtzio,
Lotte o Rudi, el seductor: ese sujeto es el médium del
que se vale una divinidad a la que en propiedad debe
llamársele Belleza.
Divinidad bifronte: detrás de ese rostro de Belleza es­
conde otro rostro más circunspecto, igualmente terrible.
Ese rostro es la Muerte.
En su bello ensayo sobre el matrimonio, Mann cita al
respecto los siguientes versos de Von Platen:

229
«Quien contempla la belleza con sus ojos
se ha sometido ya a la muerte.»

Precisamente en ese ensayo se ocupa Mann de dife­


renciar el amor-pasión, que tiene en la homosexualidad
su verdadera esencia escondida, y el amor-razón, que tie­
ne en el matrimonio su configuración institucional.
La homosexualidad es definida en ese ensayo como la
verdadera aventura pasional, auténtico «esteticismo eró­
tico». La homosexualidad toma el partido de la Belleza,
pero en la medida en que, para Mann, Belleza y Muerte
son una misma cosa, de manera que el sujeto seducido
por la Belleza corre el peligro de perecer como sujeto,
puede decirse entonces que la homosexualidad, paradig­
ma de toda aventura erótico-estética, constituye una acti­
tud antivital. Y la prueba de ello radica en su esterilidad.
Lo mismo puede decirse, generalizando, respecto a todo
amor-pasión que no modere el deseo mediante alguna fór­
mula que permita hacerlo fecundo. Por ejemplo, median­
te la fórmula matrimonial. Ahora bien, el amor-pasión,
lo mismo que la Belleza y que la Muerte, constituyen, a
la vez que instancias negativas y destructivas, también
instancias formativas: son por consiguiente pruebas por
las que el sujeto en vías de formación debe pasar para
llegar a su existencia plenamente humana. Aunque la Be­
lleza, la Muerte y la Pasión no proceden de la esfera de
la vida, constituyen sin embargo, como dice Mann, ins­
tancias de carácter «crítico y correctivo».
Nuevamente en este punto se percibe el carácter do­
ble, destructivo y educativo, de las enfermedades de la
voluntad, siendo el «amor-pasión» una de las más seña­
ladas.
Toda esta reflexión puede resumirse en el siguiente
pasaje del ensayo de Mann sobre el m atrim onio:

230
«E n donde impera el concepto de la belleza, allí paga
el imperativo de vida su incondicionalidad. El principio
de la belleza y de la forma no procede de la esfera de la
vida. Su relación con ella es, a lo sumo, de naturaleza
altamente crítica y correctiva. Con orgullosa melancolía
está enfrentada con la vida y, en lo profundo, está vin­
culada con la idea de la muerte y de la esterilidad.»
Es sintomática esta separación thomasmanniana de la
Belleza y la vida. Puede decirse que en la estética de
Mann, el camino de Eros, que en el Banquete platónico
conduce a las nupcias con la Belleza, no se culmina en
la producción de obras bellas. Ese contacto no es, pues,
como en Platón, fecundo y propiciador de nuevas formas
de vida. Eros y Belleza ya no tienen, por consiguiente,
descendencia. Lo que resulta de ese contacto al cual
conduce el camino que lleva de Eros a la Belleza es, por
el contrario, la esterilidad. Con ello Mann ha conceptuado
de un modo profundo y sutil el giro antiplatónico del arte
y de la estética contemporánea.
En efecto, parece como si ese arte y esa estética desa­
rrollara otro pensamiento platónico que, en algún senti­
do, se contradice con el anterior. A saber, la idea de que
la Belleza y el Bien (que para Platón son la misma cosa)
constituyen una instancia trascendente e inalcanzable que
el sujeto, poseído por Eros, únicamente aprehende si pe­
rece en tanto que sujeto. Esa belleza, ese Bien se halla,
como dice Platón, «más allá de la esencia», epekeina tés
ousías. Sólo, pues, a través de la muerte, de la locura, de
la enajenación de sí mismo puede el sujeto acceder a
esa instancia que constitutivamente le trasciende.
Entonces sólo se abre un camino al artista moderno
para poder acceder a la fecundidad: el pacto con esas
potencias del más allá, el pacto con el diablo. Surge así
un arte paradójico en su entraña misma, por cuanto

231
parece afirmativo de la vida, en la medida en que se
concreta en obras, pero que en verdad es negativo, pues
sólo a través del pacto con el diablo logra sobreponerse a
la condena que pesa sobre él, la esterilidad.
El D oktor Faustus constituye la confirmación de esta
reflexión. La cual nos conduce mucho más allá del tema
que aquí nos ocupaba. Inevitablemente nos lleva a una
reflexión de alto vuelo sobre la estética contemporánea y
su contraposición con la estética clásica. Pero esta re­
flexión sólo puede quedar insinuada, pues excede con
mucho el propósito de este texto.
Podría resumirse del siguiente m odo:
En el Banquete platónico se escenifica un rito a través
del cual el sujeto, en vías de formación, accede, a tra­
vés de la posesión amorosa, al contacto con el Bien y con
la Belleza. Como en todo rito de esta índole, el sujeto va
pasando por numerosas pruebas a través de las cuales
avanza hacia su objetivo. Ahora bien, este objetivo es ex­
tremadamente ambiguo.
Si nos atenemos al texto del Banquete, parece que el
sujeto alcanza al fin una mediación cumplida de Eros y de
Belleza de la que resultan obras bellas. El contacto con
la belleza es fecundo.
Si, en cambio, tomamos en consideración aquel pa­
saje de La República en la que Platón señala que el Bien
se halla «más allá de la esencia», parece como si ese pri­
mer pensamiento quedara puesto en cuarentena. El con­
tacto con la belleza sería entonces destructivo para el su­
jeto. Este se anonadaría en la unidad mística sin que pu­
diera mantener firme su estabilidad sustancial. De esa
unión no podría resultar obra alguna. El resultado de
esa unión sería necesariamente la muerte o la enajena­
ción.
Puede decirse entonces que el arte moderno se espe­

232
cializa en este segundo pensamiento platónico, de manera
que sanciona el divorcio entre belleza y vida, entre e r o
tismo y fecundidad. Sólo a través del conjuro de las p o
tencias negativas, del Diablo, puede entonces acceder a
una fecundidad ambigua y en cierto modo espúrea.
Mann, en cierto sentido, desarrolla y escenifica esta
reflexión: sólo que, no contento con el recurso al Pacto
con el Diablo, indagaría el modo de enlazar la problemá­
tica real, fáctica del arte moderno (acorde con el segundo
pensamiento platónico) con el ideal clásico, que reconci­
lia el arte con la vida, ideal que en la figura del Goethe
de Lotte en Weimar halla su última concreción.
Para conseguir esa difícil conjugación, hace de la «vía
negativa» una vía de pasaje y de prueba. La Belleza divor­
ciada de la vida no es entonces un objetivo sino un me­
dio, no es un fin sino un camino, no es punto de reposo
sino lugar de peregrinaje.
Ello explicaría en general la significación que tiene
para Mann toda enfermedad de la voluntad, siendo el
amor-pasión un ejemplo al respecto. A diferencia del ar­
tista moderno, para quien esas enfermedades constituyen
objetivos que le tientan y que terminan por fascinarle y
seducirle, sufriendo una auténtica «tentación del abismo»,
una auténtica Todeslust, Mann intenta evitar ese camino
del arte y del espíritu, integrando sin embargo la capa­
cidad educativa que posee. Lo que para el artista moder­
no es objetivo pasa así a la condición de prueba. Prueba
en la que la voluntad del sujeto puede salir fortalecida
o destruida.

233
E P IL O G O

Muchas son las ideas que quedan sólo esbozadas o


apuntadas, muchos los cabos sueltos que precisarían, qui­
zás, largos desarrollos. No puede ser de otro modo, ya
que el texto que aquí concluye tiene carácter de ensayo,
y éste es género de prueba y de experimento, algo así
como lo que en términos musicales se llama Tiento. El
ensayo lanza al ruedo multitud de hipótesis, sin que se
le exija la necesidad de una prueba fidedigna de cada
una de ellas: basta con que la prueba sea sencillamente
sugerida. El ensayo tiene, por esta razón, capacidad de
sugerencia Incita y estimula al lector, pero nunca se
propone convencerlo de forma exhaustiva. El ensayo se
complementa, en todo caso, con el tratado, género litera­
rio que, a diferencia de aquél, formula unas muy pocas
hipótesis y se compromete a probarlas de forma plena.
Ambos son géneros legítimos e irreemplazables en el cam­
po de la escritura filosófica.
Se habrá notado, sin embargo, a lo largo del texto,
una interna tensión, una deliberada vacilación entre am­
bos géneros: como si a lo largo del ejercicio ensayístico
apuntara un brote de espíritu geométrico y de voluntad
sistemática, como si los esbozos que constituyen cada
uno de los capítulos-ensayo del texto insinuaran algo así
como una construcción filosófica organizada.

235
De hecho, este texto apunta hacia futuros textos, en
los cuales necesariamente se deberán apurar algunas hi­
pótesis, se deberán aducir nuevas pruebas a las ya for­
muladas. Pero apunta sobre todo a una posible construc­
ción de carácter más sistemático, más trabado, más cohe­
sionado, en la que las ideas aquí sugeridas aparezcan
plenamente conjuntadas y desplegadas.
Se trataría de una posible estética fundada en una po­
sible epistemología y ontología.
Esa estética deberá anudar los conceptos aquí esbo­
zados ( Eros y Poíesis, Alma y Ciudad, Arte y Sociedad).
Deberá asimismo construir con detalle el movimiento de
esa estructura conceptual, su historicidad inmanente. De­
berá, por consiguiente, explicar la lógica que determina
la modalidad de relación entre esos conceptos polares, su
nexo dialéctico o su escisión y ruptura.
Esa epistemología deberá pensar la relación entre los
términos Sujeto y Objeto, evitando desviaciones subjeti-
vistas e idealistas, apuntando a una ontología que esta­
blezca el primado del ser sobre el pensar.
De momento esta construcción es, todavía, proyecto.
Y los próximos objetivos procurarán sentar firmes las
bases de ese proyecto. Se tratará, por consiguiente, de
ampliar el campo de experiencia a través de nuevos tan­
teos y ensayos. Sólo a partir de una base empírica exten­
sa e intensa será quizás posible hacer brotar los con­
ceptos. Sin un sólido agarradero en la experiencia éstos
son vacíos y formales, carentes de sustento y de premisa.
Pero es ley interna al desarrollo de la cosa la formación
de conceptos reales, verdaderos principios inmanentes a
la experiencia. Sólo que esa formación es larga y costosa.
Exige años de aprendizaje y andanzas. Exige Tiempo.

Barcelona, primavera de 1975.

236
INDICE

P ró lo g o .................................................................... 9

Orientación m etod ológica.......................................... 15

P rim era parte


Db P latón a P ico della M irándola . . . . 19

I. Platón: La producción y el deseo . . . 25


II. Platón: El artista y la ciudad . . . . 53
III. Pico della Mirándola: El hombre, seme­
jante a P r o t e o .......................................... 71

Segunda parte
De Goethb a T homas M a n n .................................... 85

I. Goethe: La deuda y la vocación . . . 91


II. Hegel: Lucidez y melancolía . . . . 137
III. Wagner: Incipit comoedia . . . . 149
IV. Nietzsche: Divorcio de alma y ciudad . 177
V. Thomas Mann: Las enfermedades de la
voluntad....................................................... 209

Epilogo 235
E l artista y la ciudad constituye una incursión en algunas de las figuras
más significativas del pensam iento, del arte y de la literatura europeos,
desde sus orígen es griegos (P la tó n ) hasta el R en a cim ien to (P ic o della
M irá n d o la ), y desde el clasicism o alem án (G o e th e , H e g e l) hasta el
b in o m io W a g n er-N ietzsch e, que tanto in flu ye en la n ovelística de
T h om as M an n (ú ltim o personaje c o n v o c a d o en este ensayo). A través
de esos ensayos insisten, a m o d o de «m o tiv o s con du ctores», los temas
que dan trabazón al libro: las tensas relaciones entre el d eseo y la
realidad, entre el alma y la ciudad, o entre el arte y su ob jetivación en
la sociedad. D e este m od o, a contraluz, va E u gen io Trías filtran d o su
propia con cep ción sobre estos temas filosóficos. E l artista y la ciudad
fue galardon ado con el P re m io A n agram a de E nsayo de 1975. E n esta
tercera e d ició n aparece con un p ró lo g o escrito para la ocasión.

Eugenio Trías, nacido en Barcelona en 1942, catedrático de Estética durante


años en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, es ahora catedrático de
Historia de las Ideas de la Facultad de Humanidades de la Universidad
Pompcu Fabra. Ha sido recientemente galardonado con el prestigioso Premio
Internacional Friedrich Nietzsche (13.* convocatoria), siendo la primera vez
que este premio recae en un filósofo español (han obtenido esta distinción
figuras como Popper, Derrida, Rorty, Severino y otros). Entre sus numerosos
libros de filosofía destacan L o bello y lo siniestro (Prem io Nacional de Ensayo
de 1982), Tratado de ia pasión, Los limites del mundo y L a edad de! espíritu
(Prem io Ciudad de Barcelona, 1995).
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