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CARTAS SOBRE AUTOFORMACIÓN

ROMANO GUARDINI

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ÍNDICE

CARTA PRIMERA
Sobre la alegría del corazón ………………………………. 3

CARTA SEGUNDA
Sobre la veracidad de la palabra ………………………… 10

CARTA TERCERA
Sobre el dar y el recibir; el hogar y la hospitalidad ………. 22

CARTA CUARTA
Sobre la seriedad en la acción …………………………….. 37

CARTA QUINTA
Sobre la oración …………………………………………… 49

CARTA SEXTA
Sobre la Caballerosidad ……………………………………. 73

CARTA SÉPTIMA
Sobre la libertad ………………………………………….... 94

CARTA OCTAVA
Sobre el alma ……………………………………………….... 119

CARTA NOVENA
Sobre el Estado en nosotros ………………………………… 141

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CARTA PRIMERA

Sobre la alegría del corazón

Queremos tratar de tener un corazón alegre. No divertido,


que es algo totalmente diferente. Ser divertido es algo
externo, ruidoso, fugaz. En cambio, la alegría vive en el
interior, silenciosa, con raíces profundas. Es la hermana de
la seriedad; donde está una, se halla también la otra.

Ahora bien, existe ciertamente una alegría sobre la que no


se tiene dominio. Me refiero a esa alegría que lo invade a
uno, grande y profunda, de la cual dice la Sagrada Escritura
que es como un río; o esa alegría sonriente que todo lo
transforma, todo lo baña de luz: esta alegría viene y se va a
su antojo. Frente a ella lo único que nos cabe es recibirla
cuando viene y resignarnos cuando se va. O esa alegría que
brota de la fuerza y la confianza de la juventud; o esa otra,
poco común, que se da en hombres elegidos y que brilla
desde la claridad in-terror de su ser; sobre esta clase de
alegría uno no tiene dominio: se da o no se da. Sin embargo,
aún aquí está en nuestras manos el cuidarla o el
desperdiciarla.

Pero aquí vamos a hablar de una alegría a la que se le


pueden preparar los caminos. De una alegría que todos
podemos tener, independientemente del carácter de cada
uno. Una alegría independiente de las horas buenas y malas,
de días en que nos sentimos llenos de energía o cansados.
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Vamos a reflexionar, pues, sobre cómo abrirle camino a esa
alegría. No procede del dinero, de una vida confortable o de
los honores, aun cuando todo esto pueda influir sobre ella.
Su origen está más bien en cosas nobles: un buen trabajo,
una palabra amable que se ha oído o que uno mismo ha
dicho, el haber luchado con valentía contra algún defecto o
el haber logrado una visión clara en una cuestión difícil.
Pero todavía no es esto tampoco la auténtica fuente de la
alegría. Esta fuente se halla más honda aún, en el corazón
mismo, en su interior más profundo. Allí mora Dios, y Dios
mismo es la fuente de la verdadera alegría. La alegría que
interiormente nos ensancha y nos da claridad; que nos hace
ricos y fuertes e independientes de los acotecimientos
externos. Cuanto nos sucede externamente ya no nos puede
afectar, si interiormente estamos alegres. El que es alegre
tiene una adecuada postura frente a todas las cosas. Lo que
es bello lo percibe en su verdadero resplandor. Lo duro y
difícil lo recibe como prueba de su fuerza; se enfrenta
valientemente con ello y lo supera. Puede dar
generosamente a los demás sin empobrecerse. Pero posee
también un corazón abierto para poder recibir en la debida
forma.
Pero si la alegría viene de Dios y Dios habita en nuestro
corazón, ¿por qué no la sentimos? ¿Por qué estamos tantas
veces de mal humor, tristes y oprimidos? Sencillamente,
porque la fuente de donde mana está enterrada.
¿Cómo, pues, se abre cauce a la alegría? ¿Cómo hacer que
irrumpa en el alma? Esta es la cuestión.
Es necesario unir nuestro ser más íntimo con Dios. Para ello
hay muchos medios. Se puede procurar intimar con Dios en
el fondo del alma; tornarse frecuentemente a Él y luego
quedarse allí a solas en el silencio interior. Quizá tú mismo
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sepas aún otros caminos. Yo, por mi parte, quisiera
proponerte el siguiente, que es particularmente apropiado.
Lo íntimo nuestro lo determina nuestra voluntad. Allí
debemos estar en unión con Dios; entonces su alegría puede
entrar en nosotros. Tan pronto como nos dirigimos a Dios y
le decimos sinceramente: “Señor, yo quiero lo que Tú
quieras”, queda franco el camino a la alegría de Dios. Y una
vez que hayamos logrado pensar siempre así y que nuestra
voluntad más íntima esté orientada sincera y constante-
mente hacia Dios, entonces seremos alegres, pase lo que
pase afuera.
Por cierto, que este dirigirse a Dios debe tener ya algo afín a
la alegría: debe ser espontáneo, no receloso o desconfiado.
Tiene que ser libre y animoso. Hemos de decir llenos de
gozosa confianza: “Dios fuerte, lo que Tú quieras eso quiero
yo”. Se trata, pues, de luchar por unir nuestra voluntad con la
de Dios.
Pero, ¿dónde vemos lo que Dios quiere? Para eso no
precisamos largas consideraciones y grandes planes. Lo
encontramos en lo más ordinario: en el momento presente.
Habrá que tomar a veces también decisiones importantes y
trazar proyectos de alto vuelo. Entonces es el “momento”
para ello. Vale por lo tanto lo que decíamos: lo que es
necesario ahora, lo que es mi obligación, eso es la voluntad
de Dios. Si hacemos eso, Dios nos llevará de una acción a
otra. Porque cada momento con su obligación es un
mensajero de Dios. Si le escuchamos, nos disponemos para
comprender y cumplir bien el próximo mensaje. De esta
forma realizamos paso a paso la obra de nuestra vida.
Así, pues: captar claramente lo que Dios quiere de mí ahora.
Darle un “sí” decidido y libre y manos a la obra. Entonces
seremos alegres.
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Ahora hemos llegado al punto de poder comenzar. Por lo
demás, debes seguir reflexionando por ti mismo.
Resumamos, pues, lo que encontramos hasta aquí en una
firme decisión. Preguntémonos con frecuencia durante el día,
por ejemplo, antes de cada labor o cuando ocurre algo
nuevo: ¿qué quiere Dios de mí? Para descubrir su voluntad
miremos lo que está delante de nosotros; no busquemos lo
que se nos acomoda o nos resulta más grato.
Preguntémonos honradamente: ¿qué tengo que hacer yo
ahora? Pero en esto cuidemos de no dejarnos engañar.
¿Engañar? ¿Por quién? ¡Por nosotros mismos! Por nuestro
capricho, nuestra inconstancia y nuestra pereza. Debemos
volvernos incorruptibles. Debemos querer ver bien claro
cómo la cosa es en realidad.
Después, decisión: “¿esto tengo que hacer yo ahora? Sí,
Señor, ¡gustoso!” La última palabrita es la decisiva. De ella
depende todo. No a disgusto; no porque no hay más remedio;
no a desgano, sino con gusto. Esta palabra hay que
pronunciarla con el interior, no sólo con el pensamiento o
simplemente con los labios. Hay que decirla con la voluntad
y cada vez más adentro. ¿Comprendes esto? Tiene que
penetrar cada vez más profundamente en el corazón. Porque
dentro reside mucha repugnancia que se le opone.
Repugnancia que es necesario vencer con la palabrita
“gustoso”. Allí donde hay todavía apatía y pereza tiene que ir
penetrando la palabra como una luz clara y potente, cada vez
más profundamente, más radicalmente, hasta que todo sea
claridad delante de Dios: “Señor, yo quiero”. Entonces te
sentirás alegre.

Así hizo Nuestro Señor. Toda el alma de Jesús era sincera y


de alegre disposición. “¡Yo hago siempre la voluntad de mi
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Padre!” Y luego, manos a la obra: trabajo, obligaciones, un
juego, una renuncia... ¡Lo que sea!
Créeme: si logras hacer así “de buena gana” todas las cosas,
adquirirás una fuerza alegre que puede con todo sin límite
alguno. ¡Por-que Dios está en ello! Eso sí, es necesario
renovar constantemente esta predisposición, sobre todo
cuando a uno se le hace difícil, cuando empieza a frenarse
el primer impulso, cuando algo adverso se pone de por
medio. Repetir con energía: ¿qué importa? ¡Con mucho
gusto! ¡Y a ello!
Pero también tenemos un cuerpo que no debemos olvidar.
Cuan-do el hombre está abatido, ¿qué hace el cuerpo? Se
relaja. En cambio, cuando el hombre está alegre, el cuerpo
se pone erguido. Esta es la alegría del cuerpo: una postura
erguida.
Otro ejercicio, pues, ha de ser este: mantener nuestro cuerpo
erguido. La cabeza elevada, la frente abierta a la luz, los
hombros hacia atrás; al andar mover con libre naturalidad los
pies y no apoyarse sin necesidad al estar sentado.
Pero también erguidos interiormente, no sólo por fuera. El
cuerpo tiende de suyo a relajarse; y entonces todo se torna
apático y difícil. Por eso hay que erguirse también
interiormente. Y cuando nos hallamos abatidos, con más
razón. Firmemente erguidos exterior e interiormente. Y luego
limpieza en el alma. Cuando se entra en un cuarto sucio,
maloliente, sin ventilar, se abren puertas y ventanas; que
entre aire y luz y luego se barre. ¡Fuera con la basura y el
polvo, fuera!
Pues exactamente así hay que hacer dentro con el aposento
de nuestra alma, hasta que todo quede resplandeciente y

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limpio. ¡Así! Y ahora: ¿qué hay que hacer? ¿Esto? ¡Con
gusto! Y valientemente manos a la obra...
Todavía otra cosa: también hemos de procurar tener en
nuestro cuarto una fuente de alegría. ¿Qué puede ser? Por
ejemplo, una planta. Alegra verla crecer, verdecer y florecer.
Puede también ser un cuadro alegre, un paisaje que uno
conoció. Llénate con ello los ojos de tanto en tanto: “¡qué
inmensidad! ¡Qué fresco está el bosque! ¡Qué claro el cielo!
¡Qué despejadas las cumbres! ¡Esto es mío; todo mío!”...
Puede ser una canción. ¡Cántatela! Enseguida sentirás clari-
dad en el alma. O una bella poesía; viene a ser como un
refresco en un viaje largo y polvoriento. ¡Después otra vez a
la tarea!
Demos ahora una mirada a los grandes enemigos de la
alegría. El dolor no pertenece a ellos. El dolor da fuerza y
hondura. Capacita para el verdadero gozo. Déjalo entrar
tranquilo en el corazón. De él hablaremos en otro momento.
Hay dos verdaderos enemigos, que es necesario exterminar;
el mal humor y la melancolía. El mal humor procede de las
pequeñas contrariedades del día; de un corazón sensible
que todo lo toma a mal, siempre quejoso, que no puede reír
ni perdonar ni pasar por alto tantas cosas... ¡Fuera con él!
¡Son alimañas en el alma! Hay que echarlas fuera, y al
principio, tan pronto como aparezcan, inmediatamente.
El otro es la melancolía. Un poder siniestro que corroe el
alma, cuando se le da cabida. Pero se la puede dominar,
créeme. ¡Se puede! Sólo con una condición: en cuanto se la
localiza, al instante contra ella, como 8 decíamos antes. Pero
¡al instante! Y no andarse con bromas. Una vez que logra
instalarse adentro, no te dejará en paz durante el día, y aún
quizá a lo largo de varios días.

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Y para concluir, una pequeña ayuda: por la noche, al
acostarnos, digámonos tranquilos y confiados: mañana viviré
alegre. Imaginémonos a nosotros mismos caminar alegres,
erguidos y libres a lo largo del día, trabajar, jugar, tratar con
la gente: “¡Así seré yo mañana todo el día!”. Digámonos esto
varias veces. Es éste un pensamiento creador, que actuará
toda la noche silencioso en el alma, pero seguro, como los
duendes de los cuentos. No lo notamos; pero al despertar
está todo mucho más claro... Entonces repitamos lo mismo:
“Hoy viviré todo el día alegre”. Todo el día contigo, Señor, y
siempre alegre. Y esto cada mañana, cada noche; sin
dejarnos desanimar por ningún fracaso. Al concluir el día,
examinémonos: ¿he luchado hoy bastante? Hagamos
cuentas con nosotros mismos, y luego renovemos el
propósito: ¡mañana seré mejor!
Ahora algunas cosas sobre las que puedes meditar o platicar
con otros. No son más que brevísimas indicaciones:
Evangelio de San Mateo, 6, 16-18. Cuando se ve lo poco que
se ha hecho en el pasado y cuánto hay de desacorde en uno
mismo. —Cuando no se logra lo que se pretende. —Cuando
no se es comprendido en casa, en la escuela o en cualquier
otra parte. —Cuando lo que exige el momento es demasiado
difícil. —Cuando algo nos repugna. —El desaliento. —La en-
fermedad. —Cuando ya nada produce alegría. —Falsas
alegrías. —De cuántas cosas podemos todavía alegrarnos.
—La gratitud para con las alegrías del momento. —¿Cómo
se echa a perder una alegría.

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CARTA SEGUNDA

Sobre la veracidad de la palabra

Toda la juventud auténtica y vital está bajo el signo de la


veracidad. Cuanto de grande y duradero hay en ella ha
nacido del espíritu de veracidad. Sólo aquél que está
animado por una voluntad seria, fuerte y alegre de veracidad,
posee auténtico espíritu juvenil. Debe sentir el afán de salir
de toda mentira, de tornarse auténtico en su sentir y de no
engañarse a sí mismo; debe luchar por formarse una opinión
bien de-finida acerca de lo que es natural y puro; debe
hacerse sencillo en su manera de ser, sincero con Dios, los
hombres y consigo mismo. Debe tener valor para mirar las
cosas de frente y responder de sus convicciones.
Pero tal resolución de ser veraz no debe implicar arrogancia.
No debe significar el afán de imponerse, de constituirse en
juez de todo, de saberlo y juzgarlo todo y de exponer el
propio sentir y parecer como infalible. Esto no sería
veracidad, sino soberbia. Nuestra veracidad tiene que estar
al servicio de Dios. El ser veraz no tiene otro sentido que
aproximarnos a Dios. Queremos hacer verdaderos nuestro
ser y nuestra vida para conformarlos a El. El debe gobernar
en todo cuan-to hacemos y somos. Debe venir a nosotros su
Reino. Y esto sucede por la veracidad, pero sólo cuando es
humilde. No debemos buscarnos a nosotros mismos en ella,
sino a Dios, porque El es la verdad. Entonces es cuando
nuestra vida se hace Reino de Dios. Cuando uno, por
ejemplo, contesta sinceramente a una pregunta, en la
palabra está Dios. Cuando uno sirve a una gran causa sin
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segundas intenciones, en su obra reina Dios. Cuando dos
personas mantienen fielmente una amistad, en esa amistad
reina Dios. En aquellos hombres pues, que son veraces y
obran, hablan y piensan con veracidad, está el Reino vivo de
Dios.
He aquí una maravillosa misión: hacer una morada en el
mundo humano para el Dios de la verdad, extender su Reino
para que en él pueda vivir y reinar. ¿Cómo? Trabajando para
que en todas partes reine la verdad. Hay en el mundo mucha
mentira e inautenticidad, falsedad, ficción e hipocresía.
Donde ellas están no reina Dios, porque allí está el reino de
las tinieblas. Contra este reino tenemos que luchar nosotros.
Tenemos que extender el reino de la luz de Dios. Pero, ¿de
qué manera? No pronunciando discursos contra la mentira.
Esto no tiene ningún objeto. Hemos más bien de cuidar que
todo lo que nosotros decimos y hacemos, todo nuestro modo
de ser sea verdadero. Ca-da palabra que decimos, cada obra
que realizamos son una batalla ganada para la causa de
Dios. Cada una de ellas conquista para su reino un palmo de
tierra humana.
¿No es esto magnífico? ¡Cuán repetidas veces el Salvador
habló de la verdad...! De los hombres que proceden de la
verdad y de los que proceden de la mentira... Es ciertamente
una cosa muy grande el haber sido elegidos para luchadores
de Dios, para ensanchar con cada obra su reino y protegerlo
con valentía. Para instaurarlo todo en la verdad, para que
todo sea reino viviente del Dios de la verdad. ¡Y cuánta
alegría le produce a uno pensar en esto! ¡Qué fuerte y seguro
del triunfo se siente uno! Es como si una luz esplendorosa
penetrara en el alma e hiciera todo grande y luminoso.
Ahora tenemos que buscar el lugar exacto en el reino de las
ti-nieblas en donde con mayor garantía de éxito podamos
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clavar una cuña que haga saltar en pedazos su poder. Este
lugar es distinto en cada uno de los hombres. Para muchos
acaso se trate de decir la verdad. ¿Cómo se explica que uno
no la diga? Por ejemplo, por temor. Se ha cometido una falta
y se ven venir ya las desagradables consecuencias.
Entonces se cede: se miente. Otro caso: se está ridiculizando
una cosa; se hacen chistes sobre un individuo, sobre la
religión o sobre cualquier otro tema. Por ahí alguien hace una
pregunta y uno en realidad debería responder conforme a su
convicción, pero teme las caras burlonas y reniega de sus
convicciones. También la vanidad puede conducir a la
mentira. Por ejemplo, uno pretende ser alguien, en casa o
entre los compañeros. Pero lo que en realidad es y sabe, no
es suficiente para ello pues los demás dicen que no es nada
extraordinario; entonces agranda las cosas. Otro es
envidioso y celoso, por eso denigra a los que son más
capaces y fuertes que él. O uno quiere sacar ventajas en el
juego y por eso tergiversa las cosas. Hasta la fidelidad puede
llevar a la mentira. Un amigo padece una necesidad y uno se
cree obligado a ayudarle aún a costa de una mentira.

Tales mentiras pueden ser groseras, desfigurando


totalmente la realidad. Así, por ejemplo, decir: “yo no fui”, en
vez de “sí, fui yo”, “lo he hecho todo”, en lugar de “no he
hecho absolutamente nada”. También pueden ser más
sutiles, como cuando se dice: “he estado allí muchas veces”
debiendo decir tan sólo “algunas veces”, “vendré cier-
tamente”, en vez de “acaso”. Y pueden ser ligerísimas, como
un suave céfiro, que corre rápido sobre el espejo del agua.
Pueden estar en el modo de decir una palabra, en el tono, en
la expresión del rostro. En todos estos casos han triunfado
las tinieblas sobre la luz. En este pun-to hay que atacar.

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Decir siempre la verdad; en lo grande y en lo chico. Así cada
palabra será una victoria de la causa de Dios.
Esto no es cosa fácil. ¡De verdad! Cuando amenaza una
humillación en la clase, cuando todos alrededor miran a uno,
cuando se espera una escena en casa o se quisiera eludir
una discusión con los amigos; cuando vemos que nuestras
convicciones son contrarias a las de los demás, entonces se
nota qué fuerza tiene el reino de las tinieblas.
Sensibilidad, temor, interés, cuidado, deferencia, amor, fideli-
dad: todo puede confabularse contra uno; todo lo malo y todo
lo bueno, hasta tal punto que se ahogue la verdad antes de
llegar a los labios.
En el momento que logremos romper esa malla, habremos
abierto para Nuestro Divino Señor una amplia brecha por
entre las filas de los enemigos. Habremos prestigiado la
verdad. Y el Dios de la verdad podrá hacer su entrada.
Pero hay algo más. La verdad es una espada que se esgrime
por Dios. Puede llevar a cabo grandes hazañas, pero
también ser un instrumento de destrucción. El Señor dijo un
día una sentencia muy significativa. Nos advirtió que
debemos ser “simples como las palomas y prudentes como
las serpientes”. ¿Qué quiso decirnos con esto?
Debemos ser “simples”. Es decir, no falsos y dobles. Nuestra
palabra debe ser sencilla y sincera. Hasta aquí es fácil
entender. Pero también exige que tenemos que ser
“prudentes”, lo cual no significa “ladinos” o “astutos”. ¿Qué
pues? Yo lo entiendo así: la palabra es algo fuerte, agudo...
Cuando hablamos no se dirige nuestra palabra a una pared
fría o al duro suelo, sino a un viviente corazón humano. Allí
puede producir diversos efectos. Puede liberar, alentar,
alegrar. Puede también herir y abatir. Por ejemplo, alguien

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tiene un amigo que cometió una falta. Si uno ahora le
manifiesta francamente a aquél lo que piensa sobre su
amigo, ciertamente no es más que la pura verdad. Pero ¿qué
efecto produce?
El Señor dice: “Di la verdad, pero dila prudentemente.
Atiende a quién la dices. Sé cuidadoso, para no herir a nadie.
Y cuanto más duro sea lo que has de decir, tanto más cauto
has de ser”.
Más aún: la verdad es algo precioso. Algunas verdades son
particularmente delicadas y santas. Ciertas personas son
incapaces de comprenderlas. Al menos en ciertos
momentos, como cuando están de juerga o airados. O
cuando están muchas personas juntas, por lo gene-ral no
tienen comprensión para una verdad sutil porque la masa
vuelve fácilmente inculta a la gente. Una canción íntima no
es apropiada a una marcha por la carretera. O cuando todo
desborda de alegría a nadie se le ocurrirá leer una profunda
poesía. De la misma manera hay muchas oportunidades en
que una hermosa verdad está fuera de lugar. Por eso dice el
Señor: “Di la verdad, pero dila en el tiempo oportuno. No la
digas cuando no tiene ningún objeto, cuando no sería
comprendida, cuando con ella harías más daño que
provecho. También la ver-dad tiene su tiempo y su lugar. Hay
ocasiones en que es preciso saber callar”.
Todo esto significa ser “prudente”. Se ha de decir la verdad
cuando es oportuno. Y si esto es así, no se puede hablar al
buen tun-tún, sino que hay que ponerse en contacto —a
través de los ojos y del alma— con aquél a quien se habla.
Hay que tender las antenas del espíritu, para palpar el
ambiente y adivinar el efecto que producirán nuestras
palabras en el que las oiga. Hemos de saber advertir oportu-
namente si hieren. Si lo notamos, naturalmente no debemos
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mentir —esto es claro—; pero nos esforzaremos para hablar
con tal tino que el otro caiga en la cuenta que llevamos las
mejores intenciones. Entonces no le herirá la verdad.
También debemos notar a tiempo cuando una verdad
valiente o una verdad sutil no halla comprensión o es to-
talmente inoportuna. Si lo notamos, no debemos mentir,
ciertamente, pero debemos callar. Todo esto es difícil, pero
se logra poniendo buena voluntad. Y aquí tenemos que
reflexionar un poco más profunda-mente sobre la veracidad.
Mira, hay hombres que quieren la verdad. Pero la usan como
un garrote y no se preocupan del daño que pueden causar
con él. Pero debemos aprender a ser realmente veraces y a
la vez delicados. Otros la exponen a cualquiera, juegan con
ella y la arrojan como una mercancía sin valor. Debemos
decir siempre la ver-dad, pero también tenerla en gran
estima. Y esto se aprende queriendo el bien de ella. También
puede ser de otra manera. A veces se llama a algo veracidad
y, en el fondo, no es más que afán de dominar, espíritu de
contradicción, atropello. Cuántas veces se dice la verdad, sí;
pero entre ella y una bofetada no existe ninguna diferencia,
únicamente que en un caso se hiere con la mano y, en otro,
con la palabra. Pero en ambos tenemos la misma dureza en
los ojos y en el corazón. Otras ve-ces se dice la verdad, pero
por pura vanidad. También con la veracidad puede uno
vanagloriarse. Cuando uno quiere mostrar a todos que no
tiene miedo, que es todo un hombre. “Decir la verdad” puede
convertirse en una especie de deporte.
Semejante veracidad no edifica, sino destruye. Procede de
egoísmo, vanidad y violencia. Hiere y abate. Piensa en tantas
conversaciones donde se habló con “franqueza”. ¿A veces
no se asemejaban después los corazones a un campo de
batalla: llenos de heridas, amar-gura y destrucción?

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Ahora bien, esto no quiere decir que uno tenga qué ser
blando y tener miedo a enfrentamientos. De ninguna manera.
Una lucha con las blancas armas del espíritu es estupenda.
Lo que hay que decir, se dice por duro que sea; esto es claro.
Y si alguno no puede aguantar la ver-dad, no se le puede
ayudar. Pero también es bueno examinarnos a nosotros
mismos para ver si nuestras expresiones proceden
realmente de “la verdad”. Debemos decir la verdad, pero “con
prudencia”, que en este caso equivale a decirla “con amor”.
Entonces lograremos también no deshonrar la verdad. ¿No
has sentido a veces la impresión de que una verdad delicada,
sublime, es arrojada a un lodazal? Es que fue dicha a
destiempo, en ocasión no propicia. Muchos llaman a esto
“ser franco”, y en realidad no es más que un zamarreo de
cosas serias e íntimas que deben mantenerse dentro o
hablarse muy raras veces y en ocasiones especiales.
Algunos piensan que tienen que decir a toda costa esto o
aquello, porque la veracidad lo exige. Pero en realidad no es
más que un charlatanear imprudente que simplemente no
puede contenerse. Repito que todo esto no quiere decir que
debamos ser temerosos. Lo que haya que decir se dice, le
caiga bien o mal al interlocutor. Y hay que estar también
preparado para aceptar las consecuencias. Pero es bueno
analizar si lo que decimos tiene su raíz “en la ver-dad”. La
verdad debe ser dicha; pero con prudencia, que ahora signi-
fica decirla “con respeto”.
Quizá tengas la impresión de que aquí siempre se dice: “así
y también así. Por un lado y por otro”. Quizá preferirías que
se dijera: di la verdad contra viento y marea, dila sin
consideración, a cualquiera, en cualquier lugar y a toda
costa. Cierto, esto sería más fácil. Incluso tendría visos de
más grandioso y decidido. Y tampoco se necesita es-forzar
mucho la inteligencia y el corazón. Pero piensa simplemente
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en las consecuencias que esto reportaría. Enseguida verás
que no puede ser. Esto es justamente lo difícil: que no se
puede separar la verdad del amor.
Dios no es solamente la verdad, sino también el amor. Y sólo
mora en la verdad que brota del amor. Y Dios no es
solamente la ver-dad, sino también el respeto vivo en
persona. Y El se alegra única-mente de la verdad que está
unida al respeto.
Esa falsa veracidad no tiene consistencia y se derrumba el
día menos pensado. Solamente tiene consistencia la que
brota de una in-tención pura y se esfuerza por permanecer
en el amor a los demás y en el respeto a la nobleza de la
verdad misma.
Tratemos, pues, de ser incondicionalmente veraces teniendo
al mismo tiempo consideración por el prójimo. Ser
incondicionalmente veraces, pero saber también cuándo es
hora y oportunidad de hablar y cuándo no. Con tal veracidad
construiremos el reino de Dios.
¿Y no podremos encontrar algún medio para esto, para que
el cuerpo también coopere? El cuerpo puede mucho; tanto
para el bien como para el mal.
Te daré un consejo: en la conversación mira al interlocutor
en los ojos. ¿Por qué esto? Ante todo, porque así tendemos
un puente entre él y nosotros. Esta mirada franca está
diciendo: debes ver que no se oculta ninguna segunda
intención detrás de mis palabras, y yo quiero saber esto
mismo de Ti. Ambos queremos saber a qué atenernos el uno
respecto al otro. El que miente evita la mirada del otro, si es
que no ha perdido ya toda la vergüenza. Teme que el otro
pueda leer en sus ojos que se encubra algo detrás de sus

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palabras. El mirarse siempre abiertamente a los ojos es una
expresión viva de la voluntad in-condicional de ser sincero.
Además, de esta manera entramos en estrecho contacto con
quién hablamos, pues observamos el efecto que nuestras
palabras van produciendo. Vemos cuándo hemos ido
demasiado lejos y podemos subsanarlo. Notamos cuándo
nuestras palabras no han encontrado un suelo propicio y
podemos callar.

Tampoco esto resulta sencillo. Puede uno ser sincero de


corazón y, sin embargo, no poder mirar al interlocutor
firmemente en los ojos. Esta firmeza es en gran parte cosa
de los nervios. Por eso debemos ejercitarnos. No como un
deporte puramente corporal, sino para ayudar a la voluntad
en sus deseos de ser sincera.
¿Y sabes dónde se aprenden cosas respecto a la veracidad
de la palabra que no se descubren en ninguna otra parte? En
el silencio y la soledad. Las palabras tienen una fuerza
propia. Una vez sueltas, empiezan a rodar por sí solas como
las piedras por la pendiente. Las palabras encierran una gran
tentación. Aquel a quien ellas llegan a do-minar, se torna
mentiroso sin saber cómo. Entonces se dicen las palabras
por las palabras mismas; por lo que en ellas brilla y suena,
traicionando de este modo la realidad. En cambio, si
sabemos vivir en silencio, las palabras pierden ese poder y
nos situamos frente a la cosa. Ella nos habla, la oímos y
notamos si la hemos servido o hemos jugado con ella.
Quizás hayas hecho ya esta experiencia. En el colegio ha
habido una discusión. Se formó un grupo; te entusiasmaste
y echaste a discursear; las palabras fluían incontenibles y
sonaban poderosas y magníficas; estabas como arrebatado.

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Un par de días más tarde pensaste en silencio sobre aquello.
De pronto se te abrieron los ojos. Caíste en la cuenta de cuán
vacías eran esas palabras. ¡Palabrería teatral! Sentiste cuán
injustas fueron con los demás, cómo revelaron cosas
demasiado preciosas para esa ocasión. ¡Oh, en esos
momentos puede presentarse todo esto tan claro, tan
dolorosamente claro que se nos arde el alma de vergüenza
e ira!
La otra fuerza que nos lleva a la mentira es la proximidad de
los hombres. Junto a ellos es donde se despierta la vanidad,
la envidia, el interés, el egoísmo, todo lo malo que arrastra a
la mentira. En la soledad, en cambio, todo esto se desprende
y nos quedamos desnudos ante Dios y nuestra conciencia.
Entonces nos sentimos libres y vemos claro.
Estamos, por ejemplo, en un grupo y se cuenta una cosa
cual-quiera. ¡Qué fuerte la tentación de deformar la verdad
para hacer un chiste con el único fin de provocar la risa de
los demás! ¡O de fanfarronear para que los demás nos
admiren! Al encontrarse uno después solo, desaparece por
completo el hechizo. Se lleva uno las manos a la cabeza:
“¿Cómo pudiste hablar así? ¡Por una risa, por una mirada de
admiración...!”
Aprendamos, pues, el arte de callar. Ya en la conversación
no digamos nada de que no nos sintamos seguros. A veces
incluso con-viene callar, por más seguridad que se tenga; y
en vez de hablar, escuchar y pensar.
Vayamos algunas veces a la soledad, lejos de los hombres.
Solos en un viaje; solos en nuestro cuarto; solos en una
iglesia y permanezcamos allí en un verdadero silencio. Existe
también un parloteo interior. Aún éste debe callar: solo ante
Dios y mi conciencia. Y ahora re-flexionemos sobre algo
importante. Pero dejemos que la cosa hable. Esto significa:
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contemplarla, abrirle nuestro corazón, tratar de entenderla
verdaderamente. Esto torna nuestra palabra, cuando
tenemos que hablar, más plena y verdadera.
O si hemos tenido alguna conversación, pregunté- monos en
la soledad: Señor, ¿cómo fue? ¿He hablado para Ti o para
mí? ¿He dicho la verdad o no? ¿La he dicho con respeto o
amor? Así aprendemos en la soledad a estar con los
hombres como es debido. Y el silencio nos enseñará a hablar
bien.
Por la noche preguntémonos otra vez: ¿cómo me he
conducido hoy, esta mañana en la clase, en las
conversaciones, en casa? Seamos severos con nosotros
mismos, pero sin angustiarnos. Si tienes tendencia de
escrúpulos deja el examen de la noche. Si no la tienes,
examínate atentamente: ¿He luchado por el reino de Dios?
¿He contribuido a que crezca su reino o he abandonado mi
puesto de lucha? ¿He dicho la verdad con amor o la he dicho
sin consideración alguna? ¿La he dicho con respecto o la he
desperdiciado a destiempo? ¿He trabajado por la verdad o
he contribuido al escándalo, la disensión, la violación? Da
cuenta de todo a Dios y pídele fuerza para hacer mejor las
cosas al día siguiente. Y antes de dormir hunde
profundamente en el alma un pensamiento creador: mañana
seré todo el día veraz... mañana tendré limpia la mirada... la
palabra franca y serena... seré prudente, considerado, pero
firme... Esta será mi conducta de mañana.
Para reflexionar: ¿qué harías si vieses a un amigo en
necesidad y se te ocurriese que podías solucionar sus cosas
con una mentira? —La mentira junto a la cama del enfermo.
—Las mentiras de cortesía. — Los modos de hablar del
ambiente que nos rodea. —Cuando uno sien-te antipatía
hacia alguien. —Prudencia y astucia. — Consideración y
20
respeto humano. —Consideración y falta de confianza en sí
mismo.
—En la conversación: lucha recia y alegre y caballerosidad
con el adversario. —¿Cuándo hay que decir a uno lo que se
piensa de él? —El callar paciente. —Callar por amor. —
Callar por humildad. —Hablar implica actuar.

21
CARTA TERCERA

Sobre el dar y el recibir; el hogar y la hospitalidad

Hoy quisiera hablar de la comunidad, y precisamente de algo


que pertenece a su esencia más íntima: el dar y el recibir.
Cierto que aún no es lo más profundo en la comunidad. Pero
quien ha experimentado un poquito “cuán feliz es dar” —y lo
mismo el auténtico recibir— siente cómo se le enciende el
corazón cuando se habla de ello. Quisiera decir grandes y
bellas cosas, pero al intentarlo advierte de pronto que todo lo
que puede decir es pura trivialidad, cosas muy evidentes.
Pero lo evidente es precisamente lo más grande y lo más difí-
cil en la vida.
¡Hay tanto que podemos dar! Cosas, libros, cuadros; una
ayuda, un buen consejo, una palabra amable, una alegría, un
favor... Si uno no tiene ninguna cosa que dar quizá podrá
ayudar con su acción. Si tampoco esto lo puede hacer,
entonces tendrá un consejo atinado o una palabra de aliento.
Y lo mejor que podemos dar viene directamente del corazón
y va allí: la oración. Es el maravilloso poder oculto al cual fue
hecha la gran promesa: “Todo cuanto pidáis en mi nombre,
creed que se os dará, y lo recibiréis”. Hay un momento
especial en que somos como los dueños y señores de los
tesoros de Dios: la sagrada Comunión. No sólo para nosotros
sino también para los demás. Es el sacramento de la
Comunidad. En él somos uno con Dios y con todos los otros.
Llevamos la gracia de Cristo a nuestros hogares, y cuando
salimos al encuentro de nuestros familiares con amor, esa
gracia se vierte en nuestras palabras y acciones sobre ellos.

22
La llevamos a nuestros amigos, a nuestros compañeros de
trabajo. Actúa en cada palabra que decimos.
Y finalmente: ¿hemos pensado alguna vez que hasta todo lo
que nos oprime —contrariedad, dolor, preocupación,
indigencia— podemos transformarlo en don para los demás?
Si soportamos todo eso valerosamente ofreciéndolo al Señor
por todos y por todo lo que nos preocupa, entonces tendrá
parte en el poder de la Cruz y ayuda donde ya no puede
ayudar otra cosa.
Cosas profundas son éstas. Medítalas una y otra vez, ya que
no es fácil hablar de ellas. Puede suceder ciertamente que
uno se sienta del todo pobre; que no tenga nada que dar, ni
exteriormente ni tampoco quizá interiormente. No encuentra
palabras para expresarse, se siente pobre en el alma e inútil.
Pero acaso precisamente él esté llamado a la entrega más
pura. “Bienaventurados los pobres de espíritu” ha dicho el
Señor. Únicamente aprende el verdadero dar quien ha ex-
perimentado la propia pobreza. Entonces es “de él el reino
de los cie-los”; se vuelve humilde, desinteresado y aprende
a dar “desde el reino de los cielos”, de Dios. Si éste es tu
caso, ten paciencia, espera. Dios llevará a ti a la persona que
te necesita.

Y cuando uno da, hay que dar lo bueno, no lo de poco valor.


Son cosas éstas que caen por su propio peso; y si ya sabes
dar pensarás que no es necesario decirlas. Pero acaso no se
te hayan ocurrido toda-vía, y tienen tanta importancia…
Si queremos dar algo, que sea la mejor manzana, el libro más
bello, las mejores horas, el primer lugar en la oración.
¡Queremos dar algo precioso, no desechos! Para ello hay
que ensanchar el corazón. Creo que fue San Bernardo quien

23
dijo esta admirable sentencia: “la medida de un alma es la
grandeza de su amor”. Será tan grande como lo sea su amor.
Y esta medida la experimentamos siempre que tenemos algo
precioso en nuestras manos y, como sopesándolo, nos
preguntamos: “¿lo doy?”. El valor de una cosa se aprecia
especialmente cuando nos tenemos que desprender de ella.
Es entonces cuando el alma grande tiene mucho amor y dice:
“es bello lo que tengo, precisamente por eso quiero darlo”.
Son tantos los que aguardan nuestros dones,
frecuentemente sin saberlo: padres, hermanos, todos
aquéllos con quienes la vida nos relaciona, y hoy
particularmente los muchos que han empobrecido y ni
siquiera poseen lo imprescindible para vivir.
Y no solamente los allegados esperan nuestra generosidad,
no sólo aquéllos que nos son simpáticos, sino también los
que nos gustan menos, también los que son extraños o quizá
incluso nos repugnan. ¡Miserable generosidad la que sólo se
despierta cuando alguien la quiere! “Eso también lo hacen
los paganos”, ha dicho el Señor.
¡Pero saber dar! Lo más valioso del don es el modo como se
da. Según este criterio un encuentro puede ser un recibir con
alegría o un despedir al otro, un honor o una humillación, una
acogida cordial o un rechazo, una cosa adusta y forzada o
algo elevado y alegre.
Así pues, dar con gusto. “El dador alegre es amado por Dios”,
dice la Escritura. Rápido, sin hacerse rogar. Más aún, la
mejor manera es no esperar siquiera el pedido, sino
adelantarse y ver, acercarse y preguntar dónde hay una
necesidad. No por obligación, sino con libertad, con una pura
generosidad. Ser “generoso”. Medita esta palabra en tu
corazón y observa qué soberana belleza encierra.

24
Y otra cosa más: si hemos dado una cosa, no debemos
volver a tomarla. Eso no se hace. Cierto que nadie dará una
cosa diciendo: “devuélvemela”. Pero hay muchas maneras
de volver a tomar lo que se ha dado. Si uno, por ejemplo, en
un arranque de generosidad ha dado una cosa, pero luego
se arrepiente y se vuelve disgustado con el otro, entonces ha
retirado lo dado. O da a entender cuán valioso ha sido el
obsequio, y echa de menos la cosa, entonces es como si
extendiera la mano para recogerla de nuevo. Más aún, el solo
arrepentimiento de haber dado algo, ¿en el fondo acaso no
significa haberlo quitado?

Consecuencia: cuando demos, que sea totalmente y para


siempre. Muchas veces experimentamos sólo más tarde
cuán valioso era el obsequio. En este caso debemos
mantenernos firmes con respecto a lo hecho. Más aún,
debemos completar el don en la pureza del corazón.

¿Y cuál es el alma de la generosidad? El amor. Ese amor


que procede de Dios. Somos hijos de Dios, hermanos y
hermanas de Cristo. El Padre de los cielos nos regala con
abundancia. De El “proceden toda dádiva y todo don
perfecto, del Padre de las luces”. Lee la pará-bola de nuestro
Divino Maestro sobre los lirios del campo y los pájaros del
cielo, y lo que dice el Sermón de la Montaña. El Padre da a
todos de su divina liberalidad. Nosotros recibimos de El y lo
recibido lo pasamos a otros. Así se verá si hemos
comprendido su voluntad. Nosotros pedimos: “el pan de cada
día dánosle hoy”. Pedimos para “nosotros”, no para “mí”. Y
El lo da para “nosotros”. Cada uno, pues, recibe no para
acaparar ansioso, sino para repartir entre los hermanos. Esta
es la santa hermandad de los hijos de Dios.
25
Quien tiene estos sentimientos dice: “en todo lo mío, tú debes
tener parte”, no por derecho sino por amor. Quien piensa así,
instintivamente siente con el hermano, sin necesidad de
grandes consideraciones. No aguanta hallarse él satisfecho
estando los demás hambrientos, le oprimen sus riquezas
estando los demás en la miseria. Esto es hermandad, que se
torna tanto más profunda y acendrada cuanto más pura es
nuestra voluntad y alegre nuestro dar.
Pero para que pueda ser así tenemos que liberarnos.
Únicamente el hombre libre puede dar bien. La Sagrada
Escritura habla de “la libertad de los hijos de Dios”. Esto
quiere decir que no somos esclavos de las cosas, sino sus
señores. Si uno depende de tal manera de un libro que no
puede darlo, no pertenece el libro a él sino él al libro; si no
puede desprenderse de su manzana o de su chocolate, es
su esclavo. Los hijos de Dios deben ser señores de las
cosas, han de poder disponer de ellas con libertad.
“Ser pobres” significa también “poseer como si no poseyése-
mos”. Y una prueba de este grado de pobreza es el dar. Con
un corazón alegre solamente puede dar el que es libre, señor
de las cosas. Y viceversa, no hay mejor manera de liberarse
de las cosas que dar con un corazón generoso. Cada don
nos ayuda a hacernos libres y cuanto más libres seamos,
más puro será nuestro don. En el fondo sabemos con toda
certeza que lo que se da con amor no se pierde para el que
da. Es algo que sentimos vivamente: dar no es perder,
porque el amor conserva. Si es un ser humano quien tiene la
cosa dada por mí en auténtica libertad, ¿no la tengo yo
también en el sentido más profundo? ¿Qué significa sino vivir
en comunidad? Pero tiene que haber sido dada con
verdadero amor. Amor que no es un mero sentimiento, sino
real desinterés. Amor que significa conducirnos en nuestros

26
pensamientos y nuestras acciones con los demás “como con
nosotros mismos”.
El amor no sólo conserva, también transfigura. Lo dado en
amor se convierte en gloria de Dios. Cuando uno da en amor,
algo terrenal y efímero se convierte en celestial y eterno. Una
cosa insignificante es transformada en esplendor, y una
plenitud totalmente nueva nace allí. ¿Recuerdas el dicho del
Señor que “debemos acumular tesoros en el cielo”? Allí, en
Dios, el don pertenece al que dio y al que lo recibió. Y crea
entre ambos una hermandad inefable.
Esto es lo que constituye el alma más profunda del dar. Y de
ahí procede también su modo apropiado. Pienso que la mejor
manera de dar es aquélla que es completamente natural.
Mientras le parezca a uno algo especial, no está del todo
bien. El dar es tan sólo verdadera-mente hermoso cuando se
ha convertido en algo natural para alguien, cuando ya no le
parece nada especial. Es la inspiración y expiración de una
comunidad viva. No está, por tanto, la cosa en “dar y en
recibir grandes favores”. ¿Qué ha hecho de grande el que ha
dado algo? No ha hecho más que pasar a otro un pequeño
destello de la luz que el Sol de Dios vierte sobre él a raudales
cada día, ha tenido una satisfacción. Por lo mismo no es lícito
exigir agradecimiento. El Señor ha dicho que “dar es una
dicha”. ¿Querrás exigir gratitud porque has tenido ocasión de
ser dichoso?

El que piensa y obra así, facilita la tarea de recibir. Tarea fre-


cuentemente más difícil que la de dar. No hablo de la gente
burda que se fija tan sólo en lo que recibe, ya que para éstos
el recibir no es difícil. Me refiero a los que tienen honor y
delicados sentimientos. Para éstos el recibir es con
frecuencia muy duro. Porque cuando se da, parece como si
27
se estuviese diciendo: “Yo tengo y tú no tienes; yo soy más
rico que tú, más fuerte, tú necesitas de mí”: esto puede ser
muy amargo. El verdadero arte de dar, en cambio, consiste
15 en que des-aparezca esta amargura, en hacer que el
obsequiado no tenga otro sentimiento que este: “¡Qué bien
que todo haya ocurrido así! Que esta persona haya venido y
me haya ayudado cuando estaba necesitado.”.
Perfecto sería el don si el que recibe no notara en absoluto
que se le da. Que pudiera recibir como nosotros cada día de
manos de Dios la luz, el calor, los latidos del corazón y todo
cuanto vive en nosotros y en los hombres que nos rodean.
“En Dios vivimos, nos movemos y somos”, y no lo notamos.
Así es la delicadeza infinita de Dios, su suprema liberalidad.
De ella tenemos que aprender. Pero, ¿cómo? Mucho no se
puede decir. Hay que adquirirlo. Hay que compenetrarse con
el pensamiento de que yo no soy importante aquí. Que el otro
me comprenda, que me lo agradezca, que me tenga por un
amigo que lo ayuda, eso es completamente secundario. Sólo
interesa que el otro sea ayudado y renazca en su alma la
alegría.

Es necesario asir el corazón con mano firme y arrancar de


raíz todas las malas hierbas de vanidad, de presuntuosidad,
de egoísmo que pululan adentro; no desear otra cosa que
permanecer lealmente a disposición de los demás. El tiempo
se encarga del resto. Tenemos que abrir los ojos y observar
dónde falta algo. Estar alerta y adelantarnos a un pedido. Dar
con gusto y arrancar del corazón hasta el último resto de
fastidio, resistencia o mezquindad, que pudieran poner una
nota de amargura en el don. Mostrar al obsequiado que nos
brinda una ocasión de alegría al dejarnos que le ayudemos.
Dar con delicadeza. Incluso pedir si podemos ayudar.
28
También podrá ser útil preguntarnos: si fuese yo el que
recibe, ¿cómo me sentiría que me dijesen lo que yo acabo
de decir? ¿Cómo, si me tratase así? ¿Qué trato desearía yo
en un caso semejante?
Entonces se hace más fácil el recibir. A veces es difícil, sobre
todo cuando se advierte que el otro no da con gusto o que
necesita la cosa para sí mismo. Y si alguien es muy sensible
u orgulloso, le puede resultar muy duro recibir. Pero hay que
aprenderlo. Tener comunidad significa saber recibir también.
Somos altivos, no queremos dejarnos ayudar; sensibles, nos
sentimos humillados por un don; orgullosos, no podemos
pedir. Queremos ser independientes y no comprometernos.
Mientras las cosas marchen así, no hay comunidad. Recibir
y dar son un puente entre los hombres. Pero este puente
descansa sobre dos pilares de los cuales uno se llama
“recibir”. Si no hay nadie que sepa recibir debidamente se
hunde el puente.
En consecuencia, debemos aprender a pedir con toda
sencillez cuando necesitamos alguna cosa. Recibir con un
corazón abierto, alegrarnos y agradecer sinceramente. El
recto recibir es también una acción, incluso una acción
elevada. Hace que pueda verificarse el ver-dadero dar. Tiene
tanta parte en la obra comunitaria de los hijos de Dios como
el dar. El verdadero recibir también es amor y contribuye a
levantar el puente santo. El que comprende esto ya no se
avergüenza; vuelve a casa con este sentimiento: “me alegra
el que haya hombres que sepan dar de esta manera”.
Una particular y preciosa manera de aquella comunidad que
se establece sobre la base del don es la hospitalidad. ¿Qué
significa recibir a uno como huésped? Significa que alguien
está “fuera” y se le recibe “dentro”, en la propia “casa”. Este
“fuera” y este “dentro” pueden tomarse al pie de la letra; así
29
ocurre cuando uno no tiene casa, está de camino o de visita
y se le recibe como huésped. Entra en nuestra casa, en
nuestro cuarto de estar y está con nosotros adentro.
Entonces verdadera hospitalidad significa hacer que el
huésped se sienta como en su propia casa. Ha de recibir todo
lo que necesita: comida, bebida y demás cuidados, y todo
bien preparado, limpio y abundante, en la medida que se
pueda.

Pero esto no es todo. Se puede abrir a alguien la puerta y


hacerlo entrar y, sin embargo, él tiene la sensación de
haberse quedado afuera. Su cuerpo pudo entrar, pero su
alma no. Debe ser recibido también espiritualmente. Y esto
se logra cuando se le brinda un recibimiento cálido.
Con el huésped entra Dios. Así lo ha dicho el Señor: “era
forastero y me acogisteis”. Hemos olvidado esta verdad.
Antes se sabía más de ella. Cuando aún no había ferrocarril
ni autos, cuando cada uno dependía más del otro entonces
sentían vitalmente los hombres que el huésped era algo
sagrado, y sagrado el derecho de hospitalidad. Ahora sólo se
sabe de “visitas”, en que la gente se entretiene y se aburre.
De lo que encierra en el fondo la hospitalidad se sabe ya muy
poco. Los hombres se sienten extraños unos a otros, cada
uno tiene que ver cómo se las arregla él solo.
Pero la juventud sabe que forma una comunidad. El caminar
— la excursión— ha liberado al hombre del hotel, de las
comodidades de los modernos establecimientos. Los
mismos propósitos unen. Y, sobre todo, las necesidades de
nuestros días convocan. De nuevo el hombre tiende su mano
al hombre. Tenemos que resucitar la antigua hospitalidad, el
sagrado derecho a ella y el sagrado deber de ofrecerla;
entonces veremos cuan bella y profunda es. “Recibe al
30
huésped como al mismo Cristo”, ha dicho San Benito. De
nuevo deben abrirse los corazones a este mandato.

Al huésped no lo debemos recibir con sentimentalismo, sino


con voluntad y disposición sinceras, sencilla y amablemente.
Le damos cuanto tenemos: comida y habitación, una palabra
amiga y todo lo que necesite. Y cuanto más natural y
sencillamente, tanto mejor. El debe sentirse como en su
casa. No debemos importunarlo, pero tampoco abandonarlo
cuando necesita de nosotros y de nuestra ayuda. A una visita
no se la lleva de acá para allá a ver todo lo digno de verse;
tiene que sentirse libre. Por otro lado, tampoco la vamos a
dejar sola cuando notamos que gusta de compañía. Pero
aquí cada cual puede seguir sus propias reflexiones.16
Todo esto se le ocurre a uno en primer lugar cuando se habla
de la hospitalidad.
Existe todavía otra manera de acoger “dentro” al que está
“fuera”. Un saludo amistoso es ya una acogida de ese estilo,
por más que sea breve; es un fugaz entrar y salir, pero que
reconforta. También lo es un diálogo. La puerta por donde
entra el huésped es saber escuchar-le y comprenderle. Se
siente un momento como en casa y marcha re-novado. Con
esta hospitalidad puede suceder también que el que ha
entrado ya no necesite salir, sino que pueda quedarse
hallando para siempre un hogar, en la confianza y la
fidelidad.
Todo esto es hermoso y un símbolo de algo sublime.

El valor de la hospitalidad únicamente lo conoce el que viene


de afuera, el forastero. Se siente bien cuando bondadosos y
hospitalarios corazones le crean un hogar.
31
¿Pero acaso no somos todos peregrinos? Al menos los que
nunca se sienten bastante satisfechos, en quienes vive el
anhelo de lejanías eternas que los impulsa afuera, siempre
adelante, a través de oscuros bosques y profundas
gargantas, hasta las cumbres; hacia arriba, hacia las eternas
cumbres donde mora Dios, en el silencio y resplandor infi-
nito. ¿No somos nosotros los peregrinos, los que no tenemos
morada permanente sobre la tierra?
He aquí el más profundo sentido de toda hospitalidad: que
un hombre ofrezca a otro un alto reconfortante en la gran
peregrinación hacia la Mansión Eterna. Brindarle un albergue
para el alma, descanso, fuerza y la confianza de que somos
compañeros de camino y hacemos el mismo viaje. Toda
hospitalidad es buena si en ella vive algo de esa hospitalidad
del alma.
Pero para ejercer la hospitalidad debemos ir a buscar al que
está afuera y poder brindarle un hogar. Para ello, primero,
hay que tenerlo; luego, podremos decir “¡entra!” ¿Pero qué
se requiere para tener un hogar?
Primero algunas cosas externas: que el vestíbulo y el cuarto
estén limpios y cada cosa en su lugar, que haya aire puro en
toda la casa y que entre mucha luz. Debe reinar la
tranquilidad, a pesar del trabajo diligente. Nada de peleas,
gritos y golpear puertas. Debe llenarla la calma, aunque cada
uno se dedique a sus tareas. Nada de correr, prisas y andar
de un lado para el otro. Debe haber también algo en la habita-
ción que la haga alegre. ¿Recuerdas lo que dijimos en la
carta sobre la alegría del corazón? Un bello cuadro en la
pared; un mantel de colores agradables sobre la mesa; un
ramo de flores perfumadas, una planta florida en la ventana...
Los que reciben al huésped que estén bien vestidos, lo cual
no significa precisamente engalanados. Tranquila-mente
32
puede uno llevar en la ropa un buen remiendo, o varios. Y si
alguien acaba de fregar, se le nota, por supuesto. Y está bien
que el huésped vea eso. Se alegrará, porque se dará cuenta
de que en esta casa no se hacen ceremonias, y que él forma
realmente parte de la familia. Esto es natural y por eso es
bello. Ahora bien, que no se note en nuestra ropa ninguna
negligencia. Toda la persona debe estar aseada y no llevar
más polvo que el que proviene del trabajo. Pero terminado el
trabajo, sentado con los demás a la mesa o en el recibidor,
ya no rima con el conjunto un vestido empolvado.
Cierto que más importante que todo esto es el aspecto
amable. Una voz bondadosa, de la que Shakespeare decía
que es “algo encantador en las mujeres”; un saludo cordial;
una pregunta comunicativa. Existiendo todo esto, la más
mísera alcoba se torna íntima y agradable.
Este aspecto de la hospitalidad es muy propio del elemento
fe-menino. La mujer es la que crea el hogar, la que da aliento
a la vida retirada, silenciosa y cálida; a ella le compete hacer
que el huésped se sienta tranquilo y a gusto; que, a pesar de
todos los quehaceres, reine en casa la paz; ella es la que
tiene que estar en todo, verlo todo y evitar no obstante toda
prisa, toda inquietud. Por más trabajo que tenga debe
encontrar tiempo para sentarse un rato junto al huésped y
hablar con él o simplemente —y esto es mucho más difícil—
para callar. ¿Conoces la profunda frase de Brentano “...y un
silencio hay en ti que se escucha con el alma”? En este callar,
el huésped descansa saludablemente su alma.
Pero esto no es una cosa fácil, sino la obra maestra de la
hospitalidad. La mujer tiene que crear ese ambiente de
intimidad hogareña en que se siente bien el que viene de
afuera. Ella debe adivinar si el huésped está cansado, “en
dónde le aprieta el zapato”, si le resultaría más agradable
33
estar sólo o acompañado, si le gusta ser interrogado o
escuchado en silencio, si prefiere tener él la llave de casa e
ir sólo o acompañado. Tiene que pensar en todo, también en
que el huésped no debe tener nunca la impresión de molestar
o que su presencia trastorna el orden de la casa, porque
entonces dejaría de sentirse cómodo.
Esto es algo grande, ¿no es verdad? ¿Y cómo se aprende?
Sien-do hospitalario y desprendido de veras. La bondad
sincera: he ahí el alma de la hospitalidad. Verdaderamente
hospitalario sólo puede ser quien está libre para el huésped.
¿Y libre de qué? De sí mismo. Cuan-do uno se alegra de
tener un huésped porque le gusta oír noticias, entonces
seguro que va a fastidiar. Cuando es uno mismo el que gusta
de estar entretenido, no nota si el huésped está cansado. Si
uno quiere “mostrar” sus cosas: cuadros, libros, enseres,
habitaciones, vajilla, provisiones, el huésped se siente
sofocado y respira cuando puede es-caparse de esa
ostentación. Si uno quiere deleitarse con su propio altruismo
y se acerca a cada momento para traer algo o para hacer
preguntas, el huésped se siente tratado como un niño y
asfixiado.

Es, pues, necesario estar desprendido de sí mismo; no


buscar el entretenimiento, la ostentación, el darse
importancia; no ser curiosos ni cargosos. Hay que estar libres
para el huésped: no querer sincera-mente nada más que lo
que le viene a él bien y del modo como a él le agrada. Si
abrimos los ojos y oídos del corazón y estamos atentos, en-
tonces entenderemos pronto lo que hay que hacer o dejar de
hacer. Si dejamos de pensar siempre en nosotros, se hace
en nuestra alma un lugar para el huésped: podemos
atenderlo, escucharlo, pensar en él, comprenderlo, etc. Y si
34
uno mismo tiene alguna pena o dolores corporales,
entonces, ¡ánimo y poner cara alegre! Esto no es hipocresía.
Un dolor valerosamente silenciado está detrás de la
amabilidad y la hace más profunda todavía.
Comprenderás que quedarían aún muchas cosas por decir.
Pero sigue reflexionando tú mismo.

Todo esto tiene todavía un segundo aspecto: ¿cómo tiene


que comportarse el huésped para que se dé una verdadera
hospitalidad? Así como no se logra un perfecto dar sin un
buen recibir, así tampoco una auténtica hospitalidad sin una
correcta actitud por parte del huésped. Ser un buen huésped
significa mostrarse contento con lo que a uno le dan: supone
saber alegrarse, tener ojos para ver y sentimientos para
apreciar lo que hace el que nos acoge. Supone también
tacto, un tacto que sabe lo que conviene y lo que no; que
siente cuándo se es molesto, cuándo el que nos hospeda
tiene que hacer o que ausentarse; cuándo hay que venir y
cuándo marchar; qué hay que decir y qué callar; saber
también cuántas veces se puede ir a ver al otro. Porque en
primer lugar cada uno está en su casa para sí mismo, y a
más de uno le ha sido trastornada su vida propia por otras
personas que han venido, exigido, aceptado sin reparar en
que la hospitalidad también tiene sus límites, porque de lo
contrario se transforma en una carga y en algo destructivo.
Ahora pon en claro los puntos principales que habría que
tener presente: respecto del dar y recibir; de la hospitalidad
exterior e interior; de lo dicho contra la mezquindad, la
avaricia, el mal humor, la susceptibilidad, el orgullo; del
saludo y de la atención, o lo que sea. Piensa también sobre
lo que dijimos acerca del exterior y del hogar. Dispongamos
nuestro cuarto de tal manera que resulte un verdadero hogar:
35
limpio, alegre, ordenado, por más humilde que sea. Manten-
gámonos de tal manera que podamos recibir en cualquier
momento a un huésped: limpios y amables.
No te olvides por la noche de examinar si te has mantenido
fiel a ti mismo; y por la mañana renueva tu decisión.
Y antes de dormir repite estos pensamientos: “Una de
nuestras más preciosas virtudes es el dar... el recibir.... la
hospitalidad... Es una cosa bella... Mañana la practicaré... y
con alegría... con un corazón radiante...”

PARA REFLEXIONAR: Qué hacer si tenemos que denegar


un pedido.– Si uno no quiere que se le ayude.– Cuando se
pide en vano.– Liberalidad y prodigalidad.– ¿Cuándo no se
debe dar?.– Espíritu ahorrativo– Avaricia.–

Previsión.– Confianza y abandono.– Las perniciosas


consecuencias de un dar inconsiderado.–

Abandonarse a los demás.– “Agradecer” y “pagar”. Hacer


cumplidos.– Impertinencia.– Tacto.– Cómo se re tribuye la
hospitalidad.– ¡Demasiadas veces! ¡Demasiado tiempo!– El
arte de marcharse a debido tiempo. Portarse y marcharse de
tal manera que el que hospeda, se complazca en que
volvamos...

36
CARTA CUARTA

Sobre la seriedad en la acción

Cuando el joyero quiere probar una joya, la roza contra una


piedra y en el roce conoce su valor. ¿Cuál es la piedra de
toque para conocer el valor de un alto ideal?
Alguien se encuentra junto al fuego. Las llamas se alzan
chisporroteantes; el grupo rodea al fuego tomados de la
mano y sintiendo cómo el alma se eleva con las llamas. Decir
entonces “quiero superarme”, es algo magnífico; puede
convertirse en el principio de una nueva vida. Y digo “puede”
porque en sí y por sí este entusiasmo no constituye aún una
garantía de que se van a tomar las cosas en serio. Esto se
decide cuando el joven regrese a su casa y vuelva a vivir con
sus padres y hermanos; cuando se encuentre otra vez en la
escuela con sus amigos y compañeros; cuando, en suma, se
reduzca a lo cotidiano de la vida. Puede suceder que
continúe siendo el mismo que antes: rezongón, descontento,
intratable, desganado en el trabajo... En tal caso era un
entusiasmo vacío. Pero si se domina y se esfuerza por
conducirse amablemente con sus padres y hermanos y los
demás que viven en la casa; si supera su mal humor, si en la
clase es buen compañero con los demás, entonces ya se ha
puesto a prueba su entusiasmo.

O pensemos que se lee en una reunión algún bello pasaje de


un libro; por ejemplo, sobre la nueva humanidad. El corazón

37
se entusiasma y se decide: “¡quiero!” No se sabe por de
pronto si esta decisión es auténtica.
Si uno sigue con los mismos defectos que antes —cizañero,
criticón, iracundo, flojo, negligente— entonces todo era humo
de paja.
En cambio, si es el comienzo de una recia lucha con el
corazón contra todo lo malo; si uno combate la mentira y la
pereza como sus peores enemigos todos los días, entonces
el fervor era auténtico.
La autenticidad de un alto ideal y del entusiasmo no se nota
en las horas solemnes sino en la vida cotidiana. El
compromiso que uno asume no se lo descubre en las
grandes decisiones, sino en las pequeñas tareas de cada
día. Comprometerse, abordar la realidad con eleva-dos
pensamientos significa impregnar de este espíritu la vida
diaria, las mil pequeñas ocasiones del día.
Tenemos elevados objetivos. Quisiéramos hacer mejor a
todo el mundo: los hombres tienen que ser más puros, más
nobles y alegres; deben poseer mejores alegrías que hasta
ahora, su vida social debe tornarse más bella, su trabajo más
humano. Hay mil cosas que quisiéramos cambiar, a veces de
raíz. Hablamos frecuentemente de ello, creando en nuestra
fantasía un espléndido cuadro de la humanidad re-novada.
En él se ha vencido al mal por virtud de Dios y de la propia
voluntad y el hombre se ha convertido en auténtico hijo de
Dios. Con una gran convicción se ha afirmado que esto tiene
que ser así... y mientras tanto había en casa sobre la mesa
una tarea que debería haberse hecho en este preciso
momento.
Mientras la boca decía palabras altisonantes, adentro la
conciencia advertía: “¡mentiroso!” ¡primero cumple con tu

38
obligación inmediata! ¡quieres renovar el mundo y no haces
los ejercicios de matemáticas! Probablemente mañana por la
mañana los copiarás rápidamente de otro... ¿es esto
seriedad?
O criticas la mala situación, pero resulta que tú no hiciste lo
que se te encomendó. Tu cuarto se halla todavía
desordenado y la composición debía haber sido concluida
ayer. ¿Podrá mejorarse el mundo, si tú precisamente no
haces la parte que te corresponde, tu obligación actual?
¿Qué significa aquí “tomar las cosas en serio”?
Se ha hablado mil veces de que debía hacerse todo más
natural y sencillo, de que el mundo está perdido por la
ambición, el placer y las diversiones, de que deberíamos
volvernos más modestos y austeros para enseñar al mundo
el camino. Quizá hayamos mencionado incluso la gran
palabra de la pobreza y hablado de San Francisco
sosteniendo que su espíritu de pobreza, de regia libertad,
debería despertar. Pero ¿no hemos hablado de esto cuando
estábamos en la abundancia, y las altisonantes palabras y
heroicos sentimientos brotaban espontáneos del alma? Por
el contrario, cuando había estrecheces en casa ¿nos hemos
conformado con lo poco que había, con alegría, y nos hemos
es-forzado por aligerar las preocupaciones de nuestra madre
con un alegre semblante? Comprenderás perfectamente que
aquí está la diferencia. Lo primero era pura palabrería; lo
segundo, seriedad.
¿Hemos renunciado gustosos a un placer, a una reunión
agradable después de meditar en la pobreza de Cristo? ¿Era
por algún motivo necesario, o quizá solamente por hacernos
“pobres”, es decir, libres? ¿O hemos hablado de la pobreza
porque disfrutábamos con ello como con una golosina
espiritual, como una cosa selecta, en la que uno se deleita
39
—como en una poesía, por ejemplo— pero sin ninguna
consecuencia práctica para la vida?
Responsabilidad: ¡también algo grandioso! No hay palabra
como ésta que tenga tanto peso sobre el alma de un hombre
sincero. Pero hay hombres que continuamente están
hablando de responsabilidad. Tienen responsabilidad para la
juventud, responsabilidad para el pueblo, para la humanidad,
para el mundo, para qué sé yo cuantas cosas...
Pero miremos un poco más de cerca. En un grupo no hay
unión. Pero todos están empeñados en arreglar el asunto.
Un buen día a alguien se le escapa una expresión
inoportuna. El que la oye —aun sabiendo cómo está el
asunto— corre a los demás: “¡Imagínense, Francisco ha
dicho esto!”. Gran escándalo y la ruptura es definitiva... En
otra parte hay que elegir jefe. Existe un candidato firme. Pero
a éste se le escapó en alguna ocasión —quién sabe
cuándo— lo siguiente: “¡si yo fuera jefe, sujetaría las
riendas!”. Lo cual fue dicho sin pensarlo mucho. Pero
precisamente ahora se le ocurre a uno y dice: “¡No se puede
elegir a ése, porque es ambicioso y dominador!”. Ya está la
desconfianza y un hombre capaz no llega al puesto que le
correspondía... Se trata de llevar la contabilidad o tienen que
hacerse compras importantes. “¿Quién se hace cargo?”
“¡Yo!”. Una semana más tarde: “Tú, trae pronto la cuenta, así
vemos cómo andamos de dinero”. — “De acuerdo”. Otras dos
semanas más tarde: — “¿Has hecho las cuentas?”. — “No,
todavía no”. Pasan otros catorce días. Nueva reclamación.
— “¡Enseguida lo hago! ¡Pero no me apures así!”. Han
pasado ya meses. — “Oye, ¿cuándo va a llegar por fin tu
rendición de cuentas? ¡Esto ya es el colmo!”. — “Sí... aquí se
han gastado 60 marcos... yo no sé dónde se han quedado”.
— “¿Pero no has apuntado inmediatamente todos los

40
gastos?”. — “No... yo pensaba que los recordaría”. ¿Era esto
responsabilidad? ¡Pero de esto quizás ha hablado ya mucho
toda la gente!
En una reunión alguien ha dicho abierta y objetivamente su
opinión sobre ciertos inconvenientes. Quizá estuviera un
tanto fuerte, pe-ro lo dijo con la mejor intención y fue
interpretado muy comprensivamente... Unos días más tarde
se encuentran dos individuos: “¿Has oído? El otro día habló
Carlos muy fuertemente. Armó un gran escándalo”. —
“¿Estuviste allí”. — “No, me lo ha contado Federico”. Una
semana más tarde en el pueblo vecino: — “¿Quién? ¡No! —
¡Hace unos días puso a su propio grupo de vuelta y media;
era una vergüenza!”. Un par de leguas más allá: — “A Carlos
le han echado del grupo”. — “¿Por qué?”. — “Pues porque
constantemente estaba armando líos.
Nadie podía trabajar con él”. Casualmente el que oye esto
cono-ce a Carlos y se encuentra con él unos días más tarde:
— “Pero ¿cómo? Te encuentro muy alegre...”. “Y, ¿por qué
no?”. — “Yo creía que tu gente te había echado”. — “¿A mí?
El domingo pasado fui elegido jefe!”...
Esto suena cómico, ¿no? Pero es algo muy serio. Mira hasta
dónde llegan tales habladurías irresponsables. Cuánta unión
arruinan, cuántas buenas amistades, cuánto trabajo
honrado... ¡Con qué facilidad y ligereza se da crédito a
rumores y se propalan! Y se hacen cada vez más grandes y
fantásticos. ¡No importa! Igualmente se creen.
Hay muchas pruebas para ver cuánta responsabilidad tienen
los que tanto hablan de ella. Pero la más segura es con los
rumores: si hay pocos y se acaba siempre muy pronto con
ellos, entonces hay responsabilidad. En cambio, si un rumor
surge con facilidad, si se lo cree y propala con ligereza,
entonces la responsabilidad es falsa.
41
Uno lee mucho, ocupándose de toda suerte de cuestiones. A
él quizá no le afectan porque está formado y tiene capacidad
para ello. Pero resulta que esas cuestiones las propone
después a cualquiera in-distintamente: sobre la religión,
sobre las relaciones familiares, con las chicas, con el
colegio... Los otros, en cambio, no pueden digerir los
problemas: tienen otro carácter, se atormentan, se inquietan
y se desconciertan. El, sin embargo, no se hace ningún
problema por lo que ha hecho... Se habla de un libro. El lo ha
leído. Si fuese sincero tendría que decirse a sí mismo que no
le ha ayudado y que, por el contrario, le causó horas de
inquietud. Lo que ha leído vuelve siempre de nuevo a su
mente, se pone como un muro entre él y Dios. Le quita el
gusto al trabajo, lo hace irritable y malhumorado. A pesar de
todo di-ce: “Sí, lo conozco. ¡Muy interesante!”. Naturalmente
lo leen los de-más y seguramente que a más de uno le ha de
costar la paz interior...
No obstante, ese fulano ha tenido grandilocuentes discursos
sobre la responsabilidad...
San Pablo dice que quién no sabe gobernar su casa no vale
para ningún oficio. ¿No se puede decir aquí lo mismo? ¿Qué
pensar de un hombre que reclama responsabilidad para la
juventud, la cultura, la humanidad, pronto también para los
habitantes de Marte y de Sirio, pero que desatiende
obligaciones asumidas y no se preocupa lo más mínimo de
las consecuencias de sus palabras, confundiendo a su gente
sin necesidad alguna?
El que pretende tomar en serio la responsabilidad no debe
empezar por el pueblo o la cultura, pues semejante
responsabilidad queda en pura palabrería. Tiene que
comenzar allí donde la responsabilidad le afecta de manera
inmediata: debe tener en cuenta el efecto que sus palabras
42
pueden producir en quienes las oyen, ha de cumplir a con-
ciencia todas las obligaciones...
Comunidad: ¡Vigorosa palabra! ¿Has pensado ya para tus
adentros cómo se consigue realmente la comunidad? Hay
una comunidad de días festivos, de horas excepcionales en
que nos sentimos honda-mente unidos. Pero sobre tales
horas no puede erigirse la comunidad, ya que se
desintegraría al llegar la monotonía de la vida cotidiana. 20
Pero es precisamente en la vida cotidiana cuando una
comunidad debe tener consistencia, de lo contrario no tiene
valor. Se puede construirla únicamente sobre el material de
todos los días, sobre la firme voluntad de respetar al prójimo,
de colaborar con él y de ayudarle. Esto siempre es posible y
puede ser exigido de todos, no así las vivencias de las horas
excepcionales. Pero esta comunidad de cada día tiene que
ser ganada siempre de nuevo.
Se está en una reunión y se nota que el interés decae. Tomar
en serio la comunidad significaría en este caso seguir
adelante con firme voluntad: seguir leyendo el libro, continuar
la conversación, llevar a cabo el trabajo. Si se ha superado
así el bache anímico, al fin quizá se haya aproximado más la
gente que a través de las más bellas vivencias.
Tomar la comunidad en serio significa concluir lo
emprendido, aunque no nos cause la menor satisfacción;
ayudarse recíprocamente también en la vida diaria, aun
cuando no se tengan ganas, incluso a los que no nos son
allegados, aun cuando resulte difícil...
En una reunión algunos hablan magníficamente sobre la
comunidad, tratan del escaso espíritu comunitario que hay
en el mundo, en la escuela, en la familia, en el pueblo. Esto
habría que cambiarlo radicalmente. Un día se los visita en su
centro y por cierto que el grupo es en verdad un solo corazón
43
y una sola alma. Nos encontramos con un conocido: – “Oye,
¡aquí hay un magnífico grupo! ¡Qué unidos se mantienen!”. –
“¡Oh... sí!, ¡pero han expulsado a fulano!”. – “¿Pero por
qué?”. – “No podían trabajar con él”. – “¿Molestaba?”. – “No,
nada de eso. Sencillamente, que querían estar entre ellos”.
Este caso no es tan imposible, ¿verdad? Y esto ¿sería
comunidad?
En otra parte hay unos cuantos que se mantienen tan
estrecha-mente unidos, que forman un grupo dentro del
grupo. En todas las reuniones, en todos los viajes, hacen
rancho aparte y no se interesan por los demás. O hay
algunos en el grupo que son dejados de lado por los demás,
de tal manera que llegan a tener la sensación de hallarse, en
realidad, fuera. ¿Es esto comunidad? ¡Son camarillas,
egoísmos! ¿Qué sería una comunidad en serio? Cuando un
grupo se organiza, no según las conveniencias de algunos
sino teniendo en cuenta el bien de todos. Y todos se
esfuerzan por respetarse mutuamente, por comprenderse,
ayudarse y trabajar juntos. La agrupación no es un círculo de
amistades sino una comunidad de trabajo, de fidelidad y de
disciplina. “¡Dios mío, —dirá alguien— pero esto es muy
difícil!” ¡Ciertamente! ¿O es que cuando decimos grandes
discursos sobre la comunidad pensamos en algo fácil? En tal
caso cualquier club podría constituir una comunidad, y
entonces no veo yo para qué tantos discursos.
“¡Pero de semejante comunidad no se saca nada!”. A esto
hay que replicar que la comunidad no es cuestión de
sentimentalismo, sino una tarea de constante auto–
superación. No se trata en primer término de sacar provecho
de ella, sino de contribuir a ella. Quien toma la comunidad en
serio es aquel que no pregunta: “¿Qué provecho tengo?”,
sino, “¿Qué tengo que dar?”. Y quien practica esta

44
comunidad saca también, después de todo, más provecho
que si se restringiera a un círculo más estrecho.
Comunidad del pueblo. ¡Otra gran cosa! Que las distintas
capas del pueblo se sientan unidas; que los miembros de las
diversas profesiones sepan que son parte de un mismo todo;
que el universitario se sienta igual que el obrero, el bachiller
igual que el aprendiz... eso es exactamente algo grande.
Pero ¿cómo se lo pone en práctica? Si alguien pretende que
exista una comunidad del pueblo, entonces el guarda, el
vendedor y la muchacha de servicio son compañeros de él y
tiene que demostrar que encuentra el tono cortés y natural
que corresponde a un compatriota. Comunidad del pueblo
significa estar con-vencido de que el trabajo manual posee,
igual que el intelectual, su alto y propio valor.

Pero, ¿en dónde encontramos cada día esta comunidad?


¡En lo más próximo! En el trabajo de la madre. Comunidad
del pueblo significa, pues, apreciar el trabajo que hace la
madre: cocinar, lavar, coser, hacer la limpieza, remendar...
Cuanto se diga de la comunidad del pueblo no tiene sentido
mientras no se pregunte: “¿Qué hace la madre en casa?”.
¿Cuántas horas trabaja al día? ¿Qué sentirá en medio de sus
quehaceres? ¿Tiene días de fiesta? ¿Tiene vacaciones?
¿Se le agrade-ce todo esto? ¿Se repara siquiera en ello? ¿O
se lo tiene como la cosa más natural? ¿Cómo se sentirá
alguien que trabaja día tras día para que los demás estén
bien y todo es tomado como algo natural, que tiene que ser
así? Comer, dormir en una habitación limpia, ponerse ropa
limpia y arreglada, y si falta algo: “¡Mamá, hazme esto!
¡Mamá, dame lo otro...!” Pensar en esto, reconocerlo y obrar
conforme a ello, esto es comunidad del pueblo.

45
Lo mismo cabe decir respecto de la hermana. Y esto vale
especialmente para los jóvenes. También se puede aplicar a
la mucama. ¿No has oído hablar nunca de “la desvergüenza
de hacerse servir todo”? Medita sobre esto, pero de corazón.
A los que se tienen en más que los que trabajan con sus
manos se los enjuicia severamente. Lo mismo a los que viven
del trabajo de otros. Se les llama “burgueses”.
¿Pero no hemos hecho nosotros algo parecido con nuestra
madre, con nuestra hermana, con la criada? Acaso
inadvertidamente, sin querer; pero en realidad exactamente
eso.
¿Qué se podría hacer ahora? ¿Cómo demostrar que
queremos en serio la comunidad del pueblo?
Comprendiendo y valorando el trabajo manual de casa;
aprendiendo a pedir “por favor” y a dar siempre las gracias;
tratando de ayudar, evitando causar trabajo innecesario, te-
niendo todo limpio y ordenado... Aquí es donde hay mucho
por hacer, y aquí se decide si la comunidad del pueblo es
pura palabrería o algo serio.
“Tomar en serio” no significa decir palabras altisonantes ni
ex-cederse en exigencias. Obra seriamente quien ve las
tareas allí donde realmente están: en la vida diaria, en el
ambiente que nos rodea; quien em21 prende resueltamente
esas tareas y las cumple cada día.
Ahora habría que señalar un objetivo concreto, para saber a
qué atenernos. Pero no es fácil en este caso, pues esta carta
es muy distinta de las anteriores. En éstas se decía siempre
como conclusión “por consiguiente, en adelante hay que
proceder de esta manera”. Aquí, en cambio, se trata más
bien de rectificar todo nuestro hablar y juzgar, que nuestro
querer y decir se hagan más sencillos y realistas. Quien
actúa así no da mucha importancia a entusiastas
46
sentimientos, sino que atiende a las obras; ya no proclama
por todas partes grandes re-formas, sino que se pregunta
qué es lo que realmente puede llevarse a cabo. Lejos de
criticar a los demás, examina si se encuentran en él de-
fectos. Desconfía de las palabras grandes como de billetes
de los que no se sabe si son auténticos.
Mira, es algo exterior, pero podríamos tenerlo en cuenta: sé
sencillo en el hablar. Hay quienes dicen, cuando algo les
agrada: “esto es maravilloso”. Cuando les desagrada algo
entonces es “horrible”. Si algo no anda bien, lo atribuyen a
una “canallada”. Si se trata de una cuestión social,
inmediatamente reclaman “profundas transformaciones
sociales”... Otros dicen sencillamente: “esto es hermoso”;
“esto no me gusta”; “esto no está bien”; “esto y esto hay que
cambiarlo”. El modo de hablar de los primeros causa cierta
impresión: se los llamará “resueltos”, “categóricos” o cosa
por el estilo. Pero la verdad es que involuntariamente se
confía más en los segundos. Se siente que éstos son más
confiables; ellos intuyen que cada palabra posee su peso y
conforme a él la valoran. Saben que las palabras tienen su
valor y las usan con economía. Tanto más preciosas y
vigorosas son cuando las dicen. Y, además: las palabras y
los hechos proceden del mismo hombre. Los que hablan
mucho malgastan sus energías en tiros al aire, y no les queda
nada para la acción. En cambio, el que habla con par-quedad
sabe reservarse, y, al llegar la hora de actuar está preparado.
Deben, pues, hacérsenos sospechosas las palabras
grandes. Todo lo que suena a exageración: “muy, infinito,
terrible, admirable, todo, siempre”; “hay que cambiarlo todo”;
esto o aquello está “absoluta-mente mal”; este o aquel es un
“gran peligro”; una institución “total-mente desacertada”...
¡moneda sospechosa! Hablemos con sencillez. “Sea vuestro
hablar: sí, sí; no, no” ha dicho el Señor. “Lo que pase de esto
47
es perjudicial”. Lo mismo se puede decir aquí. Sencillo,
sincero, auténtico. Entonces es la integridad personal lo que
respalda todo, la acción plena, la fidelidad absoluta. Y esto
se convertirá en una escuela para tomar en serio todo lo
demás.
Para meditar: Responsabilidad y puntualidad. –—
Responsabilidad y honra del prójimo. —Responsabilidad y
discreción. —Veracidad y ejecución de los principios. —
Veracidad y cumplimiento de la palabra. —Fidelidad y
endeudarse. —Comunidad y dejar que otros trabajen por
uno. —Fraternidad y servicialidad. — Servicialidad con la
palabra o con la obra.

48
CARTA QUINTA

Sobre la oración

Muchas necesidades hay en el mundo de hoy. Mucho de lo


que en otros tiempos era grande ha quedado destruido. Cada
uno de nosotros ha perdido algo querido. Todos estamos
agobiados de preocupaciones. Y todavía tendremos que
atravesar muchas dificultades.

Sin embargo, el momento que vivimos no representa la


decadencia, sino un ascenso. Aquí se distinguen los jóvenes
auténticos de los en realidad viejos. Para unos todo esto no
es más que el derrumbe y el fin. Otros, sin embargo, dicen:
mucho ciertamente se arruina para que se dé lugar a algo
nuevo y para que lo nuevo que quiera surgir se haga valer en
la necesidad. Surgen muchas energías nuevas que
construyen un mundo nuevo; y nada podrá impedirlo
mientras sepan permanecer fieles. Pero la novedad suprema
de todo esto es que Dios vuelve a ser realidad en las almas.

Te voy a contar cuál ha sido la situación en un tiempo todavía


no muy lejano. Los hombres del siglo pasado y comienzo de
éste eran una especie particular. Podríamos decir que
estaban encerrados en sí mismos. Estaban sentados en sus
casas, fábricas y escritorios sin advertir el mundo exterior.
Hubo naturalmente excepciones, que se fueron ampliando
más y más. Pero la gran mayoría vivía en reclusión. Hacían
toda clase de excursiones, pero no se sentían bien entre los
árboles y los animales, en el campo y en la montaña. Eran
49
hombres de celda. Entre ellos y las cosas multicolores y vivas
de afuera se alzaba un muro. Escribieron gruesos volúmenes
sobre si existía en realidad el mundo o si todo era apariencia
e ilusión. ¿No es extraño que los hombres se pongan a
pensar si es real el alta haya con su noble tronco y su follaje
lleno de luz verde–dorada? ¿O si es real el río y el mar?
Cuesta bastante trabajo comprender su pensamiento. ¡Esos
hombres llegaron al extremo de mirarse al espejo y
preguntarse si realmente existían! No debemos reírnos de
esto: ¡era una dolorosa realidad! Estaban tan enfrascados en
sus conceptos y en sus cálculos que dudaron de sí mismos
y del mundo. Pensaban que sólo existía lo que se podía
demostrar. Ahora bien, es evidente que no se pueden
demostrar todas esas cosas. ¡Se las ve! ¡Se las siente en el
corazón! Pero ellos no se atrevieron a contemplar
valientemente el mundo. A pesar de toda esa “cultura”
ostentosa, todo era entonces frío y triste.

Tampoco había, entonces, comunidad verdadera. Los


hombres no tenían un sentimiento vital que brotara del
corazón y les dijera: he ahí un hombre tan real y viviente
como yo mismo. Me alegro de que exista, por-que somos
compañeros. Cada cual se asentaba en su yo como un
soldado en su atalaya y espiaba desde su altura a los demás.
Alguno buscaba el encuentro, la comunidad, pero no podía.
Había algo que separaba a los hombres. Un poeta de
entonces ha dicho que cada cual estaba condenado a la
soledad, que cada uno estaba sentado en la mazmorra de su
yo. Si bien llegaban voces de afuera, él no podía salir a su
encuentro.

50
Y si aquellos hombres no se fiaban de las cosas y de los
hombres, que al fin y al cabo se pueden ver y asir, mucho
menos de lo invisible. Quien quería ser tenido por un
científico serio, no podía hablar del alma. No existía el alma.
Así, se hablaba de la psyché —que en griego significa
exacta-mente lo mismo— pretendiendo ocultar en una
palabra extraña algo indeterminado de lo cual nadie sabía
propiamente lo que era.

¿Y de Dios? Quien hablaba y creía en él era mirado con ojos


atónitos. ¡Y cuán penosa era la fe de tantos creyentes!
Muchos se imaginaban a Dios como algo pálido y lejano; a
veces no era más que un hombre, rodea-do de un vago
sentimiento solemne. En mis primeros semestres universita-
rios —era en Tubinga— oí una vez a un médico suizo hablar
de Cristo, el Hijo de Dios, a los estudiantes. ¡Qué ambiente
tan raro hubo en el aula! Todos estuvieron sentados, nadie
objetó lo más mínimo, pero todos tenían la misma sensación:
“ahí adelante hay un hombre serio, que piensa cientí-
ficamente, y habla de Dios. ¿Qué es esto...?”

Sí, los hombres estaban encerrados en su propio yo. El


mundo les era problemático. No se le veía bien. Se
atormentaban con cálculos y abstracciones y no
vislumbraban cuán firmes y reales eran las cosas en su
presencia. El alma era para ellos algo extraño, la propia, y
mucho más la ajena. Y... ¡qué lejanía la de Dios! Así la vida
24
interior era muchas veces muy pobre. Muchos no llegaban
a la fe. Para otros su fe era una carga pesada, y hoy tenemos
que admirar cuán heroicamente lucharon por ella.

51
Pero vino el cambio. Su origen se remontaba ya muy atrás.
Se anunció la nueva época, cuando irrumpió el movimiento
juvenil en el último decenio del siglo XIX, cuando la juventud
comenzó a salir de la ciudad hacia la rica realidad de la
naturaleza. Se le abrieron los ojos a la juventud; afuera —
pensó— existen magníficas realidades. Sentía que le
hablaban los árboles, las montañas y las llanuras. Se liberó
de las celdas, de los conceptos y de las palabras. Quería
retornar a las cosas. Prefirió la realidad con sus duras aristas
y su exuberante riqueza. El caminar era una búsqueda de la
misma. Entonces se les cayó a los hombres la venda de los
ojos. Aprendieron de nuevo a ver y a sentir. De pronto se
encontraron en medio de un mundo pletórico de poderosas
realidades. Se había disipado por completo la duda de si todo
esto existía. Habían descubierto el alma, la habían sentido
viviente en el pecho. Y si alguien les hubiera dicho que lo que
allá dentro tan profundamente respondía al fragor de la
tormenta, que lo que se les ensanchaba en la altura de los
montes no era el alma, le hubieran tenido por loco. Y no sólo
descubrieron el alma propia sino también la de los demás: en
los viajes, en las trincheras, en los lazaretos como
prisioneros. Y de un solo golpe había comunidad, porque
comunidad no significa una aglomeración de gente, sino que
las almas conozcan a las almas.

¡Y Dios! ¡Naturalmente que hay un Dios! ¡Es evidente que


hay un Dios! ¡Es absurdo negar la existencia de un creador
de todas estas cosas hermosas! ¡La existencia de un viviente
infinito, del cual toda vida no es más que un reflejo! ¡Es un
absurdo pensar que no hay una patria eterna a la espera de
nuestra alma, una comunidad definitiva que colme el ideal de
toda comunidad terrena! Resulta mucho más difícil creer en

52
serio que no hay Dios que estar persuadido de su existencia.
Es cierto que no se le puede ver ni asir, pero nuestro
entendimiento le reconoce fácilmente, si se halla libre de
prejuicios. Nuestro ser siente su presencia si nos abrimos, y
el corazón lo sabe.

La juventud comenzó a contemplar el mundo con nuevos


ojos y se ha lanzado a conquistarlo, viajando y explorando.
La juventud ha descubierto la propia alma y también la de los
demás; ha descubierto que todas forman parte de un todo y
desde aquí ha comenzado a estructurar la sociedad.
Igualmente experimenta hoy con un corazón nuevo que Dios
existe y sale a su conquista. De nuevo el hombre lucha por
Dios, como otra vez Jacob con el Ángel, y se obstina: “no te
dejaré hasta que me bendigas”.

Pero, ¿qué significa luchar por Dios, trabajar por él, llamarlo,
buscarlo, urgirle? Muchos son los modos y los nombres de
esta lucha. Uno es: oración.
Las excursiones a pie, la comunidad, la oración... ¿sientes
su íntima relación? ¡una relación de una profundidad
indecible! ¿La razón? Porque es una e idéntica la realidad
que lo impulsa todo: el amor. El amor empuja hacia el gran
mundo exterior, amplía el horizonte en contemplación y
admiración. El amor arrastra hacia los otros hombres y quiere
que “todo sea común”. Y el amor íntimo se alza hacia el que
es plenitud de toda vida, grande, rico y bondadoso sobre toda
ponderación: hacia Dios. El caminar, procede del amor; la
comunidad, de un amor más alto.

53
Pero ese amor convoca sus mejores energías cuando se
eleva hasta Dios, cuando se hace oración.
De la oración queremos hablar en esta carta.
Así considerada la ocasión es algo natural como la
comunidad o el caminar. Pero algo en nosotros se opone a
ello; por eso conviene proyectar un poco de luz sobre este
punto.
En la oración tenemos que calmarnos y recogernos. Pero
estamos hundidos en la agitación. Vivimos en el estruendoso
ajetreo de la ciudad y de nuestra profesión. Así es posible
que no nos sintamos a gusto en el silencio de la oración ya
que nos parece como si perdiésemos el tiempo. No notamos
cuánto en realidad sucede, cómo la fuerza de Dios penetra
en nuestra alma. Apenas hemos comenzado ya nos
distraemos; se nos ocurre esto y lo otro, y todo nos parece
particularmente urgente.
En la oración hablamos con el Dios callado, invisible.
Algunos tienen un sentimiento vivo de la presencia de Dios;
otros no, o lo tienen muy escaso, impreciso. Estos están
acostumbrados a lo perceptible. Cuando hablan con uno,
quieren verle y oírle; todo lo que hacen ha de poderse asir.
Estos fácilmente tienen la sensación de que hablan en el
vacío, y la oración se les torna muy difícil. En la oración hay
que bajar a la profundidad. Pero nosotros la rehuimos;
preferimos quedarnos en la superficie, donde estamos en
terreno conocido lleno de colores y variaciones. En la
hondura todo es muy serio, no sabemos lo que allí se
encuentra, y el camino de acceso es penoso. En
consecuencia, huimos de la oración, preferimos andar de acá
para allá, hablamos y hacemos nuestros negocios.

54
Todavía más: en la oración nos aproximamos a nosotros
mismos. Nos vemos con más nitidez, sentimos más clara la
insuficiencia de todo. Pero a pesar de nuestros anhelos de
verdad, algo en nosotros retrocede ante la voluntad de
contemplarnos: debilidad, cobardía, culpa. Tampoco el alma
posee siempre tonicidad. Hay momentos de cansancio,
vaciedad y frío; no siempre la religión le dice algo. En esos
momentos no sabe qué hacer con la oración pues todo le
parece vacuo o repulsivo.

Por fin —y con esto llegamos a lo más profundo— en la


oración penetramos en lo sobrenatural, en los dominios de la
gracia. Y esto es más que ese vago sentimiento religioso
procedente de lo natural. Es además algo distinto de aquel
presentimiento instintivo de la realidad de Dios de que
hablamos y que puede ser más fuerte en unas épocas que
en otras, más clara en unos hombres que en otros. Aquí se
trata más bien de algo que tiene su 25 origen en la
Revelación, en la palabra y el ejemplo de Cristo, en la gracia.
Resulta extraño que, clamando nuestro ser entero por estas
realidades, haya algo en nosotros que se oponga a ellas. A
veces sentimos el reino de la gracia como algo extraño y
agobiante. Sentimos la necesidad de huir a la frescura de un
bosque, a la naturaleza plena de vida, de meternos en el
trabajo, en el mundo con su grandeza.

La oración es, y no es, propiamente algo natural. El alma es


capaz de orar por naturaleza como el pecho respira y el
corazón late y, sin embargo, se resiste a ella. En
consecuencia, tenemos que aprender a orar. Y esto quizá no
sea ya tan natural. Nosotros pensamos que la oración
verdadera tiene que brotar espontáneamente, como el agua
55
que surge de la tierra; creemos que sólo es bueno lo que
surge de sí mismo y que todo lo demás es artificioso.

Es cierto que quien posee un trato vital con Dios tiene lo que
necesita. Pero muchos quisieran orar y no saben cómo. Pero
aún para los primeros es conveniente que aprendan a
ejercitar todavía más lo que ya están haciendo por un interior
instinto. ¡Cuánto se esfuerzan los creyentes de religiones
paganas en sus ejercicios de oración! Frente a ellos
deberíamos avergonzarnos de no cultivar nuestra alma. En
la oración somos chapuceros, reconozcámoslo. Y detrás de
esas palabras —que la oración tiene que ser natural y
espontánea— se oculta muchas veces bastante pereza.

Así pues, hablaremos de la oración de cada día, porque


además en ella se esclarecerá el significado de la oración en
general.

La oración matinal es una renovación desde Dios. Cuando el


hombre se despierta del oscuro sueño a la lúcida existencia
ocurre un fenómeno parecido al de su creación por el Señor.
El sueño le ha reanimado. Ahora contempla a Dios con ojos
despejados y siente su grandeza. Renueva su fidelidad para
con el Señor y se entrega con corazón animado a la tarea del
día que comienza. “Señor, estoy en tu presencia. De Ti
vengo; Tú me has creado. Te adoro con toda mi alma. Quiero
vivir para cumplir la misión
que me encomendaste. Penétrame con Tu Gracia. Tú me
has creado; créame de nuevo. Convoca mis fuerzas para Tu
servicio. Que sea bueno lo que yo haga hoy. Concédeme que

56
este día te sea grato, para que al anochecer puedas decir
como al anochecer de Tu creación: es bueno”.
El Espíritu Santo —que nos fue enviado por el Señor— es
nuestro maestro, nuestro guía y nuestro amigo. “Espíritu de
Jesús, Espíritu de fuego, de luz y de alegría. Tú, que en
Pentecostés transformaste a los discípulos en cristianos; que
hiciste resplandecer en ellos clara y nítida la verdad de Cristo
y encendiste su amor en sus corazones; Tú, con cuyo poder
vencieron al mundo..., ven a mí. Esclarece mi conciencia
para que, aún en las complicaciones de la vida diaria,
conozca mi deber. Dame un corazón generoso y fuerte para
que pueda hacer con alegría la obra de Dios. A Ti te ha sido
entregado el reino de Cristo. Tú enseñas su Verdad,
administras su Gracia, anuncias–sus preceptos... ¡Ábreme
los ojos para que vea al Señor! Enséñame quién es Jesús y
qué quiere de mí”.

Busquemos al Salvador con corazón sincero. Esto será lo


decisivo: que se nos aclare quién es Cristo; que nos demos
cuenta de esto: “El ha venido por mí; yo le pertenezco. El es
mi salud. Señor Jesús, Tú viniste un día y llamaste a los
hombres para que te siguieran. Sé muy poco de Ti. Ponte
delante de mi alma. Ilumina mis ojos para que vea quién eres
Tú. Abre mis oídos para que puedan penetrarme tus
palabras. Llama a mi corazón para que despierte y te siga.
Quiero ser tu discípulo, Señor; llámame. Quiero ir contigo y
trabajar en tu servicio”.

El fin del camino de nuestra vida es el Padre. Todo viene de


Él, todo retorna a Él. A Él nos conducirá el Salvador. “Yo soy
el Camino”, ha dicho Jesús. El Camino hacia el Padre que

57
tiene su trono en la altura infinita, cuyo poder supera todo
sentido y cuyo amor abraza todas las cosas. Hacia El ha de
orientarse nuestra vida, como en una excursión se clava la
mirada en la cumbre que hemos escogido. En El reside la
última plenitud, la paz.

— “Padre Eterno, todo procede de Ti y todo retorna a Ti.


Padre, atráeme desde lo más profundo de mi corazón hacia
Ti, hacia Tu altura, lejos de toda vileza. Llámame de todo esto
que es caduco y pasajero, a Tu eternidad. En Ti está la luz,
la plenitud de la vida, la patria. Padre, todo está en tus
manos. Me abandono a Ti. A Tu providencia encomiendo
todos los míos y a mí mismo y mis obras. Grande, eterno
Rey: que se haga Tu voluntad. Que Tu Reino crezca por mi
cooperación. Que todo lo que soy y hago en el día de hoy, y
lo que me suceda Te glorifique y sea una contribución para
Tu Reino. Reza el Padrenuestro, sopesando las palabras. Es
la “oración del Señor”.

Honremos a la Santísima Trinidad, el Dios uno. Es el misterio


de todos los misterios, el resumen de toda grandeza y
magnificencia. – “Santísima Trinidad, Tú te alzas sobre todo
pensamiento y concepto. Tú eres la plenitud de la verdad, el
origen del amor, la hermosura infinita. Tú eres la vida, Tú la
comunidad, ¡oh, bienaventurada Trinidad! me postro ante Ti.
Te adoro. Tuyos son el poder, el honor y la gloria. ¡Amén!”.

La Iglesia constantemente está hablando de María, la Madre


de nuestro Señor. Ella es, en verdad, el más entrañable
misterio de nuestra fe. La Virgen, la intacta, la Reina, la
Madre que nos ha dado a luz al Salvador. La que habiendo
58
soportado tan indecibles tormentos comprende todo dolor. La
Fuerte, la Dulce, cuya alma es un abismo de dolor y de amor.
¿Por qué nos remite la Iglesia a Ella? ¿Por qué la han amado
todos aquéllos que comprendieron de una manera más plena
lo que significa ser cristiano? En aquél en cuya alma vive,
protege lo más profundo, eso último inexpresable que separa
al hombre de lo inferior. Es la guardiana de lo casto y noble
del corazón de aquéllos que se mantienen fieles a ella.

“Te saludo, Virgen y Madre de mi Señor, con amor y alegría.


N26 os pertenecemos por todo el dolor que has sufrido, pues
era por nuestro Salvador. Nos perteneces por tu gloria, pues
la has conseguido por causa nuestra. Eres nuestra madre,
porque eres la madre de Jesús, nuestro Señor y Hermano.
Ilumina mi espíritu con tu suave luz, estrella de Dios. Ampara
mi alma. Ármame caballero de Dios. Hazme siervo de Dios”.

Una palabra todavía sobre el Ángel de la Guarda. Descendió


a tu lado desde la eternidad cuando renaciste hijo de Dios.
Marcha junto a ti por la vida y un día te acompañará fiel ante
el tribunal divino. No te lo imagines como a un ser débil, cual
nos lo muestran muchos cuadros. Es un espíritu poderoso,
puro como el ardor del sol, de una claridad incorruptible su
entendimiento e indomable su voluntad. Es tu compañero
invisible, tu conciencia viviente. Te comunica lo que Dios
exige a tu alma para que llegues a ser lo que El quiere.
“Santo, Santo, Santo, eres Tú, Señor de los Ejércitos”,
claman los ángeles al Eterno. Y en nuestra conciencia
resuena como el eco: “debes hacerte santo, hijo de Dios”. –
“Ángel mío, te saludo. Tú me acompañas en mi camino hacia
Dios. Tú sabes lo que El quiere de mí. Háblame al corazón,
adviérteme, llámame”.
59
Y ahora vuélvete de cara al día: “comienzo en nombre de
Dios. Estoy dispuesto a todo cuanto me exija. En particular
quiero... (piensa en tus resoluciones particulares acerca de
tu labor autoformativa). Quiero hacerlo todo con alegría,
puesto que es magnífico trabajar para Dios; con absoluta
confianza, puesto que El está conmigo. Puedo lo que El
quiere. Que me bendiga el Dios omnipotente, el Padre, el Hijo
y el Espíritu Santo”. Si emprendes así desde Dios el nuevo
día, entonces partes desde la fuente misma de la fuerza.

Todo el día debe elevarse hasta Dios. Debe pertenecerle el


primer pensamiento, las “primicias del día”. No es difícil.
Basta decir por la noche: “mañana mi primer pensamiento
será para Dios”, para que así sea. “¡Honor a Ti, Señor!”.
Durante el día recógete de tiempo en tiempo, lee otra vez la
primera carta; lo que en ella queda dicho vale también aquí.
“¿Qué quiere Dios en este momento? ¡Con mucho gusto,
Señor! ¡Contigo, para Ti!”. Particularmente ante trabajos
importantes, en los momentos difíciles, vuélvete un instante
hacia Dios. Esto te esclarecerá la mirada, te fortalecerá la
voluntad y lo que se haga vendrá de Dios.

La bendición de la mesa es también importante. Si estamos


en casa, nos atenemos, naturalmente, a la costumbre. Si
nuestros padres no rezan, hagámoslo nosotros en silencio,
de manera que nadie se percate de ello. No queramos
dárnosla de maestros. ¿Por qué rezamos en la mesa?
Vivimos de la mano de Dios, y la hora de comer es el
momento más propicio para pensarlo. Si bien nuestra madre
prepara los alimentos y nuestro padre los gana, en última

60
instancia, como todas las cosas, proceden de Dios. Por eso
no los tomemos irreflexivamente como si fueran lo más
natural, sino recibamos la comida de la mano de Dios. Esto
es lo que sucede al rezar. Nos sentamos a la mesa de Dios.
Somos sus comensales.

Antes de comer: “bendice, Señor, a nosotros y a estos


alimentos que de tu bondad vamos a tomar, por Cristo
nuestro Señor”. Y después: “te damos gracias.

Señor, por todos los dones que hemos recibido de tu


liberalidad, por Cristo nuestro Señor. Que el Rey de la Gloria
nos conduzca al convite de la vida eterna”.

La mañana es el nuevo comienzo de la vida. Resurgimos del


sueño como cuando de manos de Dios llegamos a la
existencia. Es algo magnífico este constante “comenzar de
nuevo”. Comenzamos con renovada confianza cuanto se
malogró el día anterior. Por la noche cambian las cosas.
Cuando el día se acaba pensamos en el fin, en la muerte.
Aun cuando no hagamos esto de una manera consciente,
nuestra alma lo siente así. Se hace el silencio. El hombre se
prepara para entrar en el silencio del sueño como cuando un
día cerrará los ojos para siempre. Pero el cristiano no debe
temer la muerte. El Salvador la ha vencido. “Muerte, ¿dónde
está tu aguijón?” —Y repite jubiloso: “La muerte ha sido
devorada por la victoria”. Por Cristo la muerte no es fin, sino
principio; es regreso a la patria y plenitud. La muerte es la
gran prueba. Lo que no fue auténtico en el hombre no resiste
la prueba. En cambio, lo esencial permanece. Nuestros
mayores nos han hablado con frecuencia del sublime “arte
61
de morir”. En realidad, era para ellos el arte de vivir.
Entenderlo significaba llevar una vida tal que resistía la
prueba de la muerte; volverse tan viviente, identificarse con
la imagen que Dios pretende de nosotros de una manera tan
total que ya no quedaba nada a merced de la muerte. Para
ellos morir era ciertamente la entrada en la plenitud. Por eso
pensaban con frecuencia en la muerte. Un buen morir era
para ellos la norma de un buen vivir. La pregunta que se
hacían a sí mismos – “¿resistiría a la muerte lo que ahora
estás haciendo?”— era en todo momento una recia prueba.
El hombre se esforzaba, y creaba su obra más pura y
sinceramente.

La tarde es la hora propicia para el examen de la propia vida.


La oración de la mañana es comenzar en Dios; la de la noche
concluir en Dios. El hombre se pone en su presencia y desata
—como un collar de perlas— en su luz el día pasado. Y lo
primero es hacer silencio en el alma. Aleja todos los
pensamientos, todos los cuidados, todos los planes. En
silencio y soledad con Dios.

“Señor, ha pasado el día. Estoy en tu presencia”. —Repasa


tu jornada, lo que te ha traído de cotidiano, de alegre, de
difícil—. “Padre, todo ha venido de Ti, por eso todo era
bueno. Me abandono a Ti en todo. Y te doy gracias por todo”.
—Haz esto con seriedad. En este abandono y
agradecimiento debe solucionarse todo. Por más penosa que
haya sido la jornada, llena de decepciones y fracasos; por
más grandes que sean las preocupaciones por el futuro, que
no quede ningún resto de amargura, desconfianza y rebeldía.
Todo tiene que disolverse en la confianza y la gratitud. “Y

62
ahora descúbreme, Señor, lo que este día ha tenido de
valioso delante de Ti”.

— Examina tu jornada: ¿Has actuado con sinceridad? ¿Te


has esforzado y has intentado hacerlo todo con seriedad?
¿Has sido negligente, perezoso? ¿Tienes que echarte en
cara alguna falta, sobre todo contra tu propósito particular?
Pon en claro lo que ha estado mal. Se trata de algo que va
contra Dios, contra la bondad; de algo que ha perturbado la
unión con El y el Reino de Dios en el alma. Confiésate
sinceramente. “Señor, reconozco que en este punto he
faltado, que aquello estaba mal. Me declaro culpable. He
obrado en contra de tu divina presencia y en contra de la
unión santa existente entre los dos. Me arrepiento.
Perdóname. Quiero lo que Tú quieres, sinceramente, pues
sólo así está bien”.

Y ahora confíale todo. Es el Padre. Su providencia lo abarca


todo; no cae ni un cabello de la cabeza sin que El sepa el por
qué. No dudes de Su sabiduría. Nos es imposible
comprender los caminos de Dios. “Tan lejos como el cielo de
la tierra están mis pensamientos de los vuestros”, ha dicho
El. Abandónate completamente, sin reservas. “Padre, te
confío todo..., mis trabajos..., mi profesión..., mis
ocupaciones..., todos los que me rodean...”. —Dile lo que
tienes en el corazón, puesto que “mucho puede la oración
perseverante del que piensa bien”. “Señor, cuánta necesidad
hay en el mundo. Te encomiendo todos los pobres, todos los
enfermos, todos los desorientados, todos los que sufren.
Atrae los corazones hacia Ti, que se les revele tu Verdad.
Guía a los que buscan. Conduce a casa a los extraviados.
Señor, Tú que eres la verdad omnipotente y el amor sin fin,
63
atrae a Ti todo lo que está lejos de Ti. A todos nosotros,
acércanos siempre más a Ti. Abre los ojos a los hombres
para que conozcan la verdad. Enséñales a querer el bien y a
luchar gozosamente por conseguirlo. Haz que reconozcan su
hermandad. No podemos conseguir la paz por nuestras solas
fuerzas. Afiánzala Tú, Señor, en primer lugar, en nuestros
corazones; así podrá ella después unir a los pueblos. Reúne
a todos los hombres en la unidad de la fe, para que haya un
solo Reino, una única comunidad de todos en Ti. Te
encomiendo a todos los difuntos; recíbelos en tu paz”.

No te olvides de la comunidad en que estás, pues también


ella vive de Dios. “Señor, guía nuestra vida. Líbranos del
egoísmo, del orgullo y de las grandes palabras. Danos una
mirada clara para que veamos lo que importa. Danos una
voluntad firme para llevarla a la práctica en la tarea diaria.
Que nuestra comunidad se verifique en la fidelidad y ayuda
mutua. Concédenos la verdadera hermandad. Aparta de ella
todos los engaños, que sea pura y fuertemente disciplinada.
Enséñanos a obedecer libremente a los que representan Tu
poder. Enséñanos a gozar de Tu hermoso mundo, pero con
sobriedad y libre de toda avidez y sensualidad. Enséñanos a
trabajar con alegría, pero que tu voluntad nos sea más
importante que todos nuestros trabajos. Bendíganos a todos
el Dios Omnipotente, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”.

Esto no significa que tengas que ajustarte exactamente a


este formulario. Pretende tan sólo hacerte ver lo que puede
contener una oración y presentar un ejemplo de cómo se
podría rezar. Puedes tomarlo todo o solamente una parte, lo
que más te guste. Si prefieres otras oraciones, naturalmente
quédate con ellas. En este punto no se pueden fijar normas.
64
Basta que lo que hagas, lo hagas con verdadero espíritu y
buena intención. Lo que aquí va dicho es tan sólo el principio.
Pero si lo aprendemos, espontáneamente se abrirá el camino
que conduce al fin. Cuanto más grande se nos presente Dios,
cuanto mejor aprendamos a llevar hasta El todo cuanto nos
atañe, a deliberar con El, a juzgar y concebir las cosas desde
El, tanto más penetraremos en el secreto de la oración. Orar
significa vivir con Dios. Aprendemos cada vez más a hablarle
desde nuestra intimidad más honda. Nuestra oración se
tornará cada vez más sencilla, más silenciosa, más íntima, al
mismo tiempo que se irá enriqueciendo y acentuando la
participación de nuestro ser en ella.

Tratemos ahora brevemente acerca del arte propiamente


dicho de la oración. Muchos piensan que la oración viene por
sí misma, y no quieren saber nada de su ejercicio. Pero se
engañan.

En primer lugar, es propio de la verdadera oración la


regularidad. En consecuencia, no debe obedecer
exclusivamente al impulso del corazón. El alma vive de la
oración. Pero toda vida exige una regla y un retorno continuo,
exige ritmo. ¿Qué es el ritmo? Significa que algo viene, se va
y vuelve en intervalos periódicos. Viene la mañana y el día
crece, llega a su cénit y declina hasta que cae la noche.
Luego se alza de nuevo otro día y otro...

y a cada uno sigue también una noche. Este es el ritmo de la


luz. Lo mismo sucede en el cambio de las estaciones:
floración, maduración, plenitud de frutos y descanso.
También en nosotros mismos hay ritmo. Piensa en el latir del
65
corazón, en sus dilataciones y contracciones; en los
movimientos de inspiración y expiración de los pulmones; en
el sueño y en la vigilia. Este es nuestro ritmo. Y todavía hay
muchos otros y más maravillosos ritmos, tanto en el cuerpo
como en el alma. Precisamente en nuestros días se presta
una particular atención a este fenómeno.

Toda vida exige semejante retorno. Necesita el cambio para


que las múltiples fuerzas lleguen a realizarse, de lo contrario
se atrofia. Necesita una regla segura para no perderse en la
inseguridad. El ritmo es cambio y retorno. Sobre estos dos
polos crece la vida, se concreta la forma y se despliegan las
potencialidades tanto del cuerpo como del alma.

Pues lo mismo cabe decir de la oración. También aquí es


necesario el ritmo. No podemos descuidarlo. Muchos hablan
de la libertad creadora del corazón y de que no es lícito
coaccionar nada en el ámbito religioso. Las más de las veces
se esconde en esto pereza e indisciplina. La buena oración
precisa orden. Debe, pues, realizarse regularmente. Por la
mañana y por la noche, en la mesa y durante el día. El alma
tiene que poder fiarse de esa regularidad aun cuando no
tengamos ganas o estemos cansados. Esto quizá resulte
muchas veces penoso, pero robustece. Nos independiza
cada vez más de las alternativas del humor. Claro que esto
tampoco debe convertirse en una coacción. Puede ser que
por la mañana el tiempo sea escaso sin culpa nuestra. En
este caso no tengamos reparo en abreviar nuestra oración,
cuidando de ganar en intensidad. Lo mismo cuando nos
encontramos muy 28 cansados por la noche. Pero no hay
que ser flojos y justificarse por cualquier motivo...

66
También puede suceder que no se pueda hacer ninguna
oración. A veces se está abúlico o inquieto interiormente. O
se tuvo una vivencia abrumadora, o se experimentó una
derrota amarga, o quizá se sienta uno tan poca cosa que es
imposible formular una oración sincera. Entonces
pongámonos en la presencia de Dios y digámosle: “No
puedo. Tú lo sabes”. Y si esto tampoco resulta, entonces
recordemos que en realidad deberíamos orar.
Permanezcamos un momento en la presencia de Dios, en
silencio interior y exteriormente. Y luego: “Quiero ir adelante.
¡Mañana volveré!” Esto es también oración.

Más aún. La Sagrada Escritura advierte: “Cuando ores,


dispón tu corazón y no seas como el hombre que tienta a
Dios”. Esto es importante. Se puede afirmar directamente: tu
oración será como haya sido tu preparación. Ante todo, no
comenzar de cualquier modo. Cuando quieres escribir no te
lanzas de buenas a primeras a ello, sino que primeramente
procuras concentrarte. ¿Y cómo crees que la oración se
puede comenzar al instante? ¿En qué estado interior te
encuentras? Excitado, tal vez enojado, con mil pensamientos
en la cabeza, mil planes y preocupaciones para el próximo
día. ¿Puedes orar en estas condiciones? Procura una buena
disposición; trata de lograr plenamente la quietud interior.
Que se disuelva y calme toda excitación y tirantez. Nuestra
inquietud nos impulsa a nuevas actividades incesantemente.
Dite: 'Ahora esto. Con toda mi atención. Me entregaré
plenamente a este asunto. Dios, el Dios vivo, el grande, el
benigno... está presente. Me oye, me ve. Quiero estar junto
a El. Tener en El todos mis pensamientos...”. Sólo ahora
estás en disposición de comenzar. Haz la señal de la Cruz
67
despacio, con la mano y con el alma; larga, de la frente al
pecho, de hombro a hombro. La señal de la cruz recoge y
santifica... Mantente en este recogimiento. Reza
fervorosamente. La oración no tiene que ser larga. “Sea
breve y pura la oración”, ha dicho San Benito en su regla.
“Breve”, significa orar “en realidad” fervorosamente, con
buena voluntad. Y “pura”, significa orar bien, de corazón.
Para esto es preciso meditar el sentido de las palabras,
entregar todo tu interior en ellas. Si el pensamiento divaga,
interrumpe y recógete de nuevo...

Cuando termines la oración no salgas corriendo


inmediatamente. Si has hablado con un amigo acerca de un
asunto importante, tampoco sigues inmediatamente con otra
cosa; esto indicaría que no has llegado a sentir
profundamente el asunto. Por el contrario,
inconscientemente guardas un momento de silencio,
reflexionas un rato hasta que termine de razonar en ti lo
conversado. Pues igual en la oración. Has hablado con Dios,
por consiguiente, aguarda un momento y deja que se vayan
apagando lentamente los ecos de tu conversación. Después,
¡arriba! y ¡manos a la obra!...

Quizás alguien piense que estos ejercicios llevan demasiado


tiempo. Pero este tal, ¿cuánto tiempo pierde durante el día
charlando? ¿cuánto tiempo malgasta? ¿cuánto emplea en
inútiles lecturas? ¿y, quiere economizar minutos cuando se
trata de hablar con Dios como corresponde? Debiera
levantarse un poco antes y entonces tendría tiempo
suficiente...

68
Cuida también el aspecto exterior. ¿Son meras
exterioridades el que uno antes de la oración eche una rápida
ojeada para ver si está arreglado y se lave las manos, si fuere
necesario? ¡Sería una señal de respeto a Dios! Y no me
digas: “Queremos orar en espíritu y verdad. ¿Qué interesa,
por tanto, acercarse a la oración con las manos y los zapatos
sucios?”. Somos hombres; es decir, alma y cuerpo.
Ciertamente que cuando uno se acerca interiormente a Dios
desaparece de su vista el exterior. Es cierto que no hay que
dar demasiado valor a lo exterior y que es completamente
inútil cuando por ellos se descuida lo interior. Pero ambos
términos se corresponden. Si exteriormente somos
desordenados, esto se traduce en el alma. En cambio, si
alguien presta atención al aspecto externo, ello es señal de
reverencia interior y se transmite al interior. “Debemos estar
de tal modo en la presencia de Dios, que se correspondan
exactamente nuestra postura y nuestras palabras”, ha dicho
un Maestro de la Oración, San Benito. Este conocía de
verdad al hombre. Al acercarte a Dios, procura hacerlo con
un aspecto impecable.

En la oración no te sientes o acuestes, a no ser que estés


enfermo. Ciertamente que se puede orar en cualquier
postura, pero todas influyen en el alma. Si el cuerpo es
negligente, fácilmente también lo será el alma. Estemos de
rodillas o de pie. El estar de rodillas significa humanidad y
respeto ante el Dios infinito, y renunciamos así a la grandeza
—tan segura de sí misma— de nuestra estatura. Estar de pie
expresa alegre y firme disposición. Los primitivos cristianos
oraban de pie. Las dos formas son bellas...

69
También has de mantener correctamente las manos.
Después del rostro, las manos son la parte más espiritual del
cuerpo. El alma habla inmediatamente por ellas, por su
constitución delicada y sólida a la vez, por sus movimientos
expresivos. Si alguien deja colgar las manos, probablemente
su espíritu también está flojo. Tengámosla en una posición
correcta. Las manos tienen su propio lenguaje.

Haz bien la señal de la Cruz. Es el signo de la Salvación. Te


abarca completamente, desde la frente hasta el pecho,
desde un hombro hasta el otro. Unge y recoge. Hazla grande,
despacio, con reflexión. De este modo experimentarás toda
su fuerza.

Acaso todo esto te parezca mucho. Pero en cuanto lo hayas


practicado algún tiempo ya no podrás hacer otra cosa. En el
fondo es la cosa más natural.

Una palabra, por fin, sobre las oraciones y los devocionarios.


No se puede prescribir nada concreto sobre el particular.
Toma lo que te convenga. Si no tienes necesidad de
oraciones formadas, pues déjalas. Si te van bien, úsalas.
Algunas las necesitamos todos; por ejemplo, el
Padrenuestro. Por lo demás todo se reduce a una cosa: que
29
nuestra oración sea pura; que lo que decimos, lo digamos
sinceramente. Para esto no es necesario que tengamos
“vivencias”, sino que nuestra intención debe ser sincera.

Por otra parte, no olvidemos tampoco que las buenas


oraciones cumplen una importante función: deben educarnos
70
interiormente. Provienen de la palabra de Dios o de los
hombres santos. Al pronunciarlas, hemos de penetrar con el
alma en su sentido. De este modo conformarán nuestro
pensamiento y nuestra palabra, nuestras intenciones y toda
nuestra actitud interior.

Quizá sería absurdo decir que no las necesitamos. Un día se


acercaron los Discípulos al Señor y le rogaron: “Señor,
enséñanos a orar” y El les enseñó el Padrenuestro. También
nosotros necesitamos que se nos enseñe a orar. Esta
enseñanza está contenida en las vigorosas oraciones que de
niños aprendimos. Entre ellas están la oración del Señor, el
saludo del Ángel, el Credo, los actos de las virtudes
teologales, el “Magníficat”, el “Gloria” de la Santa Misa y
otras. También muchos cánticos son una oración pura. Y lo
hermoso es que se los puede elegir siempre de acuerdo con
el momento del año litúrgico. De esta manera la oración se
hace variada y se enriquece, y nos hace vivir las alternativas
del año litúrgico. Lo mismo cabe decir de los devocionarios.
Los hay dulzones y exagerados. No hace falta decir que
éstos no los debemos usar. Pero los hay también buenos,
que pueden ser para uno escuela de oración.

Pensando así las cosas, uno toma conciencia de cuán


sublime es la oración. “Obra de Dios”, la ha llamado San
Benito. En ella se realizan verdaderamente las obras de
Dios. Su gracia invade el alma, la esclarece, la predispone
para el bien y la robustece en lo esencial. Además, la oración
posee un gran poder. Pero sobre este tema ya no podemos
explayarnos aquí. Tenemos que concluir. Pero la suerte de
una vida depende, en gran parte, de cómo ora uno y de cómo

71
oran por él los demás. Las grandes obras han sido siempre
fruto de la oración.

72
CARTA SEXTA

Sobre la caballerosidad

Buscamos y queremos algo grande y nuevo: el hombre


nuevo. Pero la idea de hombre nuevo no lo dice todo; en
realidad queremos al varón y a la mujer nuevos.

Pero para lograrlo, es preciso que el joven por sí mismo se


ponga en marcha hacia esa meta. El joven y la joven, cada
uno por su cuenta. Cada uno —individualmente y sin
influencia del otro— tiene que auscultar su propio ser.

Con respecto al muchacho es ante todo importante el juego


caballeresco. Se trata de algo completamente distinto del
“deporte”. La palabra está entre comillas. Con ella quiero
significar esa cosa tan ingrata que se está generalizando en
los campos de deportes y los clubes, en partidos y
entretenimientos; eso que aparece en revistas deportivas, en
el lenguaje y las caras, en el entusiasmo que despiertan los
campeonatos y otras manifestaciones. Este “deporte”
significa “batir un récord”, ser el primero en alguna
especialidad; junto, naturalmente, con la ambición, la envidia
y la disipación que eso entraña. Deporte significa entrenarse,
ejercitarse intensivamente con miras a un rendimiento
especial, para lograr “lo más alto”. Pero de este modo el
hombre, algo tan bien hecho, se convierte en una máquina.
¡Qué desagradable es semejante deportista, que no conoce
más que el fútbol, la moto, el tenis, o alguna otra
73
especialidad! ¡Qué fácilmente puede atrofiarse allí lo
principal, que es el hombre! El verdadero juego, en cambio,
posee desde un principio una actitud noble y está ubicado en
otra esfera.
El jugador auténtico busca la victoria sobre su contrincante.
Pero al mismo tiempo se siente en comunidad con él y quiere
realizar junto con él una obra fuerte, hermosa, seria y a la
vez alegre; en una palabra, quiere el juego.
Más importante que triunfar es que el juego resulte bello.
Cuando se alternan juego y contrajuego, los tiros de uno y
otro grupo, las corridas, ataque y defensa, y se mira el
conjunto, entonces se descubre una estrecha y magnífica
unidad en medio de la contienda. Unidad que,
evidentemente, es mucho más importante que una “brillante”
victoria.
El auténtico jugador desea ciertamente una victoria rotunda.
Pero debe ser lograda con honradez, si no se quiere que
resulte manchada. Decir: “no me ha tocado la pelota”, siendo
así que te ha rozado; empujar a escondidas la pelota para
que avance más de lo que de suyo hubiese avanzado, etc.,
quizá nos reporte una “victoria”. Pero ¡qué victoria! ¡Cuánto
más hermoso es un juego perdido, pero limpiamente
ejecutado!
El jugador auténtico se preocupa también por un rendimiento
máximo.

Pero este rendimiento ha de ser bello, energía donada y


transformada en gracia. El deporte no debe deformar al
hombre, sino fortalecerlo y liberarlo, haciendo que todas sus
energías se desarrollen en perfecto equilibrio.
74
De esta suerte el auténtico juego se transforma en una
escuela de “virtud”, tomando la palabra en aquella vieja
acepción que tenía para los griegos y la hidalguía medieval.
Eso era para ellos el juego: el ejercicio de las más altas
virtudes. “Juego” es, ante todo, eso. Nada tienen que ver con
él las miras interesadas. Se trata únicamente de vigor,
belleza y honor, es decir, de un sentir libre y caballeresco.

Pero este no es jugueteo sino algo serio. En él, se pone en


juego lo mejor que tiene el varón: carácter y nobleza. El
auténtico jugador quiere vencer, incondicionalmente, por
grande que sea el predominio contrario. No tiene ningún
miedo. Guarda su puesto hasta el extremo, y con bastante
frecuencia con un ataque intrépido compensa una gran
superioridad. No es quejoso. Dolor, cansancio, todo lo
supera. Es tenaz en su voluntad de vencer. No obstante,
esto, detesta todo triunfo conseguido por la astucia, la
violencia o cualquier otra incorrección. Hay que estar alerta,
con todos los sentidos vigilantes, para asir con fuerza el
fugaz momento y hacer lo justo; es decir, hay que tener
presencia de ánimo y resolución.

El jugador combate enérgicamente; pero odia el griterío, el


desenfreno y toda conducta inculta. Busca siempre una
actitud elegante; domina la voz; es señor de sus
movimientos. Observa las normas del juego, y no
precisamente porque de otra manera sancionaría el árbitro,
sino porque en ellas reside la disciplina de la competencia. Y
ha de ser competencia, no pelea. No lleva al extremo ningún
ejercicio corporal con tal de batir el récord. Por el contrario,

75
se ejercita en los distintos juegos a fin de conseguir una
formación integral, de hacerse un “atleta completo”, como lo
querían los antiguos griegos.

Así es como en el auténtico juego se despiertan nobles


virtudes varoniles: un modo de ser libre, que sabe de algo
más alto que la ventaja y el provecho propio; que sabe de
honor y de belleza. El valor, que no se intimida ante ningún
predominio. La disciplina, que le permite a “uno simular aun
cuando se reciba un pelotazo contra las costillas. La
presencia de ánimo y la facultad de decidir con rapidez. Un
espíritu noble, que interrumpe el juego tan pronto como nota
que su adversario es inexperto.

Lealtad incondicional, aun cuando el compañero no preste


atención. Sentido de justicia, que no entra en altercados
después de la derrota y que no pretende tener razón, sino
que deja el triunfo a quien lo tiene; que está dispuesto a
estrechar sin envidia la mano de su adversario y decirle con
toda franqueza: “Has hecho un juego estupendo”. ¿No es
esto magnífico?

Nada se quiere decir con todo esto en contra de una


auténtica pelea. Todo joven normal sabe apreciarla en su
justo valor. A veces le parece a uno como algo simplemente
necesario, y cuanto más enrevesada resulte, tanto mejor; al
menos mientras queden a salvo las ventanas, los muebles y
demás objetos rompibles. Mas esto no puede en modo
alguno convertirse en norma; y los grupos en que se arma
por cualquier cosa una trifulca son muy sospechosos,
aunque en apariencia no lo parezcan.
76
Quizá diga alguien: “Pero éste es precisamente el deporte
verdadero; así piensa exactamente el auténtico deportista”.
Acaso tenga razón. (No queremos meternos en una
distinción entre espíritu y actitud que todavía subsiste aquí).
Si es así, las comillas están de más y el deporte se ha
convertido en auténtico juego.

Tenemos que practicar el juego caballeresco: juego de


pelota en todas sus formas, bumerang, jabalina, arco y disco,
carrera y salto —el salto auténtico, con vara y sin ella—, las
distintas competencias, juegos en el terreno, etc.

Tampoco podemos olvidar otra forma de juego caballeresco:


el intelectual. Ante todo, el ajedrez; luego otros, también de
mesa, como las damas, etc. También el dominó, el auténtico
dominó, en el que no solamente se colocan las fichas sin
consideración, sino en el que constantemente se ejerce una
mirada de conjunto y un cálculo reflexivo.

Todos son juegos caballerescos. En ellos —particularmente


en los de mesa— no depende la victoria de la suerte o del
azar, sino de una contienda intelectual, de una visión clara,
de un plan inteligente y de una ejecución tenaz. Pero al
mismo tiempo se manifiesta aquí la amplitud de miras y el
espíritu de nobleza. Sin olvidar los desafíos que plantean
tales juegos, donde se trata de encontrar con estrategia una
elegante y clara solución para situaciones y dificultades
siempre nuevas.

77
Todos estos juegos —tanto los físicos como los
intelectuales— ofrecen todavía otra tarea: la de hacerse los
utensilios necesarios, como por ejemplo, arcos y flechas,
varas y banderines, etc. Lo mismo respecto a los juegos de
mesa. Una hermosa tarea para las noches de invierno podría
ser fabricarse artísticos tableros, marcando las casillas a
fuego o con pintura, o bien incrustando chapas de linóleo o
madera. Otra sería grabar o modelar figuras en madera o
arcilla, cortar o repujar en madera, linóleo o planchas
metálicas. De modo que hay gran cantidad de tareas
artesanales.

Del espíritu del verdadero varón, que es recto, fuerte y puro,


desinteresado y elegante, a la vez serio y alegre, tiene que
surgir también la conciencia de su nobleza. Porque, ¿qué
significa ser noble? Soportar mayor responsabilidad que
otros. Esto es, saber que uno se debe al honor; que su
puesto está en el lugar de mayor riesgo; que, en el fondo, no
hay más que un enemigo temible: la vulgaridad. El verdadero
noble es aquel que ejecuta todo esto no sólo a fuerza de
propósitos y fatigosas consideraciones, sino aquel en quien
todo esto se ha hecho carne y hueso, siéndole imposible
proceder de otro modo.

Prosigamos urdiendo nuestras ideas. Hemos hablado del


juego caballeresco. Pero todo eso se halla profundamente
emparentado con una segunda dimensión de la vida
humana: el servicio, también caballeresco.

Quien sirve, dice: yo no vivo para mi placer, sino para un


hombre, una cosa o una misión. Pero aquí se bifurcan los
78
caminos: servicio de siervo y servicio de caballero. El siervo
sirve por el salario o por obligación. El caballero sirve porque
servir es, en sí, una cosa grande, prescindiendo de ventajas
o fines. Únicamente desea el triunfo de la causa. No sirve a
la fuerza, sino que se entrega libremente a ella. Servicio
caballeresco es responder por un hombre a quien se ha
prometido fidelidad. En primer lugar, por el amigo, después
por cualquiera que se nos haya confiado. Servicio es
discreción, lealtad y generosidad.

Servicio caballeresco debe todo hombre a la mujer, a la


muchacha. Y no presta este servicio quien alterna mucho
con ellas, sino quien sabe cuándo es hora de alternar y de
estar solo. Tampoco quien cuenta a la muchacha toda clase
de dificultades, añadiendo de este modo a las suyas otras
nuevas, sino quien sabe resolver sus cosas por sí mismo.
Presta un servicio caballeresco quien frente a la muchacha
se mantiene en rigurosa corrección y disciplina y en cuanto
siente que ella empieza a abandonarse, sabe dominarse
doblemente por sí mismo y por la joven. Y luego,
naturalmente, le ayuda cuando es necesario; le ahorra
trabajo y le evita esfuerzos. ¡Pero qué diremos cuando no se
ve otra cosa que comodidad e inconsideración, y esto
constantemente y en las más incomprensibles ocasiones! Es
siempre la misma cuestión: ¡no sólo palabras sino proceder
seriamente!:• I

Servicio caballeresco debe el hombre al ser débil,


amparándole en la necesidad, protegiéndole ante el peligro,
defendiendo su honor y su buen nombre. El caballero toma
partido espontáneamente por el amenazado, por el más

79
débil, por el que está a punto de sucumbir. Esto lo distingue
del hombre interesado.

El más noble servicio caballeresco se debe a lo santo, que


es Dios y su reino. Como antiguamente los Cruzados, que
respondían por Cristo. Hoy ya no con las armas sino con
palabras y hechos; en la vida pública y en la privada; frente
a los indiferentes, los burlones y los enemigos. Dios ha
puesto —por decirlo así— su gloria en nuestras manos.
Tenemos que defenderla.

Semejante servicio exige mucho. Exige que uno se declare


por Su causa sin traicionarla jamás; que responda de ella por
muchos que sean los enemigos y grande la propia
desventaja, y que todo esto se haga con libertad y alegría.

Quien se decida por este servicio tiene que llevar una vida
digna de él. Este servicio caballeresco es austero. Ciertas
cosas consentidas a otros, él no se las puede permitir.
“Nobleza obliga”, dice el refrán. Y este refrán vale también
aquí.

Una tercera cosa hace el varón auténtico: la obra. Existe una


gran diferencia entre “obra” y “trabajo”. También el siervo
ejecuta trabajos. Pero solamente el hombre libre puede
realizar una obra.

A cada uno se le presenta la misma disyuntiva: servidumbre


o libertad. Cada una de nuestras acciones puede ser una

80
obra o un mero trabajo. Un deber del colegio, una labor
doméstica, un servicio en la oficina se hacen “obra” si son
realizados por sí mismos, como reclaman ser hechos; serán
mero “trabajo” si se hacen a la fuerza o simplemente por
dinero.

Un maestro de obras, por ejemplo, que construye una casa


con el único objeto de ganar cuanto sea posible, actúa
interesadamente y su labor es meramente trabajo. En
cambio, si la construye por sí misma, conforme a las
exigencias concretas de este lugar, de estos medios, de esta
gente, como la ha concebido en su espíritu, con esmero,
sólida y bonita, entonces su labor es una “obra”.

Naturalmente que el maestro de obras tiene que contar con


lo que dispone efectivamente; también tiene que tener
alguna ventaja, si quiere vivir. Pero media un abismo entre la
casa levantada por el solo provecho propio y la construida
por sí misma.

Lo mismo ocurre con todo. Una composición es mero trabajo


si ha sido escrita tan sólo por el profesor o por la nota.
Resulta algo no libre. Pero también puede ser hecha por sí
misma, como debe ser hecha. Entonces se convierte en un
servicio libre a la causa, es una “obra”.
En resumen, pues, una labor será una “obra” siempre que se
preste atención a las exigencias de su naturaleza y se la
ejecute desde esa perspectiva.

81
Esto no quiere decir que haya uno de andar de un lado para
otro cual utópico soñador; que se haya de ir siempre tras lo
bello e ideal, prescindiendo de todo cálculo; que haya uno de
ser tan honrado que se deje explotar por todos los picaros, o
que a fuerza de hidalguía deje conculcar sus derechos. Todo
eso no sería caballerosidad, sino debilidad. No vivimos en un
mundo ideal, sino en un mundo muy duro, sometidos muchas
veces a hombres atropelladores sin conciencia.

Es esta una de las decisiones más importantes para la


juventud: si los jóvenes se convierten en románticos
soñadores, ajenos a la vida, o bien si disponen de la fuerza
suficiente para imponerse en el mundo de la realidad. Para
ello también es necesario calcular cuidadosamente los pasos
en la vida profesional, velar por sus intereses, reclamar sus
derechos y, si es preciso, “enseñar los dientes”.

Estos son los tres grandes ámbitos del hombre: el trabajo, el


servicio y el juego. No se los puede separar, están
íntimamente relacionados. Los tres tienen como centro la
libertad interior. No se ejecutan a la fuerza sino por
convicción.

Es propio de ellos la nobleza que hace que el hombre se


comprometa aun allí donde no le esperan beneficios. Otro
elemento es la firmeza. Para poder hacer una verdadera
obra, para poder servir y jugar bien, es preciso ser todo un
hombre. Es decir: debe estar uno seguro de sí mismo,
mantenerse firme en la confusión que lo rodea, poseer una
visión clara, una voluntad insobornable y un corazón libre.

82
En el trabajo como obra el hombre presenta su causa, firme
y perfecta. En el servicio responde de ella, de los hombres,
de sus convicciones, con generosidad y valentía. Pero
ambos momentos comportan frecuentemente rudas peleas
con la vileza humana. De todas estas presiones se libera en
el juego, donde se recupera de la dureza del trabajo y del
servicio.
Mantenerse firme en su causa, caminar siempre erguido: he
ahí el estilo del auténtico hombre. Y esto requiere un ámbito
de libertad que él se sabrá forjar, cuando no se lo dan de
buen grado. Dios lo ha hecho así y, por tanto, tiene derecho
a ser también así. Esto no quiere decir que se tenga a sí
mismo como un ser aparte o que no vea sus faltas. Quiere
ser, no tan sólo parecer; quiere poseer verdaderas virtudes
y no obrar como si las tuviera.
Así, pues, clava profundamente la mirada en su interior.
Sabe perfectamente a qué atenerse consigo mismo;
reconoce sus buenas cualidades; pero también sabe que son
ellas al mismo tiempo la fuente de sus faltas y se esfuerza
por superarlas. No obstante, esto, afirma su ser reclamando
para ello espacio.
Imponerse sin violencia, pero con resolución, sin agraviar a
nadie, pero implacablemente, es lo propio de una auténtica
virilidad.
Pero con esto llegamos a un punto importante “¡También
existen otros!”.

Fr. W. Foster ha dicho que el principio y el fin de toda


educación social está en comprender esta verdad que, a
pesar de su evidencia, es tan difícil: “yo no estoy solo; hay
otros además de mí”.
83
Pues bien, es característico del hombre cabal no
atemorizarse porque “haya otros”; no turbarse porque otros
vean las cosas de distinta manera; no medir a todos por el
mismo rasero ni querer hacer que todos piensen como
nosotros. Así proceden las viejas. En seguida dicen en tono
de reproche: “pues entre nosotros siempre se ha hecho
así...” Un hombre cabal, en cambio, respeta a todos y piensa:
“Tú eres distinto. ¡Sé fiel a ti! Tienes derecho a ello”.

En esta coexistencia generosa y serena se muestra la


fortaleza. Quien no tolera a los demás es un pigmeo. Pues si
estuviera seguro de sí mismo, se encontraría tranquilo en
presencia de los demás y ciertamente no se le ocurriría
pensar que todos deberían ser como él.

El hombre cabal se alegra de cualquier otro que tenga


carácter, por más que tenga un modo de ser distinto del suyo.
En cuanto nota a uno que sabe mantenerse firme sobre sus
pies y que creció derecho, se alegra de él.

De semejante modo de pensar surge una obra importante del


hombre: la comunidad. El que no reconoce a quienes son
distintos, tiene que adoptar una de estas tres actitudes: o
bien oprime a los demás, haciendo de ellos siervos; o él
mismo se rinde sometiéndose; o se enfada y se mantiene
aparte criticando y sin hacer nada. Pero nada de eso es
digno del hombre. Lo primero se llama violencia; lo segundo,
servidumbre; y, lo tercero, fracaso. El hombre auténtico
quiere ser libre y tratar con hombres igualmente libres; es
justo y respetuoso.
84
De aquí brota la auténtica comunidad de acción. Dos o más
se ponen de acuerdo sobre una cosa; cada uno aprecia el
punto de vista del otro; buscan un compromiso razonable
entre distintos pareceres, reparten el trabajo, nombran un
jefe. Luego cada uno hace lo suyo, sabiéndose, no obstante,
siempre unido a los demás. Es así como de la comunidad de
acción libre surge una obra libre. Jamás se realiza una obra
verdaderamente grande si el hombre no se aviene a una
recia disciplina, si no logra coordinar su parecer con el ajeno
y someterse a la dirección. Es cierto que en la historia se han
llevado a cabo otras obras importantes a base de esclavitud
y coacción. Ahí están todavía las Pirámides de Egipto, pero
quien tuviese ojos para ver se sentiría horrorizado por tanta
sangre, desesperación y violencia que clama al cielo,
sepultada en esa obra. ¡Cuántas obras de nuestra época son
como aquéllas, y no obstante resultan una abominación ante
Dios! Solamente es grande lo que es ante Dios. Y su juicio
se extenderá un día, no sólo a los hombres, sino también a
sus obras, pertenezcan al arte, a la ciencia, a la industria, al
comercio o a lo que se quiera. Ante Dios únicamente es
grande lo que procede de la justicia y del respeto a su
imagen, que es el hombre. La verdadera virilidad no está en
los puños sino en el carácter. Y quien viola la justicia no es
tan sólo un delincuente sino en el fondo, también un hombre
débil, por más que se las dé de fuerte.

Aquí también está la raíz de la verdadera política. Nada tiene


que ver con la astucia, ni consiste en grandes discursos o en
unos cuantos tópicos ni en la agitación y alboroto de
concentraciones ni en la crítica fanfarrona ni en exigencias
imposibles. Política es disciplina. Es el arte supremo de
85
trabajar por el bien común, con decisión y firmeza, sí; pero a
la vez con profundo respeto a las convicciones ajenas.
Política es el arte de descubrir todas las fuerzas vivas y
unificarlas, es el arte de congregar para una tarea común
libre a todos los hombres libres, de suavizar todos los
contrastes, de construir con diferentes opiniones y puntos de
vista una gran unidad. Todo esto naturalmente sin vulnerar
la verdad, pues ¡este es precisamente el quehacer de la
política! Porque imponer una opinión unilateral por la fuerza
tiene tan poco valor como lograr una aparente unidad con
falta de carácter y astucia. Lo que exigimos a un verdadero
político es mucho más grande, pero también más difícil. Sólo
de arcos contrapuestos se construye la catedral. De igual
manera el magno edificio del Estado tiene que surgir de la
construcción y el esfuerzo mancomunado de todos, no a
base de una opinión o una sola orientación. Política es una
actitud. A saber: ver el objetivo, no desde la propia y
restringida perspectiva, sino desde el todo. Poseer
convicciones firmes, pero al mismo tiempo saber aprender
de todos. Seguir inflexiblemente su camino, pero respetando
la opinión ajena. Mantenerse fiel a sí mismo, pero a la vez
colaborar con los demás.

Pero, ¿qué hacer cuando se está convencido de que el otro


no tiene razón? ¿Cuándo se ha intentado poner en claro el
asunto y él no entiende?

Entonces no queda más remedio que la lucha. Pero el


hombre auténtico lucha con armas limpias. No rebaja a su
adversario, no lo calumnia ni lo denigra, sino que lo respeta.
Incluso se alegra si el adversario es caballeresco. Entonces
es la ocasión de medir las fuerzas. Alguien ha dicho que no
86
se debe tan sólo hablar del mejor amigo sino también del
mejor enemigo. Es aquel que lucha tan encarnizadamente
que nos obliga a concentrar todas nuestras fuerzas. El nos
obliga a un examen cada vez más profundo de nuestras
apreciaciones, para que puedan resistir las pruebas; exige
una vigilancia infatigable; nos despierta de una seguridad
indolente y nos sitúa en el ambiente propio del hombre: la
lucha.

Resulta una alta prueba de hombría el poder alegrarse del


enemigo en lo más ardiente del combate. Lee alguna vez
cómo al final del Cantar de Walthari los nobles paladines
Walthari, Hagen y Gunther, que acaban de enfrentarse a
muerte, están sentados juntos chanceándose, cada uno con
el orgullo de haber tenido frente a sí a un hombre valiente.
¡Es una pena que escasee tanto ese modo de pensar, lo
mismo en la vida privada que en la pública!

Y ahora ahondemos todavía más, hasta llegar donde se


encuentra la última decisión sobre la verdadera hombría.
Ciertamente que esto no se comprende sin más. Todas las
intuiciones tienen su hora; ésta también. Llega el día —que
suele ser hacia los treinta años, aunque también puede
ocurrir antes o después— en que se le abren a uno los ojos.
Mira en torno de sí y se encuentra solo. No solamente por
fuera —puede uno tener muchos hombres fieles— sino por
dentro. Sólo con su propio ser, con su propio destino, con su
propia misión.

¿Cómo explicar esto? Mira, en los primeros años creemos


hallarnos por completo bajo los demás. Ciertamente que
87
atravesamos épocas en que nos sentimos incomprendidos.
Pero la verdadera soledad sobreviene más tarde, allá
cuando uno logra plena conciencia de sí, cuando uno
comprende: “Yo soy así. Y los demás son de otra manera.
Algunos no me comprenden en absoluto; otros, sólo a
medias. Muy pocos llegan hasta mi interior. Y no hay nada
que hacer”. Es esta una intuición ineludible. Se ve uno mal
interpretado o desestimado por los demás, y, sin embargo,
hay que vivir entre ellos. Entonces es cuando nos invade la
verdadera soledad y se decide si somos capaces de
apoyarnos firmemente en nosotros mismos o si huimos de
nosotros mismos. Pero ¿es que podemos acaso huir de
nosotros mismos? ¡Ciertamente! Aparece la gran tentación
de querer ser como todos los demás a fin de poder estar en
la misma fila con ellos; de encontrar bello o feo lo mismo que
ellos; de buscar y encontrar con ellos; la tentación de
amoldarse a ellos.

Hay que aprender ciertamente de los demás, hay que


ampliar la mirada y trascender la unilateralidad de nuestras
aptitudes a través de la convivencia con los demás. Nada
más pobre que tenerse por un ser extraordinario y pensar
que nada se tiene que aprender.
Pero hay un abismo entre la afirmación del propio ser,
tratando de librarlo de sus limitaciones e imperfecciones y de
conducirlo a la perfección, y el renunciar a la propia
personalidad, procurando adoptar un modo de ser
completamente distinto.

¡Precisamente esta es la gran tentación! Es el momento


también en que se siente uno oprimido por sus propias faltas.

88
Antes se pensaba que con un par de firmes propósitos se
acabaría con todas ellas. Pero ahora uno experimenta cuán
tenazmente enraizadas están en la naturaleza. Uno escucha
los reproches y las críticas de los demás y ve que tienen
razón. Y es entonces cuando sobreviene esa gran tentación
de dudar de sí mismo. Aquí hay que reafirmarse y decir: “Así
soy yo. Este es mi carácter; éstas son mis fuerzas, éstas mis
faltas. Me acepto como soy”. Ciertamente hay que
perfeccionarse, pero no huyendo de sí, ni adoptando
engañosamente una manera de ser extraña, sino desde la
propia: “Quiero ir a Dios, pero por mi camino y con mis pies”.

Y aquí comienza la verdadera lucha. Todo se presenta claro,


duro y frío. Comiénzala vida cotidiana. Si un día te enfrentas
crudamente con tu propia realidad y la resistes, puedes decir
que eres un hombre. Al mismo tiempo se te exigirá un
segundo acto de firmeza: frente a tu propio destino. Goethe
ha dicho que se llega a conocer gran variedad de gente; al
principio estas relaciones se presentan tan sólo magníficas o
importantes; pero un buen día se nota cómo se han
convertido en destino. Relaciones, experiencias, hechos y
palabras, serias, alegres, espontáneas... Al principio todo es
frescura y vida llena de colores, de vigor y brío. Pero con el
tiempo todo esto se torna rígido y pesado; se convierte en
destino, hasta que un buen día uno se da cuenta: hasta aquí
no he hecho más que vivir. Ahora va en serio. Obras
empezadas, responsabilidades asumidas, situaciones en las
que uno se encuentra, relaciones entabladas, compromisos,
manifestaciones, confidencias... todo se trueca en dura
realidad. Y otra vez la decisión: ¿Huir? ¿Buscar pretextos?
¿Dejar las cosas como están? ¿O mantenerse firme?

89
Esto no quiere decir que uno haya de resignarse a
situaciones difíciles, pudiendo evadirse con honor; que haya
de mantener relaciones gravosas pudiendo romperlas con
toda justicia.

El hombre se forja su propio destino y puede luchar hasta el


último aliento por ampliarlo y embellecerlo. Pero todo
depende de que sepa enfrentarse con la realidad, con los
deberes y compromisos reales. Y también aquí comienza
con frecuencia la soledad. Puede llegar un día en que se
encuentre solo frente a su propio destino. ¡Ahora es el
momento! Y es hombre quien sabe mantenerse firme.

Y, por último: también hay que mantenerse fieles al trabajo,


a la profesión, a la misión propia. Cada uno tiene su misión.
Sé que se puede decir contra esto muchas cosas. A pesar
de todo, cada uno tiene su misión, una cosa concreta que
hacer, que decir, que ser.

En esta profesión hay algo duro. Al principio todo parece


encantador; sólo con el tiempo va apareciendo lo duro.
Muchos incluso tienen que hacer desde el principio lo que les
cuesta. Además, también llega un momento inevitable en
que los hombres se enfrentan entre sí.

Todos somos egoístas, cerrados e injustos con los demás.


Así se convierte toda profesión en una lucha con el deber y
con los hombres. En los comienzos todo lo vence el afán
entusiasta de crear. Además de que los hombres son nuevos
y todavía no se conocen bien. Pero con el tiempo van
90
apareciendo los contrastes, hasta que un día se hacen
evidentes con toda nitidez. Entonces se advierte lo difícil que
es la propia misión. Vemos cuánta distancia nos separa de
los hombres, cuán profundos son los contrastes. Con ellos,
incluso con los que quieren el bien de uno, sin decir nada de
los que actúan sin consideración alguna y con abierta
hostilidad. Incomprensión, envidias, celos, estrechez de
alma... todo eso hay que soportar. Y otra vez la necesidad
de decidir: o se intimida uno ante su misión y la traiciona, se
intimida ante la gente y cede, se intimida ante la soledad y
se suma uno a la grey, o se mantiene firme.

Lo dicho no significa que uno tenga obligación de


permanecer en una profesión que no le agrada, pudiendo
liberarse de ella. No quiere decir que nos hayamos de oponer
a la experiencia y a un criterio racional, por pensar que así lo
exige la misión. Pero cuando uno ha reconocido: 'Aquí está
mi puesto, mi profesión; esto es lo que tengo que hacer” —y
nota en los momentos de decisión cuánta dureza se encierra
allí, entonces sí debe mantenerse firme. Mantenerse firme
también ante la incomprensión y hostilidad de las personas.
“¡Adelante, la bandera flamea; dichoso aquél que está junto
a ella!”
Ser hombre significa ser fiel. Y aquí no distinguimos entre
hombre y mujer. Pues femineidad no es en el fondo tampoco
otra cosa que haber llegado a ser consciente y fiel en
libertad.
Acabamos de decir que hombre es aquél que —en
soledad— sabe mantenerse fiel a su ser, a su misión, a su
destino. Más esto es verdad sólo a medias. “En soledad”
equivale en este caso a “sin hombres”. Sin embargo, hay

91
alguien que está siempre a nuestro lado y sólo gracias a Él
es posible todo. Ese es Dios.
Es cierto que se da también una firmeza sin Dios. Pero es un
esforzado apretar de dientes, donde algo se petrifica
interiormente. Dios nos preserva de esto. Tan sólo en El todo
cobra su sentido auténtico: el propio ser, pues El lo ha
creado; el destino, pues El lo ha trazado; la obra, pues El ha
llamado. Dios es quien nos da la fuerza para conformar
nuestro ser en libertad y la perfección; la fuerza para triunfar
sobre el destino, para cumplir nuestra misión. Está junto a
nosotros. Así nuestra soledad es soledad en Dios.
Ha hecho más todavía. Nos ha dado ejemplo de firmeza en
la soledad más espantosa: en la Cruz. Y junto a la Cruz
permanecían una mujer y un hombre: María y Juan. Solos. A
su alrededor burlas y blasfemias. No obstante, ellos
“permanecían”. Esto es hombría y hondura absoluta de
femineidad: poder permanecer solos junto a la Cruz en la
virtud de Cristo.
También un día —en la Confirmación— nosotros fuimos
ungidos con esa fortaleza. El Espíritu Santo nos “confirmó”,
para ser varones santos y mujeres santas en el Señor. Allí
acabaron el aferrarse infantil y el divagar del joven. Ahora
uno está firme.

Ha sido un largo camino —¿no es verdad?— desde la alegría


del juego hasta este amargo misterio. Sin embargo, es un
camino. Un paso tras otro conduce desde allí hasta aquí.
Quien da sinceramente el primero es llevado allí donde
comienza el segundo; y el segundo lleva al tercero, y así
sucesivamente.

92
De esta manera queda claro, también, lo que significa
verdaderamente envejecer. Quien ha envejecido así ha
superado también el ser hombre, lo que encierra de duro y
penoso. Todo se le presenta en claridad y libertad. Ha
recuperado la ingenua confianza y la límpida alegría del niño.
Y ahora se ha cerrado el sagrado círculo de la vida: niñez y
hombría se han fundido en unidad. Ahora llega el tiempo de
la eternidad.

93
CARTA SÉPTIMA

Sobre la libertad

Para muchos, la palabra “libre” se ha convertido en algo así


como una niebla en la cual nada se distingue con precisión.
Sin embargo, en este asunto hay que ver claro. Por lo tanto,
vamos a remover y dejar a un lado toda palabrería y
sentimentalismo.

Ver con agudeza y distinguir claramente. No para rumiar


problemas, que precisamente en esta cuestión no es el
método indicado para llegar muy lejos. Más bien
imaginémonos vivamente quién es libre. ¿Cuándo tiene uno
derecho a llamarse libre? Nos interesa la imagen del hombre
verdaderamente libre. Algunas cosas nos podrán parecer
nimiedades, pero no nos vamos a molestar por ello. Lo
“grandioso” no siempre es auténtico, hay mucho engaño
detrás. Nosotros queremos realizar un buen trabajo, un
trabajo artesanal honrado y perdurable.

Comencemos por lo más inmediato. Se dice que un hombre


es libre cuando puede hacer lo que quiere, cuando tiene
libertad exterior para decidir y moverse. Si uno tiene que
someterse a todo tipo de órdenes de parte de superiores o
familiares, no es naturalmente libre. Quisiera pasear y no
puede; integrarse a un grupo, pero le está prohibido; realizar
un trabajo a su manera, pero tiene que hacerlo según las
instrucciones de otro; se siente inclinado hacia una profesión
94
determinada, pero no puede abrazarla... Todo esto es falta
de libertad y puede oprimir agobiadoramente.

Se torna todavía más penosa esa falta de libertad cuando en


nuestro medio impera un distinto modo de pensar que el
nuestro. Esto le puede ocurrir a cualquiera y en todas partes.
No se lo comprende, se lo rechaza, se le quiere imponer las
ideas propias. No es tomado en serio lo que a uno le importa
y se ridiculiza lo que ambiciona. Se trata de obligarlo a una
vida social que lo repugna; se le imponen formas de trato,
diversiones, modas que no le gustan... Causa de esto puede
ser la sociedad, el ambiente profesional, la familia o el
colegio, o lo que sea.

Esto puede llegar a una verdadera tiranía y aquéllos que


reclaman para sí todas las libertades, muchas veces son los
más desconsiderados en su trato con los demás. Si resulta
que uno es por naturaleza dócil o tímido, entonces es muy
posible que pierda toda autonomía. La crítica implacable
arrebata a uno la confianza en sí mismo. No se piensa
entonces desde el punto de vista propio, sino desde el ajeno.
Se acomoda uno a todo, encontrando bien o mal, hermoso o
feo, noble o despreciable, no lo que el propio corazón dice
sino aquello que los demás le imponen, hasta el punto de
llegar a perder no sólo la libertad exterior sino también la
interior.

Semejante falta de libertad se da en gran escala. Unos están


afectados profundamente, otros no tanto. En algún modo
todos participamos de ella, pues todos estamos metidos en
situaciones que no podemos cambiar. Nos encontramos en
95
una familia y tenemos parientes que hemos de aceptar sean
como sean. En la escuela uno no puede escoger
compañeros, profesores, instalaciones, sino que tiene que
conformarse con lo que haya. Uno está situado en una
profesión, en una oficina o un taller, en determinadas
relaciones sociales, y con eso tiene que arreglárselas. Así es
como todos experimentamos de algún modo la opresión de
la falta de libertad exterior.

¿Cuándo nos veríamos completamente libres? Si


pudiéramos ir y venir a nuestro antojo, trabajar en lo que
estimemos conveniente, ordenar la vida a nuestro gusto; si
nos halláramos en un medio que respete nuestras
opiniones... En una palabra, si fuésemos dueños de nuestros
movimientos y nuestras resoluciones.

Esto sería libertad, y bien vale la pena luchar por ella. Es


cierto que hay situaciones en las que nada se puede
cambiar. Situaciones familiares, de escuela, profesionales, a
las cuales hay que acomodarse. Pero esto siempre debe
hacerse de tal manera que queden a salvo el respeto y el
amor al prójimo. También aquí uno puede conseguir mucho.

Ante todo, es preciso que cada uno permanezca fiel a sí


mismo. Si quiere uno, por ejemplo, seguir una determinada
profesión y encuentra resistencias, primero debe llegar a ver
claro: ¿Qué es lo que quiero? ¿Por qué? Y luego, insistir
constantemente en una palabra apropiada en el momento
justo. Al mismo tiempo se esforzará en el trabajo y en la casa,
para que sus padres vean su buena intención; pondrá
empeño en el tono y en toda su actitud para superar toda
96
resistencia con el poder de sus buenas intenciones.Quizá
objete alguien que esto es “diplomacia” y falsedad; que se
debe manifestar claramente lo que se pretende y nada más.

¡Ah, no! Es simplemente la actitud de una voluntad razonable


y consciente de su objetivo que utiliza buenos medios para
una buena causa. Con actitudes rudas, con exigencias
incondicionales, con rebelión y peleas no se consigue nada
positivo; sí, mayor discordia y fastidio.

Hay ciertas ocasiones en que se ve claramente: está en


juego mi alma, la salud interior de mi vida, mi profesión y la
obra de mi vida. Entonces puede llegar a ser necesario
imponerse ofreciendo abierta resistencia. Pero ha de poder
decirse uno a sí mismo sinceramente que realmente está en
juego algo importante, que ya se han ensayado sin provecho
todos los medios. Semejante lucha abierta debería llevarse
a cabo con un corazón puro y sincero. Muchas veces una
cosa que nos pareció tremendamente importante, fue sólo
un capricho. Creía uno a lo mejor que toda su vida dependía
de ella, y al poco tiempo esa cosa se le tornó indiferente;
pensaba que ya no podía resistir más, que debía salir de tal
situación, y luego descubrió que lo que en realidad quería
era evadirse de obligaciones incómodas. Se dan pues, casos
que ponen a prueba nuestra fuerza; mas, por lo general
podemos conseguir bastante si somos perseverantes,
aprovechando todas las ocasiones para ensayar nuevas
tentativas, cumpliendo al mismo tiempo con esmero todos
nuestros deberes y moderándonos en el trato. Y así llegamos
ciertamente siempre alguna vez a un límite en el cual no es
posible cambiar nada. Esto significa entonces que hay que
resignarse a lo irremediable manteniendo la mejor conducta.
97
La lucha se hace especialmente necesaria cuando es
preciso defender nuestras convicciones contra un ambiente
brutal. ¡Aquí ante todo una cosa: no dejarse confundir!
Compañeros de curso, de taller y fábrica, colegas en el
negocio u oficio, por más que presionen: ¡No dejarse
confundir! Está en juego la libertad. Examinemos por qué se
nos ataca; repensémoslo más profundamente, para
comprenderlo mejor; purifiquémoslo de exageraciones y
falsas apreciaciones. Pero luego abracémoslo con toda el
alma, siempre con fuerza y profundamente. ¡Asirlo
firmemente! Cursos enteros han hecho burla de un joven; se
han levantado contra un hombre talleres y oficinas, círculos
y tertulias. Pero éste se ha manifestado firme, y todo ha
quedado destruido ante su corazón sereno y su voluntad
clara.

Tal libertad exterior es preciosa, sobre todo si se la ha


conseguido en la lucha. Pero no es más que el primer paso
hacia el país de la libertad. Ciertamente has podido observar
lo siguiente: alguien tiene esta libertad exterior; al menos,
tanto cuanto podría exigir razonablemente. Tiene que
mantenerse en un orden; por lo demás, no se le pone ningún
obstáculo en el camino. Puede hacer y dejar hacer lo que
quiera; puede ir con sus amigos, dedicarse a lo que se le
antoja. Sí, quizás no se preocupe de ningún reglamento
interno y haga únicamente lo que le viene bien. Lee cuanto
llega a sus manos y nadie intenta disuadirle de sus
convicciones. En suma: es libre en el hacer y no hacer. Ahora
se introduce una determinada expresión; en su clase y grupo
la dicen todos ¡y él también con ellos! Se pone de moda una
nueva corbata, un nuevo modo de dar la mano y de saludar...
98
Quizás no vea del todo claro por qué ha de ser necesaria tal
cosa; pero él quiere pasar por elegante o por moderno, —
según como se lo llame— y... ¡hace lo mismo!

¿Qué decir de semejante libertad?

Se pone de moda un libro. No quiero dar ningún título; tú ya


conoces demasiados, que han pasado de mano en mano.
Algo hay en él que se resiste al libro. Este le parece
exagerado, innatural. Oye que en él resuenan grandes
palabras, pero sin ningún contenido de verdad. Siente que
hay en el texto una dudosa mezcla de cosas puras y no tan
puras. Pero el libro está en boga, todos hablan de él; y él lo
lee y lo encuentra magnífico.

Es ridiculizado un individuo, un compañero, un profesor u


otro cualquiera. El sujeto de quien estamos hablando cae en
la cuenta de la grosería. Sabes tú que cuando Guillermo
Raabe quería demostrar la extraordinaria nobleza de un
hombre, decía: “¡este hombre jamás se ha burlado de
nadie!”. Nuestro hombre, pues, siente la grosería; pero todos
ríen, por tanto, él también ríe. En el grupo alguien manifiesta
su opinión. Los demás están en contra. El, en cambio,
percibe algo de razón en la opinión rechazada. Pero “se” está
en contra; no va a ser él una excepción. Y está de acuerdo
con ellos.

Y así sucesivamente. Siempre lo mismo: no se atreve uno a


manifestar sus convicciones en la reunión por temor a los
99
miles de ojos. Por no ser tenido por mojigato, se ríe de un
chiste contra el que se subleva todo lo puro de su corazón;
se avergüenza de una conducta limpia porque los otros —
que ya “tienen experiencia”— no le toman en serio.

¿Esto es libertad?

¡Ciertamente que no! Puede uno ser exteriormente tan libre


como un pájaro y, por dentro, un siervo. ¿Siervo de quién?
De la opinión pública. No vamos a despreciarla demasiado,
porque tiene su parte positiva. Expresa la conciencia de
muchos. Pero también ¡qué cantidad de absurdos,
vulgaridad y estrechez mental contiene! Es lo mismo que se
trate de la opinión pública de una ciudad o de una escuela,
de una clase o de un grupo.38

Un hombre de experiencia me habló un día de las suyas en


la vida pública: “Mirando a los hombres uno por uno, son toda
gente buena. Pero en masa parece que tienen el demonio”.

Mucha verdad hay en esto. El que está solo, tiene que


responder de sí; su conciencia está en guardia. Pero al
juntarse muchos, cada uno carga su responsabilidad sobre
el vecino. Cada uno se deja llevar. ¿Y el resultado? Que la
multitud es irresponsable. Y la mayoría de las veces dan el
tono, no los más nobles y serios, sino los que más saben
gritar y expresar de manera más plausible lo que a todos
agrada.

100
En consecuencia: quien quiera ser libre tiene que librarse de
la servidumbre de la masa.

Pero se da también una dependencia de la minoría. A veces


toda una clase o un grupo están sometidos a una camarilla o
quizás a uno solo. Lo mismo ocurre muchas veces en la vida,
la profesión, el partido. Este individuo o estos pocos saben
expresar lo que quieren; tienen una voluntad fuerte y a veces,
también un alma sin escrúpulos, que acomete sin
miramientos. Así es como dominan. Puede suceder que
semejante individuo someta totalmente a su dominio a otro
hombre. Su amigo habla como él, se comporta como él, le
escucha solamente a él, sigue en todo el ejemplo de él. Pero
esto ya no es amistad, sino esclavitud.

También aquí hay que defenderse. A un hombre probado se


le guardará fidelidad, pero cuidando de no perder la
independencia. En casi toda amistad llega el momento en el
que debe decidirse si ésta se ha de convertir para uno de los
dos en esclavitud. Todo ello puede proporcionar horas
difíciles, incomprensibles y luchas, pero es preciso
atravesarlas. Y para el amigo será la prueba de si realmente
él es lo que dice ser o si por el contrario quiere ser un tirano.
Aún quien quiera auténtica amistad, cuando el otro se separe
aparentemente no comprenderá en el primer momento de
qué se trata. Pero si su amor es verdadero comprenderá muy
pronto que no ya a perder a su amigo: le permitirá esta
libertad y con ello lo ganará de nuevo.

101
El dominador en cambio no gusta de esto. Quiere que su
amigo le esté sumiso, se opone a su liberación, le guarda
rencor y lo acusa de infidelidad.

En las agrupaciones ocurre muchas veces algo parecido.

El hombre verdadero quiere por amigo a un ser libre, no a un


esclavo; quiere dirigir hombres libres, no un rebaño. En
consecuencia, tanto más goza cuanto más decididamente
afirmen los demás su peculiar modo de ser.

No olvidemos que se puede ser también esclavo de las


cosas, no sólo de los hombres. Una golosina puede llegar a
ser tan apetecible que uno se olvida ante ella de todo reparo.
Alguien ve un artículo de camping, un traje, una bicicleta, un
bote plegable y los quiere a cualquier precio. Un sello raro,
una piedra preciosa, un libro o un cuadro... en seguida piensa
que tienen que ser suyos y no descansa hasta obtenerlos.

Cualquier cosa puede someter al hombre: “casa, hacienda,


criado, criada, buey, asno...” Y todo cuanto pueda ser
propiedad del hombre.

Tal dependencia puede turbar por completo al corazón y


quitarle toda su alegría; puede incluso inducir a uno a la
injusticia. Y cuando uno posee algo puede llegar a tal punto
su apego que ya no es capaz de desprenderse de las cosas
aun cuando a otros les harían mucha falta o cuando se
podría causar con ella una gran alegría a alguien.

102
Quien tiene esa mentalidad se hace esclavo de la cosa.
“Bienaventurado el hombre que no corre detrás del oro”, dice
la Sagrada Escritura, “y que no inclina su ánimo hacia el
dinero y las cosas preciosas. El se nos da a conocer y
nosotros lo exaltaremos porque en verdad ha realizado algo
grande en la vida”. Ese se ha transformado en un hombre
libre.

Tal esclavitud hay que romperla, aunque sea necesario


proceder duramente contra uno mismo. Tiene que ser así, de
lo contrario no se avanza. Atenerse rigurosamente a lo justo,
aún en las cosas más mínimas; prestarse a los demás con
gusto y ayudarles. Y si se nota que los lazos se tornan
demasiado fuertes, no queda más remedio que sacrificar
generosamente lo que tan profundamente nos ata.

Libre, por tanto, no es quien puede hacer lo que quiera. Es


necesario también ser independiente de hombres y

cosas. Es necesario permanecer fiel a la propia conciencia,


al sentido del propio ser. El hombre interior tiene que ser
dueño de lo exterior, del ambiente, relaciones, cosas, bienes
y propiedad.

Pero aún tenemos que ahondar más. Supongamos que uno


sea dueño de sus decisiones e independiente interiormente,
y que obre realmente como mejor le parece. Pero sucede a
veces que le sobrevienen arrebatos de ira, que lo hacen estar
fuera de sí. Dice en esos momentos cosas que, luego, le
103
duelen profundamente; es injusto con los demás, grita y
despotrica: ¿Es éste libre?...
Otro es vanidoso, habla con frecuencia de sí, sabe llevar la
conversación siempre a temas que domina; presta atención
así que se habla de él; todo lo que se dice en seguida lo
interpreta como crítica o adulación; está siempre al acecho
de lo que los demás piensan de él. ¿Es éste libre...?

En un tercero se enciende tanto la pasión que ya no se puede


dominar, dice cosas indignas o se porta incorrectamente.
¿Es éste libre...?

Y así tantos otros casos: en éste será la gula, en aquél la


terquedad, en el otro la envidia, en un cuarto la soberbia...,
la pasión, los instintos, los hábitos están en él y lo atan.
¿Puede éste decirse libre? Por fuera quizá, mas ¿por
dentro? Un hombre así quizá pueda imponerse frente al
mundo, pero por dentro se encuentra atado.

Hay entonces, en el hombre mismo, en su propio interior, en


cierto modo dos hombres: uno muy interior que es el genuino
y otro más exterior que son los impulsos y pasiones. Estos
no son malos; al contrario, son magníficas fuerzas. La pasión
es fuerza, el impulso es fuerza. El iracundo también es
fogoso cuando se trata de ponerse al servicio de una causa
sublime. El pasional posee ímpetu espiritual y entusiasmo
para lo noble. El avaro aprecia el valor de las cosas y puede
ser un magnífico administrador. El celoso valora al amigo.

104
Todas esas fuerzas son preciosas, pero ciegas. Pueden
también destruir, confundir, esclavizar, cuando el hombre
interior no conserva libre su conciencia. El debe imponer el
dominio sobre la pasión y el instinto. Debe amansarlos,
ordenarlos, aprovecharlos. Entonces actúan benéficamente,
como el ardor del fuego, cuando se lo utiliza debidamente.

Solamente es libre aquél en quien el hombre interior domina


sobre el exterior, la conciencia y la libertad: la libertad moral.
Ella hace que el hombre viva desde su centro más profundo,
la conciencia; que todo sea dirigido por ella y, en
consecuencia, por Dios. Sólo ella hace que el hombre
adquiera su personalidad.

Así pues ¿cuándo merece el calificativo de “libre”? Cuando


exteriormente es señor de sus decisiones. Cuando se
independiza de las influencias de hombres y de cosas y
actúa desde su propio ser interior. Pero, sobre todo, cuando
lo más profundo del hombre, su conciencia, impone su
señorío sobre todo el mundo de instintos y pasiones.

La primera libertad es buena y digna de que se luche por ella.


Brinda campo abierto, vía libre, pero no supera la
exterioridad. Más importante es la segunda, ya que va más
hondo. Sin ella carece de valor la primera. Hace al hombre
libre para su propio ser; hace que no viva y obre como el
ambiente, sino conforme a las exigencias de su propio ser;
que sea idéntico a sí mismo; que sienta según su carácter;
que piense tal como a él se le presenta la cosa; que obre
como se le parezca correcto; que en todo su ser configure la
imagen de su esencia esbozada en él.
105
Sólo esta segunda libertad torna valiosa la primera. Pero la
decisión se produce en el tercer plano, en lo más íntimo. Ahí
se decide si el hombre se abre o no a la libertad moral; si su
conciencia, la voz de Dios en él logra el dominio y no el
instinto, la pasión o el egoísmo; si adquiere personalidad.

Si la conciencia sirve a Dios y domina todo conforme a la


voluntad de Él, sólo entonces el hombre es verdadera y
plenamente libre. Porque ser libre quiere decir pertenecerse
a sí mismo, ser uno consigo mismo. Y mi más íntimo yo es
la conciencia. Si, pues, quiero ser libre, todo debe pertenecer
a ella y yo debo concordar con ella.

Esta es la libertad que revaloriza a la exterior, porque ella es


la que hace que sea libertad de hombre, no libertad de un
pájaro. También confiere valor al segundo modo de libertad,
haciendo de ella libertad de un hijo de Dios y no un mero
desborde de energías naturales. Sólo ella forma toda fuerza
y todo impulso noble y fructífero.

Ahora podemos preguntar: ¿es libre por naturaleza el


hombre? No: tiene que hacerse. Es ciertamente libre en esa
forma elemental de poder tomar por la derecha o por la
izquierda —como quiera— en el cruce de dos caminos. Pero
la libertad auténtica, la espiritual, tiene que ser conquistada.
Y cuesta una lucha tenaz, inmensamente penosa.

Es curioso que cuando uno se acerca a la gente que más


alardea de ser libre, advierte con frecuencia que apenas
106
saben algo de la libertad verdadera. Los que
verdaderamente la conocen, los que aspiran realmente a ella
y han experimentado en dura lucha cuán lejos está el hombre
de poseerla plenamente, hacen poco alarde de ella.

Pero, ¿cómo llegar a ella? Tres caminos llevan a la libertad:


conocimiento, disciplina y comunidad. “La verdad os hará
libres”, ha dicho el Señor. Tanto más profundamente sumido
está uno en la servidumbre, tanto menos se reconoce como
esclavo. En cuanto toma conciencia de ella ya está
parcialmente vencida. El que, por ejemplo, participa o
colabora en la crueldad de otros simplemente, sin
reflexionar, se halla en un estado de absoluta dependencia.
Quien con absoluta naturalidad comparte las necedades de
la moda, de los tópicos en el hablar o de la opinión pública;
las malas costumbres y hábitos de los compañeros de
colegio, de los colegas de trabajo o de los amigos,
naturalmente no se libera. Pero si una experiencia cualquiera
o un consejo llega a despertarle la conciencia y hacerle ver
cuán servilmente se porta, cuán injustamente juzga, cuán
grave resulta alguna costumbre, entonces puede que
experimente como si se le cayera la venda de los ojos. Se
avergüenza. El mismo no comprende cómo ha podido ser de
ese modo. La ceguera ha sido quebrada y ha quedado
abierto el camino hacia la libertad. Ve cómo está la cosa y
sabe en qué punto tiene que aplicar su trabajo. Ante todo,
tiene que mirar en su interior hasta ver claro. No basta saber
que soy poco amable con los demás. Debo preguntarme:
¿Por qué? ¿Con quién, en particular? Tal vez entonces
descubra que la causa de mi antipatía que me hizo ser
desatento con el otro fueron unos celos ocultos o una envidia
secreta. No basta saber simplemente: “soy negligente en mi

107
trabajo”. Hay que preguntarse: ¿por qué? Puede ser pura
pereza o quizá cansancio. Y este cansancio tal vez provenga
de cierto desorden, de acostarse demasiado tarde o de
dedicarse a miles de cosas. No basta saber que uno es
irritable en el trato con los demás, duro en sus juicios,
impaciente con los que lo rodean. Tiene que preguntarse:
“¿por qué?” Quizá advierta entonces que en el fondo todo
procede de alguna pasión, que algún impulso aún no
dominado vive en uno y produce descontento.

Se trata pues de comprenderse a sí mismo y preguntarse:


“en mis relaciones exteriores, ¿dónde hay lazos que yo
pueda romper sin lesionar mis deberes? ¿Dependo de los
demás por la imitación, la vanidad o el respeto 40 humano?
¿Me hacen esclavo de las cosas la ambición, la envidia, la
codicia? ¿Soy siervo de mi naturaleza por alguna pasión, mis
defectos o mis desórdenes? ¿Dónde residen mis faltas más
graves? ¿Cómo se manifiestan?”

De este modo se ha de ir consiguiendo poco a poco un


cuadro exacto de sí mismo. Resulta eminentemente práctico
reflexionar tan pronto como nos ha ocurrido una cosa.
Después de un choque o de un altercado, preguntarse:
“¿cómo han llegado las cosas a este punto? ¿De qué soy
culpable?” Pero, ¡hay que buscar sinceramente la verdad!
¡Que el amor propio no retuerza de tal manera la cosa, que
aparezca uno inocente! Un filósofo ha dicho esta expresión
maliciosa: “la memoria dice: esto lo has hecho tú. El orgullo
replica: yo no puedo haber hecho tal cosa. Y la memoria se
rinde”. Por tanto: ¡querer ver!

108
¿Qué es lo que hay en mí, que me ha llevado tan lejos? Si
se ha hecho algo malo, hay que enfrentarse consigo mismo
y preguntarse: “¿por qué? ¿Cómo has llegado a esto? ¿Te
ha ocurrido esto ya otras veces? ¿Hay algo en ti que te lleva
a esto?”
Después de un fracaso, examinarse: “¿qué es lo que ha
fallado? ¿Cuál fue la causa? ¿Irreflexión, desorden,
debilidad, falta de formalidad...?”. En semejantes ocasiones
la conciencia está más despierta, la mirada más limpia, la
voz interior más clara. Es preciso aprovecharlas.

O si a fin de mes o del semestre se hace un repaso del


tiempo transcurrido preguntarse seriamente: “¿Cómo te fue?
¿Qué has hecho bien? ¿En qué has fallado? ¿Qué tal el
trabajo? ¿Cómo te has portado con los de casa? ¿Cómo con
los compañeros, profesores, los superiores, los
subalternos?”. Puede también utilizarse para esto el examen
de conciencia antes de la confesión y observarse a sí mismo
largo tiempo respecto a una falta determinada.

Lejos de mí pretender con todo lo dicho que hayamos de


estar siempre contemplándonos, observándonos y
analizándonos. Semejante actitud destrozaría nuestro
espíritu. La ansiedad, que por todas partes ve faltas; la
escrupulosidad, que en todo se cree culpable, son casi
todavía peores que la ceguera ingenua, pues falsean la
conciencia y la sumen en inseguridad. Pero es necesario
querer ver claro. Para ello hay que examinarse de tiempo en
tiempo. Y esto hacerlo con toda veracidad, con una mirada
incorruptible que quiere ver realmente, que llama a lo malo

109
malo y a lo importante importante, sin disculpar ni paliar nada
sino buscando la luz. De allí surge la verdad liberadora.

Ver solamente no basta. Es preciso también obrar: disciplina


y sacrificio. La verdadera libertad brota tan sólo de la
disciplina. Si alguno te habla de libertad, pero sin fundarla en
disciplina, no le creas. Es pura patraña, por magníficas que
suenen las palabras. No somos verdaderamente libres por
naturaleza —hablo de la libertad espiritual, no del mero
poder ir por la derecha o por la izquierda. Si la conquistamos
depende de la disciplina, de una disciplina constante y
sincera. Forma parte de ella la lucha constante y diaria,
contra los lazos de fuera y sobre todo de dentro, y la
permanente superación de sí mismo.

No conviene proponerse demasiadas cosas, sino pocas, tal


vez una sola. Por ejemplo, trabajar concienzudamente y
dirigir a esto toda la atención. Mejorando en este punto todo
se mejora, porque el hombre es un todo viviente. Acaso sea
de más eficacia concretar aún más nuestro propósito:
“prepararé esmeradamente mis trabajos de clase o mis
labores domésticas”.

Buscar algo bien claro y preciso. Por la noche examinarnos


cómo nos ha ido (examen de conciencia). Por la mañana
renovar el propósito. Y todo

esto practicarlo largo tiempo, hasta notar que ha echado


firmes raíces en el alma. Entonces cambiamos y
emprendemos otra cosa. Las resoluciones pierden
110
intensidad con el tiempo, pues uno se acostumbra a ellas. Es
necesario de cuándo en cuándo tomar otra nueva,
refrescando de este modo el empuje y entusiasmo.

Esta es la verdadera disciplina: lanzarse con firmeza, luchar


con valentía y recomenzar constantemente. Prepárate desde
el principio para una lucha prolongada. Las menudencias
pueden superarse pronto. Pero las faltas verdaderas están
tan arraigadas en el hombre que se requieren años para
terminar con ellas.

Puede suceder que al principio de la lucha se empeore la


cosa. Es natural; mientras se deja que todo siga su curso, no
se siente nada especial. En cuanto se inicia la tarea se
remueve toda el alma. Justamente la atención y la lucha
contra un defecto concreto a veces hace que éste surja con
toda su fuerza. Entonces ¡no desconcertarse, sino
perseverar!

Quisiera llamar la atención de un modo particular sobre un


punto: puede suceder que no se progrese nada. Siempre las
mismas faltas, de modo que llega a decaer el ánimo. Pero es
necesario conocer la naturaleza humana. Quizás no se
progrese realmente para nada en lo propuesto
especialmente, pero sí en otro punto. Así, por ejemplo, uno
lucha largo tiempo con su carácter irascible sin tener éxito;
pero sin notarlo él, se hace más bondadoso con los demás.
Justamente el hecho de haber tenido que luchar tan
duramente y de haber experimentado tan profundamente su
flaqueza lo han conducido a ello. Un segundo se afana por
ser más ordenado y esmerado en sus trabajos, pero siempre
111
recae. Pues bien, a pesar de todo, aún sin él advertirlo,
domina con mayor facilidad una pasión. La lucha constante
por el orden le ha dado fuerza para que no pierda tan
fácilmente la cabeza ante el poder del instinto. Todo está
íntimamente unido en la vida interior. El actuar en un punto
produce efectos también en 41 todos los demás. Por tanto,
¡no descorazonarse nunca!

Hay todavía otra forma de disciplina muy importante: el


orden. Podrá parecer extraño oír que la libertad procede del
orden, estando acostumbrados a tener por el más libre al
vagabundo, que vive únicamente del momento, sin
someterse ni depender de nada. Mas ser libre no significa
eso sino independencia del interior respecto del exterior, de
lo profundo respecto de lo superficial, de lo eterno respecto
del memento, de lo noble respecto de lo que carece de valor.
Lo noble, lo eterno, lo interior deben ser protegidos para que
no sean arrollados por lo fútil, por el momento, por lo
superficial, por lo exterior. Y esto se logra por el orden. Nada,
pues, de es trechez mental sino ¡orden! como medio de
liberar lo más propio nuestro. Primero el orden exterior en la
mesa, el cuarto, el armario. Quien tiene todas las cosas
mezcladas como si el papel, los lápices, los libros, la ropa
tuviesen piernas y se corriesen siempre allí donde no les
corresponde, este tal no es señor de su ambiente y esto
porque el desorden se halla en él mismo. Es en él mismo
donde está el embrollo. Para él, pues, luchar por el orden
significa luchar por la libertad; una lucha del espíritu contra
el desorden en su propio interior.

Lo mismo cabe decir del orden en el quehacer diario: que el


levantarse, el trabajo, la hora de recreo, el descanso, se
112
hagan a su debido tiempo. No con mezquindad, pero sí con
disciplina. Quien no consigue empezarlo y concluirlo todo a
su tiempo, es esclavo en alguna porción de su ser, sea del
estado de ánimo, o de la sociedad, o de los contratiempos y
del acaso. Así pues, orden en el trabajo: establecer qué hay
que hacer primero y qué después; y en esto no dejarse guiar
por el gusto sino por lo que corresponde.

Orden también en el trabajo mismo: leer el libro bien; con


orden, no lo último primero. Leer con cuidado cada página,
línea por línea. Repensar lo leído. Consultar en el diccionario
u otro libro lo que no se comprenda, o preguntar. Llevar a
cabo un trabajo concienzudamente y no dejarse guiar por
caprichos. Concluir la tarea empezada, no dejarla después
de un par de arremetidas.

Después orden más profundo todavía en el pensar: penetrar


realmente. Estudiar a fondo un asunto. No decidirse a la
buena de Dios, sino tras un serio examen. Seguir el hilo de
las ideas, no saltar de una en otra. No dejarse desviar por
nuevas ocurrencias, sino siempre derecho, paso a paso.

Hay un tercer camino que conduce a la libertad: la


comunidad. Pero es necesario añadir: la verdadera. La falsa
comunidad —lo hemos visto ya— ata por el temor, el
despotismo, la violencia. En cambio, la verdadera ayuda a la
liberación. Ya el hecho de alternar con los de otra manera de
ser y la obligación de respetarlos desata ligaduras. El que
anda siempre solo se enquista de tal manera en su peculiar
modo de ser que ya no puede salir de allí. En cambio,
viviendo en compañía, se topa ya con este, ya con el otro
113
modo de ser: tiene que hacer frente al modo de ser extraño.
Entonces siente su ser, experimenta su influjo, procura
comprenderlo, examina lo bueno y lo malo, lo respeta,
muestra interés por él a fin de poder alternar, colaborar, etc.
Todo esto libera su comprensión y amplía su mirada. Le
ocurre lo mismo que a un hombre que sale del estrecho
mundo de su familia y su patria para tierras lejanas. Es cierto
que puede sucumbir a lo extraño y perder de este modo sus
mejores valores; pero no necesariamente tiene que ser así.
En cambio, el que permanece fiel a su ser se amplía:
adquiere experiencia de la vida, madurez de juicio y libertad
de acción.

Ese tal ya no se sobreestima, sino que sabe ver su


peculiaridad como uno de tantos modos de ser humanos. Y
precisamente ante el modo de ser extraño comprende mejor
el suyo propio. Cuántas veces se cae en la cuenta de la
fealdad de un defecto solamente después de haberlo visto
en los demás. O cuántas veces se alegra uno por primera
vez de una virtud cuando se nota su ausencia en otros o
también viendo lo que otros hacen de ella. Precisamente en
el contraste con el modo de ser ajeno es como se empieza a
experimentar el propio, y uno se compenetra con él cuando
tiene que abrirse paso a través de la incomprensión y el
rechazo.

La mejor comunidad es la de los verdaderos amigos y


camaradas. La esencia de la amistad consiste en que uno
desea que el otro sea bueno y perfecto. La de la camaradería
en que uno desea que el otro sea capaz e inteligente en la
misma empresa. Ambas implican gran sinceridad para decir
al otro sus fallas. Una amistad tiene valor en la medida que
114
uno es sincero para con el otro, y éste acepta la sinceridad
del otro. Conozco amigos que, cuando después de algún
tiempo vuelven a verse, se miran detenidamente. No como
espías secretos, sino abiertamente. Y cada uno lo sabe y
resiste. Y entonces cada uno dice con toda franqueza: “oye,
esto me parece bien; esto otro no...”

Semejante sinceridad es difícil. Resulta muy duro permitir


que le llamen la atención a uno. Frecuentemente todo se
rebela contra una palabra. La amistad no es cosa fácil. A
pesar de toda la fidelidad, actúan en el fondo de las mejores
intenciones vagos celos, veladas antipatías, susceptibilidad
y otras cositas por el estilo muy poco claras. Es como si de
algún fondo oscuro ascendiese a la superficie del alma toda
suerte de cosas extrañas que enturbian la clara intención.

Muchas amistades se han roto porque no se ha prestado


atención al “otro hombre” en el propio interior. Este se
defiende duramente contra tal advertencia; la juzga
presunción, pedantería, superioridad, afán de dominio. Allí
se decide si la amistad posee hondura, sustancia, o si ha sido
un mero sentimiento superficial.

Pero muchas veces resulta también duro decir ciertas cosas


al amigo. A veces no llega la palabra a los labios. Nos
conocemos demasiado bien a nosotros mismos, por eso nos
sentimos fariseos cuando le corregimos al amigo. No se
quiere ser falto de delicadeza.

115
Hay sobre todo ciertas cosas que cuesta decirlas. Es mucho
más sencillo decir a uno que debe dominar su cólera que
advertirle que debe ser veraz o limpio en cuestiones de
dinero. Aquello es una simple pasión; esto afecta a la honra.
Todavía me parece más difícil tener que decirle a uno que se
presente más limpio y aseado o que coma como es debido,
porque en tales puntos el hombre es extremadamente
sensible. Sin embargo, hay que hacerlo; y se presta al amigo
un pésimo servicio callándose por tales motivos. Piensa
primero cómo se lo vas a decir: siempre con delicadeza,
espera el momento oportuno y, entonces, háblale con
franqueza. Ciertamente que el primer momento no es
precisamente muy agradable, pero más tarde te lo
agradecerá.

Todavía hay otra ayuda para conseguir la libertad: el rival. Es


ciertamente una obra magistral el saber aprovecharse de él.
Y es que en el primer instante la sensibilidad, la ira, la
venganza y la preocupación nos ciegan para no ver en el rival
otra cosa que al diablo en persona. Pero no olvides que el
odio tiene una vista muy aguda y que la aversión no se deja
engañar fácilmente. Quien sepa, pues, utilizar lo que ellos
ven y dicen, oirá muchas verdades acerca de sí mismo.
Verdades duras, maliciosas, desagradables, pero ¡verdades!
Frecuentemente más claras e incorruptibles que las que nos
podía ofrecer el mejor amigo. Por esto alguien ha hablado
del “mejor enemigo”, que nos coloca inexorablemente ante
la alternativa; que pone al descubierto todos nuestros
engaños e inquieta la tranquila satisfacción de nosotros
mismos: “¡Así eres tú, muchacho! ¡Defiéndete!”.

116
En el modo de defenderse se decide la suerte del deseo de
libertad y de la tan mentada veracidad. Si lo hace oponiendo
un frente de mentiras contra el enemigo, cerrándose con mil
razones contra su crítica —y tales razones existen a
montones, porque naturalmente, la crítica enemiga siempre
es también injusta—; si se afana en demostrar que el de
enfrente es una mala persona, que no hay en él sino maldad,
bajeza y ceguera, entonces ha perdido la batalla, por más
que haga enmudecer al adversario. En cambio, aun cuando
su defensa sea justa se pregunta: “¿por qué me habrá
afectado esto tan profundamente? ¿No tendrá alguna
razón?”. Si lo toma a pecho y se corrige entonces habrá
vencido, aun cuando aparentemente se haya impuesto el
rival.

La “comunidad de la enemistad” es la prueba suprema de la


voluntad de libertad.

Así es como nos aproximamos a la libertad. Poco a poco,


pero avanzando. Cierto que aún no he dicho absolutamente
nada de lo más profundo de la libertad: del ser libre para
Dios, de la superación gradual de la dependencia de las
cosas, para pertenecer a Dios y poderle poseer. Pero esto
sería un capítulo aparte.

Puntos de reflexión: Hace ya bastante que no presentamos


en las cartas estos puntos de reflexión. Me ha parecido que
ya no necesitas estos estímulos. Pero quizá sea bueno
volver a ello de cuando en cuando.

117
Libertad e injusticia. Pedir perdón y perdonar. Reparar
injusticias. — Libertad y fidelidad. Cuando la fidelidad
oprime; cuando creemos poder obtener más de los otros. —
Libertad y sufrimiento. Ataduras externas. Dolores, defectos,
debilidades. —Los defectos del prójimo. —Libertad y hacer
bien. —Gratitud, delicadeza.

118
CARTA OCTAVA

Sobre el alma

Esta carta tiene una verdadera historia... En realidad, todas


la tienen. Frecuentemente, a lo largo de muchos años,
cuando las tomo en mis manos, veo como se han formado.
Resurgen múltiples vivencias y rostros, renacen
acontecimientos ocurridos largo tiempo atrás.

Todas iban emergiendo de un mar de formas y


acontecimientos, indiferentes para el extraño, pero muy
significativas para quien estaba ligado a ellas. Y luego tenía
que llegar la hora propicia que diera vida a todo eso, y por fin
quedaba configurada la “carta”. Y cuando estaba lograda era
de una sola pieza, sin costuras; era como un rostro vivo, en
el que cada rasgo es como debe ser.

Todas estas cartas tienen su historia. De ahí que se


desarrollen tan despacio. Hay que esperar que crezcan.
Cuando se quiere forzar lo viviente, se atrofia. Exige tiempo.
119
Y servir a la vida significa, ante todo, saber esperar.
Ciertamente hay que saber también cuándo es hora, y poner
manos a la obra, pues hoy está el fruto maduro y se puede
cosechar; mañana quizá sea ya demasiado tarde...

Una historia semejante tiene también esta carta. No es


casual que justamente esta carta se refiera al tema de la
espera y del dejar crecer, porque de estos temas tratará
precisamente.

Sus pensamientos se despertaron por primera vez en


Niederholtorf, una plácida aldea no lejos de

Siebengebirge, en mi luminoso cuarto, donde tan a menudo


nos sentábamos. Después llegó una noche en Werl,
Westfalia; allí en una conversación estos pensamientos
cobraron tanto vigor, que me pareció que debía ponerlos por
escrito, pero aún no era tiempo. Me acompañaron al bullicio
so Berlín y de nuevo a Holtorf; después a Rothenfels y
Grüssau, y ahora estoy en Postdam y comienzo a escribir,
pues sé que ya es tiempo.

En esta carta era particularmente necesaria la espera,


porque ha de hablar de cosas silenciosas y profundas': del
alma. Tomo la palabra en ese peculiar sentido que tiene en
alemán: lo más profundo, rico e interior.

En una de las cartas anteriores hablábamos de la auténtica


virilidad, de que es necesario ser imperturbable y caminar
120
erguido por el mundo. De que hay que ser noble en el juego,
valiente en la lucha y realizar nuestra obra con claridad y
mano firme.

Hoy todo esto adquiere una tonalidad diferente. Es lo que


corresponde, pues se trata del alma. Cualquier otro enfoque
resultaría ruidoso y superficial.

Es cierto que no se puede decir mucho de ella, pero esta


carta ha de tratar de algunas virtudes, en las que su fuerza
se revela de un modo particular y en las que ella misma crece
y se fortifica: del silencio, la soledad, el descanso y la espera.

Callar es más que el mero no hablar. Es una plenitud en sí


mismo. Quien habla, da. Da de lo que ha conocido vivido. El
vigor de su corazón se vuelca en la palabra Sabemos cuánto
puede fatigar una conversación cómo después de ella puede
uno sentirse totalmente vacío. Quien calla, recupera la
energía vital que fluye dentro y se reconcentra de nuevo, la
inteligencia se hace más clara y las imágenes internas se
vigorizan Quien habla, se torna ruidoso, se esfuerza, forma
conceptos, se dirige a los demás y pretende convencerlos
ganarlos, superarlos. Lo interior se distiende en la realización
de la palabra.

En cambio, quien calla se torna tranquilo, libre y desligado


de toda intención... Al hablar no se oye ni se mira, sino que
se está prisionero de la propia lucha y formación de los
conceptos. Por el contrario, los ojos del que calla están

121
abiertos, su oído escucha y su corazón se ensancha. Es
capaz de mirar, sentir y percibir.

Todo esto ya lo hemos experimentado nosotros. Quizá un


día caminábamos varios hablando por el campo.
Espontáneamente mirábamos al suelo, a fin de asir de este
modo fuertemente las ideas, y en torno nuestro se
escuchaba el canto de la naturaleza, y el soplar del viento, y
delante de nosotros se extendían los campos. Los árboles se
elevaban hacia las alturas y sobre ellos se extendía el cielo.
Pero nosotros no veíamos ni oíamos nada de esto. En
cambio, si caminábamos solos, nuestros ojos y nuestro
corazón estaban abiertos. Entonces veíamos los colores y
las formas, y sentíamos el espacio con su plenitud...

Sólo el silencio abre nuestros oídos a la música que resuena


en todas las cosas —animales, árboles, montes y nubes. La
naturaleza se torna muda para quien está continuamente
hablando. Y también en la palabra del otro sólo el que calla
percibe lo esencial: aquello que resuena detrás de los burdos
conceptos; la verdadera intención de la palabra; el tono que
la envuelve y hace que una palabra muchas veces signifique
algo muy diferente de lo que expresa... Y sólo quien sabe
callar percibe a Dios. La voz delicada que nos dice cuál es el
sentido de esta desgracia, de aquella hora feliz, de un
encuentro, de un destino. La silenciosa voz que en todo eso
avisa y amonesta —quien habla continuamente no la
percibe.

Callar no quiere decir ser mudo, de ningún modo. El


verdadero silencio es el correlativo vivo del recto hablar.
122
Están relacionados como la inspiración y la expiración.
¿Acaso se puede dar una sin la otra?

El hablar crea comunidad, ya que por la palabra recibimos y


compartimos. Sin lenguaje, el mundo interior nos oprimiría.
La verdadera palabra libera. Pero debe ser verdadera y estar
en vital relación con el silencio. El silencio es la fuente del
hablar. En el hablar se advierte si éste procede del silencio o
no. Lo que procede del silencio es pleno y rotundo como el
canto matinal de un corazón regocijado, es vigoroso y fresco
como las flores que crecen en las alturas. Fíjate cuan claras
son sus formas; cuan firmes son sus tallos y sus hojas; y el
color de sus flores cuan profundo e intenso al mismo tiempo.
Así son las verdaderas palabras.

Hablar sin callar es pura charlatanería. Sólo en el silencio


fluye la vida, se concentra la fuerza, se esclarece el interior
y adquieren su más pura forma pensamientos y emociones.
El sentido interno de la palabra adquiere su verdadera forma
desde el silencio. La palabra es la interna corporización del
espíritu: el nacer de lo intuido adquiriendo su forma
verdadera. Piensa en el misterio de la Santísima Trinidad, en
donde el Hijo es la “Palabra” del Padre. Pero su origen se
verifica en un silencio divinamente profundo. Y “cuando
todas las cosas yacían en el más profundo silencio y la noche
llegaba a la mitad de su curso, entonces, ¡oh Señor!,
descendió tu Divina Palabra del solio real a nuestro mundo”,
dice la Liturgia de Navidad.

Solamente quien sabe callar bien sabe hablar bien. Sólo es


clara y plena la palabra cuando procede del silencio.
123
Cuán profundamente sentí yo una vez junto al Meno que el
silencio es plenitud. Estaba tendido junto al río y todo callaba
en el valle; ningún pájaro cantaba, ningún hombre, ningún
vehículo pasaba. Todo estaba en silencio, incluso yo mismo.
¡Pero qué riqueza en todo! Lleno de vida, de ser, de la gran
plenitud contenida en el fondo de todas las cosas.

Estar solo es más que no estar acompañado. Es una plenitud


en sí mismo. Quien se dirige a otros se aleja de sí mismo, se
encamina hacia el otro lado. Vuelve la mirada hacia otro
mundo, penetra en él mediante los ojos y los oídos. En
cambio, quien está solo se retira a su interior, “viene a sí”.
Con las conversaciones —alegres o tristes— las burlas y las
riñas, el trabajo y las tareas de la profesión, etc., ¡cuán
profundamente nos hemos hundido entre los hombres!

¡Cuántas veces hemos estado tan “fuera de nosotros” por la


cólera o el enojo, que “no nos conocíamos a nosotros
mismos”, que “nos olvidábamos de nosotros”! Decíamos
entonces cosas que ciertamente no procedían de nosotros y
hacíamos lo que poco después nos parecía totalmente
extraño. Hasta que fuimos a la soledad. Lejos de los
camaradas, del círculo, de la familia; fuera del ruido del lugar
de trabajo, y entonces “volvimos de nuevo a nosotros
mismos”. Volvimos a vernos. Examinamos lo hecho,
escuchamos lo que habíamos dicho; todo a la luz verdadera.
De nuevo nos poseíamos. Podíamos juzgar lo que había
pasado, reconocer y arrepentimos de lo que estaba mal y
ponernos de nuevo en el camino de la verdad.

124
Soledad significa pues, estar exteriormente solo, pero ante
todo estar interiormente consigo mismo. Hombres
verdaderamente solitarios pueden estar en medio de los
demás, en el ruido de las calles y el ajetreo del trabajo, y no
obstante consigo mismo. La soledad nos rodea como un seto
silencioso que sólo deja entrar lo que conviene. Todo lo que
significa personalidad —que uno sea transparente a sí
mismo, que advierta la responsabilidad de su acción, que
llegue a ser dueño de sí— despierta en la soledad.

Todo esto no significa que haya que huir de los otros o que
no se deba disfrutar de su compañía. Soledad no es ser
huraño o vivir aislado, como tampoco callar significa estar
mudo. Necesitamos de los demás, pero no debemos correr
siempre tras la multitud. Bien miradas las cosas, soledad y
comunidad se implican tan profundamente como callar y
hablar, inspirar y expirar. Verdaderamente sociable sólo
puede ser quien sabe vivir también en soledad. Porque
comunidad significa que se puede dar a los demás, y recibir
de ellos; que una corriente vital fluye entre uno y otro; que
realmente se verifica un ir y venir. De otro modo no hay
comunidad, sino comercio o un simple montón de gente.
¿Pero de dónde brota esa corriente, eso que se puede dar:
el respeto, la amistad, el amor, la palabra buena, la acción
bienhechora? Sólo de la profundidad interior, del corazón
fundado en sí mismo. Y esto se abre en la soledad.

Y por otra parte sólo de aquí surge la apertura interior, la


capacidad de recibir y conservar. Todavía más: auténtica
comunidad significa que en el calor y la intimidad del dar
existe un límite, que cada uno está claramente afirmado en

125
sí mismo y tiene un profundo respeto hacia los demás. De lo
contrario no hay comunidad, sino rebaño. Pero también este
respeto y esta auto–reserva se aprenden en la soledad.

Se le nota a un hombre si la soledad está detrás de él. A


veces es difícil mantenerse en ella. Muy difícil. Hay quienes
no pueden disfrutar solos, tienen que comunicarlo a los
demás. Otros, que no saben arreglárselas solos con una
pena, sienten la necesidad de desahogarse. Ciertamente
que esto se puede hacer. La felicidad es más rica cuando se
comunica y el dolor oprime menos. Pero también hay que
saber callar. Resistir solo y arreglárselas consigo mismo.
Cuando se sale de semejante soledad al encuentro de los
demás, entonces sí que se es fuerte y rico para dar.

Todavía quisiéramos decir algo del descanso, que es algo


más que un mero no trabajar. Es también una plenitud en sí
mismo. Cuando trabajamos, creamos y aspiramos, nuestra
alma se halla en ruta hacia la meta, en camino del “ahora”
hacia el “futuro”. Es magnífico este avanzar vigoroso. La vida
discurre vertiginosamente en esta marcha hacia la meta.

Pero si esto se convierte en lo único; si todo se convierte en


ambicionar y trabajar; si nuestra alma permanece siempre
disparada como un dardo hacia una meta, hacia el futuro, y
alcanzado éste, de nuevo se lanza a otro; si se logra un
anhelo y nos invade otro, y así indefinidamente, ¿qué
ocurrirá? Que nuestro ser pierde la hondura, el fundamento,
el apoyo. Todo es ajetreo: “¡adelante!”. Pero no queda nada
vital que nos pueda hacer avanzar: la meta se torna un

126
espejismo, el afán una cacería.' Ya no queda lugar para la
posesión, ni la alegría ni el recogimiento...

¿Quieres ver esto palpablemente? Sal a las calles de


nuestras ciudades cuando los hombres se encaminan
presurosos a sus negocios por la mañana o por las noches o
los domingos, cuando corren afanosos a divertirse. Por todas
partes ruido y ajetreo.

¡Qué espantoso resulta este fantasma de vida! ¿Qué


pensará Dios de todo esto desde su eternidad?
Si al anochecer salimos a la paz del campo... acaso se eleva
por allí un cerro; todo a su alrededor está hundido, y nosotros
—totalmente libres— nos hallamos como aproximados a la
serena grandiosidad de las estrellas, tan plenas de
eternidad; y, sin embargo, en su inabarcable duración son
tan sólo un corto momento ante el Dios eterno.

¿Qué dirá, pues, este Dios de nuestro trajinar? Si fuéramos


paganos habríamos de pensar que se ríe de nosotros. Más
sabemos que es Amor y pensamos con corazón suplicante
que se dignará contemplar compasivo nuestra locura.

Descansar significa abandonar la caza de objetivos,


abandonar el paso vertiginoso por el “ahora”; significa
recogernos, hacer un alto... tener un presente. El hombre
entregado al vertiginoso pasar del ayer al mañana es un
esclavo del tiempo. En cambio, si sabe descansar, si surge
el presente en su alma, entonces está en contacto con la
eternidad.
127
Saber descansar significa abrirse a la eternidad, significa
haber superado urgencias y ajetreos. Es entonces cuando se
hace uno capaz de intuir lo que permanece: la esencia de las
cosas. Quien sabe descansar tiene los ojos abiertos a lo
eterno. Sólo él contempla lo que permanece, lo esencial.
Únicamente él posee. Sólo él sabe lo que es gozo, lo que es
paz. Únicamente el corazón tranquilo siente grande y
profundamente. Sólo él perdura. “No es la fuerza sino la
duración del sentimiento lo que determina el rango de un
hombre”, ha dicho alguien. Pero la duración tiene sus raíces
en la serenidad.

Quien sabe descansar se tranquiliza. En su alma entra la


quietud, no como un cese de trabajo sino como un todo
interior que todo lo penetra, como un equilibrio que todo lo
llena.

Descanso no significa ociosidad. Tanto menos cuanto que


del descanso nace primordialmente el verdadero trabajo.
Pues éste surge de la contemplación de lo eterno, del
contacto con lo que permanece. El descanso es para el
trabajo lo que la silenciosa tierra para las plantas. Le presta
vigor, plenitud y permanencia. Es el alma del crear; lo
enriquece y fecunda. Luego del trabajo el alma vuelve otra
vez a su quietud. Descansar y trabajar son también dos polos
entre los que corre el aliento de la vida.

Estos pensamientos nos conducen de la mano al cuarto


punto: la espera. También es una plenitud; mucho más, por
tanto, que un mero no haber entrado en acción. Hay hombres
128
que no tienen la menor idea de la profunda ley que rige en
todo lo auténtico. Piensan que todo se puede hacer, decir,
leer, disfrutar. Y que lo puede cualquiera y a la hora que se
le antoje.
Los hombres capaces de esperar saben que esto es una
mentalidad vulgar. Conocen la profunda verdad de que todas
las cosas tienen “su hora”. “Todo tiene su tiempo”, dice el
libro del Eclesiastés. “Hay tiempo de nacer y tiempo de morir,
tiempo de plantar y tiempo de arrancar..., tiempo de llorar y
tiempo de reir..., tiempo de ganar y

tiempo de perder, tiempo de guardar y tiempo de tirar...,


tiempo de callar y tiempo de hablar...” ¡Todo! Cada libro tiene
su tiempo; si lo leemos antes, o no lo entendemos o lo
entendemos mal y nos confunde. Cada pensamiento tiene su
tiempo. Es entonces cuando ha llegado a sazón y produce
vida. Expresado a destiempo se atrofia, se extravía o hace
daño. Cada acción tiene su tiempo. Trabajar y descansar,
alegrarse y estar serio. Creemos ciertamente que el Dios
sabio todo lo ha ordenado. Creemos que cada pensamiento,
cada obra y cada hombre están comprendidos en su
Providencia.

Es necesario, pues, que logremos el sentido de la hora


exacta de cada cosa: hemos de saber esperar.

El hombre de espera sabe que lo más profundo, lo mejor, no


podemos hacerlo de ningún modo con nuestro trabajo, sino
que se hace. Lo crea Dios y la naturaleza, su sierva. Hay que
dejarles tiempo, darles lugar. También esto significa saber
esperar.
129
Ciertamente que nada se hace “por sí mismo”; no debe uno
cruzarse de brazos; hay que aportar lo suyo, pero a su hora;
decir la palabra oportuna, ejecutar la labor precisa. Entonces
prospera y genera algo bueno. Hay que prestar atención,
pues, a esta hora oportuna, y esto significa esperar. Esperar,
pues, quiere decir dejar camino libre al Dios creador y a su
cooperadora la naturaleza. Pero a la vez atender a la hora
precisa y ser obediente. En el fondo esto equivale a tener
paciencia. Sobre ella ha dicho Nuestro Señor una sentencia
maravillosa: “Si sois pacientes, poseeréis vuestras almas”.
No nos poseemos cuando nos apresuramos
impacientemente. Pasamos de prisa ante nosotros mismos.
Somos esclavos de toda angustia, pasión y tentación. La
paciencia es la que nos pone en posesión de nosotros
mismos.

Ya no somos capaces de dejar crecer y madurar las cosas.


Queremos hacerlo todo, forzarlo, apresurarlo. ¿El resultado?
Violencia y más violencia. Hombres torcidos, obras
malogradas, una vida de invernáculo que ya en su
nacimiento lleva la muerte., obras organizadas en lugar de
naturalmente crecidas, vidas ajetreadas en lugar de vividas.
Pero hay que pensar que no tenemos sino esta única y corta
vida.

Hemos perdido totalmente el sentido de la oportunidad del


tiempo. Cualquiera lee cualquier libro en el día que se le
antoja, o canta cualquier canción a cualquier hora. Juzgamos
que se puede sostener cualquier conversación en todo
momento o que lo mismo da escribir una carta ahora o

130
después. ¡Qué desarraigados nos hemos vuelto! ¡Sin patria
nuestras palabras, sin rumbo nuestro trabajo!

Tenemos que aprender de nuevo a esperar. Dios crea y obra.


Debemos confiar en Él, y volvernos serenos. Saber que El
hace lo mejor, no nosotros.

Pero a la vez hemos de estar preparados para cuando llegue


la hora. Hay que lograr el sentido de la oportunidad: saber
cuándo es hora de leer y de escribir, de hablar, de trabajar,
de alegrarse; cuándo debemos estar solos y cuándo
relacionarnos. Un instinto que nos denuncie lo dañoso y lo
útil, lo justo y lo excesivo. El instinto del “ahora”.

Una vez más adviertes cómo el saber esperar y la acción


resuelta se implican mutuamente. La espera hace que la
acción se realice en el preciso momento y en el ambiente
apropiado, que posea toda su energía y alcance su fin. La
espera hace que se dé realmente una acción y no un mero
suceso. También aquí aparece el aliento de la vida, que fluye
entre la disposición expectante y la acción decidida.

Silencio, soledad, descanso, espera: son las sendas hacia el


interior.

Caminos hacia esa profundidad, quietud y fortaleza que


llamamos alma.

131
Y avanzando, llegamos a algo más hondo todavía. Sobre ello
quiero hacer aquí sólo unas breves indicaciones.

Empecemos por la pureza. Tampoco la pureza significa tan


sólo no pensar ni hacer cosas sucias, sino que es una
plenitud en sí. Significa que el hombre es nítido y fresco en
todo su ser, que posee ese fino aire de recio y alegre vigor
que es inconfundible. “Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios”. Mas la contemplación
sólo es posible en el vigor y la apertura del ser.

Después la virginidad. ¿Cuántos la comprenden? Significa


mucho más que pasar solo la vida. Si no fuera más que eso,
entonces ahí tienes al solterón y a la solterona, seres
amargados y estériles que son una carga para sí y para los
demás. Pero la virginidad es todo lo contrario: el hombre
virgen tiene una plenitud en sí, una inmensa capacidad de
darse. Solamente que todo lo da a Dios y así se mantiene
joven y alegre. De esta manera se enriquece y madura, y
adquiere esa santa nobleza de que nos habla el Apocalipsis
cuando dice que solamente las vírgenes pueden cantar el
cántico del Cordero.

¡Y esa bienaventurada pobreza, a la que está prometido el


Reino de los Cielos! Ella significa ser libre, dueño de sí
mismo. La verdadera humildad no tiene nada de rastrero,
pues brota del vigor de un corazón noble. De la libertad
sabemos nosotros que surge en los hijos de Dios cuando se
entregan a El completamente.

132
De la paz ha dicho el Señor que es su más precioso don: “os
doy mi paz; la paz que el mundo no puede dar”. En verdad
no es un mero descanso, sin agitación, sino el colmo de toda
plenitud vital y de toda sabiduría divina. Dice la Sagrada
Escritura que Dios “la derramará sobre nosotros como una
corriente profunda”; y San Pablo sabe de ella que “está por
sobre toda razón”.

Y la fuerza con que desandamos este camino es el sacrificio.


Y otra vez: sacrificio no quiere decir tan sólo
desprendimiento, que hagamos miserable la rica y hermosa
vida. Significa no quedarnos con un bien, una alegría o una
obra para nuestro propio disfrute, sino elevarlo a un mundo
superior: a Dios. En Dios todo permanece nuestro, sólo que
transformado, transfigurado, divinizado. “Congregad en el
cielo tesoros, que ni el orín ni la polilla corroen y que no roban
los ladrones”. En el sacrificio elevamos algo precioso por la
entrega en las manos de Dios; pasamos con alguna
posesión o alguna alegría y firmemente con todo nuestro ser
a la vida eterna.
Este paso parece destrucción, pérdida, negación. Puede
realmente serlo cuando se lo hace forzado, de mala gana y
malhumorado. Entonces corroe la vida. Pero realizado con
corazón generoso en un “sí” sincero, es cuando resulta una
ascensión a una vida más alta.

Todo esto es camino hacia el alma. No se trata aquí de nada


muelle. ¡Al contrario! Debemos mirar el mundo con ojos
claros, actuar resueltamente y realizar nuestras tareas con
energía. Pero todo ha de brotar de lo profundo, del silencio.
Debe haber algo detrás de todo eso. Detrás de la comunidad,

133
la soledad; detrás de las palabras, el silencio, y detrás de la
decisión la serenidad.

Porque todo esto en gran parte se ha perdido, nos


encontramos en una situación tan terrible. Cuando uno pasa
por una ciudad, por su bullicio, cambiando un medio de
transporte por otro, por sus calles en medio del ajetreo,
pasando ante los escaparates que atrapan las miradas de
miles de ávidos ojos, hay que retener el alma para que no
sea arrastrada a ese mundo de corridas, bullicio y
ambiciones.

Ya no existe el silencio sino el charlar y más charlar sin fin.


Todo es una palabrería ruidosa. De todo se habla y se
escribe, todo se escucha. Nada permanece sagrado. Nada
es coto cerrado del silencio, ni lo más sublime. Todo es
explicitado, todo es desmenuzado y disecado sin piedad ni
vergüenza en los periódicos, en sociedad, en los centros de
reunión. La habladuría es tan desarrollada, que todos tienen
la palabra. Todo el léxico está a disposición: el elevado, el
agudo y el fino, el sabio y el profundo, el revolucionario, el
conmovedor, todo. Se sacan todos los registros. Mejor dicho,
no todos; hay un modo de hablar que está a salvo en el seno
de Dios: el más simple. Nadie lo puede imitar si no le nace
realmente de la paz del corazón. Pero todos los demás
modos de hablar retumban, resuenan y ensordecen, y las
palabras dicen cada vez menos y se vuelven cada vez más
huecas e insignificantes.

Ya no hay soledad. Todos se aglomeran en reuniones,


asociaciones, organizaciones. Masas en las calles, masas
134
en las fondas y lugares de diversión. Masas en los centros
de formación, masas por todas partes. ¿Quién puede estar
solo todavía? Y por esto tampoco hay comunidad. Rebaños,
organizaciones, pero no comunidad. Sólo desde el estar
consigo se puede ir realmente a los demás.

Como nadie puede callar, así tampoco puede nadie


descansar. “El tiempo es dinero”: difícilmente han podido
salir de la boca de los hombres palabras más depravadas.
Como un horrible veneno nos ha penetrado este espíritu en
la sangre. Ahora el tiempo pertenece al dinero, y el dinero
reclama sus derechos sin dejarnos tiempo para otra cosa
que no sea su servicio, sin tiempo para gozar, ni para pensar,
ni para los amigos ni para Dios. De este vértigo no puede
surgir la verdadera acción. Todo se va en hablar y escribir de
acciones, pero no se lleva a cabo ninguna. Lo que sucede en
nuestros días es un desencadenamiento de fuerzas
desenfrenadas —por cierto no dirigidas por Dios— pero no
acciones. Estas sólo nacen en la soledad, en el descanso,
en la capacidad de esperar y dejar madurar.

“¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su


alma?”, ha dicho el Señor. ¡Oh, el mundo nos pertenece!
Pronto la tierra nos habrá de entregar sus tesoros, sus
energías, sus tóxicos. Pero ¿qué ha sido de nuestra alma?

Y por eso nos resulta Dios tan lejano. Dios es un Dios oculto,
que habita en el silencio. Ciertamente que se puede orar
desde el ruido de la fábrica y desde un corazón agitado, ya
que Dios está cerca de toda necesidad y seguramente muy
cerca también de la nuestra. Pero el auténtico hablar con
135
Dios, el genuino estar– junto–a–El, se da ante todo en la
calma, en la soledad, en la espera, porque “es bueno esperar
la salud del Señor en silencio”...

Pues ¿qué debemos hacer? Estas cartas no han de incitar


tan sólo a pensar sino también ayudar a actuar. Busquemos
pues un punto donde podamos comenzar: queremos
aprender de nuevo a vivir el domingo. “Acuérdate de
santificar el sábado”. ¿Qué significa esto? Continuamente
aparece en el Antiguo Testamento este precepto. Lo había
inculcado Dios con una severidad terrible: quien quebrantaba
el sábado era apedreado. Hasta que este mandamiento
penetró tan hondamente en la conciencia del pueblo judío
que aún hoy está vivo después de miles de años. ¿Qué
pretende este mandamiento?

Los domingos debemos estar libres y descansar. Debemos


estar libres del trabajo. “Con el sudor de tu rostro comerás tu
pan”, dijo el Señor. Y San Pablo: “quien no trabaja, que no
coma”. Es cierto que tenemos que hacer con gusto nuestras
faenas, pero la moderna divinización del trabajo engaña.
Todo trabajo, aún el más sublime, lleva la impronta de la
maldición, del castigo. El hombre originariamente no fue
hecho para el trabajo tal como lo tenemos que hacer ahora.
Fue destinado al libre y fecundo cultivo del paraíso. A nuestro
trabajo, en cambio, le ha sido impreso el signo de la
esclavitud. Lleva “cardos y espinas”, la maldición de una
íntima esterilidad. Todo el mundo la experimenta de algún
modo tan pronto como deja de tomar tan en serio la
embriaguez del producir y el ruido del éxito. Pero tenemos
que hacer nuestra tarea, es nuestra obligación, y no nos es
lícito comer si no trabajamos. Quien come y no trabaja, en
136
cierta manera roba. Pero de esta ley estamos dispensados
los domingos. Este día podemos comer sin trabajar. Y Dios
garantiza que tendremos qué comer aun cuando no
trabajemos. El día domingo marchamos por el mundo como
hijos libres de Dios. El día domingo continúa el paraíso en
esta historia de dolor.

Y debemos descansar el día domingo. No debe haber


bullicio. ¡Descanso! Dios descansó el séptimo día. No quiere
decir esto que Dios hubiese trabajado anteriormente. En esta
frase “Dios descansó” se revela la infinita profundidad y
plenitud de la vida divina, de la que había salido la creación;
la riqueza, la luz, el silencio y la paz que “sobrepasa toda
razón”.

Nuestro descanso debe ser un reflejo de esto. Plenitud,


silencio y calma; un estar en puro presente, que no se
preocupa por el mañana. Y todo lo bello y dichoso que nos
brinda este día —la reunión familiar, el encuentro con los
amigos, la conversación, el juego, el paseo— debe estar
abarcado por el descanso de Dios.

¿Verdad que ya no tenemos domingo? ¡Es que ya no


podemos descansar! El día domingo continúa el ajetreo de
la semana. Únicamente varía el objetivo: en vez del trabajo,
el placer. Idéntica tensión, idéntico ruido. Y cuan
elocuentemente testimonian los semblantes apáticos o
ansiosos la vacuidad de todo eso.

137
Pero resulta terrible la ausencia del domingo. No en vano ha
escrito Dios tan hondamente este precepto en el corazón
humano. El alma se arruina sin domingo. Es para ella amparo
y fuerza. El domingo es para el alma lo que el aire para el
pecho.

Debemos darle lugar de nuevo. Liberarlo de todo trabajo, en


cuanto sea posible. No debemos disculparnos con que tal o
cual cosa quedan todavía permitidas. No, ésta ha de ser
precisamente nuestra elevada tarea: liberar realmente el
domingo de todo quehacer. Adelantar trabajo en lo posible:
disponer de tal modo las cosas que todo resulte limpio,
alegre y adornado. Limpias las habitaciones, llenas de luz las
ventanas, sobre la mesa un ramo de flores frescas, aseada
la ropa y toda la persona.

Y luego descansar realmente. No ajetrearse, ni siquiera en


las diversiones. Relajar cuerpo y alma.

Esto hay que aprenderlo, ya que no sabemos hacerlo


espontáneamente. Hay que aprender a permanecer, a
serenarse, a detenerse en el presente. Sumergirse en la
lectura de un libro bello. ¿Tienes tú para los domingos un
libro así? Entregarse a la contemplación de un cuadro
hermoso, a un paseo agradable. Nada de excursiones
agitadas. El paseo del domingo ha de ser tranquilo,
sosegado, aunque nos lleve lejos, al campo. Proporcionar
alguna alegría a los demás, pero que sea noble... ¡hay tantas
posibilidades! Reflexiona sobre qué puedes hacer para que
el domingo resulte verdaderamente el día de los hijos de

138
Dios, el día en que el paraíso se hace presente en el
transcurso del tiempo.

Y después tratemos de trasladar el domingo también a los


días de labor. Intentemos crearnos un momento de calma,
por ejemplo, antes de la oración de la mañana. —Lee de
cuando en cuando la carta sobre la oración— Y por la noche
hacer otro tanto. Acaso podamos sacar libre un cuarto de
hora para esto y descansar verdaderamente. Al principio se
nos hará difícil, pero tenemos que aprenderlo. Al principio,
en cuanto intentemos calmarnos, empezarán a excitarse los
nervios. Pero no debemos cejar. Digamos no con violencia,
sino con voluntad que relaja y concentra: “quiero estar
tranquilo; permanecer quieto aquí, no escaparme ni
exteriormente ni tampoco con el pensamiento, lo que
pretende arrastrarme no es tan importante. No urge. Puedo
hacerlo igual mañana. Ahora quieto, aquí”. Así salimos del
ajetreo y nos colocamos en el puro y tranquilo presente.
Leamos algo bello, sumámonos en algún buen pensamiento,
contemplemos un cuadro. También podemos acercar
nuestra silla a la cama de un enfermo, o estar junto a nuestra
anciana madre o situarnos en espíritu junto a un amigo
lejano... O simplemente sentarnos y sosegarnos
interiormente.

Así, con estos cortos momentos, daremos forma al domingo.


No podemos conseguir esto plenamente de un solo golpe.
Se nos ha clavado demasiado hondamente en nuestros
nervios la agitación de la época actual. Hay que ir
aprendiendo poco a poco.

139
Relee también de vez en cuando lo que dice la primera carta
sobre el recogimiento. Aquellas breves, pero frecuentes
interiorizaciones en el curso del día vienen a ser también un
“domingo” en medio de las faenas cotidianas.
Reconquistemos poco a poco la fuerza del descanso, del
silencio, de la calma y del presente. Y sigamos penetrando
en los imperios esenciales de la vida, en los mundos del
alma.

Desde aquí influiremos en el mundo, mejor y más


decisivamente que con mil agitadas reformas. Aprendamos
en el silencio la palabra verdaderamente expresiva; en la
soledad la auténtica comunidad y en el esperar tranquilo la
acción oportuna y decidida.

140
CARTA NOVENA

Sobre el Estado en nosotros

Nota.— Esta carta fue escrita en la última época de la


República de Weimar y, por eso, no hace expresa referencia
a las difíciles cuestiones suscitadas por el abuso de la
autoridad estatal en los años que van de 1933 hasta el final
de la guerra. No obstante, sus ideas sobre los fundamentos
de la verdadera democracia permanecen invariablemente
válidas, cobrando quizá hoy su máxima actualidad.

Ingeborg Klimmer

Si observamos un poco en torno nuestro, veremos cómo la


inmensa mayoría vive totalmente ajena al Estado. Para
muchos es un gran edificio, con diversos compartimientos.
Por él anda mucha gente haciendo sus negocios, tienen sus
pasatiempos, viven y mueren, sin preocuparse de la gran
casa lo más minino; únicamente pagan la renta convenida a
fin de poder vivir en ella. Pero la casa “en sí” les tiene sin
cuidado.

Para otros, “Estado” equivale a funcionarios, autoridades,


todos aquellos que tienen algo que decir. El resto debe
conformarse con ser buenos ciudadanos, esto es, hacer lo
que ordene la autoridad.
141
Otros entienden el Estado como un poder enemigo; como
algo que los violenta, que menoscaba su libertad y restringe
su propiedad. Están en una rara pugna con él, buscan
medios de zafarse y frente a él tienen por lícitas cosas que
comúnmente se reprobarían...

Pensémoslo bien: ¿tal Estado no es una cosa mala, ridícula?


¿una cosa que está ahí, en la que los hombres se mueven o
con la que se encuentran en una rara pugna, como si este
ente “Estado” fuera una cosa aparte y nada tuviera que ver
con ellos?
¡Pero esto no es así! ¡El Estado no vive por sí mismo! Es
verdad que tiene raigambre propia y que su autoridad
proviene en última instancia de Dios. Pero acaba por
convertirse en un indignante dejarse gobernar si se olvida
que el Estado también descansa sobre nuestra libre
decisión. De la libre actuación de cada particular brota el
Estado. Este es lo que cada uno hace de él. El Estado tiene
sus raíces en mí, en ti. Luis XIV dijo un día con la
autosuficiencia del monarca absoluto: “el Estado soy yo”. Lo
mismo deberíamos decir en rigor todos nosotros. Pero
debería ser una palabra de honda responsabilidad. El Estado
no es una cosa ya acabada y establecida, sino algo que
incesantemente se hace; se hace no por sí mismo, como una
planta, sino que tiene que ser hecho. Pero, ¿quién lo hace?
No un “algo” misterioso, impersonal, sino ¡tú!

Naturalmente que en el Estado tiene que haber un orden; de


otra manera todo terminaría en un caos. Pero ese orden ha
de encarnarse en personas que sepan que no mandan a
142
esclavos, sino que representan el orden estatal ante
hombres libres. Igualmente, la obediencia debe ser cumplida
no por lacayos, sino por personas responsables ante Dios.

Puede muy bien suceder que el Estado oprima al particular.


Continuamente se repite el caso de que el individuo tenga
que ser postergado ante el bien común. El Estado incluso
muchas veces ha hecho abuso de la fuerza violando los
derechos del individuo y destrozando vidas. Sobre esto nos
han proporcionado los últimos años amargas enseñanzas.
No obstante, el Estado en su más genuino ser es una tarea
confiada al hombre por Dios; tarea que, si llega a
consumarse, constituye una de las supremas creaciones de
la capacidad humana.

No debemos considerar al Estado como una máquina que


funciona ciegamente. Tampoco como algo inmóvil, una cosa
que está ahí, en cuyo interior ocurren diversas cosas; ni
como un mero reglamento al cual está sujeta la vida. Es
cierto que muchas veces es todo esto, y no queremos
engañarnos. No en vano se defiende instintivamente la vida
frente a él. Más a pesar de todo no debemos retirarnos del
Estado, por el solo hecho de que entonces irá a parar
totalmente a las manos de quienes hacen de él un negocio o
lo convierten en instrumento de su ambición. Pero
prescindiendo de eso, el Estado tiene que ser otra cosa; algo
vital, el gran objeto que está opuesto a nuestra individualidad
personal; esa construcción imponente, esa vida productiva,
en la que halla expresión no el individuo ni el reducido círculo
de amigos o de la familia, sino el pueblo. Pero semejante
Estado cobra vida únicamente cuando nosotros no lo
dejamos simplemente funcionar solo; cuando no lo
143
entregamos en manos de funcionarios y soldadossino
cuando nosotros mismos lo creamos. Cuando nace
vitalmente de tu actitud, cuando es “Estado en ti”.

Con esto entramos en el tema de la tarea cívica y del modo


de realizarla, es decir, de la formación cívica. Pero la
expresión es ambigua. Generalmente se la emplea para
decir que la gente debe saber qué es la constitución, qué
leyes y autoridades hay y qué tiene que hacer un ciudadano.

Todo esto es bueno y sería un signo de inmadurez


menospreciar esos conocimientos. Un hombre, con quien
vislumbré por primera vez lo que significa propiamente
trabajar para el Estado, me dijo un día: “me parece
indignante que pretendan reformar el Estado gente que ni
siquiera conoce la misión de una simple municipalidad”. La
frase me viene a la mente con frecuencia siempre que leo
declaraciones políticas de la juventud —y no sólo de la
juventud.

Entonces sentí gran vergüenza por las enormes sandeces


que ya se han dicho por un mero “instinto creador”.

Verdaderamente más de uno haría mucho mejor si


suspendiera sus discursos y se pusiera a aprender cuál es
“la misión de una simple municipalidad”. Pero en esta carta
entiendo por formación cívica otra cosa. Tiene un sentido
similar al que usé en mi obra sobre “formación litúrgica”.

144
Para tener una correcta posición en el Estado y en el pueblo,
se precisan mirada clara, recto juicio y mano segura. Es
necesario tener una orientación política; pero ésta no se
aprende en los libros y cursos, sino que se va formando
lentamente. El que un estudiante haya estudiado toda la
carrera de medicina con afán no significa que sea ya un
médico; lo será cuando conozca vitalmente al sano y al
enfermo, su cuerpo y su alma. Pero no se conoce sólo con
la inteligencia; en tal caso serían los mejores médicos los que
más brillantemente hicieran los exámenes. Posee el médico
ese conocimiento pleno cuando logra un contacto vital con el
enfermo; cuando tiene un ojo que, a través de los síntomas
externos, sabe penetrar hasta la raíz misma de la
enfermedad; que ve cómo el cuerpo está enfermo por el alma
y el alma por el cuerpo; cuando tiene un oído fino, que capta
no sólo lo que se dice abiertamente, sino lo que se dice a
medias y hasta lo que se calla. Es médico quien posee tacto
fino y mano segura, firme y tierna a la vez, quien tiene
esperanzada confianza en su corazón y una fuerza interior
que cura y libera. Entonces es un perfecto médico. Entonces
tiene “formación médica”.

Lo mismo ocurre con el hombre de Estado: no lo hacen sólo


los conocimientos. Estos son necesarios, y quien se
entromete en asuntos de gobierno sin un riguroso
conocimiento de su misión es un irresponsable. Pero
realmente hombre de Estado sólo es aquél que logra una
actitud correspondiente a su misión, el que ve con claridad lo
que en rigor es el “Estado”; quien intuye lo que es útil y
dañoso para el Estado; quien posee la fuerza creadora,
constructiva y conservadora del Estado.

145
De esta actitud política queremos hablar. Primero, porque a
todos nos alcanzan los deberes de la vida estatal. Además,
porque precisamente ahora se ha hecho urgente de un modo
especial la cuestión política. También es nuestro intento
hacerlo de la manera más sencilla posible. De las grandes
cosas, de la naturaleza del Estado, por ejemplo, o de cómo
debe estructurarse la comunidad del pueblo, hablaremos
muy poco. Nos detendremos en las pequeñas cosas. Como
en todas las cartas, nos interesa únicamente brindar
instrumentos de trabajo. Ciertamente que hablaremos del
Parlamento, autoridades y leyes; pero exclusivamente para
ver dónde se encuentran en la vida diaria las raíces de todas
estas cosas.

Esto es lo que ha sido vital para mí. No me interesa decir


esto o aquello o todo, sino tan sólo una cosa: que la actitud
política debe arraigar en lo vital. Si la tienes miras en torno,
observas, y cada movimiento, cada lectura del periódico te
ensancha el horizonte. Si no la tienes entonces toda
actividad es activismo y palabrerías.

Ciertamente, debo presuponer que tú no vienes de una


fábrica partidaria, por así decirlo, con esquemas cerrados
listos para el uso, con los cuales se pretende suplantar todo
pensamiento: nacional–internacional, racistahumanitario,
conservador–revolucionario... o como quieran etiquetarse
esos esquemas.

Hoy todo el mundo lleva esas etiquetas en el bolsillo. Ya no


se necesita abrir los ojos, examinar opiniones ajenas,
analizar a fondo. Los esquemas lo hacen todo. Es
146
absolutamente superfluo preguntarse cómo actuarían en
determinadas circunstancias palabras, normas o
acontecimientos. Cuando surge un punto de vista, o aparece
una personalidad u ocurre cualquier suceso se echa una
ojeada y ¡ya está! ¡Tal o cual etiqueta! ¡Se aplica el esquema!
¡Listo! ¡Y qué estupendo que no haya necesidad de pensar!

Nosotros no queremos dejarnos encasillar el cerebro por un


partido ni que lo taponen los periódicos.

El más profundo sentido del Estado no es servir, sino ser


soberano. Ciertamente tiene que cuidar el bienestar de sus
miembros, pero cada uno a su vez debe ocuparse de su
propio bienestar. El Estado no tiene que ocuparse de cada
uno en particular y tenerlo bajo su tutela; sí debe apoyar al
individuo y hacerse cargo de lo que el particular o las libres
asociaciones de particulares no son capaces de realizar.
Debe cuidar que haya orden en el país a fin de que cada cual
pueda realizar su tarea. Todo esto es el fin del Estado, pero
no agota en modo alguno su esencia.

Aparte del fin tiene el Estado un sentido, que es algo mucho


más profundo: ser soberano. No por sí mismo sino por Dios;
debe representar la majestad de Dios en el orden natural con
todas sus necesidades, energías, pasiones, intereses y
acontecimientos. Esto no quiere decir que tenga que
sostener la religión y la moralidad; eso es cosa de la
conciencia de la Iglesia. El Estado se basa en la moralidad,
la protege en cuanto que ella debe tener vigencia pública,
pero no la representa. Lo que él representa es la soberanía

147
del Señor Altísimo en las cosas terrenas, simplemente por el
hecho de ser y de ser reconocido.

Y hace valer esta soberanía en el derecho. También el


derecho tiene un fin: salvaguardar la libertad, la vida y la
propiedad. Pero tiene además un sentido más profundo que
ese fin: que reine la justicia en todo acto y relación humana.
Sin otro objetivo ulterior sino únicamente por ser justicia

—orden querido por Dios en el trato de personas libres. Tan


pronto como desaparece la soberanía del Estado y no se ve
en él más que utilidad pública, seguridad y promoción de la
actividad económica, muere lo esencial del Estado. Tan
pronto como en el derecho sólo se ve una gran ordenación
de la actividad pública y no esa soberanía de que hablamos,
muere lo esencial del Estado. Se convierte en una
gigantesca empresa de industria y comercio, en una
compañía de seguros, en un servicio de vigilancia.

Esta es una de las cuestiones que hoy se deciden: ese


sentido más profundo del Estado de encarnar la soberanía y
ser portador del derecho se ha diluido cada vez más. Pero
con esto ha desaparecido también el carácter propiamente
político del Estado. Cada vez se imponen con más fuerza los
objetivos puramente económicos y se convierte el Estado en
defensor de asuntos meramente privados. Constantemente
va perdiendo lo que le da su carácter público: ser
lugarteniente de Dios en el orden natural.

148
Ser político significa llevar vitalmente en la sangre lo que
significa Estado. Ser político significa querer la soberanía.
Ciertamente tiene que ver con realismo que toda la vida está
basada en la utilidad, la economía y el trabajo ordenado, pero
debe descubrir en todo eso el íntimo sentido del derecho. El
político lucha por la soberanía y el derecho, procura hacerlos
resaltar en todos los objetivos y utilidades; a través de ellos
y, si es preciso, contra ellos. Quien tiene sentido político
advierte con verdadera preocupación, con encolerizada
angustia, cómo declina la soberanía del Estado. Presiente
que se avecina un mundo en el que no se podrá respirar. Un
mundo en el que rige una caricatura de la soberanía —el
poder calcular— y una caricatura del derecho —un orden
burgués que protege el dinero, pero que renuncia a la
dignidad.

Se podría objetar que los Estados siempre han robado y


destruido. Es verdad. También ellos están sometidos al
pecado original. Pero antes existía la conciencia de lo que
llamé “sentido” del Estado —distinto de su “finalidad”— aun
cuando se delinquiera contra él. Pero ahora amenaza
perderse totalmente ese sentido pues la soberanía del
Estado declina. No pretendo decir con esto que no tenga
poder externo. Mas hay otro poder que consiste
precisamente en la soberanía misma, en que esta soberanía
esté viva en las almas, en que sea tomada en serio por los
hombres. Y es entonces cuando sienten también su
responsabilidad. Pero esto es precisamente lo que hoy
desaparece. No se siente ya esta soberanía; el Estado es
colocado en la misma línea que una sociedad anónima. No
se lo toma en serio, se pasa por encima de él. Sus leyes son
despreciadas, no sólo transgredidas

149
— esto ha sucedido siempre— sino menospreciadas.

Hay varios individuos junto a un quiosco. Ha salido una


nueva disposición, digamos, sobre el precio del pan. Uno lee
el periódico, se vuelve a los otros y alejándose dice:
“¡zánganos! ¡Estos no nos quieren ayudar! ¡Quieren que nos
arruinemos!” —y se puede palpar cómo sus palabras hallan
eco en los corazones.

Están reunidos algunos en un bar. Se habla de los


acontecimientos políticos del día. Uno declara en tono de
profundo desprecio: “¡nadie sabe nada en este gobierno!
¡Cuanto antes caiga mejor!” —y todos asienten con la
cabeza.

En un círculo de hombres de negocios se trata un proyecto.


Con toda sangre fría se discuten las leyes estatales que se
oponen y se estudia el modo de burlarlas y no hacer caso de
ellas. Se admite como la cosa más natural del mundo que
para el hombre de negocios el Estado con todas sus leyes
es una cosa a la cual sólo los tontos tienen miedo.

Todo esto se escribió en los años terribles inmediatamente


posteriores a la primera guerra mundial. Quizá tú no te
acuerdas. Desde entonces mucho ha variado. Ya no existe
el control de precios del pan y cosas parecidas; pero dejemos
ahí lo dicho como reminiscencia de aquellos años. Con sólo
traducir su contenido a la situación actual, a lo que se puede

150
ver y leer por todas partes, aquellas frases recobran su
vigencia.
¿Por qué no tiene ya vigencia el Estado? Porque ya no la
tiene en el corazón del hombre del quiosco ni en el del bar ni
en el hombre de negocios. Porque el primero presentó al
Estado como enemigo en un momento en que el corazón de
los que lo rodeaban estaba amargado; porque el segundo lo
denigró ante sus oyentes; porque el tercero con toda
naturalidad consideró al Estado como un leve obstáculo
sobre el que lícitamente puede saltar el interés privado.

Si ahora estos hombres escriben en el periódico, sus


artículos no tendrán otro clima que el de la calumnia y la
destrucción, sin respeto ni responsabilidad. Si van a
reuniones, quieren escuchar ese mismo lenguaje. Es para
ellos una satisfacción destructiva ver denigrada la soberanía
del Estado. Si alguno entra en el Parlamento como diputado,
resuena idéntico tono en todas sus palabras. ¡Escucha
alguna vez las conversaciones políticas! ¡Lee los periódicos!
Te darán asco las duras injurias y las críticas sin ton ni son.
Estamos tan acostumbrados a esto, que ya no nos damos
cuenta de la falta de escrúpulos en todo eso. Cómo se juzga
sin conocimiento de causa, sin ninguna justicia y sin reparar
en las consecuencias. ¡Ya no notamos cuán indigno y
desolador resulta todo esto!

Tales personas ocupan un cargo, pero sin fe en él. No creen


que pueda tener un sentido profundo ni creen en la dignidad
del deber. Ejercen el cargo por pura necesidad, o por el título
y la remuneración. Y su gestión no posee ninguna fuerza
constructiva; no saben encarnar al Estado en el desempeño

151
de su función. No saben ejercer su cargo con serena y
natural dignidad. No tienen dignidad alguna, sino que miran
su tarea como un simple cumplimiento de funciones o se
obligan a una dignidad que no les cuadra y que sólo irrita a
los demás. El Estado se nos aparece en sus representantes.
Pero encarnar en el propio cargo la soberanía viva del
Estado con sencillez y naturalidad, sólo lo puede hacer quien
sabe afirmarla vitalmente. Pero si uno está en aquella actitud
escéptica o destructora, si el Estado es para él algo que
puede ser derrumbado de un día para otro, algo inútil o frágil
por encima del cual se puede pasar, en este caso el Estado
adquiere realmente estas características.

¿Pero no es lícito combatir lo que a uno le parece falso?


Ciertamente, con energía. Pero lo que debe prevalecer es el
“sí”, en modo alguno el “no”. Primero el “sí” como respeto y
predisposición para el deber; luego puede venir el “no” de la
crítica. Y si se llega a ejercitar ésta, hay que cerciorarse
primero de qué se trata.

Distinguir, no generalizar. Separar las personas de las cosas,


el abuso, del recto uso. Quien critica de este modo, siempre
respalda el “no” con el “sí”; hace del “no” algo serio. Se
advierte en su crítica la actitud positiva frente al Estado, el
sentido de responsabilidad y su confianza en él.

También esto es propio de la crítica constructiva: saber


hablar y callar en el tiempo oportuno. Hablar en el lugar
preciso y a un auditorio adecuado, y tener conciencia del
efecto de sus palabras. Tal disposición es actitud política.
Quién así actúa, tiene al Estado en sí.
152
Tiene “Estado” en sí quien se sabe responsable del honor del
Estado; quien habla y obra de modo tal que sostiene, protege
y hace valer ese honor; también quién se opone a la injusticia
y critica lo falso.

Esto tiene que ser así en función de la cosa misma, de otro


modo no sería afirmación ética del Estado, sino servidumbre
e irresponsabilidad. Pero detrás de toda crítica debe estar el
respeto y el sentido de cuándo, dónde, cómo y antes quiénes
se critica, a fin de construir y no de destruir.

Es preciso que nos introduzcamos todavía más en la vida


diaria. La actitud de afirmación del Estado no se manifiesta
recién cuando se trata del Estado como tal, sino ya allí donde
nos encontramos ante algo que tiene en sí un derecho, una
vigencia, una dignidad. Así, por ejemplo, ante la familia, ante
la escuela, cuando en nuestra vida profesional nos
encontramos ante los superiores legítimos, etc. Aquí se
demuestra definitivamente si uno tiene en el sentido decisivo
“Estado en sí”, o si es “a–estatal”. Si en sus padres, en el
maestro, en el capataz, no ve más que un enemigo y sus
palabras cobran ese tono hostil que se oye por todos lados...
si se alegra y aprovecha cuando se pone al descubierto
alguna falla de ellos; si él da por supuesto que estos hombres
son envidiosos, limitados, despóticos, mezquinos... Si es así
evidentemente le falta “Estado”.

Le falta actitud política. En todo lo que se refiere al Estado su


actuación será profundamente destructora.

153
Pero si una persona advierte los errores y miserias, y sin
embargo siente que detrás de todo eso existe algo que no se
debe derrumbar, que debe mantenerse vigente, y se decide
por ese algo; si a través de toda crítica resuena una
afirmación sincera; si todo reproche lleva tras de sí el
reconocimiento de lo bueno... entonces esa persona tiene
“estado en sí”, construye. Y si entra propiamente en la vida
política, asume también idéntica actitud ante los grandes
problemas del Estado.

Política significa que un pueblo actúa. Pero, ¿qué es


“pueblo”? Los hombres con todo lo que son en cuerpo y alma
y en su modo de ser; el producto de su suelo y de su tierra;
su vida de trabajo, su profesión; lo que han vivido y sufrido
en su pasado; la expresividad y vigor de su lenguaje, sus
costumbres y sus usos, cuentos y leyendas; el modo de vivir,
de edificar y de tratarse... Esto, y aún mucho más, es propio
del “pueblo”. Todo ello enlazado por esa fuerza originaria,
que hace que todo esto no sea un mero montón de cosas
particulares sino una unidad viva.

Con todo, este pueblo así constituido, todavía no puede


actuar. Está como atado, inmóvil. Un pueblo puede actuar
cuando deviene móvil y organizado; cuando se unifican
todos los anhelos, inteligencias y energías; cuando el todo
adquiere rasgos comunes, una voluntad, un empuje. Todo
esto se verifica precisamente en el Estado. En el Estado
adquiere el pueblo capacidad de actuar, de tener historia.

154
Naturalmente, cada tiempo tiene el Estado que le es acorde.
Mientras el hombre vive vinculado a una totalidad, el Estado
descansará más sobre el soberano que gobierna con sus
consejeros; si es un verdadero soberano, el pueblo sabe que
en él alcanzará sus derechos porque el soberano lleva la
causa del pueblo. A medida que el individuo va adquiriendo
independencia, éste quiere tomar parte en el Estado. Así
surgen esas formas de vida estatal en los cuales el individuo
tiene mayor influencia. El sentido del Estado es que en él el
pueblo alcance capacidad de actuar. La peculiar manera de
ser del pueblo ha de manifestarse en las formas de Estado,
y su voluntad en las empresas estatales. Que el pueblo actúe
en el Estado y que el Estado actúe como forma vital del
pueblo: he aquí lo que hace historia.

¿A qué se dirige este actuar en el Estado? Quiere ser, vivir,


expresar su vida como ella es. Política significa que un
pueblo vive y actúa en el Estado, y que en el fondo no actúa
solamente para enriquecerse ni para llevar a cabo obras —
aunque todo esto también le corresponda.

Pero, ¿cómo lograr semejante unidad de acción? Hay


realmente pueblo y Estado cuando se expresan la opinión y
voluntad del pueblo; cuando se hacen valer las fuerzas que
yacen en el pueblo; cuando no domina un individuo ni una
clase, ni funcionarios ni diplomáticos, sino que actúa la
totalidad, lográndose un vital resultado de conjunto; cuando
el Estado es en verdad la forma de esta peculiar vida del
pueblo; cuando los individuos toman parte en la vida de este
Estado y se saben responsables de él; cuando el Parlamento
está para que se hable libremente y se forme la opinión y
voluntad públicas, y las autoridades están para coordinar las
155
fuerzas dispersas; cuando el jefe político sabe que actúa en
nombre de la totalidad del pueblo y le ayuda en sus
empresas; cuando el pueblo sabe que necesita de tales
individuos activos, los reconoce y confía en ellos. Actuar
políticamente significa actuar de tal manera que se haga
realidad tal pueblo y tal Estado. Estos han sido grandes
objetivos, pero vemos que de un pueblo y un Estado así no
hallamos apenas rastro. ¿Por qué? Porque todo queda en lo
abstracto, en palabras y entusiasmo, en pura nebulosidad.
Porque no se aproximan al mundo de los hechos. ¿Dónde
está, pues, el mundo de la realidad en el que el objetivo y la
idea se convierten en acción y forma?

El Parlamento tiene sesión. Hay importantes cuestiones que


tratar. Un diputado expone sus puntos de vista; luego habla
otro del partido contrario y echa por tierra cuanto el orador
precedente dijo. No ha hecho ningún análisis objetivo, no se
ha esforzado lo más mínimo para comprender bien.
Arremete con todo, arranca proposiciones del contexto,
exagera opiniones y puntos de vista, se burla, hace
sospechosa la opinión de su contrario. Apenas tiene la
palabra el atacado, responde en el mismo tono, sólo que un
poco más mordaz. Entretanto hablan otros; quizá no se
preocupan en absoluto del asunto que planteó el primer
orador, derivando poco a poco hacia temas totalmente
diferentes. Hasta que tras algunos discursos ya no se sabe
a dónde va propiamente la línea de la discusión. Toman
partido por éste o por aquél, concluyendo todo en un caos o
quizá termina en un alboroto salvaje aquel debate para el que
el pueblo había enviado a los hombres de su confianza.

156
Uno se avergüenza cuando lee tales cosas en los relatos de
las sesiones. ¡Y todavía se leen cosas peores! Se siente
ignominia. ¿Quién ha enviado los diputados al Parlamento?
¡Nosotros! ¡Deben representar nuestra causa! Por eso
semejante conducta nos deshonra a nosotros.

Pero aún hay algo más: cuando esto sucede no hay pueblo
ni hay Estado. Aquí no se expresan los problemas, anhelos
y necesidades del pueblo, no se manifiestan sus energías,
no se habla ni se oye ni se sopesa la causa común, no se
hace ningún esfuerzo por comprenderla más profundamente
con el aporte de cada uno. El Parlamento se convierte en un
ámbito en el que discuten individuos limitados e
indisciplinados que no se imponen el más mínimo esfuerzo
por comprender a los demás. Donde las cosas marchan así
todo es ruinas. No se efectiviza la voluntad común del
pueblo, no salen a relucir los distintos intereses y tendencias,
no pueden medirse entre sí y sopesar su importancia hasta
que por medio de un atinado y disciplinado compromiso se
logre una voluntad común. Aquí no se concentran las
distintas tendencias y fuerzas formando una cuña poderosa
y claramente orientada que pueda abrirse paso, y en la cual
actúe el pueblo. Todo se va en lamentables discusiones sin
claridad y rigor.

Aquellos dos rivales tenían que haber sido “pueblo”. Para


eso fueron enviados. Representaban distintos puntos de
vista; eso era natural. Uno vino en nombre de los agricultores
del país, el otro en nombre de los trabajadores. Pero cada
uno debía haber tenido conciencia de esto: “Yo estoy aquí
por todo el pueblo, y el de enfrente lo mismo. Juntos
queremos examinar lo que conviene a este pueblo. Lo que
157
en él vive lo queremos fusionar para que resulte una acción
vigorosa”. Esto hubiera sido “ser pueblo” y pueblo en el
Estado. En cambio, ellos han jugado con el Estado, han
destruido algo de él. Todavía peor: no ha habido ni uno ni
otro, ni pueblo ni Estado. Era simplemente gente que reñía,
nada más. No han sabido hacer causa común en un orden
de disciplina, razón, justicia, voluntad creadora. Todo esto
significa “Estado”. Se han mostrado como hombres sin
Estado y sin pueblo (un griego diría como bárbaros). Cada
uno ha tenido de antemano al otro por necio, ignorante,
malo... de lo contrario no podrían haber hablado así. Han
mirado al otro de esa forma, han pensado esas cosas y
hablado con esas palabras. Y el resultado fue que ellos han
arrastrado consigo a muchos otros a ese vacío de Estado y
pueblo, es decir a esa barbarie.

¿Por qué no hay una convicción profunda y común en


nuestro pueblo? ¿Por qué no hay una fuerte y común
voluntad? Existen muchas razones. A nosotros nos interesa
esta: porque el diputado X y el diputado Z se han enfrentado
de esa manera en el Parlamento. —¿Por esa razón?—
Ciertamente. Pues estos dos señores diputados
probablemente no hablan así sólo hoy sino también mañana
y la semana próxima y en todo el período de sesiones. Y lo
más lamentable es que esto no se ciñe a los diputados X y
Z, sino que el fenómeno se repite a lo largo de todas las
letras del alfabeto. Más todavía, no se da solamente en el
caso de diputados individuales sino también se da dentro de
los mismos partidos cuando dialogan entre sí. Esta actitud
tampoco es del todo ajena a los funcionarios según lo
testimonia numerosa correspondencia y sesiones. Y si nos
internamos en el mundo del periodismo tenemos la

158
impresión que uno ataca al otro siempre con uñas y dientes...
Por esto no hay ni pueblo ni Estado.

Pero detengámonos en los diputados. Cuando uno es


elegido, ¿cuál debería ser su primera reflexión, su convicción
fundamental? Esta: “No sólo soy enviado por mi partido, sino
por todo el pueblo. Debo colaborar para que surja en el
pueblo una convicción recta y viva de lo que es digno y útil
para que nazca en el pueblo una voluntad clara y consciente
de sus objetivos, para que con espíritu despierto y energías
en tensión acierte a vivir y crear en el Estado. Pero no estoy
sólo, hay también otros. No existe sólo mi convicción y la de
mi partido, hay también otros partidos. También ellos han
enviado a sus delegados, y cada uno de ellos igualmente
está aquí para todo el pueblo. Cada uno trae sus
experiencias; cada uno ve algo correcto; cada uno es
limitado y se equivoca. Mi tarea consiste precisamente en
reunir toda esa abundancia de conocimientos, proyectos y
energías en una unidad vital. Condensar la comprensión y la
voluntad del pueblo...”. ¡Así debería pensar! El Estado debe
ser obra nuestra, no una estructura en la que estemos
metidos. Pero obra de todos, no solamente de un partido. La
labor del diputado es la labor del arquitecto, pues es
necesario que comprenda a la otra parte, porque allí se
expresa el “pueblo”. Tiene que buscar la unión y
convencerse de que cuanto mayor oposición encuentre
mayores energías atisba necesarias para elevar el todo.

Al chocar con una actitud contraria, demuestra si es un


verdadero político, maestro en la construcción del Estado,
forjador de la voluntad del pueblo, o más bien un chapucero,
un charlatán, un servidor de intereses particulares y de
159
pequeñas vanidades. Entonces demuestra si ve en el lado
opuesto la contraparte con la que conjuntamente construye
la bóveda, si se esfuerza por comprender, analizar y
cooperar; si al contrario, es el de enfrente un enemigo que él
quiere derrocar, desprestigiar y poner en ridículo. El que obra
así no es político, no edifica el Estado; no tiene más ley que
la de los puños, la de la barbarie, aunque lleve en la cabeza
todos los códigos y conozca todos los artificios de la
politiquería. En cambio, quien actúa del otro modo edifica el
Estado; más aún, en este caso, entre él y su opositor hay ya
“Estado”, y por ellos el pueblo está vivo en el Estado.

¿Pero quiere decir esto que haya que estar de acuerdo con
todo? ¡Con tanta frecuencia se encuentra uno con opiniones
falsas! Se ve con claridad que la cosa es así, mas el de
enfrente no quiere ceder. Luego, ¿hemos de ceder nosotros?
¡En modo alguno! Entonces hay que luchar. Siempre habrá
lucha, porque siempre tendremos que hacer frente a falsas
concepciones. Pero una vez más repito: es muy diferente si
el punto de partida de la lucha es el “no” o el “sí”, si uno ya
de antemano piensa en la refutación o si se esfuerza por
comprender al adversario y juzgarlo con justicia. Es muy
diferente si uno se opone al otro sintiéndose en el fondo uno
con él por la misma voluntad de servir al Estado o si se
enfrentan como dos individuos hostiles sin ninguna relación.

Cuentan de un gran político que tenía un modo propio de


enfrentar a su adversario. Primero escuchaba con atención,
luego se levantaba, repetía todo lo que encontraba bien en
el discurso del contrincante destacando incluso otros puntos
que hablaban en favor de la tesis del otro. Luego de haber
reconocido cuanto tenía de valioso, luego de haber
160
convencido a su adversario de que lo tomaba en serio,
tendiendo de ese modo un puente hacia él, venía su famoso
“pero”. Seguía su réplica, clara y convincente. A ésta podía
responder el contrario sin excitarse; más aún, se veía en la
necesidad de hacerlo, so pena de pasar por descortés. Así
se elaboraba poco a poco, en una colaboración realmente
objetiva, en una lucha creadora de concepciones
encontradas, la unidad, el Estado. Porque en ellos dos había
hablado el pueblo con sus ardientes ansias de unidad.

Quien lleva en su sangre la idea de que el Estado no se basa


en individuos con sus peculiaridades ni en un partido con su
orientación particular, sino que más bien es algo singular,
esa bóveda que se alza justamente desde opuestos pilares
mediante un juego de tensiones y contrastes; quien sabe que
el pueblo no habla jamás por boca de un individuo solamente
sino por la multiplicidad de concepciones vivas de hombres
convencidos; quien sabe que “Estado” es esa grandeza, esa
amplitud y fuerza logradas por la acción creadora de los
contrastes; que “pueblo” es eso profundo, omnicomprensivo,
que se despliega en ellos y que quiere ser reunido por una
fuerza edificante en la unidad del Estado; quien afronta al
adversario de tal manera que en ambos continúa viviendo el
“pueblo” y creciendo el “Estado”... ése es el que tiene
verdadera actitud política 1.

He hablado de los diputados. Pero no olvides que ese


hombre que se sienta en el escaño del parlamento como
diputado es exactamente el mismo que hace un rato
mantuvo una discusión en la calle con un conocido. Y el
mismo que hace unos días trataba en casa con su socio de
negocios. ¿O piensas que se transforma en otro hombre tan
161
pronto como cruza el umbral del parlamento? Si cuando en
la conversación privada oye una opinión contraria, arremete
contra ella aplastándola y denigrando al que la mantiene,
entonces, por más que aparente ser la sabiduría política en
persona, en realidad no ha dado ni siquiera el primer paso
en la verdadera actitud política.

Otro, por el contrario, acaso no sepa mucho de secretos


partidistas y no tenga acceso a las famosas “primeras
fuentes”. Pero si sabe escuchar la opinión ajena y la
examina, si se esfuerza por llegar con el otro a una relación
de cooperación, si ensancha su visión y, dentro de la
inflexibilidad en las propias convicciones, busca en primer
lugar lo común, entonces tiene verdadera actitud política. En
él actúan pueblo y Estado.

Estado en nosotros: ante los amigos, los padres, los


hermanos, los condiscípulos, en el grupo, en el negocio, en
la fábrica... ¡Aquí se ve! El Estado no surge en el Parlamento
ni en los despachos públicos, sino en el patio de la escuela,
en la familia, en el grupo de discusión, en el negocio. Quien
aquí no lo edifica, temo que no lo edifique tampoco allí
Otra consideración: el Estado consta de personas. Pero la
persona es algo interior. Posee en sí un mundo vedado a los
demás, al menos en su profundidad. ¿Cómo, pues, es
posible que constituyan un Estado, si cada una es para sí?
Estado quiere decir que no vive uno aislado en su interior,
sólo consigo, sino también en público, con otros. Estado es
algo público, ese campo en que todos están y actúan; donde
habla la totalidad; donde se mueve el “ser común”, lo
suprapersonal.

162
1 Se objetará quizá: ¡esto es democratismo! Así no se hace
ni Estado ni pueblo; no se llega a la acción ni a la obra. Todo
esto no es llevado a cabo por la colaboración de muchas
opiniones y voluntades, sino por un individuo con talento y
capacidad para ello. Todo lo grande procede de un individuo.
Es el error de un chato parlamentarismo pensar que las
obras y la acción en general surgen de las elecciones y
tratativas parlamentarias...

Todo esto lo sé yo muy bien. Más abajo se justiprecia este


parecer. Pero estoy en desacuerdo con esta objeción. Hablo
aquí de lo que en todo tiempo puede hacer cada uno, de la
actitud que es un deber de cada uno. Actitud que crea los
presupuestos para que el individuo encuentre comprensión
y seguimiento.

Además, no queremos caer en la embriaguez del culto al


genio. Sencillamente no es cierto que sólo crean los
individuos excepcionales, sino cada individuo. Desde luego,
cada cual según sus posibilidades. Y de cada uno de estos
individuos —por tanto, de ti y de mí— hablo yo. Si hay un
genio, que salga y demuestre lo que puede. Mas nosotros no
queremos despreciar nuestro pequeño rendimiento por la
manía de apelar a lo grande; ni dejaremos que la palabrería
del genio nos seduzca, disuadiéndonos de nuestro deber,
pequeño pero difícil para nuestras débiles fuerzas.

163
¿Cómo surge ese campo? Muchos puentes van de uno a
otro. La sangre y sus vínculos, el destino común, las
necesidades comunes, la tierra, la tarea en que todos se
empeñan, las distintas empresas económicas y espirituales
encadenadas entre sí, etc. Pero ante todo el lenguaje. El
lenguaje hace que yo me entere de lo que el otro piensa en
su interior; el lenguaje es puente de una interioridad a otra.
En él se revela también el carácter público del Estado. El
lenguaje es comunidad; es una de las fuerzas que crean
pueblo y Estado. El lenguaje hace que exista un campo
común, sobre el que puedan estar y obrar los hombres.
¿Pero si el lenguaje ya no es Seguro? ¿Si ya no revela el
interior? ¿Si engaña? Consideremos tres casos
característicos de lo que puede significar “la palabra”:
promesa, juicio y opinión pública.

Ante toda la promesa. La persona es libre, puede decidirse


por una cosa y luego cambiar su camino. Esto da a nuestra
relación con los demás un carácter tan peculiar, puesto que
nunca sabemos con seguridad lo que harán. Del sol
sabemos que mañana saldrá, igual que hoy; del agua, que
correrá precisamente hacia abajo. Pero en el hombre hay
algo que hace imposible todo cálculo: la libertad. Algún punto
de apoyo tenemos, como las universales necesidades y
costumbres humanas, el carácter, etc. A base de esto
podemos prever muchas cosas con gran probabilidad, pero
con absoluta certeza nunca. Puede ocurrir también de otra
manera.

Pero hay una cosa importante: el hombre puede obligarse a


sí mismo. Cuando él compromete frente a otro el honor de

164
su persona y asegura que hará tal cosa y no tal otra, se
obliga. No por necesidad, sino por un libre compromiso. Este
se expresa por la palabra. En ella manifiesta al otro que se
ha obligado respecto a él: es la promesa. Ella hace que el
uno esté seguro del otro. El primero sabe que ese otro podría
obrar de diferente modo, pero no lo hará porque se ha
obligado. Si la promesa es mutua, entonces surge el
contrato. Promesa y contrato crean un campo firme entre dos
personas.

De este modo coopera la palabra en la edificación del


Estado: con la promesa y el contrato. Por ejemplo, dos
partidos discuten un asunto público; al fin llegan a un mutuo
acuerdo, dejando libre el camino. Con esto por base ya se
puede trabajar.

Una delegación de trabajadores presenta al ministro sus


problemas, y éste les promete ayuda. Entonces ellos ya
saben a qué atenerse.

Dos Estados negocian entre sí y llegan a firmar un tratado.


Sobre esta base se desarrollan luego las relaciones
bilaterales.

En resumen, esto es fundamental en el Estado: que toda


promesa hecha sea válida y todo contrato cerrado, seguro.
Personas libres se obligan a crear entre sí algo firme, hecho
de fidelidad y confianza, manifestado en la palabra.

165
¿Pero si la palabra engaña? ¡Mira a tu alrededor! Piensa en
los tratados concluidos, durante la guerra, en los de antes y
después. Tratados violados al principio, en el curso y al fin
de la guerra. ¿Qué valor tiene esa promesa política? ¿La
promesa de un gobierno, de un partido? ¿Podemos fiarnos
de la palabra dada, de los pactos firmados? ¿Podemos
realmente confiar? Por eso precisamente no hay Estado,
porque hay en nosotros poca fidelidad y escasa confianza;
no se puede confiar con seguridad en la palabra.

¿Pero dónde están las raíces de la palabra capaz de


construir “Estado”? ¡En la vida diaria! Si dos comerciantes
cierran un trato, pero en esa misma operación ya están
pensando cada uno cómo zafarse de la obligación, esos dos
destruyen el Estado. No inmediatamente, pero sí en la raíz.
Cuando uno hace a otro una promesa y, pudiendo, no la
cumple, destruye el Estado.

Cada uno contribuye siempre de nuevo a que los contratos y


promesas tengan validez, creando así un terreno sólido entre
los individuos sobre el que sea posible la comunidad. De este
modo fomentamos un robustecimiento del lenguaje como
elemento creador del Estado. O bien uno desvaloriza la
palabra haciendo que los contratos y promesas se rompan;
entonces destruye la base de la comunidad.

Otra significación de “la palabra” es el juicio. En él dice uno


a otro: en el incidente del otro día ocurrió tal cosa; o Fulano
tiene esa cualidad; aquel otro es bueno, capaz, inútil, etc. El
interlocutor escucha, cree y obra en conformidad. También

166
aquí ha creado la palabra algo firme, pues uno ha dicho su
opinión a otro y éste se fía de ella.

Es evidente la importancia que esto encierra para el Estado.


La declaración de los testigos ante el tribunal es el
fundamento de la sentencia del juez; el juicio de una
comisión de peritos en el parlamento motiva la promulgación
de nuevas leyes; cuando un partido quiere arribar a una
resolución en un asunto difícil encarga a uno que se informe,
éste expone su parecer y según él se decidirá; los jefes de
una oficina se cercioran de la capacidad de un aspirante y
según el resultado del examen lo emplean después;
embajadores presentan sus informes acerca de la situación
política exterior de una nación; diputados hablan sobre la
situación en sus distritos electorales, etc. En fin, siempre lo
mismo: los juicios constituyen el fundamento de la acción. Se
expone la situación, se evalúa la capacidad de un individuo,
se miden las dificultades y conforme a eso se obra; el
respectivo organismo político confía en que ese fundamento
sea seguro, que los hechos hayan sido vistos correctamente
y las circunstancias hayan sido juzgadas objetivamente. Y
cuánto más exactamente se refleje la situación de los hechos
en esas declaraciones con tanto mayor éxito y seguridad
trabajará un Estado. Así podrá tanto la política interior como
la exterior perfilar con nitidez sus objetivos, tomar las
decisiones correctas, elegir los medios adecuados y ubicar
las personas apropiadas en el lugar apropiado.
Por fin, la opinión pública. ¿Qué significa? El parecer de un
sector de los habitantes de una nación, de una comarca; o el
parecer de los ciudadanos sobre un determinado asunto:
sobre personalidades, otros pueblos, acontecimientos,
dificultades, etc. La política de un Estado se torna más
167
segura en tanto más fidedigna es la opinión pública, esto es,
en tanto más correctamente la gente ve en general lo que
ocurre, más objetivo es su juicio y más confiable su palabra.
En los últimos años hemos visto cómo en los momentos
difíciles muchas veces todo dependía de la opinión pública.
Ella sostiene al gobierno, a la vez lo vigila y lo rectifica.

¿Y cuál es la realidad? ¿Por qué se empezó y perdió la


guerra? ¿Por qué el enorme despliegue de fuerza, talento,
fidelidad y sacrificio ha terminado en esta ruina? Hay muchas
razones, pero una ciertamente es esta: porque no fueron
bien consideradas las circunstancias reales en el mundo, el
país, y entre los adversarios; porque era falso nuestro juicio
sobre su fuerza; porque existía una falsa idea del clima y de
la situación anímica reinante en el mundo; porque no fue bien
evaluada la propia capacidad.

¡Y en qué lamentable situación se encuentra la afirmación y


el juicio en la opinión pública! ¡Qué manera de afirmar, de
informar, de emitir juicios! ¡Cómo se tergiversa, falsea y se
destruye la honra ajena! No se cree ni se confía.

La declaración y el juicio deben crear un terreno firme. Por


cierto, que hay que ser cauteloso, pues todos podemos errar;
además, el otro podría tener mala voluntad y mentir. Pero lo
primero debería ser la confianza. Sin embargo, es al revés:
lo natural es no fiarse. Y ésta es la actitud en todos los
órdenes, tanto frente a los de arriba como a los de abajo. De
una manera particularmente terrible se manifiesta la falta de
confianza en el juicio y en las afirmaciones del periodismo.

168
¡Cómo se vende aquí la palabra! ¡Qué manera de afirmar,
mentir y calumniar!

Así no puede tener consistencia el Estado ya que está


destruida la palabra. Está destruida la expresión, la que
debería comunicar la verdad al otro y manifestarle los hechos
sobre cuya base pueda actuar; está destruido el juicio, que
puede brindarle orientación y punto de partida; está destruida
la opinión pública, porque ésta significa precisamente que el
juicio y la afirmación son dignas de confianza en la
comunidad.

¿Quién tiene la culpa de todo esto? Tú, yo y el otro.

Si un embajador en un país extranjero informa


negligentemente a su gobierno, y, en consecuencia, el
Ministerio de Asuntos Exteriores actúa inconvenientemente,
entonces ese embajador ha dañado al Estado. Pero si tu
superior te encarga un asunto y tú das un informe negligente,
entonces has hecho lo mismo. Si fueses embajador,
informarías a tu gobierno igual que ayer a tu jefe.

Nos indignamos cuando un diputado hace declaraciones


infundadas en el parlamento, pero cuando nosotros en una
reunión o en una tertulia juzgamos sin saber exactamente si
es correcto lo que decimos, hacemos lo mismo. Si mañana
fuésemos diputados o funcionarios en un ministerio,
haríamos igual.

169
La opinión pública la creamos nosotros. Cuando contamos
de un hombre algo que no es cierto; cuando juzgamos de él
sin estar bien informados; cuando transmitimos un rumor sin
comprobarlo, entonces destruimos la opinión pública. Y
somos responsables también cuando en un momento
decisivo no hay una opinión pública confiable y sucede un
descalabro.

Uno puede pronunciar los más brillantes discursos y concebir


las mejores leyes, pero si informa falsamente, si juzga con
ligereza, si desfigura la realidad, si pone en peligro la honra
del prójimo, entonces es un pirata de la opinión pública y un
destructor del Estado. Quien quebranta la fe y la fidelidad, la
promesa y el contrato, quien hace desconfiable la expresión
pública es un enemigo del Estado, sea un particular o un alto
funcionario público, sea el que fuere el partido al que
pertenece.

Todavía algunas indicaciones más para meditar. Hemos


hablado de la soberanía como núcleo del Estado. Mas para
que haya Estado es preciso que haya también pueblo. Ahora
bien, el pueblo no existe sin más ni más, sino que tiene que
hacerse pueblo; quizá tenga que hacerse de nuevo
constantemente. Y esto desde dentro, por un crecimiento
interno conjunto. De este modo política es también servicio
al pueblo. ¿En qué puede consistir tal servicio?

Primero, en aprender a conocerlo. Pero conocerlo no sólo


por los libros y conceptos sino con los ojos interiores. Su
esencia debe revelarse a nosotros; tenemos que sentirlo y
compenetrarnos con él. Aquí radica la significación política
170
del viajar: caminar con mirada atenta y corazón abierto.
Tomar contacto con el país, vivir con las características y
modalidades de cada región; tomar contacto con las plantas,
los árboles y los animales; con los hombres de los diferentes
grupos humanos; con costumbres y tradiciones populares,
los cuentos y leyendas, profesiones y oficios, la industria y el
comercio; con el idioma. Además, hay que conocer ciudades,
casas, puentes, iglesias; poesía, artes plásticas y música...
Todo eso sepuede llegar a conocer por placer estético, pero
también para conocer al pueblo en la multiplicidad e íntima
unidad de su vida, para que la palabra “pueblo” se torne una
realidad fuerte y viva.

Segundo, defender su idiosincrasia y su salud. No dejarlas


destruir, que no se malgasten sus fuerzas. Desarrollar el
legado del pasado. Aquí hay mucho que hacer en verdad, no
en el sentido de fabricar un mundo idílico apartado de la dura
realidad. Vivir intensamente el presente, pero ver y sentir el
pasado para prolongar vitalmente lo valioso de él
(renovación de la vida, formación del pueblo, usos y
costumbres). Se hace el pueblo cuando conocemos las
imágenes internas que nos hablan desde el pasado y que
todavía hoy actúan en su esencia. Cuando amamos la
esencia del pueblo, confiamos en su vigor y desde él
creamos.

Hemos hablado de la unidad del pueblo en el Estado, que


llega a ser capaz de una comprensión común y de una
voluntad y acción conjuntas. Pero esa comprensión no sólo
se logra horizontalmente —en el estar uno al lado de otros—
sino también verticalmente —de arriba hacia abajo y de
abajo hacia arriba—, a través de autoridad y deber, mandato
171
y obediencia. Una gran cosa: mandar y obedecer. ¡Han
llegado a ser tan infrecuentes! Mandar no quiere decir que
uno pida que se haga esto o lo otro o que exhorte o solicite,
sino una orden clara y terminante: ¡haz esto! Naturalmente
con cortesía. Cuando el mandato procede de una actitud
auténtica, la mayor parte de las veces reviste la forma de la
solicitud. Pero en su esencia es mandato. Por cierto, que hay
que saber hacerlo; se precisa seriedad y hay que
mantenerse firme. Y aún no basta. En última instancia ningún
hombre puede mandar en nombre propio; quien lo hace —
aunque sólo sea en el tono—, ofende. La orden debe emanar
de la autoridad, de la misión. Para eso debe estar convencido
del Estado. Y la orden debe darse respetando a la persona
libre a quien se manda; mandar no quiere decir dominar ni
ser más sino simplemente que se tiene un cargo y un poder
frente a hombres libres.

Y obedecer no significa hacer algo por complacencia o


porque se quiere ser amable o bondadoso, o por entusiasmo,
sino porque ha sido mandado por quien tiene autoridad y
poder para ello. En la obediencia yace una sencilla
naturalidad, nada especial hay en ella. Sí hay dignidad,
porque ella es obediencia libre de un ciudadano libre.

Actitud política significa saber mandar y saber obedecer.


Mas este arte se ha hecho inusual. A veces incluso se
encuentra uno con algo curioso: en los funcionarios una
satisfacción maliciosa en hacer sentir su poder al “pueblo”;
un deseo recóndito, a menudo inconsciente, de mortificar, de
ensañarse; un sentimiento de que el pueblo es en cierto
modo un enemigo. Y en el “pueblo”, en los no funcionarios,
cierta satisfacción en burlar a los funcionarios; se alegra
172
cuando alguno de estos queda en ridículo, siente un raro
placer en hacer lo contrario de lo que la ley ordena. Sabotaje
de la ley, se podría decir. ¿No notas la oposición que surge
entre ambos? Tiranía y anarquía, opresión y revolución:
siempre uno llama al otro. Estado se hace tan sólo cuando la
unidad crece de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo; a
través del mandato claro y terminante, pero respetuoso; a
través de la obediencia natural, pero íntegra. Así el Estado
logra su forma acabada y surge la capacidad de acción.

Hay todavía otra forma de esta unidad: la del dirigente y los


dirigidos. No es verdad que todos los hombres sean iguales;
son diferentes en su manera de ser, son diferentes según el
modo y la medida de su talento. La igualdad no consiste en
que todos sean y valgan lo mismo sino en que cada cual sea
él mismo y pueda llegar a ocupar su puesto en el todo. Esta
es la verdadera democracia. El espíritu de la plebe afirma
que todos son iguales, la envidia quiere que nadie
sobresalga y busca oprimir todo lo que se destaca. Donde
prevalece dicho espíritu no surge el hacer rico, tenso y no
obstante unido del pueblo en el Estado. Actitud política
significa apreciar y reconocer las diferencias de capacidad,
que a cada uno se le permite ocupar el sitio que le
corresponde, la mayor fuerza y capacidad para la mayor
tarea y responsabilidad, aun cuando ello signifique
posponerse. Y a la inversa, Estado significa que el que está
al frente realiza su obra en el todo objetivamente y para la
comunidad, que permite a los demás tomar parte, que les
hace comprender y colaborar, que en toda su actitud deja
traslucir que trabaja por ellos. También así se hace unidad,
la unidad del que dirige y los dirigidos, la unidad del que va

173
abriendo paso y de los que le siguen, la unidad del creador y
descubridor y de los colaboradores.

Queda por fin una tercera unidad de arriba hacia abajo. Hay
distintos niveles de experiencia y madurez; saber,
entendimiento y mesura se logran sólo con los años. Y por
supuesto, amplitud de miras, madurez de juicio y previsión
sólo se tienen después de haber vivido, de haber visto y
experimentado mucho. Ante todo, consigue la maestría el
que ha vivido con el alma abierta, el que ha superado la vida
con corazón valiente, el que ha pasado con gratitud por
experiencias y destinos de toda índole. Y también aquí
depende la unidad de pueblo y Estado, de la existencia y el
reconocimiento de esta maestría: la maestría de la madurez,
de la experiencia y de la sabiduría.
En cada hombre hay algo de plebe, se subleva contra el
maestro. Sin experiencia, se cree mayor de edad y apto para
juzgar la vida. De no superar esta actitud, espiritualmente
nos hacemos gente “de la calle” y alimentamos una política
rastrera por más que vayamos elegantemente vestidos y
hablemos con la mayor corrección.

Reflexiona alguna vez sobre todo esto, sobre lo que significa


aquí actitud política, y dónde se encuentran ya en tu vida
cotidiana raíces y atisbos de ella.

Hemos hablado ya de lo público y de la palabra. A lo dicho


habría que añadir que hay que liberarse del hechizo de la
publicidad, de la palabra deslumbrante, de la falsía de las
actitudes públicas, del narcisismo de los actores públicos, del
poderío del mercado, del vértigo de acciones
174
espectaculares, del afán de figurar y de otras tantas cosas
más. Hay que mantener una mente clara y objetiva, un
espíritu sobrio y sensato. También esto es actitud política.

Y aún quedaría mucho por decir. No hay político sin sentido


histórico... Política significa que un pueblo actúa, que actúa
desde su historia y en la historia, que lucha por su modo de
ser en este mundo.

Desde este punto de vista, actitud política significa aceptar el


desafío de lo histórico, hacer frente a la situación en que nos
coloca la historia. También se la puede esquivar y refugiarse
uno en la seguridad, en lo idílico, manteniéndose al margen;
se puede cerrar los ojos a la realidad con sus presiones,
durezas y cosas desagradables. Actitud política significa ver
todo eso y aceptarlo, aceptar las consecuencias de lo que ha
sucedido, compartir la responsabilidad de lo que el pueblo ha
hecho, compartir el dolor y el destino de la comunidad.

Comprenderás cuan hondo cala todo esto. Cómo influye


hasta en el modo de leer un periódico, de mantener una
conversación, de hacerse cargo de las consecuencias de
una palabra o una acción; si uno se pone en la fila o se
exceptúa a sí mismo, si uno da la cara en los momentos de
amargura y vergüenza o si uno se escabulle, y muchas otras
cosas más.

En todo eso se desarrolla o no la actitud política. Según


exista o no en las cosas menudas de cada día, existirá o no
después en la prensa, en las deliberaciones de la
175
municipalidad, en las campañas electorales, en la dirección
del partido, en el Parlamento, en la autoridad pública, en las
negociaciones con otros pueblos.

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