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ROMANO GUARDINI
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ÍNDICE
CARTA PRIMERA
Sobre la alegría del corazón ………………………………. 3
CARTA SEGUNDA
Sobre la veracidad de la palabra ………………………… 10
CARTA TERCERA
Sobre el dar y el recibir; el hogar y la hospitalidad ………. 22
CARTA CUARTA
Sobre la seriedad en la acción …………………………….. 37
CARTA QUINTA
Sobre la oración …………………………………………… 49
CARTA SEXTA
Sobre la Caballerosidad ……………………………………. 73
CARTA SÉPTIMA
Sobre la libertad ………………………………………….... 94
CARTA OCTAVA
Sobre el alma ……………………………………………….... 119
CARTA NOVENA
Sobre el Estado en nosotros ………………………………… 141
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CARTA PRIMERA
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limpio. ¡Así! Y ahora: ¿qué hay que hacer? ¿Esto? ¡Con
gusto! Y valientemente manos a la obra...
Todavía otra cosa: también hemos de procurar tener en
nuestro cuarto una fuente de alegría. ¿Qué puede ser? Por
ejemplo, una planta. Alegra verla crecer, verdecer y florecer.
Puede también ser un cuadro alegre, un paisaje que uno
conoció. Llénate con ello los ojos de tanto en tanto: “¡qué
inmensidad! ¡Qué fresco está el bosque! ¡Qué claro el cielo!
¡Qué despejadas las cumbres! ¡Esto es mío; todo mío!”...
Puede ser una canción. ¡Cántatela! Enseguida sentirás clari-
dad en el alma. O una bella poesía; viene a ser como un
refresco en un viaje largo y polvoriento. ¡Después otra vez a
la tarea!
Demos ahora una mirada a los grandes enemigos de la
alegría. El dolor no pertenece a ellos. El dolor da fuerza y
hondura. Capacita para el verdadero gozo. Déjalo entrar
tranquilo en el corazón. De él hablaremos en otro momento.
Hay dos verdaderos enemigos, que es necesario exterminar;
el mal humor y la melancolía. El mal humor procede de las
pequeñas contrariedades del día; de un corazón sensible
que todo lo toma a mal, siempre quejoso, que no puede reír
ni perdonar ni pasar por alto tantas cosas... ¡Fuera con él!
¡Son alimañas en el alma! Hay que echarlas fuera, y al
principio, tan pronto como aparezcan, inmediatamente.
El otro es la melancolía. Un poder siniestro que corroe el
alma, cuando se le da cabida. Pero se la puede dominar,
créeme. ¡Se puede! Sólo con una condición: en cuanto se la
localiza, al instante contra ella, como 8 decíamos antes. Pero
¡al instante! Y no andarse con bromas. Una vez que logra
instalarse adentro, no te dejará en paz durante el día, y aún
quizá a lo largo de varios días.
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Y para concluir, una pequeña ayuda: por la noche, al
acostarnos, digámonos tranquilos y confiados: mañana viviré
alegre. Imaginémonos a nosotros mismos caminar alegres,
erguidos y libres a lo largo del día, trabajar, jugar, tratar con
la gente: “¡Así seré yo mañana todo el día!”. Digámonos esto
varias veces. Es éste un pensamiento creador, que actuará
toda la noche silencioso en el alma, pero seguro, como los
duendes de los cuentos. No lo notamos; pero al despertar
está todo mucho más claro... Entonces repitamos lo mismo:
“Hoy viviré todo el día alegre”. Todo el día contigo, Señor, y
siempre alegre. Y esto cada mañana, cada noche; sin
dejarnos desanimar por ningún fracaso. Al concluir el día,
examinémonos: ¿he luchado hoy bastante? Hagamos
cuentas con nosotros mismos, y luego renovemos el
propósito: ¡mañana seré mejor!
Ahora algunas cosas sobre las que puedes meditar o platicar
con otros. No son más que brevísimas indicaciones:
Evangelio de San Mateo, 6, 16-18. Cuando se ve lo poco que
se ha hecho en el pasado y cuánto hay de desacorde en uno
mismo. —Cuando no se logra lo que se pretende. —Cuando
no se es comprendido en casa, en la escuela o en cualquier
otra parte. —Cuando lo que exige el momento es demasiado
difícil. —Cuando algo nos repugna. —El desaliento. —La en-
fermedad. —Cuando ya nada produce alegría. —Falsas
alegrías. —De cuántas cosas podemos todavía alegrarnos.
—La gratitud para con las alegrías del momento. —¿Cómo
se echa a perder una alegría.
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CARTA SEGUNDA
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Decir siempre la verdad; en lo grande y en lo chico. Así cada
palabra será una victoria de la causa de Dios.
Esto no es cosa fácil. ¡De verdad! Cuando amenaza una
humillación en la clase, cuando todos alrededor miran a uno,
cuando se espera una escena en casa o se quisiera eludir
una discusión con los amigos; cuando vemos que nuestras
convicciones son contrarias a las de los demás, entonces se
nota qué fuerza tiene el reino de las tinieblas.
Sensibilidad, temor, interés, cuidado, deferencia, amor, fideli-
dad: todo puede confabularse contra uno; todo lo malo y todo
lo bueno, hasta tal punto que se ahogue la verdad antes de
llegar a los labios.
En el momento que logremos romper esa malla, habremos
abierto para Nuestro Divino Señor una amplia brecha por
entre las filas de los enemigos. Habremos prestigiado la
verdad. Y el Dios de la verdad podrá hacer su entrada.
Pero hay algo más. La verdad es una espada que se esgrime
por Dios. Puede llevar a cabo grandes hazañas, pero
también ser un instrumento de destrucción. El Señor dijo un
día una sentencia muy significativa. Nos advirtió que
debemos ser “simples como las palomas y prudentes como
las serpientes”. ¿Qué quiso decirnos con esto?
Debemos ser “simples”. Es decir, no falsos y dobles. Nuestra
palabra debe ser sencilla y sincera. Hasta aquí es fácil
entender. Pero también exige que tenemos que ser
“prudentes”, lo cual no significa “ladinos” o “astutos”. ¿Qué
pues? Yo lo entiendo así: la palabra es algo fuerte, agudo...
Cuando hablamos no se dirige nuestra palabra a una pared
fría o al duro suelo, sino a un viviente corazón humano. Allí
puede producir diversos efectos. Puede liberar, alentar,
alegrar. Puede también herir y abatir. Por ejemplo, alguien
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tiene un amigo que cometió una falta. Si uno ahora le
manifiesta francamente a aquél lo que piensa sobre su
amigo, ciertamente no es más que la pura verdad. Pero ¿qué
efecto produce?
El Señor dice: “Di la verdad, pero dila prudentemente.
Atiende a quién la dices. Sé cuidadoso, para no herir a nadie.
Y cuanto más duro sea lo que has de decir, tanto más cauto
has de ser”.
Más aún: la verdad es algo precioso. Algunas verdades son
particularmente delicadas y santas. Ciertas personas son
incapaces de comprenderlas. Al menos en ciertos
momentos, como cuando están de juerga o airados. O
cuando están muchas personas juntas, por lo gene-ral no
tienen comprensión para una verdad sutil porque la masa
vuelve fácilmente inculta a la gente. Una canción íntima no
es apropiada a una marcha por la carretera. O cuando todo
desborda de alegría a nadie se le ocurrirá leer una profunda
poesía. De la misma manera hay muchas oportunidades en
que una hermosa verdad está fuera de lugar. Por eso dice el
Señor: “Di la verdad, pero dila en el tiempo oportuno. No la
digas cuando no tiene ningún objeto, cuando no sería
comprendida, cuando con ella harías más daño que
provecho. También la ver-dad tiene su tiempo y su lugar. Hay
ocasiones en que es preciso saber callar”.
Todo esto significa ser “prudente”. Se ha de decir la verdad
cuando es oportuno. Y si esto es así, no se puede hablar al
buen tun-tún, sino que hay que ponerse en contacto —a
través de los ojos y del alma— con aquél a quien se habla.
Hay que tender las antenas del espíritu, para palpar el
ambiente y adivinar el efecto que producirán nuestras
palabras en el que las oiga. Hemos de saber advertir oportu-
namente si hieren. Si lo notamos, naturalmente no debemos
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mentir —esto es claro—; pero nos esforzaremos para hablar
con tal tino que el otro caiga en la cuenta que llevamos las
mejores intenciones. Entonces no le herirá la verdad.
También debemos notar a tiempo cuando una verdad
valiente o una verdad sutil no halla comprensión o es to-
talmente inoportuna. Si lo notamos, no debemos mentir,
ciertamente, pero debemos callar. Todo esto es difícil, pero
se logra poniendo buena voluntad. Y aquí tenemos que
reflexionar un poco más profunda-mente sobre la veracidad.
Mira, hay hombres que quieren la verdad. Pero la usan como
un garrote y no se preocupan del daño que pueden causar
con él. Pero debemos aprender a ser realmente veraces y a
la vez delicados. Otros la exponen a cualquiera, juegan con
ella y la arrojan como una mercancía sin valor. Debemos
decir siempre la ver-dad, pero también tenerla en gran
estima. Y esto se aprende queriendo el bien de ella. También
puede ser de otra manera. A veces se llama a algo veracidad
y, en el fondo, no es más que afán de dominar, espíritu de
contradicción, atropello. Cuántas veces se dice la verdad, sí;
pero entre ella y una bofetada no existe ninguna diferencia,
únicamente que en un caso se hiere con la mano y, en otro,
con la palabra. Pero en ambos tenemos la misma dureza en
los ojos y en el corazón. Otras ve-ces se dice la verdad, pero
por pura vanidad. También con la veracidad puede uno
vanagloriarse. Cuando uno quiere mostrar a todos que no
tiene miedo, que es todo un hombre. “Decir la verdad” puede
convertirse en una especie de deporte.
Semejante veracidad no edifica, sino destruye. Procede de
egoísmo, vanidad y violencia. Hiere y abate. Piensa en tantas
conversaciones donde se habló con “franqueza”. ¿A veces
no se asemejaban después los corazones a un campo de
batalla: llenos de heridas, amar-gura y destrucción?
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Ahora bien, esto no quiere decir que uno tenga qué ser
blando y tener miedo a enfrentamientos. De ninguna manera.
Una lucha con las blancas armas del espíritu es estupenda.
Lo que hay que decir, se dice por duro que sea; esto es claro.
Y si alguno no puede aguantar la ver-dad, no se le puede
ayudar. Pero también es bueno examinarnos a nosotros
mismos para ver si nuestras expresiones proceden
realmente de “la verdad”. Debemos decir la verdad, pero “con
prudencia”, que en este caso equivale a decirla “con amor”.
Entonces lograremos también no deshonrar la verdad. ¿No
has sentido a veces la impresión de que una verdad delicada,
sublime, es arrojada a un lodazal? Es que fue dicha a
destiempo, en ocasión no propicia. Muchos llaman a esto
“ser franco”, y en realidad no es más que un zamarreo de
cosas serias e íntimas que deben mantenerse dentro o
hablarse muy raras veces y en ocasiones especiales.
Algunos piensan que tienen que decir a toda costa esto o
aquello, porque la veracidad lo exige. Pero en realidad no es
más que un charlatanear imprudente que simplemente no
puede contenerse. Repito que todo esto no quiere decir que
debamos ser temerosos. Lo que haya que decir se dice, le
caiga bien o mal al interlocutor. Y hay que estar también
preparado para aceptar las consecuencias. Pero es bueno
analizar si lo que decimos tiene su raíz “en la ver-dad”. La
verdad debe ser dicha; pero con prudencia, que ahora signi-
fica decirla “con respeto”.
Quizá tengas la impresión de que aquí siempre se dice: “así
y también así. Por un lado y por otro”. Quizá preferirías que
se dijera: di la verdad contra viento y marea, dila sin
consideración, a cualquiera, en cualquier lugar y a toda
costa. Cierto, esto sería más fácil. Incluso tendría visos de
más grandioso y decidido. Y tampoco se necesita es-forzar
mucho la inteligencia y el corazón. Pero piensa simplemente
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en las consecuencias que esto reportaría. Enseguida verás
que no puede ser. Esto es justamente lo difícil: que no se
puede separar la verdad del amor.
Dios no es solamente la verdad, sino también el amor. Y sólo
mora en la verdad que brota del amor. Y Dios no es
solamente la ver-dad, sino también el respeto vivo en
persona. Y El se alegra única-mente de la verdad que está
unida al respeto.
Esa falsa veracidad no tiene consistencia y se derrumba el
día menos pensado. Solamente tiene consistencia la que
brota de una in-tención pura y se esfuerza por permanecer
en el amor a los demás y en el respeto a la nobleza de la
verdad misma.
Tratemos, pues, de ser incondicionalmente veraces teniendo
al mismo tiempo consideración por el prójimo. Ser
incondicionalmente veraces, pero saber también cuándo es
hora y oportunidad de hablar y cuándo no. Con tal veracidad
construiremos el reino de Dios.
¿Y no podremos encontrar algún medio para esto, para que
el cuerpo también coopere? El cuerpo puede mucho; tanto
para el bien como para el mal.
Te daré un consejo: en la conversación mira al interlocutor
en los ojos. ¿Por qué esto? Ante todo, porque así tendemos
un puente entre él y nosotros. Esta mirada franca está
diciendo: debes ver que no se oculta ninguna segunda
intención detrás de mis palabras, y yo quiero saber esto
mismo de Ti. Ambos queremos saber a qué atenernos el uno
respecto al otro. El que miente evita la mirada del otro, si es
que no ha perdido ya toda la vergüenza. Teme que el otro
pueda leer en sus ojos que se encubra algo detrás de sus
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palabras. El mirarse siempre abiertamente a los ojos es una
expresión viva de la voluntad in-condicional de ser sincero.
Además, de esta manera entramos en estrecho contacto con
quién hablamos, pues observamos el efecto que nuestras
palabras van produciendo. Vemos cuándo hemos ido
demasiado lejos y podemos subsanarlo. Notamos cuándo
nuestras palabras no han encontrado un suelo propicio y
podemos callar.
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Un par de días más tarde pensaste en silencio sobre aquello.
De pronto se te abrieron los ojos. Caíste en la cuenta de cuán
vacías eran esas palabras. ¡Palabrería teatral! Sentiste cuán
injustas fueron con los demás, cómo revelaron cosas
demasiado preciosas para esa ocasión. ¡Oh, en esos
momentos puede presentarse todo esto tan claro, tan
dolorosamente claro que se nos arde el alma de vergüenza
e ira!
La otra fuerza que nos lleva a la mentira es la proximidad de
los hombres. Junto a ellos es donde se despierta la vanidad,
la envidia, el interés, el egoísmo, todo lo malo que arrastra a
la mentira. En la soledad, en cambio, todo esto se desprende
y nos quedamos desnudos ante Dios y nuestra conciencia.
Entonces nos sentimos libres y vemos claro.
Estamos, por ejemplo, en un grupo y se cuenta una cosa
cual-quiera. ¡Qué fuerte la tentación de deformar la verdad
para hacer un chiste con el único fin de provocar la risa de
los demás! ¡O de fanfarronear para que los demás nos
admiren! Al encontrarse uno después solo, desaparece por
completo el hechizo. Se lleva uno las manos a la cabeza:
“¿Cómo pudiste hablar así? ¡Por una risa, por una mirada de
admiración...!”
Aprendamos, pues, el arte de callar. Ya en la conversación
no digamos nada de que no nos sintamos seguros. A veces
incluso con-viene callar, por más seguridad que se tenga; y
en vez de hablar, escuchar y pensar.
Vayamos algunas veces a la soledad, lejos de los hombres.
Solos en un viaje; solos en nuestro cuarto; solos en una
iglesia y permanezcamos allí en un verdadero silencio. Existe
también un parloteo interior. Aún éste debe callar: solo ante
Dios y mi conciencia. Y ahora re-flexionemos sobre algo
importante. Pero dejemos que la cosa hable. Esto significa:
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contemplarla, abrirle nuestro corazón, tratar de entenderla
verdaderamente. Esto torna nuestra palabra, cuando
tenemos que hablar, más plena y verdadera.
O si hemos tenido alguna conversación, pregunté- monos en
la soledad: Señor, ¿cómo fue? ¿He hablado para Ti o para
mí? ¿He dicho la verdad o no? ¿La he dicho con respeto o
amor? Así aprendemos en la soledad a estar con los
hombres como es debido. Y el silencio nos enseñará a hablar
bien.
Por la noche preguntémonos otra vez: ¿cómo me he
conducido hoy, esta mañana en la clase, en las
conversaciones, en casa? Seamos severos con nosotros
mismos, pero sin angustiarnos. Si tienes tendencia de
escrúpulos deja el examen de la noche. Si no la tienes,
examínate atentamente: ¿He luchado por el reino de Dios?
¿He contribuido a que crezca su reino o he abandonado mi
puesto de lucha? ¿He dicho la verdad con amor o la he dicho
sin consideración alguna? ¿La he dicho con respecto o la he
desperdiciado a destiempo? ¿He trabajado por la verdad o
he contribuido al escándalo, la disensión, la violación? Da
cuenta de todo a Dios y pídele fuerza para hacer mejor las
cosas al día siguiente. Y antes de dormir hunde
profundamente en el alma un pensamiento creador: mañana
seré todo el día veraz... mañana tendré limpia la mirada... la
palabra franca y serena... seré prudente, considerado, pero
firme... Esta será mi conducta de mañana.
Para reflexionar: ¿qué harías si vieses a un amigo en
necesidad y se te ocurriese que podías solucionar sus cosas
con una mentira? —La mentira junto a la cama del enfermo.
—Las mentiras de cortesía. — Los modos de hablar del
ambiente que nos rodea. —Cuando uno sien-te antipatía
hacia alguien. —Prudencia y astucia. — Consideración y
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respeto humano. —Consideración y falta de confianza en sí
mismo.
—En la conversación: lucha recia y alegre y caballerosidad
con el adversario. —¿Cuándo hay que decir a uno lo que se
piensa de él? —El callar paciente. —Callar por amor. —
Callar por humildad. —Hablar implica actuar.
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CARTA TERCERA
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La llevamos a nuestros amigos, a nuestros compañeros de
trabajo. Actúa en cada palabra que decimos.
Y finalmente: ¿hemos pensado alguna vez que hasta todo lo
que nos oprime —contrariedad, dolor, preocupación,
indigencia— podemos transformarlo en don para los demás?
Si soportamos todo eso valerosamente ofreciéndolo al Señor
por todos y por todo lo que nos preocupa, entonces tendrá
parte en el poder de la Cruz y ayuda donde ya no puede
ayudar otra cosa.
Cosas profundas son éstas. Medítalas una y otra vez, ya que
no es fácil hablar de ellas. Puede suceder ciertamente que
uno se sienta del todo pobre; que no tenga nada que dar, ni
exteriormente ni tampoco quizá interiormente. No encuentra
palabras para expresarse, se siente pobre en el alma e inútil.
Pero acaso precisamente él esté llamado a la entrega más
pura. “Bienaventurados los pobres de espíritu” ha dicho el
Señor. Únicamente aprende el verdadero dar quien ha ex-
perimentado la propia pobreza. Entonces es “de él el reino
de los cie-los”; se vuelve humilde, desinteresado y aprende
a dar “desde el reino de los cielos”, de Dios. Si éste es tu
caso, ten paciencia, espera. Dios llevará a ti a la persona que
te necesita.
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dijo esta admirable sentencia: “la medida de un alma es la
grandeza de su amor”. Será tan grande como lo sea su amor.
Y esta medida la experimentamos siempre que tenemos algo
precioso en nuestras manos y, como sopesándolo, nos
preguntamos: “¿lo doy?”. El valor de una cosa se aprecia
especialmente cuando nos tenemos que desprender de ella.
Es entonces cuando el alma grande tiene mucho amor y dice:
“es bello lo que tengo, precisamente por eso quiero darlo”.
Son tantos los que aguardan nuestros dones,
frecuentemente sin saberlo: padres, hermanos, todos
aquéllos con quienes la vida nos relaciona, y hoy
particularmente los muchos que han empobrecido y ni
siquiera poseen lo imprescindible para vivir.
Y no solamente los allegados esperan nuestra generosidad,
no sólo aquéllos que nos son simpáticos, sino también los
que nos gustan menos, también los que son extraños o quizá
incluso nos repugnan. ¡Miserable generosidad la que sólo se
despierta cuando alguien la quiere! “Eso también lo hacen
los paganos”, ha dicho el Señor.
¡Pero saber dar! Lo más valioso del don es el modo como se
da. Según este criterio un encuentro puede ser un recibir con
alegría o un despedir al otro, un honor o una humillación, una
acogida cordial o un rechazo, una cosa adusta y forzada o
algo elevado y alegre.
Así pues, dar con gusto. “El dador alegre es amado por Dios”,
dice la Escritura. Rápido, sin hacerse rogar. Más aún, la
mejor manera es no esperar siquiera el pedido, sino
adelantarse y ver, acercarse y preguntar dónde hay una
necesidad. No por obligación, sino con libertad, con una pura
generosidad. Ser “generoso”. Medita esta palabra en tu
corazón y observa qué soberana belleza encierra.
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Y otra cosa más: si hemos dado una cosa, no debemos
volver a tomarla. Eso no se hace. Cierto que nadie dará una
cosa diciendo: “devuélvemela”. Pero hay muchas maneras
de volver a tomar lo que se ha dado. Si uno, por ejemplo, en
un arranque de generosidad ha dado una cosa, pero luego
se arrepiente y se vuelve disgustado con el otro, entonces ha
retirado lo dado. O da a entender cuán valioso ha sido el
obsequio, y echa de menos la cosa, entonces es como si
extendiera la mano para recogerla de nuevo. Más aún, el solo
arrepentimiento de haber dado algo, ¿en el fondo acaso no
significa haberlo quitado?
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pensamientos y nuestras acciones con los demás “como con
nosotros mismos”.
El amor no sólo conserva, también transfigura. Lo dado en
amor se convierte en gloria de Dios. Cuando uno da en amor,
algo terrenal y efímero se convierte en celestial y eterno. Una
cosa insignificante es transformada en esplendor, y una
plenitud totalmente nueva nace allí. ¿Recuerdas el dicho del
Señor que “debemos acumular tesoros en el cielo”? Allí, en
Dios, el don pertenece al que dio y al que lo recibió. Y crea
entre ambos una hermandad inefable.
Esto es lo que constituye el alma más profunda del dar. Y de
ahí procede también su modo apropiado. Pienso que la mejor
manera de dar es aquélla que es completamente natural.
Mientras le parezca a uno algo especial, no está del todo
bien. El dar es tan sólo verdadera-mente hermoso cuando se
ha convertido en algo natural para alguien, cuando ya no le
parece nada especial. Es la inspiración y expiración de una
comunidad viva. No está, por tanto, la cosa en “dar y en
recibir grandes favores”. ¿Qué ha hecho de grande el que ha
dado algo? No ha hecho más que pasar a otro un pequeño
destello de la luz que el Sol de Dios vierte sobre él a raudales
cada día, ha tenido una satisfacción. Por lo mismo no es lícito
exigir agradecimiento. El Señor ha dicho que “dar es una
dicha”. ¿Querrás exigir gratitud porque has tenido ocasión de
ser dichoso?
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CARTA CUARTA
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se entusiasma y se decide: “¡quiero!” No se sabe por de
pronto si esta decisión es auténtica.
Si uno sigue con los mismos defectos que antes —cizañero,
criticón, iracundo, flojo, negligente— entonces todo era humo
de paja.
En cambio, si es el comienzo de una recia lucha con el
corazón contra todo lo malo; si uno combate la mentira y la
pereza como sus peores enemigos todos los días, entonces
el fervor era auténtico.
La autenticidad de un alto ideal y del entusiasmo no se nota
en las horas solemnes sino en la vida cotidiana. El
compromiso que uno asume no se lo descubre en las
grandes decisiones, sino en las pequeñas tareas de cada
día. Comprometerse, abordar la realidad con eleva-dos
pensamientos significa impregnar de este espíritu la vida
diaria, las mil pequeñas ocasiones del día.
Tenemos elevados objetivos. Quisiéramos hacer mejor a
todo el mundo: los hombres tienen que ser más puros, más
nobles y alegres; deben poseer mejores alegrías que hasta
ahora, su vida social debe tornarse más bella, su trabajo más
humano. Hay mil cosas que quisiéramos cambiar, a veces de
raíz. Hablamos frecuentemente de ello, creando en nuestra
fantasía un espléndido cuadro de la humanidad re-novada.
En él se ha vencido al mal por virtud de Dios y de la propia
voluntad y el hombre se ha convertido en auténtico hijo de
Dios. Con una gran convicción se ha afirmado que esto tiene
que ser así... y mientras tanto había en casa sobre la mesa
una tarea que debería haberse hecho en este preciso
momento.
Mientras la boca decía palabras altisonantes, adentro la
conciencia advertía: “¡mentiroso!” ¡primero cumple con tu
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obligación inmediata! ¡quieres renovar el mundo y no haces
los ejercicios de matemáticas! Probablemente mañana por la
mañana los copiarás rápidamente de otro... ¿es esto
seriedad?
O criticas la mala situación, pero resulta que tú no hiciste lo
que se te encomendó. Tu cuarto se halla todavía
desordenado y la composición debía haber sido concluida
ayer. ¿Podrá mejorarse el mundo, si tú precisamente no
haces la parte que te corresponde, tu obligación actual?
¿Qué significa aquí “tomar las cosas en serio”?
Se ha hablado mil veces de que debía hacerse todo más
natural y sencillo, de que el mundo está perdido por la
ambición, el placer y las diversiones, de que deberíamos
volvernos más modestos y austeros para enseñar al mundo
el camino. Quizá hayamos mencionado incluso la gran
palabra de la pobreza y hablado de San Francisco
sosteniendo que su espíritu de pobreza, de regia libertad,
debería despertar. Pero ¿no hemos hablado de esto cuando
estábamos en la abundancia, y las altisonantes palabras y
heroicos sentimientos brotaban espontáneos del alma? Por
el contrario, cuando había estrecheces en casa ¿nos hemos
conformado con lo poco que había, con alegría, y nos hemos
es-forzado por aligerar las preocupaciones de nuestra madre
con un alegre semblante? Comprenderás perfectamente que
aquí está la diferencia. Lo primero era pura palabrería; lo
segundo, seriedad.
¿Hemos renunciado gustosos a un placer, a una reunión
agradable después de meditar en la pobreza de Cristo? ¿Era
por algún motivo necesario, o quizá solamente por hacernos
“pobres”, es decir, libres? ¿O hemos hablado de la pobreza
porque disfrutábamos con ello como con una golosina
espiritual, como una cosa selecta, en la que uno se deleita
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—como en una poesía, por ejemplo— pero sin ninguna
consecuencia práctica para la vida?
Responsabilidad: ¡también algo grandioso! No hay palabra
como ésta que tenga tanto peso sobre el alma de un hombre
sincero. Pero hay hombres que continuamente están
hablando de responsabilidad. Tienen responsabilidad para la
juventud, responsabilidad para el pueblo, para la humanidad,
para el mundo, para qué sé yo cuantas cosas...
Pero miremos un poco más de cerca. En un grupo no hay
unión. Pero todos están empeñados en arreglar el asunto.
Un buen día a alguien se le escapa una expresión
inoportuna. El que la oye —aun sabiendo cómo está el
asunto— corre a los demás: “¡Imagínense, Francisco ha
dicho esto!”. Gran escándalo y la ruptura es definitiva... En
otra parte hay que elegir jefe. Existe un candidato firme. Pero
a éste se le escapó en alguna ocasión —quién sabe
cuándo— lo siguiente: “¡si yo fuera jefe, sujetaría las
riendas!”. Lo cual fue dicho sin pensarlo mucho. Pero
precisamente ahora se le ocurre a uno y dice: “¡No se puede
elegir a ése, porque es ambicioso y dominador!”. Ya está la
desconfianza y un hombre capaz no llega al puesto que le
correspondía... Se trata de llevar la contabilidad o tienen que
hacerse compras importantes. “¿Quién se hace cargo?”
“¡Yo!”. Una semana más tarde: “Tú, trae pronto la cuenta, así
vemos cómo andamos de dinero”. — “De acuerdo”. Otras dos
semanas más tarde: — “¿Has hecho las cuentas?”. — “No,
todavía no”. Pasan otros catorce días. Nueva reclamación.
— “¡Enseguida lo hago! ¡Pero no me apures así!”. Han
pasado ya meses. — “Oye, ¿cuándo va a llegar por fin tu
rendición de cuentas? ¡Esto ya es el colmo!”. — “Sí... aquí se
han gastado 60 marcos... yo no sé dónde se han quedado”.
— “¿Pero no has apuntado inmediatamente todos los
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gastos?”. — “No... yo pensaba que los recordaría”. ¿Era esto
responsabilidad? ¡Pero de esto quizás ha hablado ya mucho
toda la gente!
En una reunión alguien ha dicho abierta y objetivamente su
opinión sobre ciertos inconvenientes. Quizá estuviera un
tanto fuerte, pe-ro lo dijo con la mejor intención y fue
interpretado muy comprensivamente... Unos días más tarde
se encuentran dos individuos: “¿Has oído? El otro día habló
Carlos muy fuertemente. Armó un gran escándalo”. —
“¿Estuviste allí”. — “No, me lo ha contado Federico”. Una
semana más tarde en el pueblo vecino: — “¿Quién? ¡No! —
¡Hace unos días puso a su propio grupo de vuelta y media;
era una vergüenza!”. Un par de leguas más allá: — “A Carlos
le han echado del grupo”. — “¿Por qué?”. — “Pues porque
constantemente estaba armando líos.
Nadie podía trabajar con él”. Casualmente el que oye esto
cono-ce a Carlos y se encuentra con él unos días más tarde:
— “Pero ¿cómo? Te encuentro muy alegre...”. “Y, ¿por qué
no?”. — “Yo creía que tu gente te había echado”. — “¿A mí?
El domingo pasado fui elegido jefe!”...
Esto suena cómico, ¿no? Pero es algo muy serio. Mira hasta
dónde llegan tales habladurías irresponsables. Cuánta unión
arruinan, cuántas buenas amistades, cuánto trabajo
honrado... ¡Con qué facilidad y ligereza se da crédito a
rumores y se propalan! Y se hacen cada vez más grandes y
fantásticos. ¡No importa! Igualmente se creen.
Hay muchas pruebas para ver cuánta responsabilidad tienen
los que tanto hablan de ella. Pero la más segura es con los
rumores: si hay pocos y se acaba siempre muy pronto con
ellos, entonces hay responsabilidad. En cambio, si un rumor
surge con facilidad, si se lo cree y propala con ligereza,
entonces la responsabilidad es falsa.
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Uno lee mucho, ocupándose de toda suerte de cuestiones. A
él quizá no le afectan porque está formado y tiene capacidad
para ello. Pero resulta que esas cuestiones las propone
después a cualquiera in-distintamente: sobre la religión,
sobre las relaciones familiares, con las chicas, con el
colegio... Los otros, en cambio, no pueden digerir los
problemas: tienen otro carácter, se atormentan, se inquietan
y se desconciertan. El, sin embargo, no se hace ningún
problema por lo que ha hecho... Se habla de un libro. El lo ha
leído. Si fuese sincero tendría que decirse a sí mismo que no
le ha ayudado y que, por el contrario, le causó horas de
inquietud. Lo que ha leído vuelve siempre de nuevo a su
mente, se pone como un muro entre él y Dios. Le quita el
gusto al trabajo, lo hace irritable y malhumorado. A pesar de
todo di-ce: “Sí, lo conozco. ¡Muy interesante!”. Naturalmente
lo leen los de-más y seguramente que a más de uno le ha de
costar la paz interior...
No obstante, ese fulano ha tenido grandilocuentes discursos
sobre la responsabilidad...
San Pablo dice que quién no sabe gobernar su casa no vale
para ningún oficio. ¿No se puede decir aquí lo mismo? ¿Qué
pensar de un hombre que reclama responsabilidad para la
juventud, la cultura, la humanidad, pronto también para los
habitantes de Marte y de Sirio, pero que desatiende
obligaciones asumidas y no se preocupa lo más mínimo de
las consecuencias de sus palabras, confundiendo a su gente
sin necesidad alguna?
El que pretende tomar en serio la responsabilidad no debe
empezar por el pueblo o la cultura, pues semejante
responsabilidad queda en pura palabrería. Tiene que
comenzar allí donde la responsabilidad le afecta de manera
inmediata: debe tener en cuenta el efecto que sus palabras
42
pueden producir en quienes las oyen, ha de cumplir a con-
ciencia todas las obligaciones...
Comunidad: ¡Vigorosa palabra! ¿Has pensado ya para tus
adentros cómo se consigue realmente la comunidad? Hay
una comunidad de días festivos, de horas excepcionales en
que nos sentimos honda-mente unidos. Pero sobre tales
horas no puede erigirse la comunidad, ya que se
desintegraría al llegar la monotonía de la vida cotidiana. 20
Pero es precisamente en la vida cotidiana cuando una
comunidad debe tener consistencia, de lo contrario no tiene
valor. Se puede construirla únicamente sobre el material de
todos los días, sobre la firme voluntad de respetar al prójimo,
de colaborar con él y de ayudarle. Esto siempre es posible y
puede ser exigido de todos, no así las vivencias de las horas
excepcionales. Pero esta comunidad de cada día tiene que
ser ganada siempre de nuevo.
Se está en una reunión y se nota que el interés decae. Tomar
en serio la comunidad significaría en este caso seguir
adelante con firme voluntad: seguir leyendo el libro, continuar
la conversación, llevar a cabo el trabajo. Si se ha superado
así el bache anímico, al fin quizá se haya aproximado más la
gente que a través de las más bellas vivencias.
Tomar la comunidad en serio significa concluir lo
emprendido, aunque no nos cause la menor satisfacción;
ayudarse recíprocamente también en la vida diaria, aun
cuando no se tengan ganas, incluso a los que no nos son
allegados, aun cuando resulte difícil...
En una reunión algunos hablan magníficamente sobre la
comunidad, tratan del escaso espíritu comunitario que hay
en el mundo, en la escuela, en la familia, en el pueblo. Esto
habría que cambiarlo radicalmente. Un día se los visita en su
centro y por cierto que el grupo es en verdad un solo corazón
43
y una sola alma. Nos encontramos con un conocido: – “Oye,
¡aquí hay un magnífico grupo! ¡Qué unidos se mantienen!”. –
“¡Oh... sí!, ¡pero han expulsado a fulano!”. – “¿Pero por
qué?”. – “No podían trabajar con él”. – “¿Molestaba?”. – “No,
nada de eso. Sencillamente, que querían estar entre ellos”.
Este caso no es tan imposible, ¿verdad? Y esto ¿sería
comunidad?
En otra parte hay unos cuantos que se mantienen tan
estrecha-mente unidos, que forman un grupo dentro del
grupo. En todas las reuniones, en todos los viajes, hacen
rancho aparte y no se interesan por los demás. O hay
algunos en el grupo que son dejados de lado por los demás,
de tal manera que llegan a tener la sensación de hallarse, en
realidad, fuera. ¿Es esto comunidad? ¡Son camarillas,
egoísmos! ¿Qué sería una comunidad en serio? Cuando un
grupo se organiza, no según las conveniencias de algunos
sino teniendo en cuenta el bien de todos. Y todos se
esfuerzan por respetarse mutuamente, por comprenderse,
ayudarse y trabajar juntos. La agrupación no es un círculo de
amistades sino una comunidad de trabajo, de fidelidad y de
disciplina. “¡Dios mío, —dirá alguien— pero esto es muy
difícil!” ¡Ciertamente! ¿O es que cuando decimos grandes
discursos sobre la comunidad pensamos en algo fácil? En tal
caso cualquier club podría constituir una comunidad, y
entonces no veo yo para qué tantos discursos.
“¡Pero de semejante comunidad no se saca nada!”. A esto
hay que replicar que la comunidad no es cuestión de
sentimentalismo, sino una tarea de constante auto–
superación. No se trata en primer término de sacar provecho
de ella, sino de contribuir a ella. Quien toma la comunidad en
serio es aquel que no pregunta: “¿Qué provecho tengo?”,
sino, “¿Qué tengo que dar?”. Y quien practica esta
44
comunidad saca también, después de todo, más provecho
que si se restringiera a un círculo más estrecho.
Comunidad del pueblo. ¡Otra gran cosa! Que las distintas
capas del pueblo se sientan unidas; que los miembros de las
diversas profesiones sepan que son parte de un mismo todo;
que el universitario se sienta igual que el obrero, el bachiller
igual que el aprendiz... eso es exactamente algo grande.
Pero ¿cómo se lo pone en práctica? Si alguien pretende que
exista una comunidad del pueblo, entonces el guarda, el
vendedor y la muchacha de servicio son compañeros de él y
tiene que demostrar que encuentra el tono cortés y natural
que corresponde a un compatriota. Comunidad del pueblo
significa estar con-vencido de que el trabajo manual posee,
igual que el intelectual, su alto y propio valor.
45
Lo mismo cabe decir respecto de la hermana. Y esto vale
especialmente para los jóvenes. También se puede aplicar a
la mucama. ¿No has oído hablar nunca de “la desvergüenza
de hacerse servir todo”? Medita sobre esto, pero de corazón.
A los que se tienen en más que los que trabajan con sus
manos se los enjuicia severamente. Lo mismo a los que viven
del trabajo de otros. Se les llama “burgueses”.
¿Pero no hemos hecho nosotros algo parecido con nuestra
madre, con nuestra hermana, con la criada? Acaso
inadvertidamente, sin querer; pero en realidad exactamente
eso.
¿Qué se podría hacer ahora? ¿Cómo demostrar que
queremos en serio la comunidad del pueblo?
Comprendiendo y valorando el trabajo manual de casa;
aprendiendo a pedir “por favor” y a dar siempre las gracias;
tratando de ayudar, evitando causar trabajo innecesario, te-
niendo todo limpio y ordenado... Aquí es donde hay mucho
por hacer, y aquí se decide si la comunidad del pueblo es
pura palabrería o algo serio.
“Tomar en serio” no significa decir palabras altisonantes ni
ex-cederse en exigencias. Obra seriamente quien ve las
tareas allí donde realmente están: en la vida diaria, en el
ambiente que nos rodea; quien em21 prende resueltamente
esas tareas y las cumple cada día.
Ahora habría que señalar un objetivo concreto, para saber a
qué atenernos. Pero no es fácil en este caso, pues esta carta
es muy distinta de las anteriores. En éstas se decía siempre
como conclusión “por consiguiente, en adelante hay que
proceder de esta manera”. Aquí, en cambio, se trata más
bien de rectificar todo nuestro hablar y juzgar, que nuestro
querer y decir se hagan más sencillos y realistas. Quien
actúa así no da mucha importancia a entusiastas
46
sentimientos, sino que atiende a las obras; ya no proclama
por todas partes grandes re-formas, sino que se pregunta
qué es lo que realmente puede llevarse a cabo. Lejos de
criticar a los demás, examina si se encuentran en él de-
fectos. Desconfía de las palabras grandes como de billetes
de los que no se sabe si son auténticos.
Mira, es algo exterior, pero podríamos tenerlo en cuenta: sé
sencillo en el hablar. Hay quienes dicen, cuando algo les
agrada: “esto es maravilloso”. Cuando les desagrada algo
entonces es “horrible”. Si algo no anda bien, lo atribuyen a
una “canallada”. Si se trata de una cuestión social,
inmediatamente reclaman “profundas transformaciones
sociales”... Otros dicen sencillamente: “esto es hermoso”;
“esto no me gusta”; “esto no está bien”; “esto y esto hay que
cambiarlo”. El modo de hablar de los primeros causa cierta
impresión: se los llamará “resueltos”, “categóricos” o cosa
por el estilo. Pero la verdad es que involuntariamente se
confía más en los segundos. Se siente que éstos son más
confiables; ellos intuyen que cada palabra posee su peso y
conforme a él la valoran. Saben que las palabras tienen su
valor y las usan con economía. Tanto más preciosas y
vigorosas son cuando las dicen. Y, además: las palabras y
los hechos proceden del mismo hombre. Los que hablan
mucho malgastan sus energías en tiros al aire, y no les queda
nada para la acción. En cambio, el que habla con par-quedad
sabe reservarse, y, al llegar la hora de actuar está preparado.
Deben, pues, hacérsenos sospechosas las palabras
grandes. Todo lo que suena a exageración: “muy, infinito,
terrible, admirable, todo, siempre”; “hay que cambiarlo todo”;
esto o aquello está “absoluta-mente mal”; este o aquel es un
“gran peligro”; una institución “total-mente desacertada”...
¡moneda sospechosa! Hablemos con sencillez. “Sea vuestro
hablar: sí, sí; no, no” ha dicho el Señor. “Lo que pase de esto
47
es perjudicial”. Lo mismo se puede decir aquí. Sencillo,
sincero, auténtico. Entonces es la integridad personal lo que
respalda todo, la acción plena, la fidelidad absoluta. Y esto
se convertirá en una escuela para tomar en serio todo lo
demás.
Para meditar: Responsabilidad y puntualidad. –—
Responsabilidad y honra del prójimo. —Responsabilidad y
discreción. —Veracidad y ejecución de los principios. —
Veracidad y cumplimiento de la palabra. —Fidelidad y
endeudarse. —Comunidad y dejar que otros trabajen por
uno. —Fraternidad y servicialidad. — Servicialidad con la
palabra o con la obra.
48
CARTA QUINTA
Sobre la oración
50
Y si aquellos hombres no se fiaban de las cosas y de los
hombres, que al fin y al cabo se pueden ver y asir, mucho
menos de lo invisible. Quien quería ser tenido por un
científico serio, no podía hablar del alma. No existía el alma.
Así, se hablaba de la psyché —que en griego significa
exacta-mente lo mismo— pretendiendo ocultar en una
palabra extraña algo indeterminado de lo cual nadie sabía
propiamente lo que era.
51
Pero vino el cambio. Su origen se remontaba ya muy atrás.
Se anunció la nueva época, cuando irrumpió el movimiento
juvenil en el último decenio del siglo XIX, cuando la juventud
comenzó a salir de la ciudad hacia la rica realidad de la
naturaleza. Se le abrieron los ojos a la juventud; afuera —
pensó— existen magníficas realidades. Sentía que le
hablaban los árboles, las montañas y las llanuras. Se liberó
de las celdas, de los conceptos y de las palabras. Quería
retornar a las cosas. Prefirió la realidad con sus duras aristas
y su exuberante riqueza. El caminar era una búsqueda de la
misma. Entonces se les cayó a los hombres la venda de los
ojos. Aprendieron de nuevo a ver y a sentir. De pronto se
encontraron en medio de un mundo pletórico de poderosas
realidades. Se había disipado por completo la duda de si todo
esto existía. Habían descubierto el alma, la habían sentido
viviente en el pecho. Y si alguien les hubiera dicho que lo que
allá dentro tan profundamente respondía al fragor de la
tormenta, que lo que se les ensanchaba en la altura de los
montes no era el alma, le hubieran tenido por loco. Y no sólo
descubrieron el alma propia sino también la de los demás: en
los viajes, en las trincheras, en los lazaretos como
prisioneros. Y de un solo golpe había comunidad, porque
comunidad no significa una aglomeración de gente, sino que
las almas conozcan a las almas.
52
serio que no hay Dios que estar persuadido de su existencia.
Es cierto que no se le puede ver ni asir, pero nuestro
entendimiento le reconoce fácilmente, si se halla libre de
prejuicios. Nuestro ser siente su presencia si nos abrimos, y
el corazón lo sabe.
Pero, ¿qué significa luchar por Dios, trabajar por él, llamarlo,
buscarlo, urgirle? Muchos son los modos y los nombres de
esta lucha. Uno es: oración.
Las excursiones a pie, la comunidad, la oración... ¿sientes
su íntima relación? ¡una relación de una profundidad
indecible! ¿La razón? Porque es una e idéntica la realidad
que lo impulsa todo: el amor. El amor empuja hacia el gran
mundo exterior, amplía el horizonte en contemplación y
admiración. El amor arrastra hacia los otros hombres y quiere
que “todo sea común”. Y el amor íntimo se alza hacia el que
es plenitud de toda vida, grande, rico y bondadoso sobre toda
ponderación: hacia Dios. El caminar, procede del amor; la
comunidad, de un amor más alto.
53
Pero ese amor convoca sus mejores energías cuando se
eleva hasta Dios, cuando se hace oración.
De la oración queremos hablar en esta carta.
Así considerada la ocasión es algo natural como la
comunidad o el caminar. Pero algo en nosotros se opone a
ello; por eso conviene proyectar un poco de luz sobre este
punto.
En la oración tenemos que calmarnos y recogernos. Pero
estamos hundidos en la agitación. Vivimos en el estruendoso
ajetreo de la ciudad y de nuestra profesión. Así es posible
que no nos sintamos a gusto en el silencio de la oración ya
que nos parece como si perdiésemos el tiempo. No notamos
cuánto en realidad sucede, cómo la fuerza de Dios penetra
en nuestra alma. Apenas hemos comenzado ya nos
distraemos; se nos ocurre esto y lo otro, y todo nos parece
particularmente urgente.
En la oración hablamos con el Dios callado, invisible.
Algunos tienen un sentimiento vivo de la presencia de Dios;
otros no, o lo tienen muy escaso, impreciso. Estos están
acostumbrados a lo perceptible. Cuando hablan con uno,
quieren verle y oírle; todo lo que hacen ha de poderse asir.
Estos fácilmente tienen la sensación de que hablan en el
vacío, y la oración se les torna muy difícil. En la oración hay
que bajar a la profundidad. Pero nosotros la rehuimos;
preferimos quedarnos en la superficie, donde estamos en
terreno conocido lleno de colores y variaciones. En la
hondura todo es muy serio, no sabemos lo que allí se
encuentra, y el camino de acceso es penoso. En
consecuencia, huimos de la oración, preferimos andar de acá
para allá, hablamos y hacemos nuestros negocios.
54
Todavía más: en la oración nos aproximamos a nosotros
mismos. Nos vemos con más nitidez, sentimos más clara la
insuficiencia de todo. Pero a pesar de nuestros anhelos de
verdad, algo en nosotros retrocede ante la voluntad de
contemplarnos: debilidad, cobardía, culpa. Tampoco el alma
posee siempre tonicidad. Hay momentos de cansancio,
vaciedad y frío; no siempre la religión le dice algo. En esos
momentos no sabe qué hacer con la oración pues todo le
parece vacuo o repulsivo.
Es cierto que quien posee un trato vital con Dios tiene lo que
necesita. Pero muchos quisieran orar y no saben cómo. Pero
aún para los primeros es conveniente que aprendan a
ejercitar todavía más lo que ya están haciendo por un interior
instinto. ¡Cuánto se esfuerzan los creyentes de religiones
paganas en sus ejercicios de oración! Frente a ellos
deberíamos avergonzarnos de no cultivar nuestra alma. En
la oración somos chapuceros, reconozcámoslo. Y detrás de
esas palabras —que la oración tiene que ser natural y
espontánea— se oculta muchas veces bastante pereza.
56
este día te sea grato, para que al anochecer puedas decir
como al anochecer de Tu creación: es bueno”.
El Espíritu Santo —que nos fue enviado por el Señor— es
nuestro maestro, nuestro guía y nuestro amigo. “Espíritu de
Jesús, Espíritu de fuego, de luz y de alegría. Tú, que en
Pentecostés transformaste a los discípulos en cristianos; que
hiciste resplandecer en ellos clara y nítida la verdad de Cristo
y encendiste su amor en sus corazones; Tú, con cuyo poder
vencieron al mundo..., ven a mí. Esclarece mi conciencia
para que, aún en las complicaciones de la vida diaria,
conozca mi deber. Dame un corazón generoso y fuerte para
que pueda hacer con alegría la obra de Dios. A Ti te ha sido
entregado el reino de Cristo. Tú enseñas su Verdad,
administras su Gracia, anuncias–sus preceptos... ¡Ábreme
los ojos para que vea al Señor! Enséñame quién es Jesús y
qué quiere de mí”.
57
tiene su trono en la altura infinita, cuyo poder supera todo
sentido y cuyo amor abraza todas las cosas. Hacia El ha de
orientarse nuestra vida, como en una excursión se clava la
mirada en la cumbre que hemos escogido. En El reside la
última plenitud, la paz.
60
instancia, como todas las cosas, proceden de Dios. Por eso
no los tomemos irreflexivamente como si fueran lo más
natural, sino recibamos la comida de la mano de Dios. Esto
es lo que sucede al rezar. Nos sentamos a la mesa de Dios.
Somos sus comensales.
62
ahora descúbreme, Señor, lo que este día ha tenido de
valioso delante de Ti”.
66
También puede suceder que no se pueda hacer ninguna
oración. A veces se está abúlico o inquieto interiormente. O
se tuvo una vivencia abrumadora, o se experimentó una
derrota amarga, o quizá se sienta uno tan poca cosa que es
imposible formular una oración sincera. Entonces
pongámonos en la presencia de Dios y digámosle: “No
puedo. Tú lo sabes”. Y si esto tampoco resulta, entonces
recordemos que en realidad deberíamos orar.
Permanezcamos un momento en la presencia de Dios, en
silencio interior y exteriormente. Y luego: “Quiero ir adelante.
¡Mañana volveré!” Esto es también oración.
68
Cuida también el aspecto exterior. ¿Son meras
exterioridades el que uno antes de la oración eche una rápida
ojeada para ver si está arreglado y se lave las manos, si fuere
necesario? ¡Sería una señal de respeto a Dios! Y no me
digas: “Queremos orar en espíritu y verdad. ¿Qué interesa,
por tanto, acercarse a la oración con las manos y los zapatos
sucios?”. Somos hombres; es decir, alma y cuerpo.
Ciertamente que cuando uno se acerca interiormente a Dios
desaparece de su vista el exterior. Es cierto que no hay que
dar demasiado valor a lo exterior y que es completamente
inútil cuando por ellos se descuida lo interior. Pero ambos
términos se corresponden. Si exteriormente somos
desordenados, esto se traduce en el alma. En cambio, si
alguien presta atención al aspecto externo, ello es señal de
reverencia interior y se transmite al interior. “Debemos estar
de tal modo en la presencia de Dios, que se correspondan
exactamente nuestra postura y nuestras palabras”, ha dicho
un Maestro de la Oración, San Benito. Este conocía de
verdad al hombre. Al acercarte a Dios, procura hacerlo con
un aspecto impecable.
69
También has de mantener correctamente las manos.
Después del rostro, las manos son la parte más espiritual del
cuerpo. El alma habla inmediatamente por ellas, por su
constitución delicada y sólida a la vez, por sus movimientos
expresivos. Si alguien deja colgar las manos, probablemente
su espíritu también está flojo. Tengámosla en una posición
correcta. Las manos tienen su propio lenguaje.
71
oran por él los demás. Las grandes obras han sido siempre
fruto de la oración.
72
CARTA SEXTA
Sobre la caballerosidad
75
se ejercita en los distintos juegos a fin de conseguir una
formación integral, de hacerse un “atleta completo”, como lo
querían los antiguos griegos.
77
Todos estos juegos —tanto los físicos como los
intelectuales— ofrecen todavía otra tarea: la de hacerse los
utensilios necesarios, como por ejemplo, arcos y flechas,
varas y banderines, etc. Lo mismo respecto a los juegos de
mesa. Una hermosa tarea para las noches de invierno podría
ser fabricarse artísticos tableros, marcando las casillas a
fuego o con pintura, o bien incrustando chapas de linóleo o
madera. Otra sería grabar o modelar figuras en madera o
arcilla, cortar o repujar en madera, linóleo o planchas
metálicas. De modo que hay gran cantidad de tareas
artesanales.
79
débil, por el que está a punto de sucumbir. Esto lo distingue
del hombre interesado.
Quien se decida por este servicio tiene que llevar una vida
digna de él. Este servicio caballeresco es austero. Ciertas
cosas consentidas a otros, él no se las puede permitir.
“Nobleza obliga”, dice el refrán. Y este refrán vale también
aquí.
80
obra o un mero trabajo. Un deber del colegio, una labor
doméstica, un servicio en la oficina se hacen “obra” si son
realizados por sí mismos, como reclaman ser hechos; serán
mero “trabajo” si se hacen a la fuerza o simplemente por
dinero.
81
Esto no quiere decir que haya uno de andar de un lado para
otro cual utópico soñador; que se haya de ir siempre tras lo
bello e ideal, prescindiendo de todo cálculo; que haya uno de
ser tan honrado que se deje explotar por todos los picaros, o
que a fuerza de hidalguía deje conculcar sus derechos. Todo
eso no sería caballerosidad, sino debilidad. No vivimos en un
mundo ideal, sino en un mundo muy duro, sometidos muchas
veces a hombres atropelladores sin conciencia.
82
En el trabajo como obra el hombre presenta su causa, firme
y perfecta. En el servicio responde de ella, de los hombres,
de sus convicciones, con generosidad y valentía. Pero
ambos momentos comportan frecuentemente rudas peleas
con la vileza humana. De todas estas presiones se libera en
el juego, donde se recupera de la dureza del trabajo y del
servicio.
Mantenerse firme en su causa, caminar siempre erguido: he
ahí el estilo del auténtico hombre. Y esto requiere un ámbito
de libertad que él se sabrá forjar, cuando no se lo dan de
buen grado. Dios lo ha hecho así y, por tanto, tiene derecho
a ser también así. Esto no quiere decir que se tenga a sí
mismo como un ser aparte o que no vea sus faltas. Quiere
ser, no tan sólo parecer; quiere poseer verdaderas virtudes
y no obrar como si las tuviera.
Así, pues, clava profundamente la mirada en su interior.
Sabe perfectamente a qué atenerse consigo mismo;
reconoce sus buenas cualidades; pero también sabe que son
ellas al mismo tiempo la fuente de sus faltas y se esfuerza
por superarlas. No obstante, esto, afirma su ser reclamando
para ello espacio.
Imponerse sin violencia, pero con resolución, sin agraviar a
nadie, pero implacablemente, es lo propio de una auténtica
virilidad.
Pero con esto llegamos a un punto importante “¡También
existen otros!”.
88
Antes se pensaba que con un par de firmes propósitos se
acabaría con todas ellas. Pero ahora uno experimenta cuán
tenazmente enraizadas están en la naturaleza. Uno escucha
los reproches y las críticas de los demás y ve que tienen
razón. Y es entonces cuando sobreviene esa gran tentación
de dudar de sí mismo. Aquí hay que reafirmarse y decir: “Así
soy yo. Este es mi carácter; éstas son mis fuerzas, éstas mis
faltas. Me acepto como soy”. Ciertamente hay que
perfeccionarse, pero no huyendo de sí, ni adoptando
engañosamente una manera de ser extraña, sino desde la
propia: “Quiero ir a Dios, pero por mi camino y con mis pies”.
89
Esto no quiere decir que uno haya de resignarse a
situaciones difíciles, pudiendo evadirse con honor; que haya
de mantener relaciones gravosas pudiendo romperlas con
toda justicia.
91
alguien que está siempre a nuestro lado y sólo gracias a Él
es posible todo. Ese es Dios.
Es cierto que se da también una firmeza sin Dios. Pero es un
esforzado apretar de dientes, donde algo se petrifica
interiormente. Dios nos preserva de esto. Tan sólo en El todo
cobra su sentido auténtico: el propio ser, pues El lo ha
creado; el destino, pues El lo ha trazado; la obra, pues El ha
llamado. Dios es quien nos da la fuerza para conformar
nuestro ser en libertad y la perfección; la fuerza para triunfar
sobre el destino, para cumplir nuestra misión. Está junto a
nosotros. Así nuestra soledad es soledad en Dios.
Ha hecho más todavía. Nos ha dado ejemplo de firmeza en
la soledad más espantosa: en la Cruz. Y junto a la Cruz
permanecían una mujer y un hombre: María y Juan. Solos. A
su alrededor burlas y blasfemias. No obstante, ellos
“permanecían”. Esto es hombría y hondura absoluta de
femineidad: poder permanecer solos junto a la Cruz en la
virtud de Cristo.
También un día —en la Confirmación— nosotros fuimos
ungidos con esa fortaleza. El Espíritu Santo nos “confirmó”,
para ser varones santos y mujeres santas en el Señor. Allí
acabaron el aferrarse infantil y el divagar del joven. Ahora
uno está firme.
92
De esta manera queda claro, también, lo que significa
verdaderamente envejecer. Quien ha envejecido así ha
superado también el ser hombre, lo que encierra de duro y
penoso. Todo se le presenta en claridad y libertad. Ha
recuperado la ingenua confianza y la límpida alegría del niño.
Y ahora se ha cerrado el sagrado círculo de la vida: niñez y
hombría se han fundido en unidad. Ahora llega el tiempo de
la eternidad.
93
CARTA SÉPTIMA
Sobre la libertad
¿Esto es libertad?
100
En consecuencia: quien quiera ser libre tiene que librarse de
la servidumbre de la masa.
101
El dominador en cambio no gusta de esto. Quiere que su
amigo le esté sumiso, se opone a su liberación, le guarda
rencor y lo acusa de infidelidad.
102
Quien tiene esa mentalidad se hace esclavo de la cosa.
“Bienaventurado el hombre que no corre detrás del oro”, dice
la Sagrada Escritura, “y que no inclina su ánimo hacia el
dinero y las cosas preciosas. El se nos da a conocer y
nosotros lo exaltaremos porque en verdad ha realizado algo
grande en la vida”. Ese se ha transformado en un hombre
libre.
104
Todas esas fuerzas son preciosas, pero ciegas. Pueden
también destruir, confundir, esclavizar, cuando el hombre
interior no conserva libre su conciencia. El debe imponer el
dominio sobre la pasión y el instinto. Debe amansarlos,
ordenarlos, aprovecharlos. Entonces actúan benéficamente,
como el ardor del fuego, cuando se lo utiliza debidamente.
107
trabajo”. Hay que preguntarse: ¿por qué? Puede ser pura
pereza o quizá cansancio. Y este cansancio tal vez provenga
de cierto desorden, de acostarse demasiado tarde o de
dedicarse a miles de cosas. No basta saber que uno es
irritable en el trato con los demás, duro en sus juicios,
impaciente con los que lo rodean. Tiene que preguntarse:
“¿por qué?” Quizá advierta entonces que en el fondo todo
procede de alguna pasión, que algún impulso aún no
dominado vive en uno y produce descontento.
108
¿Qué es lo que hay en mí, que me ha llevado tan lejos? Si
se ha hecho algo malo, hay que enfrentarse consigo mismo
y preguntarse: “¿por qué? ¿Cómo has llegado a esto? ¿Te
ha ocurrido esto ya otras veces? ¿Hay algo en ti que te lleva
a esto?”
Después de un fracaso, examinarse: “¿qué es lo que ha
fallado? ¿Cuál fue la causa? ¿Irreflexión, desorden,
debilidad, falta de formalidad...?”. En semejantes ocasiones
la conciencia está más despierta, la mirada más limpia, la
voz interior más clara. Es preciso aprovecharlas.
109
malo y a lo importante importante, sin disculpar ni paliar nada
sino buscando la luz. De allí surge la verdad liberadora.
115
Hay sobre todo ciertas cosas que cuesta decirlas. Es mucho
más sencillo decir a uno que debe dominar su cólera que
advertirle que debe ser veraz o limpio en cuestiones de
dinero. Aquello es una simple pasión; esto afecta a la honra.
Todavía me parece más difícil tener que decirle a uno que se
presente más limpio y aseado o que coma como es debido,
porque en tales puntos el hombre es extremadamente
sensible. Sin embargo, hay que hacerlo; y se presta al amigo
un pésimo servicio callándose por tales motivos. Piensa
primero cómo se lo vas a decir: siempre con delicadeza,
espera el momento oportuno y, entonces, háblale con
franqueza. Ciertamente que el primer momento no es
precisamente muy agradable, pero más tarde te lo
agradecerá.
116
En el modo de defenderse se decide la suerte del deseo de
libertad y de la tan mentada veracidad. Si lo hace oponiendo
un frente de mentiras contra el enemigo, cerrándose con mil
razones contra su crítica —y tales razones existen a
montones, porque naturalmente, la crítica enemiga siempre
es también injusta—; si se afana en demostrar que el de
enfrente es una mala persona, que no hay en él sino maldad,
bajeza y ceguera, entonces ha perdido la batalla, por más
que haga enmudecer al adversario. En cambio, aun cuando
su defensa sea justa se pregunta: “¿por qué me habrá
afectado esto tan profundamente? ¿No tendrá alguna
razón?”. Si lo toma a pecho y se corrige entonces habrá
vencido, aun cuando aparentemente se haya impuesto el
rival.
117
Libertad e injusticia. Pedir perdón y perdonar. Reparar
injusticias. — Libertad y fidelidad. Cuando la fidelidad
oprime; cuando creemos poder obtener más de los otros. —
Libertad y sufrimiento. Ataduras externas. Dolores, defectos,
debilidades. —Los defectos del prójimo. —Libertad y hacer
bien. —Gratitud, delicadeza.
118
CARTA OCTAVA
Sobre el alma
121
abiertos, su oído escucha y su corazón se ensancha. Es
capaz de mirar, sentir y percibir.
124
Soledad significa pues, estar exteriormente solo, pero ante
todo estar interiormente consigo mismo. Hombres
verdaderamente solitarios pueden estar en medio de los
demás, en el ruido de las calles y el ajetreo del trabajo, y no
obstante consigo mismo. La soledad nos rodea como un seto
silencioso que sólo deja entrar lo que conviene. Todo lo que
significa personalidad —que uno sea transparente a sí
mismo, que advierta la responsabilidad de su acción, que
llegue a ser dueño de sí— despierta en la soledad.
Todo esto no significa que haya que huir de los otros o que
no se deba disfrutar de su compañía. Soledad no es ser
huraño o vivir aislado, como tampoco callar significa estar
mudo. Necesitamos de los demás, pero no debemos correr
siempre tras la multitud. Bien miradas las cosas, soledad y
comunidad se implican tan profundamente como callar y
hablar, inspirar y expirar. Verdaderamente sociable sólo
puede ser quien sabe vivir también en soledad. Porque
comunidad significa que se puede dar a los demás, y recibir
de ellos; que una corriente vital fluye entre uno y otro; que
realmente se verifica un ir y venir. De otro modo no hay
comunidad, sino comercio o un simple montón de gente.
¿Pero de dónde brota esa corriente, eso que se puede dar:
el respeto, la amistad, el amor, la palabra buena, la acción
bienhechora? Sólo de la profundidad interior, del corazón
fundado en sí mismo. Y esto se abre en la soledad.
125
sí mismo y tiene un profundo respeto hacia los demás. De lo
contrario no hay comunidad, sino rebaño. Pero también este
respeto y esta auto–reserva se aprenden en la soledad.
126
espejismo, el afán una cacería.' Ya no queda lugar para la
posesión, ni la alegría ni el recogimiento...
130
después. ¡Qué desarraigados nos hemos vuelto! ¡Sin patria
nuestras palabras, sin rumbo nuestro trabajo!
131
Y avanzando, llegamos a algo más hondo todavía. Sobre ello
quiero hacer aquí sólo unas breves indicaciones.
132
De la paz ha dicho el Señor que es su más precioso don: “os
doy mi paz; la paz que el mundo no puede dar”. En verdad
no es un mero descanso, sin agitación, sino el colmo de toda
plenitud vital y de toda sabiduría divina. Dice la Sagrada
Escritura que Dios “la derramará sobre nosotros como una
corriente profunda”; y San Pablo sabe de ella que “está por
sobre toda razón”.
133
la soledad; detrás de las palabras, el silencio, y detrás de la
decisión la serenidad.
Y por eso nos resulta Dios tan lejano. Dios es un Dios oculto,
que habita en el silencio. Ciertamente que se puede orar
desde el ruido de la fábrica y desde un corazón agitado, ya
que Dios está cerca de toda necesidad y seguramente muy
cerca también de la nuestra. Pero el auténtico hablar con
135
Dios, el genuino estar– junto–a–El, se da ante todo en la
calma, en la soledad, en la espera, porque “es bueno esperar
la salud del Señor en silencio”...
137
Pero resulta terrible la ausencia del domingo. No en vano ha
escrito Dios tan hondamente este precepto en el corazón
humano. El alma se arruina sin domingo. Es para ella amparo
y fuerza. El domingo es para el alma lo que el aire para el
pecho.
138
Dios, el día en que el paraíso se hace presente en el
transcurso del tiempo.
139
Relee también de vez en cuando lo que dice la primera carta
sobre el recogimiento. Aquellas breves, pero frecuentes
interiorizaciones en el curso del día vienen a ser también un
“domingo” en medio de las faenas cotidianas.
Reconquistemos poco a poco la fuerza del descanso, del
silencio, de la calma y del presente. Y sigamos penetrando
en los imperios esenciales de la vida, en los mundos del
alma.
140
CARTA NOVENA
Ingeborg Klimmer
144
Para tener una correcta posición en el Estado y en el pueblo,
se precisan mirada clara, recto juicio y mano segura. Es
necesario tener una orientación política; pero ésta no se
aprende en los libros y cursos, sino que se va formando
lentamente. El que un estudiante haya estudiado toda la
carrera de medicina con afán no significa que sea ya un
médico; lo será cuando conozca vitalmente al sano y al
enfermo, su cuerpo y su alma. Pero no se conoce sólo con
la inteligencia; en tal caso serían los mejores médicos los que
más brillantemente hicieran los exámenes. Posee el médico
ese conocimiento pleno cuando logra un contacto vital con el
enfermo; cuando tiene un ojo que, a través de los síntomas
externos, sabe penetrar hasta la raíz misma de la
enfermedad; que ve cómo el cuerpo está enfermo por el alma
y el alma por el cuerpo; cuando tiene un oído fino, que capta
no sólo lo que se dice abiertamente, sino lo que se dice a
medias y hasta lo que se calla. Es médico quien posee tacto
fino y mano segura, firme y tierna a la vez, quien tiene
esperanzada confianza en su corazón y una fuerza interior
que cura y libera. Entonces es un perfecto médico. Entonces
tiene “formación médica”.
145
De esta actitud política queremos hablar. Primero, porque a
todos nos alcanzan los deberes de la vida estatal. Además,
porque precisamente ahora se ha hecho urgente de un modo
especial la cuestión política. También es nuestro intento
hacerlo de la manera más sencilla posible. De las grandes
cosas, de la naturaleza del Estado, por ejemplo, o de cómo
debe estructurarse la comunidad del pueblo, hablaremos
muy poco. Nos detendremos en las pequeñas cosas. Como
en todas las cartas, nos interesa únicamente brindar
instrumentos de trabajo. Ciertamente que hablaremos del
Parlamento, autoridades y leyes; pero exclusivamente para
ver dónde se encuentran en la vida diaria las raíces de todas
estas cosas.
147
del Señor Altísimo en las cosas terrenas, simplemente por el
hecho de ser y de ser reconocido.
148
Ser político significa llevar vitalmente en la sangre lo que
significa Estado. Ser político significa querer la soberanía.
Ciertamente tiene que ver con realismo que toda la vida está
basada en la utilidad, la economía y el trabajo ordenado, pero
debe descubrir en todo eso el íntimo sentido del derecho. El
político lucha por la soberanía y el derecho, procura hacerlos
resaltar en todos los objetivos y utilidades; a través de ellos
y, si es preciso, contra ellos. Quien tiene sentido político
advierte con verdadera preocupación, con encolerizada
angustia, cómo declina la soberanía del Estado. Presiente
que se avecina un mundo en el que no se podrá respirar. Un
mundo en el que rige una caricatura de la soberanía —el
poder calcular— y una caricatura del derecho —un orden
burgués que protege el dinero, pero que renuncia a la
dignidad.
149
— esto ha sucedido siempre— sino menospreciadas.
150
ver y leer por todas partes, aquellas frases recobran su
vigencia.
¿Por qué no tiene ya vigencia el Estado? Porque ya no la
tiene en el corazón del hombre del quiosco ni en el del bar ni
en el hombre de negocios. Porque el primero presentó al
Estado como enemigo en un momento en que el corazón de
los que lo rodeaban estaba amargado; porque el segundo lo
denigró ante sus oyentes; porque el tercero con toda
naturalidad consideró al Estado como un leve obstáculo
sobre el que lícitamente puede saltar el interés privado.
151
de su función. No saben ejercer su cargo con serena y
natural dignidad. No tienen dignidad alguna, sino que miran
su tarea como un simple cumplimiento de funciones o se
obligan a una dignidad que no les cuadra y que sólo irrita a
los demás. El Estado se nos aparece en sus representantes.
Pero encarnar en el propio cargo la soberanía viva del
Estado con sencillez y naturalidad, sólo lo puede hacer quien
sabe afirmarla vitalmente. Pero si uno está en aquella actitud
escéptica o destructora, si el Estado es para él algo que
puede ser derrumbado de un día para otro, algo inútil o frágil
por encima del cual se puede pasar, en este caso el Estado
adquiere realmente estas características.
153
Pero si una persona advierte los errores y miserias, y sin
embargo siente que detrás de todo eso existe algo que no se
debe derrumbar, que debe mantenerse vigente, y se decide
por ese algo; si a través de toda crítica resuena una
afirmación sincera; si todo reproche lleva tras de sí el
reconocimiento de lo bueno... entonces esa persona tiene
“estado en sí”, construye. Y si entra propiamente en la vida
política, asume también idéntica actitud ante los grandes
problemas del Estado.
154
Naturalmente, cada tiempo tiene el Estado que le es acorde.
Mientras el hombre vive vinculado a una totalidad, el Estado
descansará más sobre el soberano que gobierna con sus
consejeros; si es un verdadero soberano, el pueblo sabe que
en él alcanzará sus derechos porque el soberano lleva la
causa del pueblo. A medida que el individuo va adquiriendo
independencia, éste quiere tomar parte en el Estado. Así
surgen esas formas de vida estatal en los cuales el individuo
tiene mayor influencia. El sentido del Estado es que en él el
pueblo alcance capacidad de actuar. La peculiar manera de
ser del pueblo ha de manifestarse en las formas de Estado,
y su voluntad en las empresas estatales. Que el pueblo actúe
en el Estado y que el Estado actúe como forma vital del
pueblo: he aquí lo que hace historia.
156
Uno se avergüenza cuando lee tales cosas en los relatos de
las sesiones. ¡Y todavía se leen cosas peores! Se siente
ignominia. ¿Quién ha enviado los diputados al Parlamento?
¡Nosotros! ¡Deben representar nuestra causa! Por eso
semejante conducta nos deshonra a nosotros.
Pero aún hay algo más: cuando esto sucede no hay pueblo
ni hay Estado. Aquí no se expresan los problemas, anhelos
y necesidades del pueblo, no se manifiestan sus energías,
no se habla ni se oye ni se sopesa la causa común, no se
hace ningún esfuerzo por comprenderla más profundamente
con el aporte de cada uno. El Parlamento se convierte en un
ámbito en el que discuten individuos limitados e
indisciplinados que no se imponen el más mínimo esfuerzo
por comprender a los demás. Donde las cosas marchan así
todo es ruinas. No se efectiviza la voluntad común del
pueblo, no salen a relucir los distintos intereses y tendencias,
no pueden medirse entre sí y sopesar su importancia hasta
que por medio de un atinado y disciplinado compromiso se
logre una voluntad común. Aquí no se concentran las
distintas tendencias y fuerzas formando una cuña poderosa
y claramente orientada que pueda abrirse paso, y en la cual
actúe el pueblo. Todo se va en lamentables discusiones sin
claridad y rigor.
158
impresión que uno ataca al otro siempre con uñas y dientes...
Por esto no hay ni pueblo ni Estado.
¿Pero quiere decir esto que haya que estar de acuerdo con
todo? ¡Con tanta frecuencia se encuentra uno con opiniones
falsas! Se ve con claridad que la cosa es así, mas el de
enfrente no quiere ceder. Luego, ¿hemos de ceder nosotros?
¡En modo alguno! Entonces hay que luchar. Siempre habrá
lucha, porque siempre tendremos que hacer frente a falsas
concepciones. Pero una vez más repito: es muy diferente si
el punto de partida de la lucha es el “no” o el “sí”, si uno ya
de antemano piensa en la refutación o si se esfuerza por
comprender al adversario y juzgarlo con justicia. Es muy
diferente si uno se opone al otro sintiéndose en el fondo uno
con él por la misma voluntad de servir al Estado o si se
enfrentan como dos individuos hostiles sin ninguna relación.
162
1 Se objetará quizá: ¡esto es democratismo! Así no se hace
ni Estado ni pueblo; no se llega a la acción ni a la obra. Todo
esto no es llevado a cabo por la colaboración de muchas
opiniones y voluntades, sino por un individuo con talento y
capacidad para ello. Todo lo grande procede de un individuo.
Es el error de un chato parlamentarismo pensar que las
obras y la acción en general surgen de las elecciones y
tratativas parlamentarias...
163
¿Cómo surge ese campo? Muchos puentes van de uno a
otro. La sangre y sus vínculos, el destino común, las
necesidades comunes, la tierra, la tarea en que todos se
empeñan, las distintas empresas económicas y espirituales
encadenadas entre sí, etc. Pero ante todo el lenguaje. El
lenguaje hace que yo me entere de lo que el otro piensa en
su interior; el lenguaje es puente de una interioridad a otra.
En él se revela también el carácter público del Estado. El
lenguaje es comunidad; es una de las fuerzas que crean
pueblo y Estado. El lenguaje hace que exista un campo
común, sobre el que puedan estar y obrar los hombres.
¿Pero si el lenguaje ya no es Seguro? ¿Si ya no revela el
interior? ¿Si engaña? Consideremos tres casos
característicos de lo que puede significar “la palabra”:
promesa, juicio y opinión pública.
164
su persona y asegura que hará tal cosa y no tal otra, se
obliga. No por necesidad, sino por un libre compromiso. Este
se expresa por la palabra. En ella manifiesta al otro que se
ha obligado respecto a él: es la promesa. Ella hace que el
uno esté seguro del otro. El primero sabe que ese otro podría
obrar de diferente modo, pero no lo hará porque se ha
obligado. Si la promesa es mutua, entonces surge el
contrato. Promesa y contrato crean un campo firme entre dos
personas.
165
¿Pero si la palabra engaña? ¡Mira a tu alrededor! Piensa en
los tratados concluidos, durante la guerra, en los de antes y
después. Tratados violados al principio, en el curso y al fin
de la guerra. ¿Qué valor tiene esa promesa política? ¿La
promesa de un gobierno, de un partido? ¿Podemos fiarnos
de la palabra dada, de los pactos firmados? ¿Podemos
realmente confiar? Por eso precisamente no hay Estado,
porque hay en nosotros poca fidelidad y escasa confianza;
no se puede confiar con seguridad en la palabra.
166
aquí ha creado la palabra algo firme, pues uno ha dicho su
opinión a otro y éste se fía de ella.
168
¡Cómo se vende aquí la palabra! ¡Qué manera de afirmar,
mentir y calumniar!
169
La opinión pública la creamos nosotros. Cuando contamos
de un hombre algo que no es cierto; cuando juzgamos de él
sin estar bien informados; cuando transmitimos un rumor sin
comprobarlo, entonces destruimos la opinión pública. Y
somos responsables también cuando en un momento
decisivo no hay una opinión pública confiable y sucede un
descalabro.
173
abriendo paso y de los que le siguen, la unidad del creador y
descubridor y de los colaboradores.
Queda por fin una tercera unidad de arriba hacia abajo. Hay
distintos niveles de experiencia y madurez; saber,
entendimiento y mesura se logran sólo con los años. Y por
supuesto, amplitud de miras, madurez de juicio y previsión
sólo se tienen después de haber vivido, de haber visto y
experimentado mucho. Ante todo, consigue la maestría el
que ha vivido con el alma abierta, el que ha superado la vida
con corazón valiente, el que ha pasado con gratitud por
experiencias y destinos de toda índole. Y también aquí
depende la unidad de pueblo y Estado, de la existencia y el
reconocimiento de esta maestría: la maestría de la madurez,
de la experiencia y de la sabiduría.
En cada hombre hay algo de plebe, se subleva contra el
maestro. Sin experiencia, se cree mayor de edad y apto para
juzgar la vida. De no superar esta actitud, espiritualmente
nos hacemos gente “de la calle” y alimentamos una política
rastrera por más que vayamos elegantemente vestidos y
hablemos con la mayor corrección.
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