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HANS HAACKE, “Museos, gestores de la conciencia”, Brumaria 3,


Madrid 2003
http://www.brumaria.net/erzio/publicacion/3/31.html
(consulta 4 julio 2010)

El mundo del arte como un todo, y los museos en particular,


pertenecen a lo que acertadamente se ha dado en llamar la
“industria de la conciencia”. Hace más de veinte años, el escritor
alemán Hans Magnus Enzensberger nos aportó algunas nociones
sobre la naturaleza de esta industria en un artículo que usaba esa
expresión como título*. Si bien no se ocupaba específicamente del
mundo del arte, su artículo se refería a él de pasada. Parece que
vale la pena extrapolar y seguir desarrollando los pensamientos de
Enzensberger en una discusión sobre el papel que juegan los
museos y otras instituciones que exponen arte.
Como Enzensberger, creo que el uso del término “industria“ para
todo el conjunto de actividades de quienes están empleados o
trabajan por cuenta propia en el ámbito del arte, tiene un efecto
saludable. De un golpe, ese término corta de través las nubes
románticas que envuelven las a menudo engañosas y míticas
nociones sostenidas ampliamente en torno a la producción,
distribución y consumo del arte. Tanto los artistas, como las
galerías, los museos y los periodistas (sin excluir a los historiadores
de arte), dudan en tratar los aspectos industriales de sus
actividades. Un reconocimiento inequívoco podría poner en peligro
las apreciadas ideas románticas con que la mayoría de los
participantes en el mundo del arte se inician en la cuestión, y que
aún hoy les mantiene emocionalmente. Suplantar la tradicional
imagen bohemia del mundo del arte con aquélla de una operación
de negocios también podría afectar negativamente la
comerciabilidad de sus productos e interferir con los esfuerzos para
obtener fondos. Quienes de hecho planean y ejecutan estrategias
industriales tienden, sea por inclinación o necesidad, a mistificar el
arte y encubrir sus aspectos industriales y a menudo incurren en su
autopropaganda. Dada la predominante comerciabilidad de los
mitos, podría sonar casi sacrílego insistir en el uso del término
“industria”.
Por otra parte, una nueva casta ha surgido recientemente en el
paisaje industrial: los gestores del arte. Formados en prestigiosas
escuelas de empresariales, están convencidos de que el arte puede
y debe ser gestionado como la producción y comercialización de
otros bienes. No se disculpan y tienen pocos escrúpulos románticos.
No se sonrojan por evaluar la receptividad y desarrollo potencial de
una audiencia para su producto. Como parte natural de su
educación, están versados en la elaboración de presupuestos,
inversión, y estrategias de fijación de precios. Han estudiado metas
organizativas, estructuras gestoras, y el peculiar ambiente social y
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político de su organización. Incluso vericuetos de las relaciones


laborales y las formas en que las cuestiones interpersonales pueden
afectar a la organización son parte de sus curricula.
Por supuesto, todas estas y otras habilidades han sido empleadas
durante décadas por los habitantes del mundo del arte de la vieja
escuela. En lugar de matricularse en cursos de administración del
arte impartidos de acuerdo con el método de casos de la Escuela de
Empresariales de Harvard, han aprendido sus habilidades
trabajando. Siguiendo sus instintos, a menudo han sido gestores
más afortunados que lo que los nuevos graduados prometen llegar
a ser, puesto que a estos últimos les han enseñado por lo general
profesores con poco o nulo conocimiento directo de las
peculiaridades del mundo del arte. Tradicionalmente, sin embargo,
los antiguos son tímidos en admitir ante sí mismos y ante otros el
carácter industrial de sus actividades y la mayoría aún no se ven a
sí mismos como gestores. Es de esperar que la falta de ilusiones y
aspiraciones entre los nuevos administradores tenga un impacto
perceptible en la situación de la industria. Al haber sido formados
primariamente como tecnócratas, parecen ser menos susceptibles
de tener un apego emocional a la naturaleza peculiar del producto
que promocionan. Y esta actitud, a su vez, tendrá un efecto en el
tipo de productos que pronto comenzaremos a ver.
Mi insistencia en el término “industria” no está motivada por
simpatía hacia los nuevos tecnócratas. De hecho, tengo serias
reservas en cuanto a su formación, la mentalidad que fomenta, y las
consecuencias que tendrá. Lo que la aparición de departamentos de
administración del arte en las escuelas de empresariales
demuestra, sin embargo, es el hecho de que a pesar de la mística
en torno a la producción y distribución del arte, en este momento
estamos —y de hecho lo hemos estado todo el tiempo— tratando
con organizaciones sociales que siguen formas industriales de
funcionamiento, variando en tamaño desde la industria casera a los
conglomerados nacionales e internacionales. Las juntas de
supervisión se están volviendo conscientes de este hecho. Dados
los problemas financieros actuales, intentan hacer más eficientes
sus actividades. Consecuentemente, el director actual del Museo de
Arte Moderno de Nueva York tiene un historial en gestión, y los
patronatos de otros museos estadounidenses han o tienen previsto
separar el puesto de director en los de un director comercial y un
director artístico. El Museo Metropolitan de Nueva York es uno de
los casos en que la separación ya ha ocurrido. El debate se centra a
menudo meramente en cuál de los dos ejecutivos debe y de hecho
tendrá la última palabra.
Tradicionalmente, los patronatos de los museos de los EE.UU. están
dominados por miembros que proceden del mundo de los negocios
y las altas finanzas. El patronato es responsable legal de la
institución y consecuentemente sus miembros son la autoridad
última. De este modo la mentalidad comercial siempre ha sido
significativamente poderosa en el nivel de toma de decisiones de
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los museos privados en los Estados Unidos. Sin embargo, el estado


de la cuestión no es esencialmente diferente en los museos públicos
en otras partes del mundo. Tanto si los directores tienen formación
en historia del arte como si no, ejecutan, de hecho, las tareas del
director ejecutivo de una organización empresarial. Como sus
iguales en otras industrias, preparan presupuestos y planes de
desarrollo y los presentan a aprobación ante sus respectivos
consejos de supervisión públicos y agencias de financiación. La
organización de una exposición internacional como una bienal o una
documenta supone un gran desafío de gestión con repercusiones no
sólo en lo que se está gestionando, sino también para la futura
carrera del ejecutivo responsable.
Respondiendo a una estimación realista de su colectivo, incluso los
artistas ya están adquiriendo formación gestora en cursos
financiados por organismos públicos en los Estados Unidos. Ese tipo
de sesiones son bastante concurridas por lo general, ya que los
artistas reconocen que los conocimientos de gestión para dirigir un
pequeño negocio pueden tener relación con su propia
supervivencia. Algunos de los artistas con más éxito emplean a sus
propios directores comerciales. Como para los marchantes, ocurre
sin tener que decir que se dedican a dirigir negocios. El éxito de sus
empresas y el futuro de los artistas de sus cuadras depende
obviamente en gran medida de sus habilidades de gestión. Cuentan
con la ayuda de asesores, contables, abogados y agentes de
relaciones públicas a sueldo. A su vez, los coleccionistas a menudo
realizan su colección con la ayuda de un equipo pagado.
Al menos de pasada, debo mencionar esas otras numerosas
industrias que dependen de la vitalidad económica del ramo
artístico de la industria de la conciencia. Los administradores del
arte no exageran cuando defienden sus peticiones de subvención
pública señalando el número de empleos afectados no sólo en sus
propias instituciones sino también en la comunicación y,
particularmente, en la industria hostelera. Se calcula que la
exposición Tut en el Museo Metropolitan generó 111 millones de
dólares para la economía de la ciudad de Nueva York. En Nueva
York, y posiblemente en otros lugares, los especuladores
inmobiliarios siguen con gran interés la mudanza de artistas a áreas
comerciales y residenciales de renta baja. Por experiencia saben
que los artistas abren inconscientemente esas áreas a la
gentrificación** y el desarrollo lucrativo. El distrito neoyorquino del
Soho es un llamativo ejemplo. El alcalde Koch, siempre amigo de los
agentes de la propiedad inmobiliaria, que llenan las arcas de su
campaña, intentó recientemente acomodar artistas en
determinadas calles del Lower East Side para llevar a cabo lo que se
denomina de forma eufemística “rehabilitación” de un vecindario,
pero que de facto significa excluir una población local pobre para
atraer a promotores de viviendas de renta alta. La exposición The
Terminal Show fue un fruto del ingenio de la antigua Public
Development Corporation de la ciudad: estaba pensada para atraer
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la atención sobre el potencial industrial del antiguo edificio de la


terminal de la armada en Brooklyn. Y el Museo de Arte Moderno,
que erigió una torre de apartamentos de lujo sobre su propio
edificio, actualmente también está involucrado activamente en
propiedades inmobiliarias.
En otros lugares, los gobiernos municipales han reconocido la
importancia de la industria del arte. La ciudad de Hannover, en
Alemania Occidental, por ejemplo, patrocinó diversos eventos
artísticos publicitados ampliamente en un intento de mejorar su
imagen anodina. Puesto que las grandes corporaciones señalan la
vida cultural de su localidad con la intención de atraer personal de
elite, Hannover creyó que la inversión en arte se amortizaría
muchas veces por la atracción que ganaría la ciudad para las
empresas en búsqueda de lugares para su reubicación. Está bien
documentado que la Documenta tiene lugar en un sitio tan a tras
mano como Kassel y cuenta con el apoyo económico de la ciudad, el
estado y el gobierno federal porque se asumió que una exposición
internacional de arte pondría a Kassel en el mapa. Se confió en que
el acontecimiento revitalizaría esa región deprimida
económicamente cercana a la frontera interalemana y que apoyaría
la industria turística local.
Otro ejemplo alemán de la forma en que los beneficios industriales
directos fluyen del arte se puede ver en la actividad del
coleccionista Peter Ludwig. Está extendida la creencia de que el
motivo oculto tras su compra de un amplio lote de arte soviético
oficial y la exposición en “sus” museos era abrir el mercado
soviético a su empresa chocolatera. Puede que Ludwig haya
arriesgado su reputación como experto en arte, pero al comprar en
la industria soviética de la conciencia probó su gusto por los
negocios dulces. Más recientemente Ludwig recapitalizó su empresa
vendiendo una colección de manuscritos medievales al Museo J.
Paul Getty por un precio estimado entre 40 y 60 millones de
dólares. Como astuto hombre de negocios, Ludwig utilizó el dinero
para crear una fundación que posee acciones de su empresa. Con
ello los ingresos de este capital permanecen sin pagar impuestos y,
en efecto, el contribuyente corriente acaba subvencionando la
ambición de poder en el mundo del arte de Ludwig.
Aparte de las razones ya mencionadas, el malestar por aplicar
terminología industrial a las obras de arte también puede tener que
ver con el hecho de que estos productos no son enteramente de
naturaleza física. Aunque se transmitan en una u otra forma
material, se desarrollan en y por la conciencia y tienen sentido sólo
para otra conciencia. Por añadidura, es posible discutir hasta qué
punto el objeto físico determina el modo en que el receptor lo
decodifica. Tal trabajo interpretativo es a su vez un producto de la
conciencia, efectuado gratuitamente por cada espectador pero
potencialmente vendible si lo cogen comisarios, historiadores,
críticos, tasadores, profesores, etc. La duda en utilizar lenguaje y
conceptos industriales probablemente puede atribuirse a nuestra
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persistente tradición idealista, que asocia este tipo de trabajo con el


“espíritu”, un término con tonos religiosos y que indica la evasiva de
consideraciones mundanas.
Las autoridades fiscales, sin embargo, no tienen escrúpulos en
grabar las rentas derivadas de las actividades “espirituales”. A la
inversa, los contribuyentes afectados no rehusan deducir
importantes gastos comerciales. Habitualmente protestan contra las
medidas fiscales que declaran que su trabajo no es más que una
afición, o por decirlo en términos kantianos, la búsqueda de “placer
desinteresado”. Los economistas consideran la industria cultural
como parte del sector servicios en continuo aumento y la incluyen
por rutina en el cómputo del producto nacional bruto.
El producto de la industria de la conciencia, sin embargo, no sólo es
elusivo a causa de su aparente naturaleza no secular y sus aspectos
de intangibilidad. Más desconcertante, tal vez, es el hecho de que
incluso no dominamos totalmente nuestra conciencia individual.
Como observó Karl Marx en La ideología alemana , la conciencia es
un producto social. De hecho, no es nuestra propiedad privada, de
cosecha propia, ni un hogar a donde retirarse. Es el resultado de un
esfuerzo histórico colectivo, incrustado en y reflejando sistemas de
valor, aspiraciones y fines particulares. Y éstos no representan, en
ningún modo, los intereses de todo el mundo. Tampoco estamos
tratando con un corpus de conocimiento o creencias aceptado
universalmente. Se dice que las condiciones materiales y el
contexto ideológico en que crece y vive un individuo determina su
conciencia en una medida considerable. Como se ha señalado (y no
sólo por psicólogos y científicos sociales marxistas), la conciencia no
es una entidad pura, independiente, libre de valor, que se desarrolla
de acuerdo a reglas internas, autosuficientes y universales. Es
contingente, un campo de batalla de intereses en conflicto.
Igualmente, los productos de la conciencia representan intereses e
interpretaciones del mundo que potencialmente están en
contradicción con las demás. Los productos de los medios de
producción, al igual que esos mismos medios, no son neutrales. En
tanto que han sido conformados por sus respectivos entornos y
relaciones sociales, influyen a su vez nuestra visión de la condición
humana.
Actualmente estamos asistiendo a una retirada al nido privado. Se
ve mucha falta de compromiso, jugando a menudo cínicamente con
fuerzas sociales percibidas de forma ingenua, junto a otras formas
de dandismo contemporáneo y versiones actualizadas del arte por
el arte. Algunos artistas y promotores pueden rechazar cualquier
compromiso y rehusan aceptar la noción de que su obra presente
un punto de vista más allá de sí misma o que fomente ciertas
actitudes; no obstante, en cuanto una obra disfruta de amplia
visibilidad participa inevitablemente en el discurso público, propone
sistemas de creencia particulares, y resuena en la arena social.
Llegados a este punto, las obras de arte ya no son asunto privado.
El productor y el distribuidor deben, por lo tanto, sopesar el
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impacto.
Pero es importante reconocer que los códigos empleados por los
artistas a menudo no son tan claros e inequívocos como los de otros
campos de la comunicación. Puede que, de hecho, la ambigüedad
controlada sea una de las características de gran parte del arte
occidental desde el Renacimiento. No es insólito que los mensajes
se reciban de manera confusa, distorsionada; incluso pueden
transmitir lo contrario de lo que se pretendía (por no mencionar los
tipos de confusión creativa y mediocridad que pueden acompañar la
producción de obras de arte). Para agravar estos problemas, están
las contingencias históricas de los códigos y los inevitables
prejuicios de quienes los descifran. Con tantas variables, hay un
amplio margen para la exégesis y el sustento está pues garantizado
para muchos trabajadores de la industria de la conciencia.
Si bien el producto en discusión parece ser bastante resbaladizo, no
es en modo alguno inconsecuente, como los funcionarios culturales
desde Moscú a Washington dejan claro cada día. En ambas capitales
se reconoce que no sólo los medios de comunicación de masas
merecen ser controlados, sino que también aquellas actividades que
normalmente están relegadas a secciones especiales en la zona
posterior de los periódicos. El New York Times llama a su sección de
fin de semana "Arts and Leisure" [Arte y Ocio] y cubre bajo ese
epígrafe teatro, danza, cine, arte, numismática, jardinería y otras
actividades ostensiblemente inofensivas. Otros periódicos incluyen
esos temas bajo títulos igualmente inocuos, como "cultura",
"entretenimiento", o "estilo de vida". ¿Por qué deberían prestar
atención a estas aparentes trivialidades los gobiernos y, para este
asunto , las grandes empresas que no estén en la industria de la
comunicación? Creo que lo hacen por una buena razón. Han
entendido, a veces mejor que la gente que trabaja en los trajes de
sport de la cultura, que el término "cultura" camufla las
consecuencias sociales y políticas resultantes de la distribución
industrial de la conciencia.
La conducción de la conciencia se extiende por doquier no sólo bajo
dictaduras, sino también en sociedades liberales. Hacer tal
afirmación puede sonar extraño porque, de acuerdo con el mito
popular, los regímenes liberales no se comportan de este modo. Tal
afirmación podría también malinterpretarse como un intento de
quitarle importancia a la brutalidad con que la conducta
predominante se ve reforzada en los regímenes totalitarios, o como
una justificación de que una coerción de idéntica perversidad
también se practica en otros lugares. En las sociedades no
dictatoriales, la inducción y el mantenimiento de una manera
particular de pensar y ver se debe realizar con sutileza para que
tenga éxito. Mantenerse dentro del rango aceptable de puntos de
vista divergentes debe percibirse como lo natural.
Dentro del mundo del arte, museos y otras instituciones que
organizan exposiciones juegan un papel importante en la
inculcación de opiniones y actitudes. En efecto, habitualmente se
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presentan a sí mismas como organizaciones educativas y


consideran la educación como una de sus primeras
responsabilidades. Naturalmente, los museos trabajan en las torres
de marfil de la conciencia. Declarar esto hecho tan obvio, no
obstante, no es una acusación de conducta desviada. El
posicionamiento intelectual y moral de una institución se vuelve
débil sólo si pretende estar libre de prejuicios ideológicos. Y una
institución tal debe ser puesta en duda si rehusa reconocer que
opera bajo coacciones derivadas de sus fuentes de financiación y de
la autoridad a que ha de presentar informe.
Tal vez no sea sorprendente que muchos museos rechacen con
indignación la idea de que ofrecen una visión prejuiciada de las
obras bajo su custodia. En efecto, los museos habitualmente
pretenden subscribir los cánones de la sabiduría imparcial. Tan
honorable como sea un empeño tal —y aun siendo una meta válida
a la que aspirar—, adolece de ilusiones idealistas sobre el carácter
no partidista de la conciencia. Un apoyo teórico a esta posición
meritoria pero insostenible es la doctrina decimonónica del arte por
el arte. Esa doctrina tiene un barniz histórico vanguardista y en su
momento desempeñó un papel liberador. Incluso hoy, en países
donde los artistas se ven obligados abiertamente a servir políticas
determinadas, aún tiene un timbre emancipatorio. El evangelio del
arte por el arte aisla al arte y postula su autosuficiencia, como si el
arte tuviera o siguiera reglas que son impenetrables al entorno
social. Los adeptos a la doctrina creen que el arte no refleja, ni debe
hacerlo, los conflictos cotidianos. Obviamente se equivocan en su
suposición de que los productos de la conciencia pueden crearse
aisladamente. Su posición y lo que se elabora bajo sus auspicios
tiene no sólo implicaciones teóricas, sino también implicaciones
sociales precisas. El formalismo estadounidense actualizó la
doctrina y la asoció con los conceptos políticos del “mundo libre” y
del individualismo. Bajo la tutela de Clement Greenberg, todo lo que
hacía referencias mundanas era simplemente excomulgado del arte
como si se tratase de proteger el Grial del gusto frente a la
contaminación. Lo que comenzó como un viaje liberador se convirtió
en su opuesto. La doctrina proporciona ahora a los museos un
pretexto para ignorar los aspectos ideológicos de las obras de arte y
las implicaciones igualmente ideológicas del modo en que esas
obras se presentan al público. Es irrelevante si tal neutralización se
realiza deliberadamente o meramente por costumbre o por falta de
recursos: practicada durante muchos años constituye una poderosa
forma de adoctrinamiento.
Todo museo es forzosamente una institución política, no importa si
es privado o lo mantienen y supervisan las agencias
gubernamentales. Quienes mueven los hilos financieros y tienen la
autoridad para contratar y desp edir están, en efecto, a cargo de
todos los elementos de la organización, si deciden utilizar sus
poderes. Mientras que el dominio de los patronatos de los museos
en los Estados Unidos por lo general no se cuestiona, los órganos
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supervisores de las instituciones públicas en otros lugares han de


enfrentarse mucho más con la opinión pública y el clima político
dominante. De ahí se deduce que las consideraciones políticas
juegan un papel en el nombramiento de los directores de museos.
Una vez que se encuentran desempeñando el puesto y tienen un
estatus de funcionario público en propiedad, este tipo de cargos a
menudo disfrutan de más independencia que sus colegas en los
Estados Unidos, que pueden ser cesados de un día para otro, como
ocurrió con Bates Lowry y John Hightower del Museo de Arte
Moderno de Nueva York hace pocos años. Pero es aconsejable, por
supuesto, ser un animal político en ambas situaciones. La
financiación, al igual que las expectativas personales de promoción
a puestos más prestigiosos, dependen de lo bien que uno sepa jugar
sus cartas.
Los directores de museos privados en Estados Unidos necesitan
estar en armonía en primer lugar con el esquema mental
representado por el Wall Street Journal , la fuente diaria de
formación ética de los miembros del patronato. Les afecta menos
quién ocupa circunstancialmente la Casa Blanca o la oficina del
alcalde, aunque eso no sea del todo irrelevante para el éxito de las
solicitudes de subvenciones públicas. en otros países el resultado
electoral puede tener un efecto directo en las políticas museísticas.
La agilidad al negociar con los partidos políticos, incluso
posiblemente el ser miembro de un partido, puede ser una ventaja.
La llegada de Margaret Thatcher a Downing Street y de François
Mitterand al Elíseo afectó sensiblemente a las instituciones
artísticas en sus respectivos países. Tanto en museos privados o
públicos desatender las realidades políticas, entre ellas las
necesidades de los órganos supervisores y el cariz ideológico de sus
miembros, es una garantía de fracaso de gestión.
Habitualmente se requiere que, al menos ante el público, las
instituciones aparezcan como no partidistas. Esto no excluye el
apoyo en secreto de los intereses del jefe superior. Como en otras
esferas, la industria de la conciencia también conoce la agenda
oculta con mayores probabilidades de éxito si no se la percibe como
tal. Sería erróneo, no obstante, asumir que el objetivo y la
mentalidad de todos los ejecutivos del arte estén o debieran estar
en contradicción con aquéllos de los que depende el apoyo de su
organización. Hay lealtades naturales y honestas tanto como hay
matrimonios a la fuerza y matrimonios de conveniencia. Todos los
participantes, sin embargo, procuran habitualmente que se
mantenga la fachada serena del templo del arte.
Durante los últimos veinte años, las relaciones de poder entre las
instituciones del arte y sus fuentes de financiación se han vuelto
más complejas. Los museos tienen que mantenerse bien por
organismos públicos —la tradición en Europa— o mediante
donaciones de personas individuales y organizaciones filantrópicas,
como ha sido el modelo en los Estados Unidos. Cuando el Congreso
fundó el National Endowment for the Arts [Fondos Nacionales para
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las Artes] en 1965, Los museos estadounidenses consiguieron una


fuente adicional de financiación. Al aceptar subvenciones públicas,
no obstante, se volvieron responsables —incluso si en la práctica
sólo lo fueran hasta un cierto límite— ante los organismos
gubernamentales.
Algunos museos públicos en Europa siguieron también la vía del
apoyo mixto, pero en la dirección opuesta. Los donantes privados
irrumpieron en los patronatos con colecciones atractivas. Como ha
sido habitual en los museos estadounidenses, no obstante, algunos
de dichos donantes reclamaron un papel en la elaboración de las
líneas de actuación. Uno de los ejemplos recientes más
espectaculares ha sido la toma de posesión de facto de museos
(entre otros, museos en Colonia, Viena y Aquisgrán) que recibieron
o creyeron iban a recibir donaciones del coleccionista alemán Peter
Ludwig. Como es bien sabido en Renania, el intento del Conde
Panza di Biumo de abrirse camino en el nuevo museo de
Mönchengladbach, aguas más abajo en el Rin respecto a la sede de
Ludwig, fue rechazado con éxito por el director, Johannes Cladders,
que es al mismo tiempo resoluto y un buen jugador de póquer por
derecho propio(1). Hasta qué punto los Saatchi pueden llegar a
dominar los Patrons of New Art [Patrocinadores de Arte Moderno] de
la Tate Gallery —y de paso las líneas de actuación en arte
contemporáneo— se observa actualmente con la misma fascinación
y nerviosismo que los movimientos en el Kremlin. Un caso reciente
al que se ha prestado mucha atención de la influencia de Saatchi
fue la muestra de Schnabel de 1982 en la Tate, que consistió casi
enteramente en obras de la colección Saatchi. Además de su cargo
en el comité directivo de los Patrocinadores de Arte Moderno de la
Tate, Charles Saatchi también es miembro del Patronato de la
Whitechapel Gallery(2). Más aún, la agencia de publicidad de los
Saatchi acaba de comenzar a llevar la publicidad del Victoria and
Albert Museum, la Royal Academy, la National Portrait Gallery, la
Serpentine Gallery y el British Crafts Council.
Con certeza, la victoria electoral de la Sra. Thatcher, en la que los
Saatchi tuvieron parte como agencia publicitaria del Partido
Conservador, no debilitó su posición (y a cambio puede haber
proporcionado a los conservadores un poderosos agente dentro de
las consagradas salas de la Tate)(3).
Si tales coleccionistas parecer estar actuando ante todo en su
propio interés y estar construyendo pirámides para sí mismos
cuando intentan imponer su voluntad en instituciones ”elegidas”,
sus movimientos son de hecho menos preocupantes a la larga que
la desconcertante llegada a la escena del patrocinio corporativo del
arte —incluso aunque este último parezca ser más inocuo al
principio—(4). Comenzando a gran escala hacia finales de los 60 en
los Estados Unidos y aumentando rápidamente desde entonces. El
patrocinio corporativo se ha extendido , durante los últimos cinco
años a Gran Bretaña y al continente [europeo]. Programas
expositivos ambiciosos que no podían financiarse mediante las
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fuentes tradicionales llevaron a los museos a volverse hacia las


grandes empresas en busca de apoyo. Sin embargo, cuanto más
grandes y más derrochadoramente equipadas llegaban a estar
estas muestras y sus catálogos, más atractivas empezaron a
resultar para la audiencia. En una espiral en continua progresión se
hizo creer al público que sólo merecían verse las extravagancias
estilo Hollywood y que sólo ellas podían dar un sentido acertado del
mundo del arte. La presión taquillera resultante hizo a los museos
aún más dependientes del patrocinio corporativo. Entonces llegaron
las recesiones de los 70 y 80. Muchos donantes particulares no
pudieron seguir contribuyendo al nivel acostumbrado, y la inflación
erosionó el poder de compra de los fondos. Para solucionar los
problemas financieros, muchos gobiernos, enfrentados a enormes
déficits —a menudo debido a la considerable expansión de los
presupuestos militares— cortaron su apoyo a los servicios sociales
al igual que las subvenciones al arte. Nuevamente los museos
sintieron que no tenían más elección que dirigirse a las grandes
empresas como un salvavidas. Siguiendo sus propias inclinaciones
ideológicas y convirtiéndolas en política nacional, el presidente
Reagan y la Sra. Thatcher alentaron al así denominado sector
privado a tirar del carro del apoyo financiero.
¿Por qué han sido receptivos los ejecutivos de negocios a las
súplicas de dinero realizadas por los museos? Durante los agitados
sesenta los más astutos comenzaron a entender que la implicación
empresarial en el arte es demasiado importante para dejárselo a la
esposa del presidente de la empresa. Sin tener en cuenta su propio
aprecio o indiferencia hacia el arte, reconocieron que una asociación
de la empresa con el arte podía rendir beneficios más allá de
cualquier proporción respecto a una específica inversión financiera.
Una política tal no sólo podía atraer a personal de elite, sino que
también proyectaba una imagen de la empresa como buena
persona jurídica y daba publicidad a sus productos, cosas todas que
impresionan a los inversores. Los ejecutivos con mayor visión
también vieron que la asociación de su empresa (e, implícitamente,
de los negocios en general) con el alto prestigio del arte era un
medio sutil pero efectivo de hacer lobby en los pasillos del gobierno.
Podía abrir puertas, facilitar la aprobación de legislación favorable, y
servir de blindaje contra la investigación y crítica de su conducta
empresarial.
Los museos, por supuesto, no están ciegos al atractivo que hacer
lobby por medio del arte supone para los negocios. Por ejemplo, en
un panfleto con el efectivo título "The Business Behind Art Knows
the Art of Good Business" [Los negocios que apoyan el arte conocen
el arte de los buenos negocios], el Metropolitan Museum de Nueva
York cortejaba a posibles patrocinadores empresariales
asegurándoles: “Existen muchas oportunidades de relaciones
públicas mediante la esponsorización de programas, exposiciones
especiales y servicios. A menudo éstos pueden ofrecer una
respuesta creativa y eficaz en coste a un objetivo de marketing
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específico , particularmente allí donde las relaciones


internacionales, gubernamentales o con los consumidores puedan
constituir una preocupación fundamental”(5).
Un ejecutivo de relaciones públicas de Mobil en Nueva York llamaba
acertadamente al patrocinio artístico de su compañía un “buen
paraguas”, y su colega de Exxon se refería a ello como un
“lubricante social”(6). En particular, a quienes hay que engrasar es
a los liberales porque ellos son los críticos más probables y
exigentes de las grandes empresas y se encuentran a menudo en
puestos influyentes. También resultan estar más interesados en la
cultura que otros grupos del espectro político. Luke Rittner, que
como director saliente de la British Association of Business
Sponsorship of the Arts [Asociación Británica del Patrocinio
Empresarial del Arte] debe saberlo, explicaba recientemente: “Hace
unos pocos años las empresas pensaban que patrocinar el arte era
hacer beneficencia. Ahora se dan cuentan de que también hay otro
aspecto, es un instrumento que pueden emplear para la promoción
empresarial de una u otra forma”. Rittner, obviamente en tono con
su primer ministro, fue nombrado nuevo secretario general del
British Arts Council.
Los responsables de relaciones públicas de las grandes empresas
saben que los mayores beneficios publicitarios pueden derivarse de
acontecimientos con gran visibilidad, exposiciones que atraen
multitudes y son cubiertas ampliamente por los medios de
comunicación populares; se trata de exposiciones basadas en y que
crean mitos: en resumen, blockbusters. Siempre que una institución
no tenga remilgos en la implicación empresarial en comunicados de
prensa, carteles, anuncios y catálogo de exposición, es probable
que su solicitud de subvención para tales extravagancias se
examine con simpatía. Algunas empresas están contentas de
respaldar la publicidad para el evento (que habitualmente incluye el
logo de la empresa) en una cuantía casi equiparable a los fondos
que ponen a disposición para la exposición misma. Generalmente
tales empresas buscan eventos que sean “excitantes” una palabra
que aparece en los comunicados de prensa de los museos y
prólogos de catálogo más a menudo que ninguna otra.
Los gestores de museos han aprendido , por supuesto, qué tipo de
muestras son susceptibles de atraer financiación empresarial. Y
también saben que han de mantener a sus instituciones en el
candelero. La mayoría de las muestras en grandes museos de
Nueva York ya están siendo patrocinadas por corporaciones. Las
instituciones en Londres pronto estarán a su nivel. El Museo
Whitney incluso ha ido un paso más allá. Ha creado sucursales —
casi literalmente una fusión— en los locales de dos empresas(7). Es
correcto asumir que las propuestas expositivas que no cumplen los
criterios necesarios para el patrocinio empresarial se arriesgan a no
ser consideradas, y nunca sabremos de ellas. Ciertamente, l as
exposiciones que pudieran estimular un conocimiento crítico,
presentar productos de la conciencia dialécticamente y en relación
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con el mundo social, o poner en cuestión relaciones de poder,


tienen remota posibilidad de ser aprobadas; no sólo porque no es
probable que atraigan financiación empresarial, sino también
porque podrían estropear las relaciones con patrocinadores
potenciales para otras muestras. En consecuencia, la autocensura
está al orden del día(8). Sin ejercer ninguna presión directa, las
corporaciones han conseguido efectivamente un veto en los
museos, incluso a pesar de que su aportación financiera a menudo
sólo cubra una fracción de los costes de una exposición.
Dependiendo de las circunstancias, esas aportaciones son
deducibles de los impuestos como costes empresariales o una
aportación benéfica. Los contribuyentes ordinarios, por lo tanto,
están pagando parte de la cuenta. En efecto, sin darse cuenta son
patrocinadores inconscientes de políticas empresariales privadas,
que, en muchos casos, van en detrimento de su salud y seguridad,
el bienestar general, y se hallan en conflicto con su ética personal.
Puesto que la manta empresarial es tan cálida, escasos los ejemplos
manifiestos de interferencia directa, y es difícil de seguir la pista al
creciente dominio de las oficinas de desarrollo de los museos, el
cambio de clima es difícilmente perceptible y tampoco se toma
como una amenaza. Decir que este cambio podría tener
consecuencias más allá de los confines de la institución y que afecta
al tipo de arte que se produce y se producirá, por tanto, puede
sonar a sobredramatización. Por ingenuidad, necesidad, o adicción a
la financiación empresarial, los museos se encuentran en el
resbaladizo camino de convertirse en agentes de relaciones
públicas para los intereses de grandes negocios y sus aliados
ideológicos. Los ajustes que los museos hacen en la selección y
promoción de obras para exposición y en la forma en que las
presentan crea un clima que apoya las distribuciones de poder y
capital imperantes y persuade a la población de que el status quo
es el orden natural y mejor de las cosas. Más que patrocinar
conocimiento crítico, inteligente, los museos tienden, de ese modo,
a fomentar el apaciguamiento.
Aquéllos ocupados en la colaboración con los responsables de
relaciones públicas de las empresas raramente se ven a sí mismos
como promotores de consenso. Por el contrario, habitualmente
están convencidos de que sus actividades se realizan por el mejor
interés del arte. Tal ilusión bien intencionada puede sobrevivir sólo
en tanto el arte es percibido como una entidad mítica por encima
del interés mundano y el conflicto ideológico. Y es, por supuesto,
esta mala interpretación del rol que juegan los productos de la
industria de la conciencia lo que constituye la base indispensable
para todas las estrategias empresariales de persuasión .
Tanto si los museos contienden con gobiernos, como con las
carreras de poder de determinados individuos, o con la apisonadora
empresarial, están en el negocio de conformar y encauzar la
conciencia. Incluso aunque pueden no estar de acuerdo con el
sistema de creencias dominante en ese momento, sus opciones de
13

no subscribirlas y de promover en su lugar una conciencia


alternativa son limitadas. La supervivencia de la institución y las
carreras personales están a menudo en juego. Pero en sociedades
no dictatoriales, los medios para la producción de conciencia no
están todos en una sola mano. La especialización requerida para
promover una interpretación particular del mundo también está
potencialmente disponible para cuestionar esa misma interpretación
y para ofrecer otras versiones. Como la necesidad de gastar
enormes sumas en relaciones públicas y propaganda
gubernamental indica, las cosas no están inmóviles. Las
constelaciones políticas se cambian y existen zonas no incorporadas
en número suficiente para perturbar la corriente principal.
Nunca fue fácil para los museos preservar o recuperar un grado de
maniobrabilidad e integridad intelectual. Se precisa cautela,
inteligencia, determinación —y algo de suerte—. Pero una sociedad
democrática no demanda nada menos que eso.

* N. de T.: Bewußtseins-Industrie , primera parte de Einzelheiten
(Suhrkamp, Frankfurt a. M. 1962). Trad. en castellano: La Industria
de la Conciencia (en: Detalles , Anagrama, Barcelona 1969).
Enzensberger diferencia este concepto del de Kulturindustrie
(industria cultural) de Adorno.
** N. de T.: gentrification , aburguesamiento de barrios populares al
ponerse de moda o por operaciones especulativas, con el
consecuente desplazamiento de la población trabajadora oriunda
por el encarecimiento inmobiliario.
(1) Dr. Cladders, quien también estuvo a cargo del pabellón alemán
de la Bienal de Venecia, se retiró posteriormente del cargo de
director del museo de Mönchengladbach y el Conde Panza di Biumo
ha vendido una parte relevante de su colección al Museo de Arte
Contemporáneo de Los Ángeles.
(2) Una amplia muestra de la obra de Julian Schnabel se expuso en
la Whitechapel Gallery en otoño de 1986.
(3) El vicepresidente de Saatchi & Saatchi, Michael Dobbs, es jefe
del equipo del presidente del Partido Conservador, Norman Tebbit.
Para información más ampliada sobre los Saatchi y Ludwig, ver los
textos en Taking Stock (unfinished) , Der Pralinenmeister y Weite
und Vielfalt der Brigade Ludwig en el catálogo Hans Haacke:
Unfinished Business .
(4) La influencia de los Saatchi ha aumentado considerablemente
desde entonces, a la par que la expansión de su imperio
publicitario. Como denodados trabajadores experimentados en esa
rama de la industria de la conciencia, los Saatchi parecen tener
ahora un impacto en el mundo del arte que iguala o incluso supera
el de las corporaciones, en particular respecto al arte
contemporáneo. Sin embargo, ya que esta influencia surge de
personas concretas, puede que no les sobreviva y finalmente tenga
tan sólo consecuencias estructurales menores.
(5) Carl Spielvogel, el director de una de las subsidiarias de Saatchi
14

& Saatchi en Nueva York, es el presidente del Comité de Negocios


del Museo Metropolitan, Charles Saatchi es vicepresidente del
Comité de Negocios Internacionales del Museo.
(6) En un anuncio en la página de opinión del New York Times del 10
octubre de 1985, Mobil explicaba, bajo el titular “Art, for the sake of
business” [Arte, por amor al negocio], el razonamiento oculto tras
su implicación en el arte en estas palabras: “¿Qué podemos obtener
nosotros —o su empresa— de ello? Aumentar —y asegurar— el
clima de los negocios”. El director y vicepresidente de relaciones
públicas de Mobil, Herb Schmertz, da razones más amplias en
“Affinity-of-Purpose Marketing: The Case of Marterpiece Theatre ,”
en su libro Good-bye to the Low Profile: The Art of Creative
Confrontation (Boston: Little, Brown, and Co., 1986).
(7) La sede de Philip Morris en Nueva York y la sede de Champion
International Corporation en Stamford, Connecticut. Una rama
adicional se ha abierto posteriormente en la sede de la Equitable
Life Assurance Society en Nueva York. Benjamin D. Holloway,
presidente de la Equitable Real State Group, una inmobiliaria
subsidiaria de la misma empresa de seguros, se ha incorporado al
patronato del museo.
(8) Philippe de Montebello, director del Museo Metropolitan, citado
en Newsweek (25 de noviembre de 1985): “es una forma inherente,
insidiosa, oculta de censura... Pero no nos censuran las
corporaciones, nos censuramos nosotros mismos”.
Museums, Managers of Consciousness . Texto publicado en el
catálogo de Hans Haacke: Unfinished Business (New Museum of
Contemporary Art y MIT Press, Nueva York y Cambridge MA, 1986),
páginas 60-73.
La presente es una versión ligeramente modificada de un ensayo
presentado originalmente como ponencia en el encuentro anual de
la Asociación de Museos de Arte de Australia (Art Museum
Association of Australia) en Camberra, el 30 de agosto de 1983, y
publicado en Art in America 72, nº 2 (febrero de 1984).
Acompañando al texto original aparecían fotografías de volcanes en
erupción y deportistas de surf obtenidas de diapositivas compradas
por Haacke en Hawaii en ruta hacia su conferencia en Canberra, y
que se proyectaron durante dicha charla.
Traducción del inglés de Francisco Felipe.

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