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esferapublica.org

a propósito de la obra Fragmentos


de Doris Salcedo – [esferapública]
Daniel Plazas
24-31 minutos

El gran logro de Hoheisel con esta fuente fue haber dado


patencia a esa ausencia ignominiosa. Es una obra brillante
porque es desconcertante, porque reta la vista del visitante y
sus expectativas. Al ponerla de cabeza, de algún modo hace
lo mismo con el observador que, en un inusitado cambio de
perspectiva, logra vislumbrar el horror de aquel espacio
vacante, de una historia que cesó de súbito. Hoheisel siempre
ha negado que la Aschrottbrunnen sea un monumento…, un
medio que, a su juicio, ha sido agotado como lugar de la
memoria. No es la clásica exaltación ciclópea de algún
suceso o prócer decimonónico. Esta obra está montada sobre
un discurso distinto. Es una contestación. No solo a un
pasado cubierto de infamia, también al modo en que
tradicionalmente se ha utilizado el espacio público para
construir memoria. En pocas palabras, es lo que algunos
estudiosos han convenido en llamar un contra-monumento.

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La nueva Fuente Aschrott de Hoheisel

Esta denominación es útil porque identifica ciertas obras que,


disputando un lugar en eso que Halbwachs llamaba memoria
colectiva, desafían convenciones artísticas, narrativas
históricas o ideológicas e incluso a ciertos monumentos que
justamente encarnan dichas convenciones y narrativas. Hacer
memoria está al alcance de un libro de historia, es cierto, pero
reconocer algún compromiso en este ejercicio es tarea
onerosa, pues muy a menudo nos demanda una
confrontación con nosotros mismos. El paso del tiempo suele
tener un cierto efecto analgésico en las sociedades que
padecieron sucesos traumáticos, y los contra-monumentos,
como una suerte de mojones urbanos, se proponen
orientarnos en ese sufrimiento, hacernos sentir —incluso
enojándonos—, vinculándonos con un pasado que solemos
percibir como lejano o extraño y que luego, en tanto
cultivamos nuestras propias interpretaciones, puede
parecernos vívido y hasta inquietante. Las Stolpersteine del

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alemán Gunter Demnig logran este propósito. Más que un


contra-monumento, es un exitoso concepto de contra-
monumentalidad que ha tenido buen recibo en numerosas
ciudades europeas. Se trata de unos pequeños cubos de
cemento con placas de latón grabadas con datos básicos de
algunas víctimas del Holocausto que inician dando cuenta,
con un laconismo típicamente lapidario, de sus lugares de
residencia: «Aquí vivió…». Incrustados en las aceras
contiguas a estos lugares, sobresalen levemente del
pavimento, lo que a menudo ocasiona tropiezos en los
paseantes (de ahí su nombre: piedras de tropiezo o escollos)
que se detienen e inclinan para descubrir su propósito.

Las «Stolpersteine» de Demnig

En Europa este tipo de expresiones contra-monumentales son


comunes y descarnadas. En Estados Unidos hay algunos
ejemplos insignes, aunque más sobrios, como el Monumento

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a los Veteranos de Vietnam. Paradójicamente, en estos


últimos años la discusión pública allí ha girado más en torno a
la pertinencia de conservar ciertos monumentos —cuya
moralidad está en entredicho— que en levantar contra-
monumentos. Aunque en Latinoamérica los debates sobre
memoria histórica son habituales e intensos, no es tan
frecuente que este tipo de expresiones aparezcan en
espacios públicos. Un caso significativo (por razones de
coyuntura política e histórica) en esta orilla del Atlántico es la
recién inaugurada obra Fragmentos, concebida por Doris
Salcedo y llevada a cabo con la asistencia del arquitecto
Carlos Granada. Se trata de un complejo que articula
diferentes espacios de lo que alguna vez fuera una casa de
estilo colonial del siglo XIX. Es un discreto museo-galería
cuya fachada intenta no desentonar con el —cada vez más
desnaturalizado— paisaje urbanístico del centro histórico de
Bogotá. Sin duda, el elemento de esta obra al que más
relevancia mediática se le ha dado, con el beneplácito de
Salcedo, ha sido el enlosado hecho con la fundición de las
armas de las ahora desmovilizadas FARC. Fabricado con la
ayuda de algunas víctimas de violencia sexual que martillaron
los moldes con que se hicieron sus losas, guarda alguna
sintonía con el trabajo de Demnig. Ambos conceptos
apuestan por la horizontalidad, por hacernos inclinar y
vislumbrar el dolor de las víctimas. Sin embargo, sus
coincidencias llegan a poco más que eso. El trabajo conjunto
de los bogotanos es más complejo, unitario y menos textual.
De hecho, es difícil descubrirlo solo a través de una lectura de
los relieves de su suelo.

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Fachada de Fragmentos de Doris Salcedo

No obstante las acciones simbólicas que rodearon la


elaboración de este enlosado, es arbitrario y poco fructífero
valorar toda la obra por este único elemento. No intento
menoscabar el trabajo de Salcedo en este asunto, pero, si
apartamos por un momento la vista de las losas, veremos por
ejemplo que es en la ruina donde estriba la configuración de
todos los espacios del complejo. Es una precedencia
—conservada por decisión de Granada— sobre la que se
planificó la nueva estructura, incluyendo el enlosado, y que la
ha dotado de un mayor espesor semántico. Animados por el
revuelo mediático, no pocos visitantes llegan con la intención
de apreciar esa superficie rugosa y acaso desentrañar sus
significados, sin embargo, cuando acceden al zaguán por
aquella puerta ornada con una portada en piedra (único
detalle arquitectónico que queda de la antigua fachada y a la
vez un indicio del estatus económico de los ocupantes

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originales), son enseguida recibidos por esas ruinas


magnéticas. Se trata de unos gruesos muros que el tiempo y
la intemperie han ido desmoronando. Refugio de algunas
palomas condenadas, salvo que se hagan los ajustes
necesarios, a chocar miserablemente con los vidrios de la
nueva estructura, estos muros dejan al descubierto algo de la
historia del lugar. Allí se aprecian diferentes materiales y
técnicas de construcción (adobe y en algunos puntos lo que
pareciera bahareque) que dan cuenta de remodelaciones
sucesivas. Incluso se ven ladrillos más modernos, accesos
tapiados, numerosos dinteles de madera e incontables
oquedades donde se acomodan las palomas. Articulada con
la ruina se alza la caja diáfana de Granada. Basada en la
elaboración de estructuras metálicas prefabricadas con
fachadas en vidrio, su arquitectura minimalista privilegia los
espacios abiertos, la entrada de luz natural y la vista exterior.
Este concepto facilita tanto la observación de las ruinas como
el recorrido por el enlosado, dando accesibilidad a los
diferentes espacios del complejo mientras se cuida de quitar
protagonismo a las ruinas o a las losas.

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Interior de Fragmentos de Doris Salcedo.

Sobre esta obra hay tantas interpretaciones como visitantes


puedan recorrerla, pero difícilmente es una composición que
evoque fragmentariedad. Es todo lo contrario: unidad. Una
con tal grado de organización espacial, que mantiene incluso
las relaciones ortogonales de la casona; hace suyo un trazado
que le precede. En este sentido, se aleja de esa sensación
fragmentaria que los transeúntes pueden percibir en
los escollos de Demnig. En un artículo ampliamente difundido,
la escritora Carolina Sanín da cuenta de esta misma
inconsistencia, calificando de injusto el título de la obra.
Argumenta también que la participación de las víctimas en
cierta etapa del proceso de elaboración de las losas no
sugiere nada sobre esta pretendida fragmentariedad. Como
otros comentaristas, centra su mirada en el enlosado,
enfilando su crítica en ciertas definiciones aportadas por la
artista, como aquella sobre la creación colectiva —muy
asociada a la idea de fragmentariedad— que ha reclamado
como basa de algunas de sus últimas experiencias creativas y
performáticas. Con todo, en el caso de Fragmentos, es
evidente que la idea fundamental siempre fue una y procedió
de una sola persona. Además, Sanín lanza algunas
estocadas sobre el concepto de contra-monumento que
Salcedo usa para describir lo que fundamentalmente es esta
obra, y que a la escritora le resulta fruto de un lenguaje fatuo,
propio de los excesos conceptuales que a menudo surgen en

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el entorno del arte contemporáneo. Subraya entonces que el


concepto de monumento por su propia naturaleza y
aspiraciones es tan amplio que hace innecesario ese
concepto antitético que con elocuencia desecha como un
«tecnicismo confundidor y mediático».

…los monumentos son manifestaciones del deseo de


recordar y olvidar; son ofrendas —alternativas o contrarias al
sacrificio— con las que afirmamos que por fuera de nuestro
tiempo de mortalidad hay otro tiempo, un destiempo largo y
desconocido. Los monumentos marcan precisamente los
límites de la ciudad, o los puntos dentro de la ciudad en los
que la ciudad cambia. Aluden a la muerte y a la
supervivencia. Cada tumba es un monumento. (2018)

Sin embargo, esa pulcra definición está anclada a una


perspectiva muy antigua de lo que se supone es un
monumento. Esa aspiración atemporal, trascendente, que
incluso pretende demarcar territorialmente la ciudad, es de
hecho una típica aspiración modernista, justamente una
antítesis de lo que quiere ser un contra-monumento: una obra
de arte que a veces apuesta por lo efímero, incluso lo
evanescente; que quiere sorprendernos y hasta provocarnos
en un paseo por la ciudad, antes que destacar y demarcar un
lugar. Este concepto no es fruto del capricho de unos cuantos
intelectuales y artistas contemporáneos. Incluso antes de que
apareciera en los ochenta, su objeto de crítica, el monumento,
ya venía siendo cuestionado como expresión urbana de la
memoria. Durante una entrevista televisada, Salcedo cita a
Robert Musil (Semana en Vivo, 2018), que en su famoso

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ensayo de 1927 «Papeles póstumos escritos en vida» deja en


evidencia las incapacidades del monumento:

La cosa más sorprendente de los monumentos es que nunca


los vemos. Nada en el mundo es tan invisible. Son
levantados, sin duda alguna, para ser vistos, incluso para
atraer la atención; pero al mismo tiempo están impregnados
con algo contra la atención, y ésta escurre sobre ellos como
una gota de agua sobre una capa de aceite.

Cerca de un cuarto de siglo después, Lewis Mumford observó


una incompatibilidad entre la ciudad moderna, que aspira a la
renovación constante, y la rigidez —literal o figurada— del
monumento. A su juicio, el monumento moderno no existe, es
una contradicción en los términos. Esta presunta anacronía es
suscrita, de cierto modo, en los ochentas por la historiadora
del arte Rosalind Krauss, que describe la incapacidad del
monumento, ya durante el modernismo, de referirse a otra
cosa que no sea a sí mismo como un simple hito, una
demarcación. En efecto, durante la contemporaneidad este
había perdido buena parte de su razón de ser.

Si no tomamos en serio el concepto de contra-monumento, es


decir, si no lo consideramos en su contexto, es difícil que
podamos formular una crítica razonable del trabajo de
Salcedo y Granada. Solo cuando lo comprendamos en su
época y en sus aspiraciones, podremos confrontar la obra
Fragmentos con sus propios términos. Así, considero,
lograremos observar con mayor claridad sus virtudes y
falencias.

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El monumento como contestación

Al volver de su exilio y presenciar los estragos que el nazismo


había dejado en Europa, Theodor Adorno formuló su famosa
sentencia: «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto
de barbarie». Entre otras cosas, esta fue una advertencia de
que las artes no podrían ser las mismas después de lo
acontecido. Y de cierta forma, el contra-monumento, como
concepto, es heredero de esta misma preocupación por la
pertinencia y la capacidad del arte para trasmitir y reflexionar
sobre aquello que, en últimas, es un horror inefable.

Este concepto nació durante la década del ochenta en


Alemania del Oeste en medio de un durísimo debate sobre el
modo más apropiado de usar el arte para rendir homenaje a
las víctimas de la persecución nazi. Es reconocido gracias a
un ensayo del lingüista James E. Young en Critical
Inquiry(1992), que analiza algunas obras por entonces
erigidas como alternativas al monumento tradicional. En la
Alemania de esos años cada obra destinada a homenajear a
las víctimas del Holocausto estaba bajo un escrutinio
obsesivo. En torno a cada nuevo monumento, que era
escudriñado y explicado hasta la saciedad, surgía una
discusión que abordaba no solo asuntos artísticos, también
éticos e históricos. El lingüista observa que los monumentos
erigidos durante este debate terminaron desafiando, a través
de un giro autoconsciente —autocrítico—, los mismos
principios de su ser monumental. Las cosas estaban dadas
para que una nueva generación de artistas «éticamente
segura de su deber de recordar, pero estéticamente escéptica

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de los supuestos que tradicionalmente sustentan las formas


monumentales» (1992, 271), empezara una reflexión audaz
que terminó socavando los cimientos del monumento
tradicional como expresión pública de la memoria.

Un ejemplo insigne de aquella época es el enorme y gris pilar


erigido por Jochen Gerz y Esther Shalev-Gerz en medio del
centro comercial de Hamburgo, que iba desapareciendo a
medida que los paseantes, armados con una suerte de
buriles, destrozaban su superficie cincelando todo tipo de
mensajes, en principio «como una promesa de vigilancia
contra el fascismo», lo que luego devino en una imagen
caótica que se fue perdiendo en el subsuelo. Finalmente, allí
solo quedó una ausencia monumental que, no obstante,
según se dice, aún es capaz de proyectar una larga sombra
sobre la consciencia de los observadores.

El Pilar de Hamburgo de Jochen Gerz y Esther Shalev-Gerz.

Esa composición que es la palabra counter–


monument (contra-monumento) probablemente proviene de
una interpretación que hace Young del
alemán Gegendenkmal. Cabe aclarar, sin embargo, que el

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sentido del concepto original en alemán es distinto al que


actualmente se le atribuye al de contra-monumento. Un
artículo en The Journal of Architecture (2012) establece una
distinción entre dos tipos de contra-monumentos: aquellos
que acuden a estrategias anti-monumentales y los que tienen
propósitos dialógicos, conocidos en el contexto alemán
como Gegendenkmäler. Los anti-monumentales se
caracterizan por su oposición a ciertas creencias o sucesos
antes que afirmarlos; su empeño en evitar formas
monumentales, incluso al extremo de tornarse invisibles,
como es el caso de la Fuente Aschrott; su búsqueda de
experiencias multisensoriales, como el Monumento a los
judíos de Europa asesinados de Berlín; la necesidad de
incentivar el compromiso del visitante —a menudo
provocándolo— para que por sí mismo busque significados.
Por su parte, la obra dialógica tiene un propósito más
específico, es un monumento que se levanta para confrontar
a otro, espacialmente cercano, que le precede y cuyos
valores ideológicos, históricos o estéticos quiere criticar. El
descarnado Monumento contra la Guerra y el Fascismo de
Alfred Hrdlicka (1985-6) es una obra paradigmática en este
sentido. Proyectada como el primer Gegendenkmal, un
desafío al polémico Monumento a los Caídos del Regimiento
de Infantería No.76 de Richard Kuöhl (1936), que es una
evidente glorificación de la Gran Guerra antes que
un memorial a los caídos. Al encarnar ambas tipologías, la
contra-obra de Hrdlicka busca arrojar luz sobre los
cuestionables propósitos del monumento del treinta y seis y
replantearlo en cuanto que testimonio histórico. De este

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modo, obras tan distintas logran articularse en un conjunto


nuevo y dialéctico que nos advierte sobre las consecuencias
de exaltar la guerra. Esa es una ambición cardinal en estas
contra-obras: a saber, su afán de buscar nuevas estrategias
para impedir que nos refugiemos en la indiferencia cotidiana,
en la apatía —perturbándonos si es necesario—, que es uno
de los males que más aquejan a la monumentalidad
tradicional.

El Gegendenkmal de Alfred Hrdlicka y al fondo el «cenotafio»


de Richard Kuöhl.

Sin duda encontraremos en Fragmentos algunas


coincidencias motivacionales con sus predecesores
alemanes, especialmente en el uso de elementos anti-
monumentales como un medio para comprometer al
observador con una interpretación autónoma de la obra. Este
empeño común busca evitar un fenómeno paradójico que
afecta al monumento tradicional: entre más se conciba la
memoria en términos puramente monumentales, más rápido

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cederemos la voluntad de recordar a la obra resultante. La


memoria suele diluirse en el granito. Ese es un problema
fundamental que tanto los contra-monumentos europeos
como el más reciente trabajo de Salcedo y Granada
ambicionan remediar. Sin embargo, a diferencia de aquellos,
considero que la obra de los bogotanos se queda corta
cuando se trata de emplear a fondo el concepto de contra-
monumentalidad. Fragmentos carece del carácter provocador
que se aprecia en ciertos ejemplares alemanes. Es una obra
retraída, que no busca destacar como suele hacer el
monumento tradicional, pero que tampoco sorprende al
paseante desprevenido. No desconcierta la vista del turista o
del vecino porque ciertamente es lo que esperamos encontrar
en el centro (histórico-cultural-institucional-turístico) de
Bogotá. (Es más, en la idea de Fragmentos subyace un
discurso de ciudad que redunda en un criterio de localización
sobre el que la crítica ha pasado alígera.) Esa fachada blanca
e impoluta es más camuflaje que invitación, y si algo no
corresponde a la naturaleza del contra-monumento eso es un
carácter acomodaticio.

Aunque carezca de ese rasgo provocador que define a otras


obras, Fragmentos incentiva una reflexión sobre el lugar de la
memoria —y el paso del tiempo— que un monumento
tradicional difícilmente puede lograr. Esta capacidad se
origina en el vínculo del enlosado con las ruinas. El primero
como símbolo de una nueva etapa en la vida nacional a partir
de la inutilización —y, por ende, la resignificación— de las
armas de la guerrilla, ahora como basa de un nuevo momento

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político e histórico. Salcedo reconoce estas losas como


«el fundamento (de) una nueva realidad. Nos estamos
parando los colombianos sobre una nueva realidad»,
puntualiza (Semana en Vivo, 2018). Mientras tanto, esos
muros en ruinas sirven como un recordatorio de la guerra y de
las secuelas morales y sociales que ha dejado. Pero también,
con su desmoronamiento inexorable ocurre un fenómeno
similar al del pilar de los Gerzs, un trasiego de la memoria,
que se desplaza del monumento al visitante, al observador
concienzudo que se ve abocado a recordar por sí mismo y a
no depender de la presencia del aparato monumental.

Si bien no tengo noticia de que Salcedo o Granada hayan


tenido la intención de dotar a la obra de tal carácter
senescente, sus circunstancias me llevan a pensar que, como
sucede con otras obras, con el progresivo deterioro de las
ruinas —e incluso del enlosado—, Fragmentos logrará su
perfeccionamiento como contra-monumento. Cuando la
herrumbre asome en las losas y los muros cedan aún más
ante la erosión, el visitante empezará a percibirse como
custodio de la memoria. Si la obra hubiera sido concebida de
otro modo, por ejemplo, si la estructura de Granada hubiera
dado resguardo a estos muros, habría cambiado todo su
sentido como contra-monumento. Young nos recuerda la
manera poética en que Michael North explicaba este trasiego,
cuando «el público se convierte en el monumento», o, en
palabras de Douglas Crimp, cuando el espectador
se convierte en el tema de la obra. (1992, 278)

Al margen de este atributo —probablemente involuntario—,

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Salcedo, consciente de ese fenómeno que todo monumento


debe rehuir: el olvido que asoma con la mirada negligente del
que hablaba Musil, no solo apostó por unos materiales y una
configuración específicos, también le otorgó a Fragmentos
una faceta galerística aún por inaugurar. Con esto la artista
espera «mantener vivo» el monumento durante más de
cincuenta años, como reflejo de la duración del conflicto con
las FARC. Su propuesta implica invitar cada año a dos artistas
a exponer su trabajo sobre el conflicto y la memoria. Sin duda,
es una ambición que todavía no sabemos cómo afectará a la
obra y sus propósitos. Podemos anticipar, eso sí, un
movimiento paradójico al interior de Fragmentos, un contra-
monumento que aspira a la renovación constante mientras
sufre un desgaste natural; y ambos procesos buscan alejar a
la obra de esa irrelevancia a la que suelen estar condenados
los monumentos.

A propósito de este problema, recuerdo otra obra bogotana


con intenciones similares a Fragmentos, pero cuyos atributos
típicamente monumentales y el (des)encuentro de las
aspiraciones que encarna, difícilmente le otorguen una
resistencia ante la mirada indiferente de los que por allí
transitan. Me refiero al Centro de Memoria, Paz y
Reconciliación de Juan Pablo Ortiz, un complejo monumental
con un serio conflicto de tono.[1] Aunque la obra de Salcedo y
Granada nunca fue planteada en términos dialógicos,
fácilmente pudo haberse concebido como
un Gegendenkmal de este Centro de Memoria, que aspira a
ser una conmemoración del bicentenario de Colombia como

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república, pero a la vez se pretende receptáculo de la


memoria de las ignominias que han carcomido por largos
años a esta patria. Todo ello insuflado en varios gestos
simbólicos (en torno a la tierra [como origen del conflicto
armado] y en torno a esta efeméride patria), reconocibles en
un ciclópeo y sutilmente exornado monolito ocre (ese color
tan típico del monumentalismo institucional capitalino) que
tiene alguna semejanza con el sobrecargado Monumento a
Los Héroes (1963), diseñado por el futurista y fascista Angiolo
Mazzoni. ¿Es luego el Centro de Memoria un monumento
para glorificar la nación o más bien para arrojar una sombra
reflexiva sobre la misma?, ¿puede ser ambas cosas a la vez?
No lo sé muy bien. Lo que sí está claro es que ambas obras
fueron levantadas para ser apreciadas desde la distancia y
hacerse imponentes en el espacio urbano. No obstante,
mucho me temo que ambas son vistas bajo una indiferencia
mortificante; solo recordemos cómo, a bordo de un
Transmilenio, nuestra mirada perdida resbala sobre estos
monumentos que, levantados cerca de sendas avenidas
troncales, son incapaces de atrapar nuestro pensamiento.
Irremediablemente, como presencias monumentales, solo han
devenido en parte del paisaje.

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El Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Juan Pablo


Ortiz y El Monumento a Los Héroes de Angiolo Mazzoni

Asegura Carolina Sanín en el citado ensayo que «cada tumba


es un monumento», y tiene razón, desgraciadamente está en
lo cierto. Cuando transitamos un camposanto, lo último que se
nos ocurre es pasar por encima de tumbas y lápidas. Su
condición sagrada nos exige, a lo menos, una indiferencia
reverencial y sortearlas con prudencia. Escasamente
estimulan un interés inquisitivo —tal vez una curiosidad
morbosa—, y justo un interés de este tipo es lo que quieren
producir los escollos de Demnig. Al tropezar con estas
piedras, el caminante se apresta a escudriñarlas y a
reconocer que allí no hay muertos, solo ausentes. Y de algún
modo eso son los contra-monumentos: no tumbas, sino
cenotafios, monumentos a los ausentes. Una lógica que
llevada a sus últimas consecuencias incluso hace del
monumento una obra invisible. De ahí que el mejor
monumento sea, según Gerz, la memoria de su ausencia.

Como hemos visto, Fragmentos da un tratamiento más


discreto a esta noción de ausencia, incluso podríamos decir
que es un atributo aún latente. Esta obra centra sus esfuerzos
en la experiencia inmediata del visitante como un modo para
asegurar la conservación de la memoria. Sus losas nos
hablan sobre todo de aquellas sobrevivientes que lograron
rubricar el dolor que la guerra ha dejado en sus vidas. En este

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contexto, fueron forjadas para ser recorridas, para


tropezarnos con ellas, palparlas, leerlas, pero nunca para que
nuestra mirada resbale en su estriada superficie. Además de
un «tocón» (término que Sanín usa con propiedad pues alude
a una ausencia), estas losas son el filón de nuestra paz. Aún
tienen mucho que ofrecernos, no solo como basa de una
nueva realidad política y social, también como asiento de una
galería que aspira a seguir renovando nuestra mirada sobre el
conflicto armado durante más de cincuenta años. Mientras
tanto, la sensación de ausencia aparecerá con la consunción
de esos restos en adobe que simbolizan aquellos desastres
que la guerra nos ha legado. Con todo esto acaso acojamos
la memoria de manera más íntima y reflexiva que si
estuviésemos ante ese monolito de maciza apariencia que
corona el Centro de Memoria. Una estructura grandilocuente
que al estar levantada con materiales inspirados en la antigua
técnica de tapia pisada es, a mi juicio, una evocación
nostálgica y por eso mismo fallida del pasado, en pocas
palabras, una suerte de boutade arquitectónica y
sentimentaloide.

A pesar de sus falencias, eso es lo que intenta evitar


Fragmentos, un contra-monumento cuyo éxito puede ser
relativo y depende de su capacidad de mantener su vigencia
sin acabar velando la identidad de las víctimas, un paradójico
problema que aqueja a otros contra-monumentos con
pretensiones estéticas similares; además, una obra semejante
también puede morir de éxito al lograr cerrar una herida
nacional que debería mantener abierta, por lo menos hasta

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cierto punto. Para evitar esto, su faceta como galería puede


ser muy útil pues le permitirá, si es administrada sin desidia y
con independencia, generar debates continuos y evitar ese
fenómeno tan común y dañino en el contexto de la
recuperación de la memoria: la indiferencia.

Hacia el final de su influyente ensayo, Young observa que


este tipo de obra se presenta como una especie de revulsivo
imbuido de escepticismo ante ese engañoso atributo de la
piedra: su permanencia, que nos ilusiona con que la idea
conmemorativa seguirá ligada a la materialidad y forma del
monumento. Paradójicamente, dice este lingüista, al resistir
su propia raison d’être, el contra-monumento da un nuevo aire
a la misma idea de monumento. Por eso he querido respetar
a lo largo de este texto ese guion con el cual él decidió atar
(pero haciendo evidente dicha atadura, que también parece
una suerte de separación) ambas palabras: counter–
monument, que en alemán simplemente devinieron
una: Gegendenkmal. A mi juicio, esa ligatura–disyuntiva de
términos, que es de significados, permite conservar un
antiguo sentido en ese neologismo: la necesidad social de
recurrir a expresiones de la memoria en la vida pública. El
monumento no ha muerto; con la aparición de su antítesis
posmoderna, solo ha trascendido sus propias limitaciones.

Referencias:

Quentin Stevens, Karen A. Franck & Ruth Fazakerley (2012).


Counter-monuments: the anti-monumental and the dialogic,
The Journal of Architecture, 17:6, 951-972.

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a propósito de la obra Fragmentos de Doris Salcedo – [es... about:reader?url=http://esferapublica.org/nfblog/contra...

Sanín, C. (2018). Los “Fragmentos” de Doris Salcedo: una


obra verdadera y un discurso falaz. Revista Vice. Recuperado
de https://www.vice.com/es_latam/article/d3bexy/los-
fragmentos-de-doris-salcedo-una-obra-verdadera-y-un-
discurso-falaz

Semana en Vivo. (productor). (11 de diciembre de 2018).


Doris Salcedo en entrevista con María Jimena Duzán – A
[Youtube] De https://www.youtube.com
/watch?v=MdNLzcx14uE (primera
parte); https://www.youtube.com
/watch?v=nhD3cxkUHww (segunda parte)

Young, J. (1992). The Counter-Monument: Memory against


Itself in Germany Today. Critical Inquiry, 18(2), 267-296.

[1] Debo aclarar que aquí me refiero a este monumento solo


como tal cosa, es decir, sobre lo que logra trasmitir de sí
mismo como lugar de la memoria, y no del Centro de Memoria
como una institución con objetivos específicos —que
seguramente ha venido acatando con celo— en torno a la
recuperación y conservación de la memoria histórica del
último conflicto armado.

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