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fenomenología de la
palabra y los “actos de
habla”; de Aristóteles a
J. L. Austin
Dr. © Cristian Palazzi - Universidad Ramon Llull, Barcelona
Resumen
Con este artículo se pretende realizar una brevísima
fenomenología de la palabra y en este sentido
plantear un recorrido a través de algunas características, funciones y efectos que
muestra el lenguaje. Así llegamos a la conclusión de que la palabra además de
representar el mundo, lo delimita a la vez que lo devela. Vemos por tanto que la palabra
prefigura el mundo en que vivimos. Se habla también de que la palabra, como metáfora,
crea nuevos significados que amplían nuestro horizonte de comprensión. Y por último
se analiza el poder de la palabra para hacer cosas y para crear comunidad. Sin pretender
abarcar todos los sentidos posibles del valor de la palabra confiamos que este texto sirva
de provecho para conocer de cerca algunos aspectos de la palabra que nuestro día a día
esconde sin que nos demos cuenta.
Abstract
This communication try to make a phenomenology of the word and in this sense raise a
tour through some features, functions and effects that the language shows. We conclude
that the word also represents the world, define and reveal it. We see therefore that the
word prefigure the world in which we live. We talk also that the word, as a metaphor,
creates new meanings that expand our horizon of understanding. And finally we
examine the power of words to do things and to do community. Without pretending to
cover all possible directions of the value of the word we believe that this text will serve
to know some aspects about the word that our day to day hides without our knowledge.
Palabras Clave
Fenomenología, Filosofía del lenguaje, Metáfora, Teoría de la comunicación, Actos del
habla.
Keywords
Phenomenology, Philosophy of language, Metaphor, Communication theory, speech
acts.
§126. La filosofía expone meramente todo y no explica ni deduce nada. –Puesto que
todo yace abiertamente, no hay nada que explicar. Pues lo que acaso esté oculto, no nos
interesa.
Introducción
Cuando uno se adentra en el terreno tan vasto como es el de la palabra se encuentra con
infinidad de posibilidades para empezar a hablar de ella. Muy pocos pensadores han
dejado de considerar este célebre tema. De hecho, entre tantos puntos de vista, corremos
el riesgo de perdernos si no somos capaces de dirigirnos hacia alguna parte. Es menester
por tanto buscar la manera de orientarnos entre tantas posibilidades. Es posible que
muchas de estas posibilidades puedan ser la correcta, pero no es nuestra intención aquí
dar la razón a nadie. Simplemente, vamos a intentar dejarnos llevar por la senda que ha
ido construyéndose en torno a la palabra de manera que sepamos conducirnos al lugar
donde nos dirigimos: el valor de la palabra.
Con esa fría ironía podemos notar que toda solución es sospechosa porque siempre
aparece cuando la necesitamos, por ello no queremos tratar este tema desde el punto de
vista problemático, como si al final de nuestra exposición tuviésemos una definición
precisa de aquello a lo que nos referimos. Más bien intentaremos que sea la palabra
misma la que nos dirija, que sea ella la que nos hable de si misma. Quizás así podremos
captar algo de lo que andamos buscando.
Salvando las distancias claro, podríamos decir que nos encontramos en la misma
situación en la que se encontró San Agustín cuando intentó explicar el tiempo. Al final
de sus Confesiones, Agustín se pregunta: “¿qué cosa es el tiempo?”. La respuesta es
conocida: “si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicarlo a quien me lo
pregunte, no lo sé” (libro XI, capt 14). A nosotros nos sucede lo mismo, vivimos
inmersos en la palabra y eso hace que podamos sentir como hablamos. Así que si nadie
nos pregunta lo que es la palabra sabemos lo que es, pero esta situación no nos da
ningún conocimiento sobre el habla, con lo que si alguien nos pregunta que es no somos
capaces de explicarlo. Para Agustín, como para nosotros, el primer escollo que nos
encontramos para hablar de la palabra es que vivimos inmersos en ella.
En este sentido, nuestro ejercicio debería ser, paradójicamente, el más sencillo y el más
difícil. Sencillo, porque su resultado no puede ser más que una obviedad para aquellos
que saben hablar, y que, espero, se reconocerán en lo que decimos, y difícil, ya su
esclarecimiento implica saber movernos a través las arenas movedizas del lenguaje
usando el lenguaje mismo como vehículo. Corremos el riesgo de confundir el medio por
el que nos transportamos con el bien interno que estamos intentando mostrar. En este
punto nos inspiraremos en las palabras de Heidegger que dicen: “el camino de nuestro
discurso debe ser de un modo y dirección tal que, donde quiera que nos dirijamos, nos
despierte interés, nos conmueva de verdad en nuestra propia esencia1”.
1. Representa
Hemos convenido pues que a priori todo lo sabemos de la palabra, pero nada somos
capaces de explicar de ella. Lo mejor que podemos hacer para empezar es por tanto
preguntarle a ella misma. Preguntamos sobre el valor de la palabra y damos la palabra
“palabra” por suficientemente expresada. Pero cuando dejamos de emplear la palabra
“palabra” como un rótulo, cuando en lugar de “palabra” oímos el origen de la misma,
entonces suena así: “parabállein”. La “palabra” nos habla ahora en griego. Lo griego es,
en cuanto tal, un camino. Lo griego constituye para nosotros un camino paradigmático.
Es nuestro camino. El que recorremos día a día. Un camino por el que transcurrimos
desde hace casi treinta siglos.
Comparamos lo que decimos con lo que nos encontrando y, así, poco a poco, nos vamos
conociendo y vamos conociendo el valor de la palabra. Designamos palabras a las cosas
y formamos con ello el universo que entendemos. El universo de las palabras. A veces
este universo que entendemos va más allá del universo que vemos o que escuchamos y
eso es porque la palabra no es sólo un instrumento de captación de accidentes, sino que
gracias a ella vamos construyendo el mundo en que vivimos.
Tal como Foucault nos enseña, la comparación que establecemos mediante el habla “no
se opone al pensamiento como el exterior al interior o la expresión a la reflexión; no se
opone a los otros signos -gestos, pantomimas, versiones, pinturas, emblemas- como lo
arbitario o lo colectivo a lo natural y a lo singular, sino a todo esto como lo sucesivo a
lo contemporáneo. Es, con respecto al pensamiento y a los signos, lo que el álgebra
respecto a la geometría: sustituye a la comparación simultánea de las partes (o de las
magnitudes) por un orden cuyos grados han de recorrerse unos tras otros. En este
sentido estricto, el lenguaje es el análisis del pensamiento: no un simple recorte, sino la
profunda instauración del orden en el espacio2”
La palabra nos ayuda a ordenar el mundo. Mediante la palabra ponemos orden en los
pensamientos sobre la realidad, a la vez que ordenamos del mundo en forma de
pensamiento. Mediante el uso de palabras clavamos sobre las cosas ciertos fonemas que
después deben servirnos para hablar de las cosas sin tenerlas delante, esto es, para
representarlas. El orden de la representación es entonces el orden del discurso y, a su
vez, es el orden del mundo.
Entendemos mejor estas intuiciones si nos atenemos al uso que hacían los griegos de las
palabras. Tal y como podemos leer en Verdad y Método “la íntima unidad de palabra y
cosa era al principio algo tan natural que el nombre verdadero se sentía como parte de
su portador” Gadamer considera que los griegos entendían la palabra desde el nombre.
“Y el nombre es lo que es en virtud de que alguien se llama así y atiende por él.
Pertenece a su portador. La adecuación de un nombre se confirma en que su portador
atiende por él. Parece en consecuencia que pertenece al ser mismo3”.
En Grecia, las palabras poseían valor representativo porque se creía que representaban
perfectamente la realidad. Para el pensamiento griego, el mundo de la representación y
el mundo real eran lo mismo, el lenguaje era mymesis. El hombre descubre las cosas y
las nombra como si ese nombre tuviese el mismo peso ontológico que la cosa
denominada. No en vano el terreno del lenguaje fue en la época clásica el terreno de la
metafísica, ya que cada vocablo poseía una fuerza paradigmática. Podemos citar psyche,
por ejemplo, la mente, el raciocinio, que no es más que esa potencia que “porta” (ochei)
y “soporta” (echei) la “naturaleza” (physis). O el placer (hedone) que tiene que ver con
el sacar provecho (onesis). O la propia palabra “nombre” que proviene de onoma, que
corresponde al ser de on (el ser) sobre aquel que precisamente se investiga. Aunque lo
reconocemos mejor en aquello que llamamos onomastón (nombrable), que significa el
ser del que hay una investigación (òn hou másma estin)4.
2. Decide
Según lo dicho hasta ahora lo correcto sería decir que las palabras y las cosas se
corresponden naturalmente y por tanto no puede existir un taxónomo más que aquel que
ha creado las cosas o, en el caso de no existir este algo o alguien, que es la propia
intuición del lenguaje la que capta la esencia de las cosas designándoles un nombre
perfectamente adecuado. Ambas opciones son imposibles de certificar, así que lo que
vamos a hacer es, cómo mínimo, ponerlas en duda.
Y para ello sacaremos a colación al auténtico maestro de la duda que fue Sócrates.
Como sabemos, Platón escribió muchos diálogos y la mayoría de ellos son interpretados
por su mentor, el esquivo Sócrates, de quien se sabe que, según el oráculo de Delfos, era
el hombre más sabio de la antigua Grecia. Su método, el de la pregunta y respuesta, fue
comparado en su momento con el de la comadrona, que es aquella que lentamente va
extrayendo el niño del vientre de la madre, sin que ésta se de cuenta. Así lo vemos
también en el Crátilo, diálogo de Platón sobre el lenguaje, donde con las constantes
preguntas de Sócrates no dejan descansar al impetuoso Crátilo en el ejercicio de
encontrar la verdad sobre la palabra. Fijémonos en este fragmento:
Sócrates: Es obvio que tal como juzgaba que eran las cosas el primero que
impuso los nombres, así impuso éstos, según afirmamos. ¿O no?
Crátilo: Sí
Sócrates: Por ende, si aquel no juzgaba correctamente y los impuso tal como los
juzgaba, ¿qué otra cosa piensas que nos pasará a nosotros, dejándonos guiar por
él, sino engañarnos?
Crátilo: Más puede que no sea así, Sócrates, sino que el que impone los
nombres lo haga forzosamente con conocimiento. Y es que, si no, como te decía
hace rato, ni siquiera serían nombres. Sea ésta la mayor prueba de que el que
pone los nombres no erró la verdad: en caso contrario, no serían todos tan
acordes con él. ¿O no te has percatado, al hablar, que todos los nombres se
originaban según el mismo modelo y con un mismo fin?
Sócrates: Pero mi buen amigo Crátilo! Esto no es ningún argumento, pues si,
equivocado en el inicio el que pone los nombres, ya iba forzando los demás
hacia éste y los obligaba a concordar con él mismo, nada tiene de extraño. Igual
sucede, a veces, con las figuras geométricas: si la primera es errónea por
pequeña y borrosa, todas las demás que le siguen son acordes entre sí. Así pues,
todo hombre debe tener mucha reflexión y análisis sobre si el inicio de todo
asunto está correctamente establecido o no. pues, una vez revisado éste, el resto
debe parecer consecuente con él. Y, desde luego, nada me extrañaría que
también los nombres concuerden entre sí. Revisemos, pues, lo que hemos
explicado al principio5”
Es característico del método socrático el ir recogiendo una y otra vez las afirmaciones
que se van planteando a la luz de todo lo dicho para observar así su coherencia interna.
Este hecho hace que las afirmaciones de Sócrates vayan modificándose conforme
avanza el diálogo de manera que nunca llegan a decir lo mismo y siempre dudan un
poco más intensamente acerca de lo que se está hablando. La conclusión es conocida
por todos, nada sabemos.
Y puesto que nada sabemos, seguimos dudando. El tema que se está tratando en este
fragmento es que si hace falta conocer la cosa para otorgarle un nombre. Y si es así,
quien posee un juicio tan recto como para no errar en su evolución ulterior. Un ejemplo
actual que puede ayudarnos en este sentido es el caso del botánico que encuentra un
nuevo tipo de orquídea o del biólogo que descubre un nuevo tipo de rana.
Examinaremos el criterio que utilizan los investigadores para aplicar los nombres a las
nuevas especies a fin de conocer cuales son los criterios contemporáneos que utilizamos
en ese caso.
Este método taxonómico, que tuvo su principal inspiración en el Origen de las especies
de Darwin, considera a los seres como una cadena relacionable y por tanto nombra cada
tipo de ser a partir de un nombre común, del que se deriva uno particular. Utilizando
este modo de clasificación mantenemos en cada momento el origen del animal y además
explicamos su peculiaridad. Darwin sostenía que este tipo de sistemas debían reflejar la
vida del ser que se está estudiando y que debía por tanto ponerse en relación con sus
antecesores. Y así se hace actualmente, una vez conocemos los parentescos, la
estructura genética, etc., enmarcamos la nueva especie dentro de una cadena de seres y
publicamos nuestros resultados de manera que pasan a formar parte del lenguaje
“oficial”.
Parece por tanto que, tal y como Sócrates advertía, para dar nombre a un nuevo animal
lo primero que debes hacer es “conocerlo”, científicamente en este caso. Pero ¿es que
hay alguna otra manera de conocer las cosas que no sea el modo científico?
Antes de desarrollar esta pregunta, empezamos por una simple constatación. Existen
toda una serie de palabras que escapan del modo de clasificación de la ciencia. Palabras
como chorrada, tío (en su acepción amistosa), peluco, fulas, mengano, subidón,
trancazo, plasta, pero tampoco alma, amor, esperanza, guerra, no pueden ser explicadas
según los criterios científicos que acabamos de exponer. Estas son palabras de uso
corriente, casi callejero podríamos decir, y son utilizadas mucho más frecuentemente
que los vocablos latinos que sirven para clasificar el mundo en el terreno de la ciencia.
¿Qué sucede con estas palabras? ¿Cual es su naturaleza y cual debe ser su modo de
clasificarlas teniendo en cuenta que no responden a ningún criterio científico?
Esta definición en sentido amplio desvela la realidad de las cosas sea por el camino de
la ciencia sea por el camino ordinario. La palabra deja ver aquello de lo que se habla de
manera más o menos inmediata. Como dice Heidegger, la estructura apofántica (que
deja ver) de la palabra saca de su ocultamiento al ente de que se habla y nos permitir
verlo, descubrirlo, como no-oculto7.
Un “flipado” es aquel que se cree por encima de sus posibilidades y un chulo, del latín
sciolus, es un “enteradillo”. La segunda la encontramos en el diccionario, mientras que
la primera pertenece al uso social que hacemos de ella. Ambas, pero, nos revelan algo
del sujeto al que se refieren. Oficiales o no, las palabras, desvelan el ser del las cosas en
forma de des-ocultación (aletheia) ya que nos dicen de la cosa aspectos que en
apariencia no se observan, pero que forman parte de su esencia.
El ser de las cosas se nos mantiene oculto hasta que conocemos la palabra que le
corresponde. La palabra, sea ordinaria, sea científica, se convierte así en el principal
instrumento que utilizamos para comprender las cosas. La palabra des-ambigua, des-
oculta, nos muestra que hay detrás del velo de la apariencia y dota de sentido a aquello
que se nos aparece a través de la comprensión que demostramos cada vez que la
utilizamos. Podemos conocer una palabra de la que desconocemos su significado, por
ejemplo “zarandaja” (cosa menor, sin valor, de importancia secundaria), pero si no la
comprendemos no podemos utilizarla. Comprendemos una palabra observando aquello
que nos desvela, de manera que conocimiento y comprensión se unen en el lenguaje en
un círculo virtuoso que nos permite descubrir el sentido del mundo.
Y no es extraño esto que estamos diciendo, muchas veces nos damos cuenta de qué son
las cosas, de cómo son, a través de la palabra. Uno esta fatigado, apático, desganado y
no sabe que lo que le sucede es que está deprimido. En el momento en que conoce la
palabra y la comprende toma cartas en el asunto porque entiende lo que le está
sucediendo. Él notaba que estaba mal, que algo no andaba bien, pero en el momento en
que asimila la palabra es capaz de ponerle remedio. Ahora bien, ante tanto poder
debemos ir con cuidado. Una excesiva confianza en la palabra puede llegar a hacernos
creer que somos aquello no en realidad no somos y puede arrastrarnos a ser como se nos
ha dicho que somos en una especie de alquimia relacional que nos posee sin que nos
demos cuenta. La palabra desvela el mundo porque va más allá de la apariencia de lo
que se nos aparece y eso le dota de una potencia que no debe ser menospreciada.
4. Prefigura
En su intento por desvelar el mundo la palabra nunca viene sola. Siempre se nos
muestra como acompañada de otras palabras. Una palabra se acompaña siempre de un
universo de vocabulario que de alguna manera la refuerza. En este sentido debemos
entender que la palabra prefigura nuestra mirada. Inventa un mundo por medio de una
constelación de significados que, como escondidas, acompañan a la palabra que
utilizamos.
Nos dice Foucault “Lo que erige a la palabra como tal y la sostiene por encima de los
gritos y de los ruidos, es la proposición oculta en ella8” Uno no es consciente de la carga
existencial que poseen las palabras hasta que siente que detrás de ellas hay todo un
horizonte metafórico de comprensión que las sustenta y las apoya generando todo un
universo de significación. Yo digo “cara” e inmediatamente pensamos “el espejo del
alma”, y decimos “pude ver el miedo reflejado sus cara”.
En occidente, por ejemplo, entendemos la discusión como una guerra: tus afirmaciones
son indefendibles. Atacó todos los puntos débiles de mi argumento. Sus críticas dieron
justo en el blanco. Destruí su argumento. Nunca le he vencido en una discusión. ¿No
estás de acuerdo? Vale, ¡dispara! Si usas esa estrategia, te aniquilará10. Mientras que
en oriente la discusión se concibe como un baile y así a uno “le invitan a hablar” o “le
llevan de la mano hasta la solución de un problema”. Detrás de las palabras existe un
campo metafórico de significación que define una determinada manera de movernos en
el mundo. Así, la palabra implica movimiento, un movimiento semántico que
condiciona nuestra forma de posicionarnos ante las cosas. Por esto decimos que las
palabras ocultan un conjunto de palabras, una o más proposiciones, que dicen más de lo
que dice la palabra sola.
Antes creíamos que era el conocimiento el que determinaba el valor de las palabras,
pero ahora parece que esa es sólo una parte de la cuestión. En efecto, conocemos la
hipótesis de Sapir-Whorf (nombre compuesto de Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf,
dos lingüistas americanos de principios del XX) que dice que el lenguaje no sólo es un
producto cultural, sino que es la cultura misma y que por tanto existe una cierta relación
entre las categorías gramaticales del lenguaje que una persona habla y la forma en que
la persona entiende el mundo y se comporta dentro de él11. Las palabras, hemos dicho
hasta ahora, prefiguran nuestra mirada relacionándose entre si en el horizonte
metafórico de la comprensión. Como se relacionan es algo que vamos a delinear en los
párrafos que siguen.
5. Crea
La palabra que hasta ahora no era más que denotativa, referencial, correlativa, se abre a
nuevas figuras que no necesariamente se corresponden con la díada referente-
referenciado. La palabra en este caso ya no es un nombre propio sino un signo que
apunta hacia otra cosa, es metafóra (metá: más allá, phorein llevar, transportar). La
palabra se convierte en metáfora cuando nos lleva del universo denotativo al terreno de
la connotación. El denotar significa la cosa, y cuando digo “perla” me refiero a la
“concreción nacarada, generalmente de color blanco agrisado, reflejos brillantes y forma
más o menos esferoidal, que suele formarse en lo interior de las conchas de diversos
moluscos, sobre todo en las madreperlas”, mientras que el connotar nos muestra una
nueva faceta que no es posible transmitir desde el orden referencial. Yo digo “la soledad
es un sucio suelo” y no puedo decir que sea literalmente cierto, aunque sin embargo
puedo decir que si lo es porque a veces, cuando estamos solos, nos sentimos sobre un
terreno que no está bien, que nos molesta, que podríamos decir que está sucio. Gracias a
la metáfora la palabra desdobla su significado “oficial” para tomar otro alternativo,
aunque igual de real.
Que la metáfora crea algo nuevo significa que nuestro lenguaje no sólo trabaja con
referencias fijas, sino que hay en él un lugar para la imaginación y para la libre
asociación de ideas. Es en el terreno de la libre asociación donde el hombre crea nuevos
lenguajes, no convencionales, ni científicos, pero igual de significativos para él, hasta el
punto que la única norma a la que nos podemos atener es que lo dicho sea comprensible.
Cuán lejos estamos del método taxonómico de la ciencia en estos momentos. La ciencia
dice, todo lo real es racional, y nosotros decimos todo lo comprensible es real. Veamos
un poco más que queremos decir que esto.
Si volvemos a Aristóteles, esta vez a la Poética, encontramos que “es ciertamente una
cosa grande hacer un uso propio de las formas poéticas...Pero lo más grande con mucho
es ser un maestro de la metáfora. Esto es, en efecto, lo único que no se puede tomar de
otro, y es indicio de talento; pues hacer buenas metáforas es percibir la semejanza13”
¿Percibir la semejanza?
Transcribo un poema que pertenece al libro Poeta en Nueva York de Federico García
Lorca, poemario que como sabemos fue escrito durante los años 1929 y 1930 en la
residencia de la Universidad de Columbia. Ya que este es un libro muy conocido me he
permitido añadir uno de los poemas que no se editó en su momento y que por tanto no
ha entrado en la selección oficial que se hizo para el libro. El poema, se titula, Infancia y
muerte y dice así:
Mi traje de marinero
Me han cerrado la puerta y hay un grupo de muertos que busca por la cocina las
cáscaras de
melón
que me busca por las escaleras, que me mete las manos en el aljibe,
pero mi infancia era una rata que huía por un jardín oscurísimo,
Decía un profesor mío que los hombres frágiles inventan historias que son familias de
mitos para esclarecer el mal. El hombre recurre a la metáfora cuando el lenguaje de la
ciencia no le basta. Quien hace metáforas las hace porque es capaz de producir sentido y
a la vez no lo domina suficiente. Es por eso que cuando alguien lee una buena poesía se
aclara sobre el amor o sobre la muerte y a la vez mantiene su misterio.
La metáfora viva15, nos enseña Ricoeur, es aquella que tiene fuerza para hacer aparecer
el sentido. Los hombres, a través de la metáfora, producimos nuevo sentido. La
metáfora aclara, incita, conmueve, pero no define, delimita, no exige a las cosas ser lo
que se supone que son. La metáfora nos transporta de aquello visible a aquello
inteligible alterando la correspondencia entre significado y significante por medio del
uso de la semejanza.
Mediante la transposición (hacer presente una palabra tomada de otro campo que
sustituye a una palabra posible, pero ausente) la metáfora designa una cosa que en
principio pertenece a otra pero que se nos revela como verdadera en ese momento. La
metáfora es una epifora (epi: sobre phorein: transportar). La metáfora nos transporta y
gracias a este movimiento que se nos permite vivir a base de una serie de paradojas,
contradicciones, absurdos, que la ciencia nunca aceptaría, pero que nos permiten, por
ejemplo, coger el tren por los pelos.
5. Hace
Hasta aquí, hemos dicho que existen dos clases de palabras, las de carácter científico,
que son elaboradas en función del conocimiento que poseemos sobre la realidad en base
a unos criterios racionales bien definidos, y las de carácter ordinario, que beben
directamente del poder de la metáfora para crear nuevos sentidos y que obedece a
nuestra imaginación libre. A este par de clases de palabras les hemos atribuido la
función denotativa a las primeras y la connotativas a las segundas. Y aunque hemos ido
un poco más allá y hemos considerado que toda palabra es una metáfora debemos
aceptar que ésta no siempre se presenta como tal y que es gracias al lenguaje oficial que
todos podemos ponernos de acuerdo.
En 1960 fallecía en Oxford a los 49 años John Langshaw Austin, un estudioso de las
lenguas clásicas del que como anécdota podemos decir que colaboró con el MI6, el
Servicio de Inteligencia Británico durante la Segunda Guerra Mundial.
1.- Acto locucionario, “acto que de forma aproximada equivale a expresar cierta
oración con un cierto sentido y referencia, lo que a su vez es aproximadamente
equivalente al “significado” en el sentido tradicional”
3.- Acto perlocucionario: “los que producimos o logramos porque decimos algo,
tales como convencer, persuadir, disuadir, e incluso, digamos, sorprender o
confundir16”
El contenido performativo de las palabras se explica cuando algo sucede por el mero
hecho de decirlo. Si no hubiésemos estado allí probablemente el tipo se hubiera dejado
caer del sexto piso de ese edificio, pero una vez allí ¿qué es exactamente lo que hemos
hecho? Hablar y nada más. Cuando uno consigue que la palabra libere su potencia
creativa es capaz de modificar el interior de una persona hasta que comprenda su
situación y modifique su hábito. Las palabras nos implican con el otro y por eso
decimos que son performativas. No solo nos dicen lo que son las cosas, o lo que
implican, sino que también nos obligan, nos ayudan, nos fuerzan a actuar.
Este es el verdadero sentido de una terapia psicoanalítica. Cuando uno habla con el
psicólogo repetidamente sin saber exactamente de qué está hablando, no se da cuenta
pero poco a poco deja que las palabras vayan causando un efecto hasta que es capaz de
entrar en razón y reconocer cuales han sido las verdaderas razones para estar allí. La
palabra conforme se desarrolla nos compromete. De ahí, que podamos firmar un
contrato “de palabra” o que alguien sea “un hombre o una mujer de palabra”. La palabra
nos compromete en el sentido en que nos coloca en el mundo frente a los demás.
Este compromiso perfomativo constituye pues una tercera función del lenguaje respecto
a aquello que venimos explicando hasta ahora. Y es que la palabra no sólo deja ver
aquello de lo que se habla, sino también a aquel que nos habla.
7. Une
Así, las reglas que rigen la acción comunicativa nos unen para construir un mundo
común en el que la opinión de cada uno es importante, cosa que no significa que todo el
mundo tenga razón.
8. Conclusión
Pues bien, no queda más que ir acabando. Llegados a este punto citaré tan sólo los
títulos que han precedido cada capítulo y así, de manera, parabólica, quizás hagamos
coincidir todo lo expuesto con la verdad que hemos intentado transmitir.
Hemos dicho que la palabra representa, en el sentido en que otorga orden a nuestro
pensamiento; también hemos hablado de que la palabra decide, en el sentido en que
delimita el nombre de las cosas; hemos comentado que la palabra desvela yendo más
allá del velo de la apariencia y nos deja ver las cosas tal como son; hemos discutido
también la idea de que la palabra, en función de su propio desarrollo, prefigura el
mundo en que vivimos y nos lo hace vivir, en cierto sentido, a su manera; también
hemos comentado que la palabra crea, mediante la metáfora, nuevos significados que
amplían nuestro horizonte de comprensión del mundo; hemos tratado de ilustrar como
la palabra tiene el poder de hacer cosas y en ese sentido, para finalizar, hemos destacado
que la palabra nos une a todos en una comunidad lingüística cuya máxima aspiración
debería ser la consecución de un acuerdo que nos permita a todos vivir mejor.