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Esbozo para una

fenomenología de la
palabra y los “actos de
habla”; de Aristóteles a
J. L. Austin
Dr. © Cristian Palazzi - Universidad Ramon Llull, Barcelona

Resumen
Con este artículo se pretende realizar una brevísima
fenomenología de la palabra y en este sentido
plantear un recorrido a través de algunas características, funciones y efectos que
muestra el lenguaje. Así llegamos a la conclusión de que la palabra además de
representar el mundo, lo delimita a la vez que lo devela. Vemos por tanto que la palabra
prefigura el mundo en que vivimos. Se habla también de que la palabra, como metáfora,
crea nuevos significados que amplían nuestro horizonte de comprensión. Y por último
se analiza el poder de la palabra para hacer cosas y para crear comunidad. Sin pretender
abarcar todos los sentidos posibles del valor de la palabra confiamos que este texto sirva
de provecho para conocer de cerca algunos aspectos de la palabra que nuestro día a día
esconde sin que nos demos cuenta.

Abstract
This communication try to make a phenomenology of the word and in this sense raise a
tour through some features, functions and effects that the language shows. We conclude
that the word also represents the world, define and reveal it. We see therefore that the
word prefigure the world in which we live. We talk also that the word, as a metaphor,
creates new meanings that expand our horizon of understanding. And finally we
examine the power of words to do things and to do community. Without pretending to
cover all possible directions of the value of the word we believe that this text will serve
to know some aspects about the word that our day to day hides without our knowledge.

Palabras Clave
Fenomenología, Filosofía del lenguaje, Metáfora, Teoría de la comunicación, Actos del
habla.

Keywords
Phenomenology, Philosophy of language, Metaphor, Communication theory, speech
acts.

"La Otra Mitad es la Palabra. La Otra Mitad es un organismo. La Palabra es un


organismo. La presencia de la Otra Mitad como un organismo diferenciado y atado a tu
sistema nervioso mediante una aérea línea de palabras puede ser ahora demostrada
científicamente. Una de las más comunes "alucinaciones" de sujetos sometidos a
supresión sensorial es el sentimiento de otro cuerpo extendido dentro del suyo. Es la
Otra Mitad que ha trabajado durante muchos años de una manera simbiótica. De la
simbiosis al parasitismo hay un pequeño paso. La Palabra pudo estar una vez en una
célula nerviosa sana. Ahora es un organismo parásito que invade y daña el sistema
nervioso. El hombre moderno ha perdido la opción del silencio. Intenta detener tu
discurso sub-vocal. Intenta conseguir al menos diez segundos de silencio interior. Te
encontraras con un un organismo resistente que te fuerza a hablar. Ese organismo es la
Palabra".

William S. Burroughs, El ticket que explotó. 1962

§126. La filosofía expone meramente todo y no explica ni deduce nada. –Puesto que
todo yace abiertamente, no hay nada que explicar. Pues lo que acaso esté oculto, no nos
interesa.

Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas. 1954

Introducción

Cuando uno se adentra en el terreno tan vasto como es el de la palabra se encuentra con
infinidad de posibilidades para empezar a hablar de ella. Muy pocos pensadores han
dejado de considerar este célebre tema. De hecho, entre tantos puntos de vista, corremos
el riesgo de perdernos si no somos capaces de dirigirnos hacia alguna parte. Es menester
por tanto buscar la manera de orientarnos entre tantas posibilidades. Es posible que
muchas de estas posibilidades puedan ser la correcta, pero no es nuestra intención aquí
dar la razón a nadie. Simplemente, vamos a intentar dejarnos llevar por la senda que ha
ido construyéndose en torno a la palabra de manera que sepamos conducirnos al lugar
donde nos dirigimos: el valor de la palabra.

Con esa fría ironía podemos notar que toda solución es sospechosa porque siempre
aparece cuando la necesitamos, por ello no queremos tratar este tema desde el punto de
vista problemático, como si al final de nuestra exposición tuviésemos una definición
precisa de aquello a lo que nos referimos. Más bien intentaremos que sea la palabra
misma la que nos dirija, que sea ella la que nos hable de si misma. Quizás así podremos
captar algo de lo que andamos buscando.

Salvando las distancias claro, podríamos decir que nos encontramos en la misma
situación en la que se encontró San Agustín cuando intentó explicar el tiempo. Al final
de sus Confesiones, Agustín se pregunta: “¿qué cosa es el tiempo?”. La respuesta es
conocida: “si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicarlo a quien me lo
pregunte, no lo sé” (libro XI, capt 14). A nosotros nos sucede lo mismo, vivimos
inmersos en la palabra y eso hace que podamos sentir como hablamos. Así que si nadie
nos pregunta lo que es la palabra sabemos lo que es, pero esta situación no nos da
ningún conocimiento sobre el habla, con lo que si alguien nos pregunta que es no somos
capaces de explicarlo. Para Agustín, como para nosotros, el primer escollo que nos
encontramos para hablar de la palabra es que vivimos inmersos en ella.

En este sentido, nuestro ejercicio debería ser, paradójicamente, el más sencillo y el más
difícil. Sencillo, porque su resultado no puede ser más que una obviedad para aquellos
que saben hablar, y que, espero, se reconocerán en lo que decimos, y difícil, ya su
esclarecimiento implica saber movernos a través las arenas movedizas del lenguaje
usando el lenguaje mismo como vehículo. Corremos el riesgo de confundir el medio por
el que nos transportamos con el bien interno que estamos intentando mostrar. En este
punto nos inspiraremos en las palabras de Heidegger que dicen: “el camino de nuestro
discurso debe ser de un modo y dirección tal que, donde quiera que nos dirijamos, nos
despierte interés, nos conmueva de verdad en nuestra propia esencia1”.

1. Representa

Hemos convenido pues que a priori todo lo sabemos de la palabra, pero nada somos
capaces de explicar de ella. Lo mejor que podemos hacer para empezar es por tanto
preguntarle a ella misma. Preguntamos sobre el valor de la palabra y damos la palabra
“palabra” por suficientemente expresada. Pero cuando dejamos de emplear la palabra
“palabra” como un rótulo, cuando en lugar de “palabra” oímos el origen de la misma,
entonces suena así: “parabállein”. La “palabra” nos habla ahora en griego. Lo griego es,
en cuanto tal, un camino. Lo griego constituye para nosotros un camino paradigmático.
Es nuestro camino. El que recorremos día a día. Un camino por el que transcurrimos
desde hace casi treinta siglos.

En griego, el verbo paraballein indica movimiento: para “hacia”, ballein “lanzar”,


“lanzar hacia”, pero un movimiento concreto: “poner al lado”, es decir, “comparar”. De
paraballein provienen “palabra” y “parábola” y ambas están muy relacionadas con esta
idea de la comparación. La primera vez que el verbo parlar aparece en lengua catalana
es en al año 1178 en forma de parabolari, que significa “hacer comparaciones”. Y de
hecho, una parábola no es otra cosa que una figura geométrica que, comparativamente
hablando, siempre mantiene los mismos valores respecto de su foco y su eje.

Comparamos lo que decimos con lo que nos encontrando y, así, poco a poco, nos vamos
conociendo y vamos conociendo el valor de la palabra. Designamos palabras a las cosas
y formamos con ello el universo que entendemos. El universo de las palabras. A veces
este universo que entendemos va más allá del universo que vemos o que escuchamos y
eso es porque la palabra no es sólo un instrumento de captación de accidentes, sino que
gracias a ella vamos construyendo el mundo en que vivimos.

Tal como Foucault nos enseña, la comparación que establecemos mediante el habla “no
se opone al pensamiento como el exterior al interior o la expresión a la reflexión; no se
opone a los otros signos -gestos, pantomimas, versiones, pinturas, emblemas- como lo
arbitario o lo colectivo a lo natural y a lo singular, sino a todo esto como lo sucesivo a
lo contemporáneo. Es, con respecto al pensamiento y a los signos, lo que el álgebra
respecto a la geometría: sustituye a la comparación simultánea de las partes (o de las
magnitudes) por un orden cuyos grados han de recorrerse unos tras otros. En este
sentido estricto, el lenguaje es el análisis del pensamiento: no un simple recorte, sino la
profunda instauración del orden en el espacio2”
La palabra nos ayuda a ordenar el mundo. Mediante la palabra ponemos orden en los
pensamientos sobre la realidad, a la vez que ordenamos del mundo en forma de
pensamiento. Mediante el uso de palabras clavamos sobre las cosas ciertos fonemas que
después deben servirnos para hablar de las cosas sin tenerlas delante, esto es, para
representarlas. El orden de la representación es entonces el orden del discurso y, a su
vez, es el orden del mundo.

Entendemos mejor estas intuiciones si nos atenemos al uso que hacían los griegos de las
palabras. Tal y como podemos leer en Verdad y Método “la íntima unidad de palabra y
cosa era al principio algo tan natural que el nombre verdadero se sentía como parte de
su portador” Gadamer considera que los griegos entendían la palabra desde el nombre.
“Y el nombre es lo que es en virtud de que alguien se llama así y atiende por él.
Pertenece a su portador. La adecuación de un nombre se confirma en que su portador
atiende por él. Parece en consecuencia que pertenece al ser mismo3”.

En Grecia, las palabras poseían valor representativo porque se creía que representaban
perfectamente la realidad. Para el pensamiento griego, el mundo de la representación y
el mundo real eran lo mismo, el lenguaje era mymesis. El hombre descubre las cosas y
las nombra como si ese nombre tuviese el mismo peso ontológico que la cosa
denominada. No en vano el terreno del lenguaje fue en la época clásica el terreno de la
metafísica, ya que cada vocablo poseía una fuerza paradigmática. Podemos citar psyche,
por ejemplo, la mente, el raciocinio, que no es más que esa potencia que “porta” (ochei)
y “soporta” (echei) la “naturaleza” (physis). O el placer (hedone) que tiene que ver con
el sacar provecho (onesis). O la propia palabra “nombre” que proviene de onoma, que
corresponde al ser de on (el ser) sobre aquel que precisamente se investiga. Aunque lo
reconocemos mejor en aquello que llamamos onomastón (nombrable), que significa el
ser del que hay una investigación (òn hou másma estin)4.

La palabra desde la perspectiva griega tiene la capacidad de representar el mundo


porque la semántica del lenguaje se corresponde con la realidad del ser y es significativa
porque se adecua al ser de las cosas. La palabra, para los griegos, es parabólica,
comparativa, correspondiente, adecuada a las cosas que nombra y de ahí proviene su
fuerza y su capacidad para componer un orden por medio de la representación. Un
orden, el del discurso que, como ya hemos dicho, es también el orden del mundo.

2. Decide

Defendemos entonces que, por medio de la representación, la palabra representa el


mundo. Pero inmediatamente se nos aparece una inquietante cuestión. ¿Quien decide
qué palabra debe utilizarse en cada caso? ¿Quien es el gran taxónomo? (“Taxonomía”
proviene de taxis: ordenación, clasificación, y de nomos: ley, norma, regulación).
¿Quien es aquel que hace norma de su clasificación y con ello decide que palabra le
corresponde a cada cosa?

Según lo dicho hasta ahora lo correcto sería decir que las palabras y las cosas se
corresponden naturalmente y por tanto no puede existir un taxónomo más que aquel que
ha creado las cosas o, en el caso de no existir este algo o alguien, que es la propia
intuición del lenguaje la que capta la esencia de las cosas designándoles un nombre
perfectamente adecuado. Ambas opciones son imposibles de certificar, así que lo que
vamos a hacer es, cómo mínimo, ponerlas en duda.
Y para ello sacaremos a colación al auténtico maestro de la duda que fue Sócrates.
Como sabemos, Platón escribió muchos diálogos y la mayoría de ellos son interpretados
por su mentor, el esquivo Sócrates, de quien se sabe que, según el oráculo de Delfos, era
el hombre más sabio de la antigua Grecia. Su método, el de la pregunta y respuesta, fue
comparado en su momento con el de la comadrona, que es aquella que lentamente va
extrayendo el niño del vientre de la madre, sin que ésta se de cuenta. Así lo vemos
también en el Crátilo, diálogo de Platón sobre el lenguaje, donde con las constantes
preguntas de Sócrates no dejan descansar al impetuoso Crátilo en el ejercicio de
encontrar la verdad sobre la palabra. Fijémonos en este fragmento:

 “Sócrates: Veamos, pues, Crátilo. Reflexionemos: si uno busca las cosas


dejándose guiar por los nombres –examinando qué es lo que significa cada uno-,
¿no comprendes que no es pequeño el riesgo de dejarse engañar?
 Crátilo: ¿Cómo?

 Sócrates: Es obvio que tal como juzgaba que eran las cosas el primero que
impuso los nombres, así impuso éstos, según afirmamos. ¿O no?
 Crátilo: Sí
 Sócrates: Por ende, si aquel no juzgaba correctamente y los impuso tal como los
juzgaba, ¿qué otra cosa piensas que nos pasará a nosotros, dejándonos guiar por
él, sino engañarnos?
 Crátilo: Más puede que no sea así, Sócrates, sino que el que impone los
nombres lo haga forzosamente con conocimiento. Y es que, si no, como te decía
hace rato, ni siquiera serían nombres. Sea ésta la mayor prueba de que el que
pone los nombres no erró la verdad: en caso contrario, no serían todos tan
acordes con él. ¿O no te has percatado, al hablar, que todos los nombres se
originaban según el mismo modelo y con un mismo fin?
 Sócrates: Pero mi buen amigo Crátilo! Esto no es ningún argumento, pues si,
equivocado en el inicio el que pone los nombres, ya iba forzando los demás
hacia éste y los obligaba a concordar con él mismo, nada tiene de extraño. Igual
sucede, a veces, con las figuras geométricas: si la primera es errónea por
pequeña y borrosa, todas las demás que le siguen son acordes entre sí. Así pues,
todo hombre debe tener mucha reflexión y análisis sobre si el inicio de todo
asunto está correctamente establecido o no. pues, una vez revisado éste, el resto
debe parecer consecuente con él. Y, desde luego, nada me extrañaría que
también los nombres concuerden entre sí. Revisemos, pues, lo que hemos
explicado al principio5”

Es característico del método socrático el ir recogiendo una y otra vez las afirmaciones
que se van planteando a la luz de todo lo dicho para observar así su coherencia interna.
Este hecho hace que las afirmaciones de Sócrates vayan modificándose conforme
avanza el diálogo de manera que nunca llegan a decir lo mismo y siempre dudan un
poco más intensamente acerca de lo que se está hablando. La conclusión es conocida
por todos, nada sabemos.

Y puesto que nada sabemos, seguimos dudando. El tema que se está tratando en este
fragmento es que si hace falta conocer la cosa para otorgarle un nombre. Y si es así,
quien posee un juicio tan recto como para no errar en su evolución ulterior. Un ejemplo
actual que puede ayudarnos en este sentido es el caso del botánico que encuentra un
nuevo tipo de orquídea o del biólogo que descubre un nuevo tipo de rana.
Examinaremos el criterio que utilizan los investigadores para aplicar los nombres a las
nuevas especies a fin de conocer cuales son los criterios contemporáneos que utilizamos
en ese caso.

Actualmente se utiliza un sistema de clasificación jerárquico y de nombre de especie


binomial que fue establecido por Linnaeus en 1758. Este sistema fue codificado en 1842
(Strickland et al. 1843) y ha llegado a ser el sistema usado por todos los zoólogos del
mundo después de cambios y mejoras sucesivas.

El nombre de una especie se compone de en un nombre genérico y un nombre


específico. Un género puede contener más de una especie, y las especies son
clasificadas en un género según la afinidad genética percibida (principalmente a partir
de las diferencias y similitudes morfológicas, aunque las técnicas bioquímicas
proporcionan hoy en día nuevas informaciones adicionales). En una primera etapa, los
taxónomos descubren o describen la especie (1) reuniendo especímenes recolectados
sobre el terreno y/o prestados por las colecciones de los museos, (2) estudiando la
variabilidad de los caracteres, (3) agrupando los especímenes en taxa de categoría
especial, (4) comparando estas especies con las ya descritas, (5) nombrando las nuevas
especies según las reglas específicas y (6) publicando esta descripción asociada a este
nombre en las revistas científicas y en los libros6.

Este método taxonómico, que tuvo su principal inspiración en el Origen de las especies
de Darwin, considera a los seres como una cadena relacionable y por tanto nombra cada
tipo de ser a partir de un nombre común, del que se deriva uno particular. Utilizando
este modo de clasificación mantenemos en cada momento el origen del animal y además
explicamos su peculiaridad. Darwin sostenía que este tipo de sistemas debían reflejar la
vida del ser que se está estudiando y que debía por tanto ponerse en relación con sus
antecesores. Y así se hace actualmente, una vez conocemos los parentescos, la
estructura genética, etc., enmarcamos la nueva especie dentro de una cadena de seres y
publicamos nuestros resultados de manera que pasan a formar parte del lenguaje
“oficial”.

Parece por tanto que, tal y como Sócrates advertía, para dar nombre a un nuevo animal
lo primero que debes hacer es “conocerlo”, científicamente en este caso. Pero ¿es que
hay alguna otra manera de conocer las cosas que no sea el modo científico?

Antes de desarrollar esta pregunta, empezamos por una simple constatación. Existen
toda una serie de palabras que escapan del modo de clasificación de la ciencia. Palabras
como chorrada, tío (en su acepción amistosa), peluco, fulas, mengano, subidón,
trancazo, plasta, pero tampoco alma, amor, esperanza, guerra, no pueden ser explicadas
según los criterios científicos que acabamos de exponer. Estas son palabras de uso
corriente, casi callejero podríamos decir, y son utilizadas mucho más frecuentemente
que los vocablos latinos que sirven para clasificar el mundo en el terreno de la ciencia.
¿Qué sucede con estas palabras? ¿Cual es su naturaleza y cual debe ser su modo de
clasificarlas teniendo en cuenta que no responden a ningún criterio científico?

Decimos que estas palabras aparecen y desaparecen en función de su uso. Y esto es ya


decir mucho. Pero ¿que tienen en común la palabra “nube” y la palabra
“cumuloninbus”? Muy sencillo, que ambas, a través de caminos diversos, definen una
realidad.
3. Desvela

Esta definición en sentido amplio desvela la realidad de las cosas sea por el camino de
la ciencia sea por el camino ordinario. La palabra deja ver aquello de lo que se habla de
manera más o menos inmediata. Como dice Heidegger, la estructura apofántica (que
deja ver) de la palabra saca de su ocultamiento al ente de que se habla y nos permitir
verlo, descubrirlo, como no-oculto7.

Un “flipado” es aquel que se cree por encima de sus posibilidades y un chulo, del latín
sciolus, es un “enteradillo”. La segunda la encontramos en el diccionario, mientras que
la primera pertenece al uso social que hacemos de ella. Ambas, pero, nos revelan algo
del sujeto al que se refieren. Oficiales o no, las palabras, desvelan el ser del las cosas en
forma de des-ocultación (aletheia) ya que nos dicen de la cosa aspectos que en
apariencia no se observan, pero que forman parte de su esencia.

El ser de las cosas se nos mantiene oculto hasta que conocemos la palabra que le
corresponde. La palabra, sea ordinaria, sea científica, se convierte así en el principal
instrumento que utilizamos para comprender las cosas. La palabra des-ambigua, des-
oculta, nos muestra que hay detrás del velo de la apariencia y dota de sentido a aquello
que se nos aparece a través de la comprensión que demostramos cada vez que la
utilizamos. Podemos conocer una palabra de la que desconocemos su significado, por
ejemplo “zarandaja” (cosa menor, sin valor, de importancia secundaria), pero si no la
comprendemos no podemos utilizarla. Comprendemos una palabra observando aquello
que nos desvela, de manera que conocimiento y comprensión se unen en el lenguaje en
un círculo virtuoso que nos permite descubrir el sentido del mundo.

Y no es extraño esto que estamos diciendo, muchas veces nos damos cuenta de qué son
las cosas, de cómo son, a través de la palabra. Uno esta fatigado, apático, desganado y
no sabe que lo que le sucede es que está deprimido. En el momento en que conoce la
palabra y la comprende toma cartas en el asunto porque entiende lo que le está
sucediendo. Él notaba que estaba mal, que algo no andaba bien, pero en el momento en
que asimila la palabra es capaz de ponerle remedio. Ahora bien, ante tanto poder
debemos ir con cuidado. Una excesiva confianza en la palabra puede llegar a hacernos
creer que somos aquello no en realidad no somos y puede arrastrarnos a ser como se nos
ha dicho que somos en una especie de alquimia relacional que nos posee sin que nos
demos cuenta. La palabra desvela el mundo porque va más allá de la apariencia de lo
que se nos aparece y eso le dota de una potencia que no debe ser menospreciada.

4. Prefigura

En su intento por desvelar el mundo la palabra nunca viene sola. Siempre se nos
muestra como acompañada de otras palabras. Una palabra se acompaña siempre de un
universo de vocabulario que de alguna manera la refuerza. En este sentido debemos
entender que la palabra prefigura nuestra mirada. Inventa un mundo por medio de una
constelación de significados que, como escondidas, acompañan a la palabra que
utilizamos.

Nos dice Foucault “Lo que erige a la palabra como tal y la sostiene por encima de los
gritos y de los ruidos, es la proposición oculta en ella8” Uno no es consciente de la carga
existencial que poseen las palabras hasta que siente que detrás de ellas hay todo un
horizonte metafórico de comprensión que las sustenta y las apoya generando todo un
universo de significación. Yo digo “cara” e inmediatamente pensamos “el espejo del
alma”, y decimos “pude ver el miedo reflejado sus cara”.

Es necesario convenir que estrictamente hablando la cara no es un espejo y que por


tanto no refleja nada en sentido estricto, pero sin embargo estas significaciones no se
nos hacen extrañas. Esto es así por que detrás de cada palabra hay todo un conjunto de
palabras que, al modo de una galaxia, prefigura nuestro modo de entender el mundo en
que vivimos. Y la razón de ello, como veremos, es que toda palabra es una metáfora9.

En occidente, por ejemplo, entendemos la discusión como una guerra: tus afirmaciones
son indefendibles. Atacó todos los puntos débiles de mi argumento. Sus críticas dieron
justo en el blanco. Destruí su argumento. Nunca le he vencido en una discusión. ¿No
estás de acuerdo? Vale, ¡dispara! Si usas esa estrategia, te aniquilará10. Mientras que
en oriente la discusión se concibe como un baile y así a uno “le invitan a hablar” o “le
llevan de la mano hasta la solución de un problema”. Detrás de las palabras existe un
campo metafórico de significación que define una determinada manera de movernos en
el mundo. Así, la palabra implica movimiento, un movimiento semántico que
condiciona nuestra forma de posicionarnos ante las cosas. Por esto decimos que las
palabras ocultan un conjunto de palabras, una o más proposiciones, que dicen más de lo
que dice la palabra sola.

Antes creíamos que era el conocimiento el que determinaba el valor de las palabras,
pero ahora parece que esa es sólo una parte de la cuestión. En efecto, conocemos la
hipótesis de Sapir-Whorf (nombre compuesto de Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf,
dos lingüistas americanos de principios del XX) que dice que el lenguaje no sólo es un
producto cultural, sino que es la cultura misma y que por tanto existe una cierta relación
entre las categorías gramaticales del lenguaje que una persona habla y la forma en que
la persona entiende el mundo y se comporta dentro de él11. Las palabras, hemos dicho
hasta ahora, prefiguran nuestra mirada relacionándose entre si en el horizonte
metafórico de la comprensión. Como se relacionan es algo que vamos a delinear en los
párrafos que siguen.

5. Crea

Si antes hablábamos de denotación, ahora vamos a hablar de connotación, dicho de la


capacidad de la palabra para, además de su significado propio o específico, referirse a
otro de tipo expresivo o apelativo. El lenguaje, sea cultural o natural, posee un
mecanismo de relación propio que hemos denominado el complemento metafórico. El
primer hombre que dijo “el sol muere cada noche” ¿que hizo sino alterar la
correspondencia entre la palabra “sol” y la palabra “muerte”? O cuando decimos, “este
chico es un perla” ¿no estamos transformando la relación esencial entre significado y
significante, relación que en un principio nos servía cómo criterio para analizar las
palabras?

La palabra que hasta ahora no era más que denotativa, referencial, correlativa, se abre a
nuevas figuras que no necesariamente se corresponden con la díada referente-
referenciado. La palabra en este caso ya no es un nombre propio sino un signo que
apunta hacia otra cosa, es metafóra (metá: más allá, phorein llevar, transportar). La
palabra se convierte en metáfora cuando nos lleva del universo denotativo al terreno de
la connotación. El denotar significa la cosa, y cuando digo “perla” me refiero a la
“concreción nacarada, generalmente de color blanco agrisado, reflejos brillantes y forma
más o menos esferoidal, que suele formarse en lo interior de las conchas de diversos
moluscos, sobre todo en las madreperlas”, mientras que el connotar nos muestra una
nueva faceta que no es posible transmitir desde el orden referencial. Yo digo “la soledad
es un sucio suelo” y no puedo decir que sea literalmente cierto, aunque sin embargo
puedo decir que si lo es porque a veces, cuando estamos solos, nos sentimos sobre un
terreno que no está bien, que nos molesta, que podríamos decir que está sucio. Gracias a
la metáfora la palabra desdobla su significado “oficial” para tomar otro alternativo,
aunque igual de real.

Dice Aristóteles en su Retórica “Las palabras corrientes comunican sólo lo que ya


sabemos; solamente por medio de las metáforas podemos obtener algo nuevo12” ¿Algo
nuevo? ¿A qué se refiere Aristóteles con “algo nuevo”?

Que la metáfora crea algo nuevo significa que nuestro lenguaje no sólo trabaja con
referencias fijas, sino que hay en él un lugar para la imaginación y para la libre
asociación de ideas. Es en el terreno de la libre asociación donde el hombre crea nuevos
lenguajes, no convencionales, ni científicos, pero igual de significativos para él, hasta el
punto que la única norma a la que nos podemos atener es que lo dicho sea comprensible.
Cuán lejos estamos del método taxonómico de la ciencia en estos momentos. La ciencia
dice, todo lo real es racional, y nosotros decimos todo lo comprensible es real. Veamos
un poco más que queremos decir que esto.

Si volvemos a Aristóteles, esta vez a la Poética, encontramos que “es ciertamente una
cosa grande hacer un uso propio de las formas poéticas...Pero lo más grande con mucho
es ser un maestro de la metáfora. Esto es, en efecto, lo único que no se puede tomar de
otro, y es indicio de talento; pues hacer buenas metáforas es percibir la semejanza13”
¿Percibir la semejanza?

Transcribo un poema que pertenece al libro Poeta en Nueva York de Federico García
Lorca, poemario que como sabemos fue escrito durante los años 1929 y 1930 en la
residencia de la Universidad de Columbia. Ya que este es un libro muy conocido me he
permitido añadir uno de los poemas que no se editó en su momento y que por tanto no
ha entrado en la selección oficial que se hizo para el libro. El poema, se titula, Infancia y
muerte y dice así:

Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!,

comí naranjas podridas, papeles viejos, palomares vacíos,

y encontré mi cuerpecito comido por las ratas

en el fondo del aljibe con las cabelleras de los locos.

Mi traje de marinero

no estaba empapado con el aceite de las ballenas, pero tenía la eternidad

vulnerable de las fotografías.


Ahogado, sí, bien ahogado, duerme, hijito mío, duerme,

niño vencido en el colegio y en el vals de la rosa herida,

asombrado con el alba oscura del vello sobre los muslos,

asombrado con su propio hombre que masticaba tabaco en su costado siniestro.

Oigo un río seco lleno de latas de conserva,

donde cantan las alcantarillas y arrojan las camisas llenas de sangre,

un río de gatos podridos, que fingen corolas y anémonas

para engañar a la luna y que se apoye dulcemente en ellos.

Aquí solo con mi ahogado,

aquí, solo con la brisa de musgos fríos y tapaderas de hojalata,

aquí, solo, veo que ya me han cerrado la puerta.

Me han cerrado la puerta y hay un grupo de muertos que busca por la cocina las
cáscaras de

melón

y un solitario, azul, inexplicablemente muerto,

que me busca por las escaleras, que me mete las manos en el aljibe,

mientras los astros llenan de ceniza las cerraduras de las catedrales

y las gentes se quedan de pronto con todos los trajes pequeños.

Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!,

comí limones estrujados, establos, periódicos marchitos,

pero mi infancia era una rata que huía por un jardín oscurísimo,

una rata satisfecha, mojada por el agua simple,

una rata para el asalto de los granes almacenes

y que llevaba un anda de oro entre sus dientes diminutos14.


La torsión poética que Lorca imprime a las palabras explica por si misma el valor de la
metáfora: comer palomares vacíos, el traje empapado de aceite de ballena, donde las
alcantarillas cantan y un río de gatos podridos fingen corolas y anémonas, astros que
llenan de ceniza las cerraduras de las catedrales... El poeta es aquel que con su libre
asociación es capaz de captar la semejanza escondida entre cosas que en principio no
tienen ningún parecido. El poeta nos muestra aquello que el significado convencional no
nos deja ver. Todos entendemos las palabras de Lorca y ninguna de ellas se corresponde
con su significado convencional. La palabra del poema no posee un significado único,
sino que plantea, de manera diversa a la habitual, aquello que nos define a través
relaciones insospechadas, de atribuciones magníficas, de comparaciones totalmente
inesperadas. La palabra poética nos enseña que la palabra es ambigua. Que genera más
que representa. Que despierta más que define. Que hace más que delimita.

Decía un profesor mío que los hombres frágiles inventan historias que son familias de
mitos para esclarecer el mal. El hombre recurre a la metáfora cuando el lenguaje de la
ciencia no le basta. Quien hace metáforas las hace porque es capaz de producir sentido y
a la vez no lo domina suficiente. Es por eso que cuando alguien lee una buena poesía se
aclara sobre el amor o sobre la muerte y a la vez mantiene su misterio.

La metáfora viva15, nos enseña Ricoeur, es aquella que tiene fuerza para hacer aparecer
el sentido. Los hombres, a través de la metáfora, producimos nuevo sentido. La
metáfora aclara, incita, conmueve, pero no define, delimita, no exige a las cosas ser lo
que se supone que son. La metáfora nos transporta de aquello visible a aquello
inteligible alterando la correspondencia entre significado y significante por medio del
uso de la semejanza.

Mediante la transposición (hacer presente una palabra tomada de otro campo que
sustituye a una palabra posible, pero ausente) la metáfora designa una cosa que en
principio pertenece a otra pero que se nos revela como verdadera en ese momento. La
metáfora es una epifora (epi: sobre phorein: transportar). La metáfora nos transporta y
gracias a este movimiento que se nos permite vivir a base de una serie de paradojas,
contradicciones, absurdos, que la ciencia nunca aceptaría, pero que nos permiten, por
ejemplo, coger el tren por los pelos.

La metáfora engendra así perplejidad porque siempre es una sorpresa. Y en el momento


en que deja de producir sorpresa se dice que la metáfora muere. Eso no significa que
desaparezca, sino que pierde su originalidad y pasa a formar parte del lenguaje
ordinario. Vemos ahora cómo el lenguaje ordinario, ese que habíamos dicho que era
convencional, que se sustentaba en el uso que hacíamos de él, encuentra su latido en el
corazón en la metáfora.

5. Hace

Hasta aquí, hemos dicho que existen dos clases de palabras, las de carácter científico,
que son elaboradas en función del conocimiento que poseemos sobre la realidad en base
a unos criterios racionales bien definidos, y las de carácter ordinario, que beben
directamente del poder de la metáfora para crear nuevos sentidos y que obedece a
nuestra imaginación libre. A este par de clases de palabras les hemos atribuido la
función denotativa a las primeras y la connotativas a las segundas. Y aunque hemos ido
un poco más allá y hemos considerado que toda palabra es una metáfora debemos
aceptar que ésta no siempre se presenta como tal y que es gracias al lenguaje oficial que
todos podemos ponernos de acuerdo.

Observamos pues, como mínimo, dos funciones y dos realidades de la palabra: la


connotativa y denotativa y la metafórica y la oficial. Pero la palabra no se agota en este
escueto análisis.

En 1960 fallecía en Oxford a los 49 años John Langshaw Austin, un estudioso de las
lenguas clásicas del que como anécdota podemos decir que colaboró con el MI6, el
Servicio de Inteligencia Británico durante la Segunda Guerra Mundial.

El punto de partida de Austin es la crítica a aquellos que suponen que el lenguaje


solamente sirve para describir un estado de cosas o enunciar algún hecho. Frente a esta
posición Austin desarrolló su famosa teoría de los actos del habla (speech-acts) según la
cual cuando uno emite un enunciado puede estar realizando uno de estos tres actos:

1.- Acto locucionario, “acto que de forma aproximada equivale a expresar cierta
oración con un cierto sentido y referencia, lo que a su vez es aproximadamente
equivalente al “significado” en el sentido tradicional”

2. Acto ilocucionario, “tales como informar, ordenar, advertir, comprometernos,


etc., esto es, actos que tienen una cierta fuerza (convencional)”

3.- Acto perlocucionario: “los que producimos o logramos porque decimos algo,
tales como convencer, persuadir, disuadir, e incluso, digamos, sorprender o
confundir16”

Según Austin el primero de estos actos se corresponde con la función denotativa o


constatativa del lenguaje que antes hemos explicado ya que se limita a apelar al
binómino significado y significante que el diccionario considera oficial. Los actos
ilocucionarios y perlocucionarios por otra parte les correspondería lo que él denomina la
función “performativa” del lenguaje.

Veamos un ejemplo de acción performativa: uno levanta la vista y ve a un hombre a


punto de suicidarse encima de un edificio. Inmediatamente, corre hacia allí y con mucho
cuidado consigue colocarse en una posición más o menos cercana al tipo en cuestión. A
partir de allí se inicia un diálogo en el que el angustiado, lentamente, acepta nuestras
consideraciones acerca de la muerte voluntaria y finalmente se convence del valor de la
autonomía personal que le hemos transmitido. Las palabras se han convertido en actos
que han conseguido doblegar la voluntad del otro hasta que finalmente se aleja de su
peligrosa situación y se encamina en dirección a casa.

El contenido performativo de las palabras se explica cuando algo sucede por el mero
hecho de decirlo. Si no hubiésemos estado allí probablemente el tipo se hubiera dejado
caer del sexto piso de ese edificio, pero una vez allí ¿qué es exactamente lo que hemos
hecho? Hablar y nada más. Cuando uno consigue que la palabra libere su potencia
creativa es capaz de modificar el interior de una persona hasta que comprenda su
situación y modifique su hábito. Las palabras nos implican con el otro y por eso
decimos que son performativas. No solo nos dicen lo que son las cosas, o lo que
implican, sino que también nos obligan, nos ayudan, nos fuerzan a actuar.
Este es el verdadero sentido de una terapia psicoanalítica. Cuando uno habla con el
psicólogo repetidamente sin saber exactamente de qué está hablando, no se da cuenta
pero poco a poco deja que las palabras vayan causando un efecto hasta que es capaz de
entrar en razón y reconocer cuales han sido las verdaderas razones para estar allí. La
palabra conforme se desarrolla nos compromete. De ahí, que podamos firmar un
contrato “de palabra” o que alguien sea “un hombre o una mujer de palabra”. La palabra
nos compromete en el sentido en que nos coloca en el mundo frente a los demás.

Este compromiso perfomativo constituye pues una tercera función del lenguaje respecto
a aquello que venimos explicando hasta ahora. Y es que la palabra no sólo deja ver
aquello de lo que se habla, sino también a aquel que nos habla.

7. Une

Abordaremos brevemente esta última cuestión recordando la teoría de la acción


comunicativa que desde hace varias décadas vienen desarrollando dos filósofos
llamados Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas. Según ellos, el valor de la comunicación
radica en que ésta posee, sin que nos demos cuenta, una dimensión trascendental que
aceptamos cada vez que nos comunicamos con otro. Esta dimensión trascendental nos
impele dicen a regirnos de acuerdo a determinadas reglas, reglas que en si mismas
contienen la voluntad de un acuerdo interpretativo.

“En la medida en que (el hablante) quiera participar en un proceso de


entendimiento, (el sujeto) no puede menos de entablar las siguientes pretensiones
universales de validez (precisamente estas y no otras):

la de estar expresando inteligiblemente, la de estar dando a entender algo, la de


estar dándose a entender, y la de entenderse con los demás

(...) Meta del entendimiento es pues la producción de un acuerdo, que termine en


la comunidad intersubjetiva de la comprensión mutua, del saber compartido, de la
confianza recíproca y de la concordancia de unos con otros17” (

Nos comunicamos orientados hacia acuerdo a través del entendimiento mediante la


valoración de las diferentes posiciones interpretativas del mundo, las cuales únicamente
pueden ser comunicadas y reconocidas en base a sus pretensiones universales de
validez. Las normas válidas no ‘existen’ sino en el modo de ser aceptadas
intersubjetivamente como válidas. La palabra también posee su punto de vista moral. Y
así la validez de una proposición necesita de un reconocimiento a través de la
vinculación de todos por medio de razones. La palabra, en cuanto personas morales que
somos, nos obliga a unirnos para crear la realidad conjuntamente.

La teoría de la palabra intersubjetiva, vista desde la perspectiva de Apel y Habermas,


elabora la idea de un sujeto cuya finalidad es alcanzar un acuerdo que le permita habitar
en paz mediante el ejercicio de su comunicabilidad de acuerdo a los principios
trascendentales que rigen el habla.

Así, las reglas que rigen la acción comunicativa nos unen para construir un mundo
común en el que la opinión de cada uno es importante, cosa que no significa que todo el
mundo tenga razón.
8. Conclusión

Pues bien, no queda más que ir acabando. Llegados a este punto citaré tan sólo los
títulos que han precedido cada capítulo y así, de manera, parabólica, quizás hagamos
coincidir todo lo expuesto con la verdad que hemos intentado transmitir.

Hemos dicho que la palabra representa, en el sentido en que otorga orden a nuestro
pensamiento; también hemos hablado de que la palabra decide, en el sentido en que
delimita el nombre de las cosas; hemos comentado que la palabra desvela yendo más
allá del velo de la apariencia y nos deja ver las cosas tal como son; hemos discutido
también la idea de que la palabra, en función de su propio desarrollo, prefigura el
mundo en que vivimos y nos lo hace vivir, en cierto sentido, a su manera; también
hemos comentado que la palabra crea, mediante la metáfora, nuevos significados que
amplían nuestro horizonte de comprensión del mundo; hemos tratado de ilustrar como
la palabra tiene el poder de hacer cosas y en ese sentido, para finalizar, hemos destacado
que la palabra nos une a todos en una comunidad lingüística cuya máxima aspiración
debería ser la consecución de un acuerdo que nos permita a todos vivir mejor.

Sin duda alguna no hemos desvelado por completo el valor de la palabra y


probablemente nuestro discurso se haya desviado de nuestras intenciones en muchos
casos. Sin embargo, confío en que este texto haya sido de provecho para conocer al
menos algunas de las funciones de la palabra que nuestro día a día esconde sin que nos
demos cuenta. Recuperar una mirada compleja sobre la palabra, una mirada profunda,
nos hace ver la palabra como aquella que nos permite captar lo esencial, como la
capacidad de atender al otro, de ser atentos con él, de construir entre todos una idea
común del mundo en que vivimos.

Cristian Palazzi Nogués de Trujillo


Profesor de Filosofía Social de la Escuela de Turismo Sant Ignasi de la Universidad
Ramon Llull. Actualmente cursa el doctorado sobre Ética y Estética en la filosofía
contemporánea bajo la dirección de la Dra. Begoña Román. Secretario de la Cátedra de
Ética Ethos de la Universidad Ramón Llull (http://ethos.url.edu) desde 2003, ha sido
becado por dicha universidad para realizar sus tareas de investigador. Ha participado en
la edición de volumen colectivo Hacia una sociedad responsable: reflexiones desde las
èticas aplicadas. Barcelona: Prohom, 2006. ISBN 84-934127-6-7, en colaboración con
la Dra. Begoña Román.

Fecha de Recepción: 3 de enero 2009

Fecha de Aceptación: 20 de mayo 2009

1 El planteamiento de esta introducción bebe directamente de la conferencia de Martin Heidegger titulada


¿Qué es filosofia? pronunciada en Normandía en el año 1955.
2 Foucault, M.; Las palabras y las cosas. FCE: Buenos Aires, 1968. p. 88
3 Gadamer, H. G., Verdad y Método, Sígueme: Salamanca, 1977 p. 487
4 Ejemplos tomados del Crátilo de Platón.
5 Platón, Crátilo. Gredos: Madrid, 2000. p. 436b-d
6 International Code of Zoological Nomenclature. The International Trust for Zoological Nomenclature,
Londres, 1985
7 Heidegger, M.; Ser y Tiempo, FCE: México, 1998. pp. 43-45
8 Foucault, M.; Las palabras y las cosas, Siglo XXI: México, 2968. p. 97
9 Nos enseña Derrida: “no hay nada que no pase con la metáfora y por medio de la metáfora. Todo
enunciado a propósito de cualquier cosa que pase, incluida la metáfora, se habrá producido no sin
metáfora”. (La retirada de la metáfora, Cuaderno Gris, nº 2: Madrid, 1997 p. 209).
10 Algunos de estos ejemplos han sido extraídos del libro de Lakoff y Johnson, Metáforas de la vida
cotidiana. Cátedra: Madrid, 2004
11 Sapir, E.; El lenguaje, FCE: México, 1991
12 Aristóteles, Retórica, Gredos: Madrid, 2000. p. 1410b
13 Aristóteles, Poética, Gredos: Madrid, 1988. p. 1459a
14 Lorca, F. G.; Edición conmemorativa del quincuagésimo aniversario de la primera edición de Poeta
en Nueva York, Granada: Fundación Garcia Lorca, 1990
15 Ricoeur, P.; La metáfora viva. Trotta: Madrid, 2001
16 Austin, J. L.; Como hacer cosas con palabras, Paidós: Barcelona, 1971. p. 155
17 Habermas, J.; Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos. Cátedra: Madrid,
1984. p.134
Revista Observaciones Filosóficas - Nº 8 / 2009

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