You are on page 1of 35

Antología de cuentos

 Para uso exclusivo de los alumnos de 2°3°, “2°7° y 2°8°


del Colegio Nacional de Buenos Aires

 Profesora María Inés Rodríguez

Curso 2015

1
El Marinero de Ámsterdam, de Guillaume Apollinaire

El bergantín holandés Alkmaar regresaba de Java, cargado de especias y de otras materias


preciosas.Hizo escala en Southampton, y a los marineros se les dio permiso para descender a tierra.

Uno de ellos, Hendrijk Wersteeg, llevaba un mono sobre el hombro derecho, un loro sobre el izquierdo y
cruzado sobre el pecho, un fardo de tejidos de la India que tenía intención de vender en la ciudad, del
mismo modo que a los animales.

Se estaba en los comienzos de la primavera, y la noche caía todavía a hora temprana. Hendrijk Wersteeg
marchaba a buen paso por las calles algo brumosas, apenas aclaradas por la luz de gas. El marinero
pensaba en su próximo retorno a Amsterdam, en su madre a la que no veía desde hacía tres años, en su
prometida que lo esperaba en Monikendam. Hacía suposiciones sobre el dinero que obtendría por sus
animales y por sus telas, y buscaba el comercio donde podría vender esas exóticas mercancías.

En Above Bar Street, un señor lo abordó correctamente y le preguntó si buscaba un comprador para su
loro:

-Este pájaro -dijo- me vendría bien. Tengo necesidad de alguien que me hable sin que yo tenga que
responderle, y vivo completamente solo.

Como la mayor parte de los marineros holandeses, Hendrijk Wersteeg hablaba el inglés. Fijó el precio,
que le convino al desconocido.

-Sígame -dijo este último-. Vivo bastante lejos. Usted mismo introducirá al loro en una jaula que tengo en
casa. Usted desplegará sus telas, y tal vez las encontraré de mi gusto.

Completamente feliz por su suerte, Hendrijk Wersteeg caminó con el caballero a quien, con la esperanza
de vendérselo también, le elogió al mono, que era, decía él, de una raza muy rara, una raza de esas cuyos
individuos mejor resisten el clima de Inglaterra y que más se encariñan con su dueño.

Pero muy pronto Hendrijk Wersteeg dejó de hablar. Desperdiciaba inútilmente sus palabras, porque el
desconocido no le contestaba y ni siquiera parecía escucharlo.

Continuaron su derrotero en silencio, uno al lado del otro. Solos, añorando sus bosques natales en los
trópicos, el mono, aterrorizado por la bruma, lanzaba de vez en cuando un pequeño grito semejante al
vagido de un niño recién nacido, y el loro agitaba las alas.

Al cabo de una hora de marcha, el desconocido dijo bruscamente:

-Nos aproximamos a mi casa.

Habían salido de la ciudad. La ruta estaba bordeada por grandes parques, cercados por verjas; de tiempo
en tiempo brillaban, a través de los árboles, las ventanas iluminadas de una casa de campo, y se oía a lo
lejos, en intervalos, el grito siniestro de una sirena en el mar.

El desconocido se detuvo ante una verja, sacó de su bolsillo un llavero, y abrió la puerta, que volvió a
cerrar una vez que Hendrijk la hubo franqueado.

El marinero estaba impresionado; distinguía apenas, en el fondo de un jardín, una pequeña villa de
bastante buena apariencia, pero cuyas persianas cerradas no dejaban pasar luz alguna.

2
El desconocido silencioso, la casa sin vida, todo aquello era bastante lúgubre. Pero Hendrijk recordó que
el desconocido vivía solo.

"¡Es un excéntrico!", pensó, y como un marinero holandés no es lo bastante rico como para que se lo
atraiga con el fin de desvalijarlo, se avergonzó de su momento de ansiedad.

-Si tiene fósforos ilumíneme -dijo el desconocido mientras introducía una llave en la cerradura que
aseguraba la puerta de la casa de campo.

El marinero obedeció, y después que se introdujeron en el interior de la casa, el desconocido trajo una
lámpara, que pronto iluminó un salón amueblado con gusto.

Hendrijk Wersteeg estaba completamente tranquilizado. Alimentaba ya la esperanza de que su extraño


compañero le comprara una buena parte de sus telas.

El desconocido, que había salido del salón, volvió con su jaula.

-Meta aquí a su loro -dijo-. No lo ubicaré en una percha hasta que esté domesticado y sepa decir lo que
quiero que diga.

Luego, después de haber cerrado la jaula en la que el loro se aterrorizó, le pidió al marinero que tomara
la lámpara y pasara a la pieza vecina donde había, dijo, una mesa cómoda para extender las telas.
Hendrijk Wersteeg obedeció y entró en la habitación que se le había indicado. De inmediato, sintió que
la puerta se cerraba detrás de él, que la llave giraba. Estaba prisionero.

Trastornado, posó la lámpara sobre la mesa y quiso arrojarse contra la puerta para forzarla. Pero una voz
lo detuvo:

-¡Un paso más y es hombre muerto, marinero! n

Levantando la cabeza, Hendrijk vio que, por un tragaluz que antes no había percibido, el caño de un
revólver apuntaba hacia él. Aterrorizado, se detuvo.

No podía luchar, su cuchillo no podía servirle en la circunstancia; aún un revólver hubiese resultado
inútil. El desconocido que lo tenía a su merced se protegía detrás del muro, a un lado del tragaluz desde
el cual vigilaba al marinero, y por donde sólo pasaba la mano que apuntaba el revólver.

-Escúcheme bien -dijo el desconocido-, y obedezca. El servicio obligado que usted me prestará será
recompensado. Pero usted no tiene elección. Es preciso que me obedezca sin hesitar, de lo contrario lo
mataré como a un perro. Abra el cajón de la mesa. .. Hay allí un revólver de seis tiros, cargado con cinco
balas... Tómelo.

El marinero holandés obedeció casi inconscientemente. El mono, sobre su espalda, lanzaba gritos de
terror y temblaba. El desconocido continuó:

-Hay una cortina en el fondo de la habitación. Córrala.

Corrida la cortina, Hendrijk vio una alcoba en la cual, sobre un lecho, con los pies y manos atados,
amordazada, una mujer lo miraba con los ojos colmados de desesperación.

-Desate las ataduras de esta mujer -dijo el desconocido- y quítele su mordaza.

3
Ejecutada la orden, la mujer, muy joven y de una belleza admirable, se arrojó de rodillas a un lado del
tragaluz, exclamando:

-¡Harry, es una estratagema infame! Me has atraído a esta villa para asesinarme. Pretendiste haberla
alquilado con el fin de que pasemos en ella los primeros tiempos de nuestra reconciliación. Creía haberte
convencido. ¡Pensaba que finalmente estabas seguro de que jamás fui culpable!... ¡Harry! ¡Harry! ¡Soy
inocente!

-No te creo -dijo secamente el desconocido. -¡Harry, soy inocente! -repitió la joven señora con voz
estrangulada.

-Estas son tus últimas palabras, las registraré escrupulosamente. Me serán repetidas durante toda mi
vida.

Y la voz del desconocido tembló un poco, pero bien pronto volvió a ser firme.

-Porque todavía te amo -agregó-. Si te amara menos te mataría yo mismo. Pero esto me resultaría
imposible, porque te amo. . .

-Ahora, marinero, si antes de que yo haya contado hasta diez usted no ha alojado una bala en la cabeza
de esta mujer, caerá muerto a sus pies. Uno, dos, tres. . .

Y antes que el desconocido tuviera tiempo de contar hasta cuatro, Hendrijk, enloquecido, disparó sobre
la mujer, que, siempre de rodillas, lo miraba fijamente. Ella cayó de cara contra el piso. La bala le había
entrado por la frente. De inmediato, un golpe de fuego surgido del tragaluz vino a golpearle al marinero
la sien derecha. Este se desplomó sobre la mesa, mientras que el mono, lanzando agudos gritos de
horror, se escondía en su blusa.

El día siguiente, algunos transeúntes que escucharon gritos extraños provenientes de una casa de campo
de las afueras de Southampton, advirtieron a la policía, que llegó pronto para forzar las puertas.

El mono, saliendo bruscamente de la blusa de su dueño, saltó sobre la cabeza de uno de los policías.
Aterrorizó a todos hasta tal punto, que dando unos pasos atrás lo abatieron a tiros de revólver antes de
osar acercarse de nuevo.

La justicia informó. Parecía claro que el marinero había matado a la señora y se había suicidado a
continuación. Sin embargo, las circunstancias del drama resultaban misteriosas. Los dos cadáveres
fueron identificados con facilidad, y todos se preguntaban comolady Finngal, mujer de un par de
Inglaterra, se había encontrado sola, en una aislada casa de campaña, con un marinero arribado a
Southampton el día anterior.

El propietario de la villa no pudo dar información alguna que sirviera para esclarecer el caso. La casa de
campo había sido alquilada, ocho días antes del drama, a un llamado Collins, de Manchester, quien, por
otra parte, permaneció indescubrible. Ese Collins usaba anteojos y tenía una larga barba roja que bien
podía ser falsa. Ellord llegó de Londres a toda velocidad. Adoraba a su mujer y daba pena contemplar su
dolor. Como todo el mundo, no comprendía nada de este asunto.

Después de estos sucesos, se retiró del mundo. Vive en su mansión de Kensington, sin otra compañía que
un doméstico mudo y un loro que repite sin cesar:

-¡Harry, soy inocente!


4
CLARICE LISPECTOR
Una gallina

Era una gallina de domingo. Todavía vivía porque no pasaba de las nueve de la mañana. Parecía
calma. Desde el sábado se había encogido en un rincón de la cocina. No miraba a nadie, nadie la
miraba a ella. Aun cuando la eligieron, palpando su intimidad con indiferencia, no supieron decir
si era gorda o flaca. Nunca se adivinaría en ella un anhelo.
Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo corto, hinchar el pecho y, en dos
o tres intentos, alcanzar el muro de la terraza. Todavía vaciló un instante -el tiempo para que la
cocinera diera un grito- y en breve estaba en la terraza del vecino, de donde, en otro vuelo
desordenado, alcanzó un tejado. Allí quedó como un adorno mal colocado, dudando ora en uno,
ora en otro pie. La familia fue llamada con urgencia y consternada vio el almuerzo junto a una
chimenea. El dueño de la casa, recordando la doble necesidad de hacer esporádicamente algún
deporte y almorzar, vistió radiante un traje de baño y decidió seguir el itinerario de la gallina:
con saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y trémula, escogía con premura otro
rumbo. La persecución se tornó más intensa. De tejado en tejado recorrió más de una manzana
de la calle. Poca afecta a una lucha más salvaje por la vida, la gallina debía decidir por sí misma
los caminos a tomar, sin ningún auxilio de su raza. El muchacho, sin embargo, era un cazador
adormecido. Y por ínfima que fuese la presa había sonado para él el grito de conquista.
Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba agitada, muda, concentrada. A veces,
en la fuga, sobrevolaba ansiosa un mundo de tejados y mientras el chico trepaba a otros
dificultosamente, ella tenía tiempo de recuperarse por un momento. ¡Y entonces parecía tan
libre!
Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga. ¿Qué es lo que había en sus
vísceras para hacer de ella un ser? La gallina es un ser. Aunque es cierto que no se podría contar
con ella para nada. Ni ella misma contaba consigo, de la manera en que el gallo cree en su cresta.
Su única ventaja era que había tantas gallinas, que aunque muriera una surgiría en ese mismo
instante otra tan igual como si fuese ella misma.
Finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el muchacho la alcanzó. Entre
gritos y plumas fue apresada. Y enseguida cargada en triunfo por un ala a través de las tejas, y
depositada en el piso de la cocina con cierta violencia. Todavía atontada, se sacudió un poco,
entre cacareos roncos e indecisos.
Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la gallina puso un huevo. Sorprendida, exhausta.
Quizás fue prematuro. Pero después que naciera a la maternidad parecía una vieja madre
acostumbrada a ella. Sentada sobre el huevo, respiraba mientras abría y cerraba los ojos. Su
corazón tan pequeño en un plato, ahora elevaba y bajaba las plumas, llenando de tibieza aquello
que nunca podría ser un huevo. Solamente la niña estaba cerca y observaba todo, aterrorizada.
Apenas consiguió desprenderse del acontecimiento, se despegó del suelo y escapó a los gritos:
-¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, ella puso un huevo!, ¡ella quiere nuestro bien!
Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la joven parturienta. Entibiando
5
a su hijo, ella no estaba ni suave ni arisca, ni alegre ni triste, no era nada, solamente una gallina.
Lo que no sugería ningún sentimiento especial. El padre, la madre, la hija, hacía ya bastante
tiempo que la miraban sin experimentar ningún sentimiento determinado. Nunca nadie acarició
la cabeza de la gallina. El padre, por fin, decidió con cierta brusquedad:
-¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina en mi vida!
-¡Y yo tampoco -juró la niña con ardor.
La madre, cansada, se encogió de hombros.
Inconsciente de la vida que le fue entregada, la gallina empezó a vivir con la familia. La niña, de
regreso del colegio, arrojaba el portafolios lejos sin interrumpir sus carreras hacia la cocina. El
padre todavía recordaba de vez en cuando: ¡"Y pensar que yo la obligué a correr en ese estado!"
La gallina se transformó en la dueña de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Continuó su
existencia entre la cocina y los muros de la casa, usando de sus dos capacidades: la apatía y el
sobresalto.
Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvidado, se llenaba de un
pequeño valor, restos de la gran fuga, y circulaba por los ladrillos, levantando el cuerpo por
detrás de la cabeza pausadamente, como en un campo, aunque la pequeña cabeza la traicionara:
moviéndose ya rápida y vibrátil, con el viejo susto de su especie mecanizado.
Una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que se había recortado contra el
aire al borde del tejado, pronta a renunciar. En esos momentos llenaba los pulmones con el aire
impuro de la cocina y, si se les hubiese dado cantar a las hembras, ella, si bien no cantaría,
cuando menos quedaría más contenta. Aunque ni siquiera en esos instantes la expresión de su
vacía cabeza se alteraba. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz, o mordisqueando maíz, la
suya continuaba siendo una cabeza de gallina, la misma que fuera desdeñada en los comienzos
de los siglos.
Hasta que un día la mataron, se la comieron y pasaron los años.

Clarice Lispector nació en Ucrania en 1920. Llegó a Brasil con su familia y dos meses de edad. Su lengua materna,

en la que escribió, fue el portugués . A los 19 años publicó su primera novela, Cerca del corazón salvaje (1944).

Luego vinieron La manzana en la oscuridad (1961); La pasión según GH (1964), La legión extranjera (1964); Un

aprendizaje o el libro de los placeres (1969) y Agua viva (1973) . Las más de diez novelas, cuentos y narraciones

para niños que publicó la han colocado como una de las más grandes escritoras del siglo XX en lengua portuguesa.

6
En el terraplén, Ricardo Piglia (en La invasión, 1967.)

Lo que pasa es que las patas de los camellos son de algodón. Por eso no hacen ruido. Además son
muy ligeros, tan ligeros que siempre están atrás y no hay modo de verlos por más que uno dé vuelta la
cabeza ligerísimo. Bajan en un ascensor. Tienen un ascensor como de aire. Carlos se lo contó. Un
ascensor invisible y por allí bajan con los camellos. Después eligen las casas y dejan los juguetes. Nunca
entendió por qué le traían esas cosas tan bárbaras al Quique que es un tarado, un llorón y por cualquier
cosa llama a la madre, y a Gabriel, que hasta sabe andar a caballo, nunca le traen nada. ¿Qué habrá
hecho Gabriel?, pensó y tuvo miedo, de golpe; miedo por él.
—Vos, andá a buscar la pelota —le ordenó aquel día Melo, desde la canchita. Melo, con los brazos en
la cintura, traspirado: el jefe de todos. Cuando los grandes jugaban a la pelota no lo dejaban ni acercarse.
Pero ahora le pedían la pelota, a él. Salió corriendo y la pelota estaba allí, contra el cordón, debajo del
coche. Se la devolvió y Melo no dijo nada: ni “gracias, pibe”, ni nada. La hizo picar y volvió al medio, sin
correr, tranquilo, gritando “tres a uno”. No importó que no le dijera nada, igual era como si los grandes
lo hubieran dejado jugar a la pelota con ellos. “En la canchita, te das cuenta”, quiso contarle a Gabriel.
Pero fue Gabriel quien le dijo: “Che, ¿qué te hiciste en el saco?”. Che, en el saco, le dijo y la campera
nueva, la campera gris recién estrenada tenía dos lamparones de grasa medio parecidos a la cabeza de
un caballo.
Por eso tuvo miedo: levantarse y encontrar los zapatos solos, vacíos, sin los patines. Si por lo menos
estuviera Carlos, se las arreglaría para que no importara, para que todos se olvidasen para siempre lo de
la mancha de grasa en el saco gris, y la taza del juego que primero le golpeó el codo y después hizo un
ruido rarísimo en el suelo, al lado de la pata de la mesa llena de visitas. Por favor que los Reyes no se
enteren. Carlos lo ayudaba siempre. Ahora daba pena y alegría que no estuviera. Pena, porque no
estaba. Y orgullo de tener un hermano en la conscripción. Cuando llegaba Carlos todos, hasta Melo, se
morían de envidia, mientras él se paseaba con su hermano que parecía San Martín, vestido de marrón,
con botas y un machete de acero.
Para colmo el día no pasaba nunca. Hubiera querido cerrar los ojos y estar de repente en la otra
mañana, jugando con los patines; pero no se movía ni una hoja, la siesta no pasaba nunca y todavía le
faltaba tomar la leche y cambiarse, faltaba casi toda la tarde y después había que cenar y seguro que no
se iba a poder aguantar toda la noche despierto para verlos entrar despacito a la pieza y dejarle los
patines. Además mejor no hacerse ilusiones, “por lo del ascensor”, pensó mientras acomodaba los
soldados que siempre estaban apuntando, sin moverse, algunos cuerpo a tierra y otro tocando el clarín,
duros como idiotas. Los acomodaba contra la pared, en fila, para que defendieran la ciudad de las
fuerzas enemigas. Hasta que Cacique con su corpachón amarillento, se tiró a la sombra de la pared y
Ricardo fue Tarzán, con su Tantor, con su gran ele-fante Cacique que lo llevaría a la tribu de los Watussi a
combatir por Juana y el profesor Filander. Pero Cacique se echaba de costado, no había forma de hacerlo
levantar por más que lo tironeara del collar, se acostaba con la lengua afuera, tranquilo, golpeando el
piso con la cola y no había modo de convencerlo de que fuera un elefante por un rato, por un ratito. Por
eso, mientras Felisa pasaba con las alfombras, Tarzán se convirtió en Dick Tracy. Y tenía que seguirla
porque Felisa era una asesina. Eso: una asesina terrible. Se descalzó y agazapado empezó a seguirla por
toda la casa, escondiéndose detrás de los muebles, en las esquinas, aplastado contra los árboles, abajo
de los muebles oscuros, en la cocina, con cuidado porque pueden sorprenderlo desde el puente y se
trata de cruzar el callejón desierto, apenas alumbrado por la luz que viene del Bar. El callejón gris que
lleva de la cocina a la escalera desde la que se puede dominar todo el puerto. Y cruzaba la cortada
agazapado, en puntas de pie, llevando el revólver en la mano derecha y los zapatos en la izquierda
cuando Felisa le gritó que no fuera estúpido, que le iba a pegar un escobazo si seguía molestando.
Por eso salió a la calle, al sol de la siesta que parecía saltar desde cada pedazo de baldosa, mezclarse
con el aire caliente. Y caminaba, zigzagueando, sin pisar las baldosas azules, pero estaba llenísimo de
baldosas azules y cada tanto tenía que saltar abriendo los brazos, muy concentrado en eludir la ciénaga
maligna. Mucho cuidado porque si no iba a aparecer el asunto de la campera y entonces los reyes
pasarían de largo, sin dejarle nada, ni los patines ni nada. Por las dudas este año junto con el pasto les
pensaba dejar agua mezclada con azúcar. En el fondo los camellos son como Cacique pero más grandes,

7
y Cacique por azúcar hace cualquier cosa. Trébol y agua con azúcar. Siempre los dejaba contra la pared
del fondo. Sentía una cosa rara en todo el cuerpo al pensar en los camellos tomando el agua, la cabeza
inclinada en el balde que mamá usaba para lavar la vereda, y después comiendo el pasto con esos
dientazos que parece que siempre se estuvieran riendo.
La esquina estaba llena de baldosas azules. Toda azul como un lago y Gustavo venía cruzando lo más
tranquilo. Estuvo a punto de gritarle: ¡Cuidado con la ciénaga!, pero mientras lo pensaba ya se habían
saludado.
Después del saludo, al rato de empezar a hablar, Gustavo se lo dijo. Le dijo eso, de pronto, como si lo
insultara.
—¿Y vos todavía creés? —le preguntó— ¿Todavía creés? —con una voz finita, aguda y la cara llena de
rojas—. “Fideo con tuco”, le gritaban siempre y tenía el pelo colorado sobre la frente y la voz chillona:
—Si son los padres, no te das cuenta. Lo de los reyes son todas macanas.
La traspiración se le amontonó en los ojos, una nube húmeda que pintaba la calle de un gris raro y la
F de Farmacia Muro estaba borroneada, le faltaba el palito del medio. “Queridos señores reyes magos”,
empezaba la carta. Todo el sol y el calor pegándole en la cara.
—Claro que lo sabía —gritó—. Lo sabía, entendés. Antes que vos lo sabía. Y tuvo ganas de pegarle,
agarrarlo del pelo, colorado estúpido y patearlo, claro que lo sabía, pero ya estaba solo y el calor le
trepaba por los zapatos desde el asfalto blando.
Sin darse cuenta llegó a su cueva entre las cañas. Nadie más que él y Gabriel la conocían. Una cueva
llena de puertas secretas en la que vivían Sandokán, Pon-cho Negro, Pluma Roja y él, ahora, pensando
que no saldría nunca, que se quedaría quieto allí, toda la vida, dejando que lo buscaran, no le importaba
que lo buscaran, que lo buscaran todos porque no quería ver a nadie, nunca más.
Estaba sentado en el piso de tierra y arriba el viento hacía temblar las cañas con un ruido raro y muy
triste, una especie de susurro, y entonces él se acostó boca abajo, con las manos en la cabeza, pensando
que a lo mejor todo era una especie de mentira y entonces mamá y papa tampoco existían: volver y que
en casa no lo besaran ni nada, que apenas lo saludaran porque ya no jugaban más y le dijeran: “Y vos
nene, ¿quién sos?”, y lo mandaran a uno de esos colegios que tío Joaquín le mostró, con tapias grises,
enorme, y oscuros, donde viven los chicos sin padres.
Hacía redondeles en la tierra; dibujaba, figuras y las borraba con la palma de la mano sin entender
por qué lo habían retado aquella noche que estaban las visitas, los señores de la oficina de papá y él, ya
que nadie le llevaba el apunte, tuvo ganas de contar que en su cama había un caballo azul. Se levantó
descalzo y lo dijo desde la puerta: “En mi cama hay un caballo azul” y todos lo retaron, menos el abuelo
que le sonreía.
El abuelo rubio, tan alto, que lo llevaba en los hombros y le hablaba del lugar donde había nacido, un
país lleno de sol donde la tierra era roja, cubierta de montes y de caballos salvajes con largas colas
doradas que tocaban el suelo. Muchísimos caballos galopando a lo lejos y un potro azul que era el jefe y
siempre estaba quieto, sobre un alto. Y le contaba las peleas entre los caballos, de noche, alzados en dos
patas, relinchando nerviosos. Y le hablaba del caballo azul que era el más valiente y el más fuerte y el
más hermoso. Ahora su abuelo estaba de viaje, y le escribía cartas en las que le recomendaba que se
portara bien e hiciera caso. Las leía papá y no parecían del abuelo. Si él estuviera le explicaría. No
estaban ni él, ni Carlos. “Y Carlos ¿por qué me dijo lo de los ascensores si era mentira?” Cuando pensó en
Carlos ya estaba afuera, rozando con la palma de la mano las paredes tibias. La calle vacía, aplastada por
el sol se juntaba con el terraplén, allá lejos. En ese lugar al que nunca se animó a llegar, por el que cada
tanto pasaban trenes, las máquinas cubiertas de humo, todo el tren soplando arriba, por encima del
pueblo, al fondo de la calle. Y caminaba despacio mirando el polvo arremolinado por el viento,
asombrado de andar por esa calle tan larga, llena de árboles, llena de misterio, con terrenos baldíos y
casas desconocidas. Cada tanto levantaba bolitas de eucaliptus y las tiraba contra el cielo y después se
pasaba la mano por la punta de la nariz y encontraba el mismo perfume del invierno cuando mamá las
ponía a hervir sobre la estufa y todo era tibio, con aquel olor suave y él, tirado en la alfombra, jugaba a
ser un barco a vela y estaban todos: mamá cosiendo y papá sentado en el sillón, todos juntos él, de
repente, se ponía a gritar de contento; se golpeaba boca con la palma de la mano contento de que
estuvieran todos juntos y se largaba a correr de un lado a otro y mamá empezaba a los gritos pero él
seguía corriendo sin parar porque se había desbocado y no había modo de frenarse a pesar de que el

8
pasto do hiciera resbalar, y tuviera que terminar de subir el terraplén gateando, clavando los dedos en la
tierra, encorvado, teniéndose de los yuyos.
Parado en lo alto, con las manos en la cintura, de espaldas al pueblo veía todo el otro lado del
mundo: los molinos de agua y los pinos y el arroyo donde los grandes iban a nadar y muy chico, como
una mancha a lo lejos, el monte en el que Melo decía que se podían cazar lechuzas.
Después empezó a caminar haciendo equilibrio por las vías con los brazos abiertos y el sol en la cara.
Se bamboleaba, pisándose los talones con la punta de los pies, sin tocar los durmientes, tratando de
animarse a pasar del otro lado, a dar el salto, ahora, y caer resbalando por la bajada del terraplén,
sentado como en un tobogán hasta zambullirse en el pasto, cerca de las cañas.
Acostado allí, boca abajo, a la sombra del terraplén parecía que el sol se hubiese quedado en el
pueblo, en su casa, del otro lado y él estaba solo, a la sombra, tirado en el pasto, escuchando el zumbido
de las avispas y el ruido del viento contra las cañas secas. Miraba las ramas de los árboles contra el cielo
y sin saber por qué se acordaba de los lugares que le contaba su abuelo y hasta pensó que a lo mejor por
allí andaban los caballos metidos en el monte o saltando los paragolpes de madera salpicados de yuyos.
Hundió la cara en el pasto fresco, doblando los pies sobre la espalda, contento de golpe; contento
porque además podía contárselo a Gabriel. Trepar el terraplén y bajarlo corriendo para contarle a
Gabriel que se había animado a cruzar al otro lado, donde estaba el monte lleno de lechuzas y el arroyo:
Correr con la cabeza gacha por la calle llena de sol y árboles y olor a eucaliptus. Y llegar a la esquina,
respirando agitado, con la cara sucia de tierra v sudor. Pararse frente a la puerta altísima y marrón y
levantarse en puntas de pie para alcanzar el llamador de bronce.
Un golpe seco que retumba en la siesta.
—¿Cómo te va? —le preguntó Gabriel, parado en el umbral, contento de verlo.
Ricardo, con las manos enlazadas en la espalda, pensó en el lugar que había conocido detrás del
terraplén, en el agua con azúcar; pensó que Carlos era también un mentiroso y que su abuelo era el
único que decía la verdad, a pesar de las cartas que no parecían de él.
Todo eso pensó mientras le preguntaba:
—Y vos Gabriel ¿sabés quiénes son los reyes magos?

9
Infierno grande, Guillermo Martínez

Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo
del muchacho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.

Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con
la ropa polvorienta, la barba crecida y, sobre todo, con aquella melena larga y desprolija que le caía casi
hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que
sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le hacía la cuenta
se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.

Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pienso ahora que si hubiera ido a lo del viejo
Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la
peluquería de Melchor estaba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera
evitarse lo que sucedió.

La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el
peto se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que
empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que
se quedaba por ella.

No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido en Puente Viejo y era muy poco lo que
sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad,
en el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían
de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando
Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía
diploma de peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera eléctrica, secador de
pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a
tiempo. Además, en la peluquería de Cervino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y
estaba, sobre todo, la Francesa.

Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera
desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en Bahía Blanca o, peor todavía,
en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como
aquélla. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta
de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida
en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espejo, delante de todos. Pero no, había en la
Francesa algo todavía más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecía estorbarle la ropa, más
perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente,
hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla,
como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría,
como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos
provocaba y con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir
nada, que se afanaba en silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.

Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy
concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no
era tonto y poco a poco fue recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas,
que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus
ahorros y compró un televisor color, que fue el primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien
quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era
para maricas.

10
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a
causa de la Francesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una
mujer.

Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acampaba en las afueras, detrás de los médanos,
cerca de la casona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para
quince días o para el mes entero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba
creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al
principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire
inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente
callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba
largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para
retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con
una pasión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su
esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.

Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y
casaderas del pueblo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero
también muchos hombres estaban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que tenían fama de
gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mu-
cho menos a la sorna de una mujer.

Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían
faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la
Francesa. Detrás del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen
una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados
porque hicieron algo que Nielsen ni entre hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espino-
sa: que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos
inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la
peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... En fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas
aquellas habladurías.

Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Francesa habían desaparecido. Quiero decir, al
muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la peluquería ni en el camino a la
playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez
porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las
mujeres parecían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo
fallaba, decían; Cervino era demasiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era tan buen mozo... y
comentaban entre sí con risitas de complicidad que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.

Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asunto estaba en el almacén la viuda de
Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho
aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuelto a
ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño- que se hubieran
ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró
que sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien
cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes.

Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible
que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrumpió: era bien sabido que los
tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos.

11
Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un
gran silencio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo
pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso, que no había sabido
crecer.

Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras
pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa.

Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud.
Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que
pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión
curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a
la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía
por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.

Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se
lo había vuelto a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los indios en la carpa abandonada y
Puente Viejo se dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los
que todavía esperábamos que la Francesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir
que Cervino había degollado al muchacho con la navaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les
prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que
volvieran con Melchor.

Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos
del pueblo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para pedir el corte a
la navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.

Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino repetía la historia del suegro enfermo, que ya no
sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado
con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los
cuerpos nada podía hacerse.

En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los
había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se
iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.

Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor


supersticioso, el presentimiento de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una
desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por
todos lados con una ridícula palita de playa, vociferando que ella no descansaría hasta encontrar los
cadáveres.

Y un día los encontró.

Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda entró en el almacén preguntándome si tenía palas;
y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la mandaba el comisario a buscar palas y
voluntarios para cavar en los médanos, detrás del puente. Después, dejando caer lentamente las
palabras, dijo que había visto allí, con sus propios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me
estremecí; de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén
seguía escuchando, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano
humana.

La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, cargando las palas. Miraba a los demás y veía las
mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fideos. Miraba a mi alrededor y
12
nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como
cualquier otra, a la hora inútil en que se despierta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez
más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció
comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así,
no en Puente Viejo.

Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el
torso desnudo y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló vagamente entorno y yo distribuí las
palas y hundí la mía en el sitio que me preció más inofensivo. Durante un largo rato sólo se escuchó el
seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que
tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos.
Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquítico que se desesperaba alrededor de
nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento
pareció que iba a saltarle encima. Entonces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió
a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí; las palas se precipitaron todas juntas y de
pronto el comisario gritó que había dado con algo; escarbó un poco más y apareció el primer cadáver.

Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron enseguida a las palas, casi con entusiasmo, a
buscar a la Francesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero
negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.

Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos
estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una
cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos,
cabezas, cabezas.

El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía pensar, no podía entender, hasta que vi
una espalda acribillada y más allá una cabeza con venda en los ojos. Miré al comisario y el comisario
también sabía. Nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir
instrucciones.

Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a
muerto y la figura de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que
seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió caminaba erguido y
solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que
enterrásemos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió a
decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el muchacho no estaría
también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y
el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma
todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.

Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con nadie de aquello y anotó uno por uno los
nombres de los que habíamos estado allí.

La Francesa regresó pocos días después: su padre se había recuperado por completo. Del muchacho,
en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.

13
27 de diciembre de 2016 | Verano12-Página 12

La timidez invencible del profesor Pipkin, Guilllermo Martínez

El profesor Pipkin, Arnoldo Pipkin, el autor de aquel librito de gramática que se usaba en los
colegios secundarios hasta que apareció el Ríos-Molina actualizado, espera en medio del andén vacío, en
la estación de Puente Viejo. Está quieto, de pie, como si el hecho de permanecer parado pudiese lograr
de algún modo que alguien viniera a buscarlo.

Cierto Círculo de Educadores Sarmientinos lo ha invitado para que diserte sobre sus años de docencia, y
cada tanto, cuando el profesor siente la mirada curiosa del jefe de estación, saca del bolsillo la carta que
le enviaron y relee el último párrafo, para convencerse otra vez de que no se equivocó de fecha.

Toda la noche duró el viaje pero el profesor Pipkin apenas pudo dormir.

En su insomnio, imaginó un recibimiento en el que firmaba autógrafos y escribía dedicatorias de su libro


y respondía tal vez a un reportaje para el diario local con esas frases redondas que guarda desde hace
años por temor a las burlas de sus alumnos y a la risa de su mujer; y aunque el profesor odie recordarlo,
aunque le parezca mezquino estar recordándolo, acaba de recordar también el sueldo íntegro que gastó
en el traje nuevo.

Al mediodía, por fin, el profesor se convence de que nadie vendrá por él y decide buscar un hotel donde
descansar unas horas antes de la conferencia. El jefe de estación le aconseja el Residencial Astoria, a dos
cuadras de allí.

Al jefe de estación le parece recordar que existe, en efecto, un círculo de educadores en Puente Viejo. La
dirección donde se ofrecerá la conferencia, que también figura en la carta, parece igualmente correcta:
es la sede de la Biblioteca Alberdi, en realidad la única biblioteca del pueblo, que tampoco está muy
lejos. El profesor le agradece con una efusividad en la que hay mucho de alivio y sale a la calle principal,
la avenida San Martín.

Apenas empieza a caminar, el profesor Pipkin advierte qué desconcertantes pueden sonar aquí los
nombres de las mismas calles: acaba de cruzar la intersección sorprendente de San Martín y Pellegrini, y
9 de Julio, la del hotel, resulta una miserable callecita de casas bajas. El Residencial Astoria sobresale en
una esquina. Tiene cuatro pisos y parece un edificio excesivo para lo que es el pueblo, pero el profesor
recuerda que durante el verano, según le han dicho, Puente Viejo se convierte casi en una ciudad por su
balneario. Entra por una pesada puerta giratoria. Apenas lo ve, el conserje deja a un lado el diario que
estaba leyendo y se incorpora para atenderlo. El profesor Pipkin mira en torno; ve el lustroso piso de
parquet y la escalera alfombrada y se pregunta si no le saldrá aquello demasiado caro, si no hubiera sido
preferible permanecer hasta la noche en el bar de la estación. Pero ya es tarde: el conserje está de pie,
sonriente, con el registro abierto, y acaba de preguntarle por segunda vez su nombre. El profesor recita
con resignación sus datos.

-Tercer piso -dice el conserje extendiéndole una llave-. No se va a perder.

14
En el primer rellano desaparece el alfombrado de los escalones y de las largas filas de puertas
enfrentadas un olor a encierro empieza a impregnarlo todo. El cuarto que le han dado es pequeño y ruin,
lo que tranquiliza bastante al profesor. Hay una cama vagamente lasciva y al costado de la cama un
ropero, con un espejo rajado en la puerta. El profesor abre la valija de inmediato para colgar su traje
nuevo, que ha traído cuidadosamente doblado. Entonces, al acercarse al espejo, por un momento no se
reconoce. Aquella barba, aquella barba desprolija, barba de un día, barba de pordiosero... Cómo, cómo
presentarse así ante el público...

El profesor revisa la valija frenéticamente, pero es inútil, ya lo imaginaba él: su mujer no ha puesto la
afeitadora. Las mujeres nunca se acuerdan de la afeitadora, piensa el profesor Pipkin con furia, como si
de pronto su vida estuviese llena de viajes y mujeres olvidadizas. Se sienta en la cama y se mira de nuevo
en el espejo, restregándose el mentón: no puede presentarse así a la conferencia. Consulta la hora. Es la
una y cuarto. Ya estarán cerradas todas las peluquerías. No tendrá más remedio que esperar hasta
después de la siesta.

A las tres de la tarde el profesor Pipkin decide bajar. En todo caso, piensa,podrá recorrer el pueblo si
todavía es muy temprano. El conserje está dormido en su silla. El profesor deja sin hacer ruido la llave
sobre el escritorio. No se anima a despertarlo; supone que alguien, afuera, sabrá indicarle dónde
encontrar una peluquería.

El profesor Pipkin camina por la calle del hotel, que está desierta. Hace calor, pero no se decide a
quitarse el saco: teme que en su camisa haya manchas de transpiración. Ve unos pocos negocios, todos
con las persianas bajas.

Camina dos cuadras más, pero advierte que no mucho más allá se acaba el pueblo. Decide doblar
entonces en la primera calle lateral: Alvarado.

Alvarado, trata de recordar, debe ser un prócer local; y se siente ligeramente aventurero al desviarse por
esa calle de nombre desconocido.

La calle Alvarado, sin embargo, le parece pronto tan muerta como las anteriores. Pero por lo menos hay
sombra, piensa. Escucha unas voces, atrás de un Citroen, en la cuadra siguiente. El profesor cruza la calle
y ve a dos muchachos apoyados en el capot del coche. Hay también una chica, que está sentada en el
cordón de la vereda, mostrando bastante de sus piernas. Los tres están fumando y la muchacha, además,
masca un chicle. Tienen, calcula el profesor, la edad de sus alumnos. Se acerca a ellos con un poco de
temor: las estudiantinas y ciertas inscripciones en el baño del colegio le han enseñado a temer a sus
alumnos. Esto, por supuesto, no lo dirá en la conferencia, pero en el fondo siempre ha sido así; él les
teme y ellos lo saben.

Los tres se han callado al verlo acercarse. El profesor pregunta por una peluquería y nota con disgusto
que su voz sonó balbuceante.

- ¿Una peluquería? -el que habla parece el mayor del grupo. Da una pitada al cigarrillo y empieza a
sonreírse-. Hay una muy cerca de aquí- le dice.

-No, Aníbal -grita la chica desde el suelo.

15
-Vos calláte -dice Aníbal-. Por esta misma calle -indica-, una cuadra y media más adelante. De la vereda
de enfrente: tóquele timbre.

El profesor duda y mira de nuevo a la chica, que masca concienzudamente su chicle, como si hubiera
decidido desentenderse del asunto.

-Una cuadra y media, ¿entendió? -escucha que repite el otro.

Apenas se da vuelta, antes de llegar a la esquina, el profesor escucha la risa de los dos muchachos, y un
instante después una carcajada chillona, como si la chica, a pesar suyo, no pudiera evitar reírse también
de algo muy gracioso. El profesor Pipkin enrojece bruscamente. De todas las cosas que el profesor no
entiende del mundo, este rubor, que le ha impedido desde siempre enfrentar los ojos de las mujeres
hermosas o decir una sola mentira, es para él quizá la más incomprensible. Durante mucho tiempo pensó
que habría una edad (primero supuso los veinticinco, después los cuarenta), a partir de la cual a nadie, y
tampoco a él, le sería posible ruborizarse. Luego se fue dando cuenta de que nunca se libraría de esas
oleadas calientes, bien conocidas, que de tanto en tanto le subían a la cara.

Y ni siquiera me están mirando, piensa el profesor mientras cruza la calle, con la cara todavía roja.

La peluquería parece más bien una casa en ruinas. La persiana, a medio bajar, está carcomida por el
óxido y en las paredes descascaradas asoma la dentadura de los ladrillos. De la puerta cuelga un cartel de
Glostora, que el profesor creía definitivamente desaparecidos. ABIERTO, dice, pero la puerta no cede. El
profesor Pipkin toca el timbre y apoya una mano sobre el vidrio para mirar el interior, que está en
penumbras. Ve un gran salón polvoriento, con pisos de madera, y en un costado un sillón de peluquero
antiguo, con arabescos dorados, del que se incorpora un viejo en musculosa.

El viejo abre la puerta y lo mira con fijeza.

- Es... para afeitarme nada más -dice el profesor Pipkin sintiéndose algo culpable. El viejo lo sigue
mirando, sin decir nada. Se alisa lentamente con la mano el poco pelo que le queda y camina de nuevo
hacia adentro, dejando la puerta abierta. El profesor lo sigue; cierra la puerta y se queda parado allí,en la
penumbra del cuarto, vacilante.

El viejo no levanta la persiana: va hacia el fondo y enciende una lamparita que ilumina a duras penas el
sillón y el espejo. Desde allí le indica al profesor con un gesto que se siente, mientras descuelga del
perchero una camisa blanca. El profesor obedece y mira por el espejo cómo el peluquero empieza a
abotonarse. A sus pies hay un revistero, con algunas revistas amarillentas. El profesor se inclina y alza
una distraídamente: es una Semana Gráfica de casi treinta años atrás. Sangre atrasada, piensa. Nunca le
gustaron las revistas sensacionalistas. Vuelve a dejarla en el revistero y saca otra. Al ver

la tapa a la luz, recuerda sin saber por qué el grito de la chica en la vereda.

Es el mismo número, es la misma revista. Se inclina de nuevo y revisa rápidamente el revistero: son todos
ejemplares repetidos de la misma Semana Gráfica, de octubre del 57.

16
El peluquero se acerca a sus espaldas; mientras despliega la pechera y se la ajusta al cuello, el profesor
Pipkin se decide a abrir la revista. Las hojas están endurecidas y algo pegadas por la humedad. El
peluquero remueve trabajosamente con la brocha el pote de crema de afeitar. La primera nota es una
entrevista a todo color a un galán de cine que encontró el amor de su vida. El profesor Pipkin ni siquiera
recuerda su nombre. Hay varias fotos de la pareja, a la salida de la iglesia, exhibiendo adecuadamente su
felicidad. El profesor piensa en su propio casamiento: por lo menos él ya sabía entonces que no había
encontrado al amor de su vida.

La nota siguiente es sobre el incendio pavoroso de un salón de baile. El profesor se apresura a dar vuelta
la hoja para no mirar los primeros planos de los cuerpos quemados. Entonces ve a la mujer. La foto
ocupa casi media página.

HORRENDO, dice arriba en grandes letras, DEGÜELLO A LA NAVAJA.

Pero en la foto la mujer está viva. No es solamente una mujer hermosa. Hay algo más, algo en los ojos, o
en la manera de posar, algo violentamente sexual que se abre paso a pesar del peinado fuera de moda,
reclamando todavía todas las miradas.

-Le gusta, ¿eh? -escucha el profesor, sobresaltado. El peluquero está de nuevo detrás de él, con la brocha
en alto-. A todos les gustaba.

Le alza levemente la cara y con unos pocos trazos hábiles se la cubre por completo de espuma. El
profesor contempla en el espejo su aspecto un tanto ridículo de Papá Noel y vuelve a mirar la foto, sin
poder evitarlo. El nunca tuvo, nunca tendrá, una mujer así.

Hay otra foto, en la página de al lado: un muchacho de pelo largo, muy joven, con un vendaje en la
cara.

El peluquero elige una navaja de su bolsillo.

- Usted no es de acá, ¿no es cierto? -dice, y golpea con la navaja la foto del muchacho-; tampoco era de
acá él: se quedó por ella. -Habla de una manera ausente, como para sí; las palabras quedan en suspenso.

-Se creían que no me daba cuenta -dice con un remoto orgullo, mientras afila la navaja. El profesor
escucha el rítmico chasquido de la hoja. Debería irme, piensa, y mira por el espejo, con una fijeza
implorante, el filo que se apronta sobre su mejilla. La navaja empieza a crepitar suavemente, llevándose
pelos y espuma. El profesor ve aparecer un poco de su cara de siempre, su cara lisa, algo colorada, y
recuerda por un momento el traje nuevo colgado en el ropero del hotel, la conferencia de la noche.

- Quince años me dieron -dice el peluquero y limpia la hoja con cuidado-. Él se me escapó por poco,
solamente un tajo en la cara... - Parece perdido en una ensoñación-. Pero va a volver -dice con fijeza y se
sonríe un poco-. Yo sé que va a volver.

El profesor Pipkin ya no lo escucha. Piensa en una marca que tiene en la mejilla, de un estúpido resbalón
en la bañera. Es una marca muy pequeña, no es ni siquiera una verdadera cicatriz. Pero se verá cuando la
hoja prosiga en la otra mitad de la cara. Me levanto, pago y me voy, piensa. El peluquero vuelve a afilar

17
la navaja. El profesor mira de nuevo en el espejo las dos mitades de su cara. Piensa en la mujer de la
foto, en su vida en la que sólo tuvo resbalones en la bañera, en una muerte a doble página capaz de
arreglarlo todo, pero sabe que no, que no es por eso que se queda. Sabe que si se queda es porque en
ese pueblo donde nadie lo conoce, él no se animará a salir a la calle así, con la cara a medio afeitar.

27 de diciembre de 2016 | Verano12

El cuento por su autor

(Imagen: Sandra Cartasso)

La primera idea para este cuento surgió como un desdoblamiento de un cuento mío anterior:
“Infierno grande”. En aquella historia se sospechaba que un peluquero recién llegado al pueblo
había asesinado a su esposa y a un amante con la navaja de afeitar. Los cadáveres, sin embargo,
no aparecían, y mientras tanto los adolescentes del pueblo se desafiaban unos a otros a sentarse
en el sillón del peluquero y pedir el corte a la navaja. Una vez la extraordinaria Ada Korn me dijo
que a partir de cierta edad había empezado a decir la verdad, aunque fuera cruda, porque “por
cortesía había perdido una vida”. Yo, que padecí igual que el profesor Pipkin las vacilaciones
infantiles, las vergüenzas múltiples, los enrojecimientos indetenibles, traduje mentalmente para
mí que también por timidez se podía perder una vida. Escuché alguna vez que Tolstoi sostenía
que la timidez era en el fondo una forma de arrogancia, la arrogancia de mantenerse aparte. Los
18
verdaderos tímidos sabemos que no, que nada nos gustaría más que cantar en público, contar con
soltura un chiste en la mesa, acercarnos sin intimidación a las mujeres hermosas, o aunque sea…
poder escapar a tiempo de un fatídico sillón de peluquería.

19
LA FIESTA AJENA , de LILIANA HEKER (en Los bordes de lo real)
Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera
gustado nada tener que darle la razón a su madre, ¿monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por
favor! Vos sí te crees todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la
chica: era por el cumpleaños.

—No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos.

—Los ricos también se van a cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.

—Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita le gusta cagar más arriba del
culo.

A la chica no le parecía nada bien la forma de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las
mejores alumnas de su grado.

—Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.

—Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa.

—Oíme, Rosaura —dijo por fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija
de la sirvienta, nada más.

Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.

—Cállate —gritó—. ¡Qué vas a saber vos lo que es ser amiga!

Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre
hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba
enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.

—Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y
va a traer un mono y todo.

La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.

—¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te crees todas las pavadas que te dicen.

Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas
simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué? Si un día llegaba a vivir en un
hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa
fiesta más que nada en el mundo.

—Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios.

Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió
que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después de que le lavó la cabeza,
le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se
miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.

La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:

20
—Qué linda estás hoy, Rosaura.

Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme.
Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja
de Rosaura.

—Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digás a nadie porque es un secreto.

Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan
cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas
la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había
dicho: “Vos sí, pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo” . Rosaura en cambio, no
rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al
comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho:
”¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca,
como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:

—¿Y vos quién sos?

amiga de Luciana —dijo Rosaura.

—No —dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus
amigas. Y a vos no te conozco.

—Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los
deberes juntas.

—¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita.

—Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura muy seria.

La del moño se encogió de hombros.

—Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella?

—No.

—¿Y entonces de dónde la conoces? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.

Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:

—Soy hija de la empleada —dijo.

Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y
listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en
su vida se iba a animar a decir algo así.

—¿Qué empleada? —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda?

—No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas.

—Y entonces, ¿cómo es empleada? Dijo la del moño.

21
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar
a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.

—Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.

Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su
corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha
agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los
varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había
sido tan feliz.

Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora
Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los
chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había
una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener
derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una
tajadita que daba lástima.

Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad.
Desanudaba pañuelos con un soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte.
Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono le llamaba socio. “A ver,
socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”.

La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a
hacer desaparecer.

—¿Al chico? —gritaron todos.

—¡Al mono! —gritó el mago.

Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.

El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó
con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.

—No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito.

—¿Qué es timorato? —dijo el gordito.

El mago giró la cabeza hacia un lado y otro lado, como para comprobar que no había espías.

—Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero.

Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.

—A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago—. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.

No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final,
cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura. Dijo las palabras mágicas… y el
mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y
antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:

22
—Muchas gracias, señorita condesa.

Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.

—Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.

Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su
madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero
no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.

Su madre le dio un coscorrón y le dijo:

—Mírenla a la condesa.

Pero se veía que también estaba contenta.

Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho:
“Espérenme un momentito”.

Ahí la madre pareció preocupada.

—¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura.

—Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.

Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus
madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a
los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le daba una pulsera. Cuando se iba un
chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo
contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era así
su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le
dijo:

—Yo fui la mejor de la fiesta.

Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar al hall con una bolsa celeste y una rosa.

Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con
su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de
trenzas se fue con su mamá.

Después se acercó a donde estaban ella y su madre.

Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre,
y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:

—Qué hija que se mandó, Herminia.

Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la
señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo.
Pero no llegó a completar ese movimiento.

23
Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su
cartera.

En su mano aparecieron dos billetes.

—Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo, querida.

Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se
apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su
mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.

La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si
la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

24
Las ruinas circulares, Jorge Luis Borges (en Ficciones, 1944)

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el
fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria
era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el
idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre
gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le
dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un
tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es
un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no
recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó
sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la
carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su
invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas
de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación
era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies
descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con
respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la
muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre:
quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el
espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su
vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque
era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de
subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su
cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero
se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de
alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a
una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de
cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento,
como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana
apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las
respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas
perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos
alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una
contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a
individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del
sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio
ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos
afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de
los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro.
Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso,
miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado.
25
Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la
selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de
visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves
palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le
quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se


componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas
del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el
viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que
lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la
reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi
acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no
reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la
tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un
nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra
de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches.
Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal
vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche
catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El
examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el
nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al
esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro,
un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre
lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie;
tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago
habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera
valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie
que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la
estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas
vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre
terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y
que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego
mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los
ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz
lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle
los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la
necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro
derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido...
En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente:
El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

26
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una
cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada
vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez
impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río
abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un
fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de
aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se
prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en
otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres.
Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas
disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de
éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros
en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un
hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó
bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego
era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por
atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su
condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué
humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha
permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel
hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo
de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo
que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal
de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos.
Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago
vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas,
pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó
contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y
sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia,
que otro estaba soñándolo.

27
La casa de Asterión, Jorge Luis Borges

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.


Apolodoro, Biblioteca, III,I

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones
(que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es
verdad que sus puertas (cuyo número es infinito*) están abiertas día y noche a los hombres y también a
los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los
palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la
Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que
no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré
que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he
pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe,
caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto
de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se
prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras.
Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el
vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el
filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no
tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre
una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo
deploro porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de
piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y
juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier
hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo
realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que
prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes
reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o
Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras
cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están
muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son
catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor
dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra
gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una
visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está
muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el
28
intrincado Sol;. abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me
acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o
su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos
minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los
cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos
profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la
soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos
los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos
puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto.

¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

* El original dice catorce, pero sobran motives para inferir que en boca de Asterión, ese adjetivo numeral
vale por infinitos.

29
Guía para la lectura y análisis de “Las ruinas circulares”, de Jorge Luis Borges:

A) Comprensión:

1) Buscá una breve biografía del autor.

2) Indicá el género al que pertenece el cuento. Justficá.

3) ¿En qué filosofías se basa la idea del cuento?

4) ¿Cuáles son los distintos intentos del personaje principal?

B) Análisis:

1) Indicá el tema principal y los temas secundarios.

2) Indicá la estructura interna del cuento: introducción, nudo y desenlace.

3) Caracterizá al personaje principal. Justificá con citas extraídas del texto.

4) Narrador. Justificá.

5) Tipo de cuento. Justificá.

6) Analizá el valor del título.

7) Recursos de estilo:

a) Valor de los adjetivos. Señalá los más importantes a tu juicio.

b) Sinécdoque: consiste en un recurso del lenguaje poético mediante el cual se nombra a la parte en
lugar del todo. Al hacer hincapié en un solo aspecto del objeto a expresar, reduce el campo de atención
del lector, de modo que su visión se torna más precisa y directa.

Ej: “… los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento…”

“… Buscaba un alma que mereciera participar en el universo…”

c) Valor de los paréntesis.

d) Anáfora: es un recurso que consiste en repetir una o varias palabras al comienzo de diversos períodos
oracionales o de diversas partes de un mismo período. Confiere a la prosa un ritmo pausado y reiterativo
y atrae la atención del lector sobre determinados elementos de particular importancia en el texto.

ej: “Nadie lo vio desembarcar ,… nadie…nadie…”-Buscá otras citas para ejemplificar los recursos
anteriores.

Producción:

1. Escribí una narración en la cual aparezca el tema del “sueño” como anticipatorio en un marco
absolutamente contemporáneo.
2. Escribí en primera persona las sensaciones que experimenta el “hijo creado” cuando está en su
primer destino.
30
Guía de lectura de “La fiesta ajena”, de Liliana Heker

1. Buscá una biografía de Liliana Heker


2. Indicá cuál es el tema de este cuento.
3. ¿En qué persona gramatical está narrado? ¿Cómo es la focalización? Buscá algún ejemplo para
demostrarlo.
4. ¿Qué dos mundo aparecen enfrentados? ¿Quiénes los representan? ¿Quiénes no se dejan influir
por esas divisiones y quiénes sí?¿Por qué?
5. Señalar las expectativas de Rosaura y su madre respecto del cumpleaños al que fue invitada la
niña.
6. ¿Qué relación tienen Herminia y la señora Inés?
7. Caracterizá a Rosaura y a Luciana y a sus respectivas madres. ¿Qué diferencia a Rosaura de su
madre?
8. Caracterizá a la relación que une a las dos niñas. ¿Y la prima?
9. ¿Qué hechos anticipan de alguna manera que Rosaura no era considerada una invitada más?
¿Qué hecho desordena finalmente el equilibrio aparente de la vida de Rosaura?
10. ¿Qué relación vincula al mono y a Rosaura?
11. Analizá el valor del título-
12. ¿Qué te parece que pasó? Cuando leías el cuento, ¿de qué personaje/s te sentías más cerca?
¿Por qué?
13. ¿Encontrás alguna explicación de índole social/política para entender el desenlace del cuento?
14. ¿Por qué podemos decir que éste es un “cuento de aprendizaje”? ¿Quién y qué aprende/n? ¿A
costa de qué/quiénes?
15. ¿Qué callan la madre de Rosaura y de Luciana?
16. Leé el siguiente poema del escritor peruano César Vallejo

LOS HERALDOS NEGROS

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!


Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé!

Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras


en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,


de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema

Y el hombre… Pobre… pobre ! Vuelve los ojos, como


cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé !

14. ¿Con qué golpe relacionarías el cuento anterior?


31
Leé:

El Bindungsroman surgió en Alemania en el siglo XVIII. Muestra el proceso formativo de un joven


desde su adolescencia hasta su madurez. El final puede ser positivo o negativo.

Las etapas tradicionales que se muestran en este tipo de novelas son: juventud y orfandad, viaje
a la ciudad, conflictos con la sociedad o con su generación, formación mediante una serie de
experiencias vitales. Estas últimas pueden ser: episodios amorosos, lecturas prohibidas, búsqueda de
valores, búsqueda de una vocación.

En muchas novelas parece la figura del “guía”.

Algunos ejemplos: En España, hacia 1554 aparece El lazarillo de Tormes, en Inglaterra, Charles Dickens
publica en 1849 David Copperfield; en Alemania, Herman Hesse publica en 1919 Demian, Thomas Mann
en 1924, La montaña mágica, James Joyce en Irlanda, Retrato del artista adolescente y el
norteamericano J. Salinger en 1919, The catcher in the Rye (El cazador oculto o El guardián en el
centerno).

En el ámbito latinoamericano: Los capitanes de la arena,del brasileño Jorge Amado en 1936; La ciudad y
los perros ,de 1962 de Mauro Vargas Llosa.

En Argentina: Don Segundo Sombra , de Ricardo Güiraldes y El juguete rabioso , de Roberto Arlt. Ambas
son de 1926 aunque los derroteros de sus protagonistas son completamente distintos.

Producción:

1. Realizá la historieta de este cuento. Dibujá (someramente) los cuadros (escenas principales) y
agregá las palabras de los personajes (tendrás que adaptarlas) en los globos correspondientes.

2. Escribí un texto de opinión en el cual manifiestes tu acuerdo o desacuerdo con la siguiente


afirmación: Los niños de distintas razas/credos/clases sociales deben/no deben ser educados en
forma conjunta.

3. El episodio vivido por Rosaura constituye una piedra, una prueba que debe afrontar en el duro
paso de la infancia a la adolescencia, cuando nos damos cuenta de que todo no es como nos
“gustaría” o como “queremos creer” que es. Contá brevemente algún episodio de tu infancia-
pre-adolescencia que te haya “marcado” en este sentido.

4. Contá el episodio de la fiesta y el mono desde la perspectiva del mago

5. ¿Cuál es la historia de la madre de Rosaura? ¿De dónde viene? ¿Con quién vive? ¿Rosaura tiene
un papá? Imaginá esta historia..

6. Escribí tu opinión personal sobre el cuento.

32
Guía para la lectura de INFIERNO GRANDE, de Guillermo Martínez

1. ¿Podés relacionar el título del cuento con algún dicho? ¿Qué significado tiene?
2. ¿Qué características infernales presenta el cuento?
3. ¿Cómo está estructurado el cuento?
4. Identifiquen datos concretos que permitan ubicar temporalmente la acción del cuento.
5. Explicar las diferentes reacciones de los personajes ante el descubrimiento de los
cadáveres.
6. ¿Por qué el comisario mata al perro? ¿Qué más hace?
7. ¿Cuántas y cuáles historias se cuentan en “Infierno grande”? ¿Cuál adquiere más fuerza
y por qué?
8. ¿Quién narra y desde qué lugar temporal y espacial narra?¿Por qué te parece que elige
contar la historia?

Guía para la lectura y análisis de “La casa de Asterión”, de Jorge Luis Borges

A) Comprensión:

1) Citá textualmente las características de la casa.

2) ¿Por qué un laberinto es infinito?

3) ¿Por qué le llaman la atención las caras de la plebe, “caras descoloridas y aplanadas, como la

mano abierta?”

3) ¿Cuál es la reacción de la plebe ante él?

4) ¿Cuál es el juego que prefiere? ¿Por qué, en tu opinión?

5) ¿Cómo es el universo según Asterión?

6) ¿A quién considera su redentor y por qué?

7) ¿Cuántas opciones plantea para la naturaleza de su redentor? ¿Cuáles son?

B) Análisis:

1) Estructura : tené el cuenta los paratextos.


2) Indicá el narrador en cada parte.
3) Indicá el tiempo verbal que predomina en cada parte.
4) Indicá el tema principal.
5) Identificá anticipaciones del desenlace.
6) Rastreá el mito y luego señalá qué aspectos respeta y cuáles modifica Borges en su cuento.
7) ¿Cómo se caracteriza al minotauro en el mito? ¿Y en el cuento?
8) Escribí una opinión personal acerca del cuento.

33
Guía para la lectura y análisis de “En el terraplén”, Ricardo Piglia

1. Buscá el vocabulario desconocido.


2. Indicá la persona gramatical en la cual está narrado el cuento. ¿Quién narra? ¿Desde qué
punto de vista obtenemos la información? ¿De qué maneras aparece la voz del personaje?
3. ¿Qué edad aproximada tiene el protagonista? Justificá con citas textuales.
4. Elegí tres adjetivos que caractericen al protagonista. ¿Por qué? ¿A qué altura de la
narración conocemos su nombre?
5. Indicá en qué lugar se desarrollan los hechos. (ámbito rural, urbano)
6. ¿En qué época del año se desarrolla la historia? Señalá indicios.
7. ¿Qué clase de juegos realiza el protagonista?
8. ¿Con qué tipo de cuentos se relacionan los personajes ficcionales mencionados en el
texto?
9. ¿Por qué te parece que las cartas no parecían del abuelo?
10. Explicitá las relaciones entre estos personajes: Ricardo, Gabriel, Carlos, Gustavo
11. Señalá ejemplos de pensamiento mágico en el narrador protagonista.
12. Completá:
a) El narrador se siente estafado por------ya que----
b) El narrador siente----por su abuelo a pesar de que---
c) Según el narrador, Carlos también era un mentiroso porque---
13) ElegÍ la opción correcta:
a) El chico había pedido a) una bicicleta b) patines c) un caballo azul
b) Cacique era a) un soldadito b) el elefante de Tarzán c) su perro
13. ¿Qué sentimientos contradictorios experimenta el protagonista cuando Gustavo le dice
“eso”? ¿Por qué creés? ¿Llora o es la transpiración? ¿Qué te parece?
14. ¿Qué prueba iniciática le devuelve la alegría? ¿Por qué y qué hace después?
15. Brindá una explicación posible para el título. Pensá en un sentido literal y metafórico.
16. ¿Podría ser un cuento de aprendizaje? Fundamentá empleando: En primer lugar, en
segundo lugar, también, además y finalmente.

Producción:
1. Narrá qué sucedió para que se “rompieran las tazas con la casa llena de visitas”. 15 líneas.
2. Dibujá tal como imaginás el lugar al cual llegó, cerca de las cañas.
3. Escribí una narración original que incluya esta frase de manera significativa: Hubiera
querido cerrar los ojos y estar de repente en la otra mañana…
4. Compará con algún otro cuento que hayas leído cuyos protagonistas también son niños o
adolescentes. Elegí algún aspecto y compará ambos textos: ej: los personajes, la familia,
los amigos, la realidad que los rodea, el lugar donde viven, lo que les pasa y cómo
cambian.
Empezá así: “El cuento XX y el cuento EE presentan similitudes y diferencias. En cuanto a las similitudes,
tanto en XX como en EE---; en ambos---; los dos…
En relación con las diferencias, mientras en EE---, en XX----

34
35

You might also like