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Una tipología de la Modernidad:

del hombre de letras al Aufklärer


El planteamiento de una historia del saber novohispano en ese espacio suyo que será, acaso,
el que menos expresión de singularidad ofrece como lo es el filosófico, a través de una
arqueología, es decir, del estudio de su archivo epistémico, de la formación de su práctica
discursiva, la hemos realizado en torno a una pregunta heredada de la historiografía filosófica
mexicana del siglo XX y que de una manera más o menos sencilla se resume en la siguiente
consideración: ¿en qué consistió la “modernidad filosófica novohispana”? Sobre los
resultados y la síntesis historiográfica y hermenéutica que en torno a este problema se ha
arribado, ya lo hemos expuesto en el capítulo segundo de esta investigación.

Siguiendo el mismo camino que señala la enunciación de esa pregunta, nosotros nos
hemos venido preguntando, a propósito de esa modernidad, no tanto el cómo de ella, lo que
hace que la historia del saber novohispano se ponga como presupuesto la realidad histórica
efectiva de lo moderno en la filosofía desplegada en la Nueva España en lo que por simple
cronología debe ser el momento de la modernidad, el siglo XVIII; lo que en esta investigación
se ha venido procurando mostrar es la liberación de una pregunta que dada la síntesis
historiográfica sobre ese periodo del pensamiento novohispano nos parece, en realidad, más
sustantiva, que es la que nosotros consideramos es ya una pregunta que se desplaza de la
historiografía hermenéutica a otra de tipo arqueológica: ¿ha habido, efectivamente,
condiciones de existencia para un saber filosófico moderno en el siglo XVIII novohispano?
Habrá que señalar aquí que cuando presentamos este cambio de perspectiva, el que se da
en el paso de la hermenéutica a la arqueología, no se trata del planteamiento de la necesidad
de recuperar algo así como un estrato previo que tendría el sentido de una búsqueda del origen
plenamente ontológico del saber novohispano —una arqueología como logos del arché,
digamos, en el sentido de la ontología griega clásica—; no se opone lo arqueológico a una
orientación hermenéutica de la historia del saber, sino que se plantea otra estrategia dentro
del mismo plano real de ese saber: la que no hace historia de las ideas y las llamadas a las
tomas de conciencia de una historia de la verdad como doxología, sino la que, dicho, desde
luego, en términos foucaultianos, elabora una historia “exterior” de la verdad1, ahí donde, a
partir de Nietzsche, según Foucault, se habría dado la ruptura epistémica más relevante en la
tradición occidental: la ruptura del conocimiento con las cosas que es la misma que se da
entre la teoría del conocimiento con la teología y, en fin, la que anula la necesidad de un
sujeto fundamente de las condiciones de verdad2 cuyo lugar será ocupado por la discursividad
en sí misma.
La afirmación de que en la medida en que el saber se despliega como discurso, la verdad
tiene una historia que no es, por lo demás, una historia que se legitima por la tradición y el
diálogo con ella, según sería la apuesta gadameriana, sino que esa verdad nos remite a unas
prácticas que son, ellas mismas, las que han constituido lo verdadero. Ruptura, diríamos
además, con el modelo hegeliano (del cual es deudor la hermenéutica) según el cual el
carácter histórico del saber remitiría en su teleología a un momento en el cual los histórico
del discurso sería suprimido por la trascendentalidad de la verdad y de la autoconciencia de
esta supresión bajo la cual se da la superación de los avatares del sujeto en la temporalidad:
ese momento teológico del sujeto absoluto con la interiorización de lo verdadero. Así pues,
si no se trata de la historia del saber como historia del reconocimiento interiorizante de lo
verdadero, de lo que se trata es de la historia del saber como discurso y, en cuanto tal, como
voluntad de poder que “inventa” el conocimiento3, borrando el supuesto de una conciencia
histórica que constituiría la inteligibilidad del discurso desde una verdad alojada en su
interior:
Hablando estrictamente, la propia noción de horizonte pertenece al discurso hermenéutico que el
arqueólogo deja atrás. Foucault está describiendo, simplemente, un espacio lógico abierto en
cuyo interior ocurre cierto discurso. Para abrir este espacio lógico, Foucault sustituye la exégesis
de los monumentos significativos dejados por la humanidad, que han constituido la preocupación
del humanismo tradicional, por la construcción cuasi-estructuralista de conjuntos de elementos
no significativos […] Esta descontextualización, que suprime el horizonte de inteligibilidad y

1
Cf. Foucault, M. La verdad y las formas jurídicas, pp. 17ss.
2
Ibíd., pp. 24s.
3
En los análisis foucaultianos sobre la estrategia nietzscheana —genealógica— de la elaboración de la historia
hay un realce de la distinción que en el uso de la lengua alemana hace Nietzsche: entre Erfindung, comienzo en
el sentido de “invención”, y Ursprung, comienzo en el sentido de “origen”. Lo primero es plenamente histórico
mientras que lo segundo conlleva el presupuesto metafísico de un referente que al mismo tiempo es fundamento
y finalidad interior del saber. Cf. Ibíd., pp. 20s. y, del mismo Foucault, véase “Nietzsche, la genealogía, la
historia” en Microfísica del poder, pp. 7-29.
significado tan querido por los seguidores de la hermenéutica, permite sólo un espacio lógico
para las posibles permutaciones de los tipos de enunciados. La arqueología describe actos de
habla serios sólo en la medida en que éstos caen dentro de este espacio.4

Se trata, pues, del espacio puro del discurso sin ningún referente que dé una normativa
de lo verdadero o de su genética de sentido. Ahora bien ¿cómo es que insertamos estas
consideraciones en el espacio de nuestra investigación? Cuando hablamos de una historia del
saber que no va por el camino de la historia de las ideas, de una doxografía, ni por el de una
recuperación hermenéutica de la tradición, lo que planteamos es que para nosotros el
problema de la modernidad dentro del saber novohispano ha se ha de plantear como si se
tratase de la problemática que hace de lo moderno un momento necesario, inscrito en la
interioridad del sujeto cuya narración histórica habría de hacer la historia de las ideas. Para
nosotros, aquí, la modernidad es, ante todo, un saber que lejos de pertenecer a esa historia
interior del saber, como un momento necesario en la constitución interior de la verdad, se
trata de una discursividad cuyas condiciones de realización efectiva hay que buscar en una
exterioridad histórica; la modernidad no es un imperativo de la historia del saber novohispano
—como tampoco lo es, a fin de cuentas, para el saber europeo— que se deba tener como
presupuesto de una investigación. De aquí, por tanto, que consideremos que con
independencia de la pregunta por el “cómo” de la modernidad filosófica en la Nueva España,
nos preguntemos por su realidad histórica y por las condiciones discursivas de ésta. El hecho
histórico de la modernidad en el saber, en suma, no es nuestro presupuesto sino nuestra
interrogante.
Pues bien, todo esto lo podemos fijar de manera breve: antes que otra cosa, el tema de la
historicidad efectiva de lo moderno en el pensamiento filosófico novohispano es,
fundamentalmente, la obra de una conciencia historiográfica posterior, la del siglo XX con
mayor especificidad. Y, ya que no habremos de tematizar el asunto de la modernidad desde
el presupuesto según el cual ahí donde hay un despliegue de saber filosófico en el siglo XVIII
debe haber, por inherencia al saber mismo, una expresión de modernidad, es que hacemos la
pregunta arqueológica: ¿cómo es posible la práctica de una discursividad filosófica moderna?

4
Dreyfus, H. L. y p. Rabinow, Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica, pp. 77s.
No buscamos, pues, una toma de conciencia del momento moderno sino que preguntamos
por la formación de ese discurso así conceptualizado por la historiografía.
Suspendemos, pues, la tesis de la modernidad, esto es, la afirmación que la conciencia
historiográfica del siglo XX ha hecho sobre el siglo XVIII novohispano; pero no haremos
una supresión absoluta de lo que esta historiografía ha postulado sobre la historia del
pensamiento filosófico en la Nueva España, sino que sólo vamos a desplazar el punto de la
cuestión en otro abordaje: de la pregunta por la manera en que se dio la modernidad filosófica
novohispana, vamos a hacer cuestión, más bien, de las condiciones que habrían hecho posible
su existencia y en este capítulo, en particular, nos dedicaremos a preguntarnos por los sujetos
del discurso moderno en la filosofía novohispana y, de manera más precisa, vamos a
preguntarnos de qué manera la formación del sujeto del discurso filosófico como “hombre
de letras” nos muestra una forma variable de lo que sería el tipo de la filosofía moderna
dieciochesca según la manera en que ésta ha sido planteada por la historiografía filosófica en
tanto que su sujeto es el Aufklärer, pues tanto en la Nueva España, desde su reflexión
europeísta, el siglo XVIII es el de la Ilustración.

Al hacer de la modernidad el asunto problemático de esta investigación, su arqueología


en el pensamiento novohispano, hemos necesitado de una consideración semántica previa,
no obstante que, desde la arqueología y en tanto que historia del saber como discursos y no
como constituciones doxográficas de lo verdadero, parecería no pertinente atender al estudio
histórico-semántico de la noción de modernidad. Esto se presenta, sin embargo, como una
necesidad que atender toda vez que, muchas de las disputas sobre esta problemática terminan
derivando, precisamente, a una cuestión de índole semántica, a saber: ¿qué se entiende por
modernidad? ¿hay una sola forma de ella, esto es, de la modernidad, o se la pueda
conceptualizar de manera diversa? Como se ve, estas preguntas sobre el tema de la
modernidad en la filosofía versan fundamentalmente en torno a un problema de significación,
es decir, de semántica histórica.
Es importante señalar que la especificación de la problemática de la modernidad desde
una perspectiva semántica puede llevarnos a esas prácticas de la historia del saber que
permanecería en el ámbito de la historia de las ideas, eso que Palti ha expuesto, sobre la
historia intelectual de América Latina, como “el problema de las ideas «fuera de lugar»” y el
método genealógico en la historia de las ideas5, esto es, de manera general dicho: o bien la
búsqueda de la sinonimia de los conceptos históricos bajo los cuales se han definido formas
de pensamiento o épocas del saber (liberalismo, modernidad, etc.) europeo con sus
correspondientes de América Latina, o bien la búsqueda de la singularidad —o desviación—
latinoamericana en el plano de las ideas según lo que el mismo autor llama la “teoría del
empate”6, de manera que el problema de la modernidad sería —como de hecho lo ha venido
siendo en la historiografía filosófica predominante— el de la adecuación de lo moderno
novohispano con respecto a lo moderno europea, ya sea para negarlo, ya sea, por el contrario,
para buscar su proximidad, y buscar, en fin, la singular modernidad filosófica novohispana.
Desde la arqueología no es esto, evidentemente, lo que nos proponemos; ni la adecuación
ni el desfase ni la idiosincrasia de lo moderno en espacio del pensamiento novohispano. Sin
embargo, se ha presentado como problemática inmediata la de la definición de la modernidad,
y esto es así porque, justamente, antes que una práctica discursiva, la modernidad se presenta
a la historia del saber como el concepto de una época que, en cuanto tal, se ha de atender
desde la semántica de la historia de las ideas.

LA PLURIVOCIDAD SEMÁNTICA DEL CONCEPTO DE “MODERNIDAD”


En el capítulo anterior hemos establecido una pauta para señalar la distinción en el plano de
la forma y práctica del saber entre lo que podríamos llamar “orden del saber en el Antiguo
Régimen”, cercano a lo que la historiografía identifica con la escolástica, con relación a la
forma del conocimiento que identificamos como “moderno”. Dicha distinción no se establece
en el plano de las ideas, esto es, de la doxografía, sino en atención a lo que en el análisis
epistémico corresponde al sistema de elaboración del saber, su formalidad; vimos, entonces,
que la diferencia entre lo antiguo y lo moderno se marcaba d manera fundamental entre la
mediación sustentada en la exégesis, práctica ésta propia del saber de antiguo régimen, ante
la afirmación contrastante de la inmediatez que se radicaba en la intuición, como forma
general de la forma moderna del conocimiento típicamente elaborada en el “racionalismo”.
Además de esto, un carácter diferenciador entre una y otra forma de saber se reconocer en la
manera en que para el antiguo régimen la elaboración de la exégesis precisa de una cultura

5
Palti, E. La invención de una legitimidad. Razón y retórica…, pp. 25ss.
6
Ídem.
de las artes del lenguaje que tiene como consecuencia una práctica, si no hermética, sí
esotérica del conocimiento, pues éste necesita toda una disciplina para la formación en la
exégesis, en la apropiación mediada del conocimiento a través de una textualidad que se se
presenta como sustantiva para el conocimiento. A cambio de esto, la modernidad ha llamado
la atención en el carácter abierto y exotérico del conocimiento, y más aún, como veíamos a
propósito de la polémica kantiana de las facultades de filosofía y teología, el saber es más
bien una cosa de carácter público en la medida en que la razón misma tiene ese señalado
sentido.

Habiendo realizado tal ejercicio de diferenciación, nos encontramos con que, sin
embargo, es posible que la afirmación, no sólo de la diferencia entre lo “antiguo” y lo
“moderno”, sino de la ruptura entre uno y otro, no se pueda enunciar de manera aguda y
radical. Pero es conveniente que advirtamos que no se trata de contradecir a la tesis de la
ruptura con otra que la confronte afirmando la continuidad, y ya desde la óptica de la historia
de las ideas es insostenible la continuidad. Pero, si no es desde el punto de vista doxográfica
¿de dónde viene el reparo hacia (y casi podríamos decir “contra”) la diferenciación plena de
lo moderno? Aquí ya nos vemos compelidos por un tema que tiene que ver con la semántica
de la conceptualización de las épocas históricas, pues lo que se puede plantear es que hay
prácticas del conocimiento que, teniendo su raíz y su ámbito genealógico de elaboración en
el orden del saber propio del antiguo régimen, presentaría, según este reparo, una forma de
modernidad, pero esto siempre y cuando la definición de “lo moderno” (y he aquí la cuestión
semántica) no sea reducida a lo que de manera elemental se puede deducir del racionalismo.
Se trata, en suma, de una ampliación del concepto de la modernidad7.
Una de las maneras en que la historiografía filosófica del pensamiento novohispano ha
insinuado esta variación semántica-conceptual de lo moderno se da, por ejemplo, en la
definición de las obras de Hidalgo, particularmente su Disertación, así como la de Clavijero,
como expresiones de una Ilustración que sería particular de la Nueva España8. Vamos a

7
Dichos reparos sobre la no verdad de la ruptura de lo modernidad con respecto al antiguo régimen en el orden
del saber han aparecido, sobre todo, como observaciones críticas a los avances de investigación presentados,
principalmente por parte del Dr. Carlos Herrejón (Colegio de Michoacán) y del Dr. Alfonso Villa (Universidad
Michoacana) a quienes agradezco haberme señalado la necesidad de no estrechar el concepto de lo moderno a
la noción racionalista-ilustrada.
8
Sobre esta conceptualización véanse, para Clavijero, el apartado II.2 “La tarea antropológica de Francisco
Javier Clavijero” en la obra, ya referida en capítulos anteriores, El entrecruce de la racionalidad en el siglo
XVIII novohispano: tradición, modernidad y ética, pp. 95-132, coordinada por N. Esquivel y A. Díaz. Para el
advertir, por lo pronto, que al transitar nuestro problema de la modernidad en esta orientación
semántica, no perdemos de vista que se ha hecho preciso dejar aquel criterio diferenciador
que habíamos señalado, el que distingue la mediación exegética de la inmediatez intuitiva así
como la apertura ilustrada a la validez exotérica del conocimiento, algo que corresponde más
a un ejercicio de arqueología que de historia de ideas o de semántica.
Pues bien, desde el punto de vista de la semántica de la modernidad, una manera de
plantear la tesis de la modernidad de “lo antiguo” sería la siguiente: ¿qué concepto de
modernidad filosófica y cultural en general nos permitiría identificar, en el un mismo espacio
del saber —el de la Ilustración— obras tan poco cercanas entre sí como la Disertación de
Hidalgo, la Historia antigua de México o la Física particular de Clavijero con la Crítica de
la Razón pura de Kant? Aquí, reiteramos, tendríamos que abandonar la labor arqueológica
para tomar la semántica hacia esta dirección: es preciso que haya un concepto equívoco, o
más bien plural, de lo que históricamente se ha fijado como modernidad e Ilustración, pues
de otra manera sería imposible poner en un mismo lugar del saber una obra que busca
reformar la teología escolástica a través de la necesidad del estudio de “la (teología)
Positiva”9, otra que se propone la reivindicación retórica del México antiguo ante el
etnocentrismo europeo10 y otra, en fin, que tiene como conclusión la imposibilidad de la
metafísica como ciencia11. Evidentemente, este asimilación de una identidad no será por la
vía de la historia de las ideas y tampoco se puede suscitar mayor expectativa por el camino
arqueológico, de manera que no queda sino la que puede darse a partir de una
conceptualización plural de la modernidad ilustrada y, por tanto, por el camino de la
semántica.
Pues bien, el comienzo de la problematización de la modernidad desde su concepto y
semántica nos lleva a la cuestión de los posibles diversos sentidos de su significado. Habría
que señalar y destacar sustantivamente que la experiencia de la necesidad de una definición
múltiple de la modernidad suele surgir a partir de la tesis de las “modernidades alternativas”
que en el caso de la historia de las ideas en América Latina se suscita como la necesidad de

caso de Hidalgo, por su parte, véase el igualmente ya referido estudio de R. Moreno, “La teología ilustrada de
Hidalgo” en Filosofía de la Ilustración en México y otros escritos, pp. 105-120.
9
Hidalgo, M. Disertación…, §II
10
Clavijero F. J. Historia antigua de México, pp. XXXXXXX
11
Kant, I. Crítica de la Razón pura.
ampliar el concepto de la modernidad con la finalidad de que la filosofía novohispana del
siglo XVIII, en este caso, pueda tener una carta de reconocimiento en el espacio de
pensamiento de la modernidad no obstante lo que podríamos llamar la apariencia, por lo
menos, de ser un tipo de saber aún sostenido tanto en la doxografía como en el archivo del
antiguo régimen, y esta exigencia historiográfica, por lo demás, no necesariamente tiene que
radicar en una experiencia histórica transparente. Una manera abreviada de exponer el
presupuesto de una “modernidad novohispana” alternativa es la siguiente: “No obstante
cierta continuidad de temas, ideas y formas perfectamente localizables dentro del saber del
antiguo régimen, ello, no obstante, es sólo un prejuicio que niega la modernidad en el
pensamiento novohispano por tener un concepto unívoco e históricamente estrecho de la
modernidad, pues lo que sucede es que, en realidad, la filosofía novohispana en el siglo XVIII
sí expresa una modernidad pero alternativa, no reconocible desde el concepto más radical de
lo moderno”, el que lo define desde el racionalismo y hacia la Ilustración, con la Revolución
francesa, por supuesto, como el hecho político que llama a la ruptura con las formas culturales
del antiguo régimen.
Ahora bien, en el marco de la historia de las ideas, la aparición de la modernidad en la
filosofía novohispana, y americana en general, se sintetiza de la siguiente manera: “La
asimilación de la filosofía moderna en tierras americanas se realiza en dos formas: o al través
de una franca rebeldía contra Aristóteles y la escolástica, o mediante una ponderada
conciliación de doctrinas atenta a revisar y retocar filosofemas clásicos”12. Estos dos aspectos
ni siquiera podrían realizar el empate doxográfico con un concepto racionalista-ilustrado de
la modernidad; en todo caso, aquí tendríamos más bien algo así como un humanismo —
siempre, por lo demás, orientado hacia la teología— ante la escolástica. De aquí, pues, la
necesidad planteada de introducir en la historia de las ideas el tema de lo alternativo en la
significación de la modernidad, que entonces se tornará plurívoca.

12
Larroyo, F. La filosofía iberoamericana, p. 79. Es usual, desde el estudio de B. Navarro sobre la introducción
de la filosofía moderna en México, resaltar el aporte de los jesuitas. Sin embargo, el aporte de la Compañía de
Jesús nunca se despliega en el sentido señalado de la modernidad como racionalismo hacia la Ilustración, sino
como emergencia de un saber humanístico para el ejercicio de una posterior teología positiva, de lo que dará
testimonio, según hemos más o menos advertido, Miguel Hidalgo en su Disertación.
Para abordar el asunto de la complejidad semántica del concepto de “Modernidad” nos
encontramos inicialmente ante dos vías posibles de resolución; una de ellas, acaso la que se
puede presentar a la conciencia histórica de una manera más “natural” dado que la historia
de las ideas nos ha legado una significación más o menos predominante de la modernidad,
es la que nos remonta a la analogía aristotélica suficientemente conocida13: hay un sentido
fundamental de la entidad a partir del cual se pueden derivar, por analogía, los significados
diferentes posteriores. Según esta perspectiva de ampliación semántica del concepto de la
modernidad en un enfoque muy próximo a la historia de las ideas, lo que se habría de enunciar
sobre la cultura moderna en el pensamiento novohispano sería algo como lo siguiente: hay,
en efecto, una modernidad propia o fundamentalmente dicha, pero a partir de lo que ésta
define como lo históricamente moderno, se puede afirmar la existencia de una modernidad
que, si bien es diferente, se deriva, sin embargo, de aquélla y puede tener un espacio de
asimilación14.
Por otro lado, tenemos la posibilidad de abordar la pluralidad del concepto de lo
moderno tomando como camino ya no un sentido fundamental y dominante, sino la toma de
principio de que esa pluralidad de lo moderno es inmediata a su concepto, esto es, que hay
una diversidad semántica en sí misma dada. Aquí ni siquiera tendríamos que preguntarnos
por lo que define a la modernidad novohispana con relación a la europea, pues asumimos que
esa relación es en sí misma una diferencia manifiesta. Bajo esta perspectiva, la formulación
de modernidades alternativas ya no remitiría lo alter a otra cosa que sería aquello de lo cual
es su otredad, sino que la otredad sería la expresión misma de lo moderno y, por tanto, la
plurivocidad sería inmanente e inherente, no derivada ni históricamente accidental. Pero bajo
esta expresión de la modernidad como en sí misma diferenciada ya ni siquiera tendríamos
que plantearnos la problemática de lo alternativo pues no esta temática sólo tiene sentido si
se va a partir de un concepto que identificara primariamente lo moderno, de manera que no
habría tanto modernidades alternativas cuanto, más bien, el carácter diferencial de lo
moderno. Evidentemente, ya no tendríamos que partir de una significación fundamental sino

13
Cf. Aristóteles, Metafísica, IV, 2: 1003a30.
14
Como ha expuesto Deleuze, sin embargo, la analogía no es un modo de pensamiento que tenga como
determinación la afirmación de “la diferencia en sí misma”, sino que se muestra como pensamiento de la
identidad o de la diferencia mediada. Cf. Diferencia y repetición, p. 69.
de una univocidad previa que permitiría articular la plurivocidad de lo moderno como
expresión diferencial en sí misma15.
En el desarrollo de la historiografía filosófica novohispana se ha de advertir que su
manera de abordar el problema de la diversidad de lo moderno ha sido más bien una forma
cercana a ala de la analogía precisamente porque su determinación temática no ha sido la de
la pluralidad inmanente de la modernidad, sino la del carácter alternativo de la modernidad
novohispana, que es diferente por ser alternativa, no por su singularidad. Ahora bien, a partir
de esta orientación podemos señalar que se pueden establecer tanto el carácter legítimamente
moderno-alternativo del pensamiento novohispano así como la negación de una legítima
modernidad, pues se trata, a fin de cuentas, de establecer si lo alternativo es suficiente para
declarar una pertenencia a lo mismo, precisamente en tanto que la pertenencia no designa
una identidad plena sino un sustrato semántico que puede ser interpretado de manera amplia
tanto como de manera estrecha.

La alteridad de la modernidad latinoamericana: de Octavio Paz a Bolívar Echeverría.


Una estrategia historiográfica de plantear el tema de la modernidad novohispana (y, vale
decir, latinoamericana en general) ha sido la de su acotación al momento barroco de la cultura
hispánica americana, cuya razón no ha sido otra sino la de la evidencia histórica de que ha
sido lo barroco aquello que se habría dado de la cultura moderna: no el Renacimiento, no la
Ilustración: el Barroco predominantemente.
En la obra de Octavio Paz hay una recurrente y relevante valoración no sólo de la
filosofía sino de la cultura en general a propósito del tema de la modernidad tanto en la Nueva
España como en el México independiente. Una buena parte de la crítica de Paz a la cultura
novohispana-mexicana está orientada por esa cuestión, ¿hemos tenido, nosotros los
mexicanos, o no modernidad? Tan relevante es esta problematización de la cultura en la obra
de Paz, que pareciera que una síntesis de su crítica cultural bien podría exponerse en esa
temática de la existencia histórica de una modernidad, pues pareciera que el drama de
México, y pudiera decirse que de América Latina toda, se encuentra en la manera en que la
cultura moderna dejó de ingresar, estuvo ausente, del mundo hispánico americano, lo que
presenta un conflicto histórico para la cultura hispanoamericana, a saber: el de sólo simular

15
Ibíd., pp. 72.
lo moderno en un mundo que ya está definido por la modernidad. A este respecto, es conocida
la distinción de Paz entre la América de origen español y la América anglosajona, una
diferenciación que no señala la virtud de la singularidad, sino el desfase entre una vivencia
histórica de sí que es correspondiente con su propia consciencia respecto a otra que padece
el simulacro de lo que no es:

Cada una de las nuevas naciones tuvo, al otro día de la Independencia, una constitución más
o menos (casi siempre menos que más) liberal y democrática. En Europa y en los Estados
Unidos esas leyes correspondían a una realidad histórica: eran la expresión del ascenso de la
burguesía, la consecuencia de la Revolución Industrial y de la destrucción del antiguo
régimen. En Hispanoamérica sólo servían para vestir a la moderna las superviviencias del
sistema colonial. La ideología liberal y democrática, lejos de expresar nuestra situación
histórica concreta, la ocultaba. La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi
constitucionalmente.16

Una modernidad que es, en el fondo, una vivencia no verdadera de la historia


hispanoamericana, tal es la conclusión de Paz. Ahora bien, la no modernidad, o, mejor dicho,
la modernidad sólo simulada, expresa el conflicto de todo simulacro en la medida en que éste
no es sino una enajenación de la propia identidad pues ¿qué es lo que queda oculto en la
simulación de la modernidad aparece como conflictivo? Un término de identidad, por
supuesto, que no es sino una reiterada culpa histórica en el reconocimiento de sí: la
modernidad es, para el mundo hispanoamericano, la marca de una deuda consigo mismo, una
carencia de valor sustantivo sobre lo que se es. Bajo estos términos podríamos entender por
qué para la cultura novohispana la modernidad es más bien un gesto de evocación conflictiva
que el de una realización franca, y podríamos ver cómo ello tiene una genealogía de ese
conflicto a partir de la manera en que las sociedades hispanoamericanas —la sociedad
novohispana— sostienen una pertenencia no armónica a la ortodoxia cultural hispánica:

Si España se cierra al Occidente y renuncia al porvenir en el momento de la Contrarreforma,


no lo hace sin antes adoptar y asimilar casi todas las formas artísticas del Renacimiento:
poesía, pintura, novela, arquitectura. Esas formas —amén de otras filosóficas y políticas—,

16
Paz, O. El laberinto de la soledad, p. 133s.
mezcladas a tradiciones e instituciones españolas de entraña medieval, son trasplantadas a
nuestro continente. Y es significativo que la parte más viva de la herencia española en
América esté constituida por esos elementos universales que España asimiló en un periodo
también universal de su historia. La ausencia de casticismo, tradicionalismo y españolismo
—en el sentido medieval que se ha querido dar a la palabra: costra y cáscara de la casta
Castilla— es un rasgo permanente de la cultura hispanoamericana, abierta siempre al exterior
y con voluntad de universalidad (…) La tradición española que heredamos los
hispanoamericanos es la que en España misma ha sido vista con desconfianza o desdén: la de
los heterodoxos, abiertos hacia Italia o hacia Francia. Nuestra cultura, como una parte de la
española, es libre elección de unos cuantos espíritus.17

Ya hemos visto que la reacción humanista de los jesuitas novohispanos ante lo que para ellos,
en el siglo XVIII, ya es escolástica decadente, no está impulsada por un desplazamiento hacia
una franca modernidad, sino que la cultivan desde una orientación teológica más bien cercana
al reformismo católico, es decir, a lo que dentro del catolicismo hay de universal, pero sin
romper con él de ninguna manera. Pues bien, en ello podemos identificar este gesto en que
la heterodoxia española abre una universalidad pero claramente dentro de límites precisos, y
la Compañía de Jesús acaso sea el ejemplo más claro de esa ambigüedad, misma que se ha
trasladado a la historiografía filosófica que al mismo tiempo puede ver en los jesuitas una
corporación de saber humanista, ya no escolástico medieval, pero aún dentro de las formas
del saber del antiguo régimen, y al mismo tiempo se los puede considerar los iniciadores de
la modernidad o, mejor dicho, de una modernidad que sólo es heterodoxia, renovación de lo
“tradicional”, eso que la historiografía de las ideas no ha hecho más que definir como
“eclecticismo” que consistió en que “de una escolástica tradicional se pasó a una escolástica
modernizada”18.
No encontraremos en toda la filosofía novohispana del siglo XVIII ninguna expresión
que no esté sustantiva y estructuralmente determinada por la escolástica, ya como principio
de formación, ya como finalidad de su expresión, y tal vez eso debería ser suficiente para
explicitar una conclusión historiográfica que señale que la “modernidad alternativa” que
supondría la de la escolástica novohispana, aun la modernizada, es un saber de antiguo

17
Ibíd., p. 108.
18
Beuchot, M. Filósofos mexicanos del siglo XVIII, p. V.
régimen, cuyo carácter alternativo es más el efecto de una resignificación historiográfica
posterior (la del siglo XX) que la manifestación de una genuina alteridad. Por lo menos, en
la meditación histórica de Paz se extienden los elementos de esa no modernidad: el simulacro
político y la universalidad limitada a la heterodoxia hispánica.
Hay, sin embargo, una reflexión de mayor riqueza y agudeza que sobre la cultura y el
pensamiento novohispano desarrolló el mismo Paz. La tenemos en la obra que dedico a Sor
Juana Inés de la Cruz, que si bien es un estudio del siglo XVII novohispano, su comprensión
cultural es factiblemente extensible al siglo XVIII en la medida en que se toma el mismo
horizonte de perspectiva: la sociedad colonial novohispana, sus ideales y sus negaciones.
Para esto, hemos dicho que desde una crítica al concepto de “modernidad” desde una
perspectiva histórica y, evidentemente, semántica, la manera en que se tematiza este asunto
es el del carácter alternativo de la modernidad novohispana, esto es, la ampliación del
significado de lo moderno con la finalidad de que, incluso una cultura cercana más bien al
saber de antiguo régimen (la escolástica, según veíamos líneas arriba), pueda encontrar, sin
embargo, un espacio de reconocimiento dentro de la modernidad. Según esto, si bien será
evidente que la Nueva España no habría sido un lugar en el que la cultura moderna se hubiese
expresado de una manera absolutamente nítida y conforme al concepto típico de la
modernidad, sí lo habría hecho, empero, en su forma singular, de otra manera,
alternativamente.
Pues bien, el estudio de Octavio Paz sobre la obra de Sor Juana comienza con una
observación de tono cuasi arqueológico para presentar la relación entre la sociedad y cultura
novohispanas con respecto a la modernidad:

La Edad Moderna ha sido la negación de las ideas y creencias que inspiraron a Nueva España.
La Edad Moderna nació como movimiento de crítica radical. Crítica de los principios mismos
y no d las imperfecciones del hombre y las instituciones; de ahí que vea a la crítica como
madre de los cambios y como el principio que pone en marcha a la historia. Pero antes de
convertirse en la religión de la crítica y del cambio, la Edad Moderna comenzó por ser crítica
de la religión: la Reforma. Sólo que la crítica de la Reforma, a diferencia de la crítica de los
filósofos en el siglo XVIII, no fue antirreligiosa sino profundamente religiosa. Aquí aparece
la diferencia que opone a Nueva España no sólo al mundo moderno sino, sobre todo, a Nueva
Inglaterra. Las colonias inglesas fueron, en su origen, como las españolas, sociedades con un
fundamento religioso. Pero la religiosidad protestante se fundaba en la crítica religiosa de la
religión papista y romana mientras que la religiosidad de los católicos españoles consistía en
la defensa de esa misma religión. Nueva España no fue menos religiosa que Nueva Inglaterra
pero, desde su nacimiento, fue una construcción hecha para enfrentarse a la crítica, es decir,
a la historia y a sus cambios. La filosofía que justificaba su existencia era una filosofía a la
defensiva: guardiana de la fe de Roma, la neoescolástica era también la defensora de la
Monarquía y del Imperio.19

Ahí donde, como en la Nueva España, la vida intelectual esté de antemano determinada por
el orden teológico escolástico para la defensa de la fe romana a despecho de la crítica, ese
será inevitablemente un espacio en que el saber no asistirá a una apertura de modernidad.
Catolicismo y Reforma, escolástica y crítica, éstos son los conceptos culturales e intelectuales
que le permiten a Paz establecer el carácter no sólo deficitario sino, más aún, contradictorio
del pensamiento novohispano hacia la modernidad, y ello desde su raíz misma. Se trataría,
pues, de un destino dado desde el comienzo, de las tablas mismas del suelo novohispano para
definirse a contracorriente de la cultura moderna y la filosofía, desde luego, no podría ser la
excepción, pues se trata de una que está constituida a la espalda de lo que presupone la
modernidad: la crítica. Notemos, por lo demás, que aquí ya tenemos un aspecto que para Paz
es definitorio de la modernidad de una manera irrecusable: ser moderno es ser crítico,
empezando por serlo hacia la religión. El pensamiento novohispano nació, por el contrario,
de la contracrítica religiosa, en lo que le iría a lo largo de su camino intelectual el ser
esencialmente ajena, reacia, a la crítica. En el siglo XVIII se podrá cuestionar a la escolástica
que ya percibe como decadente, pero ello no implicará dejar su dominio del saber.
La crítica como el rasgo no sólo característico de la modernidad, sino, más
enfáticamente, como su forma constitutiva. Ante ella, la cultura y el saber novohispanos son
estimados por Paz como conformados por una práctica de saber que es reticente a ella. Ahora
bien, cuando se revisa la tesis de la “introducción de la filosofía moderna” en la Nueva
España20, se destaca que esa aparición, así sea sólo introductoria, ha comportado consigo una
crítica a la escolástica decadente, de manera que se podría decir que la crítica sí que apareció

Paz, O. Sor Juana Inés de la Cruz…, p. 69.


19
20
Cf. El ya citado trabajo de B. Navarro, La introducción de la filosofía moderna en México, México,
COLMEX.
en el pensamiento novohispano. Sin embargo, la crítica humanística llevada a cabo por los
pensadores jesuitas novohispanos no se habría dado, propiamente, en un marco ajeno al de
la predominancia escolástica; sería una crítica en el interior de un saber que, en sí mismo, es
del orden del antiguo régimen, de aquí que tengamos que preguntar qué es lo que Paz
contrapone en el saber novohispano a la crítica propia y diferenciada del saber y la cultura
moderna. Ciertamente la modernidad por un concepto genérico de crítica, sino de uno que lo
especifica hacia la apertura del sentido histórico:

La neoescolástica había hecho una plaza fuerte de cada celda y de cada aula. El enemigo era
la historia, esto es, la forma que asumió el tiempo histórico en la Edad Moderna: la crítica.
Nueva España no estaba hecha para cambiar sino para durar. Construcción que aspiraba a la
intemporalidad, su ideal no era el cambio ni su consecuencia moderna: el culto al progreso.
Su ideal era la estabilidad y la permanencia; su visión de la perfección era imitar, en la tierra,
el orden eterno.21

La modernidad que Paz nos muestra, y que lo hace para señalar su aguda ausencia en la
cultura de la Nueva España, va delineada por la crítica que se define hacia una vivencia
dinámica de lo histórico, del progreso. Lo novohispano es, por el contrario, la inmovilidad
de la escolástica, la religiosidad de la fe católica romana, aspiración a la inmutabilidad. Así
pues, ser moderno implica una relación con el tiempo: su historización, evento intelectual,
éste, que emerge con la figura de la crítica22.
La descripción de la modernidad que Paz da parece situar todos sus aspectos
fundamentales en contradicción con el mundo novohispano, de donde parece evidente la
necesaria constatación histórica de la ausencia de modernidad en el espacio cultural de la
Nueva España. En conformidad con esto, la descripción histórica de la cultura novohispana
que da Octavio Paz no deja lugar para postular el carácter de una modernidad alternativa,
pues de todas las formas que se puedan evocar de lo moderno, es lo esencial de ello —la
crítica y la dinámica histórica del tiempo— lo que justamente no se da en el mundo

21
Paz, O. Sor Juana Inés de la Cruz…, p. 68.
22
Para la argumentación de la modernidad como la época en que aparece la consciencia histórica del tiempo y
en que concibe, por ello, su diferencia epocal (que comporta la noción de “tiempo moderno” diferenciado de lo
anterior y hacia el porvenir, véase Koselleck, R. Futuro pasado…, pp. 289-307; Gadamer, H. G. El problema
de la conciencia histórica, pp. 41-53.
novohispano. Cierto que se trata de una interpretación de la cultura novohispana del siglo
XVII, pero la conclusión esencial de Paz sobre el carácter antimoderno de la Nueva España
se puede extender hasta el siglo XVIII en la medida en que lo que sostiene a las ideas y al
saber de este mundo hispánico americano se reitera hasta su final, la escolástica, el saber de
antiguo régimen que no sólo no es reacio a la modernidad por ocasionalidad, sino que ha sido
erigido para eso, para negar la cultura moderna. En la biografía intelectual de la propia Sor
Juana, en la materialidad de su biblioteca, Paz encuentra la marca de esta ausencia de lo
moderno:

El examen de la biblioteca de Sor Juana nos revela un mundo muy lejano al nuestro.
El movimiento intelectual que se inicia en el Renacimiento con la nueva ciencia y la
nueva filosofía política no está presente en esa colección de libros. Se dirá que es
comprensible la ausencia de Maquiavelo, Hobbes y Bodin. ¿Lo era también la de
Montaigne, Bacon y Descartes o el silencio sobre Erasmo? La biblioteca de Sor Juana
es un espejo del inmenso fracaso de la Contrarreforma en la esfera de las ideas. Este
movimiento se presentó como una respuesta al protestantismo y como una tentativa
de renovación moral e intelectual de la Iglesia católica. Sus primeros frutos, lejos de
ser desdeñables, fueron excelsos en la poesía, la pintura, la música, la escultura y la
arquitectura. Tampoco sería justo ignorar la obra de los jesuitas en los estudios
humanísticos y en las ciencias. Pero ese movimiento, por sus supuestos mismos,
estaba destinado a la petrificación. Si alguna sociedad mereció el nombre de sociedad
cerrada, en el sentido que Popper ha dado a esta expresión, esa sociedad fue el
Imperio español. La monarquía y el clero, poseídos por una mentalidad defensiva,
alzaron muros, tapiaron ventanas y cerraron todas las puertas con candado y doble
llave. La guardiana de las llaves fue la Compañía de Jesús. Las puertas se abrían sólo
de cuando en cuando sólo para expulsar a algún desdichado (…) Entre los hombres y
mujeres nacidos en este continente, uno de los más lúcidos, Juana Inés de la Cruz,
tuvo que vivir entre ideas y libros envejecidos. La escolástica desaparecía en el
horizonte y el neoplatonismo era una novedad vieja de dos siglos: la primera era una
momia y la otra una reliquia (…) Sufrimos aún los efectos del Concilio de Trento.23

23
Paz, O. Sor Juana Inés de la Cruz…, pp. 310s.
A
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