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El paraíso
de los elegidos
Una lectura de la historia cultural
de Nueva España (1521-1804)
ficha catalográfica
LC Dewey
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Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
I . La retórica del bien y del mal. Premisas de una percepción del mundo. . . 17
1. El mesianismo agustiniano y el concepto de pueblo elegido . . . . . . 17
2. Retórica e imagen. La construcción simbólica de la realidad . . . . . . 25
3. Espacio y tiempo en el fundamento de las identidades . . . . . . . . . . 39
4. Los forjadores de las patrias: clérigos, caballeros e indios nobles . . . 45
5. Cambios y permanencias. Una propuesta de periodización . . . . . . . 54
Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 465
Obras citadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 475
AGRADECIMIENTOS
Todo libro es una obra colectiva. En éste han participado numerosas perso-
nas a lo largo de su elaboración que ha llevado varios años. Con sus conver-
saciones, recomendaciones de lecturas, sus propios escritos y su amistad y
solidaridad las siguientes personas han hecho posible que este trabajo salga
a la luz. Quiero hacer un reconocimiento especial y un recordatorio por su
labor académica a mi amiga y colega Juana Gutiérrez Haces, fallecida en
2007, pues con su sabiduría y sensibilidad fue una guía para mí. Francisco
Iván Escamilla, Israel Álvarez Moctezuma, José Francisco Rivero Rubio y
Esteban Sánchez de Tagle fueron los revisores acuciosos del manuscrito fi-
nal y les agradezco todas sus enriquecedoras sugerencias. También han par-
ticipado con sus ideas directamente en esta obra Jaime Cuadriello, Alfredo
Ávila, Patricia Escandón, Rosalva Loreto, Sonia Rose, Dolores Bravo, María
Méndez, Perla Chinchilla, Alfonso Mendiola, Óscar Mazín, Enrique Gonzá-
lez, Pablo Escalante, José Rubén Romero, Eduardo Ibarra, Miguel Pastrana,
Javier Otaola, Juan Carlos Ruiz Guadalajara y Dorota Bieñko. Agradezco fi-
nalmente a la Universidad Nacional Autónoma de México y a mi Facultad de
Filosofía y Letras por facilitarme el espacio y los medios para realizar mis
investigaciones y mi trabajo académico.
11
INTRODUCCIÓN
condición forzosa del proceso de inserción del territorio que hoy llamamos
México dentro de los cauces del cristianismo occidental romano y de la mo-
narquía católica hispánica. Esta identidad hacía partícipe a la Nueva España
de unos códigos culturales comunes a un imperio con pretensiones univer-
sales, dentro del cual había un intenso intercambio de personas, ideas y obje-
tos culturales. Por medio del segundo mecanismo, la equiparación, los crio-
llos, deseosos de ser considerados iguales a los españoles, debían demostrar
que esta tierra estaba contemplada en el plan divino y tenía un destino en
la historia de la salvación, es decir, que era igual a cualquier nación euro-
pea. Sin embargo, ni la imitación ni la equiparación mostraban al novohis-
pano como un ente cultural diferente del español, el francés o el italiano, que
habían creado sus propias versiones de la cristiandad occidental católica,
aunque siempre dentro de una misma economía simbólica. Lo que podía
convertir al criollo novohispano en un ser distinto al católico europeo era
su convivencia y permeabilidad con una presencia que no existía en Europa:
los indígenas. Con ellos el criollo forjó desde el siglo xvii sus mecanismos de
diferenciación, aunque esto se hizo equiparando a los indios con los griegos
y los romanos. Todo ese cúmulo de elementos se trasmitió por medio de la
fiesta y la imagen a los otros sectores de la pluriétnica sociedad novohispana
e influyó profundamente en sus visiones del mundo.
El proceso que llevó a la conformación de este complejo conjunto de
símbolos, imágenes, discursos y prácticas se inició desde los primeros con-
tactos entre españoles e indígenas a partir de la conquista y fue muy dife-
rente en las diversas regiones que conforman hoy nuestro país. Por ello es
muy difícil generalizar y hacer extensivo un fenómeno que surgió en los va-
lles centrales de Nueva España y que muy lentamente se fue difundiendo a
las otras regiones, tomando en ellas características propias. Este libro pre-
tende mostrar tal proceso solamente en el ámbito de la antigua Mesoaméri-
ca y su entorno cercano: el valle del Anáhuac con sus zonas aledañas; el
área de Puebla y Tlaxcala, la zona de Oaxaca y Michoacán, y las provincias
vecinas en el Bajío, San Luis Potosí y Zacatecas (la región denominada de
Chichimecas).
Los documentos (textos e imágenes) aquí utilizados son testimonios de
un acontecer que no tenía que ver con los grandes acontecimientos políticos
o con revoluciones sociales, sino con la vida cotidiana. Detrás de ellos hay
prácticas vinculadas a los procesos de construcción de identidades colectivas
que se expresaban en fiestas, imágenes, retablos, culto a los héroes, edificios
religiosos, sermones, rituales, lecturas individuales y comunitarias, etcétera.
Lo que me interesa de ellos es su carácter de instrumentos de comunicación,
su presencia como discursos en los cuales el receptor era tan importante
como el emisor pues ambos formaban parte de una comunidad cultural.
Para entender este complejo proceso que se vivió en la Nueva España es ne-
cesario, por tanto, conocer al emisor (un ente social inmerso en un ámbito
corporativo), lo que dicen sus mensajes (información), los mecanismos utili-
16 introducción
1
Alfonso Mendiola, Retórica, comunicación y realidad. La construcción retórica de las batallas
en las crónicas de la conquista, pp. 60 y ss.
I. LA RETÓRICA DEL BIEN Y DEL MAL.
PREMISAS DE UNA PERCEPCIÓN DEL MUNDO
En el siglo xvi, el territorio que hoy ocupa nuestro país fue insertado por la
fuerza en un imperio cuya cabeza era el reino de Castilla; por conquistas y
alianzas matrimoniales este reino había conseguido juntar bajo la potestad
de un emperador a varios territorios tanto dentro de la península ibérica
como fuera de ella (Italia y Flandes). El universo cultural hispánico, del cual
la cultura novohispana formaba parte, no constituía, por tanto, una unidad;
de hecho, en la península convivían, además de tres realidades religiosas,
varias unidades políticas (Aragón, Cataluña, Navarra y Portugal). A la larga,
durante los siglos xv y xvi el centralismo castellano impuso sobre las otras
realidades peninsulares (incluidas la musulmana y la judía) su versión única
y uniformadora, que fue también la que se trasladó a América. Sin embargo,
en todo el imperio, la herencia castellana tuvo que adaptarse a una tradición
local que se citaba y reciclaba constantemente. En las posesiones ameri-
canas, además, la situación de marginación y la lejanía de la metrópoli pro-
vocaron que muy pronto surgiera una conciencia de reafirmación de las pe-
culiaridades propias frente a lo “hispánico”. Esos particularismos fueron
ignorados en la metrópoli imperial, pero se convertirían a la larga en el mo-
tor que fortalecería un sentido de la diferencia.
Sin embargo, incluso los particularismos se estructuraron a partir de
una matriz cristiana occidental que nació de la filosofía agustiniana desarro-
llada durante la llamada Edad Media europea y que determinó la visión que
el mundo occidental tenía de Dios, del hombre y de la alteridad. Para enten-
der su repercusión social es necesario dar cuenta del modo como esas bases
filosóficas llegaron a las masas, es decir, esclarecer el funcionamiento de las
tecnologías comunicativas (escritas, orales y visuales) utilizadas para difun-
dir esos mensajes. Asimismo, para comprender el fenómeno cultural debe-
mos conocer el entramado social y corporativo en el que se movían emisores
y receptores novohispanos, base institucional que dio cuerpo a esas manifes-
taciones culturales en este territorio. En el último apartado propongo una
periodización cronológica sobre la cual se estructura todo el libro.
1. El mesianismo agustiniano
y el concepto de pueblo elegido
Nosotros entendemos qué significan estas dos angélicas compañías: una que está
gozando en la visión intuitiva de Dios y otra que está desesperada por su sober-
17
18 la retórica del bien y del mal
bia […] una que está abrasada en el santo amor de Dios, otra que está humeando
de altivez con el amor inmundo de su propia altura […]; la una vive y mora en los
cielos de los cielos y la otra, echada y desterrada de ellos, anda tumultuando en
este ínfimo cielo aéreo; la una vive tranquila y pacífica con la luz de la piedad, la
otra camina turbada y borrascosa con la tiniebla de sus apetitos; la una, tenién-
dolo por conveniente la divina Providencia, nos favorece con clemencia y nos
castiga con justicia; la otra se deshace y abrasa de pura soberbia con el insacia-
ble deseo de sujetarnos y hacernos daño.1
1
Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, libro xi, cap. 33, p. 264.
la retórica del bien y del mal 19
2
Cf. Peter Brown, El primer milenio de la cristiandad occidental.
3
La tregua limitaba los días de combate a una semana, que iba de lunes a miércoles y duran-
te las principales fiestas anuales, y quienes no la cumplían se les amenazaba con el anatema, el
exilio o la peregrinación a Jerusalén. Incluso para algunos concilios provinciales era válido crear
milicias de paz que combatieran a saqueadores y violadores de iglesias. La paz de Dios eran ju-
ramentos sobre las reliquias que los guerreros debían hacer comprometiéndose a no atacar ni a
las iglesias ni a los indefensos campesinos.
20 la retórica del bien y del mal
papas, varios de ellos monjes vinculados con esa abadía.4 Apoyados por los
emperadores alemanes, los pontífices cluniacenses liberaron la sede de San
Pedro del dominio de las familias romanas, lo que dio inicio a una refor-
ma conocida como “gregoriana” (por Gregorio VII) que terminaría por inde-
pendizarse del emperador y de darle al papado una estructura monárquica
y autónoma (con un colegio cardenalicio para la elección papal, una curia
o aparato burocrático centralizador, unos legados pontificios embajadores
ante los reyes de Europa y un derecho canónico que le daba su estructura
jurídica).5
Parte de esa reforma consistió en inculcar los ideales monásticos de la
Militia Dei a los seglares. Desde el siglo x, el ideal de la Iglesia era crear entre
la nobleza guerrera la conciencia de su función como protectora del clero y
de los campesinos. Por ello, el papado comenzó a partir del siglo xi también
a considerar santos a aquellos reyes guerreros gracias a los cuales se había
llevado a cabo el proceso de cristianización de sus pueblos: Edmundo y
Eduardo (el confesor en Inglaterra), Esteban de Hungría, Olaf de Noruega,
Canuto de Dinamarca y Wenceslao de Bohemia. Su salvación eterna había
sido conseguida por su apoyo incondicional a los obispos y por su reconoci-
miento de la autoridad del sumo pontífice romano.
Por otro lado, desde antes del año 1000 y sobre todo el 1033, los eclesiás-
ticos expresaron presagios de catástrofes apocalípticas: las fuerzas diabóli-
cas se estaban desatando. En el 1009 se decía que el príncipe de Babilonia
había hecho destruir el santo sepulcro; eclipses y cometas perturbaban el
orden cósmico y las hambrunas, epidemias, vicios y herejías afectaban a la
cristiandad y a la misma Iglesia. El Apocalipsis se leía con este ánimo, es-
perando que las fuerzas del Anticristo mostraran pronto su faz. En el cielo
los ejércitos angélicos se preparaban para guerrear contra las hordas demo-
niacas y los clérigos animaban a los cristianos a ponerse del lado del bien
bajo el estandarte de Cristo. El lenguaje guerrero de la época se había apro-
piado también del discurso religioso. Dios era un juez implacable, un señor
de ejércitos celestiales preparándose para la lucha final contra el mal. Ermi-
taños y párrocos alentaban al pueblo a unirse a esta lucha provocando ma-
tanzas contra judíos y canónigos llevados a la hoguera (como los de Orleáns
en 1023). Por otro lado, hubo movimientos monásticos que intentaban apla-
car la ira divina con oraciones y ofrendas. El miedo a un Dios juez justi-
ficaba la presencia de militares al servicio de esa divinidad.6
Este cambio de mentalidad propició la aparición de la ideología de cru-
zada. En el siglo xi Gregorio VII prometía a los guerreros que participaran
en algunos combates recompensas en el más allá, sobre todo a aquellos que
4
Clifford H. Lawrence, El monacato medieval: formas de vida religiosa en Europa occidental
durante la Edad Media, pp. 111 y ss.
5
Georges Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, pp. 186 y ss.
6
G. Duby, Obras selectas, p. 46.
la retórica del bien y del mal 21
7
Jean Flori, La Guerra santa. La formación de la idea de cruzada en el Occidente cristiano, pp.
123 y ss.
8
Robert Muchembled, Historia del Diablo, siglos xii-xx, pp. 32 y ss.
22 la retórica del bien y del mal
9
Peggy Liss, Isabel, The Queen. Life and Times, pp. 157 y ss.
10
Los poderes del monarca español sobre la Iglesia en sus dominios fueron en aumento
con el tiempo. A la bula Inter caetera de Alejandro VI de 1493, que daba a los reyes control so-
bre el envío y la selección de los misioneros a América, se agregó en 1501 el derecho al cobro del
diezmo (bula Eximia e Devotionis); en 1504 Julio II concedió la facultad para fijar y modificar
límites de las diócesis en América (bula Ullius fulcite praesidio) y en 1508 la facultad para vetar
la elección de arzobispos y obispos, así como el derecho de presentación de candidatos (bula
Universalis ecclesiae). En 1539 el emperador Carlos V exigió que las peticiones de los obispos a
24 la retórica del bien y del mal
la Santa Sede pasaran por su mano, imponiendo el “pase regio” (regium exequatur) a los docu-
mentos pontificios para poder ser ejecutados.
11
Antonio Rubial García, La hermana pobreza..., pp. 13 y ss.
la retórica del bien y del mal 25
luntad divina, recibirían gloria, riqueza y vida eterna por sus servicios a la
causa de Dios. Todo lo que estaba fuera del ámbito controlado por la reli-
gión católica era demoniaco y como tal debía ser destruido. Aunque por la
influencia del humanismo se estaban considerando valiosas para la cristian-
dad algunas concepciones de las civilizaciones paganas (Egipto, Grecia y
Roma), en el ámbito de la reforma religiosa éstas sólo fueron rescatadas de
manera retórica, cuando servían de sustento al dogma o a la moral del cris-
tianismo, pero siempre dentro del marco de referencia agustiniano-tomista.
En la segunda mitad del siglo xvi, Felipe II y sus ideólogos, aprove-
chando un periodo de debilidad de Francia, consolidarían esta visión de una
monarquía católica mesiánica, defensora del papado y de la Iglesia contra
protestantes, criptojudíos y turcos, propulsora de las misiones en América y
Asia y promotora de la reforma eclesiástica que se postulaba como una nece-
sidad ineludible a partir del Concilio de Trento. Con el apoyo monárquico
hispánico, la Iglesia católica consolidó el movimiento de Contrarreforma,
que fortalecía la posición de los clérigos como rectores sociales, que ejercía
mayores controles sobre la religiosidad popular pero que, al mismo tiempo,
daba espacio al culto de reliquias, de santos y de imágenes y a la promoción
y exaltación de lo milagroso.
A lo largo de ese siglo xvi el territorio que hoy llamamos México inició su
integración a una cultura occidental que estaba viviendo transformaciones y
cambios. Los procesos de su conquista y su cristianización, los valores estéti-
cos, morales, políticos y filosóficos que se le trasmitieron y, en fin, todo lo
que podía constituir material para conformar identidades, se vio profunda-
mente influido por una religión católica triunfalista, mesiánica y guerrera
avalada por una monarquía y una Iglesia autoritarias. Durante los siglos xvi,
xvii y xviii en Nueva España, al igual que en el mundo católico de España,
Portugal y el resto de la América ibérica la violencia contra los idólatras y las
guerras que sostenía España en Europa se justificaban porque eran un me-
dio para expandir el cristianismo “verdadero” y como parte de la guerra cós-
mica entre las fuerzas del bien y las del mal. Durante estos siglos se seguiría
percibiendo el universo con base en las categorías religiosas agustinianas.
2. Retórica e imagen.
La construcción simbólica de la realidad
La retórica es la ciencia del bien decir. Y así como el filósofo sumo Platón conoció
una doble retórica; la filosófica, para impulsar a los hombres al bien […] eso es, a
las virtudes morales, y la adulatoria, vil y abyecta, para que los pueblos fueran
engatusados y engañados con lisonjas; así, séanos permitido a nosotros los cris-
tianos trasmitir, no la adulatoria ni solamente la filosófica, sino la retórica cristia-
na, la cual no puede contener nada que no apruebe la Iglesia, esposa de Cristo y
maestra de la verdad. Es pues la retórica cristiana el arte de encontrar, tratar
26 la retórica del bien y del mal
civilizaciones “de oralidad secundaria”, es decir, aquellas en las que un pequeño sector sabe leer
y escribir, pero la mayoría de la población es analfabeta.
28 la retórica del bien y del mal
14
James Murphy, La retórica en la Edad Media. Historia de la teoría retórica desde san Agustín
hasta el Renacimiento, pp. 145 y ss.
15
Alfonso Mendiola, Retórica…, pp. 180 y ss.
la retórica del bien y del mal 31
yor en lo que era ejemplar. Es decir, la verdad no tenía tanto que ver con el
ser como con el deber ser, y en última instancia su valor estaba supeditado
al uso que se le podía dar como guía para transitar por el mundo en camino
hacia la salvación eterna. En este contexto, podía considerarse tan históri-
ca una narración que describía los avatares de una expedición marítima
o una lista de los antepasados de un rey, como la que explicaba las visiones
de una monja o las mitologías de los paganos, pues todas tenían como finali-
dad última mostrar la actuación de la Providencia Divina en la vida humana
y dar una enseñanza sobre la actitud devota y obediente que debían tener los
hombres ante Dios. La percepción funcionaba no de una manera lógica sino
por analogías y las semejanzas y las relaciones entre las palabras eran esque-
mas explicativos fundamentales. Por ello, el papel de las etimologías para
comprender el mundo era esencial: el lenguaje construía la realidad y el tex-
to tenía un valor por sí mismo. Ante una verdad única, la historia no servía
más que para acumular argumentos a su favor, todo conocimiento era un
medio para sustentar la verdad divina y revelada, por ello la lectura y la glosa
de las autoridades eran argumentos de veracidad irrefutables. En el siglo xix
la retórica perdió este carácter de saber contextualizador para volverse sólo
un término reducido a lo decorativo y artificioso.
La cultura retórica concebía el universo como algo cerrado y jerárquico,
ordenado para cumplir una finalidad determinada y basaba su éxito comuni-
cativo en dos campos: el uso bello y elocuente del lenguaje y la estilización
de la conducta corporal, es decir, los buenos modales cortesanos. La retórica
se convirtió así en un sistema único de comunicación que sólo podía funcio-
nar en sociedades jerarquizadas (como las occidentales de los siglos xvi, xvii
y xviii) para las cuales hablar bien y vestirse y comportarse con propiedad
eran elementos que diferenciaban al cortesano del plebeyo. Por ello la “bue-
na educación” de las aristocracias se centraba básicamente en el manejo
adecuado de la comunicación oral y gestual (humanista), pues ésos eran los
rasgos que hacían a los “humanos” distintos de las “bestias”.16
Toda construcción retórica partía de una “inventio”, es decir, una forma de
“sacar alguna cosa de nuevo que no se haya visto antes ni tenga imitación
de otra”.17 Inventar era por tanto una acción que se relacionaba con el mos-
trar, con el enseñar, con el dar a conocer. Por ello en las sociedades “retóri-
cas” no tienen cabida los conocimientos novedosos y su información se ex-
trae de la memoria basada en la tradición. A partir de ese arsenal y con las
reglas para utilizarlo, la retórica se proponía tres objetivos: enseñar compor-
tamientos morales (docere), entretener (delectare) y provocar sentimientos de
repudio o de admiración (movere).18 Una buena invención debía utilizar,
16
Perla Chinchilla et al., La construcción retórica de la realidad. La Compañía de Jesús, pp.
30 y ss.
17
Sebastián de Cobarruvias, Tesoro de la lengua castellana o española, p. 740.
18
Jaime Borja Gómez, Los indios medievales de fray Pedro Aguado. Construcción del idólatra y
escritura de la historia en una crónica del siglo xvi, pp. 49 y ss.
32 la retórica del bien y del mal
para hacerse valiosa y legitimar su veracidad, los múltiples recursos del géne-
ro demostrativo: la cita de autoridades (como la Biblia o los autores cristia-
nos y grecolatinos), la alabanza de las virtudes, el vituperio de los vicios, la
amplificación (decir lo mismo de muchas maneras), las pruebas, la digresión
y el exemplum. Desde el siglo xiii, pero sobre todo en las centurias siguientes,
primero los cistercienses, después los mendicantes y por último los jesuitas
hicieron recopilaciones de ellos para reforzar una labor que iba dirigida a
afianzar la enseñanza cristiana y a reformar las costumbres dentro de los
términos de los que se consideraba una “sana moral”. El exemplum estaba
compuesto de un relato lineal corto, con su imagen mental connotada y una
moraleja, que muchas veces iba seguida de la presentación de un modelo de
comportamiento. En este tipo de narraciones, repetidas hasta la saciedad, se
presentaba a la memoria del oyente la asociación entre una imagen mental y
un texto. Estos exempla formaban parte fundamental de la retórica medieval
y barroca, y fueron utilizados tanto en textos destinados a la lectura, como
en aquellos discursos dirigidos a la predicación.
Desde el siglo xii la escritura había transformado los contenidos de todos
los discursos, dado que, al fijarlos y mantenerlos en la memoria de los hom-
bres, se les daba un carácter de veracidad y sacralidad y se les introducía en
un sentido de temporalidad que no poseía la oralidad. Esto fue especialmen-
te importante para aquellos textos considerados “históricos” que conseguían
convertir los hechos acontecidos en el pasado en relatos secuenciales, es de-
cir, en narraciones con un quién, un en dónde y un cuándo. Tales relatos te-
nían como objetivo narrar las hazañas de héroes religiosos o seculares y to-
dos seguían modelos tomados de la retórica. Las hazañas guerreras fueron
narradas así por los cantares de gesta, las novelas de caballería y las crónicas
de cruzada, cuya “historicidad” no se ponía en duda (historia y novela eran
términos intercambiables). Poco a poco, gracias a la presencia de letrados ju-
ristas en las chancillerías de los reyes, comenzaron a introducirse en esos
ámbitos cortesanos la cita de documentos originales (conservados en sus ar-
chivos) como argumentos retóricos de veracidad para consolidar el poder
dinástico de las monarquías sobre los nobles y vasallos.19
Ese mismo carácter propagandístico tuvieron las crónicas de las órdenes
mendicantes que buscaban mostrar y difundir, a través de esos testimonios es-
critos, las vidas de sus santos varones como modelos para las generaciones
que entraban a formar parte de la orden. Este tipo de crónicas estaban fuer-
temente vinculados con los tratados hagiográficos que narraban las vidas de
los santos. La hagiografía permitía a los fieles un acercamiento a lo maravi-
lloso, manifestado en sus milagros, y a la santidad inimitable, plasmada en
sus virtudes. Desde el punto de vista formal, la hagiografía presentaba dos
cualidades únicas: era la forma literaria más competente para infundir men-
sajes sociales y proyectar valores, pues su función era narrar vidas humanas,
19
A. Mendiola, Bernal Díaz del Castillo: verdad romanesca y verdad historiográfica, pp. 71 y ss.
la retórica del bien y del mal 33
20
J. Flori, op. cit., pp. 123 y ss.
21
Rudolph Bell y Donald Weinstein, Saints and Society: The Two Worlds of Western Christen-
dom, 1000-1700, p. 8.
22
Michel de Certeau, La fábula mística, pp. 110, 148 y 173.
34 la retórica del bien y del mal
23
W. Ong, op. cit., p. 81.
24
Norma Durán, Retórica de la santidad. Renuncia, culpa y subjetividad en un caso novohis-
pano, pp. 111 y ss.
la retórica del bien y del mal 35
25
Edmundo O’Gorman, “Introducción” a Gil González Dávila, Teatro eclesiástico de la primi-
tiva Iglesia de las Indias occidentales, p. xiii.
26
Cf. P. Chinchilla Pawling, De la Compositio Loci a la República de las letras. Predicación
jesuítica en el siglo xvii novohispano.
36 la retórica del bien y del mal
para provocar en ella admiración. Esos cortesanos, sin embargo, eran tam-
bién más exigente, por lo que fue necesario introducir en esta prédica (deno-
minada “de villa y corte”) novedades que atrajesen su atención. Pero, dado
que las verdades teológicas no podían ser innovadas, el único recurso dispo-
nible era la inserción en los sermones de temas de erudición (históricos, mi-
tológicos y alegóricos) y la floritura estilística.
Fue precisamente esa búsqueda de admiración, bajo el disfraz de una
mayor difusión, lo que llevó a varios de esos sermones a la imprenta. Con
ello terminó por cambiarse profundamente el sentido de esas piezas orato-
rias, convirtiéndolas de obras morales en obras artísticas. A lo largo del si-
glo xvii el sermón se integró a los otros géneros escritos y se le antepuso un
aparato de licencias, censuras, sentires, pareceres y aprobaciones, en el cual
se hablaba de las virtudes literarias de la pieza y del orador. Los destinata-
rios de estos textos (al igual que las crónicas, hagiografías, etcétera) eran
por supuesto todos aquellos miembros de la sociedad cortesana urbana
que podían leer, pero sobre todo la elite de especialistas (los ciudadanos de
la “república de las letras”), único sector cuyo refinamiento y conocimien-
tos les permitía comprender la profundidad de sus mensajes y admirar sus
proezas literarias.
Junto con los sermones, la omnipresencia de la retórica influyó también
profundamente en la factura de imágenes a partir del Concilio de Trento.
Frente a la iconoclastia protestante el mundo católico reafirmó el papel di-
dáctico y devocional de las representaciones plásticas, e incluso promovió el
culto a un cierto tipo de imágenes cuya historia estaba relacionada con he-
chos milagrosos y sobre las cuales se imprimieron tratados hierofánicos o
aparicionistas. Sin embargo, al igual que sucedió con el sermón, junto a
aquellas imágenes destinadas a la veneración o educación de las masas anal-
fabetas, masas que no pensaban en términos conceptuales sino en imágenes,
desde el siglo xvi se comenzaron a codificar representaciones dirigidas a los
ámbitos cultos forjando una cultura emblemática. En ella se pretendía mos-
trar, a través de un sistema de símbolos y narraciones mitológicas, históricas
y astrológicas, un conjunto de conceptos morales y metafísicos que permiti-
rían a sus receptores amar la virtud y odiar el vicio. Los emblemas combina-
ban textos e imágenes y pretendían imitar la escritura jeroglífica egipcia, que
se pensaba contenía secretos de las cosas divinas. Con base en tratados como
los de Alciato, Ripa, Colona y otros, se construían complicadas alegorías que
trataban de llegar tanto a los sentimientos como a la razón en un intrincado
y erudito mundo de referencias. A partir de los bestiarios y de los exempla
medievales, y de las fábulas y la mitología clásicas, animales, dioses, héroes
del mundo clásico y del Antiguo Testamento y figuras alegóricas llenaron la
poesía, los túmulos funerarios y los arcos triunfales. Estos últimos tenían un
especial valor en Nueva España pues eran elaborados a instancias de las dos
corporaciones urbanas más importantes en Puebla y en México (los ayunta-
mientos y los cabildos catedralicios) para recibir a los virreyes y constituían
la retórica del bien y del mal 37
27
Alejandro Cañeque, “Espejo de virreyes: el arco triunfal del siglo xvii como manual efíme-
ro del buen gobernante”, en José Pascual Buxó, ed., Recepción y espectáculo en la América virrei-
nal, pp. 199-218.
38 la retórica del bien y del mal
La fiesta era un texto que todo el mundo sabía leer pero también era un
espacio de esparcimiento en el que actores y espectadores estaban relajados,
lo que permitía una mayor receptividad de los mensajes. Las fiestas eran he-
rramientas culturales en las que se mostraba la hegemonía del Imperio y se
enviaban mensajes de control social, se exigía sumisión, se fomentaba la
aceptación de sus políticas y se legitimaba su dominio sobre los americanos.
En ellas se proponían los ideales del buen gobernante y del buen vasallo,
evocando las virtudes cristianas de ambos, y se enfatizaba que la monarquía
traía prosperidad y abundancia, siempre y cuando cada quien mantuviera el
lugar que le correspondía en la jerarquía social. Pero al mismo tiempo, las
fiestas fueron un foro donde los vasallos pudieron proponer sus propios dis-
cursos y exigir la preservación de sus privilegios. Se convirtieron también en
escenarios para la sátira, el desfogue popular y la crítica a las instituciones.
En la fiesta se establecía el diálogo con la pluralidad de estructuras que for-
maban el entramado social.28
Toda sociedad se estructura a partir de instituciones dentro de las cuales
los individuos desempeñan papeles determinados. En las sociedades de Anti-
guo Régimen, esas instituciones se organizaban, como hemos insistido, bajo
un sistema corporativo en el cual cada uno de los cuerpos sociales presenta-
ba fuertes autonomías, estructuras jurídicas inamovibles, posibilidades de
sufragio y un cúmulo de signos que le daban identidad (estandartes, vesti-
menta, escudos, santos, liturgias, edificaciones religiosas y, algunos, hasta
crónicas). Estos aparatos de representación eran fundamentales para una
sociedad que tenía en la teatralización, la apariencia y el boato externo desa-
rrollado en los rituales cotidianos, el único instrumento por medio del cual
se hacía visible algo tan abstracto como el poder, la autoridad y las institu-
ciones. Como señala Roger Chartier: “La representación se transforma en
máquina de fabricar respeto y sumisión, en un instrumento que produce una
coacción interiorizada, necesaria allí donde falla el posible recurso a la fuer-
za bruta”.29 Esto explica las grandes fortunas que se gastaban en esos apara-
tos de representación, pues gracias a ellos las instituciones poseían una pre-
sencia social que legitimaba y hacía posible su misma existencia.
Así, a la dimensión teológica (que concebía como única y principal fun-
ción de estos artefactos culturales la alabanza y la súplica dirigidas a la Di-
vinidad), y a la función retórica (que los veía como un instrumento de comu-
nicación para inculcar valores para la salvación), se unía una tercera finalidad
que, a partir de la ostentación y la publicidad, buscaba prestigio y prebendas
para las corporaciones y los individuos, mecenas y promotores de tales crea-
ciones culturales.
28
Linda A. Curcio-Nagy, The Great Festivals of Colonial Mexico City. Performing Power and
Identity, pp. 3 y ss.
29
Roger Chartier, El mundo como representación, p. 59.
la retórica del bien y del mal 39
30
Baltasar de Medina, Crónica de la santa provincia de San Diego de México, p. 258.
40 la retórica del bien y del mal
31
D. Valadés, op. cit., p. 63.
32
Citado por Anthony Padgen, La caída del hombre natural. El hombre americano y los oríge-
nes de la etnología comparativa, p. 103.
33
Epístola a los Gálatas, 4, 22-27.
34
Louis Réau, Iconografía del arte cristiano, vol. ii, p. 745.
35
A. de Hipona, op. cit., libro xxii, cap. 17, p. 514. De hecho, los cuatro últimos libros de La
ciudad de Dios son una interpretación muy detallada del Apocalipsis.
la retórica del bien y del mal 41
36
Elsa Cecilia Frost, La historia de Dios en las Indias. Visión franciscana del mundo,
pp. 64 y ss.
42 la retórica del bien y del mal
nos. Por ello en las descripciones de las vidas de tales actores se ponía énfa-
sis no en aquello particular de cada uno sino en lo que era ejemplar.
La principal fuente para esas historias era la Biblia, texto por donde cir-
culaban narraciones en las que los héroes del pueblo de Israel y de la primi-
tiva Iglesia cristiana (los hijos de la luz) se relacionaban con egipcios, babilo-
nios, fenicios, filisteos, griegos y romanos (los hijos de las tinieblas). A ella se
agregaron las leyendas áureas que describían las prodigiosas vidas de márti-
res, ermitaños, monjes, obispos, mujeres, nobles y reyes que habían sido to-
cados por Dios. Éstos eran los héroes de la llamada “historia sagrada”. Sin
embargo, desde la Edad Media comenzaron a insertarse como parte de la
historia otras narraciones que hablaban de hazañas guerreras o que servían
de modelos de buen gobierno para los príncipes. Por un lado influyó la recu-
peración del mundo clásico con los héroes de la guerra de Troya, las hazañas
de Alejandro Magno o de Julio César y los ejemplos de los emperadores ro-
manos; por el otro los ciclos de la literatura caballeresca elaborada alrededor
de personajes como el rey Arturo o Carlomagno entraron también al arsenal
retórico del que podían salir ejemplos morales.
Este proceso de recuperación de la historia “profana” está relacionado
con el ascenso de los ideales caballerescos desde el siglo xii. Ciertamente los
valores que se ofrecían a estos laicos guerreros estuvieron marcados por el
cristianismo que los volvió “protectores de la Cristiandad”, sobre todo a par-
tir de las Cruzadas. Fue entonces que se crearon las órdenes militares (Tem-
ple, Santiago, Calatrava), se generalizó el culto a santos caballeros, se recu-
peraron viejas formulas litúrgicas para bendecir a guerreros y armas y se
generaron ceremonias de investidura, ritual que sacralizaban sus promesas
de servicio a la causa de la fe y recordaban las virtudes que el caballero debía
cumplir. Sin embargo, el ideario caballeresco de la Iglesia competía con otros
que, si bien tomaban elementos y valores de la religión cristiana, respondían
a un tipo de intereses distintos. Las monarquías renacientes de los siglos xiii
y xiv, por ejemplo, insertaron el esquema caballeresco en su proyecto de so-
meter a las fuerzas feudales, en especial a una baja nobleza que los podía
apoyar con su belicosidad a consolidar el poder centralizador. Frente a los
clérigos, que restringían los placeres a los caballeros, los reyes los colmaban
de música, canciones, cacerías, banquetes y torneos. Frente al modelo de
castidad clerical se imponían los códigos relacionados con la mujer y con el
amor cortés, códigos en los cuales la moral nobiliaria también se distanciaba
de la ética eclesiástica.37
Para el siglo xiv se intensificó el culto a los tiempos en que la caballería
era perfecta, a una edad dorada representada por el mito artúrico, por los
cantares de gesta carolingios o por los héroes de la Cruzada. En el siglo xv
la aparición del tema de los nueve de la fama formuló el modelo retórico
de unos caballeros (reyes o nobles) cuyas hazañas históricas eran dignas de
37
Cf. J. Flori, Caballeros y caballería en la Edad Media.
la retórica del bien y del mal 43
emulación pero también de memoria: tres de ellos eran judíos (Josué, David
y Judas Macabeo), tres eran paganos (Héctor, Alejandro y Julio César) y tres
cristianos (Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon). Su presencia mos-
traba la gran circulación que tenían no sólo los temas bíblicos, sino también
las historias épicas del ciclo francés carolingio, la llamada materia artúrica
bretona y las narraciones troyanas, alejandrinas y romanas. Para esta histo-
ria retórica no había una distinción entre los héroes reales y los míticos. Ese
mismo sentido tenía el rescate de los dioses paganos como Marte, o de los
héroes clásicos como Perseo o Hércules, considerados como hombres cuyas
hazañas los habían convertido en seres deificados. En ellos podían encon-
trarse no sólo símbolos de valores no cristianos de lo caballeresco, sino ade-
más reflejaban el nuevo gusto por la Antigüedad pagana con una moral que
justificaba la violencia y la atracción por las mujeres, sin los pruritos que im-
ponía el cristianismo.38
Durante el Renacimiento comenzaron a aparecer nuevos héroes, el sabio
letrado, el poeta, el artista, que podían proceder de la clerecía, la nobleza o la
burguesía, pero cuyas virtudes no compaginaban ni con las del santo ni con
las del guerrero pues estaban vinculadas al conocimiento libresco o a la ca-
pacidad creadora de belleza. Su actividad, aunque podía estar relatada tanto
en la historia sagrada como en la profana, era sin embargo un nuevo timbre
de orgullo para las comunidades que los tuvieron como miembros.
Con todo, ambas percepciones del pasado, la sagrada y la profana, esta-
ban fuertemente arraigadas en la concepción agustiniana de la historia, en la
cual no podía existir la idea de que el mundo era perfectible. El único hecho
futuro seguro era el Apocalipsis y la única sociedad perfecta era la Jerusalén
celeste; el progreso era imposible de concebir a causa de la presencia de la
ciudad de Satanás. De esta concepción participaba incluso la herética visión
de un reino milenario de Cristo instaurado en la tierra que consideraba el
futuro como una recuperación del Edén perdido, situación que sería impues-
to por Dios de manera rotunda e inminente y no paulatina. Al no existir la
idea de “progreso”, tampoco se podía concebir un mejoramiento en la socie-
dad. Hasta las utopías del Renacimiento fueron pensadas como construccio-
nes ideales de las que no se esperaba una concreción en el futuro. Estaban
asumidas como paradigmas que mostraban críticamente las limitaciones del
presente. Por ello, las sociedades que buscaban modelos de perfección terre-
nales veían hacia el pasado, no hacia el futuro. A pesar de ello, tampoco el
pasado era concebido en una perspectiva de distancia histórica, sino como
una sucesión de imperios que habían seguido una evolución similar (ascen-
so, plenitud y decadencia) y cuyos héroes y villanos se comportaban de ma-
nera muy similar a los de su presente. La única época en la que la humani-
dad fue perfecta y feliz se dio en el paraíso terrenal, cuando Adán y Eva no
habían contaminado con su pecado toda la creación y a su descendencia.
38
Maurice Keen, La caballería, pp. 145 y ss.
44 la retórica del bien y del mal
39
Jean Delumeau, Historia del paraíso, vol. iii, pp. 24 y ss.
40
En el relato se establece un contrato de inteligibilidad que consiste en la relación que se da
entre el mundo narrado y el real, en que los espacios deben ser reconocibles, es decir, contar con
un alto grado de referencialidad. La dimensión espacial del relato es también donde convergen
y se articulan los valores temáticos, ideológicos y simbólicos de una época. Luz Aurora Pimentel,
El espacio en la ficción. Ficciones espaciales. La representación del espacio en los textos narrativos,
pp. 10 y 64.
la retórica del bien y del mal 45
41
S. de Cobarruvias, op. cit., pp. 823, 857 y 885.
46 la retórica del bien y del mal
los reinos y provincias sujetos a una cabeza suprema. Por estar basada en la
constitución del imperio romano, la figura del emperador se convirtió en la re-
presentación más acabada de ese dominio universal. Esa monarquía hispá-
nica, defensora de la fe, se manifestaba en todo el ámbito imperial a través
de sus representantes los virreyes, imágenes vivas del rey, realidad superior
e invisible que a su vez era representante de Dios en la tierra. Por ello, a pe-
sar de su poder absoluto, la monarquía debía gobernar procurando el bien
común de su pueblo y obedeciendo las leyes, pues debía rendir cuentas de su
actuación al rey supremo. De ahí que cuando no hubiera cabeza visible en la
monarquía, la autoridad regresaba al pueblo en donde de hecho residía la vo-
luntad de Dios.45 Con todo, a lo largo de los siglos medievales, y aún hasta
el Barroco, se elaboró una compleja red de símbolos que convirtieron a la
monarquía en una institución santa. La canonización de algunos reyes por
ser protectores de la Iglesia, fundadores de monasterios, difusores de la fe
y vencedores de los paganos e infieles (llegando incluso varios de ellos a ser
considerados mártires por haber muerto en esas guerras santas), reforzaron
el carácter sagrado de la realeza. Por otro lado, la introducción paulatina de
los emblemas monárquicos (trono, cetro, corona y espada) como atributos
de la divinidad daban legitimidad a los reyes terrenales, vinculándolos indi-
solublemente con un cielo que se concebía como una corte palaciega.
De estas cuatro identidades que funcionaban en Nueva España quedaron
testimonios escritos y visuales. Sus creadores pertenecían a los sectores que te-
nían acceso o que controlaban los medios de difusión (fiestas, imprentas,
sermones, imágenes, liturgia, etcétera). Como en toda sociedad estamental
y jerarquizada de Occidente, en la de Nueva España la mayor parte de los
llamados “letrados” procedían del ámbito eclesiástico, aunque también exis-
tía un número elevado de testimonios de los sectores seglares: los caballeros
nobles, los comerciantes y los funcionarios de la Corona.
Los miembros del aparato eclesiástico poseían un fuerte sentimiento de
pertenencia estamental, reforzado por una serie de privilegios, como la exen-
ción tributaria, el derecho a ser juzgados por tribunales especiales, el fuero
de intocabilidad, etcétera. Esto fue sin duda una de las razones por las que
fueron los que construyeron los más sólidos discursos identitarios. El or-
den social, considerado como divino, separaba a los habitantes en clérigos y
laicos, y en éste los primeros eran superiores por ser castos y representar a
Dios. No obstante, la Iglesia no era una unidad que actuaba de manera uni-
forme y en total acuerdo; por principio, existían dentro de ella dos grandes
sectores: el clero secular y el clero regular. El primero, que vivía en el siglo
o saeculum y no en comunidades, dependía directamente de los obispos y
estaba formado por los miembros de los cabildos de las catedrales y por los
sacerdotes que tenían a su cargo la administración religiosa en algunos san-
tuarios, parroquias y capillas. El regular, por su parte, habitaba en conventos,
45
A. Cañeque, “Espejo de virreyes…”, en J. P. Buxó (ed.), op. cit., pp. 203 y ss.
48 la retórica del bien y del mal
colegios u hospitales bajo una regla y estaba formado por diversas órdenes
religiosas cuyas provincias estaban distribuidas en un territorio donde esta-
ban sus diversas fundaciones.
Entre las diferentes órdenes que formaban el clero regular había grandes
diferencias en cuanto a actividades y organización, pues sus sacerdotes te-
nían diferentes maneras de concebir la administración de la religión a la po-
blación blanca, mestiza e indígena. Los mendicantes la realizaban en sus
templos y en los de las religiosas adscritas a ellos; las órdenes hospitala-
rias en los hospitales bajo su cuidado, y los jesuitas la desarrollaban en las
calles, en sus colegios, en las cárceles, entre las monjas o en los recogimien-
tos de mujeres. Además estaban las actividades que franciscanos, dominicos,
agustinos y jesuitas desarrollaban en los pueblos de indios en la antigua
Mesoamérica y en las misiones entre infieles en el norte.
Este control que ejercían los regulares sobre una buena parte de la po-
blación, que era indígena, generó desde el siglo xvi profundos conflictos en-
tre ellos y el episcopado. Desde mediados de esa centuria, los obispos se opu-
sieron al acaparamiento de los frailes mendicantes sobre la mayoría de las
parroquias indígenas en pueblos y ciudades; cuando los obispos quisieron
ejercer su autoridad sobre ellas, los religiosos se negaron a obedecerlos ale-
gando que sólo recibían órdenes de sus provinciales. La lucha entre ambos
sectores de la Iglesia estalló irremediablemente y duró hasta que las pa-
rroquias fueron entregadas a los seculares en el siglo xviii, con excepción de
varias en Puebla, que ya habían sido secularizadas por el obispo Juan de Pa-
lafox desde mediados del siglo xvii. Este mismo prelado entró también en
conflicto con los jesuitas y otras órdenes a causa de la situación de exención
que éstas tenían en el pago a la catedral de los diezmos sobre sus haciendas.
Estos conflictos marcaron muchos de los discursos identitarios a lo largo de
los tres siglos virreinales.
Por otro lado, a partir de la segunda mitad del siglo xvi la Iglesia novohis-
pana afianzó sus lazos con los grupos de poder y vinculó sus intereses con los
de las elites económicas. Por ello, en los dos primero siglos virreinales, el es-
tamento eclesiástico novohispano estuvo formado básicamente por elemen-
tos del grupo “español”, pues se prohibió explícitamente la entrada en él a los
indígenas, mestizos y mulatos, considerados como espurios o bastardos. Sin
embargo, miembros de estos grupos, incluso de origen ilegítimo, ingresaron
continuamente al clero gracias al ambiguo uso que se daba al término “espa-
ñol”. La Iglesia se convirtió así en una de las pocas salidas que tenían los hi-
jos de las familias acomodadas y medias, pues el mayor lo heredaba todo y
muchos de los segundones se veían obligados a tomar el estado eclesiástico.
Este fenómeno provocó una entrada masiva de criollos en el clero secular y
regular, lo que afianzó los lazos entre la Iglesia y la sociedad civil.
Asimismo, herencias y limosnas se acumulaban en las instituciones ecle-
siásticas que permanecían en el tiempo y que no fragmentaban sus propieda-
des, a pesar de las continuas prohibiciones de la Corona con el fin de que
la retórica del bien y del mal 49
46
Paul Ganster, “Religiosos”, en Louisa Hoberman y Susan M. Socolow (comps.), Ciudades y
sociedad en Latinoamérica colonial, pp. 153 y ss.
la retórica del bien y del mal 51
47
Bernard Lavallé, Las promesas ambiguas. Criollismo colonial en los Andes, pp. 15 y ss.
48
Cf. E. O’Gorman, Meditaciones sobre el criollismo.
la retórica del bien y del mal 53
el medio por el cual los individuos podían hacer valer sus derechos ante el
Estado, recibir asistencia social e incluso obtener ascenso personal. A través
de ellas, las autoridades podían vigilar el cumplimiento de obligaciones fis-
cales y legales y dirimir disputas. Cada corporación poseía sus propios regla-
mentos y estatutos internos que regulaban el ingreso y las obligaciones de
los miembros; cada una administraba sus mecanismos de elección de autori-
dades y de autorregulación (veedores en los gremios, visitadores en las pro-
vincias religiosas); cada una controlaba los recursos económicos para gastos
colectivos y organizaba las celebraciones de sus santos protectores; por últi-
mo, cada una detentaba sus estandartes, galardones, imágenes y trajes pro-
pios, sistemas simbólicos que cada corporación configuraba, transmitía y
exhibía en las procesiones y fiestas civiles y religiosas, defendiendo en ellas
su posición respecto de los otros cuerpos sociales, su espacio predetermina-
do y situado jerárquicamente. En algunas de ellas se exaltaban también los
logros de sus miembros destacados por medio de crónicas y retratos, pues
con esto la corporación obtenía prestigio. Quien no pertenecía a uno o varios
de estos cuerpos era un verdadero marginado del orden social.49 En ellos, fi-
nalmente, se produjo y reprodujo la sofisticada cultura barroca que tenía
como sus principales promotores las cofradías y congregaciones, la universi-
dad y la corte en la capital y los conventos masculinos y femeninos, los ayun-
tamientos urbanos y los cabildos de las catedrales en las ciudades impor-
tantes. Estos ámbitos eran centros de convivencia, pero también espacios
forjadores de normas de sociabilidad y civilidad. En ellas existía una memo-
ria colectiva almacenada en sus archivos que se transmitía oral o visualmen-
te a las nuevas generaciones. Aunque no todas poseían un sentido de histori-
cidad, ni el cargo de cronista de la corporación, para todas era fundamental
la acumulación de información pues una buena parte de sus privilegios po-
dían ser defendidos gracias a esa memoria documental.
El carácter corporativo de la sociedad estaba también relacionado con
un dogma religioso, el del cuerpo místico de Cristo. Éste se concebía forma-
do por la Iglesia triunfante, que habitaba en el cielo; por la purgante, que
estaba de paso en el purgatorio, y por la militante, formada por los diversos
cuerpos sociales de la cristiandad. En una fiesta anual, la del Corpus Christi,
y en muchas otras celebraciones religiosas, la ciudad se transformaba en un
teatro en el cual cada uno de los cuerpos sociales o corporaciones desfilaban
alrededor de una custodia que contenía la Eucaristía (el “cuerpo real” de
Cristo). Todos los gestos, comportamientos y movimientos de masas, los ca-
rros alegóricos y las imágenes de los santos que los acompañaban, los arcos
triunfales y los altares efímeros iban dirigidos a cohesionar al grupo y darle
un sentido de salvación; representaban al pueblo elegido en el camino hacia
la Jerusalén celeste, la Iglesia triunfante.
49
Cf. Marialba Pastor Llaneza, Cuerpos sociales cuerpos sacrificiales.
54 la retórica del bien y del mal
5. Cambios y permanencias.
Una propuesta de periodización
50
Diego de Valera, Crónica de los Reyes Católicos, p. 148.
la retórica del bien y del mal 55
tituía poco a poco al de Nueva España. El proceso se dio a partir de los sím-
bolos construidos por la capital, pero en él colaboraron muchos letrados
provenientes de todas las otras ciudades del virreinato. Los grandes temas de
esta construcción ilustrada fueron: la elaboración de una cartografía y una
geografía general, la uniformación de un pasado prehispánico común a todo
el territorio, la exaltación de hombres y mujeres sabios y santos que eran
orgullo para todos los novohispanos y la difusión del culto y del patronaz-
go de la virgen de Guadalupe. Frente a este proceso que fue el inicio de una
idea de nación, algunas ciudades criollas e indígenas consolidaron también
las identidades patrias locales en un juego de imitación y rechazo de aque-
llos patrones que imponía la capital.
Como consecuencia del afán borbónico de ejercer mayores controles y
de limitar la participación de los nacidos en Indias en las esferas del poder,
la elite criolla (al igual que los caciques indígenas) reforzó sus actitudes au-
tonomistas utilizando los símbolos elaborados durante el Barroco, usando
sus mismos recursos visuales y textuales. Sin embargo, a diferencia del Ba-
rroco, que penetró profundamente en los ámbitos indígenas y mestizos, la
Ilustración fue una cultura elitista que se mantuvo ajena al pueblo, cuya reli-
giosidad seguía viva y pujante. Esto introdujo una ruptura entre la cultura
tradicional (que se basaba en una visión barroca, retórica, religiosa y corpo-
rativa) y la cultura ilustrada (secularizada, racionalista, individualista y ape-
gada a los controles del Estado). Ambas seguirían enfrentándose a lo largo
del siglo xix.
II. LA ERA MEDIEVAL-RENACENTISTA:
LOS TEXTOS FUNDANTES Y LOS MODELOS FESTIVOS
1
Carlos Garriga, “Patrias criollas, plazas militares: sobre la América de Carlos IV”, en Eduar-
do Partiré (coord.), La América de Carlos IV, pp. 35-130.
la era medieval-renacentista 63
2
Hernán Cortés, “Tercera carta de relación” (15 de mayo de 1522), en Cartas de relación, p. 209.
64 la era medieval-renacentista
sobre la república de indios dentro la ciudad, sino también sobre los pueblos
comarcanos que estaban alrededor de la laguna y que habían sido sujetos de
Tenochtitlan, pues consideraban que el sucesor legítimo de esa ciudad era el
ayuntamiento español.3
Este organismo, fundado por Hernán Cortés en Coyoacán desde 1521,
funcionó como un bastión de los conquistadores frente a los nuevos inmi-
grantes que llegaban a la ciudad y de hecho el palacio del conquistador en la
capital fue la sede donde se reunió el ayuntamiento hasta 1526, año en que
éste tuvo sus propias casas. Junto con su sede, esta corporación necesitó
muy pronto forjar varios símbolos urbanos para consolidar su preeminencia
en la ciudad. El primero de ellos fue un escudo de armas para la urbe solici-
tado a Carlos V a fines de 1522 y concedido el 4 de junio de 1523. En él, re-
saltaba sobre un fondo azul, que recordaba la laguna, una torre dorada con
tres puentes de piedra que llegaban a ella, sin tocarla, y un león rampante en
señal de la victoria de los cristianos y en recuerdo del castillo y el león de la
Corona española unificada bajo Castilla. El escudo estaba rodeado de una
orla con diez hojas de nopal verdes y carecía de timbre (es decir, la insig-
nia colocada sobre el emblema). Aunque no existen testimonios gráficos de
esos primeros tiempos, es muy probable que desde fechas tempranas fuera
utilizado como tal el águila sobre el nopal, que a la larga se sobrepuso como
timbre o insignia al escudo de Carlos V. En 1535 los franciscanos permitie-
ron que los indígenas colocaran en un ángulo del atrio del convento de San
Francisco una lápida esculpida que representaba el símbolo mexica de la
fundación de Tenochtitlan. Sin embargo, el águila, en lugar de estar posada
en el nopal emblemático, se erguía sobre una esfera poblada de casas, que
simbolizaban la nueva Jerusalén, en la que se había transformado la antigua
Tenochtitlan en la imaginación de los frailes.4
Es un hecho que a mediados del siglo xvi ese emblema ya era utilizado,
pues en una lámina del Códice Osuna sobre la expedición a la Florida (1559-
1560) se muestra a un capitán a caballo portando una bandera con el águila
y el nopal. Es lógico pensar que al no haberse dado propiamente un acto de
fundación a causa de que existía previamente una ciudad prehispánica, se
utilizara el emblema fundador de ésta desde la fecha mítica de 1315. De he-
cho, el escudo español tenía tan pocas referencias a la antigua ciudad
(la laguna y los nopales) que no podía funcionar más que añadiéndole el de
3
Jorge González Angulo, “El criollismo y los símbolos urbanos”, Historias. Revista de la Di-
rección de Estudios Históricos del inah, núm. 26, pp. 76-81.
4
Enrique Florescano, La bandera mexicana, p. 45. En la segunda mitad del siglo los religiosos
permitieron la representación del emblema mexica en varios de sus conventos; en el templo fran-
ciscano de la Asunción de Nuestra Señora, edificado en Tecamachalco (Puebla), un águila escul-
pida con un copilli o diadema indígena y el símbolo de la guerra se colocó en la base de la to-
rre de la iglesia. Asimismo, en el templo agustino de Ixmiquilpan destaca la imagen del águila
parada sobre el nopal en uno de los frescos del coro bajo. Aparece también en la fachada del tem-
plo agustino de Yuriria en Michoacán, igual que en el convento franciscano de Tultitlán.
la era medieval-renacentista 65
A mediados del siglo, el paseo con el pendón ya era un festejo lleno de os-
tentación con corridas de toros, juegos de cañas y escaramuzas y con balco-
nes y ventanas engalanados con colgaduras y alfombras, toda una fiesta cívi-
ca vinculada con la celebración religiosa del Día de San Hipólito. En el desfile
(que tenía más rasgos de parada militar que de procesión), uno de los regi-
dores, el que tenía el cargo de alférez real, iba en medio del virrey y del pre-
sidente de la Audiencia portando el pendón, y éstos eran seguidos por los
oidores, regidores, alguaciles y casi todos los nobles de la ciudad. Al parecer
el desfile tenía también un carácter religioso, pues en 1537 el Ayuntamiento
concedió al gremio de plateros llevar la estatua de san Hipólito en la víspera
de la fiesta y el mismo día 13 (igual que lo hacían en el Corpus). Al llegar a
la ermita del santo, el cortejo era recibido por el arzobispo y su cabildo y se
cantaban las “vísperas”, acompañadas con trompetas, chirimías, sacabuches
y todo género de instrumentos de música. Al día siguiente, volvía el acompa-
ñamiento a la iglesia y el arzobispo celebraba una misa solemne y un orador
predicaba un sermón en honor a los españoles que habían derramado su san-
gre durante la conquista.7 Desde que obtuvo su escudo de armas en 1523, la
ciudad recibió del rey la licencia para enarbolar su pendón, como en todos
los reinos de Castilla, y en este lábaro, desde 1532, a raíz de la concesión del
Alferazgo real a la ciudad de México, se labraron tanto el escudo de armas
de la capital como el de la Corona. Ambos representaban los dos extremos de
las identidades en construcción: la local, elaborada por los cristianos viejos
y hombres libres que se ennoblecían con el emblema heráldico de la capital
que representaba su ayuntamiento, y la imperial, impuesta por el rey y sus
funcionarios como ratificación de la dependencia de estos territorios a Casti-
lla y como un símbolo de lealtad.8
Frente a la fiesta de los conquistadores existen continuas referencias a la
participación de la nobleza indígena en danzas y batallas ficticias con instru-
mentos musicales y cantos en lengua náhuatl en los que se hacía alusión al
poder militar de sus ancestros. Estos “mitotes” insertos en celebraciones espa-
ñolas permitían a los nobles asimilados al sistema español un medio para
mostrarse simbólicamente iguales a los españoles, a pesar de que no se les
permitía participar directamente en la procesión.
Por otro lado, la ciudad de México era sede de tres ayuntamientos (dos
indios y uno español) además de ser la capital del reino, y por ello todas las
instancias que gobernaron a la capital y a la Nueva España hacían acto de
presencia en los festejos importantes, como la fiesta del Corpus Christi. Esto
se vio desde el primer gobierno que tuvo el reino, el de Hernán Cortés, aun-
que quedan muy pocas noticias de ella.
En esos primeros años, la situación de Nueva España era muy difícil a
causa de las pugnas entre los amigos y los enemigos de Cortés en las cuales
7
Manuel Romero de Terreros, Torneos, mascaradas y fiestas reales en la Nueva España, pp. 14 y ss.
8
F. Baca Plasencia, op. cit., pp. 44 y ss.
la era medieval-renacentista 67
9
José Antonio Gay, Historia de Oaxaca, vol. i, pp. 261 y ss.
68 la era medieval-renacentista
10
Julia Hirschberg, “La fundación de Puebla de los Ángeles, mito y realidad”, Historia Mexi-
cana, vol. xxviii, núm. 2, pp. 185-223.
11
Ésta es la fecha que da Hugo Leicht, Las calles de Puebla. Estudio histórico, p. 320. Este
autor señala también que el escudo de armas se le concedió el 20 de julio de 1538. Sin embargo,
Gil González Dávila, en su Teatro eclesiástico..., p. 70, señala que tal título había sido otorgado a
la ciudad por Carlos V el 20 de marzo de 1532.
12
De hecho la cita completa de dicho salmo es: Quoniam Angelis suis mandavit de te ut cus-
todiant te in ómnibus viis tuis.
13
Antonio López de Villaseñor, Cartilla vieja de la nobilísima ciudad de Puebla (1781), pp. 39 y
155. En Oaxaca se trasladaba el pendón el Día de San Marcial Obispo y en Ciudad Real de Chia-
pas y en Compostela en la fiesta de Santiago.
la era medieval-renacentista 69
14
Charles Gibson, Tlaxcala en el siglo xvi, pp. 64 y ss.
15
Idem.
16
Idem.
70 la era medieval-renacentista
guió a la conquista, este territorio había sido escenario de una gran violen-
cia. Hernán Cortés ordenó a Cristóbal de Olid que sometiera a Zuangua de
Tzintzuntzan, pero cuando el enviado llegó el cazonci se había fugado. Olid
intentó la fundación en esa ciudad de un cabildo pero, al igual que en Ante-
quera, Cortés estorbó el proyecto pues le interesaba convertir la capital de
Michoacán en otra de sus encomiendas. A la muerte de Zuangua en una epi-
demia y después de una crisis sucesoria llegó al trono Tangáxoan, quien al
ser bautizado recibió el nombre de Francisco. Este cacique, aliado de Cortés
y de los franciscanos, sufrió varias veces prisión hasta que Nuño de Guzmán
lo mandó matar ante su negativa a colaborar con él cuando iba hacia la con-
quista de Jalisco. El hermano adoptivo de Francisco, Pedro Cuinierángari,
ocupó entonces el cargo de gobernador.
Entre 1533 y 1534 llegaba el oidor Vasco de Quiroga a visitar Michoacán
con la orden de la Audiencia de castigar a los corregidores y encomenderos
abusivos, como Juan Infante, y a pactar con los señores indígenas las condi-
ciones de una convivencia pacífica entre indios y españoles. Quiroga llevaba
también el encargo de fundar una ciudad que fuera cabecera de la provincia
y futuro obispado. Tzintzuntzan fue elegida por el oidor como sede de lo que
se llamaría Granada y que en 1534 recibiría del rey el título de ciudad. Pero
cuando Quiroga regresó a Michoacán en 1538, ya nombrado obispo y sin
consultar al virrey, le pareció que sería más conveniente fundar su capital en
Pátzcuaro, a la cual, “como barrio de Tzintzuntzan”, trasladó el título de ciu-
dad. Por medio de varias concesiones, convenció a don Pedro Cuinierángari,
que era entonces gobernador, a trasladarse desde Tzintzuntzan a la nueva
sede. El proyecto de don Vasco era fundar una comunidad donde convivie-
ran indios y españoles.
Para llevar a cabo su proyecto, Quiroga inició la construcción de una so-
berbia catedral con cinco naves distribuidas como los dedos de una mano,
para que cada sector de la población tuviera su lugar; después fundó el Cole-
gio de San Nicolás con el fin de formar a los sacerdotes de su nueva utopía y
el hospital de Santa Marta que albergaría la imagen de la virgen de la Salud,
cuya devoción se extendió a todos los hospitales del territorio fundados a
instancias de don Vasco. Su proyecto encontró la oposición de una parte de
la nobleza indígena, de los franciscanos de Tzintzuntzan y de algunos enco-
menderos. Sin embargo, posiblemente desde entonces se comenzó a realizar
la fiesta anual el 29 de junio, Día de San Pedro, en que se conmemoraba la
entrada de los españoles en Michoacán; entonces, la nobleza de Pátzcuaro
sacaba los estandartes que según la tradición le habían sido concedidos por
Hernán Cortés.17
En 1541 el virrey Mendoza se hizo eco de los descontentos con el proyecto
de Quiroga y temeroso del peligro que implicaba un poder tan grande decidió
fundar una ciudad española en Guayangareo que compitiera con Pátzcuaro.
17
Felipe Castro Gutiérrez, Los tarascos y el imperio español (1600-1740), p. 22.
la era medieval-renacentista 71
21
C. Garriga, “Patrias criollas…”, en E. Partiré (coord.), op. cit., pp. 60 y ss.
22
Cristóbal Colón, “Narración del tercer viaje”, en Los cuatro viajes y Testamento, p. 242.
la era medieval-renacentista 73
23
Jean Delumeau, Historia del paraíso, vol. i, pp. 393 y ss.
74 la era medieval-renacentista
24
Américo Vespuccio, Cartas de viaje. Carta del 18 de julio de 1502, p. 56.
la era medieval-renacentista 75
definían objetos jamás vistos por ellos (chocolate, tomate, tabaco); términos,
por otro lado, que fueron también difundidos por todo el continente ameri-
cano (como la palabra caribe “cacique”) en ese proceso uniformador que sig-
nificó la colonización ibérica en América.
Por su parte, los países allende los Pirineos procesaron esa información,
la utilizaron a menudo como un arma política para orquestar una propa-
ganda negativa contra España y, con mayor abundancia que en la península
ibérica, convirtieron esos textos en imágenes. La primacía de las imprentas
alemanas e italianas durante los años de los primeros descubrimientos, y
después las de los Países Bajos, le dieron a estas regiones la preeminencia
en la creación de los modelos que después se impondrían en el resto de Eu-
ropa. Esto sucede en todos los ámbitos de la imaginería americana, tanto en
materia cartográfica, como en lo relativo a la vestimenta de los indios o a las
alegorías de América. El uso que hicieron esas imprentas de imágenes para
ilustrar sus textos marcó su supremacía frente a la incipiente actividad de
las imprentas ibéricas y a su pobreza de imágenes.
Uno de los mayores impactos que recibieron los europeos al entrar en
contacto con la realidad americana fue la enorme cantidad de animales y
plantas, distintos a los del viejo continente, y la exuberancia de su naturale-
za. Tal proliferación obligaba a los cronistas a incluir en sus textos aspectos
de lo que en la época se llamaba “Historia Natural”. Uno de los primeros in-
teresados en dejar constancia de tales maravillas fue Gonzalo Fernández de
Oviedo y Valdés, quien había tenido una experiencia directa en la coloniza-
ción y gobierno en América Central y las Antillas y que escribió una monu-
mental Historia general y natural de las Indias. El modelo para tales descrip-
ciones era la clásica Historia natural del autor latino Plinio el viejo, pero la
cantidad de cosas nuevas que había en América desbordaba los intentos por
encuadrar esta realidad dentro de los parámetros de autoridad de los clási-
cos. Sin embargo, Oviedo vivía en un tiempo de cambios; la “ciencia” medie-
val (con su visión simbólica del cosmos y sus argumentos apoyados en la
autoridad de los antiguos) ampliaba sus horizontes con una nueva actitud
basada en la observación y la experimentación. En la obra de Oviedo es cons-
tante la presencia de esa nueva actitud empírica y de la conciencia de estar
descubriendo cosas que los antiguos ignoraron.25
Una de las intenciones del autor con este libro era mostrar las maravillas
de América, su flora y su fauna y las extrañas costumbres de sus habitantes,
para lo cual utilizó treinta y dos grabados en madera. Esas ilustraciones (al
igual que los diálogos y las cartas insertos en el texto) servían como un ve-
hículo ideal para dar a conocer aquello que su experiencia le había mostra-
do. “De hecho, las representaciones visuales del Nuevo Mundo desde el siglo
xvi reflejaron un método no verbal de descubrir el significado de América...
Oviedo, con el uso de dibujos y de sus textos, creó un puente entre las viejas
25
Antonello Gerbi, La naturaleza de las Indias nuevas..., pp. 149 y ss.
76 la era medieval-renacentista
26
Kathleen Myers, “The Representation of New World Phenomena: Visual Epistemology and
Gonzalo Fernandez de Oviedo’s Illustrations”, en Jerry M. Williams y Robert E. Lewis (eds.),
Early Images of the Americas: Transfer and Invention, pp. 188 y ss.
la era medieval-renacentista 77
go de Marco Polo, ciudad toda cubierta de metal áureo; las míticas Cíbola
y Quivira, y el jardín de las Hespérides con manzanas de oro; de ahí tam-
bién la obsesión por encontrar los tesoros de Moctezuma y de Atahualpa. La
multiplicación de expediciones francesas, inglesas y alemanas, y los conflic-
tos fronterizos entre los países que las organizaban y España, se dieron en
nombre del ubicuo reino del oro situado en los territorios que unos y otros
ocupaban. La felicidad del paraíso primordial de la edad de oro fue suplan-
tada por la brutalidad de la edad de hierro.27 La búsqueda de oro iba apa-
rejada también con la de aventuras, alimentadas por los libros de caballería.
El oro además debería servir, en Colón por ejemplo, para la reconstrucción
del viejo templo de Sión en Jerusalén, es decir, para la conquista de Tierra
Santa, la última cruzada que precedería el fin de los tiempos.
Con todo, el metal era escaso en un principio y de hecho América no se
convertirá en la verdadera tierra del oro y la plata sino hasta la época de Fe-
lipe II en la segunda mitad del siglo xvi, con la afluencia de los metales de las
minas de Nueva España y Perú.
3. Conquista y conquistadores.
Los testimonios fundantes
Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua y en tierra firme
otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel como iba a
México, nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas encanta-
miento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres o cúes y edificios
que tenían dentro en el agua, y todas de calicanto, y aún alguno de nuestros solda-
dos decían que si aquello que veían, si era entre sueños, y no es de maravillar que
yo lo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello.28
27
Fernando Ainsa, De la Edad de Oro a El Dorado, pp. 124 y 132.
28
Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, p. 87.
78 la era medieval-renacentista
textos se cantaban las hazañas de los héroes locales, los hechos de guerra
dirigidos a expulsar a los moros y gestas fantásticas. En el mismo tono esta-
ban escritos El Amadis de Gaula, Las sergas de Esplendían, Palmerín de Oliva
y la Historia de Lanzarote, libros provenientes de tradiciones en las que la
guerra y el amor se entretejían. Por otro lado, historias como la Crónica del
rey don Rodrigo y la destrucción de España narraban hechos llenos de tor-
neos caballerescos y rescate de damas dentro de un ambiente seudohistórico
de la conquista del reino visigodo por los musulmanes. El cristianismo pe-
netró con sus valores esa literatura, propuso a la Virgen como la dama inal-
canzable a quien los caballeros debían ofrendar sus hazañas y ofreció un
código moral que limitaba la violencia a lo necesario y exigía la magnanimi-
dad y el perdón hacia el vencido.
La expansión que estaba viviendo la conciencia europea con los descubri-
mientos en Asia, África y América fomentaba y hacía creíbles las fantásticas
historias y paisajes descritos por las novelas de caballería. De hecho, muchos
de los conquistadores creían firmemente que encontrarían esas maravillas en
algún sitio de las Indias hasta entonces desconocidas. Gigantes, enanos, ama-
zonas, hombres con cabeza de perro, magos, islas encantadas, fuentes de la
eterna juventud, ciudades de oro y plata, riquezas inconmensurables debían
existir en esas tierras ignotas deparadas por la Providencia para los castella-
nos. En esas mentes que vivían en un mundo marcado por la oralidad no
existía la línea divisoria entre la realidad y la ficción, sobre todo si las páginas
que las describían estaban en letra impresa y por lo tanto poseían un carácter
de verdad revelada, de saber incuestionable. Los moralistas pretendieron pro-
hibir la lectura de estas historias “mentirosas” que daban malos ejemplos a
los jóvenes cuya flexible moral los alejaba de las doctrinas virtuosas predica-
das por la Iglesia.29 En la literatura caballeresca se plasmaba el modelo con el
que se identificaban muchos de los hombres que pasaron a América: “valor
individual frente a los mayores obstáculos, aceptación estoica de desventuras
y heridas, exaltado sentido del honor y de la dignidad personal, maneras cor-
teses y un concepto caballeresco del amor”.30
El noble desde el siglo xii consideraba que no existía oposición entre ser
un caballero refinado y educado y actuar como un guerrero. Violencia y cor-
tesía no eran actitudes opuestas, su validez sólo dependía del momento en el
que se practicaran. Los héroes de la literatura caballeresca no eran indivi-
duos de carne y hueso sino personajes prototípicos que debían responder a
este doble esquema militar y cortesano.31
Un claro ejemplo de ese ideal se encarnó en el extremeño Hernán Cortés,
un buen narrador de romances según lo muestra Fernández de Oviedo, al
29
Irving Leonard, Los libros del conquistador, pp. 30 y ss.
30
Ida Rodríguez Prampolini, Amadises de América. Hazaña de las Indias como empresa caba-
lleresca, pp. 32 y ss.
31
Alfonso Mendiola, Retórica…, p. 231.
la era medieval-renacentista 79
mismo tiempo que un guerrero. Resulta por demás interesante que Hernán
Cortés (1483-1547), el personaje dominante de la conquista de México, haya
sido al mismo tiempo, sin proponérselo, uno de sus primeros cronistas. En-
tre 1519 y 1526 Cortés envió al emperador Carlos V cinco extensos informes
(hoy conocidos con el nombre de Cartas de relación) narrando sus hechos de
armas. La segunda y la tercera fueron publicadas a escasos dos años de haber
sido escritas, primero en castellano en Sevilla (1522) y después en latín en
Nuremberg (1524), de donde fueron traducidas a varias lenguas logrando am-
plia divulgación por Europa. Poseedor de una cultura letrada más amplia que
la del resto de los conquistadores, Cortés en sus cartas recurrió a comparacio-
nes con el mundo conocido por los europeos para hacer una elogiosa descrip-
ción de las tierras y las civilizaciones que había puesto bajo el dominio de
España y de la fe católica. Con ello justificaba y daba mayor relieve a sus ac-
ciones, al tiempo que fundamentaba el derecho que creía tener al gobierno de
los reinos conquistados, algo por lo que lucharía, si bien con poco éxito, hasta
el fin de sus días. En efecto, aún cuando recibiría en 1529 el título de marqués
del Valle de Oaxaca con una serie de privilegios, se le quitó la gobernación de
Nueva España y vivió constantemente bajo los ataques de sus enemigos polí-
ticos. Tras una serie de empresas de exploración poco exitosas en las costas
del océano pacífico, pasó tristemente sus últimos años en España.
De todas sus cartas de relación es quizás la segunda la que posee un ma-
yor interés como conformadora de discursos que tuvieron un gran influjo
tanto en Europa como en Nueva España. Un primer tema que destaca en esa
carta es el relacionado con la geografía, la descripción del paisaje, la flora y
la fauna, muestras de la riqueza natural del territorio y de los usos que se le
podían dar en un futuro proceso colonizador. El conocimiento de estas ri-
quezas, “secretos de la tierra”, otorgaba al plan de conquista un aire “de no-
bleza y de humanismo”. Fue a partir de esas descripciones que Cortés propu-
so a Carlos V dar a este territorio el nombre de Nueva España:
Por lo que yo he visto y comprendido acerca de la similitud que toda esta tierra
tiene a España, así en la fertilidad como en la grandeza y fríos que en ella hace, y
en otras muchas cosas que la equiparan a ella, me pareció que el más convenien-
te nombre para esta dicha tierra era llamarse la Nueva España del mar Océano; y
así, en nombre de su majestad se le puso aqueste nombre. Humildemente supli-
co a vuestra alteza lo tenga por bien y mande que se nombre así.32
32
H. Cortés, “Segunda carta de relación” (30 de octubre de 1520), en op. cit., p. 120.
80 la era medieval-renacentista
33
Aurora Díez-Canedo, El concepto de Nueva España en el siglo xvi. Estudio historiográfico,
pp. 38 y ss.
34
Francisco López de Gómara, Historia de la conquista de México, cap. viii, p. 18.
la era medieval-renacentista 81
35
El relato de Gómara resultaba peligroso para la Corona pues defendía y exaltaba los méri-
tos de los conquistadores, a quienes Felipe II estaba quitando privilegios. A. Mendiola, op. cit.,
p. 359.
36
A. Mendiola, Bernal Díaz del Castillo…, pp. 128 y ss.
82 la era medieval-renacentista
Creo que no me yerro que sería otro mayor daño, que por los muchos insultos y
abominaciones que se harían, andando esta gente suelta [los españoles] Dios
Nuestro Señor permitiría en todos un gran castigo y cesaría la más santa y al-
ta obra que desde la conversión de los apóstoles acá jamás se ha comenzado,
la cual, bendito Nuestro Señor, va en tales términos que si hubiese tantos obreros
cuantos son necesarios por tan gran multitud de mies, muy en breve tengo espe-
ranza que se plantaría en esta tierra otra nueva Iglesia, de que siendo vuestra ex-
celencia el fundador, no podría carecer de gran premio.37
37
H. Cortés, “Quinta carta de relación” (15 de octubre de 1524), en op. cit., p. 265.
la era medieval-renacentista 83
En sus cartas cuarta y quinta, escritas entre 1524 y 1526, Hernán Cortés
parece tomar conciencia de su intermediación como agente de Dios en la
conversión de los naturales. Sin duda los inspiradores de los nuevos discur-
sos cortesianos fueron los franciscanos recién llegados, hombres empapados
del espíritu del humanismo cristiano y la reforma católica y predicadores del
regreso a la Iglesia primitiva y que consideraban que la convivencia entre
españoles e indios podía ser muy perjudicial para los segundos. Su presencia
se puede ver en otros testimonios donde Cortés pedía que vinieran frailes y
no “obispos y otros prelados”, quienes “no dejarían de seguir la costumbre
[...] de disponer de los bienes de la Iglesia, que es gastarlos en pompas y
otros vicios”, discurso típico de las órdenes mendicantes en búsqueda de una
cristianización dirigida sólo por ellas y enmarcada en el espíritu de la pobre-
za evangélica. Como se ve en el epígrafe, en su quinta carta Cortés profetiza-
ba la fundación de una nueva Iglesia en la que Dios sería honrado y servido
más que en ninguna otra de la tierra. Detrás de sus palabras estaban los
franciscanos, quienes proveyeron a Cortés no sólo de este discurso, con el
cual pudo designarse a sí mismo como un elegido para traer a los indios
al conocimiento de Dios, sino también de su proyecto para crear en estas
tierras una nueva sociedad cristiana.38
Cortés había esgrimido en sus cartas dos argumentos, propuestos no
sólo ante el emperador sino también ante los caciques con los que establecía
sus alianzas: “que los indios viniesen en conocimiento de nuestra santa fe
católica y que fuesen vasallos de vuestras majestades”. Con ello se establecía
un régimen de justicia, frente a la tiranía de Moctezuma, y se legitimaba la
intervención militar liberadora, de acuerdo con los principios de la teolo-
gía escolástica.39 La actitud cristianizadora de Cortés se puede ver en la des-
trucción de los ídolos indígenas, para reemplazarlos con cruces e imágenes
de la Virgen, y en la administración del bautismo a aquellas indias que se
ofrecían como regalo a los españoles.
Por tanto, no es de sorprender que poco después de la conquista de Mé-
xico Hernán Cortés pidiera a Carlos V que le mandara un contingente de
frailes franciscanos con la específica misión de convertir a los indios de la
Nueva España a la fe cristiana.40 Al año siguiente de la llegada de fray Pedro
de Gante y de sus dos compañeros flamencos en 1523, arribaron otros doce
frailes menores reclutados de la recién fundada y reformada provincia de
San Gabriel de Extremadura. A su llegada, Cortés los recibió con grandes
ceremonias, se arrodilló ante ellos y con ese acto les concedió una autoridad
moral que nadie antes había recibido. Por ello, la conquista y el conquista-
38
John H. Elliot, “Cortés y Moctezuma”, en Gilbert M. Joseph y Thimothy J. Henderson, The
Mexico Reader. History, Culture, Politics, pp. 105-108.
39
Jaime Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de
la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 51-107, p. 52.
40
H. Cortés, “Cuarta carta de relación” (15 de octubre de 1524), en op. cit., p. 257.
84 la era medieval-renacentista
Envió pues Jesucristo a sus doce a predicar por todo el mundo en toda parte y lu-
gar fue oída y salió la palabra de ellos a cuyo ejemplo san Francisco fue e envió sus
frailes a predicar al mundo, cuya noticia fue publicada o divulgada en todo el mun-
do, de que hasta nuestro tiempo hubo noticia, ansí de fieles como de infieles. Aho-
ra que nuestro Dios descubrió este otro mundo, a nosotros nuevo porque ab ae-
terno tenía en su mente electo al apostólico Francisco por alférez y capitán de esta
conquista espiritual, como adelante se dirá, inspiró a su vicario el Sumo Pontífice
y el mismo Francisco a nuestro padre el general que es ansí mismo vicario suyo,
41
La obra original de Motolinia no se conoce. Existen varias versiones resumidas de ella que el
erudito Edmundo O’Gorman ha estudiado a profundidad. La primera fue editada por él con el tí-
tulo Historia de los indios de la Nueva España. El mismo autor publicó una segunda versión con
el título Memoriales o libro de las cosas de la Nueva España y de los naturales de ella. Finalmente,
este historiador ha propuesto incluso la reconstrucción de la obra completa en un texto llama-
do El libro perdido.
42
Fray Francisco Ximénez, “Vida de fray Martín de Valencia”, edición de Pedro Ángeles.
Apéndice a Antonio Rubial García, La hermana pobreza. El franciscanismo: de la Edad Media a la
evangelización novohispana, pp. 211-261.
la era medieval-renacentista 85
enviasen los sobredichos religiosos, cuyo sonido y voz en toda la redondez de este
Nuevo Mundo ha salido y ha sonado hasta los confines de él o la mayor parte.43
¡Oh México! […] Eras entonces una Babilonia, llena de confusiones y maldades;
ahora eres otra Jerusalén, madre de provincias y reinos. Andabas e ibas a do que-
rías, según te guiaba la voluntad de un idiota gentil, que en ti ejecutaba leyes
bárbaras; ahora muchas velan sobre ti, para que vivas según leyes divinas y hu-
manas. Otro tiempo con autoridad del príncipe de las tinieblas, anhelando ame-
nazabas, prendías y sacrificabas, así hombres como mujeres, y su sangre ofrecías
a el demonio en cartas y papeles; ahora con oraciones y sacrificios buenos y jus-
tos adoras y confiesas a el Señor de los señores. ¡Oh México! Si levantases los
ojos a tus montes de que está cercada, verías que son en tu ayuda y defensa más
ángeles buenos, que demonios fueron contra ti en otro tiempo, para te hacer caer
en pecados y yerros.47
43
Toribio de Motolinia, Memoriales o libro de las cosas…, pp. 20 y ss.
44
T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. 3, cap. 1, p. 118.
45
Los presagios no se encuentran en la Historia de los indios… de Motolinia sino en lo que
O’Gorman llamó El libro perdido, parte iii, cap. xx, pp. 371 y ss.
46
T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. 3, cap. 9, p. 156.
47
Ibid., trat. 3, cap. 6, p. 143.
86 la era medieval-renacentista
48
Elsa Cecilia Frost, La historia de Dios en las Indias…, pp. 242 y ss.
49
T. de Motolinia, Memoriales o libro de las cosas…, p. 220.
la era medieval-renacentista 87
50
Cf. Bartolomé de las Casas, Del único modo de atraer a todas las gentes a la religión verdadera.
51
T. de Motolinia, “Carta al emperador Carlos V” (2 de enero de 1555), en Historia de los in-
dios..., p. 211.
88 la era medieval-renacentista
Todas estas universas e infinitas gentes […] crió Dios los más simples, sin malda-
des ni dobleces, obedientísimas y fidelísimas a sus señores naturales y a los cris-
tianos a quien sirven; más humildes, más pacientes […], sin rencillas ni bullicios,
no rijosos, no querulosos, sin rencores, sin odios, sin desear venganzas, que hay
en el mundo. Son asimismo las gentes más delicadas, flacas y tiernas en com-
plexión y que menos pueden sufrir trabajos y que más fácilmente mueren de
cualquiera enfermedad […] Son también gentes paupérrimas y que menos po-
seen ni quieren poseer de bienes temporales; y por esto no soberbias, no ambi-
ciosas, no codiciosas […] Son eso mismo de limpios y desocupados y vivos en-
tendimientos, muy capaces y dóciles para toda buena doctrina; aptísimos para
recibir nuestra santa fe católica y ser dotados de virtuosas costumbres, y las que
menos impedimentos tienen para esto, que Dios crió en el mundo.52
Los últimos años del siglo xv vieron aparecer en Europa las primeras
imágenes de los hombres americanos: eran pequeñas figuras desnudas que
huían a un bosque atemorizadas ante la presencia de los blancos. El autor de
tal imagen, un grabador italiano, se había basado en las descripciones de Cris-
tóbal Colón y, salvo la desnudez, nada diferenciaba a esos hombres de los del
viejo continente.53 Conforme avanzaban los descubrimientos iban quedando
cada vez más frustradas las expectativas de encontrar a los humanoides mons-
truosos que poblaban los bordes del mundo (cinocéfalos, lestrigones, ble-
mis, amazonas o gigantes) y cuya existencia había sido aseverada por auto-
ridades como la de san Isidoro de Sevilla.
En 1505, un grabado alemán que ilustraba una carta de Américo Ves-
puccio introdujo un nuevo elemento. En él aparecían representados hom-
bres y mujeres en una playa del Brasil con manojos de plumas en cabezas,
cinturas, brazos y pies; ellos armados con arcos y flechas y ellas atendiendo
a sus hijos con actitud maternal. Esa imagen del indio con plumas quedaría
como un estereotipo impuesto al resto de los indios del continente en la vi-
sión europea hasta el siglo xviii. En el grabado existía un elemento más que
hay que resaltar; se trata de los restos humanos colgados de una techumbre
de troncos que hacían alusión a sus prácticas antropofágicas. La imagen
correspondía a una de las visiones que tuvieron los europeos al contacto
52
B. de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, en Tratados, vol. i, pp.
15-17.
53
La primera imagen que describe el descubrimiento es la conocida xilografía de 1493 im-
presa en Italia con la versión versificada de Dati sobre la carta de Colón. María Concepción
García Sáiz, “La desigual contribución del arte europeo a la concepción del mundo americano
durante los siglos xvi al xix”, en Arte, historia e identidad en América. Visiones comparativas.
xvii Coloquio Internacional de Historia del Arte, vol. i, p. 62.
la era medieval-renacentista 89
con los seres americanos, la que los consideró como salvajes perversos, lo
que para algunos justificaba el hacerlos esclavos. A pesar de la visión iguali-
taria sobre el ser humano propuesta por el cristianismo, la dimensión jerár-
quica y cortesana de la sociedad que predominaba en los autores renacentis-
tas europeos proponía la existencia de diversos grados de humanidad, siendo
el noble occidental su culminación y el plebeyo salvaje americano su extre-
mo más ínfimo.54
La idea, de hecho, había surgido en Europa desde el siglo xiii con la pre-
sencia de los tártaros, considerados como salvajes antropófagos y belicosos.
Pero los tártaros eran también hombres sin secta, abiertos a recibir la fe cris-
tiana, y capaces de aliarse al Occidente contra el Islam. Esta perspectiva más
positiva apareció vinculada con el mito griego del “buen salvaje” que habitó
el mundo en una Edad de Oro, un espacio de eterna primavera, donde la tie-
rra daba sus frutos sin necesidad de trabajarlos y donde no existían rencores,
ni propiedad, ni ejércitos. El mito clásico, unido al bíblico de la inocencia
del paraíso terrenal y al de la existencia de gentiles inclinados a una religión
natural, tomó cuerpo con la aparición del hombre americano al que se apli-
có también esta categoría de buen salvaje.
Uno de los mayores propulsores de esta visión positiva del indio fue fray
Bartolomé de las Casas, como se deja ver en el epígrafe. Sus tesis amplia-
mente difundidas sobre el estado de inocencia en que vivían los indios, muy
semejante al que poseía Adán en el paraíso, hicieron extensivas esas cualida-
des de los caribeños a los indios de todo el continente.55 Con todo, también a
este ser bondadoso se le vistió de plumas como correspondía a su calidad
moral de salvaje. Desde entonces, el binomio vestido/desnudo jugará un pa-
pel central en las representaciones plásticas y retóricas del indio tanto en
Europa como en América. Con esa imagen estereotipada de emplumado, el
indio transitaría por el mundo visual y retórico europeo desde el Renaci-
miento hasta la Ilustración.
Sin embargo, la imagen del salvaje americano tuvo que ser matizada a
partir de que Hernán Cortés diera noticia de los pueblos que habitaban en
México. Sus Cartas de relación, publicadas en latín en la década entre 1520 y
1530, mostraron a los europeos una civilización urbana, con gobierno, insti-
tuciones políticas y educativas y valores morales, es decir, con las caracterís-
ticas propias de una sociedad estratificada y jerárquica como la europea. Esa
actitud se vio incluso en su oposición en un principio a que sus adorato-
rios fueran destruidos. Rodrigo de Castañeda, en un testimonio presentado
contra Cortés en 1529, dice que se opuso a la quema de los templos por los
frailes pues “quería que estuviesen aquellas casas de ídolos por memoria”.56
54
Perla Chinchilla et al., La construcción retórica de la realidad..., p. 30.
55
Allan Milhou, “El indio americano y el mito de la religión natural”, en La imagen del indio
en la Europa moderna, pp. 171-196.
56
José Luis Martínez, Hernán Cortés, p. 398.
90 la era medieval-renacentista
Cortés estaba convencido de que los indios eran seres humanos normales,
cuyo nivel de civilización era casi igual al de los españoles y cuyos errores,
lejos de resultar de una intervención demoniaca directa, se debían más a una
flaqueza humana, susceptible de instrucción y corrección.
Su misma actitud ante el mestizaje era un claro ejemplo de esta falta de
prejuicios. Cortés conservó el náhuatl como lengua franca en un reino y se-
gún algunos autores lo aprendió y habló con fluidez después de 1524. En
Coyoacán, mientras se reconstruía la destruida Tenochtitlan, vivía como un
señor indígena con sus concubinas (Malitzin, Tecuichpo, la Hermosilla y su
amante taina de Cuba) y con sus hijos mestizos; el hecho no debió pasar
inadvertido para los nobles nativos, para quienes tener una sola mujer hu-
biera sido impropio de un señor de su rango. La situación duró poco pues
cuando llegaron los franciscanos Cortés ya había reducido su séquito feme-
nino y se mostró desde entonces como un “buen cristiano”. De hecho, Cortés
apoyaría a estos frailes en su proyecto de indianización del cristianismo.57
Cortés fue también el primero que dio una visión muy positiva de la figu-
ra indígena que sería determinante para la construcción histórica posterior:
Moctezuma. En sus cartas puso en sus labios palabras que bien pudieron
estar en boca de un cristiano pero que eran imposibles para un mexica. En
una, el personaje agradecía a los dioses por que había llegado el momento
largamente esperado. Con estas palabras Cortés daba pie a la creencia en un
anuncio del Evangelio anterior a la llegada de los españoles, un poco a la
manera de las sibilas que anunciaron la venida de Cristo a los paganos, con
lo cual se “cristianizaba” el pasado prehispánico.58
Por otro lado, Cortés fue también el primero en asimilar a los mexicas
con cualquiera de los grandes pueblos civilizados paganos, pero sobre to-
do con los musulmanes. El “servicio” de Moctezuma era superior al de cual-
quier sultán o “señor infiel”, y el “quinto” que se le enviaba, por su “novedad y
extrañeza”, era algo no comparable con lo que pudiera tener “ningún otro
príncipe en el mundo entero”. En sus cartas aparece muy a menudo la com-
paración de los indios con los moros y de sus templos con las mezquitas. Pero
sobre todo Cortés dejó para los europeos la imagen de un reino rico y próspe-
ro que se integraba al imperio de Carlos V, “con no menos gloria” que la mis-
mísima Alemania. Con su obra se construía la visión de que México-Tenoch-
titlan era sede de una sociedad cortesana como las del viejo continente.59
Moctezuma fue también uno de los personajes más sobresalientes en la
crónica de Gómara. En su retrato (al que dedica varios capítulos de su obra)
57
Christian Duverger, Cortés, pp. 227 y ss.
58
Elliot ve en este pasaje una clara alusión bíblica a Lucas 2: 29-32 y lo asocia con concepciones
mesiánicas. Elliot refiere una segunda mención en la que el emperador, después de desnudarse, se-
ñaló que era de carne y hueso como todos los humanos, lo que recuerda también a frases evangélicas
y paulinas. J. H. Elliot, “Cortés y Moctezuma”, en G. M. Joseph y T. J. Henderson, op. cit., p. 106.
59
Anthony Pagden, “Identity formation in Spanish America”, en Nicholas Canny y Anthony Pag-
den (eds.), Colonial Identity in the Atlantic World, 1500-1800, pp. 51-93, p. 52.
la era medieval-renacentista 91
el rey mexica aparece descrito tanto física como moralmente a partir del es-
quema retórico. Después de pintar su apostura y buena presencia y gravedad,
el cronista habla de su linaje, cordura, sabiduría y prudencia, destaca su libe-
ralidad con los españoles y su mesura y magnanimidad en la aplicación de
castigos, y resalta su carácter aguerrido y conquistador, siguiendo los mode-
los europeos de los “espejos de príncipes”. Para Gómara “pocos reyes se le
igualaban”. Sin embargo, aunque Moctezuma era digno de aparecer junto
con otros “hombres ilustres” de la gentilidad, para justificar la conquista, el
autor debía resaltar cierto despotismo, además de la poligamia y la antropo-
fagia, con lo cual se acentuaba el carácter libertador de los españoles.60
La misma actitud de asombro muestra Bernal Díaz del Castillo. En su
“retrato” de Moctezuma lo llama “el mejor rey que hubo”, y lo describe como
alguien a quien trató personalmente. Además de las reseñas de la “cámara
del tesoro”, de los usos y costumbres “de la corte” y de su “palacio”, Bernal
resalta los rasgos humanos de su personalidad, su deferencia con los españo-
les, el gran afecto que éstos le tenían, la relación que llegó a entablar con
ellos, el porqué no fue bautizado, en fin, narraciones que permitían al cronis-
ta acentuar su calidad de testigo presencial de los hechos. Sin embargo, los
valores que se aplican a Moctezuma son los de un rey occidental, un “prínci-
pe cortesano” y un “valiente guerrero”.61
Fue también Bernal quien nos dejó la primera referencia de doña Marina
o la Malinche como una poderosa india cacica de la zona de Coatzacoalcos.
En el capítulo xxxvii de su Historia narra cómo fue vendida como esclava por
sus familiares (al igual que José en Egipto) y cómo mostró su gran valía mo-
ral al perdonarlos cuando se los reencontró durante el viaje de Cortés a las
Hibueras. En contraste con la mención escueta que trae Cortés sobre ella en
su quinta Carta de relación, Bernal resalta su ayuda fundamental como intér-
prete, su entrega a la causa de los españoles, su labor en la primera cristia-
nización, su matrimonio con Juan Jaramillo y el especial afecto que le tenía
Cortés, de quien tuvo un hijo. Bernal la considera “varonil” por el gran valor
que mostró, no propio de una mujer, tópico común también en la literatura.
De ella dice, finalmente, que “tenía mucho ser y mandaba absolutamente so-
bre todos los indios en toda la Nueva España”.62
A los conquistadores les interesaba promover esta visión de una nobleza
indígena valerosa y digna, pues con ello se enaltecía su propia labor. Esta vi-
sión se reforzó con la que difundían los religiosos, quienes exaltaron no sólo
a la nobleza sino a todo el pueblo nativo. Salvo excepciones, la mayoría de los
misioneros consideraron al indígena como alguien capaz para comprender el
60
Sonia Rose-Fuggle, “Moctezuma, varón ilustre. Su retrato en López de Gómara, Cervantes
de Salazar y Díaz del Castillo”, en Kart Kohut y Sonia Rose (eds.), Pensamiento europeo y cultu-
ra colonial, pp. 68-97.
61
Ibid., p. 79.
62
B. Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cap. xxxviii,
pp. 61 y ss.
92 la era medieval-renacentista
63
B. de las Casas, Los indios de Nueva España, pp. 53 y ss.
64
Benjamín Keen, La imagen azteca en el pensamiento occidental, pp. 102 y ss.
65
Fray Toribio de Motolinia explicaba al conde de Benavente que la palabra para nombrar
un hongo alucinógeno traducida literalmente al castellano significaba “la carne de Dios”, “o del
demonio al que ellos adoran”. T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. i, cap. 2, p. 20.
66
Fernando Cervantes, El Diablo en el Nuevo Mundo. El impacto del diabolismo a través de la
colonización de Hispanoamérica, p. 45.
la era medieval-renacentista 93
mayoría de los discursos de los primeros años tuvieran como tema central
la liberación del pecado y del poder del Demonio, y que los españoles (frailes
y conquistadores) se consideraran a sí mismos como portadores del mensaje
evangélico, enviados “a fin de iluminar a los que habitan en tinieblas y som-
bras de muerte” (Lucas 1, 79).67
Para algunos religiosos como fray Martín de Valencia y fray Domingo de
Betanzos, el regreso a las idolatrías provocó tal desilusión que los llevó inclu-
so a intentar marcharse a China, donde esperaban encontrar las condiciones
para fundar una Iglesia sin defectos. Para estos religiosos la persecución
contra los nobles, sacerdotes y hechiceros que continuaban con los ritos a
sus dioses era una misión divina. Fray Martín de Valencia mandó ajusticiar
a varios idólatras en el valle de México entre 1524 y 1526. En 1539, el obis-
po Zumárraga enjuició y envió a la hoguera por idólatra al señor de Tezcoco
Carlos Chichimecatecuhtli. La Corona determinó que tal sentencia había
sido excesiva, y desde entonces se consideró que la idolatría no era un delito
que mereciera la pena de muerte, por lo que en adelante sólo se castigó con
azotes y cárcel. Tal fue el castigo que fray Diego de Landa aplicó a mediados
del siglo a varios caciques del pueblo de Mani, en Yucatán.
Aunque en el discurso de los misioneros se transitaba de una posición de
exaltación de las virtudes del indio a otra de repudio por sus recaídas, el pa-
pel del Demonio siempre estuvo presente como instigador del mal tanto antes
como después de la conquista. En esta posición podemos situar a fray Toribio
de Motolinia, quien, junto con la exaltación de los frailes, presentaba también
una cristiandad indígena perfecta, practicante y sumisa a los dictámenes de
los religiosos, que contrastaba retóricamente con las descripciones de cruel-
dad, sacrificios humanos y vicios innombrables de los indios en su gentilidad
demoniaca. En esa Jerusalén terrena fundada por los frailes todo era armonía
y en ella tomaba cuerpo esa sociedad cristiana perfecta que fue la Iglesia pri-
mitiva. Para Motolinia, esa cristiandad había dado incluso sus primeros már-
tires, los niños indígenas Cristóbal, Antonio y Juan de Tlaxcala, quienes mu-
rieron por su actividad como descubridores y denunciantes de idolatrías.
Además, con base en el libro del Éxodo y teniendo en mente La ciudad de
Dios de san Agustín, Motolinia identificaba a los indios mexicanos con un
nuevo Israel, sometido a la idolatría en Egipto, diezmado por las plagas de la
conquista, las epidemias y los trabajos forzados, hasta alcanzar “la tierra
prometida de la Iglesia cristiana”.68 La conquista se presentaba así como un
justo castigo divino contra los pecados del pasado, pero también como un me-
dio indispensable de la redención que traían los religiosos.
De hecho, el deseo de los frailes de aislar a los indígenas para mantener-
los en su pureza “evangélica”, fue una de las causas de los serios conflictos
entre los religiosos y las autoridades civiles y eclesiásticas durante el siglo
67
Joaquín Antonio Peñalosa, El Diablo en México, p. 15.
68
David Brading, Mito y profecía en la historia de México, pp. 36 y ss.
94 la era medieval-renacentista
xvi. Éstas los acusaban de usurpar funciones que no les correspondían, mien-
tras que los mendicantes, que habían ejercido un gran poder sobre los indios
en los primeros tiempos, decían estar defendiendo a la Iglesia primitiva in-
diana de la contaminación que traían los funcionarios civiles y los clérigos.69
La labor misionera exitosa sobre esos seres perfectos no podía empañar-
se con un hecho, jamás mencionado en la optimista crónica de Motolinia: la
supervivencia de las idolatrías. Este problema fue tratado por otro género de
textos que tampoco recibieron el beneficio de la imprenta, pero que mues-
tran otra de las perspectivas con las que se definió al indígena. El primero de
estos escritores fue fray Andrés de Olmos, recopilador de un impresionante
corpus documental hoy casi desaparecido. Nacido a principios del siglo xvi,
este franciscano había llegado con Zumárraga en 1528 y fue un activo evan-
gelizador en la Huasteca y en otras regiones. Por sus conocimientos de varias
lenguas indígenas (náhuatl, huasteco, totonaco), los miembros de la Segun-
da Audiencia le pidieron que elaborara la primera visión occidental sobre el
México antiguo entre 1533 y 1534. Esos mismos conocimientos movieron a
los prelados de su orden a solicitarle una recopilación de preceptos morales
indígenas adaptándolos al cristianismo (Huehuetlahtolli o discursos de los an-
cianos), quizás como instrumentos para enseñar la retórica indígena a los
misioneros. También a instancias de sus superiores franciscanos escribió en
náhuatl una colección de sermones sobre los siete pecados mortales, un Tra-
tado sobre las hechicerías y sortilegios y varias obras de teatro sobre el Juicio
Final y otros temas utilizados para imponer la monogamia, difundir el bau-
tismo y extirpar las idolatrías.
La obra de Olmos, aunque hoy casi desconocida, influyó profundamente
en la reconstrucción del mundo indígena que realizó Motolinia en la primera
parte de su obra y en el texto que el oidor Alonso de Zorita elaboró sobre los
señoríos prehispánicos. A imitación de él, otro franciscano, fray Jerónimo de
Alcalá, realizó alrededor de 1541 una recopilación de materiales sobre el reino
de Michoacán, sus raíces prehispánicas y su conquista que llevaba por título
Relación de Michoacán.70 El texto iba acompañado de cuarenta y cinco lámi-
nas que ilustraban algunos de los temas, mostrando la primera a varios seño-
res indígenas y a un fraile que entrega el libro al virrey Mendoza. La Relación
contiene solamente la versión del linaje vacuxecha, del cual provenía Pedro
Cuiniarángari, un allegado a esa familia señorial que gobernaba por entonces
Michoacán y que dio mucha información al padre Alcalá. Además de estas
fuentes, el religioso echó mano de otros informantes purépechas, sobre todo
del relato de un sacerdote o patamuti, que transcribe de manera casi literal,
absteniéndose de introducir juicios sobre la religión autóctona.
69
Cf. Georges Baudot, Utopía e historia en México. Los primeros cronistas de la civilización
mexicana (1520-1569).
70
La Relación es anónima, pero con base en una serie de datos Benedict Warren ha atribuido
su autoría a este fraile que era guardián en el convento de Pátzcuaro en 1541. Benedict Warren,
“Fray Jerónimo de Alcalá...”, The Americas, vol. xxvii, núm. 3, pp. 317 y ss.
la era medieval-renacentista 95
71
Claudia Espejel Carbajal, La justicia y el fuego. Dos claves para leer la Relación de Mi-
choacán, vol. i, p. 331.
72
Ibid., pp. 55 y 332.
96 la era medieval-renacentista
giosos tuvieron con algunos sectores indígenas, sobre todo con lo jóvenes
que educaron en sus colegios y en los cuales procuraron inculcar los valo-
res y la cultura occidental.
Los buenos frutos que fray Pedro de Gante, fraile de origen flamenco,
había comenzado a obtener en la enseñanza del latín a los indios en la escue-
la de San José de los Naturales, movieron al obispo Zumárraga y al virrey
Mendoza a crear en 1536 una institución de enseñanza superior para los in-
dios nobles, con miras a la formación de catequistas y traductores. El nuevo
Colegio de Santa Cruz (que funcionó anexo al convento de Santiago, en Tla-
telolco) se abrió con sesenta alumnos hablantes de náhuatl el 6 de enero, día
de la Epifanía (es decir, de la revelación de Cristo a los gentiles Reyes Magos)
y, por el apoyo de Carlos V, recibió el título de “imperial”. Ambos hechos
mostraban las claras expectativas que se tenían sobre el colegio: el primero,
porque los franciscanos veían en él una nueva Epifanía, manifestación de
Cristo a los habitantes del Nuevo Mundo en la cual Tlatelolco tendría un pa-
pel central; el segundo, a causa de la misión providencial que se depositaba
en el emperador “de los últimos tiempos”, bajo cuyo manto protector se co-
locaba la fundación.
Esas expectativas se cumplieron en parte, pues el colegio fue el centro
educativo más importante de la primera mitad del siglo xvi y en él se realizó
una enorme labor que rebasó el ámbito educativo: se hicieron traducciones,
recopilaciones, investigación y textos de teatro evangelizador en náhuatl,
trabajo reforzado por una imprenta propia y por una considerable bibliote-
ca; ahí se consiguió la reducción de las lenguas indígenas al alfabeto latino y
la factura de obras de herbolaria, como el códice escrito por el indio Francis-
co de la Cruz y traducido al latín por su compatriota Juan Badiano, que con-
tiene ilustraciones y textos con descripciones de las plantas medicinales úti-
les para el tratamiento de distintas enfermedades. En él, frailes eminentes
convivieron con alumnos indígenas y aprendieron unos de los otros en mu-
tua colaboración. A pesar de sus logros, el experimento de Tlatelolco tuvo
una vida corta y para mediados del siglo xvi entró en decadencia a causa de
las epidemias y del temor de algunas autoridades a que se diera instrucción
superior a los naturales.
El Colegio de Tlatelolco fue, al parecer, excepcional. No sabemos de nin-
gún ejemplo similar entre los dominicos ni entre los agustinos. A pesar de
que sobre los últimos se menciona que Antonio Huitziméngari, miembro
de la nobleza indígena tarasca, fue educado en Tiripitío por fray Alonso de la
Veracruz, su caso es más una excepción que una regla.
El indio fue, en la mayoría de los casos, un objeto retórico que sirvió
para justificar posiciones, sin descartar las buenas intenciones de quienes
hablaron de él para defenderlo de los abusos. El hecho se ve claramente en
las opiniones que sobre los indios tuvieron dos personajes que fueron muy
amigos al principio, pero cuyas posturas y bandos los enfrentaron irreme-
diablemente: Vasco de Quiroga (1477 o 1478-1565) y fray Alonso de la Vera-
la era medieval-renacentista 97
73
Cf. Bernardino Verástique, Michoacan and Eden: Vasco de Quiroga and the Evangelization
of Western Mexico.
74
Cf. Vasco de Quiroga, De debellandis Indis. Un tratado desconocido.
75
Cf. Francisco Quijano Velasco, Vasco de Quiroga y Alonso de la Veracruz. Dos proyectos de
sociedad americana.
76
Ver Alonso de la Veracruz, Sobre el domino de los indios y la guerra justa, y Sobre los diez-
mos.
98 la era medieval-renacentista
tradas llevaron incluso a una pugna personal: ambos clérigos, que antes ha-
bían sido colaboradores, terminaron en una abierta oposición, lo que trajo
un fuerte distanciamiento entre ellos.
En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas
están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y pla-
zas, en las paredes están salpicados los sesos. Rojas están las aguas, están como
teñidas, y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre. Golpeába-
mos en tanto los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros.
Con los escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su
soledad.77
77
Anales de Tlatelolco, citado en Miguel León-Portilla, La visión de los vencidos. Relaciones
indígenas de la conquista, p. 166.
78
T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. i, cap. 4, p. 24.
la era medieval-renacentista 99
85
G. M. Pastrana Flores, op. cit., pp. 15 y ss.
86
Miguel León-Portilla, Los franciscanos vistos por el hombre náhuatl, p. 20; F. Castro Gutié-
rrez, op. cit., p. 244.
la era medieval-renacentista 103
87
Cf. Edith Guadalupe Llamas Camacho, El bautizo de los señores de Tlaxcala y Michoacán,
una alianza político religiosa en la conquista de México.
88
B. Warren, La conquista de Michoacán, 1521-1530, pp. 109 y ss.
89
Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, libro iv, cap. v, vol. ii, pp. 34 y ss.
90
Fray Diego Muñoz, en su Descripción de la provincia de San Pedro y San Pablo de Mi-
choacán en las Indias de Nueva España, señala que después de matar a sus hermanos se bautizó
y llamó don Francisco.
104 la era medieval-renacentista
El otro caso ejemplar, Tlaxcala, había sido el primer aliado de los espa-
ñoles y por tanto en su territorio se construyó el modelo de las alianzas futu-
ras basadas en entrega de regalos, mujeres nobles y al final el bautizo. Su
presencia militar había sido fundamental en la conquista de la capital y esto
le dio instrumentos más efectivos para manipular su pacto con Cortés como
un convenio entre iguales, lo cual les permitía obtener privilegios (como la
exención de encomiendas y tributos), algo que no sucedió en Michoacán.
Ahí los españoles que no habían obtenido beneficios en la conquista de Teno-
chtitlan buscaban resarcirse y los michoacanos no pudieron conseguir las
ventajas de un pacto de igualdad.
Tezcoco, en cambio, mostró su oposición a los mexicas poco antes de
la conquista ante la imposición de Cacama, pariente de Moctezuma, como
gobernante del señorío, lo que justificó la alianza de Ixtlilxóchitl con Cortés.
A raíz de tales vínculos, Tezcoco elaboró dos tradiciones sobre el bautizo
del señor Ixtlilxóchitl, quien aprovechó también la presencia española para
eliminar a su hermano de la sucesión del señorío. La primera versión tuvo
su origen en una fuente indígena, el Códice Ramírez (transcrito en la Segun-
da relación del jesuita Juan de Tovar), la cual menciona que el bautismo de
Ixtlilxóchitl aconteció antes de que Cortés hiciera su primera entrada a Te-
nochtitlan en 1520. La otra, que recopila el cronista Fernando de Alva Ixtlil-
xóchitl a fines del siglo xvi, da la primacía de este hecho a los franciscanos,
es decir, fecha el bautismo en 1524 con la llegada de los primeros doce.
Curiosamente, la mayor parte de los testimonios sobre el bautizo de los
caciques no pertenece al momento de los hechos sino a una etapa posterior
en la que tanto los caciques como los frailes, por diversos motivos, se vie-
ron en la necesidad de dejar plasmados estos hechos. Los frailes, para dejar
constancia del éxito de su labor; los señores indígenas, para hacer patente
su cristianización temprana. Sobre Michoacán los principales testimonios
provienen del ámbito de los religiosos, pero en los casos de Tezcoco y Tlaxca-
la vienen del lado de los indios.
Junto con los discursos textuales de ese periodo nos queda un impor-
tante arsenal de imágenes de mediados del siglo xvi, siendo los tlaxcaltecas
quienes dejaron plasmados con mayor claridad y constancia sus servicios
a la Corona. Para solicitar exenciones y prebendas fue elaborado un largo
códice con escenas de la conquista, conocido como “lienzo de Tlaxcala”. El
documento sería llevado en 1552 por una de las varias delegaciones de tlax-
caltecas que viajaron a España para obtener cédulas y para hacer válidos
los beneficios que les había concedido el haber sido colaboradores de Cortés
y de los frailes.91 En las escenas del lienzo aparecían los tlaxcaltecas como
colaboradores de Cortés y de sus capitanes en las conquistas del territorio,
91
La pictografía tenía una primera lámina apaisada y ochenta y siete pinturas con glosas. El
original está perdido y lo que tenemos es una copia del siglo xviii y otra del siglo xix, incompleta.
Carlos Martínez Marín, “Historia del Lienzo de Tlaxcala”, en El Lienzo de Tlaxcala, pp. 35 y ss.
la era medieval-renacentista 105
pero sobre todo se destacaba la escena del bautizo que mostraba a los cuatro
señores, encabezados por Lorenzo Mazihcatzin ricamente vestidos con las
manos juntas. En la escena, Cortés es representado como padrino, Juan Díaz
funge como ministro del sacramento y la Malinche aparece como intérprete
en un acto realizado ante una imagen de la Virgen con el niño, testigo y es-
tandarte de la conquista.
Para la época en que se estaba elaborando el lienzo se había consolidado
una versión unificada de esta tradición, pero al parecer no era la única, como
podemos entrever por esta cita de Torquemada:
Llegado Martín López a Tlaxcala... dicen algunos que halló a Mazihcatzin muy
malo y que le dijo que se quería bautizar y morir cristiano... y que Cortés envió a
Bartolomé de Olmedo que le bautizase y que llegando a tiempo... le bautizó y que
murió católico con mucha devoción; porque quiso Dios premiar al que sólo fue
causa que los cristianos se conservasen en esa tierra para mayor gloria suya y
bien de tantas almas. Esto dice la relación castellana, pero hace contradicción a
lo que decimos... acerca de los que se bautizaron de aquesta señoría, que fueron
los cuatro cabeceras, de los cuales es uno este Mazihcatzin. Y yo tengo aquel he-
cho por más verdadero que éste, porque en todas las pinturas que hay de esta
historia y bautismo están todos cuatro juntos bautizándole y señalado el mi-
nistro que fue el clérigo Juan Díaz y no fraile. Y esta pintura está en la portería
del convento de Tlaxcala y ellos con sus nombres cristianos y gentílicos sobre
sus cabezas.92
96
P. Escalante, Los códices, p. 50.
97
P. Escalante, “Pintar la historia…”, en op. cit., p. 43.
98
P. Escalante, Los códices, pp. 52 y ss.
108 la era medieval-renacentista
una tradición que la otra, siendo los más cercanos a la conquista los que pre-
sentan una menor influencia europea. Fray Pedro de Gante y su escuela de
San José de los Naturales tuvieron sin duda un papel fundamental en la
adaptación de esos dos lenguajes, pues en ella los indígenas aprendieron las
técnicas pictóricas europeas pero pudieron también conservar elementos de
su propia tradición.
Esta presencia de la visión indígena también se dejó sentir, finalmente,
en el ámbito festivo, a menudo con la anuencia de los frailes y de las autori-
dades españolas. Durante ellas había constantes referencias a los antiguos
señoríos: música, danzas, lenguaje y guerreros en batallas ficticias que ha-
cían alusión al poder militar de los ancestros. Frailes y autoridades conside-
raron que era necesaria la inserción de elementos indígenas en las fiestas
para demostrar su sujeción a la Corona. Para la nobleza nativa, su participa-
ción con armas y atavíos guerreros en las fiestas servía para cimentar su po-
sición ante sus súbditos y reforzar su propia autoridad, así como un medio
para mostrarse simbólicamente iguales a los españoles.
La fiesta como espacio de convivencia y de creación simbólica fue un
medio ideal para amalgamar las dos culturas. Gracias a ella los indios con-
siguieron crear un espacio cultural propio integrando elementos de ambos
mundos; con base en sus tradiciones y en las herramientas que les dieron
los conquistadores pudieron construir un nuevo ámbito espiritual con el que
les fue posible organizar la resistencia contra los elementos disgregadores y
sobrevivir.
99
T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. i, cap. 15, pp. 67 y ss.
la era medieval-renacentista 109
103
Eduardo Báez Macías, El arcángel san Miguel..., pp. 23 y ss.
104
B. Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cap. xx, p. 33.
la era medieval-renacentista 111
105
T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. i, cap. 4, p. 24.
106
J. Lockhart, op. cit., p. 365.
107
Joaquín García Icazbalceta, “Relación de Andrés de Tapia sobre la conquista de México”,
en Colección de documentos inéditos para la historia de México, vol. ii, p. 586.
112 la era medieval-renacentista
108
Cf. J. de Mendieta, op. cit., libro v, primera parte, caps. 13 y 16, vol. ii.
109
Véase en este sentido la descripción que hace fray Juan de Grijalva del diálogo entre fray
Antonio de Roa y el ídolo Mola, Crónica de la Orden de Nuestro Padre San Agustín en las provin-
cias de Nueva España en cuatro edades desde el año de 1533 hasta el de 1592, p. 90.
la era medieval-renacentista 113
sobre la vida de los santos; en ellos, los fieles reunidos en el atrio podían con-
templar la precipitación de los condenados en las llamas infernales, la resu-
rrección de los muertos o las apacibles delicias del paraíso terrenal, mientras
escuchaban sencillos diálogos en su lengua. En otras ocasiones, lo que se
admiraba eran tan sólo pequeños cuadros mudos que se escenificaban den-
tro del templo y se intercalaban durante la misa, como los misterios del ro-
sario o la Epifanía. Motolinia señalaba el gran éxito que tuvo entre los indios
la celebración de la fiesta de los Reyes Magos, “porque les parece que es pro-
pia fiesta suya” y traían la estrella desde muy lejos con cordeles y ofrecían a
la Virgen y al niño cera, incienso, palomas y codornices en un pesebre cons-
truido en la iglesia.110 Para los misioneros la fiesta de los Santos Reyes, que
para la segunda mitad del siglo ya se escenificaba con una cabalgata, era un
buen argumento para predicar que el mensaje cristiano iba dirigido a todas
las naciones del orbe, además de ser un tema dirigido a consolidar y santifi-
car el papel rector de la monarquía católica sobre los indios.
A veces, los frailes promovieron también grandes pantomimas, como la
realizada en Tlaxcala, que incluían danzas y cantos. Los indios varones (las
mujeres estaban excluidas) tuvieron en estas representaciones una gran li-
bertad de actuación y una participación muy activa; ellos eran los que arma-
ban las escenografías con árboles, animales y castillos; ellos elaboraban sus
complicados vestuarios y realizaban sus danzas y cantos; eran ellos los acto-
res, y en sus lenguas se expresaban sus diálogos. A veces incluso ellos fueron
quienes los escribieron. En la organización de esos espectáculos tuvieron un
importante papel las instituciones comunitarias.111 Las autoridades españo-
las y los frailes estaban conscientes de la necesidad de utilizar el aparato
festivo para legitimar la presencia política y religiosa de los españoles. Ber-
nal y Motolinia mencionan la fabricación de “bosques” efímeros con árboles,
plantas y animales en los atrios del templo como parte de los festejos en el
siglo xvi, escenografías que recuerdan los festivales dedicados a Tláloc.
La música y la danza fueron parte fundamental de estos espectáculos pa-
ralitúrgicos. Desde fechas tempranas los frailes organizaron a los músicos en
capillas, cuyo elevado número de cantores y músicos tocaban diversos instru-
mentos precortesianos y europeos y acompañaban la misa dominical. Para
Zumárraga, los indios se convertían más por la música que por la predica-
ción, y agrega: “los vemos venir de partes remotas por oír y trabajar por la
aprender y salir con ello”.112 En lo que respecta a la danza, desde los primeros
años fray Pedro de Gante la permitió en los atrios al darse cuenta de que para
los indios era fundamental cantar y bailar a sus dioses. En estos mitotes se
mezclaron ya desde tiempos tan tempranos la tradición de las danzas de mo-
110
T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. 1, cap. 13, p. 55.
111
María Beatriz Aracil Barón, El teatro evangelizador. Sociedad, cultura e ideología en la Nue-
va España del siglo xvi, pp. 20 y ss.
112
Carta de fray Juan de Zumárraga, México, 17 de abril de 1540, en Mariano Cuevas, Docu-
mentos inéditos del siglo xvi para la historia de México, p. 99.
114 la era medieval-renacentista
ros y cristianos con los rituales guerreros indígenas (tocotines) en los que se
cantaban historias de los señores principales. Con el tiempo estos bailes se-
rían parte de todo espectáculo festivo en la Nueva España. Aunque los religio-
sos dieron a estas danzas el simbolismo cristiano de una lucha entre la fe y la
idolatría, para los indios fue un medio ideal para mantener vivos muchos de
sus antiguos ritos. Antes de comenzar los bailes, los danzantes iban al merca-
do para que los pintaran de colores a la usanza antigua y cuando cantaban
durante las danzas remarcaban el principio y el final del canto cristiano, pero
en medio insertaban plegarias a sus dioses que decían en voz baja.
A causa de tales actividades, el obispo Zumárraga mandó prohibir esas
danzas argumentando que era un gran desacato al Santísimo que en las pro-
cesiones fueran hombres con máscaras y hábitos de mujeres, danzando y
saltando con meneos deshonestos; prohibición que fue ratificada por el Con-
cilio Provincial de 1565. La actitud del obispo respondía a un hecho: desde
1526 la fiesta del Corpus Christi que organizaba el Ayuntamiento de la capi-
tal se hacía con un despliegue festivo (danzas, representaciones teatrales,
mascaradas y carros alegóricos) que el espíritu reformador de Zumárraga
consideraba demasiado mundano y, sobre todo, de muy mal ejemplo para
los recién convertidos.113
Frente a esa actitud contraria, algunos franciscanos opinaban que había
que dejar que los indios se apropiaran del culto cristiano, pues al volverlo par-
te de su vida cotidiana asimilarían mejor la fe que se les pretendía inculcar.
Con esta finalidad promovieron que en fiestas como el Día de Corpus Christi,
la Semana Santa o las fiestas de los santos patronos de los pueblos se diera
un despliegue de flagelaciones públicas, de vistosas procesiones decoradas
con arcos y tapetes de flores, estandartes de plumas, copal, luminarias, dis-
fraces y papeles de colores, amenizadas con cantos, representaciones teatra-
les y comidas comunitarias, que a veces terminaban, a pesar de los frailes,
en verdaderas borracheras rituales. Cantores, cabildo y frailes trabajaban en
las fiestas de los santos patrones y sus fondos provenían de las cajas de co-
munidad, que se habían fundado para otros gastos pero que básicamente se
gastaban en fiestas; para muchos ésta era la prueba más palpable del éxito
de la evangelización. En el Códice Sierra, que reproduce las cuentas y gas-
tos de la comunidad de Tejupan, se puede notar que el 90 por ciento de los
gastos iban dirigidos a actividades religiosas: trompetas para la iglesia, cajas
de hierro para la sacristía, terciopelos, damascos y tafetanes para las vestidu-
ras sagradas y vestir el altar, candelabros, cera, vino, salarios del vicario y del
sacristán, etcétera.114
113
Israel Álvarez Moctezuma, “Civitas Templum. La fundación de la fiesta de Corpus en la
ciudad de México (1539-1587)”, en Monserrat Gali y Morelos Torres (eds.), Lo sagrado y lo profa-
no en la festividad de Corpus Christi, pp. 41-59. Ver también Nelly Sigaut, “Corpus Christi: la
construcción simbólica de la ciudad de México”, en Víctor Mínguez, ed., Actas del III Simposio
Internacional de Emblemática Hispánica, p. 39.
114
Ronald Spores, The Mixtecs in Ancient and Colonial Times, pp. 175 y ss.
la era medieval-renacentista 115
115
Francisco Cervantes de Salazar, Crónica de Nueva España, cap. 51, p. 246.
116
B. Warren, La conquista de Michoacán, p. 128.
116 la era medieval-renacentista
daños. La única diferencia con los tiempos pasados era que los nuevos domi-
nadores tenían una actitud exclusivista y no toleraban la convivencia de sus
dioses con los de las religiones antiguas.
Tales fenómenos de asimilación fueron posibles también gracias a la
existencia de paralelismos entre las dos religiones y a que el cristianismo
presentaba a los indios un catálogo formal que les ofrecía variadas imágenes
de niños, mujeres, hombres, ancianos, seres alados y demonios con los que
pudieron realizarse las superposiciones necesarias con sus antiguos dioses.
Además, la enorme cantidad de representaciones asociadas con el martirio y
con la sangre, incluido el de Cristo, debió constituir para los indios un rico
arsenal de imágenes que los remitían a los sacrificios ofrecidos a sus dioses.
Santa Catalina de Alejandría con una cabeza a sus pies debió hablarles de los
trofeos de guerra que en algunos pueblos los guerreros acostumbraban obte-
ner como parte de su prestigio. El martirio de san Sebastián fue quizás aso-
ciado con el sacrificio por asaeteamiento que se realizaba con algunos pri-
sioneros capturados en la guerra, además de ser iconográficamente el más
cercano a la crucifixión.117 El corazón traspasado por tres flechas que simbo-
lizaba a san Agustín debió referirlos a la ceremonia en la que se extraía esa
víscera del cuerpo de los sacrificados. La muerte de san Lorenzo pudo recor-
darles a las víctimas humanas ofrecidas en honor de la diosa Cihuacóatl. El
martirio de san Bartolomé, a quien le fue quitada la piel, pudo recordarles al
dios Xipe Totec, señor de las cosechas a quien se ofrecía un sacrificio por
desollamiento, después del cual el sacerdote bailaba colocando sobre su
cuerpo la piel de la víctima. Casi tan importante como la religión de amor, la
religión de violencia conseguía captar la atención de los indios hacia la nue-
va ritualidad que traían los invasores españoles.
En este proceso de asimilación llegaron a integrarse incluso los animales
que servían de atributo a los santos y que fueron identificados con su tona o
entidad protectora. A estas representaciones de seres humanos y animales se
les hacían ofrendas de cera, comida y bebida, se les sacrificaban gallinas y
otros animales y se derramaba pulque en su presencia, pensando que las en-
fermedades les venían por no darles los alimentos que requerían.118 San Juan
Bautista, por su asociación con el agua, ocupó su lugar en el panteón indíge-
na y, al igual que Tláloc, dios de las lluvias, se convirtió en el señor del orien-
te. Los indígenas celebraban su fiesta, que además coincidía con el solsticio
de verano, con representaciones teatrales donde se narraban escenas de la
vida del precursor y este teatro debió ser asociado con un ritual propiciato-
rio.119 Santa Ana, la abuela de Cristo, sustituyó a Toci, abuela de los dioses, y
117
P. Escalante, “Cristo, su sangre y los indios. Exploraciones iconográficas sobre el arte
mexicano del siglo xvi”, en Helga von Kügelgen (ed.), Herencias indígenas, tradiciones europeas y
mirada europea, pp. 71-93.
118
Jacinto de la Serna, Manual de ministros de indios para el conocimiento de sus idolatrías y
extirpación de ellas, pp. 64 y ss.
119
T. de Motolinia, Historia de los indios…, p. 63.
la era medieval-renacentista 117
120
J. de la Serna, op. cit., p. 65.
121
Gonzalo Aguirre Beltrán, Zongolica: encuentro de dioses y santos patronos, pp. 60 y ss., y
166 y ss.
122
J. de la Serna, op. cit., pp. 64 y ss.
118 la era medieval-renacentista
eran seres con un potencial destructivo. Mendieta cuenta, por ejemplo, que
al principio de la evangelización los indios llamaban a san Francisco el cruel,
pues en su fiesta, el 4 de octubre, al cesar las aguas, caían las heladas y con
ellas se perdían maíz y legumbres.123
Los santos no eran, sin embargo, entes abstractos, su fuerza estaba pre-
sente en sus imágenes que eran consideradas ixiptla, receptáculos de un po-
der, presencias que poseían la fuerza.124 Algunos etnólogos han insistido en
este carácter mágico de las imágenes en comunidades actuales; en Ihuatzio,
Michoacán, las diferentes representaciones de san Francisco se considera-
ban como santos distintos.125 El uso de las lenguas vernáculas y de algunos
símbolos del mundo mesoamericano para la difusión del cristianismo forjó
una religión sincrética, que en un principio asimiló elementos y símbolos
cristianos a las antiguas concepciones indígenas. Este sincretismo cultural
no sólo fue fruto de la resistencia del paganismo a desaparecer, sino también
surgió como resultado de las iniciativas de los frailes y de la presencia de los
colaboradores indígenas, apegados aún a su cultura tradicional. Ejemplos de
ello fueron la tolerancia de los sahumerios con copal, de la tradición de anu-
dar la capa del hombre al huipil de la mujer durante la ceremonia matrimo-
nial, de los mitotes y del juego ritual del volador o el permitir que a los muer-
tos se los sepultara con una piedra de jade en la boca y con una jarra de agua
a su lado, para el viaje al más allá. Así, junto con los cultos cristianos convi-
vían los ritos agrícolas, las prácticas médicas tradicionales y la religión do-
méstica. Las parteras, los curanderos y los ancianos fueron los encargados
de transmitir esos saberes, y a menudo los viejos sacerdotes y los mismos ca-
ciques fomentaron el culto a las antiguas deidades, ocultándolas debajo de
las cruces y atrás de los altares de las iglesias, y haciéndoles sacrificios y
ofrendas en los montes, en las cuevas y en los bosques.
Gracias a estos dioses tutelares o santos patronos, los pueblos recién
congregados, formados a menudo con grupos de procedencia heterogénea,
pudieron reconstruir su mundo espiritual; con ellos se crearon los lazos que
hicieron posible la integración y la convivencia.126 Al convertirse en dioses
tutelares de los pueblos, los santos se volvieron elementos de resistencia y
detrás de ellos se ocultaron muchas concepciones indígenas anteriores a la
conquista. Sin embargo, en su aceptación podemos encontrar también pro-
cesos de adaptación de los códigos occidentales, pues la relación con las
fuerzas celestes se volvió más directa y la comunicación con ellas más cerca-
na; sin duda los dioses de los cristianos tenían rasgos más humanos que las
antiguas divinidades sanguinarias.
123
J. de Mendieta, op. cit., libro iii, cap. 56, vol. i, p. 502.
124
Serge Gruzinski, La guerra de las imágenes, p. 61.
125
Pedro Carrasco, El catolicismo popular de los tarascos, p. 197.
126
Cf. Marcello Carmagnani, El proceso de reconstitución de la identidad étnica en Oaxaca,
siglos xvii y xviii.
III. LA ERA MANIERISTA.
FORJANDO LOS SÍMBOLOS Y LAS PRÁCTICAS
vas. México y Puebla fueron las dos ciudades pioneras en este sentido, am-
bas con corporaciones urbanas fuertes (ayuntamientos y cabildos catedrali-
cios), con conventos mendicantes y colegios jesuitas y con un grupo de
mercaderes que comenzaban a tender sus redes hacia todo el territorio. Fue
en esta época que los poblanos comenzaron a controlar el comercio hacia el
área de Oaxaca, de la cual se importaban tintes y lanas, y los de la capital,
representados por su poderoso consulado, iniciaron su salida hacia Mi-
choacán, el Bajío, Zacatecas, San Luis Potosí y Filipinas monopolizando el
comercio y el abasto de créditos y mercancías en los centros mineros.
Con estas organizaciones se consolidaba el proceso de institucionalización
que vivía Nueva España y que abarcaba tanto el ámbito eclesiástico (cabildos,
catedrales y provincias religiosas) como el civil (ayuntamientos, gremios, con-
sulado de comerciantes), así como espacios mixtos donde convivían seglares y
religiosos (las cofradías y la universidad). A partir de los cánones que les daba
la retórica, clérigos y laicos iniciaron la construcción del espacio, y sobre todo
del pasado, dentro de las estructuras que les daban dichas corporaciones.
Alrededor de 1600 la Nueva España era un territorio integrado a la cultura
occidental y al imperio hispánico gracias a la presencia de autoridades espa-
ñolas que gobernaban y administraban el territorio en nombre del rey, a los
inmigrantes provenientes de diversas regiones de la península y de los territo-
rios imperiales (Flandes e Italia), a los religiosos que seguían llegando a Amé-
rica para cristianizar a los nómadas norteños o de que iban de paso hacia Fili-
pinas, a la correspondencia epistolar interoceánica, a los objetos y obras de
arte que llegaban para alimentar las ansias de lujo y prestigio de las nacientes
oligarquías novohispanas y a la expansión del saber libresco que gracias a la
imprenta era recibido entre los letrados novohispanos. A pesar de esta inser-
ción a la cultura occidental, la presencia de la tradición indígena comenzó a
forjar peculiaridades y matices en la versión americana de esa matriz hispáni-
ca. Con todo no será en esta etapa, sino hasta la siguiente, que la presencia de
lo indígena se convierta en un elemento de diferenciación identitaria para los
criollos.
1. América en entredicho.
Defensores y detractores de lo americano
1
Antonio de León Pinelo, El paraíso en el Nuevo Mundo. Comentario apologético, historia natu-
ral y peregrina de las Indias occidentales, islas de tierra firme del mar océano, vol. i, pp. 136 y ss.
la era manierista 123
2
Teresa Gisbert, El paraíso de los pájaros parlantes. La imagen del otro en la cultura andina,
pp. 155 y ss.
124 la era manierista
(1559-1625), que ocupó ese cargo desde 1596, escribió después de varios años
de investigar su monumental Historia general de los hechos de los castellanos en
islas y tierra firme del mar océano.3 Sobre la visión de los indios llenos de vicios
tan sólo se levantó una voz solitaria en Europa que mostró una actitud posi-
tiva ante el indio americano, Michel de Montaigne, quien vio en ellos a pue-
blos que combinaban la virtud del estado natural con grandes realizaciones
culturales y los utilizó para criticar a la civilización europea.4 La retórica, sin
embargo, los definió a partir del vituperio o de la exaltación. Para contrastar-
los con las virtudes de los españoles, los indios eran viciosos, sodomitas, hol-
gazanes o crueles; en cambio, para exaltar las hazañas de los conquistadores,
eran pueblos con instituciones sociales y políticas sólidas y poderosas.
En la difusión de estas ideas sobre América los grabados jugaron un pa-
pel fundamental; sus indios semivestidos con plumas y sus orgías de sangre,
moviéndose en urbes con pirámides, templos y palacios de tipo “renacen-
tista”, llenaron los libros sobre las Indias Occidentales con imágenes que
produjeron un estereotipo del que Europa no se desprendería sino hasta el si-
glo xix. Entre todos estos grabados, fueron quizás los del impresor Théodore
de Bry y los de sus hijos los que popularizaron con mayor ímpetu la “leyenda
negra” y la visión estereotipada del indio americano. Huido del Flandes es-
pañol en 1570 y asentado en Fráncfort, en los dominios del calvinista Federi-
co III, Théodore de Bry publicó sus Grands Voyages, una serie profusamente
ilustrada con imágenes de sacrificios humanos y canibalismo. En 1599 sus
hijos imprimieron las láminas dibujadas por Iodocus A. Winghe que ilustra-
ban una traducción de la Brevísima relación de fray Bartolomé de las Casas
con violentas y aterradoras escenas de la conquista de México; esas imágenes
reforzaron la visión nefasta que se comenzaba a generalizar en Europa sobre
la actuación de España en el Nuevo Mundo y mostraron una civilización de
indios emplumados que habitaban en ciudades de tipo europeo.
Tiempo después, el tema azteca se difundió gracias a la publicación de
grabados que hizo el clérigo anglicano Samuel Purchas en el llamado Códice
Mendocino en 1625. Aunque los dibujos, que copiaron el códice original,
eran muy burdos, el dar a conocer su contenido inauguró una nueva etapa
para la apreciación de la civilización azteca y de su alto grado de cultura.5
Desde el Renacimiento hasta el Barroco, a lo largo y ancho de Europa, en
muchos festejos aparecieron los exóticos americanos vestidos de plumas,
danzando en las fiestas y con atributos de sus práctica antropofágicas en una
imagen que los europeos podían identificar con la de los indios.6
3
La obra fue impresa entre 1601 y 1615 en dieciséis volúmenes. Una edición moderna en
cinco volúmenes, Madrid, Universidad Complutense, 1991-1999.
4
Benjamín Keen, La imagen azteca en el pensamiento occidental, pp. 168 y ss.
5
Athanasius Kircher, jesuita esoterista y polígrafo, conoció los grabados de Purchas y dedicó
a los aztecas un capítulo de su Oedipus Aegypciacus, estudio sobre la escritura jeroglífica. B.
Keen, op. cit., pp. 218 y ss.
6
Huggette Zavala, “América inventada. Fiestas y espectáculos en la Europa de los siglos xvi
la era manierista 125
al xx”, en Arte, Historia e Identidad en América. Visiones Comparativas. XVII Coloquio Internacio-
nal de Historia del Arte, vol. i, p. 34.
7
En una fecha tan temprana como 1505, en la catedral de Viseu en Portugal, aparece una
adoración de los magos donde se pinta al rey que representa al Asia con las plumas de los recién
descubiertos, que aún se creía eran asiáticos. Existe otra pintura portuguesa de mediados del
xvi en la que aparece un demonio en el infierno ataviado con plumas en la cabeza.
8
Varios, México en el mundo de las colecciones de arte, Nueva España, vol. 1, pp. 28, 33, 64.
Las fichas de los códices citados fueron escritas por Carlos Martínez Marín y Pablo Escalante.
126 la era manierista
ción en el mundo hispánico.9 Resulta por demás paradójico que en los paí-
ses con mayor información sobre los indios haya menos representaciones
plásticas de ellos.
A pesar de esta ausencia, el interés por lo americano en el ámbito cul-
to español era grande, como puede percibirse en una disputa que, si bien
comenzó en la primera mitad del siglo, tuvo su punto más fuerte en la era
manierista. Se trata del tema sobre el origen de esos hombres no previstos
en la tradición bíblica. Al principio la cuestión teológica del origen adánico
del hombre americano fue la que más preocupó a los pensadores españoles,
y aunque la mayoría los vio como seres humanos, hijos de Adán y Eva, hubo
posiciones que los consideraron inferiores por la existencia de canibalismo
y de sacrificios humanos entre algunos grupos. La defensa del indio que hi-
ciera fray Bartolomé de las Casas, la bula de Paulo III Sublimis Deus de 1537
y la actitud general del humanismo en Europa se enfrentaron con esa idea y
crearon las condiciones para una defensa de los derechos de los indios a la
libertad y a ser tratados como seres humanos. Pero de ahí surgía un nuevo
problema: ¿de qué parte del viejo continente provenían y cómo habían pasa-
do a América? Las hipótesis más socorridas (después de que América quedó
diferenciada del Asia) los hacían venir de la Atlántida o de Cartago, aunque
el origen judío (por el Ophir del rey Salomón o por las tribus perdidas de Is-
rael) también tuvo muchos seguidores. El tiempo de la salida debía situarse
sin lugar a dudas después de Noé y de Babel a raíz de la pluralidad de len-
guas, otros opinaban que pertenecían a las diez tribus que Salmanasar, rey
de Asiria, desterró en tiempo de Osseas.10
Muchas de estas teorías fueron recopiladas por fray Gregorio García, que
publicó en 1607 en Valencia su libro Origen de los indios del Nuevo Mundo.
Crédulo e inhábil para hacer una crítica de sus materiales, este escritor es
un ejemplo de las limitaciones que los occidentales tenían para entender el
complejo mundo al que se enfrentaban a partir de los reducidos parámetros
de su cultura bíblica. A mediados del siglo, algunos portugueses propusieron
un origen chino, por la semejanza de los rasgos físicos entre ambos grupos.
Entre 1589 y 1590, el jesuita Joseph de Acosta, , quien viajó por Perú y Méxi-
co, fue el primero que reunió todos los argumentos e intentó una explicación
más lógica en su Historia natural y moral de las Indias; en ella eliminó la hi-
pótesis del paso en barcos por el mar, imposible para explicar una inmigra-
ción constante tanto de hombres como de animales. Un paso por tierra hacía
necesaria la presencia de un estrecho que comunicara América con Asia, o
9
Tom Cummins, “De Bry and Herrera: Aguas Negras or a Hundred Year war over an Image
of America”, en Arte, Historia e Identidad en América. Visiones Comparativas. XVII Coloquio In-
ternacional de Historia del Arte, vol. i, pp. 17-31.
10
Joseph de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, p. 60; Juan de Torquemada, Mo-
narquía indiana, vol. i, pp. 36-39. Este autor señala que esta creencia era muy común y la com-
partían Anglería, Las Casas y otros autores.
la era manierista 127
con Europa, por el norte o por el sur. El indio americano quedaba unido así
al resto de la humanidad y, con ello, a la historia de la salvación.11
Con todo, la imagen del indio idólatra y salvaje tuvo sin duda la suprema-
cía en la conciencia europea, lo que se podía ver sobre todo en las represen-
taciones de América. Para la fiesta anual de Amberes en 1564 se preparó un
cuadro viviente con cuatro mujeres que simbolizaban las cuatro partes del
mundo y en donde América estuvo presente por primera vez. Décadas des-
pués, en esa misma ciudad, Martín de Vos la dibujaba montada sobre un ar-
madillo gigante como decorado para uno de los arcos triunfales colocados
para honrar al archiduque de Austria; desde entonces el tema se volvió un
elemento obligado para muchas celebraciones.12 Pero esta alegoría no sólo
apareció en el ámbito de las fiestas y mascaradas públicas, sino también en
los mapamundis, grabados y pinturas murales desde la segunda mitad del
siglo xvi hasta avanzado el xviii. Desde sus orígenes, la alegoría quedó defini-
da en sus dos representaciones plásticas más comunes: la que asociaba al
Nuevo Mundo con el lujoso exotismo asiático y la que lo identificaba con la
salvaje desnudez emplumada. En la primera concepción, América aparecía
vestida con suntuosas telas, con aves de exóticos plumajes y portando un
cuerno de la abundancia, como en el mapa de Giovanni de Vecchi de 1574.
Pero poco a poco se fue imponiendo la otra imagen, la que la mostraba como
una exuberante mujer desnuda y emplumada con fuertes cargas eróticas. En
el grabado realizado por Jan Stradanus se la representa en una hamaca fren-
te a Vespuccio y con una escena de canibalismo al fondo. Para éste y otros
autores, la alegoría femenina parecía ser “la metáfora de la desfloración de la
tierra virgen por obra del descubridor pionero”.13 Tal figura, asociada a las
amazonas, se convirtió en el paradigma más común de América gracias a su
inclusión en la Iconología de Cesare Ripa impresa con ilustraciones desde
1603.14 Esa América fiera y armada, asentada sobre un lagarto chato será la
figura más frecuentemente utilizada para definir en adelante al nuevo con-
tinente. Para remarcar la abundancia, la figura se rodeará de frutos y de ani-
males exóticos (piñas, bananas, cocodrilos, armadillos, guacamayas, leopar-
dos, etcétera), todos símbolos asociados a la fertilidad y a la prodigalidad
americanas.15
En España, América despertó curiosidad desde el siglo xvi, aunque con
las muy pragmáticas miras de conocer sus recursos naturales para poder ex-
plotarlos mejor. Con esta finalidad, en 1577 Felipe II mandó a América una
Instrucción y memoria en la que se hacían cincuenta preguntas sobre los re-
11
Ver Lee Huddleston, Origins of the American Indians. European Concepts, 1492-1729.
12
H. Zavala, “América inventada…”, en op. cit., vol. i, p. 34.
13
Pier Luigi Croveto, “La visión del indio de los viajeros italianos”, en La imagen del indio en
la Europa moderna, p. 16.
14
Cesare Ripa, Iconología, vol. ii, p. 108.
15
Hugh Honour, The new golden land. European images of America from the Discovery to the
Present Time, pp. 84 y ss.
128 la era manierista
16
En varios de los mapas de las relaciones geográficas de 1578-1580 se presentan imágenes
bastante detalladas de la plaza central y los edificios principales con una combinación de ele-
mentos prehispánicos y occidentales.
17
Germán Somolinos D’Ardois, La primera expedición científica en América, pp. 11 y ss.
la era manierista 129
18
Joao da Silva Dias, Influencia de los descubrimientos en la vida cultural del siglo xvi,
pp. 55 y ss.
19
Fernando Ainsa, De la Edad de Oro a El Dorado, p. 16.
130 la era manierista
20
Citado por David Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla,
pp. 328 y ss.
21
Francisco Cervantes de Salazar, México en 1554, Diálogo Segundo, p. 93.
22
Fernando de la Flor, Barroco: representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680),
p. 311.
la era manierista 131
Había el marqués contado sus vasallos, y subido su renta en más de ciento y cin-
cuenta mil pesos […] De esta cuenta se dio aviso a su majestad y al fiscal del
consejo real, el cual puso al marqués demanda, diciendo que había sido Su Ma-
jestad engañado en la merced que se le hizo, y para esta demanda le mandaron
citar, y fue con esta citación cédula real, en que se mandaba al virrey suspendiese
la sucesión de los indios, en tercera vida. Sabido de esta cédula, empezose la tie-
rra a alterar; y había muchas juntas y concilios, tratando de que era grandísimo
agravio el que Su Majestad hacía a la tierra, y que quedaba perdida de todo pun-
to, porque ya las más de las encomiendas estaban en tercera vida, y que antes
perderían las vidas que consentir tal, y verles quitar lo que sus padres habían ga-
nado, y dejar ellos a sus hijos pobres. Sintiéronlo mucho, y como el Demonio
halló puerta abierta para hacer de las suyas, no faltó quien dijo: “¡Cuerpo de
Dios! Nosotros somos gallinas, pues el rey nos quiere quitar el comer y las ha-
ciendas, quitémosle a él el reino, y alcémonos con la tierra y démosla al marqués,
132 la era manierista
En 1563 llegaron a Nueva España los dos hijos del conquistador, uno
criollo, el marqués del Valle, y el otro mestizo, el hijo de la Malinche; los dos
hermanos, llamados Martín Cortés, regresaban de una larga estancia en Es-
paña, al parecer convocados por los criollos inconformes y por los francisca-
nos para que concluyeran la obra iniciada por su padre. Fue muy significati-
vo que desde Veracruz tomaran una ruta que después seguiría la entrada
ritual de los virreyes, pasando por Tlaxcala y por Cholula, y lo es también
que trajeran cargando los huesos de su padre, en cumplimiento de una de las
cláusulas de su testamento.24 Al llegar a la capital fueron recibidos con gran-
des muestras de afecto y banquetes, fiestas y juegos. Sin embargo, por lo que
narra el epígrafe, muy pronto esas celebraciones tomaron un cariz político a
causa de las leyes que tendían a limitar la herencia de las encomiendas. El
hecho no era nuevo, desde 1542 la Corona había promovido una serie de le-
yes que buscaban reducir el control que ejercían los encomenderos sobre los
indios para favorecer a los nuevos colonos y para fortalecer la agricultura,
las construcciones urbanas y la minería. Aunque se había dado marcha atrás
en cuanto a la negativa a aceptar que los hijos heredaran las encomiendas de
sus padres, la Corona siempre mantuvo la posibilidad de reinstaurar esta ley
que impedía la continuidad de la encomienda.
Los descendientes de los conquistadores sostenían que sus padres reci-
bieron las encomiendas no sólo a perpetuidad, sino con la posibilidad de
heredarlas a sus descendientes, por lo que consideraban injusta cualquier
modificación a sus privilegios señoriales. Con el regreso de Martín Cortés en
1563 y con la muerte del virrey Luis de Velasco unos meses después, el des-
contento tomó cuerpo en una abierta conjura, aunque llevada a cabo con
suma lentitud a causa de la ambigüedad del marqués del Valle y de la oposi-
ción que encontró el plan en algunos miembros de la aristocracia.
Entre los actos destacados que precedieron la rebelión estuvo una panto-
mima que representaron los hermanos Ávila con ocasión de una fiesta cele-
brada en casa de Martín Cortés, el marqués del Valle. El anfitrión, quien se
disfrazó de su padre, recibió a la comitiva encabezada por Alonso de Ávila,
vestido de Moctezuma, quien colocó sobre su cabeza una corona de flores
con la inscripción “no temas la caída pues es para mayor salida”. La panto-
mima, inmersa en los días precedentes a la rebelión que llevaría al cadalso a
los hermanos Ávila, fue vista por los jueces que conocieron el caso como una
clara alusión, no sólo a Hernán Cortés como el verdadero fundador del reino
de Nueva España, sino a la pretensión de que su hijo debía ser el rey de Nue-
23
Juan Suárez de Peralta, Tratado del descubrimiento de las Indias, p. 178.
24
Christian Duverger, Cortés, p. 299.
la era manierista 133
25
Manuel Orozco y Berra, ed., Noticia histórica de la conjuración del marqués del Valle. Años
1565-1568, p. 59.
26
Kart Kohut, “El cuerpo del delito. Las versiones sobre la muerte de Moctezuma”, en Igna-
cio Arellano y Fermín Pino (eds.), Lecturas y ediciones de Crónicas de Indias. Una propuesta in-
terdisciplinaria, p. 183.
134 la era manierista
mismo del recibimiento, según Cervantes, más allá de la mera cortesía: “Tomó
Moctezuma de la mano a Cortés, metiólo dentro de una gran sala, púsolo en
un rico estrado de oro y pedrería; y díjole estas palabras que fueron muy de
señor, deseoso de hacer toda merced y favor: en vuestra casa estáis”. Des-
pués, continúa narrando Cervantes, “fuéronse juntos hasta el estrado, sentóse
Moctezuma en otro que le pusieron junto al de Cortés, también muy rico.
Sentados ambos delante de aquellos señores mexicanos y de los capitanes y
caballeros de Cortés, porque para otra gente no se dio lugar”.27
Aunque Cervantes murió sin concluir su obra y el manuscrito de la Cró-
nica de la Nueva España no se publicó sino hasta el siglo xx, el texto fue par-
cialmente difundido pues llegó a las manos del cronista Antonio de Herrera,
quien lo utilizó para escribir la parte de México en su Historia, impresa por
primera vez entre 1601 y 1615.28
Cervantes era un letrado peninsular al servicio del ayuntamiento, pero
en el ámbito de los criollos también comenzaron a aparecer voces de queja
contra esas injusticias. Una de las primeras fue la de Juan Suárez de Peralta
(ca. 1537-ca.1600), criollo de la primera generación, sobrino de la primera es-
posa de Hernán Cortés y emparentado con algunos de los más poderosos
miembros del partido contrario al segundo marqués del Valle, Martín Cor-
tés: los Cervantes, Andrada y Villanueva. Testigo privilegiado de los aconteci-
mientos de la conjura de 1566, en 1579 pasó a España, donde escribió hacia
1589 su Tratado sobre el descubrimiento de las Indias, inédito hasta 1878. De
acuerdo con su título, el Tratado era no sólo una historia de la Nueva España
desde la conquista hasta el gobierno de los primeros virreyes, sino, sobre
todo, un alegato a favor de las aspiraciones señoriales de los encomenderos
criollos sucesores de los conquistadores. Según el autor, el hecho de que el
rey desconociera estos derechos fue causa de la conjura de Martín Cortés y
de las desgracias que le siguieron, cuyo relato forma con toda intención el
núcleo central de su obra. Lo más notable del texto de Suárez de Peralta es
sin duda su colorido retrato de las costumbres de la joven “nobleza” criolla
de mediados del siglo xvi, acostumbrada a banquetes, mascaradas, galanteos
y finos trajes y monturas, muestra de su voluntad de emular a la aristocracia
peninsular y de su sentimiento de ser los verdaderos señores de la tierra ga-
nada por sus padres.29
De esa necesidad de buscar beneficios para la nobleza criolla se despren-
de la exaltación de la figura de Hernán Cortés, en cuya descripción tiene a
Gómara por modelo, y las continuas alusiones al gobierno de Luis de Velas-
27
F. Cervantes de Salazar, Crónica de la Nueva España, pp. 277 y 281.
28
Aurora Díez-Canedo, Los desventurados barrocos. Sentimiento y reflexión entre los descen-
dientes de los conquistadores, p. 23.
29
El tema volvería a ser retomado por el clérigo criollo Luis Sandoval y Zapata casi ochenta
años después en un poema titulado “Relación fúnebre de la degollación de los Ávila” como una
crítica a los jueces y magistrados venales. Raquel Chang-Rodríguez, “Poesía lírica y patria mexi-
cana”, en Raquel Chang-Rodríguez, Historia de la literatura mexicana, vol. ii, pp. 172 y ss.
la era manierista 135
co, “padre de todo este reino” y prototipo de buen gobernante. Sin duda esta
última referencia se relaciona con el hecho de que en 1589 se acababa de
designar al hijo de ese personaje como virrey de Nueva España.30 A él dirigió
Suárez, por ejemplo, numerosas peticiones a partir del capítulo 22 de la
obra, invocando la gracia divina “para que gobierne como su padre y favo-
rezca la tierra”. Al final de su Tratado, el cronista asimiló incluso a Luis de
Velasco el joven con los criollos al señalar: “puede tener por patria [a Nueva
España], donde se crió de edad de dieciocho años, y se casó [ahí] y tiene hi-
jos casados, y en ella ha servido a su Majestad en muchas cosas”. Por tanto,
concluía, tenía obligación de ampararla.31
A lo largo de su texto y junto a esta exaltación de los españoles, Suárez
dejó entrever una concepción muy negativa de los indios, a los que conside-
raba inferiores a los negros por sus vicios e idolatrías, con lo que justificaba
su conquista y su sujeción a los encomenderos. Esa misma opinión tenía de
los prehispánicos, quienes, a pesar de sus vicios, recibieron señales divinas
de su redención. Para describir esas señales o presagios Suárez dice basarse
en las obras de Motolinia y de Sahagún que consultó manuscritas posible-
mente en el convento de los franciscanos en la capital.32
Mientras Suárez de Peralta escribía sus memorias en España, el senti-
miento de los criollos de ser tratados injustamente se iba fortaleciendo pues
los peninsulares eran preferidos a ellos para ocupar ciertos cargos burocráti-
cos. Desplazada en su propia tierra y despreciada por los hispanos recién
llegados, la última generación criolla del siglo xvi no sólo se dedicó a exaltar,
con un dejo de nostalgia y amargura, la conquista de Tenochtitlan como jus-
tificación de sus pretensiones de nobleza, sino también denostó con acritud
a la burocracia española por su corrupción.
El autor más destacado en este contexto fue sin duda el encomendero
criollo Baltasar Dorantes de Carranza, quien en 1604 dirigía al marqués de
Montesclaros una virulenta Sumaria relación en la que pintaba un panorama
desolador. El reino estaba en ruina a causa de la decadencia de las principa-
les familias de conquistadores y primeros pobladores. La falta de recompen-
sas por los servicios que sus padres prestaron a la Corona contrastaban con
el medro de un grupo intruso de recién llegados a los que calificaba de “tra-
tantes” que usurpaban las riquezas del país. Las metáforas que utiliza pre-
tenden causar en el lector indignación, por contraste:
30
Ver Enrique González González, “Nostalgia de la encomienda. Releer el Tratado del descubri-
miento de Juan Suárez de Peralta (1589)”, Historia Mexicana, vol. lix, núm. 2, pp. 533 y ss.
31
J. Suárez de Peralta, op. cit., pp. 243 y ss.
32
Ibid., pp. 108 y ss.
136 la era manierista
Para este autor se ha perdido toda distinción, nobles y plebeyos son tra-
tados por igual, se ha roto todo orden social y en la Nueva España se vive
como en las tierras de los chichimecas.
En una caótica narrativa, con constantes cambios de tono y de tema e
inserciones de poemas para acentuar el dramatismo, la Sumaria relación
destila un exacerbado odio al gachupín mercader e innoble en contraste con
una desmesurada exaltación del criollo noble, razón por la que nunca fue
publicada en su tiempo. Paradójicamente, frente a su sombrío pesimismo,
Dorantes muestra también una visión optimista: la ciudad de México es des-
crita con elogiosos epítetos y la naturaleza americana se percibe en toda su
fertilidad y belleza. Esta visión positiva también abarca al indio, de cuya des-
gracia se compadece.
Con base en fray Bartolomé de las Casas, Dorantes de Carranza conside-
ra que las desgracias de los criollos fueron debidas a la crueldad y explota-
ción contra los indios: “cómo se ganaron (las Indias) por codicia se han per-
dido en ella, y por estos rastros y malos tratamientos que hicieron a los
indios, no se consiguió la perpetuidad y asiento de la tierra”.34 Una cierta
simpatía hacia ellos se puede observar también en algunas referencias a la
conquista: “no quiero tratar de lo que sienten (los indios) en aquella gran
mortandad que hicieron los españoles en aquellos indios principales y seño-
res, que fueron ocho mil, el día del templo, y cómo se rebelaron los indios y
quién fue la causa, que sabe Dios que voy escribiendo y reventando con lá-
grimas por tan gran sinrazón”.35 Aunque la exaltación de las hazañas de Her-
nán Cortés y de los conquistadores está siempre presente, se veía a Moctezu-
ma con una mezcla de admiración y compasión, como un gran personaje
que había caído en desgracia, muy cercano por tanto a lo que los mismos
criollos estaban sufriendo.
Dorantes de Carranza tenía una percepción de la conquista que estaba
más cercana a los poetas. De hecho es significativo que exalte a uno de ellos,
Antonio de Saavedra y Guzmán (ca. 1550-ca. 1610), de quien dice ser “el pri-
mero que ha arrojado algo de las grandezas de la conquista de este Nuevo
Mundo”. Este criollo había fungido como funcionario de la Audiencia en
Tezcoco y como corregidor de Zacatecas, cargo del que fue destituido, por lo
que se dirigió a España a exigir justicia. Allá consiguió, con el apoyo de sus
33
Baltasar Dorantes de Carranza, Sumaria relación de las cosas de la Nueva España, pp.
113 y ss.
34
Ibid., p. 255.
35
Ibid., p. 25.
la era manierista 137
36
A. Díez-Canedo, op. cit., p. 38.
37
Ver Antonio de Saavedra y Guzmán, El peregrino indiano.
38
Ignacio Osorio Romero, Colegios y profesores jesuitas que enseñaron latín en Nueva España,
pp. 327 y ss.; Antonio Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, en la página
web: http//historiapolitica.com/datos/biblioteca/annino1.pdf. (revisada el 18 de mayo de 2009).
Para este autor la nobleza criolla era “a fin de cuentas idealmente senatorial, naturalmente au-
tosuficiente, hasta compatible con un republicanismo oligárquico de sangre, bien diferente de la
tradición cívica”, p. 10.
138 la era manierista
39
Alejandro Cañeque, The King’s Living Image, pp 168 y ss.
40
Josep Ignasi Saranyana y Carmen José Alejos-Grau, La teología en América Latina: desde
los orígenes a la guerra de sucesión (1493-1715), pp. 425 y ss.
la era manierista 139
rreyes parecían estar sordos a tales hazañas y peticiones. Con todo, detrás de
estos lamentos también se comenzaba a vislumbrar un apego a la tierra, el
orgullo de haber nacido en un espacio privilegiado y la sensación de la dife-
rencia que existía entre ellos y los gachupines, continuamente anhelantes
por regresar a su patria.41
Una noche, en una cena que Alonso de Ávila le dio [a Martín Cortés] se hizo un
sarao en el cual se representaron el recibimiento que el emperador Moctezuma,
con toda su corte, hizo a su padre el capitán don Fernando Cortés, vistiéndose
Alonso de Ávila a la usanza de los indios y fingiendo la persona del rey indio, con
un sartal de flores y muchas joyas de valor en él en las manos, y echándosele al
cuello al marqués le abrazó, como antes había pasado entre indios y castellanos;
y pusieron al marqués y a la marquesa coronas de laurel en sus cabezas.42
Esta narración fue escrita a principios del siglo xvii por fray Juan de Torque-
mada y en ella se nos describe una de las primeras veces que se representó
en México una escena de ese tipo: el encuentro entre Cortés y Moctezuma.
La pantomima se llevó a cabo en 1564, en los días que precedieron a la rebe-
lión de Martín Cortés y, como vimos arriba, tuvo un carácter de denuncia y
protesta contra las “leyes nuevas”. Treinta y seis años después, la nobleza te-
nochca hacía otra representación similar ante el virrey conde de Monterrey y
a los españoles, para mostrarles cómo era el ceremonial y la corte del empe-
rador Xocoyotzin y hacer notoria la grandeza de su antepasado. El cronista
Chimalpahin nos dejó esta noticia en su Diario: “El martes 15 de febrero de
1600, el español don Juan Cano de Moteuczoma exhibió a Moteuczomatzin,
representado por don Hernando de Alvarado Tezozómoctzin, a quien lleva-
ron en andas y cubierto por un palio, y delante iban danzando hasta llegar
frente a palacio; se presentó ante el virrey e hicieron fiesta los españoles”.43
El cronista no menciona nada sobre la vestimenta del rey y de su comparsa,
pero a juzgar por la parafernalia que acompañó el acto, las danzas, las andas
y el palio, ésta debió ser lo suficientemente lujosa como para impresionar al
virrey y a su corte. El espectáculo debió ser muy común en la segunda mitad
del siglo xvi, tanto que llegó hasta Sevilla, donde se representó una danza de
“Montesuma” en la fiesta de Corpus Christi de 1592. Aunque escenificadas
41
Anthony Pagden, “Identity formation in Spanish America”, en Nicholas Canny y Anthony
Pagden (eds.), Colonial Identity..., pp. 54 y ss.
42
J. de Torquemada, op. cit., vol. ii, p. 390.
43
Domingo de San Antón Muñón Chimalpahin, Diario, p. 77.
140 la era manierista
44
J. de Torquemada, op. cit., vol. ii, p. 390.
45
Archivo Municipal de Sevilla, sección xv, Libro manual mayor de caja 10: 2 de mayo 1592:
[“se paguen] al dicho Juan Bautista de Aguilar y Pedro Guerrero los 22950 [maravedíes] restan-
tes por la mitad de los 122 ducados y ocho reales en que con ellos se conçerto sacar el dicho día
dos danzas la una yntitulada del triunfo de David y la otra de Montesume lo qual se libró en
virtud de una fee que va con la libranza”. Agradezco a Clara Bejarano esta noticia.
46
Gabriel Miguel Pastrana Flores, Historias de la conquista…, pp. 119 y ss.
la era manierista 141
hispánico y a dos de los temas asociados con él que fueron claves en la per-
cepción que se tuvo en adelante de los momentos anteriores a la conquista:
los presagios y el regreso de Quetzalcóatl. Ambos temas fueron tratados en
mayor o menor medida por las fuentes inscritas en las diversas tradiciones
indígenas de la segunda mitad del siglo xvi. La forma de percibir la conquis-
ta, y el pasado indígena en general, se vio profundamente influida tanto por
la tradición de la cual provenía la narración, como por el papel que tuvieron
los dirigentes de cada una de estas comunidades (o “naciones” según la ter-
minología de los españoles) durante y después de la conquista. Tlaxcala, Mi-
choacán y Tezcoco, por ejemplo, como aliados de los conquistadores, presen-
taron una versión de los hechos condicionada por la consolidación de unos
privilegios que no tuvieron Tenochtitlan o Tlatelolco. Pero antes de entrar a
ver esas tradiciones debemos considerar cuál fue el contexto de creación de
tales narraciones, las cuales provenían de un sector: la nobleza indígena.
Desde la primera mitad del siglo xvi, caciques y principales de la nobleza
indígena habían sido conservados por las autoridades españolas (con la
anuencia de los frailes), pues les eran de gran utilidad como intermediarios
para comunicarse con los naturales y para organizar el nuevo sistema tribu-
tario. Por tales servicios, los caciques recibieron bastantes privilegios y dere-
chos: obtener los fueros especiales de la nobleza española (sólo podían ser
juzgados por la Audiencia, no estaban obligados al tributo ni al servicio per-
sonal, etcétera), percibir parte del tributo y del servicio de sus comunidades,
conservar sus antiguos patrimonios territoriales, recibir mercedes de tierras
individualmente y el derecho de vestirse a la española, andar a caballo y por-
tar armas. Los virreyes en algunos casos utilizaron a los caciques para comi-
siones especiales: como dirimir pleitos entre comunidades, posesión de tie-
rras, relaciones entre sujetos y cabeceras o comisiones de índole judicial.47
A pesar de que en 1576 se estipuló por una cédula real que ninguna perso-
na de sangre con mezcla de europea e indígena podía ser cacique, una buena
parte de la nobleza indígena de la segunda mitad del siglo ya era mestiza.
Esta nobleza, sin embargo, comenzó a perder poder sobre sus comunida-
des a partir de la segunda mitad del siglo xvi. Por un lado, las epidemias, la
encomienda, el mestizaje, las congregaciones de pueblos y la evangelización
habían transformado profundamente tanto a los indígenas urbanos como a
aquellos rurales cercanos a las ciudades de españoles, lo que afectó también
a los grupos de poder. En segundo lugar, al igual que los criollos, la nobleza
indígena también fue despojada de sus privilegios y del control de la ma-
no de obra y del tributo de las comunidades. Por otro lado, con la instau-
ración del nuevo cargo de gobernador por elección ratificado por el virrey,
se rompió el método de sucesión dentro de un linaje pues el cargo recayó
en personas distintas a los caciques o tlatoque de la antigua nobleza. Final-
mente, la consolidación de los cabildos en los pueblos de indios desde 1550
47
Charles Gibson, Los aztecas bajo el domino español, pp. 169 y ss.
142 la era manierista
48
El terrazguero recibía una parcela a cambio de una renta y de trabajo gratuito. Ver este
proceso en James Lockhart, Los nahuas después de la conquista…, pp. 47 y ss.
49
José Rubén Romero Galván, “Introducción” a Historiografía novohispana de tradición indí-
gena, pp. 16 y ss.
la era manierista 143
Tuvieron algunos prenuncios y nuevas por medio de un sacerdote suyo que ellos
veneraban, el cual, no sin luz del cielo, a lo que se puede creer, les avisó pres-
to vendría quien les enseñase la verdad de lo que debían creer y adorar. Y para
más disponerles a eso, comenzó a celebrar, como era la que llamaban del Peván-
cuaro o de Navidad, y de la del Tzitacuarénscuaro de la Resurrección; y a descu-
brirles unos rayos de luz, con que de tal manera se dispusieron para la ley evan-
gélica, que sin ninguna dificultad la recibieron, pidiéndola y ofreciéndose a ella
de su propia voluntad.51
50
Felipe Castro Gutiérrez, Los tarascos y el imperio español (1600-1740), pp. 21 y ss.
51
El informe de Francisco Ramírez llevaba el título: Del principio y aumento de este colegio de
Michoacán y de su progreso y aumento, y se encuentra manuscrito en el agnm. Germán Viveros lo
editó como: El Antiguo Colegio de Pátzcuaro, pp. 68 y ss.
144 la era manierista
52
Véase Diego Muñoz Camargo, Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala.
53
Ya en 1562 habían ido a España los comisarios tlaxcaltecas con representantes de las cua-
tro cabeceras y consiguieron la autorización del gobierno indígena establecido en 1545, el título
de “muy noble y muy leal” para la ciudad y escudos de armas para seis nobles. En 1584, en la
comitiva en la que iba Diego Muñoz, se consiguieron cédulas a favor de Tlaxcala, se le otorgó el
título de insigne, se liberó a los tlaxcaltecas del pago de tributo y se otorgaron nuevos escudos a
los nobles.
54
Entre los autores que lo citan están Antonio de Herrera, Antonio de León Pinelo, Juan de
la era manierista 145
56
Antonio de Ciudad Real, Tratado curioso…, vol. i, p. 103.
57
Elena Isabel Estrada de Gerlero, “Felipe II y los murales perdidos de las casas reales de
Tlaxcala”, en José Pascual Buxó (ed.), Recepción y espectáculo en la América virreinal, pp. 48 y ss.
58
La Malinche aparece en los códices de dos maneras, con el cabello suelto (lo que puede
tener connotaciones de una mujer pública o a lo menos soltera), pero también a veces con el
pelo recogido. En el lienzo de Tlaxcala la Malinche es representada en entrevistas con los seño-
res indígenas, en batallas, en travesías o atestiguando pactos y ceremonias como el bautizo de
los caciques. “No hay duda, señala Pablo Escalante, de que la imagen de la Malinche inspiró a
Muñoz Camargo para representar a la Nueva España como una noble india”. Pablo Escalante,
“Pintar la historia tras la crisis de la conquista”, en Los pinceles de la historia..., p. 41. Doña Ma-
rina será también representada en el Códice Florentino, aunque en el texto de esta obra se ad-
vierte cierta animadversión hacia ella. Véase Gordon Brotherston, “La Malitzin de los códices”,
en Margo Glantz (ed.), La Malinche, sus padres y sus hijos, pp. 16 y ss.
la era manierista 147
Fue este rey de los mayores sabios que tuvo esta tierra, porque fue grandísimo
filósofo y astrólogo […] y anduvo mucho tiempo especulando divinos secretos y
alcanzó a saber y declaró que después de los nueve cielos estaba el creador de
todas las cosas y un solo dios verdadero, a quien puso por nombre Tloque Nahua-
62
F. de Alva Ixtlilxóchitl, Sumaria relación de todas las cosas, en Obras históricas, vol. i, p. 304.
63
Ibid., vol. i, pp. 263, y Compendio histórico, en Obras históricas, vol. i, p. 502.
64
F. de Alva Ixtlilxóchitl, Sumaria relación de la historia general, en Obras históricas, vol. i,
pp. 529 y ss.
65
F. de Alva Ixtlilxóchitl, Historia de la nación chichimeca, en Obras históricas, vol. ii, p. 214.
la era manierista 149
que; y que había gloria para los justos, e infierno para los malos, y otras muchísi-
mas cosas según parece en los cantos que compuso este rey […] Y también dijo
que los ídolos eran demonios y no dioses como decían los mexicanos y culhuas,
y que el sacrificio que se les hacía de hombres humanos no era tanto por que se
les debía hacer, sino para aplacarlos que no les hiciese mal en sus personas y ha-
ciendas, porque si fueran dioses amarían sus criaturas y no consentirían que sus
sacerdotes los mataran y sacrificaran.66
Los culpables de las idolatrías eran los mexicas, no los tezcocanos; ellos
además habían introducido la ilegitimidad en el mando político de Tezcoco
al imponer a Cacama, con lo que aumentaron la idolatría y los sacrificios
humanos. Con ello se introduce la tercera fundamentación de la obra, la
exaltación de Ixtlilxóchitl, su antepasado, quien se opuso a los mexicas,
aliándose a los españoles. Este gobernante había nacido el mismo día que
Carlos V, lo que revelaba el orden sobrenatural “pues ambos fueron instru-
mento principal para ampliar y dilatar la santa fe católica”.67 Antes de su
nacimiento hubo muchas señales en el cielo y los astrólogos pronosticaron
que en su tiempo se habían de recibir nueva ley y nuevas costumbres. A la
llegada de los españoles fue su aliado, salvó la vida a Cortés en el sitio de Te-
nochtitlan e introdujo a los frailes para que evangelizaran a su pueblo. Fue
también el primero en ser bautizado por los franciscanos en 1524 tomando
el nombre de Fernando (en honor del rey católico), junto con sus hermanos
legítimos y naturales, tíos, primos, deudos, su esposa y su madre, a quien le
pusieron María, por ser la primera cristiana.68
Las diversas obras históricas de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl son mues-
tra de un personaje que comparte dos realidades. En muchos sentidos, por su
linaje y por su cultura, el autor es un español criollo; sin embargo, por con-
vicción y filiación es un noble indígena como lo muestran el haber cambiado
su apellido por el de su antepasado Ixtlilxóchitl y su necesidad de rescatar el
pasado indígena de Tezcoco y de defender a los descendientes de su nobleza
que “no tienen reconocimiento y viven en la pobreza”.
Totalmente otra era la realidad de Francisco de San Antón Muñón Chi-
malpahin (n. 1579). Miembro de la nobleza indígena de Chalco y con poca o
ninguna mezcla de sangre española, su obra (ocho relaciones, un memorial y
un diario) fue escrita en náhuatl. A diferencia de otros nobles, Chimalpahin
no tuvo cargos políticos, desde muy joven se dedicó a cuidar de la ermita de
San Antonio Abad en la capital, actividad religiosa que marcó también el
66
F. de Alva Ixtlilxóchitl, Compendio histórico, en op. cit., vol. i., p. 446.
67
F. de Alva Ixtlilxóchitl, Historia de la nación chichimeca, en op. cit., vol. ii, p. 174.
68
F. de Alva Ixtlilxóchitl, Compendio histórico, en op. cit., vol. i., p. 492. En otra tradición, la
recopilada por el Códice Ramírez (transcrito en la Segunda relación del jesuita Juan de Tovar),
se menciona que el bautismo de Ixtlilxóchitl aconteció antes de que Cortés hiciera su primera
entrada a Tenochtitlan (1520). Códice Ramírez. Relación del origen de los indios que habitan esta
Nueva España según sus historias, pp. 187 y ss.
150 la era manierista
sentido de toda su obra. En ella existe una defensa de los derechos de la no-
bleza indígena, pero al estar en náhuatl y al ser posiblemente escrita a ins-
tancia de sus parientes, la necesidad de describir los linajes antiguos tenía
por finalidad enseñar a los jóvenes nobles sus orígenes y consolidar la identi-
dad chalca. Sin embargo, como cristiano, vio también como finalidad didác-
tica fundamental insertar la tradición indígena en la historia universal de la
salvación inscrita en la Biblia.69 Con esa actitud se comprende la selección
de sus fuentes, unas occidentales (la Biblia) y españolas (tradujo al náhuatl
la Historia de la conquista de López de Gómara), otras documentales indíge-
nas, además de los testimonios orales de Chalco.
De todos los autores Chimalpahin es quizás en el que se nota más clara-
mente esta yuxtaposición de las dos tradiciones en lo que Federico Navarrete
ha denominado una “obra polifónica” que deja escuchar las distintas versio-
nes indígenas enmarcadas por la tradición española. A diferencia de Ixtlil-
xóchitl, cuya obra puede considerarse un texto “monológico” en el que todo
el discurso está supeditado a una verdad única y a un narrador omniscien-
te, los textos del cronista chalca presentan una secuencia narrativa plural y
dialógica, que suma versiones “para buscar acuerdos o señalar desacuerdos
en puntos particulares, sin intentar fundir las diferentes tradiciones en un
discurso unitario”. Esto no significa que Chimalpahin no tome partido, pues
al final siempre señala una última versión (la más acertada para él), sino que
la ordenación de su discurso guía al lector de manera más sutil. Esta forma
de escribir, más apegada a los métodos discursivos indígenas, fue quizás
también la causa de que su obra fuera menos utilizada que la de Ixtlilxóchitl,
cuya forma de narrar estaba más cercana a la tradición europea.70
Junto a las fuentes chalcas, Chimalpahin también utilizó otras tradi-
ciones e incluso colaboró como copista en la obra de un autor inscrito en la
denominada tradición tenochca: Fernando Alvarado Tezozómoc (ca. 1538-
ca. 1610). Este noble nieto de Moctezuma y descendiente de Axayácatl, tra-
bajaba como intérprete en la Real Audiencia de la capital y en 1598 termi-
naba su Crónica mexicana en castellano, obra destinada a mostrar a los
españoles la gloriosa historia de la nobleza mexica a partir de su peregrina-
ción desde Aztlán y los honores y riquezas que consiguió por sus hazañas
guerreras. En el texto aparecen las promesas de Huitzilopochtli, la narración
del águila sobre el nopal, la opresión de Azcapotzalco y su derrota y, sobre
todo, las guerras conquistadoras de los reyes mexicas. Como lo ha demostra-
do el reciente estudio de Rubén Romero, el esquema cristiano y occidental
aparece a todo lo largo de la obra y permea tanto los discursos de los perso-
najes como las concepciones agustinianas: el Demonio había inspirado las
69
Véase J. R. Romero Galván, “Introducción” a Chimalpahin, Octava relación.
70
Federico Navarrete, “Chimalpahin y Alva Ixtlilxóchitl, dos estrategias de traducción cultu-
ral”, en Danna Levin y Federico Navarrete (coords.), Indios, mestizos y españoles. Interculturali-
dad e historiografía en la Nueva España, pp. 97-112.
la era manierista 151
71
Véase J. R. Romero Galván, Los privilegios perdidos. Hernando Alvarado Tezozómoc, su
tiempo, su nobleza y su Crónica mexicana.
72
Juan Tovar, Historia y creencias de los indios de México, pp. 5 y ss.
73
Ibid., p. 173.
152 la era manierista
74
Códice Ramírez, pp. 89 y ss. Ver también K. Kohut, “El cuerpo del delito...”, en I. Arellano y
F. Pino (eds.), op. cit., p. 185.
75
Edmundo O’Gorman, prólogo a J. de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, p. xx.
76
Diego Durán, Historia de las Indias de la Nueva España e islas de tierra firme, cap. iii,
pp. 9 y ss.
la era manierista 153
Todo esto que he dicho aquí con lo demás demuestra haber tenido esta gente
noticia de la ley de Dios y del Sagrado Evangelio y de la bienaventuranza, pues
predicaban haber premio para el bien y pena para el mal. Yo pregunté a los in-
dios de los predicadores antiguos y escribí los sermones que predicaban, con la
misma retórica y frases suyas y metáforas, y realmente eran católicos […] Pero
iba ésta tan mezclada de sus idolatrías y tan sangriento y abominable que los
desdoraba todo el bien que se mezclaba, pero dígolo a propósito de que hubo al-
gún predicador en esta tierra que dejó la noticia dicha.78
Durán llegaba a esta conclusión pues Topiltzin llevaba una vida ejemplar,
“cristiana”, pues hacía penitencia a diario, era casto y puro, había enseñado
a orar a los indios y edificó altares. A lo largo de su obra, el dominico mani-
festó su convicción de que esta aseveración estaba avalada por los múltiples
indicios que había en las creencias indígenas de una predicación cristiana
primitiva en Nueva España, adulterada y mezclada con la idolatría a través
de engaños demoniacos. Quetzalcóatl había por tanto predicado el Evangelio
a sus discípulos, los toltecas, pero perseguido por los seguidores del demo-
nio Tezcatlipoca tuvo que huir, no sin antes profetizar su regreso y el de sus
seguidores. Con la conquista se había cumplido esa profecía del retorno a
Indias de la verdadera fe y del gobierno legítimo. Cortés y sus hombres sólo
habían traído el evangelio de vuelta, por lo que la dominación política de los
españoles implicaba también el disfrute de las riquezas que Topiltzin había
dejado al partir. La conquista era por tanto un acto de justicia sobre aquellos
que, conociendo la verdadera fe, renegaron de ella, y sus males fueron el jus-
to castigo para quienes expulsaron a un apóstol.79
Esa misma visión deja entrever el otro religioso que se dedicó a estu-
diar las antigüedades indígenas: el franciscano fray Bernardino de Sahagún
(1499-1590). Desde 1547, este fraile desarrollaba una extraordinaria activi-
dad intelectual en el Colegio de Santa Cruz en Tlatelolco, centro donde se
llevaban a cabo importantes intercambios culturales entre los indios nobles
y los frailes. Aunque desde 1557 Sahagún había recibido el encargo del pro-
77
Ibid., “Libro de los ritos”, cap. lxxix, vol. ii, pp. 349 y ss.
78
Ibid., cap. lxxxvii, vol. ii, p. 406.
79
G. M. Pastrana Flores, op. cit., pp. 230 y ss.
154 la era manierista
80
Véase Miguel León-Portilla, Bernardino de Sahagún, pionero de la antropología.
81
Fray Bernardino de Sahagún, Historia de las cosas de la Nueva España, Prólogo, pp. 31 y ss.
82
Ibid., libro iii, cap. 3, vol. i, p. 208.
83
Ibid., libro xii, cap. 23, vol. ii, p. 840.
la era manierista 155
84
Tiempo después otro franciscano, fray Alonso de la Rea, señalaba que Calzonci recurrió a
vaticinios antiguos en los que halló noticias de la declinación de su monarquía. Crónica de la
Orden de N. Seráfico Padre San Francisco. Provincia de San Pedro y San Pablo de Mechuacán en
la Nueva España, libro i, cap. xiii, pp. 89 y ss.
156 la era manierista
85
Para los indígenas existían ciertos lugares sagrados asociados con vegetación y fertilidad.
El tlalocan y el tamoanchan, pero sobre todo Tula, cuyo espacio se asociaba con tupidas matas
de tules. Tula era no sólo un lugar mítico, era también el nombre que se daba a toda ciudad (To-
llan Chololan, Tollan Tenochtitlan), cuyo concepto se asociaba con agua y con montaña (alté-
petl), denominación de todo poblado. Existía además una Tula divina: Tollan Chalco on teotl
ichan (Tula, lugar precioso, la morada de dios). Cuando llegaron los religiosos con su concep-
ción de una Jerusalén celeste, no fue difícil asimilarla a esa Tollan. P. Escalante, “Jerusalén-Tu-
la…”, en Clara García y Manuel Ramos (eds.), Ciudades mestizas, p. 86.
86
Otros ejemplos serían la asimilación de Babel con Chicomoztoc, los calpullis mexicas con
las tribus de Israel, el bautismo prehispánico con el bautismo de Cristo en el Jordán, el esclavo
sacrificial con el Ecce homo y el sacerdote prehispánico con san Cristóbal. “Conforme nuestro
conocimiento de estos problemas avanza, nos danos cuenta de que no se trata de fragmentos
sueltos, ni de descuidos ni de residuos, sino de expresiones de una ideología, poderosa y sor-
prendentemente sincrética”. Idem.
la era manierista 157
87
P. Escalante, Los códices, pp. 30 y ss.
158 la era manierista
frailes del siglo xvi. Además, la obra de Torquemada ponía las bases para que
los criollos, sobre todo los de la capital como veremos, construyeran el espa-
cio jurídico de un reino anterior a la conquista (con instituciones monárqui-
cas, administración de justicia y leyes sabias) en el marco del Jus Gentium
romano, premisa fundamental para alegar un pacto y no ser una simple “co-
lonia” sometida por derecho de conquista.88
Al mismo tiempo que se forjaba esta imagen positiva sobre el indio cris-
tiano de Mesoamérica, y como oposición retórica a él, los frailes misioneros
primero y después los autores criollos crearon una figura opuesta: el salvaje
chichimeca demoniaco y pagano. La guerra del Mixtón, y el inicio de la de-
vastadora conquista del Bajío entre 1550 y 1590, dieron la pauta para tal
construcción, siendo una de sus primeras manifestaciones las escaramu-
zas, mitotes o mascaradas en las que participaban indios vestidos de chichi-
mecas junto con otros ataviados “a la mesoamericana”, como lo observó y
registró fray Antonio de Ciudad Real en Tlaxcala y en la frontera michoaca-
na con Nueva Galicia entre 1584 y 1589.89 Con esta mezcla de danza de mo-
ros y cristianos y rituales guerreros indígenas, los evangelizadores preten-
dían dar una enseñanza moral: las fuerzas del bien (los mesoamericanos
fieles a Cristo) vencían a las del mal (los chichimecas paganos que atacaban
misiones y fuertes españoles). En 1585, los tlaxcaltecas recibieron al virrey
marqués de Villamanrique con una gigantesca torre de madera, que recorda-
ba posiblemente a Jerusalén, pero los moros habían sido remplazados por
los chichimecas, contra los que luchaban los indios cristianos.90
Esas “danzas de mecos” parecerían ser el modelo para otra representa-
ción plástica con tales apropiaciones que se encuentra en el fresco mural de la
iglesia de Ixmiquilpan pintado alrededor de 1570. En él unos guerreros mexi-
cas vestidos y armados con espadas de filo de obsidiana y que portan cabezas
cortadas en sus cinturones luchan contra unos semidesnudos chichimecas,
portadores de arcos y flechas. La lucha se repite entre águilas y jaguares y con
guerreros coyote que vencen a mujeres planta. Aunque la representación tenía
como fin mostrar una psicomaquia, es decir, el triunfo de la virtud cristiana
sobre el vicio y la idolatría, simbolizada en las cabezas cortadas, los temas
prehispánicos saltan a la vista: la guerra sagrada (teo atl-tlachinolli) (el agua
divina-lo que arde con fuego); la representación de la lucha cósmica entre el
jaguar (principio terreno y nocturno) y el águila (fuerza celeste y diurna). No
cabe duda de que indios y frailes llegaron a un acuerdo para llevar a cabo este
mural. Por otro lado, es también clara la intención de exaltar a los mexicas y
otomíes como caballeros cristianos, mismos que en esos momentos participa-
ban activamente en la guerra contra los chichimecas representados como sal-
vajes.91 Fray Andrés de Mata, prior del convento por entonces, posiblemente
88
A. Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, página web cit., p. 13.
89
A. de Ciudad Real, op. cit., vol. i, p. 102; vol. ii, pp. 81, 123 y 150.
90
Ibid., vol. i, pp. 102-103.
91
Eleanor Wake, “Sacred books and sacred songs from former days: Sourcing the mu-
la era manierista 159
hizo pintar el mural con ocasión del capítulo provincial que se celebraría ahí
en 1572. Dos años antes se habían dado una serie de ataques chichimecas a
varios conventos de la orden en la frontera del río Santiago (Yuriria, Ucareo),
e incluso en el mismo Ixmiquilpan y en 1569 una junta de teólogos había de-
clarado que la guerra que se hacía contra los nómadas era justa.92
El modelo del chichimeca salvaje aparece también en un grabado de la
Retórica cristiana de fray Diego Valadés, en el que un fraile con su grupo de
colaboradores indígenas lleva a cabo la evangelización de unos chichimecas
semidesnudos y portando arcos y flechas. Al catalogar a los grupos del norte
como salvajes, se les codificaba en un esquema retórico aparecido en Europa
desde los primeros contactos con América. En esos tiempos, su representa-
ción plástica quedó fijada en el estereotipo del indio brasileño pintado en el
grabado alemán de 1505, que lo mostraba desnudo, utilizando arcos y fle-
chas como armas y taparrabos y penachos de plumas como vestimenta. Aun-
que esa imagen está todavía ausente en la plástica novohispana del siglo xvi
(como lo muestran los grabados de Valadés y los frescos de Ixmiquilpan),
para los siglos siguientes fue la que se impuso como modelo; con esas carac-
terísticas de indio europeizado se representó desde entonces tanto al chichi-
meca como al apache en cerámica, en cuadros de castas, en grabados, en
pinturas emblemáticas y en celebraciones festivas, sobre todo en Michoacán
y el Bajío (en la llamada provincia de Chichimecas).
Precisamente en los inicios de la “guerra chichimeca” y en esa frontera
entre los mesoamericanos sedentarios y los nómadas se fundaba el pueblo
de Querétaro, un emplazamiento que no poseía un pasado prehispánico glo-
rioso, pero que en esos momentos comenzó a forjar su identidad mestiza.
En una fecha aún no precisada entre 1545 y 1549, un cacique otomí, antiguo
pochteca y bautizado como Fernando de Tapia, reunió a un grupo de oto-
míes y chichimecas de la provincia de Xilotepec en un antiguo sitio llama-
do Tlachco y obtuvo el reconocimiento de las autoridades españolas como
su gobernador vitalicio. Su alianza con los franciscanos llegados alrededor
de 1550 afianzó su poder, así como los matrimonios de sus hijas con indios
principales y españoles de la región. A su muerte en 1571 sus propiedades
eran extensas y esto posibilitó a su descendiente Diego de Tapia y a su yerno
Miguel de Ávalos a controlar el gobierno del pueblo hasta principios del siglo
xvii. Fue entonces que el cargo pasó a Nicolás de San Luis Montañés y a su
sucesor. La familia Tapia había desaparecido y sus bienes pasaron al monas-
terio de Santa Clara fundado por don Diego, pues en él profesó su única here-
dera, Luisa del Espíritu Santo. Para entonces Querétaro tenía ya un cabildo
indígena, posiblemente formado por los principales de origen otomí; además
de ellos habitaban en la villa y en sus alrededores chichimecas, mexicas y
ral paintings at San Miguel Arcángel Ixmiquilpan”, Estudios de Cultura Náhuatl, núm. 31,
pp. 106-140.
92
P. Escalante, “Pintar la historia tras la crisis de la conquista”, en op. cit., pp. 35 y ss.
160 la era manierista
tarascos, junto con casi un centenar de familias españolas que poseían gana-
dos y tierras.93 Sin un pasado prehispánico y con tal diversidad de población
no era posible generar aún símbolos identitarios, pero Fernando de Tapia y
Nicolás de San Luis se convertirían en el futuro en sus héroes epónimos.
Y siendo el mismo señor Dios el capitán y guía que iba por delante en la obra y
cultura de esta su viña, plantó las raíces de ella con tanta virtud y fortaleza, que en
breve tiempo ocupó toda la tierra, de mar a mar, desde el norte al sur […] convir-
tiéndose a la fe con admirable fervor infinidad de gentes […] que su fama convi-
daba y traía para sí obreros de tierras extrañas, varones de mucha santidad y
ciencia […] Y en estos sus principios fue tan querida y regalada del Señor, que en
ambos estados eclesiástico y secular la proveyó de escogidos sobrestantes que la
gobernasen en lo espiritual y temporal. [Pero a partir de la muerte de D. Luis de
Velasco el viejo] comenzó a caer de su estado el tiempo dorado y flor de la Nueva
España.94
93
Juan Ricardo Jiménez Gómez, La república de indios en Querétaro 1550-1820, pp. 62 y ss.
94
Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, libro iv, cap. xlvi, vol. ii, pp. 248 y ss.
la era manierista 161
Edad Dorada hubo algunos conflictos con las autoridades (sobre todo con la
Primera Audiencia por la defensa que los franciscanos hicieron de los indios),
las relaciones de los religiosos con virreyes y obispos fue siempre armónica.
Un pequeño problema al comparar ambas Iglesias (la primitiva y la in-
diana) lo constituía la ausencia de milagros (“Dios no ha querido hacer por
sus siervos en esta tierra y nueva Iglesia los milagros que fue servido de ha-
cer en la Iglesia primitiva”); sin embargo, Mendieta lo explicaba diciendo
que no eran necesarios, pues había sido suficiente para atraer a los paganos
a la fe la vida intachable de los frailes y hubiera sido peligroso para la cris-
tiandad de los indios tener “a los hombres por dioses”. No eran necesarios
los milagros, en fin, pues el mayor de todos era haber traído a “tanta multi-
tud de idólatras al yugo de la fe cristiana sin milagros”. Sin embargo, toda la
obra está llena de alusiones a hechos prodigiosos que realizaron los santos
varones apostólicos: resurrecciones de muertos, exitosos exorcismos, cura-
ciones, visiones. Por lo que el cronista se ve forzado a aclarar: “Aunque a la
verdad no faltaron algunos milagros con que nuestro señor corroboró los
flacos pechos de los nuevos creyentes y declaró la santidad de sus siervos”.95
En su obra, Mendieta inauguró también la hagiografía de los frailes, tan-
to de los ermitaños como de los misioneros civilizadores y predicadores y de
los mártires que murieron por la fe en las tierras de los bárbaros del norte.
Dentro del primer modelo estaba la figura señera que consagraron Motolinia
y Jiménez, el padre fundador fray Martín de Valencia, quien mostró una
fuerte inclinación al eremitismo desde su estancia en España y que en los
dos últimos años de su vida, de los diez que vivió en Nueva España, habitó
largas temporadas en la cueva de un monte cercano a Amecameca, donde se
retiraba a hacer vida de anacoreta y tuvo visiones de san Antonio y san Fran-
cisco.96 A él lo siguieron los fundadores de la efímera y eremítica Insulana,
cuya finalidad era “fundar de nuevo, con celo de más perfección y obser-
vancia de la regla, pareciéndoles que con la multiplicación de los religiosos
iba ya declinando el rigor de la pobreza y estrechura en que se había funda-
do esta provincia del Santo Evangelio”.97 El deseo reformador, unido a la de-
silusión de una cristiandad indiana que no cumplía con las expectativas
de perfección que los frailes habían tenido de ella, fue encabezado por fray
Alonso de Escalona, quien “quiso encaminar su pequeña grey hacia lo inte-
rior del desierto, buscando la soledad”. Sin embargo, el sueño de los insula-
nos duró sólo un año (1549-1550) y su fracaso se debió a las urgentes necesi-
dades del campo misional.98
95
Ibid., prólogo al libro v, vol. ii, pp. 258 y ss.
96
Toribio de Motolinia, Historia de los indios de Nueva España, trat. iii, cap. 2, pp. 120 y ss. Ver tam-
bién la biografía que hizo su hermano de hábito fray Francisco Ximénez (publicado con un estu-
dio de Pedro Ángeles en el apéndice a Antonio Rubial García, La hermana pobreza…, pp. 211-261).
97
J. de Mendieta, op. cit., libro v, cap. 43, vol. ii, p. 387.
98
A. Rubial García, “La insulana, un ideal eremítico medieval en Nueva España”, Estudios de
Historia Novohispana, núm. 6, pp. 39-46, pp. 43 y ss.
162 la era manierista
99
J. de Mendieta, op. cit., libro v, 2a parte, cap. i, vol. ii, pp. 463 y ss. Siguiendo el modelo
creado por Mendieta, los cronistas franciscanos y jesuitas escribieron la historia misionera del
norte y del sureste por medio de la narración de la vida de los mártires que derramaron su
sangre para fertilizar a la nueva cristiandad. El único texto moderno que trata de este tema en
una perspectiva global es el de Atanasio G. Saravia, Los misioneros muertos en el norte de Nueva
España.
100
J. de Mendieta, op. cit., libro iv, cap. xli, vol. ii, pp. 222 y ss.
la era manierista 163
101
Ibid., libro iv, cap. xli, vol. ii, p. 226. Fray Juan de Torquemada, que en otras partes sigue
al pie de la letra a Mendieta, en este tema se separa totalmente de él y señala que antes de la
llegada de los franciscanos los indios ignoraban totalmente los misterios del cristianismo (Mo-
narquía indiana, libro xv, cap. xlix, vol. 5, p. 205).
102
Toribio Medina, en su Imprenta en México, vol. ii, p. 7, da noticia de una obra sobre los
niños tlaxcaltecas hecha por fray Juan Bautista de Viseo y editada por Diego López Dávalos en
1601. En 1604 el mismo Medina da noticia de una Vida y martirio de Cristóbal, de autor anóni-
mo. Imprenta en México, vol. iii, p. 13.
164 la era manierista
103
A. Rubial García, “Las edades doradas de la evangelización franciscana. Entre la creación
literaria y la verdad histórica”, en José Pascual Buxó y Mario Calderón (eds.), Primeras Jornadas
de Literatura Mexicana. Memoria, pp. 19-34.
104
B. Keen, op. cit., p. 193.
105
Jorge Cañizares-Esguerra, How to Write the History of the New Word, p. 227.
106
Elsa C. Frost, “El plan y la estructura de la obra”, en Estudios a Juan de Torquemada...,
Monarquía indiana, vol. vii, p. 75.
la era manierista 165
Ese mismo interés por dirigir los temas de la historia profana hacia una
visión religiosa es el que se nota cuando el autor trata los temas de la con-
quista. La caída de Tenochtitlan es observada desde la visión de la caída de
Jerusalén, una ciudad pecadora e idólatra y dentro de la visión escatoló-
gica del fin de los tiempos. A partir de la profecía de Daniel que habla de
la caída de los grandes imperios, el azteca constituirá la quinta monarquía
antes del fin del mundo. En ese proceso de destrucción final, la caída de la
ciudad de los aztecas estará construida retóricamente con presagios y profe-
cías, batallas, hambres y epidemias. Ellas nos hablan de la voluntad de Dios
de liberar a los aztecas de la esclavitud del pecado, pero también del justo
castigo que merecía su idolatría y su inmoralidad.107
Dentro de ese contexto, Cortés es considerado como un héroe y presenta-
do como un agente de Dios (nuevo Moisés) para introducir a los indios al
cristianismo y la conquista militar es vista como un hecho necesario para
lograr la evangelización, antes del fin de los tiempos. Es lógico, por tanto,
que la culminación de la obra sean las acciones de los primeros misioneros,
ejes alrededor de los que gira toda la historia. La obra de Torquemada, más
que un texto historiográfico, es una obra de especulación teológica, surgida
para explicar, dentro del esquema filosófico occidental, la existencia de los
indios americanos y el papel que su conquista y evangelización jugaron den-
tro del contexto de la historia de la salvación.108 La Jerusalén franciscana re-
cibió entonces una exaltación inusitada, pero cambió de rumbo; el uso polí-
tico que tuvo la defensa de los indios en el siglo xvi se trasladó hacia otra
meta, que ponía el acento en la defensa de los frailes.
Este interés universalista de Torquemada por dedicar un espacio a los
indios y a la conquista española como premisas para la evangelización mar-
có no sólo todas las crónicas posteriores que se dedicaron a la evangeliza-
ción, sino también a todos aquellos que se interesaron por el pasado indíge-
na. Pero además, la Monarquía indiana expresaba algo que trascendía el
carácter moralizante y apologético que era, para muchos, la principal fun-
ción de la historia: la memoria como antídoto contra la mortalidad, como
una herramienta contra el olvido que trasciende la brevedad de las vidas in-
dividuales. A la función teológica y didáctica se agregaba así otra más mun-
dana y relacionada con lo inmediato, que era la necesidad de mantener el
recuerdo del pasado como testimonio y como argumento (es decir, como re-
curso judicial) para el presente y para el futuro. La historia era por tanto un
saber que tenía validez en el ámbito social, en la vida comunitaria que tras-
cendía a los individuos:
107
Sonia Rose-Fuggle, “La revisión de la conquista: narración, interpretación y juicio”, en
Raquel Chang-Rodríguez, Historia de la literatura mexicana, vol. ii, p. 255.
108
Elsa Cecilia Frost considera que esta característica es común a Motolinia, a Mendieta y a
Torquemada (“Cronistas franciscanos de la Nueva España. Siglo xvi”, en Franciscan presence in
the Americas, pp. 300 y ss.).
166 la era manierista
109
J. de Torquemada, Monarquía indiana, vol. i, Prólogo al lector.
la era manierista 167
Generalmente hablando son los ingenios tan vivos que a los once o doce años leen
los muchachos, escriben, cuentan, saben latín y hacen versos como los hombres
famosos de Italia. De catorce a quince años se gradúan en Artes... La universidad
es de las más ilustres que tiene nuestra Europa en todas facultades... Salamanca
se honra de tenerla por su hija. Y al cabo de tantas experiencias preguntan si ha-
blamos en castellano o en indio los nacidos en esta tierra. Las iglesias están llenas
de obispos y prebendados criollos, las religiones de prelados, las audiencias de
110
Juan de Grijalva, Crónica de la Orden de Nuestro Padre San Agustín en las provincias de
Nueva España en cuatro edades desde el año de 1533 hasta el de 1592, libro i, cap. xii, p. 54.
111
Ibid., libro iii, cap. xvii, pp. 283 y ss.; libro iv, cap. xi, pp. 404 y ss.
la era manierista 169
Es claro que para Grijalva era un oprobio que los españoles peninsulares
llamaran “indios” a los criollos, sobre todo porque ellos querían ser conside-
rados como españoles de primera. La obra de Grijalva, escrita a fines de la
era manierista (en la segunda década del siglo xvii), en plenas pugnas con-
ventuales entre frailes peninsulares y criollos, mostraba claramente que las
inquietudes y los intereses de la centuria anterior se habían modificado. No
obstante, sería extemporáneo hablar de una actitud “racista” hacia el indio
en Grijalva; el párrafo citado, inmerso en la retórica, muestra más bien una
visión estamental de la sociedad que veía a los campesinos nativos como ple-
beyos y a los criollos como nobles y educados caballeros cortesanos.
A pesar de sus diferencias, los cuatro cronistas antes mencionados te-
nían dos cosas en común: la primera, la idea de que la Iglesia indiana de los
primeros cuarenta años del siglo xvi era un espejo del cristianismo primitivo
apostólico, pues los frailes misioneros, santos entregados a duras disciplinas
y a una caridad ilimitada, habían logrado la conversión milagrosa de millo-
nes de indios con escasos recursos. La segunda, que las comunidades indí-
genas debían mantenerse aisladas de los españoles para evitar el contagio de
sus vicios, por lo que era necesario controlar la emigración, evitar la hispani-
zación y prohibir el aprendizaje de la lengua y la convivencia con los blan-
cos, y sobre todo con los mestizos y los negros. Esta separación en dos re-
públicas, y mantener la indígena bajo el cuidado de los frailes garantizaría
una mejor administración religiosa y un mayor control sobre las idolatrías.
Esta posición paternalista consideraba a los indios como niños inclinados a
la mentira y al vicio, por lo que debían estar siempre bajo la vigilancia y cui-
dado de los frailes. Esta visión sería repetida en las crónicas mendicantes
hasta el siglo xviii.
El sentido corporativo de las provincias religiosas había creado desde
fechas relativamente tempranas una visión bastante homogénea de la evan-
gelización y de la territorialidad de Nueva España. La tradición corporativa
mendicante permitía que crónicas no publicadas de la orden, pero guarda-
das celosamente en los archivos conventuales, quedaran insertadas en otras
y se dieran a conocer por medios impresos en algún momento e influyeran
en los discursos identitarios de otras corporaciones. Por otro lado, los auto-
res religiosos fueron los únicos en este periodo que pudieron imprimir sus
obras. Gracias a sus vínculos con las provincias españolas y a que los datos
112
Ibid., libro i, cap. xii, pp. 71 y ss.
170 la era manierista
113
E. I. Estrada de Gerlero, “Sentido político, social y religioso en la arquitectura conventual
novohispana”, en Historia del arte mexicano, vol. iv, pp. 17-35.
la era manierista 171
114
A. Rubial García, La evangelización de Mesoamérica, p. 50.
172 la era manierista
115
A. Rubial García, “Hortus eremitarum. Las pinturas de tebaidas en los claustros agustinos
novohispanos”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. xxx, núm. 92, pp. 86-105.
116
De los agustinos únicamente se conserva un mural pintado con colores ocres, rojos y ne-
gros, localizado en la portería del convento de Malinalco y que representa a fray Francisco de la
Cruz, cabeza de la primera misión agustina, con un libro y un crucifijo. Una inscripción sobre
su cabeza señala que también estaban representados ahí los otros seis miembros de la misión.
117
J. de Mendieta, op. cit., libro v, cap. 18; vol. ii, p. 313.
174 la era manierista
Iglesia indiana, es cargado en andas en una procesión con los trece francis-
canos fundadores de la provincia del Santo Evangelio encabezados por el
mismo san Francisco de Asís. La Iglesia, protegida por el Padre Eterno, por
Cristo crucificado y por la Virgen María, está habitada por el Espíritu Santo,
del cual salen diez rayos que terminan en pequeñas escenas relacionadas
con la administración del bautismo, de la confesión, del matrimonio y de los
funerales. En una de esas escenas aparece fray Pedro de Gante explicando a
un grupo de indios la doctrina con jeroglíficos y en otra un fraile señala figu-
ras que representan la creación del mundo.
El atrio pintado por Valadés encierra un sentido simbólico similar al que
presentan los conjuntos conventuales que se están construyendo y decoran-
do por la misma época. En ellos nos sorprenden aún hoy los muros alme-
nados que rodean los atrios y los merlones, garitones y pasos de ronda que
coronan sus templos. Tales elementos defensivos parecerían inútiles, sobre
todo en pueblos completamente pacificados y sujetos a los religiosos, si no
los viéramos como símbolos de una realidad sobrenatural. Esas fortalezas
son la representación de una ciudad santa, la Jerusalén terrena, que necesita
defenderse de sus enemigos: Satanás y sus servidores, los hechiceros. En
esos conjuntos, las capillas posas para las procesiones, la capilla abierta
(donde se celebraba la misa dominical al aire libre) y la cruz atrial (labra-
da con los símbolos de la pasión de Cristo) se constituían en espacios donde
la comunidad cristiana formada por frailes e indios realizaba sus festivida-
des religiosas y enterraba a sus muertos. Los conjuntos conventuales, de los
que había casi trescientos en 1600, aparecían así como paraísos cerrados,
como espacios que podían guardar y proteger dentro de sus muros a la Igle-
sia indiana que los obispos y autoridades querían destruir y que el Demonio
intentaba socavar con sus idolatrías. En una época de catástrofes, estas edifi-
caciones fueron concebidas en los términos del Apocalipsis como defensoras
de la fe mientras llegaba la destrucción de los últimos días, cuando el último
sello se abriera y la Jerusalén celeste se convirtiera en una realidad.
Cuando fue de día, vino el fiscal de la iglesia (que es como mayordomo) y dijo al
religioso que si deseaba saber verdades, mandase a poner al Vigana a cuestión
de azotes, y que descubriría grandes secretos. Hízose y el indio declaró cómo
había ídolos soterrados debajo del altar, y casi todo el pueblo idolatraba, guar-
dando los ídolos en sus casas, acudiendo a un cerro que estaba una legua del
pueblo donde había gran cantidad de ídolos. Este engaño de disimular los ído-
los con las cosas de Dios fue muy universal en toda la tierra.118
118
Agustín Dávila Padilla, Historia de la fundación y discurso de la provincia de Santiago de
la era manierista 175
121
Pierre Ragon, “La colonización de lo sagrado: la historia del Sacromonte de Amecameca”,
Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xix, núm. 75, pp. 281-300.
122
T. de Motolinia, op. cit., trat. iii, cap. 2, pp. 120 y ss. Véase también la biografía que hizo su
hermano de hábito fray Francisco Ximénez en A. Rubial García, La hermana pobreza..., pp. 211-261.
123
Este cronista señala que Sandoval remarcaba el contraste entre sus frailes dominicos
“con sus hábitos limpios y pies calzados” y los franciscanos de su hermano “con sus andra-
jos sucios y sus pies agrietados”. D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, en Las ocho
relaciones y el Memorial de Colhuacan, vol. ii, p. 195. El mismo autor señala las diferencias entre
los de Amecameca y Tlalmanalco alrededor del cuerpo del venerable Valencia en ibid., vol. ii,
pp. 189 y ss.
124
J. de Mendieta, op. cit., libro v, cap. 13, vol. ii, pp. 295 y ss.
125
Ibid., libro v, cap. 16, vol. ii, pp. 304 y ss. D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima rela-
ción, vol. ii, p. 189. Este autor es el único que da como fecha de esta entrega 1583.
la era manierista 177
entrega del cilicio y de los hábitos del venerable al padre Páez, encajan per-
fectamente en este ambiente de pugnas y de luchas entre pueblos y caciques
por obtener la preeminencia y el control del cerro sagrado.126 Los dominicos,
por su parte, tenían también sus razones para promover el culto de fray Mar-
tín, además de la de obtener el apoyo de las autoridades indígenas locales:
suplantar el santuario dedicado a los dioses del agua por un centro cristiano.
Los dominicos, según Mendieta, mostraban a quien lo pidiera las reli-
quias que se encontraban en la sacristía de Amecameca, e incluso regalaban
trozos de la túnica, hasta que finalmente decidieron ponerlas en la cueva en
una cajita cubierta con una red de hierro, a los pies de un altar en el que se
veneraba una escultura de Cristo muerto que, según el cronista fray Agustín
Dávila Padilla, “se desciende de la cruz y se visita y muestra” en dicha capi-
lla. Para la orden la promoción de este santuario era de suma importancia
pues el convento de Amecameca era paso obligado para su red de misiones
en el valle de Amilpas y la Mixteca.
Sobre la fecha de la colocación de esa escultura existen diferencias entre
los cronistas. Chimalpahin asevera categóricamente que el 20 de junio de
1583 se colocó en la cueva que está sobre el cerro Amaqueme “una imagen
de Cristo yacente en el sepulcro”, en el sitio donde había hecho penitencia
fray Martín de Valencia; esto se hizo a instancias del vicario fray Juan de
Páez, del gobernador de Panoaya Felipe Páez de Mendoza y de los alcaldes
Juan de la Cruz y Bartolomé de Santiago.127 En cambio, fray Agustín Dávila
Padilla señala que en 1579 el general de la armada don Antonio Manrique
había donado para la veneración del Santo Cristo una lámpara de plata.128
Es muy probable que haya un error en la fecha, pero cabría la posibilidad de
que la colocación de la imagen se hubiera dado desde el primer vicariato
de fray Juan de Páez, que según Chimalpahin fue alrededor de 1575.129 Pero
sea que la imagen haya existido antes de las reliquias en la cueva, o que su
colocación haya coincidido con el “descubrimiento” de los objetos de fray
Martín, el hecho es que alrededor de 1580 fray Juan de Páez ya había funda-
do en Amecameca la cofradía del Descendimiento y Sepulcro de Cristo, y se
había promovido una procesión del Santo Entierro para organizar las sun-
tuosas representaciones de Semana Santa que los dominicos comenzaban a
introducir en sus conventos.130
126
En 1570 fray Juan de Páez, entonces vicario en Tetetela, había acompañado a José del
Castillo Ecaxoxouhqui, tlatoani de Tenango e hijo único de Tomás de San Martín Quetzalmaza,
para que fuera gobernador de Amecameca. La situación política había cambiado para la segun-
da mitad del siglo y los dominicos apoyaban ahora a la otra facción. D. de S. A. Muñón Chimal-
pahin, Séptima relación, vol. ii, p. 237.
127
Ibid., vol. ii, pp. 255 y ss.
128
A. Dávila Padilla, op. cit., libro ii, cap. 65, p. 706.
129
Ese año el vicario fray Juan de Páez instaló a don Esteban de la Cruz Mendoza como go-
bernador de Amecameca. D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, vol. ii, p. 243.
130
A. Dávila Padilla, op. cit., libro ii, cap. 65, p. 705.
178 la era manierista
Para 1588 el santuario ya tenía vida propia y en nada lo afectó que ese
año fray Juan de Páez fuera expulsado de la vicaría, junto con su protegido
el cacique Esteban de la Cruz Mendoza, por Juan Bautista de Avendaño y
“unos macehuales”.131 Las nuevas fuerzas que gobernaban Amecameca des-
plazaban a los antiguos linajes y comenzaban a controlar tanto la república
de indios (el cabildo), como el santuario que era el símbolo de identidad del
pueblo. Fray Antonio de Ciudad Real, que visitó el lugar en 1587, cuenta que
“aunque la cueva tiene sus puertas y buena llave con que se cierra, hay de
continuo indios por guardas en otra cuevezuela allí cerca; tañen a sus horas
una campana que tienen en lo alto del cerro, cuando abajo tañen en el
monasterio”.132 Un año antes del “golpe de estado” ya los macehuales se ha-
cían cargo del espacio sagrado en el que habían colocado puerta con cerrojo.
El santuario por lo tanto estaba cerrado al público la mayor parte del tiem-
po, salvo los viernes que se celebraba una misa, y para poder visitarlo fuera
de ese tiempo había que buscar al vicario del convento. El viajero francisca-
no señala que:
Cuando se han de mostrar las reliquias, sube el vicario del convento con la com-
pañía que se ofrece, tocan la campana y júntase gente, encienden algunos cirios,
además de una lámpara de plata que se cuelga de la peña en mitad de la ermita,
y el vicario, vestido de sobrepelliz y estola, abre la caja, y hecha oración al Cristo
le inciensa, y después inciensa las reliquias y muéstralas a los circunstantes, todo
con tanta devoción que es para alabar al Señor en sus santos.133
A pesar de estas limitaciones, para fines del siglo xvi la imagen, reforza-
da por la presencia de las reliquias, atraía a numerosos devotos que, de
acuerdo con el cronista dominico Dávila y el viajero franciscano Ciudad
Real, eran españoles e indígenas, venían desde Chalco y otras regiones y de-
jaban ricas limosnas.134 El nuevo santuario, que por su localización en un
camino muy transitado que comunicaba a la ciudad de México con el sureste
del territorio, se convirtió en breve en uno de los centros de peregrinación
más importantes de Nueva España, pero al parecer su control se mantuvo
bajo la comunidad indígena de Amecameca, por lo menos hasta el siglo xviii.
Otra situación distinta de sustitución se dio en el santuario prehispánico
de Chalma, donde los agustinos promovieron la veneración de la imagen de
un Cristo crucificado en una cueva en la que se veneraba a Oxtotéotl, una
advocación de Tezcatlipoca, pero donde el control indígena desapareció muy
pronto. Según la tradición recopilada por el padre Florencia a fines del siglo
xvii, fray Nicolás de Perea y fray Sebastián de Tolentino, dispuestos a des-
131
D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, vol. ii, p. 263.
132
A. de Ciudad Real, op. cit., vol. ii, p. 222.
133
Idem.
134
A. Dávila Padilla, op. cit., libro ii, cap. 65, p. 705.
la era manierista 179
135
Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cap. 128,
p. 257; D. Durán, op. cit., Libro de los ritos y ceremonias, cap. 93, vol. 2, p. 431.
180 la era manierista
de ella y la obligación de crear una cofradía con miembros del cabildo para
su guarda y administración. A partir de entonces la virgen de los Remedios se
convirtió en la principal benefactora de la ciudad, y el ayuntamiento promo-
vió los traslados de la imagen a la capital durante sequías y epidemias.136
Una vez consolidado el culto, se encargó al mercedario fray Luis de Cis-
neros que recopilara las noticias sobre la imagen en una obra terminada en
1616, pero impresa hasta 1621, intitulada Historia del principio, origen, pro-
gresos, venidas a México y milagros de la santa imagen de Nuestra Señora de
los Remedios. Éste, que fue le primer texto novohispano sobre una imagen
milagrosa, narraba cómo durante la huida de la noche triste la pequeña es-
cultura había sido abandonada por uno de los soldados de Cortés; unos años
después, en el cerro Totoltepec, el indio otomí Juan Ce Cuauhtli fue testigo
de una aparición de esa señora que había combatido con los españoles en
la conquista, y que le pidió “buscase en aquel sitio”, pero no hizo caso y sólo
contó lo sucedido a los franciscanos de Tacuba. Tiempo después, a conse-
cuencia de una caída desde un pilar en la construcción en que participaba, la
Virgen le entregó un cinto de cuero que le devolvió la salud. Este objeto fue
después origen de disputas pues los agustinos, por boca de su cronista Gri-
jalva, acusaron a Cisneros de quitarles la gloria de haber estado presentes en
ese milagro, pues el mercedario no señaló que el cinto era de san Agustín.
Cisneros menciona que gracias a este milagro Juan decidió buscar en el
lugar que María le había señalado y bajo un maguey encontró la pequeña
escultura que se llevó a su hogar. Pero la señora prefería el lugar bajo el ma-
guey, a pesar de las ofrendas que el indio le hacía en su casa. Después de
varios intentos y de una enfermedad grave, Juan fue llevado a la ermita de la
virgen de Guadalupe, y esta imagen le dio órdenes de construir una ermita
en el lugar del maguey a la virgen de los Remedios. Cisneros menciona como
fuente para su narración unas pinturas que decoraban la ermita desde 1595
y que referían esos milagros y unos exvotos que agradecían a la imagen los
favores recibidos.
Después de su fundación y a la muerte de Juan Cuauhtli, señala Cisne-
ros, el santuario fue abandonado pues las obras de los particulares tienen
menos pervivencia que las promovidas por las comunidades, con lo cual que-
daba justificado plenamente el patronazgo del ayuntamiento, corporación
que se hizo cargo de construir una ermita digna para tan importante ima-
gen. Sin embargo, como en toda narración de este tipo, en la de Cisneros las
obras humanas se entretejen con la participación celestial, la cual se mani-
festó en la construcción del santuario. El negro Julián y otros vecinos del
valle tenían cada año esta visión, mientras duró la construcción de la ermita
del cerro Totoltepec: en la festividad de san Hipólito se escuchaba por la no-
che en la inacabada iglesia música de trompetas y flautas, se veían luces y
136
Luis de Cisneros, Historia de el principio, origen, progresos, venidas a México y milagros de
la santa imagen de Nuestra Señora de los Remedios..., pp. 37 y ss.
la era manierista 181
137
Ibid., pp. 223-224; Francisco Miranda Godínez, Dos cultos fundantes: Los Remedios y
Guadalupe (1521-1549), p. 49.
138
Javier Noguez, Documentos guadalupanos, pp. 20 y ss. El texto original del Nican Mopo-
hua, hoy desaparecido, fue publicado por primera vez en 1649 por Luis Lasso de la Vega junto
con otros testimonios guadalupanos. El primero que se lo atribuyó a Valeriano fue Luis Bece-
rra Tanco en 1666, dato que fue ratificado por Carlos de Sigüenza y Góngora a fines del siglo.
Contemporáneamente Ángel Ma. Garibay, basado en esta atribución y en el análisis lingüístico
del texto, asegura que debieron ser varios los autores.
139
Antonio Valeriano, Nican Mopohua, p. 100.
140
Juan Bautista, Anales, p. 161. En la Séptima relación de Muñón Chimalpahin se da tam-
bién una fecha muy cercana a ésta: 1556 (ver Las ocho relaciones..., vol. ii, pp. 209 y ss.).
182 la era manierista
141
Edmundo O’Gorman, Destierro de sombras. Luz en el origen de la imagen y culto de Nuestra
Señora de Guadalupe del Tepeyac, pp. 65 y ss.
142
Francisco Iván Escamilla, “Próvido y proporcionado socorro. Lorenzo Boturini y sus pa-
trocinadores novohispanos, una primera aproximación”, en Francisco Xavier Cervantes, Alicia
Tecuanhuey y María del Pilar Martínez (eds.), Memorias del Coloquio Poder Civil y Catolicismo
en México, Siglos xvi-xix, pp. 129-149.
143
Jaime Cuadriello, “La propagación de las devociones novohispanas: las guadalupanas y
otras imágenes preferentes”, en México en el mundo de las colecciones de arte..., vol. i, p. 258.
la era manierista 183
144
F. Miranda Godínez, op. cit., pp. 46, 295 y ss.
145
Solange Alberro, “Remedios y Guadalupe: de la unión a la discordia”, en Manuel Ramos y
Clara García (eds.), Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, pp. 315-329.
184 la era manierista
Cogió en sus manos las tres calaveras [de los mártires] que allí estaban y besán-
dolas, lo mismo [que] los religiosos que allí nos hallábamos, las hizo poner en
una caja de madera pintada y aforrada... para trasladar estos santos huesos en la
iglesia de este dicho convento de Guadalajara... y viendo el gran sentimiento que
hicieron los naturales del pueblo de Ezatlán... les dejó la cabeza de fray Antonio
de Cuéllar.146
146
Antonio Tello, Crónica miscelánea de la santa provincia de Xalisco (compuesta en 1652),
libro iv, cap. 1, vol. iv, pp. 14 y ss.
la era manierista 185
147
Richard C. Trexler, “Alla destra di Dio. Organizzazione della vita attraverso i santi morti in
Nuova Spagna”, en Church and Comunity 1200-1600. Studies in the History of Florence and New
Spain, pp. 511-548.
148
Gil González Dávila, Teatro eclesiástico…, p. 229.
186 la era manierista
149
Véase Rosa Denise Fallena Montaño, La imagen de la Virgen María en la conquista. El caso
de la Conquistadora de Puebla.
150
Eduardo Merlo Juárez y José Antonio Quintana Fernández, Las iglesias de la Puebla de los
Ángeles, pp. 231-232.
151
J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro iii, cap. 30, vol. i, p. 430.
152
Véase J. de Torquemada, Vida y milagros del santo confesor de Cristo, fray Sebastián de
Aparicio, fraile lego de la Orden del Seráfico Padre San Francisco de la Provincia del Santo Evange-
lio... El texto es sumamente raro. El padre Francisco Morales posee una copia y Norma Durán
está preparando su edición.
la era manierista 187
Aunque no falta quien diga que esta imagen […] fue la que llaman Conquistado-
ra que está en el convento de Nuestro Padre San Francisco de la Puebla. Pero
que sea ella téngalo por dificultoso de creer, porque estando en México, cabeza
del reino, y en tiempos que no había en él sino pocas o ninguna imagen de Nues-
tra señora, no había de querer el marqués privar de aquella reliquia a México y
dejarle desamparado del favor de virgen.154
Javier Otaola, quien ha estudiado este caso, atribuye esta primera mani-
festación a una serie de hechos: los agustinos habían fundado su convento
de San Guillermo en Totolapan en 1535 y al año siguiente a él se acogían los
frailes expulsados de Ocuituco por el obispo Zumárraga, el encomendero del
pueblo, quien tenía con ellos un pleito por los excesivos trabajos a los que
obligaban a sus indios. En ese ambiente de conflicto y como una forma de
afianzar su presencia en la zona, los agustinos iniciaron el culto a un Cris-
to crucificado alrededor de 1540. Por otro lado, apenas unos años atrás, en
1532, Totolapan había sido reconocida como cabecera independiente con un
corregidor, frente a las pretensiones de Hernán Cortés de unirla a Oaxtepec
que formaba parte de su marquesado. El milagroso Cristo daba también por
tanto al pueblo un signo de identidad paralela a esa autonomía política re-
cién adquirida.157
Cuarenta años estuvo el Cristo en San Guillermo Totolapan hasta que en
1583 los agustinos decidieron trasladarlo al recién fundado colegio agustino
de San Pablo en la ciudad de México. El pretexto, una epidemia que comen-
zó en 1581 en la capital, causando en dos años la muerte de veinticuatro reli-
giosos agustinos; el objetivo real, dotar de una imagen milagrosa al Colegio
de San Pablo de la capital, recientemente fundado e instalado como parro-
quia de indios contra la voluntad del arzobispo Pedro Moya de Contreras. La
recepción del nuevo Cristo fue suntuosa y el cronista Chimalpahin señala
que “salieron a recibirlo al matadero de Xoloco los religiosos de las diversas
órdenes”, y añade que poco después de San Pablo lo trasladaron a la iglesia
de San Agustín, “donde actualmente se encuentra”.158
Los agustinos de la capital, interesados en dotar a su nuevo colegio de
una imagen prestigiosa, comenzaron a promover el culto al Cristo divul-
gando varios de sus milagros, entre otros, su crecimiento inusual en la Cua-
resma, sus sudoraciones, la “grandísima luz y blancura” que lo rodeaba y la
curación de una viuda que padecía de hidropesía, asmas y flujo de sangres.
Todo esto atrajo la atención de la Inquisición, posiblemente enviada por el
arzobispo de México, y las averiguaciones comenzaron en la ciudad de Méxi-
co y en Totolapan. De ellas surgió el “Expediente del Santo Cristo de Totola-
pan y milagros que los frailes agustinos les imponían”.159 En él, a los testimo-
nios de los milagros del Cristo, se aunaron aquellos sobre la vida penitente de
Antonio de Roa, sobre las costumbres del culto local para el Cristo y de la
hermandad que se formó alrededor de la imagen.
Uno de los declarantes en el expediente, Domingo de Tolentino, indio de
setenta y seis años y que había sido gobernador de Totolapan cuarenta años
atrás, aseguró que él había estado presente en la portería del convento cuan-
157
Javier Otaola, “El caso del Cristo de Totolapan. Interpretaciones y reinterpretaciones de
un milagro”, Estudios de Historia Novohispana, núm. 38, pp. 19-38.
158
D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, vol. ii, p 257.
159
agnm, Inquisición, v. 202, exp. 7, año de 1583.
la era manierista 189
do “un indio mozo, vestido con vestiduras blancas y muy hermoso de ros-
tro”, trajo el crucifijo y lo entregó al padre Roa. Así, utilizando la versión ofi-
cial de los agustinos, Domingo se insertaba como testigo presencial del
milagro.160 A la larga el Santo Cristo de Totolapan llegó a tener tanta impor-
tancia que los agustinos decidieron trasladarlo a la iglesia de San Agustín,
anexa a su convento matriz de la capital, donde curiosamente reposaban los
restos del “ermitaño” fray Antonio de Roa.
A principios del siglo xvii se trasladaba a la capital otro Cristo milagroso
del ámbito indígena: el señor de Ixmiquilpan. La imagen había sido llevada a
Mapeté (o el Cardonal), un poblado minero dependiente del convento agusti-
no de Ixmiquilpan, por el español Alonso de Villaseca en 1545, y fue coloca-
da en una modesta capilla sin que nadie se ocupara de ella.161 La primera
noticia de un milagro realizado por esta imagen y de su traslado a la capital
la da el cronista Gil González Dávila en su Teatro eclesiástico (publicado en
Madrid en 1649) al final de la vida del arzobispo Juan Pérez de la Serna:
160
J. Otaola, “El caso del Cristo de Totolapan…”, op. cit., p. 30.
161
William B. Taylor, “Two Shrines of the Cristo Renovado: Religion and Peasant Politics in
Late Colonial Mexico”, The American Historical Review, vol. 110, núm. 4: 50 pars. http://www.
historycooperative.org/journals/ahr/110.4/taylor.html.
162
G. González Dávila, op. cit., p. 59.
163
Mariana de la Encarnación, Crónica del convento de las carmelitas descalzas de la ciudad
de México. 1641, publicado por Manuel Ramos Medina, Místicas y descalzas..., México, 1997, pp.
357 y ss.
190 la era manierista
164
A. Rubial García, La santidad controvertida…, p. 107.
la era manierista 191
165
Véase Dante Alberto Alcántara Bojorge, La construcción de la memoria histórica de la
Compañía de Jesús en la Nueva España, siglos xvi y xvii.
192 la era manierista
y de los santos de su orden. Los indios, que estaban en desacuerdo con este
traslado, para mostrar su oposición al cambio no se conformaron solamen-
te con faltar a los oficios, sino incluso borraron de la portería las imágenes
de los santos agustinos, lo que ocasionó grandes disturbios.166
Detrás de la anécdota de Teotihuacan aparecen dos hechos: por un lado,
el uso político que los frailes hacían de sus santos, y por el otro, la acep-
tación, por negación, que los indios tuvieron de esos códigos. En ese mismo
contexto, pero como muestra de una abierta apropiación, se nos presenta la
siguiente narración de Jerónimo de Mendieta sobre el hábito y el cordón de
san Francisco:
166
J. de Mendieta, op. cit., libro iii, cap. 59, vol. i, pp. 521 y ss.
167
Ibid., libro iii, cap. 56, vol. i, p. 501.
la era manierista 193
168
J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro v, cap. 70, vol. ii, p. 564.
169
J. Cuadriello, “San José en tierra de gentiles: ministro de Egipto y virrey de las Indias”,
Memoria. Revista del Museo Nacional de Arte, núm. 1, pp. 5-33.
194 la era manierista
Sin embargo, las ciudades tenían una peculiaridad casi ausente en los pue-
blos de indios, el culto a las reliquias, siendo las órdenes religiosas las princi-
pales interesadas en promover su importación desde Europa para sacralizar
los templos y consagrar los altares. En 1544 hay noticias de que los domini-
cos trajeron desde Alemania reliquias de las once mil vírgenes que habían
sido arrojadas a las calles por los protestantes. Décadas después, en 1573, el
agustino fray Alonso de la Veracruz trajo un trozo de la cruz de Cristo y otras
reliquias de san Pedro y san Pablo para los templos de su orden.170 En 1577,
como veremos, los jesuitas promovieron la importación de numerosas reli-
quias para la capital, acto que le dio un enorme prestigio a la recién llegada
congregación. Estos objetos se exponían como tesoros preciados en hermo-
sos relicarios de plata y cristal, se les llevaba en procesión para acabar con
inundaciones y epidemias e incluso se les utilizaba para disminuir la violen-
cia de los incendios arrojándolas al fuego o en los exorcismos para expulsar
a los demonios. A veces también se les ingería o se les esparcía por los cam-
pos para darles fertilidad o protegerlos contra las heladas. Pero las reliquias
no sólo eran partes del cuerpo de los santos o cuerpos enteros, la mayoría de
las veces eran sólo objetos que les pertenecieron, trozos de hábito, cartas, el
polvo de su sepultura, sustitutos necesarios sobre todo cuando el cuerpo no
estaba disponible.
La profusión de cultos a las reliquias era consecuencia tanto del interés
de los frailes por promover tales manifestaciones religiosas como de la nece-
sidad de la población de poseer una tierra santificada. Tal fenómeno partía
ciertamente de una Iglesia formada y controlada aún por elementos penin-
sulares, cuyos intereses y actitudes estaban enmarcados dentro de la tradi-
ción europea; al fin y al cabo la mayoría de los personajes que recibían tales
muestras de veneración habían nacido en España. La nueva espiritualidad,
además de convertir esta tierra en un espacio sagrado y santificado y de dar-
le prestigio a las órdenes religiosas que las poseían, creaba con los prodigios
cristianos nuevos códigos de socialización frente a las idolatrías e integraba
a los grupos desarraigados; frailes y monjas tuvieron un papel similar.
El culto a los santos, a las imágenes y a las reliquias en las ciudades no
sólo fue una promoción propia de las órdenes religiosas, de las monjas y del
episcopado. Ahí, el complejo mundo corporativo propició la multiplicación
de cultos y con ello de fiestas e imágenes. La devoción a los santos europeos
patrocinada por gremios, órdenes terceras, cofradías y congregaciones se
convirtió en un elemento básico de sus identidades colectivas. Tales organis-
mos propiciaban la veneración de las imágenes de sus protectores, que en las
fiestas y ceremonias iban acompañadas de los estandartes corporativos y de
un impresionante aparato de ostentación, que a menudo traía aparejada la
rivalidad y la competencia con las otras instituciones. Por lo general, esas
170
A. Dávila Padilla, op. cit., libro i, cap. 47, p. 161; Diego de Basalenque, Historia de la pro-
vincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán, libro i, cap. viii, p. 106.
la era manierista 195
171
Rogelio Ruiz Gomar, “Los santos y su devoción en la Nueva España”, Revista de la Univer-
sidad de México, núm. 541, pp. 4 y ss.
196 la era manierista
ciudad, a su vez, juró a san Sebastián contra las epidemias en 1545 y a san
José como patrono contra las tormentas antes de 1580. Sin embargo, ante su
ineficacia juró a santa Bárbara con este mismo fin en 1611. Valladolid, que
tenía por patronos a san José y a san Cristóbal desde el siglo xvi, juró a santa
Teresa en 1618. De hecho, fue el carácter milagroso de los santos, su capaci-
dad para liberar a la sociedad de las catástrofes y de regresar a los individuos
la salud, lo que los hacía ser venerados, por lo que algunos se vieron delega-
dos y su culto perdió continuidad. Esto se debía además a los costos que im-
plicaba el culto: la dedicación de un altar o de una capilla, la confección de
una imagen, la obtención de una de sus reliquias en Roma y, sobre todo, la do-
tación de recursos para los gastos de la fiesta, incluida procesión y toros.172
Un caso ejemplar en este sentido fue el de San Luis Potosí, real de minas
nacido en la segunda mitad del siglo xvi a partir de dos centros: un convento
franciscano construido en 1589 en torno a una ermita dedicada a la Vera Cruz
y que creó el primer emplazamiento con indios guachichiles denominado San
Luis de Paz, a raíz de los acuerdos que impulsó el marqués de Villamanri-
que, y la labor colonizadora de un emprendedor capitán mestizo Miguel Cal-
dera, descubridor de las minas del cerro de San Pedro en 1592, al que de-
nominó del Potosí de la Nueva España en recuerdo del gran centro minero
peruano. A la par, en las serranías ubicadas al noroeste de aquel valle, Caldera
y los franciscanos daban forma a otro asentamiento indígena denominado
San Miguel Mexquitic en honor del arcángel patrono del capitán mestizo. La
riqueza mineral de la región atrajo desde entonces a una numerosa población
española, indígena y mestiza. Así, entre 1590 y 1591 llegó un contingente tlax-
calteca, a instancias de Caldera y del virrey Velasco el joven, y se asentó a una
legua al norte del primer poblado para fundar Tlaxcalilla bajo la advocación
de la virgen de la Asunción; por esas fechas se creaba también el barrio de
Santiago, con población náhuatl y guachichil; hacia 1603, con la llegada de
los agustinos, se formalizó otro pueblo de indios, San Sebastián, con base en
un asentamiento que habían formado indios tarascos a orillas del asenta-
miento español; desde 1600 también existió un asentamiento de otomíes y
tarascos que se avecindaron al oriente del real en un lugar conocido como el
Montecillo (en el siglo xviii se colocó ahí una capilla dedicada a san Cristó-
bal). A lo largo de las primeras décadas del siglo xvii y atraídos por sus minas
llegaron a San Luis grupos de todos los sectores novohispanos: capitanes vas-
cos como Francisco de Urdiñola y Juan de Oñate (introductores del culto a la
virgen de Aranzazu), cuadrillas de indios chichimecas, tlaxcaltecas, otomíes,
mexicanos y purépechas (que trajeron sus cultos a varios Cristos), además de
numerosos criollos, mestizos, mulatos y negros.
Así, el real de minas comenzó a desplazar la misión de San Luis de la Paz
recién fundada por los franciscanos y los guachichiles y los españoles co-
172
P. Ragon, “Los santos patronos de las ciudades del México central (siglos xvi y xvii)”, His-
toria Mexicana, vol. lii, núm. 2, pp. 361-389.
la era manierista 197
menzaron a controlar las minas de San Pedro (de las que tomaron el nombre
de Potosí) y la caja real fundada en 1627, donde la Corona cobraba el “quin-
to” y distribuía el azogue.173 Con ellos llegaron nuevas devociones, a las que
se unieron en las décadas siguientes las aportadas por otras órdenes religio-
sas atraídas por la riqueza del real: los mercedarios fundaron casa ahí en
1623 sobre la antigua ermita de San Lorenzo (santo que en 1694 sería jurado
patrono de la ciudad) e introdujeron el culto a la virgen de la Merced. En
1628 los jesuitas fundaron en el real su colegio, cuya capilla albergó des-
de 1639 la única reliquia de san Luis que había en la villa. En las primeras dé-
cadas del siglo xvii fueron jurados como patronos (además de san Luis el rey
de Francia y terciario franciscano promovido por Felipe II y los frailes me-
nores, junto a san Antonio de Padua, jurado en 1645 contra los terremotos y
tolvaneras), al agustino san Nicolás Tolentino (jurado en 1529 para atraer
agua y contra las tormentas) y el arcángel san Miguel (jurado también en
1645 como protector).174
La imagen religiosa siguió siendo también utilizada como parte de los
escudos de armas de las ciudades solicitados por sus cabildos como emble-
mas de una incipiente identidad. Desde el 8 de octubre de 1585 Zacatecas
recibió del rey Felipe II el título de ciudad y en 1588 se le concedía escudo y
blasón. En éste, aparecían representados sobre una cartela con la frase lati-
na “Labor vincit omnia”, sus cuatro fundadores (Juan de Tolosa, Baltasar
Temiño de Bañuelos, Cristóbal de Oñate y Diego de Ybarra) bajo el cerro de
la Bufa, emporio de su riqueza. El cabildo zacatecano estaba formado por
los descendientes de esos padres fundadores. Pero lo más interesante es que
en el centro del escudo y rodeada por el cerro brillaba una imagen de Nues-
tra Señora de los Zacatecas, la patrona del Real de Minas y la que le diera su
advocación.
Michoacán es también un caso ejemplificativo sobre el funcionamiento
de los santos y las imágenes como símbolos de la identidad urbana represen-
tada por el cabildo. A la muerte de Vasco de Quiroga en 1565 Pátzcuaro se-
guía siendo de hecho y de derecho la ciudad de Michoacán, “residencia del
alcalde mayor, asiento de la catedral, la concentración indígena más impor-
tante y el mercado de mayor movimiento”. Además, desde 1560 funcionó en
Pátzcuaro de nuevo un cabildo español. El tener dos ayuntamientos, uno es-
pañol y el otro indígena, era algo que sólo tenía en ese momento la ciudad de
México. Sin embargo, los españoles avecindados en Guayangareo, que fun-
cionaban bajo un cabildo, y los agustinos y franciscanos residentes en ella,
173
Juan Carlos Ruiz Guadalajara, “Vestigios de un prodigio: el culto a San Luis de la Paz y el
caso del Potosí novohispano”, en Ana Díaz Serrano, Óscar Mazín y José Javier Ruiz Ibáñez
(eds.), Alardes de armas y festividades. Valoración e identificación de elementos de patrimonio his-
tórico, pp. 95-113.
174
Alfonso Martínez Rosales, “Los santos jurados de la ciudad de San Luis Potosí”, en Ma-
nuel Ramos y Clara García (eds.), Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, pp.
89-107. Felipe II consideraba a san Luis uno de sus antepasados.
198 la era manierista
175
Carlos Herrejón Peredo, Los orígenes de Morelia: Guayangareo-Valladolid, pp. 132 y ss.
176
Rodrigo Martínez Baracs, Convivencias y utopía…, pp. 354 y ss. A pesar de tan duros
golpes, el gobierno y el cabildo indígenas de Pátzcuaro consiguieron sobrevivir gracias al apoyo
de los jesuitas (llegados a la ciudad en 1573) e imponerse a la comunidad española que intentó
en varias ocasiones restablecer ahí un cabildo propio (lo que no logró sino hasta 1689). A dife-
rencia de otros poblados indígenas en los cuales los linajes antiguos perdieron por completo el
poder, el ayuntamiento de Pátzcuaro se mantuvo bajo el control de las familias descendientes
o vinculadas con el linaje de los reyes tarascos, muy mezcladas ya sin embargo con españoles y
nahuas. Así, a pesar de que en 1595 se impuso el sistema de gobernadores “cadañeros” (es decir,
por elección anual), Luis de Castilleja Puruata, descendiente indirecto de ese linaje, logró ser
gobernador casi ininterrumpidamente entre 1608 y 1635.
177
La obra de Juan Sánchez Baquero, Relación breve del principio y progreso de la provincia
de la Nueva España de la Compañía de Jesús, fue editada por Félix Ayuso con el título Funda-
ción de la Compañía de Jesús en Nueva España, 1571-1580, México, Patria, 1945. La cita del sue-
ño de Quiroga está en el cap. xvii, p. 75.
la era manierista 199
178
C. Herrejón Peredo, op. cit., pp. 290 y ss. Valladolid, junto con su escudo de armas, tam-
bién tuvo que inventarse a principios del siglo xvii una serie de cédulas fundacionales, sobre
todo para justificar la propiedad de sus fundos legales.
179
Luis Reyes García, “Ordenanzas para el gobierno de Cuauhtinchan, año 1559”, Estudios
de Cultura Náhuatl, núm. 10, pp. 245-313. Este autor publicó el texto náhuatl de las ordenanzas
con su traducción al castellano.
200 la era manierista
180
J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro iii, cap. xxii, vol. i, p. 396.
181
Jorge González Angulo, “El criollismo y los símbolos urbanos”, Historias. Revista de la
Dirección de Estudios Históricos del inah, núm. 26, pp. 76-81.
182
J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro iii, cap. xxviii, vol. i, p. 421.
183
Ibid., libro iii, cap. xxviii, vol. i, p. 418.
184
Juana Gutiérrez Haces y Rubén Romero Galván, “A imagen y semejanza, la Roma del
Nuevo Mundo”, en Actas del XIV Coloquio Internacional de Historia del Arte, pp. 163-174.
la era manierista 201
185
J. Cuadriello, “Los jeroglíficos de la Nueva España”, en Juegos de ingenio y agudeza. La
pintura emblemática de la Nueva España, p. 88.
186
Véase F. Cervantes de Salazar, México en 1554 y Túmulo imperial.
187
Idem.
202 la era manierista
rosas reliquias para las iglesias de Nueva España. Para celebrar su llegada en
1578, los jesuitas organizaron, en la fiesta de Todos los Santos, una apoteósi-
ca recepción con arcos, procesiones, certámenes poéticos, pendones, juegos,
danzas y una representación teatral.188 Si bien los jesuitas utilizaron la fiesta
como una “operación de prestigio” de la que dependía su aceptación y futu-
ro desempeño en el virreinato, ésta también fue utilizada por otros sectores
sociales, incluidos los indios. Pedro de Morales, el cronista del acontecimien-
to, señalaba que los españoles y criollos, cuando se enteraron de que habría
“arcos de indios”, decidieron hacer ellos nada menos que cinco arcos triun-
fales, “cosa nunca vista en esta tierra antes”, y un tabernáculo “costoso y
gracioso”, además de tres arcos de flores y plumería.189 Esto convirtió la fies-
ta en un escenario de símbolos patrios de la capital, muchos de ellos asocia-
dos con la Tenochtitlan prehispánica.
Un mes antes de la celebración, un grupo de estudiantes de los jesuitas
disfrazados de turcos, ingleses y españoles, recorrieron las calles para anun-
ciar el certamen poético y llamar a los interesados en participar. En el cartel
que fueron a colocar sus estudiantes en la ventana del ayuntamiento, se ha-
bían puesto las armas de la ciudad: “una planta de tuna campestre en medio
de una laguna, y encima de ella una águila con una culebra en el pico. Iba
también puesto el cartel en el cuerpo del águila, que ella misma lo abraza-
ba y sustentaba con las uñas”.190
Ese mismo interés se vio en los arcos triunfales que los indígenas levanta-
ron en el camino de la procesión, algunos de ellos ideados por los criollos y je-
suitas y otros por los caciques indios. En el tercero de esos arcos de nuevo apa-
recían el águila y el nopal en un estandarte que portaba en su mano derecha la
Nueva España “en figura de una hermosa mujer con ropas rozagantes de pros-
peridad”. Esta misma imagen traía en la mano izquierda una plancha de pla-
ta mostrando su riqueza y pisaba con los pies las cabezas de herejes.191
En el quinto y último arco triunfal dedicado a la Santa Espina y Santa
Cruz, que se alzaba a la puerta de la iglesia de la Compañía, el tema de la
Pasión aparecía de nuevo asociado al tunal, pero ahora en relación con el
tinte animal salido de los nopales (la grana), que se comparaba con la sangre
de Cristo. “Destas espinas se coge / grana tan fina y tan pura / que tiñe la vesti-
dura / de aquellos que Dios escoge”.192 A pesar de lo atrevido de la metáfora,
la carga simbólica y emocional fue tan efectiva que se volvió un referente
obligado, junto con las tunas comparadas con corazones humanos, de mu-
188
Juan Sánchez Baquero, Relación breve del principio y progreso de la provincia de Nueva
España de la Compañía de Jesús, pp. 114 y ss.
189
Beatriz Mariscal, “El programa de representación simbólica de los jesuitas en Nueva Es-
paña”, en De palabras, imágenes y símbolos. Homenaje a José Pascual Buxó, pp. 91-105.
190
Pedro de Morales, Carta en que da relación de la festividad... de las Santas Reliquias, p. 9.
191
Ibid., pp. 60-61. La imagen recuerda el dibujo con que Diego Muñoz Camargo ilustró
unos años después su Historia de Tlaxcala y del que hablamos arriba.
192
Ibid., p. 83.
la era manierista 203
193
S. Alberro, “Modernidad jesuita: la fiesta de las reliquias en la ciudad de México, 1578”, en
De palabras, imágenes y símbolos. Homenaje a José Pascual Buxó, pp. 79 y ss.
194
S. Alberro, El águila y la cruz. Orígenes religiosos de la conciencia criolla. México, siglos xvi-
xvii, pp. 87 y ss.
195
Anales mexicanos citados por Miguel León-Portilla, Los franciscanos vistos por el hombre
náhuatl, p. 60. Esta figura ya se había representado en un paño utilizado en la fiesta de san José
el 19 de marzo de 1577.
196
J. González Angulo, “El criollismo y los símbolos urbanos”, op. cit., pp. 73-81.
204 la era manierista
197
L. de Cisneros, op. cit., pp. 137 y ss.
198
Linda A. Curcio-Nagy, “Native Icon to City Protectress to Royal Patroness: Ritual, Politi-
cal Symbolism and the Virgin of Remedies”, The Americas, lii, núm. 3, pp. 367-391.
la era manierista 205
cesión del Corpus servía para afianzar no sólo la devoción de la gente y para
mostrar la piedad de los gobernantes, era también una metáfora que conver-
tía a la urbe en una ciudad santa, en un gran templo al aire libre cuyas calles
y personas formaban los pasos de un camino espiritual. Con esta fiesta los
conflictos sociales eran desplazados a un segundo plano y con el exorcismo
que expulsaba de la ciudad a las fuerzas demoniacas, ésta se recuperaba de
nuevo como un espacio de cristiandad bajo la presencia del Santísimo.199
La otra gran fiesta para la cual la ciudad se engalanaba era la recepción
de los virreyes. Antes de 1566 esta ceremonia era muy modesta, pero en la
época manierista el ayuntamiento enriqueció la fiesta con recitales poéticos,
banquetes, terciopelos rojos, palios con hilos de oro y plata, la entrega de la
llave de la ciudad y arcos triunfales. Se agregaron también corridas de toros,
se colgaron los balcones con textiles y se usó Chapultepec como espacio in-
termedio antes de la entrada.200 Una de las ocasiones en la que se mostraba
un mayor despliegue de recursos, pues implicaba la renovación del pacto
político entre la metrópoli y el reino de Nueva España, era la recepción de
un nuevo virrey que comenzó a hacerse con gran ostentación a partir de las
últimas décadas del siglo xvi. El virrey, como imagen viva del rey, debía ma-
nifestar a sus súbditos su presencia y autoridad, lo que sólo se podía hacer
por medio de un aparato ritual en el que el cuerpo, los gestos y la represen-
tación hacían patente a los súbditos esa presencia. El concepto de que la so-
ciedad era esencialmente desordenada y que la función principal de la au-
toridad consistía en el mantenimiento del orden posibilitó la aparición de un
enorme aparato simbólico que se desplegaba en las fiestas oficiales, como la
de la recepción de un nuevo gobernante. La extrema visibilidad del virrey
ante sus súbditos era una condición indispensable para mantener la auto-
ridad imperial, pues las grandes distancias que separaban los diferentes te-
rritorios de la monarquía de la sede del poder real hacían imposible al mo-
narca hacerse presente en ellos, por lo que la solución ideal fue enviar a un
representante del soberano.201
Este interés por investir al virrey con todos los atributos de la majestad
se veía desde que el funcionario desembarcaba en Veracruz y se hacía paten-
te a todo lo largo del camino hasta su llegada a la capital. En las escalas de
esta “peregrinación ritual”, el nuevo virrey visitaba todos los lugares que te-
nían un significado histórico para los novohispanos: Puebla, segunda ciudad
del virreinato, adonde llegaban a su encuentro muchos criollos de la capital
para sondear su ánimo. En Tlaxcala y Cholula, que tan importante papel ju-
garon en la Conquista de México-Tenochtitlan, los cabildos indígenas se es-
meraban por mostrar los servicios que estas comunidades habían hecho a la
Corona. En Otumba, el virrey saliente iba a recibir al entrante y le entregaba
199
L. A. Curcio-Nagy, The Great Festivals…, pp. 30 y ss.
200
Ibid., pp. 27 y ss.
201
A. Cañeque, op. cit., pp. 119 y ss.
206 la era manierista
202
Ibid., pp. 49 y s.
203
Francisco Baca Plasencia, El paseo del pendón en la ciudad de México…, pp. 90 y ss.
la era manierista 207
bleza criolla siguió participando en ella, pues, además de lucir sus mejores
galas y caballos, en ella se afirmaba su primacía señorial. Además, el festejo
de san Hipólito y el pendón, insignia que representaba la lealtad de la ciudad
a la Corona de Castilla, se convertía para el ayuntamiento criollo de la capi-
tal en símbolo de su autonomía y en emblema visual de una conquista que
justificaba su dominio sobre la ciudad capital.204
Los excesivos gastos afectaron también al templo de San Hipólito, edifi-
cio cuyo mantenimiento corría a cargo del ayuntamiento y en el que se depo-
sitaron (después de 1589) los restos de los españoles “mártires de la conquis-
ta”, que antes estaban en la ermita llamada Juan Garrido. No obstante su
valor simbólico, el ayuntamiento se ocupó muy poco de mantener esta igle-
sia, y cuando en 1567 se construyó junto a ella el hospital de San Hipólito la
dejó bajo el cuidado de los hermanos que lo atendían. En 1571 el ayunta-
miento le dio un nuevo impulso al cuidado de la ermita, pues ese año llega-
ban unas reliquias enviadas por el papa a instancias de un tal Esteban Serro-
fino, a quien se le pagó por el servicio ochocientos pesos.205 Este entusiasmo
debió durar poco, pues en 1602 la iglesia se desplomó y mientras se recons-
truía (lo que tardó décadas) funcionó como capilla una sala del hospital, in-
cluso para la fiesta del pendón.206
En la celebración de san Hipólito los grandes ausentes parecen ser los
indios. ¿Este hecho pudo deberse a una premeditada política de excluir a
los otros dos cabildos de la capital de un festejo que exaltaba precisamente el
triunfo español? ¿Esta actitud explicaría la necesidad de los criollos de ser
considerados iguales que los peninsulares, y que forjó frases como la del cro-
nista agustino Grijalva citada arriba contra quienes pretendían comparar a
los criollos con los indios? ¿Esto podría esclarecer por qué los poemas que
exaltaron a la urbe como un centro tanto español como indígena no fueron
obra de criollos sino de peninsulares?
Sin duda el más conocido de ellos fue el denominado Grandeza mexica-
na, obra del clérigo Bernardo de Balbuena, quien en 1604 lo dedica al ar-
zobispo de México y a Isabel Tovar, dama interesada en la descripción de
la capital a donde profesaría como religiosa. Lo primero que contrasta en la
obra es el enfrentamiento entre la pobre aldea en la que el poeta había sido
párroco durante cinco años y la gran metrópoli en la que edificios, calles y
personas la convierten en “la flor de las ciudades”, “la ciudad más rica que el
mundo goza en cuanto el sol rodea”, capital de “primavera inmortal” cuyos
ingenios (“hombres eminentes en toda ciencia y en todas facultades”) se pue-
den comparar a los Alcalá, Lovaina o Atenas.207 Parte de esas riquezas son
204
J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de la
historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 95 y ss.
205
F. Baca Plasencia, op. cit., pp. 68 y ss.
206
Véase María José Garrido Asperó, La fiesta de san Hipólito en la ciudad de México, 1808-1821.
207
Véase Bernardo de Balbuena, Grandeza mexicana.
208 la era manierista
los indios, el tesoro más valioso que tiene Nueva España, pues sin ellos sería
imposible “entresacar” las riquezas mexicanas.208 La Grandeza mexicana
tampoco olvida los orígenes indígenas de la ciudad al recordar: “del princi-
pio del águila y la tuna, que trae por armas hoy en sus banderas”. En la obra
de Balbuena se exalta la dominación humana de las fuerzas naturales del
valle de México y su laguna y el levantamiento de una nueva capital hispana
sobre las ruinas de la imperial ciudad de Tenochtitlan.
Esa misma actitud de exaltación tuvo el presbítero extremeño Arias de
Villalobos (1568-¿?), quien escribió un poema (Canto intitulado Mercurio)
que formaba parte de la jura que se hizo a Felipe IV en 1623. El tema central
del canto era una visión de la conquista por Hernán Cortés, con la presen-
cia de Quetzalcóatl y el Demonio, que incitaban a la resistencia a los espa-
ñoles y un “dios del lago” que convencía a Moctezuma a aceptar la rendición
y el bautismo, mientras que la virgen de los Remedios y Santiago fungían
como garantes y ayuda de los españoles. Pero lo más interesante del poe-
ma era el final en el que la ninfa Galatea pintaba las maravillas de la nueva
ciudad de México, “nueva emperatriz del Nuevo Mundo”, a la que se com-
para con Roma, Venecia, Tiro, Corinto y Atenas. Aquí, como en el poema de
Balbuena, se exalta su prosperidad y abundancia, la belleza de sus edificios,
jardines y calles y el lustre de sus habitantes criollos. Una tierra que apenas
un siglo antes era pagana y ofrecía sacrificios humanos (“el lago de Babel de
sangre aljibe”) ofrendaba ahora a Cristo el martirio de sus hijos en el Japón,
haciendo referencia a Felipe de Jesús, por entonces aún no beatificado.209
Dos años atrás, el mismo Arias de Villalobos era laureado por su poema a
san Hipólito en los festejos que la ciudad hizo a los cien años de su conquista
en 1621. En el poema, de nuevo españoles e indios aparecían unidos bajo el
mismo patrono que había vencido la idolatría y a cuya memoria se erigieron
“pirámides egipcias” de mármol, entre los “toscos árboles”.210 En esos mis-
mos festejos fray Diego Medina Reynoso había expresado en un panegírico a
san Hipólito que los mexicanos eran herederos tanto de los españoles como
de los indios y se enorgullecía de que su patria había sido la sede del mayor
imperio de América.211 A partir de entonces comenzaba a darse esa extraña
paradoja que continuaría vigente entre los criollos de la capital y de otras
ciudades del territorio: lo indígena prehispánico se volvió un tema de orgullo
y legitimación, mientras que los indios contemporáneos eran vistos con re-
celo y se consideraba una afrenta ser comparados con ellos.
208
R. Chang-Rodríguez, “Poesía lírica y patria mexicana”, en R. Chang-Rodríguez, op. cit.,
pp. 167 y ss.
209
“Canto intitulado: Mercurio. Dase razón en él, del estado y grandeza de esta gran ciudad
de México Tenochtitlan. Desde su principio, al estado que hoy tiene; con los príncipes que le han
gobernado por nuestros reyes”. Arias de Villalobos, México en 1623, p. 251. Ver también Alfonso
Méndez Plancarte, Poetas novohispanos (segundo siglo), vol. i, p. 12.
210
Ibid., pp. 13 y ss.
211
Citado por Elías Trabulse, Los orígenes de la ciencia moderna en México, pp. 66 y ss.
la era manierista 209
212
Carlos Garriga, “Patrias criollas, plazas militares: sobre la América de Carlos IV”, en
Eduardo Partiré (coord.), La América de Carlos IV, pp. 35 y ss.
IV. LA ERA BARROCA.
LOS DISCURSOS DE UNA ELECCIÓN DIVINA
El siglo xvii fue para España una época de crisis financiera que en vano in-
tentó solucionar sacando recursos de sus dominios por vía de impuestos,
procedentes sobre todo de la minería y del comercio. Monarcas ineptos y
una aristocracia más preocupada por sus intereses que por el bien común,
generaron una situación de decadencia en la península. Sin embargo, la de-
bilidad política de los Austrias propició una gran capacidad de adaptación a
situaciones complejas y cambiantes, sobre todo a aquellas que se daban en
los reinos de ultramar. Siguiendo la tradición imperial hispana del siglo xvi,
a lo largo del siglo xvii el Consejo de Indias mostró, detrás de una aparente
ambigüedad política, una gran flexibilidad al aplicar con gran acierto princi-
pios jurídicos generales a realidades concretas y al emplear el pactismo como
vía del buen gobierno; en el libro Política indiana, del jurista Juan de Solór-
zano Pereyra, su ejemplo más acabado, el autor consideraba que el rey debía
gobernar los virreinatos de América como si fueran reinos. Esta capacidad
de adaptación hizo posible la convivencia y la colaboración de intereses muy
diversos tanto en la península como en Indias, las cuales eran consideradas,
sin embargo, patrimonio de la Corona de Castilla.
Gracias a esta flexibilidad y a la existencia de una estructura jurídica auto-
nomista basada en los municipios urbanos, y en la idea de un reino ininterrum-
pido, los grupos dirigentes en Nueva España pudieron forjar una teoría pactis-
ta y obtener beneficios de ella. Por medio de la compra de cargos públicos (que
la Corona subastaba para aumentar sus rentas) y de la captación de la benevo-
lencia de virreyes, oidores y obispos, los criollos ricos y la nobleza indígena tu-
vieron acceso a instancias de poder y a una activa participación en la toma de
decisiones en sus respectivas comunidades. Este autonomismo se vio además
reforzado a causa de los numerosos conflictos que se dieron entre los diversos
sectores del aparato estatal, cuyas autoridades eran nombradas desde España,
y que poseían un poder diferido en instancias de muy diversa vinculación polí-
tica. En este periodo fueron comunes las pugnas del virrey con la Audiencia de
México y, sobre todo, con el arzobispo, que en varias ocasiones ocupó interina-
mente el cargo virreinal. Detrás de esa tensión se encontraba también a menu-
do el descontento de los criollos terratenientes con los corregidores y alcaldes
mayores peninsulares, que eran quienes controlaban la mano de obra indígena
y el cobro de sus tributos. Los principales focos de tensión de la época fueron:
la jurisdicción política y territorial de las autoridades; la afectación de los in-
tereses de los grupos de poder locales o los excesivos impuestos, y las pugnas
entre religiosos y clérigos seculares por el control de las parroquias de indios.
210
la era barroca 211
por la fuerte presencia social de sus miembros, quienes poseían una sólida
conciencia estamental avalada por una serie de privilegios, como la exención
tributaria, el derecho de ser juzgados por tribunales especiales y otros fue-
ros. Los jesuitas, con sus colegios y las provincias mendicantes con sus im-
ponentes conventos urbanos, eran importantes propietarios de haciendas y
otorgadores de créditos; compartían esta última función con los monasterios
femeninos que además tenían arrendadas numerosas propiedades urbanas.
El oratorio de San Felipe Neri, congregación de clérigos seculares fundada
en Nueva España a mediados del siglo xvii, cumplió también importantes
funciones culturales en la predicación y las obras de beneficencia (como los
recogimientos de mujeres); por su parte, las órdenes hospitalarias de juani-
nos, hipólitos y betlemitas, al hacerse cargo de su labor a favor de los pobres,
hicieron uso de rentas, explotación de haciendas y otros importantes recur-
sos económicos. Finalmente estaban los cabildos catedralicios que controla-
ban el cobro de los diezmos y que a partir de la segunda mitad del xvii consi-
guieron someter a este sistema a las reacias órdenes religiosas, proceso que
inició el obispo de Puebla y visitador Juan de Palafox (1640-1649) y concluyó
el arzobispo virrey fray Payo de Rivera (1668-1680).
Esta Iglesia, ya plenamente americanizada, estaba formada por miem-
bros de las capas medias y acomodadas criollas y mestizas, que encontraron
en ella un medio de subsistencia y prestigio, única salida para muchos se-
gundones. Los fuertes lazos familiares y clientelares entre los clérigos regu-
lares y seculares y el resto de la sociedad conformaron consistentes redes
que incidieron no sólo en lo económico, sino también en las identidades cul-
turales. Fue precisamente en este sector donde se comenzó a conformar en
este periodo una “república de las letras”, es decir, un grupo de “intelec-
tuales” que monopolizaban las cátedras universitarias, los púlpitos de los
templos urbanos, la inspiración de los aparatos festivos y de los programas
iconográficos y el acceso a las imprentas, con lo cual se erigieron en los prin-
cipales difusores de las redes simbólicas identitarias. 1 En este proceso reci-
bieron un importante apoyo de los obispos, promotores, entre otras cosas,
de la actividad simbólica representada por los monasterios femeninos, de la
construcción o terminación de los edificios catedralicios, los santuarios y
otros templos, de las informaciones jurídicas para iniciar procesos de beati-
ficación de santos “americanos” ante la sede papal en Roma y del impulso
devocional hacia las imágenes locales.
El último sector privilegiado fue el de la nueva nobleza indígena, que
había desplazado en la mayor parte de las comunidades a los antiguos lina-
jes de origen prehispánico. Su presencia como representantes legales de sus
comunidades en los juicios para defender sus autonomías y resistir a los
abusos les dio un gran poder, así como el control de las cofradías, los hos-
pitales y, sobre todo, los cabildos de los pueblos. En ellos las familias de caci-
1
Perla Chinchilla Pawling, De la Compositio Loci…, pp. 307 y ss.
la era barroca 213
ques se distribuían entre sí los cargos y los beneficios. Estos caciques, mu-
chos de ellos mestizos, comenzaron a imitar la lujosa manera de vivir de los
españoles ricos y su mentalidad.
Para mantener sus privilegios, los grupos dirigentes estructuraron un
sistema en el que el clientelismo y los vínculos familiares y corporativos fue-
ron fundamentales. La riqueza procedente de la minería, el comercio y la
tierra que ellos detentaban se aplicó a un cúmulo de productos culturales en
los que se reflejaron sus necesidades identitarias. Uno de esos productos fue
la fiesta, medio por el cual las diferentes corporaciones (consulado, ayunta-
mientos, provincias religiosas, cabildos catedralicios, gremios y cofradías)
manifestaron su pacto con virreyes, gobernadores, oidores y obispos, las au-
toridades nombradas desde la península.
La presencia de estos funcionarios y de sus séquitos (entre los que había
clérigos y artistas) trajo consigo la importación de las modas, las costumbres
y la cultura cortesana europea; esto, junto con una intensa correspondencia
que atravesaba el Atlántico y con el arribo de libros de ultramar, consolidó
las redes que afianzaban la pertenencia de Nueva España a la hispanidad y
a la catolicidad. Esto explica el notable éxito de la obra de sor Juana en Es-
paña gracias a labor de la virreina María Luisa Manrique de Lara, condesa
de Paredes y marquesa de la Laguna, y a los contactos de Sigüenza y Góngo-
ra con los sabios franceses. O el influjo que tuvo Athanasius Kircher, el más
notable erudito católico del siglo xvii, en varios sabios novohispanos gracias
a la presencia del jesuita francés François Guillot (cuyo nombre se españoli-
zó como Francisco Ximénez) en las cortes del obispo virrey Diego Osorio y
Escobar y del marqués de Mancera.2 No hay que olvidar tampoco los con-
tinuos viajes a las cortes de Madrid y Roma que realizaban los procuradores
de las provincias religiosas y de las catedrales americanas, a través de los cua-
les se establecieron todo tipo de contactos (editoriales, políticos y amistosos)
y se importaron reliquias, libros, cuadros y devociones. Esas mismas redes,
sobre todo las de las provincias religiosas, hicieron posible los contactos de
todo tipo con el otro virreinato americano, el del Perú.
Sin embargo, a pesar de este internacionalismo, el barroco era una cul-
tura que, a diferencia del universalismo manierista, fomentaba los localis-
mos. Así, en esta época se consolidaron los discursos alrededor de las patrias
urbanas y de las regiones; los primeros avalados por las diversas corporacio-
nes ciudadanas, y los segundos construidos a partir de las necesidades de las
provincias religiosas. En todos ellos el tema predominante era que Dios ha-
bía elegido esta tierra para derramar sobre ella sus gracias y favores.
2
Elías Trabulse, Los orígenes de la ciencia…, pp. 91 y ss.; Ignacio Osorio Romero, La luz ima-
ginaria. Epistolario de Athanasius Kircher con los novohispanos, pp. xxix y ss.
214 la era barroca
Los conocidos versos de sor Juana Inés de la Cruz, uno de los innume-
rables textos con los que los novohispanos describían con orgullo las gran-
dezas de su tierra, son ejemplo de una actitud ambigua y contrastante: la
exaltación de lo propio como algo diferente, sublime y avalado por Dios, y
la queja por los abusos (descritos con el verbo desangrar) y por la discrimi-
nación de los peninsulares hacia los criollos. Dos características de América
se hacen evidentes en estos versos, que han sido considerados paradigmáti-
cos del pensamiento “criollo”: por un lado, la abundancia en riqueza mineral
y en abastos comestibles; por el otro, la exención que sus habitantes disfru-
tan de la maldición ocasionada por el pecado original, lo que nos remite al
Paraíso terrenal libre de trabajos.
En el siglo xvii, los descubrimientos geográficos y el avance del pensa-
miento crítico habían provocado que la idea de un paraíso existente aún en
alguna parte del Oriente se fuera desechando y se extendiera la hipótesis de
que el Edén había sido destruido con el diluvio universal. El Paraíso comen-
zó entonces a convertirse en un espacio asociado con el cielo o en una metá-
fora para describir toda naturaleza pródiga, y de ahí su asociación con Amé-
rica y las innumerables analogías que los criollos encontraban entre sus
espacios y el Paraíso, tema convertido en un topos retórico, aunque para el
siglo xvii había todavía letrados que seguían considerando que el Paraíso
podía encontrarse en América, como Antonio de León Pinelo.4
Uno de los autores que más utilizó esta comparación fue el franciscano
Agustín de Vetancurt, quien señalaba: “Viendo sus autores antiguos y mo-
dernos la templanza y suavidad de los aires, la frescura y verdor de las ar-
boledas, la corriente y dulzura de las aguas, la variedad de las aves, librea de
3
Sor Juana Inés de la Cruz, romance “Aplaude lo mismo que la fama en la sabiduría sin par
de la señora doña María de Guadalupe Alencastre [duquesa de Aveyro]”, en Inundación castáli-
da, edición facsimilar de la de Madrid, Juan García Infanzón, 1689; México, unam, Facultad de
Filosofía y Letras, 1995, p. 133.
4
Antonio de León Pinelo, El paraíso en el Nuevo Mundo..., vol. i, pp. 136 y ss.
la era barroca 215
5
Agustín de Vetancurt, “ Tratado de la ciudad de México”, en Teatro mexicano, tratado ii, p. 17.
6
Ibid., fols. 2 y 3.
7
Juan de Viera, “Breve compendiosa narración de la ciudad de México, corte y cabeza de
toda la América septentrional”, en Antonio Rubial García, La ciudad de México en el siglo xviii
(1690-1780). Tres crónicas, pp. 285 y ss.
8
Jean Delumeau, Historia del paraíso, vol. i, pp. 257 y ss.
9
Alonso de la Rea, Crónica de la Orden de N. Seráfico..., libro ii, cap. 23, p. 191.
216 la era barroca
Son estas aguas como de Paraíso, que divididas en ríos […] y repartidas en co-
rrientes rodean aqueste Nuevo Mundo, fertilizándolo y enseñándolo; y a la fuer-
za de sus crecientes, saliendo de madre se lleva sus piedras y las dejan en los
desiertos más incultos, donde los montes empinados y peñascos […] les sirven de
cátedras y las montañas […] y riscos encrespados de púlpitos, en que predican la
fe de Jesucristo como ministros apostólicos, ganándole almas infinitas. Memo-
rias de eternidad merecen estas piedras hijas de tales aguas, y más en causa de
María, a quien le tienen consagrada, jurada y ratificada la devoción en defensa
de su Inmaculada Concepción.11
que decoran el ábside del templo de Santa Cruz en Tlaxcala, obra de media-
dos del siglo xviii.14 En uno se representa a Cristo crucificado rodeado de los
siete sacramentos; en su opuesto, se encuentra el árbol del Paraíso, flanquea-
do por Adán y Eva tentados por la serpiente y rodeados de los siete pecados
capitales, ejemplificados con escenas del Antiguo Testamento. En este Edén,
una diversidad de animales terrestres y acuáticos, salvajes y domésticos,
mamíferos y aves (entre las que destaca en primer plano un guajolote), se
pasean por un campo sembrado de flores azules, blancas, rojas y amarillas,
cuyos colores están relacionados con diferentes virtudes como la pureza, la
caridad o la humildad. En el horizonte, una serie de árboles representan con
sus frondas siempre verdes la vida eterna: la palmera, símbolo de los már-
tires, el ciprés y el cedro, cuyas maderas se creían incorruptibles, y el pino,
planta de hoja perenne. Lo más significativo del cuadro es la presencia en
sus dos ángulos inferiores de dos plantas emblemáticas para Nueva España,
el nopal, vinculado con la fundación de México-Tenochtitlan, y el maguey, al
cual se le relacionó desde la época de Miguel Sánchez con el ayate de Juan
Diego.15
Pero la idea de Paraíso no sólo se refería al descrito en el Génesis; la cul-
tura cristiana también consideró el cielo como un lugar de delicias. Sin em-
bargo, por la influencia del Apocalipsis de San Juan, el más allá se concebía
como una ciudad amurallada de oro y cristal, con doce puertas cubiertas por
piedras preciosas, en cuyo centro se encontraba el Cordero. Durante la Edad
Media la visión de esta Jerusalén celeste produjo imágenes de un gran liris-
mo que transitaron entre las visiones y las pinturas y que marcaron la con-
cepción que el Occidente se forjó del más allá como un palacio, una catedral
o una urbe. Con todo, en el Apocalipsis también se mencionaba un río que
brotaba del trono del Cordero y un árbol de la vida que daba doce cosechas al
año, lo que remitía igualmente a una naturaleza pródiga. Esto dio pie a que,
junto al aspecto urbano del cielo, se desarrollara también otro relacionado
con el Paraíso terrenal, sobre todo por la relación existente entre jardín y ale-
gría. Así, desde los primeros siglos cristianos, escritores, visionarios y poe-
tas fusionaron ambas visiones: una ciudad-estado bien planificada en mitad
de un jardín paradisiaco con ríos y abundante vegetación. Jerusalén celeste
y Paraíso terrenal se encontraban una junto al otro y serían algún día los
espacios donde habitarían los elegidos. Esta ciudad, que como las terrenas
14
Sobre estos cuadros véase el libro de Luisa Noemí Ruiz Moreno, El árbol dorado de la cien-
cia: procesos de figuración en Santa Cruz, Tlaxcala.
15
La presencia de animales y plantas americanos en el jardín del Edén, que se puede obser-
var en la pintura de Santa Cruz en Tlaxcala, ya existía en los grabados que fray Diego Valadés
realizó para ilustrar su Retórica cristiana. En uno de ellos, que representa las cadenas del ser,
hay llamas, guajolotes, plátanos y palmeras. Esta obra estaba dedicada a mostrar a una Europa
ignorante de la realidad americana, una América donde la violencia de la conquista ha sido
erradicada y sustituida por una misión pacífica enmarcada en un nuevo paraíso. Fernando de la
Flor, Barroco: representación e ideología…, p. 311.
218 la era barroca
De hecho, los más acabados productos de este paraíso eran sus ingenios,
más importantes para España que las riquezas minerales que extraía de sus
minas. El tema fue muy explotado por escritores criollos como Juan Ignacio
de Castorena y Ursúa, uno de los editores de la Fama y obras póstumas, tercer
volumen que recopilaba la obra de la inmortal sor Juana Inés de la Cruz; di-
cho texto recibió varias ediciones en Europa (Madrid, 1700; Lisboa y Barcelo-
na, 1701; Madrid, 1714). Para él, la monja jerónima era un tesoro, una pluma
de perlas ofrecida al cetro de oro de la reina Mariana, un fénix de América sa-
crificado al águila de Alemania, una princesa de las musas consagrada a la rei-
na de las gracias. Castorena utilizaba también otra metáfora áurea para ala-
bar a la mecenas que facilitó la edición, Juana Piñateli, marquesa del Valle
de Oaxaca; a ella, como descendiente del capitán Cortés, ofrecía este libro de
plumas de oro, semejante a los cuadros que hacían los indios con plumas
iridiscentes y multicolores, cuyo artificio y primor sólo podía admirarse en
plenitud a la luz del sol, representada por la marquesa. La décima musa, para
Castorena, había nacido en un paraíso novohispano: las floridas vertientes de
un volcán partido en dos montañas (una de fuego y una de nieve), émulo del
Parnaso y cuna de la última de las hijas del dios Apolo.19
Con estas palabras Carlos de Sigüenza hacía referencia a uno de los te-
mas más gratos de la cultura monacal: la relación entre el paraíso inconta-
minado por el pecado y el claustro, prefiguración de la perfección celestial.
No era una casualidad que los monasterios medievales tuvieran claustros
cuadrados que recordaban la Jerusalén celeste descrita por san Juan. Para
los monjes, el pozo de agua que se encontraba en el centro de ese espacio, así
como las plantas del huerto monacal, simbolizaban la fuente de donde salían
los ríos de la gracia y las virtudes que adornaban la vida de los monjes.
19
Véase Juan Ignacio de Castorena, “Dedicatorias”, en sor J. I. de la Cruz, Fama y obras pós-
tumas del Fénix de México...
20
Carlos de Sigüenza y Góngora, Parayso occidental, Dedicatoria.
220 la era barroca
21
Ernst Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, vol. i, p. 284.
22
Juan García Font, Historia y mística del jardín, pp. 71 y ss. La idea del jardín místico que
combina la concepción de lugar de placeres con la idea de recogimiento se puede ver ya en la
obra Hortus deliciarum de la monja alemana del siglo xii Herrad de Lanksberg.
la era barroca 221
de la que toman agua unas beatas y un hortus conclusus marcado por una
custodia con la Eucaristía, remiten a la emblemática paradisiaca; ambos ele-
mentos, fuente y huerto, se asocian con las dos figuras centrales del cuadro:
un Cristo en la cruz; el árbol de la vida del que brota la fuente de sangre re-
dentora que se ofrece en el sacrificio de la misa, y una Divina Pastora, fuente
de sabiduría y huerto cerrado. La fundadora de este beaterío, Francisca de
los Ángeles, era una terciaria franciscana adscrita al Colegio de Propaganda
Fide de Querétaro, y en alguna de sus visiones dejó plasmado lo común que
era para 1700 la asociación del Paraíso con la vida mística: “y en mucho
tiempo no podía olvidar aquella hermosura deseable de aquel hermosísimo
niño, ni se me quitaba de la imaginación aquel espacioso campo y aguas
cristalinas con que se regaban todos aquellos lugares”.23
En otra de sus visiones Francisca percibió al niño dentro de un lirio, me-
táfora muy utilizada por la retórica y que aparece también en varios cuadros,
como en el que se encuentra en la sacristía de la iglesia de Misquitic (San
Luis Potosí). Dentro de un huerto triangular con claras connotaciones rela-
cionadas con la Jerusalén celeste, crece un árbol que cultivan varios francis-
canos cuyo fruto es un niño lirio sobre un sol, representación de Jesús quien
debe nacer como una flor en todas las almas.24
En otra sacristía franciscana, la de San Francisco de Puebla, el tema del
huerto paradisiaco aparece de nuevo, pero ahora vinculado con un enorme
árbol genealógico, tema muy común en las órdenes religiosas mendicantes
desde la Edad Media y que vemos en porterías de conventos novohispanos del
siglo xvi, como el agustino Atlatlahuacan y el franciscano Zinancatepec. Sin
embargo, en el cuadro dieciochesco de Puebla, el árbol de la vida, cuyos fru-
tos son todos los santos de la orden, crece en un huerto cultivado por los
frailes, donde nacen las virtudes simbolizadas por macizos de flores. Su con-
traste con el árbol del bien y del mal del Paraíso terrenal también es notable,
pues mientras uno se relaciona con el pecado, el otro está vinculado con la
virtud. Este árbol también se asocia con la genealogía de Jesé, tema ascen-
sional que, al igual que la escala de Jacob, tienen una clara relación con la
comunicación entre la tierra y el cielo.
Todos estos ejemplos pertenecen a un siglo xviii en el que Europa se in-
clinaba a una visión más secularizada de la naturaleza y muchos de los te-
mas donde ésta se incluía estaban relacionados más bien con la vida galante
o con la bucólica visión pastoril. En cambio, las tradiciones hispánicas del
siglo xviii hundían sus raíces en el Siglo de Oro y en su percepción místi-
ca del mundo, percepción que alimentaba este verso de las Soledades de Luis
de Góngora:
23
Francisca dejó unos cuadernos manuscritos con sus experiencias que resguarda el Archivo
Histórico de la Provincia Franciscana de México-acsc, Celaya, Ms. G, Legajo 2, Cuaderno 9,
Abril 1700. Ver Ellen Gunnarsdottir, Mexican Karismata. The baroque vocation of Francisca de
los Ángeles. 1674-1744.
24
Antonio Rubial García, “Civitas Dei in Novus Orbis…”, op. cit., pp. 28 y ss.
222 la era barroca
25
Luis de Góngora, Las soledades, FO. 111 R.
26
F. de la Flor, La península metafísica…, p. 132.
27
Agustín de la Madre de Dios, Tesoro escondido en el Santo Carmelo mexicano. Mina rica de
ejemplos y virtudes en la historia de los carmelitas descalzos de la provincia de la Nueva España,
libro iv, caps. 1-9, pp. 256 y ss. Esta lectura retórica contrasta con la oposición que los indios
hicieron a un monasterio que les quitaba recursos acuíferos y forestales.
28
Ibid., libro iv, cap. iv, p. 269.
la era barroca 223
del orbe y visto el sitio de este paraíso, es de las mejores cosas para el inten-
to del yermo que en lo descubierto se halla”.29 Convertidos en templo natu-
ral, los desiertos carmelitanos intentaban crear un refugio de sacralidad
frente a un mundo cada vez más mundano y secularizado. La misma locali-
zación de los espacios elegidos como desiertos era de una gran amenidad:
fuentes, árboles, lugares deleitables, construcciones realizadas y preservadas
para la soledad. Para los carmelitas, éstas eran refundaciones de una tierra
santa, matriz de aquel monte Carmelo del que fueron expulsados los carme-
litas en el siglo xiii.30
Bajo ese espíritu fue pintado un cuadro anónimo del siglo xviii que se
encuentra en el museo del ex Colegio de San Ángel. Bajo un edificio balda-
quino hexagonal que representa la sabiduría, están distribuidos los doce
conventos de la provincia de San Alberto. En el centro de ellos, rodeado de
una exuberante vegetación, se ha representado al Santo Desierto de los Leo-
nes con sus ermitas. El eremitorio paradisiaco lleva el nombre de Monte
Carmelo y en él nace un árbol candelabro de siete brazos que contiene las
efigies de veintidós frailes que florecen entre lirios y granadas y que repre-
sentan los frutos de santidad de la provincia novohispana. Una cartela en la
base del cuadro alude a una numerología esotérica relacionada con el Anti-
guo Testamento y con la astrología.31 Un sol corona el candelabro que con
sus siete brazos recuerda los planetas, mientras que las doce fundaciones se
asocian con los signos zodiacales. El profeta Elías aparece mencionado como
fundador; una filacteria en la parte alta con el texto del Éxodo 25, 31, “harás
un candelabro de oro puro”, hace alusión a la orden divina dada a Moisés
para la fabricación de la Menorah.
Junto a los carmelitas, la otra orden que desarrolló el tema eremítico
fueron los agustinos. En la provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán,
fray Matías de Escobar (1690-1748) escribía a principios del siglo xviii su
Americana tebaida, en la que se intentaban asociar dos principios tan opues-
tos como el ideal evangelizador y la vida eremítica: “El ver y considerar esto,
fue lo que me movió a darte el nombre de Mechoacana Thebaida, porque le-
yendo las admirables vidas de tus hijos, mis hermanos se me representaban
(y, a no detenerme la fe, quería creer la trasmigración pitagórica) en que ha-
bían las almas de aquellos penitentes padres pasádose a los cuerpos de nues-
tros primitivos fundadores”.32
El tema no era nuevo y ya había sido tratado por el cronista fray Juan de
Grijalva. Al igual que él, para Escobar uno de los tópicos de la Edad Dorada,
tan importante como el de las misiones, era el de las tebaidas primitivas,
29
Ibid., libro iv, cap. v, p. 271.
30
F. de la Flor, La península metafísica…, p. 138.
31
Una reproducción con una traducción de la cartela hecha por Pedro Ángeles Jiménez y
Norma Fernández en Catálogo de pintura del Museo del Carmen, pp. 126 y ss.
32
Matías de Escobar, Americana Thebaida, Vitas Patrum de los religiosos hermitaños de nues-
tro padre san Agustín de la provincia de San Nicolás de Tolentino de Michoacán, p. xiv.
224 la era barroca
pues ambos formaban parte del ideario original de su orden. La obra de Es-
cobar respondía de hecho a una necesidad de reforma, pues la provincia de
San Nicolás acababa de pasar en 1701 un terrible cisma y uno de sus miem-
bros más destacados había sido enviado prisionero a España. Es por eso que
el tema central de la voluminosa crónica, la vida eremítica de los primeros
fundadores de la provincia, servía como argumento retórico para demostrar
que los frailes seguían con absoluto apego la idea original de san Agustín al
crear su regla. Escobar exaltaba así a religiosos cuya labor evangelizadora ya
había concluido para el siglo xviii, pero que podían seguir siendo modelo de
virtudes para unos frailes inmersos en conflictos mundanos. El tema tratado
por Escobar no dejaba de ser, sin embargo, un recurso retórico.
De hecho, el ámbito agustino, al igual que el carmelita, había encontrado
en la tebaida, como vimos, uno de sus rasgos identitarios más fuertes; pero a
diferencia de ellos desarrolló esta temática no sólo con sus frailes ejemplares,
sino también alrededor de uno de los más importantes centros de peregrina-
ción novohispano: el del Santo Cristo de Chalma. Como vimos en el capítulo
precedente, los agustinos de Ocuila y Malinalco habían promovido un san-
tuario de sustitución en una cueva dedicada a una antigua divinidad telú-
rica y su éxito atrajo a un ermitaño mestizo, Bartolomé de Torres, quien,
junto con sus prácticas ascéticas, realizaba curaciones, leía las conciencias y
daba consejos. El fenómeno llamó la atención de los religiosos, quienes en
1630, por mano de fray Juan de Grijalva, entonces prior de Malinalco, dieron
al curandero el hábito de lego agustino. Con ello la orden se beneficiaba del
prestigio del santón y continuaba ejerciendo el control sobre el santuario. El
mestizo Bartolomé cumplía además las funciones de intermediación que ne-
cesitaban los frailes para atraer a las comunidades indígenas; el “chamán
cristiano” convertido en religioso no sólo aseguraba la ortodoxia de la pre-
dicación, podría también suplantar con su “magia” a los hechiceros indios.
El hermano lego fray Bartolomé de Jesús María, como fue llamado el ermita-
ño al entrar a la congregación, recibió algún tiempo después como ayudante
a un muchacho mestizo de ocho años, donado por sus padres a la ermita.
Este discípulo, que recibiría con el tiempo el nombre de fray Juan de San
Joseph, se dedicó a recolectar limosnas en pueblos y ciudades y a expandir la
fama de su venerable maestro. Cuando fray Bartolomé murió en 1658 y dejó
a fray Juan de San Joseph como su sucesor, sus milagros relacionados a la
devoción del Santo Cristo y los viajes promocionales que ambos mestizos
realizaron a lo largo de cuarenta años extendieron su fama eremítica y el
culto al santuario por toda el área central del territorio novohispano.
Junto con los viajes promocionales del ermitaño viajero influyó en esta
difusión la gran aceptación de la imagen entre los indios otomíes, quienes
desde Acámbaro llegaban todos los años al santuario. Este grupo tuvo desde
la segunda mitad del siglo xvi un importante papel en la colonización de las
tierras del Bajío y en la penetración hacia la zona chichimeca del Tunal
Grande (San Luis Potosí, Guadalcázar, etcétera), hacia donde llevaron al-
la era barroca 225
gunas de las devociones del centro, en este caso la del Señor de Chalma y
otras, como veremos.33
Para fines del siglo xvii Chalma era uno de los centros de peregrinación
más populares de Nueva España y un lugar donde se retiraban a menudo
quienes tenían inclinaciones eremíticas, atraídos por los hechos milagrosos
atribuidos al Santo Cristo y a fray Bartolomé. Para 1683 su vida y milagros es-
taban ya tan difundidos que el arzobispo de México Francisco de Aguiar y
Seijas permitió al oidor Juan de Valdés y a fray José Sicardo realizar las in-
formaciones sobre la vida de tan ejemplar varón con el fin de iniciar su pro-
ceso de beatificación.34 En diciembre de 1684 el mismo prelado hizo una vi-
sita al santuario de Chalma y pidió que se abriera la tumba de la cueva. La
sorpresa fue grande al encontrar el cuerpo de Bartolomé incorrupto, símbo-
lo inconfundible de santidad.35 Al año siguiente los prebendados Alonso Al-
berto de Velasco y Francisco Romero fueron enviados por el arzobispo para
reconocer la sepultura y a levantar nuevas informaciones.36
En tanto se iniciaban los trámites para la beatificación, el santuario de
Chalma comenzaba a sufrir una serie de cambios por mano de fray Diego
Velázquez de la Cadena. Este fraile, hermano del secretario de Gobernación y
Guerra, comenzaba a afianzar su poder sobre la provincia agustina de Méxi-
co y necesitaba crear una imagen pública positiva que acabara con las funda-
das acusaciones de corrupción que contra él se hacían. Para tal fin mandó
crear dos comunidades cenobíticas de acuerdo con el espíritu de la orden,
que recomendaba tener casas de recolección en cada provincia. Una de ellas,
en el convento de Culhuacán, tuvo una vida efímera y trasladada después a
Atlixco, finalmente desapareció. La otra, creada en Chalma, tuvo en cambio
un gran éxito. Para lograr su cometido, el padre de la Cadena aprovechó un
terraplén en el santuario que ya había iniciado fray Juan de San Joseph y so-
bre él inició la construcción de un soberbio convento y de un templo al que
mandó trasladar la imagen del Santo Cristo desde la cueva donde estaba en
1683. Un acta notarial enviada a Madrid daba noticia al rey de las obras rea-
lizadas y anunciaba a fray Diego como restaurador del espíritu eremítico en
la provincia de México.37 Con ello el religioso no sólo consiguió prestigio per-
sonal, la provincia también recuperaba el control sobre la ermita, control que
había perdido a pesar de existir ahí un lego agustino.
La fundación de la casa de recolección de Chalma convertía al último
reducto de los ermitaños autónomos en una comunidad de frailes asimilada
33
Juan Carlos Ruiz Guadalajara, Dolores antes de la Independencia, vol. ii, pp. 400 y ss.
34
Véase José Sicardo, Interrogatorio de la vida y virtudes del venerable hermano fray Bartolo-
mé de Jesús María, natural de Xalapa. Religioso lego del Orden de Nuestro Padre Sant Agustin...
35
Antonio de Robles, Diario de sucesos notables (1665-1703), vol. ii, p. 86.
36
Joaquín Sardo, Relación histórica y moral de la portentosa imagen de Nuestro Señor Jesucris-
to Crucificado aparecida en una de las cuevas de San Miguel de Chalma, libro ii, cap. xxii, p. 319.
37
Testimonio público a petición de fray Diego de la Cadena, Chalma, 6 de marzo de 1684,
Archivo General de Indias, Sección México, 708.
226 la era barroca
38
A. de Robles, op. cit., vol. ii, p. 276.
39
Véase J. Sicardo, op. cit.
40
A. Rubial García, La santidad controvertida. Hagiografía y conciencia criolla alrededor de los
venerables no canonizados de Nueva España, p. 93.
41
Francisco de Florencia, Descripción histórica y moral del yermo de San Miguel de las Cuevas
en el reino de la Nueva España e ivención de la milagrosa imagen de Christo Nuestro Señor crucifi-
cado que se venera en ellas. Con un breve compendio de la admirable vida del venerable anacoreta
fray Bartolomé de Jesús María..., p. 94.
la era barroca 227
nosas del cielo cristiano. Tal actitud es explicable sólo por la exaltación de
un escritor criollo como Florencia, quien llega a decir: “Cuan gran tesoro
de virtudes tuvo la Nueva España encerrado en una cueva de Chalma en el
venerable fray Bartolomé, porque es más rica y opulenta [por esto], que por
los millones de oro y plata que cada año dan sus minas”.42
A lo largo del siglo xviii el santuario construido por el padre de la Cadena
se enriqueció con nuevas construcciones y obras de arte, y la afluencia de pe-
regrinos desde todas las regiones de Nueva España se hizo mayor.43 Varias er-
mitas fueron abiertas a su alrededor, además de la cueva, y en dos de ellas (la
de la Inmaculada y la de Guadalupe) se admiraban sendas estatuas de los
ermitaños mestizos, “puestos de rodillas y con aparatos de penitencia”.44
Por otro lado, la rareza de la obra de Florencia, editada en Cádiz y esca-
samente conocida en México, y el crecimiento de la devoción hicieron ne-
cesario un texto más accesible, por lo que fray Juan de Magallanes, que fue
prior del convento a principios del siglo xviii (1720-1729), imprimió un breve
compendio sobre la aparición y una novena, ambos textos varias veces re-
impresos.45 Fray Juan concluía con estas obras una ardua labor a favor del
santuario que gracias a sus trabajos fue remodelado y transformado en un
importante centro de vida religiosa.46
Finalmente, en 1810, otro prior de Chalma, fray Joaquín Sardo, publica-
ría una nueva historia del Santo Cristo copiando casi textualmente la obra
de Florencia. En la dedicatoria a la provincia agustina, este autor insiste en
la gran afluencia de peregrinos que iban a visitar la imagen a lo largo del año
y recapitula la importancia que tuvieron los ermitaños en su difusión y cul-
to. Chalma sigue siendo hasta nuestros días un santuario muy visitado pero
pocos de sus peregrinos recuerdan ya la historia de sus fundadores, los ana-
coretas mestizos.47
Con todo, el fenómeno eremítico no era exclusivo de las órdenes religio-
sas, ni ellas fueron las únicas que lo usufructuaron como un instrumento
identitario. El área de Tlaxcala, lugar al parecer muy solicitado por los ere-
42
Ibid., p. 255.
43
Gonzálo Obregón, “El real convento y santuario de San Miguel de Chalma”, en Homenaje a
Silvio Zavala, pp. 109-182.
44
J. Sardo, op. cit., libro i, cap. xi, p. 97.
45
Juan de Magallanes, Aparición de la milagrosa imagen del Santo Christo que se venera en
el religioso convento, y santuario de religiosos ermitaños del Orden de N. P. S. Augustin de San
Miguel de Chalma. Ésta es una reimpresión del original de 1731. Después de ella hubo varias
ediciones (1778, 1792, 1799, 1816 y 1839). Magallanes también publicó un novenario para el
Santo Cristo: Novena de la milagrosa imagen del Santo Christo que se venera en el religioso con-
vento y santuario de Religiosos Ermitaños de la Orden de N. P. San Augustin de San Miguel de
Chalma.
46
Alipio Ruiz Zavala, Historia de la provincia agustiniana del Santísimo Nombre de Jesús de
Mexico, vol. ii, p. 540.
47
J. Sardo, op. cit., Dedicatoria. (Hay una edición facsimilar en México, Gobierno del Estado
de México, 1979, Biblioteca Enciclopédica del Estado de México, 80.)
228 la era barroca
mitas, fue el escenario de las pías actividades de dos personajes cuyas vidas
también estuvieron relacionadas a imágenes milagrosas y que fueron pro-
movidos por el clero secular. Uno de ellos, Diego de los Santos Lijero, se ha-
bía retirado a las soledades después de llevar una vida disipada y, según su
biógrafo, el clérigo Antonio González Lasso, tuvo una profunda conversión
después de que la hermosa joven que él esperaba seducir se transformó en un
ser demoniaco con ojos de fuego y cabellos de serpiente. Después de un año y
medio de retiro en el yermo, Diego se fue a Filipinas con el deseo de pasar al
Japón a entregar su vida por la fe; y aunque tal deseo no le fue concedido, en
Manila consiguió algo muy preciado: una imagen milagrosa que lo hizo fa-
moso a su regreso a la Nueva España, la virgen de la Guía. Al morir el ermi-
taño en 1648, la imagen pasó a la parroquia de Tlaxcala y nueve años después
las cenizas del ermitaño, fundador de dos cofradías y él mismo hermano de la
congregación de San Pedro, eran colocadas a los pies de la virgen que el mis-
mo había traído del Oriente y junto a la cual quiso estar sepultado.48
El otro caso fue el de Juan Bautista de Jesús, eremita natural de Toledo
que vivió también en el área de Puebla-Tlaxcala, cuya vida quedó igualmente
vinculada al culto de una imagen milagrosa, la virgen de la Defensa, y que se
dio a conocer por un impreso de 1683 obra del criollo poblano Pedro Salga-
do Somoza.49 Con base en la autobiografía que había dejado el mismo ermi-
taño, este clérigo narró cómo el obispo Palafox, personaje que jugó un im-
portante papel en la narración, “despachó un auto que mandaba se hiciese
información jurídica de muchas de las cosas que en el escrito se contenían” y
mandó traer la imagen a su palacio mientras se le disponía un altar en la ca-
tedral. Pero antes de que esto sucediera, señala el mismo autor, la virgen fue
entregada por Palafox al almirante Pedro Porter Casanate para que lo acom-
pañara en una expedición a California, en la cual lo libró de numerosos peli-
gros; este personaje se la llevó después a Chile, donde participó en las cam-
pañas contra los araucanos. En 1676 la imagen regresó a Nueva España
gracias a la intermediación de los jesuitas y fue colocada por el deán y cabil-
do en el altar de los Reyes de la catedral de Puebla (obra promovida por Pa-
lafox) después de una apoteósica recepción que le hizo la ciudad.50
La segunda parte de la obra de Salgado contiene un epítome con la vida
del venerable ermitaño. En él aparece como un personaje libre de toda here-
jía, aclaración necesaria por la abundancia de falsos eremitas insumisos y
engañadores, cuya ortodoxia quedó avalada por una junta de teólogos que lo
examinó por orden de Palafox. A continuación, Salgado describe una vida
48
Véase Antonio González Lasso, Oración panegyrica que en la traslación de las cenizas del
venerable varón Diego de los Santos Lijero, eremita de los desiertos de la ciudad de Tlaxcala.
49
Véase Pedro Salgado Somoza, Breve noticia de la devotísima imagen de Nuestra Señora de
la Defensa... Con un epítome de la vida del venerable anacoreta Juan Bautista de Jesús (hay una
reedición en Puebla en 1760).
50
Idem. El hecho se explica por el parentesco que el almirante tenía con la madre del obispo,
Ana de Casanate, aunque los hagiógrafos sólo señalan que era compatriota de Palafox.
la era barroca 229
51
Ibid., pp. 30 y ss.
52
Francisco de Florencia y Juan Antonio de Oviedo, Zodiaco mariano, pp. 217 y ss.
53
Jaime Cuadriello, “Tierra de prodigios. La ventura como destino”, en Los pinceles de la
historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 212 y ss.
230 la era barroca
Esta, pues, ciudad de Dios insigne, ya que […] manifiesta a sus ojos, gozando del
especialísimo título de Nuestra Señora de los Zacatecas, y por eso granjeándose el
renombre de tal ciudad de Dios y ciudad de un rey grande, y atributos de María
en las sagradas letras: Civitas Dei […] Es, cuando no corte de la Nueva Galicia, la
primera y mayor de sus ciudades, plantada en la medianía de la tierra adentro, y
si la gran Jerusalén, por altísimos fines, la colocó Dios en medio de la Tierra, no
menos privilegio goza ésta en su situación, para que todos acudan a beber y parti-
cipar de lo grande, de lo rico, de lo docto, de lo urbano, de lo noble.54
Mientras el jardín del Edén era el referente forzoso para hablar de la na-
turaleza perfecta e incontaminada, Jerusalén fue la ciudad paradigmática, el
centro del mundo y el eje de todo referente relacionado con lo urbano. La
comparación con la ciudad santa que Joseph de Rivera hace de Zacatecas en
1732 se había repetido en muchos otros centros novohispanos, a menudo
asociada con el templo de Salomón. En 1650 Antonio Tamariz de Carmona,
en su descripción de la catedral de Puebla, recurrió al paralelismo entre los
reyes de España y Salomón, ambos constructores de templos, y Palafox con-
virtió la catedral en la reconstrucción ideal del templo de Jerusalén.55 El
tema se repetirá hasta la saciedad con Querétaro, Oaxaca, Valladolid y todas
las ciudades del virreinato.
Para el ámbito cristiano, como lo fue para el judío, Jerusalén era la ciu-
dad santa por excelencia; fundada por el rey David en el monte Sión, se con-
virtió en el símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo elegido. Durante
mucho tiempo se consideró que Jerusalén estaba en el centro del mundo,
sobre todo porque en ella se encontraba el templo de Salomón. La fuerza
del símbolo de esta Jerusalén terrena, espacio sagrado y protector, traspasó
el ámbito de la realidad física cuando en el año 70 de nuestra era el santua-
rio fue destruido y saqueado y la ciudad devastada. El Cristianismo convirtió
entonces al templo en una metáfora de Cristo y a Jerusalén en una ciudad
celeste, el lugar de destino de los elegidos al final de los tiempos. San Pablo,
en la epístola a los Gálatas, comparaba a la Jerusalén terrena con Agar, la
54
Joseph de Rivera Bernáldez, Descripción breve de la muy noble y leal ciudad de Zacate-
cas, p. 3.
55
Martha Fernández, “La Jerusalén celeste: imagen barroca de la ciudad novohispana”, en
Barroco iberoamericano. Territorio, arte, espacio y sociedad, pp. 1211-1229.
la era barroca 231
Su brillo era semejante a la piedra más preciosa [...] Tenía un muro grande y alto
y doce puertas y sobre ellas doce ángeles y nombres escritos, que son los nom-
bres de las doce tribus de los hijos de Israel [...] El muro de la ciudad tenía doce
hiladas, y sobre ellas los nombres de los doce apóstoles del Cordero [...] La ciu-
dad estaba asentada sobre una base cuadrangular y su longitud era tanta como
su anchura [...] Las doce puertas eran doce perlas […] y la plaza de la ciudad era
de oro puro como vidrio transparente [...] Pero templo no vi en ella pues el señor
Dios con el Cordero era su templo.57
56
Epístola a los Gálatas, 4, 22-27.
57
Apocalipsis, 21, 10-21.
58
Louis Réau, Iconografía del arte cristiano, vol. ii, p. 745.
59
Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, libro xxii, cap. 17, p. 514. De hecho, los cuatro últi-
mos libros de La ciudad de Dios son una interpretación muy detallada del Apocalipsis.
60
Elsa Cecilia Frost, La historia de Dios en las Indias. Visión franciscana del mundo,
pp. 67 y ss.
232 la era barroca
los réprobos por la eternidad. Ya desde san Juan, ambas ciudades compar-
tían su campo semántico positivo o negativo con figuras alegóricas femeni-
nas paralelas; una, la mujer vestida de sol con la luna bajo sus pies y corona-
da de estrellas, aparecía como la vencedora del dragón infernal; la otra, era
la gran prostituta que llevaba en su mano una copa llena de abominaciones e
impurezas y que se emborrachaba con la sangre de los santos y de los márti-
res. Con el tiempo, ambas figuras fueron utilizadas también para representar
a las mismas ciudades, pues la mujer funcionaba como un símbolo perfecto
de una entidad que, como ella, contenía a sus hijos. Además, la imagen posi-
tiva fue vinculada desde el siglo xiv con una de las más destacadas advoca-
ciones marianas de fines de la Edad Media: la Inmaculada Concepción.
En efecto, junto con el gran desarrollo del culto a la Virgen María inicia-
do desde el siglo xii, y para hacer más patente la presencia del pecado origi-
nal en el ser humano, un grupo de escritores encabezados por el franciscano
Duns Scoto sostuvieron que María había sido concebida sin la mancha que
todos los hombres traían al nacer; para estos inmaculistas tal estado de gra-
cia ya se encontraba previsto en la mente de Dios desde la eternidad para
aquella que sería la madre de su Hijo. Sin embargo, autores como santo To-
más de Aquino negaron con argumentos teológicos tal posibilidad y genera-
ron una corriente, igualmente ortodoxa, que recibió el nombre de maculista,
es decir, que sostenía la existencia de la mancha original en María. A partir
del siglo xv la corriente inmaculistas asoció la imagen de su propuesta teoló-
gica con la mujer vestida de Sol del Apocalipsis y María recibió, entre mu-
chos otros apelativos, los de ciudad de Dios (civitas Dei) y casa de Oro (Do-
mus Aurea, uno de los nombres del templo de Salomón) como parte de los
emblemas de la llamada letanía lauretana. No era difícil realizar tales asocia-
ciones dado que la Virgen, al igual que la Jerusalén celeste y que el Santua-
rio, había contenido en su seno a Cristo.
A fines del siglo xvi, el tema del templo de Salomón recibía una gran di-
fusión gracias a la edición en tres volúmenes que hicieron los jesuitas Jeróni-
mo de Prado y Juan Bautista Villalpando. La magna obra intentaba recons-
truir el monumental edificio a partir de la visión de Ezequiel y fue publicada
en Roma entre 1595 y 1606.61 Para esta época, el desarrollo de la simbología
hierosolimitana estaba además inmerso en un ámbito en el que las ideas apo-
calípticas se fortalecían, avivadas por las guerras, las catástrofes y las epi-
demias que asolaban a Europa y, después de la ruptura producida con los
protestantes, por las divisiones y luchas religiosas del siglo xvi.
En este ambiente el rey de España Felipe III juró en 1612 a la Inmacu-
lada como patrona del imperio, en clara consonancia con la idea de una pu-
rificación interior que se llevaba a cabo en la península (los últimos moriscos
61
El primer volumen lleva por título In Ezechielem Explanaciones, el segundo De postrema
Ezechilelis Prophetae visione y el tercero Apparatus Urbis ac Templi Hierosolymitani. Juan Anto-
nio Ramírez et al., Dios arquitecto. Juan Bautista Villalpando y el templo de Salomón.
la era barroca 233
62
Véase Suzzane Stratton-Pruitt, La Inmaculada Concepción en el arte español.
63
Julio Jiménez Rueda, Herejías y supersticiones en la Nueva España. Los heterodoxos en
México, pp. 229-235.
64
Génesis, 28, 12-15.
234 la era barroca
dignidad y belleza),65 y a sus pies la frase inscrita es Ego quassi vitis fructifi-
cavi […] suavitatem odoris (Yo como la vid fructifiqué... [di] suave olor).66
Tales textos insertos en el cuadro responden a la exégesis cristiana que des-
de la patrística ha relacionado esos versículos del capítulo 24 del Eclesiás-
tico con María, quien, como imagen de la sabiduría, era una idea presente en
la mente de Dios desde la eternidad. El tema (del que se hicieron durante la
Edad Media y el Renacimiento profusas interpretaciones neoplatónicas) esta-
ba también directamente asociado con Jerusalén, como lo muestra el ver-
sículo 15 del mismo texto bíblico que hace decir a la sabiduría: “Y así tuve
en Sión morada fija y estable, reposé en la ciudad de él amada, y en Jerusalén
tuve la sede de mi imperio”.67
En el cuadro de Salazar se representa así a la mujer vestida de sol, idea
primigenia de Dios y trono de la sabiduría, posada sobre la ciudad santa, la
Jerusalén celeste. Pero la originalidad de esta pintura radica no en esta clási-
ca Inmaculada, sino en que las murallas de la ciudad cobijan a una multitud
de personajes franciscanos. En el centro de la urbe (sobre un monte que alude
al de Sión), san Francisco arrodillado sostiene en sus manos un báculo y una
cruz y sirve de soporte al árbol de rosas y a la Inmaculada. En lugar de án-
geles, las puertas de la urbe están guardadas también por santos de la or-
den, entre los que se distingue un alado san Buenaventura. Pero lo más des-
tacado y novedoso de la imagen es la presencia de los doctores franciscanos
con bonetes y libros colocados sobre torres y de los grupos de papas, reyes,
obispos y monjas que se distribuyen entre edificios suntuosas techados de
cúpulas. La presencia de estos personajes sirve para exaltar a las diferentes
ramas de la orden franciscana, defensora a ultranza de la Inmaculada y re-
ceptora de la sabiduría que María emite en forma de rayos de su cuerpo. La
comunidad franciscana aparece representada aquí como el pueblo elegido y
así nos lo hace saber la filacteria colocada sobre la puerta de acceso y bajo
las rodillas de san Francisco: In populo honorificato. In parte Dei Mei (En el
pueblo elegido, en la parcela de mi Dios), frase que recuerda varios versícu-
los de los Salmos.68
El cuadro de Salazar respondía no sólo a los antagonismos entre fran-
ciscanos y dominicos, sino también a las disensiones que dividieron al epis-
copado y a las órdenes mendicantes por el control de las parroquias indíge-
nas. Desde fines del siglo xvi la Corona comenzó a obligar a los religiosos a
someterse a la autoridad episcopal, a la cual se le concedieron los privile-
gios de visitar los curatos de los regulares y de examinar a sus párrocos en
65
Eclesiástico, 24, 23.
66
La frase parece referirse a dos versículos distintos; en Eclesiástico, 24, 23, se dice: “Como
vid eché hermosos sarmientos y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos”. Tres versículos más
arriba, en Eclesiástico, 24, 20, se expresa: “como mirra escogida di suave olor”. El pintor y su
patrocinador quisieron incluir en la obra ambos versículos.
67
Eclesiástico, 24, 15.
68
Salmos, 135, 4; 144, 15.
la era barroca 235
69
Antonio Rubial García y Enrique González, “Los rituales universitarios, su papel político y
corporativo”, en Maravillas y curiosidades. Mundos inéditos de la universidad, pp. 135-152.
70
Martín de Guijo, Diario de sucesos notables (1648-1664), vol. ii, p. 176.
236 la era barroca
derosos, pero el mayor beneficiado de las fiestas fue sin duda el mecenas
Juan de Narváez, quien se sirvió de ellas para conseguir ascenso y prestigio:
aún no concluía su segundo periodo de rector cuando vacó la cátedra de Bi-
blia, la segunda en jerarquía de la facultad teológica, presea que siempre ha-
bía anhelado, pero que exigía una dilatada carrera de oposiciones. En tan
propicia ocasión renunció al cargo para concursar, y ganó. Las celebraciones
a la Inmaculada habían sido para él uno de los medios más propicios para
afianzar su posición en la universidad.71 Para entonces, esta institución esta-
ba casi totalmente controlada por el cabildo de la catedral de México, que
había desplazado finalmente a los religiosos de la rectoría gracias, por un
lado, a que la universidad era el ámbito educativo propio del clero secular, y
por el otro, al apoyo que recibiera en la década anterior del arzobispo virrey
fray Payo de Rivera. Sin duda los festejos promovidos por Narváez consti-
tuían también, por tanto, un canto de alabanza al triunfo de los seculares
sobre las órdenes religiosas en el ámbito universitario.72
El tema de Jerusalén celeste, relacionado con la Inmaculada Concepción,
recibió un gran impulso en el siglo xvii a raíz de la edición en 1670 del con-
trovertido libro La mística ciudad de Dios, de la madre sor María de Ágreda
(1602-1665), texto muy difundido en Europa y América que contenía las re-
velaciones que la Virgen María había hecho a la religiosa concepcionista,
con referencias al capítulo 21 del Apocalipsis; Jerusalén, al igual que María,
era centro y escenario de las maravillas del Altísimo; ambas estaban también
relacionadas con el arca de la alianza y en ellas estaban “cifradas todas las
gracias y excelencias de la Iglesia triunfante y militante”.73 La ciudad celeste,
lo mismo que María lo hiciera con el templo de Diana en Éfeso, había tam-
bién vencido al Demonio y extirpado la idolatría. A partir de la obra de la
madre Ágreda, la imagen de la Inmaculada, mujer vestida de sol del Apoca-
lipsis, quedó indeleblemente unida a la de la Jerusalén celeste. La Virgen,
que triunfa sobre el pecado y el Demonio, se convirtió en el mejor paradigma
para representar a la ciudad santa.
Las visiones de la madre Ágreda fueron muy difundidas por los francis-
canos y llegaron muy pronto a Nueva España, donde la monja concepcionis-
ta se volvió muy popular desde las últimas décadas del siglo xvii dejando una
fuerte huella en la iconografía, a pesar de que la obra fue objeto de una cen-
sura inquisitorial en 1690.74 Una de las mejores pinturas inspiradas por el
texto de esta religiosa fue sin duda la que realizó el pintor criollo Cristóbal
de Villalpando en 1706 para el convento Colegio de Propaganda Fide de Gua-
dalupe en Zacatecas (lugar donde hoy se conserva), ya que fue la que mejor
71
A. Rubial García y E. González, “Los rituales universitarios…”, en op. cit., pp. 135-152.
72
Leticia Pérez Puente, Tiempos de crisis, tiempos de consolidación. La catedral metropolitana
de la ciudad de México, 1653-1680, pp. 271 y ss.
73
María de Jesús de Ágreda, La mística ciudad de Dios, libro i, cap. 17, párr. 250.
74
A. de Robles, op. cit., p. 211. “Domingo 24 [septiembre de 1690] Se leyeron tres edictos de
la Inquisición prohibiendo los escapularios, oratorios, libros de la monja Ágreda y cruces”.
la era barroca 237
captó el sentido del texto. El cuadro lleva el título La mística ciudad de Dios
inscrito bajo los muros de la urbe y se basó en el grabado de la edición de
1670 del texto de la visionaria. En él aparecen la monja Ágreda y san Juan
plasmando con sus plumas en sendos libros la visión de una Jerusalén celes-
te, que parece una maqueta con muralla metálica y edificios palaciegos, cu-
yas puertas están custodiadas por doce ángeles y en cuyo centro varios per-
sonajes vestidos de blanco adoran al Cordero colocado sobre un montículo
circular.75 Con la inserción del círculo dentro del cuadrado parecía quedar
resuelto místicamente el problema matemáticamente irresoluble de la cua-
dratura del círculo, tema que remitía a arcanos simbolismos alquímicos. So-
bre la ciudad vuela una Inmaculada, símbolo de la eterna sabiduría (recuér-
dese el texto del Eclesiástico), que está siendo tocada por el Padre y por el
Hijo y que es venerada por los arcángeles Miguel y Gabriel.
La mística ciudad de Dios se volvió un pilar fundamental del marianismo
novohispano no sólo por el impulso que le dio al inmaculismo, sino también
por su asociación con las misiones franciscanas en el norte del territorio. De
hecho, desde las últimas tres décadas del siglo xvii esta orden fue tejiendo
poco a poco una leyenda apoyada por supuestos testimonios indígenas que
hacían aparecer a sor María como una señora de azul que había anunciado a
los indios la llegada de los franciscanos. Los misioneros en Nuevo México y
Texas aseguraban que estas tradiciones indígenas tenían una enorme difu-
sión en el norte, desde la región de los Ocoroni y el Nuevo México hasta el
Canadá.76 La leyenda se vio reforzada, además, por la rebelión indígena que
durante doce años (1680-1692) arrebató Nuevo México del dominio español
y produjo la muerte de veintiún franciscanos.77 El cronista de la orden fray
Agustín de Vetancurt, en su Teatro mexicano (impreso en 1698), daba una
extensa noticia respecto a la intervención de la madre Ágreda en la conver-
sión de los xumanas y con ello aumentaba su fama y la de los frailes.78 Pero
fueron sobre todo los colegios de Propaganda Fide los que difundieron con
mayor entusiasmo estas leyendas, convirtiéndolas en uno de los principales
instrumentos de difusión de sus logros misioneros.
El Colegio de Guadalupe fue sin duda uno de los principales promotores
de la figura de sor María de Jesús de Ágreda, como puede constatarse en las
visiones de Francisca de los Ángeles (1674-1744), una beata adscrita al cole-
gio y protegida de su fundador, fray Antonio Margil de Jesús. Esta mujer, in-
fluida por la predicación de los padres apostólicos, aseguraba haber viajado
75
Véase la ficha que elaboró sobre este cuadro Clara Bargellini, en Juana Gutiérrez Haces et
al., Cristóbal de Villalpando, pp. 317-318.
76
Existen muchos estudios sobre la relación de esta monja (conocida por los indios como “la
mujer de azul”) con las misiones norteñas, sobre todo en Estados Unidos. Véase�����������������
William H. Dona-
hue, “Mary of Ágreda and the Southwest United States”, The Americas, núm. 9, pp. 291-314.
77
Véase Isidro Sariñana, Oración fúnebre... en las exequias de 21 religiosos... de San Francisco
que murieron a manos de los indios apóstatas de la Nueva México...
78
A. de Vetancurt, op. cit., parte iv, p. 96.
238 la era barroca
en espíritu a las misiones del norte para bautizar a los paganos, al igual que
lo había hecho casi cien años atrás la madre Ágreda.79 No cabe duda que es-
tas visiones fueron alimentadas por la propaganda franciscana que, a princi-
pios de la centuria, hizo pública una carta de la madre Ágreda a los misione-
ros de Nuevo México en la que aseveraba no sólo haber catequizado ella
misma a los indios, sino además que san Francisco había enviado dos misio-
neros a predicar a estas provincias y “el Señor le había prometido que con
sólo ver los indios a los hijos suyos se convertirían”.80 Desde entonces el tema
se volvió argumental para demostrar que la orden franciscana estaba predes-
tinada por Dios para evangelizar el norte de la América septentrional.
Muestra de esa labor propagandística es el relieve del siglo xviii sobre la
puerta principal de la fachada del Colegio de Guadalupe en Zacatecas, dedi-
cada en 1721. En él, la monja concepcionista y Duns Scoto comparten la ve-
neración de la Inmaculada (que es ahora Nuestra Señora de Guadalupe) con
otras dos figuras vinculadas al ámbito mariano, san Lucas, el primer pintor
que plasmó la imagen de la virgen, y san Juan, el visionario apocalíptico.81
El impulso de esta iconografía se debió a dos hechos: por un lado la gran
difusión que recibió el culto a la Inmaculada en el siglo xviii, avalado a partir
de 1708 por una orden pontificia que convertía en obligatoria para el conjun-
to de la Iglesia dicha creencia y, en España, impulsado por la Corona borbó-
nica. La devoción inmaculista propició una abundante iconografía que se
extendió por todos los ámbitos del imperio convirtiéndose en una imagen
axial alrededor de la cual se desarrolló una rica emblemática.82 Por otro lado,
influyó también el desarrollo del proceso de beatificación de la madre Ágre-
da iniciado en Roma con el apoyo de la monarquía española y de los francis-
canos, a pesar de la condena que hizo de su obra la Universidad de París en
1695. La gran cantidad de ediciones que recibió La mística ciudad de Dios
en el siglo xviii, tanto dentro como fuera del imperio español, y el influjo que
tuvo en el devocionalismo cristiano y en la iconografía, está aún por estu-
diarse.83 En Nueva España se puede observar la gran difusión que despertó
este proceso en una considerable cantidad de impresos, tanto de la obra de
la religiosa como de su vida, así como de una abundante literatura devocio-
79
E. Gunnarsdottir, “Una visionaria barroca de la provincia mexicana: Francisca de los Án-
geles (1674-1744)”, en Asunción Lavrin y Rosalva Loreto (eds.), La escritura femenina en la espi-
ritualidad barroca novohispana, siglos xvii y xviii, pp. 205-262.
80
Francisco de Palou, Recopilación de las noticias de la antigua y nueva California, vol. ii,
p. 808.
81
J. Cuadriello, “El obrador trinitario o María de Guadalupe creada en idea, imagen y mate-
ria”, en El divino pintor. La creación de María de Guadalupe en el taller celestial, pp. 61-205.
82
L. Reau, op. cit., vol. ii, p. 85.
83
Quizás el autor que influyó con mayor fuerza en el desarrollo de esta devoción fue fray
José Jiménez Samaniego, quien desde 1695 publicó en Valencia una Relación de la vida de la ve-
nerable madre sor María de Jesús, como introducción a la edición de La mística ciudad de Dios.
Una nueva edición de esta hagiografía salió en Madrid en 1720 y a partir de 1721 hasta 1762 se
publicaron en esa ciudad varios libros sobre su causa.
la era barroca 239
nal inspirada por ella. El jesuita Antonio Núñez de Miranda, la monja jeró-
nima sor Juana Inés de la Cruz y el filipense Luis Felipe Neri de Alfaro se
vieron influidos profundamente por su lectura.84
El libro de la madre Ágreda quedó fuertemente vinculado a la visión
criolla: México-Tenochtitlan, considerada la nueva ciudad de Dios, poseía su
Inmaculada, la virgen de Guadalupe. El Demonio, que había vencido a la
mujer en el Paraíso, había sido sojuzgado en América por esta virgen extir-
padora de la idolatría. Gracias a ella quedaba restituida la bondad de la na-
turaleza paradisiaca americana a su condición primigenia. Los temas de la
Jerusalén celeste y de la Inmaculada Concepción fortalecieron el culto gua-
dalupano, quedaban fuertemente vinculados a él y, como veremos, ejercieron
un papel fundamental en su formación y desarrollo.
El paraíso terrenal, la Jerusalén celeste y la Inmaculada Concepción fue-
ron sólo algunos de los muchos símbolos que Nueva España compartía con
la unidad imperial de la que formaba parte. Junto con ellos, toda una cons-
telación de santos confluía para generar la sensación de protección celestial
y elección divina que embargaba a los habitantes del mundo hispánico de la
era barroca.
84
Véase Antonio Núñez de Miranda, Epítome historial y moral historia de la vida, virtudes y
excelencias de Nuestra Señora Santa Ana con los de su felicísimo consorte san Joaquín, padres de
Nuestra Señora la Madre de Dios. En esta obra, publicada por Isidro Ortuño de Carriedo, se ha-
bla de las revelaciones de santa Brígida, de las de la venerable madre Marina de Escobar y de la
madre Ágreda. Luis Felipe Neri de Alfaro, Las doce puertas abiertas de la celestial Sion por donde
pueden entrar las almas a ver y gozar de la Santísima Trinidad. Éste es un librito devocional diri-
gido a Jesús, María y los doce apóstoles para repetir los domingos primeros de los doce meses
del año y en él expresa su deuda con la monja concepcionista. Para la relación entre sor Juana y
la madre Ágreda véase Grady C. Wray, “Seventeenth Century WiseWomen of Spain and the
Americas. Madre Ágreda and Sor Juana”, Studia Mystica, vol. 22, pp. 123-149.
85
Varios, El segundo quince de enero de la Corte Mexicana. Solemnes fiestas que a la canoniza-
ción del místico doctor san Juan de la Cruz celebró la provincia de San Alberto de Carmelitas Des-
calzos de esta Nueva España, p. 705.
240 la era barroca
san Juan de la Cruz por el Papado realizada tres años antes. Los costosos
festejos pagados por los habitantes de la ciudad duraron ocho días, y en ellos
hubo procesiones, fuegos pirotécnicos, sermones, altares efímeros, mascara-
das, tocotines de Moctezuma, música y certámenes poéticos. En la capital y
en Puebla, que lo había jurado como patrono en 1728, las ricas familias pres-
taron sus joyas, cuadros y objetos de plata para decorar los altares efímeros,
y las imágenes, los carros alegóricos y arcos triunfales hicieron gala de inge-
nio y los más encumbrados oradores y poetas de ambas ciudades desplegaron
sus habilidades para celebrar al nuevo santo carmelita. Tal magnificencia
quedó plasmada en la voluminosa publicación que con el título El segundo
quince de enero de la corte mexicana rememoraba los aciagos acontecimien-
tos de una fecha similar, pero de 1624, cuando la capital se vio asolada por
una revuelta popular; tan nefasta efeméride quedaba borrada con los fastuo-
sos festejos y la protección del nuevo santo, cuya conmemoración demostra-
ba una vez más que México-Tenochtitlan era “la emperatriz de todas las ciu-
dades de América”.86
Este despliegue festivo no era algo extraño para los habitantes de la Amé-
rica hispánica, como tampoco lo fue para los de la península ibérica. Desde
hacía cien años la Corona española había obtenido del Papado la canoniza-
ción de varios de sus súbditos en su empeño por mostrarse como la campeo-
na elegida por Dios para defender la ortodoxia católica. En 1622, Urbano
VIII canonizó al campesino san Isidro Labrador, a los jesuitas san Francisco
Xavier y san Ignacio de Loyola y a la reformadora del Carmelo santa Teresa
de Ávila. Esta última fue jurada como patrona de España en 1626, unos años
después de su canonización, aunque su patronato le fue disputado (y final-
mente arrebatado) por los partidario del apóstol Santiago. Poco a poco, la
promoción de los venerables de su inmenso imperio se convirtió en una de
las obligaciones importantes del Regio Patronato, junto con la recolección y
administración de las limosnas que se recogían para tal fin. A las canoniza-
ciones de 1622 siguieron la del mercedario san Pedro Nolasco en 1628, la del
agustino santo Tomás de Villanueva en 1658 y la del franciscano descalzo
san Pedro de Alcántara en 1669. En 1671 Clemente X elevaba a los altares al
rey de Castilla san Fernando, el conquistador de Sevilla del siglo xiii, clara
muestra de los intereses monárquicos por vincular imperio y santidad. Ese
mismo año eran también canonizados el jesuita san Francisco de Borja, el
dominico san Luis Beltrán y la terciaria santa Rosa de Lima. Por último, en-
tre 1690 y 1691 Alejandro VIII elevaba a los altares al lego franciscano san
Pascual Baylón, al fraile agustino san Juan de Sahagún y al fundador de los
hermanos hospitalarios san Juan de Dios.87
86
Ibid., p. 41.
87
Esta última canonización fue publicada en la ciudad de México hasta el 16 de octubre de
1700, lo que provocó festejos en la capital promovidos por la orden hospitalaria por él fundada.
Una descripción pormenorizada de éstos en A. de Robles, op. cit., vol. iii, pp. 115 y ss.
la era barroca 241
94
Ibid., p. 209.
95
Cayetano Cabrera Quintero, Escudo de armas de la ciudad de México. Celestial protección
de esta nobilísima ciudad de la Nueva España y de casi todo el Nuevo Mundo. Edición moderna de
Víctor M. Ruiz Nautal, México, Instituto Mexicano del Seguro Social, 1981, pp. 171, 344 y 345.
96
J. Cuadriello, “Xavier indiano o los indios sin apóstol”, en San Francisco Xavier en las artes.
El poder de las imágenes, pp. 200-233.
97
Andrés Pérez de Ribas, Historia de los triunfos de nuestra santa fe..., p. 437.
244 la era barroca
98
J. Cuadriello, “Xavier indiano o los indios sin apóstol”, en op. cit., pp. 228 y ss.
99
Matías de Bocanegra, Comedia de san Francisco de Borja a la feliz venida del excelentísimo
señor marqués de Villena, virrey de esta Nueva España. Ver el texto de la comedia y una interesan-
te introducción en Elsa Cecilia Frost, Teatro profesional jesuita de siglo xvii.
la era barroca 245
100
Véase Anónimo, Festivo aparato con que la provincia mexicana de la Compañía de Jesús
celebró en esta imperial corte de la América septentrional los inmarcesibles lauros y glorias inmor-
tales de san Francisco de Borja.
101
Véase J. Cuadriello, “El padre Clavijero y la lengua de san Juan Nepomuceno”, en Home-
naje a Juana Gutiérrez Haces.
246 la era barroca
patronos. El Santo Oficio le rendía culto a san Pedro de Verona, a quien esta-
ba consagrada también su cofradía. Las diferentes provincias religiosas pro-
movían a sus santos fundadores (san Francisco, santo Domingo, san Agustín,
santa Teresa, san Ignacio y san Ramón), cuyas imágenes engalanadas con
joyas salían en procesión por las calles durante la fiesta del Corpus Christi
y en otras celebraciones. Además, todo convento o colegio poseía series de
lienzos donde se narraban sus vidas y milagros y en los templos administra-
dos por las órdenes se desplegaban en suntuosos retablos sus esculturas y las
de sus seguidores canonizados. Finalmente, para las comunidades indíge-
nas los santos también siguieron siendo importantes símbolos corporativos.
A lo largo de la era barroca todos los poblados de indios gastaban enormes
peculios en las fiestas de sus santos patronos, cuya devoción estaban obliga-
dos a subvencionar los cabildos. Pátzcuaro celebraba a san Pedro y san Pablo
en una capilla edificada en la cima de una isla del lago, en conmemoración de
la conversión del cazonci a la fe católica, y toda la población se trasladaba en
canoas desde la ciudad “con música e invenciones”.105
Junto con la fiesta, el otro medio básico de difusión del culto a los seres
celestiales fueron las imágenes, uno de cuyos modelos, el que representa con
mayor claridad la relación entre los santos y el corporativismo religioso, es
aquel denominado “de patrocinio”. En él, las figuras de santos o advocacio-
nes marianas (como el Rosario, el Carmen, la Merced o Guadalupe) prote-
gen bajo su manto a familias, autoridades civiles y eclesiásticas, cofradías u
órdenes religiosas. Es muy significativo que estas representaciones se co-
miencen a dar precisamente en el momento en el que se está afianzando la
identidad criolla y se multipliquen durante el siglo xviii, en tanto que en el
mundo europeo tienden a desaparecer en la iconografía hasta extinguirse
por completo.106
Los “patrocinios” más comunes eran aquellos que mostraban a la Virgen
protegiendo bajo su manto a una orden religiosa representada tanto por sus
fundadores, como por sus miembros vivos, siendo las más numerosas las de
los carmelitas y los dominicos, que aparecen representados en grupos com-
pactos. En el siglo xviii las composiciones de los “patrocinios” ampliaron sus
espacios; bajo el manto protector se colocaron mayor número de gente y a
menudo los rostros antes estereotipados se convirtieron en retratos. Al mis-
mo tiempo se concentró la atención en unas cuantas figuras protectoras, en-
tre las cuales la de san José tuvo una presencia sobresaliente.
De patrono de Nueva España (desde el Segundo Concilio Provincial de
1555) el padre putativo de Jesús, patrono de la buena muerte, pasó a ser tu-
telar de los dominios españoles en 1676 y modelo de patriarca, sabio y con-
105
Carlos Salvador Paredes Jiménez, “La nobleza tarasca: poder político y conflictos en el
Michoacán colonial”, Anuario de Estudios Americanos, 65-1, p. 114.
106
Véase Marcela Corvera Poire, El patrocinio. Interpretaciones sobre una manifestación ar-
tística novohispana.
248 la era barroca
107
J. Cuadriello, “San José en tierra de gentiles…”, Memoria. Revista del Museo Nacional de
Arte, núm. 1, pp. 5 y ss.
108
Norbert Elias, La sociedad cortesana, p. 88.
la era barroca 249
cían retratar en ellas por una limosna (pues las cofradías de ánimas no po-
seían rentas), pero generalmente las figuras representadas eran arquetípi-
cas: personajes desnudos, gesticulando, con expresiones faciales y posturas
corporales que denotaban resignación, sufrimiento y petición. Algunas de
esas almas portaban atributos de poder (coronas, mitras o tiaras), otras la
tonsura que distingue a los clérigos de los laicos, pero tales atributos no eran
signos de jerarquía sino de igualdad escatológica. En el Purgatorio, a dife-
rencia de lo que pasaba en la sociedad, se hacía efectivo el dogma de la co-
munión de los santos. Ahí las tres Iglesias que formaban el Cuerpo Místico
de Cristo (la triunfante que habitaba en los cielos, la militante que vivía en la
tierra y la purgante que penaba sus culpas) se comunicaban en una perfecta
armonía, libres de las diferencias sociales y étnicas.109 En ocasiones, en las
predelas de los cuadros, aparecían plasmados actos litúrgicos que las cofra-
días realizaban ante los altares de ánimas con misas, procesiones y ofrendas.
Con estas prácticas los habitantes de las ciudades novohispanas (espa-
ñolas e indígenas) rindieron un culto abierto a los santos que la cristiandad
avalaba como efectivos. Sus imágenes pintadas o de bulto eran objeto de una
extendida devoción doméstica en todos los sectores sociales urbanos y rura-
les. En los hogares, de pobres o de ricos, existía un altar familiar con nume-
rosas estampas impresas a las que se les ofrendaban cirios, que eran también
colocadas en la cabecera del lecho, en cofres y armarios y detrás de las puer-
tas para preservar los lugares del mal y para traer fortuna y salud. Hasta las
parteras ponían grabados de san Ignacio o de san Ramón sobre el vientre de
las parturientas para ayudarlas a bien parir, y las hechiceras utilizaban las es-
tampas de varios santos en sus hechizos. El gran consumo de estampas pro-
vocó incluso que muchos impresores utilizaban las láminas con que habían
hecho las portadas de libros para hacer impresiones sueltas y venderlas como
estampas a los fieles y, a menudo, los comerciantes las regalaban como “pi-
lón” en la compra de mercancías. Un uso similar tenían las imágenes religio-
sas grabadas en novenas, patentes, contratos y sumarios de gracias e indul-
gencias de las cofradías, coplas, loas, gozos y gacetillas y los escapularios. Las
reliquias y las imágenes de los santos, además de funcionar como amuletos
con poderes taumatúrgicos, fueron signos que vincularon a la heterogénea
población novohispana a un espacio cultural común. Con los ritos realizados
alrededor de ellas, esos objetos adquirían un nuevo valor simbólico que ac-
tualizaba su poder de hacer milagros y aseguraba la protección divina.
Precisamente para dar testimonio de un hecho milagroso y agradecer al
santo por cuya intercesión se había obtenido tal dádiva de Dios fueron creados
los exvotos o retablos de gratitud, que constituían una respuesta individual
ante un favor recibido y eran producto de la devoción popular. Muchas do-
lencias, accidentes y calamidades ocasionadas por epidemias y terremotos
quedaron impresos y minuciosamente descritos en sus imágenes y cartelas
109
Jaime Ángel Morera González, Pinturas coloniales de ánimas del Purgatorio, pp. 71 y ss.
250 la era barroca
110
Pilar Gonzalbo Aizpuru, “Lo prodigioso cotidiano en los exvotos novohispanos”, en Dones
y promesas. 500 años de arte ofrenda, p. 58.
la era barroca 251
Corona son de nuestra patria, la muy noble y opulenta ciudad de Santiago de Que-
rétaro, los espirituales triunfos que siguió en su vida la madre Antonia de San
Jacinto, y para que sus hechos admirables sean gloria de nuestra patria los pon-
go en manos de Vuestra Merced, que por muchos títulos merece el nombre de
padre de ella, no sólo por lo que sus ilustres progenitores, a expensas de su san-
gre y hacienda, trabajaron en su primera población y conquista […] sino princi-
palmente por las insignes obras de su piedad generosa, que son verdaderamente
obras de padre.111
lares, cuyas vidas servían para exaltar instancias más universales como lo
eran las órdenes religiosas, las monjas pertenecían a ámbitos más particula-
res, los monasterios de clausura, enclaves urbanos promovidos por las oli-
garquías locales formadas por terratenientes y comerciantes.
Entre 1731 y 1738 aparecieron impresas en México otras dos vidas de
monjas queretanas, ambas del convento de capuchinas de San José de Gra-
cia: una, dedicada a la madre Marcela Estrada y Escobedo, monja mexicana
de la capital, fundadora y abadesa del convento muerta en 1728, a quien el
autor Juan Antonio Rodríguez (capellán del monasterio) consideraba tanto
un “nuevo esplendor de esta nobilísima ciudad, como ornamento de la corte
de México y astro de primera magnitud de su seráfico cielo”. Otros cuatro
sermones fúnebres fueron impresos en los años sucesivos a las muertes de
otras tantas monjas fundadoras del monasterio que, como creación póstu-
ma de Juan Caballero y Ocio, recibió una especial atención de la congrega-
ción de Guadalupe por él promovida. Uno de sus miembros, el acaudalado
Juan Antonio Urrutia, marqués del Villar del Águila, se hizo cargo, con otros,
de la edición de esos sermones.115
Al igual que Querétaro, Oaxaca también se distinguió por la promoción
de sus religiosas santas. El caso más eminente fue el de sor María de San Jo-
seph, una monja agustina recoleta poblana, dirigida por el obispo Fernández
de Santa Cruz, connotada escritora mística y visionaria y una de las funda-
doras del monasterio de Nuestra Señora de la Soledad en Oaxaca en 1697.
Dicha fundación había sido promovida por el obispo Isidro de Sariñana y el
arcedeán Pedro de Otálora Carvajal entre 1684 y 1694, y afianzaba la cons-
trucción del nuevo santuario donde se veneraba la milagrosa imagen de la
virgen de la Soledad, patrona de Oaxaca. Con el apoyo de la cofradía en-
cargada del culto, el obispo y el arcedeán habían conseguido limosnas para
levantar un suntuoso templo (terminado en 1690) y un monasterio suficiente
para albergar a trece religiosas pobres y a otras veinticuatro pretendientes
con dote. Este edificio se terminó alrededor de 1695, pero fue abierto hasta
dos años después, con la llegada de las fundadoras poblanas.116
Durante los veintidós años que vivió en Oaxaca, sor María pronto se des-
tacó entre todas las otras monjas llegadas de Puebla como maestra de novi-
cias; continuo escribiendo y teniendo visiones y recibió el apoyo incondicio-
nal de los dominicos y del nuevo obispo Ángel Maldonado, quien fue su
115
Juan Antonio Rodríguez, Vuelos de la paloma: elogio de la M. R. M. Marcela Estrada y Esco-
bedo, fundadora y abadesa del convento de Capuchinas de la ciudad de Querétaro, p. 2. Josef Ma-
ría Zelaa e Hidalgo hace mención de estas cuatro ediciones (Glorias de Querétaro, en la funda-
ción y admirables progresos de la muy ilustre y venerada congregación eclesiástica de presbíteros
seculares de María Santísima de Guadalupe, p. 73). Manuel de las Heras, Mística piedra cuadrada
fundamental del ejemplar edificio del religiosísimo convento de San José de Gracia de la ciudad de
Querétaro... La madre Petra Francisca María.
116
María Concepción Amerlinck y Manuel Ramos, Conventos de monjas, fundaciones en el
México virreinal, pp. 273 y ss.
la era barroca 253
117
Sebastián Santander y Torres, Vida de la venerable madre sor María de San Joseph, religiosa
agustina recoleta de Santa Mónica de Puebla y la Soledad de Oaxaca.
118
S. Santander y Torres, Sermón fúnebre que en las honras de la venerable madre Jacinta Ma-
ría de San Antonio, religiosa del convento de Santa Catarina de Sena de esta ciudad de Oaxaca
predicó… Edición facsímil moderna: México, Universidad Autónoma Benito Júarez / Verdehala-
go, 1999.
119
Kathleen Myers, Word from New Spain. The Spiritual Autobiography of Madre María de
San Joseph (1656-1719). Era excepcional que los escritos de las monjas fueran impresos, por lo
que su impacto social dependió de la inserción de textos manuscritos elaborados por ellas en las
obras difundidas por sus confesores.
120
Francisco Pardo, Vida y virtudes heroycas…, Prólogo al lector, fol. 6.
254 la era barroca
125
Véase Doris Bieñko de Peralta, Azucena mística. Isabel de la Encarnación, una monja po-
blana del siglo xvii.
126
F. de Ajofrín, op. cit., vol. i, pp. 15, 41 y 202.
127
Véase Diego de Leyba, Virtudes y milagros en vida y muerte del venerable padre fray Sebas-
tián de Aparicio; Juan de Castañeira, Epílogo métrico de la vida y virtudes de el venerable fray Se-
bastián de Aparicio.
256 la era barroca
da “iglesia de San Aparicio”.128 El lugar era tan importante para 1710 que
fray Manuel de Mimbela solicitaba que la ermita de Aparicio (donde se vene-
raba también una imagen de la virgen del Destierro, recién cambiada de lu-
gar por las subidas del río Atoyac) fuera la sede de un hospicio de los francis-
canos. Según ellos, el cabildo de la catedral había remodelado recientemente
la ermita. Tiempo después, en 1733, unos autos del obispo de Puebla men-
cionaban que los padres apostólicos del Colegio de Propaganda Fide de Que-
rétaro también querían fundar un colegio en el mismo lugar, pues era un es-
pacio que se prestaba para recolectar limosnas por la gran cantidad de
peregrinos que llegaban allá. En esta solicitud los apoyaba el cabildo de la
ciudad, pero el rey se opuso a la fundación.129
Es por demás extraño que, junto con este santuario, los franciscanos no
promovieran la veneración del cadáver incorrupto del venerable Aparicio en
el templo de San Francisco de Puebla, donde estaba sepultado sin ningún
aparato especial. El cronista Vetancurt, al hablar extensamente de su vida y
milagros y de que “la ciudad de Puebla lo tiene jurado por Patrón” (lo cual es
dudoso) agrega: “su cuerpo está en su caja, entre los demás, entero, fresco y
oloroso esperando la resurrección universal”.130
Las reliquias, junto con las imágenes milagrosas, además de funcionar
como amuletos con poderes taumatúrgicos, eran signos que vinculaban a la
heterogénea población novohispana a un espacio cultural común. Los con-
ventos guardaban de ellos todo tipo de objetos que habían pertenecido a los
hombres y mujeres que habían muerto en olor de santidad: toallas y listones
con las gotas del aromático sudor que expelían sus cadáveres; telas, flores y
sábanas que estuvieron en contacto con los cuerpos de esos venerables; rosa-
rios, escapularios, cilicios, alambres de púas, jubones de cerdas y demás ins-
trumentos de devoción o de penitencia pertenecientes a esos ascetas. Muy a
menudo los fieles solicitaban en las porterías de los conventos que se les per-
mitiera tocar con sus rosarios las reliquias que ellos poseían (pues su poder
se transmitía por el mero contacto) o que se les regalara un puñado de la
tierra de las sepulturas de sus venerables.
A veces esas reliquias eran expropiadas de los pueblos indígenas que las
guardaban celosamente. El cuerpo de fray Diego de Basalenque, religioso
agustino, modelo de prior y de provincial, amado por los indios y por los es-
pañoles por sus virtudes, se veneraba en el pueblo de Charo, donde murió,
desde 1651. Un año después se descubrió que el cadáver estaba incorrup-
to, a pesar de la cal con la que había sido enterrado. En 1702, con motivo de
la visita pastoral del obispo Legazpi, se le volvió a sacar y el prelado se llevó
un trozo de su hábito; en ese entonces fue necesario poner guardia para pro-
128
P. Ragon, “Sebastián de Aparicio: un santo mediterráneo en el altiplano mexicano”, Estu-
dios de Historia Novohispana, 23, pp. 17-45.
129
agi, Indiferente General, 3054.
130
A. de Vetancurt, op. cit., Menologio, pp. 23 y ss.
la era barroca 257
teger al cadáver de la devoción de los frailes. Para 1758, el obispo Pedro An-
selmo Sánchez de Tagle dio permiso para que el cuerpo fuera llevado al con-
vento de los agustinos de Valladolid, capital de la provincia, recomendando
que el traslado se hiciera con gran sigilo para evitar escándalo en el pue-
blo de Charo. A raíz de este último traslado se hizo un documento médico
con la descripción del cuerpo incorrupto y se realizó la reimpresión en Roma
de una biografía que fray Pedro Salguero había escrito cien años antes, quizá
para promover el proceso de beatificación.131 Por su humildad y por su casti-
dad, dice el cronista Matías de Escobar, “permitió Dios la incorrupción de su
cadáver, embalsamándolo quizás con perennes celestiales aromas, con que
hasta hoy casi incorrupto permanece”.132
Unos años antes el mismo cronista agustino describía el culto rendido a
los restos mortales del obispo de Michoacán Juan José de Escalona y Cala-
tayud, muerto en 1737. Siete años después del deceso se abría su sepultura
y, aunque su cadáver se había descompuesto, sus vísceras y sangre, deposita-
das en un recipiente de madera por los embalsamadores, estaban incorrup-
tas. Fray Matías de Escobar, para demostrar que el prodigio no se debió a
causas naturales, escribió un opúsculo de ciento once páginas en el que se
incluían testimonios de médicos especialistas y de los embalsamadores. Con
una mezcla de cientificismo dieciochesco y de retórica barroca, el autor llega
a la conclusión de que el hecho se debió a una especial gracia divina.133
Estos piadosos hurtos no sólo daban a esos cuerpos un carácter sagrado
(reforzando la fama de santidad de los que habían sido sus propietarios),
sino que además multiplicaban la acción benéfica del cuerpo santo al frag-
mentar su potencialidad y distribuirla entre un gran número de personas.
Como pasaba con la eucaristía al ser dividida, cada parte contenía la fuerza
del todo, y con ello la presencia del venerable se introducía en las celdas con-
ventuales y en los hogares familiares y se filtraba hasta los más recónditos
resquicios de la vida privada. “Las reliquias se convierten en los instrumen-
tos esenciales que desencadenan la compleja alquimia de los milagros”.134
Fuente inagotable de bienestar material y espiritual, la reliquia detenía epi-
demias, traía las lluvias, curaba enfermedades, expulsaba demonios y prote-
gía cosechas y animales. Gracias a ella, la fertilidad, la salud y la felicidad de
la Nueva España estaban aseguradas.
Estos cultos a las reliquias rara vez traspasaron el ámbito donde el vene-
rable ejerció sus actividades; los promotores de las biografías y del culto de
tales personajes, en la mayoría de los casos, sólo aspiraban a generar el orgu-
llo de la patria chica, el amor al terruño. Por otro lado, el fenómeno se re-
131
Véase Pedro Salguero, Vida del venerable padre y ejemplarísimo varón fray Diego de Ba-
salenque.
132
M. de Escobar, op. cit., p. 177.
133
Véase M. de Escobar, Voces de tritón sonoro que da desde la santa iglesia de Valladolid de
Michoacán la incorrupta sangre del ilustrísimo Sr. Dr. don Juan José de Escalona y Calatayud.
134
P. Ragon, “Sebastián de Aparicio...”, op. cit., p. 29.
258 la era barroca
dujo sólo a las ciudades capitales, aquellas que como Puebla, México, Oaxa-
ca, Valladolid o Querétaro poseían numerosos y ricos conventos masculinos
y femeninos, una elite eclesiástica culta relacionada (salvo en Querétaro) con
un cabildo catedralicio, una vasta red corporativa de gremios y cofradías,
poderosos ayuntamientos y un grupo de terratenientes y mercaderes dis-
puestos a financiar y a comprar las ediciones y a subvencionar los procesos
de esos venerables. La urbe, vórtice que concentraba, expandía y sacralizaba
los cultos, era el único espacio que podía hacer de las reliquias símbolos de
identidad.
La ciudad de México era en este sentido un lugar privilegiado para tales
promociones. Sus numerosos monasterios femeninos constituían espacios en
los que proliferaba la santidad. Uno de ellos era el de Jesús María, cuyas flo-
res de santidad fueron inmortalizadas por el Paraíso occidental de Carlos de
Sigüenza y Góngora, texto escrito por encargo de las monjas para solicitar la
ayuda de su patrono el rey de España. El texto dedicó un extenso espacio a
la vida de dos religiosas, Inés de la Cruz y Mariana de la Encarnación, funda-
doras de otro monasterio, el de las carmelitas descalzas de la capital. Además,
Sigüenza daba noticia de la existencia de “vestales” en el México prehispáni-
co, vírgenes ofrecidas al servicio de las divinidades, muestra de que en esta
ciudad capital la virtud se había dado antes de la llegada del cristianismo.
Además de las religiosas, México se enorgullecía de poseer las reliquias
del ermitaño Gregorio López, cuya vida ascética había maravillado a la Nue-
va España del siglo xvi y que después de vivir en Zacatecas, la Huasteca y
Oaxtepec había acabado sus días en el pueblo de Santa Fe, cercano a la capi-
tal. En 1616, los huesos del ermitaño fueron trasladados en secreto a México
por Francisco Losa, amigo y confesor del ermitaño, y depositados en el nue-
vo convento de las carmelitas descalzas de la ciudad de México, del cual él
era capellán. Con el tiempo, la fama y los milagros del ermitaño se multipli-
caron, y en 1635 el arzobispo Francisco de Manzo y Zúñiga daba órdenes
para una segunda exhumación, después de la cual el cuerpo del venerable
fue trasladado a la catedral de México, lugar más apropiado para un futuro
beato. El mismo prelado, poco tiempo después, mandaba separar el cráneo
para llevárselo a España, ya que el difunto era madrileño.135 Las reliquias
de López elevaban su cotización ante la inminente apertura de su proceso de
beatificación y su fragmentación y exportación eran sólo una muestra más
de la fama de santidad que el ermitaño comenzaba a adquirir.
El impulso del culto a Gregorio López estuvo vinculado con una imagen
muy popular en la ciudad: el Cristo de Ixmilquilpan, que como vimos había
sido expropiada por el arzobispo Pérez de la Serna para sacralizar la funda-
ción del monasterio de las carmelitas descalzas de la capital en 1616. En las
últimas décadas de la centuria, al igual que sucedió en sus inicios, el episco-
pado le dio un nuevo impulso al culto. En septiembre de 1684, Francisco
135
Gil González Dávila, Teatro eclesiástico..., p. 56.
la era barroca 259
136
A. de Robles, op. cit., vol. ii, pp. 74 y 181.
137
Véase Alonso Alberto de Velasco, Renovación por sí misma de la soberana imagen de Cristo
Señor Nuestro crucificado que llaman de Itzmiquilpan.
138
Véase A. Alberto de Velasco, Exaltación de la Divina Misericordia en la milagrosa renova-
ción de la soberana imagen de Christo Señor N. Crucificado que se venera en la iglesia del Conven-
to de San Ioseph de Carmelitas Descalzas de esta ciudad de México.
139
Véase Domingo de Quiroga, Novena de la milagrosa imagen del Santo Crucifixo que se ve-
nera en el Convento Antiguo de Señoras Carmelitas Descalzas de la imperial ciudad de México.
140
En el siglo xviii, entre 1724 y 1776, William Taylor ha constatado numerosas manifestacio-
nes de fervor hacia la imagen, considerada “celestial médico”, objeto de novenarios públicos y
procesiones a la catedral para solicitar alivio en las epidemias. “Two Shrines of the Cristo Re-
novado: Religion and Peasant Politics in Late Colonial Mexico”, The American Historical Review,
vol. 110, núm. 4: 50 pars. http://www.historycooperative.org/journals/ahr/110.4/taylor.html.
260 la era barroca
141
A. Rubial García, La santidad controvertida…, p. 107.
la era barroca 261
142
José Boero, Los 205 mártires de Japón, p. 23. Sobre la reliquia que se guardaba en Puebla
ver Baltasar de Medina, Crónica de la santa provincia de San Diego de México (México, 1682), li-
bro i, cap. xii, f. 33 v.
143
Julián Gutiérrez Dávila, Memorias históricas de la Congregación de el Oratorio de la ciudad
de México, p. 7.
144
ahcm, acta del 12 de enero de 1629.
145
Elena Isabel Estrada de Gerlero, “Los protomártires del Japón en la hagiografía novohis-
pana”, en Los pinceles de la historia. De la patria criolla a la nación mexicana, p. 84.
262 la era barroca
146
A. de Robles, op. cit., vol. ii, pp. 50 y 228.
147
Felipe de Jesús se celebraba en todos los conventos dieguinos como patrono. En Puebla lo
señala Miguel Alcalá y Mendiola, Descripción en bosquejo de la Imperial Cesárea muy noble y
muy leal ciudad de Puebla de los Ángeles, p. 172.
148
Véase Miguel Sánchez, Sermón de san Felipe de Jesús.
149
Véase Juan de Ávila, Sermón del glorioso mártir S. Felipe de Jesús, patrón y criollo de México.
150
Véase Jacinto de la Serna, Sermón predicado en la santa iglesia catedral de México, en la fiesta
que su ilustrísimo cabildo hizo al insigne mexicano protomártir ilustre del Japón san Felipe de Jesús.
151
Gustavo Curiel, “San Felipe de Jesús, figura y culto”, en Actas del XI Coloquio Internacio-
la era barroca 263
res, lluvias de tierra roja y de ceniza; después de su martirio, los cuervos no to-
caron su cadáver, que destilaba sangre fresca días después de muerto, mientras
que columnas de fuego se levantaban en el cielo para dar testimonio del hecho.
Medina llama a Felipe “clavel, flor y fruto mexicano” y señala que con su mar-
tirio se mostró “la fertilidad del suelo que tal planta y árbol de vida crió”.152
Con “san” Felipe, la puerta estaba abierta para nuevas beatificaciones y
parecía que el martirio era el mejor medio para obtenerlas. Por ello los habi-
tantes de la ciudad de México estuvieron a la expectativa con la apertura del
proceso de otro de sus hijos, el agustino criollo Bartolomé Gutiérrez, que mu-
rió mártir en el Japón en 1632. Su vida, o por mejor decir su muerte, fue des-
crita por primera vez en un librito publicado en Manila en 1638 por fray
Martín Claver.153 Durante el siglo xvii la figura del mártir Bartolomé sirvió a
los más diversos fines: fray Esteban García lo utilizó como bandera para
mostrar la excelencia de las órdenes religiosas sobre el clero secular en las
pugnas que había entre ambos.154 La ciudad de Puebla, que por un error lo
consideraba su hijo, le disputó a México su lugar de nacimiento y la gloria de
ser su patria, en un intento más por obtener supremacía sobre la capital. Va-
rios cronistas, desde el mismo Claver, habían señalado que Bartolomé había
nacido en Puebla y el hecho quedó sacralizado en el Teatro de Gil González
Dávila y en la Historia de fray Diego de Basalenque.155
El hecho no pasó inadvertido para los poblanos que, avalados por tan
incuestionables testimonios, tuvieron desde entonces la certeza de que el se-
gundo mártir criollo que sería llevado a los altares era su coterráneo. La apa-
rición de la obra de Medina sobre la vida del beato Felipe de Jesús, a quien
los poblanos habían jurado por patrono en 1631, movió aún más los ánimos
de los habitantes de Puebla para buscar la beatificación de su propio mártir,
a pesar de que el cronista franciscano expresaba sus dudas sobre la supuesta
oriundez poblana del venerable, asegurando que Bartolomé había nacido en
la ciudad de México.156 La cuestión quedó zanjada en 1683 gracias a fray
José Sicardo, agustino madrileño que tuvo acceso a los archivos de la pro-
vincia del Nombre de Jesús y que escribió un Memorial sobre la patria de fray
nal de Historia del Arte, pp. 55 y ss. Además de los cuadros con su imagen, los franciscanos de
Cuernavaca mandaron pintar en la nave de su iglesia unos murales de su martirio.
152
Véase B. de Medina, Vida, martirio y beatificación del invicto protomártir del Japón san Fe-
lipe de las Casas o de Jesús, franciscano descalzo natural de México.
153
Martín Claver, El admirable y excelente martirio en el reyno de Japón... El opúsculo de Cla-
ver fue reeditado en México en 1666, con algunos agregados, por el criollo Juan Fernández Le-
chuga. La obra lleva el título Relación del martirio del Ven. P. fray Bartolomé Gutiérrez del Orden
de San Agustín de la provincia de México y está citada por José Mariano Beristáin y Souza, Bi-
blioteca hispanoamericana septentrional, vol. ii, p. 152.
154
Esteban García, Crónica de la provincia agustiniana del Santísimo Nombre de Jesús de
México. Libro Quinto, caps. cxvi y cxvii, pp. 346 y 350.
155
G. González Dávila, op. cit., f. 72; Diego Basalenque, Historia…, libro i, cap. xii, p. 148.
156
B. de Medina, Crónica…, “Breve geographica, y panegyrica descripcion de las ciudades,
villas, y pueblos en que están fundados los conventos de esta provincia”, f. 244 v.
264 la era barroca
Entre todas las corporaciones fueron las provincias religiosas las que uti-
lizaron con mayor conciencia y efectividad los recursos que les daba el uso y
control de la escritura, como se puede observar en el epígrafe tomado de la
obra de fray Francisco de Burgoa al hablar de su madre, la provincia de San
Hipólito de Oaxaca y de sus religiosos fundadores. Por otro lado, la territo-
rialidad de estas corporaciones provocaba que sus discursos no se centraran
en una ciudad sino en un ámbito más extenso, pues su interés estaba en exal-
tar la identidad de una corporación que tenía fundaciones en espacios más
161
Inventario de Lorenzo Boturini, agi, Indiferente General, leg. 398, f. 101 r.
162
Juan Francisco Sahagún de Arévalo y José Ignacio Castorena y Ursúa, Gaceta de México,
núm. 138, vol. iii, p. 178; Josefina Muriel, Las indias caciques de Corpus Christi, p. 56.
163
Francisco de Burgoa, Palestra historial de virtudes y ejemplares apostólicos. Fundada del
celo de insignes héroes de la Sagrada Orden de Predicadores en este Nuevo Mundo de la América de
las Indias occidentales (México, 1670), Prólogo al lector.
266 la era barroca
164
Rosa de Lourdes Camelo, “Las crónicas provinciales de órdenes religiosas”, en Brian
F. Connaughton y Andrés Lira, coords., Las fuentes eclesiásticas para la historia social de México,
p. 166.
165
E. Trabulse, “Las crónicas coloniales y nuestra memoria histórica”, en Crítica y heterodo-
xia. Ensayos de historia mexicana, pp. 131 y ss.
166
A. Lavrin, “Misión de la historia e historiografía de la Iglesia en el periodo colonial ameri-
cano”, Anuario de Estudios Americanos, vol. xlvi, núm. 2, pp. 18 y ss.
la era barroca 267
167
Bernard Lavallé, Las promesas ambiguas. Criollismo colonial en los Andes, pp. 157 y ss.
168
E. García, op. cit., cap. lxxxix, p. 268.
169
Fuera de las provincias del centro del territorio, solamente otras tres provincias mendi-
cantes pudieron editar sus crónicas: las franciscanas de Zacatecas (José Árlegui, México, 1737)
y Guatemala (Francisco Vázquez, Guatemala, 1714-1716), y la dominica de Chiapas y Guatema-
la (Antonio de Remesal, Madrid, 1619). Las crónicas de las demás provincias periféricas que-
daron inéditas en su tiempo. No les dedico mayor atención pues se encuentran fuera del límite
espacial propuesto en este estudio.
la era barroca 269
170
Con la crónica de Basalenque están vinculados dos cuadros del templo de San Agustín de
Morelia, obras, al parecer, del padre Simón Salguero. Él y su hermano Pedro, ambos priores en
el convento de Charo (donde estaban originalmente los cuadros), eran criollos y amigos cerca-
nos del padre Basalenque, de quien el segundo escribió una biografía. Los cuadros describen es-
cenas de las vidas de dos de las más prominentes figuras asociadas a la primera misión agustina
en Michoacán: fray Juan Bautista Moya y fray Alonso de la Veracruz. En el primero de los lien-
zos se representan los milagros del apóstol de la tierra caliente. En el segundo a fray Alonso de
la Veracruz en la cátedra de Tiripitío rodeado por sus discípulos agustinos y por Antonio Huit-
zimengari, cacique indígena de Michoacán.
270 la era barroca
171
Patricia Escandón, “Introducción” a A. de la Rea, op. cit., pp. 39 y ss.
172
Francisco de Burgoa, Geográfica descripción de la parte septentrional del Polo Ártico... y si-
tio de esta provincia de predicadores de Antequera, valle de Oaxaca (México, 1674), vol. i, p. 16.
173
Eduardo Ibarra, “Fray Francisco de Burgoa, imagen de una provincia novohispana”, en
Margo Glantz (ed.), Sor Juana Inés de la Cruz y sus contemporáneos, pp. 73 y ss.
la era barroca 271
con las que compartía la necesidad de celebrar a sus religiosos santos. Otro
fue el caso de las órdenes con provincias únicas que poseían una dimensión
menos regionalista, como la de los franciscanos descalzos de San Diego, cuya
historia (impresa en México en 1682) realizó su cronista fray Baltasar de
Medina (1634-1697), franciscano criollo perteneciente a dicha provincia. Su
orden había sido la última de las mendicantes en llegar a Nueva España y, de
hecho, su fundación estuvo determinada por la de la provincia de San Gre-
gorio de Filipinas, que necesitaba un convento de paso en América para los
misioneros que iban al Asia. Esta posición de orden secundaria en Nueva
España llevó a su cronista a exaltar aspectos que no tenían que ver directa-
mente con la orden pero sí con el territorio criollo: descripciones geográficas
y urbanas de las ciudades donde hubo conventos de descalzos; relación de la
fundación de México-Tenochtitlan; el abasto de la ciudad de México; posi-
ción astronómica, riqueza, edificios, autoridades y tribunales de la capital,
etcétera. Y junto a estas noticias misceláneas se entrelaza la presencia de la
Orden de los Descalzos, los privilegios pontificios que recibió la provincia,
sus provinciales y escritores, los beneficios que recibía el reino con sus fun-
daciones conventuales y, sobre todo, su maternidad sobre el único beato
criollo que había dado esta tierra, fray Felipe de Jesús.174 Autor, como vimos,
de una biografía completa del mártir, el padre Medina dedica varios capítu-
los a describir la obra de los descalzos en Filipinas y en Japón. Con una ex-
cepcional conciencia de dirigirse a un amplio público, utilizó un lenguaje
llano y vocablos de uso común, pues buscaba “más ser reprendido por los
doctos que ignorado de los pueblos”. Esta frase define lo que fue la crónica
franciscana: textos que gracias a su carácter misceláneo pudieran ser leídos
tanto por los eruditos como por los lectores comunes.
Frente a esta historia regional o provincial, algunas corporaciones religio-
sas desarrollaron una crónica en la cual la exaltación de la santidad rebasaba
los límites territoriales de la Nueva España colonizada. La Compañía de Je-
sús y los colegios apostólicos de Propaganda Fide, gracias a la activa partici-
pación que tenían en la expansión de las fronteras por su actividad misionera,
produjeron un tipo de crónica y de hagiografía de carácter más general, con
un sentido que podríamos denominar “territorialidad novohispana”.
La Compañía de Jesús era la orden religiosa más compleja y multiétnica
de todas las que actuaron en el territorio. Por su carácter dual como admi-
nistradora de colegios en las principales urbes y de misiones en la frontera
norteña, la provincia mexicana de los jesuitas estaba formada por peninsula-
res y criollos procedentes de varios territorios y, desde mediados del siglo
xvii, por un importante sector de miembros llegados de distintos países
europeos (italianos, alemanes, checos, franceses, polacos, flamencos, irlan-
deses, etcétera). La convivencia de hombres provenientes de tan distintas re-
giones produjo intercambios sumamente fructíferos y sorprendentes. Esta
174
B. de Medina, Crónica…, libro iii, cap. xii, fs. 113v y ss.
272 la era barroca
175
Ignacio Guzmán Betancourt, “La verdadera historia de la conquista del noroeste”, Intro-
ducción a A. Pérez de Ribas, op. cit., pp. xi y ss.
la era barroca 273
176
Véase F. de Florencia, Historia de la provincia de la Compañía de Jesús en Nueva España.
177
Véase F. de Florencia, Menologio de los varones señalados en perfección religiosa de la Com-
pañía de Jesús de la provincia de Nueva España.
178
P. Chinchilla Pawling, op. cit., pp. 321 y ss.
274 la era barroca
jesuitas de España) el tema central son los vaticinios con que fueron anun-
ciadas sus excelsas acciones futuras en América.
Parte importante de la labor de los jesuitas fue también publicitar la obra
de sus compañeros, labor que llevaron a cabo a lo largo de más de cien años
(1640-1760) en los que entregaron a las imprentas novohispanas tres dece-
nas de biografías. Desde la primera, realizada por el rector del Colegio de
San Pedro y San Pablo Luis de Bonifaz sobre Alonso Guerrero, la constante
de estos textos fue mostrar la grandeza del instituto ignaciano a través de sus
personajes ilustres. La mayor cantidad de estas obras pertenece al siglo xviii,
época en la cual se destacó sobre todo Juan Antonio de Oviedo (1670-1757).
Este jesuita, nacido en Santa Fe de Bogotá y educado en Guatemala antes de
ingresar a la Compañía en la Nueva España, escribió las biografías de Anto-
nio Núñez de Miranda, José Vidal y Juan María Salvatierra, personajes de la
centuria anterior a quienes había conocido y veneraba; Oviedo también esta-
ba unido “con amorosos lazos de religiosa familiaridad” a Francisco de Flo-
rencia, cuyo Zodiaco mariano revisó y preparó para su publicación. A su
muerte, Francisco Xavier Lazcano publicó su vida, una de las últimas que se
editarían en México, en la que relataba su viaje a Europa en 1717 como pro-
curador de la provincia ante la Congregación General celebrada en Roma,
describía su labor como visitador de los colegios jesuitas en las Filipinas y
su actividad como provincial de 1729 a 1732 y nuevamente de 1736 a 1739,
así como su desempeño rectoral de los principales colegios en México y Pue-
bla y como prefecto de la congregación de la Purísima. Alrededor del óvalo
grabado con su efigie que ilustra su biografía, el pintor Miguel Cabrera puso
una leyenda que lo llama “americano de la Compañía de Jesús” y en la base
incluyó un letrero en que se señala: “Sus talentos lo llevaron a las tres partes
del mundo. Murió en México a 2 de abril de 1757 y aún queda sirviendo a los
hombres con sus escritos”.179
Este sentido novohispanista fue también característico de los colegios de
Propaganda Fide, los cuales se distinguieron por sus intentos de reactivar la
actividad misional franciscana, que a la sazón había rendido escasos frutos
en las fronteras, y que contrastaba con la gran avanzada misional jesuítica
del siglo xvii. El primero de estos colegios, el de la Santa Cruz de Querétaro
(1683), fue la matriz de la que se desprenderían otros por todo el territorio
novohispano: Cristo Crucificado de Guatemala (1700), Guadalupe de Zacate-
cas (1704), San Fernando de México (1733) y San Francisco de Pachuca
(1733). Andando el tiempo, el Colegio de Santa Cruz de Querétaro llegaría a
ser el más célebre instituto religioso en el centro del país. En ello tuvo mu-
cho que ver la construcción de un gran aparato publicitario que, como vi-
mos, partió del rescate y la apropiación de ciertos símbolos, como el de la
Santa Cruz de piedra del poblado.
179
Véase Francisco Xavier Lazcano, Vida ejemplar y virtudes heroycas del venerable padre
Juan Antonio de Oviedo.
la era barroca 275
180
La obra fue impresa en México por la viuda de José Bernardo de Hogal en 1746. Utilizo la
segunda edición de Lino Gómez Canedo, Washington, Academy of American Franciscan His-
tory, 1964.
181
Para reforzar esta postura se hicieron innumerables pinturas siguiendo el modelo icono-
gráfico de los mártires antiguos: se mostraba al personaje portando los símbolos de su martirio,
atravesado por las lanzas o siendo devorado por los caníbales. Sobre todo los colegios francisca-
nos de Propaganda Fide supieron utilizar muy bien estos medios visuales para obtener apoyo de
las autoridades para sus misiones.
276 la era barroca
182
Isidro Félix de Espinosa, El Peregrino Septentrional Atlante delineado en la ejemplarísima
vida del venerable padre fray Antonio Margil de Jesús, libro ii, caps. 30 y 31, pp. 321 y ss.
183
Ibid., libro ii, cap. 30, p. 319.
la era barroca 277
fray Antonio Margil representaba al héroe cultural de una nueva era, símbo-
lo de una tierra rica en flores de santidad y segura de sí misma.
La conciencia de territorialidad novohispana que se refleja en la cons-
trucción de un personaje como fray Antonio Margil de Jesús tuvo su gesta-
ción durante la segunda mitad del siglo xvii, siendo la obra que la refleja con
más claridad el Teatro mexicano. Sucesos ejemplares históricos, políticos, mi-
litares y religiosos del Nuevo Mundo de las Indias del franciscano fray Agustín
de Vetancurt (1622-ca. 1708), la única historia general impresa en este perio-
do. El modelo usado por el autor fue el Teatro eclesiástico de Gil González
Dávila, editado en Madrid en 1649 y ejemplo de un género nacido, como vi-
mos, con el manierismo.
En este cronista criollo es notable, como en Torquemada, la necesidad
de mostrar las hazañas de los conquistadores que dieron al rey de España
estas tierras, pero sólo como un antecedente de la labor de los frailes que le
ofrecieron las almas redimidas de los indios. A pesar de que su misión princi-
pal fue dar a conocer la labor franciscana en la provincia del Santo Evan-
gelio (para lo cual incluyó un menologio de frailes santos, una descripción
de conventos y una pormenorizada relación de imágenes milagrosas venera-
das en sus templos), la obra rebasó este objetivo e incluyó un sinnúmero de
noticias de todo género. La monumental obra, impresa en México en 1698,
estaba dividida en cuatro partes que daban noticias sobre la geografía, la his-
toria de los mexicas prehispánicos, la conquista de México-Tenochtitlan, la
evangelización franciscana remarcada por las biografías de sus realizadores,
el estado de los conventos de esa orden en el siglo xvii y la descripción de las
ciudades de Puebla y México con su clima, sus plazas, sus calles, sus templos
y sus conventos. Con estos dos últimos apartados con los que terminaba su
obra, Vetancurt inauguraba un género que tendría en la centuria siguiente
en ambas ciudades un importante papel: la crónica urbana.
De hecho, la principal finalidad del cronista franciscano era escribir so-
bre su tierra natal (la ciudad de México) para pagar —como señala explícita-
mente— “una deuda a la patria”, pero de paso también realizaba una labor
didáctica: salir al paso de muchas creencias erróneas que circulaban en Eu-
ropa sobre América. Con ello Vetancurt traspasaba el ámbito local de su pa-
tria chica y mostraba la dimensión territorial novohispana. Para él, cuatro
cosas influían en la forma de ser del hombre: la naturaleza, el alimento, la
abundancia de lo necesario y el ejercicio de las buenas obras. De las tres pri-
meras, la Nueva España era una tierra pródiga, pero era sobre todo en la
cuarta en la que se excedía su grandeza, pues era una tierra de hombres inte-
ligentes y virtuosos que habían construido ricas y hermosas ciudades llenas
de templos y conventos.184 En su obra, desde el mismo título, lo mexicano se
refiere tanto a la ciudad capital como al territorio de la Nueva España, por lo
184
R. de L. Camelo, “Fray Agustín de Vetancurt”, en M. Glantz (ed.), Sor Juana Inés de la
Cruz y sus contemporáneos, pp. 107-116.
278 la era barroca
que este autor puede ser considerado como el primer escritor “novohispanis-
ta”. Esta actitud lo llevó a considerar a las Indias como la parte del mundo
más próspera, pues de sus metales se alimentaban las otras, metáfora que
recuerda los versos de sor Juana citados páginas atrás: “la Nueva España y el
Perú son dos pechos donde Roma, Castilla, Italia, Nápoles, Milán, Flandes,
Alemania, China y las demás provincias del mundo se sustentan de sangre
convertida en leche de oro y plata”.185 Su importancia es tal que el sol en su
viaje astral pasaba del viejo continente al nuevo, pues éste era “más grande,
más rico, más habitable y de mejor y más templado hemisferio, con que los
de Europa vienen a ser Antípodas o Antictones de las Indias”.186
Aunque la obra de Vetancurt tenía un carácter excepcional, cronistas
contemporáneos a él como Medina, Florencia y Burgoa, criollos orgullosos
de sus patrias y de su historia y preocupados por protegerlas del olvido, po-
seían una visión muy similar. La literatura que produjeron (casi toda de ca-
rácter misceláneo aunque su tema central fuese lo religioso) compendiaba
no sólo los hechos del pasado sino también incluía noticias geográficas y
descripciones de su presente. Por medio de esa literatura, que conjuntaba
tiempo y espacio en un afán enciclopédico, se afianzaba la memoria de lo
propio, premisa básica para hacer un balance del momento en el que se esta-
ba, y se generaba una conciencia territorial novohispana que rebasaba los
localismos. Los miembros de esa “república de las letras” estaban además
conscientes de ser herederos de una tradición y citaban a los autores que la
habían construido (Cortés, Bernal, Torquemada, Ixtlilxóchitl, Dávila Padi-
lla, Grijalva, etcétera). En la formación de sus identidades corporativas, los
miembros de estas instituciones religiosas colaboraron para forjar símbo-
los que influyeron tanto en los ámbitos locales como en los regionales y, a la
larga, también en la construcción de la idea de un reino.
La crónica religiosa del siglo xvii fue imitada por dos congregaciones
que no pertenecían al clero regular: la universidad y el oratorio de San Felipe
Neri. La primera había sido fundada por cédula de Carlos V en 1553 bajo los
estatutos de la de Salamanca, aunque estaba regulada por las constituciones
que le dio Juan de Palafox. Diversas corporaciones participaban en sus cinco
facultades: la de Artes, prácticamente inexistente, tenía por función revali-
dar los estudios que se hacían en los colegios jesuitas; las dos de Derecho
(cánones y civil) se encontraban bajo el auspicio de la Audiencia; de la de
Medicina se hacía cargo el tribunal del protomedicato, una especie de orga-
nismo que vigilaba la salud pública, y finalmente la de Teología, la más im-
portante y más poblada, tenía catedráticos de las órdenes mendicantes o clé-
rigos seculares, sobre todo miembros del cabildo de la catedral, institución
que a la larga terminó por controlarla. En 1689 se terminó la única crónica
de la universidad conocida, aunque su autor, el secretario Cristóbal de la
185
A. de Vetancurt, op. cit., trat. ii, introd., p. 17.
186
Ibid., trat. i, cap. 2, p. 5.
la era barroca 279
Plaza y Jaén, nunca pudo verla impresa por las rencillas internas en la ins-
titución y a causa del dictamen negativo sobre su forma narrativa que dio
uno de sus colegas.187 Sin embargo, la crónica representó el único intento en
dicha corporación por rescatar su glorioso pasado y a sus hombres ilustres.
A lo largo de sus páginas, el secretario Plaza, el último de una dinastía de
funcionarios con ese cargo en la universidad, pretendía mostrar, por un lado,
los servicios prestados por sus antepasados a la institución, pero también
exaltar a todos aquellos hombres que con sus letras le dieron brillo y que
fueron promovidos por el rey a importantes cargos, tanto civiles como ecle-
siásticos. Además de la demostración de su carácter pontificio, tema que no
estaba avalado por una documentación suficiente, la finalidad de un cléri-
go como Plaza era dar noticias sobre los hombres ilustres de esta “casa de
la sabiduría”, describir las ceremonias internas que le daban cohesión como
corporación y, sobre todo, mostrar a la universidad como la matriz donde
los criollos se formarían para recibir de la Corona los cargos y dignidades
que merecían.188 A semejanza de las crónicas religiosas, la de Plaza basa su
descripción en los periodos rectorales, pero a diferencia de ellas lo que quiere
resaltar es la sabiduría no la santidad; en este sentido su obra se podría con-
siderar como un antecedente de lo que en el siglo siguiente harían autores
como el oratoriano Juan José de Eguiara y Eguren, quien hace una elogiosa
semblanza del secretario Plaza y cita su crónica.189
Eguiara pertenecía a la otra congregación (la única del clero secular) que
generó ese sentido corporativo de las provincias mendicantes, de la Compa-
ñía de Jesús o de la universidad: el oratorio de San Felipe Neri. Dicha con-
gregación había nacido en 1650 en la ciudad de México a instancias del pres-
bítero Antonio Calderón, quien vio en su creación un medio para reformar al
clero secular, tal como lo había concebido su fundador en Roma un siglo an-
tes. La idea original de este instituto era convocar bajo un ideal que combi-
nara la vida activa de la predicación y el ejercicio de la caridad con la vida de
oración y meditación. Calderón consideraba que los miembros de la congre-
gación debían tener reuniones periódicas para llevar a cabo su labor de ma-
nera ordenada, pero varios de sus seguidores, como el padre Pedroza, co-
menzaron a introducir la novedad de una vida comunitaria cotidiana, para
lo cual era necesario construir casas para la habitación de los sacerdotes y
cambiar el sentido de la congregación por uno nuevo denominado “la Pía
unión”. Este tipo de vida, tan parecido al que llevaban las órdenes regulares,
no fue del agrado de un sector de los congregantes, por lo que la idea del pa-
dre Pedroza recibió una fuerte oposición. A principios del siglo xviii las dos
tendencias que dividían a los oratorianos estaban aún en una pugna latente y
187
Véase Cristóbal Bernardo de la Plaza y Jaén, Crónica de la Real y Pontificia Universidad de
México.
188
Enrique González González y Lorenzo Luna Díaz, “Cristóbal Bernardo de la Plaza y Jaén,
cronista de la Real Universidad”, en La Real Universidad de México..., pp. 49-66.
189
Juan José de Eguiara y Eguren, Bibliotheca mexicana, vol. i, p. 488.
280 la era barroca
Mucho debe al valor de los españoles la conquista, pero más se debe a la dispo-
sición divina […] y se prueba con las veces que la Virgen Santísima les ayudó en sus
conflictos, y las que santiago se apareció en las batallas. Ayudoles Dios entonces con
auxilios favorables, pero castigoles después con sucesos ejemplares, y manifestó su
indignación con los tristes fines, porque no le ganaban a Dios la piedad con los ro-
bos, homicidios y la codicia que mostraron, con crueldades que cometieron, quien
las quisiese leer (si no es que no se quiera afligir) las puede ver del señor don fray
Bartolomé de las Casas en el memorial que intituló Ruina de las Indias.192
190
Cf. J. Gutiérrez Dávila, op. cit.
191
Francisco de la Maza, Los templos de san Felipe Neri de la ciudad de México..., p. 36. Este
autor señala que además de las Memorias históricas, Julián Gutiérrez Dávila publicó: Vida del P.
Domingo Pérez de Barcia, fundador de la casa y voluntario recogimiento de mujeres de San Miguel
de Bethlén en México, y Vuelos amantes de la Sagrada Flor de Palermo.
192
A. de Vetancurt, op. cit., trat. ii, p. 165.
la era barroca 281
193
Sonia Rose-Fuggle, “La revisión de la conquista...”, en Raquel Chang-Rodríguez, Historia
de la literatura mexicana, pp. 264 y ss.
194
A. de Vetancurt, op. cit., trat. ii, p. 168.
282 la era barroca
Una mayor influencia que la crónica de Pareja tuvo sin embargo la otra
obra, influida por el texto de Bernal interpolado por los mercedarios: la His-
toria de la conquista de México, población y progresos de la América septentrio-
nal, conocida por el nombre de Nueva España de Antonio de Solís (1610-1686)
y publicada también en Madrid en 1684. En ella, el cronista oficial hacía
aparecer a Olmedo como uno de los más fieles colaboradores del conquista-
dor, resaltaba su labor como emisario ante Pánfilo de Narváez y se le presen-
taba como el primer evangelizador de los indios, tal como lo mostraba la vi-
sión mercedaria. En una escena al principio de la conquista, Solís lo describe
intentando convertir a los embajadores de Moctezuma y después, durante su
estancia en Tenochtitlan, procurando persuadir al mismo emperador de que
se bautizara, con nulos resultados, cuando estaba moribundo víctima de la
pedrada fatal. Finalmente, Olmedo era mencionado por Solís como el prime-
ro en introducir el bautizo entre los señores indígenas, primero a Maxica-
tzin, el cacique tlaxcalteca, y después a Ixtlilxóchitl, el señor de Tezcoco.197
Aunque inspirada por el texto de Bernal, la obra de Solís rebasó el alcance
que aquella tuvo tanto en Europa como en América. Fue por ejemplo tradu-
cida a varias lenguas europeas (francés, inglés, italiano y alemán), y de ella se
hicieron numerosas ediciones en castellano. Con este texto la figura de Cor-
tés quedó sacralizada como el héroe invicto e indiscutible de la empresa con-
quistadora. Solís, además, contrastaba el valor de los españoles, con la fero-
cidad de los aztecas, más propia de los brutos que de hombres. En curiosa
aposición se mostraba a un pueblo con senado, jueces, órdenes de caballería
y una educación moral sólida, pero con una religión diabólica y detestable.198
A lo largo de las últimas décadas del siglo xvii, la capital de Nueva Espa-
ña vivió una recepción inusitada de las obras de Bernal y de Solís que se
plasmó en numerosas imágenes en biombos, óleos sobre tela y pinturas de
“enconchados”. Nunca antes ni después se dio un despliegue tan amplio del
tema de la conquista y el hecho pudo deberse a la llegada del virrey conde de
Moctezuma, aunque al parecer ya desde su antecesor, el conde de Galve,
existieron muestras de tal interés. En los biombos se repitió una fórmula que
se volvió habitual: uno de los frentes se dedicó a la conquista y el otro a la
vista de la ciudad de México. En el primero se representó a lo largo de sus
diez hojas un registro de las hazañas de Cortés mediante una narración en la
que unas escenas se entremezclaban con otras, aunque siguiendo una se-
cuencia cronológica que se iniciaba con el “encuentro” entre Cortés y Moc-
tezuma en 1519 y terminaba con la caída de la ciudad y el asedio de los ber-
gantines a Tlatelolco, el último reducto de la resistencia mexica. Además de
Cortes, a lo largo de esta secuencia aparecen personajes protagonistas, y si-
197
Antonio de Solís y Rivadeneira, Historia de la conquista de México, población y progresos
de la América septentrional, conocida por el nombre de Nueva España, libro v, cap. v, p. 283 y cap.
xii, p. 307.
198
Benjamín Keen, La imagen azteca en el pensamiento colonial, pp. 186 y ss.
284 la era barroca
199
J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de la
historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 51-107.
200
Este tipo de representaciones contrastaba con la Civitas, es decir, vistas en las que el espa-
cio urbano se llenaba con el bullicio de la vida humana, como en la famosa vista de la plaza
mayor pintada por las mismas fechas por Cristóbal de Villalpando. Al igual que en el texto sobre
la ciudad de México escrito por su contemporáneo fray Agustín de Vetancurt, el cuadro era un
“teatro” compendiado por el que transitaban los actores, nobles y plebeyos, que habitaban la
ciudad imperial.
la era barroca 285
ries. Todas las tablas de las series tienen varias escenas representadas e iden-
tificadas por medio de números o letras, cuya relación se haya en las cartelas
que las acompañan. En ellas se observa la intención de adecuarse a la secuen-
cia cronológica marcada por los textos de los cronistas que les sirvieron de
referencia: Bernal y Solís. Varias de estas obras se han vinculado con el patro-
cinio de dos virreyes, el conde de Galve y del conde de Moctezuma, y con el
taller de los hermanos Miguel y Juan González, quienes firmaron en 1698 al-
gunos de esos enconchados.201 Pero sobre todo se han visto detrás de ellos la
influencia no sólo de las crónicas mencionadas, sino también la presencia de
un estudioso criollo del pasado novohispano: Carlos de Sigüenza y Góngora.
En efecto, este polígrafo dejó un elogioso retrato del conquistador Her-
nán Cortés en su obra Piedad heroica, encargada posiblemente por los des-
cendientes del marqués para describir el hospital de Jesús. Escrita en fecha
incierta entre 1691 y 1694 e impresa sin portada, esta obra (cuyo título fue
puesto por Cayetano Cabrera Quintero en el siglo xviii) debió formar parte
de su inacabada obra Teatro de las grandezas de México. Para Sigüenza el
conquistador tenía méritos suficientes para aparecer entre los grandes hé-
roes de la Antigüedad clásica a quienes incluso superaba. Al compararlo con
Eneas, el fundador de la vieja Roma, no sólo convertía a México en la nueva
Roma sino lo mostraba como un dechado de virtudes caballerescas, aunque
Cortés se mostraba superior al héroe pagano; primero porque gracias a él se
introdujo la cristiandad en estas regiones, y después por su piedad religiosa
que lo llevó a erigir templos para alabar a Dios y obras de caridad en benefi-
cio de los pobres.
“Siendo hoy lo más bien parado de la América, lo que para ofrecerle a
Dios conquistó su brazo. Y si era su cuidado erigirle templos, y altares por
donde iba de paso a continuar sus empresas, como fue en Cozumel, en Ta-
basco, en Cempoala, en Tlaxcalan, y en otras partes, que no es de creer que
haría en México, que fue el destino de su fortuna, el norte de sus acciones, y
por eso el empleo de su cariño”.202
Tomando como pretexto la descripción del hospital, la obra de Sigüenza
entreteje los hechos milagrosos acaecidos en la institución con el tema histó-
rico de la fundación y construcción del edificio y de su templo y las hazañas
de Cortés, héroe fundador de su patria criolla, México-Tenochtitlan.203
El mismo Sigüenza utilizó el modelo cortesiano en otra de sus obras: el
Mercurio volante, relación sobre la reconquista de Nuevo México llevada a
201
De las seis series que se conocen por lo menos tres están muy relacionadas: la de los du-
ques de Moctezuma, la del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires y la del Museo de América de
Madrid. María Concepción García Sáiz, “La conquista militar y los enconchados. Las peculiari-
dades de un patrocinio indiano”, en Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva
España (1680-1750), pp. 109-141.
202
C. de Sigüenza y Góngora, Piedad heroica de don Fernando Cortés, p. 3.
203
Antonio Lorente Medina, La prosa de Sigüenza y Góngora y la formación de la conciencia
criolla mexicana, p. 119
286 la era barroca
cabo en 1695 por el capitán Diego de Vargas Zapata. Este nuevo Cortés tenía
el valor, magnanimidad y piedad del conquistador de Tenochtitlan. Como el
capitán extremeño logró una gran victoria sobre los numerosos indios rebel-
des con un pequeño ejército; don Diego aprovechó las disputas internas de
los confederados para recuperar Santa Fe, la capital, y recibió la ayuda de in-
dios “amigos”. Las arengas del conquistador están cargadas de “decoro” y
piedad y junto con las armas consiguieron que los apóstatas regresaran a la
luz del Evangelio.204
Ese mismo espíritu cortesiano seguía aún vivo en el siglo xviii, aún cuan-
do los marqueses del Valle ya no radicaran en la ciudad sino en Italia. Frente
a su palacio, situado sobre el lado poniente de la catedral, se construyó un
verdadero santuario cortesiano en la primera mitad del siglo xviii en la anti-
gua capilla de los talabarteros. En ese lugar, según una tradición menciona-
da por el viajero fray Francisco de Ajofrín, el águila y la serpiente se habían
aparecido a los aztecas y ahí el padre Olmedo había celebrado la primera
misa.205 En ese mismo lugar, según otra tradición, estuvo el templo de Hui-
tzilopochtli, cuyo ídolo derribó Cortés, convertido en paladín de la cruz en
América. Plazoleta y capilla estaban situadas en el punto de entrada a la pla-
za mayor por el que los virreyes hacían su arribo oficial al corazón de la ciu-
dad. Éste era por tanto un monumento público que marcaba el tránsito entre
las casas del Marquesado (símbolo de la nobleza local) y el palacio virreinal
(sede de los poderes españoles), el pórtico de entrada a la zona de los festejos
oficiales. La cruz venerada en la capilla recordaba la divisa del estandarte de
Cortés, con claras alusiones constantinianas: “Seguid la cruz, porque si tu-
viéramos fe, con esta señal venceremos”. Ese sentido salvífico tenían tam-
bién los cuadros que en ella se colocaron en la tercera década del siglo xviii,
una serie de cuatro lienzos del pintor José Vivar y Balderrama. En uno de
ellos se representaba la primera misa en Tenochtitlan, celebrada por Olmedo
ante unos devotos españoles encabezados por Cortés, y unos indios asom-
brados. En ella contrasta la actitud de respeto de Moctezuma frente a la alta-
nería de Cuauhtémoc, en una posición de abierta simpatía hacia el primero.
El segundo cuadro narraba el bautizo de un señor (Cuauhtémoc, según una
referencia del siglo xix) por manos del mismo fraile y bajo el padrinazgo de
Cortés como acto fundacional del cristianismo en Nueva España. En el ter-
cero se representaba la humillación de Cortés ante los franciscanos; la esce-
na, narrada por Vetancurt, es un elogio del sacramento de la Penitencia pues
el conquistador es azotado por fray Martín de Valencia por llegar tarde a
misa. El cuarto y último cuadro representaba la aparición de la virgen de
Guadalupe, elogio de la mariofanía por la que se mostraba la elección divina
hacia el Nuevo Mundo. La serie en su conjunto constituía una exaltación del
papel salvífico que tuvo Cortés, el Moisés que rescató a los indios de la idola-
204
Ibid., pp. 160 y ss.
205
F. de Ajofrín, op. cit., vol. i, p. 55.
la era barroca 287
tría para llevarlos a la tierra prometida, la cual se había constituido como tal
gracias al milagro del Tepeyac.206
Esa misma admiración y respeto por Hernán Cortés podía verse en Tlax-
cala, en cuyas Casas Reales se guardaba un pendón de batalla que les había
obsequiado el conquistador y cuyo “paseo” o traslado era considerado, como
en la capital, un acto central de los festejos fundacionales. La única diferen-
cia era que en Tlaxcala la fiesta se celebraba el 15 de agosto, día en el que se
había consolidado la alianza con Cortés y el aniversario de su conversión a la
fe, y no el 13 de agosto.207 La presencia de Cortés también se hizo patente en
varios cuadros que representaban el bautizo de los cuatro señores, en los que
el conquistador aparecía como padrino. El hecho de representar el bautis-
mo, ceremonia de entrada a la religión cristiana, curación de la perversidad
demoniaca y abjuración de la idolatría, era la mejor manifestación de la an-
tigüedad de la tradición cristiana entre los tlaxcaltecas, lo que los convertía
en cristianos viejos. Pero además, el bautismo constituía un acto fundacio-
nal que significaba no sólo la entrada al ámbito de la cultura occidental, sino
también el símbolo de la alianza con los españoles antes de que éstos toma-
ran la capital mexica. De alguna forma, como había sucedido en el siglo xvi,
los bautizos eran un acto civil y religioso de reconocimiento de legitimidad
de un gobernante indígena. La presencia de Cortés en ellos convertía el bau-
tismo en un rito de sujeción y vasallaje al rey de España, lo que otorgaba
derechos sobre el señorío a los descendientes, que eran quienes mandaban
pintar el cuadro. Se exaltaba así, con el acto fundacional del bautismo, el re-
conocimiento del cacique y de sus sucesores como legítimos gobernantes del
pueblo. Los caciques tlaxcaltecas de fines del siglo xvii tenían, por tanto,
conciencia de que un hecho histórico podía ser el aval de sus derechos.
Fuera de México y Tlaxcala no nos quedan muchas constancias de una
celebración de la conquista o de una exaltación de la figura de Cortés en otras
ciudades, sobre todo españolas. En cambio, en el ámbito indígena, el con-
quistador se volvió un símbolo de la alianza de las comunidades con el ré-
gimen español, como veremos sucedió con los “títulos primordiales” elabo-
rados entre finales del siglo xvii y principios del xviii. Un cuadro en el Museo
Regional de Oaxaca de principios del siglo xviii, en que aparecen Cortés y
Moctezuma a los pies de un Santiago a caballo, nos hace pensar en una imi-
tación de los patrones de la capital. Lo más significativo del cuadro es que el
estandarte con el águila bicéfala de los austrias lo porta el contingente indí-
gena de Moctezuma.
Frente a la gran fidelidad tlaxcalteca a la figura de Hernán Cortés y la
enorme difusión de los temas de la conquista en biombos y enconchados,
resulta por demás extraño que la celebración de la conquista en la ciudad de
México el día 13 de agosto sufriera un enfriamiento desde finales del siglo
206
J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en op. cit., p. 103.
207
J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala..., pp. 170 y ss.
288 la era barroca
xvii; con el pretexto de que los festejos coincidían con la temporada de llu-
vias, muchos nobles se excusaban de acudir. En 1721, a raíz de la conmemo-
ración del 200 aniversario de la conquista de Tenochtitlan, el virrey pidió al
secretario del ayuntamiento que buscara en los archivos para ver como se ce-
lebraba la fiesta en sus remotos orígenes del siglo xvi. La celebración se hizo
con corridas de toros, justas caballerescas, danzas en la catedral y fuegos ar-
tificiales. Se incluyeron además algunas novedades, como el desfile de los
gremios y de los caciques y cofradías indígenas (para celebrar “los singulares
beneficios” que los indios habían recibido con la conquista), algo totalmente
inusual en este tipo de celebración.208 Éste era el primer intento llevado a
cabo por parte de las autoridades virreinales para rescatar la fiesta del Pen-
dón como un recuerdo de la conquista, algo que al parecer ya no formaba
parte sustancial del interés de los criollos.
Este desinterés criollo por la fiesta de la conquista se dio de manera pa-
ralela a la aparición de varias vías de acceso a cargos de gobierno que la Co-
rona abrió para los nacidos en Indias: numerosos episcopados de las sedes
sufragáneas recayeron en criollos a lo largo del siglo xvii; se les abrió también
el campo de los oficios vendibles, como la Secretaría de Gobernación, que
tuvo a su cabeza al criollo Pedro Velázquez de la Cadena por más de cuarenta
años; desde 1678 también entraban a la venta los cargos de corregidores, tra-
dicionalmente concedidos a los virreyes para sus allegados y abiertos ahora
para los americanos;209 por último, los nombramientos de oidores en varias
audiencias recayeron también en criollos. Con todo esto, el discurso de la
conquista, que había sido utilizado en la época anterior como el argumento
principal para obtener cargos y prebendas como recompensa por las hazañas
de sus abuelos, quedaba hasta cierto punto sin efecto.
A pesar de este aparente desinterés, la conquista seguía siendo para los
habitantes de la capital su hecho fundador, un hecho en el cual los indios co-
menzaron a tener un valor simbólico tan importante o más que los mismos
conquistadores.
208
Linda A. Curcio-Nagy, The Great Festivals…, p. 78.
209
Algunos corregimientos como el de Veracruz, Puebla, San Luis Potosí y Acapulco se ha-
bían mantenido en manos del rey por su situación clave desde mediados del siglo xvii; pero en
1678, aprovechando que en México y Lima gobernaban arzobispos virreyes, la Corona se apro-
pió el derecho de nombrar todos los cargos, los cuales entraron en el sistema de oficios vendi-
bles. Alejandro Cañeque, The King’s Living Image..., pp. 168 y ss.
la era barroca 289
Y claro está que fuera monstruosidad censurable el que, para manifestar su rego-
cijo, los indios se valiesen de extrañas ideas, cuando en sus emperadores y reyes
les sobró asunto para el lucimiento y la gala; la que todos vestían era la antigua,
que en las pinturas se manifiesta y que en la memoria se perpetúa, siendo en to-
dos tan uniforme el traje, como rica y galante la contextura de sus extraordina-
rios adornos.210
210
C. de Sigüenza y Góngora, Las glorias de Querétaro…, p. 48.
211
B. Keen, op. cit., pp. 200 y ss.
290 la era barroca
212
El primero que dejó noticia de esta colección fue su sobrino, Gabriel López de Sigüenza,
en la carta dedicatoria al Oriental Planeta Evangélico (José Toribio Medina, La imprenta en Méxi-
co, vol. iii, p. 243). José de Eguiara y Eguren, por su parte, refiere que Sigüenza donó al colegio
de los jesuitas cuatrocientos setenta volúmenes, pero algunos otros debieron parar en otros he-
rederos. Bibliotheca mexicana, vol. ii, p. 735.
213
Irving A. Leonard, Don Carlos de Sigüenza y Góngora. Un sabio mexicano del siglo xvii,
pp. 192 y ss.
214
El mismo Sigüenza incluyó en su Lunario de 1681 un resumen de este texto más amplio
al que intituló Noticia cronológica de los reyes, emperadores, gobernadores, presidentes y virreyes
de esta nobilísima ciudad de México.
215
E. Trabulse, Los manuscritos perdidos de Sigüenza y Góngora, p. 57.
la era barroca 291
216
A. Cañeque, “Espejo de virreyes…”, en José Pascual Buxó (ed.), Recepción y espectáculo...,
pp. 208 y ss.
217
C. de Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas, pp. 23, 48, 131 y 137.
292 la era barroca
cornucopia que el virrey vertía sobre la capital, que era el personaje princi-
pal de la tercera parte del texto. Ahí, unas octavas exaltaban a la ciudad de
México, que estaba colocada en la parte superior del arco entre nubes y “re-
presentada por una india con su traje propio y con corona murada, recarga-
da en un nopal que es su divisa o primitivas armas”. México-Tenochtitlan,
con su glorioso pasado imperial detrás, se ofrecía al nuevo gobernante como
su espacio de actuación pero, como mostraba su posición preeminente, en
sus propias condiciones.218
Sigüenza se refirió a los aztecas de acuerdo con los códigos retóricos cor-
tesanos de su época, para hacerlos accesibles a sus mecenas (los virreyes y el
cabildo de la capital). Detrás de estas versiones retóricas de un pasado indí-
gena imperial (a la romana) se buscaba acabar con la discriminación hacia
los criollos y crear imágenes de prestigio. El mundo indígena prehispánico
no era aún visto como el pasado de los criollos sino sólo como un medio
para dar a la patria un timbre de orgullo, para cambiar la imagen que de ella
tenían los europeos, incrédulos de que en América se diera nada bueno.219
Autores como Sigüenza le daban a la capital una digna y honorable antigüe-
dad, homologándola con la Roma imperial y con la prestigiosa cultura egip-
cia, cuna de la sabiduría. Esta recuperación histórico-retórica del mundo
prehispánico coincidió con la expansión del hermetismo, impulsado por el
jesuita Athanasius Kircher, y con el sincretismo introducido por la Compa-
ñía de Jesús; ambas coadyuvaron en la inserción del mundo prehispánico en
la sabiduría universal nacida en Egipto y extendida por Grecia, Roma, Per-
sia, India y China, zonas estas tres últimas en las cuales los jesuitas tenían
misiones. El mismo Kircher había hecho comparaciones entre las pirámides
de Egipto y de Mesoamérica para demostrar que la expansión de la sabidu-
ría hermética había llegado hasta acá.220 En los discursos criollos el mundo
indígena anterior a la conquista perdía así la carga demoniaca que le dieron
los frailes del siglo xvi. Sigüenza y sus contemporáneos, partiendo de la idea
de “pagano civilizado” elaborado por la nobleza indígena y por esos mismos
frailes, y retomando el tema del “imperio mexica como imperio romano” de
la obra de Torquemada, convirtieron el pasado político mexica y sus logros
culturales (astronómicos y calendáricos, sobre todo) en el fundamento y or-
gullo tanto de la capital como de todo el reino.
Sigüenza, educado por los jesuitas, gozaba de gran reputación entre los
contemporáneos como profundo conocedor del mundo indígena. El francis-
cano fray Agustín de Vetancurt hablaba de él y de lo útiles que le resultaron
218
A. Lorente Medina, op. cit., pp. 32 y ss.
219
Alejandro Montiel Bonilla, El teatro de virtudes de Sigüenza y Góngora. ¿Pilar del naciona-
lismo o texto cortesano del siglo xvii?, pp. 122 y ss.
220
Atanasius Kircher revalorizaba las civilizaciones no cristianas del Oriente y asoció las ci-
vilizaciones azteca e inca con el mundo egipcio, con ello, el pasado indígena de América queda-
ba integrado a la cultura universal, con lo que se diluía el carácter demoniaco del que lo habían
revestido la mayoría de los frailes del siglo xvi.
la era barroca 293
221
A. de Vetancurt, op. cit., Catálogo de autores, sin página.
222
Francisco Cervantes de Salazar, Crónica de la Nueva España, pp. 277 y 281.
294 la era barroca
paso y lo protegían del sol con una gran sombrilla o “mosqueador de rica
plumería”. Catorce personajes, su séquito, lo rodeaban con veneración mien-
tras bailaba al son de varios instrumentos y cantos y al final todos se dirigían
reverentes al Santísimo Sacramento. El acto terminaba con el juego del vola-
dor. El cronista concluye: “no puede dejar de ser gustoso a los fieles católicos
el ver rendida la antigua gentilidad a los pies de su redentor”.223
El otro espacio festivo en el que aparecía Moctezuma fue la recepción de
los virreyes durante la cual se podía admirar a un personaje ataviado como
el emperador vencido, con un lujoso traje y rostro cubierto por una máscara,
que le hacía entrega al nuevo gobernante de su corona, simbolizando la suje-
ción del reino novohispano al rey de España. Lo que para la autoridad envia-
da desde España constituía un paseo que avalaba la conquista y el dominio
de los reyes sobre el territorio y una renovación de los votos de obediencia al
imperio, para los criollos y los indígenas era un espacio que les permitía la
reafirmación de su orgullo, oculto detrás de esa ciega lealtad que los novo-
hispanos decían tenerle a la monarquía.224 En 1640, en la fiesta de recepción
del marqués de Villena, marcharon en una mascarada, a los lados de un ca-
rro triunfal, dos personajes que representaban a Hernán Cortés y al empera-
dor Moctezuma, y cuando llegaron ante el marqués se detuvieron y entabla-
ron un diálogo con la ninfa México.225
El tema se repitió en los festejos celebrados alrededor de la canoniza-
ción de algunos santos, como sucedió en 1672 con motivo de la elevación a
los altares de san Francisco de Borja, que coincidió con el centenario de la
llegada de la Compañía de Jesús a México. En la celebración los estudiantes
del colegio jesuita de San Pedro y San Pablo y los mismos jesuitas organiza-
ron un soberbio festejo que duró varios días. El domingo 7 de febrero de
1672 se inició la celebración con una mascarada en la que participaron tres-
cientas personas distribuidas en cinco compañías, las cuales desarrollaron
temas alegóricos alrededor de otros tantos carros triunfales para “doctrinar”
y deleitar a los espectadores. El más destacado era uno que se distribuía al-
rededor de un cuadro sobre un caballo que representaba a América en traje
de india sentada a la orilla del mar y recibiendo a una nave en la que venían
los primeros sacerdotes de la Compañía a Nueva España. Al lienzo lo pre-
cedían cuatro jovencitos cargando carcajes con flechas y arcos dorados en
las manos y lo seguían sesenta y siete niños criollos vestidos a la usanza de
“los antiguos mexicanos”, con joyas, tiaras y encajes. La alegoría la cerraba
un “caballerito” que representaba al emperador Moctezuma, en un trono
rodeado de riquezas y coronado con una corona de plata con un águila y un
nopal.226
223
A. Pérez de Ribas, op. cit., libro xii, cap. xi, pp. 739 y ss.
224
Víctor Mínguez, Los reyes distantes. Imágenes del poder en el México virreinal, p. 32.
225
Véase Anónimo, Zodiaco regio, templo político al excelentísimo señor don Diego López Pa-
checo Cabrera y Bobadilla, marqués de Villena.
226
Anónimo, Festivo aparato…, f. 10 r. y ss.
la era barroca 295
227
J. Cuadriello, “Xavier indiano…”, en op. cit., pp. 119 y ss. Este autor habla de otro cuadro
atribuido a Juan Sánchez Salmerón en el que sólo aparece Moctezuma recibiendo el bautismo
de san Francisco Xavier y da otros ejemplos similares en el Perú con los incas.
228
Efraín Castro Morales, Fiestas jesuitas en Puebla, 1623, p. 33.
229
Este biombo lo dio a conocer Marita Martínez del Río en su artículo “Una visión singular
de la conquista de México”, en Elisa Vargas Lugo (ed.), Imágenes de los naturales en el arte de la
Nueva España, pp. 125 y ss.
296 la era barroca
Venía Moctezuma sobre los hombros de sus favorecidos, en unas andas de oro
bruñido, que brillaba con proporción entre diferentes labores de pluma sobre-
puesta, cuya primorosa distribución procuraba obscurecer la riqueza con el arti-
ficio. Seguían el paso de las andas cuatro personajes de gran suposición, que le
230
J. Cuadriello, “Moctezuma a través de los siglos”, en Víctor Mínguez y Manuel Chust
(eds.), El imperio sublevado. Monarquía y naciones en España e Hispanoamérica, pp. 111 y ss.
231
Pablo Escalante, “Moctezuma, Sigüenza y Cosme III”, en E. Vargas Lugo, Imágenes de los
naturales en el arte de la Nueva España, pp. 210 y ss.
la era barroca 297
232
A. de Solís y Rivadeneira, op. cit., libro iii, cap. x, p. 159.
233
Moctezuma aparecía también en otra festividad, la jura de los reyes. Después de 1621,
según Arias de Villalobos, en las juras de los reyes, los coheteros colocaban sobre dos canoas
unos juegos artificiales con figuras que representaban al emperador Moctezuma y a otros líde-
res precolombinos arrodillados frente a un león, símbolo de la Corona española. Curcio-Nagy,
The great festivals…, p. 50.
234
A. de Solís y Rivadeneira, op. cit., libro iii, cap. iii, pp. 203 y ss.
298 la era barroca
veía este acto de sujeción de Moctezuma como un símbolo del pacto entre
sus comunidades y el rey de España. En función de la obtención de privile-
gios, era mucho más beneficiosa la idea de un vasallaje derivado de una
alianza que la sumisión obtenida por una conquista armada.235
Moctezuma, convertido en el rey de Nueva España, avalaba con su pre-
sencia la existencia de un imperio anterior a la conquista y de un pacto por
el cual éste se insertaba en el sistema monárquico hispano, pero conservan-
do los privilegios que Moctezuma había conseguido al entregarlo a Cortés.236
Con este acto no sólo dejaba a sus herederos, los criollos y nobles indígenas,
una serie de privilegios, sino además se convertía en el rey fundador de Nueva
España. De hecho Moctezuma era el puente entre los mundos anterior y pos-
terior a la conquista, dos realidades unidas por una continuidad ininterrum-
pida.237 Frente al discurso de la monarquía hispánica, que consideraba a los
reinos de las Indias como “cosa y parte de la Corona de Castilla” (de acuerdo
con la definición de ideólogos como Antonio de León Pinelo y Juan de Solór-
zano y Pereyra),238 los criollos de la ciudad de México elaboraban un discurso
en el que Moctezuma y su imperio, la Nueva España se convertía en un reino
asociado que había pactado con Carlos V y no en un territorio sometido y obli-
gado a pagar tributos como derecho de conquista. A partir del autonomismo
municipal medieval y ante la ausencia de cortes o de cualquier aparato de re-
presentación como los que tenían los reinos peninsulares, los criollos usaron
el pasado indígena de la capital para equipararse a Aragón y a Navarra.
Por su carga indigenista, la presencia del emperador Xocoyotzin como
rey de México trascendió el ámbito de las elites criollas e indígenas y se con-
virtió en un tema popular; el hecho se puso de manifiesto durante los funera-
les de la pequeña hija del virrey José Sarmiento de Valladares, conde de Moc-
tezuma, muerta en 1697 y considerada como descendiente directa del gran
tlatoani por línea materna. El pequeño cadáver fue acompañado por las au-
toridades urbanas y por el pueblo en una apoteósica despedida, lo que no era
un hecho común cuando moría el hijo de algún virrey.239
Esa presencia popular se puede observar también en dos casos inquisito-
riales del siglo xvii. En 1650 el cerero Pedro López declaraba en el juicio de
la vidente Josefa Romero que, después de asistir a un mitote de los indios en
un tablado, enternecido con la figura de Moctezuma, había preguntado a la
acusada por la suerte de un rey tan digno y justo. La vidente le aseguró que
el monarca azteca no se había condenado, que antes de morir había pedido
235
J. Cuadriello, “Moctezuma a través de los siglos”, en V. Mínguez y M. Chust (eds.), op. cit.,
pp. 110 y ss. La imagen de Moctezuma también tuvo un fuerte influjo en Europa. Carmen Val Ju-
lián, “Rey sin rostro...”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xx, núm. 77, pp. 105-122.
236
J. Cuadriello, “Los jeroglíficos de la Nueva España”, en Juegos de ingenio y agudeza..., p. 88.
237
Ibid., pp. 71 y ss.
238
Carlos Garriga, “Patrias criollas…”, en Eduardo Partiré (coord.), La América de Carlos IV,
pp. 43 y ss.
239
Giovanni Gemelli Careri, Viaje a la Nueva España, p. 120.
la era barroca 299
240
Testimonio de Pedro López de Covarrubias, México, 4 de abril de 1650. agnm, Inquisición,
432, fol.473r.
241
agnm, Inquisición, 633.4, fols. 413r-417r. Citado por Fernando Cervantes, El Diablo..., p. 63.
242
Herbert Bolton, Rim of Christendom: A Biography of Eusebio Francisco Kino, Pacific Coast
Pioneer, p. 286.
243
Enrique Florescano, Memoria mexicana. Ensayo sobre la reconstrucción del pasado, p. 212.
244
Sor J. I. de la Cruz, “Anotaciones a la loa para el auto del Divino Narciso”, en Segundo
volumen de las obras de..., p. 198.
300 la era barroca
del rey y en los extremos dos figuras femeninas coronadas, una España con
cetro y corona, otra Nueva España con copilli y abanico de plumas. El em-
blema de la india cacica ya tenía aquí sus connotaciones geopolíticas: una
figura coronada que daba al reino un sentido de autonomía, gracias a la ma-
jestad y autoridad de su glorioso pasado indígena, y que resaltaba el sentido
de pacto por el cual se había vinculado al imperio español.245
Esta figura se puede observar también en el lienzo sobre el Triunfo de la
Iglesia, que Cristóbal de Villalpando pintó para la sacristía de la catedral
de México; América, junto con las otras partes del mundo, ofrece su corona de
oro a la Iglesia; lo interesante de la alegoría es que, aunque está vestida con
un traje europeo y está parada sobre un cocodrilo (como se representaba a
América en la Iconología europea de Cesare Ripa), lleva sobre la cabeza un
águila encima de un nopal y un penacho de plumas verdes atado a su brazo,
uno de los emblemas de los emperadores mexicas. En esa creación se puede
notar la preeminencia de la capital que para entonces ya asociaba a todo el
reino con sus propios símbolos urbanos, el imperio azteca y el águila y el no-
pal.246 Una América asimilada ya a Nueva España aparecía también por las
mismas fechas en Europa en el grabado de la portada de la Historia de Solís
de 1684, pero en él la imagen era la de una india desnuda con penacho de
plumas, representación que contrasta con la riqueza del vestido de la Améri-
ca/Nueva España del criollo Villalpando.247
Esa misma asimilación de toda América sólo a su parte septentrional po-
día verse también en las danzas y cuadros que representaban los cuatro con-
tinentes, tema europeo que tuvo gran aceptación en Nueva España, aunque
modificando de nuevo la representación de la pareja americana que en Euro-
pa estaba desnuda, muestra de su salvajismo. En el reverso del biombo del en-
cuentro atribuido a Juan Correa (reseñado páginas atrás) aparece una alegoría
de las cuatro partes del mundo, cada una en la figura de una familia real ata-
viada con lujo acompañada por los animales emblemáticos de cada continen-
te. América está representada por un indio galante (el Occidente según vimos
en la loa de sor Juana) y una cacica con un periquito posado en su mano.
Este tipo de personificaciones continentales se empleaban también en la
fiesta, sobre todo en la de Corpus Christi, a modo de gigantones con el pro-
pósito de simbolizar la difusión de la fe en todos los confines del orbe. En un
245
J. Cuadriello, “Los jeroglíficos de la Nueva España”, en op. cit., pp. 90 y ss.
246
El águila tenía fuertes cargas emblemáticas hispánicas vinculadas con la monarquía y la
divinidad. Se consideraba que era el único ser vivo que podía ver directamente al sol y por lo
tanto simbolizaba una actitud mística de búsqueda de Dios; también se le veía como un ave fénix
que cuando llegaba a la vejez se arrojaba al sol para abrasarse y con ello rejuvenecer. En México,
el águila del escudo de la antigua Tenochtitlan fue utilizado en dos sentidos metafóricos. Uno
positivo, la veía como la virtud que vence al vicio simbolizado en la serpiente; el otro negativo,
como representación de la idolatría pagana que fue vencida por la otra águila, la hispánica.
247
A. Rubial García, “Se visten emplumados…”, en J. P. Buxó (ed.), La producción simbólica
en la América colonial, p. 250.
la era barroca 301
cuadro firmado por un pintor de apellido Arellano se les puede ver en los
festejos del traslado de la virgen de Guadalupe a su nuevo santuario. En él,
junto a las parejas vestidas “a la turca” que representaban Asia y África, Eu-
ropa aparecía bajo las efigies de los reyes de España, Carlos II y su esposa, y
América como un “indio galante” y una india cacica, ambos con vestidos lu-
josos y coronados con sus copilli, como reyes, y no como los dos salvajes se-
midesnudos dados a conocer en Europa. Las ricas vestimentas mostraban
una civilización sofisticada que estaba a la altura de cualquiera de las del
viejo mundo. Es muy significativo que en la representación teatral los gigan-
tones tuvieran los atributos imperiales mexicas, por lo que la asociación del
rey con Moctezuma y de la reina con Nueva España debió ser obvia para to-
dos. Por otro lado, la presencia de estas figuras en las fiestas de Corpus en
todas las ciudades del territorio las convirtieron en un símbolo generalizado
y aceptado como representaciones del reino.
Nueva España vestida como india cacica y el rey Moctezuma, vueltos
símbolos de un imperio mexicano que tenía una continuidad desde los azte-
cas hasta los novohispanos, sirvieron a los criollos como una herramienta de
inserción dentro del conglomerado imperial español y como una entelequia
que permitía asegurar sus privilegios bajo el concepto de un pacto con el rey.
Así, bajo el manto protector de esas figuras emblemáticas extraídas del pasa-
do indígena, el único elemento diferenciador que tenían los criollos frente
Europa, se creaba una entidad denominada reino de Nueva España.248
Diversas fuentes nos permiten intuir que la representación de la india
cacica ya había sido relacionada durante los siglos xvii y xviii con un perso-
naje central de las escenas de la conquista desde el siglo xvi: la Malinche. La
estirpe nobiliaria de la intérprete y compañera de Cortés había sido resal-
tada por la obra de Bernal Díaz del Castillo, impresa como se recordará a
mediados de la centuria y que tuvo una gran difusión en México. En su ca-
rácter de cacica, la Malinche poseía los mismos atributos del emblema de
Nueva España: noble vestimenta, copilli y penacho de plumas en el brazo.
En la “Relación histórica de la conquista de Querétaro”, texto de origen indí-
gena de finales del siglo xvii sobre la fundación de la ciudad (utilizado como
vimos por el padre Santa Gertrudis), se llamaba a la Malinche “congregado-
ra y pobladora” de México y se le hacía esposa de Moctezuma.249 En 1747 el
cacique mestizo de Cholula Juan León de Mendoza sufragaba los gastos para
las fiestas de la jura de Fernando VI en las cuales aparecía Moctezuma sobre
un asiento decorado con un león dorado y “una doncella vestida en el traje
común de las indias de esta América, significando ser aquella la celebrada
Malinche, que en la conquista de este nuevo mundo ministró al teniente ge-
248
J. Cuadriello, “La personificación de la Nueva España…”, en V. Mínguez (coord.), Memo-
rias del Simposio Del Libro de Emblemas..., pp. 130 y ss.
249
El texto fue publicado por Rafael Ayala Echávarri con el título “Relación histórica de la
conquista de Querétaro”, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, vol. lxvi,
núms. 1 y 2, pp. 109-152, p. 125.
302 la era barroca
neral Cortés, de loable memoria, los favorables arbitrios y noticias que tanto
facilitaron sus hazañosas empresas”.250
Esa misma asimilación se podía observar en algunos cuadros de la con-
quista, como en el que representa al “encuentro entre Cortés y Moctezuma”
de la colección que poseía la embajada británica en México. En él aparece do-
ña Marina con atributos de realeza (copilli, penacho de plumas en su brazo),
literalmente como se representaba la personificación del reino en las fies-
tas.251 No es por tanto descabellado pensar que la pareja que acompañaba a
Moctezuma en las representaciones de los cuatro continentes haya sido vista
como la Malinche y que ambos, con sus lujosos atavíos y su carácter de “re-
yes de América”, se volvieran las figuras más utilizadas para mostrar el alto
grado de civilización que habían alcanzado los indios en el nuevo continente.
En 1710, con motivo de la jura de Luis Fernando, príncipe de Asturias, la
ciudad de Guanajuato hizo una conmemoración en la que aparecía Mocte-
zuma, con la Malinche a su lado vestida a la usanza mexicana y rodeada de
mujeres, “las cortesanas matronas de dicho monarca”; todos estaban deba-
jo de una silla donde un niño ricamente vestido representaba al príncipe.
Pero además este carro triunfal iba encabezado por el monarca “Calzonzin,
que lo fue de los pueblos de Michoacán”, quien montaba a caballo.252
Esta descripción nos muestra que, a pesar de que los símbolos de la capi-
tal (Moctezuma y la Malinche) se imponían por medio del ámbito festivo en
todas las ciudades novohispanas, hubo ciudades que se remitían a las tradi-
ciones indígenas locales. En los festejos de aclamación de Felipe V en la pla-
za principal de Pátzcuaro en 1701, el gobernador indígena Miguel de Urbina
se presentó como el gran Cazonci, “señor natural que fue de esta provincia”,
ricamente vestido (corona de perlas, cetro, escudo de oro) y llevado en andas
por cuatro caciques, seguido por numerosos indios armados con arcos y fle-
chas. El personaje se encaminó a la tarima donde se hacía la jura, se arrodi-
lló ante el retrato del rey, besó sus insignias y rindió cetro y trono ante el
nuevo monarca Borbón.253 El acto era una manera de hacer patente la pre-
sencia del gobierno indígena en una ciudad donde el cabildo español se ha-
bía apropiado de la dirigencia urbana desde que fuera reinstalado con el per-
miso real en 1689.
En Tlaxcala, en las juras y funerales de los reyes y en la recepción de los
virreyes desde el siglo xvi, participaban los cuatro caciques vestidos a la
usanza antigua, pero galardonados con sus escudos de armas y pendones
250
Citado por Francisco González Hermosillo, “La elite indígena de Cholula en el siglo xviii:
el caso de don Juan de León y Mendoza”, en Carmen Castañeda (ed.), Círculos de poder en la
Nueva España, p. 96, n. 57.
251
J. Cuadriello, “Los jeroglíficos de la Nueva España”, en op. cit., pp. 87 y ss.
252
C. S. Paredes Jiménez, “La nobleza tarasca…”, op. cit., p. 116.
253
Armando Mauricio Escobar Olmedo, “La fiesta en Pátzcuaro en 1701 por la aclamación
del rey Felipe V”, Tzintzuntzan, núm. 9, p. 144.
la era barroca 303
españoles, para hacer patente la persistencia del senado tlaxcalteca que ha-
bía prestado tan importantes servicios a Cortés y a la Corona.254
Mientras esto sucedía en el ámbito indígena, en el mundo criollo las refe-
rencias a un pasado prehispánico asimilado a las civilizaciones egipcia, griega
o romana era importante para darle prestigio ante la cultura occidental. Pero
era aún más necesario remarcar su relación con el mundo bíblico, sobre todo
el del Nuevo Testamento. Esa necesidad puede verse en las alusiones al pasa-
do indígena en la extensa obra poética de sor Juana Inés de la Cruz, sobre todo
en las loas a los autos sacramentales El cetro de José y El divino Narciso, en los
que señalaba ciertos paralelismos alegóricos entre los ritos prehispánicos (el
sacrificio humano y la antropofagia) y la eucaristía católica. De alguna forma
se recuperaba la idea de los escritores del siglo xvi sobre las premoniciones
cristianas que tuvieron los indios antes de la llegada de los españoles. Con ello
se equiparaba de nuevo a los pueblos paganos de América con los de Europa.
Sin embargo, hasta mediados del siglo xvii los criollos novohispanos sólo
habían podido construir paralelismos retóricos con la Iglesia primitiva y,
cuando mucho, habían conseguido unas cuantas reliquias de los cuerpos de
los mártires antiguos. A diferencia de las naciones europeas, que remonta-
ban su conversión a la predicación apostólica y que conservaban los cuerpos
de sus mártires, los americanos no podían vincularse históricamente con el
mandato que Cristo hizo a sus apóstoles: “Id y predicad a todas las nacio-
nes”. Esto sólo fue posible hasta que apareció la idea de que el apóstol mi-
sionero de la India, santo Tomás, el único de quien Los hechos de los apósto-
les no narraba su martirio, pudo haber pasado a América.
Para esta construcción histórico-retórica los criollos echaron mano de
algunos datos que comenzaron a aparecer en las crónicas desde el siglo xvi.
Los cronistas de Indias Antonio de Herrera y Francisco López de Gómara
dieron noticia de cruces encontradas por los conquistadores en varios lu-
gares del Nuevo Mundo. Con ellas se ponían las bases para una difundida
teoría sobre la llegada a estas tierras de evangelizadores cristianos en los
tiempos apostólicos. El tema, como vimos, fue tratado a fines del siglo xvi por
fray Jerónimo de Mendieta. A esas menciones se agregaron las narraciones
de fray Antonio de Remesal (1619) sobre algunos ritos indígenas que recor-
daban el bautismo y la confesión y las referencias de fray Diego Durán y del
jesuita Juan de Tovar a un sacerdote llamado Topiltzin Quetzalcóatl, cuyas
virtudes de castidad y penitencia hacían pensar en un predicador apostólico.
Esta hipótesis de la evangelización primitiva no se oponía a la de la parodia
demoniaca, pues Satán había pervertido el espíritu original cristiano.255
El mito de una predicación apostólica se veía reforzado por otras noti-
cias paralelas que se fueron vinculando a él. Desde 1615 la obra de fray Juan
254
Antonio de Ciudad Real, Tratado curioso y docto de las grandezas de la Nueva España, vol.
i, p. 103.
255
Jacques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional en Méxi-
co, pp. 215 y ss.
304 la era barroca
256
Juan de Torquemada, Monarquía indiana, libro xvii, cap. 28, vol. v, pp. 305 y ss.
257
G. González Dávila, op. cit., p. 229.
258
B. de Medina, Crónica…, libro iii, cap. xx, f. 134 r.
259
F. de Florencia, Origen de los dos célebres santuarios de la Nueva Galicia, obispado de Gua-
dalajara en la América septentrional, p. 6; J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala...,
pp. 372 y ss.
260
Estos textos son: Gregorio García, Predicaciones del evangelio en el Nuevo Mundo, y Anto-
nio de Calancha, Crónica moralizada de la Orden de San Agustín en el Perú.
la era barroca 305
261
Su escrito se encuentra publicado en Nicolás León, Bibliografía mexicana del siglo xviii,
vol. iii, pp. 437 y ss.
262
Luis Becerra Tanco y Antonio de Gama, Origen milagroso del santuario de Nuestra Señora
de Guadalupe [Felicidad de México], pp. 55 y ss.
263
Lorenzo Boturini, Historia general de la América septentrional, p. 246.
306 la era barroca
Pero junto con esta visión también existía la otra, que consideraba a los
indios como hombres viciosos, que embriagados por el pulque podían ro-
bar, incendiar y destruir, como los describía el mismo Sigüenza cuando hizo
la relación de la rebelión que asoló la ciudad de México en 1692. Resulta por
demás significativo que la cultura criolla haya invertido los términos en los
que concibieron al indígena contemporáneo sus pastores peninsulares, obis-
pos y frailes, del siglo xvi, y es claro el porqué los autores barrocos se identi-
ficaban con una sociedad estamental, cortesana y civilizada que necesitaba
reafirmar sus valores nobiliarios a partir del vituperio del comportamiento
poco refinado e inmoral de la plebe urbana indígena y mestiza.
En cambio, la recuperación de la civilización “azteca”, traducida a los
códigos de la cultura cortesana occidental (aunque idílica y retóricamente
deformada y alegorizada), se convertía en un referente indispensable de la
red simbólica criolla. El pasado “indígena” de su tierra era, finalmente, lo
que diferenciaba al novohispano del europeo; su conocimiento y exaltación
de una presencia que no existía en Europa era lo único que podía darle una
conciencia de autonomía. Así, desde la segunda mitad del siglo xvii el “indio
264
C. de Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas, p. 252.
265
Ver Juan de Palafox, Libro de las virtudes del indio.
266
Sor J. I. de la Cruz, “Romance en reconocimiento a las inimitables plumas de la Europa”,
en Fama y obras póstumas del Fénix de México..., p. 159.
la era barroca 307
Tuvo una noche un sueño [el obispo fray Julián Garcés] en el que le mostró Dios
el sitio en que era su voluntad fundase dicha ciudad, porque vio un llano en que
había cierto ojo de agua (que estaba donde hoy es la plaza) y un río por la parte
del oriente, no grande, que es el que llaman San Francisco, y otro grande y cau-
daloso […] que es el que llaman Atoyac, por la banda poniente. En éste le mostró
Dios unos ángeles echando los cordeles y señalando la planta de la futura ciudad
y midiendo las cuadras y proporcionando las calles […] De la noticia que el di-
cho obispo daría al Emperador se motivó la forma del escudo de armas con dos
ángeles.267
267
F. de Florencia, Narración de la maravillosa aparición que hizo el arcángel san Miguel a
Diego Lázaro de San Francisco, indio feligrés del pueblo de San Bernabé de la jurisdicción de Santa
María Nativitas, pp. 61 y ss. Es muy significativo que el texto esté dedicado al obispo Manuel
Fernández de Santa Cruz.
308 la era barroca
monios que cayeron fulminados por su pecado] Hagan alarde todas las ciu-
dades del universo de las glorias de sus fundadores, que todas fueron glorias
del mundo, no eternas glorias del cielo”.268
A continuación, el canónigo comparaba a Puebla con Constantinopla,
cuya fundación se asoció con la aparición de dos águilas de Júpiter: “Goza
mi patria con las ventajas que hay de cielo a suelo, de ángeles ministros de
un Dios inmenso a águilas de un Júpiter fabuloso”. El texto finalizaba dicien-
do: “tiene ella sola [Puebla] todas aquellas excelencias de que pudieran pre-
ciarse los mayores emporios del orbe […] Está situada en la mejor región del
universo que es América”.
Sin embargo, lo más interesante de estas alusiones no está en el texto,
sino en una nota al margen donde Oyanguren cita al jesuita belga Cornelius
Lapide y en la que se habla de la capacidad de san Miguel para delinear ciu-
dades y edificios de acuerdo con una exégesis de los pasajes bíblicos de Eze-
quiel 40 y Apocalipsis 21. La última de las referencias remitía a la Jerusalén
celeste y al pasaje de san Juan donde se describía a un ángel con una caña de
oro midiendo la ciudad cuadrada. En la otra mención estaban presentes las
imágenes del templo de Salomón. Como vimos, ambos temas habían tenido
una amplia difusión en el imperio español a lo largo de la centuria, a raíz de
la edición en 1670 del controvertido libro La mística ciudad de Dios, de la
madre sor María de Ágreda, y de la gran difusión de la obra de los jesuitas
Jerónimo de Prado y Juan Bautista Villalpando sobre el templo de Salomón.
Este “rumor retórico” sobre la capacidad de los ángeles para construir y
proyectar ciudades tenía su base también en varias leyendas locales registra-
das por los frailes mendicantes, sobre todo la leyenda de la virgen de los Re-
medios, cuyo santuario fue construido por seres angélicos. El hecho se veía
reforzado además por la fiesta anual con que Puebla celebraba el Día de San
Miguel, y por la difusión de los milagros del arcángel y sus triunfos sobre la
idolatría que hizo el obispo Juan de Palafox. En efecto, alrededor de 1642
este prelado promovió el santuario de San Miguel en Nativitas, cerca de
Tlaxcala, en el que se veneraba un pozo donde el arcángel se había aparecido
al indio Diego Lázaro. Palafox no sólo tomó bajo su cargo la construcción de
un lujoso templo y de una hospedería para el santuario, también mandó re-
coger las informaciones sobre el milagro en 1643 para llevar el proceso en
Roma y encargó al bachiller Pedro Salmerón que, con base en ellas, escribie-
ra la primera relación sobre la milagrosa aparición en 1645, obra que no se
imprimió, pero que sirvió de base para la descripción que hiciera el jesuita
Francisco de Florencia casi medio siglo después.
268
Joseph de Goitia Oyanguren, “Censura” al libro de Francisco Pardo, Vida y virtudes heroy-
cas de la madre María de Jesús, religiosa profesa en el convento de la limpia concepción de la Vir-
gen María, Nuestra Señora en la ciudad de los Ángeles. Francisco Pardo, quien también estaba
vinculado con el círculo capitular, señalaba en su introducción que Puebla era: “ciudad de ánge-
les en la tierra”, en alusión a las muchas personas santas que en ella habitaban.
la era barroca 309
269
J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro iii, cap. xxx, vol. i, pp. 426 y ss.; A. de Vetan-
curt, “ Tratado de la ciudad de Puebla”, en Teatro mexicano, p. 46. Este autor dice que profesó en el
convento de Puebla, por lo que la considera su patria, pues “en ella renació a la vida religiosa”.
270
F. de la Flor, Barroco: representación e ideología..., p. 148. En Puebla, Valladolid y Oaxaca
los obispos tenían una autoridad, ya que el funcionario civil de más alto rango en la ciudad era
el alcalde mayor. En Puebla la labor constructiva y fundadora de los obispos Palafox, Osorio y
Santa Cruz fue tan determinante que me pareció muy apropiado el uso del término episcópolis
para expresar una concepción diocesana de la ciudad.
310 la era barroca
principal escenario fue la catedral terminada por Palafox a mediados del si-
glo xvii. A lo largo de esos festejos, entre luminarias, arcos, danzas y banque-
tes, los poblanos desplegaron ante los ojos de las autoridades entrantes la
visión de ciudad española, nueva maravilla que no sólo era un lugar de trán-
sito hacia México, sino una capital de hispanidad de la misma categoría que
la cabeza del virreinato, ciudad cesárea, reino de sabiduría. En uno de los
primeros arcos de los que se tiene noticia, el del conde de Baños, Juan Dávila
Galindo, su autor, habló del virrey haciendo referencias astrológicas sobre el
universo que cargaba Atlas sobre sus hombros, una república de ángeles for-
mada por seis planetas. Puebla ganaría con él fuerza, justicia, salud y ampa-
ro, y se convertiría en Puebla de Dios. En el arco erigido por la catedral para
el virrey Mancera en 1664 (obra de Miguel de Castilla), un doctor ángel cele-
braba las virtudes del gobernante y hacia una alusión a la catedral como el
templo de Salomón, lo que convertía a Puebla en la nueva Jerusalén, la ciu-
dad de Dios en la tierra. Flanqueando el arco aparecían también las dos fi-
guras episcopales poblanas, el obispo actual, Diego Osorio de Escobar y Lla-
mas, y su antecesor, Juan de Palafox. Al ponerlos como guardianes de las
puertas se establecía una liga simbólica entre el episcopado, Puebla y el vi-
rrey. El arco para el conde de Monclova, erigido en 1686, terminaba con un
soneto que expresaba la protección y tranquilidad esperada por Puebla y sus
cívicos ángeles de paz. Finalmente, en el arco del conde de Galve de 1688, el
jesuita Manuel de Valtierra, en atrevidas metáforas astrales, comparaba
al virrey con el sol que pasaba por la constelación del León, que regía en ese
momento. Puebla era comparada con otras ciudades solares, como Alejan-
dría (aunque por su nombre angélico era superior) y Rodas (a la que supera-
ba como amante del sol).271
Es muy significativo que cien años atrás la ciudad de Pátzcuaro había
generado un rumor sobre su fundación a partir también de un sueño (el de
su primer obispo Vasco de Quiroga), pero que no fructificó en la conciencia
colectiva. Al ser trasladada la sede a Valladolid, como vimos, se quedaba sin
fundamento la razón de ser del prodigio. Puebla en cambio vio nacer su mito
del sueño fundador en un ambiente de triunfo y exaltación del episcopado
sobre los religiosos. Con ello el éxito de su construcción se vio asegurado y
fructificó a lo largo del siglo xviii.
Además de Puebla, sólo Querétaro fue la otra ciudad novohispana que
tuvo la pretensión exitosa de haber sido fundada a partir de un hecho prodi-
gioso y sobrenatural y la seguridad de que su escudo de armas era una prue-
ba de tal aseveración. Querétaro, sin embargo, tenía una situación muy dis-
tinta a la de Puebla, pues, a pesar de su importancia económica, no era una
sede episcopal. Su fundación había sido realizada entre 1536 y 1541 por ca-
ciques otomíes en una zona fronteriza donde confluían chichimecas y puré-
271
Nancy Fee, “La entrada angelopolitana. Ritual and Myth in the Viceregal Entry in Puebla
de los Angeles”, The Americas, 52, núm. 3, pp. 283-320.
la era barroca 311
272
Véase María de Lourdes Samohano, La conquista y fundación de Querétaro de acuerdo a
las fuentes históricas (1536 y 1541).
273
En 1653 el rey de España aprobó su creación, pero fue hasta 1666 cuando la provincia lo
destinó a Casa de Recolección y al año siguiente se abría ahí un noviciado para procurar el au-
mento de los recoletos. Manuel Septién y Septién, Historia de Querétaro. Desde los tiempos pre-
históricos hasta el año de 1808, p. 113.
274
A. de la Rea, op. cit., libro ii, caps. xxiii y xxiv, pp. 189 y ss.
312 la era barroca
275
Antonio de Herrera y Tordesillas, Historia general de los hechos de los castellanos en las is-
las y tierra firme del mar océano, década iii, libro iv, cap. 19, p. 180. Aunque Sigüenza agrega que
Herrera se equivocó “pues el pueblo había sido fundado ya por Moctezuma Ilhuicamina como
consta por mapas pintados en su gentilidad que están en mi poder”. C. de Sigüenza y Góngora,
Las glorias de Querétaro..., p. 9.
276
Ibid., pp. 28-29.
277
Ibid., p. 10.
la era barroca 313
278
A. Rubial García, “Estrategias de impacto. La llegada de los padres apostólicos de Propa-
ganda Fide a Querétaro”, en Alicia Mayer y Ernesto de la Torre Villar (eds.), Religión, poder y
autoridad en la Nueva España, pp. 263-273.
279
Francisco Xavier de Santa Gertrudis, La cruz de piedra, imán de la devoción venerada en el
Colegio de Misioneros Apostólicos de la ciudad de Santiago de Querétaro. Descripción panegírica
de su prodigioso origen y portentosos milagros, p. 9.
314 la era barroca
Y ya se sabe lo que persuaden las pinturas y las láminas para reforzar la fe huma-
na a la credulidad de antiguas tradiciones, pues son los buriles y pinceles mudos
cronistas que con luces y con sombras dan a la posteridad delineados en sus lien-
zos los tesoros de la historia y exarados [sic] en sus bronces los monumentos de
la Antigüedad. […] El escudo es la clave al machinoso edificio de tus grandezas,
en él se ve exarada la cruz de los milagros con que te ennobleces.280
280
Ibid., pp. 11 y 45. Exarar se usa como sinónimo de grabar. El cronista no parece caer en la
cuenta de que el color rojo de la cruz aparecida no coincidía con el verde que tenía la del escu-
do. A la argumentación retórica, sin embargo, no le interesaban estas minucias sino buscar pa-
ralelismos que demostraran que el hecho era posible pues ya se había visto antes. Por tanto, el
cronista realiza un extenso recuento en una decena de páginas de otras apariciones de Santiago
y de la cruz, tanto en la conquista de Tenochtitlan como en la reconquista española. “La cruz
—termina aseverando— es la esposa más querida de Cristo”. Ibid., pp. 11-20.
281
El documento se encuentra en el archivo franciscano de San Antonio de Roma y lo dio a
la era barroca 315
conocer por primera vez Rafael Ayala Echávarri, quien le dio el nombre de “Relación histórica
de la conquista de Querétaro”, op. cit., pp. 109-152. De él hablaré en el siguiente capítulo.
282
En las danzas de “mecos”, muy comunes en la zona del Bajío desde el siglo xvi, se repre-
sentaba una batalla entre indios cristianos y chichimecas. Serge Gruzinski propone que ése fue
el origen de la leyenda fundacional de Querétaro. Véase “La memoria mutilada: construcción
del pasado y mecanismos de la memoria en un grupo otomí de la mitad del siglo xvii”, en Segun-
do Simposio de Historia de las Mentalidades. La Memoria y el Olvido, pp. 33-46.
283
F. X. de Santa Gertrudis, op. cit., p. 44.
316 la era barroca
284
Cédula de Felipe IV, en Juan Mariano Vildosola, Ordenanzas que debe guardar la muy
noble y leal ciudad de San Luis Potosí del reyno de Nueva España, hechas en virtud de la Real
Aprobación de Título de Ciudad en ellas inserta, p. 1. Agradezco a Juan Carlos Ruiz Guadalajara
ésta y las otras referencias sobre San Luis.
la era barroca 317
ciscanos para erradicar las idolatrías, lugar que desde 1686 se volvió el centro
de un importante culto y a partir de 1736 se traslado regularmente cada año
a dicha ciudad. Por último, el Zodiaco mariano registra el culto a una imagen
de la Inmaculada Concepción en la villa de León por estas fechas.289
A pesar de ser una región administrada por tres diócesis (Michoacán,
México y Nueva Galicia) y que dependía de dos audiencias y dos reinos, los
núcleos urbanos del Bajío generaron a lo largo de estas décadas fuertes vín-
culos con el centro del país y con la capital. Esto se dio gracias a las redes
formadas por grupos indígenas (otomíes, tlaxcaltecas y michoacanos), mi-
neros, comerciantes y alcaldes mayores españoles, arrieros mestizos y mu-
latos, curas párrocos seculares y miembros de todas las órdenes religiosas
(carmelitas, franciscanos, agustinos, juaninos y jesuitas). Para fines del si-
glo xvii importantes comerciantes como José de Retes, primer “apartador
del oro”, tenían negocios en las minas de San Pedro, cercanas a San Luis
Potosí, y a partir de él sus redes con la ciudad de México se volvieron más
intensas. Zacatecas, por su parte, también había generado estrechos víncu-
los con la capital a través de sus mineros y comerciantes, sobre todo de los
llamados “mercaderes de plata” (como Domingo de la Rea y Luis Sáenz de
Tagle).290 Personalidades zacatecanas, como el canónigo Juan Ignacio Cas-
torena, poseían mucha influencia en la ciudad de México, y monasterios fe-
meninos como el de San Lorenzo fueron el destino de varias de las criollas
zacatecanas, ante la ausencia de instituciones de este tipo en su ciudad. Con
sus vínculos con la capital, Zacatecas buscaba su independencia de Guada-
lajara. Esta situación se reflejó también a nivel simbólico y algunos insignes
zacatecanos, al igual que los de Querétaro, buscaron vínculos “históricos”
con la capital. En 1700, en la dedicatoria a la Fama y obras póstumas de sor
Juana, Castorena introducía como elogio a la marquesa del valle de Oaxaca
(mecenas de la edición) la mención a doña Leonor Cortés Moctezuma, hija
del conquistador y nieta del emperador mexica, casada con Juan de Tolosa,
“insigne fundador de la muy noble ciudad de Nuestra Señora de los Zacate-
cas, mi patria, ennobleciéndola hasta hoy sus descendientes”.291
Algo similar pasaba en Santa Fe de Guanajuato, aunque su auge se dio
más hacia mediados del siglo xviii, lo que motivó que el real de minas reci-
biera del rey Felipe V un escudo de armas y el título de ciudad en 1741, un
escudo que también tenía en su cuerpo un emblema religioso: la fe con los
ojos vendados sosteniendo una cruz y una custodia, en recuerdo de la to-
ma de Granada por los Reyes Católicos, finalmente la conquista precursora
de la de Tenochtitlan. Estas redes hicieron del Bajío y de sus confines una
289
Ver F. de Florencia y J. A. de Oviedo, op. cit. Edición moderna de Antonio Rubial García,
México, cnca, 1995, pp. 193 y ss., y 329 y ss.
290
Para este tema ver Elisa Itzel García Berumen, Los grandes comerciantes de Zacatecas en
la segunda mitad del siglo xvii.
291
J. I. de Castorena, “Dedicatorias”, en sor J. I. de la Cruz, Fama y obras póstumas del Fénix
de México..., p. 10.
320 la era barroca
región en la cual, a las imágenes religiosas locales, se unió muy pronto y con
gran fuerza todo el aparato simbólico que había forjado la capital y, sobre
todo, como veremos, su emblema más querido.
A pesar de sus fuertes vínculos con la ciudad de México, la mayor parte de
esta región dependía del obispado de Michoacán. En su capital episcopal, Va-
lladolid, se definían las políticas religiosas, se autorizaban las devociones y se
promovían los cultos. Después de una situación crítica, a mediados del siglo
xvii se consolidaba el cabildo catedralicio y el obispo franciscano fray Marcos
Ramírez de Prado (1640-1666), llevada a cabo una reforma que consolidaba
las rentas decimales, imponía la disciplina eclesiástica, centralizaba el poder
urbano y regional en la sede episcopal y daba inicio a las obras de la nueva
catedral.292 A partir de aquí comenzó una era de prosperidad y buen orden
en la diócesis, que se reflejó en la construcción y remodelación de numerosos
templos en la ciudad promovidos por miembros del cabildo de la catedral:
en 1652 el de San José, antiguo patrono de la sede (con el apoyo del obispo
Ramírez, del cabildo catedralicio y del alcalde mayor); el de Santa Cruz en
1675, que sería sede de la Congregación de San Pedro, y el de la virgen de Co-
samaloapan en 1681, junto al cual se construiría en el siglo xviii el segundo
monasterio femenino de la ciudad, el de capuchinas, para indias caciques.293
Junto con estas edificaciones, y como sucedió en las otras capitales epis-
copales, el cabildo catedralicio y el obispo fueron también los principales
promotores de los cultos locales, siendo el más importante en Valladolid el
llamado Cristo de las monjas, imagen que se veneraba en la iglesia del único
monasterio femenino de la ciudad, Santa Catalina de Siena, de dominicas.
Desde 1642 el obispo Ramírez de Prado había iniciado la costumbre de tras-
ladar esta imagen desde su sede, en la orilla norponiente de la ciudad, a la
catedral para solucionar la falta de lluvias. Además, el mismo arzobispo au-
torizó en 1644 la fundación de la archicofradía de la Preciosa Sangre con
sede en la iglesia de las monjas para ocuparse del culto de la imagen. Sin
embargo, con el tiempo, el traslado comenzó a estar bajo cuidado del ayun-
tamiento, y así se hizo en 1689, 1692, 1696, 1706 y 1720, aunque siempre
con el permiso episcopal y la recepción del cabildo en catedral. Parece por
demás extraño que en 1721 los capitulares se negaran a la petición del ayun-
tamiento sobre una nueva visita de la santa imagen aduciendo “las numero-
sas ocupaciones” de la iglesia. Al año siguiente, en 1722 se iniciaban las obras
de un nuevo templo y convento para las dominicas en la calle real, muy cer-
ca de la catedral, edificios concluidos en 1738 gracias al apoyo del obispo
Escalona y Calatayud y de algunos miembros del cabildo. Después de un
suntuoso traslado de las monjas a su nueva sede, del cual tenemos un cuadro
conmemorativo, el Cristo de las monjas fue depositado en la capilla del coro
292
Jorge Traslosheros, La reforma de la Iglesia del antiguo Michoacán. La gestión episcopal de
fray Marcos Ramírez de Prado (1640-1666), pp. 46 y ss.
293
Óscar Mazín, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, pp. 205 y ss.
la era barroca 321
alto para uso privado de la comunidad. Al año siguiente, una sequía obligó al
cabildo a condescender para que el Cristo de las monjas saliera en procesión,
pero se dijo que se haría un novenario a una imagen que se veneraba en la
sacristía de la catedral. En adelante el Cristo de las monjas no volvió a salir
del monasterio y el de la Sacristía o de la Misericordia se convirtió en la ima-
gen tutelar solicitada para traer lluvias. A causa de que el supuesto donador
de esta imagen fue el obispo Ramírez de Prado, el Cristo se colocó en la ca-
pilla dedicada a su memoria, con lo que se usufructuaba el prestigio de esa
figura benemérita y se afianzaba una tradición.294 Con este desplazamiento
de una imagen por la otra, el cabildo, que estaba en sede vacante, pretendía
afianzar el predominio de la catedral, muy posiblemente sobre las pretensio-
nes del ayuntamiento, que pretendía organizar dichos traslados, como se ha-
cía en México, Puebla y otras ciudades episcopales de Nueva España.
De hecho, esta corporación tenía muchos problemas de solvencia en Va-
lladolid, lo cual contrastaba con la riqueza del cabildo eclesiástico, al cual se
le habían delegado funciones como el abasto de agua y el control de los gra-
nos en las sequías, sobre todo a causa de su manejo económico de los diez-
mos. Esta debilidad del ayuntamiento se pudo observar en 1701 a raíz de los
festejos de la jura por el ascenso al trono de Felipe V, los cuales fueron reali-
zados en Pátzcuaro por el recién fundado ayuntamiento español (1689) y no
en Valladolid, carente de recursos para la celebración. Es muy significativa,
por otro lado, la presencia simbólica de la ciudad de Pátzcuaro en la región,
la cual el cabildo de Valladolid va a usufructuar continuamente desde el siglo
xvii, sobre todo alrededor de dos de sus símbolos más significativos: su héroe
epónimo, Vasco de Quiroga, y su icono fundador, la virgen de la Salud.
El primero se constituyó para el cabildo de Valladolid, necesitado de
afianzar una tradición, en el padre de dicha corporación. Esta imagen co-
menzó a construirla el canónigo vallisoletano Francisco Arnaldo de Ysassy,
quien el 1649 escribía una “Demarcación y descripción del obispado de Me-
choacán y fundación de su iglesia cathedral”, que a pesar de no haber sido
editada se convirtió para el cabildo de la catedral en la base de su memoria
histórica.295 Para el canónigo, la Iglesia de Michoacán fundada por don Vas-
co ya estaba anunciada en el pueblo de Santa Fe, creado por Quiroga cerca
de la capital y donde la caridad y la fe recordaban a la Iglesia primitiva. A ese
“seminario de virtudes” creado por Quiroga llegaban personas de todos la-
dos y de todos los orígenes en busca de consuelo, como el afamado ermitaño
Gregorio López, cuyo proceso de beatificación estaba siendo llevado en Ro-
294
Ó. Mazín, “Del Cristo de las monjas al Señor de la Sacristía. Imágenes y relaciones socia-
les en Valladolid de Michoacán. Siglo xviii”, Historias. Revista de la Dirección de Estudios Histó-
ricos del inah, núm. 46, pp. 45-53.
295
Francisco Arnaldo de Ysassy, “Demarcación y descripción del obispado de Mechoacán y
fundación de su iglesia cathedral. Número de prebendas, curatos, doctrinas y feligreses que tie-
ne, y obispos que ha tenido desde que se fundó. Valladolid, 25 de abril de 1649”, edición y notas
de Diego Rivero, Bibliotheca Americana, vol. i, núm. 1.
322 la era barroca
296
Ibid., pp. 183 y ss.
297
Nelly Sigaut, coord., La catedral de Morelia, p. 41.
298
M. A. Amerlinck y M. Ramos, op. cit., p. 215.
la era barroca 323
cedían de parroquias poblanas, lo que propició que Puebla fuera para Mi-
choacán la principal asesora en materias de gobierno y administración y que
algunos cultos a imágenes “poblanas” fueran introducidos en Valladolid, como
el de la virgen de Cosamaloapan, cuyo santuario fue iniciado en esta ciudad en
1681 quizás por el deán de origen poblano Sebastián de Pedraza y Zúñiga.299
Es muy significativo que la advocación de esa virgen, cuyo santuario ori-
ginal se encontraba entre los obispados de Puebla y Oaxaca, hubiera sido
una de las imágenes promovidas por el obispo Juan de Palafox, algunos de
cuyos protegidos llegaron a ser miembros del cabildo de Valladolid. Desde su
llegada a la diócesis poblana, el obispo Palafox había enviado al jesuita ma-
drileño Juan de Ávalos (1581-1651) a misionar en la región del río Alvarado,
a cuyas orillas estaba el santuario, “dándole orden que en su nombre visitase
la imagen” y recopilase las narraciones de sus milagros. En 1643, salía im-
presa en Puebla, a instancias también de Palafox, la obra del jesuita con el
título Relación de la prodigiosa imagen de Nuestra Señora de Cosamaloapan,
“para común edificación y aliento a la devoción y confianza de esa imagen
tan prodigiosa”.300 En la narración se contaba que la imagen había sido en-
contrada en el lomo de una mula muerta y, colocada en una ermita, realiza-
ba innumerables prodigios (muchos de ellos relacionados con tormentas en
el mar) en la zona de Veracruz. Por otras fuentes sabemos que, a lo menos
una vez, Palafox mandó trasladar la imagen desde su santuario hasta Puebla
para pedirle su intercesión durante una epidemia.301
Este prelado es posiblemente el mejor representante del papel central
que jugaron los obispos en el apoyo y promoción de los cultos locales, tanto
en el ámbito urbano español como en el indígena. Palafox, como muchos
prelados de la Contrarreforma, consideraba que una de las obligaciones de
su cargo era fomentar esos cultos, enriquecer o reedificar sus santuarios, dar
a conocer los milagros que se manifestaran en su diócesis y promover el re-
conocimiento de tales prodigios por parte de la Sagrada Congregación de
Ritos y de las autoridades de la Iglesia universal.302 Además, Palafox encon-
tró en estas fundaciones la culminación de una política de apoyo al clero se-
cular que se había hecho cargo de las antiguas parroquias quitadas a los re-
gulares, como se puede ver en la promoción de santuarios tlaxcaltecas de
San Miguel del Milagro y la virgen de Ocotlán.
Esta política promocional del obispo de Puebla fue continuada por sus
sucesores y encontró, como vimos, un fuerte eco tanto en el cabildo de la
299
Ó. Mazín, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, pp. 195 y ss.
300
J. A. de Florencia y F. de Oviedo, op. cit., pp. 245 y 250.
301
Antonio González Rosende, Vida y virtudes del Illmo. y Exmmo. señor Iván de Palafox y
Mendoza, libro iii, cap. vii, p. 355. En San Andrés Chalchicomula, hoy Ciudad Serdán, existe la
tradición oral de que la capilla dedicada a la virgen de Cosamaloapan fue fundada por Palafox.
Agradezco al presbítero Sergio Fuentes esta noticia.
302
A. Rubial García, “Juan de Palafox. Promotor de prodigios”, en Patricia Escandón (ed.),
De la Iglesia indiana. Homenaje a Elsa Cecilia Frost, pp. 117-130.
324 la era barroca
303
F. de Burgoa, Geográfica descripción…, fol. 126.
304
M. A. Amerlinck y M. Ramos, op. cit., pp. 273 y ss.
305
F. de Florencia y J. A. de Oviedo, op. cit., pp. 272 y ss.
la era barroca 325
ción de sus sedes catedralicias, las cuales, a pesar de su valor simbólico, fue-
ron concluidas después de varias décadas y con la ayuda de sus cabildos
eclesiásticos.306 Excepto Puebla, donde Palafox terminó la catedral entre
1642 y 1649 y organizó una apoteósica consagración del edificio (aunque las
fachadas fueron hechas entre 1664 y 1690), las otras sedes tardaron mucho
en concluir sus edificaciones.
En Oaxaca el templo se comenzó alrededor de 1640 durante el episcopa-
do de Bartolomé Benavente, pero tuvieron que pasar dos décadas hasta que
el obispo dominico fray Tomás de Monterroso (1665-1678), alrededor de
1667, autorizó la construcción de las bóvedas de las naves, la sacristía y la
sala capitular, que fueron concluidos en 1678. Entre 1682 y 1694 se hicieron
las capillas laterales, iniciadas por el cabildo en “sede vacante” y terminadas
bajo el gobierno de Isidoro de Sariñana (1684-1696). Pero en 1714 un inten-
so temblor causó serios daños al edificio, lo que obligó a cerrarla al culto; las
obras de la nueva catedral duraron entre 1724 y 1752.
En Valladolid, gracias a la labor del cabildo y del obispo Ramírez, se ini-
ciaron las obras catedralicias en 1660, después de un fuerte conflicto con el
virrey duque de Alburquerque, a quien la Corona encargó proveerla de recur-
sos. Sin embargo, estos tardaban en llegar y fue el cabildo eclesiástico, nom-
brado “superintendente de la fábrica”, el que, con la ayuda de los diezmos,
pudo dar avance a la obra; sin embargo, no fue sino hasta la última década del
siglo que se cerraron las bóvedas, gracias al impuso del obispo Juan Ortega
y Montañés (1684 -1699), que al ser nombrado virrey interino destrabó desde
México los fondos destinados a la construcción. Finalmente, entre 1732 y 1750
el cabildo pudo concluir las obras con sus fachadas, torres y oficinas.307
El papel central que tuvieron los cabildos catedralicios y los obispos en
la conformación de los símbolos urbanos de sus capitales, sólo comparable
al de los ayuntamientos, tuvo además una dimensión que rebasó los límites
mismos de la ciudad. Su control sobre el territorio diocesano, aunque dispu-
tado por las provincias religiosas, les permitió expandir devociones en las
parroquias adscritas a ellos. Por otro lado, existían entre las diócesis centra-
les fuertes lazos que permitieron intercambios de todo tipo (incluidos los
simbólicos), tanto por la movilidad de sus miembros, que transitaban de un
cabildo a otro e incluso a la ocupación de sedes episcopales, como por la lu-
cha conjunta que entablaron ante la Corona austriaca por la defensa de sus
privilegios frente a las órdenes religiosas (para que pagaran diezmos) o fren-
te a los abusos del regalismo borbónico en el siglo siguiente.308 Fueron esos
obispos, a menudo apoyados por sus cabildos, como veremos, quienes pro-
306
La catedral de México fue una excepción pues fue construida por los virreyes a expensas
de la Hacienda Real, aunque su decoración interior (la sacristía, sobre todo) fue promovida por
su cabildo.
307
Ó. Mazín, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, pp. 233 y ss.
308
Ibid., pp. 160 y ss.
326 la era barroca
309
F. de Florencia y J. A. de Oviedo, op. cit., p. 51.
310
El hecho de que ambos fueran jesuitas no es gratuito, la Compañía tenía una fuerte voca-
ción mariana. El padre Juan Bautista Zappa, jesuita italiano llegado a México en 1665, maestro
en el Colegio de San Gregorio y conocedor del náhuatl, fue, junto con el padre Antonio Núñez de
Miranda, gran promotor de las congregaciones marianas. A él también se le considera, junto
con Juan María Salvatierra, como el introductor del culto a la virgen de Loreto y la Santa Casa
de Nazareth, sobre cuya aparición el mismo padre Florencia publicó en 1689 un opúsculo. Da-
vid Brading, “La patria criolla y la Compañía de Jesús”, en Colegios jesuitas, pp. 58-71.
311
Tomás Calvo, “El zodiaco de la nueva Eva: el culto mariano en la América septentrional
hacia 1700”, en Manuel Ramos y Clara García (eds.), Manifestaciones religiosas en el mundo co-
lonial americano, pp. 267 y ss.
la era barroca 327
ciones locales de la Virgen desde mediados del siglo xvii, tanto de aquellos
insertos en las crónicas mendicantes como de los dedicados exclusivamente
a una imagen. Un ejemplo de los segundos es la obra del franciscano fray
Juan de Mendoza (m. 1686), quien en 1684 daba a la imprenta un opúsculo
sobre la virgen de Tecaxique, venerada en un santuario cercano a Toluca.
Con un lenguaje sencillo el autor describía los prodigios de una imagen de
Nuestra Señora de los Ángeles, pintada en una tela de algodón y conservada
intacta a pesar de que estuvo a la intemperie en una ermita abandonada. Jun-
to a la presencia de ángeles que tocaban música y emitían luz, la imagen mul-
tiplicó la cal, la carne y las limosnas para concluir el santuario. La alusión al
nombre indígena del lugar (nido de aves) permite al autor hablar de una pre-
destinación de los indios a convertirse en pueblo elegido.314
La finalidad primordial de estos escritos era mover la piedad de los fieles,
su devoción y las peregrinaciones; la escritura y la imprenta formaban parte
de la última fase del culto, y como un factor decisivo en su expansión. Pero a
veces también estos textos se constituían en vehículos para promocionar las
informaciones sobre las apariciones, primer paso en el proceso de solicitud
de reconocimiento del culto por parte de la Sagrada Congregación de Ritos
en Roma. En todos ellos aparece además, como tema central, la validación
celestial que tenían esos cultos, a pesar de la ausencia de documentos escritos
en sus orígenes. Para estos escritores Nueva España era, sin lugar a dudas, un
espacio elegido por la divinidad para manifestarse; sus imágenes milagrosas
lo hacían el lugar más destacado de la tierra, una segunda Jerusalén.
Los materiales de la literatura hierofánica han sido tomados de la tra-
dición oral popular y reelaborados con un nuevo sentido. La fijación tex-
tual obtenida con la escritura marcaba la transformación de una narración
oral plural en un paradigma sacralizado y único que se convertía, a su vez,
en materia prima para otras narraciones orales y escritas referidas a otras
imágenes. Asimismo, para algunas de las imágenes más sobresalientes se
crearon verdaderos ciclos narrativos que difundieron el mensaje y los con-
tenidos de los primeros textos aparicionistas. Siguiendo este modelo, en Nue-
va España casi todas las leyendas aparicionistas remontaron sus orígenes al
periodo inmediato posterior a la conquista de Tenochtitlan, el de la primera
evangelización, aunque la elaboración de sus leyendas corresponde a las úl-
timas décadas del siglo xvi y a las primeras del xvii. Los textos del siglo xvii
y la primera mitad del xviii, la última etapa del proceso, estructuraron esos
materiales bajo los lineamientos propios del mundo de la retórica: la presen-
tación de documentos, testimonios e informaciones utilizados como argu-
mentos característicos de una sociedad de escritura, aunque la inmediatez
de lo narrado, el uso de imágenes narrativas, la ausencia de crítica y la gran
credulidad eran características propias del mundo de la oralidad. La impo-
314
Véase Juan de Mendoza, Relación del santuario de Tecaxique en que está colocada la mila-
grosa imagen de Nuestra Señora de los Ángeles...
la era barroca 329
sición de un medio impreso (que se difundía sin embargo por medios orales
en una sociedad analfabeta), la misma impresión de estampas, se revertía
sobre el ámbito de la oralidad y le imponía una serie de categorizaciones que
recomponían las narraciones y les daban un sentido de veracidad y de crítica.
Las elucubraciones de los cronistas sobre la necesidad de las imágenes, so-
bre la posibilidad del milagro y sobre la necesidad de allegarse testimonios
son meros recursos retóricos, así como la reiterada alusión a la iconoclastia
de los protestantes.
Pero sin duda fue la capital la que desarrolló la mayor cantidad de textos
aparicionistas alrededor de las devociones marianas en sus santuarios. Cua-
tro eran, según el padre Florencia, los baluartes que protegían a la ciudad de
México de toda catástrofe desde los cuatro puntos cardinales. La virgen de la
Bala, al poniente, se encontraba en el templo del hospital de leprosos de San
Lázaro; la virgen de la Piedad, al sur, se veneraba en un convento de los domi-
nicos; la virgen de los Remedios, al oriente, cuya importancia como protecto-
ra de la ciudad y portadora de lluvias comenzaba a abarcar también la buena
fortuna de las flotas, era el más alejado del núcleo urbano y estaba a cargo del
ayuntamiento de la capital; la virgen de Guadalupe, al norte, bajo el cuidado
del cabildo catedralicio, estaba cercana a la ciudad, al final de una calzada
que se flanqueó con monumentos que rememoraban los misterios del Rosa-
rio, y era solicitada originalmente para paliar los efectos de las inundaciones.
De las cuatro imágenes fueron las dos últimas las que tuvieron un mayor
influjo en la ciudad. La virgen de los Remedios pasó de ser una imagen con-
quistadora a una más accesible al pueblo y a los indios, se volvió la protecto-
ra de la ciudad y la que traía las lluvias cuando éstas escaseaban, siendo
también la patrona contra epidemias y hambrunas y protectora también de
las flotas y de los navegantes por su asociación con el mar. Icono esencial
para las actividades agrícolas, sus fiestas de traslación a la capital, cuyos gas-
tos corrían a cargo del ayuntamiento, eran tan suntuosas como las de Cor-
pus, con altares efímeros, danzantes y disciplinantes. Además, en la fiesta del
santuario el 28 de agosto los indios de la zona, sus principales promotores,
hacían procesiones con la “niña”, arcos de flores, música, danza y fuegos ar-
tificiales. A mediados del siglo xvii el santuario de Los Remedios estaba lleno
de exvotos y era tan popular que su culto había llegado a zonas tan alejadas
como el Bajío, Michoacán y los valles de Puebla y Tlaxcala, pues una imagen
peregrina, copia del original, hacía giras de promoción solicitando limosnas
para sus festejos.
Dos textos hierofánicos se vincularon con esta difusión: uno, el del cape-
llán del santuario Lorenzo de Mendoza (m. 1690 ca.), editado en 1685, que
fue la culminación de un pleito del cabildo urbano de la capital, que contro-
laba el santuario, con el arzobispo virrey fray Payo de Ribera; éste juzgó
como irregular que una autoridad laica nombrara al capellán y le suspendió
el patronato, por lo que el ayuntamiento orquestó toda una campaña para
recuperarlo. El otro texto, el de Francisco de Florencia, La milagrosa inven-
330 la era barroca
315
Francisco Miranda Godínez, Dos cultos fundantes: Los Remedios y Guadalupe (1521-
1549), pp. 51 y ss.
316
L. A. Curcio-Nagy, op. cit., pp. 75 y ss.
317
Ver Luis Lasso de la Vega, Huey tlamahuizoltica omonexiti ilhuicac tlatoca ihwapilli Sancta
Maria.
la era barroca 331
no se quedó en una mera copia de la versión indígena del milagro, sino que
realizó toda una elaboración alegórica en la que se entrelazaban la narración
simbólica del Apocalipsis, las apariciones guadalupanas y los presagios y ac-
ciones desarrollados alrededor de la conquista de México.318
Miguel Sánchez supo aprovechar muy bien el hecho de la coincidencia
entre las imágenes de la Inmaculada Concepción (culto que estaba expan-
diéndose con gran fuerza en ese momento en el imperio) y de la virgen de
Guadalupe, y convirtió a su patria (la ciudad de México) en una alegoría viva
de la visión descrita por san Juan: las alas de la mujer recordaban las del
águila mexicana, el emblema de la capital; el dragón demoniaco simbolizaba
la idolatría de los antiguos habitantes del Anáhuac sometida por Hernán Cor-
tés y sus guerreros, émulos de san Miguel y sus ángeles; el Tepeyac, desierto
al que voló la mujer preñada vestida de sol, se volvió espacio sagrado, junto
con la isleña ciudad de México transformada en Patmos, la isla de las visiones
apocalípticas; san Juan, el evangelista y autor del Apocalipsis, prefiguró a
Juan Diego, a Juan Bernardino y a fray Juan de Zumárraga, los tres testigos
del milagro, quienes eran a su vez comparados con Moisés, David y Aarón.319
La imagen se convertía así en la razón de ser de la conquista y de la evan-
gelización y en un jeroglífico, en un emblema que encerraba en sí todo un
lenguaje cifrado. Por medio de alegorías biológicas, numerológicas y astroló-
gicas la Virgen se transformaba en un signo de salvación, en una exaltación
solar de la monarquía española, en protección contra las aguas embravecidas
de la laguna, en clave matemática para conocer el número de los elegidos, en
signo que asociaba al águila con la cruz y a México con el calvario. Con ese
método alegórico, la ciudad se convertía en esposa y María de Guadalupe, la
mujer alada, se volvía la ciudad elegida.
Los referentes se volvieron aún más significativos cuando el mismo san-
tuario guadalupano fue convertido en trasunto del templo de Salomón; al
igual que la ciudad santa, la nueva México Jerusalén tenía su centro simbóli-
co en el templo del Tepeyac. En un momento dado las dos ciudades se con-
fundieron y por una extraña alquimia, la capital novohispana se volvió seme-
jante a la ciudad celestial, no sólo porque compartía con ella el geometrismo
urbano, sino también porque en ella se realizaba la idea de la renovación de
los tiempos mesiánicos, cuando la acción de Dios transformaría la creación.
En esto Sánchez se basaba en la visión franciscana del siglo anterior, pero la
llevaba a sus últimas consecuencias: México-Tenochtitlan, gracias a la por-
tentosa aparición de la Virgen, se había convertido en una nueva Jerusalén
terrena, en el paradigma de la Iglesia militante indiana que caminaba hacia
318
Véase Miguel Sánchez, Imagen de la Virgen María madre de Dios de Guadalupe. Edición
moderna de Ernesto de la Torre y Ramiro Navarro de Anda, Testimonios históricos guadalupa-
nos, p. 257.
319
Francisco de la Maza, El guadalupanismo mexicano, p. 71; véase también D. Brading, La
virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, pp. 95 y ss.
332 la era barroca
320
A. Rubial García, “Civitas Dei et novus orbis”, op. cit., pp. 12 y ss.
321
M. Sánchez, Imagen de la Virgen María madre de Dios de Guadalupe, p. 257.
322
Ibid., p. 264.
323
La obra de Miguel Sánchez también impactó en la iconografía. Uno de los primeros ejem-
plos en el que vemos aplicado este modelo fue el cuadro anónimo del siglo xviii, que custodia la
colección Franz Mayer; en él se presenta a la virgen de Guadalupe como la mujer vestida de sol
que vio san Juan, quien aparece en una esquina del cuadro escribiendo. La ciudad de Dios (civi-
tas Dei), amurallada con sus doce puertas resguardadas por doce ángeles, contiene cipreses en
la era barroca 333
La obra de Sánchez influyó también en otros textos, como el del jesuita Ma-
teo de la Cruz (m. 1686), publicado en Puebla en 1660, en el cual se hacía un
contraste entre la virgen de los Remedios (la conquistadora y la gachupina),
dotada de gran poder sobre la lluvia, y la de Guadalupe (la criolla), que apla-
caba las inundaciones. El contraste también se daba entre sus orígenes, pues
mientras la primera había sido una talla hecha por san Lucas, la segunda
había sido pintada por Dios, por la Virgen o por un ángel.324
En esa misma década, Francisco de Siles (m. 1670 ca.) y un grupo de
canónigos de la catedral de México, para subsanar la ausencia de la docu-
mentación original de tiempos de Zumárraga, llevaron a cabo en 1666 un
interrogatorio en el pueblo de Cuauhtitlán, patria de Juan Diego, para obte-
ner las pruebas de que ahí existía una tradición inmemorial del milagro. Las
informaciones incluyeron la declaración de ocho ancianos indígenas y doce
personas más, criollos y españoles, y con ellas se esperaban iniciar ante la
Sagrada Congregación de Ritos los trámites para pedir misa y oficio propios,
un día de fiesta y al aval del culto a la virgen de Guadalupe por parte de Ro-
ma.325 El documento se convirtió en un texto fundamental para las futuras
elaboraciones guadalupanas y en él se construyó la imagen histórica del in-
dio Juan Diego, que sería utilizada, entre otros, por el padre Florencia.326
Uno de los clérigos que participó en esas informaciones, Luis Becerra
Tanco (1603-1672), políglota y científico criollo, profesor de astrología y ma-
temáticas de la universidad, publicó ese mismo año de 1666 un opúsculo
sobre el tema intitulado Origen milagroso del santuario de Nuestra Señora
de Guadalupe. Fundamentos verídicos en que se prueba ser infalible la tradi-
ción en esta ciudad acerca de la aparición. Tres años después de su muerte, en
1675, Antonio de Gama reeditaba este libro aumentado y corregido, con el
nombre Felicidad de México en el principio y milagroso origen del Santuario de
la Virgen de Guadalupe, obra que alcanzó dieciséis ediciones (varias de ellas
en España) y que intentaba dar al relato guadalupano un sustento histórico
y científico. Después de la acostumbrada queja por la falta de documentos
originales y de una velada alusión a la poca solidez de los trabajos anterio-
res, el autor explicaba el milagro como una impresión física que los rayos
solares habían hecho sobre la manta; basado en los recientes trabajos del
jesuita Kircher acerca de la óptica y de los fenómenos lumínicos, Becerra
lugar de edificaciones, por lo que es al mismo tiempo ciudad y paraíso cerrado (hortus conclu-
sus). Su contraparte es una escala de Jacob que termina en la imagen guadalupana.
324
Véase Mateo de la Cruz, Original profético de la santa imagen. Relación de la milagrosa
aparición de Nuestra Señora de Guadalupe de México. Sacada de la historia que compuso el bachi-
ller Miguel Sánchez.
325
Los textos guadalupanos tuvieron también influjo en Europa y sus narraciones fueron in-
sertadas en las obras de los jesuitas Juan Eusebio Nieremberg, Guillermo Gumppenberg y Anas-
tasio Nicoselli. J. Cuadriello, “La propagación de las devociones novohispanas…”, en México en
el mundo de las colecciones de arte, Nueva España, vol. i, p. 260.
326
F. de la Maza, El guadalupanismo mexicano, pp. 97-105.
334 la era barroca
327
E. Trabulse, Los orígenes de la ciencia…, p. 278.
328
Véase L. Becerra Tanco y A. de Gama, op. cit.; véase también F. de la Maza, El guadalupa-
nismo mexicano, p. 83.
329
Francisco Iván Escamilla, “Próvido y proporcionado socorro…”, en Memorias del Coloquio
Poder Civil y Catolicismo en México. Siglos xvi-xix, pp. 140 y ss.
330
F. de Florencia, La Estrella del Norte de México, fols. 66 y 99 y ss.
331
Idem.
la era barroca 335
338
A. Mayer, “El guadalupanismo en Carlos de Sigüenza y Góngora”, en A. Mayer (ed.), Car-
los de Sigüenza y Góngora. Homenaje (1700-2000), vol. i, pp. 243 y ss.
339
Francisco de Castro, La octava maravilla y segundo milagro de México perpetuado en las
rosas de Guadalupe, fol. 2 v.
340
I. Osorio Romero, El sueño criollo. José Antonio de Villerías y Roelas (1695-1728), pp. 223
y ss.
la era barroca 337
por indios y frailes, los guadalupanos jesuitas y del clero secular la veían in-
tegrada dentro de una urbe criolla y multiétnica.
De manera simultánea a la elaboración de esta rica literatura, el culto a la
virgen de Guadalupe se extendió a otras ciudades del territorio por medio de
imágenes, retablos y portadas, e incluso llegó a España y a Roma, expandida
por virreyes, obispos, emigrantes indianos y sacerdotes, sobre todo los jesui-
tas. Uno de los pintores cuya obra fue promovida en Europa y América a cau-
sa de esta expansión fue el mulato Juan Correa, poseedor de una calca o plan-
tilla sacada del original y que le sirvió para realizar las numerosas copias que
convirtieron a su taller en el principal centro especializado en la elaboración
de imágenes para difundir este culto.341 Correa fue también sin duda el divul-
gador, junto con José Juárez, de un novedoso modelo iconográfico de la gua-
dalupana, aquel que la pintaba rodeada de las cuatro escenas aparicionistas
(tres ante Juan Diego y la última ante Zumárraga). Este modelo narrativo ten-
dría un gran éxito gracias a que fue difundido por los grabados que el español
Matías de Arteaga realizó para la edición sevillana de la Felicidad de México
de Becerra Tanco de 1686.342 De hecho Juárez y Correa pudieron haber to-
mado la idea de un ciclo que había mandado pintar en 1648 el capellán de
Guadalupe Luis Lasso de la Vega, para decorar la capilla donde estaba el ma-
nantial conocido después como “el Pocito”. A principios del siglo xviii se agre-
gó a veces a esas cuatro escenas una quinta, la aparición de la virgen a Juan
Bernardino, el tío de Juan Diego, en su lecho de muerte. En ocasiones tam-
bién se representó a los pies de la virgen una vista del santuario.
Varias de las imágenes guadalupanas creadas en los talleres de la capital
fueron enviadas a las principales ciudades del virreinato (después de ser “to-
cadas con el original”), para volverse el centro de las capillas que en las cate-
drales y otras iglesias se comenzaban a construir bajo su advocación para
extender el culto. De hecho, en las principales ciudades del virreinato se fun-
daron desde mediados del siglo xvii santuarios guadalupanos, la mayoría de
éstos construidos extra muros como centros de peregrinación e imitando la
distancia que separaba el Tepeyac de la ciudad de México. Esos templos na-
cieron a veces como una necesidad de los dirigentes de esos centros urbanos
por vincularse con una imagen que ostentaba una construcción hierofánica
tan sólida e insólita, en otras ocasiones como promoción de un personaje de
la capital que quería impulsar su culto patrio.343
341
Esto se colige del testimonio que dio su discípulo José de Ibarra y que fue transcrito por
Miguel Cabrera en su Maravilla americana..., p. 10.
342
Cuadriello (“La propagación de las devociones novohispanas…”, en op. cit., vol. i, p. 263)
señala que es muy probable que Arteaga conociera obras de Correa con este modelo narrativo
que ya circulaban en Europa desde 1669. Por su parte, Nelly Sigaut (José Juárez. Recursos y dis-
cursos del arte de pintar, pp. 211 y ss.) sostiene que una obra de Juárez con este tema y fechada en
1656 había llegado al convento concepcionista de Ágreda en Soria y fue la que pudo inspirar a
Arteaga. Esta autora cita a Florencia como la fuente sobre las pinturas de la capilla del pocito.
343
D. Brading, Siete sermones guadalupanos, pp. 31 y ss.
338 la era barroca
344
J. Traslosheros, “Rumbo a tierra nueva. Encuentros y desencuentros en torno a la fábrica
de la ermita de Guadalupe, extra muros de la ciudad de San Luis Potosí. 1654-1664”, Relaciones.
Estudios de Historia y Sociedad, núm. 48, pp. 115-136.
345
F. A. de Ysassy, “Demarcación y descripción…”, op. cit., p. 130. Agradezco a Juan Carlos
Ruiz Guadalajara esta referencia y la siguiente.
346
Gazeta de México, vol. ii, núm. 8, 2 de mayo de 1786, p. 101.
la era barroca 339
347
Jaime Ortiz Lajous, Oaxaca. Tesoros del centro histórico, p. 51; Robert S. Mullen, La arqui-
tectura y la escultura de Oaxaca. 1530-1980, p. 93.
348
José Antonio Gay, Historia de Oaxaca, pp. 200 y ss.
349
José Francisco Sotomayor, Historia del Apostólico Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe
de Zacatecas, pp. 33 y ss.
350
Jesús Romero Flores, Historia de la ciudad de Morelia, pp. 63-64.
351
Mónica Pulido Echeveste, Reconfigurar los espacios, imaginar los destinos: patrocinio y
corporación, identidad y tradición en Valladolid de Michoacán, siglo xviii, p. 52.
340 la era barroca
352
Rosalva Loreto, La ciudad de Puebla, p. 162. Sobre la disposición arquitectónica y la des-
cripción decorativa se puede consultar también a Manuel Toussaint, La catedral y las iglesias de
Puebla, pp.190 y ss.
353
El documento está en agi, Indiferente, leg. 398, ff. 123-131. Citado por Francisco Iván Es-
camilla, “La piedad indiscreta. Lorenzo Boturini y la fracasada coronación de la virgen de Gua-
dalupe”, en Francisco Cervantes y Pilar Martínez (eds.), La Iglesia en Nueva España. Relaciones
económicas de interacciones políticas.
la era barroca 341
354
D. Brading, Siete sermones guadalupanos, pp. 32 y ss.
342 la era barroca
Los señores de Tlaxcala y su sujeción a Carlos V. Lámina inicial del Lienzo de Tlaxcala (siglo
xvi). Procedencia: Carlos Martínez Marín y Josefina García Quintana, El lienzo de Tlaxcala,
México, Cartón y Papel de México, 1983.
Moctezuma II. Lámina del Códice Tovar (siglo xvi). Procedencia: Elisa Vargas
Lugo et al., Imágenes de los naturales en el arte de la Nueva España, México, Fo-
mento Cultural Banamex / unam, iie, 2005.
Mapa de tierras y aguas del pueblo de San Andrés Ahuashuatepec (1794). Templo de San Andrés
Ahuashuatepec, Tlaxcala. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El ori-
gen del reino de la Nueva España (1680-1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.
El bautizo de los señores de Tlaxcala. Anónimo (siglo xvii). Sagrario de la catedral de Nues-
tra Señora de la Asunción. Ex convento de San Francisco de Tlaxcala. Procedencia: Jaime
Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-
1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.
Adoración de los Reyes Magos. Isidoro de Castro. Sacristía del templo de La
Soledad en Oaxaca. Procedencia: Elisa Vargas Lugo et al., Imágenes de los natu-
rales en el arte de la Nueva España, México, Fomento Cultural Banamex / unam,
iie, 2005.
Adán y Eva en el paraíso americano. Anónimo (siglo xviii). Templo de Santa Cruz, Tlaxcala.
Procedencia: Luisa Noemí Ruiz Moreno, El árbol dorado de la ciencia: procesos de figuración en
Santa Cruz, Tlaxcala, Puebla, buap / Gobierno del Estado de Puebla, 2003.
El triunfo de la Iglesia americana. Anónimo (siglo xviii). Templo de San Francisco Totime-
huacán, Puebla. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El origen
del reino de la Nueva España (1680-1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.
V. LA ERA ILUSTRADA.
CULMINACIÓN Y FIN DE UNA UTOPÍA
La segunda mitad del siglo xviii fue para el imperio español una era de pro-
fundos cambios. Bajo el mando de los monarcas borbones se impuso una
nueva política conocida como “despotismo ilustrado”. Su misión: gobernar
de manera “científica y racional” con el fin de impulsar el progreso de los
pueblos, pero sin tolerar ningún tipo de intromisión de aquellas entidades
corporativas que tenían hasta entonces injerencia política. La autoridad del
rey se convertía entonces en la representación única de los intereses sociales
dirigida hacia un “bien común” que se concebía a partir de la conservación
del orden y de la subordinación absoluta al Estado. Con esta base fueron re-
estructuradas también las relaciones entre la metrópoli y los reinos que for-
maban el imperio. Tales mecanismos de control intentaban minar las bases
de las autonomías regionales imponiendo un sistema uniformador, con lo
cual se rompía con la tradicional política de los monarcas de la casa de Aus-
tria, cuyos fundamentos jurídicos tendían a respetar esas autonomías.
Los mayores cambios se propusieron entre 1759 y 1788, durante el go-
bierno del rey Carlos III y de su ministro José de Gálvez, el encargado de
poner en práctica tales reformas en Nueva España, como su visitador, y des-
pués en todo el orbe indiano, como ministro del Consejo de Indias. Con la
ayuda de virreyes y obispos se impuso en América un sistema que buscaba
concentrar el poder de decisión en la Corona aumentando la burocracia y
saneando las finanzas públicas y el aparato administrativo, al mismo tiempo
que se reafirmaba el dominio absoluto del rey sobre sus posesiones de ultra-
mar. Una de las más importantes reformas fue la que reestructuró la división
política del territorio con base en el sistema de intendencias implantado a
partir de 1786. El nuevo régimen, impuesto en todo el imperio y copiado de
Francia, tenía como finalidad optimizar la administración de los recursos,
terminar con la corrupción de los alcaldes mayores y corregidores y dismi-
nuir el poder de los virreyes; con él se desarticularon los antiguos espacios
políticos y se crearon otros, pero sobre todo se introdujo a una nueva buro-
cracia peninsular procedente del ejército y la administración.
En este proceso, los criollos fueron desplazados, tanto de los cargos de
intendentes, como de las audiencias y de otras dependencias gubernamen-
tales donde habían conseguido entrar en la era barroca y se colocó en ellas
principalmente a elementos peninsulares aunque, paradójicamente, se les
abrió también la vía de las milicias provinciales y urbanas por el mecanis-
mo de compra de cargos. Además, con la formación de ejércitos regulares, se
343
344 la era ilustrada
amplió el control de los ayuntamientos sobre sus territorios pues en ellos re-
cayó el alistamiento y abastecimiento de los regimientos y batallones.1
El fortalecimiento del fuero y las instituciones militares que fomentaron
los borbones (los nuevos instrumentos para lograr la lealtad de sus súbditos)
contrasta con el ataque a los privilegios de las corporaciones eclesiásticas, so-
bre todo a los religiosos y a los cabildos catedralicios. Desde 1749 con Fer-
nando VI, hasta alrededor 1770 con Carlos III, las parroquias indígenas fueron
sistemáticamente arrebatadas a las órdenes mendicantes para darlas en ad-
ministración al clero secular. A ello se añadió una campaña de reforma de las
órdenes religiosas masculinas y femeninas llevada a cabo entre 1769 y 1780,
en la cual se les quitaron muchos privilegios. La más renuente a tales cambios,
la Compañía de Jesús, fue expulsada a causa de su fuerte presencia económi-
ca, de la influencia que ejercían por medio de sus centros educativos y de sus
tendencias antiborbónicas. Dichas reformas también afectaron a las monjas,
que entre 1774 y 1775 fueron obligadas a regresar a la vida común en refec-
torios y celdas, y a los cabildos catedrales, a los cuales se les limitó el manejo
irrestricto que tenían de los diezmos. El “regalismo” borbónico había dejado
de considerar a los organismos eclesiásticos como colaboradores de las políti-
cas monárquicas para convertirlos en sujetos incondicionales del Estado.
Junto a las reformas políticas se dieron también entre 1765 y 1796 una
serie de reformas económicas que eliminaron prohibiciones al comercio in-
terno entre los territorios americanos, se rompió con el monopolio de los
andaluces y se habilitaron nuevos puertos, todo lo cual propició el auge co-
mercial. Esto afecto sobre todo a los comerciantes del Consulado de la capi-
tal, que ejercían el monopolio mercantil en el territorio. Sus prerrogativas
fueron además limitadas con la creación de nuevos consulados en Veracruz
y Guadalajara en tiempos del Carlos IV (1788-l808). Al mismo tiempo, el rey
y sus ministros favorecían la creación de nuevas corporaciones como la de
los mineros, quienes recibieron un gran apoyo por medio de un banco de fo-
mento y de un tribunal especial. La Corona tenía interés en aumentar la
producción de plata, su principal fuente de ingresos fiscales, para lo cual re-
dujo el precio del mercurio y, aunque con pocos resultados, fomentó la intro-
ducción de nueva tecnología minera. Pero fueron sobre todo los beneficios
fiscales y los créditos del banco del Avío, junto con otros factores internos co-
mo el descubrimiento de nuevas vetas, lo que convirtió a Nueva España en el
primer territorio productor mundial de plata a fines del siglo xviii. Por otro
lado, el Estado concentró el monopolio en la elaboración y distribución de
ciertos productos, como el del tabaco, lo que aumentó enormemente las en-
tradas de la Real Hacienda.
A pesar de sus propuestas de largo alcance, las reformas no fueron apli-
cadas de manera integral y su aceptación fue limitada. Por otro lado, en
1
Antonio Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, http//historiapolitica.
com/datos/biblioteca/annino1.pdf, p. 20.
la era ilustrada 345
conjunta que hicieron de sus privilegios. Con esto, y con el aumento del me-
cenazgo de los poderosos, se multiplicó el número de un personal eclesiás-
tico culto, bien capacitado y con una fuerte conciencia identitaria. La más
importante manifestación de esta actitud de reforma del clero secular fue la
reunión del Cuarto Concilio Provincial Mexicano en 1771 en el que se trató,
además del aumento numérico de los clérigos indígenas y de otros temas de
orden práctico, la religiosidad popular y los problemas de la castellanización
de los indios.
Junto con el clero secular, un importante grupo de laicos adscritos a car-
gos burocráticos, relacionados con la corte virreinal, o vinculados con los
cabildos urbanos, comenzaron a generar discursos y a beneficiarse de las
mismas redes de información que los eclesiásticos, enriqueciendo así con su
presencia a la vieja “república de las letras”. Tales redes no se reducían a la
Nueva España. A partir de 1767 un sector de eruditos novohispanos, los je-
suitas expulsados, vivían en Italia; ellos, y los criollos que se quedaron en su
tierra, tenían contactos con letrados en la misma Nueva España, en Perú, en
España y en Italia, hecho avalado por una numerosa correspondencia; los
viajes de algunos de ellos al Viejo Continente les permitieron afianzar amis-
tades y traer a su regreso un voluminoso cargamento de libros. Estos instru-
mentos de comunicación atravesaban el Atlántico de manera constante gra-
cias a una creciente demanda, y a un comercio cuyo volumen hacía cada vez
más difícil el control ejercido por el Tribunal del Santo Oficio. Por otro lado,
el conocimiento de otras lenguas, las traducciones completas o parciales de
textos extranjeros (en francés y en italiano, sobre todo) que se hacían en
Nueva España y el acceso a publicaciones periódicas de carácter científico
pusieron a los letrados criollos en contacto con la comunidad intelectual eu-
ropea y con las nuevas perspectivas que ésta proponía, sobre todo dentro de
la llamada ilustración católica, cuyos postulados no cuestionaban la fe ni los
dogmas como lo hacían las posturas ilustradas más radicales.
En los discursos generados a lo largo del siglo xviii podemos observar un
cambio paulatino de la percepción barroca, marcada aún fuertemente por
los temas religiosos, hacia la concepción ilustrada, que sin abandonar el cris-
tianismo se interesaban también por temas laicos como los de la ciencia y la
tecnología. Sin embargo, ese cambio es perceptible sólo entre algunos secto-
res de la elite que tenían acceso a la educación ilustrada, que estaban en
contacto con los séquitos que acompañaban a los virreyes y obispos peninsu-
lares o que formaban parte de las instituciones promovidas por la monar-
quía borbónica, como el Jardín Botánico, el Colegio de Minería o la Acade-
mia de San Carlos. En la mayor parte del territorio predominaba una cultura
de oralidad en la cual la exuberante propuesta del barroco había arraigado
profundamente. En esos ámbitos los cambios propuestos por la Ilustración
no tuvieron ningún efecto.
348 la era ilustrada
Nuevo mundo Señor, se llaman las tierras descubiertas de esta América; renom-
bre a la verdad, que en cada día puede verificarse más, y más, pues cada día se
puede nuevamente descubrir más nuevo, cuanto más se atalaren sus centros, con
que siendo la novedad de las cosas la que acarrea las atenciones, puede por esta
causa merecer la de Vuestra Majestad este Teatro nuevo en que se presenta el
papel que hace América en el Mundo, cuando puesta a los pies de Vuestra Majes-
tad se denota sagrada ara de tan suntuosa efigie.2
7
La pericia astronómica de los padres de la Compañía en la confección de mapas geográ-
ficos se vio también en su derivación más evidente: la discusión sobre el sistema del mundo.
Durante el siglo xviii existieron dentro de la provincia novohispana todas las tendencias, desde
el geocentrismo más radical de los padres Cristóbal Flores o Juan Brea, defensor de las teorías
aristotélico-ptolemaicas, hasta el heliocentrismo de Abad o de Guevara y Basaozábal, pasando
por las tesis eclécticas de Clavijero o Alegre, adeptos al sistema de Tycho-Brahe. El mecanicis-
mo newtoniano estuvo también representado por los jesuitas Dávila y Castro, lo que ponía a la
Compañía de Jesús a la vanguardia de la modernidad científica ilustrada en la Nueva España.
Elías Trabulse, “La ciencia y los jesuitas en Nueva España”, en Colegios jesuitas, pp. 73-77.
8
Entre otras, Costanzó fue autor de “Carta general del virreinato”, que lleva las adiciones de
Manuel Mascaró; “Plano del puerto y nueva población de San Blas” (1768); “Mapa de las provin-
cias internas”, levantado por orden del virrey Bucareli en 1779, y “Carta reducida del Océano
Asiático o Mar del Sur” (1770), grabada por Tomas López. Juan Antonio Ortega y Medina, “Es-
tudio preeliminar” a Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España.
Véase el Anexo ii (pp. cxxx y ss.) con las fuentes cartográficas citadas por Humboldt en su obra,
sobre todo en la “Introducción geográfica” que la precede.
9
Ibid., vol. i, pp. 196-197.
10
Ibid., pp. cxxxii-cccxxxvi.
11
Véase Roberto Moreno de los Arcos, Joaquín Velázquez de León y sus trabajos científicos
sobre el valle de México (1773-1775). Este autor publica la Descripción de León y Gama con una
introducción.
la era ilustrada 351
Pero sin duda el más destacado de todos estos cartógrafos fue el clérigo
nacido en el pueblo de Ozumba José Antonio de Alzate (1737-1799), uno de
los constructores de la “ciencia moderna” en Nueva España, pues combinó
una sólida teoría con la observación y la práctica.12 Este intelectual (astróno-
mo, matemático y geógrafo), profundamente comprometido con su socie-
dad, se interesó en divulgar la ciencia por medio de publicaciones periódicas
(Diario Literario y Gaceta de Literatura), pues consideraba que el conocimien-
to era la base de la felicidad pública. Dentro de esa perspectiva pueden expli-
carse sus trabajos geográficos, los cuales partieron y desembocaron en el fo-
mento del “amor al terruño”. De alguna manera, las concepciones sobre la
naturaleza que desarrolló tuvieron motivaciones patrióticas, en particular su
confrontación con las políticas económicas de la metrópoli, que veía en la
naturaleza novohispana el medio para hacerse de más recursos y así amino-
rar sus endémicas crisis financieras. Su crítica también estaba dirigida a la
“irracionalidad política”, pues continuamente se manifestó en contra de las
disposiciones virreinales que afectaban las condiciones climáticas de la ciu-
dad de México, como la desecación del lago.13
En cuanto a su labor cartográfica, este autor realizó en 1767 un “Nuevo
Mapa Geográfico de la América Septentrional, divida en obispados y provin-
cias”, que contenía ilustraciones de la flora y la fauna de la Nueva España y
que fue impreso en París por la Academia de Ciencias después de muchas
vicisitudes.14 Por las mismas fechas Alzate elaboraba su “Atlas del arzobispa-
do de México” y tres años después (1772) su mayor obra: el “Plano geográfi-
co de la mayor parte de la América septentrional española”.15 Para la elabo-
ración de estos “planos generales”, Alzate hizo uso de varios mapas antiguos
y modernos. Con gran humildad este autor consideraba que su labor era he-
redera de una prolongada tradición y de los conocimientos acumulados por
un sinnúmero de personas a lo largo del tiempo. En su obra daba un gran
crédito a los trabajos de Carlos de Sigüenza y Góngora, sabio cuya fama en
el siglo xviii fue notable entre los científicos novohispanos. También recono-
ció los méritos y la utilidad de los mapas realizados por sus contemporáneos,
Miguel Costanzó y Joaquín Velázquez de León.16
Respecto a la recopilación de materiales, Alzate consideraba de mayor
utilidad los informes de los párrocos que aquellos que daban los alcaldes
mayores. “No hay cura que pueda ignorar que rumbo, a que distancia estén
12
Alberto Saladino, El sabio José Antonio Alzate, pp. 50 y ss. Alzate criticó acremente a los
astrólogos por sus pronósticos seudocientíficos que anunciaban catástrofes, calamidades y en-
fermedades. Como astrónomo realizó abundantes observaciones del paso de Mercurio sobre el
disco del sol y el eclipse de 1769.
13
Ibid., p. 59.
14
José Antonio Alzate, Gacetas de Literatura de México, vol. iii, pp. 59-60.
15
Este mapa representa una división del reino en obispados. Parte de este mapa se encuen-
tra en la Bancroft Library.
16
J. A. Alzate, op. cit., vol. iv, p. 129.
352 la era ilustrada
los lugares de su curato, como también las corrientes de los ríos, direcciones
de las montañas y demás cosas dignas de atención de su curato. Tampoco
pueden ignorar cuáles son los curatos colindantes con el suyo. Y todo esto
¿no puede dibujarlo y describirlo en una cuartilla de papel y con demasiada
facilidad? Pues asentemos que en la Nueva España haya mil curatos; enton-
ces con una resma de papel bien empleada a costa de un cortísimo y sencillo
trabajo, veríamos la geografía en un excelente estado; y los que se dedicasen
a unir en ese cuerpo a aquellas partes lo ejecutarían muy pronto”. El tema lo
lleva a cuestionar los informes de “personas empleadas en el gobierno políti-
co de la provincia”, que fueron los que utilizó Villaseñor en su Teatro. “Este
medio —asegura Alzate—, aunque bueno, es muy inferior al que propongo,
pues a más de la demasiada extensión que comprende cada alcaldía mayor o
provincia respecto de un territorio parroquial, los gobernadores o alcaldes
mayores no frecuentan tan a menudo su jurisdicción como el cura la suya,
pues la precisión lo lleva a menudo aun al más despreciable arrabal. A más
de que un alcalde mayor, por razón de que así lo establecen las leyes, poco
tiempo reside en un mismo territorio, y por consiguiente no puede tener
aquella instrucción topográfica que poseen los curas”.17
A fines del siglo xviii fue notable también la labor de Carlos de Urrutia
(1750-1825), igualmente exaltada por Humboldt.18 Éste era un funcionario
cubano, intendente de Veracruz, que elaboró un “Plano geográfico de la ma-
yor parte del virreinato de Nueva España” realizado en 1793 y considerado
como uno de los más importantes mapas del siglo xviii.19 Siguiendo lo estipu-
lado por la Real Ordenanza de Intendentes de 1786, el mapa sirvió para de-
terminar geográficamente los límites de las intendencias y las posiciones de
las principales ciudades del virreinato. El plano formaba parte de la Noticia
geográfica del reyno de Nueva España, texto estadístico y demográfico realiza-
do por Urrutia a petición del segundo conde de Revillagigedo.20 Para elabo-
rarlo, Urrutia utilizó los datos que le proporcionaron varios funcionarios en-
cargados de formar el padrón de 1791. También reconoció haberse servido
de los mapas del “Seno mexicano” realizados por Corral y Aranda y por pilo-
tos de la flota de Antonio de Ulloa. Utilizó las observaciones de Velázquez de
17
Ibid., vol. iv, pp. 127 y ss.
18
Alejandro de Humboldt, Ensayo político…, vol. i, p. 198.
19
La demarcación de las intendencias fue el antecedente inmediato de las divisiones políti-
cas del periodo independiente. Edmundo O’ Gorman, Historia de las divisiones territoriales de
México, p. 25.
20
Este precioso mapa policromo comprende de los 15º a los 25º de longitud y de los 271º a
los 286º de longitud: marca con detalle ríos, montañas, ciudades y pueblos. Su toponimia es
abundante y tiene la minuciosidad de señalar trescientos doce sitios de minas, la división de in-
tendencias y los caminos que cruzaban el virreinato en todas direcciones. Noticia geográfica del
reyno de la Nueva España y estado de su población, agricultura, artes y comercio (1793), (Ms).
Una copia incompleta de este Ms. datada en 1794 se encuentra en bnm, Cedularios, 1402, ff 206-
296, y fue publicado por Enrique Florescano e Isabel Gil, Descripciones económicas generales de
Nueva España, 1784-1817, pp. 68-127.
la era ilustrada 353
21
Se conserva en agnm, Historia, vols. 534-538. Fue publicado en traducción inglesa por
Charles Wilson Hackett, Pichardo’s Treatise on the Limits of Louisiana and Texas, Austin, Univer-
sity of Texas Press, 1931.
22
Según su Tableau de positions geograpiques de Rayaume de la Nouvelle Espagne, determine
per des observations astronomiques, de las ciento cuarenta y dos posiciones consignadas, treinta
y seis son de su completa autoría, y ciento seis de los científicos novohispanos, de entre quienes
destacan Ferrer, Velázquez de León, Rivera, Doz, Cevallos, Herrera, Malaspina y Lafora. J. A.
Ortega y Medina, “Estudio preeliminar” a A. de Humboldt, op. cit., pp. cxxxii-cxxxv.
354 la era ilustrada
bres que pueblan la tierra, porque vivimos en un país tan delicioso disfrutan-
do grandes comodidades y patrocinados y resguardados con el fuerte apoyo
de las leyes”.23
Ésta [la sociedad novohispana] se compone de diferentes castas que han pro-
creado los enlaces del español, indio y negro: pero confundiendo de tal suerte su
primer origen que ya no hay voces para explicar y distinguir estas clases de gen-
tes que hacen el mayor número de habitantes del reino. Degenerando siempre en
sus alianzas, son correspondientes sus inclinaciones viciosas, miran con entra-
ñable aborrecimiento la casta noble del español y con aversión y menosprecio al
indio. No se acomodan a las honradas costumbres de aquél ni a las humildes y
algo laboriosas de éste, y a la verdad, pudieran bien compararse las castas infes-
tas de Nueva España [coyote, lobo, tente en el aire, saltaatrás] a las de los verda-
deros o supuestos gitanos de la antigua.24
23
J. A. Alzate, op. cit., vol. ii, p. 311.
24
Hipólito Villarroel, Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España,
p. 213.
25
Ibid., pp. 192 y ss.
la era ilustrada 355
un tono menos visceral y mucho más práctico y tolerante, sobre los proble-
mas urbanos en un tratado llamado Discurso sobre la policía de México, obra
que no se dio a la prensa sino hasta el siglo xx. El autor al que se ha atribui-
do este texto era oidor, asesor general y regente y, por tanto, conocedor en la
práctica de lo que se podía hacer y de lo que no. Uno de los aspectos más in-
teresantes de esta obra fue su cálculo de lo que producía el arrendamiento
de los puestos y cajones de la plaza mayor pues esa podía ser una importante
fuente de ingresos para el fisco.26
El tercer autor que presenta una visión crítica de la ciudad es el libre-
ro Francisco de Sedano, quien ha dejado en sus Noticias de México (escrito
en la década de 1790 pero impreso hasta 1880) una muy vívida descripción
donde se resaltaba la suciedad en la que se vivía en el mercado. En ella po-
demos oler los miasmas y excrementos, ver a las marchantas lavando sus
ollas y comales, y aun los pañales de sus niños, en la pila del agua potable
y oír la caída de algún parroquiano resbalado en la lama jabonosa dejada
por quienes lavaban su ropa en la misma fuente.27 La obra de Sedano está
enmarcada en las nuevas concepciones que la Ilustración tenía sobre la en-
fermedad, la pestilencia y la suciedad. Durante el siglo xviii, las nuevas teo-
rías sobre la circulación de la sangre modificaron la forma de ver el mundo
urbano, y la movilización del aire y del agua fue considerada una necesidad
ineludible para evitar las epidemias. Con estas ideas comenzaron a hacerse
intentos por eliminar la basura y los focos de infección y putrefacción. Para
ello fueron cubiertas algunas de las acequias, se intentó alejar las tocinerías
y rastros del centro urbano hacia la periferia, poner en práctica un sistema
de tiraderos y drenajes y de acarreo de basuras y excrementos fuera de las
ciudades, así como crear cementerios municipales fuera de los templos, don-
de tradicionalmente se enterraba a la gente.28 En la ciudad de México fue en
la época del conde de Fuenclara, a mediados del siglo xviii, que se pudieron
iniciar algunas de esas reformas, que se concluyeron en tiempos del segundo
conde de Revillagigedo, quien, entre otras cosas, introdujo el alumbrado pú-
blico para disminuir la inseguridad que se iba incrementando año con año.
En lo que coinciden todos estos autores es en la percepción cortesana de
una sociedad plebeya muy mestizada en la que convivían los diversos grupos
étnicos; una sociedad que hacía patente la inutilidad de las leyes que separa-
ban a la población en dos repúblicas y que ponían cortapisas a las uniones
entre gente de diferente color de piel. En efecto, a la mezcla de sangres entre
españoles e indígenas que se dio desde los primeros días de la conquista, se
agregó muy pronto la presencia de esclavos africanos y asiáticos, lo que forjó
una sociedad cada vez más plural y compleja; en ella, sin embargo, el paradig-
26
Véase Baltasar Ladrón de Guevara, Reflexiones y apuntes sobre la ciudad de México. Fines
de la Colonia, pp. 61 y ss.
27
Francisco de Sedano, Noticias de México, vol. ii, p. 88.
28
Marcela Dávalos, De basuras, inmundicias y movimiento, o de cómo se limpiaba la ciudad
de México a finales del siglo xviii, pp. 31 y ss.
356 la era ilustrada
29
Ilona Katzew, La pintura de castas. Representaciones raciales en el México del siglo xviii, pp.
70 y ss.
la era ilustrada 357
ción, y en varias de ellas son las personas de sangre negra (a las que por el
estigma de la esclavitud se les daban cargas de atavismo y degeneración) las
que son mostradas como más proclives a la violencia. En uno de estos ejem-
plos (el del cuadro llamado De español y negra nace mulata) la pelea se des-
arrolla entre un oficial del ejército español (de los llamados “blanquillos” del
segundo regimiento de América) y una negra criolla que parece ser la dueña
del merendero que sirve de escenario a la acción. Además de la violencia in-
trafamiliar, de la que hay numerosas constancias en los archivos judiciales,
lo que se deja notar en éste y otros muchos cuadros del género es el abun-
dante número de mujeres independientes, administradoras de un negocio
propio y sustentadoras de la economía familiar.
A pesar de esas muestras de violencia, las actitudes negativas no son co-
munes en los cuadros de castas. Por lo general la visión que ofrecen es de
gente trabajadora, cuya diversión siempre se da de manera moderada, inclu-
so en aquellos espacios (frecuentemente representados) donde se departe al-
rededor de una batea de pulque. Estas visiones idealizadas son un reflejo de
la perspectiva ilustrada que consideraba el trabajo como la principal fuente
de armonía y felicidad, y la diversión, con moderación, como un comple-
mento de la vida apacible.
Ese ambiente de agradable bienestar es el que nos muestra el cuadro De
mulato y española sale morisco, en el que el tema central es el juego de cartas
amenizado por la ingestión de chocolate en un jardín paradisiaco. En él se
muestra el ámbito doméstico como un espacio de convivencia y de intercam-
bio entre las etnias. Sorprende además la presencia, constante en muchos
cuadros, de un hombre de color que desposó a una mujer blanca, cuando lo
constante era la relación inversa. La imagen de la dama negra ataviada con
vistoso atuendo (¿la suegra?) es otro elemento que nos habla de la fuerte co-
municación interracial que se dio en el ámbito doméstico donde las tradi-
ciones culinarias, mágicas, lingüísticas y narrativas de cuatro continentes se
entrecruzaban e interactuaban.
El otro ámbito de convivencia reflejado en los cuadros fue el laboral. Las
actividades más comúnmente representadas fueron las del zapatero, el car-
pintero y la hilandera, pero también hay algunos con muestras de trabajos
agrícolas o de pastoreo. En uno que se titula De negro e india nace lobo está
representado un ambiente poco común en la pintura virreinal: una hacienda
y trapiche de azúcar. En él queda de manifiesto la extendida presencia de
africanos en estas empresas hasta el siglo xviii y su pronta asimilación al ám-
bito indígena por la falta de mujeres de su etnia. La imagen del negro en la
sociedad virreinal había sufrido para entonces muchos cambios; de ser seres
rebeldes y peligrosos asociados a menudo con el Demonio en el siglo xvi se
fueron transformando en personajes del folclor urbano, como aparecen en
algunas obras de sor Juana y en estas representaciones del siglo xviii.
En los cuadros de castas sucedió un cambio similar con la imagen del
indio, el cual, de ser una figura emblemática o histórica, pasó a convertirse
358 la era ilustrada
30
I. Katzew, “La pintura de castas. Identidad y estratificación social en la Nueva España”, en
New World Orders. Casta Painting and Colonial Latin America, p. 110.
31
Pilar Gonzalbo Aizpuru, Familia y orden colonial, p. 14.
la era ilustrada 359
32
Fray José de la Barrera, cura franciscano de Santa María, en E. O’Gorman (ed.), “Sobre los
inconvenientes de vivir los indios en el centro de la ciudad”, Boletín del Archivo General de la
Nación, vol. ix, núm. 1, p. 20.
360 la era ilustrada
ción que llevaría a los jóvenes a hacer benemérita a su patria (en este caso
Querétaro). Ahora los modelos ofrecidos ya no eran sólo los santos y sus vir-
tudes; de acuerdo con un tópico que venía desde el Renacimiento, las armas
y las letras también podían ser carreras apetecibles para alcanzar honores y
para honrar a la patria: “Es en fin un elogio de la piedad y de la literatura de
los más célebres hijos de Querétaro, capaz de estimular a los jóvenes estu-
diantes, y a todo género de personas, a hacerse por una carrera brillante, o
de virtudes, o de armas, o de ciencias, dignos de ocupar un lugar distinguido
entre los hombres beneméritos de su patria, porque la ilustraron”.36
Mariano Beristáin era, él mismo, un ejemplo de estas nuevas vocacio-
nes dedicadas a “las ciencias”. Nacido en Puebla, educado con los jesuitas
y egresado del seminario palafoxiano y de la Universidad de México, este
eclesiástico protegido del obispo Fabián y Fuero completó sus estudios en
las universidades de Valencia y Valladolid en España. Finalmente consiguió
una canonjía en la catedral de México, donde llegó a ser arcedeán.37 Desde
sus tempranos estudios mostró una clara inclinación por las humanidades y
una vez obtenida una posición privilegiada escribió una obra monumental,
la Biblioteca hispanoamericana septentrional, fuertemente influida por la vi-
sión enciclopédica ilustrada y por el modelo de los diccionarios que estaban
teniendo un fuerte auge en Europa, auspiciado por un mercado que las casas
editoriales supieron aprovechar muy bien.
En su obra, según el mismo Beristáin lo expresa, “se daba razón del nom-
bre, patria, año de nacimiento y fallecimiento, empleos y méritos literarios
de más de tres mil autores, de los títulos de sus escritos, año y lugar de la
impresión, extendiéndose más o menos su respectivo elogio, según el mayor
o menor mérito de cada uno”. Su finalidad fundamental era contrarrestar las
afirmaciones calumniosas de algunos autores europeos contra España sobre
el “estado de barbarie” en que mantenía a sus posesiones de ultramar. La
utilidad de la obra, sin embargo, también beneficiaba a los españoles, pues
les mostraba “los frutos de su liberal e ilustrado gobierno en la América”, y
a los mismos americanos les presentaba “la historia de su literatura y de sus
sabios”.38 La cultura católica era la matriz común que compartían todos los
territorios del imperio y Nueva España podía aportar muchas cosas valiosas
a esa matriz.39 Sin embargo, su principal función era la defensa de la actua-
ción de España en América, actitud que también se dirigía a los que estaban
descontentos con el dominio español y que aspiraban a separarse de la me-
36
Véase Joseph Mariano Beristáin, “Parecer” a la obra de Josef María Zelaa e Hidalgo, Las
glorias de Querétaro.
37
Ernesto de la Torre Villar, “El bibliógrafo José Mariano Beristáin y Souza (1756-1817)”,
Tempos. Revista de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, núm. 2, pp. 83-113.
38
Véase José Mariano Beristáin y Souza, Biblioteca hispanoamericana septentrional.
39
Alfredo Ávila, “La crisis del patriotismo criollo: el discurso eclesiástico de José Mariano
Beristáin”, en Alicia Mayer y Ernesto de la Torre Villar (eds.), Religión, poder y autoridad en la
Nueva España, pp. 205-221.
362 la era ilustrada
trópoli. Beristáin escribía su obra en 1810, por lo que también iba encauza-
da contra aquellos criollos que se habían hecho corifeos de las calumnias
extranjeras contra España y que se rebelaban contra “una nación grande y
generosa, a quien deben la sangre, la lengua, la educación, las artes, las cien-
cias, la prosperidad y la abundancia que gozaban”.
Beristáin estaba situado en una época marcada por la división y la rup-
tura, pero la tradición de la cual se declaraba heredero había nacido medio
siglo antes con otra visión muy distinta, de la que sin embargo el mismo
Beristáin se había beneficiado. Juan José de Eguiara y Eguren (1695-1763),
también canónigo de la catedral de México y miembro de la congregación
del Oratorio de San Felipe Neri, había iniciado una monumental Bibliotheca
mexicana escrita en latín y que quedó inconclusa, con premisas radicalmente
distintas a las de Beristáin. A diferencia de éste, que consideraba que toda la
labor cultural producida en América se le debía a España y que su desarrollo
era sólo parte de la hispanidad, para Eguiara eran los mexicanos los que ha-
bían conseguido a través del tiempo forjar una gloriosa civilización en la que
se combinaba lo prehispánico con lo hispánico. Siguiendo los modelos de las
“Bibliotecas” de Antonio de León Pinelo y de Nicolás Antonio, la obra estaba
escrita en latín para darle un alcance universal, y pretendía exponer una vi-
sión sistematizada de la producción literaria y científica de Nueva España (y
no sólo de la ciudad de México) por medio de sus autores y escritos y a partir
de una labor de investigación en los archivos y bibliotecas conventuales y en
el archivo de la universidad (donde consultó la crónica de Plaza y Jaén), ade-
más de una red de corresponsales que le enviaron información desde Puebla,
Guadalajara, Guatemala, Oaxaca, Zacatecas y otras localidades.40
Aunque el término “América mexicana” utilizado por él no era algo nove-
doso, pues ya había aparecido en algunos mapas europeos desde el siglo
xvi,41 Eguiara fue uno de los primeros en plasmar algo que para los criollos
del siglo xviii comenzaba a tener un nuevo sentido: concebir a la Nueva Es-
paña como un territorio uniformado bajo el patronímico común de “mexica-
no”. Según sus propias palabras, en su tiempo estaba ya muy extendido de-
signar “a toda la región con ese calificativo tomado del nombre de su más
famosa y principal ciudad”.42
40
Agustín Millares Carlo, Don Juan José de Eguiara y Eguren (1695-1763) y su Bibliotheca
mexicana, pp. 31 y ss.; E. Castro Morales, op. cit., pp. 4 y ss. Este autor menciona la correspon-
dencia y los informes enviados a Eguiara por Diego Bermúdez de Castro, Andrés de Arce y Mi-
randa, fray Antonio de Arochena, fray Juan González de Afonseca y fray José de Arlegui, entre
otros.
41
Véase al respecto Allan Musset y Carmen Val Julián, “De la Nueva España a México. Na-
cimiento de una geopolítica”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xix, núm. 75,
pp. 111-140. Estos autores señalan que Francia fue el primer país en el que se usó el término
Mexique para definir a todo el territorio de la Nueva España, antes que los mismos criollos lo
utilizaran.
42
Juan José de Eguiara y Eguren, Prólogos a la Bibliotheca mexicana, pp. 206 y ss.
la era ilustrada 363
43
Véase Juan José de Eguiara y Eguren, Bibliotheca mexicana. Esta edición sólo reprodujo y
tradujo la parte publicada de la obra en 1755. El resto de la Biblioteca, salvo algunos textos suel-
tos, aún se encuentra manuscrita.
364 la era ilustrada
pone a la clara luz del mediodía. Para poder elaborar estas obras había aprendi-
do el idioma náhuatl y la ciencia que ha menester un Edipo ingeniosísimo.44
La “república de las letras” novohispana del siglo xviii tenía ya una con-
ciencia plena de que era heredera de una tradición cultural que afianzaba
sus raíces en el mundo prehispánico y en el siglo xvii, pero cuya identifica-
ción se daba con los autores de la centuria anterior, a los cuales citaba con-
tinuamente. De hecho, el mismo Eguiara sería considerado como una gloria
patria por ser su denfensor
De manera paralela a la exaltación de los sabios de América seguían pro-
duciéndose textos que servían para afianzar intereses corporativos o locales,
lo que se dio sobre todo en el terrero de la crónica religiosa y de la hagiogra-
fía, es decir, en la exaltación ya no de la sabiduría sino de la santidad. El
contexto de estas construcciones estaba determinado por las campañas que
la política borbónica llevaba a cabo contra las órdenes religiosas. Entre 1749
y 1753 Fernando VI emitía las leyes que ordenaban secularizar todas las pa-
rroquias de religiosos y las entregaba a los diocesanos, proceso que se con-
cluyó en la época de su hermano y sucesor Carlos III. Del antiguo monopolio
que ejercían las órdenes religiosas, sólo quedarían algunos emplazamientos
dispersos en las fronteras misionales. En 1778 un pintor anónimo realizaba
un enorme lienzo para la sacristía del santuario agustino de Chalma. En el
cuadro aparecía de nuevo la imagen de la ciudad santa pero, en una atrevida
metáfora, lo que observa san Juan no es a la mujer vestida de sol sino a san
Agustín rodeado de una aureola de luz y coronado por la corte celestial; ade-
más, los doce apóstoles y los doce ángeles de las puertas han sido suplanta-
dos por santos y santas agustinos, encabezados por santa Mónica. El espacio
de la ciudad, con claras alusiones a la obra del obispo de Hipona, recuerda
además un hortus conclusus, pues, más que edificaciones, parece contener
las geométricas divisiones de un jardín francés, a la manera de un difundido
grabado de los hermanos Klauber.49 Con este cuadro los agustinos preten-
dían mostrar la preeminencia que su orden tenía en el cielo, algo que cierta-
mente ya habían perdido en la tierra novohispana.
Para la segunda mitad del siglo xviii los muros protectores de la Jerusalén
mendicante habían cedido ante los embates del regalismo y de sus colabo-
radores incondicionales, los obispos. En esa época las órdenes religiosas ya
habían perdido su empuje ideológico y económico y vivían en una gran pre-
cariedad. Desde el ámbito corporativo, las únicas instancias que seguían ela-
borando discursos hagiográficos de identidad en la segunda mitad del siglo
xviii eran aquellas que aún conservaban misiones norteñas (como los francis-
canos y en especial los de los colegios de Propaganda Fide) o que habían ge-
nerado una gran combatividad como consecuencia de la desgracia (como la
Compañía). Gracias a ellos, el centro tomó conciencia de que los reinos nor-
teños también eran parte de esa América.
49
En Historiae Biblicae Veteris et Novi Testamenti (Augusta, ca. 1750) los grabadores Joseph y
Johann Klauber muestran una ciudad con ángeles sobre las puertas rodeada de escenas de lu-
cha entre las fuerzas del bien y las del mal.
366 la era ilustrada
50
Véase José Antonio Alcocer, Bosquejo de la historia del Colegio de Nuestra Señora de Guada-
lupe y sus misiones, año de 1788; Juan Domingo Arricivita, Crónica seráfica y apostólica del Cole-
gio de Propaganda Fide de la Santa Cruz de Querétaro.
51
Véase Francisco de Palou, Relación histórica de la vida y apostólicas tareas del venerable
padre fray Junípero Serra y de las misiones que fundó en la California septentrional, y nuevos esta-
blecimientos de Monterrey. Desde el siglo xix esta biografía se publicó con la Historia de la Anti-
gua o Baja California de Francisco Xavier Clavijero.
la era ilustrada 367
52
Publicó un opúsculo de hidroterapia: Tratado del agua mineral caliente de San Bartolomé
(México, 1772), e inspeccionó, junto con otros eruditos, el lienzo de la virgen de Guadalupe.
53
La mejor edición y la más accesible de esta crónica es la realizada por Rafael López en tres
volúmenes para el Archivo General de la Nación en 1932. Es la que aquí se utilizará.
54
Francisco Iván Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanismo y la Ilustración novo-
hispana”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xxi, núm. 82, pp. 199 y ss.
55
Ver Francisco Xavier Alegre, Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España.
368 la era ilustrada
60
Esta biografía apareció como introducción a la edición de las Instituciones teológicas del
padre Alegre con el título Vita Commentarius. Silvia Vargas Alquicira, La singularidad novohis-
pana en los jesuitas del siglo xviii, pp. 53 y ss.
61
Véase Juan Luis Maneiro, De Vitis aliquod mexicanorum aliorumque qui sive letteris Mexi-
ci imprimis floruerunt. Hay una edición en castellano con el título Vidas de algunos mexicanos
ilustres con un estudio introductorio de Ignacio Osorio (México, unam, Centro de Estudios Clá-
sicos, 1988).
370 la era ilustrada
res expulsados”.62 Debemos recordar que por esas fechas se iniciaban los inten-
tos de los obispos ilustrados Francisco Fabián y Fuero y Antonio de Lorenza-
na para llevar a cabo la reforma de las religiosas y su reducción a la vida co-
mún en México y en Puebla, con fuertes reacciones por parte de las monjas.63
Entre los letrados criollos, la reacción por las medidas de la Corona con-
tra los jesuitas se manifestó de manera muy crítica, pues afectaban no sólo a
una orden religiosa sino a lo más granado de la elite intelectual criolla. Fran-
cisco Xavier Gamboa (1717-1794), ex alumno de los jesuitas, abogado y cono-
cedor de la realidad económica novohispana, famoso por sus Comentarios a
las ordenanzas de minas, fue uno de estos letrados cuya defensa de los expul-
sos le ocasionó la expatriación a España. Tiempo después, a su regreso a
México, su defensa de los valores y de los intereses de los habitantes de Amé-
rica frente a una política que los ignoraba, le acarreó serios problemas con
las autoridades virreinales.64 Entre los varios criollos expulsados por su abier-
ta oposición a la política antijesuítica de Carlos III estaban incluso miembros
destacados del clero secular, como Antonio López Portillo (1730-1780), canó-
nigo de la catedral de México, egresado del Colegio de San Ildefonso y gra-
duado en las cuatro facultades de la universidad. Acusado de escribir una
apología a favor de los jesuitas y en contra del despótico virrey marqués de
Croix, fue expatriado en 1769 a Valencia. La universidad colocaría en 1783 su
retrato (pintado por Mariano Vázquez) en el salón de sus hombres ilustres,
tres años después de su muerte en el exilio, como un desafío “al autoritarismo
que le había arrebatado a uno de sus hijos más ilustres”.65 La expulsión de los
jesuitas y de sus seguidores fue sólo uno de los muchos agravios que los crio-
llos tenían contra una monarquía que los marginaba y desfavorecía.
Esas reacciones se dieron también a nivel simbólico, por lo que el culto a
algunos santos vinculados a los jesuitas se volvió una forma de crítica políti-
ca. Esto sucedió, por ejemplo, con la figura de san Juan Nepomuceno, santo
promovido, como vimos, por los jesuitas checos en las primeras décadas del
siglo xviii y que fue jurado en Nueva España como patrono de la Audiencia,
del cabildo de México, de los colegios jesuíticos y de la universidad. El nuevo
santo se convirtió en una bandera de la disidencia después de la expulsión de
62
Carta del Comisario fray Manuel de Nájera. Convento de San Francisco de México, 20 de
julio de 1768. Archivo del Museo Nacional de Antropología e Historia. Caja 77, exp. 1274.
63
En 1774 salía impresa en el Seminario Palafoxiano una Carta a una religiosa para su desen-
gaño y dirección, firmada con el seudónimo Jorge Mas Teophoro. En ella se atacaba la prepara-
ción de los confesores de monjas y se cuestionaba la calidad moral de sus dirigidas, se descri-
bían las frivolidades de quienes vivían en los monasterios en celdas privadas y se mostraba que
la única vía para ellas era la vida común; finalmente se asociaba a los defensores de las monjas
rebeldes, y a ellas mismas, con el probabilismo jesuita. R. Moreno de los Arcos, “Un caso de
censura de libros en el siglo xviii novohispano: Jorge Mas Teophoro”, Suplementos del Boletín
del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, núm. 4, pp. 24-28.
64
Véase E. Trabulse, Francisco Xavier Gamboa, un político criollo en la ilustración mexicana.
65
F. I. Escamilla, “Verdadero retrato: imágenes de la sociedad novohispana en el siglo xviii”,
en El retrato novohispano en el siglo xviii, pp. 48 y ss.
la era ilustrada 371
66
Jaime Cuadriello (coord.), Juegos de ingenio y agudeza. La pintura emblemática de la Nueva
España, p. 385.
67
Véase Gabriel Torres Puga, Censura y opinión pública en Nueva España. De la expulsión de
los jesuitas a la Revolución francesa.
372 la era ilustrada
pera zona minera del Bajío, posiblemente a causa de que la imagen se repre-
sentaba sosteniendo con una mano a un joven para que no cayera en las fau-
ces de Leviatán, el monstruo de la tierra asociado a los socavones de las
minas. En 1771, el IV Concilio Provincial Mexicano prohibió su culto pues,
según algunos teólogos, se prestaba a la confusión de creer que la virgen po-
día sacar a las almas del infierno; la disputa de hecho estaba muy politizada,
pues frente a los defensores de la devota imagen, todos partidarios de los re-
cién expulsados, el presidente consideró que debía retirarse del culto por ser
una muestra del poder de los jesuitas, quienes habían sostenido esa herética
devoción.68 La prohibición no tuvo ningún efecto y el culto a la virgen de la
Luz siguió siendo muy popular en Nueva España, la imagen se reprodujo en
muchos altares y para su veneración se crearon varias cofradías. Sin embar-
go la polémica siguió y en 1790, el franciscano José Antonio Alcocer, predi-
cador del Colegio de Propaganda Fide de Zacatecas, imprimió una Carta apo-
logética sobre la imagen declarando que la virgen no estaba sacando el alma
del infierno sino evitando que cayera en él.69
Lo mismo pasó con la virgen de Loreto, introducida en 1677 en Nueva
España por el padre Zappa en el noviciado de Tepotzotlán como parte de
una propaganda generalizada en toda la orden, la cual desde 1554 tenía la
custodia del santuario italiano. El padre provincial Juan María Salvatierra le
creó una capilla anexa al colegio de San Gregorio de la capital y muy pronto
su culto se hizo novohispano, tanto que en la gran epidemia de 1737 fue esta
imagen la que se trajo a la catedral metropolitana antes que la de Guadalu-
pe.70 Después de la expulsión, Loreto fue un importante elemento propulsor
del recuerdo jesuítico. Numerosos cuadros se hicieron en esta época para
apoyar esa memoria, como el pintado por José de Alcíbar en 1772, en el que
la imagen aparece con san Estanislao de Kotzka. La familia De la Canal, for-
mada por ricos terratenientes de San Miguel el Grande, fue gran promoto-
ra de ese culto, al que convirtió en su devoción emblemática y cuyo apelativo
debían llevar todos los primogénitos como parte de su nombre. Antes de la
expulsión de los jesuitas esta familia había financiado varias capillas con esa
advocación y después de la expulsión, apoyados por los padres del oratorio
de San Felipe Neri, impulsó el culto en todo el Bajío (como en el santuario de
Atotonilco, fundado por el padre Alfaro). A fines del siglo xviii su suntuoso
palacio en San Miguel ostentaba la imagen de Loreto como su escudo de ar-
mas en un nicho colocado sobre la fachada principal.71
68
J. Cuadriello et al., Zodiaco mariano. 250 años de la declaración pontificia de María de Gua-
dalupe como patrona de México, p. 70.
69
Idem. La obra del padre Alcocer lleva por título: Carta apologética a favor del título de Ma-
dre Santísima de la Luz, que goza la reina del Cielo, María Purísima Señora Nuestra, y de la ima-
gen que con el mismo título se venera en algunos lugares de esta América.
70
J. Cuadriello et al., Zodiaco mariano..., pp. 65 y ss.
71
Gustavo Curiel, “El palacio del mayorazgo De la Canal. San Miguel el Grande, Guanajua-
to”, en Candida Fernández (coord.), Casas señoriales del Banco Nacional de México, pp. 209-242.
la era ilustrada 373
74
Véase Juan Joseph Moreno, Fragmentos de la vida y virtudes del V. Ilmo. y Rvmo. Sr. Dr. don
Vasco de Quiroga [México, 1766].
75
Véase José Antonio Ponce de León, La abeja de Michoacán: la venerable señora doña Josefa
Antonia de Nuestra Señora de la Salud.
76
J. A. Ponce de León, La azucena entre espinas representada en la vida de la venerable madre
Luisa de Santa Catarina, definidora en su convento de Santa Catarina de Sena de la ciudad de Va-
lladolid, p. 17.
la era ilustrada 375
Michoacán, “paraíso de las Indias”, fértil en sus tierras y en sus doctos hijos,
pero sobre todo “destacado por la especial inclinación a las virtudes” de sus
habitantes.77
Puebla, por su parte, con una larga tradición que se remontaba a la cen-
turia anterior, continuaba haciendo uso de la santidad de algunos de sus per-
sonajes destacados para elaborar discursos identitarios. En la segunda mitad
del siglo xviii los poblanos tenían pendientes tres procesos de beatificación de
venerables que navegaban en el proceloso mar de la burocracia vaticana des-
de hacía más de media centuria. El de sor María de Jesús, que era llevado
por el convento concepcionista de Puebla, apoyado por sus ricos patronos
y benefactores, se había reiniciado con una campaña epistolar entre 1713 y
1715 dirigida al rey para que él intercediera por la causa ante Roma. Desde la
ciudad de los Ángeles, los priores de los conventos de religiosos, varias aba-
desas y los cabildos civil y eclesiástico enviaron elogios y votos por la pronta
beatificación de su compatriota. Sor Antonia de San Juan, presidenta del
convento de Santa Clara, solicitaba “que se dé a la ciudad de Puebla su crio-
lla y patricia, como tiene el Perú a santa Rosa”.78 El cabildo angelopolitano
había declarado a principios del siglo: “Se pretende que sea [la beatificación
de sor María de Jesús] para el mayor servicio de Dios, universal consuelo de
estos reinos, alegría y felicidad de esta ciudad, gloria de los dilatados do-
minios de Vuestra Real Majestad, que mantenidos en la protección de los
santos, no sólo afianzarán su duración en la permanencia, sino también con-
seguirán gloriosos triunfos en la dilatación de sus provincias”.79
Después de varios intentos fallidos, en 1744 los poblanos consiguieron
que la Sagrada Congregación abriera el proceso apostólico sobre la fama de
santidad, virtudes y milagros de sor María, pero no fue sino hasta 1783 que
Pío VI declaró el grado heroico en el ejercicio de las tres virtudes teologales
de sor María de Jesús. Después de esto la beatificación quedó en suspenso.
Lo mismo pasó con el caso del obispo Palafox, a pesar de que su proceso
trascendió el ámbito poblano y se desarrolló sobre todo en Europa, en donde
la figura del prelado poblano se convirtió en una bandera política. Su opo-
sición a los jesuitas y la defensa que el obispo había hecho de los derechos
del rey sobre la Iglesia vincularon su proceso de beatificación (iniciado entre
1665 y 1690) con la lucha entre jansenistas y jesuitas durante el siglo xvii y
con la pugna que sostuvieron los regalistas ilustrados y quienes pugnaban
por la autonomía papal en el siglo xviii.80 Con todo, Puebla vivió muy de cer-
ca el proceso, pues Palafox era considerado una figura gloriosa, casi heroica,
77
Ibid., p. 2.
78
Carta del 8 de octubre de 1715. agi, Indiferente General, 3032. Rosa de Lima fue canoniza-
da en 1681.
79
Carta del cabildo eclesiástico y sede vacante de Puebla, 2 de diciembre de 1703. agi, Indife-
rente General, 3032.
80
A. Rubial García, “Las sutilezas de la gracia. El Palafox jansenista de la Europa ilustrada”,
en Homenaje a don Juan Antonio Ortega y Medina, pp. 169-183.
376 la era ilustrada
81
La única biografía extensa que se conoció del obispo Palafox hasta este siglo fue la que
escribió y publicó en Madrid en 1666 (a raíz de la apertura de su proceso de beatificación) su
amigo Antonio González Rosende, quien lo conoció en Osma. Ver Antonio González Rosende,
Vida y virtudes del Illmo. y Exmmo. señor Iván de Palafox y Mendoza. La obra, que presentaba a
Palafox como un héroe frente a los jesuitas, fue resumida por varios autores en Nueva España
durante el siglo xviii.
82
Salvador Andrés Ordax, “Un coetáneo de Lorenzana: preocupación artística y patrimonial
de don Francisco Fabián y Fuero, colegial del Santa Cruz y prelado en Puebla de los Ángeles y
la era ilustrada 377
enrareció a tal grado el proceso de Palafox, y los cardenales pro jesuitas pre-
sentaron tanta oposición a la causa, que ésta quedó en suspenso.83
De hecho, el único beato que consiguió Puebla, tardíamente, fue Sebas-
tián de Aparicio. En 1789, al cabo de ciento ochenta y un años de trámites,
Roma había finalmente concedido el decreto de beatificación y Puebla cele-
braba el hecho con una impresionante serie de festejos que durarían dieci-
siete días con procesiones, misas, sermones, cohetes y fiestas populares. En
dos de los sermones predicados durante esas fiestas, José Carmona y José
Miguel Aguilera hablaron de Puebla como de otra Jerusalén, exaltaron su
fertilidad al producir tan dulces frutos de santidad y la llamaron “gloria de
América”.84 Aguilera señalaba exaltado: “¿Reina con Jesucristo en la gloria
fray Sebastián de Aparicio? Pues es imposible que vea con indiferencia la fe-
licidad de los que por fortuna nuestra habitamos estos países: debemos estar
seguros de que la ha de promover por todos los medios posibles: a esto llamo
yo intereses nuestros, particularmente propios...”85
Aunque el día de su fallecimiento, 25 de febrero, era celebrado por la
ciudad como fiesta patronal desde el siglo xvii (según afirma Vetancurt)86 y
sus imágenes ya entonces circulaban entre el pueblo, la beatificación le dio
al culto un nuevo impulso. Posiblemente fue entonces que su cuerpo inco-
rrupto fue trasladado a la capilla de la virgen Conquistadora en el templo de
San Francisco y se expuso a la veneración pública. Entre 1790 y 1802 la capi-
lla se decoró con los lienzos de Miguel Zendejas y otros autores que ilustra-
ban escenas de la vida y milagros del beato. El otro espacio de veneración
del beato, aquel situado en el llamado rancho de San Aparicio, también au-
mentó su devoción llenándose con pinturas alusivas al santo.87
Paralelamente a estos procesos, los poblanos siguieron elaborando dis-
cursos sobre sus obispos y religiosas santos que aún no tenían ninguna
expectativa de llegar a los altares. Uno de los más representativos autores
poblanos dedicados a esta actividad fue el mercedario fray Miguel de To-
rres, quien publicaba en 1716 la vida del obispo Manuel Fernández de Santa
Cruz.88 En ella exaltaba a este “dechado de príncipes eclesiásticos” por su
enorme labor como benefactor de las religiosas, fundador y reconstructor
de monasterios, promotor de obras de caridad y de santuarios y digno suce-
Valencia”, en Jesús Paniagua (ed.), Entre el barroco y la ilustración. La época del cardenal Loren-
zana en España y América, pp. 293-332.
83
A. Rubial García, La santidad controvertida…, pp. 207 y ss.
84
Véase José Carmona, Panegírico sagrado del beato Sebastián de Aparicio; José Miguel Agui-
lera y Castro, Elogio cristiano del beato Sebastián de Aparicio..., p. 6.
85
J. M. Aguilera y Castro, op. cit., p. 2.
86
Agustín de Vetancurt, Teatro mexicano. Menologio seráfico…, p. 23.
87
Pedro Ángeles Jiménez, “Fray Sebastián de Aparicio. Hagiografía e historia; vida e imagen”,
en Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 247-259.
88
Véase Miguel de Torres, Dechado de príncipes eclesiásticos que dibujó con su exemplar vir-
tuosa y ajustada vida, el Illmo. y Eximo. señor don Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún.
378 la era ilustrada
sor del obispo Palafox. Llamándolo “sol que extendió sus benignas luces por
toda la dilatada esfera de su diócesis” (metáfora sólo utilizada para los re-
yes), Torres dedicó un capítulo de su obra al conflicto que el obispo tuvo con
el virrey Galve cuando éste intentó recabar granos en la región poblana para
paliar el hambre de la capital, causa de la rebelión de 1692; el obispo San-
ta Cruz, quien se había negado a ofrecer esta ayuda pues eso traería escasez
en su diócesis, es mostrado en la obra de Torres como un pastor que protege
a su rebaño de la expropiación de sus recursos, como aquel que evitó un al-
zamiento parecido al de México y como defensor de los intereses de Puebla
frente a los de la capital.
Fray Miguel de Torres fue también uno de los grandes difusores de la
santidad femenina poblana. En 1725 daba a la imprenta la vida de la madre
Bárbara Josepha de San Francisco, viuda veracruzana que después de edu-
car a sus hijos entró el convento de la Trinidad de Puebla, en donde el autor
era capellán.89 En 1755, otro mercedario, fray Agustín de Miqueorena, daba
a luz la vida de sor Micaela Josepha de la Purificación, religiosa del convento
de San Joseph de carmelitas descalzas de la ciudad.90 Pero la más afamada
religiosa poblana de esa época fue sin duda la madre María Anna Águeda de
San Ignacio, primera priora y fundadora del convento de religiosas domini-
cas de Santa Rosa, quien además de una vida de santidad escribió varias
obras místicas editadas en 1758 con una introducción biográfica del jesuita
veracruzano Joseph de Bellido y el sermón fúnebre del dominico poblano
fray Juan de Villa Sánchez.91
Los cronistas poblanos estaban conscientes de la importancia de estos
personajes santos y de muchos otros, como parte de sus glorias patrias. Para
su universo mental los símbolos religiosos y los prodigios eran más valiosos
y determinantes desde el punto de vista probatorio que cualquier instrumen-
to jurídico. Puebla había generado a lo largo del tiempo una historia sagrada
en la que personajes como fray Sebastián de Aparicio, sor María de Jesús
Tomellín o Juan de Palafox fortalecían el orgullo de ser una ciudad sagrada
89
Véase M. de Torres, Vida ejemplar y muerte preciosa de la madre Bárbara Josepha de San
Francisco [...] del convento de la Santísima Trinidad de la Puebla de los Ángeles.
90
Véase Agustín de Miqueorena, Vida de la venerable madre Micaela Josepha de la Purifica-
ción, religiosa del convento de San Joseph de carmelitas descalzas de la ciudad de Puebla.
91
María Anna Águeda de San Ignacio, Mar de gracias que comunicó al altísimo a María San-
tísima Madre del divino verbo humanado en la leche purísima de sus virginales pechos. Medidas
del alma con Cristo y leyes del amor divino; véase Joseph de Bellido, Vida de la Ven. madre sor
Mariana Anna Águeda de San Ignacio, primera priora del religiosísimo convento de dominicas re-
coletas de Santa Rosa de la Puebla de los Ángeles. El sermón fúnebre del dominico Juan de Villa
Sánchez llevaba por título Justas y debidas honras que hicieron y hacen sus propias obras a la M.
R. M. María Anna Águeda de San Ignacio, primera priora y fundadora del convento de religiosas
dominicas de Santa Rosa de Santa María en la Puebla de los Ángeles. Fue publicado por primera
vez en México, Imprenta de la Biblioteca Mexicana, 1755, con dos reediciones, una en Puebla en
1756 y una más en México con la obra de Bellido. El promotor de la edición fue el obispo Do-
mingo Pantaleón Álvarez Abreu.
la era ilustrada 379
uno de sus escritos sobre la virgen de los Dolores que se veneraba en el san-
tuario, junto al Jesús Nazareno, señalaba:
¡Oh felices moradores de Atotonilco! ¡Oh dichosos vecinos de San Miguel! ¡Oh
habitadores del pueblo de Dolores! ¡Oh circunvecinos de este celestial Paraíso
pues tenéis tan cerca como en este santo cenáculo todo vuestro asilo, vuestro am-
paro y seguro refugio! Frecuentad vuestras visitas, no os apartéis de sus umbrales,
guareceos en sus paredes pues aquí hallaréis el remedio de cuanto necesitareis.
Oh dichosísimo suelo que has merecido ser una viva imagen de aquel que en todo
el mundo sólo él fue remedio de la gloria [Jerusalén]. ¡Oh! con toda eficacia María
Purísima intercede con tu benditísimo Hijo vuelva a la veneración de nuestros
cristianos pechos aquel sagrado original que hoy está profanado de los moros.94
94
Véase Luis Felipe Neri de Alfaro, Las doce puertas abiertas de la celestial Sión por donde
pueden entrar las almas a ver y gozar de la Santísima Trinidad. Hubo una reedición al año si-
guiente. Éste es un librito devocional dirigido a Jesús, María y los doce apóstoles para repetir
los domingos primeros de los doce meses del año.
95
Richard Kagan, Imágenes urbanas del mundo hispánico, pp. 227 y ss.
96
Elena Isabel Estrada de Gerlero, “Los protomártires del Japón…”, en Los pinceles de la
historia..., vol. ii, p. 87.
la era ilustrada 381
sólo como un orgullo para su patria, la ciudad de México, sino también pa-
ra toda América y para la monarquía española. Valdés terminaba su sermón
solicitando para Felipe la misma suerte que tuviera Rosa de Lima, la única
criolla canonizada hasta entonces.97 Otro franciscano, el peninsular fray José
Joaquín Granados y Gálvez (1743-1794), adscrito a la provincia de Michoacán,
se quejaba en sus Tardes americanas por boca de un erudito indígena que los
españoles querían robarle a México la gloria y derecho de un hijo diciendo
que “nuestro Felipe de Méjico […] nació y fue bautizado en la parroquia de
San Miguel de Sevilla, y trasladado desde muy niño a estas partes”.98
En 1801 José María Montes de Oca publicaba su Vida de san Felipe de
Jesús protomártir del Japón y patrón de su patria México, una historia narrada
en treinta y un grabados con la vida y martirio del beato y que fue promovi-
da por el mismo Ladrón de Guevara para darle publicidad al culto entre la
gente iletrada. Los grabados se inspiraban en un texto que estaba ya conclui-
do en 1800 (aunque no salió a la luz sino hasta 1802), escrito por un devoto
del santo (que se ha identificado como José María Munibe) vinculado con la
provincia franciscana del Santo Evangelio. El libro llevaba por título Breve
resumen de la vida y martirio del ínclito mexicano y protomártir del Japón, Fe-
lipe de Jesús. La obra no era original, incluso copiaba partes de la de Baltasar
de Medina (reeditada en 1751 gracias al mecenazgo del gremio de plateros),
pero insistía en la necesidad de promover la canonización del beato y de
construirle un templo propio.99 El autor exaltaba la capacidad protectora del
beato sólo comparable a la de la virgen: “Luego debemos ingenuamente con-
fesar que cuantos beneficios disfrutan europeos y mexicanos todos, todos
son debidos a Felipe como primero y principal patrón y tutelar de México,
después de María Santísima de Guadalupe”.100
A pesar de estos intentos por reanimarlo, el culto a “san Felipe” no tuvo el
éxito que se esperaba. Su actividad milagrosa era más bien escasa y circula-
ban rumores, incluso insistentemente desmentidos por sus biógrafos, de que
durante su martirio había intentado escapar. Con todo, su fiesta todavía tenía
cierto prestigio en el siglo xix, por lo que fue sustituida por la celebración de
la Constitución de 1857. De hecho, a unos años de ser proclamada esta Carta
Magna, Roma otorgaba finalmente la canonización de Felipe de Jesús en
1862, en medio de otra problemática que no tenía nada que ver con el orgullo
patrio de la ciudad de México: la lucha entre conservadores y liberales.
97
Véase Joseph Martínez de Adame, Sermón de san Felipe de Jesús; Joseph Francisco Valdés,
Sermón en la festividad del glorioso mártir mexicano Felipe de Jesús.
98
Véase José Joaquín Granados y Gálvez, Tardes americanas, gobierno gentil y católico: breve
y particular noticia de toda la historia indiana: sucesos, casos de la Gran Nación Tolteca a esta
tierra de Anáhuac, hasta los presentes tiempos, edición facsimilar, México, Porrúa, 1987, p. 368.
99
E. I. Estrada de Gerlero, “Los protomártires del Japón...”, en op. cit., p. 86.
100
[José María Munibe], Breve resumen de la vida y martirio del ínclito mexicano y protomár-
tir del Japón, Felipe de Jesús. Añadidas algunas reflexiones en honor del mismo héroe esclarecido
de esta... ciudad felice de ser su patria, p. 25.
382 la era ilustrada
Apestado el pueblo de Israel, le aconsejó el profeta Gad a David, que aunque te-
nía en la iglesia de su oratorio la arca, se fuese con sus vasallos a la Hera Jebuseo
y ahí le ofreciese a Dios sacrificios, que con ellos se aplacaría su enojo y cesaría
la peste […] Y así sucedió […] porque aquel lugar era bien visto de Dios. No pien-
so yo que lo fuese más que éste, pues Su Majestad lo eligió para teatro de las
portentosas maravillas que en él ha obrado su madre santísima.101
101
Bartolomé Felipe de Ita y Parra, La madre de la salud. La milagrosa imagen de Guada-
lupe, p. 18.
la era ilustrada 383
tu Epidemia, discurriendo que las son, o las bebidas, o los alimentos, o los
astros. Abre ya los ojos y sabe cierto que no viene sino de la mano de Dios que
te castiga”.102
En 1736, poco antes de que se iniciara la epidemia, desembarcaba en Ve-
racruz el valtelinés Lorenzo Boturini (1698-1755), quien permanecería en
Nueva España hasta 1743. A lo largo de su estancia, este peculiar personaje
recopiló una enorme cantidad de documentos sobre la tradición guadalupana
y el México prehispánico gracias a sus recorridos por pueblos indígenas en el
valle del Anáhuac y en la región tlaxcalteca y en archivos y bibliotecas ecle-
siásticos y al apoyo de algunos miembros del cabildo de la catedral, encarga-
dos por ese entonces del santuario. Consiguió estos apoyos sobre todo al mos-
trar uno de sus hallazgos, el “Testamento de Juana Martín” o “Testamento de
san Buenaventura Cuauhtitlán”, fechado supuestamente en 1559, en el que
se mencionaba a Juan Diego; este documento parecía conferir mayor auten-
ticidad histórica al indio vidente que todos los testimonios de los ancianos de
Cuauhtitlán recogidos durante las Informaciones de 1666.103 La obra de Bo-
turini contribuyó mucho al fortalecimiento de la tradición guadalupana, pues
no sólo fue capaz de encontrar las fuentes primarias que hablaban de sus
inicios en el siglo xvi sino incluso inició un proceso, aunque fracasado, para
que se realizara una ceremonia de coronación de la imagen, a la imitación de
la que se hiciera en 1717 en Frascati (Italia) con la virgen del Refugio.104
Uno de los principales objetivos de Boturini durante su estancia en Méxi-
co era escribir en latín una historia compendiada de las apariciones para dar
a conocer el milagro a las naciones extranjeras, obra que fue realizada en los
aposentos que se había improvisado en la pequeña capilla de la cima del ce-
rro del Tepeyac. La obra quedó manuscrita e inconclusa por falta del apoyo
del entonces arzobispo virrey Juan Antonio de Vizarrón, a quien iba dirigida.
Pero más importante que este texto fue su colección de documentos deno-
minado Museo indiano, en el que se incluían varios papeles guadalupanos,
mismos que le fueron confiscados cuando en 1743 fue llevado a prisión por
orden del virrey conde de Fuenclara, bajo la acusación de haberse introduci-
do ilegalmente en Indias.105
La presencia de Boturini, sin embargo, no sólo atrajo la atención del
cabildo y de las autoridades. Varios de los más distinguidos intelectuales
criollos vieron con malos ojos que un extranjero que se autonombraba “His-
toriador de Nuestra Señora de Guadalupe” estuviera solicitando por todos
lados documentos históricos sobre el milagro y se inmiscuyera en un tema
102
Véase B. F. de Ita y Parra, Los pecados, única causa de las pestes.
103
Para una interpretación crítica de este documento y su contexto, puede verse Javier No-
guez, Documentos guadalupanos, pp. 61-64.
104
Véase F. I. Escamilla, “La piedad indiscreta…”, en Francisco Cervantes y Pilar Martínez
(eds.), La Iglesia en Nueva España...
105
F. I. Escamilla, “Próvido y proporcionado socorro. Lorenzo Boturini”, en Memorias del Co-
loquio Poder Civil..., pp. 129 y ss.
384 la era ilustrada
que debía concernir sólo a los escritores nativos del país e instruidos en su
historia. Uno de estos escritores era el oratoriano, poeta, dramaturgo e histo-
riador criollo (y mulato) Cayetano de Cabrera Quintero (ca. 1695-ca. 1775),
quien contrastaba la figura de Sigüenza como autoridad en el tema y como
recopilador de materiales, con la labor de ese “extranjero”, considerado co-
mo plagiario y advenedizo. Como señalaba el mismo autor, los papeles reuni-
dos por Boturini resultaban ser, más que los materiales fundamentales del
historiador, unas peligrosas “máquinas troyanas”. Como el Caballo de Troya,
los documentos bajo el aspecto de auxilios podían ser en realidad una trampa
que arriesgara los fundamentos históricos del milagro.106
La primera vez que Cabrera rompió lanzas sobre el tema fue en 1738 a
raíz de un parecer jurídico que Juan Pablo Zetina Infante, maestro de cere-
monias de la catedral de Puebla, escribió en contra del patronato guadalupa-
no. En él no sólo argumentaba como principal impedimento para la jura el
silencio de la Sagrada Congregación de Ritos, sino que además remarcaba
de nuevo la falta de los testimonios originales del milagro. El escrito desató
una furibunda réplica que Cayetano de Cabrera Quintero publicó en su con-
tra usando el seudónimo de Antonio Bera Cercada y con el título El patrona-
to disputado.107
El texto fue incluido por el autor en una obra más amplia, escrita entre
1740 y 1746 y redactada por encargo del entonces arzobispo virrey Juan An-
tonio de Vizarrón (1734-1741) y del ayuntamiento de la capital: Escudo de
armas de México.108 La portada, obra que diseñó el pintor José de Ibarra,
muestra a los miembros de esa corporación en primer plano y al escritor en
el siguiente, mientras la imagen de la virgen sobrevuela la ciudad asolada
por la epidemia derramando sobre sus habitantes sus gracias. Este libro era
la crónica de la desastrosa epidemia y un alegato en favor de la historicidad
de las apariciones de la virgen de Guadalupe y de la legalidad de su adopción
como patrona de la capital y de todo el reino.
Cabrera Quintero fundamentaba la autenticidad de la aparición de la
virgen exponiendo que ésta podía determinarse de tres formas: en primer
lugar, si se tomaba en cuenta la milagrosa conservación y permanencia de la
imagen en el ayate del indio Juan Diego y proponía una nueva inspección de
la pintura realizada por los peritos de la materia; por otro lado, resaltaba la
importancia que tenía la persistencia de la tradición del culto guadalupano,
logrado a través de la transmisión oral cuyo origen se remontaba al siglo xvi.
Pero sin duda el fundamento histórico más importante que sugiere Cabrera
Quintero se refiere a la existencia de escritores y testimonios de los archivos
106
F. I. Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanismo...”, op. cit., pp. 199 y ss.
107
Véase [Cayetano Cabrera Quintero], El patronato disputado, dissertación apologética, por
el voto, elección, y juramento de patrona, a María Santíssima, venerada en su imagen de Guadalu-
pe de México...
108
Véase C. Cabrera Quintero, Escudo de Armas de México…
la era ilustrada 385
112
Véase Cayetano Antonio de Torres, Sermón de la santísima virgen de Guadalupe.
113
Mónica Pulido Echeveste, Reconfigurar los espacios…, p. 72. La autora cita un sermón de
1742 del agustino fray Manuel Ignacio Farías predicado en la catedral de Valladolid a raíz de la
jura del patronato.
114
Véase, por ejemplo, el sermón predicado en Pátzcuaro por José Antonio Eugenio Ponce de
León, El patronato que se celebra, suplemento del testimonio, que no ay, de la aparición de la santí-
ssima virgen de Guadalupe Nuestra Señora. Sermón panegyrico, que el día doce de diciembre de este
año de 1756, en la magnífica función con que celebró su declarado patronato en la iglesia de la mis-
ma señora la nobilísima ciudad de Pátzcuaro. Es curioso que en uno de los pareceres el jesuita
Lazcano se extrañaba que Vasco de Quiroga jamás hubiera hablado de las apariciones ni exten-
diera el culto. Véase F. I. Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanimo…”, op. cit., p. 219.
115
En el año de 1749 fue aprobada la creación de la Insigne Iglesia Colegiata de Nuestra Se-
ñora de Guadalupe, “siendo formada por un abad, diez canónigos, seis racioneros, seis capella-
nes y sacristanes y un mayordomo”. Su fundación se originó en medio de una feroz disputa entre
el nuevo abad, Juan Antonio de Alarcón y Ocaña, y el arzobispo don Manuel Rubio y Salinas.
la era ilustrada 387
116
Véase Miguel Cabrera, Maravilla americana y conjunto de varias maravillas observadas con
la dirección de las reglas del arte de la pintura en la prodigiosa imagen de Nuestra Señora de Gua-
dalupe de México. Hubo una edición en italiano en Ferrara en 1783.
117
D. Brading, La virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, pp. 267 y ss.
118
Véase Mariano Fernández de Echeverría y Veytia, Baluartes de México. Descripción histó-
rica de las cuatro milagrosas imágenes de Nuestra Señora que se veneran en la muy noble, leal e
imperial ciudad de México.
119
D. Brading, La virgen de Guadalupe…, pp. 260 y ss.
388 la era ilustrada
120
Véase Francisco Xavier Lazcano, Sermón panegyrico al ínclito patronato de María Señora
Nuestra en su milagrosa imagen de Guadalupe; D. Brading, “La patria criolla y la Compañía de
Jesús”, en op. cit., pp. 58 y ss.
121
D. Brading, Siete sermones guadalupanos, pp. 41 y 43.
122
Véase Francisco Javier Carranza, La transmigración de la Iglesia a Guadalupe.
123
S. Vargas Alquicira, op. cit., pp. 64 y ss. Esta autora menciona las obras de Diego José
Abad y de Andrés Diego de la Fuente, quienes publicaron en varias ciudades italianas poemas y
prosa sobre el culto guadalupano.
124
Juan de la Cruz y Moya, Historia de la santa y apostólica provincia de Santiago de Predica-
dores de México en la Nueva España, vol. i, p. 194.
la era ilustrada 389
moria en nuestros anales de semejante azote, desde que se dejó ver en este
monte la gran María”. El paraíso indiano tenía así la más hermosa rosa, Mé-
xico era el cielo y su sol era Guadalupe. Este paraíso, para Francisco Xavier
Conde y Oquendo, estaba libre de la serpiente de la herejía, pues ésta había
sido ahuyentada por la Madre del Tepeyac “con el olor de sus flores”.125
Este tema estaba muy relacionado con otro, el de la protección de la vir-
gen de Guadalupe, no sólo sobre el reino de Nueva España, sino sobre todo
el imperio español, a quien había defendido de las agresiones extranjeras.
Desde principios del siglo xviii, con motivo del apoyo que muchos criollos
dieron al monarca Felipe V contra el pretendiente austriaco al trono, varios
oradores insistieron en que los triunfos obtenidos por los borbones y sus
aliados frente a Austria e Inglaterra habían sido obra de la virgen mexicana,
quien protegía a aquellos que luchaban contra los herejes. Iguales argumen-
tos aparecieron durante la guerra con Inglaterra entre 1739 y 1748. Eran
tiempos en los que aún se creía en un imperio unido bajo un monarca y una
fe y en los que Guadalupe era para los criollos una imagen que protegía tan-
to a los españoles americanos como a los europeos.126
Un tercer tema se relacionaba con la lectura de la imagen como un men-
saje cifrado. Ya Jerónimo de Valladolid, en un dictamen a la obra de Florencia,
decía que la imagen había sido pintada como un jeroglífico en la tradicional
manera como los indios escribían, por lo que Dios quiso comunicarse con ellos
con su propio discurso. Miguel Cabrera volvió sobre el tema en su Maravilla
americana al decir que Dios había empleado “el lenguaje de los indios, quienes
no conocían otro tipo de escritura que no fuera la de los jeroglíficos”. Los mis-
mos argumentos utilizó José de Eguiara y Eguren, quien en un sermón en la
catedral el 10 de noviembre de 1756 señalaba que la virgen se adaptó “al estilo
del país y de los mexicanos”, cuyos libros estaban llenos de figuras, símbolos y
jeroglíficos, al utilizar una pintura para dirigirse a ellos.127
A pesar de esas muestras de exaltación patriótica, los nuevos vientos ra-
cionalistas seguían impugnando las apariciones con los argumentos de la
falta de testimonios. Tales impugnaciones comenzaron a marcar el tenor
de los sermones y de los textos guadalupanos en las últimas décadas. Uno de
esos defensores fue José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796), canónigo
de la catedral y maestro universitario, quien en un sermón predicado en la
colegiata de Guadalupe en 1777 y en una Disertación histórico-crítica escrita
el año siguiente se enfrentaba a la incredulidad y escepticismo de aquellos
125
Véase Antonio Díaz del Castillo, Sermón fúnebre al capitán Gaspar de Villalpando; Francis-
co Xavier Rodríguez, Sermón a la Señora de Guadalupe, p. 24; Francisco Xavier Conde y Oquen-
do, Discursos sobre la aparición de la portentosa imagen de María Santísima de Guadalupe, vol. i,
p. 294; Alicia Mayer, Lutero en el Paraíso…, pp. 322 y ss.
126
F. I. Escamilla, “Razones de la lealtad, cláusulas de la fineza; poderes, conflictos y consen-
sos en la oratoria sagrada novohispana ante la sucesión de Felipe V”, en Alicia Mayer y Ernesto
de la Torre Villar (eds.), Religión, poder y autoridad en la Nueva España, pp. 179-204.
127
D. Brading, La virgen de Guadalupe…, p. 252.
390 la era ilustrada
que negaban los milagros. Aunque estaba de acuerdo con una crítica pruden-
te hacia las prácticas religiosas nacidas del ámbito popular, encontraba que
el culto guadalupano no sólo estaba avalado por una documentación que re-
montaba al siglo xvi, sino además, y sobre todo, por una tradición documen-
tada, constante e inmutable desde sus orígenes.
Aunque ni el sermón ni la disertación fueron publicadas en su tiempo (lo
serían hasta 1801), la defensa de Uribe al culto le valió el reconocimiento de
sus contemporáneos.128 Sin embargo, todos los argumentos que se habían
manejado hasta el momento no eran más que paliativos que intentaban solu-
cionar la falta de los autos de Zumárraga sobre el milagro y el silencio de los
autores contemporáneos al suceso. En 1794 el cronista de Indias Juan Bau-
tista Muñoz presentaba en la Academia de la Historia de Madrid una breve
disertación histórica sobre las apariciones de la virgen mexicana; en ella ne-
gaba abiertamente la historicidad del hecho basado sobre todo en el manus-
crito de la Historia de Sahagún. La obra de Muñoz era heredera de una ac-
titud crítica hacia las apariciones milagrosas que se había manifestado en
España desde mediados de la centuria con autores como el marqués de Mon-
déjar, Manuel Martí y Juan de Ferreras, quienes habían puesto en duda tra-
diciones religiosas como la prédica de Santiago en España y la aparición de
la virgen del Pilar. Estas obras, al igual que el Teatro crítico de Benito Jeróni-
mo de Feijoo, fueron leídas por los novohispanos desde su aparición, pero en
ellos no tuvieron impacto como para cuestionar el milagro guadalupano.129
De hecho, el texto de Muñoz, que no se conoció en México sino hasta 1817,
no pudo haberlo suscrito ningún criollo. La virgen de Guadalupe se había
convertido en un elemento tan fundamental de la identidad patria, tanto de
la capital como de todas las ciudades del territorio, que negar su historicidad
hubiera puesto en peligro el sustento de su emblema más sólido.
Con todo, las discusiones sobre la tradición guadalupana y la perspectiva
ilustrada sobre los hechos milagrosos habían introducido en el tema una lar-
va de racionalismo crítico de la que ni los criollos pudieron liberarse. Evitan-
do el espinoso tema de la documentación original, dos autores criollos que
se ostentaban como creyentes del milagro cuestionaron sin embargo aspec-
tos vinculados con la imagen misma de Guadalupe, la prueba material más
contundente que existía sobre el prodigio, y con la tradición del relato de la
aparición. El primero en aparecer fue un texto titulado Manifiesto satisfacto-
rio, opúsculo guadalupano, de Ignacio Bartolache (1739-1790), doctor en
medicina, profesor de matemáticas en la Universidad de México, autor de
varios tratados sobre asuntos científicos y editor del Mercurio volante, gaceta
de difusión de ciencia y tecnología. En la obra, con el rigor de un racionalista
ilustrado, el autor se dedica a analizar la pintura y encuentra que la tela o
128
Véase F. I. Escamilla, José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796). El cabildo eclesiástico
de México ante el Estado borbónico.
129
F. I. Escamilla, “La Iglesia en los orígenes de la Ilustración novohispana”, en Pilar Martínez
(ed.), La Iglesia en Nueva España: problemas y perspectivas de investigación, pp. 105 y ss.
la era ilustrada 391
ayatl era demasiado larga y estrecha para haber sido empleada como el man-
to de un indio; que la tela había recibido un aparejo o preparación, y que el
material no era fibra de maguey sino un textil más fino llamado iczotl, una
especie de palma silvestre. Finalmente, la imagen era defectuosa de acuerdo
con las normas de la pintura. Lo primero: “la desproporción que se dice ha-
ber en el muslo izquierdo, más grande de lo que correspondía a todo el cuer-
po. Lo segundo: las contraluces, esto es, las luces encontradas sin arte. Lo
tercero: los perfiles negros, que dicen ser de mal gusto, y prohibidos por los
tratadistas que escribieron sobre el arte de la pintura. Lo cuarto: lo dorado
de la túnica, que se representa como una superficie plana, sin quebrar, como
parecía correspondiente, en los parajes en que en dicha túnica está encaño-
nada o plegada. Lo quinto: que el hombro izquierdo parece estar muy abul-
tado y las manos, al contrario, muy pequeñas”.130
A pesar de sus declaraciones de creyente, lo que había hecho Bartolache
era demoledor pues trataba la imagen de Guadalupe con los criterios de sus
cualidades artísticas o técnicas y consideraba que podía sufrir el deterioro
de cualquier obra humana. Después de un silencio forzado, en parte por el
impacto de la obra de Bartolache, apareció otra novedad en 1794 que afecta-
ba la tradición canónica de las apariciones. Con motivo de la celebración de
la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe el 12 de diciembre de 1794, se en-
cargo al dominico fray Servando Teresa de Mier (1765-1827) el sermón de la
celebración. Asistieron al acto el virrey marqués de Branciforte y el arzobis-
po de México Alonso Núñez de Haro. El doctor Mier había ganado tal privi-
legio debido a los méritos obtenidos un mes antes por el sermón que predicó
en la iglesia del Hospital de Jesús para conmemorar el traslado de los huesos
de Cortés y la primera entrada de los españoles a la ciudad de México-Teno-
chtitlan. Ante el azoro de los asistentes, el fraile dio en su sermón guadalu-
pano una versión no canónica de la aparición: la tela donde se estampó la
imagen milagrosa no era la tilma de Juan Diego sino la capa del apóstol san-
to Tomás, a quien los indios conocían como Quetzalcóatl.131 El mismo santo
había depositado la imagen en las colinas de Tenayuca de modo que fuese
venerada por los indios, pero cuando éstos cayeron en la apostasía, santo
Tomás la ocultó. Mier no negaba la aparición de la Virgen María a Juan Die-
go, pero aseguraba que en ella sólo reveló la ubicación de su imagen oculta,
de manera que pudiese llevársela a Zumárraga. Fray Servando hacía remon-
tar la imagen de Guadalupe al tiempo en que la Virgen aún vivía, cuando se
imprimió su efigie en la túnica del apóstol.132
130
Joseph Ignacio Bartolache, Manifiesto satisfactorio anunciado en la Gaceta de México...,
publicado por E. de la Torre Villar y Ramiro Navarro de Anda (eds.), Testimonios..., p. 598.
131
Servando Teresa de Mier, Obras completas. El heterodoxo guadalupano, vol. i, p. 27.
132
D. Brading, La virgen de Guadalupe…, p. 316. Con ello Mier no hacía sino remitirse al es-
quema narrativo de numerosas imágenes españolas (Almudena, Guadalupe, Atocha, etcétera),
las cuales habían sido hechas en los tiempos apostólicos, desaparecieron durante la invasión
musulmana y volvieron a aparecer cuando los infieles fueron expulsados.
392 la era ilustrada
133
Ibid., pp. 319-324.
134
S. T. de Mier, op. cit., vol. i, p. 78.
la era ilustrada 393
135
F. I. Escamilla, José Patricio Fernández de Uribe…, pp. 135 y ss.
136
A. Ávila, “La crisis del patriotismo…”, en A. Mayer y E. de la Torre Villar (eds.), op. cit., p. 215.
137
Linda A. Curcio-Nagy, “Native Icon to City Protectress…”, The Americas, núm. 3, lii, p. 389.
394 la era ilustrada
140
Sobre la disputa se puede ver Benjamín Keen, La imagen azteca..., pp. 311 y ss.
396 la era ilustrada
Usando los códices que se conocían en Europa (el Mendocino, que había
sido publicado en el siglo xvii por Samuel Purchas, y la Matrícula de Tribu-
tos, que editó el arzobispo Lorenzana en 1770) hizo una reconstrucción de
las fronteras del imperio azteca y localizó muchos reinos que existían en el
México central a la llegada de los españoles. Al mismo tiempo, como muchos
de sus contemporáneos, cuestionó la validez de los testimonios de las co-
munidades como fuentes históricas y consideró que los únicos testimonios
occidentales dignos de crédito eran aquellos de los franciscanos y los jesui-
tas, pues conocieron las lenguas nativas y tuvieron a la vista muchos de los
códices desaparecidos.
Contra las aseveraciones de De Paw sobre la pobreza de las lenguas in-
dígenas, Clavijero aseguraba que el náhuatl era una lengua sutil y llena de
matices, rica en vocablos para expresar ideas sublimes. Ante las referencias
a la anarquía que reinaba entre los mexicas, el jesuita daba una relación por-
menorizada del derecho, de la administración de justicia y de las muestras
de buen gobierno, valor, sabiduría y benevolencia de gobernantes como Xó-
lotl o Nezahualcóyotl. A los ataques al salvajismo y crueldad de las prácticas
religiosas mexicas, Clavijero señalaba: “La religión de los mexicanos fue me-
nos supersticiosa, menos indecente, menos pueril y menos irracional que las
de las más cultas naciones de la antigua Europa y que de su crueldad ha ha-
bido ejemplos, tal vez más atroces, en casi todos los pueblos del mundo”.144
Siguiendo las argumentaciones de Las Casas llegaba incluso a insinuar que
la religión de los indios había estado más cerca del cristianismo que la de los
griegos y los romanos. El tema de los sacrificios humanos se situaba en la
dimensión de los otros pueblos del orbe, incluso los de Europa, donde ha-
bían sido práctica común en algún momento de su historia.145 La moderna
visión de Clavijero tuvo un gran influjo en México durante esta época, como
lo muestra que muchas bibliotecas de criollos poseían ejemplares de su obra
en italiano. Con todo, la primera edición de su libro en español se publicó en
Londres en 1826.
En su obra, Clavijero fusionó la interpretación providencialista de la his-
toria con una cuidadosa exégesis de los documentos, lo que permitió incluso
criticar algunas aseveraciones de quienes lo antecedieron en el estudio de las
antigüedades. Con todo, su perspectiva “indigenista” no iba dirigida a exal-
tar los alcances propios de esa civilización sino los valores cristianos. La de-
cadencia en la que se encontraban los indios en su presente se debía sobre
todo a que la labor evangelizadora iniciada por los frailes y obispos del siglo
xvi no estaba concluida. Para el autor jesuita la única solución viable era que
la “nación” indígena se integrara a la española, con lo cual sus valores (los
únicos rescatables que eran aquellos similares al cristianismo) cobrarían su
144
F. X. Clavijero, op. cit., Octava disertación, p. 578.
145
Karl Kohut, “Clavijero y la disputa sobre el Nuevo Mundo en Europa y en América”, en K.
Kohut y Sonia Rose (eds.), La formación de la cultura virreinal, vol. iii, pp. 92 y ss.
398 la era ilustrada
146
G. Marchetti, op. cit., pp. 67 y ss.
147
Véase J. Gutiérrez Haces, El padre Pedro José Márquez…; B. Keen, La imagen azteca…, p. 310.
148
Pedro José Márquez, Dos monumentos antiguos de arquitectura mexicana: Tajín y Xochi-
calco, pp. 19 y ss.
la era ilustrada 399
149
J. Gutiérrez Haces, “Los antiguos mexicanos, Vitrubio y el padre Márquez”, en Historia,
Leyendas y Mitos de México. Su Expresión en el Arte. XI Coloquio Internacional de Historia del
Arte, pp. 179-197.
150
Jorge Cañizares-Esguerra, How to Write the History of the New Word, p. 210.
400 la era ilustrada
151
Juan Francisco Sahagún de Arévalo, Gazeta de México, núm. 33, vol. i, p. 265; núms. 63-
73, vol. ii, pp. 83, 85, 91, 97, 103, 109, 115, 121, 127, 133, 139 y 146.
152
E. Trabulse, Los manuscritos perdidos de Sigüenza y Góngora, p. 51.
153
J. J. de Eguiara y Eguren, Bibliotheca mexicana, vol. i, pp. 57, 67, y vol. ii, pp. 720 y ss.
la era ilustrada 401
154
B. Keen, op. cit., pp. 248 y ss.
155
M. Fernández de Echeverría y Veytia, Historia antigua de México, vol. i, p. 11.
156
Ibid., vol. i, p. 330.
402 la era ilustrada
completa”.157 Para Veytia, como para muchos autores del siglo xviii, el hecho
de que Sigüenza se hubiera ocupado de este asunto era prueba suficiente
para considerarlo plausible, aun cuando se desconociera lo que en realidad
había escrito. Para demostrar sus aseveraciones, Veytia realizó una exhausti-
va recopilación de pruebas materiales de la presencia de santo Tomás en la
América septentrional: las cruces prehispánicas y las huellas de los pies apos-
tólicos plasmadas en algunas rocas; las tradiciones indígenas que hablaban
de un sacerdote virtuoso, blanco y barbado y la presencia de códices anti-
guos y tradiciones que supuestamente contenían enseñanzas de clara rai-
gambre cristiana, y las similitudes entre los nombres de santo Tomás (llama-
do también dydimus, el mellizo) y el sabio y piadoso Quetzalcóatl (también
conocido como el “coate” o gemelo divino). Contra la aseveración de Torque-
mada de que Quetzalcóatl era un rey supersticioso, nigromántico y astrólo-
go, Veytia lo hacía un héroe cultural y utilizando recursos como las leyendas,
los cantares y la tradición oral mostraba que gracias a él se introdujo la ley
de gracia, como se podía ver por los rastros de la práctica de los siete sacra-
mentos. La llegada de santo Tomás a América le servía además para demos-
trar la existencia en ella de un monoteísmo original, que se degradó hacia el
politeísmo por la acción de mercaderes y sacerdotes promotores de idola-
trías para atraer peregrinos a sus centros ceremoniales.158
El interés de Veytia por el mundo prehispánico había sido inspirado du-
rante su estancia en Madrid (1737-1750), donde conoció a Lorenzo Boturini,
recién llegado de México en 1744, quien lo introdujo en el fascinante mundo
de las antigüedades indígenas y de la nueva concepción de la historia que
había aprendido de la lectura de Juan Bautista Vico. Con las ideas que escu-
chó del sabio italiano y con copias de algunos de los códices y documentos
que éste le proporcionó de su colección, Veytia comenzó a fraguar la idea de
escribir una historia que iniciaría a su regreso a México. En 1746, Boturini
publicó su Idea de una nueva historia general de la América septentrional, en la
que trataba las épocas divina, heroica y humana de los antiguos mexicanos,
exaltaba sus logros en matemáticas, astronomía y cómputos calendáricos,
describía sus sistemas de propiedad de la tierra y se hacía eco de la tradición
sobre la predicación apostólica de santo Tomás.159 Al final de su obra anexaba
un catálogo del contenido de su “Museo”, esa colección miscelánea de docu-
mentos que tanto debía a la de Sigüenza, que le habían sido confiscados por
las autoridades virreinales y que se encontraban en las bodegas del palacio de
gobierno.160 Sin embargo, salvo la influencia directa que pudo tener en Veytia,
157
Ibid., vol. i, p. 135.
158
Ibid., vol. i, pp. 143 y ss.
159
Véase Lorenzo Boturini, Idea de una nueva historia general de la América septentrional.
160
Boturini fue el primero que otorgó a Sigüenza un halo de prestigio como investigador de
los calendarios prehispánicos y como iniciador de los intentos arqueológicos en la Pirámide del
Sol en Teotihuacan. L. Boturini, op. cit., Edad Segunda, párrafo v, p. 52. Él mismo hizo uso del ri-
co “Museo” que había recopilado Sigüenza y que pasaría a la biblioteca del Colegio de San Pedro
la era ilustrada 403
la obra de Boturini en este terreno no tuvo mayor influjo en los escritores no-
vohispanos de la ilustración, quienes lo consideraron más un anticuario o
coleccionista de papeles antiguos que un verdadero historiador.161
Para fines del siglo xviii el interés por el mundo indígena prehispánico
estaba ya muy generalizado. En México había en 1790 por lo menos once
colecciones de antigüedades y curiosidades indígenas y se seguía con interés
las excavaciones que se hacían en lugares como Palenque en 1787, que esta-
ba siendo explorado con recursos de la Corona.162 Este hecho muestra que el
interés por el mundo indígena había también cundido entre las autoridades
españolas. Alrededor de 1788, la Academia de la Historia de Madrid, a cargo
de Juan Bautista Muñoz, había encargado recopilar documentos en las pose-
siones de ultramar para hacer una Historia de la América septentrional. En
México, los encargados de esa labor fueron los franciscanos Francisco Gar-
cía Figueroa y Manuel de la Vega, quienes entre 1790 y 1792 hicieron una
copia de documentos (que llegaron a reunir en treinta y dos volúmenes), en-
tre los que estaban parte de los papeles y crónicas de los “museos” de Si-
güenza y Boturini, que habían parado finalmente en el convento de los fran-
ciscanos. En esta colección, que llevaría por título Memorias de la nación
indiana, no se incluyeron documentos en náhuatl ni códices, por que los frai-
les consideraron que eran de poco valor para lo que quería Muñoz.163
En sus Tardes americanas, otro franciscano, el peninsular malagueño
fray José Joaquín Granados y Gálvez, daba una versión muy positiva del
mundo indígena prehispánico (de la Gran Nación Tolteca a esta tierra de Aná-
huac) en la que incluía a Michoacán, dado que estaba adscrito a esa provin-
cia de su orden. En la obra se exaltaban sus logros culturales y se los compa-
raba con los de la Antigüedad grecolatina. El texto, impreso en México en
1778 y muy leído por su carácter divulgador, ponía a dialogar a un español
con un erudito indio alrededor de los temas de la historia “patria”. En su vi-
sión del mundo prehispánico, al que dedica la mitad de la obra, retomaba a
los autores franciscanos (Torquemada, Vetancurt, Beaumont), poniendo
siempre como premisa la necesidad de la evangelización, pero reconocien-
do la grandeza de esos pueblos paganos.164
Gracias a textos como el de Granados y a las gacetas de Sahagún de Aré-
valo y Alzate estos temas llegaron a un ávido público lector y divulgaron
aquellos temas que estudios como el de Veytia no consiguieron, pues se que-
daron inéditos. El pasado indígena sin duda despertaba un gran interés, so-
y San Pablo de los jesuitas. De hecho, el historiador italiano se aprovechó copiosamente de ella,
e incluso sustrajo diversos documentos para acrecentar su propio “museo indiano”, como lo ase-
gura Cayetano Cabrera Quintero en su Escudo de Armas de México…, pp. 325 y 334.
161
B. Keen, op. cit., p. 246.
162
Manuel Antonio Valdés, Gaceta de México, vol. iv, abril de 1790, pp. 68-71, y agosto de
1790, pp. 152-154.
163
J. Cañizares-Esguerra, op. cit., pp. 300 y ss.
164
J. J. Granados y Gálvez, op. cit., pp. 12 y ss.
404 la era ilustrada
bre todo en la aristocracia criolla que, para demostrar su nobleza frente a los
peninsulares, pretendía ser descendiente de los emperadores mexicas. Varias
familias linajudas, como los condes de Orizaba, decían tener entre sus ante-
pasados a Moctezuma.165 Este argumento, como veremos, será utilizado
también por los criollos para reafirmar sus derechos a acceder a los cargos
de la República, pues eran los señores naturales del territorio, herederos le-
gítimos del imperio mexica a través de sus abuelas, las princesas tenochcas
desposadas con los españoles.
En 1776 se colocaba frente al nuevo templo de San Hipólito de la capital
(comenzado en 1740 y apenas terminado en esta fecha) un monumento con-
memorativo. En él aparecía esculpido un indio con el torso desnudo y falde-
llín y penacho de plumas que era levantado en vilo por una gigantesca águila
que lo agarraba por el torso. Circundaban el conjunto un escudo de la ciudad
y una mujer, posiblemente la Nueva España, y varios objetos indígenas. El
ayuntamiento, mecenas de tal monumento, había escogido este emblema y
no uno relacionado con Cortés o con los mártires españoles de la conquista,
pues en él se representaba uno de los augurios, mencionados por fray Diego
Durán, que recibió Moctezuma antes de la caída de la ciudad. La conquista
no había acontecido, por tanto, ni por mérito de los españoles ni por debili-
dad de los indios, sino por una determinación de la providencia manifestada
en el presagio. En el templo donde se conmemoraba la caída de Tenochtitlan,
un emblema “indígena” tomaba el lugar de los conquistadores.166
Esta percepción de la conquista “desde los indígenas” fue también el
tema de los Anales de la ciudad de México, de Andrés Cavo (1739-1803), jesui-
ta nacido en Guadalajara y expulsado junto con sus compañeros en 1767,
quien escribió desde el exilio en Italia. Con materiales que había recopilado
en México, con la consulta de autores como Torquemada y con las noticias
sacadas de los archivos mexicanos que el ayuntamiento de México, que le
encargó la obra, le hizo llegar, Cavo construyó un texto inflamado de espíritu
patriótico, que mereció la atención de Carlos María Bustamante, su primer
editor en el siglo xix. Un lugar destacado en el discurso de Cavo fue la defen-
sa de los indios que llevaron a cabo la Corona y los religiosos, sobre todo el
padre Las Casas, y los ataques hacia aquellos españoles que los esclavizaron
y maltrataron contraviniendo las leyes divinas y humanas. Incluso al hablar
de la resistencia de los indios de la Florida y su constancia en “mantenerse
independientes [...] probaba un genio superior a las demás [naciones] del
Nuevo Mundo”.167
165
Doris M. Ladd, La nobleza mexicana en la época de la Independencia, 1780-1826, pp. 37 y ss.
166
Jorge Alberto Manrique, “Presagio de Moctezuma: el mundo indígena visto al fin de la
Colonia”, en Arte, Historia e Identidad en América. Visiones Comparativas. 17o. Coloquio Interna-
cional de Historia del Arte, vol. i, pp. 173-179.
167
Andrés Cavo, Anales de la ciudad de México, libro v, n. 2. La primera edición se publicó en
la ciudad de México, en cuatro volúmenes, entre 1836 y 1838, con un suplemento escrito por
Bustamante y bajo el título Tres siglos de México bajo el gobierno español hasta la entrada del
la era ilustrada 405
Frente a esta visión en la que los indios del pasado eran exaltados, pervi-
vía aquella afianzada desde el siglo xvii en la que los del presente eran denos-
tados. A los antiguos prejuicios se agregaba ahora el concepto de Antigüedad,
noción aislante pues distanciaba las aportaciones de los hombres del pasado
idealizándolas y contrastándolas con aquellas de las comunidades indígenas
del presente. Antonio de Alzate comenzaba su descripción de Xochicalco con
estas palabras: “la nación mexicana en el día [de hoy…] una vez avasalla-
da por la nación española […] perdió aquellos caracteres que la distinguían
de las otras naciones, de modo que en día, los indios mexicanos son respecto
a los anteriores a la conquista, lo mismo que los modernos habitantes del
Peloponeso […] respecto a los antiguos griegos”.168
Uno de los aspectos que más disgustaban a los ilustrados de los indios
era su vivencia de la religión cristiana. Esta actitud venía desde las mismas
jerarquías eclesiásticas. En el Cuarto Concilio Provincial realizado en 1771
se habían prohibido los flagelantes y las mortificaciones excesivas en las pro-
cesiones de Semana Santa, no sólo porque era de gentes bárbaras, sino por-
que muchos estaban alcoholizados. Ésta era sólo una de las muchas medi-
das que los obispos ilustrados implementaron para controlar la desbordante
religiosidad indígena que ellos consideraban aún pagana. Se comenzó por
intentar una limitación de los gastos de las cofradías y por la exigencia de
que éstas presentaran sus títulos legítimos.169 Según los reformadores, esas
corporaciones dedicaban la mayor parte de sus ingresos a “gastos inútiles
y perjudiciales a la religión” (cohetes, trajes vistosos, bailes y borracheras),
con lo que la prosperidad de los pueblos se veía disminuida. Cofradías y hos-
pitales, que habían servido para reforzar los vínculos sociales y en algunas
zonas para salvaguardar la propiedad comunal, sufrían con ello un duro gol-
pe. Para una visión que consideraba que las entradas comunitarias debían
dedicarse a las escuelas para la enseñanza del castellano en lugar de a las
fiestas, esta revisión era fundamental. En ella podemos ver un regreso a la
concepción erasmista de la religión, más inclinada a la vida interior y a
la moral que a los rituales, actitud que divulgaba asimismo un devocionalis-
mo mesurado, más acorde con la racionalidad ilustrada, en fuerte contraste
con los excesos emotivos del barroco.
Para la política borbónica, una reestructuración seria de la sociedad de-
bía compaginar, por tanto, la ética cristiana y el comportamiento ciudada-
no uniformando a todos los súbditos bajo un mismo patrón, el de la “nación
española”. La diversidad lingüística provocaba división y excluía a los indios
del proyecto borbónico, por lo que era necesaria la castellanización, reforza-
Ejército Trigarante. Una edición moderna: Historia de México, edición del texto original Ernesto
J. Burrus, con un prólogo de Mariano Cuevas, México, Patria, 1949.
168
J. A. Alzate, Descripción de las antigüedades de Xochicalco, publicada en el suplemento de
las Gacetas de Literatura de México, vol. ii, p. 2.
169
Serge Gruzinski, “La segunda aculturación; el Estado ilustrado y la religiosidad indígena
en Nueva España (1775-1800)”, Estudios de Historia Novohispana, 8, pp. 175-201.
406 la era ilustrada
170
Brian Larkin, “Liturgy, Devotion, and Religious Reform in Eighteenth-Century Mexico
City”, The Americas, lx, núm. 4, pp. 493-518.
la era ilustrada 407
pasado criollo de Nueva España, el nómada del norte tomaba la figura del
salvaje no cristiano y se le representaba con la vestimenta de una tradición
que llevaba tres siglos en la cultura occidental. Con esta vestimenta salía en
los mitotes, en las danzas de mecos, sobre los dragones que representaban la
idolatría (las tarascas) y en las procesiones como el símbolo del mal.
Usan también de algunos bailes, y con especialidad del que llaman de Moctezu-
ma […] Esta danza se compone de 12, 16 o 24 hombres, todos vestidos de blan-
co, cuya finísima ropa con muchos y ricos encajes sobrepuestos hacen costoso el
adorno […] en la mano derecha llevan un tecomatillo, que es un instrumento
hueco con cantidad de piedras muy menudas […] y en la izquierda una macana
o ramillete de hermosas plumas de diversos colores. Preside esta danza otro
hombre que hace el papel de emperador, distinguiéndole de los demás no so-
lamente la rica diadema que ciñe su frente, sino también lo suntuosísimo de
su traje y costosísima pedrería. Mientras danzan los demás se está sentado en su
solio, y luego que concluyen sale él solo con majestuoso ademán a hacer lo pro-
pio y dar el último realce al baile […] Es el baile mejor que tienen, así por lo
honesto y divertido de sus mudanzas, como por los excelentes requisitos de su
adorno […] En unos parajes se hace con más esmero que en otros. La diferencia
que pueda haber consistirá en las galas, en la pobreza o riqueza del lugar.171
171
Anónimo, “Discurso sobre los indios de la Nueva España”, en Recolección de varios curio-
sos papeles no menos gustosos y entretenidos que útiles a ilustrar en asuntos morales, políticos,
históricos y otros, vol. vi, publicado por I. Katzew (ed.), Una visión del México del Siglo de las
Luces. La codificación de Joaquín Antonio Basarás [1763], ff. 352-353.
408 la era ilustrada
les. Sin embargo, para la segunda mitad del siglo xviii, se le fue eliminando
del espacio de las fiestas oficiales, como veremos, pero en cambio tomó otra
significación política y social al vulgarizarse y convertirse en un baile para
toda ocasión.
Al igual que Moctezuma, la india cacica se convirtió en una presencia
indispensable en los festejos de todas las ciudades novohispanas. En un cua-
dro que representa el arco triunfal que la catedral de Puebla ofreció al mar-
qués de las Amarillas en su paso hacia México en 1755, la figura del virrey
montada sobre un soberbio carro triunfal es recibida por una cacica sentada
vestida con huipil y coronada con diadema.172 Al igual que Moctezuma y que
el águila y el nopal que a menudo estas figuras portaban como emblema, los
símbolos identitarios de la ciudad de México se convirtieron en el siglo xviii
en lugares comunes para definir a la Nueva España en todas las ciudades del
virreinato, siendo la fiesta el vehículo más importante de esa difusión.
Pero para el siglo xviii la fiesta no sólo era un espacio identitario donde
se manifestaban los símbolos propios de los americanos, seguía siendo tam-
bién el ámbito privilegiado para mostrar la pertenencia de América a una
unidad cultural universal que era el imperio español. En el siglo xviii uno de
los símbolos más fuertes de esa unidad continuaba siendo la Inmacula-
da Concepción. En 1760 el rey Carlos III, como uno de sus primeros actos de
gobierno, renovaba la jura a esa advocación como una manifestación de la
catolicidad del imperio, pero también como una muestra de su autonomía y
diferenciación frente al resto de Europa, pues esta devoción era el símbolo
más fuerte de la hispanidad. Su propuesta fue aprobada por las cortes el 18
de julio de 1760. Unos meses antes, en la víspera del juramento de Carlos III
como rey, el papa Clemente XIII aceptó el patronazgo y autorizó como fiesta
propia el 8 de diciembre.173 El acto desató un aparato festivo e iconográfico
en todo el imperio que tuvo Nueva España como uno de sus escenarios. Ser-
mones e imágenes se desplegaron en su elogio pues el discurso de la Inmacu-
lada Concepción era la garante de una única nación hispánica que vivía a
ambos lados del Atlántico y que compartía los mismos valores: la religión y
la fidelidad a su rey.
Esta presencia de la monarquía puede también observarse en la cons-
trucción de los altares de los reyes que decoraron los ábsides de algunas de
las catedrales americanas en esta época, como una muestra de que el rey es-
taba a la cabeza de la Iglesia. Si bien esta imagen semidivina de los reyes
españoles se dio desde la segunda mitad del siglo xvii, como símbolo de co-
hesión y de unidad en todo el imperio, no fue sino hasta los monarcas bor-
bones que el regio patronato fue llevado a sus últimas consecuencias con el
172
El cuadro fue dado a conocer por Guillermo Tovar de Teresa y está reproducido en Jai-
me Cuadriello et al., Juegos de ingenio y agudeza. La pintura emblemática de la Nueva España,
p. 235.
173
Suzzane Stratton-Pruitt, La Inmaculada Concepción en el arte español, pp. 80 y ss.
la era ilustrada 409
178
L. A. Curcio-Nagy, The Great Festivals…, pp. 72 y ss.
la era ilustrada 411
179
Ibid., pp. 106 y ss.
180
Ibid., pp. 113 y ss.
412 la era ilustrada
contra el Estado tenían lugar en los espacios festivos tanto en Europa como
en América. Recuérdese el motín de Esquilache en 1766 que estalló en Ma-
drid durante la fiesta de la Pascua.
Tal actitud de las autoridades no estaba fuera de lugar. En efecto, la fies-
ta era un espacio peligroso pues propiciaba no sólo la rebelión sino también
la crítica satírica. En pasquines y mascaradas se manifestaba esa “cultura de
risa” considerada tan perniciosa que desde el siglo xvii y hasta entrado el
xviii la Inquisición la persiguió pues atacaba las instituciones civiles y reli-
giosas y ponía en peligro el orden social. Mucha de esa sátira se hacía en
verso, a veces se cantaba y se llegó a incluir incluso en los sermones rimados.
Frente a la visión oficial que intentaba mostrar una sociedad perfecta, esta-
ble, ordenada y bien gobernada, la sátira creaba la parodia de unos oficiales
hipócritas, avaros, crueles, arrogantes y estúpidos. En un poema contra Car-
los III, una mujer que decía ser México, desde su lecho de muerte, se prepa-
raba para encontrarse con su creador. La causa de su muerte era el abuso y
la negligencia de su marido el rey. Ahí se cuestionaba el envío de soldados
y se decía que el rey había sofocado a su mujer con sus celos, sospechas y
falta de confianza. El poema terminaba diciendo que México había sido so-
juzgado no por los bárbaros o enemigos sino por la fiereza de tres cabezas
que le habían succionado su oro y plata.181
Las quejas se fueron haciendo cada vez más fuertes después de la conso-
lidación de vales reales de 1804. Las tensiones se mostraron sobre todo du-
rante las juras. En la celebración de la segunda jura de Fernando VII en 1813,
la plebe arrojó piedras contra los carruajes de las autoridades y la nobleza
criolla. En el estrado las pinturas oficiales mostraban fuertes diatribas contra
Napoleón, la población rebelde destruyó parte del estrado y se oían los gritos
de que no era Bonaparte quien debía ser destituido para darle el gobierno a
Fernando, sino que los mexicanos debían gobernarse por sí mismos.182
En la ciudad de México la actitud de las autoridades ante las fiestas ma-
nifestó cambios desde mediados de la centuria, sobre todo en las dos grandes
celebraciones urbanas asociadas con la conquista: la procesión de la virgen
de los Remedios y el paseo del pendón. La primera celebración comenzó a
ser intervenida por las autoridades y de ser una imagen popular se volvió “La
Conquistadora”, una imagen oficial. Desde 1708 el traslado que sólo se ha-
cía para pedir lluvias y calmar epidemias, se comenzó a realizar para avalar
actos oficiales. En ese año la procesión se hizo por el nacimiento del hijo de
Felipe V para pedir salud para la reina y el príncipe. En 1719, el virrey orde-
nó “la venida de la imagen” que se quedó en la ciudad hasta 1720, a pesar
de la oposición de los indios y del cabildo que controlaban sus traslados y a
quienes por este acto se les expropió la imagen. Aunque el pueblo siguió visi-
181
Ibid., pp. 121 y ss. Posiblemente se trate de una referencia común en la época a las tres
cabezas del Cancerbero que las consignas populares asimilaban a Gálvez, Lorenzana y Fuero.
182
Ibid., p. 136.
la era ilustrada 413
183
Ibid., pp. 139 y ss.
184
Cartas del rey, 17 de mayo de 1748 y 3 diciembre 1760, en “El paseo del pendón”, Boletín
del Archivo General de la Nación, t. v, núm. 4, pp. 572 y 574.
185
Esto es lo único que destacan las noticias del diarista José Manuel de Castro Santa Ana,
Diario de sucesos notables, vol. i, pp. 17 y 147; vol. ii, pp. 24 y 153; vol. iii, pp. 21 y 164.
186
Manuel Romero de Terreros, Torneos, mascaradas y fiestas reales en la Nueva España, pp.
17-18.
414 la era ilustrada
Mariano Beristáin y Souza a fines del siglo xviii. En varios sermones impre-
sos entre 1794 y 1814 (en recuerdo de los soldados españoles caídos en las
guerras contra los franceses), el clérigo expresaba su admiración por los he-
chos heroicos de la conquista de México y por Cortés, quien con un puñado
de hombres había conseguido una hazaña tan grandiosa como la de Pelayo
en Covadonga.187 Sin embargo, en esos mismos sermones los elogios hacia el
conquistador eran sumamente escuetos y las glorias mayores se le daban a
Cristóbal Colón, “patriarca de las milicias españolas y maestro de los corte-
ses y pizarros”, y sobre todo a la reina Isabel, quien “libró a las Indias de la
esclavitud del Demonio”.188 Estas preferencias eran un síntoma de que las
cosas habían cambiado respecto a lo que se pensaba de Cortés en el siglo xvii
e incluso en la primera mitad del siglo xviii, cuando esa figura se había con-
vertido en un tema central de la exaltación con la que las elites criollas y la
nobleza indígena concebían el pacto del cual había nacido el reino de la Nue-
va España.
Frente a este desinterés es muy significativo, como vimos, que fueran los
funcionarios de la Corona los principales promotores para reavivar la fiesta
del pendón (como aconteció con la de la virgen de los Remedios) y con ello la
figura de Hernán Cortés. En 1770 el arzobispo Antonio de Lorenzana publica-
ba las Cartas de relación en una lujosa edición cuya portada mostraba a una
orgullosa Nueva España como cacica rodeada con una parafernalia de ele-
mentos simbólicos. La edición era un acto con fuertes cargas simbólicas, Lo-
renzana y su colega el obispo de Puebla Fabián y Fuero eran representantes
del más acendrado regalismo, de una posición que impulsaba los discursos
imperiales sobre aquellos autonomistas de los novohispanos. Cortés y la con-
quista eran los símbolos de la instauración del dominio hispánico sobre Nue-
va España, por lo que la edición de las Cartas de relación debe leerse como un
recordatorio de la sujeción y respeto que debían los americanos al rey.
Ese mismo carácter tuvo el traslado de los restos del capitán extremeño
del convento de San Francisco al Hospital de Jesús, ceremonia que el virrey
conde de Revillagigedo mandó llevar a cabo el 8 de noviembre de 1794, el día
en que se conmemoraba el aniversario en que Cortés hizo su entrada al rei-
no. Para celebrar el acontecimiento se encargó al arquitecto José del Mazo
y Avilés y al escultor don Manuel Tolsá levantar un cenotafio con su bus-
to en bronce dorado y dos lápidas conmemorativas con leyendas y trofeos.
A las exequias asistieron el virrey, los oidores, el cabildo y el marqués de Sel-
va Nevada (gobernador del marquesado del Valle).189 El sermón del acto fue
encargado por el cabildo al doctor dominico fray Servando Teresa de Mier,
187
J. M. Beristáin y Souza, La felicidad de las armas de España vinculadas a la piedad de sus
reyes, generales y soldados, p. 12. Agradezco esta referencia a Alfredo Ávila.
188
Ibid., pp. 101 y 103.
189
J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de la
historia..., p. 78.
la era ilustrada 415
quien hizo una detracción de las exageraciones de fray Bartolomé de las Ca-
sas, al tiempo que celebró la destrucción de la idolatría por mano de Cortés
y la llegada de la luz “a los que moraban en las tinieblas de Egipto”. El pre-
dicador mostró a la Nueva España como un fruto de la visión y valentía del
conquistador.190 ¿Quién pensaría entonces que tiempo después este mismo
fraile denostaría la conquista, se haría llamar descendiente de Cuauhtémoc
por línea materna y reeditaría la Brevísima relación del padre Las Casas en
Londres?191
A principios del siglo xix el paseo del pendón, y en general todos los te-
mas relacionados con el recuerdo de la conquista, se fueron diluyendo, pero
después de 1810 tomaron de nuevo una relevancia inusitada. La fiesta reali-
zada el Día de San Hipólito fue abolida por un decreto de las cortes de Cádiz
el 7 de enero de 1812 por considerarse que una exaltación de la conquista
no sólo era contraria al nuevo espíritu pactista que se estaba promoviendo,
sino también porque podía reavivar los sentimientos de rebelión. Esto no
ayudó al ayuntamiento constitucional nombrado por sufragio a raíz de la
jura de la constitución en septiembre de ese año, pues su interés consistía en
demostrar que las nuevas autoridades no eran contrarias al catolicismo ni
promotoras de la irreligiosidad, como pretendían algunos clérigos.192 Al año
siguiente, el 31 de diciembre 1813, las cortes de Cádiz ordenaban a los ayun-
tamientos que fueran quitados de los edificios públicos todos los signos de
vasallaje; a los alcaldes de la capital seguramente les vino a la mente los es-
cudos que había en la casa del marquesado del Valle que mostraban siete
cabezas de señores indígenas atados con una cadena, emblema de una de
las hazañas de Cortés.193 Finalmente, el 11 de febrero de 1815, con el regreso
de la monarquía, el rey derogaba el decreto de las cortes sobre los signos de
vasallaje y el pendón y el ayuntamiento nuevamente elegido organizó la cele-
bración para recuperar la fiesta del 13 de agosto, uno de los espacios festivos
que le eran más propios. Pero el gusto le duró poco pues en adelante el virrey
tomaría en sus manos el festejo, el pendón saldría en su coche hasta que fi-
nalmente la fiesta de san Hipólito se redujo a una misa en la capilla del santo
a la que asistían el virrey, la audiencia y las autoridades de la ciudad. Así se
190
Adolfo Arrioja Vizcaíno, Fray Servando Teresa de Mier. Confesiones de un guadalupano fe-
deralista, p. 16.
191
E. O’Gorman, Seis estudios históricos de tema mexicano, p. 62. Desde entonces la obra de
Las Casas, que condenaba la encomienda y contenía relatos espeluznantes sobre los abusos
de los conquistadores, se volvería un argumento fundamental de los insurgentes para demostrar
la necesidad de independizarse de un régimen que se había iniciado con tan crueles y tiránicos
principios. Alfredo Ávila, “Servando Teresa de Mier”, en Belem Clark y Elisa Speckman, La Repú-
blica de las Letras. Asomos a la cultura escrita del México decimonónico, vol. iii, pp. 9-22.
192
Esteban Sánchez de Tagle, “El privilegio, la ceremonia y la publicidad. Dilemas de los
primeros regidores constitucionales de la ciudad de México”, en Beatriz Rojas (ed.), Cuerpo po-
lítico y pluralidad de derechos. Los privilegios de las corporaciones novohispanas, pp. 247 y ss.
193
ahcm, acta 132-A, ff. 35 vta. Actas de cabildo originales de sesiones ordinarias, 1813. Agra-
dezco a Esteban Sánchez de Tagle esta información.
416 la era ilustrada
haría en adelante hasta que el 11 de agosto de 1820 la fiesta del pendón era
abolida por las nuevas cortes de Cádiz y los signos de vasallaje eran definiti-
vamente retirados de las fachadas.194
José Joaquín Fernández de Lizardi escribiría en 1822 una sátira con el
nombre de “Vida y entierro de don pendón, por su amigo el pensador”, en la
cual hacía dialogar a una abuela con su nieto. Con este pretexto, el joven ex-
plicaba a la anciana una fiesta que ya no tenía para esta época ningún senti-
do. “A mi me chocaba la circunstancia de que se celebrase la función de
iglesia en una iglesia de locos, hasta que advertí que era cosa natural, pues
sólo los locos pudieron consentir por tantos años que se ultrajase con solem-
nidad al Dios único, justo y piadoso por esencia, dándole gracias porque
Cortés y sus asesinos y ladrones compañeros, en tal día, hubieran consuma-
do la obra de sus atrocísimos delitos”.195
La visión de Lizardi estaba inmersa en el furor anticortesiano que siguió
a la consumación de la Independencia. Era una reacción lógica ante lo que
había sucedido con las imágenes de la conquista y la idea de superioridad de
los españoles sobre los indios y criollos, resucitadas por los funcionarios es-
pañoles en las últimas décadas. La Corona había impuesto su voluntad por la
fuerza de las armas en el siglo xvi y haría lo mismo en el xviii con la refuncio-
nalización de las fiestas en las que la conquista se convirtió en un elemento de
ataque a las pretensiones patrióticas de los criollos y de los indios. Los mis-
mos símbolos pudieron ser manipulados y reinterpretados, pero poco a poco
el diálogo entre gobernantes y gobernados, que se había establecido en la fies-
ta como parte del proyecto de los Habsburgo, se rompió. El rechazo de las
políticas borbónicas y la unilateralidad que comenzó a manejarse en la fiesta
propició que ésta dejara de ser una válvula de escape para las tensiones socia-
les, las cuales estallaron en una abierta rebelión contra el sistema colonial.196
La lenta agonía de la fiesta del pendón es también una muestra de lo que
estaba produciendo la modernidad en los ámbitos políticos y culturales; el de-
terioro del sistema corporativo, la consolidación del Estado moderno sobre los
restos del estado patrimonialista, la secularización de la cultura y el debilita-
miento de las tradiciones iban afectando todos los ámbitos de representación
de las instituciones que mantenían el ordenamiento del antiguo régimen. En
adelante, el espacio público sería ocupado por otro tipo de celebraciones que
formarían, a su vez, el escenario de los nuevos conflictos de intereses.
Además de ser un tema en los festejos, la conquista se volvió también un
éxito teatral, como lo muestra el hecho de que en las últimas décadas del si-
glo xviii, durante el mes de agosto y coincidiendo con los festejos del Pen-
194
ahcm, acta 134 A, f. 197. Acta 140-A, f. 92 vta. Estas actas están publicadas en “El paseo
del pendón (concluye)”, Boletín del Archivo General de la Nación, t. v, núm. 5, pp. 705-734; véase
también María José Garrido Asperó, La fiesta de san Hipólito..., pp. 114 y ss.
195
José Joaquín Fernández de Lizardi, Obras. Folletos (1822-1824), vol. xii, p. 111.
196
L. A. Curcio-Nagy, The Great Festivals..., pp. 151 y ss.
la era ilustrada 417
197
G. Torres Puga, op. cit., pp. 349 y ss.
198
J. A. Alzate, Descripción de las antigüedades de Xochicalco, en Obras, vol. i, Periódicos,
pp. 5 y ss.
418 la era ilustrada
a Cortés para que le diera muerte, o la quema de los pies a la que Cavo llama
“uno de los hechos más bárbaros de la historia”. Siguiendo a Torquemada, el
jesuita menciona la muerte de Cuauhtémoc, y señala que de acuerdo con
este autor Cortés temía una rebelión. Cavo lo llama “un procedimiento tan
indigno y atroz que denigraba tanto el nombre español”, aunque está de
acuerdo con Torquemada en que los caciques estaban siendo ya una pesada
carga para Cortés en el viaje y considera que esta indigna acción “oscureció
la fama de sus proezas”. Cuauhtémoc, para Cavo, era un héroe valeroso y
constante en las adversidades que no merecía una muerte tan indigna.199 La
visión de Cavo desde Italia se correspondía con la que tenían muchos novo-
hispanos sobre este personaje que sustituiría finalmente a Moctezuma en el
siglo xix como el héroe que resistió a la conquista española. El franciscano
Granados y Gálvez, en sus Tardes americanas, exclamaba a raíz de la narra-
ción del tormento de Cuauhtémoc:
¿Quién creyera que un varón [Cortés] revestido del espíritu de verdadera reli-
gión, y conversión de las almas bárbaras, idólatras, y gentiles, había de predicar
con la espada, y persuadir con el plomo, inundando los campos con las calientes
púrpuras de las humanas vidas, y llenar los pueblos, como los llenaron, de ho-
rror, turbaciones, escándalos, muertes, robos, despojos, ruinas, devastaciones,
estupros, odios, crueldades, inobediencias, lamentos, clamores, lágrimas, y sus-
piros […]?200
Cinco diócesis tiene el reino de México, y ellas son ese arzobispado y los obispa-
dos de Puebla, Valladolid, Guadalajara y la Ciudad de Antequera: mismas que
serían las capitales que de Capitanes generales deberían proveerse, y en que las
Audiencias deberían erigirse [..] Estaría a la cabeza de la provincia el Capitán
General que debía gobernarla. Presidiría cada uno su Audiencia respectiva. Ha-
199
Gabriel Méndez Plancarte, ed., Humanistas mexicanos del siglo xviii, pp. 83 y ss.
200
J. J. Granados y Gálvez, op. cit., pp. 257 y ss.
la era ilustrada 419
rían todos aquellos en su distrito lo que no puede hacer un solo virrey en todo el
reino, y se conseguirían por de contado estos imponderables beneficios […] Qui-
tada de México la absoluta dominación que hoy logra. Dejaría de ser esta capital
la madrastra de todas las ciudades que le están sujetas y cuyo desahogo y como-
didad frustra por no ver competida su gloria y opulencia.201
201
Manuel Flon, “Representación del intendente de Puebla al secretario de Estado y del des-
pacho universal de hacienda, don Miguel Cayetano Soler. 21 de diciembre de 1801”, Boletín del
Archivo General de la Nación, 2, xii, 3-4, pp. 397-442, p. 440.
420 la era ilustrada
202
Miguel Alcalá y Mendiola, Descripción en bosquejo de la Imperial Cesárea muy noble y muy
leal ciudad de Puebla de los Ángeles. Esta obra fue editada parcialmente por Mariano Cuevas,
quien atribuyó erróneamente el texto a Miguel Zerón Zapata, La Puebla de los Ángeles en el siglo
xvii. Narración del dibujo amoroso que ideó el efecto: noticia de la creación, principio y erección de
la nobilísima ciudad de la Puebla de los Ángeles.
la era ilustrada 421
Jerusalén celeste y la traza con aéreos cordeles de Puebla. Esto hacía que la se-
gunda tuviera una hermosura y perfección similares a las de la ciudad descrita
por el Apocalipsis.
“Y habiendo sido los que midieron sus calles no otros que de la misma
especie del que, por orden del Altísimo, niveló la Sagrada Sión, se puede con
mediano discurso inferir la hermosura que tendrá esta Ciudad Angélica, por
sus bien dispuestas calles, hermosos templos, ricas casas y oficinas, con su
forma y figura cuadrada.”203
La segunda versión señalaba:
Aunque desde el siglo xvii san Miguel fungía como uno de los patronos
de la ciudad y su fiesta era celebrada con gran boato, nadie había mencio-
nado esta aparición el día de su fiesta. Finalmente, Bermúdez mencionaba
la cuarta versión, tomada de la tradición franciscana de Torquemada, sobre la
fundación de la ciudad el Día de Santo Toribio de 1530, fundación que tuvo
por finalidad “el que cesasen [los españoles] de pretender las encomiendas y
repartimientos de los miserables indios [para lo cual el presidente de la au-
diencia] cometió a los religiosos franciscanos el que solicitasen paraje aco-
modado para la situación de la nueva ciudad”.204
Fray Juan de Villa Sánchez, con otro objetivo en su obra Puebla sagrada y
profana, sólo mencionaba las últimas dos versiones y corregía la fecha de
fundación: “cayó en mil quinientos y treinta y dos, no de treinta como escri-
bió el Padre Torquemada”, pues el gobierno de la segunda audiencia empezó
por agosto de 1531. Villa Sánchez había escrito su obra en respuesta al cues-
tionario enviado por José Antonio de Villaseñor y Juan Francisco Sahagún
de Arévalo, quienes formaban parte de la comisión para la recopilación de
información geográfica ordenada por el rey en 1741. Junto con las noticias
de la fundación de Puebla, el dominico aprovechó la ocasión para señalar
una serie de causas del lamentable estadio de miseria en que se encontraba
203
Diego Antonio Bermúdez de Castro, Teatro angelopolitano (edición facsimilar de la de Ni-
colás León de 1908), pp. 148. El tema ha sido estudiado por Martha Fernández, “La Jerusalén
Celeste: imagen barroca de la ciudad novohispana”, en Barroco iberoamericano. Territorio, arte,
espacio y sociedad, pp. 1211-1229.
204
D. A. Bermúdez de Castro, op. cit., pp. 7 y 8.
422 la era ilustrada
la ciudad, entre otras por el decaimiento del comercio y para señalar las
grandezas de su patria:
Fray Juan de Villa Sánchez había sido nombrado por su amigo Bermú-
dez como albacea de sus bienes y difundió sus noticias entre quienes quisie-
ran escucharlas. Fue él quien facilitó en 1757 una copia del Teatro angelopoli-
tano al abogado y polígrafo Mariano Fernández de Echeverría y Veytia. Este
poblano, recién llegado de una prolongada estancia en Europa, iniciaba en
esos años su labor historiográfica sobre su ciudad natal, labor que quedaría
truncada por su muerte, acaecida en 1780. En su Historia de la fundación de
la ciudad de la Puebla de los Ángeles, este autor intentó integrar en una narra-
ción coherente las diversas versiones, dando razones para explicar sus con-
tradicciones y puntualizando errores en las fechas. Con todo, el discurso de
Veytia privilegiaba la versión milagrosa del sueño de Garcés otorgándole la
“veracidad” de una tradición inmemorial que debía ser tomada como histó-
rica según las tesis de algunos eruditos: “Refiero el suceso, cumpliendo con
las leyes del historiador, como lo he oído desde mi niñez a personas doctas,
juiciosas y timoratas que lo aprendieron de sus mayores y como le hallo en
documentos que tengo entre manos”.206
Para el historiador poblano, fray Julián Garcés no había fundado Puebla,
pero en cambio había sido el inspirador de su escudo. Veytia dedicó todo el
capítulo xix de su obra a “elucubrar” sobre los sucesos que llevaron al rey a
darle a la ciudad dos ángeles como emblema. Él no cree, como Florencia,
que el obispo dominico contara su sueño directamente al rey (pues su publi-
cidad hubiera resultado contraria a “su humildad y modestia”), sino que
“pudo ser el señor don fray Juan de Zumárraga”, quien en 1532 regresó a
España, el que narró al soberano las circunstancias del sueño y del terreno
de la ciudad, con lo cual éste ideó el escudo de armas. Veytia llegó incluso a
insinuar que la Real Cédula de fundación era: “aquel papel auténtico que
205
Juan de Villa Sánchez, Puebla sagrada y profana. Informe dado a Su Muy Ilustre Ayunta-
miento el año de 1746… Instruye de la fundación, progresos, agricultura, comercio etc. de la espre-
sada ciudad (editada por primera vez por Francisco Javier de la Peña, Puebla, Casa de José Ma-
ría Campos, 1835). Aquí utilizo la edición facsimilar más reciente de Francisco Téllez y María
Esther López-Chanes, Puebla, buap, 1997, pp. 12 y ss.
206
M. Fernández de Echeverría y Veytia, Historia de la fundación de la ciudad de la Puebla de
los Ángeles en la Nueva España, su descripción y presente estado, vol. i. p. 41.
la era ilustrada 423
dice el padre Florencia, que le aseguró haber visto al doctor Jacinto de Esco-
bar en uno de los archivos de la Catedral, o la Ciudad”.207 Para el cronista los
escudos de armas y las figuras de que se componen mantienen “la memoria
de una hazaña heroica, de un hecho ilustre o de un acaecimiento raro y pro-
digioso”, por lo que el escudo de Puebla se convertía en la mejor prueba de la
veracidad del sueño de Garcés.
Mariano Veytia fue, entre todos los cronistas poblanos, el único que in-
tentó darle una ordenación cronológica y una explicación lógica a las contra-
dictorias versiones de la fundación. Aunque su obra quedó también inédi-
ta, debió tener bastante difusión gracias al cabildo de la ciudad, cuerpo al
cual el cronista exaltó en su obra como eficaz organizador del bien social y
como “el lugar por el que la ciudad se dignifica”.208 La historia del escudo allí
narrada debió convertirse en la versión oficial utilizada en los actos públicos.
Por las fechas en que Veytia moría, otro poblano cercano al cabildo, el
agrimensor Pedro López de Villaseñor, componía su Cartilla vieja de la nobilí-
sima ciudad de Puebla (1781). Con un acceso irrestricto al archivo del ayun-
tamiento, a causa de su habilidad para leer “letra gótica”, este autor pudo
consultar documentos originales de los cuales incluyó numerosos traslados
en su obra. A diferencia de la narración armónica y secuencial de Veytia, la
de López es una caótica recopilación de documentos insertados en medio de
una sarta de elucubraciones metafísicas que asociaban la fundación de Pue-
bla con fray Juan de Zumárraga y con la aparición de la virgen de Guadalu-
pe. López hizo tabla rasa de todo lo dicho con anterioridad, propuso nuevas
fechas y nuevos personajes y, con unas bases documentales que manejaba de
manera muy libre, lanzó aseveraciones insólitas. Para este autor, la funda-
ción de la ciudad había sido el Día de San Miguel (29 de septiembre) de 1531
y en ella habían concurrido “tres ilustrísimos señores obispos, príncipes de
la Iglesia”: fray Julián Garcés, primer obispo del reino que la había solicita-
do después por supuesto de su prodigioso sueño; fray Sebastián Ramírez de
Fuenleal (llegado en agosto de ese año), quien como cabeza de la segunda
audiencia la mandó ejecutar, y el señor fray Juan de Zumárraga, quien puso
la primera piedra de la catedral para efectuar la fundación de la ciudad.209
A continuación, para “demostrar” la relación entre la dedicación de la
catedral a la Inmaculada Concepción de María y el patronazgo de San Mi-
guel sobre la ciudad, expone una serie de descabellados argumentos: porque
207
Ibid., vol. i, pp. 197 y ss. Fernández de Echeverría y Veytia señala que la primera cédula
conservada en que se da a Puebla su escudo es del 20 de julio de 1538 y ella “ministra otra nueva
prueba de la verdad de la tradición del sueño del señor obispo, porque sea cierta o no la expedi-
ción de la anterior […] es indubitable que cuando la Ciudad pide esta gracia, en los años de
1534 y 1537, deja enteramente al arbitrio del Soberano la figura y forma del escudo y sólo pide
la corona”.
208
Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Puebla: orígenes de su territorialidad y autoimagen”, Jahr-
buch für Geschichte Lateinamerikas, núm. 42, pp. 59-76.
209
Antonio López de Villaseñor, Cartilla vieja…, pp. 39 y 40.
424 la era ilustrada
210
Los argumentos en ibid., pp. 39 y ss. La última referencia hace alusión a una concesión de
la monarquía que sólo se daba a algunas ciudades que tenían el título de real y que consistía en
ostentar en el escudo una corona. Resulta paradójico que frente a este esoterismo, López aporte
noticias documentales reveladoras de lo que fue la verdadera fundación y que a veces contradi-
cen incluso sus aseveraciones. Un ejemplo es la edición de una carta de la reina a la Audiencia
(Ocaña, 18 de enero de 1531) en la que se pone en tela de juicio la supuesta participación de fray
Julián Garcés en la fundación de Puebla y muestra en cambio lo que era su idea original: crear
una ciudad española en la misma Tlaxcala. Por otro lado, es significativo que los franciscanos
no aparezcan en la relación de la fundación sino hasta 1532, como lo mencionan varios docu-
mentos de ese año (“insertos —dice el autor— en el Suplemento del libro número 1 que formé”),
y están vinculados con el complejo proceso de lo que debió ser la elección de un sitio.
211
Gustavo Rafael Alfaro Ramírez, La lucha por el control del gobierno urbano en la época co-
lonial. El cabildo de la Puebla de los Ángeles. 1670-1723, pp. 170 y ss.
la era ilustrada 425
212
Juan Carlos Garavaglia y Juan Carlos Grosso, “La región de Puebla Tlaxcala y la eco-
nomía novohispana (1680-1810)”, en Puebla, de la Colonia a la Revolución. Estudios de historia
regional, pp. 73-124.
213
Frances L. Ramos, “Arte efímero, espectáculo y reafirmación de la autoridad real en Pue-
bla durante el siglo xviii: la celebración en honor del Hércules borbónico”, en Relaciones. Estu-
dios de Historia y Sociedad, vol. xxv, núm. 97, pp. 179-218; Rosalva Loreto, Los conventos feme-
ninos y el mundo urbano de la Puebla de los Ángeles del siglo xviii, p. 34.
214
Fernando de la Flor, Barroco: representación e ideología…, pp. 137 y ss.
426 la era ilustrada
215
John C. Super, La vida en Querétaro durante la Colonia, 1531-1810, pp. 15 y ss.
216
El monasterio había sido fundado por don Diego de Tapia, hijo de don Hernando, y sus
archivos habían sido utilizados desde el siglo xvii para sacar documentos probatorios en los
pleitos de tierras que sostuvieron las monjas con sus vecinos.
la era ilustrada 427
también fuentes indígenas. Una de ellas fue una Relación del mencionado
cacique don Nicolás, que se conservaba en el archivo del convento francisca-
no de Acámbaro, otra de las fundaciones atribuidas a Montañés.
Con base en esta fuente Beaumont menciona un hecho prodigioso que
no había sido mencionado por ningún otro cronista: cuando se estaba colo-
cando la cruz de piedra en su pedestal, un “zahorí de los chichimecos” vio en
el cielo unos ángeles que colocaban palmas y coronas de rosas sobre los bra-
zos de la cruz bajo una hermosa nube azul.224 Beaumont agrega que hace
mucho tiempo que la cruz no tiembla ni crece (ya tiene cuatro varas, una
más de las tres que señalan los textos antiguos) y esto se debe a que los chi-
chimecas han sido ya reducidos al gremio de la Iglesia y los milagros no son
por tanto necesarios.
A pesar de la transcripción que Beaumont hace de esa fuente indígena,
es sintomático que no se comprometa con toda su narración; en esto de las
apariciones, por ejemplo, avala la versión oficial de Espinosa que sólo men-
ciona a Santiago y la cruz, y vuelve a asociar el escudo como prueba de dicha
versión fundacional; por otro lado, tampoco acepta las encontradas fechas de
su fuente indígena y considera que la conquista de la zona se dio entre 1522
y 1555. Este respeto a la tradición historiográfica franciscana sobre cual-
quier otra fuente se puede ver, finalmente, cuando trata de la introducción
del cristianismo en Querétaro e insiste en la vieja diatriba contra Sigüenza,
“a quien cegó la pasión y lisonja” al atribuir el inicio de la evangelización a
los seculares y no a los franciscanos; este tema era de gran actualidad a cau-
sa de la secularización de las doctrinas en manos de los frailes que llevaba a
cabo la Corona.
El proceso de conformación de esta narración “racional” concluyó con
fray Pablo de Beaumont, quien, con todo y su perspectiva ilustrada y racional,
no pudo desprenderse de la narración prodigiosa. A partir de la “invención”
franciscana todas las fuerzas políticas y económicas de la ciudad aceptaron la
“tradición”, pero sobre todo los caciques indígenas, quienes encontraron en
esa historia el aval para sostener sus pretensiones fundacionales y una herra-
mienta eficaz para defender sus privilegios y sus tierras. El nuevo discurso
reelaboró los símbolos del escudo y, con base en la leyenda forjada por los
padres apostólicos, los asoció a los caudillos indios a quienes se atribuía la
fundación de Querétaro.
224
“Empezaron a devisar y a mirar esta santa Cruz los indios chichimecos con mucho cuidado:
estuviéronla mirando los bárbaros hasta que no estuvieron satisfechos, y llamaron su Zaurí que
ellos tienen. Vino este Zaurí; estuvo mirando desde arriba hasta abajo la santísima Cruz, si estaba
buena; en este tiempo vido el Zaurí cuatro ángeles con palma y corona de rosas, y hermosísimos,
que les estaba poniendo en los brazos las rosas y la corona a la Santísima Cruz; y una nube tan
hermosa azul que le estaba haciendo sombra. Vido el Zaurí aquellos milagros, se alegró y dijo en
alta voz: ésta es la Cruz que ha de servir de mohonera, que dure para siempre jamás, Cruz para
siempre jamás, ésta es la Cruz que queremos. Después de esto los indios rodearon la cruz, la besa-
ron e hicieron el mitote”. P. de la C. Beaumont, op. cit., libro ii, cap. 24, vol. iii, p. 216.
430 la era ilustrada
227
Nancy Fee, “La entrada angelopolitana. Ritual and Myth in the Viceregal Entry in Puebla
de los Angeles”, The Americas, 52, núm. 3, p. 284. Esta autora compara Puebla con Lima en esta
necesidad de mostrarse como ciudad hispana.
432 la era ilustrada
228
D. A. Bermúdez de Castro, op. cit., pp. 132 y ss.
229
A. Tecuanhuey Sandoval, “Puebla: orígenes de su territorialidad…”, op. cit., pp. 59-76,
p. 72. Según esta autora, Puebla impidió la formación de una identidad regional y pone como
contraparte el ejemplo de Guadalajara, donde, según Brian Connauhgton, se nota “un prota-
gonismo creciente para su propia región en la obra de renovación imperial”. En Guadalajara
hubo audiencia tempranamente y se le reconoció gobierno propio. A fines del siglo xviii tuvo
consulado, universidad y caja real y estuvo involucrada en el proyecto de formar un virreinato
independiente de México. Muy precozmente, según Connaughton, se desarrolló en ella una con-
junción de intereses locales que rebasó la frontera urbana. Ideología y sociedad en Guadalajara.
1788-1853, pp. 70-102. Véase también María Ángeles Gálvez Ruiz, La conciencia regional en
Guadalajara y el gobierno de los intendentes, 1786-1800.
230
Agustín Grajales Porras, “María, Joseph… Panteona y Pioquinto: nombres poblanos en el
siglo xviii”, Crítica. Revista Cultural de la Universidad Autónoma de Puebla, nueva época, núm.
54, pp. 80-88. En la página 83 este autor sostiene que hubo pocos bautizados con este nombre a
diferencia de la capital y del norte, en donde el culto se expandió con mayor rapidez.
la era ilustrada 433
Deseoso de complacer, vuelvo a decir, así a los que me lo han suplicado, como a
los Patricios Mexicanos, formé esta Relación, aunque bien sé que no dejarán al-
gunos de decir (sabiendo que yo soy nacido en la Puebla de los Ángeles) que,
“salutem ex inimicis nostris” pero nunca me he tenido por tal y siempre he sido
amartelado por esta Ciudad, pues fuera acreditarme más de necio querer darle
ventajas a mi Patria, cuando conozco las incomparables de esta Corte. Y no, no
se agravien mis compatriotas de estas expresiones que hago de la ciudad de
México, pues la Puebla de los Ángeles, aunque hermosa y brillante, la considero
como a la Luna con respecto del Sol.231
231
Juan de Viera, “Breve compendiosa relación de la ciudad de México...”, en A. Rubial (ed.),
La ciudad de México en el siglo xviii (1690-1780). Tres crónicas, p. 190.
434 la era ilustrada
Y después acá que Dios crió, y vinieron los hijos por la divina voluntad de Dios,
el uno se llamaba Miguel Omacatzin y Pedro Ca Pollicano, que ellos son los ma-
yores de todos los que quedaron y Dios les puso en el corazón diciendo o conver-
sando entre estos dos amigos, y dijo el uno: aquí no tenemos a quien volver los
ojos ni ha de venir de otra parte el que nos ha de decir lo que hemos de hacer…
Y luego los dos que eran como padres de todos se consultaron el que habían de te-
ner por patrón, y aquella noche se estaban acordando qué santo habían de esco-
ger y el dicho Miguel Omacatzin no estaba dormido y vio un hermosísimo espa-
ñol que lo llamaba por su nombre y le dijo: Mírame que ya estoy aquí que me
deseáis a que yo sea vuestro patrón. Yo me llamo Santiago que es mi gusto que
yo os ampare. Y el dicho Miguel Omacatzin quedó muy espantado a que le ha-
blase aquel santo.232
232
Título primordial de Santiago Sula, agnm, Ramo Tierras, v. 2548, exp. 11, fols, 23 r. y s.
la era ilustrada 435
233
A. Rubial García, “Nueva España: imágenes de una identidad unificada”, en Espejo mexi-
cano, pp. 72-115, p. 97 y ss.
234
Dorothy Tanck, Pueblos de indios y educación en el México colonial, 1750-1821, p. 60.
436 la era ilustrada
por la nueva política agraria de Felipe II y por la amenaza sobre las tierras
comunales que trajo consigo la expansión de la propiedad española desde fi-
nes del siglo xvi. Para principios del siglo xviii los pleitos seguían y las comu-
nidades indias se vieron forzadas a demostrar los derechos que tenían sobre
sus “fundos legales” por medio de las composiciones (legalización de tierras
ante la Corona que ésta impuso entre 1707 y 1710), de los pleitos judiciales y
de documentos probatorios llamados “títulos primordiales”. Éstos eran pa-
peles escritos con letras latinas pero en las lenguas autóctonas, a veces con
sencillas ilustraciones, y conservados en los archivos de los cabildos indíge-
nas en un cofre con tres llaves. En ellos se guardaba la memoria de la funda-
ción mítica del pueblo, realizada a menudo por órdenes de un santo a sus
caciques a principios del siglo xvi, como el caso de Santiago Sula transcrito
en el epígrafe. Por la forma del discurso, los “títulos primordiales” estaban
relacionados con la transmisión oral (por sus advertencias, consejos y repri-
mendas, y por sus reiteraciones que parecen fórmulas), pero también con
documentos pictográficos antiguos.235 Por su carácter de documentos proba-
torios existen numerosas copias y las que conocemos pertenecen a los años
finales del siglo xvii, al xviii y hasta al xix.236
En los títulos se insistía en los temas que merecían ser recordados por la
memoria colectiva. El primero y central eran las tierras comunales, cuya de-
marcación se describía con gran minucia, y alrededor del cual giraban los
demás. El segundo era el de la conquista, hecho que se mencionaba como
algo útil que permitió demarcar las tierras de cada pueblo; a excepción del
título de Santo Tomás Ajusco, en el que están presentes la tristeza y el lamen-
to, la conquista se evocaba como el inicio del pacto original entre la comu-
nidad y el rey. Después se mencionaba la congregación del pueblo, el bautizo
de los caciques, la elección del santo (como padre fundador) y la construc-
ción de su iglesia como elementos legitimadores. Por último estaba el tema
de las epidemias como castigo divino, pero también como parte del proce-
so de la pérdida de las tierras. A menudo estas catástrofes eran consideradas
como parteaguas, mucho más significativos que la misma conquista.237
A veces los títulos venían acompañados con imágenes relacionadas con
los caciques fundadores, con el culto cristiano y el bautismo y con los ancia-
nos que conservaban la tradición. Escritos y pinturas fueron así no sólo do-
cumentos legales sino también muy útiles instrumentos en la transmisión de
la memoria histórica colectiva.
235
S. Gruzinski, La colonización del imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el
México español. Siglos xvi-xviii, pp. 104 y ss.
236
Margarita Menegus Bornemann, “Los títulos primordiales de los pueblos de indios”, en
Dos décadas de investigación en historia económica comparada en América Latina. Homenaje a
Carlos Sempat Assadourian, pp. 137-162.
237
Paula López Caballero, Los títulos primordiales del centro de México. Introducción y catá-
logo, p. 92.
la era ilustrada 437
242
S. Gruzinski, “La segunda aculturación; el Estado ilustrado y la religiosidad indígena en
Nueva España (1775-1800)”, op. cit., pp. 175-202.
la era ilustrada 439
nía una estampa del Santo Entierro de Sacromonte que circulaba a fines del
siglo xviii (seguramente formando parte de la promoción del cura Gómez) y
que fue recogida por la Inquisición. En ella se decía: “La imagen del Señor de
Meca que se venera en la cueva donde se refiere habérsele aparecido al V. P.
F. Martín de Valencia (1782)”.246 Por lo visto, ante el silencio de una tradición
canónica, a nivel popular circularon versiones milagrosas como ésta, que se
insertaba en las narraciones sacralizadas por las crónicas mendicantes.
Hubo otros casos, sin embargo, en los que la autoridad eclesiástica y la
comunidad tuvieron un interés común en promocionar imágenes y santos
propios y donde el signo no fue el conflicto sino la colaboración. Dentro de
ese marco se inscriben dos pinturas que se encuentran en el sotocoro de la
iglesia de Totolapan encargadas por la comunidad al pintor Francisco Valle-
jo. Se recordará que desde el siglo xvi la imagen de un Santo Cristo apareci-
da milagrosamente a fray Antonio de Roa había sido expropiada por los
agustinos para su Colegio de San Pablo de la capital y en el pueblo sólo ha-
bía quedado la cruz sobre la cual estaba la imagen. Las pinturas, por tanto,
deben entenderse en este contexto de “ausencia” del objeto sagrado original.
En una aparece el insigne misionero con el torso desnudo, cargando una
cruz sobre sus hombros y con unos leños ardientes bajo sus pies. Lo siguen
dos indios rapados (a la usanza del siglo xviii): uno en actitud devota entre-
cruza sus dedos, y el otro levanta un ramo para azotar al penitente. Frente a
él, un personaje tira de una cuerda atada a su cuello mientras varios indíge-
nas y un niño observan la escena. En el ángulo inferior, en un perol sobre
piedras y brasas, se calienta resina de ocote que será derramada sobre las
heridas del fraile y servirá para concluir el tormento. En el otro lienzo, el
mismo Roa recibe de manos de un ángel el Santo Cristo, aunque curiosa-
mente esta escena se encuentra en un segundo plano, pues el primero lo
ocupa la imagen admirada por cuatro agustinos.
Los cuadros de Totolapan parecen estar relacionados también con la pre-
sencia de un religioso peninsular llamado fray Manuel González de la Paz
y del Campo. Este fraile fue cronista de la provincia, prior de México (1750 y
1754) y de Totolapan (a partir de 1758) y escribió, además de una crónica del
convento de San Agustín de la capital, una biografía inédita de fray Antonio
de Roa. Su admiración por el fraile penitente, peninsular como él, lo llevó a
promover en 1740 la exhumación de sus restos mortales para colocarlos en
un lugar prominente del templo para su veneración. El fracaso de sus inten-
tos y la poca atención que el arzobispado dio a su propuesta, fueron quizá la
causa de que buscara otros medios, como la pintura y la biografía, para man-
tener viva la memoria de su admirado Roa, a lo menos en la comunidad indí-
gena donde él había evangelizado.247 Para la comunidad, sin duda, el colocar
246
agnm,
Inquisición, v. 1360, exp. 1, año 1795, f. 357. Catálogo de ilustraciones, núm. 4900.
247
Ver Víctor Ballesteros García, La crónica de fray Manuel González de la Paz de la Orden de
San Agustín.
la era ilustrada 441
248
José Luis Mirafuentes, “Agustín Ascuhul, el profeta Moctezuma. Milenarismo y acultura-
ción en Sonora”, Estudios de Historia Novohispana, vol. 12, pp. 123 y ss.
249
Pedro Bracamonte y Sosa, La encarnación de la profecía, Canek en Cisteil, pp. 107 y ss.
la era ilustrada 443
250
María Concepción Amerlinck y Manuel Ramos, Conventos de monjas..., p. 122.
251
agnm, Historia, v. 109, exp. 2, fols. 8 r.-55 v.
252
Aprobación de Ignacio Castorena y Ursúa a Juan de Urtassum, La gracia triunfante en la
vida de Catarina Tegakovita, india iroquesa, y en las de otras así de su nación como de esta Nueva
España.
253
Asunción Lavrin, “Indians Brides of Christ: Creating New Spaces for Indigenous Women
in New Spain”, Mexican Studies / Estudios Mexicanos, 15 (2), pp. 225-260. En este artículo la
444 la era ilustrada
autora hace una interesante recapitulación de las fundaciones religiosas para mujeres indígenas
y de su hagiografía desde el siglo xvi.
254
agnm, Historia, v. 109, exp. 4, fols. 133r.-188 v.
255
M. C. Amerlinck y M. Ramos, op. cit., pp. 202 y ss.; A. Lavrin, “Indians Brides of Christ…”,
op. cit., p. 250.
256
Véase Juan Uvaldo de Anguita, El divino verbo sembrado en la tierra virgen de María Santí-
sima Nuestra Señora da por fruto una cosecha de vírgenes. La referencia y el resumen de esta
obra se encuentran en A. Lavrin, “Indians Brides of Christ…”, op. cit., pp. 257-259.
la era ilustrada 445
257
A. Lavrin, “Indians Brides of Christ…”, op. cit., pp. 248 y ss.
258
Ibid., pp. 243, 252-254; M. C. Amerlinck y M. Ramos, op. cit., pp. 279 y ss.
259
Véase Antonio de Paredes, Carta edificante en que el padre... de la extinguida Compañía de
446 la era ilustrada
A principios del siglo xix estas parcialidades exigían una mayor presen-
cia en el ámbito urbano de la capital. En 1809 solicitaron al arzobispo virrey
Francisco Xavier de Lizana poder incorporarse en el paseo del pendón, fiesta
hasta entonces exclusiva de los criollos. La autoridad ordenó al ayuntamien-
to que los acogiera. En 1810, éste se negó a repetir el acto del año anterior y
el pleito pasó a la audiencia, “donde el fiscal protector de indios, siguiendo el
alegato del apoderado de las parcialidades, dictaminó que los indios eran
dignos de participar, pues entre ellos había muchos descendientes de caci-
ques que eran nobles”.260
A fines del siglo xviii, además de la capital, solamente otras dos ciudades
poseían de manera simultánea un cabildo de españoles y otro de indios que
funcionaban de manera independiente: Pátzcuaro y Querétaro.
En el primero el debilitamiento del cabildo indígena se dio a raíz de la
refundación del ayuntamiento de la “república de españoles” en 1689. Du-
rante las primeras décadas del siglo xviii, avalados por algunas autoridades,
los criollos patzcuarenses alegaban que la mudanza de la catedral a Vallado-
lid no había provocado el cambio de la capital civil, la cual seguía siendo
Pátzcuaro como sede de la alcaldía mayor. Posiblemente en este contexto y a
raíz de la epidemia de 1737, la virgen de la Salud era proclamada patrona de
la ciudad de Pátzcuaro a instancias del cabildo criollo. En este contexto se
publicaba en 1742 el texto sobre la imagen milagrosa del jesuita nacido
en Guadalajara y rector del Colegio de Pátzcuaro, Pedro Sarmiento (1694-
1747).261 Pero eso no beneficiaba en nada al cabildo indígena, el cual apare-
cía públicamente en las fiestas supeditado al ayuntamiento español.
Durante los conflictos que asolaron la región a raíz de la expulsión de los
jesuitas en 1767, el gobierno indio de Pátzcuaro adquirió un nuevo protagonis-
mo. El entonces gobernador Pedro Soria Villarroel, quien había conseguido
un gran prestigio entre los pueblos del lago por encabezar la reconstrucción
de la capilla isleña de San Pedro, símbolo religioso del señorío indígena, se
convirtió en la cabeza del movimiento. Sus buenas relaciones con los criollos
de la región, su negativa a entregar los tributos al alcalde mayor, su lideraz-
go sobre la población mestiza y mulata y el prestigio que tenía la sede de
Pátzcuaro sobre los indígenas ribereños le dieron la posibilidad de reunir un
contingente armado con hondas, arcos y flechas. Según la autoridad virreinal
Jesús refiere la vida ejemplar de la hermana Salvadora de los Santos, india otomí, que reimprimen
las parcialidades de San Juan y Santiago de la capital mexicana. Ese texto se encuentra en la Bi-
blioteca del Museo Nacional de Antropología empastado junto al de Jacinto Morán Buitrón, La
Azucena de Quito… La edición de 1684 se hizo en la imprenta de los herederos de José de Jáure-
gui (José Toribio Medina, La imprenta en México (1535-1821), 8 vols., Amsterdam, N. Israel,
1965, vol. vi, p. 408). La de 1763 en la Imprenta Real del Colegio de San Ildefonso.
260
Andrés Lira, Comunidades indígenas frente a la ciudad de México. Tenochtitlan y Tlatelolco,
sus pueblos y barrios (1812-1919), p. 41.
261
Juan Carlos Ruiz Guadalajara, Dolores…, vol. ii, p. 366; Pedro Sarmiento, Breve noticia
del origen y maravillas de la milagrosa imagen de Nuestra Señora de la Salud... de Pátzcuaro.
la era ilustrada 447
262
Felipe Castro Gutiérrez, Movimientos populares en Nueva España. Michoacán, 1766-1767,
pp. 111 y ss.
263
Carlos Herrejón Peredo, Los orígenes de Morelia: Guayangareo-Valladolid, pp. 300 y ss.
264
J. R. Jiménez Gómez, op. cit., pp. 34, 75 y 114.
448 la era ilustrada
Juan Bautista, visten petos de bronce, usan darga (¿por adarga?) y sus ca-
ballos llevan “cilla antigua bordada de seda pasada, negro y verdes”, por-
tan además como estandarte a su patrono, pues “!todos son caballeros de
Santiago¡”;267 sus enemigos, en cambio, son “el capitán Lobo y don Coyote”
y se les llama indistintamente chichimecos, mecos o caribes, clara alusión a
las crónicas hispánicas, y sexto, la inserción del prodigio como parte de la
narración, común a muchos de los “títulos primordiales” y que sirve de aval
a la fundación mítica, la aparición de Santiago tomada de la rica tradición
española al respecto y la cruz milagrosa de la promoción franciscana.
Entre 1700 y 1800 aparecieron nuevos materiales, que los franciscanos
utilizaron para sus propios fines, y que daban el protagonismo, como vimos,
a Nicolás de San Luis Montañés sobre Fernando de Tapia. Una fue el Instru-
mento del pueblo de San Francisco de Acámbaro que copió Beaumont e in-
cluyó en su crónica. 268 Otras tres relaciones, éstas vinculadas con los ámbi-
tos otomíes en San Luis Potosí, presentaban versiones sobre el mismo tema
de la batalla milagrosa.269 Todavía a principios del siglo xix se escribían unos
“Testimonios y diligencias hechos en los años de 1519 a 1531”; en ellos se
incluía una relación “de la santa cruz y del Santo Cristo de la conquista” que
se basaba en el libro del padre Santa Gertrudis para dar su propia versión de
los hechos. Este documento cerraba el círculo de una leyenda, nacida en el
ámbito indígena, llevada a la imprenta por los religiosos españoles y final-
mente retornada a la tradición de la que había partido, aunque enriquecida
por la difusión impresa.270
Frente a la tradición avalada por los documentos del monasterio de San-
ta Clara sobre el protagonismo de Hernando de Tapia (que sostenían Félix
de Espinosa y Zelaa e Hidalgo), los testimonios indígenas habían preferido
la versión que ponía a Montañés como el héroe del acontecimiento. Es por
demás significativa la presencia de dos retratos de él, al parecer de mecenaz-
go indomestizo, pintados en ámbito queretano de la segunda mitad del siglo
xviii. En el más antiguo, y de factura más culta, se mostraba a Nicolás Mon-
tañés como caballero de Santiago y detrás de él una reconstrucción de la
267
Ibid., p. 138.
268
El documento que transcribe Beaumont es un traslado “fielmente sacado del instrumento
que tiene el común de indios de este pueblo de San Francisco de Acámbaro; y para que conste
ser verdad todo lo que contiene esta copia simple, yo, Luis Antonio Alejo, escribano de repúbli-
ca de este dicho Pueblo de Acámbaro, la firmé en él, en seis días del mes de Agosto de mil sete-
cientos y sesenta y un años”.
269
Primo Feliciano Velásquez, en su Historia de San Luis Potosí (vol. i, p. 366), menciona las
siguientes: una de San Bartolomé Aguascalientes, conservada en copia del siglo xix y que publi-
có Frías en su opúsculo La conquista de Querétaro (1906), pp. 131-141; otra que también fue
publicada por Frías en el mismo escrito (pp. 79 a 98) aparece suscrita por el copiante Josef Gre-
gorio Jilotepeque, y una última, “Memoria inédita”, que Velásquez dice tener en su poder gra-
cias a una copia que le dio Fulgencio Ramírez.
270
La noticia se encuentra en una nota de David Wright (op. cit., p. 80) y pertenece a un tras-
lado hecho en San Miguel de Allende en 1947.
450 la era ilustrada
271
Véase Valentín Frías, La conquista de Querétaro.
272
Una buena reproducción del cuadro y de la cartela en J. Cuadriello, “El origen del rei-
no...”, en Los pinceles de la historia…, pp. 102 y 296.
la era ilustrada 451
Gracias a las redes que, como vimos, tenían las comunidades otomíes
en un extenso territorio que llegaba hasta el Bajío, Tlaxcala y Michoacán, el
culto a este Santo Cristo adquirió una territorialidad inusitada. A pesar de
que existía la esperanza, alimentada por la obra de Velasco, de que el Santo
Cristo que se veneraba en la capital regresara a Mapeté, su lugar de origen,
cuando se concluyera un santuario digno de él, esto nunca sucedió. Sin em-
bargo, durante la Cuaresma la procesión de los cristos, que llegaban de los
alrededores de la zona minera, convirtió a Mapeté en uno de los más impor-
tantes centros de culto de Nueva España.273
Éste no fue el único caso de culto a la cruz extendido en el ámbito otomí.
Vimos arriba el gran impulso que gracias a ellos tuvieron en el norte el Señor
de Chalma y otras devociones agustinas como la del Cristo Negro de Sala-
manca. Por otro lado, un gran número de otomíes fueron bautizados con el
apellido Cruz y muchas capillas de la zona otomí en Hidalgo estaban dedica-
das a esa advocación. Para este grupo, la cruz representaba vida y protección,
estaba asociada con el culto a los antepasados y con el dios de la lluvia y de las
montañas, Makata. Sin importar el espacio donde se encontrara, la cruz cons-
tituía por sí misma un elemento de identidad étnica que iba más allá de un
cabildo indígena o de un grupo de caciques locales, se convertía en un símbolo
de pertenencia, al igual que la lengua, a una comunidad otomí más extensa,
una nación en los términos hispánicos.274 Algo similar debió acontecer con los
cultos trasladados por los inmigrantes tlaxcaltecas y purépechas que llegaron
a colonizar las regiones norteñas y sobre los que sabemos muy poco.
Respecto a los segundos, el agustino Matías de Escobar nos ha dejado
una extensa relación de imágenes (una de María, la virgen de la Raíz de Xa-
cona, y diez de Cristo) veneradas en varios pueblos indígenas del obispado
de Michoacán alrededor de 1729, en las que el común denominador es su
factura milagrosa a partir de raíces y árboles. William Taylor ha encontrado
como patrón en casi todas las narraciones la presencia de un campesino que
recoge leña en el campo y descubre la imagen al intentar quemarla, y ob-
serva en ellas “las concepciones prehispánicas de un universo de capas su-
perpuestas fusionadas en las esquinas por árboles cósmicos”.275
Mientras las comunidades aborígenes afianzaban sus vínculos alrededor
de sus santos e imágenes, para principios del siglo xix las repúblicas indíge-
nas en las ciudades de México, Querétaro y Pátzcuaro agonizaban. Las cau-
sas de su decadencia eran los abusos de los gobernadores y alcaldes ordi-
narios en el manejo de las cajas de comunidad, las pugnas de los diferentes
grupos caciquiles por el control de los “oficios de república” y la disminución
del patrimonio comunal. Cuando entre 1812 y 1814 se suprimieron las repú-
273
William Taylor, “Two Shrines of the Cristo Renovado…”, The American Historical Review,
vol. 110, núm. 4, p. 10.
274
Ibid., pp. 16 y ss.
275
W. Taylor B., Ministros de lo sagrado…, vol. ii, pp. 398 y ss.; Matías de Escobar, Americana
Thebaida…, cap. lxi, pp. 654 y ss.
452 la era ilustrada
276
J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala…, p. 442.
la era ilustrada 453
que se mandó copiar al pintor Juan Manuel Yllanes en 1773). Pero sin duda
fue don Ignacio, cura párroco de Yehualtepec, quien más se distinguió en la
elaboración de ese discurso con la inspiración de uno de los programas ico-
nográficos más originales del mundo novohispano de finales del siglo xviii.
Jaime Cuadriello, quien ha estudiado la labor cultural de esta familia de
caciques, nos ha dejado un brillante análisis de sus contenidos. Entre 1790 y
1791 el cura cacique Ignacio Faustinos encargaba a Juan Manuel de Yllanes
seis lienzos en los que quedaba plasmado un proyecto de exaltación de Tlax-
cala y de sus glorias. El programa quedó fijado en un cuaderno con cuatro
acuarelas y la descripción de las seis obras y los lienzos derivados de ellas que
debían ser colocados en los muros de la iglesia cural de Yehualtepec. En el
testero del templo serían colgadas las dos imágenes devocionales: la virgen de
Ocotlán y la imagen de san Miguel del Milagro; en el coro bajo se pondrían
los dos cuadros históricos: los niños mártires de Tlaxcala y la predicación
apostólica de santo Tomás entre los tlaxcaltecas; y bordeando la puerta de
entrada se colocarían los dos retratos: Catarina Tegakovita y Juan Ayllon.277
La primera advocación había sido promovida desde la época de Palafox,
quien fue el primer benefactor del santuario construido sobre el pozo que
según la tradición el arcángel había descubierto al vidente Diego Lázaro. Sin
ninguna base histórica, pues el cronista Florencia, que escribió sobre el san-
tuario, no lo menciona. Mazihcatzin convirtió al vidente en miembro de su
familia, descendiente del famoso don Lorenzo Mazihcatzin, un aliado de Cor-
tés. Con ello un santuario que no estaba cercano a la capital se insertaba en la
historia de la provincia, pero a través una familia de caciques.
La segunda advocación, la de Ocotlán, era también muy cercana al linaje
de los caciques de Ocotelulco. A mediados del siglo xviii uno de sus miem-
bros, Manuel Loayzaga Mazihcatzin, capellán del santuario, escribía la His-
toria de la milagrosísima imagen de Nuestra Señora de Ocotlán que se venera
extra muros de la ciudad de Tlaxcala, obra impresa en Puebla en 1745 auspi-
ciada por las autoridades de la Villa de Córdoba.278 Esta primera versión fue
tan popular que cinco años después, en 1750, salió en México una nueva,
revisada y aumentada por el propio Loayzaga. En esta segunda edición se
reunieron, según su autor, diversas tradiciones que venían dándose desde
los orígenes del santuario (la primera mitad del siglo xvi) para dar razones
a los fieles y acrecentar su devoción. Loayzaga describió la caritativa activi-
dad del vidente Juan Diego, antecedente de las apariciones de María que pre-
senció en un cerro cercano a Tlaxcala (en un sorprendente paralelismo con
277
De los bocetos para los lienzos se conservan cuatro en el Museo Nacional de Arte de Méxi-
co, y de las pinturas dos, la de los niños mártires en la curia episcopal de Tlaxcala y la de santo
Tomás en la sacristía de la basílica de Ocotlán. Los demás se han perdido.
278
Véase Manuel Loayzaga, Historia de la milagrosísima imagen de Nuestra Señora de Ocotlán
que se venera extra muros de la ciudad de Tlaxcala. Véase también el interesante estudio de Ma-
nuel Ramos Medina en la edición moderna de esta segunda versión (Tlaxcala, Gobierno del Es-
tado de Tlaxcala, 2008, pp. 10 y ss).
454 la era ilustrada
279
M. Loayzaga, op. cit., pp. 10 y ss.
la era ilustrada 455
280
J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala…, p. 309.
281
Ibid., pp. 211 y ss.
456 la era ilustrada
dalupe], inserta en una esfera cronológica de los tiempos, en que con las
cuatro figuras, con que significaban los indios sus olimpiadas, que eran pe-
dernal, casa, caña y conejo, recordaban los continuados favores de la Seño-
ra, explicados en eruditos claros poemas”.282
El hecho de incluir símbolos calendáricos de la gentilidad en el festejo
fue algo que no se dio en ninguna de las otras juras que se llevaron a cabo a
lo largo de 1737 y 1738 en el territorio.283 La presencia de tales elementos,
que Iván Escamilla atribuye a la presencia de Lorenzo Boturini en Tlaxcala
entre agosto y septiembre de 1738, fue para la nobleza tlaxcalteca un recur-
so por el cual el emblema de la capital se indigenizaba para adaptarlo al or-
gullo local.284
Las elites tlaxcaltecas, como las de muchas de las comunidades nativas,
elaboraron sus identidades patrias a partir de los patrones occidentales (a
cuyo sistema los caciques pretendían estar integrados) y haciendo uso de los
mismos mecanismos que utilizaban las patrias de los criollos: vinculación a
la conquista y a la evangelización, exaltación de “santos” e imágenes mila-
grosas propias, y rescate del pasado prehispánico. Sólo que a diferencia de
los criollos, cuyos discursos estaban anclados en la escritura, la mayor parte
de los mensajes emitidos por las comunidades indígenas pertenecían al ám-
bito de lo oral y lo visual. Con todo, era la categoría de “indígena” lo que
daba a estos caciques mestizos su imagen de autonomía y su signo de estatus
privilegiado, derivados del carácter corporativo de sus comunidades. En
ellos, el uso de lo indígena se convirtió en una estrategia de diferenciación y
de supervivencia frente al español. El argumento de sangre era un elemento
identificador para esta nobleza mestiza, que sólo podía mantener sus privile-
gios y su estatus presentándose como indígenas y alegando un linaje que no
tenían. Su prestigio sólo podía avalarse con esos injertos de memoria históri-
ca que, al igual que los criollos, les permitían justificar su dominio con he-
chos supuestamente acontecidos en el siglo xvi. Estos símbolos fueron tan
282
J. F. Sahagún y Arévalo y J. I. Castorena y Ursúa, Gaceta de México, núm. 130, vol. 3,
p. 129.
283
agnm, Bienes Nacionales, leg. 519, exp. 5, que contiene noticias de la jura guadalupana en
México, Ciudad Real, Valladolid de Michoacán, Aguascalientes, Mérida, Oaxaca, Guanajuato,
Durango, Querétaro, Comayagua, León y Nueva Segovia de Nicaragua, Guatemala, Santiago de
Esquipulas, Toluca, Guadalajara, San Miguel el Grande, Atlixco, Zamora, Cholula y Puebla.
284
F. I. Escamilla, “Lorenzo Boturini y el entorno social de su empresa historiográfica”, en El
caballero Lorenzo Boturini entre dos mundos y dos historias. Este autor señala también que a
principios de septiembre de 1738 Boturini solicitó ante el alcalde ordinario de Puebla testimo-
nios y traducciones autorizados por el escribano de cabildo (nada menos que Diego Antonio
Bermúdez de Castro, el autor del Teatro angelopolitano) de varios documentos: el testamento
de Sebastián Tomelín de 1572, que contenía un legado para el santuario de Guadalupe; la fe de
bautizo y el testamento del indio Diego Lázaro, a quien se apareció san Miguel en Tlaxcala, y
una relación de la historia de Nuestra Señora de la Defensa que se guardaba en el convento de
San Francisco de Tlaxcala. ahinbg, caja 300, exp. 2; agnm, Historia, vol. 1, ff.
la era ilustrada 457
Ahora bien, si el amor de la patria es una pasión tan general, de que ni los brutos
se exceptúan ¿Podré yo, América septentrional, dejar de amarte estando dotado
de razón y habiendo sido tu capital cuna de mis primeros alientos? ¿Podré ver con
indiferencia las amarguras que te rodean en estos días calamitosos? ¿Dejaré de las-
timarme contigo de las desgracias de tus hijos? ¿Habrá alguno tan cruel que haga
crimen en mí lo que es natural en todos? Cuando considero, ¡oh patria!, que en
otro tiempo tú eras el depósito de la abundancia y el asilo santo de la paz, y aho-
ra te hallas convertida en el funesto teatro de la más cruel y sanguinaria guerra,
285
E. Florescano, Memoria mexicana…, pp. 226 y ss.
458 la era ilustrada
no puedo menos que exclamar con el profeta Jeremías: “¿Quién dará agua a mi
cabeza y a mis ojos fuentes de lágrimas para llorar las desgracias de los hijos de
mi país?”286
286
J. J. Fernández de Lizardi, Obras…, “Sobre el amor de la patria”, vol. iii, p. 382.
287
Fray S. T. de Mier, Memorias, pp. 268-69 y 368-69; E. O’Gorman, Seis estudios históricos de
tema mexicano, pp. 59-63.
288
Juan Antonio de Ahumada, Representación político-legal que hace a nuestro señor soberano
don Felipe V… para que se sirva declarar no tienen los españoles indianos óbice para obtener los
empleos políticos y militares de la América (1725). Edición parcial en Manuel Ramos, Documen-
tos selectos del Centro de Estudios de Historia de México Condumex, pp. 79-105.
la era ilustrada 459
cia que tenía el ayuntamiento de la capital de fungir como cabeza todo del
reino y como defensor de sus intereses. Para entonces ya se había consuma-
do el proceso iniciado cien años atrás: de la idea de “constitución de privile-
gios”, propios de un sector terrateniente de la capital, se había pasado a la
“constitución del reino”, un reino que supuestamente se había incorporado a
la Corona desde los tiempos de Carlos V.291
La última década del siglo xviii mostraría el escaso interés que la monar-
quía tenía por conceder a los criollos el acceso a los cargos que solicitaban y en
reconocerles el estatus de reino. Entre 1787 y 1790 la Secretaría de Indias de-
saparecería y sus asuntos serían derivados hacia las distintas instancias cas-
tellanas según la materia. Carlos Garriga considera este hecho como una evi-
dencia de “la falta de consideración de las Indias como entidad territorial”
por parte de la monarquía. El proceso de militarización, fomentado después
de la guerra de siete años (1756-1763) con el pretexto de mantener las defen-
sas internas y las externas contra Inglaterra, convirtió el espacio americano
en sede de plazas militares, piezas en un tablero geopolítico que privilegiaba
los intereses de España y no los de América.292 Para los criollos ilustrados
que vivían en la última década de ese siglo debieron parecer absolutamente
certeras las observaciones de Montesquieu sobre el hecho de que las Indias y
España eran dos poderes bajo el mismo mando, pero que las primeras eran
las más importantes gracias a sus riquezas naturales, mientras que España
no formaba más que un territorio accesorio.293
Conforme se iban agudizando estas diferencias, los criollos construían
todo un aparato simbólico en el que la América septentrional se comenzaba a
concebir como una entidad geopolítica, con lo cual el reino se consolidaba
simbólicamente. En efecto, en numerosos cuadros desde finales del siglo xvii
la Nueva España pintada como una indígena vestida de huipil y ataviada con
un xihuitzolli o tocado de plumas comenzó a representarse como América,
es decir, tomando la caracterización simbólica de todo el continente (recuér-
dese el cuadro del triunfo de la Iglesia de Cristóbal de Villalpando en la sa-
cristía de la catedral de México). Para el siglo xviii los rasgos indígenas de la
representación se fueron acriollando: se le pintó bajo algunos santos (como
san Juan Nepomuceno o “san” Felipe de Jesús), con tez morena pero vestida
a la occidental y colocada enfrente de una blanca y coronada España. Esta
visión se utilizó incluso en los discursos oficiales de las autoridades virreina-
les, como lo muestra la portada de la edición de las cartas de Cortés impre-
sas por el arzobispo Lorenzana en 1770 y en la que elementos asociados con
América (cocodrilo y carcaj) y comparten el espacio con otros relacionados
con Nueva España (diadema, huipil, códices y águila) y con símbolos religio-
sos y civiles (banderas, mitras, coronas y espadas).
291
A. Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, op. cit., p. 25.
292
C. Garriga, “Patrias criollas, plazas militares...”, en op. cit., pp. 79 y ss.
293
Citado por Anthony Pagden, “Identity formation in Spanish America”, en Nicholas Canny
y A. Pagden (eds.), Colonial Identity..., p. 93.
la era ilustrada 461
294
D. Tanck, op. cit., p. 310.
295
Véase Mariano Antonio de la Vega, La más verdadera copia del divino Hércules del cielo,
sagrado Marte de la Iglesia, el glorioso arcángel señor san Miguel a las sagradas plantas de María
Nuestra Señora en su milagrosa aparecida imagen de Guadalupe.
296
Véase Antonio Claudio de Villegas, La piedra de el águila de México, el príncipe de los após-
toles y padre de la universal iglesia señor san Pedro.
297
E. Florescano, La bandera mexicana, p. 68.
462 la era ilustrada
de provincia y algunas de sus obras rompieron con las fronteras que les im-
ponía su pertenencia a una patria chica. Esto les permitió tener una concien-
cia territorial más amplia que abarcaba las otras patrias y que comenzó a
considerar a América como la patria de todos. El poblano Veytia escribió
sobre los cuatro baluartes o santuarios protectores de la capital y sus compa-
triotas Sahagún de Arévalo y Viera realizaron muchos de sus trabajos aquí;
el zacatecano Castorena y Ursúa pasó buena parte de su vida en la ciudad de
México y realizó toda su labor propagandística en ella; Villaseñor y Sánchez,
autor como vimos de la primera geografía general del territorio, había naci-
do en San Luis Potosí.
Por otro lado estaban los jesuitas expulsos, para los cuales la palabra
“patria” comenzó a tener un significado que iba más allá de la ciudad de na-
cimiento. Todos ellos procedían de diferentes patrias (Clavijero y Alegre, por
ejemplo, eran veracruzanos; Cavo nació en Guadalajara, y Márquez era gua-
najuatense), pero los unía, además de su desgracia común de exiliados, el
ideal de defender América de los ataques de los filósofos ilustrados. Al exal-
tar las hazañas de sus correligionarios, los jesuitas las convertían en glorias
de la patria, pero ésta ya no se concebía como el terruño donde se había na-
cido, sino como un territorio asociado a toda la Nueva España.
No es por tanto gratuito que esas generación nacidas después de 1700
fueran las que convirtieran a la virgen de Guadalupe, una advocación propia
de la ciudad de México, en patrona de todo el territorio. Algunos de sus pro-
motores, como los pintores Miguel Cabrera y José de Ibarra, provenían del
ámbito mestizo y habían nacido en la provincia (el primero en Oaxaca y el se-
gundo en Guadalajara). Por otro lado, en la expansión del culto tuvieron un
importante papel los cabildos catedralicios, los cuales desde el siglo xvii ha-
bían tejido entre sí redes que hicieron posible no sólo que el culto se afian-
zara casi simultáneamente en todas las capitales episcopales, sino que ade-
más llegara, a través del sistema de “rutas cordilleras” y de su clero secular, a
todas las parroquias de sus territorios.
El sentido americanista que adquirió en la segunda mitad del siglo xviii
la virgen de Guadalupe fue sin duda una de las causas de que los símbolos
de la capital se volvieran extensivos a todo el territorio de la América septen-
trional. En varios cuadros que se pintaron de ella entre 1746 y 1810 se le ro-
deó de una emblemática que comenzó a asociar a la imagen con el águila y
el nopal y con la cacica, figura que en el siglo xviii, como vimos, representa-
ba a América, pero que había nacido en el ámbito de la capital. Una de las
primeras imágenes de este tipo fue la de un grabado firmado por S. T. Meza
en 1755, sobre la cual se hicieron por lo menos dos versiones pictóricas. En
los lienzos y el grabado se representa la imagen milagrosa sobre una fuente
de la que caen cuatro chorros de agua, a manera de los ríos del paraíso. Dos
parejas, una que encarna a la monarquía española y otra a la indígena (Moc-
tezuma y la Malinche), se aprestan a recoger en unos cuencos el preciado lí-
quido para beneficiarse, junto con sus reinos, de las gracias concedidas por
464 la era ilustrada
estas aguas vivas. En uno de los lienzos la fuente está rodeada por un paraí-
so, con una garza, rojas flores y frondosos árboles, que hace referencia al
huerto edénico alimentado por el agua salutífera que sale de la virgen. En el
otro una corona de rosas rodea a la imagen.302
El águila sobre el nopal, el otro símbolo de la capital, aparece como pea-
na de la imagen en un cuadro que lleva por título Verdadero retrato de la
virgen de Guadalupe, obra de José de Ribera I. Argomanis fechado en 1778.
Además del águila sobresalen en el lienzo un indio bárbaro (¿un “apache”?),
que aparece de frente con penacho, pectoral y faldellín de plumas y con un
carcaj a la espalda, presentado en oposición a otro indio cristiano (¿Juan
Diego?), rapado, vestido y ofreciendo flores a la virgen. Además, algo muy
significativo, de la boca del nómada es de donde sale la cartela con el Non
fecit taliter de la declaración pontificia, prefigurando con esto la futura con-
versión de esos pueblos “salvajes” por intermediación de la virgen. El cuadro
refleja cabalmente el interés de los criollos por mostrar a la imagen como
protectora de todo el territorio novohispano, en especial de su población in-
dígena, tema que como vimos apareció en el sermón de Cayetano de Torres
durante las fiestas patronales de 1756.
Con la inclusión de estos elementos en su campo simbólico, la Guadalu-
pana fue la figura novohispana que insertó con mayor efectividad no sólo a
lo indígena como parte fundamental de lo mexicano (Juan Diego), sino tam-
bién la imagen que fundió el águila y el nopal, emblemas de la capital, con
la india cacica que representaba a la América septentrional. A partir de la se-
gunda mitad del siglo xviii esos símbolos vinculados con la imagen guadalu-
pana se volvieron fundamentales para un territorio para el cual el nombre de
Nueva España, que le diera Cortés en su fundación, ya no le era funcional.
Conforme se iba alejando más de España, el término América tomaba un
carácter denominador más definitivo; pero su existencia fue transitoria, pues
una vez consumada la Independencia el nombre de México, la capital del
prehispánico imperio “azteca” y el centro del antiguo virreinato, se impuso
para denominar al país recién nacido bajo los auspicios de un recalcitrante
indigenismo.
Sin embargo, en la vida cotidiana de las personas muchos símbolos iden-
titarios generados en el virreinato siguieron vivos décadas después de la In-
dependencia y algunos aún lo están. El mundo simbólico, tan importante
como la satisfacción de las necesidades materiales (sobre todo en sociedades
caracterizadas por una hipersimbolización de la realidad), es el más resis-
tente a los cambios.
302
Una buena reproducción y un estudio sobre estas imágenes en Jaime Cuadriello, “Del es-
cudo de armas al estandarte armado”, en Los pinceles de la historia..., pp. 38 y 39. Este autor
asocia la lámina de Meza con la erección en 1740 de la Real Congregación de santa María de
Guadalupe en la corte madrileña y a la participación del rey mismo como congregante mayor.
EPÍLOGO
Las autoridades españolas y las elites novohispanas, tanto criollas como in-
dígenas, insertas en una compleja red corporativa, construyeron sus identi-
dades a partir de cuatro dimensiones: una imperial, una local, una regional y
una territorial. Las cuatro fueron apareciendo de manera paulatina, se influ-
yeron mutuamente y forjaron las bases emotivas del sentido de pertenencia
que se consolidó con el nacionalismo del siglo xix.
La dimensión imperial se comenzó a gestar desde la primera mitad del
siglo xvi bajo los auspicios de virreyes, obispos, conquistadores y religiosos y
fue un poderoso elemento de cohesión que le dio a los novohispanos la idea
de pertenecer a una entidad universal avalada por una monarquía y una Igle-
sia católicas. A lo largo de los siglos virreinales esa perspectiva fue el telón
de fondo sobre el que se forjaron todas las otras. Desde mediados del siglo
xvii Nueva España fue concebida por los criollos de la capital como un reino
que había establecido un pacto con la Corona; a pesar de que la teoría polí-
tica hispánica consideraba los territorios americanos como patrimonio de la
Corona de Castilla, la elaboración criolla fue posible gracias al autonomismo
municipal heredado de la era medieval y a la estructura jurídica de un impe-
rio, como el de los Austrias, que se había construido como un conglomera-
do de reinos. La presencia de virreyes, obispos y demás autoridades penin-
sulares, las fiestas que rodeaban su llegada y los fastos que celebraban los
acontecimientos de la vida de un rey ausente, pero emblemático de la unidad
imperial, dieron a los novohispanos la seguridad de pertenecer a los elegi-
dos. Además de la comunidad de lengua y religión, Nueva España creó todos
sus símbolos de identidad, incluso aquellos vinculados con el mundo indíge-
na, dentro de los parámetros de la matriz hispánica occidental. En la segun-
da mitad del siglo xviii, y sobre todo a partir de 1804, este parámetro sufrió
una fuerte confrontación a raíz de la nueva perspectiva imperial y colonia-
lista que mostraron los borbones, que fue considerada en América como una
ruptura del pacto original. Para entonces, los símbolos criollos de la capital
(como la fiesta del pendón o la virgen de los Remedios) ya habían sido ex-
propiados por las autoridades virreinales como emblemas de conquista y
sujeción. Muestra también de ese sentimiento de ruptura fue el paulatino
abandono de los discursos laudatorios sobre la conquista por parte de los
criollos y el uso cada vez más generalizado del término América septentrio-
nal en sustitución del tradicional de Nueva España, demasiado vinculado
con un sentido de dependencia.
En 1808, cuando se supo de la prisión de Fernando VII por Napoleón
Bonaparte, los oficiales de la república, tanto indios como criollos, ofrecie-
465
466 epílogo
1
Enrique Florescano, Memoria mexicana. Ensayo sobre la reconstrucción del pasado, p. 289.
Véase también Marco Antonio Landavazo, La máscara de Fernando VII. Discurso e imaginario
monárquicos en una época de crisis. Nueva España 1808-1822.
2
Linda A. Curcio-Nagy, The Great Festivals of Colonial Mexico City…, p. 144.
epílogo 467
3
Antonio Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, en http//historiapoliti-
ca.com/datos/biblioteca/annino1.pdf, pp. 22 y ss.
4
David Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, p. 115.
470 epílogo
Medieval Franciscanos, cabildo de Méxi- Fiestas: el pendón y el auto de América paraíso. Conquista como ha-
renacentista co, indios nobles de Tenochti- Tlaxcala. Primeros pictogramas zaña querida por Dios como premisa
tlan, Tlatelolco, Tezcoco, Tlaxca- indígenas. para la evangelización. Pasado indíge-
la y Tzintzuntzan Textos fundadores. Cortés y na demoniaco
Motolinia
Manierista Jesuitas, cabildos catedrali- Fiesta de las reliquias. Imperio católico universal.
cios, universidad, ayuntamien- Crecen los pictogramas indios Edad dorada de la misión.
tos, provincias religiosas, gre- y aparece la pintura mural con- Conquista meritoria para los descen-
mios y cofradías y comunidades ventual. Testimonios, relaciones dientes (de la caballería de la guerra
indígenas de méritos a la de la corte y las letras), bautizo
como pacto. Pasado indígena como
premonición del cristianismo
Barroca Jesuitas, cabildos catedrali- Fiestas: las glorias de Querétaro. Paraíso y Jerusalén. Las patrias. San-
cios, universidad, ayuntamien- Eclosión de imágenes en el ám- tos propios e imágenes milagrosas. Las
tos, provincias religiosas, gre- bito criollo. Poesía, teatro, cró- provincias y las capitales. Moctezuma
mios y cofradías y comunidades nica hagiografía, hierofantas y la india cacica, símbolos de Nueva
indígenas España. Orgullo por un pasado desde-
monizado
Ilustrada Ayuntamientos, oratorianos, Fiestas: la jura de la virgen de Apropiación cartográfica de Nueva
cabildos catedralicios. Guadalupe. Sigue la eclosión de España. Santos y sabios. Guadalupa-
Provincias religiosas, gremios y imágenes. nismo y conciencia novohispana. Los
cofradías y comunidades indíge- Testimonios de los jesuitas en aztecas como civilización universal.
nas están en decadencia el exilio y de los escritores ilus- Las otras patrias criollas e indígenas
trados
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