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Sección de Obras de Historia

EL PARAÍSO DE LOS ELEGIDOS.


UNA LECTURA DE LA HISTORIA CULTURAL
DE NUEVA ESPAÑA (1521-1804)
ANTONIO RUBIAL GARCÍA

El paraíso
de los elegidos
Una lectura de la historia cultural
de Nueva España (1521-1804)

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS
Primera edición, 2010

ficha catalográfica

LC  Dewey

Diseño de portada:

D. R. © 2010, Universidad Nacional Autónoma de México


Facultad de Filosofía y Letras
Ciudad Universitaria, 3000, col. Copilco Universidad,
Delegación Coyoacán; 04360 México, D. F.

D. R. © 2010, Fondo de Cultura Económica


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Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere


el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos

ISBN (unam) 978-607-02-1564-3


ISBN (fce) 978-968-16-???

Impreso en México • Printed in Mexico


Las grandes culturas, las más brillantes, las más du-
rables, producen vigorosa y masivamente un vínculo
social. En otras palabras, tejen en torno a sus miem-
bros redes de relación constituidas por símbolos pode-
rosos entrecruzados, pero también prácticas concretas
que endurecen el cemento colectivo uniendo al indivi-
duo con el todo, desde el nacimiento hasta la muerte.
Robert Muchembled,
Historia del Diablo, siglos xii-xx
ÍNDICE

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

I . La retórica del bien y del mal. Premisas de una percepción del mundo. . . 17
1. El mesianismo agustiniano y el concepto de pueblo elegido . . . . . . 17
2. Retórica e imagen. La construcción simbólica de la realidad . . . . . . 25
3. Espacio y tiempo en el fundamento de las identidades . . . . . . . . . . 39
4. Los forjadores de las patrias: clérigos, caballeros e indios nobles . . . 45
5. Cambios y permanencias. Una propuesta de periodización . . . . . . . 54

I I. La era medieval-renacentista: los textos fundantes y los modelos festivos. . 59


1. Ciudades, cabildos y escudos. Las primeras identidades locales . . . 63
2. Cuando el paraíso estaba en América . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72
3. Conquista y conquistadores. Los testimonios fundantes . . . . . . . . . . 77
4. La primera evangelización vista por los frailes . . . . . . . . . . . . . . . . . 82
5. La construcción retórica del indio y sus primeras imágenes . . . . . . 88
6. La percepción indígena de la conquista armada
  y religiosa y del México antiguo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98
7. Imágenes, santos y demonios en la primera evangelización . . . . . 108

I II. La era manierista. Forjando los símbolos y las prácticas . . . . . . . . . . . 119


1. América en entredicho. Defensores y detractores
  de lo americano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 122
2. Los encomenderos criollos sueñan la conquista . . . . . . . . . . . . . . . 131
3. La cristianización del pasado prehispánico.
  Los nobles “indígenas” y los religiosos mendicantes . . . . . . . . . . . 139
4. La Edad Dorada de la evangelización y las fortalezas de la fe . 160
5. Los ídolos suplantados. El surgimiento de los santuarios
  novohispanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 174
6. El corporativismo y el culto a los santos, a las reliquias
  y a las imágenes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 184
7. La ciudad de México: matriz de encuentros multiétnicos
   y forjadora de símbolos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199

I V. La era barroca. Los discursos de una elección divina . . . . . . . . . . . . . . 210


1. Los paraísos terrenales en las patrias criollas . . . . . . . . . . . . . . . . . 214
2. Huertos místicos y yermos bíblicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219
3. La Jerusalén celeste y la Inmaculada Concepción . . . . . . . . . . . . . 230
9
10 índice

4. Imperio y santidad. Los códigos y los medios


  de una inserción simbólica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239
5. Santos, reliquias e imágenes en la construcción
  de las patrias urbanas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251
6. Las provincias religiosas y sus crónicas de santidad . . . . . . . . . . . . 265
7. Hernán Cortés, Bartolomé de Olmedo y las pinturas
  de la conquista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 280
8. La Roma del Nuevo Mundo. Recuperación
  y resignificación del mundo indígena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 288
9. Los escudos de armas y las fundaciones prodigiosas . . . . . . . . . . . 307
10. Los Remedios y Guadalupe. La síntesis del espacio
  y del tiempo novohispanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 326

. La era ilustrada. Culminación y fin de una utopía . . . . . . . . . . . . . . . . .


V 343
1. De la geografía retórica a la geografía erudita . . . . . . . . . . . . . . . . . 348
2. Las percepciones de una sociedad plural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 354
3. Entre los santos y los sabios. La nueva hagiografía
  y la biografía de los letrados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 360
4. La literatura aparicionista guadalupana
  en el ocaso virreinal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 382
5. Los indios vistos por los ilustrados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 393
6. La fiesta y sus espacios como escenario de identidades
  y conflictos. Monarquía, rebelión, religión y conquista . . . . . . . . . 407
7. Las crónicas de las patrias criollas en el Siglo de las Luces . . . . . . 418
8. Las patrias y las naciones de los indios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 434
9. La América septentrional sustituye a Nueva España . . . . . . . . . . . 457

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 465
Obras citadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 475
AGRADECIMIENTOS

Todo libro es una obra colectiva. En éste han participado numerosas perso-
nas a lo largo de su elaboración que ha llevado varios años. Con sus conver-
saciones, recomendaciones de lecturas, sus propios escritos y su amistad y
solidaridad las siguientes personas han hecho posible que este trabajo salga
a la luz. Quiero hacer un reconocimiento especial y un recordatorio por su
labor académica a mi amiga y colega Juana Gutiérrez Haces, fallecida en
2007, pues con su sabiduría y sensibilidad fue una guía para mí. Francisco
Iván Escamilla, Israel Álvarez Moctezuma, José Francisco Rivero Rubio y
Esteban Sánchez de Tagle fueron los revisores acuciosos del manuscrito fi-
nal y les agradezco todas sus enriquecedoras sugerencias. También han par-
ticipado con sus ideas directamente en esta obra Jaime Cuadriello, Alfredo
Ávila, Patricia Escandón, Rosalva Loreto, Sonia Rose, Dolores Bravo, María
Méndez, Perla Chinchilla, Alfonso Mendiola, Óscar Mazín, Enrique Gonzá-
lez, Pablo Escalante, José Rubén Romero, Eduardo Ibarra, Miguel Pastrana,
Javier Otaola, Juan Carlos Ruiz Guadalajara y Dorota Bieñko. Agradezco fi-
nalmente a la Universidad Nacional Autónoma de México y a mi Facultad de
Filosofía y Letras por facilitarme el espacio y los medios para realizar mis
investigaciones y mi trabajo académico.

11
INTRODUCCIÓN

Desde el siglo xix muchos autores se han empeñado en caracterizar el perio-


do virreinal como una época de explotación y oscurantismo. Con esa re-
tórica tanto los liberales decimonónicos como los ideólogos de la posrevolu-
ción pretendían justificar sus propios postulados políticos y desacreditar a
sus enemigos “conservadores”. Sin embargo, en nuestros días es difícil sos-
tener esta visión tan parcial y sesgada de una época que duró tres siglos y en
la que, además de haberse conformado nuestras estructuras económicas y
sociales y las bases de nuestro sistema político y de nuestra unidad territo-
rial, se gestaron las raíces de nuestra cultura actual, una cultura mestiza que
aglutinó lo castellano y lo mesoamericano. En esa época, que como todas
tiene sus luces y sus sombras, se produjeron los primeros símbolos de nues-
tra identidad colectiva, o mejor habría que decir, de nuestras identidades co-
lectivas. Muchos de esos símbolos ya no son ahora elementos de cohesión
para los diversos grupos sociales en una sociedad tan plural como la mexica-
na; otros, en cambio, todavía siguen funcionando como espacios estructura-
dores que nos proporcionan orgullo y seguridad; pero sin duda todos ellos,
transmitidos de generación en generación, pusieron las bases para construir
los sentimientos de pertenencia a una tierra que hoy llamamos México.
La sociedad novohispana, como todas sus contemporáneas, se movía en
un mundo de símbolos (inmersos en todas las formas de representación pú-
blica) que estaban insertos en un exuberante y omnipresente discurso visual
y en un exhaustivo y persistente cúmulo de mensajes orales, ambos controla-
dos por el sector que detentaba el poder económico y los medios de comuni-
cación. Estos discursos, textos e imágenes, al ser recibidos por sus destina-
tarios, provocaban diversos significados y prácticas. Inmersas en ellos, las
identidades se manifestaron en los sutiles espacios de la vida cotidiana, en el
ámbito de los sentimientos y de la emotividad, en la creación de “lugares co-
munes” recibidos desde la infancia, en una lengua llena de retruécanos y
dobles sentidos, impactada sin embargo con multitud de vocablos proceden-
tes de las lenguas indígenas (nahuatlismos, zapotequismos, totonaquismos,
purepechismos, mayismos, etcétera). Esas identidades se reflejaron igual-
mente en una comida colorida y de sabores y olores contrastantes, en una
plástica, una música y una danza que se manifestaban en un exuberante apa-
rato festivo y en un cultura oral llena de originalidad y de riqueza.
Por ello, los testimonios del pasado, imágenes y textos, no pueden ser
leídos sólo con los elementos explícitos insertos en ellos; su contenido debe-
rá ser interpretado a partir de la intencionalidad que suponemos tuvieron:
quién los mandó fabricar y con qué fin; a qué necesidades individuales o co-
13
14 introducción

lectivas respondían y en cuál espacio eran utilizados. A partir de tales pre-


guntas podremos también tener una idea del influjo social que esas obras
tuvieron en sus receptores y los usos que ellos les pudieron dar, pues para
que el aparato de representación funcione debe ser comprendido y aceptado
por quien lo recibe.
Aunque en una sociedad puede existir una pluralidad de imágenes visua-
les y textuales, sólo aquellas que responden a las necesidades de una con-
ciencia grupal serán capaces de convertirse en representaciones y símbolos
identitarios. En Nueva España, la identidad que dejó ese tipo de huellas fue
la “criolla”; ella impuso sus símbolos y estereotipos, la selección de los te-
mas, su representación de la figura humana y de las variantes étnicas de su
sociedad con sus gestos, sus actividades laborales y recreativas; los indígenas
y mestizos modelaron desde el siglo xvi todas sus construcciones, incluidas
las visiones del mundo prehispánico, a partir de la representación criolla.
Para el análisis de las definiciones identitarias es necesario utilizar imá-
genes y textos de muy variada procedencia. Entre las primeras están: pintu-
ras de tema religioso, retablos, grabados, dibujos sobre papel, exvotos, cuadros
de castas, vistas urbanas y retratos. En cuanto a los textos podemos encon-
trar esos contenidos en crónicas, sermones, cartas públicas y privadas, rela-
tos de viajeros, tratados hagiográficos y aparicionistas, poemas, diarios de
sucesos notables, descripciones festivas, etcétera. En imágenes y textos que-
daron plasmados los valores de la cultura hegemónica cristiana manifestada
en cuatro ámbitos: uno imperial, que veía lo hispánico como sinónimo de
católico y a indios y españoles como vasallos de un rey y fieles de una Igle-
sia; uno local, generado por primera vez en la capital, la ciudad de México,
y que funcionaría como modelo para el resto de las ciudades novohispanas;
uno regional, construido dentro de las provincias religiosas como parte de su
sentido territorial corporativo, y uno “protonacional”, el último en aparecer,
que a partir de la percepción de una América septentrional puso las bases
para concebir un país más allá de las diferencias locales o regionales.
No debemos perder de vista que la cultura novohispana fue producto de
las trasformaciones acaecidas a lo largo de los tres siglos virreinales y que
sus patrones sobrevivieron varias décadas después de consumada la Inde-
pendencia. Por ello podemos decir que tanto las imágenes como los textos
desde el siglo xvi han generado una tradición que, a lo largo del virreinato e
incluso hasta hoy, se ha perpetuado con base en “hechos fundacionales” y
ha forjado reivindicaciones políticas y dependencias culturales. Lo que aquí
me interesa historiar es el “pasado práctico”, es decir, aquel que sirve como
instrumento identitario, el que construye su memoria a partir de lugares
comunes, de inclusiones y de exclusiones y al que se le ha definido como
“criollismo”.
Esta cultura criolla partió de tres mecanismos básicos para conformar
sus redes simbólicas y sus imágenes identitarias: la imitación, la equipara-
ción y la diferenciación. El primero de ellos, la imitación, apareció como una
introducción 15

condición forzosa del proceso de inserción del territorio que hoy llamamos
México dentro de los cauces del cristianismo occidental romano y de la mo-
narquía católica hispánica. Esta identidad hacía partícipe a la Nueva España
de unos códigos culturales comunes a un imperio con pretensiones univer-
sales, dentro del cual había un intenso intercambio de personas, ideas y obje-
tos culturales. Por medio del segundo mecanismo, la equiparación, los crio-
llos, deseosos de ser considerados iguales a los españoles, debían demostrar
que esta tierra estaba contemplada en el plan divino y tenía un destino en
la historia de la salvación, es decir, que era igual a cualquier nación euro-
pea. Sin embargo, ni la imitación ni la equiparación mostraban al novohis-
pano como un ente cultural diferente del español, el francés o el italiano, que
habían creado sus propias versiones de la cristiandad occidental católica,
aunque siempre dentro de una misma economía simbólica. Lo que podía
convertir al criollo novohispano en un ser distinto al católico europeo era
su convivencia y permeabilidad con una presencia que no existía en Europa:
los indígenas. Con ellos el criollo forjó desde el siglo xvii sus mecanismos de
diferenciación, aunque esto se hizo equiparando a los indios con los griegos
y los romanos. Todo ese cúmulo de elementos se trasmitió por medio de la
fiesta y la imagen a los otros sectores de la pluriétnica sociedad novohispana
e influyó profundamente en sus visiones del mundo.
El proceso que llevó a la conformación de este complejo conjunto de
símbolos, imágenes, discursos y prácticas se inició desde los primeros con-
tactos entre españoles e indígenas a partir de la conquista y fue muy dife-
rente en las diversas regiones que conforman hoy nuestro país. Por ello es
muy difícil generalizar y hacer extensivo un fenómeno que surgió en los va-
lles centrales de Nueva España y que muy lentamente se fue difundiendo a
las otras regiones, tomando en ellas características propias. Este libro pre-
tende mostrar tal proceso solamente en el ámbito de la antigua Mesoaméri-
ca y su entorno cercano: el valle del Anáhuac con sus zonas aledañas; el
área de Puebla y Tlaxcala, la zona de Oaxaca y Michoacán, y las provincias
vecinas en el Bajío, San Luis Potosí y Zacatecas (la región denominada de
Chichimecas).
Los documentos (textos e imágenes) aquí utilizados son testimonios de
un acontecer que no tenía que ver con los grandes acontecimientos políticos
o con revoluciones sociales, sino con la vida cotidiana. Detrás de ellos hay
prácticas vinculadas a los procesos de construcción de identidades colectivas
que se expresaban en fiestas, imágenes, retablos, culto a los héroes, edificios
religiosos, sermones, rituales, lecturas individuales y comunitarias, etcétera.
Lo que me interesa de ellos es su carácter de instrumentos de comunicación,
su presencia como discursos en los cuales el receptor era tan importante
como el emisor pues ambos formaban parte de una comunidad cultural.
Para entender este complejo proceso que se vivió en la Nueva España es ne-
cesario, por tanto, conocer al emisor (un ente social inmerso en un ámbito
corporativo), lo que dicen sus mensajes (información), los mecanismos utili-
16 introducción

zados para su transmisión (medios comunicativos) y la manera como esos


mensajes fueron recibidos por sus destinatarios (el acto de comprender).1
El proceso cultural novohispano es de una gran complejidad y en este
texto sólo considero algunas de sus temáticas alrededor de sus conceptos de
espacio y tiempo. Para ello parto de una serie de premisas que considero
fundamentales para comprender el sentido de los mensajes y de su recepción
en la sociedad novohispana: la visión que el mundo occidental tenía de Dios,
del hombre, de la alteridad, a partir de la filosofía agustiniana desarrollada
durante la llamada Edad Media europea; las tecnologías comunicativas (re-
tóricas, escritas, orales y visuales) que tal cultura utilizaba para difundir sus
mensajes, y finalmente el entramado social y corporativo en el que se movían
emisores y receptores novohispanos, base “institucional” que le dio cuerpo a
esas manifestaciones culturales en este territorio. En el siguiente capítulo
hago también una propuesta de periodización cronológica sobre la cual se
estructurará todo el libro.
Como en todas las sociedades denominadas de Antiguo Régimen en el
Occidente, ambos parámetros de la realidad estuvieron marcados profunda-
mente por la religión católica, una religión que se había forjado a lo largo de
un milenio y medio. En sociedades donde las solidaridades y las identidades
provenían de un mundo fragmentado por las fidelidades corporativas, la reli-
gión era una de las pocas instancias de negociación cultural permanente que
permitía amalgamar esa diversidad. Por ello es necesario, antes de entrar a
analizar la evolución de las identidades en el virreinato, exponer una serie de
premisas religiosas y culturales que considero fundamentales para compren-
der el sentido de los mensajes y de su recepción en la sociedad novohispana.

1
Alfonso Mendiola, Retórica, comunicación y realidad. La construcción retórica de las batallas
en las crónicas de la conquista, pp. 60 y ss.
I. LA RETÓRICA DEL BIEN Y DEL MAL.
PREMISAS DE UNA PERCEPCIÓN DEL MUNDO

En el siglo xvi, el territorio que hoy ocupa nuestro país fue insertado por la
fuerza en un imperio cuya cabeza era el reino de Castilla; por conquistas y
alianzas matrimoniales este reino había conseguido juntar bajo la potestad
de un emperador a varios territorios tanto dentro de la península ibérica
como fuera de ella (Italia y Flandes). El universo cultural hispánico, del cual
la cultura novohispana formaba parte, no constituía, por tanto, una unidad;
de hecho, en la península convivían, además de tres realidades religiosas,
varias unidades políticas (Aragón, Cataluña, Navarra y Portugal). A la larga,
durante los siglos xv y xvi el centralismo castellano impuso sobre las otras
realidades peninsulares (incluidas la musulmana y la judía) su versión única
y uniformadora, que fue también la que se trasladó a América. Sin embargo,
en todo el imperio, la herencia castellana tuvo que adaptarse a una tradición
local que se citaba y reciclaba constantemente. En las posesiones ameri-
canas, además, la situación de marginación y la lejanía de la metrópoli pro-
vocaron que muy pronto surgiera una conciencia de reafirmación de las pe-
culiaridades propias frente a lo “hispánico”. Esos particularismos fueron
ignorados en la metrópoli imperial, pero se convertirían a la larga en el mo-
tor que fortalecería un sentido de la diferencia.
Sin embargo, incluso los particularismos se estructuraron a partir de
una matriz cristiana occidental que nació de la filosofía agustiniana desarro-
llada durante la llamada Edad Media europea y que determinó la visión que
el mundo occidental tenía de Dios, del hombre y de la alteridad. Para enten-
der su repercusión social es necesario dar cuenta del modo como esas bases
filosóficas llegaron a las masas, es decir, esclarecer el funcionamiento de las
tecnologías comunicativas (escritas, orales y visuales) utilizadas para difun-
dir esos mensajes. Asimismo, para comprender el fenómeno cultural debe-
mos conocer el entramado social y corporativo en el que se movían emisores
y receptores novohispanos, base institucional que dio cuerpo a esas manifes-
taciones culturales en este territorio. En el último apartado propongo una
periodización cronológica sobre la cual se estructura todo el libro.

1. El mesianismo agustiniano
y el concepto de pueblo elegido

Nosotros entendemos qué significan estas dos angélicas compañías: una que está
gozando en la visión intuitiva de Dios y otra que está desesperada por su sober-

17
18 la retórica del bien y del mal

bia […] una que está abrasada en el santo amor de Dios, otra que está humeando
de altivez con el amor inmundo de su propia altura […]; la una vive y mora en los
cielos de los cielos y la otra, echada y desterrada de ellos, anda tumultuando en
este ínfimo cielo aéreo; la una vive tranquila y pacífica con la luz de la piedad, la
otra camina turbada y borrascosa con la tiniebla de sus apetitos; la una, tenién-
dolo por conveniente la divina Providencia, nos favorece con clemencia y nos
castiga con justicia; la otra se deshace y abrasa de pura soberbia con el insacia-
ble deseo de sujetarnos y hacernos daño.1

Agustín, obispo de Hipona, escribía este texto interpretando una frase


del libro del Génesis en el que se decía “hizo Dios división entre la luz y las
tinieblas”. Las dos compañías de los ángeles (una luminosa y otra tenebro-
sa), separadas como entidades opuestas, habían elegido libremente su cami-
no y, al igual que sus seguidores en la tierra, serían objeto de premio o castigo
por parte de una divinidad clemente, pero justiciera. Cuando escribía esto
san Agustín, en el cristianismo se confrontaban dos imágenes encontradas
de Dios: una amorosa y providente nacida del mensaje de Cristo en el Nuevo
Testamento, la cual había predominado mientras la fe en el Nazareno fue
objeto de persecución y forjadora de mártires; la otra, reforzada por el triun-
fo de las iglesias helenísticas sobre las corrientes gnósticas gracias al apoyo
imperial, que veía en Dios a un Señor de los ejércitos justiciero y vengador,
imagen que campea en el Antiguo Testamento y en la visión expuesta en el
Apocalipsis de san Juan, donde se mostraba a huestes celestiales dirigidas
por san Miguel que guerreaban contra las fuerzas del mal. San Agustín trató
de compaginar ambas imágenes, aunque se inclinaba más por la segunda.
La lucha celeste se repetía en la historia humana donde los elegidos, los hijos
de la luz (primero el pueblo de Israel y después la Iglesia de Cristo), lucha-
ban contra las fuerzas de las tinieblas, la ciudad de Satán (Babilonia, Sodo-
ma, Roma). A causa de la naturaleza humana corrompida por el pecado ori-
ginal heredado de Adán y Eva, el alma se había convertido también en un
campo de batalla y la única forma que tenía el hombre de vencer a Satán era
el apoyo de la gracia divina. Al final de los tiempos, cuando Cristo regresa-
ra a la tierra para realizar el juicio final de la humanidad, los ciudadanos de
la ciudad de Dios pasarían a gozar eternamente del cielo, mientras los hijos
de las tinieblas serían arrojados al infierno. El cristianismo católico era con-
siderado como la única religión poseedora de la verdad; el que la aceptaba se
salvaría, el que no se condenaría.
A lo largo de la Edad Media, la imagen agustiniana de un pueblo elegido
y de una guerra contra el mal, así como las hazañas del Señor de los ejércitos
del Antiguo Testamento, hicieron posible que una religión de amor fuera
aceptada por pueblos guerreros que no tenían palabras para el perdón, el
arrepentimiento o la culpa y que veían en la guerra un modo de vida. Los

1
Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, libro xi, cap. 33, p. 264.
la retórica del bien y del mal 19

reyes germanos y los señores celtas impusieron las conversiones masivas de


sus súbditos y apoyaron a obispos y monjes para consolidar su poder frente
a otros señores. En el siglo ix el rey franco Carlomagno, un guerrero y gober-
nante excepcional, con la ayuda de un importante grupo de monjes y obis-
pos, no sólo inició un proceso de uniformación de las prácticas cristianas en
todo su imperio, llevó también a cabo la primera conversión masiva impues-
ta como consecuencia de una conquista militar: la de los sajones.2
A lo largo del siglo ix la llegada de invasores vikingos y húngaros y los
ataques musulmanes en el Mediterráneo crearon una situación de caos y
violencia que afectó no sólo a nobles y campesinos, sino también a los mo-
nasterios y las sedes episcopales. El entorno de violencia que se vivía en la
cristiandad hacía imposible ignorar la necesidad de los guerreros como pro-
tectores de la Iglesia. De hecho, desde el siglo viii los señores eclesiásticos
se habían allegado contingentes armados que los protegieran a cambio de
la concesión de tierras, pues era la única forma en que abadías y obispos
podían asegurar su sobrevivencia. Con ellos se hacían ceremonias de investi-
dura, se bendecían sus estandartes, armas y hombres y se combatía bajo las
insignias del santo patrono. Algunos de estos rituales formaron parte de los
futuros protocolos para armar caballeros que la Iglesia comenzaría a instau-
rar. El mismo papado utilizó estos servicios, encabezó ejércitos y exigió vasa-
llaje, acompañado de pagos, sobre algunos reinos como Hungría, España o
Inglaterra. Por otro lado, fueron también los monasterios quienes iniciaron
una serie de prácticas para limitar las fechorías de los cristianos contra sus
propiedades por medio de la excomunión y de las instituciones de paz como
la tregua de Dios y la paz de Dios.3
Dentro de este contexto, la reforma monástica de Cluny forjó la idea de
una Militia Dei, hombres puros cuyas oraciones fueran gratas a Dios y cuya
fuerza espiritual pudiera vencer a las huestes satánicas. Cluny también en-
cabezó un movimiento que tenía como finalidad independizar al monacato
de los poderes laicos y evitar que las tierras monacales y los nombramien-
tos de abades fueran parte de sus feudos. Por otro lado, sin embargo, sus
ceremonias suntuosas, la magnificencia de sus monasterios y ornamentos, la
teatralidad de su liturgia, ambientada con música, colorido, riqueza y osten-
tación, le daba a la orden unos tintes aristocráticos que atraían las simpatías
de los poderosos. En el siglo xi los monjes de Cluny crearon una ideología que
propiciaba además la transformación de la cristiandad encabezada por los

2
Cf. Peter Brown, El primer milenio de la cristiandad occidental.
3
La tregua limitaba los días de combate a una semana, que iba de lunes a miércoles y duran-
te las principales fiestas anuales, y quienes no la cumplían se les amenazaba con el anatema, el
exilio o la peregrinación a Jerusalén. Incluso para algunos concilios provinciales era válido crear
milicias de paz que combatieran a saqueadores y violadores de iglesias. La paz de Dios eran ju-
ramentos sobre las reliquias que los guerreros debían hacer comprometiéndose a no atacar ni a
las iglesias ni a los indefensos campesinos.
20 la retórica del bien y del mal

papas, varios de ellos monjes vinculados con esa abadía.4 Apoyados por los
emperadores alemanes, los pontífices cluniacenses liberaron la sede de San
Pedro del dominio de las familias romanas, lo que dio inicio a una refor-
ma conocida como “gregoriana” (por Gregorio VII) que terminaría por inde-
pendizarse del emperador y de darle al papado una estructura monárquica
y autónoma (con un colegio cardenalicio para la elección papal, una curia
o aparato burocrático centralizador, unos legados pontificios embajadores
ante los reyes de Europa y un derecho canónico que le daba su estructura
jurídica).5
Parte de esa reforma consistió en inculcar los ideales monásticos de la
Militia Dei a los seglares. Desde el siglo x, el ideal de la Iglesia era crear entre
la nobleza guerrera la conciencia de su función como protectora del clero y
de los campesinos. Por ello, el papado comenzó a partir del siglo xi también
a considerar santos a aquellos reyes guerreros gracias a los cuales se había
llevado a cabo el proceso de cristianización de sus pueblos: Edmundo y
Eduardo (el confesor en Inglaterra), Esteban de Hungría, Olaf de Noruega,
Canuto de Dinamarca y Wenceslao de Bohemia. Su salvación eterna había
sido conseguida por su apoyo incondicional a los obispos y por su reconoci-
miento de la autoridad del sumo pontífice romano.
Por otro lado, desde antes del año 1000 y sobre todo el 1033, los eclesiás-
ticos expresaron presagios de catástrofes apocalípticas: las fuerzas diabóli-
cas se estaban desatando. En el 1009 se decía que el príncipe de Babilonia
había hecho destruir el santo sepulcro; eclipses y cometas perturbaban el
orden cósmico y las hambrunas, epidemias, vicios y herejías afectaban a la
cristiandad y a la misma Iglesia. El Apocalipsis se leía con este ánimo, es-
perando que las fuerzas del Anticristo mostraran pronto su faz. En el cielo
los ejércitos angélicos se preparaban para guerrear contra las hordas demo-
niacas y los clérigos animaban a los cristianos a ponerse del lado del bien
bajo el estandarte de Cristo. El lenguaje guerrero de la época se había apro-
piado también del discurso religioso. Dios era un juez implacable, un señor
de ejércitos celestiales preparándose para la lucha final contra el mal. Ermi-
taños y párrocos alentaban al pueblo a unirse a esta lucha provocando ma-
tanzas contra judíos y canónigos llevados a la hoguera (como los de Orleáns
en 1023). Por otro lado, hubo movimientos monásticos que intentaban apla-
car la ira divina con oraciones y ofrendas. El miedo a un Dios juez justi-
ficaba la presencia de militares al servicio de esa divinidad.6
Este cambio de mentalidad propició la aparición de la ideología de cru-
zada. En el siglo xi Gregorio VII prometía a los guerreros que participaran
en algunos combates recompensas en el más allá, sobre todo a aquellos que

4
Clifford H. Lawrence, El monacato medieval: formas de vida religiosa en Europa occidental
durante la Edad Media, pp. 111 y ss.
5
Georges Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, pp. 186 y ss.
6
G. Duby, Obras selectas, p. 46.
la retórica del bien y del mal 21

pelearan contra el Islam en España, territorio que era considerado patrimo-


nio de san Pedro. Aunque esto no era nuevo pues desde el siglo ix el papado
había hecho estas promesas a aquellos que guerrearan contra el Islam. Esa
misma actitud se continuó en la Cruzada promovida por Urbano II y por sus
sucesores para rescatar los santos lugares del poder de los turcos. Desde en-
tonces se premió con promesas celestiales la violencia que se ejercía contra
los enemigos de la fe. Quien guerreaba en la cruzada ganaba indulgencia
plenaria y con ella el paso directo a la gloria sin el tránsito por el nuevo espa-
cio temporal en el más allá, el purgatorio, donde debía purificarse todo cris-
tiano antes de llegar al cielo. En este ambiente de cruzada nacieron las órde-
nes monástico-militares, producto del ideal eclesiástico que buscaba que los
caballeros abandonasen la milicia del siglo para entrar al servicio de Dios.
Pero la Iglesia no sólo tomó este papel inesperado en la guerra, también
comenzó a tener una fuerte injerencia en el ámbito caballeresco de la nobleza
laica. En el siglo xii, como parte de las reformas que estaba llevando a cabo el
papado, monjes y obispos iniciaron una profunda campaña tendiente a la
“cristianización” de la caballería, que por lo demás siempre les había pareci-
do demasiado mundana y fogosa, y por ello peligrosa. Los clérigos, desde los
ámbitos más sutiles hasta los más visibles, trataron de allegarse a los hom-
bres de la guerra. Al surgir, en el siglo xii, un nuevo ideal del “caballero cris-
tiano”, la condición del noble se transformó gradualmente y, de ser un gue-
rrero de oficio, manchado por el pecado de la sangre derramada, se volvió un
protector de la cristiandad. Podemos ver la génesis de este cambio ya en las
formas litúrgicas del siglo xii para bendecir a los guerreros y las armas, pero
sobre todo en el fomento cada vez más extendido del culto a santos guerreros
como san Jorge, Santiago y, por supuesto, al arcángel san Miguel.7
A partir del siglo xiii, la visión agustiniana recibió un gran impulso con
la consolidación de una nueva imagen del Demonio que comenzó a tomar
los rasgos de un poderoso monarca dominador de todo el cosmos negativo.8
A pesar de estar confinado en su reino infernal, Satán ejercía un insólito po-
der en la tierra gracias al apoyo de ministros y seguidores que vivían no sólo
fuera de la cristiandad, como los musulmanes, sino dentro de ella (judíos,
homosexuales ermitaños rebeldes, herejes y brujas). El triunfo del bien so-
bre el mal dependería por tanto de la persecución contra esos enemigos,
quienes debían ser quemados en la hoguera, lo que justificó la creación del
tribunal de la Inquisición y de un fuerte aparato represivo.
La reordenación del espacio del más allá con un Demonio monarca del
infierno y un purgatorio temporal correspondía a un proceso de ordenamien-
to de los espacios sociales en los que la Iglesia participó activamente. El cor-
porativismo, nacido como consecuencia del renacimiento urbano, influyó en

7
Jean Flori, La Guerra santa. La formación de la idea de cruzada en el Occidente cristiano, pp.
123 y ss.
8
Robert Muchembled, Historia del Diablo, siglos xii-xx, pp. 32 y ss.
22 la retórica del bien y del mal

la creación de las órdenes mendicantes dedicadas a la predicación en las ciu-


dades. Una organización piramidal que les daba gran movilidad y unas auto-
ridades sujetas directamente al papado, las convirtieron en instrumentos
ideales para la reforma que éste estaba llevando a cabo. Aunque a nivel local
tuvieron conflictos con los obispos, su injerencia en las universidades, sus
misiones diplomáticas en Asia y su carácter multinacional les dieron una
fuerte presencia en la Europa occidental. Gracias a sus cofradías y órdenes
terceras dieron a los laicos una mayor participación en la vida religiosa y
con la fundación de sus ramas femeninas de rigurosa clausura se ejercieron
mayores controles sobre las mujeres. A nivel local se consolidaron también
las catedrales y sus cabildos (bajo la regla de los canónigos regulares de san
Agustín) alrededor de los obispos y se impuso el celibato forzoso de todos los
sacerdotes del clero secular.
En ese ámbito de ordenamiento se estructuró y sistematizó igualmente la
teología, siendo los mendicantes sus principales impulsores. Basada en la ló-
gica aristotélica, uno de ellos, el dominico fray Tomás de Aquino, escribió la
Summa Theologica, compendio donde se postulaba que la filosofía (la razón)
podía ser un sustento valioso para la teología (la fe) y que el conocimiento de
la naturaleza podía convertirse en un medio para llegar a Dios. Se constru-
yó así un edificio lógico que abarcaba tanto una explicación de los dogmas
cristianos como los temas más actuales de moral práctica: el vicio, la virtud
y sus adaptaciones a la realidad burguesa, al comercio y a la usura; el mane-
jo del poder político (sobre todo el tema de las relaciones entre el papado y
la monarquía) y la justificación de la violencia (las cruzadas, la reconquista
hispánica y las hogueras contra los herejes). La Summa aportó también una
nueva visión de los sacramentos, completando el número de siete, definién-
dolos como rituales propiciadores de la gracia y buscándoles su justificación
bíblica, necesaria sobre todo en aquellos de más reciente creación como la
confirmación y la extremaunción.
Pero sobre todo la visión tomista sacralizó la concepción de una socie-
dad jerarquizada, estática y sujeta a un orden divino que la trascendía y que
señalaba a cada quien el sitio que debía ocupar en el mundo. Esta sociedad
cristiana, de la que estaban excluidos los infieles musulmanes y los judíos,
formaba la Iglesia militante que luchaba en la tierra contra las fuerzas infer-
nales y que recibía la ayuda constante de la Iglesia triunfante, formada por
ángeles y santos que habitaban ya en los cielos, y que podía comunicar sus be-
neficios espirituales a la Iglesia purgante que penaba en el purgatorio sus
culpas en espera de la gloria.
Sin embargo, el modelo escolástico tomista no fue seguido por todos. La
fuerte presencia del agustinismo en las otras órdenes mendicantes (agusti-
nos y franciscanos, sobre todo) recibió también un gran impulso con el for-
talecimiento de las tendencias místicas que cuestionaban el saber libresco.
Por otro lado, las tendencias apocalípticas fueron fortalecidas por la peste
negra y la crisis del siglo xiv. La presencia del Demonio en el imaginario co-
la retórica del bien y del mal 23

lectivo se volvió obsesiva y con ella la insistencia en el pecado, la culpa y la


condenación eterna. En ese ambiente se fortalecieron algunos cultos, como
el de la Inmaculada Concepción, que enfatizaba los temas agustinianos so-
bre la gracia divina y el pecado original.
En el siglo xv, de todas las naciones europeas, Castilla era la que presen-
taba las mejores condiciones para plasmar el espíritu del agustinismo a cau-
sa de su situación histórica. Varios siglos de lucha contra el Islam forjaron
una ideología mesiánica en la cual la Virgen María y el apóstol Santiago,
convertido en guerrero celestial, tuvieron un papel fundamental. Con la to-
ma de Granada en 1492 culminaba una “guerra santa” que tendría a futuro
repercusiones en América y que sería la base de un discurso de cruzada pre-
sente en el ámbito hispánico en los próximos siglos. El triunfo consolidó
además el sentimiento castellano de ser un pueblo elegido, el cual se vio re-
forzado por los consejeros judíos conversos de la corte de Isabel, quienes con
atrevidas metáforas compararon a la reina con la Virgen María y la llamaron
liberadora de la Jerusalén terrena y restauradora de lo que estaba perdido.
A partir del nacimiento del príncipe Juan (único hijo varón de los Reyes Ca-
tólicos) se multiplicaron las referencias mesiánicas (basadas en la Biblia y
sobre todo en el libro de los Reyes) que hacían alusión a expectativas proféti-
cas sobre la venida de una nueva era iniciada por la madre reina y por su hi-
jo.9 Fue también entonces que la monarquía castellana cambió de actitud
dejando atrás la tolerancia abierta hacia las minorías religiosas e instauran-
do los estatutos de pureza de sangre, que derivaron finalmente en la expul-
sión de los judíos y los musulmanes de la península y en la persecución
abierta contra los judaizantes y moriscos por medio de la Inquisición. Asi-
mismo, con el apoyo de Isabel, el cardenal franciscano Francisco Jiménez de
Cisneros llevaba a cabo la reforma de las órdenes religiosas con el fin de pu-
rificar a la Iglesia y hacerla un instrumento eficaz de los designios divinos,
pero sobre todo de la política monárquica. Catolicismo e Iglesia se volvieron
desde entonces elementos fundamentales del discurso monárquico español,
lo que explica el porqué la mitad de los consejeros de la Corona desde enton-
ces eran teólogos. Este sometimiento de la Iglesia a la monarquía se conso-
lidó con el Regio Patronato, estructurado a partir de las concesiones que
hizo el papa Alejandro VI a los reyes españoles sobre las misiones de Améri-
ca y que con el tiempo convertirían a éstos en los depositarios del dominio
sobre las Iglesias de España e Indias.10

 9
Peggy Liss, Isabel, The Queen. Life and Times, pp. 157 y ss.
10
Los poderes del monarca español sobre la Iglesia en sus dominios fueron en aumento
con el tiempo. A la bula Inter caetera de Alejandro VI de 1493, que daba a los reyes control so-
bre el envío y la selección de los misioneros a América, se agregó en 1501 el derecho al cobro del
diezmo (bula Eximia e Devotionis); en 1504 Julio II concedió la facultad para fijar y modificar
límites de las diócesis en América (bula Ullius fulcite praesidio) y en 1508 la facultad para vetar
la elección de arzobispos y obispos, así como el derecho de presentación de candidatos (bula
Universalis ecclesiae). En 1539 el emperador Carlos V exigió que las peticiones de los obispos a
24 la retórica del bien y del mal

En ese mismo marco de reforma estaba la búsqueda del regreso a la Igle-


sia primitiva que tuvo en España muchos seguidores alimentados por las vi-
siones de los grandes reformadores de los siglos xiii, xiv y xv, desde Francis-
co de Asís hasta Erasmo de Rótterdam y Tomás Moro. Este ideal tendría un
fuerte influjo en la América hispánica desde el siglo xvi hasta el siglo xviii.
La era apostólica constituía el modelo más acabado de la perfección conse-
guida en la tierra: una comunidad en la que no existía la propiedad privada,
donde todo era de todos, y en la cual sus miembros estaban dispuestos a mo-
rir por su fe. Ese cristianismo primitivo constituía una bandera que permitía
a los movimientos de renovación confrontar los males que aquejaban a la
Iglesia y a la sociedad durante los siglos xiv y xv. Un tema central de esa crea-
ción se construyó alrededor de la pobreza evangélica, idea utilizada como un
arma crítica contra un mundo dominado cada vez más por los intereses eco-
nómicos y por el dinero. La “edad dorada” de la primitiva Iglesia tenía así
una doble función: la didáctica, que enseñaba cómo debían comportarse los
buenos cristianos a imitación de Cristo y sus primeros seguidores, y la críti-
ca, que al mostrar el ideal evangélico primitivo hacía patente lo alejado que
estaban los habitantes de las ciudades de los siglos xiii al xvi de los verdade-
ros principios cristianos.11
Al mismo tiempo que circulaban en Europa los principios de ese huma-
nismo cristiano (con fuertes cargas pacifistas), se imponía una tónica mili-
tarista e imperialista que avalaba el poder hegemónico castellano sobre el
resto de los estados peninsulares y estructuraba su futuro predominio en
Europa por medio de alianzas matrimoniales. Carlos de Habsburgo, herede-
ro de esas políticas, consolidó un imperio que se forjaría dentro de un senti-
miento mesiánico y militarista. Su fortaleza y amplitud lo proyectaban como
el reino universal de salvación que precedería al fin de los tiempos, hecho
que se veía confirmado por el descubrimiento de América y la posibilidad de
expansión misionera en ella. Dentro de esta visión mesiánica fue también
interpretada la presencia de la reforma protestante, concebida como una fa-
ceta más de los intentos demoniacos por destruir “la ciudad de Dios”. En el
siglo xvi se agregaban así a las huestes satánicas dos nuevos miembros: los
herejes protestantes de la Europa norteña y central y los pueblos idólatras de
América y Asia. Su presencia justificó la guerra contra los primeros y la con-
quista armada y espiritual de los segundos.
En este imperio español, la ideología mesiánica estuvo fuertemente
vinculada con la teología de san Agustín, con base en la cual se justificaba
la violencia como razón de estado. Dentro del esquema castigo-premio de la
visión agustiniana, indios y protestantes debían sufrir la guerra como conse-
cuencia de sus pecados, mientras que los españoles, brazo armado de la vo-

la Santa Sede pasaran por su mano, imponiendo el “pase regio” (regium exequatur) a los docu-
mentos pontificios para poder ser ejecutados.
11
Antonio Rubial García, La hermana pobreza..., pp. 13 y ss.
la retórica del bien y del mal 25

luntad divina, recibirían gloria, riqueza y vida eterna por sus servicios a la
causa de Dios. Todo lo que estaba fuera del ámbito controlado por la reli-
gión católica era demoniaco y como tal debía ser destruido. Aunque por la
influencia del humanismo se estaban considerando valiosas para la cristian-
dad algunas concepciones de las civilizaciones paganas (Egipto, Grecia y
Roma), en el ámbito de la reforma religiosa éstas sólo fueron rescatadas de
manera retórica, cuando servían de sustento al dogma o a la moral del cris-
tianismo, pero siempre dentro del marco de referencia agustiniano-tomista.
En la segunda mitad del siglo xvi, Felipe II y sus ideólogos, aprove-
chando un periodo de debilidad de Francia, consolidarían esta visión de una
monarquía católica mesiánica, defensora del papado y de la Iglesia contra
protestantes, criptojudíos y turcos, propulsora de las misiones en América y
Asia y promotora de la reforma eclesiástica que se postulaba como una nece-
sidad ineludible a partir del Concilio de Trento. Con el apoyo monárquico
hispánico, la Iglesia católica consolidó el movimiento de Contrarreforma,
que fortalecía la posición de los clérigos como rectores sociales, que ejercía
mayores controles sobre la religiosidad popular pero que, al mismo tiempo,
daba espacio al culto de reliquias, de santos y de imágenes y a la promoción
y exaltación de lo milagroso.
A lo largo de ese siglo xvi el territorio que hoy llamamos México inició su
integración a una cultura occidental que estaba viviendo transformaciones y
cambios. Los procesos de su conquista y su cristianización, los valores estéti-
cos, morales, políticos y filosóficos que se le trasmitieron y, en fin, todo lo
que podía constituir material para conformar identidades, se vio profunda-
mente influido por una religión católica triunfalista, mesiánica y guerrera
avalada por una monarquía y una Iglesia autoritarias. Durante los siglos xvi,
xvii y xviii en Nueva España, al igual que en el mundo católico de España,
Portugal y el resto de la América ibérica la violencia contra los idólatras y las
guerras que sostenía España en Europa se justificaban porque eran un me-
dio para expandir el cristianismo “verdadero” y como parte de la guerra cós-
mica entre las fuerzas del bien y las del mal. Durante estos siglos se seguiría
percibiendo el universo con base en las categorías religiosas agustinianas.

2. Retórica e imagen.
La construcción simbólica de la realidad

La retórica es la ciencia del bien decir. Y así como el filósofo sumo Platón conoció
una doble retórica; la filosófica, para impulsar a los hombres al bien […] eso es, a
las virtudes morales, y la adulatoria, vil y abyecta, para que los pueblos fueran
engatusados y engañados con lisonjas; así, séanos permitido a nosotros los cris-
tianos trasmitir, no la adulatoria ni solamente la filosófica, sino la retórica cristia-
na, la cual no puede contener nada que no apruebe la Iglesia, esposa de Cristo y
maestra de la verdad. Es pues la retórica cristiana el arte de encontrar, tratar
26 la retórica del bien y del mal

y disponer todo lo que pertenece a la salvación de las almas; lo cual lo conseguirá


el orador cristiano enseñando, conmoviendo y conciliándose al auditorio.12

Con estas palabras el franciscano novohispano Diego de Valadés intro-


ducía su libro Retórica cristiana mostrando el ideal de una de las artes más
útiles para la tarea de conversión que la Iglesia católica se había impuesto,
un arte que tenía como finalidad transmitir la “verdad revelada” por Dios e
impulsar la práctica de las “virtudes cristianas”. Aunque codificada gracias a
la escritura, la retórica basaba su efectividad y disciplina en la comunicación
oral que se sustentaba en una serie de conocimientos que debían repetirse
una y otra vez, pues su efectividad consistía en la posibilidad de mantenerlos
en la memoria individual y colectiva. De hecho la transmisión oral fue y si-
gue siendo la premisa básica para la existencia de la sociedad y sus códigos
no sólo determinan la forma como se difunden los mensajes, también condi-
cionan el contenido de los mismos.
Las sociedades de oralidad (esto es todas las anteriores al impacto de la
imprenta en las cuales la mayor parte de la población es analfabeta) se basa-
ban en la credibilidad, por lo que no existía diferenciación entre los objetos
del mundo real y los términos usados para enunciarlos (dragones, unicor-
nios y sirenas eran seres posibles pues había palabras para denominarlos).
El saber y el hacer eran indisociables porque las prácticas actualizaban el
conocimiento y el ritual cotidiano y repetitivo era un acto ordenador de la
convivencia humana. En la oralidad, el cuestionamiento era muy difícil pues
la relación cara a cara propiciaba el consenso y era emotiva, algo distinto
a lo que sucedía con la escritura, que disociaba al emisor del receptor, lo que
permitía a éste evaluar la comunicación y estar en desacuerdo. El acto oral
dependía del carisma de un emisor, de los gestos y tonos que utilizaba y de
una comunidad receptora que participaba de sus mismos códigos. La orali-
dad por tanto funcionaba con lugares comunes (proverbios, dichos, etcétera)
que sólo servían como recordatorios de lo que todos sabían. Ese acto único e
irrepetible que es la comunicación oral sólo se puede dar entre presentes (a
diferencia de la escritura que no requiere de espacios ni tiempos simultáneos
para llevarse a cabo). Mientras que la posibilidad de plasmar ideas por me-
dio de grafías permite la reflexión y las abstracciones, la cultura oral sólo
puede expresar acciones y utilizar imágenes concretas. La oralidad se mueve
en un perpetuo presente, el pasado y el futuro son sólo posibles como actos
de reflexión propios de la escritura. El mundo oral funciona en términos bi-
narios (bien-mal) y simplistas, y su argumentación se da de manera analó-
gica y metafórica, no lógica.13
12
Diego Valadés, Retórica cristiana, p. 53.
13
Cf. Walter Ong, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. Aunque la escritura impactó
profundamente la cultura al posibilitar la continuidad y permanencia de dogmas, prácticas y
todo tipo de conocimientos, este instrumento guardián de la memoria era privativo sólo de una
elite, generalmente sacerdotal, razón por la cual algunos autores como Ong denominan a estas
la retórica del bien y del mal 27

La religión, como un cuerpo de creencias (mitos) y prácticas (ritos), fun-


cionaba bajo las reglas de ese mundo de oralidad. Al tener como finalidad
transformar el “Caos” en “Cosmos”, la religión necesitaba expresar de mane-
ra narrativa (con imágenes cargadas de símbolos dirigidas a impactar la
emotividad) las causas de los fenómenos naturales (cosmovisiones). Sólo de
esta manera los seres humanos pudieron elaborar sus terrores frente a las
fuerzas naturales y ordenar los principios que movían el universo: la crea-
ción y la destrucción, la vida y la muerte. Pero las cosmovisiones no se ex-
presaban sólo en creencias, para ser efectivas requerían actualizarse a través
de prácticas que implicaban la presencia de los cuerpos. Esas prácticas se
manifestaban como prohibiciones (sexuales, alimenticias) o como rituales
en los cuales estaban incluidos los sacrificios, las peregrinaciones, las proce-
siones, el uso de amuletos, las oraciones, las danzas y las imágenes de los
dioses. El rito no sólo convertía las creencias en algo cotidiano sino que ade-
más servía para solicitar a las fuerzas cósmicas la solución de las necesida-
des materiales y, en etapas posteriores, la promesa de una vida sin sufrimien-
to después de la muerte. La comunicación oral marcaba con sus rasgos la
manera de transmitir mitos y ritos: la repetición que permitía la memoriza-
ción, el uso de fórmulas (ensalmos y oraciones), la gestualidad que subraya-
ba lo que se decía y la idea de un eterno presente. En las religiones monoteís-
tas, la escritura (llamada sagrada) traería consigo la transformación de los
mitos en dogmas y de los ritos en liturgia.
Las creencias y las prácticas religiosas se convertían en sistemas regula-
dores de una sociedad por medio de una estructura institucional regida por
chamanes o por sacerdotes, personas que pretendían tener el aval de las fuer-
zas superiores, a quienes representaban. Ese aparato institucional estaba
vinculado a menudo con el poder político y militar al cual ofrecía mecanis-
mos de control, sistemas de escritura y representación, validación divina del
poder, etcétera. La expansión de algunas religiones en extensos territorios se
debió, bien a su alianza con una estructura político militar, bien a una gue-
rra de conquista que impuso la religión del vencedor como parte de su domi-
nación. Sin embargo, esta imposición quedaba relativizada, pues creencias y
prácticas de las religiones anteriores permanecieron como un sustrato de
oralidad. Así, la religión como vivencia de emotividad individual y colectiva
se constituyó a partir de una combinación de imposición institucional y
adaptación de mitos y ritos ancestrales a las nuevas condiciones.
Cuando el cristianismo dejó de ser una creencia de minorías para volver-
se la religión de la mayoría, le fue necesario adaptarse a las prácticas de ora-
lidad de los pueblos paganos. Sin embargo, el proceso de adopción de la
nueva fe por las masas fue muy distinto en la zona oriental del imperio y en
la occidental. Mientras en Oriente y en toda la rivera del Mediterráneo (el

civilizaciones “de oralidad secundaria”, es decir, aquellas en las que un pequeño sector sabe leer
y escribir, pero la mayoría de la población es analfabeta.
28 la retórica del bien y del mal

área más urbanizada del mundo romano y la más centralizada políticamen-


te) el cristianismo asimiló muy pronto las antiguas religiones paganas y se
implantó con un efectivo uso de imágenes, símbolos y ritos, en Occidente,
sobre todo en las regiones regidas por los grupos germánicos, celtas y esla-
vos (mucho más ruralizado, sumido en el caos de las invasiones y fragmen-
tado), sólo un pequeño sector eclesiástico estaba compenetrado de un cris-
tianismo basado en la escritura, mientras que las masas, que habían recibido
el bautismo obligadas por sus señores, seguían practicando sus ritos anti-
guos y eran sólo nominalmente cristianos.
Tal situación comenzó a cambiar a partir del siglo xi por varias causas:
aumento de los contactos con la cristiandad bizantina, confrontación con el
Islam, crecimiento de las ciudades, surgimiento de la burguesía, consolida-
ción de las monarquías feudales, aparición de la herejía cátara y la reforma
que se daba al interior de la Iglesia occidental.
Entre el siglo xi y el siglo xv en la cristiandad latina se reestructuró la
predicación hacia los laicos haciendo uso de muchas de las concepciones y
técnicas utilizadas por la Iglesia bizantina y por los recursos que aportaba la
retórica clásica convertida en instrumento de predicación. Los mendicantes
jugaron en esto un papel fundamental. Uno de los temas centrales de la nue-
va concepción fue el dogma de la Encarnación. La humanidad de la segunda
persona de la Trinidad, que había quedado oculta detrás de la visión apoca-
líptica del Cristo Juez, se recuperaba para dar lugar a los temas de la infan-
cia y de la pasión. La Virgen María, tan presente en la Iglesia bizantina, co-
menzó a recibir una atención inusitada en Occidente, donde se convirtió en
una reina, Nuestra Señora, y hasta se le declaró libre del pecado original, no
sin desatar fuertes pugnas teológicas entre franciscanos y dominicos. El re-
chazo que los cátaros tenían hacia el cuerpo motivó una redefinición de los
dogmas sobre la corporeidad (la presencia del cuerpo de Cristo en la Euca-
ristía, su ascensión al cielo, la asunción de la Virgen y la resurrección de to-
dos los cuerpos el día del Juicio).
Para extender las nuevas concepciones entre los laicos, la Iglesia occiden-
tal utilizó la imagen como una tecnología de comunicación. Este medio, res-
tringido hasta el siglo xi en Occidente a la iluminación de libros en los mo-
nasterios, comenzó a hacerse extensivo (primero por influencia de Bizancio y
de la abadía de Cluny, y en el siglo xiii con los frailes mendicantes) como un
instrumento de evangelización. Las imágenes devocionales pintadas y escul-
pidas llenaron los altares de las iglesias y se convirtieron en vehículos de
emotividad y en centro de la liturgia. Otras veces sirvieron para narrar histo-
rias y se volvieron un medio didáctico insustituible que se plasmó en capite-
les, muros y pórticos de los templos. Pero la imagen no sólo fue objeto de las
artes visuales, toda una retórica expresada en sermones que contaban la vida
de Cristo, la Virgen y los santos generó también una narrativa llena de imáge-
nes verbales utilizando las lenguas vernáculas. La imagen impactó también
en la narración de los sueños y las visiones. En especial las mujeres, margina-
la retórica del bien y del mal 29

das del sacerdocio y de la predicación, encontraron en ese medio una forma


de imponer su presencia. Los temas de esas visiones fueron: la eucaristía y la
pasión; el niño Jesús; el Demonio; viajes al cielo, al infierno y al purgatorio;
la sangre y el corazón de Cristo, y la leche de la Virgen María.
Las imágenes comenzaron a tener para Occidente dos funciones básicas:
eran medios didácticos insuperables para difundir mensajes y símbolos a las
masas analfabetas; o eran objetos de devoción generadores y receptores de
toda una gama de sentimientos religiosos. En ambas funciones, sin embargo,
no sólo estaba presente lo religioso, pues las imágenes se convertían también
en instrumentos de representación que daban prestigio a quienes las encar-
gaban, podían utilizarse para reforzar la presencia corporativa o el orgullo
urbano y eran un importante medio de comunicación de valores sociales.
Un aspecto importante de la nueva tecnología de la imagen fue la intro-
ducción del teatro y la transformación de la liturgia en un espectáculo des-
arrollando una arquitectura escenográfica para él. Un papel central de esa
liturgia fue el culto a los nuevos santos, a sus imágenes y reliquias. Para la
Iglesia, los santos eran modelo de virtudes que los fieles debían imitar; pa-
ra los individuos se convirtieron en seres que otorgaban bienes, salud e hijos;
las ciudades, además de protectores contra las enfermedades y las catástro-
fes, los consideraron sus héroes, los llevaban en sus estandartes de batalla
y les ayudaron a cohesionar a la sociedad y para fortalecer las identidades
colectivas. En el bautismo se le daba a cada persona el nombre de un santo
bajo cuya protección se ponía al recién nacido. Familias, gremios, cofradías,
ciudades y países se pusieron al cuidado de uno o de varios patronos celes-
tiales y sus nombres sirvieron para denominar pueblos, ríos, montañas y va-
lles. Sus fechas de celebración durante el año litúrgico les concedieron tam-
bién dominio sobre las diversas actividades agrícolas y los convirtieron en
patronos de las floraciones, de la vendimia, de las lluvias o de los sembra-
díos. Así, al relacionarlos con las fuerzas que regían el cosmos, los santos
fueron poco a poco sustituyendo a los viejos dioses paganos.
Además del culto a los santos se introdujeron nuevas fiestas (como las
innumerables celebraciones marianas, los fieles difuntos y el Corpus Christi)
que, junto a la utilización de objetos sagrados como remedios “mágicos” (ro-
sarios, escapularios, medallas), sirvieron para suplantar el paganismo persis-
tente de las masas campesinas y urbanas por un cristianismo afectivo y ri-
tual. Desde el siglo xii la revolución en las tecnologías de la comunicación
visual y la humanización del cristianismo hicieron posible que el cristianis-
mo se convirtiera efectivamente en religión de masas en Occidente.
Por esas fechas, y como parte de ese proceso difusor, el mundo occiden-
tal cristiano llevó a cabo la recuperación de la retórica clásica, que constituía
no sólo el arte de la expresión verbal (elocutio), sino de todo aquello relacio-
nado con la preparación del discurso (inventio y dispositio) y por tanto de
todo material escrito. Durante este periodo se desarrollaron tres tipos de ar-
tes vinculadas con el discurso: el ars poetica, que abarcaba la versificación y
30 la retórica del bien y del mal

toda la preceptiva relacionada con ella; el ars dictaminis, referida en princi-


pio al género epistolar, aunque después abarcó todo material en prosa (cró-
nicas, hagiografías, etcétera), y el ars predicandi, que normaba la expresión
oral y que se centró en el sermón religioso. Los modelos retóricos fueron to-
mados de los clásicos latinos (Cicerón y Quintiliano) y de un autor griego del
siglo ii traducido al latín en fechas tempranas, Hermógenes. Sin embargo,
esa retórica antigua, creada para dialogar entre iguales, vivió transformacio-
nes en esta última etapa de la Edad Media, época en la cual se utilizó además
como base de los sermones y discursos cristianizadores basados en un es-
quema superior-inferior. De la retórica forense (es decir la que se daba en el
foro) sólo se conservó la estructura (exordio, narración, argumentación, re-
futación y epílogo); en cambio la retórica panegírica tuvo un gran éxito y
penetró en todos los discursos durante la Edad Media, lo mismo que la lla-
mada deliberativa, propia de las disertaciones filosóficas.14
La retórica conservó muchos elementos del ámbito de la oralidad (analo-
gía, uso de imágenes y lugares comunes), sin embargo, al funcionar con re-
glas codificadas compartió también muchos mecanismos propios del es-
pacio de la escritura (lógica estructural, sistematización). De hecho, hasta
mediados del siglo xvii la cultura impresa estuvo vinculada a la oralidad,
pues la retórica, el principal medio de estructuración de los discursos, estaba
básicamente dirigida a convencer a un público de escuchas. Fue un medio
para desarrollar artificialmente la memoria con miras a la predicación.
La retórica se convirtió desde entonces en una manera totalizadora de
percibir la realidad; no sólo modeló la forma del discurso, también condicio-
nó sus contenidos pues todo lo conocido, la naturaleza y la historia, lo mate-
rial y lo espiritual, fueron susceptibles de ser utilizados como instrumentos
para dar una enseñanza moral. En el conocimiento retórico estamos ante
una lógica figurativa basada en imágenes, en la que no existían conocimien-
tos novedosos, por lo cual los ya existentes debían ser mantenidos gracias a
la memoria. La retórica construía redes de semejanza como el único recurso
con que contaba una sociedad básicamente oral para no olvidar el conoci-
miento almacenado. El pensamiento analógico partía también de las imáge-
nes colocadas en lugares elaborados mentalmente para ordenar el conoci-
miento. Los manuales de retórica servían para componer discursos y para
ordenarlos, pero también para interpretarlos. La retórica además se utilizó
tanto para componer textos como para realizar imágenes pintadas o esculpi-
das, para las fiestas y, en fin, para toda representación discursiva. Toda la
vida cotidiana estaba inmersa en el sistema retórico.15
Los criterios de veracidad de la retórica, a diferencia de los actuales, in-
sistían mucho menos sobre lo realmente acontecido y ponían un énfasis ma-

14
James Murphy, La retórica en la Edad Media. Historia de la teoría retórica desde san Agustín
hasta el Renacimiento, pp. 145 y ss.
15
Alfonso Mendiola, Retórica…, pp. 180 y ss.
la retórica del bien y del mal 31

yor en lo que era ejemplar. Es decir, la verdad no tenía tanto que ver con el
ser como con el deber ser, y en última instancia su valor estaba supeditado
al uso que se le podía dar como guía para transitar por el mundo en camino
hacia la salvación eterna. En este contexto, podía considerarse tan históri-
ca una narración que describía los avatares de una expedición marítima
o una lista de los antepasados de un rey, como la que explicaba las visiones
de una monja o las mitologías de los paganos, pues todas tenían como finali-
dad última mostrar la actuación de la Providencia Divina en la vida humana
y dar una enseñanza sobre la actitud devota y obediente que debían tener los
hombres ante Dios. La percepción funcionaba no de una manera lógica sino
por analogías y las semejanzas y las relaciones entre las palabras eran esque-
mas explicativos fundamentales. Por ello, el papel de las etimologías para
comprender el mundo era esencial: el lenguaje construía la realidad y el tex-
to tenía un valor por sí mismo. Ante una verdad única, la historia no servía
más que para acumular argumentos a su favor, todo conocimiento era un
medio para sustentar la verdad divina y revelada, por ello la lectura y la glosa
de las autoridades eran argumentos de veracidad irrefutables. En el siglo xix
la retórica perdió este carácter de saber contextualizador para volverse sólo
un término reducido a lo decorativo y artificioso.
La cultura retórica concebía el universo como algo cerrado y jerárquico,
ordenado para cumplir una finalidad determinada y basaba su éxito comuni-
cativo en dos campos: el uso bello y elocuente del lenguaje y la estilización
de la conducta corporal, es decir, los buenos modales cortesanos. La retórica
se convirtió así en un sistema único de comunicación que sólo podía funcio-
nar en sociedades jerarquizadas (como las occidentales de los siglos xvi, xvii
y xviii) para las cuales hablar bien y vestirse y comportarse con propiedad
eran elementos que diferenciaban al cortesano del plebeyo. Por ello la “bue-
na educación” de las aristocracias se centraba básicamente en el manejo
adecuado de la comunicación oral y gestual (humanista), pues ésos eran los
rasgos que hacían a los “humanos” distintos de las “bestias”.16
Toda construcción retórica partía de una “inventio”, es decir, una forma de
“sacar alguna cosa de nuevo que no se haya visto antes ni tenga imitación
de otra”.17 Inventar era por tanto una acción que se relacionaba con el mos-
trar, con el enseñar, con el dar a conocer. Por ello en las sociedades “retóri-
cas” no tienen cabida los conocimientos novedosos y su información se ex-
trae de la memoria basada en la tradición. A partir de ese arsenal y con las
reglas para utilizarlo, la retórica se proponía tres objetivos: enseñar compor-
tamientos morales (docere), entretener (delectare) y provocar sentimientos de
repudio o de admiración (movere).18 Una buena invención debía utilizar,
16
Perla Chinchilla et al., La construcción retórica de la realidad. La Compañía de Jesús, pp.
30 y ss.
17
Sebastián de Cobarruvias, Tesoro de la lengua castellana o española, p. 740.
18
Jaime Borja Gómez, Los indios medievales de fray Pedro Aguado. Construcción del idólatra y
escritura de la historia en una crónica del siglo xvi, pp. 49 y ss.
32 la retórica del bien y del mal

para hacerse valiosa y legitimar su veracidad, los múltiples recursos del géne-
ro demostrativo: la cita de autoridades (como la Biblia o los autores cristia-
nos y grecolatinos), la alabanza de las virtudes, el vituperio de los vicios, la
amplificación (decir lo mismo de muchas maneras), las pruebas, la digresión
y el exemplum. Desde el siglo xiii, pero sobre todo en las centurias siguientes,
primero los cistercienses, después los mendicantes y por último los jesuitas
hicieron recopilaciones de ellos para reforzar una labor que iba dirigida a
afianzar la enseñanza cristiana y a reformar las costumbres dentro de los
términos de los que se consideraba una “sana moral”. El exemplum estaba
compuesto de un relato lineal corto, con su imagen mental connotada y una
moraleja, que muchas veces iba seguida de la presentación de un modelo de
comportamiento. En este tipo de narraciones, repetidas hasta la saciedad, se
presentaba a la memoria del oyente la asociación entre una imagen mental y
un texto. Estos exempla formaban parte fundamental de la retórica medieval
y barroca, y fueron utilizados tanto en textos destinados a la lectura, como
en aquellos discursos dirigidos a la predicación.
Desde el siglo xii la escritura había transformado los contenidos de todos
los discursos, dado que, al fijarlos y mantenerlos en la memoria de los hom-
bres, se les daba un carácter de veracidad y sacralidad y se les introducía en
un sentido de temporalidad que no poseía la oralidad. Esto fue especialmen-
te importante para aquellos textos considerados “históricos” que conseguían
convertir los hechos acontecidos en el pasado en relatos secuenciales, es de-
cir, en narraciones con un quién, un en dónde y un cuándo. Tales relatos te-
nían como objetivo narrar las hazañas de héroes religiosos o seculares y to-
dos seguían modelos tomados de la retórica. Las hazañas guerreras fueron
narradas así por los cantares de gesta, las novelas de caballería y las crónicas
de cruzada, cuya “historicidad” no se ponía en duda (historia y novela eran
términos intercambiables). Poco a poco, gracias a la presencia de letrados ju-
ristas en las chancillerías de los reyes, comenzaron a introducirse en esos
ámbitos cortesanos la cita de documentos originales (conservados en sus ar-
chivos) como argumentos retóricos de veracidad para consolidar el poder
dinástico de las monarquías sobre los nobles y vasallos.19
Ese mismo carácter propagandístico tuvieron las crónicas de las órdenes
mendicantes que buscaban mostrar y difundir, a través de esos testimonios es-
critos, las vidas de sus santos varones como modelos para las generaciones
que entraban a formar parte de la orden. Este tipo de crónicas estaban fuer-
temente vinculados con los tratados hagiográficos que narraban las vidas de
los santos. La hagiografía permitía a los fieles un acercamiento a lo maravi-
lloso, manifestado en sus milagros, y a la santidad inimitable, plasmada en
sus virtudes. Desde el punto de vista formal, la hagiografía presentaba dos
cualidades únicas: era la forma literaria más competente para infundir men-
sajes sociales y proyectar valores, pues su función era narrar vidas humanas,

19
A. Mendiola, Bernal Díaz del Castillo: verdad romanesca y verdad historiográfica, pp. 71 y ss.
la retórica del bien y del mal 33

y poseía una estructura cerrada y acabada, con un inicio (el nacimiento), un


desarrollo (las acciones, virtudes y milagros) y un final (la muerte). A dife-
rencia de la crónica, que se presentaba siempre como un producto inconclu-
so, pues se quedaba a la mitad de la narración de unos hechos que seguían
aconteciendo en las provincias religiosas, el texto hagiográfico podía redon-
dear el mensaje moral y mostrarlo desde diferentes puntos de vista.
Entre los siglos xi y xv, a los antiguos modelos de santidad (mártires, er-
mitaños, monjes y obispos) se insertaron los de los frailes, las monjas, los
caballeros, los reyes y reinas y un grupo cada vez mayor de hombres y muje-
res laicos. Sin embargo, el nuevo santoral no propuso un cambio sustancial
en la propuesta de las virtudes que siguieron siendo aquellas propiamente
monacales: castidad, caridad, humildad, vida de oración y ascetismo. En
contraste con esta relativa homogeneización de las virtudes, la hagiografía
recibió una gran influencia formal de los otros géneros narrativos, sobre
todo de la crónica histórica y de la literatura caballeresca. Las vidas de los
santos, difundidas por los juglares junto con las de los héroes guerreros,
aportaron y recibieron numerosos elementos de los géneros narrativos no-
velados, en formación en ese periodo. Por otro lado, las cruzadas habían
propiciado el surgimiento de un nuevo ideal del “caballero cristiano”, cuya
actividad bélica era justificada pues iba dirigida a proteger a la cristiandad
del Islam.20 Con este rescate de la santidad caballeresca, que convertía la be-
ligerancia en virtud, se resaltó un aspecto olvidado de los viejos mártires y
soldados romanos (como san Jorge), y se fomentó la exaltación de ese ideal
aun en santos “evangélicos”, como el apóstol Santiago, quien se convirtió en
un violento guerrero matador de musulmanes, dentro del contexto de la re-
conquista castellano leonesa sobre las tierras hispanas dominadas por el Is-
lam. En este periodo las vidas de los santos también se convirtieron en “so-
fisticadas biografías ricas en detalles y delineación de personalidad”.21
En este proceso de formación de modelos jugó también un importante
papel la retórica. Con su codificación de técnicas, con sus tropos, sus reglas y
sus alegorías, con su reutilización de modelos clásicos, la retórica definió en
adelante, hasta el Renacimiento y el Barroco, los usos sociales de la lengua y
afectó todos los campos del discurso.22 La nueva literatura hagiográfica (in-
cluida la de las crónicas religiosas) se enriqueció además con los libelli mira-
culorum, recopilaciones de historias de milagros realizados por sus reliquias
y escritos por los clérigos guardianes de los santuarios, y con las narracio-
nes de descubrimientos y traslados de éstas. Ese mismo modelo siguieron las
primeras narraciones aparicionistas del siglo xiv que tuvieron sus orígenes en
los relatos de milagros atribuidos a la Virgen María escritos por autores de la

20
J. Flori, op. cit., pp. 123 y ss.
21
Rudolph Bell y Donald Weinstein, Saints and Society: The Two Worlds of Western Christen-
dom, 1000-1700, p. 8.
22
Michel de Certeau, La fábula mística, pp. 110, 148 y 173.
34 la retórica del bien y del mal

centuria anterior como Gonzalo de Berceo y Alfonso X. En esta literatura las


imágenes milagrosas remontaban su factura a la época apostólica y, después
de permanecer ocultas durante la dominación musulmana, habían sido des-
cubiertas por un pastorcito y promovidas por las autoridades eclesiásticas
que fomentaron la construcción de soberbios santuarios.
A partir del siglo xvi todos esos géneros influidos por la retórica se vieron
profundamente afectados con la aparición de la imprenta. La Iglesia y el Es-
tado la utilizaron como instrumento irremplazable contra el avance protes-
tante y como herramienta publicitaria para generar obediencia y renovar la
vida cristiana. Con la imprenta, además de multiplicarse los destinatarios
del mensaje, la elaboración de conceptos y categorías se hacía más rigurosa;
por otro lado, la letra impresa sacralizaba los contenidos y los volvía, por
tanto, incuestionables y, al fijar las palabras en un mundo de espacio visual
(la página impresa), provocaba una sensación de finitud, una idea de que
aquello reflejado en el texto estaba concluido, consumado.23 Los textos se
llenaron entonces de metáforas, alegorías y alusiones a autores clásicos, bí-
blicos y patrísticos, utilizaron para sus narraciones materiales diversos pro-
venientes de la oralidad y de los archivos. Con ello la retórica se refinó refor-
mulando como argumentos de veracidad histórica el provenir de un testigo
presencial o la transcripción de documentos. Ciertamente siguieron circu-
lando ampliamente numerosos textos manuscritos por medio de copias, pero
éstos también se vieron influidos por el nuevo instrumento comunicativo.
Con la imprenta también se fueron diferenciando los géneros con mayor
precisión y se enriquecieron las narraciones heroicas con elementos prove-
nientes del humanismo renacentista. En primer lugar, se introdujo una exal-
tación del individualismo y con ella la influencia de la biografía clásica en
la descripción de la vida de los héroes (santos y guerreros), hombres con vir-
tudes humanas; el “modelo”, a la manera medieval, comenzó a ceder ante la
“biografía” que, bajo los dictados de la retórica ciceroniana, insistía más en
los rasgos individuales. Por otro lado, se exaltó al hombre de acción más que
al hombre contemplativo, al hombre virtuoso más que al hombre milagroso.
En tercer lugar, se fomentó el uso de las descripciones psicológicas, elemen-
tos propios de una época que había redescubierto el complejo mundo de las
intenciones y de las decisiones humanas. Por último, se fomentó el criticis-
mo, el cuestionamiento de los testimonios y la búsqueda de fuentes históri-
cas. El nuevo espíritu se manifestó, por ejemplo, en la hagiografía, que tomó
su forma como género gracias a la sociedad bolandista, formada por un gru-
po de eruditos jesuitas encabezados por Jean Bolland, que introdujo la bús-
queda sistemática de manuscritos, la clasificación de fuentes y la conversión
del texto en documento.24

23
W. Ong, op. cit., p. 81.
24
Norma Durán, Retórica de la santidad. Renuncia, culpa y subjetividad en un caso novohis-
pano, pp. 111 y ss.
la retórica del bien y del mal 35

Por su parte, la historia que narraba hazañas guerreras, la crónica reli-


giosa y la literatura aparicionista también fueron afectadas por la imprenta y
por sus posibilidades propagandísticas y, al igual que la hagiografía, se vie-
ron fuertemente influidas por el ambiente literario que las rodeaba. El ser-
món y el teatro, los géneros más difundidos en la época, les prestaron su
forma grandilocuente y rebuscada; la literatura emblemática las llenó de
símbolos y alegorías sacadas de los escritores clásicos y renacentistas; los
tratados morales las influyeron con su tono didáctico y sus consejos para la
vida cotidiana. La imprenta también propició la aparición de géneros nuevos
que podríamos denominar híbridos, como los llamados “Theatrum”, cuyo
nombre provenía de su carácter de espectáculo, “es decir de aquello que se
ofrece a la vista o a la contemplación intelectual capaz de atraer la atención
y de provocar curiosidad, horror, admiración u otros efectos de ánimo”.25
Estos textos misceláneos, escritos en latín o en lenguas vernáculas, habían
surgido como consecuencia de la acumulación erudita de conocimientos di-
versos acelerada por la imprenta y abarcaban temas de filosofía natural, geo-
grafía, moral, historia, etcétera.
Como hemos señalado, aunque la retórica impactó en el ámbito de la es-
critura, fue sobre todo en los sermones donde se desarrolló con mayor efecti-
vidad, dado su carácter de artefacto comunicativo dirigido al principio hacia
las masas iletradas. Perla Chinchilla, en su fascinante estudio sobre la predi-
cación jesuítica,26 ha demostrado que a partir del Concilio de Trento la Igle-
sia se vio obligada a afianzar la ortodoxia católica frente al protestantismo
por medio de una catequización que, sin entrar en las honduras teológicas
de los sabios ni en las cuestiones de fe, ayudará a los fieles a dirigir su com-
portamiento hacia la virtud y la salvación. Para ello, los oradores católicos
echaron mano de la amplificatio o “amplificación”, recurso que acumula-
ba y reiteraba argumentos sin añadir información nueva. Con esto se conse-
guía elaborar un discurso persuasivo que iba dirigido a generar movimientos
afectivos sin poner en tela de juicio la verdad revelada.
Los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola influyeron profunda-
mente en este tipo de predicación, pues en ellos se utilizaban poderosas imá-
genes mentales (la pasión de Cristo, el infierno, el momento de la muerte,
etcétera), generando escenas y actores (“composiciones de lugar”) a partir de
los cuales el fiel debería meditar, creando una especie de recetario para obte-
ner experiencias místicas. Esas composiciones podían llevarse a dos niveles:
la predicación para catequizar y moralizar a “los rudos”, es decir, las masas
analfabetas, en la cual se exaltaban las pasiones; o bien aquélla dirigida a la
naciente sociedad cortesana, más informada y conocedora de los dogmas,

25
Edmundo O’Gorman, “Introducción” a Gil González Dávila, Teatro eclesiástico de la primi-
tiva Iglesia de las Indias occidentales, p. xiii.
26
Cf. P. Chinchilla Pawling, De la Compositio Loci a la República de las letras. Predicación
jesuítica en el siglo xvii novohispano.
36 la retórica del bien y del mal

para provocar en ella admiración. Esos cortesanos, sin embargo, eran tam-
bién más exigente, por lo que fue necesario introducir en esta prédica (deno-
minada “de villa y corte”) novedades que atrajesen su atención. Pero, dado
que las verdades teológicas no podían ser innovadas, el único recurso dispo-
nible era la inserción en los sermones de temas de erudición (históricos, mi-
tológicos y alegóricos) y la floritura estilística.
Fue precisamente esa búsqueda de admiración, bajo el disfraz de una
mayor difusión, lo que llevó a varios de esos sermones a la imprenta. Con
ello terminó por cambiarse profundamente el sentido de esas piezas orato-
rias, convirtiéndolas de obras morales en obras artísticas. A lo largo del si-
glo xvii el sermón se integró a los otros géneros escritos y se le antepuso un
aparato de licencias, censuras, sentires, pareceres y aprobaciones, en el cual
se hablaba de las virtudes literarias de la pieza y del orador. Los destinata-
rios de estos textos (al igual que las crónicas, hagiografías, etcétera) eran
por supuesto todos aquellos miembros de la sociedad cortesana urbana
que podían leer, pero sobre todo la elite de especialistas (los ciudadanos de
la “república de las letras”), único sector cuyo refinamiento y conocimien-
tos les permitía comprender la profundidad de sus mensajes y admirar sus
proezas literarias.
Junto con los sermones, la omnipresencia de la retórica influyó también
profundamente en la factura de imágenes a partir del Concilio de Trento.
Frente a la iconoclastia protestante el mundo católico reafirmó el papel di-
dáctico y devocional de las representaciones plásticas, e incluso promovió el
culto a un cierto tipo de imágenes cuya historia estaba relacionada con he-
chos milagrosos y sobre las cuales se imprimieron tratados hierofánicos o
aparicionistas. Sin embargo, al igual que sucedió con el sermón, junto a
aquellas imágenes destinadas a la veneración o educación de las masas anal-
fabetas, masas que no pensaban en términos conceptuales sino en imágenes,
desde el siglo xvi se comenzaron a codificar representaciones dirigidas a los
ámbitos cultos forjando una cultura emblemática. En ella se pretendía mos-
trar, a través de un sistema de símbolos y narraciones mitológicas, históricas
y astrológicas, un conjunto de conceptos morales y metafísicos que permiti-
rían a sus receptores amar la virtud y odiar el vicio. Los emblemas combina-
ban textos e imágenes y pretendían imitar la escritura jeroglífica egipcia, que
se pensaba contenía secretos de las cosas divinas. Con base en tratados como
los de Alciato, Ripa, Colona y otros, se construían complicadas alegorías que
trataban de llegar tanto a los sentimientos como a la razón en un intrincado
y erudito mundo de referencias. A partir de los bestiarios y de los exempla
medievales, y de las fábulas y la mitología clásicas, animales, dioses, héroes
del mundo clásico y del Antiguo Testamento y figuras alegóricas llenaron la
poesía, los túmulos funerarios y los arcos triunfales. Estos últimos tenían un
especial valor en Nueva España pues eran elaborados a instancias de las dos
corporaciones urbanas más importantes en Puebla y en México (los ayunta-
mientos y los cabildos catedralicios) para recibir a los virreyes y constituían
la retórica del bien y del mal 37

verdaderos espejos de príncipes que, por un lado, exaltaban la nobleza y vir-


tudes del nuevo gobernante y, por otro, proponían los principios morales de
actuación que se esperaban de ellos.27
Así, aunque los emblemas fueron originalmente utilizados para dar ense-
ñanzas morales y eran difundidos por medio de tratados impresos, se con-
virtieron pronto en un vehículo de propaganda política (para exaltar a la
monarquía) y religiosa (frente a la reforma protestante), y fueron utilizados
tanto en los sermones como en los artefactos efímeros de las celebraciones
públicas. Desde entonces, la pintura y la poesía fueron consideradas como
fuentes de conocimiento y, al igual que la filosofía natural o que la retórica,
constituían medios idóneos para transmitir las verdades eternas, cuya guar-
diana máxima era la teología, aunque a la larga ésta también se vio influida
por la retórica. Como en un juego de espejos, el mundo barroco, en pos de
las huellas del pasado clásico y renacentista, equiparó a la imagen con la
palabra escrita en cuanto a su capacidad para evocar, emocionar y conven-
cer; era un discurso usado por la divinidad para ocultar sus verdades más
misteriosas. La realidad se reflejaba así en estas dos superficies a partir de
lenguajes distintos pero con la misma efectividad de acuerdo con el viejo
proverbio horaciano: Ut pictura poesis. Con todo, al igual que en los sermo-
nes impresos, la comprensión profunda de tan sofisticados mensajes sólo era
posible entre los miembros de la sociedad cortesana.
A pesar de esta limitación, la retórica y la emblemática se hicieron públi-
cas en las plazas y las calles, y se paseaban mostrándose a la gente en la fies-
ta, el espacio más importante de representación corporativa y, dentro de ella,
en la procesión, cuyo sentido visual era muy elemental y comprensible para
todos. Este paseo que se realizaba por las principales calles de las ciudades
constituía el escenario privilegiado donde las corporaciones se mostraban
portando la mayor parte de sus signos identitarios y de los emblemas que los
asimilaban a la cultura occidental cristiana. Por otro lado, hacer ostensible
en las procesiones el lugar que se ocupaba en esta sociedad jerarquizada y
desigual permitía a cada corporación manifestar la posesión pacífica de su
espacio social; con tal presencia sin contradicciones, aceptada por todos y
reiterada año con año, se confirmaban los privilegios corporativos. Por ello,
quién podía entrar bajo palio y a quiénes correspondía llevar las varas que lo
sostenían, cuáles santos salían y cuáles no en la procesión, quién encabeza-
ba ésta y quién la cerraba, cuáles eran las autoridades invitadas, quiénes no
habían acudido, todo tenía un significado en esta sociedad para la cual los
detalles y las ausencias poseían cargas simbólicas. La fiesta, ese teatro de re-
presentación simbólica y social, constituía el escenario donde se desplegaba
visualmente la estructura básica de aquella sociedad: el corporativismo.

27
Alejandro Cañeque, “Espejo de virreyes: el arco triunfal del siglo xvii como manual efíme-
ro del buen gobernante”, en José Pascual Buxó, ed., Recepción y espectáculo en la América virrei-
nal, pp. 199-218.
38 la retórica del bien y del mal

La fiesta era un texto que todo el mundo sabía leer pero también era un
espacio de esparcimiento en el que actores y espectadores estaban relajados,
lo que permitía una mayor receptividad de los mensajes. Las fiestas eran he-
rramientas culturales en las que se mostraba la hegemonía del Imperio y se
enviaban mensajes de control social, se exigía sumisión, se fomentaba la
aceptación de sus políticas y se legitimaba su dominio sobre los americanos.
En ellas se proponían los ideales del buen gobernante y del buen vasallo,
evocando las virtudes cristianas de ambos, y se enfatizaba que la monarquía
traía prosperidad y abundancia, siempre y cuando cada quien mantuviera el
lugar que le correspondía en la jerarquía social. Pero al mismo tiempo, las
fiestas fueron un foro donde los vasallos pudieron proponer sus propios dis-
cursos y exigir la preservación de sus privilegios. Se convirtieron también en
escenarios para la sátira, el desfogue popular y la crítica a las instituciones.
En la fiesta se establecía el diálogo con la pluralidad de estructuras que for-
maban el entramado social.28
Toda sociedad se estructura a partir de instituciones dentro de las cuales
los individuos desempeñan papeles determinados. En las sociedades de Anti-
guo Régimen, esas instituciones se organizaban, como hemos insistido, bajo
un sistema corporativo en el cual cada uno de los cuerpos sociales presenta-
ba fuertes autonomías, estructuras jurídicas inamovibles, posibilidades de
sufragio y un cúmulo de signos que le daban identidad (estandartes, vesti-
menta, escudos, santos, liturgias, edificaciones religiosas y, algunos, hasta
crónicas). Estos aparatos de representación eran fundamentales para una
sociedad que tenía en la teatralización, la apariencia y el boato externo desa-
rrollado en los rituales cotidianos, el único instrumento por medio del cual
se hacía visible algo tan abstracto como el poder, la autoridad y las institu-
ciones. Como señala Roger Chartier: “La representación se transforma en
máquina de fabricar respeto y sumisión, en un instrumento que produce una
coacción interiorizada, necesaria allí donde falla el posible recurso a la fuer-
za bruta”.29 Esto explica las grandes fortunas que se gastaban en esos apara-
tos de representación, pues gracias a ellos las instituciones poseían una pre-
sencia social que legitimaba y hacía posible su misma existencia.
Así, a la dimensión teológica (que concebía como única y principal fun-
ción de estos artefactos culturales la alabanza y la súplica dirigidas a la Di-
vinidad), y a la función retórica (que los veía como un instrumento de comu-
nicación para inculcar valores para la salvación), se unía una tercera finalidad
que, a partir de la ostentación y la publicidad, buscaba prestigio y prebendas
para las corporaciones y los individuos, mecenas y promotores de tales crea-
ciones culturales.

28
Linda A. Curcio-Nagy, The Great Festivals of Colonial Mexico City. Performing Power and
Identity, pp. 3 y ss.
29
Roger Chartier, El mundo como representación, p. 59.
la retórica del bien y del mal 39

3. Espacio y tiempo en el fundamento de las identidades

Esta descripción y breve noticia he dado a la estampa, siguiendo el parecer de


escritores sagrados y de historiadores políticos que enseñan a referir en las cró-
nicas la tierra, lugar y partes de sus acaecimientos o misterios; san Gregorio
Papa lo notó así en la exposición de la profecía de Ezequiel: La persona, el tiem-
po y el lugar se han de describir para más sólida raíz y cimiento de la historia.
Ceñido a este ejemplar, he referido primero los varones Ilustres, reservando para
el lugar último los sitios, y parajes de su habitación, y morada, cuyo compendio
cierran por mí las palabras de Severo Sulpicio en la vida de san Martín.30

Con estas palabras el cronista franciscano fray Baltasar de Medina (1634-


1697) destacaba los que debían ser los parámetros básicos de todo historia-
dor al narrar un hecho, parámetros de referencia que son, por otro lado, los
que tiene toda civilización para expresarse: el espacio y el tiempo. De hecho,
desde la Baja Edad Media se había propuesto la división de la historia en
natural y moral. La primera, tomada como la descripción de plantas, anima-
les, ríos y montañas, remitía a la obra clásica de Plinio. La segunda hacía
referencia a los hechos humanos, es decir, las hazañas de personajes distin-
guidos por su virtud que habían luchado contra otros que eran ejemplares
por sus vicios. Una parte de esa historia, la denominada “profana”, se dedi-
caba a las hazañas guerreras y caballerescas en las que se resaltaba la valen-
tía, la fidelidad al rey o la lucha por las causas justas de los héroes. La otra, la
“sagrada”, describía las vidas, virtudes religiosas y milagros de los santos, así
como los hechos prodigiosos atribuidos a las imágenes. Con todo, la división
no era tan tajante pues los héroes guerreros debían responder siempre a los
valores del “caballero cristiano”. Por ello, en buena medida, la historia no
hacía referencia tanto al pasado como al presente, pues su función básica
consistía en ser guía y modelo moral y religioso para los contemporáneos.
El espacio podía verse desde dos perspectivas, aquélla referida a la natu-
raleza (la creación divina) y la que hablaba del mundo urbano (la creación
humana). Occidente concibió casi toda su retórica sobre el espacio natural
perfecto a partir de la narración bíblica del libro del génesis que situaba en
un jardín paradisiaco e incontaminado el primer tiempo de la vida humana
en la tierra. Tal perfección se perdió con el pecado de Adán y Eva, por lo que,
al igual que todo el ámbito cultural cristiano, la construcción retórica del
espacio tenía una fuerte carga moral. Varios aspectos a lo largo de la Edad
Media y el Renacimiento estuvieron vinculados con esta concepción en la li-
teratura y en el arte: el cielo como paraíso, el huerto cerrado de los místicos,
el desierto de los eremitas y todo el cúmulo de metáforas marianas asociadas
con la naturaleza fértil y sus connotaciones apocalípticas.

30
Baltasar de Medina, Crónica de la santa provincia de San Diego de México, p. 258.
40 la retórica del bien y del mal

Por otro lado, la ciudad, paradigma del orden y de la armonía, cosmos


creado por el hombre frente al caos de la naturaleza incontrolable, fue desde
la Antigüedad uno de los símbolos retóricos más utilizados para representar
el buen gobierno y la vida política regida por la razón. Además de servir
como un loci recomendado por el arte de la memoria para auxilio del orador,
varios teóricos de la retórica, como fray Diego Valadés, identificaban a la
ciudad con la piedad y con la protección.31 “La ciudad —decía Francisco de
Vitoria— era una metonimia de toda la comunidad humana, la unidad más
perfecta y más grande de la sociedad, el único lugar donde era posible la
práctica de la virtud y la búsqueda de la felicidad, que son los fines del
hombre”.32 Para el ámbito cristiano, como lo fue para el judío, la ciudad por
excelencia era Jerusalén, ciudad santa fundada por el rey David en el monte
Sión, símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo elegido. Durante mucho
tiempo se consideró que Jerusalén estaba en el centro del mundo porque en
ella se encontraba el templo de Salomón.
La fuerza del símbolo de esta Jerusalén terrena, espacio sagrado y pro-
tector, traspasó el ámbito de la realidad física cuando en el año 70 de nuestra
era el santuario fue destruido y saqueado y la ciudad devastada. El Cristia-
nismo convirtió entonces al templo en una metáfora de Cristo y a Jerusalén
en una ciudad celeste, el lugar de destino de los elegidos al final de los tiem-
pos. San Pablo, en la epístola a los Gálatas, comparaba a la Jerusalén terre-
na con Agar, la madre esclava de aquellos nacidos de la carne, y la contrasta-
ba con la Jerusalén de arriba, Sara, madre de hombres libres nacidos en el
espíritu.33 En el texto del Apocalipsis atribuido a san Juan, la ciudad celestial
se describía como un espacio cuadrado y mineral, ambos símbolos asocia-
dos a la estabilidad, contraria al movimiento relacionado con el ámbito cir-
cular y vegetal del paraíso perdido por el pecado de Adán y Eva.34
San Agustín convirtió la metáfora apocalíptica de la ciudad santa en el
centro de su concepción de la historia. Para él, la existencia de tal ciudad,
que se había iniciado con Abel y terminaría con el fin de los tiempos, no se
podía relacionar con un ámbito físico pues sus ciudadanos convivían con
los de la ciudad de Satanás y sólo serían separados de ellos hasta la consu-
mación de los tiempos. Para el santo obispo de Hipona, después de transcu-
rridas las seis edades del mundo, vendría la séptima, el reino que no tendría
fin, espacio donde no existirá el sufrimiento y donde los cuerpos glorificados
de los salvados “mudarán su antigua corrupción y mortalidad en una nueva
incorrupción e inmortalidad”.35 La ciudad de Dios no existía por tanto como

31
D. Valadés, op. cit., p. 63.
32
Citado por Anthony Padgen, La caída del hombre natural. El hombre americano y los oríge-
nes de la etnología comparativa, p. 103.
33
Epístola a los Gálatas, 4, 22-27.
34
Louis Réau, Iconografía del arte cristiano, vol. ii, p. 745.
35
A. de Hipona, op. cit., libro xxii, cap. 17, p. 514. De hecho, los cuatro últimos libros de La
ciudad de Dios son una interpretación muy detallada del Apocalipsis.
la retórica del bien y del mal 41

un proyecto para desarrollarse en la historia y en el tiempo, no era ni la Igle-


sia militante ni un reino terreno; su desenvolvimiento tendría lugar en la eter-
nidad, en un espacio donde la Iglesia triunfante de los elegidos viviría en la
presencia de Dios Padre y del Cordero Cristo.36 San Agustín retomaba así la vi-
sión de san Juan y mostraba a la nueva Jerusalén como una esposa que se
ofrecía al Cordero, como una ciudad llena de luz, pero sin templo (pues su
centro era el mismo Dios), y como una nueva creación y un nuevo paraíso
en el que se recuperaría la inocencia original perdida. Los hijos de Abel, que
como pastor era peregrino, terminarían ahí (en el paraíso urbano de la Jeru-
salén celeste) su peregrinar en la tierra y se convertirían en ciudadanos del
cielo, su patria verdadera.
Tanto el Apocalipsis como La ciudad de Dios crearon, frente a esta ima-
gen de una ciudad santa, otra de una entidad corruptora, hija de Caín, que
contenía muerte, dolor y maldiciones. Los paradigmas de esa ciudad peca-
dora eran Babilonia y Roma, ámbitos terrenales que tendrían también su
continuación en el infierno, convertido en la ciudad de Satanás y de los ré-
probos por la eternidad. Ya desde san Juan, ambas ciudades compartían su
campo semántico positivo o negativo con figuras alegóricas femeninas para-
lelas; una, la mujer vestida de sol con la luna bajo sus pies y coronada de es-
trellas, aparecía como la vencedora del dragón infernal; la otra, era la gran
prostituta que llevaba en su mano una copa llena de abominaciones e impu-
rezas y que se emborrachaba con la sangre de los santos y de los mártires.
Con el tiempo, ambas figuras fueron utilizadas también para representar a
las mismas ciudades, pues la mujer funcionaba como un símbolo perfecto de
una entidad que, como ella, contenía a sus hijos. Además, la imagen positiva
fue asociada desde el siglo xiv con una de las más destacadas advocaciones
marianas de fines de la Edad Media: la Inmaculada Concepción. Con ella,
María recibió, entre muchos otros apelativos, los de ciudad de Dios (civitas
Dei) y casa de oro (Domus Aurea, uno de los nombres del templo de Salo-
món) como parte de los emblemas de la llamada letanía lauretana. No era
difícil realizar tales asociaciones dado que la Virgen, al igual que la Jerusalén
celeste y que el santuario, había contenido en su seno a Cristo.
El desarrollo de la simbología hierosolimitana estaba además inmerso
en un ámbito en el que las ideas apocalípticas se fortalecían, avivadas por las
guerras, las catástrofes y las epidemias que asolaban a Europa y, después de
la ruptura producida con los protestantes, por las divisiones y luchas religio-
sas del siglo xvi.
Entre el jardín del Edén del Génesis y la Jerusalén del Apocalipsis se de-
sarrollaba la historia humana, una historia concebida, como vimos, como la
lucha entre el bien y el mal. Por ello, la mayor parte de las narraciones histó-
ricas hacían referencia a la confrontación de personajes heroicos con villa-

36
Elsa Cecilia Frost, La historia de Dios en las Indias. Visión franciscana del mundo,
pp. 64 y ss.
42 la retórica del bien y del mal

nos. Por ello en las descripciones de las vidas de tales actores se ponía énfa-
sis no en aquello particular de cada uno sino en lo que era ejemplar.
La principal fuente para esas historias era la Biblia, texto por donde cir-
culaban narraciones en las que los héroes del pueblo de Israel y de la primi-
tiva Iglesia cristiana (los hijos de la luz) se relacionaban con egipcios, babilo-
nios, fenicios, filisteos, griegos y romanos (los hijos de las tinieblas). A ella se
agregaron las leyendas áureas que describían las prodigiosas vidas de márti-
res, ermitaños, monjes, obispos, mujeres, nobles y reyes que habían sido to-
cados por Dios. Éstos eran los héroes de la llamada “historia sagrada”. Sin
embargo, desde la Edad Media comenzaron a insertarse como parte de la
historia otras narraciones que hablaban de hazañas guerreras o que servían
de modelos de buen gobierno para los príncipes. Por un lado influyó la recu-
peración del mundo clásico con los héroes de la guerra de Troya, las hazañas
de Alejandro Magno o de Julio César y los ejemplos de los emperadores ro-
manos; por el otro los ciclos de la literatura caballeresca elaborada alrededor
de personajes como el rey Arturo o Carlomagno entraron también al arsenal
retórico del que podían salir ejemplos morales.
Este proceso de recuperación de la historia “profana” está relacionado
con el ascenso de los ideales caballerescos desde el siglo xii. Ciertamente los
valores que se ofrecían a estos laicos guerreros estuvieron marcados por el
cristianismo que los volvió “protectores de la Cristiandad”, sobre todo a par-
tir de las Cruzadas. Fue entonces que se crearon las órdenes militares (Tem-
ple, Santiago, Calatrava), se generalizó el culto a santos caballeros, se recu-
peraron viejas formulas litúrgicas para bendecir a guerreros y armas y se
generaron ceremonias de investidura, ritual que sacralizaban sus promesas
de servicio a la causa de la fe y recordaban las virtudes que el caballero debía
cumplir. Sin embargo, el ideario caballeresco de la Iglesia competía con otros
que, si bien tomaban elementos y valores de la religión cristiana, respondían
a un tipo de intereses distintos. Las monarquías renacientes de los siglos xiii
y xiv, por ejemplo, insertaron el esquema caballeresco en su proyecto de so-
meter a las fuerzas feudales, en especial a una baja nobleza que los podía
apoyar con su belicosidad a consolidar el poder centralizador. Frente a los
clérigos, que restringían los placeres a los caballeros, los reyes los colmaban
de música, canciones, cacerías, banquetes y torneos. Frente al modelo de
castidad clerical se imponían los códigos relacionados con la mujer y con el
amor cortés, códigos en los cuales la moral nobiliaria también se distanciaba
de la ética eclesiástica.37
Para el siglo xiv se intensificó el culto a los tiempos en que la caballería
era perfecta, a una edad dorada representada por el mito artúrico, por los
cantares de gesta carolingios o por los héroes de la Cruzada. En el siglo xv
la aparición del tema de los nueve de la fama formuló el modelo retórico
de unos caballeros (reyes o nobles) cuyas hazañas históricas eran dignas de

37
Cf. J. Flori, Caballeros y caballería en la Edad Media.
la retórica del bien y del mal 43

emulación pero también de memoria: tres de ellos eran judíos (Josué, David
y Judas Macabeo), tres eran paganos (Héctor, Alejandro y Julio César) y tres
cristianos (Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon). Su presencia mos-
traba la gran circulación que tenían no sólo los temas bíblicos, sino también
las historias épicas del ciclo francés carolingio, la llamada materia artúrica
bretona y las narraciones troyanas, alejandrinas y romanas. Para esta histo-
ria retórica no había una distinción entre los héroes reales y los míticos. Ese
mismo sentido tenía el rescate de los dioses paganos como Marte, o de los
héroes clásicos como Perseo o Hércules, considerados como hombres cuyas
hazañas los habían convertido en seres deificados. En ellos podían encon-
trarse no sólo símbolos de valores no cristianos de lo caballeresco, sino ade-
más reflejaban el nuevo gusto por la Antigüedad pagana con una moral que
justificaba la violencia y la atracción por las mujeres, sin los pruritos que im-
ponía el cristianismo.38
Durante el Renacimiento comenzaron a aparecer nuevos héroes, el sabio
letrado, el poeta, el artista, que podían proceder de la clerecía, la nobleza o la
burguesía, pero cuyas virtudes no compaginaban ni con las del santo ni con
las del guerrero pues estaban vinculadas al conocimiento libresco o a la ca-
pacidad creadora de belleza. Su actividad, aunque podía estar relatada tanto
en la historia sagrada como en la profana, era sin embargo un nuevo timbre
de orgullo para las comunidades que los tuvieron como miembros.
Con todo, ambas percepciones del pasado, la sagrada y la profana, esta-
ban fuertemente arraigadas en la concepción agustiniana de la historia, en la
cual no podía existir la idea de que el mundo era perfectible. El único hecho
futuro seguro era el Apocalipsis y la única sociedad perfecta era la Jerusalén
celeste; el progreso era imposible de concebir a causa de la presencia de la
ciudad de Satanás. De esta concepción participaba incluso la herética visión
de un reino milenario de Cristo instaurado en la tierra que consideraba el
futuro como una recuperación del Edén perdido, situación que sería impues-
to por Dios de manera rotunda e inminente y no paulatina. Al no existir la
idea de “progreso”, tampoco se podía concebir un mejoramiento en la socie-
dad. Hasta las utopías del Renacimiento fueron pensadas como construccio-
nes ideales de las que no se esperaba una concreción en el futuro. Estaban
asumidas como paradigmas que mostraban críticamente las limitaciones del
presente. Por ello, las sociedades que buscaban modelos de perfección terre-
nales veían hacia el pasado, no hacia el futuro. A pesar de ello, tampoco el
pasado era concebido en una perspectiva de distancia histórica, sino como
una sucesión de imperios que habían seguido una evolución similar (ascen-
so, plenitud y decadencia) y cuyos héroes y villanos se comportaban de ma-
nera muy similar a los de su presente. La única época en la que la humani-
dad fue perfecta y feliz se dio en el paraíso terrenal, cuando Adán y Eva no
habían contaminado con su pecado toda la creación y a su descendencia.

38
Maurice Keen, La caballería, pp. 145 y ss.
44 la retórica del bien y del mal

Esta concepción cristiana vivió algunas variantes cuando se le intentó


compaginar con las ideas que el mundo clásico tenía sobre una dicha primi-
genia durante una “edad dorada”. Hesiodo fue el primero en hablar de una
era de oro en la que los hombres eran dichosos, no se hacían viejos y desco-
nocían el trabajo, la guerra y la injusticia. Con las edades sucesivas (de plata,
de bronce y de hierro) se introdujo el mal en el mundo.39 Esta idea se fue fil-
trando poco a poco en el pensamiento cristiano, el cual llegó a concebir la
historia humana como una sucesión de edades gloriosas seguidas de perio-
dos catastróficos. Uno, sin embargo, fue el periodo histórico dorado al cual
se le dio un carácter fundante y excepcional, por estar vinculado con la En-
carnación del Hijo de Dios: el de la Iglesia primitiva de los apóstoles y de los
mártires, etapa que coincidía además con la del paradigma político más im-
portante para Occidente: el de la Roma imperial.
Con el interés creciente que se dio sobre la Antigüedad romana desde el
siglo xiv, gracias al rescate de los textos de Virgilio, Tácito, Suetonio y Plu-
tarco, y con el rescate de esculturas, monedas, relieves y monumentos, la
moda romana se hizo presente en el arte y en la literatura. Los santos anti-
guos, los mártires y hasta los arcángeles se vistieron como soldados roma-
nos y los emperadores modelaron los discursos y emblemas de las monar-
quías. Todo se vistió “a la romana”, pero el anacronismo no desapareció de
la historia pues los troyanos o los judíos se vistieron a la turca. La extrañe-
za del otro no existía y al describirlo la única manera era dándole el carác-
ter de lo conocido.
En ese mundo simbólico los novohispanos abrevaron y a partir de él
crearon sus identidades. Sin embargo, no debemos olvidar que el espacio y
el tiempo, esos dos parámetros básicos de la realidad, no tenían sólo como
fuente la retórica, ellos también estaban cargados de la experiencia física,
social e histórica que formaba parte de las vivencias de los habitantes de un
territorio. Los códigos culturales cotidianos compartidos por una comu-
nidad específica, insertos dentro de los relatos, les otorgaban cierta verosimi-
litud y trascendían el “mero propósito de proyectar un espacio (narrado)
como puro marco o escenario de la acción”. Con estos referentes se hacía
cercano el modelo retórico, se propiciaba la creación de patrones de com-
portamiento y se forjaban sentimientos de pertenencia e identidad.40 Éstos
se construyeron en Nueva España a partir de tres grandes líneas temáticas
relacionadas con la memoria histórica: los hechos fundacionales (conquista
y evangelización), el pasado indígena (básicamente el náhuatl) y los aconte-

39
Jean Delumeau, Historia del paraíso, vol. iii, pp. 24 y ss.
40
En el relato se establece un contrato de inteligibilidad que consiste en la relación que se da
entre el mundo narrado y el real, en que los espacios deben ser reconocibles, es decir, contar con
un alto grado de referencialidad. La dimensión espacial del relato es también donde convergen
y se articulan los valores temáticos, ideológicos y simbólicos de una época. Luz Aurora Pimentel,
El espacio en la ficción. Ficciones espaciales. La representación del espacio en los textos narrativos,
pp. 10 y 64.
la retórica del bien y del mal 45

cimientos prodigiosos alrededor de imágenes milagrosas y de “santos” pro-


pios. Estas tres líneas tuvieron un desarrollo simultáneo y se influyeron mu-
tuamente a lo largo de los tres siglos virreinales. Pero antes de entrar a una
propuesta de periodización de esta evolución debemos analizar quiénes fue-
ron sus principales promotores.

4. Los forjadores de las patrias:


clérigos, caballeros e indios nobles

Patria: la tierra donde se ha nacido. Es nombre latino [pater, patris]. Compatriota


es aquel que es del mismo lugar. Nación: del nombre latino, natio, is. Vale reino o
provincia extendida, como la nación española. Provincia: Es una parte de tierra
extendida, que antiguamente, acerca de los romanos, eran las regiones conquis-
tadas fuera de Italia […] A estas provincias enviaban gobernadores, y como aho-
ra los llamamos cargos, este mismo nombre provincia significaba cargo. En las
religiones tienen divididas sus casas por provincias y los que las gobiernan se
llaman provinciales.41

Como todo proceso histórico, el efecto de consolidación de una identi-


dad nacional en nuestro país ha sido acumulativo, así como las cargas se-
mánticas que han ido adquiriendo los diferentes términos que definieron
esa identidad (patria y nación, por ejemplo) a lo largo del tiempo. Esos dos
términos, prácticamente utilizados como sinónimos en nuestros días, no tu-
vieron para nuestros antepasados del siglo xix (a pesar de que en esa época
se conformó nuestra idea) ni para los novohispanos la misma connotación
que tienen para nosotros. En el siglo xvii la palabra patria (término derivado
de pater) no se refería a la Nueva España en su conjunto, sino más bien al te-
rruño donde se había nacido, como lo muestra el epígrafe sacado del Tesoro
de la lengua de Sebastián de Cobarruvias; la palabra patria definía por tanto
lo que llamaremos la identidad local. En la América septentrional no existía
propiamente un país, las fronteras no eran muy claras ni por el norte ni por
el sur, y su delimitación en los mapas se representaba de manera incierta.
El reino era una extensión de la capital y, aunque no se utilizaba aún exten-
sivamente la misma palabra para definir a las dos entidades como ahora, se
comenzaban a poner las bases de esa monumental metonimia que trasladó
al país entero el nombre de la ciudad capital, la primera entidad urbana que
construyó sus símbolos patrios y que los extendió al resto del territorio.
Otro sentido distinto tenía el término nación, en el cual lo que pesaba
eran las connotaciones de carácter cultural y lingüístico (nación catalana,
otomí, vascongada, chichimeca), aunque también se utilizaba como “reino
o provincia extendida, como la nación española”, como dice el Tesoro de la

41
S. de Cobarruvias, op. cit., pp. 823, 857 y 885.
46 la retórica del bien y del mal

lengua de Sebastián de Cobarruvias.42 En México, sobre todo a raíz de las


pugnas entre los grupos blancos, nación comenzó a tener el sentido de lugar
de nacimiento (nación criolla o peninsular) o una carga étnica (nación india),
es decir, que la procedencia comenzó a pesar más que la cultura como base
de su definición. Con todo, el término era excluyente, todo lo contrario a la
carga semántica que comenzó a adquirir ya desde fines del periodo virreinal
(con su sentido de inclusión de todos los habitantes de un territorio) y que
utiliza ya José María Morelos, quien se autodenomina “siervo de la nación”.
Al igual que nación, el término provincia también tenía una connotación
territorial. Cobarruvias la define como “una parte de tierra extendida, que
antiguamente, acerca de los romanos, eran las regiones conquistadas fuera
de Italia […] a éstas enviaban gobernadores […] en las religiones tienen di-
vididas sus casas por provincias”.43 La connotación se prestaba, junto con
otra demarcación religiosa, la diócesis, a forjar una identidad regional que
rebasaba la limitada por una ciudad.
Con todo, patria, nación, provincia o diócesis eran términos de uso co-
rriente; en cambio son extemporáneos los de “colonia” o “país”. Hasta el si-
glo xviii, Nueva España no fue concebida por sus habitantes como su patria
y menos como un país (término que se usaba para definir el paisaje). Nueva
España fue originalmente una denominación geopolítica creada por Hernán
Cortés y utilizada para defender, frente a otros pretendientes a gobernar-
la y ante el rey, sus privilegios patrimoniales sobre el territorio que había
conquistado. Con estas bases, durante el siglo xvii los criollos fabricaron el
esquema de un “reino”, perfectamente compatible con un imperio como
el español, cuyos orígenes partieron de la unión de los reinos peninsulares
y de sus anexos en Italia y Flandes. Pero, para mediados de esa centuria, el
esquema no rebasaba la esfera de los burócratas, los clérigos y los nobles
con pretensiones ante la Corona y dependía más bien de la idea imperial
hispánica, aunque comenzaba ya a utilizarse el calificativo “regnícola” para
denominar a los habitantes del territorio frente a los “extranjeros”.44
Como veremos, la construcción de una figura emblemática de Nueva Es-
paña, asociada a la idea del pacto entre la Metrópoli y sus reinos asociados,
fue el primer intento por romper los localismos y generar una concepción
que abarcara todo el territorio. Sin embargo, la idea de una entidad geopolí-
tica autónoma denominada “América septentrional” no fue concebida sino
hasta el siglo xviii, época en la que comenzó a conformarse esa identidad
que podríamos considerar “protonacional”.
Finalmente estaba el término “monarquía”, que tenía también una conno-
tación territorial, pero con un sentido más ecuménico pues abarcaba todos
42
Ibid., p. 823.
43
Ibid., p. 885.
44
Fray Joseph Manuel Rodríguez, en la vida de fray Sebastián de Aparicio (México, 1769),
señalaba en el prólogo que “más de quince escritores entre regnícolas y extranjeros” habían tra-
tado sobre ese asunto hasta sus días.
la retórica del bien y del mal 47

los reinos y provincias sujetos a una cabeza suprema. Por estar basada en la
constitución del imperio romano, la figura del emperador se convirtió en la re-
presentación más acabada de ese dominio universal. Esa monarquía hispá-
nica, defensora de la fe, se manifestaba en todo el ámbito imperial a través
de sus representantes los virreyes, imágenes vivas del rey, realidad superior
e invisible que a su vez era representante de Dios en la tierra. Por ello, a pe-
sar de su poder absoluto, la monarquía debía gobernar procurando el bien
común de su pueblo y obedeciendo las leyes, pues debía rendir cuentas de su
actuación al rey supremo. De ahí que cuando no hubiera cabeza visible en la
monarquía, la autoridad regresaba al pueblo en donde de hecho residía la vo-
luntad de Dios.45 Con todo, a lo largo de los siglos medievales, y aún hasta
el Barroco, se elaboró una compleja red de símbolos que convirtieron a la
monarquía en una institución santa. La canonización de algunos reyes por
ser protectores de la Iglesia, fundadores de monasterios, difusores de la fe
y vencedores de los paganos e infieles (llegando incluso varios de ellos a ser
considerados mártires por haber muerto en esas guerras santas), reforzaron
el carácter sagrado de la realeza. Por otro lado, la introducción paulatina de
los emblemas monárquicos (trono, cetro, corona y espada) como atributos
de la divinidad daban legitimidad a los reyes terrenales, vinculándolos indi-
solublemente con un cielo que se concebía como una corte palaciega.
De estas cuatro identidades que funcionaban en Nueva España quedaron
testimonios escritos y visuales. Sus creadores pertenecían a los sectores que te-
nían acceso o que controlaban los medios de difusión (fiestas, imprentas,
sermones, imágenes, liturgia, etcétera). Como en toda sociedad estamental
y jerarquizada de Occidente, en la de Nueva España la mayor parte de los
llamados “letrados” procedían del ámbito eclesiástico, aunque también exis-
tía un número elevado de testimonios de los sectores seglares: los caballeros
nobles, los comerciantes y los funcionarios de la Corona.
Los miembros del aparato eclesiástico poseían un fuerte sentimiento de
pertenencia estamental, reforzado por una serie de privilegios, como la exen-
ción tributaria, el derecho a ser juzgados por tribunales especiales, el fuero
de intocabilidad, etcétera. Esto fue sin duda una de las razones por las que
fueron los que construyeron los más sólidos discursos identitarios. El or-
den social, considerado como divino, separaba a los habitantes en clérigos y
laicos, y en éste los primeros eran superiores por ser castos y representar a
Dios. No obstante, la Iglesia no era una unidad que actuaba de manera uni-
forme y en total acuerdo; por principio, existían dentro de ella dos grandes
sectores: el clero secular y el clero regular. El primero, que vivía en el siglo
o saeculum y no en comunidades, dependía directamente de los obispos y
estaba formado por los miembros de los cabildos de las catedrales y por los
sacerdotes que tenían a su cargo la administración religiosa en algunos san-
tuarios, parroquias y capillas. El regular, por su parte, habitaba en conventos,

45
A. Cañeque, “Espejo de virreyes…”, en J. P. Buxó (ed.), op. cit., pp. 203 y ss.
48 la retórica del bien y del mal

colegios u hospitales bajo una regla y estaba formado por diversas órdenes
religiosas cuyas provincias estaban distribuidas en un territorio donde esta-
ban sus diversas fundaciones.
Entre las diferentes órdenes que formaban el clero regular había grandes
diferencias en cuanto a actividades y organización, pues sus sacerdotes te-
nían diferentes maneras de concebir la administración de la religión a la po-
blación blanca, mestiza e indígena. Los mendicantes la realizaban en sus
templos y en los de las religiosas adscritas a ellos; las órdenes hospitala-
rias en los hospitales bajo su cuidado, y los jesuitas la desarrollaban en las
calles, en sus colegios, en las cárceles, entre las monjas o en los recogimien-
tos de mujeres. Además estaban las actividades que franciscanos, dominicos,
agustinos y jesuitas desarrollaban en los pueblos de indios en la antigua
Mesoamérica y en las misiones entre infieles en el norte.
Este control que ejercían los regulares sobre una buena parte de la po-
blación, que era indígena, generó desde el siglo xvi profundos conflictos en-
tre ellos y el episcopado. Desde mediados de esa centuria, los obispos se opu-
sieron al acaparamiento de los frailes mendicantes sobre la mayoría de las
parroquias indígenas en pueblos y ciudades; cuando los obispos quisieron
ejercer su autoridad sobre ellas, los religiosos se negaron a obedecerlos ale-
gando que sólo recibían órdenes de sus provinciales. La lucha entre ambos
sectores de la Iglesia estalló irremediablemente y duró hasta que las pa-
rroquias fueron entregadas a los seculares en el siglo xviii, con excepción de
varias en Puebla, que ya habían sido secularizadas por el obispo Juan de Pa-
lafox desde mediados del siglo xvii. Este mismo prelado entró también en
conflicto con los jesuitas y otras órdenes a causa de la situación de exención
que éstas tenían en el pago a la catedral de los diezmos sobre sus haciendas.
Estos conflictos marcaron muchos de los discursos identitarios a lo largo de
los tres siglos virreinales.
Por otro lado, a partir de la segunda mitad del siglo xvi la Iglesia novohis-
pana afianzó sus lazos con los grupos de poder y vinculó sus intereses con los
de las elites económicas. Por ello, en los dos primero siglos virreinales, el es-
tamento eclesiástico novohispano estuvo formado básicamente por elemen-
tos del grupo “español”, pues se prohibió explícitamente la entrada en él a los
indígenas, mestizos y mulatos, considerados como espurios o bastardos. Sin
embargo, miembros de estos grupos, incluso de origen ilegítimo, ingresaron
continuamente al clero gracias al ambiguo uso que se daba al término “espa-
ñol”. La Iglesia se convirtió así en una de las pocas salidas que tenían los hi-
jos de las familias acomodadas y medias, pues el mayor lo heredaba todo y
muchos de los segundones se veían obligados a tomar el estado eclesiástico.
Este fenómeno provocó una entrada masiva de criollos en el clero secular y
regular, lo que afianzó los lazos entre la Iglesia y la sociedad civil.
Asimismo, herencias y limosnas se acumulaban en las instituciones ecle-
siásticas que permanecían en el tiempo y que no fragmentaban sus propieda-
des, a pesar de las continuas prohibiciones de la Corona con el fin de que
la retórica del bien y del mal 49

esto no sucediera. Se calcula que el 50% de las fincas urbanas y un porcenta-


je semejante de las rurales estaban en manos del clero regular. Algunas órde-
nes religiosas, como los jesuitas, llegaron a poseer importantes haciendas que
trabajaban directamente para mantener sus colegios. Los carmelitas, los mer-
cedarios, los dominicos y los agustinos, que también poseían grandes exten-
siones de tierras, las arrendaban a particulares, excepto las haciendas azuca-
reras, cuyos trapiches eran un excelente negocio y que casi siempre fueron
administrados por un miembro de la orden. Por último, había institutos,
como los franciscanos, que casi nunca aceptaron propiedades. Además de la
posesión de tierras y casas, los conventos de frailes y de monjas y sus cofra-
días detentaban una parte importante del capital líquido y, con ello, las acti-
vidades de crédito, cobrando interés por sus préstamos 5% anual. Los órga-
nos eclesiásticos eran los principales consumidores de bienes suntuarios y de
servicios, por lo que su abasto sostenía a importantes sectores medios y mo-
destos urbanos. Por su parte, los cabildos catedralicios recibían importantes
sumas de dinero por el cobro del diezmo, obligación que cargaba a los produc-
tores agrícolas y ganaderos (exceptuando a los indios) con el pago del 10% de
su producción anual bruta.
La base de su poder social y económico partía sin duda del control ab-
soluto que los eclesiásticos tenían, no solamente sobre la religión, presente
en todos los momentos de la vida, sino también sobre la educación, sobre
las obras de beneficencia (hospitales, asilos, orfanatos) y sobre casi todos
los medios masivos de difusión: sermones, obras de arte, teatro, festejos, li-
turgia, imprentas. A través de la dirección espiritual, de la organización de
cofradías y hermandades, de la confesión y de la administración y registro
de bautizos, matrimonios y defunciones, los clérigos tuvieron una incidencia
social excepcional. En este sentido la Iglesia cumplía muchas funciones que
están en la actualidad en manos del Estado.
A ese poder ideológico con el que contaban, debemos añadir el poder
político y económico. La Corona española, para controlar a sus autorida-
des civiles en las colonias, dio a los arzobispos y obispos poderes extraordi-
narios. Así, a menudo cumplieron cargos de visitadores e incluso de virre-
yes interinos y en todo momento fiscalizaron la actuación de las autoridades
laicas. Los reyes tenían además, gracias al Regio Patronato, la preeminencia
de nombrar obispos que fueran afines a la monarquía hispánica, la capaci-
dad de autorizar la edificación de nuevas iglesias, parroquias y conventos
y la posibilidad de detener bulas o breves papales que atentaran contra sus
intereses.
Esta fuerte presencia del estamento eclesiástico en la sociedad propició
que, en la búsqueda de sus propios intereses, sus miembros construyeran
importantes discursos identitarios. Este fenómeno se dio en las mismas au-
toridades episcopales que tenían ingerencia en un gran número de espacios
sociales: la universidad, el seminario conciliar, algunos santuarios de pere-
grinación, la mayoría de los monasterios de religiosas y de los recogimientos
50 la retórica del bien y del mal

de mujeres y algunos hospitales, orfanatos y residencias estudiantiles. En su


carácter de “pastor”, el obispo tenía bajo su cuidado tanto el bienestar mate-
rial de sus “ovejas” como el espiritual, por lo que a menudo también se hizo
cargo de obras públicas y de beneficencia y se vinculó a los intereses polí-
ticos de los criollos, al igual que a sus inquietudes identitarias, como la pro-
moción de santos locales o de imágenes milagrosas.
Junto con el obispo, el cabildo de la catedral era el otro gran promotor
de identidades culturales a partir de su fuerte sentimiento corporativo, el
cual se equiparaba al del ayuntamiento con el que a menudo competía, so-
bre todo en los festejos de recepción de los virreyes. La participación de los
miembros de los cabildos catedralicios fue destacada tanto en la catedral
como en la universidad y en algunos santuarios, espacios en los que se pro-
movían símbolos y prácticas identitarias. Además del cabildo, varios miem-
bros del clero secular se organizaban en congregaciones, siendo una de las
más importantes la del oratorio de San Felipe Neri, que se ocupaba de diver-
sos ministerios, como la predicación o la beneficencia, y que también tuvo
un importante papel en la conformación de identidades, sobre todo en el Ba-
jío. Además de estas instituciones, estaban bajo el mando del obispo todos
aquellos clérigos no sujetos a una orden religiosa ni a ningún otro aparato
corporativo. Algunos, que provenían de familias ricas y habían recibido una
pulida educación universitaria, eran los que ocupaban los mejores puestos;
varios de ellos se convirtieron también en importantes mecenas cuya labor
los convirtió en “padres de la patria”. A esta elite clerical “criolla” se unió a
partir del siglo xviii un considerable sector de sacerdotes mestizos pertene-
cientes a la llamada “nobleza indígena”, egresados de los seminarios y de la
universidad y que tuvieron un importante papel en la construcción de sím-
bolos patrios en las comunidades indígenas.46
El clero regular, por su parte, también construyó identidades como ins-
trumentos de consolidación de su esquema corporativo constituido por pro-
vincias. Entre los mendicantes éstas estaban bajo el mando de un provincial
y de un cuerpo consultivo integrado por cuatro definidores, los priores de los
conventos (llamados guardianes entre los franciscanos y comendadores en-
tre los mercedarios). Las provincias constituían un gobierno central cuyos
miembros eran elegidos en capítulos provinciales por un cuerpo electoral y
eran independientes, tanto de las otras provincias de la misma orden, como
del obispo. Los mendicantes novohispanos, por su constitución, renovaron
sus cuadros con personas procedentes de los grupos criollos y mestizos, por
lo que muy pronto se identificaron con los intereses locales y generaron nu-
merosos símbolos identitarios alrededor de sus santos e imágenes.
Los jesuitas, con una organización distinta a la de los mendicantes, te-
nían sin embargo la misma autonomía que ellos, aunque sus cuadros de po-

46
Paul Ganster, “Religiosos”, en Louisa Hoberman y Susan M. Socolow (comps.), Ciudades y
sociedad en Latinoamérica colonial, pp. 153 y ss.
la retórica del bien y del mal 51

der eran elegidos desde Roma y no por mecanismos de sufragio interno


como los frailes. Por ello entre su personal había tanto individuos de origen
criollo como procedentes de diversos países europeos. Por su carácter mul-
tiétnico ésta fue la orden que tuvo mayor influjo en la inserción de la idea de
América en la catolicidad universal. Las órdenes femeninas, por su parte,
aunque no eran consideradas miembros del clero por su género, sí estaban
sometidas a reglas monacales. Cada uno de sus monasterios poseía una gran
autonomía, al igual que fuertes vínculos con las oligarquías y capas medias
urbanas de donde las monjas procedían. Salvo excepciones, como sor Juana
Inés de la Cruz o sor María de San Joseph, sus miembros no tenían acceso a
la imprenta y sus escritos no llegaron a tener impacto social, pero sus virtu-
des y milagros, difundidas por sus confesores a partir de textos manuscritos
elaborados por ellas, se convirtieron en timbres de orgullo para las ciudades
en las que habitaron.
Junto al estamento clerical existía también un segundo grupo, el de los
seglares (vinculado al estamento nobiliario), que promovió los valores caba-
llerescos y amorosos y los códigos de honor y representación pública; en ese
ámbito se regularon el ceremonial cortesano y los atributos jurídicos de un
estado patrimonialista y se difundió una cultura filosófica en la que se mez-
claban el aristotelismo escolástico con las modernas corrientes cartesianas.
Este ámbito se vinculó tanto a las corporaciones en las que estaban inscritos
la mayoría de los sectores sociales, como a las distintas autoridades que ad-
ministraban el territorio, desde aquellas nombradas por el rey (como el virrey,
los gobernadores y los oidores) hasta los funcionarios menores elegidos por
el virrey (como los alcaldes mayores y corregidores). Los centros donde se
generaba una cultura de este tipo eran la corte virreinal y las facultades de de-
recho y medicina de la universidad, aunque también los ayuntamientos urba-
nos, los gremios, congregaciones, cofradías y órdenes terceras ejercieron un
importante papel en la transmisión cultural pues ellos eran parte fundamen-
tal en la organización de las fiestas. A pesar de que los religiosos ayudaron a
forjar los símbolos de las identidades urbanas en el siglo xvii, no fueron ellos
los únicos que los elaboraron. Éstos también surgieron de aquellas corpora-
ciones más vinculadas con los sectores e intereses locales: los ayuntamientos.
Fue en esos ámbitos donde los autores laicos y eclesiásticos expresaron los
más acabados discursos patrióticos desde la segunda mitad del siglo xvii.
Dentro de los sectores seglares novohispanos tuvieron un papel funda-
mental las comunidades indígenas representadas por sus dirigentes y sus
ayuntamientos. Su activa participación política y su fuerte presencia en el ám-
bito festivo los convirtieron en elementos fundamentales dentro de la cons-
trucción de las identidades novohispanas.
El término criollo se ha utilizado a menudo con una gran ambigüedad
pues define más una situación de nacimiento que una condición social o cul-
tural. Como lo ha mostrado atinadamente Bernard Lavallé, su utilización
tuvo originalmente un carácter negativo, pues se aplicaba a los esclavos ne-
52 la retórica del bien y del mal

gros nacidos en América, y su desplazamiento semántico hacia los hijos de


los españoles traía en sí mismo una carga desvalorizadora; de hecho, mu-
chos de los vicios que se atribuían a los esclavos y a los indios, como la pere-
za y la laxitud moral, también se les adjudicaron a los nativos blancos de In-
dias. Éstos, al aceptar ese vocablo para denominarse, comenzaron a quitarle
su carga negativa (con lo que se inició una primera apropiación identita-
ria), aunque insistieron en su equiparación con los españoles de la península
ibérica. Por tanto, la primera identificación en el siglo xvi partió de una ad-
hesión a intereses locales más que de un verdadero sentido de pertenencia a
la tierra. Con el tiempo, sin embargo, este sentimiento se volvió determinan-
te, acicateado por la percepción de que los criollos eran excluidos de los car-
gos rectores de la sociedad por parte de las autoridades españolas y por la
discriminación de los recién llegados de España. Ese sentimiento se vio fuer-
temente influido por las pugnas entre criollos y peninsulares dentro de las
órdenes religiosas en las primeras décadas del siglo xvii, pugnas que fueron
un caldo de cultivo para afianzar el sentido de pertenencia a la tierra.47 En
adelante este sentimiento se convertiría en orgullo y en una conciencia cada
vez más clara de vivir en una entidad diferente a España.
Sin embargo, eso que vamos a denominar “conciencia criolla” no fue algo
privativo de los nacidos en América. Debemos tener en cuenta aquí lo que
Edmundo O’Gorman señaló hace varias décadas: el término criollo, desde el
punto de vista cultural, debe utilizarse para hacer referencia a una actitud
que puede encontrarse tanto en autores nacidos en Nueva España como en
peninsulares asimilados a ella.48 Al hablar en este trabajo de identidad “crio-
lla” la referencia estará siempre circunscrita a dos grupos específicos: los
eclesiásticos nacidos en América o en España que, por formar parte de un es-
tamento caracterizado por una fuerte conciencia de pertenencia, fueron ap-
tos para formular coherentemente símbolos e imágenes de identidad y que,
a partir de su control sobre los medios de difusión, transmitieron mensajes
visuales y discursos verbales capaces de tener un impacto social; los caballe-
ros y los mercaderes que, independientemente de su procedencia, emitieron
discursos de orgullo local o corporativo a través de los ayuntamientos urba-
nos o del Consulado. En buena medida, como pretendo demostrar en este li-
bro, los ideales criollos permearon también a la nobleza indígena, por lo que
podemos aseverar que sus identidades eran profundamente “criollas”.
Todos estos sectores eclesiásticos y laicos tenían como sus centros de
actuación y difusión las corporaciones, un sistema institucional que articu-
laba toda la sociedad. Una buena parte de la vida cotidiana de muchos indi-
viduos se desarrollaba dentro de esos mundos cerrados que eran las cofra-
días, los gremios, las provincias religiosas, la universidad, los cabildos civiles
y eclesiásticos, las comunidades indígenas, etcétera. Las corporaciones eran

47
Bernard Lavallé, Las promesas ambiguas. Criollismo colonial en los Andes, pp. 15 y ss.
48
Cf. E. O’Gorman, Meditaciones sobre el criollismo.
la retórica del bien y del mal 53

el medio por el cual los individuos podían hacer valer sus derechos ante el
Estado, recibir asistencia social e incluso obtener ascenso personal. A través
de ellas, las autoridades podían vigilar el cumplimiento de obligaciones fis-
cales y legales y dirimir disputas. Cada corporación poseía sus propios regla-
mentos y estatutos internos que regulaban el ingreso y las obligaciones de
los miembros; cada una administraba sus mecanismos de elección de autori-
dades y de autorregulación (veedores en los gremios, visitadores en las pro-
vincias religiosas); cada una controlaba los recursos económicos para gastos
colectivos y organizaba las celebraciones de sus santos protectores; por últi-
mo, cada una detentaba sus estandartes, galardones, imágenes y trajes pro-
pios, sistemas simbólicos que cada corporación configuraba, transmitía y
exhibía en las procesiones y fiestas civiles y religiosas, defendiendo en ellas
su posición respecto de los otros cuerpos sociales, su espacio predetermina-
do y situado jerárquicamente. En algunas de ellas se exaltaban también los
logros de sus miembros destacados por medio de crónicas y retratos, pues
con esto la corporación obtenía prestigio. Quien no pertenecía a uno o varios
de estos cuerpos era un verdadero marginado del orden social.49 En ellos, fi-
nalmente, se produjo y reprodujo la sofisticada cultura barroca que tenía
como sus principales promotores las cofradías y congregaciones, la universi-
dad y la corte en la capital y los conventos masculinos y femeninos, los ayun-
tamientos urbanos y los cabildos de las catedrales en las ciudades impor-
tantes. Estos ámbitos eran centros de convivencia, pero también espacios
forjadores de normas de sociabilidad y civilidad. En ellas existía una memo-
ria colectiva almacenada en sus archivos que se transmitía oral o visualmen-
te a las nuevas generaciones. Aunque no todas poseían un sentido de histori-
cidad, ni el cargo de cronista de la corporación, para todas era fundamental
la acumulación de información pues una buena parte de sus privilegios po-
dían ser defendidos gracias a esa memoria documental.
El carácter corporativo de la sociedad estaba también relacionado con
un dogma religioso, el del cuerpo místico de Cristo. Éste se concebía forma-
do por la Iglesia triunfante, que habitaba en el cielo; por la purgante, que
estaba de paso en el purgatorio, y por la militante, formada por los diversos
cuerpos sociales de la cristiandad. En una fiesta anual, la del Corpus Christi,
y en muchas otras celebraciones religiosas, la ciudad se transformaba en un
teatro en el cual cada uno de los cuerpos sociales o corporaciones desfilaban
alrededor de una custodia que contenía la Eucaristía (el “cuerpo real” de
Cristo). Todos los gestos, comportamientos y movimientos de masas, los ca-
rros alegóricos y las imágenes de los santos que los acompañaban, los arcos
triunfales y los altares efímeros iban dirigidos a cohesionar al grupo y darle
un sentido de salvación; representaban al pueblo elegido en el camino hacia
la Jerusalén celeste, la Iglesia triunfante.

49
Cf. Marialba Pastor Llaneza, Cuerpos sociales cuerpos sacrificiales.
54 la retórica del bien y del mal

Dentro de este esquema de unidad, esta sociedad estamental y corpora-


tiva (donde cada quien ocupaba un lugar predeterminado por Dios) se perci-
bía a sí misma como un sistema jerárquico. A la cabeza de ella se encontraba
el rey de España, representado con la corona, el trono y el cetro y simboli-
zado por el sol, emblema de la centralización monárquica. Este personaje
le daba cohesión a un imperio cristiano, por lo que su función básica era la
defensa de los valores católicos; a él debían fidelidad y obediencia todos sus
vasallos, desde el humilde indígena americano hasta el más noble español,
pues era el representante de Dios en la tierra. Sin embargo, era una obliga-
ción del rey rodearse de consejeros (civiles y eclesiásticos) que le permitieran
llevar a cabo su labor: “en las cosas de conciencia de los prelados o religio-
sos, en las cosas de justicia, de los doctores y letrados, en las cosas de la gue-
rra, de los caballeros que en ella son más experimentados”.50 El cuerpo so-
cial podía funcionar en armonía sólo gracias a la comunicación entre todos
ellos, para la cual no había mares ni fronteras de por medio pues el imperio
español era una unidad.

5. Cambios y permanencias.
Una propuesta de periodización

La conciencia de pertenencia, que se encuentra en la base de la búsqueda de


una identidad propia, fue producto de una evolución; detrás de sus símbolos
se encuentran una serie de inquietudes y necesidades inmersas en un proce-
so de cambios sociales y culturales tanto al interior de Nueva España como
dentro del ámbito imperial del que ésta formaba parte. A partir de algunos
hechos que pueden ser considerados ejes para entender esos procesos he di-
vidido los tres siglos virreinales en cuatro etapas a las que he denominado
con términos tomados de la historia cultural occidental: la era medieval re-
nacentista (1521-1565); la era manierista (1565-1640); la era barroca (1640-
1750), y la era ilustrada (1750-1821).
En la primera etapa (1521-1565), que se inició con la conquista de Méxi-
co-Tenochtitlan y terminó con el gobierno del segundo virrey Luis de Ve-
lasco, la Nueva España se insertó en el área cultural occidental. Sus procesos
se vieron enmarcados en los profundos cambios que vivía Europa en la épo-
ca de Carlos V: la expansión de la hegemonía castellana por herencias y con-
quistas hacia Italia (Nápoles y Milán) y los Países Bajos (Flandes, Bélgica y
Holanda); la ruptura de la unidad cristiana con la aparición de la reforma
protestante en el centro y norte del continente, y la consolidación de una vi-
sión humanista que desde el siglo anterior había propugnado el rescate del
mundo clásico como base de una actitud crítica en la búsqueda del conoci-
miento y de una mayor libertad de pensamiento.

50
Diego de Valera, Crónica de los Reyes Católicos, p. 148.
la retórica del bien y del mal 55

En este imperio español en plena expansión, Castilla comenzó a trasladar


a América los valores de su cultura cristiana y caballeresca gestada a lo largo
de los siglos medievales e inició la destrucción sistemática de las tradicio-
nes religiosas indígenas consideradas como demoniacas. Los principales ac-
tores de ese proceso de transmisión e imposición fueron los frailes y los con-
quistadores. Con los primeros llegó el pensamiento escolástico medieval, con
su visión teológica agustiniana del mundo, aunque con ciertos rasgos del hu-
manismo renacentista, más centrado en el mundo y en el hombre. Los con-
quistadores, en cambio, aunque influidos también por el pensamiento religio-
so, aportaron un ideario más secular vinculado con la épica caballeresca. Los
discursos de ambos, como “testigos presenciales” de los hechos, construyeron
las bases narrativas de los dos temas centrales de identidad histórica durante
el virreinato: la conquista de Tenochtitlan y la misión evangelizadora en el
Anáhuac, sus valles aledaños y Michoacán. La primera se plasmó en textos
testimoniales sobre la expedición cortesiana y la segunda en la obra del fran-
ciscano fray Toribio de Motolinia. A este grupo debemos también las prime-
ras descripciones del mundo anterior a la conquista, necesarias como instru-
mentos para erradicar lo que los frailes consideraban “idolatrías”. Un tercer
sector relacionado con los religiosos, la nobleza indígena educada en los con-
ventos y sobre todo en el Colegio de Tlatelolco, inició el proceso de asimila-
ción del cristianismo para adecuarlo a la realidad nativa, al mismo tiempo
que proponía una construcción del pasado prehispánico en los términos de la
cultura cristiana. Los principales discursos de ese grupo en este periodo fue-
ron visuales y se plasmaron en los códices que dejaron constancia de los tiem-
pos antiguos y de los procesos de conquista y evangelización.
Durante la era manierista (1565-1640), Europa experimentó las conse-
cuencias de la ruptura iniciada en la época anterior. Sin pretenderlo, el úl-
timo imperio medieval, el de Carlos V, había dado nacimiento a la economía
moderna al integrar el desarrollo comercial, manufacturero y bancario de
Italia, de Alemania y de los Países Bajos con la explotación de los metales
preciosos que llegarían poco a poco de América. A partir de entonces, la con-
centración de capitales en el norte de Europa contrastará con la paulatina
pauperización del sur. El imperio español regido por Felipe II y sus suceso-
res desarrolló frente a la crisis una ideología triunfalista en la que el catoli-
cismo y la monarquía se aliaban en una mesiánica lucha contra las fuerzas
del mal, el protestante y el turco, fomentando políticas culturales marca-
das por el espíritu de la Contrarreforma.
En contraste con la situación crítica española, entre la rebelión de Mar-
tín Cortés y la llegada de Juan de Palafox, Nueva España vivió una fase
de consolidación, aunque también marcada por profundos cambios. Una vez
consolidada la colonización de Mesoamérica se inició al norte del río Santia-
go un nuevo tipo de conquista que se realizó ya no sobre pueblos sedentarios
sino sobre nómadas y seminómadas. Mientras tanto, en el centro del territo-
rio, los pueblos indígenas estructuraban sus instituciones comunitarias y las
56 la retórica del bien y del mal

ciudades se consolidaban como centros de intercambio de mercancías y ser-


vicios y como capitales políticas, administrativas y religiosas de las distintas
regiones. En ellas, los criollos, los mestizos, los esclavos negros, los indios
desarraigados y los emigrantes españoles crearon una sociedad compleja y
plural. Al mismo tiempo se generaban las bases institucionales dentro de
cuyos cauces se conformarían las identidades novohispanas: nuevos secto-
res sociales (artesanos, mercaderes, terratenientes y burócratas), órdenes re-
ligiosas reformadas (jesuitas, dieguinos, carmelitas), monasterios femeni-
nos, cabildos catedralicios y la universidad. La sociedad de Nueva España se
corporativizaba y generaba lazos clientelares que fueron básicos en la con-
formación de los nuevos símbolos de identidad.
La nueva propuesta social fomentó el desplazamiento de los antiguos
sectores privilegiados: frailes, encomenderos e indios nobles, quienes gene-
raron discursos identitarios que tomaron el carácter de “relaciones de mé-
ritos”. Los segundos alrededor de la conquista, los últimos construyendo un
mundo prehispánico desdemonizado a partir del modelo romano del “pa-
gano civilizado”. Pero entre todos ellos fueron los religiosos los que cons-
truyeron los más sólidos discursos, presionados por las supervivencias ido-
látricas y por las pugnas con el episcopado que pretendía limitar su poder
sobre los indios. La obra del franciscano fray Juan de Torquemada es la que
mejor ejemplifica esas necesidades, mostrando en una sorprendente síntesis
histórica el proceso providencial que se inició en el mundo prehispánico, se
confirmó con la conquista militar y se consumó con la evangelización. Fue
también en esa época que, a partir de las necesidades de los nuevos sectores
y de la permanencia de las idolatrías, algunos frailes, jesuitas, clérigos y
obispos comenzaron a promocionar el culto a imágenes milagrosas (Gua-
dalupe, Los Remedios, Chalma) “aparecidas” sobre los antiguos santuarios
indígenas para sustituirlos y cuyos orígenes pretendieron remontarse a esa
Edad Dorada.
La era barroca (1640-1750) se caracterizó en Europa por el declive del
dominio español y por el ascenso de Francia, cuya casa reinante terminó por
imponerse en la misma España. La ruptura protestante del siglo anterior ha-
bía generado no sólo dos grupos políticos y religiosos sino dos concepciones
distintas de la cultura occidental: aquella racionalista e individualista que po-
nía como base del conocimiento la búsqueda de verdades demostrables por
la experimentación, con lo que nacería la ciencia moderna, y otra emociona-
lista y populista, que centraba en la metafísica y en la retórica sus paráme-
tros de realidad, que adornaba con un vistoso ropaje metafórico y emblemá-
tico su sentido trágico de la vida y que desplegaba un impresionante aparato
visual y textual, en rituales, fiestas y espectáculos. En esta cultura católica
el espíritu se manifestaba en una corporeidad y un sensualismo exacerba-
dos y ese aparato formal comenzó a crear el otro ámbito de la modernidad,
el arte. Nueva España adquirirá en este periodo su madurez económica y
cultural. Una situación económica floreciente, producto de la minería, la ha-
la retórica del bien y del mal 57

cienda y el comercio, hizo posible el apoyo económico y moral de una aris-


tocracia urbana, promotora y consumidora de bienes culturales. A pesar de
las pugnas internas entre terratenientes y mercaderes, ambos buscaban co-
sas similares.
Estas aristocracias y el estamento clerical comenzaron a concebir a la
Nueva España como un reino asociado y autónomo dentro de ese conglome-
rado que era el imperio hispánico, al cual los novohispanos estaban unidos
por un pacto. Durante este periodo se consolidaron los símbolos identita-
rios alrededor del espacio y del tiempo novohispanos y de sus héroes, santos
e imágenes milagrosas. El mundo indígena se convirtió también en el prin-
cipal elemento diferenciador de América frente a Europa, aunque su cons-
trucción se hizo a partir del modelo de la Antigüedad clásica occidental. La
eclosión de un exuberante arte visual (pinturas, esculturas, retablos, orfebre-
ría, etcétera) y de una textualidad conservada en los archivos (códices, poesía,
sermones, crónicas, hagiografía, literatura hierofánica) y fortalecida por la
imprenta influyó y testimonió la existencia de este proceso. Desde finales del
siglo xvii los intelectuales novohispanos (conformando lo que llamaron una
“república de las letras”) comenzaron a tener una conciencia estructurada y
clara de pertenecer a una entidad distinta a España. Sin embargo, ellos ac-
tuaron con base en los temas y discursos que se generaron desde el siglo xvi.
La mayor parte de estos discursos se emitió desde la ciudad de México, que
fue la primera que construyó un sentimiento patrio y una temprana concien-
cia de autonomía municipal. No se puede olvidar, tampoco, que ese proceso
era propiciado por la constitución del imperio español, una entidad política
que permitía el desarrollo de fuertes soberanías regionales.
La era ilustrada (1750-1821). Con la llegada a España de los monarcas
de la casa francesa de los borbones se impuso una nueva política basada en
el despotismo ilustrado; su misión: gobernar de manera científica y racional
con el fin de impulsar el progreso de los pueblos, pero sin tolerar ningún
tipo de intromisión de aquellas entidades corporativas, como las eclesiásti-
cas, que tenían hasta entonces injerencia política. Con esta base fueron re-
estructuradas también las relaciones entre la metrópoli y los reinos que for-
maban el imperio, que a imitación de Inglaterra se vieron sometidos a una
nueva política fiscal tendiente a aumentar los beneficios de la Corona. Esta
situación acentuó las desigualdades en Nueva España, que por entonces se
veía afectada por profundas crisis que ocasionaban hambres y epidemias, y
que aumentaban el desequilibrio en la distribución de riquezas. Para fines
del siglo xviii tan sólo 20 por ciento de la población novohispana pertenecía
al grupo “español” y de ellos menos del 1 por ciento detentaban el poder
económico y político. La crisis acentuó la división entre los miembros pe-
ninsulares y criollos de esa elite y fortaleció los sentimientos de identidad
de los segundos.
En esta época se perfilaron ya claramente aquellos discursos que cohesio-
naban una idea “nacional” en la cual el término América septentrional sus-
58 la retórica del bien y del mal

tituía poco a poco al de Nueva España. El proceso se dio a partir de los sím-
bolos construidos por la capital, pero en él colaboraron muchos letrados
provenientes de todas las otras ciudades del virreinato. Los grandes temas de
esta construcción ilustrada fueron: la elaboración de una cartografía y una
geografía general, la uniformación de un pasado prehispánico común a todo
el territorio, la exaltación de hombres y mujeres sabios y santos que eran
orgullo para todos los novohispanos y la difusión del culto y del patronaz-
go de la virgen de Guadalupe. Frente a este proceso que fue el inicio de una
idea de nación, algunas ciudades criollas e indígenas consolidaron también
las identidades patrias locales en un juego de imitación y rechazo de aque-
llos patrones que imponía la capital.
Como consecuencia del afán borbónico de ejercer mayores controles y
de limitar la participación de los nacidos en Indias en las esferas del poder,
la elite criolla (al igual que los caciques indígenas) reforzó sus actitudes au-
tonomistas utilizando los símbolos elaborados durante el Barroco, usando
sus mismos recursos visuales y textuales. Sin embargo, a diferencia del Ba-
rroco, que penetró profundamente en los ámbitos indígenas y mestizos, la
Ilustración fue una cultura elitista que se mantuvo ajena al pueblo, cuya reli-
giosidad seguía viva y pujante. Esto introdujo una ruptura entre la cultura
tradicional (que se basaba en una visión barroca, retórica, religiosa y corpo-
rativa) y la cultura ilustrada (secularizada, racionalista, individualista y ape-
gada a los controles del Estado). Ambas seguirían enfrentándose a lo largo
del siglo xix.
II. LA ERA MEDIEVAL-RENACENTISTA:
LOS TEXTOS FUNDANTES Y LOS MODELOS FESTIVOS

En la primavera de 1519, Hernán Cortés y medio centenar de españoles des-


embarcaron en Veracruz e iniciaron la conquista del imperio mexica, hecho
que consumaron en el siguiente lustro. Junto con el impacto de las armas de
fuego, las armaduras de hierro, los caballos, los perros bravos y las estrate-
gias de guerra españolas, sin duda lo que determinó el éxito de la empresa
fue el apoyo dado a Cortés por los pueblos sometidos a los mexicas, agotados
de sus abusos y cargas tributarias. La rendición de México-Tenochtitlan el
13 de agosto 1521 fue tan impactante para su entorno que al poco tiempo no
sólo se sometían al invasor la mayoría de las provincias sujetas a los mexi-
cas, sino incluso señoríos independientes, como los de Michoacán, Meztitlán
y Tehuantepec, optaron por pactar las condiciones de su sujeción a España,
antes que verse tan cruelmente devastados.
Sin embargo, continuas rebeliones indígenas mostraban lo precaria que
era aún la dominación española. La situación se volvió más compleja aún a
causa de las luchas de facciones entre españoles promovidas por algún capi-
tán descontento y ambicioso que se rebelaba contra la autoridad de Hernán
Cortés. Entre 1524 y 1550 se llevaron a cabo campañas punitivas, llamadas
“de pacificación”, para someter a los sublevados españoles e indios, y se rea-
lizó la expansión militar hacia las zonas del sureste y del noroeste. Extensas
áreas en Chiapas, Yucatán, Centroamérica, Jalisco y Colima fueron sojuzga-
das en ese periodo con gran violencia y crueldad. Al igual que la toma de Te-
nochtitlan, tales conquistas se realizaron gracias a la ayuda de contingentes
indígenas aliados y los recursos aportados por los grupos sometidos. Para
1550, por medio de la intriga y la lucha armada, los españoles ya tenían so-
metida el área de Mesoamérica. La conquista de esas altas civilizaciones tra-
jo consigo la ruptura del orden prehispánico y la imposición de un nuevo
orden político, económico-social y religioso. Gracias a la existencia de des-
arrolladas culturas agrícolas en Mesoamérica, la dominación española sobre
este territorio se realizó en forma rápida y eficaz. Los pueblos que tributaban
al mexica o a otros señores pasaron a depender de los nuevos amos. Con la
conquista se generó así un sector social de encomenderos, remunerados por
su participación en la conquista con tierras y con el trabajo y el tributo de los
pueblos de indios. Ciertamente el reparto no fue equitativo: Cortés y sus ami-
gos recibieron el mayor número de pueblos; unos cuantos más se beneficia-
ron con encomiendas menores y muchos se quedaron sin nada. La Corona
mantuvo para sí muchos pueblos y en los primeros tiempos funcionó como
un encomendero más.
59
60 la era medieval-renacentista

La encomienda propiciaba la formación de una estructura “feudal” don-


de los antiguos soldados se convertían en señores territoriales; por ello, la
Corona española, consciente de este peligro y basada en la tradición jurídica
medieval peninsular, impuso una serie de limitaciones a estos repartos y
mantuvo para sí misma el poder jurisdiccional; los indígenas fueron consi-
derados súbditos del rey, por lo que éste mantuvo y defendió el sistema de
propiedad comunal de los pueblos y las posesiones de la nobleza indígena.
Esta política propició la pervivencia de un régimen tradicional que los frailes
respetaron al crear los nuevos núcleos de población con la ayuda de esos se-
ñores nativos.
Como consecuencia del “derecho feudal” derivado de la conquista, Her-
nán Cortés fue el primer capitán general y gobernador de la Nueva España.
Su poder ilimitado y el reparto de beneficios y cargos entre sus allegados
provocaron tanto descontento entre sus enemigos que, cuando el capitán
partió a las Hibueras entre 1524 y 1526, estuvo a punto de estallar una gue-
rra de facciones. Tales conflictos movieron a la Corona a nombrar una Au-
diencia gobernadora en 1529 que debía imponer el orden, pero su presiden-
te, Nuño de Guzmán, cometió tantos abusos contra indios y españoles, y
levantó tantas denuncias del obispo fray Juan de Zumárraga y de los francis-
canos, que fue destituido en 1530. El gobierno en manos de los conquistado-
res había mostrado su ineficacia, por lo que la Corona decidió aumentar el
control político sobre el territorio de Nueva España y limitar el poder de los
encomenderos por medio de funcionarios letrados y de una burocracia que
tendría a su cabeza un virrey, de manera similar al sistema que ya funciona-
ba en los reinos de Aragón y de Nápoles. Para preparar la instauración del
nuevo gobierno, Carlos V mandó crear una segunda Audiencia que regiría
Nueva España temporalmente; su presidente fue fray Sebastián Ramírez de
Fuenleal, obispo de Santo Domingo, y entre sus oidores estaba Vasco de Qui-
roga, un culto letrado que con el tiempo llegaría a ser obispo de Michoacán.
El régimen virreinal que se estableció sobre el terreno preparado por la
Segunda Audiencia comenzó a funcionar con la llegada a Nueva España de
Antonio de Mendoza en 1535. Este virrey, y su sucesor Luis de Velasco, orga-
nizaron expediciones de descubrimiento y conquista, impulsaron la coloni-
zación, pusieron las bases de la urbanización novohispana creando nuevas
ciudades y pueblos y organizaron la administración pública. Durante sus man-
datos, y con el apoyo de los frailes, de los ayuntamientos y de algunos alcal-
des mayores y corregidores que administraban los pueblos de la Corona, se
intentó establecer la ley y el orden, al mismo tiempo que se imponían los
símbolos de pertenencia a una unidad imperial representada por Carlos V.
Ese imperio recién comenzaba a formarse aglutinando reinos distintos y se
enfrentaba en Europa al creciente poderío de Francia, a la ruptura protes-
tante y a los movimientos autonomistas locales, y no tenía muy claro aún lo
que era América. Concebida como una unidad, la monarquía hispánica esta-
ba basada sin embargo en la existencia de dos potestades, una civil y otra
la era medieval-renacentista 61

religiosa, la segunda delegada en el rey por el papa. De hecho, desde la épo-


ca de los Reyes Católicos, la Iglesia había quedado totalmente sometida a la
monarquía, se había excluido al monarca de todo cuestionamiento (no se le
podía deponer ni juzgar) y se le había revestido de un cariz trascendente
pues se le veía como el agente de la voluntad de Dios. Para el siglo xvi el titu-
lar de esta monarquía, Carlos V, era considerado el emperador de los últimos
tiempos, la cabeza civil y eclesiástica que llevaría a la cristiandad a todos los
rincones del orbe y vencería a las fuerzas del mal antes de que llegara el in-
minente fin de los tiempos. Con ello comenzó a construirse la identidad im-
perial española en la cual se concebía a la Nueva España como parte del pa-
trimonio propio de la Corona castellana.
A causa del carácter sagrado de la monarquía, una parte fundamental
del nuevo aparato político lo constituyeron los obispos, cuya actividad estu-
vo muy ligada a la conformación de los territorios a partir de los esquemas
diocesanos y a la consolidación de las capitales episcopales, aunque su ac-
tuación provocó fricciones con las autoridades civiles. Pero sobre todo los
obispos fueron importantes promotores de la idea de un imperio católico
elegido por Dios para vencer a las fuerzas del mal. Ellos y los virreyes trasla-
daron al territorio recién anexado todos los símbolos y valores de ese impe-
rio, comenzando por aquellos vinculados con la monarquía católica, la no-
bleza feudal y la primacía espiritual del papado y terminando con las vírgenes
y los santos considerados patronos de los españoles (aunque en realidad sólo
lo eran de Castilla). Los diferentes sectores de la Nueva España aceptaron
muy pronto este sistema impuesto desde la España imperial como base para
legitimar sus propios intereses.
Los frailes de las órdenes mendicantes, por ejemplo, con el apoyo de los
virreyes, de los encomenderos, de los obispos y de los señores nativos con-
gregaron las aldeas dispersas alrededor de las cabeceras políticas que habían
creado en los valles, desplazándolas de las laderas donde estaban. Francisca-
nos, dominicos y agustinos se distribuyeron en las zonas más ricas y pobla-
das de Mesoamérica y forjaron en sus pueblos lo que los contemporáneos
llamaban “policía cristiana”. Ésta implicó el trazado de calles y plazas, la
dotación de agua por medio de acueductos y cisternas, la adaptación de
plantas y animales traídos del viejo continente y la conformación de institu-
ciones comunales para crear una nueva organización económica, social y
política. Los misioneros pensaban que darles a estos hombres una forma de
vida similar a la suya era un requisito necesario para cristianizarlos y con-
vertirlos, por tanto, en miembros de las huestes de los elegidos.
De manera simultánea se proyectó la evangelización metódica por me-
dio de la transmisión de los elementos básicos del dogma y la moral cris-
tianos haciendo uso del teatro y de la pintura y promoviendo una serie de
prácticas y ceremonias comunitarias como las fiestas de los santos. Con la
anuencia de los religiosos, las comunidades de los nuevos poblados conser-
varon el sistema autóctono de propiedad comunal, el gobierno de sus seño-
62 la era medieval-renacentista

res nativos y la organización tributaria, con lo que se forjó el concepto de re-


pública de indios, es decir, un sistema administrativo que permitiría proteger
a los nativos de los abusos de la otra “república”, la de los españoles. La se-
paración utópica de la sociedad en dos repúblicas era tan tajante que no
pudo ser llevada a la práctica. Aunque estaba prohibido, en muchos pueblos
indígenas se asentaron españoles, dando lugar a comunidades mestizas, y en
los alrededores de todas las ciudades y villas de españoles crecieron los ba-
rrios indígenas.
Por su parte, en estas pequeñas y grandes ciudades, creadas original-
mente para dar cabida a los numerosos colonos que llegaron después de los
conquistadores en busca de riqueza, también se inició la formación de sím-
bolos identitarios. Tales centros sustituyeron en importancia a las primeras
fundaciones inestables creadas para la habitación de los encomenderos que
administraban la explotación de la mano de obra y el tributo indígenas. En
ocasiones las nuevas ciudades fueron utilizadas para oponerse a los podero-
sos señores locales, como Oaxaca (1524-1529), frente a Hernán Cortés, y
Guayangareo (la futura Valladolid) (1541), para contrarrestar el poder del
obispo Vasco de Quiroga. Otras fueron fundadas como centros de paso,
como Puebla (1531-1532) o Querétaro (1536-1541), o como puntas de lanza
para salir al norte como Guadalajara (1531-1542). La Corona, que buscaba
“reproducir en América unidades similares a las que existían en España”,
encontró en estas villas y ciudades su principal instrumento de implantación
colonizadora.1 Sobre todas ellas se impuso como modelo desde un princi-
pio, como el más importante centro administrativo, económico y religioso
del territorio, la ciudad de México. Heredera del papel político y estratégi-
co de la antigua Tenochtitlan, ella fue la única ciudad española que se cons-
truyó sobre un poderoso centro prehispánico.
México-Tenochtitlan y las demás ciudades “de españoles” comenzaron a
generar sus identidades locales dentro de esa matriz hispánica, siendo los
ayuntamientos urbanos los que, a imitación de los europeos, consiguieron
de la monarquía el reconocimiento de autonomía y su simbolización, repre-
sentada en un escudo de armas. De hecho fue esta corporación (primero en
Veracruz y luego en Tepeaca o Segura de la Frontera) la herramienta jurídica
que utilizó Cortés para independizarse del gobernador de Cuba e iniciar el
proceso de conquista. En ambos casos el conquistador consiguió la conce-
sión de un escudo de armas en 1523: Veracruz, con un castillo coronado por
una cruz roja sostenido por las columnas de Hércules, y Segura de la Fronte-
ra, con un león rojo rodeado de una orla azul con ocho aspas de oro. A los
cabildos itinerantes formados por guerreros amigos del conquistador, siguie-
ron aquellos destinados a la colonización cuando cayó la capital mexica.
Frente a la presencia de fuertes individualidades creadoras de los discursos

1
Carlos Garriga, “Patrias criollas, plazas militares: sobre la América de Carlos IV”, en Eduar-
do Partiré (coord.), La América de Carlos IV, pp. 35-130.
la era medieval-renacentista 63

básicos (Cortés, Las Casas, Motolinia, Quiroga, Zumárraga) en esta primera


etapa fueron los cabildos (posiblemente junto con los franciscanos) una de
las pocas corporaciones que generaron identidades colectivas.

1. Ciudades, cabildos y escudos.


Las primeras identidades locales

Habiendo platicado en qué parte haríamos otra población alrededor de la lagu-


na, por que de ésta había más necesidad para la seguridad y sosiego de todas es-
tas partes; y asimismo viendo que la ciudad de Temixtitan, que era cosa tan nom-
brada y de tanto caso y memoria siempre se ha hecho, parecionos que en ella era
bien poblar […] y crea Vuestra Majestad que cada día se irá ennobleciendo en tal
manera, que como antes fue principal y señora de todas estas provincias, que lo
será también de aquí en adelante.2

Una vez consumada la conquista de México-Tenochtitlan en 1521, Her-


nán Cortés decidió mantener en ella la sede del antiguo poderío mexica como
capital de Nueva España, a causa de su situación insular estratégica, de su ca-
pacidad económica y de su importancia como centro receptor de tributos, pero
sobre todo por el valor simbólico que poseía. Desde Coyoacán, el conquista-
dor encargó al geómetra Alonso García Bravo el diseño de la nueva urbe que
había sido prácticamente despoblada y arrasada. La traza se hizo utilizan-
do las calles y canales prehispánicos. Asimismo, siguieron funcionando las
tres calzadas principales que unían a la isla con tierra firme y se reconstruyó
el acueducto que venía de Chapultepec y que la abastecía de agua potable.
A partir de 1522 comenzaron a regresar a la ciudad sus antiguos habitantes
y llegaron otros nuevos: los españoles y la nobleza nativa que habían recibido
un solar para construir sus casas y los numerosos indígenas que se necesita-
ron para edificarla desde sus cimientos. En la nueva traza quedó plasmada la
idea de una sociedad dividida en dos repúblicas. El centro fue destinado a los
españoles, que distribuyeron sus edificios dentro de las cuadras de un plano
reticular formado por cerca de veinticuatro calles. Alrededor de él se situaron
cinco barrios indígenas con una aglomeración desordenada de chozas; a cua-
tro de ellos fray Pedro de Gante les puso los nombres de basílicas romanas:
San Juan de Letrán Moyotlan, San Pablo Teopan, Santa María Tlaquechiucan
y San Sebastián Atzacualco. El quinto, Santiago Tlatelolco, se organizó muy
pronto bajo una parcialidad autónoma con su gobernador y su cabildo, mien-
tras que los otros cuatro fueron regidos por otra parcialidad denominada San
Juan Tenochtitlan. Por encima de estas dos “repúblicas indígenas” estaba el
gobierno de la ciudad de los españoles regida por un ayuntamiento, el cual
desde muy temprano (1530) solicitó a la Corona tener jurisdicción no sólo

2
Hernán Cortés, “Tercera carta de relación” (15 de mayo de 1522), en Cartas de relación, p. 209.
64 la era medieval-renacentista

sobre la república de indios dentro la ciudad, sino también sobre los pueblos
comarcanos que estaban alrededor de la laguna y que habían sido sujetos de
Tenochtitlan, pues consideraban que el sucesor legítimo de esa ciudad era el
ayuntamiento español.3
Este organismo, fundado por Hernán Cortés en Coyoacán desde 1521,
funcionó como un bastión de los conquistadores frente a los nuevos inmi-
grantes que llegaban a la ciudad y de hecho el palacio del conquistador en la
capital fue la sede donde se reunió el ayuntamiento hasta 1526, año en que
éste tuvo sus propias casas. Junto con su sede, esta corporación necesitó
muy pronto forjar varios símbolos urbanos para consolidar su preeminencia
en la ciudad. El primero de ellos fue un escudo de armas para la urbe solici-
tado a Carlos V a fines de 1522 y concedido el 4 de junio de 1523. En él, re-
saltaba sobre un fondo azul, que recordaba la laguna, una torre dorada con
tres puentes de piedra que llegaban a ella, sin tocarla, y un león rampante en
señal de la victoria de los cristianos y en recuerdo del castillo y el león de la
Corona española unificada bajo Castilla. El escudo estaba rodeado de una
orla con diez hojas de nopal verdes y carecía de timbre (es decir, la insig-
nia colocada sobre el emblema). Aunque no existen testimonios gráficos de
esos primeros tiempos, es muy probable que desde fechas tempranas fuera
utilizado como tal el águila sobre el nopal, que a la larga se sobrepuso como
timbre o insignia al escudo de Carlos V. En 1535 los franciscanos permitie-
ron que los indígenas colocaran en un ángulo del atrio del convento de San
Francisco una lápida esculpida que representaba el símbolo mexica de la
fundación de Tenochtitlan. Sin embargo, el águila, en lugar de estar posada
en el nopal emblemático, se erguía sobre una esfera poblada de casas, que
simbolizaban la nueva Jerusalén, en la que se había transformado la antigua
Tenochtitlan en la imaginación de los frailes.4
Es un hecho que a mediados del siglo xvi ese emblema ya era utilizado,
pues en una lámina del Códice Osuna sobre la expedición a la Florida (1559-
1560) se muestra a un capitán a caballo portando una bandera con el águila
y el nopal. Es lógico pensar que al no haberse dado propiamente un acto de
fundación a causa de que existía previamente una ciudad prehispánica, se
utilizara el emblema fundador de ésta desde la fecha mítica de 1315. De he-
cho, el escudo español tenía tan pocas referencias a la antigua ciudad
(la laguna y los nopales) que no podía funcionar más que añadiéndole el de

3
Jorge González Angulo, “El criollismo y los símbolos urbanos”, Historias. Revista de la Di-
rección de Estudios Históricos del inah, núm. 26, pp. 76-81.
4
Enrique Florescano, La bandera mexicana, p. 45. En la segunda mitad del siglo los religiosos
permitieron la representación del emblema mexica en varios de sus conventos; en el templo fran-
ciscano de la Asunción de Nuestra Señora, edificado en Tecamachalco (Puebla), un águila escul-
pida con un copilli o diadema indígena y el símbolo de la guerra se colocó en la base de la to-
rre de la iglesia. Asimismo, en el templo agustino de Ixmiquilpan destaca la imagen del águila
parada sobre el nopal en uno de los frescos del coro bajo. Aparece también en la fachada del tem-
plo agustino de Yuriria en Michoacán, igual que en el convento franciscano de Tultitlán.
la era medieval-renacentista 65

la fundación prehispánica. Recuérdese que el escudo se usaba en las ceremo-


nias públicas y en las celebraciones religiosas, se bordaba sobre tela o se la-
braba en piedra para ser colocado en las puertas de las casas reales, pues era
un símbolo anexo al título de ciudad.
El segundo símbolo urbano que el Ayuntamiento forjó estaba asociado
directamente con la conquista y fue el pendón, cuyo paseo se organizó por
primera vez como una celebración el 13 de agosto de 1528, Día de San Hipó-
lito. En esas fechas aparecen en las actas del cabildo de la ciudad de México
las primeras regulaciones para los festejos de ese santo mártir romano que se
hacían en la ciudad de México para conmemorar la conquista de Tenochti-
tlan. Posiblemente la fiesta se celebraba desde años atrás con una misa y es
un hecho que Cortés o su cabildo desde 1524 realizaban en la capital “alar-
des militares” con despliegue de ruido, caballos y mosquetes para inhibir
posibles revueltas indígenas, muestra de la inseguridad en que vivían los es-
pañoles en un territorio aún precariamente sometido; pero en 1528 existía
un ambiente de inestabilidad política cuando Cortés, recién llegado de las
Hibueras, quiso restablecer su papel rector restaurando su derecho de nom-
brar regidores del ayuntamiento y el de ser consultado en todos los asuntos,
lo que el cabildo probablemente intentó detener con el acto simbólico de la
celebración.5
Una vez que el cabildo tomó bajo su cargo en 1528 la fiesta de san Hipó-
lito, considerado desde entonces patrono de la ciudad, se pusieron las bases
de la ceremonia: la participación de los caballeros con sus “bestias” en el pa-
seo, la celebración de juegos de cañas y corridas de toros y el traslado solem-
ne de un pendón (posiblemente el del rey) acompañado por trompetas y
tambores desde las casas del ayuntamiento hasta la ermita de San Hipólito,
donde se celebraba una misa de acción de gracias. En 1529, recién instalada
la Primera Audiencia gobernadora bajo Nuño de Guzmán, esta pequeña igle-
sia funcionaba junto a otra llamada de Juan Garrido o de los “mártires de la
conquista”, pues ese empleado del ayuntamiento la había construido para
enterrar y conmemorar a los españoles que habían muerto en la acequia cer-
cana durante la Noche Triste; con ello se unían dos fechas emblemáticas la
de la derrota y la de la victoria. Posiblemente a partir de 1532 uno de los re-
gidores del ayuntamiento, designado como alférez real, se convertía en el
personaje principal de la fiesta, pues constituía el reconocimiento oficial que
hizo el año anterior la reina gobernadora de la anexión del cabildo a la Coro-
na castellana, representada por ese personaje. A lo largo del siglo la cere-
monia se fue haciendo más compleja y quedó asociada indisolublemente con
la identidad de la ciudad de México.6
5
Francisco Baca Plasencia, El paseo del pendón en la ciudad de México en el siglo xvi, pp. 62 y ss.
6
Acta del 31 de julio de 1528. Edmundo O’Gorman, Guía de las actas de cabildo de la ciudad
de México. Siglo xvi, acta 222. El 23 de octubre de 1531 se recibió la cédula real del 28 de ma-
yo de 1530, siendo la única vez que la Corona intervino en el protocolo de dicha fiesta. F. Baca
Plasencia, op. cit., pp. 41 y ss.
66 la era medieval-renacentista

A mediados del siglo, el paseo con el pendón ya era un festejo lleno de os-
tentación con corridas de toros, juegos de cañas y escaramuzas y con balco-
nes y ventanas engalanados con colgaduras y alfombras, toda una fiesta cívi-
ca vinculada con la celebración religiosa del Día de San Hipólito. En el desfile
(que tenía más rasgos de parada militar que de procesión), uno de los regi-
dores, el que tenía el cargo de alférez real, iba en medio del virrey y del pre-
sidente de la Audiencia portando el pendón, y éstos eran seguidos por los
oidores, regidores, alguaciles y casi todos los nobles de la ciudad. Al parecer
el desfile tenía también un carácter religioso, pues en 1537 el Ayuntamiento
concedió al gremio de plateros llevar la estatua de san Hipólito en la víspera
de la fiesta y el mismo día 13 (igual que lo hacían en el Corpus). Al llegar a
la ermita del santo, el cortejo era recibido por el arzobispo y su cabildo y se
cantaban las “vísperas”, acompañadas con trompetas, chirimías, sacabuches
y todo género de instrumentos de música. Al día siguiente, volvía el acompa-
ñamiento a la iglesia y el arzobispo celebraba una misa solemne y un orador
predicaba un sermón en honor a los españoles que habían derramado su san-
gre durante la conquista.7 Desde que obtuvo su escudo de armas en 1523, la
ciudad recibió del rey la licencia para enarbolar su pendón, como en todos
los reinos de Castilla, y en este lábaro, desde 1532, a raíz de la concesión del
Alferazgo real a la ciudad de México, se labraron tanto el escudo de armas
de la capital como el de la Corona. Ambos representaban los dos extremos de
las identidades en construcción: la local, elaborada por los cristianos viejos
y hombres libres que se ennoblecían con el emblema heráldico de la capital
que representaba su ayuntamiento, y la imperial, impuesta por el rey y sus
funcionarios como ratificación de la dependencia de estos territorios a Casti-
lla y como un símbolo de lealtad.8
Frente a la fiesta de los conquistadores existen continuas referencias a la
participación de la nobleza indígena en danzas y batallas ficticias con instru-
mentos musicales y cantos en lengua náhuatl en los que se hacía alusión al
poder militar de sus ancestros. Estos “mitotes” insertos en celebraciones espa-
ñolas permitían a los nobles asimilados al sistema español un medio para
mostrarse simbólicamente iguales a los españoles, a pesar de que no se les
permitía participar directamente en la procesión.
Por otro lado, la ciudad de México era sede de tres ayuntamientos (dos
indios y uno español) además de ser la capital del reino, y por ello todas las
instancias que gobernaron a la capital y a la Nueva España hacían acto de
presencia en los festejos importantes, como la fiesta del Corpus Christi. Esto
se vio desde el primer gobierno que tuvo el reino, el de Hernán Cortés, aun-
que quedan muy pocas noticias de ella.
En esos primeros años, la situación de Nueva España era muy difícil a
causa de las pugnas entre los amigos y los enemigos de Cortés en las cuales

7
Manuel Romero de Terreros, Torneos, mascaradas y fiestas reales en la Nueva España, pp. 14 y ss.
8
F. Baca Plasencia, op. cit., pp. 44 y ss.
la era medieval-renacentista 67

estaban implicadas también las órdenes religiosas de franciscanos y domini-


cos. En este periodo convulsivo que va desde 1524 hasta 1530 la guerra civil y
la anarquía estuvieron a punto de estallar y todos hablaban de las “comunida-
des”, referencia a los alzamientos populares en Castilla contra el gobierno de
Carlos V. En esta caótica situación fue fundada Antequera en el valle de Oaxa-
ca. Su primera fundación, obra de Alonso de Estrada, se remontaba a 1524,
año en que se trasladó allá el cabildo de la ciudad de Segura de la Frontera,
aprovechando la ausencia de Cortés en la expedición a las Hibueras. Cuando
éste regresó eliminó dicha fundación, pero en 1528 el capitán se fue a Espa-
ña, situación de la que se valió el presidente de la Audiencia Nuño de Guzmán
para refundar la villa de Antequera como un enclave de la Corona en un terri-
torio que el poderoso Hernán Cortes quería para sí sin reserva alguna. Para
sustraerse del dominio del marqués, el recién fundado ayuntamiento de la vi-
lla solicitó a la Corona el escudo de armas concedido a Segura de la Frontera,
el título de ciudad y el engrandecimiento de su fundo legal, pues las tierras
del marquesado del Valle la tenían constreñida a un reducido territorio. El
25 de abril de 1532, la reina gobernadora concedió a Antequera el título de
ciudad y el escudo de armas solicitado con la imagen de un león rojo rampan-
te y coronado, rodeado por una orla con ocho aspas doradas. Ese año se le
otorgó además un fundo de una legua, ordenamiento al que se opuso Hernán
Cortés, quien presentó ante la Segunda Audiencia una demanda, que ganó.9
Durante el gobierno de esta instancia, enviada por Carlos V en 1530 para
enjuiciar a Nuño de Guzmán y preparar la instauración del nuevo gobierno
virreinal, se fortalecieron las sedes episcopales en el centro del territorio, las
cuales comenzaron a ser importantes centros de poder político en las ciuda-
des capitales. A las de Tlaxcala (fundada en 1526) y México (fundada en
1530) se unió en esta etapa la de Oaxaca, creada en 1534, y las gestiones para
fundar la de Michoacán, que se hizo en 1536 con sede en Pátzcuaro. La Se-
gunda Audiencia se preocupó por restablecer el orden, limitó los excesos de
la encomienda y del tributo, alivió los abusos cometidos en contra de los in-
dígenas y trató de acabar con la esclavitud de éstos, nombró corregidores y
creó ciudades como Puebla.
La fundación de la ciudad de Puebla tuvo una azarosa historia que abar-
có los años entre 1530 y 1534; durante ellos fue planeada, instalada, destruida
y restablecida. Desde 1530 algunos colonos habían comenzado a hacer asen-
tamientos para fundar una “puebla” en el camino entre Veracruz y México,
pero no fue sino hasta el año siguiente que los franciscanos, encabezados por
fray Toribio de Motolinia, y la Segunda Audiencia llevaron a cabo la primera
fundación oficial el 16 de abril de 1531 a orillas del río Atoyac; la villa se puso
bajo la advocación de los “Santos Ángeles”. La idea de ambas instancias era
crear una sociedad de labradores españoles sin encomienda de indios que hi-
ciera contrapeso a los poderosos encomenderos de la ciudad de México.

9
José Antonio Gay, Historia de Oaxaca, vol. i, pp. 261 y ss.
68 la era medieval-renacentista

Ese primer emplazamiento contaba con menos de medio centenar de ve-


cinos (es decir, cabezas de familia) y con cerca de mil ochocientos indios,
mismos que se les habían otorgado sólo para construir la villa. Ese año de
1531 se nombraron alcalde y regidores, se otorgaron parcelas a los colonos,
se creó el fundo legal del municipio, se demarcaron los límites y se solicitó
para ella el título de ciudad. Sin embargo, una fuerte inundación en el vera-
no ocasionó su abandono temporal durante más de un año. Puebla fue re-
fundada a fines de 1532 con un nuevo estatuto (se le concedió finalmente el
título de ciudad) y con un mayor número de indios para cultivar las tierras
de los españoles, con lo cual se traicionaba la idea original. La nueva funda-
ción trajo consigo la oposición de varias instancias: del ayuntamiento de la
capital, por la competencia que Puebla significaba para México, y de los po-
blados indígenas vecinos, por la cantidad de trabajadores exigidos. También
se opuso a ella el mismo obispo dominico de Tlaxcala, fray Julián Garcés,
quien había solicitado convertir la sede de su capital episcopal en una ciu-
dad de españoles, lo que se frustraba con la fundación de Puebla.10
Con todo, la nueva ciudad de los Ángeles recibiría, el 25 de febrero de
1533, el título de ciudad concedido por el rey.11 Por esas fechas también se le
otorgó un escudo de armas: una fortaleza con cinco torres de oro asentada
en campo verde, un río que sale de su centro y dos ángeles vestidos de blanco
que la franquean sosteniendo en sus manos las letras K y V alusivas a “Karo-
lus V”. En esta reproducción aparecía también el lema que circundaba el es-
cudo: “Angeles suis Deus mandavit de te ut custodiant” (Dios mandó a sus
ángeles que cuidasen de ti. Salmo 90, versículo 11).12 Por otro lado, desde
1561 el ayuntamiento de Puebla reavivaba los festejos a san Miguel, el santo
patrono jurado desde su fundación, con una ostentosa fiesta anual el 28 de
septiembre, equiparable a la de san Hipólito de la capital, en la que “un pen-
dón real” era trasladado de las casas del Cabildo a la catedral, para celebrar
al día siguiente una solemne misa en la capilla de San Miguel, misa que con-
memoraba la fundación de la ciudad.13
Un importante factor para el fortalecimiento de la ciudad de Puebla fue el
traslado que se hizo a ella, por cédula real de 1543, del obispado de Tlaxcala.
El proceso se había iniciado desde 1538, cuando el cabildo de la catedral reu-

10
Julia Hirschberg, “La fundación de Puebla de los Ángeles, mito y realidad”, Historia Mexi-
cana, vol. xxviii, núm. 2, pp. 185-223.
11
Ésta es la fecha que da Hugo Leicht, Las calles de Puebla. Estudio histórico, p. 320. Este
autor señala también que el escudo de armas se le concedió el 20 de julio de 1538. Sin embargo,
Gil González Dávila, en su Teatro eclesiástico..., p. 70, señala que tal título había sido otorgado a
la ciudad por Carlos V el 20 de marzo de 1532.
12
De hecho la cita completa de dicho salmo es: Quoniam Angelis suis mandavit de te ut cus-
todiant te in ómnibus viis tuis.
13
Antonio López de Villaseñor, Cartilla vieja de la nobilísima ciudad de Puebla (1781), pp. 39 y
155. En Oaxaca se trasladaba el pendón el Día de San Marcial Obispo y en Ciudad Real de Chia-
pas y en Compostela en la fiesta de Santiago.
la era medieval-renacentista 69

nido en Tlaxcala recomendó el cambio de ubicación; cuatro años después el


ayuntamiento de Puebla pedía también que la sede episcopal se mudara a su
ciudad. Sin embargo, dicho cambio no se llevó a cabo hasta la llegada del obis-
po franciscano fray Martín Sarmiento de Hojacastro, nombrado en 1546 pero
que no arribó a su sede sino hasta 1548. Al año siguiente el prelado solicitaba
cuarenta trabajadores de Tlaxcala para la construcción del palacio episcopal,
para después comenzar la nueva catedral. Con este cambio Tlaxcala sufriría
una seria disminución de sus privilegios y su preeminencia en la zona.14
A causa de su alianza con Cortés y de sus importantes servicios durante
la conquista de Tenochtitlan, Tlaxcala había recibido una serie de beneficios
y una categoría especial en la primeras dos décadas del dominio español.
Sus habitantes no fueron entregados en encomienda sino colocados directa-
mente bajo la tutela del rey. Entre los varios señoríos prehispánicos que la
conformaban se destacaban cuatro: Ocotelulco, Atlihuetzian, Tizatlán y To-
poyanco, los cuales se conservaron bajo el dominio de sus propios linajes.
Alrededor de 1535 se inició la construcción de una ciudad neutral en el cen-
tro de los cuatro señoríos; en ella se nombró un cabildo, con representación
rotativa de las principales cabeceras, y un gobernador cuyo cargo estuvo con-
trolado sobre todo por Ocotelulco y Tizatlán. Por esas fechas Tlaxcala conse-
guía también el título de ciudad por una real cédula de 1535, por la cual se le
concedía un escudo de armas: un castillo con tres torres, una bandera con
un águila negra sobre fondo rojo, una orla con dos palmas a los lados, dos
calaveras con huesos cruzados en la parte de abajo y dos coronas con las le-
tras I, K y F en la parte superior.15
Este crecimiento y prestigio había sido sin duda consecuencia no sólo de
los servicios que los tlaxcaltecas habían prestado a la Corona, sino también a
que la antigua ciudad indígena fue confirmada como sede del primer obispa-
do del territorio desde 1526. Al año siguiente llegaba a ella fray Julián Garcés
para ocupar su cargo y se hospedó en el palacio de Maxixcatzin, recién aban-
donado por los franciscanos; ese lugar se convirtió por el momento en cate-
dral episcopal y fue dedicado a la Inmaculada Concepción. Sin embargo, el
obispo duró muy poco en esta sede, pues al año de su llegada adquiría pro-
piedades en la ciudad de México, donde residiría regularmente a partir de
1533. Aunque en 1536 se asignó en la nueva ciudad de Tlaxcala un solar para
la construcción de la catedral, ésta nunca se llegó a edificar, dado que ni el
obispo ni el cabildo catedralicio estaban interesados en permanecer en ella,
por lo que poco tiempo después comenzaron las negociaciones para trasla-
dar la sede a Puebla. Este hecho debilitó a la ciudad indígena.16
Un enfrentamiento similar entre dos ciudades, una indígena y la otra es-
pañola, se dio en el área de Michoacán. Durante la conflictiva década que si-

14
Charles Gibson, Tlaxcala en el siglo xvi, pp. 64 y ss.
15
Idem.
16
Idem.
70 la era medieval-renacentista

guió a la conquista, este territorio había sido escenario de una gran violen-
cia. Hernán Cortés ordenó a Cristóbal de Olid que sometiera a Zuangua de
Tzintzuntzan, pero cuando el enviado llegó el cazonci se había fugado. Olid
intentó la fundación en esa ciudad de un cabildo pero, al igual que en Ante-
quera, Cortés estorbó el proyecto pues le interesaba convertir la capital de
Michoacán en otra de sus encomiendas. A la muerte de Zuangua en una epi-
demia y después de una crisis sucesoria llegó al trono Tangáxoan, quien al
ser bautizado recibió el nombre de Francisco. Este cacique, aliado de Cortés
y de los franciscanos, sufrió varias veces prisión hasta que Nuño de Guzmán
lo mandó matar ante su negativa a colaborar con él cuando iba hacia la con-
quista de Jalisco. El hermano adoptivo de Francisco, Pedro Cuinierángari,
ocupó entonces el cargo de gobernador.
Entre 1533 y 1534 llegaba el oidor Vasco de Quiroga a visitar Michoacán
con la orden de la Audiencia de castigar a los corregidores y encomenderos
abusivos, como Juan Infante, y a pactar con los señores indígenas las condi-
ciones de una convivencia pacífica entre indios y españoles. Quiroga llevaba
también el encargo de fundar una ciudad que fuera cabecera de la provincia
y futuro obispado. Tzintzuntzan fue elegida por el oidor como sede de lo que
se llamaría Granada y que en 1534 recibiría del rey el título de ciudad. Pero
cuando Quiroga regresó a Michoacán en 1538, ya nombrado obispo y sin
consultar al virrey, le pareció que sería más conveniente fundar su capital en
Pátzcuaro, a la cual, “como barrio de Tzintzuntzan”, trasladó el título de ciu-
dad. Por medio de varias concesiones, convenció a don Pedro Cuinierángari,
que era entonces gobernador, a trasladarse desde Tzintzuntzan a la nueva
sede. El proyecto de don Vasco era fundar una comunidad donde convivie-
ran indios y españoles.
Para llevar a cabo su proyecto, Quiroga inició la construcción de una so-
berbia catedral con cinco naves distribuidas como los dedos de una mano,
para que cada sector de la población tuviera su lugar; después fundó el Cole-
gio de San Nicolás con el fin de formar a los sacerdotes de su nueva utopía y
el hospital de Santa Marta que albergaría la imagen de la virgen de la Salud,
cuya devoción se extendió a todos los hospitales del territorio fundados a
instancias de don Vasco. Su proyecto encontró la oposición de una parte de
la nobleza indígena, de los franciscanos de Tzintzuntzan y de algunos enco-
menderos. Sin embargo, posiblemente desde entonces se comenzó a realizar
la fiesta anual el 29 de junio, Día de San Pedro, en que se conmemoraba la
entrada de los españoles en Michoacán; entonces, la nobleza de Pátzcuaro
sacaba los estandartes que según la tradición le habían sido concedidos por
Hernán Cortés.17
En 1541 el virrey Mendoza se hizo eco de los descontentos con el proyecto
de Quiroga y temeroso del peligro que implicaba un poder tan grande decidió
fundar una ciudad española en Guayangareo que compitiera con Pátzcuaro.

17
Felipe Castro Gutiérrez, Los tarascos y el imperio español (1600-1740), p. 22.
la era medieval-renacentista 71

A la nueva entidad se trasladó el cabildo español, se le concedieron tierras y


trabajadores y se le llamó “Nueva Ciudad de Michoacán”. A partir de entonces
comenzó una batalla campal entre las dos ciudades por el título de capital.
Desde 1545 Pátzcuaro consolidó su cabildo indígena gracias a la presencia del
sucesor de Pedro Cuinierángari, Antonio Huitziméngari, culto y refinado des-
cendiente de la familia real de Michoacán, quien gobernó durante diecisiete
años y se convirtió en símbolo del antiguo poder de los monarcas purépe-
chas y colaborador de los españoles en la guerra contra los chichimecas.
Mientras tanto, el obispo Quiroga, en guerra abierta contra la nueva ciudad,
partió a España en 1547 a defender su fundación y en su ausencia se fortale-
cieron las alianzas entre los frailes, la nobleza indígena y el virrey Mendoza.18
Durante su viaje Quiroga consiguió muchos beneficios para Pátzcuaro,
trajo suficientes clérigos para conformar su cabildo catedral y un proyecto de
iglesia secular. También consiguió del rey la concesión de un escudo de ar-
mas otorgado a Pátzcuaro el 21 de julio de 1553: una laguna con una iglesia
sobre un peñón y la catedral, símbolo de su primacía como capital episcopal.
En una de las versiones de este escudo dicha catedral estaba representada
como un plano con cinco naves radiadas y la leyenda “Éstas son las armas
que dio el rey a la ciudad de Michoacán”. Para Quiroga, Guayangareo debía
nombrarse pueblo pues la única ciudad era Pátzcuaro.
La fundación del virrey Mendoza, por su parte, siguió luchando por su
preeminencia. En 1549 enviaron a un procurador a España con una serie de
instrucciones en las que se pedían los tributos de algunos poblados, la conce-
sión de un escudo de armas y el traslado de la catedral. Se daba por supuesto
que el título de ciudad ya lo tenía. Estas pretensiones serían objeto, como
veremos, de nuevas disputas a lo largo de la segunda mitad del siglo xvi.19
Tezcoco fue la tercera ciudad indígena que consiguió título y escudo gra-
cias a los servicios prestados a Cortés y a los conquistadores durante la con-
quista de Tenochtitlan. El otorgamiento se hizo el 9 de septiembre de 1551,
aunque el escudo que ahora conocemos, y que publicó por primera vez Anto-
nio Peñafiel en 1903, presenta una serie de características que no cuadran, ni
con el tipo de escudos que concedía la Corona, ni con la época del otorga-
miento. Rodrigo Martínez ha demostrado que todo el escudo trae alusiones
a Nezahualcóyotl, y sobre todo a los textos de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl,
quien escribió por lo menos cincuenta años después del supuesto escudo
concedido por Carlos V en 1551. En cualquier caso, el escudo de Tezcoco se-
ría una excepción entre todos los concedidos en la época del emperador Car-
los V, en los que predominaban castillos y leones, emblemas todos vincula-
dos con los reinos rectores del imperio español.20
18
Rodrigo Martínez Baracs, Convivencias y utopía. El gobierno indio y español de la “ciudad
de Mechuacán”, 1521-1580, pp. 297 y ss.
19
Carlos Herrejón Peredo, Los orígenes de Morelia: Guayangareo-Valladolid, pp. 80 y ss.
20
R. Martínez Baracs, “El Tetzcotzinco y los símbolos del patriotismo tetzcocano”, Arqueolo-
gía Mexicana, vol. vii, núm. 38, pp. 52-57.
72 la era medieval-renacentista

Para mediados de la centuria ya se había consolidado un importante


mundo urbano en el centro de la Nueva España y en algunas de sus ciudades
comenzaron a elaborarse celebraciones anuales. Al lado de las sedes episco-
pales se fueron fundando también importantes ciudades indígenas y villas
agrícolas, algunas de las cuales recibirían más tarde el título de ciudades.
Una de ellas fue Querétaro, villa creada por caciques otomíes y encomende-
ros de Acámbaro para ampliar la frontera frente a los chichimecas entre 1536
y 1541. Por su escasa importancia, no nos queda constancia en este periodo
de actividades festivas que pudieran originar símbolos identitarios propios.
Para entonces ya se habían asentado sobre la parte central del territorio
virreinal las principales capitales españolas y sus ayuntamientos comenza-
ban a desarrollar las amplias posibilidades de autogobierno que les confe-
rían las leyes castellanas. Mediante el ejercicio del derecho de petición, las
elites criollas hicieron valer sus pretensiones ante la Corona por medio de
sus procuradores en la corte de Madrid. Gracias a este recurso se generaron
los argumentos que a lo largo de la historia virreinal esgrimieron los criollos
para obtener oficios y beneficios del rey.21

2. Cuando el paraíso estaba en América

San Isidro y Beda y Estrabón y el maestro de la Historia escolástica y san Ambro-


sio y Scoto y todos los sacros teólogos conciertan que el Paraíso Terrenal es en el
Oriente […] Ya dije lo que hallaba de este hemisferio y de la hechura, y creo que
si yo pasara por debajo de la línea equinoccial, que en llegando allí en esto más
alto, que hallara una mayor temperanza y diversidad en las estrellas y en las
aguas; no porque yo crea que allí donde es la altura del extremo sea navegable ni
[haya] agua, ni que se pueda subir allá; porque creo que allí es el paraíso terrenal
adonde no puede llegar nadie salvo por voluntad divina. Y creo que esta tierra
que ahora mandaron descubrir Vuestras Altezas sea grandísima y hay otras mu-
chas en el Austro, de que jamás hubo noticia.22

Occidente concibió casi toda su retórica sobre el espacio perfecto a par-


tir de la narración bíblica del libro del Génesis que situaba en un jardín para-
disiaco e incontaminado el primer tiempo de la vida humana en la tierra. Tal
perfección se perdió con el pecado de Adán y Eva, por lo que, al igual que
todo el ámbito cultural cristiano, la construcción retórica del espacio tenía
una fuerte carga moral. El concepto cristiano de paraíso procedía de dos tra-
diciones: la del mundo judío que tomó la palabra pardis del persa (jardín)
para denominar al espacio donde se ambientó la caída de Adán y Eva y el
árbol del bien y del mal; y la tradición grecolatina, que creía en la existencia

21
C. Garriga, “Patrias criollas…”, en E. Partiré (coord.), op. cit., pp. 60 y ss.
22
Cristóbal Colón, “Narración del tercer viaje”, en Los cuatro viajes y Testamento, p. 242.
la era medieval-renacentista 73

de tres lugares con características similares al Edén judío. Estos espacios


eran: los Campos Elíseos (lugar de reposo para los bienaventurados en el
más allá), la Edad Dorada (situada en un pasado en el que los hombres vi-
vían como dioses) y las Islas Afortunadas (paraíso existente en algún lugar
del Atlántico).
Aunque algunos filósofos de la antigüedad cristiana interpretaron el pa-
raíso como una alegoría, la mayor parte de los padres de la Iglesia lo consi-
deró un lugar real y la Edad Media creyó que aún existía en alguna zona del
Oriente. Incluso para algunos teólogos ese espacio servía de antesala a las
almas que aún no podían entrar en el cielo, donde sólo se encontraban María
y los mártires. En el siglo xiii, sin embargo, esa pradera verdeante alrededor
de la Jerusalén celeste fue sustituida poco a poco por el purgatorio. De he-
cho, para principios del siglo xiv, Dante situaba el Edén en la cima de la
montaña que albergaba este espacio de purgación.23
Desde que Cristóbal Colón llevó a cabo su tercer viaje a lo que creía era
Asia, la presencia del paraíso terrenal tuvo un renacer. Los viajeros europeos
que hasta entonces recorrieron Asia no habían encontrado el anhelado es-
pacio, pero éste seguía apareciendo representado en los mapas. Por ello,
cuando el marino genovés desembarcó en lo que el creía eran las Indias, al
ver ríos tan caudalosos y una naturaleza tan pródiga, el único espacio sim-
bólico que le vino a la mente (como lo señala el epígrafe) fue el Edén, ese
espacio que san Isidoro de Sevilla, en el libro xiv de las Etimologías, había
llamado hortus deliciarum.
La localización americana del paraíso sufrió un fuerte retroceso a partir
de 1508, cuando Américo Vespuccio y un grupo de cosmógrafos hablaron de
las tierras recién descubiertas como un “nuevo continente”. Según el testimo-
nio bíblico, Dios había sembrado el paraíso en el Oriente y la hipótesis ameri-
cana contradecía el texto sagrado. Con todo, el concepto del Edén en América
no desapareció del todo pues aún se pensaba que la distancia entre Asia y
América era menor que el Océano Atlántico, error que no se descubrió hasta
1523, cuando se tuvo noticia del primer viaje alrededor del mundo, iniciado
por Hernando de Magallanes y concluido por Sebastián Elcano.
A todo lo largo de ese proceso, el “nuevo continente” fue provocando
en el “viejo” diversas reacciones e imágenes que provenían de dos fuentes
de información: las primeras partían de las concepciones que los europeos
tenían del mundo y del hombre, basadas en una actitud de superioridad des-
de donde se realizaban las preguntas y se daban las explicaciones dentro de
unos paradigmas que nunca antes habían sido cuestionados. En ellas se en-
tretejían los mitos elaborados y reelaborados desde la Antigüedad clásica y
bíblica y las concepciones sacralizadas por la autoridad de los filósofos; tales
mitos y prejuicios construyeron una parte importante de la imagen de ese
mundo hasta entonces desconocido.

23
Jean Delumeau, Historia del paraíso, vol. i, pp. 393 y ss.
74 la era medieval-renacentista

El segundo grupo de fuentes proviene de la visión crítica surgida de los


informes y noticias que llegaban de América y de los objetos o personas que
eran transportados hacia Europa a través del Atlántico. Aquí está presente,
por un lado, la experiencia de primera mano de los expedicionarios y de los
conquistadores, que a pesar de estar también matizada por una visión euro-
pea, confrontó los prejuicios con una realidad que a menudo se presentaba
como rotunda. Un buen ejemplo de ello es esta frase que Américo Vespuccio
citaba en una de sus cartas, con la que llegó a cuestionar de manera velada la
autoridad bíblica: “Y vimos tantos otros animales que creo que tantas suer-
tes no entrasen en el arca de Noé”.24 La edición de muchas de esas descrip-
ciones y su traducción a varias lenguas del Occidente hizo posible que el he-
cho americano se hiciera público en todos los rincones de Europa. Por otro
lado, el arribo de objetos, códices, pinturas o personas que llegaban de Amé-
rica, como trozos o jirones de una realidad lejana, daba noticia fiel de una
presencia humana, aunque incidió en un modo muy marginal en la visión
que los europeos iban construyendo del nuevo continente. Así, la visión de
Europa sobre América estuvo marcada por la experiencia y por los prejui-
cios, por el objeto visto y por la mirada deformante que lo observaba. El refe-
rente obligado de comparación para explicar lo americano era el topos rena-
centista del mundo al revés, tiempos en los que la maravilla o lo monstruoso
eran sus términos explicativos. Es cierto que las consideraciones científicas
aún debían moverse dentro de los límites que les imponían la teología y la
Sagrada Escritura, lo que daba al conocimiento una extraña mezcla entre
experiencia y credulidad, entre religión y ciencia.
Con todo, aunque las fuentes de información eran básicamente las mis-
mas, las perspectivas cambiaban según las posiciones políticas y religiosas,
según el conocimiento o ignorancia y, sobre todo, según la nacionalidad de
quienes las describían o las concebían. Sin embargo, en el proceso, con los in-
tercambios de información y con la interacción de las percepciones que las
diversas naciones tenían, se creó una especie de imaginario común. En esta
construcción a España y a Portugal les tocó el papel de generadores de la ma-
yor parte del conocimiento sobre América durante el siglo xvi, a pesar de que
las Coronas española y portuguesa eran recelosas sobre la información que pa-
saba de sus reinos en América hacia el otro lado de los Pirineos. El resto de
Europa conoció así la realidad del Nuevo Mundo traducida en términos ibéri-
cos, con toda la rica experiencia lingüística española y americana.
En efecto, a falta de palabras para definir la nueva realidad, los conquis-
tadores llamaban mezquitas a los templos indígenas, papas u obispos a sus
sacerdotes, emperador a su cabeza político-militar, y vasallos, señores y ca-
balleros a sus subalternos. El otro sólo podía concebirse dentro de los códi-
gos conocidos y en los términos de la propia realidad. Junto con ello, se
transplantaron a las lenguas europeas los nuevos vocablos indígenas que

24
Américo Vespuccio, Cartas de viaje. Carta del 18 de julio de 1502, p. 56.
la era medieval-renacentista 75

definían objetos jamás vistos por ellos (chocolate, tomate, tabaco); términos,
por otro lado, que fueron también difundidos por todo el continente ameri-
cano (como la palabra caribe “cacique”) en ese proceso uniformador que sig-
nificó la colonización ibérica en América.
Por su parte, los países allende los Pirineos procesaron esa información,
la utilizaron a menudo como un arma política para orquestar una propa-
ganda negativa contra España y, con mayor abundancia que en la península
ibérica, convirtieron esos textos en imágenes. La primacía de las imprentas
alemanas e italianas durante los años de los primeros descubrimientos, y
después las de los Países Bajos, le dieron a estas regiones la preeminencia
en la creación de los modelos que después se impondrían en el resto de Eu-
ropa. Esto sucede en todos los ámbitos de la imaginería americana, tanto en
materia cartográfica, como en lo relativo a la vestimenta de los indios o a las
alegorías de América. El uso que hicieron esas imprentas de imágenes para
ilustrar sus textos marcó su supremacía frente a la incipiente actividad de
las imprentas ibéricas y a su pobreza de imágenes.
Uno de los mayores impactos que recibieron los europeos al entrar en
contacto con la realidad americana fue la enorme cantidad de animales y
plantas, distintos a los del viejo continente, y la exuberancia de su naturale-
za. Tal proliferación obligaba a los cronistas a incluir en sus textos aspectos
de lo que en la época se llamaba “Historia Natural”. Uno de los primeros in-
teresados en dejar constancia de tales maravillas fue Gonzalo Fernández de
Oviedo y Valdés, quien había tenido una experiencia directa en la coloniza-
ción y gobierno en América Central y las Antillas y que escribió una monu-
mental Historia general y natural de las Indias. El modelo para tales descrip-
ciones era la clásica Historia natural del autor latino Plinio el viejo, pero la
cantidad de cosas nuevas que había en América desbordaba los intentos por
encuadrar esta realidad dentro de los parámetros de autoridad de los clási-
cos. Sin embargo, Oviedo vivía en un tiempo de cambios; la “ciencia” medie-
val (con su visión simbólica del cosmos y sus argumentos apoyados en la
autoridad de los antiguos) ampliaba sus horizontes con una nueva actitud
basada en la observación y la experimentación. En la obra de Oviedo es cons-
tante la presencia de esa nueva actitud empírica y de la conciencia de estar
descubriendo cosas que los antiguos ignoraron.25
Una de las intenciones del autor con este libro era mostrar las maravillas
de América, su flora y su fauna y las extrañas costumbres de sus habitantes,
para lo cual utilizó treinta y dos grabados en madera. Esas ilustraciones (al
igual que los diálogos y las cartas insertos en el texto) servían como un ve-
hículo ideal para dar a conocer aquello que su experiencia le había mostra-
do. “De hecho, las representaciones visuales del Nuevo Mundo desde el siglo
xvi reflejaron un método no verbal de descubrir el significado de América...
Oviedo, con el uso de dibujos y de sus textos, creó un puente entre las viejas

25
Antonello Gerbi, La naturaleza de las Indias nuevas..., pp. 149 y ss.
76 la era medieval-renacentista

fórmulas y autoridades y la realidad que él vio y con ello él mismo se convir-


tió en autoridad”.26 Sin embargo, de la obra monumental de Oviedo fue pu-
blicada sólo la primera de cuatro partes y unos cuantos de sus grabados, a
pesar de que las dos ediciones españolas del siglo xvi (Sevilla, 1535, y Sala-
manca, 1547) fueron un éxito.
Las descripciones de Oviedo y de otros cronistas como Pedro Mártir de An-
glería o fray Bartolomé de las Casas parecían confirmar la idea de que en
América se encontraban los espacios míticos que la Antigüedad grecolatina,
el mundo celta o la Biblia habían situado en el Atlántico o en el Oriente. La
identificación de esos lugares de maravillas con la flora y fauna america-
nos fue inmediata. El Dorado y la Fuente de la eterna juventud, lo mismo
que las ciudades de oro y plata de Cíbola y Quivira, el imperio del Preste
Juan, las tierras de Ophir y de Jauja, la Arcadia o el Edén eran lugares que
esperaban ser encontrados en esas tierras y su presencia fue un importan-
te motor para las expediciones: Ponce de León recorrió las Antillas y Florida
en busca de la fuente de la eterna juventud; Orellana descendió por el río que
se bautizaría con el nombre de Amazonas, y el reino de El Dorado guiaba los
pasos de Pizarro en el Perú. Muchos de esos mitos dieron nombre a lugares:
Brasil, nombre derivado de la lengua celta, era uno de los apelativos de la
Isla Deliciosa, fértil y feliz de la leyenda de san Brandán; Antilia, a veces co-
nocida como la isla de las siete ciudades, era también un lugar paradisiaco;
California se llamaba el país de Calafia, la reina de las Amazonas.
De todas las alusiones y referencias que se tenían de América en España
fue quizás la de su riqueza la que más difusión tuvo desde los comienzos de
su descubrimiento. La principal razón de ello fue la obsesión de los expedi-
cionarios por conseguir oro y la continua mención que se hacía del anhelado
metal en las crónicas y relaciones. La Summa de geografía de Fernández de
Enciso —primer libro sobre América publicado en castellano (Sevilla, 1519)
y varias veces impreso—, además de su interés por servir de guía a los pilo-
tos y de instrucción al joven emperador Carlos, se convirtió en una continua
llamada de atención sobre la riqueza de las Indias y un testimonio sobre la
ambición de sus descubridores.
En efecto, al mismo tiempo que el europeo se reencontró en el nuevo
continente con la Edad Dorada perdida, sin avaricia y con una vida cercana
a la naturaleza, América se ofrecía como la tierra del botín y del oro, como
el premio providencial después de las luchas contra los islamitas. Casi todos
los lugares míticos que esperaban encontrar los conquistadores tenían ese
carácter áureo: El Dorado, en cuya búsqueda se organizaron tantas expedi-
ciones, era el premio a un viaje lleno de obstáculos y privaciones; el reino
bíblico de Ophir, donde Salomón mandaba sus naves a buscar oro; el Cipan-

26
Kathleen Myers, “The Representation of New World Phenomena: Visual Epistemology and
Gonzalo Fernandez de Oviedo’s Illustrations”, en Jerry M. Williams y Robert E. Lewis (eds.),
Early Images of the Americas: Transfer and Invention, pp. 188 y ss.
la era medieval-renacentista 77

go de Marco Polo, ciudad toda cubierta de metal áureo; las míticas Cíbola
y Quivira, y el jardín de las Hespérides con manzanas de oro; de ahí tam-
bién la obsesión por encontrar los tesoros de Moctezuma y de Atahualpa. La
multiplicación de expediciones francesas, inglesas y alemanas, y los conflic-
tos fronterizos entre los países que las organizaban y España, se dieron en
nombre del ubicuo reino del oro situado en los territorios que unos y otros
ocupaban. La felicidad del paraíso primordial de la edad de oro fue suplan-
tada por la brutalidad de la edad de hierro.27 La búsqueda de oro iba apa-
rejada también con la de aventuras, alimentadas por los libros de caballería.
El oro además debería servir, en Colón por ejemplo, para la reconstrucción
del viejo templo de Sión en Jerusalén, es decir, para la conquista de Tierra
Santa, la última cruzada que precedería el fin de los tiempos.
Con todo, el metal era escaso en un principio y de hecho América no se
convertirá en la verdadera tierra del oro y la plata sino hasta la época de Fe-
lipe II en la segunda mitad del siglo xvi, con la afluencia de los metales de las
minas de Nueva España y Perú.

3. Conquista y conquistadores.
Los testimonios fundantes

Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua y en tierra firme
otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel como iba a
México, nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas encanta-
miento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres o cúes y edificios
que tenían dentro en el agua, y todas de calicanto, y aún alguno de nuestros solda-
dos decían que si aquello que veían, si era entre sueños, y no es de maravillar que
yo lo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello.28

Después de un proceso reconquistador que había durado por lo menos


quinientos años, en Castilla se había forjado una mentalidad guerrera y ca-
balleresca teñida con fuertes cargas religiosas, dada la presencia del Islam y
la caracterización de ese avance reconquistador como una guerra santa. En
ese contexto se creó una basta literatura caballeresca y popular en la que se
mezclaba el realismo y la fantasía. De esa realidad cultural venían empapa-
dos los conquistadores del Nuevo Mundo como nos lo deja entrever la cita de
Bernal Díaz del Castillo.
La gran difusión de esta literatura se debió sin duda a la imprenta, ins-
trumento que aseguró el éxito tanto a sus libros, que ya circulaban ma-
nuscritos, como a la lírica proveniente de una antigua tradición oral. Entre
1508 y 1550 se publicaron más de cincuenta libros de caballería. En estos

27
Fernando Ainsa, De la Edad de Oro a El Dorado, pp. 124 y 132.
28
Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, p. 87.
78 la era medieval-renacentista

textos se cantaban las hazañas de los héroes locales, los hechos de guerra
dirigidos a expulsar a los moros y gestas fantásticas. En el mismo tono esta-
ban escritos El Amadis de Gaula, Las sergas de Esplendían, Palmerín de Oliva
y la Historia de Lanzarote, libros provenientes de tradiciones en las que la
guerra y el amor se entretejían. Por otro lado, historias como la Crónica del
rey don Rodrigo y la destrucción de España narraban hechos llenos de tor-
neos caballerescos y rescate de damas dentro de un ambiente seudohistórico
de la conquista del reino visigodo por los musulmanes. El cristianismo pe-
netró con sus valores esa literatura, propuso a la Virgen como la dama inal-
canzable a quien los caballeros debían ofrendar sus hazañas y ofreció un
código moral que limitaba la violencia a lo necesario y exigía la magnanimi-
dad y el perdón hacia el vencido.
La expansión que estaba viviendo la conciencia europea con los descubri-
mientos en Asia, África y América fomentaba y hacía creíbles las fantásticas
historias y paisajes descritos por las novelas de caballería. De hecho, muchos
de los conquistadores creían firmemente que encontrarían esas maravillas en
algún sitio de las Indias hasta entonces desconocidas. Gigantes, enanos, ama-
zonas, hombres con cabeza de perro, magos, islas encantadas, fuentes de la
eterna juventud, ciudades de oro y plata, riquezas inconmensurables debían
existir en esas tierras ignotas deparadas por la Providencia para los castella-
nos. En esas mentes que vivían en un mundo marcado por la oralidad no
existía la línea divisoria entre la realidad y la ficción, sobre todo si las páginas
que las describían estaban en letra impresa y por lo tanto poseían un carácter
de verdad revelada, de saber incuestionable. Los moralistas pretendieron pro-
hibir la lectura de estas historias “mentirosas” que daban malos ejemplos a
los jóvenes cuya flexible moral los alejaba de las doctrinas virtuosas predica-
das por la Iglesia.29 En la literatura caballeresca se plasmaba el modelo con el
que se identificaban muchos de los hombres que pasaron a América: “valor
individual frente a los mayores obstáculos, aceptación estoica de desventuras
y heridas, exaltado sentido del honor y de la dignidad personal, maneras cor-
teses y un concepto caballeresco del amor”.30
El noble desde el siglo xii consideraba que no existía oposición entre ser
un caballero refinado y educado y actuar como un guerrero. Violencia y cor-
tesía no eran actitudes opuestas, su validez sólo dependía del momento en el
que se practicaran. Los héroes de la literatura caballeresca no eran indivi-
duos de carne y hueso sino personajes prototípicos que debían responder a
este doble esquema militar y cortesano.31
Un claro ejemplo de ese ideal se encarnó en el extremeño Hernán Cortés,
un buen narrador de romances según lo muestra Fernández de Oviedo, al

29
Irving Leonard, Los libros del conquistador, pp. 30 y ss.
30
Ida Rodríguez Prampolini, Amadises de América. Hazaña de las Indias como empresa caba-
lleresca, pp. 32 y ss.
31
Alfonso Mendiola, Retórica…, p. 231.
la era medieval-renacentista 79

mismo tiempo que un guerrero. Resulta por demás interesante que Hernán
Cortés (1483-1547), el personaje dominante de la conquista de México, haya
sido al mismo tiempo, sin proponérselo, uno de sus primeros cronistas. En-
tre 1519 y 1526 Cortés envió al emperador Carlos V cinco extensos informes
(hoy conocidos con el nombre de Cartas de relación) narrando sus hechos de
armas. La segunda y la tercera fueron publicadas a escasos dos años de haber
sido escritas, primero en castellano en Sevilla (1522) y después en latín en
Nuremberg (1524), de donde fueron traducidas a varias lenguas logrando am-
plia divulgación por Europa. Poseedor de una cultura letrada más amplia que
la del resto de los conquistadores, Cortés en sus cartas recurrió a comparacio-
nes con el mundo conocido por los europeos para hacer una elogiosa descrip-
ción de las tierras y las civilizaciones que había puesto bajo el dominio de
España y de la fe católica. Con ello justificaba y daba mayor relieve a sus ac-
ciones, al tiempo que fundamentaba el derecho que creía tener al gobierno de
los reinos conquistados, algo por lo que lucharía, si bien con poco éxito, hasta
el fin de sus días. En efecto, aún cuando recibiría en 1529 el título de marqués
del Valle de Oaxaca con una serie de privilegios, se le quitó la gobernación de
Nueva España y vivió constantemente bajo los ataques de sus enemigos polí-
ticos. Tras una serie de empresas de exploración poco exitosas en las costas
del océano pacífico, pasó tristemente sus últimos años en España.
De todas sus cartas de relación es quizás la segunda la que posee un ma-
yor interés como conformadora de discursos que tuvieron un gran influjo
tanto en Europa como en Nueva España. Un primer tema que destaca en esa
carta es el relacionado con la geografía, la descripción del paisaje, la flora y
la fauna, muestras de la riqueza natural del territorio y de los usos que se le
podían dar en un futuro proceso colonizador. El conocimiento de estas ri-
quezas, “secretos de la tierra”, otorgaba al plan de conquista un aire “de no-
bleza y de humanismo”. Fue a partir de esas descripciones que Cortés propu-
so a Carlos V dar a este territorio el nombre de Nueva España:

Por lo que yo he visto y comprendido acerca de la similitud que toda esta tierra
tiene a España, así en la fertilidad como en la grandeza y fríos que en ella hace, y
en otras muchas cosas que la equiparan a ella, me pareció que el más convenien-
te nombre para esta dicha tierra era llamarse la Nueva España del mar Océano; y
así, en nombre de su majestad se le puso aqueste nombre. Humildemente supli-
co a vuestra alteza lo tenga por bien y mande que se nombre así.32

De hecho, desde que desembarcó en Veracruz, Cortés se había dedicado


a bautizar los lugares y tierras de Indias con nombres de ciudades españolas,
algo por demás usual desde Cristóbal Colón, de quien pasó la costumbre al
resto de los conquistadores. A la ciudad de Cempoala la llamó Sevilla; a
“Nautecal”, que está a doce leguas de la dicha villa (Vera Cruz), la rebautizó

32
H. Cortés, “Segunda carta de relación” (30 de octubre de 1520), en op. cit., p. 120.
80 la era medieval-renacentista

como Almería, y a Tlaxcala la comparó con Granada, por su tamaño y pobla-


ción y con las repúblicas del norte de Italia por su forma de gobierno. Hablar
de una “Nueva España” traía implícito una idea de España como totalidad
en expansión, frente a una España que acababa de conformar su unidad te-
rritorial bajo los Reyes Católicos. Sin embargo, en el momento en que Cortés
escribía España estaba dividida por la guerra civil (las llamadas “germanías”)
y por los movimientos comuneros; por ello, cuando hablaba de una Nueva
España estaba utilizando una estrategia para conseguir el apoyo de Carlos V,
pues le ofrecía la imagen de ser el rey de una España unida que se extendía
más allá del Atlántico.33
Además de conformar la idea de un territorio similar a España, las cartas
segunda y tercera de Cortés también forjaron la secuencia de los grandes he-
chos de la conquista que marcarían los discursos futuros sobre el tema de la
toma de Tenochtitlan: el encuentro entre Cortés y Moctezuma, la destrucción
de los ídolos del Templo Mayor, la jura que hicieron el tlatoani y los demás
caciques de vasallaje a Carlos V, la muerte de Moctezuma por una pedrada, la
huida de los españoles en la “Noche Triste”, la armada de los bergantines en
el lago, la ayuda que le prestaron Tlaxcala y Tezcoco y la caída final de la ciu-
dad de Tlatelolco con la prisión de Cuauhtémoc.
Junto con las Cartas de relación, el otro texto que hizo posible la elabo-
ración de un discurso homogéneo sobre la hazaña cortesiana fue la Historia
de la conquista de México del padre Francisco López de Gómara, capellán de
Cortés. Este autor trabajaba entre Sevilla y Madrid, por lo que las noticias
de Indias que recopiló provenían, tanto del propio conquistador como de sus
contactos con los cosmógrafos y descubridores que llegaban de América. Su
visión exaltaba la labor del imperio español en el nuevo continente y no ocul-
tó su admiración ante el descubrimiento de las Indias como un hecho provi-
dencial que Dios le tenía destinado a los españoles. Por ello, en su dedicatoria
a Carlos V escribe: “La mayor cosa después de la creación del mundo, sacan-
do la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias”.
Para él, los indígenas recibieron enormes beneficios con la conquista: el hie-
rro, los animales de tiro, la escritura alfabética y, sobre todo, el cristianismo.
Estos elementos eran tan valiosos que pagaban con creces las riquezas que
los españoles pudieron tomar de los indios. Este aval divino puede observarse
en las continuas apariciones del apóstol Santiago en el campo de batalla, he-
cho que, según él, llegaron a constatar incluso los testimonios indígenas.
El retrato más importante en la obra de López de Gómara es sin duda el
de Hernán Cortés, a quien exaltó a niveles heroicos. Para él, “nunca jamás
hizo capitán con tan chico ejército tales hazañas, ni alcanzó tantas victorias
ni sujetó tamaño imperio”.34 Dos temas resaltan en la narración sobre Cor-

33
Aurora Díez-Canedo, El concepto de Nueva España en el siglo xvi. Estudio historiográfico,
pp. 38 y ss.
34
Francisco López de Gómara, Historia de la conquista de México, cap. viii, p. 18.
la era medieval-renacentista 81

tés, uno el derrumbe de los ídolos y la conversión de los señores indígenas, y


el otro las alianzas con los diferentes cacicazgos, todas acompañadas de re-
galo de mujeres (para que los valerosos españoles tuvieran en ellas descen-
dencia), las cuales el conquistador repartió siempre entre sus capitanes.
La obra, impresa en Zaragoza en 1552, circuló ampliamente por todo el
ámbito hispánico, a pesar de la prohibición explícita que Felipe II diera para
su difusión. En los cincuenta años siguientes se hicieron cuatro traducciones
y seis ediciones de ella.35 Por eso, muchas de sus afirmaciones las encontra-
remos en Bernal Díaz del Castillo y en Francisco Cervantes de Salazar, quie-
nes lo copiaron, lo refutaron y, a veces, lo corrigieron.
Contrastando con la visión personalista de Hernán Cortés en sus cartas y
como respuesta a la obra de López de Gómara, Bernal Díaz del Castillo (ca.
1495-1584) dio voz en su extensa crónica a las tropas que lucharon en la con-
quista. Bernal nació en la villa castellana de Medina del Campo, y pasó a las
Indias en 1514. Participó en 1517 y 1518 en las armadas de Francisco Her-
nández de Córdoba y de Juan de Grijalva, que transitaron por las costas del
Caribe y del golfo de México, para luego incorporarse a la expedición de Her-
nán Cortés. Después de la caída de Tenochtitlan peleó en distintas campañas
y recibió sucesivas encomiendas de indios hasta que se estableció finalmente
en la ciudad de Guatemala, de cuyo ayuntamiento fue regidor. En busca de
nuevas mercedes y para defender los derechos de los encomenderos hizo dos
viajes a España en 1540 y 1550.
Los años restantes de su vida a partir de esta última fecha los dedicó,
entre otras cosas, a redactar su historia de la conquista de México (publicada
hasta 1632), basada en sus propios recuerdos, en los informes verbales y es-
critos de algunos de sus compañeros y fuertemente influida por la literatura
caballeresca. No obstante su falta de estudios, que él mismo admitía, Bernal
muestra en su obra ser un escritor de prosa imaginativa, con gran capacidad
para retratar lugares y personas y para referir anécdotas, y con una cultura
letrada y retórica bastante extensa para un hombre de su condición. Sin em-
bargo, algo que sobresale en su obra es la insistencia en su calidad de testigo
presencial, tanto como recurso retórico como argumento central de la vera-
cidad de su narración, además de su necesidad de que los hechos no se pier-
dan en el olvido y que su fama se mantenga en la memoria para las genera-
ciones futuras.36
Por otro lado, al igual que muchos de sus compañeros, Bernal creía que
los conquistadores no habían recibido de la Corona la justa recompensa a los
peligros y riesgos que habían pasado en combates y exploraciones, por lo
que buscó con su crónica que, al menos, los servicios de sus camaradas no

35
El relato de Gómara resultaba peligroso para la Corona pues defendía y exaltaba los méri-
tos de los conquistadores, a quienes Felipe II estaba quitando privilegios. A. Mendiola, op. cit.,
p. 359.
36
A. Mendiola, Bernal Díaz del Castillo…, pp. 128 y ss.
82 la era medieval-renacentista

fueran ignorados ni despreciados. La obra se inserta por tanto en un género


que es la relación de méritos y servicios, es decir, es un documento legal. De
ahí que intentara desmentir a autores como Francisco López de Gómara, de
quien tomó muchas cosas, pero que había escrito acerca de la Nueva España
sin conocerla y otorgando todo el mérito de la conquista a Hernán Cortés.
Uno de los temas de disputa era precisamente la aparición de Santiago en la
batalla, que ni él ni ninguno de los conquistadores vio ni oyó mencionar.
En su relato Bernal, sin dejar de reconocer el liderazgo de su comandan-
te, dio nombre y rostro a muchos soldados y capitanes, describiendo sus
cualidades y defectos y haciéndose eco de las opiniones y sentimientos que
recorrían los campamentos de los conquistadores. Su obra está enmarcada,
por tanto, en una época en la que la Corona estaba disminuyendo los privile-
gios a los encomenderos, por lo cual Bernal, aunque puede considerarse
como un testigo del hecho, lo es también del proceso que marcó los discur-
sos de la segunda mitad del siglo. Frente a la visión personalista de Cortés y la
perspectiva imperial que muestra López de Gómara, Bernal representa la pos-
tura de los encomenderos descontentos por la nueva actitud de la Corona.
En estos grandes cronistas de la conquista se vieron reflejados los tres as-
pectos que resumen el ideario de los conquistadores: oro, gloria y evangelio.
El primero insistía en la justicia que debía ejercer la Corona para premiar
los esfuerzos de los conquistadores con el trabajo y el tributo de los indios,
con la necesidad de formalizar la herencia de esas encomiendas. La gloria se
relacionaba con la exaltación de las hazañas guerreras tanto en la conquista
como en el proceso de pacificación, hazañas que permitían al rey mantener
su dominio sobre estas tierras. Por ello, era necesario mostrar a los indios
como valerosos contrincantes pues con ello se exaltaba a quienes los vencie-
ron. El evangelio le daba a la conquista su dimensión espiritual y trascen-
dente como una obra querida por Dios y como un medio para la salvación de
sus autores. En este último aspecto los conquistadores se vieron influidos
por el otro sector español que actuaba en Indias: los religiosos.

4. La primera evangelización vista por los frailes

Creo que no me yerro que sería otro mayor daño, que por los muchos insultos y
abominaciones que se harían, andando esta gente suelta [los españoles] Dios
Nuestro Señor permitiría en todos un gran castigo y cesaría la más santa y al-
ta obra que desde la conversión de los apóstoles acá jamás se ha comenzado,
la cual, bendito Nuestro Señor, va en tales términos que si hubiese tantos obreros
cuantos son necesarios por tan gran multitud de mies, muy en breve tengo espe-
ranza que se plantaría en esta tierra otra nueva Iglesia, de que siendo vuestra ex-
celencia el fundador, no podría carecer de gran premio.37

37
H. Cortés, “Quinta carta de relación” (15 de octubre de 1524), en op. cit., p. 265.
la era medieval-renacentista 83

En sus cartas cuarta y quinta, escritas entre 1524 y 1526, Hernán Cortés
parece tomar conciencia de su intermediación como agente de Dios en la
conversión de los naturales. Sin duda los inspiradores de los nuevos discur-
sos cortesianos fueron los franciscanos recién llegados, hombres empapados
del espíritu del humanismo cristiano y la reforma católica y predicadores del
regreso a la Iglesia primitiva y que consideraban que la convivencia entre
españoles e indios podía ser muy perjudicial para los segundos. Su presencia
se puede ver en otros testimonios donde Cortés pedía que vinieran frailes y
no “obispos y otros prelados”, quienes “no dejarían de seguir la costumbre
[...] de disponer de los bienes de la Iglesia, que es gastarlos en pompas y
otros vicios”, discurso típico de las órdenes mendicantes en búsqueda de una
cristianización dirigida sólo por ellas y enmarcada en el espíritu de la pobre-
za evangélica. Como se ve en el epígrafe, en su quinta carta Cortés profetiza-
ba la fundación de una nueva Iglesia en la que Dios sería honrado y servido
más que en ninguna otra de la tierra. Detrás de sus palabras estaban los
franciscanos, quienes proveyeron a Cortés no sólo de este discurso, con el
cual pudo designarse a sí mismo como un elegido para traer a los indios
al conocimiento de Dios, sino también de su proyecto para crear en estas
tierras una nueva sociedad cristiana.38
Cortés había esgrimido en sus cartas dos argumentos, propuestos no
sólo ante el emperador sino también ante los caciques con los que establecía
sus alianzas: “que los indios viniesen en conocimiento de nuestra santa fe
católica y que fuesen vasallos de vuestras majestades”. Con ello se establecía
un régimen de justicia, frente a la tiranía de Moctezuma, y se legitimaba la
intervención militar liberadora, de acuerdo con los principios de la teolo-
gía escolástica.39 La actitud cristianizadora de Cortés se puede ver en la des-
trucción de los ídolos indígenas, para reemplazarlos con cruces e imágenes
de la Virgen, y en la administración del bautismo a aquellas indias que se
ofrecían como regalo a los españoles.
Por tanto, no es de sorprender que poco después de la conquista de Mé-
xico Hernán Cortés pidiera a Carlos V que le mandara un contingente de
frailes franciscanos con la específica misión de convertir a los indios de la
Nueva España a la fe cristiana.40 Al año siguiente de la llegada de fray Pedro
de Gante y de sus dos compañeros flamencos en 1523, arribaron otros doce
frailes menores reclutados de la recién fundada y reformada provincia de
San Gabriel de Extremadura. A su llegada, Cortés los recibió con grandes
ceremonias, se arrodilló ante ellos y con ese acto les concedió una autoridad
moral que nadie antes había recibido. Por ello, la conquista y el conquista-

38
John H. Elliot, “Cortés y Moctezuma”, en Gilbert M. Joseph y Thimothy J. Henderson, The
Mexico Reader. History, Culture, Politics, pp. 105-108.
39
Jaime Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de
la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 51-107, p. 52.
40
H. Cortés, “Cuarta carta de relación” (15 de octubre de 1524), en op. cit., p. 257.
84 la era medieval-renacentista

dor quedaron indeleblemente vinculados con la evangelización en el discur-


so de los franciscanos. En él, al igual que en el de los conquistadores, la labor
misionera que se estaba llevando a cabo se convertía en una exaltación de la
propia orden religiosa.
El primer texto que nos queda donde se puede ver con claridad esta ade-
cuación entre retórica y realidad es la crónica de fray Toribio de Motolinia,
Historia de los indios de la Nueva España, escrita alrededor de 1545.41 Este
religioso (ca. 1490-1569), uno de los primeros doce franciscanos que llega-
ron a Nueva España y un activo misionero, tenía la intención de mostrar en
su obra una panorámica de la labor de sus hermanos de orden a lo largo de
las primeras tres décadas de la evangelización. En ella aparecían los frailes
como seres perfectos que andaban siempre a pie, vestían pobremente y pe-
dían limosna para comer. Su dirigente, fray Martín de Valencia, era un mo-
delo de virtudes cristianas, ermitaño y predicador, varón apostólico que ha-
bía compaginado los ideales de vida activa de un dirigente, con la práctica de
las virtudes propias de la vida contemplativa. Era una combinación perfecta
de Marta y María, un espejo del Bautista quien había salido del desierto para
anunciar la venida de Cristo. A partir de una biografía previa realizada por
su hermano de hábito fray Francisco Jiménez, Motolinia nos muestra a un
santo cuya vida había estado llena de premoniciones y sueños sobre el ex-
traordinario destino que le tenía deparado la Providencia.42
Motolinia pensaba además que el número 12 (el de sus compañeros de
misión) era providencial y demostraba la similitud entre ellos y los após-
toles enviados por el Mesías. Al principio desarrolló esta idea al señalar que
la etimología de Anáhuac estaba relacionada con el concepto “mundo”, y
agregaba:

Envió pues Jesucristo a sus doce a predicar por todo el mundo en toda parte y lu-
gar fue oída y salió la palabra de ellos a cuyo ejemplo san Francisco fue e envió sus
frailes a predicar al mundo, cuya noticia fue publicada o divulgada en todo el mun-
do, de que hasta nuestro tiempo hubo noticia, ansí de fieles como de infieles. Aho-
ra que nuestro Dios descubrió este otro mundo, a nosotros nuevo porque ab ae-
terno tenía en su mente electo al apostólico Francisco por alférez y capitán de esta
conquista espiritual, como adelante se dirá, inspiró a su vicario el Sumo Pontífice
y el mismo Francisco a nuestro padre el general que es ansí mismo vicario suyo,

41
La obra original de Motolinia no se conoce. Existen varias versiones resumidas de ella que el
erudito Edmundo O’Gorman ha estudiado a profundidad. La primera fue editada por él con el tí-
tulo Historia de los indios de la Nueva España. El mismo autor publicó una segunda versión con
el título Memoriales o libro de las cosas de la Nueva España y de los naturales de ella. Finalmente,
este historiador ha propuesto incluso la reconstrucción de la obra completa en un texto llama-
do El libro perdido.
42
Fray Francisco Ximénez, “Vida de fray Martín de Valencia”, edición de Pedro Ángeles.
Apéndice a Antonio Rubial García, La hermana pobreza. El franciscanismo: de la Edad Media a la
evangelización novohispana, pp. 211-261.
la era medieval-renacentista 85

enviasen los sobredichos religiosos, cuyo sonido y voz en toda la redondez de este
Nuevo Mundo ha salido y ha sonado hasta los confines de él o la mayor parte.43

Para Motolinia los franciscanos fueron enviados por el mismo Cristo y en


la visión que tuvo san Francisco en el monte Auvernia recibió el aviso que
“Dios le tenía guardada la conversión de estos indios, como dio a otros de sus
apóstoles las de otras Indias”.44 En ese contexto es también considerado pro-
videncial el hecho de que los frailes hayan desembarcado en Veracruz el 12 de
mayo, durante la vigilia de Pentecostés. Frente a la percepción personalista
de Cortés y la imperialista de Gómara, Motolinia representa la primera ver-
sión corporativizada de los hechos fundadores de la Nueva España, término
que usó continuamente como muestra del sentido territorial de los frailes.
Motolinia muestra en su obra una visión muy optimista de la Iglesia in-
diana, marcada por un fuerte providencialismo. Dios había preparado la llega-
da de los religiosos a México con presagios y prodigios, incluido el anuncio de
Quetzalcóatl, y había ayudado, primero a los conquistadores y después a los
frailes, a destruir las idolatrías y a liberar a los indios de las garras de Satán.45
No cabía por tanto duda alguna de que la Divina Providencia tenía preparada
esta tierra para un destino glorioso: la comunidad eclesiástica de las Indias,
con todas las características del cristianismo prístino. Ella representaba la sal-
vación para la Iglesia, que había sufrido una gran pérdida por la herejía pro-
testante. Para Motolinia, la naturaleza del Anáhuac era la más propicia para la
perfección, tenía “las más hermosas montañas del mundo”; como “otra Egip-
to” que estaba llena de idolatrías y pecados y floreció después en gran santi-
dad, en esta tierra de idólatras florecen ahora “ermitaños y contemplativos”.46
Y en esta tónica agregaba exaltado al hablar de la antigua Tenochtitlan:

¡Oh México! […] Eras entonces una Babilonia, llena de confusiones y maldades;
ahora eres otra Jerusalén, madre de provincias y reinos. Andabas e ibas a do que-
rías, según te guiaba la voluntad de un idiota gentil, que en ti ejecutaba leyes
bárbaras; ahora muchas velan sobre ti, para que vivas según leyes divinas y hu-
manas. Otro tiempo con autoridad del príncipe de las tinieblas, anhelando ame-
nazabas, prendías y sacrificabas, así hombres como mujeres, y su sangre ofrecías
a el demonio en cartas y papeles; ahora con oraciones y sacrificios buenos y jus-
tos adoras y confiesas a el Señor de los señores. ¡Oh México! Si levantases los
ojos a tus montes de que está cercada, verías que son en tu ayuda y defensa más
ángeles buenos, que demonios fueron contra ti en otro tiempo, para te hacer caer
en pecados y yerros.47

43
Toribio de Motolinia, Memoriales o libro de las cosas…, pp. 20 y ss.
44
T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. 3, cap. 1, p. 118.
45
Los presagios no se encuentran en la Historia de los indios… de Motolinia sino en lo que
O’Gorman llamó El libro perdido, parte iii, cap. xx, pp. 371 y ss.
46
T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. 3, cap. 9, p. 156.
47
Ibid., trat. 3, cap. 6, p. 143.
86 la era medieval-renacentista

Era por tanto un deber de los frailes, emisarios y colaboradores de la


Divina Providencia, mantener estas tierras y a sus habitantes como una joya
preciosa en su pureza original.48
El anhelo de los franciscanos de fundar en Nueva España un reino utópi-
co, una nueva Jerusalén, fue, además de una muestra del ideal de llegar al
cristianismo prístino, una manifestación de las creencias escatológicas den-
tro de la orden, pues con los indígenas se forjaría el reino de paz que prece-
dería al Apocalipsis. Surgidas a raíz de algunos libros bíblicos, especialmen-
te el Libro de Daniel y el Apocalipsis de san Juan, estas creencias se habían
desarrollado durante la Edad Media, sobre todo en las etapas críticas, y con-
sideraban la destrucción del universo algo inminente. Motolinia fue el pri-
mero de los cronistas religiosos novohispanos que manifestó la idea de que
los extremos de la historia del Nuevo Testamento se tocaban, pues si con la
Iglesia primitiva, con toda su perfección, se había iniciado el peregrinar del
pueblo de Cristo, con la Iglesia indiana, imitadora y espejo fiel de aquella,
terminarían los tiempos antes de la segunda venida del Mesías. A este res-
pecto dice: “Preguntáis ¿qué tan grande es su Iglesia? Dígote que a solis ortu
usque od occasum (salmo 112,3), desde oriente hasta occidente y en toda
esta grande Iglesia de Dios es y ha de ser el nombre de Dios loado y glorifica-
do; y como floreció en el principio la Iglesia (en) oriente, que es principio del
mundo, bien ansí agora, en el fin de los siglos, ha de florecer en occidente
que es fin del mundo”.49
Aunque la obra de Motolinia permaneció inédita, su texto fue consultado
en el archivo de los franciscanos de la capital y sirvió como modelo para
toda la historiografía mendicante novohispana posterior, hasta finales del si-
glo xviii.
Junto con el fraile, el otro gran personaje de la evangelización era el con-
quistador, construido como un caballero cristiano que luchaba por la fe. En
ese contexto, la conquista se consideró como un hecho necesario para la cris-
tianización. Sin embargo, el tema no era visto desde una perspectiva única.
Las grandes desgracias y la mortandad que trajo consigo la conquista para
los pueblos indígenas, así como los abusos de los encomenderos, fueron uno
de los temas que mayor polémica causó en el imperio español durante las
primeras décadas del siglo xvi. Frente a la posición de algunos juristas que
defendían el derecho de la Corona a realizar tales actos y que justificaban
la conquista y sus abusos arguyendo la inferioridad natural de los indios, se
encontraba aquellos (en su mayor parte frailes) que defendían los derechos
de éstos, criticaban los abusos y proponían soluciones.
Sin duda alguna el profeta y polemista más combativo en este sentido
fue el dominico fray Bartolomé de las Casas (1474-1566). Su visión sombría
de la conquista y su actuación en defensa de los derechos de los indios deja-

48
Elsa Cecilia Frost, La historia de Dios en las Indias…, pp. 242 y ss.
49
T. de Motolinia, Memoriales o libro de las cosas…, p. 220.
la era medieval-renacentista 87

ron una profunda huella al incidir en la legislación y en la leyenda negra so-


bre España que generaron Inglaterra, Francia y Holanda, pues fue uno de los
autores más traducidos en Europa. En su Brevísima relación el fraile domini-
co utilizó adjetivos hiperbólicos como un recurso retórico para conseguir que
su destinatario, el príncipe Felipe, quedara impresionado e influyera en la
transformación radical de las condiciones de explotación de América. Los
indios eran personas obedientísimas y fidelísimas, mientras que los españo-
les realizan actos crudelísimos. El uso constante del adjetivo “infinito” que
parecería hacer inverosímil la narración, tenía por finalidad conseguir la in-
dignación de los lectores. Para Las Casas, “la guerra declarada a los infieles
para que reciban la religión cristiana... es una guerra temeraria, injusta, ini-
cua, tiránica”, por lo que el único modo de predicación válido era el que ha-
bían usado los apóstoles.50
El carácter impulsivo de Las Casas, unido a su radicalismo y a su posi-
ción intolerante, ocasionó fuertes controversias en Europa y en América. Uno
de sus principales opositores fue el franciscano Toribio de Motolinia, quien se
mostraba más optimista que Las Casas y aunque habló también de las plagas
de la conquista y criticó los excesos cometidos por los españoles, no conside-
raba la encomienda como algo tan negativo, siempre que se limitaran los
abusos. En una carta que enviaba a Carlos V en 1553 señalaba: “Y los que no
quisieren oír de grado el evangelio de Jesucristo sea por fuerza. Que aquí tie-
ne lugar aquel proverbio: más vale bueno por fuerza que malo por grado”. 51
La conquista era vista así como un mal necesario y la violencia como algo in-
dispensable para apremiar a los indios a recibir la salvación. Para justificar
esta actitud Motolinia había utilizado la frase “compelle eos intrare” (oblíga-
los a entrar) (Lucas, 14, 23), dicha a propósito de la parábola de los invitados
descorteses y de la orden del amo para llenar la casa con todo el que pasara
por los caminos. Desde san Agustín esta frase legitimó el uso de la fuerza
para obligar a los herejes y paganos a someterse al dominio cristiano.
A pesar de estas divergencias, para ambos frailes América era el territorio
donde se debía realizar la utopía cristiana, era el lugar elegido por Dios para
llevar a cabo la construcción de la Jerusalén terrena antes del fin de los tiem-
pos. La transposición de tópicos y mitos clásicos o bíblicos como el Edén o la
Arcadia, de los reinos de la abundancia como Jauja o de tiempos felices como
la Edad Dorada quedarían poco a poco olvidados ante los frustrados intentos
por encontrarlos. El espacio se fue llenando entonces con las utopías construi-
das por los españoles (conquistadores y frailes) sobre esta tierra. El paraíso
terrenal natural debía ceder su espacio a la ciudad ideal proyectada por los
hombres. Pero la nueva sociedad debía tomar en cuenta a los nativos que la
habitaban, personajes en los que también se confundían realidad y retórica.

50
Cf. Bartolomé de las Casas, Del único modo de atraer a todas las gentes a la religión verdadera.
51
T. de Motolinia, “Carta al emperador Carlos V” (2 de enero de 1555), en Historia de los in-
dios..., p. 211.
88 la era medieval-renacentista

5. La construcción retórica del indio


y sus primeras imágenes

Todas estas universas e infinitas gentes […] crió Dios los más simples, sin malda-
des ni dobleces, obedientísimas y fidelísimas a sus señores naturales y a los cris-
tianos a quien sirven; más humildes, más pacientes […], sin rencillas ni bullicios,
no rijosos, no querulosos, sin rencores, sin odios, sin desear venganzas, que hay
en el mundo. Son asimismo las gentes más delicadas, flacas y tiernas en com-
plexión y que menos pueden sufrir trabajos y que más fácilmente mueren de
cualquiera enfermedad […] Son también gentes paupérrimas y que menos po-
seen ni quieren poseer de bienes temporales; y por esto no soberbias, no ambi-
ciosas, no codiciosas […] Son eso mismo de limpios y desocupados y vivos en-
tendimientos, muy capaces y dóciles para toda buena doctrina; aptísimos para
recibir nuestra santa fe católica y ser dotados de virtuosas costumbres, y las que
menos impedimentos tienen para esto, que Dios crió en el mundo.52

Los últimos años del siglo xv vieron aparecer en Europa las primeras
imágenes de los hombres americanos: eran pequeñas figuras desnudas que
huían a un bosque atemorizadas ante la presencia de los blancos. El autor de
tal imagen, un grabador italiano, se había basado en las descripciones de Cris-
tóbal Colón y, salvo la desnudez, nada diferenciaba a esos hombres de los del
viejo continente.53 Conforme avanzaban los descubrimientos iban quedando
cada vez más frustradas las expectativas de encontrar a los humanoides mons-
truosos que poblaban los bordes del mundo (cinocéfalos, lestrigones, ble-
mis, amazonas o gigantes) y cuya existencia había sido aseverada por auto-
ridades como la de san Isidoro de Sevilla.
En 1505, un grabado alemán que ilustraba una carta de Américo Ves-
puccio introdujo un nuevo elemento. En él aparecían representados hom-
bres y mujeres en una playa del Brasil con manojos de plumas en cabezas,
cinturas, brazos y pies; ellos armados con arcos y flechas y ellas atendiendo
a sus hijos con actitud maternal. Esa imagen del indio con plumas quedaría
como un estereotipo impuesto al resto de los indios del continente en la vi-
sión europea hasta el siglo xviii. En el grabado existía un elemento más que
hay que resaltar; se trata de los restos humanos colgados de una techumbre
de troncos que hacían alusión a sus prácticas antropofágicas. La imagen
correspondía a una de las visiones que tuvieron los europeos al contacto

52
B. de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, en Tratados, vol. i, pp.
15-17.
53
La primera imagen que describe el descubrimiento es la conocida xilografía de 1493 im-
presa en Italia con la versión versificada de Dati sobre la carta de Colón. María Concepción
García Sáiz, “La desigual contribución del arte europeo a la concepción del mundo americano
durante los siglos xvi al xix”, en Arte, historia e identidad en América. Visiones comparativas.
xvii Coloquio Internacional de Historia del Arte, vol. i, p. 62.
la era medieval-renacentista 89

con los seres americanos, la que los consideró como salvajes perversos, lo
que para algunos justificaba el hacerlos esclavos. A pesar de la visión iguali-
taria sobre el ser humano propuesta por el cristianismo, la dimensión jerár-
quica y cortesana de la sociedad que predominaba en los autores renacentis-
tas europeos proponía la existencia de diversos grados de humanidad, siendo
el noble occidental su culminación y el plebeyo salvaje americano su extre-
mo más ínfimo.54
La idea, de hecho, había surgido en Europa desde el siglo xiii con la pre-
sencia de los tártaros, considerados como salvajes antropófagos y belicosos.
Pero los tártaros eran también hombres sin secta, abiertos a recibir la fe cris-
tiana, y capaces de aliarse al Occidente contra el Islam. Esta perspectiva más
positiva apareció vinculada con el mito griego del “buen salvaje” que habitó
el mundo en una Edad de Oro, un espacio de eterna primavera, donde la tie-
rra daba sus frutos sin necesidad de trabajarlos y donde no existían rencores,
ni propiedad, ni ejércitos. El mito clásico, unido al bíblico de la inocencia
del paraíso terrenal y al de la existencia de gentiles inclinados a una religión
natural, tomó cuerpo con la aparición del hombre americano al que se apli-
có también esta categoría de buen salvaje.
Uno de los mayores propulsores de esta visión positiva del indio fue fray
Bartolomé de las Casas, como se deja ver en el epígrafe. Sus tesis amplia-
mente difundidas sobre el estado de inocencia en que vivían los indios, muy
semejante al que poseía Adán en el paraíso, hicieron extensivas esas cualida-
des de los caribeños a los indios de todo el continente.55 Con todo, también a
este ser bondadoso se le vistió de plumas como correspondía a su calidad
moral de salvaje. Desde entonces, el binomio vestido/desnudo jugará un pa-
pel central en las representaciones plásticas y retóricas del indio tanto en
Europa como en América. Con esa imagen estereotipada de emplumado, el
indio transitaría por el mundo visual y retórico europeo desde el Renaci-
miento hasta la Ilustración.
Sin embargo, la imagen del salvaje americano tuvo que ser matizada a
partir de que Hernán Cortés diera noticia de los pueblos que habitaban en
México. Sus Cartas de relación, publicadas en latín en la década entre 1520 y
1530, mostraron a los europeos una civilización urbana, con gobierno, insti-
tuciones políticas y educativas y valores morales, es decir, con las caracterís-
ticas propias de una sociedad estratificada y jerárquica como la europea. Esa
actitud se vio incluso en su oposición en un principio a que sus adorato-
rios fueran destruidos. Rodrigo de Castañeda, en un testimonio presentado
contra Cortés en 1529, dice que se opuso a la quema de los templos por los
frailes pues “quería que estuviesen aquellas casas de ídolos por memoria”.56

54
Perla Chinchilla et al., La construcción retórica de la realidad..., p. 30.
55
Allan Milhou, “El indio americano y el mito de la religión natural”, en La imagen del indio
en la Europa moderna, pp. 171-196.
56
José Luis Martínez, Hernán Cortés, p. 398.
90 la era medieval-renacentista

Cortés estaba convencido de que los indios eran seres humanos normales,
cuyo nivel de civilización era casi igual al de los españoles y cuyos errores,
lejos de resultar de una intervención demoniaca directa, se debían más a una
flaqueza humana, susceptible de instrucción y corrección.
Su misma actitud ante el mestizaje era un claro ejemplo de esta falta de
prejuicios. Cortés conservó el náhuatl como lengua franca en un reino y se-
gún algunos autores lo aprendió y habló con fluidez después de 1524. En
Coyoacán, mientras se reconstruía la destruida Tenochtitlan, vivía como un
señor indígena con sus concubinas (Malitzin, Tecuichpo, la Hermosilla y su
amante taina de Cuba) y con sus hijos mestizos; el hecho no debió pasar
inadvertido para los nobles nativos, para quienes tener una sola mujer hu-
biera sido impropio de un señor de su rango. La situación duró poco pues
cuando llegaron los franciscanos Cortés ya había reducido su séquito feme-
nino y se mostró desde entonces como un “buen cristiano”. De hecho, Cortés
apoyaría a estos frailes en su proyecto de indianización del cristianismo.57
Cortés fue también el primero que dio una visión muy positiva de la figu-
ra indígena que sería determinante para la construcción histórica posterior:
Moctezuma. En sus cartas puso en sus labios palabras que bien pudieron
estar en boca de un cristiano pero que eran imposibles para un mexica. En
una, el personaje agradecía a los dioses por que había llegado el momento
largamente esperado. Con estas palabras Cortés daba pie a la creencia en un
anuncio del Evangelio anterior a la llegada de los españoles, un poco a la
manera de las sibilas que anunciaron la venida de Cristo a los paganos, con
lo cual se “cristianizaba” el pasado prehispánico.58
Por otro lado, Cortés fue también el primero en asimilar a los mexicas
con cualquiera de los grandes pueblos civilizados paganos, pero sobre to-
do con los musulmanes. El “servicio” de Moctezuma era superior al de cual-
quier sultán o “señor infiel”, y el “quinto” que se le enviaba, por su “novedad y
extrañeza”, era algo no comparable con lo que pudiera tener “ningún otro
príncipe en el mundo entero”. En sus cartas aparece muy a menudo la com-
paración de los indios con los moros y de sus templos con las mezquitas. Pero
sobre todo Cortés dejó para los europeos la imagen de un reino rico y próspe-
ro que se integraba al imperio de Carlos V, “con no menos gloria” que la mis-
mísima Alemania. Con su obra se construía la visión de que México-Tenoch-
titlan era sede de una sociedad cortesana como las del viejo continente.59
Moctezuma fue también uno de los personajes más sobresalientes en la
crónica de Gómara. En su retrato (al que dedica varios capítulos de su obra)

57
Christian Duverger, Cortés, pp. 227 y ss.
58
Elliot ve en este pasaje una clara alusión bíblica a Lucas 2: 29-32 y lo asocia con concepciones
mesiánicas. Elliot refiere una segunda mención en la que el emperador, después de desnudarse, se-
ñaló que era de carne y hueso como todos los humanos, lo que recuerda también a frases evangélicas
y paulinas. J. H. Elliot, “Cortés y Moctezuma”, en G. M. Joseph y T. J. Henderson, op. cit., p. 106.
59
Anthony Pagden, “Identity formation in Spanish America”, en Nicholas Canny y Anthony Pag-
den (eds.), Colonial Identity in the Atlantic World, 1500-1800, pp. 51-93, p. 52.
la era medieval-renacentista 91

el rey mexica aparece descrito tanto física como moralmente a partir del es-
quema retórico. Después de pintar su apostura y buena presencia y gravedad,
el cronista habla de su linaje, cordura, sabiduría y prudencia, destaca su libe-
ralidad con los españoles y su mesura y magnanimidad en la aplicación de
castigos, y resalta su carácter aguerrido y conquistador, siguiendo los mode-
los europeos de los “espejos de príncipes”. Para Gómara “pocos reyes se le
igualaban”. Sin embargo, aunque Moctezuma era digno de aparecer junto
con otros “hombres ilustres” de la gentilidad, para justificar la conquista, el
autor debía resaltar cierto despotismo, además de la poligamia y la antropo-
fagia, con lo cual se acentuaba el carácter libertador de los españoles.60
La misma actitud de asombro muestra Bernal Díaz del Castillo. En su
“retrato” de Moctezuma lo llama “el mejor rey que hubo”, y lo describe como
alguien a quien trató personalmente. Además de las reseñas de la “cámara
del tesoro”, de los usos y costumbres “de la corte” y de su “palacio”, Bernal
resalta los rasgos humanos de su personalidad, su deferencia con los españo-
les, el gran afecto que éstos le tenían, la relación que llegó a entablar con
ellos, el porqué no fue bautizado, en fin, narraciones que permitían al cronis-
ta acentuar su calidad de testigo presencial de los hechos. Sin embargo, los
valores que se aplican a Moctezuma son los de un rey occidental, un “prínci-
pe cortesano” y un “valiente guerrero”.61
Fue también Bernal quien nos dejó la primera referencia de doña Marina
o la Malinche como una poderosa india cacica de la zona de Coatzacoalcos.
En el capítulo xxxvii de su Historia narra cómo fue vendida como esclava por
sus familiares (al igual que José en Egipto) y cómo mostró su gran valía mo-
ral al perdonarlos cuando se los reencontró durante el viaje de Cortés a las
Hibueras. En contraste con la mención escueta que trae Cortés sobre ella en
su quinta Carta de relación, Bernal resalta su ayuda fundamental como intér-
prete, su entrega a la causa de los españoles, su labor en la primera cristia-
nización, su matrimonio con Juan Jaramillo y el especial afecto que le tenía
Cortés, de quien tuvo un hijo. Bernal la considera “varonil” por el gran valor
que mostró, no propio de una mujer, tópico común también en la literatura.
De ella dice, finalmente, que “tenía mucho ser y mandaba absolutamente so-
bre todos los indios en toda la Nueva España”.62
A los conquistadores les interesaba promover esta visión de una nobleza
indígena valerosa y digna, pues con ello se enaltecía su propia labor. Esta vi-
sión se reforzó con la que difundían los religiosos, quienes exaltaron no sólo
a la nobleza sino a todo el pueblo nativo. Salvo excepciones, la mayoría de los
misioneros consideraron al indígena como alguien capaz para comprender el
60
Sonia Rose-Fuggle, “Moctezuma, varón ilustre. Su retrato en López de Gómara, Cervantes
de Salazar y Díaz del Castillo”, en Kart Kohut y Sonia Rose (eds.), Pensamiento europeo y cultu-
ra colonial, pp. 68-97.
61
Ibid., p. 79.
62
B. Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cap. xxxviii,
pp. 61 y ss.
92 la era medieval-renacentista

cristianismo y poseedor de cualidades idóneas (como el ingenio, la humildad


y la sumisión) para llevar a cabo su utopía. Con el tiempo, sin embargo, co-
menzaron a darse matices y a cuestionarse esa supuesta bondad. Al principio,
lo que predominó fue una visión optimista que veía a los indios como seres
buenos por naturaleza, seres que antes habían sido engañados por el Demo-
nio (pecadores inconscientes que flaquearon por ceguera y por desconoci-
miento), pero cuya capacidad quedaba de manifiesto con su inmediata acep-
tación del cristianismo y con la presencia entre ellos de niños mártires por la
fe. Esta posición se veía influida por la situación de desamparo y explotación
en que vivían sus fieles, por lo que la retórica sobre el indio estuvo siempre
condicionada en estos textos por la defensa de los derechos indígenas.
La obra donde esto se puede observar con más claridad fue en la de fray
Bartolomé de las Casas, para quien los indios tenían numerosas cualidades
naturales. Los totonacos eran como cristianos, no poseían sacrificios y aun-
que tenían ídolos creían en un solo Dios. Para descargarlos del pecado de
idolatría, Las Casas consideraba que los indios habían sido obligados por el
Demonio a los sacrificios por lo que estaban exculpados de tales iniquidades.
Incluso habían recibido premoniciones del cristianismo, al igual que el pue-
blo hebreo o los paganos a través de las sibilas.63 Junto con Cortés, Las Casas
fue el otro autor editado que influyó profundamente en la visión posterior
sobre el mundo indígena.64
Junto a esta visión optimista que mostraba Las Casas, existía otra pesi-
mista que consideraba al indio incapaz para ser plenamente cristiano si el
fraile lo abandonaba. El paternalismo y la visión del indígena como niño se
generaron acá como parte del discurso evangelizador. Para quienes así pen-
saban, los indios prehispánicos habían sido ministros del Demonio y peca-
dores conscientes, por lo que la conquista y sus horrores habían sido un cas-
tigo justo por sus crímenes. La semejanza entre las prácticas cristianas y los
ritos indígenas (el ayuno, los sacramentos) se explicaba como una parodia
demoniaca. El mismo regreso a las idolatrías no podía ser otra cosa más que
una negativa del Demonio a dejar su dominio sobre estas almas.65 Los indios
apóstatas ya no debían verse como gente simple y crédula a quien el Demo-
nio había engañado, sino como idólatras que lo veneraban conscientemente.
Con este propósito, Satanás había creado su propia iglesia, tenía sus “execra-
mentos” para contrarrestar los sacramentos de la Iglesia y sus ministros.66
Esta concepción negativa de las culturas amerindias sometidas al poder de
Satanás justificaba plenamente la presencia europea. No es accidental que la

63
B. de las Casas, Los indios de Nueva España, pp. 53 y ss.
64
Benjamín Keen, La imagen azteca en el pensamiento occidental, pp. 102 y ss.
65
Fray Toribio de Motolinia explicaba al conde de Benavente que la palabra para nombrar
un hongo alucinógeno traducida literalmente al castellano significaba “la carne de Dios”, “o del
demonio al que ellos adoran”. T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. i, cap. 2, p. 20.
66
Fernando Cervantes, El Diablo en el Nuevo Mundo. El impacto del diabolismo a través de la
colonización de Hispanoamérica, p. 45.
la era medieval-renacentista 93

mayoría de los discursos de los primeros años tuvieran como tema central
la liberación del pecado y del poder del Demonio, y que los españoles (frailes
y conquistadores) se consideraran a sí mismos como portadores del mensaje
evangélico, enviados “a fin de iluminar a los que habitan en tinieblas y som-
bras de muerte” (Lucas 1, 79).67
Para algunos religiosos como fray Martín de Valencia y fray Domingo de
Betanzos, el regreso a las idolatrías provocó tal desilusión que los llevó inclu-
so a intentar marcharse a China, donde esperaban encontrar las condiciones
para fundar una Iglesia sin defectos. Para estos religiosos la persecución
contra los nobles, sacerdotes y hechiceros que continuaban con los ritos a
sus dioses era una misión divina. Fray Martín de Valencia mandó ajusticiar
a varios idólatras en el valle de México entre 1524 y 1526. En 1539, el obis-
po Zumárraga enjuició y envió a la hoguera por idólatra al señor de Tezcoco
Carlos Chichimecatecuhtli. La Corona determinó que tal sentencia había
sido excesiva, y desde entonces se consideró que la idolatría no era un delito
que mereciera la pena de muerte, por lo que en adelante sólo se castigó con
azotes y cárcel. Tal fue el castigo que fray Diego de Landa aplicó a mediados
del siglo a varios caciques del pueblo de Mani, en Yucatán.
Aunque en el discurso de los misioneros se transitaba de una posición de
exaltación de las virtudes del indio a otra de repudio por sus recaídas, el pa-
pel del Demonio siempre estuvo presente como instigador del mal tanto antes
como después de la conquista. En esta posición podemos situar a fray Toribio
de Motolinia, quien, junto con la exaltación de los frailes, presentaba también
una cristiandad indígena perfecta, practicante y sumisa a los dictámenes de
los religiosos, que contrastaba retóricamente con las descripciones de cruel-
dad, sacrificios humanos y vicios innombrables de los indios en su gentilidad
demoniaca. En esa Jerusalén terrena fundada por los frailes todo era armonía
y en ella tomaba cuerpo esa sociedad cristiana perfecta que fue la Iglesia pri-
mitiva. Para Motolinia, esa cristiandad había dado incluso sus primeros már-
tires, los niños indígenas Cristóbal, Antonio y Juan de Tlaxcala, quienes mu-
rieron por su actividad como descubridores y denunciantes de idolatrías.
Además, con base en el libro del Éxodo y teniendo en mente La ciudad de
Dios de san Agustín, Motolinia identificaba a los indios mexicanos con un
nuevo Israel, sometido a la idolatría en Egipto, diezmado por las plagas de la
conquista, las epidemias y los trabajos forzados, hasta alcanzar “la tierra
prometida de la Iglesia cristiana”.68 La conquista se presentaba así como un
justo castigo divino contra los pecados del pasado, pero también como un me-
dio indispensable de la redención que traían los religiosos.
De hecho, el deseo de los frailes de aislar a los indígenas para mantener-
los en su pureza “evangélica”, fue una de las causas de los serios conflictos
entre los religiosos y las autoridades civiles y eclesiásticas durante el siglo

67
Joaquín Antonio Peñalosa, El Diablo en México, p. 15.
68
David Brading, Mito y profecía en la historia de México, pp. 36 y ss.
94 la era medieval-renacentista

xvi. Éstas los acusaban de usurpar funciones que no les correspondían, mien-
tras que los mendicantes, que habían ejercido un gran poder sobre los indios
en los primeros tiempos, decían estar defendiendo a la Iglesia primitiva in-
diana de la contaminación que traían los funcionarios civiles y los clérigos.69
La labor misionera exitosa sobre esos seres perfectos no podía empañar-
se con un hecho, jamás mencionado en la optimista crónica de Motolinia: la
supervivencia de las idolatrías. Este problema fue tratado por otro género de
textos que tampoco recibieron el beneficio de la imprenta, pero que mues-
tran otra de las perspectivas con las que se definió al indígena. El primero de
estos escritores fue fray Andrés de Olmos, recopilador de un impresionante
corpus documental hoy casi desaparecido. Nacido a principios del siglo xvi,
este franciscano había llegado con Zumárraga en 1528 y fue un activo evan-
gelizador en la Huasteca y en otras regiones. Por sus conocimientos de varias
lenguas indígenas (náhuatl, huasteco, totonaco), los miembros de la Segun-
da Audiencia le pidieron que elaborara la primera visión occidental sobre el
México antiguo entre 1533 y 1534. Esos mismos conocimientos movieron a
los prelados de su orden a solicitarle una recopilación de preceptos morales
indígenas adaptándolos al cristianismo (Huehuetlahtolli o discursos de los an-
cianos), quizás como instrumentos para enseñar la retórica indígena a los
misioneros. También a instancias de sus superiores franciscanos escribió en
náhuatl una colección de sermones sobre los siete pecados mortales, un Tra-
tado sobre las hechicerías y sortilegios y varias obras de teatro sobre el Juicio
Final y otros temas utilizados para imponer la monogamia, difundir el bau-
tismo y extirpar las idolatrías.
La obra de Olmos, aunque hoy casi desconocida, influyó profundamente
en la reconstrucción del mundo indígena que realizó Motolinia en la primera
parte de su obra y en el texto que el oidor Alonso de Zorita elaboró sobre los
señoríos prehispánicos. A imitación de él, otro franciscano, fray Jerónimo de
Alcalá, realizó alrededor de 1541 una recopilación de materiales sobre el reino
de Michoacán, sus raíces prehispánicas y su conquista que llevaba por título
Relación de Michoacán.70 El texto iba acompañado de cuarenta y cinco lámi-
nas que ilustraban algunos de los temas, mostrando la primera a varios seño-
res indígenas y a un fraile que entrega el libro al virrey Mendoza. La Relación
contiene solamente la versión del linaje vacuxecha, del cual provenía Pedro
Cuiniarángari, un allegado a esa familia señorial que gobernaba por entonces
Michoacán y que dio mucha información al padre Alcalá. Además de estas
fuentes, el religioso echó mano de otros informantes purépechas, sobre todo
del relato de un sacerdote o patamuti, que transcribe de manera casi literal,
absteniéndose de introducir juicios sobre la religión autóctona.
69
Cf. Georges Baudot, Utopía e historia en México. Los primeros cronistas de la civilización
mexicana (1520-1569).
70
La Relación es anónima, pero con base en una serie de datos Benedict Warren ha atribuido
su autoría a este fraile que era guardián en el convento de Pátzcuaro en 1541. Benedict Warren,
“Fray Jerónimo de Alcalá...”, The Americas, vol. xxvii, núm. 3, pp. 317 y ss.
la era medieval-renacentista 95

Cuando el fraile realiza comentarios para aclarar o ampliar algún tema


no hace alusión alguna a la visión providencialista cristiana, sin embargo,
todo su texto está estructurado a partir de las Siete partidas de Alfonso X el
Sabio. Como Claudia Espejel lo ha demostrado en su fascinante estudio so-
bre la Relación, al hablar de los reyes, de la organización política y religiosa
y de las guerras de conquista del reino, fray Jerónimo estaba concibiendo el
señorío tarasco a partir del esquema de “gobierno y justicia” castellanos, con
sus monarcas, papas, cortesanos y clérigos. Esa visión occidental se deja ver
también en varias de las láminas, como en aquella que ilustra el árbol genea-
lógico de los señores tarascos como si fuera un árbol de Jesse. Con todo, los
rituales y las costumbres que transcribe de la tradición trasmitida por el pata-
muti, permiten vislumbrar un sistema político en el cual el calzonci o rey “era
un sacrificador encargado sobre todo de conseguir el alimento para los dioses
por medio de la guerra y de la previa recolección de leña para los templos”.71
La Relación terminaba, como todos los textos de este tipo, con la llegada
de los españoles, los presagios que la precedieron, la negativa de los purépe-
chas a aliarse con los mexica, el pacto con Cortés, la llegada de los misioneros
y la muerte injusta de don Francisco Tangáxoan. Esta narración, al igual que
las obras de Vasco de Quiroga en los pueblos de Michoacán, debe verse como
“una más de las muchas acciones emprendidas por los españoles para ejercer
mejor el gobierno sobre los indios y para integrarlos al nuevo régimen”. Pero
sobre todo la Relación, realizada al parecer por encargo del virrey Mendoza,
tenía una función práctica: “que aprovechase a los religiosos que entienden
en su conversión”. El comparar las costumbres indígenas con las cristianas
permitía saber a los frailes cuáles debían ser incorporadas y cuáles cambia-
das, lo que facilitaría la inserción de los indios al nuevo orden.72
De hecho, todas las obras de los franciscanos estaban destinadas a esto,
a reforzar la evangelización. Su finalidad fundamental fue erradicar las ido-
latrías y la poligamia y afianzar por medio del teatro y de los sermones las
practicas cristianas, únicos medios que llevarían a los indios a su salvación
eterna. La misma finalidad tuvieron los más de cien textos en lenguas indíge-
nas (vocabularios, artes o gramáticas, sermonarios, confesionarios) que en-
tre 1524 y 1572 escribieron los religiosos para ayudar a la evangelización. Su
sistematización y transcripción a caracteres latinos fue una labor que tuvo
gran impacto en el proceso de recuperación de un pasado que era necesario
utilizar para hacer más efectiva la labor cristianizadora.
A lo largo del proceso evangelizador los frailes plasmaron para la poste-
ridad muchos elementos de las culturas antiguas, a las que incluso llegaron a
otorgar cualidades positivas y a conceder algún valor. Uno de los factores
que ayudó sin duda a despertar esta actitud fue la convivencia que los reli-

71
Claudia Espejel Carbajal, La justicia y el fuego. Dos claves para leer la Relación de Mi-
choacán, vol. i, p. 331.
72
Ibid., pp. 55 y 332.
96 la era medieval-renacentista

giosos tuvieron con algunos sectores indígenas, sobre todo con lo jóvenes
que educaron en sus colegios y en los cuales procuraron inculcar los valo-
res y la cultura occidental.
Los buenos frutos que fray Pedro de Gante, fraile de origen flamenco,
había comenzado a obtener en la enseñanza del latín a los indios en la escue-
la de San José de los Naturales, movieron al obispo Zumárraga y al virrey
Mendoza a crear en 1536 una institución de enseñanza superior para los in-
dios nobles, con miras a la formación de catequistas y traductores. El nuevo
Colegio de Santa Cruz (que funcionó anexo al convento de Santiago, en Tla-
telolco) se abrió con sesenta alumnos hablantes de náhuatl el 6 de enero, día
de la Epifanía (es decir, de la revelación de Cristo a los gentiles Reyes Magos)
y, por el apoyo de Carlos V, recibió el título de “imperial”. Ambos hechos
mostraban las claras expectativas que se tenían sobre el colegio: el primero,
porque los franciscanos veían en él una nueva Epifanía, manifestación de
Cristo a los habitantes del Nuevo Mundo en la cual Tlatelolco tendría un pa-
pel central; el segundo, a causa de la misión providencial que se depositaba
en el emperador “de los últimos tiempos”, bajo cuyo manto protector se co-
locaba la fundación.
Esas expectativas se cumplieron en parte, pues el colegio fue el centro
educativo más importante de la primera mitad del siglo xvi y en él se realizó
una enorme labor que rebasó el ámbito educativo: se hicieron traducciones,
recopilaciones, investigación y textos de teatro evangelizador en náhuatl,
trabajo reforzado por una imprenta propia y por una considerable bibliote-
ca; ahí se consiguió la reducción de las lenguas indígenas al alfabeto latino y
la factura de obras de herbolaria, como el códice escrito por el indio Francis-
co de la Cruz y traducido al latín por su compatriota Juan Badiano, que con-
tiene ilustraciones y textos con descripciones de las plantas medicinales úti-
les para el tratamiento de distintas enfermedades. En él, frailes eminentes
convivieron con alumnos indígenas y aprendieron unos de los otros en mu-
tua colaboración. A pesar de sus logros, el experimento de Tlatelolco tuvo
una vida corta y para mediados del siglo xvi entró en decadencia a causa de
las epidemias y del temor de algunas autoridades a que se diera instrucción
superior a los naturales.
El Colegio de Tlatelolco fue, al parecer, excepcional. No sabemos de nin-
gún ejemplo similar entre los dominicos ni entre los agustinos. A pesar de
que sobre los últimos se menciona que Antonio Huitziméngari, miembro
de la nobleza indígena tarasca, fue educado en Tiripitío por fray Alonso de la
Veracruz, su caso es más una excepción que una regla.
El indio fue, en la mayoría de los casos, un objeto retórico que sirvió
para justificar posiciones, sin descartar las buenas intenciones de quienes
hablaron de él para defenderlo de los abusos. El hecho se ve claramente en
las opiniones que sobre los indios tuvieron dos personajes que fueron muy
amigos al principio, pero cuyas posturas y bandos los enfrentaron irreme-
diablemente: Vasco de Quiroga (1477 o 1478-1565) y fray Alonso de la Vera-
la era medieval-renacentista 97

cruz (1507-1584). El primero fue obispo de Michoacán desde 1535 hasta su


muerte, jurista y defensor de los privilegios episcopales, fundador del Cole-
gio de San Nicolás Obispo y de numerosas iglesias y creador de hospita-
les-pueblo inspirados en la Utopía de Tomás Moro.73 El segundo, religioso
agustino, teólogo y profesor universitario, provincial de su orden en cuatro
ocasiones y gran defensor de los derechos de los frailes sobre las parroquias
indígenas. Ambos consideraban que los indios tenían todas las cualidades y
virtudes naturales necesarias para ser buenos cristianos, y, por lo tanto, la
Iglesia indiana estaba llamada a ser una de las mejores del mundo. Sin em-
bargo, ambos partían también de dos postulados distintos. Para Quiroga el
mundo indígena anterior a la conquista era bárbaro, ignorante y tirano y por
ello no tenía nada rescatable, por lo que la conquista estaba plenamente jus-
tificada pues había traído consigo el fin de la tiranía, la evangelización y la
civilización de los indios con la imposición de autoridades civiles y religiosas
españolas.74 Aunque en principio fray Alonso de la Veracruz no justificaba la
conquista (en lo que seguía a su maestro Francisco de Vitoria), pues la inva-
sión española no se había hecho en respuesta a un ataque, sin embargo, ante
un hecho que ya era irreversible, el dominio español estaba legitimado por la
aceptación que de él hacían los súbditos, tanto indígenas como españoles.
Para el fraile, los indios habían tenido en su gentilidad un gobierno justo y
legítimo, apegado a la ley natural; por ello, no consideraba a Moctezuma
y Calzonci como tiranos, lo que hacía justo mantener el reconocimiento de
los señores indígenas como sucesores y gobernantes legítimos; el emperador
debía respetar los derechos de las comunidades indígenas, sobre todo de
aquellas como la purépecha, que se había sometido de manera pacífica.75
En el proyecto utópico de Quiroga, el respeto a los derechos de los go-
bernantes autóctonos no era compatible con sus pueblos de macehuales
gobernados por cabildos, pero bajo la administración y cuidado de clérigos
seculares que serían las cabezas de esas comunidades. Si este mundo debía
considerarse como nuevo, no debía tener elementos ni del antiguo prehis-
pánico ni del español, la utopía debía ser una sociedad que hiciera tabla rasa
del pasado indígena. Fray Alonso de la Veracruz, defensor del proyecto men-
dicante en el que la alianza con los señores locales había sido central, no
podía aceptar una propuesta en la que se excluía tanto a éstos como a los
religiosos. Su defensa de la exención del pago de diezmos a los indios y, en
general, su opinión sobre ellos, estaba fuertemente influida por la confronta-
ción que las órdenes sostenían con el episcopado.76 Estas posiciones encon-

73
Cf. Bernardino Verástique, Michoacan and Eden: Vasco de Quiroga and the Evangelization
of Western Mexico.
74
Cf. Vasco de Quiroga, De debellandis Indis. Un tratado desconocido.
75
Cf. Francisco Quijano Velasco, Vasco de Quiroga y Alonso de la Veracruz. Dos proyectos de
sociedad americana.
76
Ver Alonso de la Veracruz, Sobre el domino de los indios y la guerra justa, y Sobre los diez-
mos.
98 la era medieval-renacentista

tradas llevaron incluso a una pugna personal: ambos clérigos, que antes ha-
bían sido colaboradores, terminaron en una abierta oposición, lo que trajo
un fuerte distanciamiento entre ellos.

6. La percepción indígena de la conquista armada


y religiosa y del México antiguo

En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas
están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y pla-
zas, en las paredes están salpicados los sesos. Rojas están las aguas, están como
teñidas, y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre. Golpeába-
mos en tanto los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros.
Con los escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su
soledad.77

En la historia del continente americano ningún hecho cambió tan pro-


fundamente la vida de sus habitantes como la conquista española en sus dos
vertientes, la militar y la religiosa, iniciadas en 1521 y 1523, respectivamente.
Sin embargo, los cambios no fueron notorios al principio para la población
indígena, que continuó viviendo como antes, y su influjo se fue haciendo evi-
dente de manera muy paulatina. En una primera etapa, según nos cuenta el
cronista franciscano Toribio de Motolinia, “anduvieron los mexicanos cinco
años muy fríos”, significando con ello la poca aceptación que tuvieron del
cristianismo.78 No obstante, esta situación debió durar un poco más de un
lustro, pues todavía en 1529 las condiciones de la colonización española eran
muy precarias, como lo muestra la pugna de los franciscanos con Nuño de
Guzmán y sus secuaces; a las disensiones entre conquistadores y frailes se
unieron los problemas de comunicación lingüística y la desconfianza aunada
a las heridas aún abiertas que había dejado la conquista militar. En las gran-
des concentraciones urbanas se conservaba todavía el centro ceremonial
prehispánico con su mercado y las residencias de los gobernantes; la mayor
parte de la población campesina aún habitaba en las aldeas dispersas alrede-
dor de esas cabeceras políticas. Durante los primeros diez años, encomen-
deros y frailes encontraron muchas dificultades para realizar su labor, a pe-
sar de la colaboración interesada de algunos caciques, en tanto que muchos
indios pensaban que los españoles no se iban a quedar por mucho tiempo.
En este contexto, entre 1528 y 1533, se escribió una de las primeras rela-
ciones indígenas de que tenemos noticia: los Anales de Tlatelolco. Formado
por cinco documentos escritos con caracteres latinos pero en náhuatl y en

77
Anales de Tlatelolco, citado en Miguel León-Portilla, La visión de los vencidos. Relaciones
indígenas de la conquista, p. 166.
78
T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. i, cap. 4, p. 24.
la era medieval-renacentista 99

forma de anales, el texto tiene intercalados discursos, poemas y glifos. Su


temprana elaboración implica una visión aún muy vinculada con el mundo
prehispánico, plasmada por personas que vivieron la conquista y que esta-
ban aún poco influidas por la intervención de los frailes. El mundo indígena
anterior a la conquista era descrito en términos etnocéntricos, pues los seño-
res de Tlatelolco se mostraban como superiores a los tenochcas y es notable
la intención de desacreditar y degradar a éstos. En cuanto a la conquista, los
Anales dan una vívida descripción de la catástrofe como una desgracia colec-
tiva (de ahí el uso constante del “nosotros”), como el final de las glorias de
Tenochtitlan y la sujeción de los nobles nahuas a unos nuevos amos. Los
Anales remarcan el valor guerrero de los tlatelolcas frente a la cobardía des-
honrosa de los tenochcas. La derrota parecería determinada por el dios Hui-
tzilopochtli, pero se insinúa que una vez cumplido un ciclo de “cuatro vein-
tenas” terminará la desgracia.79
El año de 1530 marcó el fin de esta etapa y el inicio de una nueva. La es-
tabilización política que representó la Segunda Audiencia trajo una política
proteccionista a favor de los indios y el interés por conocer el pasado prehis-
pánico para erradicar idolatrías (recuérdese la obra de Olmos). Fue entonces
que comenzaron a notarse los frutos de la labor educativa de franciscanos
como Pedro de Gante, impulsor tanto de las escuelas de artes y oficios como
de los estudios de gramática latina entre los indios, esfuerzo este último que
culminó con la creación del Colegio de Tlatelolco en 1536. Esta misma razón
fue la que llevó a reorganizar los métodos evangelizadores en juntas eclesiás-
ticas en las que participaron frailes y obispos (como fray Juan de Zumárra-
ga) y la que promovió la necesidad de reordenar el mundo urbano indígena a
partir de las congregaciones. En este último punto tuvieron un papel central
los agustinos (llegados en ese año de 1533), el virrey Antonio de Mendoza y
el obispo de Michoacán Vasco de Quiroga.
El influjo de las políticas iniciadas en 1530 no comenzó a notarse sino
una década más tarde, cuando se implementó el traslado de poblaciones y
la fundación de pueblos. Para entonces la población indígena, insertada ya
como mano de obra y como tributaria de los encomenderos y de los frailes,
sufría los embates de las epidemias. En ese periodo, los indígenas asimila-
ron muchos elementos de la cultura occidental, como se puede notar en la
adopción de numerosos términos españoles de sus lenguas: sustantivos para
nombrar plantas, animales, productos, materiales y artefactos; nombres de
cargos, organizaciones, pesas y medidas; conceptos religiosos y legales.80
Las epidemias, la reubicación de las comunidades y los intensos contactos
con las ciudades de españoles tendieron a vincular cada vez más a los indios
79
Gabriel Miguel Pastrana Flores, Historias de la conquista. Aspectos de la historiografía de
tradición náhuatl, pp. 221 y ss. Rafael Tena, el más reciente editor de los Anales, opina que su
fecha posible de redacción es 1560.
80
James Lockhart, Los nahuas después de la conquista. Historia social y cultural de la pobla-
ción indígena del México central, siglos xvi-xviii, p. 420.
100 la era medieval-renacentista

al sistema occidental lo que ocasionó un proceso de mestizaje y de adquisi-


ción de elementos hispánicos más intenso. Con todo, ese proceso de adap-
tación fue muy doloroso y Motolinia, que escribía en esa década entre 1540
y 1550, señala que por las noches se escuchaba el llanto y los lamentos de
los indios que se emborrachaban para olvidar sus penas. A pesar de esto, los
indios se iban acostumbrando poco a poco al cristianismo gracias a los es-
pacios que se les daban en las fiestas, en las cofradías y en las instituciones
comunitarias como los hospitales.
En este proceso tuvieron un papel fundamental los caciques indios que
habían recibido de los frailes una educación muy esmerada en los conventos
y colegios como el de Tlatelolco. Dada la escasez de frailes y el desconoci-
miento general que éstos tenían de las lenguas nativas, sobre ellos recayó la
mayor parte de la labor evangelizadora. Estos jóvenes indios ayudaron en
la construcción y decoración de templos y conventos y colaboraron en la labor
de congregación y fundación de los nuevos pueblos. Ellos elaboraron con al-
gunos frailes diccionarios, gramáticas, sermonarios y catecismos en lenguas
autóctonas para facilitar la predicación. Ellos destruyeron las pirámides, los
códices y los ídolos considerados por los cristianos como objetos demonia-
cos, pero también fueron ellos, junto con algunos religiosos, quienes conser-
varon con sus escritos y en sus códices la memoria del mundo prehispánico
y forjaron su propia concepción de lo que había sido la evangelización y la
conquista. En esas escuelas conventuales se creó una importante cultura in-
dígena forjada por los colaboradores de los religiosos: informantes, recopila-
dores, traductores y pintores o tlacuilos. Ellos habían ya asimilado la cultura
europea y sus imágenes, y al mismo tiempo eran los guardianes de la tradi-
ción histórica de sus antepasados transmitida oralmente y conservada en al-
gunos códices antiguos. Ellos poseían un especial interés en forjar una ima-
gen positiva del mundo prehispánico, por lo que, al igual que sus maestros
los religiosos, encontraron en Grecia, en Roma y en la Biblia los modelos oc-
cidentales para situar a sus antepasados. Destaca sobre todo en ese aspecto
los numerosos códices que estos indios pintaron durante el siglo xvi para
dejar constancia de su historia o de los conocimientos ancestrales. Sin em-
bargo, esta visión no era tan homogénea y positiva como la que tenían los
conquistadores y los religiosos.
Uno de los instrumentos que los indígenas tuvieron para acceder al nuevo
orden instaurado por los españoles fue la descripción del pasado prehispáni-
co, cuyo registro se conservaba en los antiguos códices, y la narración de los
servicios que prestaron a los conquistadores y a los frailes en sus empresas.
El primer problema se presentó cuando se intentó utilizar un tipo de registro
pictográfico, que había servido para ayudar a la memoria en una tradición
oral, como recurso ante las autoridades españolas. Para hacer evidentes los
mensajes fue necesario añadir a los pictogramas glosas en castellano o en
náhuatl escritas en caracteres latinos. De hecho, la adquisición del alfabeto
por parte de los miembros de la elite indígena trajo consigo otras novedades:
la era medieval-renacentista 101

junto a los códices anotados, comenzaron a aparecer también transcripcio-


nes en letras latinas de materiales conservados en códices. En ellas, junto a
la información contenida en los dibujos, se insertaron noticias que se habían
transmitido sólo de manera oral y, en ocasiones, también se conservaron al-
gunos de los pictogramas originales.81
Dos de los textos que conservamos de esta época los conocemos gracias
a que fueron utilizados como material documental en la siguiente etapa por
los frailes y los indios nobles. En ellos se nos da una muy interesante visión
de la conquista. Uno de estos textos (que refleja una tradición recopilada
en Tlatelolco) se integró como el Libro xii del llamado Códice Florentino,
elaborado en la siguiente etapa por los colaboradores de fray Bernardino
de Sahagún y en él se muestran los sufrimientos de los sitiados; el otro (asi-
milado a una tradición tenochca) es la denominada “Crónica X”, un texto
que conocemos porque de él hicieron un extensivo uso fray Diego Durán y
Fernando Alvarado Tezozómoc, y que posiblemente fue obra de un noble de
la familia de Moctezuma por las descripciones del ceremonial cortesano que
rodeaba al tlatoani.82 En los dos textos, recopilados alrededor de la mitad del
siglo, se desarrollan tres temas que no aparecían en los Anales de Tlatelolco:
la existencia de presagios prodigiosos que precedieron la conquista; la natu-
raleza de los españoles vistos como dioses (muy relacionado con el tema del
regreso de Quetzalcóatl), y la visión, generalmente negativa, del emperador
Moctezuma.83
En el tema de los presagios podemos constatar la existencia de dos tradi-
ciones que se funden en estos textos. En el mundo prehispánico, el tetzáhuitl
era considerado una forma de comunicación entre los dioses y los hombres
para anunciar desgracias; en la Europa medieval la caída de Jerusalén fue el
prototipo de acontecimiento anunciado con augurios funestos. En las dos
tradiciones los cometas, el incendio de templos, señales celestiales o terres-
tres y hechos insólitos aparecían como mensajeros de catástrofes, hecho que
ya Motolinia había notado en su crónica.84 Posiblemente en los dos textos
mencionados actuaron ambas tradiciones, tomando el presagio un carácter
determinante para explicar el triunfo de los españoles; por otro lado, en nin-
guna de las dos fuentes se consignan los mismos prodigios, salvo la apari-
ción del cometa y la bandera de nubes que aparecen en ambas. Esto nos
81
José Rubén Romero Galván, “Introducción” a Historiografía novohispana de tradición indí-
gena, pp. 15 y ss.
82
J. R. Romero Galván, “La Crónica X”, en Historiografía novohispana de tradición indígena,
pp. 185-195. El primero que percibió la existencia de una crónica de la que eran deudoras las de
Durán y Tezozómoc fue Alfredo Chavero, pero no fue sino hasta 1954 que Robert Barlow la nom-
bró como Crónica X y la emparentó, además de con Durán y Tezozómoc, con el manuscrito del
jesuita Juan Tovar, el libro vii de la Historia de José de Acosta y el llamado Códice Ramírez. Barlow
fechó la crónica entre 1536 y 1539. Ver Robert Barlow, “La Crónica X: versiones coloniales de la
historia mexica tenochca”, Revista Mexicana de Estudios Antropológicos, t. vii, pp. 65-87.
83
G. M. Pastrana Flores, op. cit., pp. 221 y ss.
84
T. de Motolinia, El libro perdido, parte iii, cap. xx, pp. 371 y ss.
102 la era medieval-renacentista

permite suponer que las narraciones fueron recursos retóricos elaborados a


posteriori y, por tanto, no tienen que ver con hechos realmente acaecidos. En
ambos textos parecería que el anuncio partía de los dioses, aunque la presen-
cia del cristianismo se filtra en algunos comentarios.85 En general la visión
de la conquista es muy negativa, pues se resalta el sufrimiento de los sitiados
y la crueldad de los españoles (sobre todo en la matanza del Templo Mayor).
En ambos textos se menciona que al principio los indios confundieron a los
españoles con los dioses, a causa de sus armas, sus caballos y su invulnerabi-
lidad frente a los magos, aunque después cambiaron de opinión. En ambos
también se menciona cómo Cortés fue el depositario de los temores asocia-
dos con el regreso de Quetzalcóatl, quien volvería a ocupar el trono de los
toltecas. Finalmente, los dos testimonios dan una visión muy negativa de
Moctezuma, lo consideran un tirano, cobarde, lleno de temores ante los pre-
sagios de la conquista y falto de carácter, cuya trágica muerte fue un castigo
a su mala actuación como gobernante. Curiosamente en ambos textos la
muerte del emperador era atribuida a los españoles.
Aunque en general los textos muestran una actitud crítica respecto de la
conquista y la destrucción que provocó, refirieron de manera muy favorable
varios de los hechos de la conquista espiritual: la fundación de conventos; la
ayuda prestada por las comunidades en su edificación; las fiestas; las repre-
sentaciones teatrales; la predicación y la administración del bautismo; los
méritos y la actividad de algunos religiosos como fray Pedro de Gante o fray
Martín de Valencia, y los antagonismos de los religiosos con los clérigos se-
culares. Esta visión positiva de la evangelización provenía de autores y pin-
tores indígenas educados en los conventos dentro de una tradición europea,
pero aún empapados de algunos de los contextos de la propia. Pero al mismo
tiempo se dio otra visión bastante negativa de los religiosos y de la evangeli-
zación considerada como un proceso de destrucción de sus raíces, de aban-
dono de las prácticas ancestrales por algo que no les era comprensible. Algu-
nas de estas tradiciones consideraban locos a los frailes, pues en las noches
daban voces y lloraban y porque en lugar de buscar placer ansiaban tristeza
y soledad. Otros pensaban que los misioneros eran muertos que de noche se
deshacían e iban al infierno donde tenían sus mujeres y volvían a sus cuer-
pos por la mañana.86
A pesar de que algunos señores indios no se convirtieron por convenci-
miento, sino por conveniencia, y que varios continuaron con los cultos an-
tiguos, otros en cambio colaboraron de manera incondicional con los frailes
y ayudaron a la evangelización. Un aspecto importante de esta colaboración
fue el valor que le dieron los señores indios al bautizo como símbolo del pac-
to entre indígenas y españoles. Durante la conquista de México-Tenochtitlan

85
G. M. Pastrana Flores, op. cit., pp. 15 y ss.
86
Miguel León-Portilla, Los franciscanos vistos por el hombre náhuatl, p. 20; F. Castro Gutié-
rrez, op. cit., p. 244.
la era medieval-renacentista 103

y en los años siguientes, Cortés había utilizado embajadas con obsequios


para establecer los pactos, había recibido los regalos y las mujeres que le en-
viaban y les había dado en cambio abalorios e imágenes religiosas. Pero una
vez aceptada la sujeción española y gracias a la presencia de los religiosos, el
bautizo se convirtió en un aspecto sustancial de esos pactos, así como la im-
posición de nombres cristianos a los recién convertidos.87
Michoacán, Tezcoco y Tlaxcala fueron los casos emblemáticos de esas
primeras alianzas en las que se fraguaron no sólo las bases del pactismo en-
tre conquistadores, frailes y señores indígenas, sino también el arsenal sim-
bólico que sería utilizado por los dos últimos para construir sus discursos
durante todo el periodo virreinal. Es muy significativo que estos tres pue-
blos, de alguna manera, hayan encontrado en la conquista un recurso para
desvincularse del imperio mexica y para mostrarse como contrarios a su ti-
ranía desde antes de la llegada de los españoles.
Michoacanos y tlaxcaltecas habían mostrado rechazo a entablar una
alianza con los mexicas, señorío que había intentado subyugarlos. Tlaxcala
era considerada como un espacio privilegiado para tomar prisioneros de
guerra para los sacrificios, mientras que se le limitaba el comercio de sal y
algodón para tenerla debilitada; en cambio, la relación con Michoacán era
distinta, la guerra de los mexicas con ese señorío había sido infructuosa pues
los matlazincas lo habían protegido debilitando los ataques directos.
Una vez consumada la conquista, Cortés había enviado a Antonio de Car-
vajal a Michoacán en 1523 a hacer un reconocimiento del territorio a raíz de
la traición del primer emisario Cristóbal de Olid. Durante esta estancia se
hizo el pacto con el señor recién nombrado, Tangáxoan, cuyo padre había
muerto de viruela y que se había enfrentado a una crisis sucesoria matando
a sus hermanos. La alianza con Cortés le permitiría fortalecer su poderío en
Michoacán. Posiblemente fue entonces que envió a quince jóvenes nobles a
educarse con el franciscano Pedro de Gante en 1523.88 Según Mendieta, al
año siguiente, cuando supo de la llegada de los frailes españoles, fue a Mé-
xico en persona y le solicitó a fray Martín de Valencia enviase a uno de sus
compañeros para que enseñase la ley de Dios a sus vasallos.89 Posiblemente
fue entonces en 1524, antes que saliera Cortés a las Hibueras, que se bautizó
tomando el nombre de Francisco.90 De regreso en Michoacán mandó oro a
Cortés y sobornó a los oficiales reales dejando a los ambiciosos encomende-
ros al margen, lo que le valió la terrible represalia que contra él lanzó Nuño
de Guzmán en 1529 cuando lo mandó ajusticiar.

87
Cf. Edith Guadalupe Llamas Camacho, El bautizo de los señores de Tlaxcala y Michoacán,
una alianza político religiosa en la conquista de México.
88
B. Warren, La conquista de Michoacán, 1521-1530, pp. 109 y ss.
89
Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, libro iv, cap. v, vol. ii, pp. 34 y ss.
90
Fray Diego Muñoz, en su Descripción de la provincia de San Pedro y San Pablo de Mi-
choacán en las Indias de Nueva España, señala que después de matar a sus hermanos se bautizó
y llamó don Francisco.
104 la era medieval-renacentista

El otro caso ejemplar, Tlaxcala, había sido el primer aliado de los espa-
ñoles y por tanto en su territorio se construyó el modelo de las alianzas futu-
ras basadas en entrega de regalos, mujeres nobles y al final el bautizo. Su
presencia militar había sido fundamental en la conquista de la capital y esto
le dio instrumentos más efectivos para manipular su pacto con Cortés como
un convenio entre iguales, lo cual les permitía obtener privilegios (como la
exención de encomiendas y tributos), algo que no sucedió en Michoacán.
Ahí los españoles que no habían obtenido beneficios en la conquista de Teno-
chtitlan buscaban resarcirse y los michoacanos no pudieron conseguir las
ventajas de un pacto de igualdad.
Tezcoco, en cambio, mostró su oposición a los mexicas poco antes de
la conquista ante la imposición de Cacama, pariente de Moctezuma, como
gobernante del señorío, lo que justificó la alianza de Ixtlilxóchitl con Cortés.
A raíz de tales vínculos, Tezcoco elaboró dos tradiciones sobre el bautizo
del señor Ixtlilxóchitl, quien aprovechó también la presencia española para
eliminar a su hermano de la sucesión del señorío. La primera versión tuvo
su origen en una fuente indígena, el Códice Ramírez (transcrito en la Segun-
da relación del jesuita Juan de Tovar), la cual menciona que el bautismo de
Ixtlilxóchitl aconteció antes de que Cortés hiciera su primera entrada a Te-
nochtitlan en 1520. La otra, que recopila el cronista Fernando de Alva Ixtlil-
xóchitl a fines del siglo xvi, da la primacía de este hecho a los franciscanos,
es decir, fecha el bautismo en 1524 con la llegada de los primeros doce.
Curiosamente, la mayor parte de los testimonios sobre el bautizo de los
caciques no pertenece al momento de los hechos sino a una etapa posterior
en la que tanto los caciques como los frailes, por diversos motivos, se vie-
ron en la necesidad de dejar plasmados estos hechos. Los frailes, para dejar
constancia del éxito de su labor; los señores indígenas, para hacer patente
su cristianización temprana. Sobre Michoacán los principales testimonios
provienen del ámbito de los religiosos, pero en los casos de Tezcoco y Tlaxca-
la vienen del lado de los indios.
Junto con los discursos textuales de ese periodo nos queda un impor-
tante arsenal de imágenes de mediados del siglo xvi, siendo los tlaxcaltecas
quienes dejaron plasmados con mayor claridad y constancia sus servicios
a la Corona. Para solicitar exenciones y prebendas fue elaborado un largo
códice con escenas de la conquista, conocido como “lienzo de Tlaxcala”. El
documento sería llevado en 1552 por una de las varias delegaciones de tlax-
caltecas que viajaron a España para obtener cédulas y para hacer válidos
los beneficios que les había concedido el haber sido colaboradores de Cortés
y de los frailes.91 En las escenas del lienzo aparecían los tlaxcaltecas como
colaboradores de Cortés y de sus capitanes en las conquistas del territorio,

91
La pictografía tenía una primera lámina apaisada y ochenta y siete pinturas con glosas. El
original está perdido y lo que tenemos es una copia del siglo xviii y otra del siglo xix, incompleta.
Carlos Martínez Marín, “Historia del Lienzo de Tlaxcala”, en El Lienzo de Tlaxcala, pp. 35 y ss.
la era medieval-renacentista 105

pero sobre todo se destacaba la escena del bautizo que mostraba a los cuatro
señores, encabezados por Lorenzo Mazihcatzin ricamente vestidos con las
manos juntas. En la escena, Cortés es representado como padrino, Juan Díaz
funge como ministro del sacramento y la Malinche aparece como intérprete
en un acto realizado ante una imagen de la Virgen con el niño, testigo y es-
tandarte de la conquista.
Para la época en que se estaba elaborando el lienzo se había consolidado
una versión unificada de esta tradición, pero al parecer no era la única, como
podemos entrever por esta cita de Torquemada:

Llegado Martín López a Tlaxcala... dicen algunos que halló a Mazihcatzin muy
malo y que le dijo que se quería bautizar y morir cristiano... y que Cortés envió a
Bartolomé de Olmedo que le bautizase y que llegando a tiempo... le bautizó y que
murió católico con mucha devoción; porque quiso Dios premiar al que sólo fue
causa que los cristianos se conservasen en esa tierra para mayor gloria suya y
bien de tantas almas. Esto dice la relación castellana, pero hace contradicción a
lo que decimos... acerca de los que se bautizaron de aquesta señoría, que fueron
los cuatro cabeceras, de los cuales es uno este Mazihcatzin. Y yo tengo aquel he-
cho por más verdadero que éste, porque en todas las pinturas que hay de esta
historia y bautismo están todos cuatro juntos bautizándole y señalado el mi-
nistro que fue el clérigo Juan Díaz y no fraile. Y esta pintura está en la portería
del convento de Tlaxcala y ellos con sus nombres cristianos y gentílicos sobre
sus cabezas.92

Es interesante remarcar que la escena estaba pintada en el convento de


los franciscanos. Por otras fuentes sabemos que la mayor parte de las imáge-
nes del lienzo se encontraban representadas en los muros de las casas reales
de Tlaxcala a mediados del siglo y que muy posiblemente fueron pintadas
ahí en 1557 para conmemorar la llegada al trono de Felipe II. Isabel Estrada
ha propuesto que su factura fue promovida por el corregidor Francisco Ver-
dugo, quien debió incluir, además de las escenas de conquista, imágenes de
Colón, Cortés, Pizarro y los dos primeros virreyes, junto con los Nueve de la
Fama (héroes de la antigüedad clásica y judía y de la Edad Media, como Ale-
jandro Magno, el rey David y Carlomagno).93 Estos datos nos permiten con-
cluir que los tlaxcaltecas no sólo usaron esas imágenes para conseguir la
restitución de sus privilegios ante la Corona, sino también las utilizaron
como un timbre de orgullo e identidad ante sus propios conciudadanos.
En otras escenas del Lienzo de Tlaxcala aparece Moctezuma con Cortés y
en su brazo lleva un atado de plumas así como en su cabeza. Estos símbolos
92
Juan de Torquemada, Monarquía indiana, libro iv, cap. 80; vol. ii, p. 246.
93
Elena Isabel Estrada de Gerlero, “Felipe II y los murales perdidos de las casas reales de
Tlaxcala”, en José Pascual Buxó, ed., Recepción y espectáculo en la América virreinal, pp. 19-65.
Esta autora asegura que el programa que incluía a los Nueve de la Fama tenía un origen flamen-
co borgoñón y lo asocia con una posible intervención en él de fray Pedro de Gante.
106 la era medieval-renacentista

de poder serían después utilizados en todas las representaciones del empera-


dor. Es importante la escena inicial del lienzo que es una exaltación de Car-
los V y de la monarquía hispánica. La concepción que tenía Tlaxcala en ese
entonces era la de ser una provincia del imperio y no un señorío bajo el do-
minio español, de ahí que estén representadas las cuatro cabeceras en de-
pendencia directa del rey de España y no del virrey. La cruz venerada por
españoles e indios era un signo de la igualdad entre ambos.
Es importante resaltar el papel de la Malinche en el ámbito de la re-
presentación gráfica tlaxcalteca. Malitzin, la intérprete indígena, debió jugar
no sólo un cometido práctico de intermediaria y consejera, sino también un
importante papel simbólico para los indígenas. Éste le fue atribuido prime-
ro, porque era la voz del conquistador, quien al igual que los tlatoque prehis-
pánicos no hablaba nunca directamente a sus subordinados, sino siempre
por medio de un intermediario; segundo, porque en las tradiciones indíge-
nas del altiplano la legitimidad del linaje pasaba a través de las mujeres. La
figura de la Malinche daba así legitimación al poder de Cortés ante los in-
dios, además de ser su voz, es decir, el medio de comunicación entre el go-
bernante y los gobernados. Malinche se convirtió para los tlaxcaltecas en
el símbolo de la alianza entre españoles e indígenas y de la lealtad de éstos
al nuevo gobierno.94
Una de las más importantes funciones de esos códices fue la de ser un
recurso para ventilar asuntos legales. Vasco de Quiroga, oidor de la Primer
Audiencia, señala que era práctica común entre los indios acudir con picto-
grafías ante los tribunales españoles y el tomar notas de los pleitos por ese
mismo medio. Uno de los primeros documentos que tenemos a ese respecto
es el llamado Códice Monteleone o Tira de Huejotzingo, fechado alrededor de
1532 y cuya finalidad fue quejarse contra los abusos de la Primera Audien-
cia. Posiblemente también relacionado con un pleito entre los religiosos do-
minicos, el encomendero y una comunidad indígena está el llamado Códice
Yanhuitlán (1545-1550).95
Otra finalidad de los códices fue conseguir información sobre el mundo
indígena con miras a hacer más efectivo el proceso de erradicación de lo
que los frailes llamaban “idolatrías”. Muy posiblemente el llamado Códice
94
Susan Dale Gillespie, en su libro The Aztec King’s, The Construction of Rulership in Mexica
History, señala que en muchos linajes prehispánicos el matrimonio con una mujer noble era la
fuente de legitimación de los invasores. Es probable que Cortés, desde el punto de vista indíge-
na, estuviera en un caso así, lo que explicaría que los indios le llamaran Malinche, como a su
concubina. La primera vez que doña Marina aparece representada plásticamente es en el llama-
do Códice del Aperreamiento (ca.1530). Lo publica Gordon Brotherston, Imagine the New World,
The American Continent Portrayed in Native Texts, Londres, Thames and Hudson, 1979. Este ��������
au-
tor considera que aquí la Malinche y Cortés presentan un carácter negativo pues se les ve como
cómplices de los asesinatos de los siete caciques de Coyoacán. Ver también sobre este tema lo
que escribió Pablo Escalante, “Pintar la historia tras la crisis de la conquista”, en Los pinceles de
la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), p. 39.
95
Wigberto Jiménez Moreno y Salvador Mateos, El Códice Yanhuitlán, p. 14.
la era medieval-renacentista 107

Borbónico, fechado alrededor de 1533, esté relacionado con el trabajo que la


Segunda Audiencia encargó a fray Andrés de Olmos. Este documento, que
presenta numerosa información calendárica, introdujo recuadros con glosas
en caracteres latinos y fue utilizado para conocer este importante aspecto
del mundo indígena. Esta misma función tuvo la llamada Historia tolteca
chichimeca (1554) relacionada con el área poblana de Cuauhtinchan.96
Entre los códices, los que tuvieron una de las aplicaciones prácticas más
inmediatas fueron los de tipo cartográfico, fundamentales en las estrategias
militares, pero también en el reconocimiento del territorio. Por los testimo-
nios de la época sabemos que Cortés hizo un uso continuo de esos materiales.
Algunas de estas representaciones espaciales son copias o reelaboraciones
bastante cercanas a los mapas de las antiguas pictografías indígenas, tal es el
caso del Códice Xólotl; otras en cambio incorporan elementos de la cartogra-
fía europea, como el llamado Mapa de Upsala, que muestra el paisaje del valle
de México, con detalles del lago, la isla de México con sus edificios y una gran
cantidad de personajes en escenas de vida cotidiana: pescadores, cazadores
de venados, gente que atrapa patos por medio de redes o caza pájaros con
cerbatana, leñadores, cargadores, extractores de aguamiel, etcétera. El mapa
registra información muy valiosa sobre trabajo y tecnología indígenas, e in-
cluye igualmente prácticas coloniales como la ganadería y el pastoreo.97
Por último, algunos códices tuvieron como finalidad funcionar como
registros de tributos para ayudar a la administración virreinal. En 1535, la
Segunda Audiencia o el virrey Mendoza mandaron elaborar el códice deno-
minado Matrícula de Tributos, copia posiblemente de una tira prehispánica
que fue utilizada para conocer mejor la tributación prehispánica y adaptar
los elementos útiles de ella al nuevo sistema.
Sin embargo, hubo también códices que presentaban formatos muy di-
versos, tanto por que fueron obra de varias manos como por la diversidad de
los temas que trataron. Tal es el caso del llamado Códice Mendocino, elabora-
do entre 1541 y 1542 por orden del virrey Mendoza y en el que estaban con-
tenidos una historia oficial mexica, un registro de los tributos que se paga-
ban a la Triple Alianza y un panorama de la vida diaria de los mexicas con
referencias a la educación, prácticas penitenciales y administración de justi-
cia. El mismo caso presenta el llamado Códice Telleriano Remensis, elabora-
do alrededor de 1549 y que contiene dos textos de carácter calendárico y
unos anales históricos con glosas en español que abarcan varios siglos.98
Los códices de esta época y de la siguiente presentan la conjunción de
dos tradiciones, por un lado la de las pictografías antiguas, de las que toman
algunos elementos formales, y por el otro los grabados e imágenes europeos
copiados de libros que poseían los frailes. Hay códices en los que pesa más

96
P. Escalante, Los códices, p. 50.
97
P. Escalante, “Pintar la historia…”, en op. cit., p. 43.
98
P. Escalante, Los códices, pp. 52 y ss.
108 la era medieval-renacentista

una tradición que la otra, siendo los más cercanos a la conquista los que pre-
sentan una menor influencia europea. Fray Pedro de Gante y su escuela de
San José de los Naturales tuvieron sin duda un papel fundamental en la
adaptación de esos dos lenguajes, pues en ella los indígenas aprendieron las
técnicas pictóricas europeas pero pudieron también conservar elementos de
su propia tradición.
Esta presencia de la visión indígena también se dejó sentir, finalmente,
en el ámbito festivo, a menudo con la anuencia de los frailes y de las autori-
dades españolas. Durante ellas había constantes referencias a los antiguos
señoríos: música, danzas, lenguaje y guerreros en batallas ficticias que ha-
cían alusión al poder militar de los ancestros. Frailes y autoridades conside-
raron que era necesaria la inserción de elementos indígenas en las fiestas
para demostrar su sujeción a la Corona. Para la nobleza nativa, su participa-
ción con armas y atavíos guerreros en las fiestas servía para cimentar su po-
sición ante sus súbditos y reforzar su propia autoridad, así como un medio
para mostrarse simbólicamente iguales a los españoles.
La fiesta como espacio de convivencia y de creación simbólica fue un
medio ideal para amalgamar las dos culturas. Gracias a ella los indios con-
siguieron crear un espacio cultural propio integrando elementos de ambos
mundos; con base en sus tradiciones y en las herramientas que les dieron
los conquistadores pudieron construir un nuevo ámbito espiritual con el que
les fue posible organizar la resistencia contra los elementos disgregadores y
sobrevivir.

7. Imágenes, santos y demonios en la primera evangelización

En esto entró Santiago en un caballo blanco como la nieve y él mismo vestido


como lo suelen pintar y como entró en el real de los españoles todos le siguieron y
fueron contra los moros que estaban delante de Jerusalén […] A la hora entró san
Hipólito encima de un caballo morcillo y esforzó y animó a los naturales y fuese
con ellos hacia Jerusalén […] Estando en el mayor hervor de la batalla apareció
en [la torre d]el homenaje el arcángel san Miguel, de cuya voz y visión, así los
moros como los cristianos espantados, dejaron el combate e hicieron silencio.99

Estas apariciones de santos guerreros tuvieron lugar en un espectáculo


diseñado por los franciscanos y representado en Tlaxcala en 1539 con la par-
ticipación de españoles y de indígenas. La gran pantomima, que duró todo el
día del Corpus Christi, recordaba la toma de Jerusalén por los ejércitos cris-
tianos después de la cual los “musulmanes” se bautizaron. En el espectáculo
de Tlaxcala se exaltaba la Eucaristía, el Bautismo, el poder del cristianismo
sobre los infieles y se hacía patente a los conversos la presencia del rey y del

99
T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. i, cap. 15, pp. 67 y ss.
la era medieval-renacentista 109

papa, de condes y cardenales personificados por unas figuras de cartón; pero


además, el espectáculo tuvo un carácter paradigmático por la activa partici-
pación de los indígenas, quienes con sus armas y estandartes representaron
tanto a los ejércitos europeos (dirigidos por un actor disfrazado del conde de
Benavente) y novohispanos (acaudillados por otro que se hacía pasar por el
virrey Mendoza) como a los musulmanes (que acaudillaba el sultán a quien
representaba Hernán Cortés). Es también muy significativo que esta Jerusa-
lén efímera haya sido construida sobre el edificio inacabado del cabildo indí-
gena, en el cual se habían colocado desde el año anterior los estandartes con
el escudo imperial de Carlos V y con el de las “armas” de la ciudad recién
adquiridas. Con ello, Tlaxcala demostraba su compromiso con la fe y el vasa-
llaje al imperio. Por otro lado, la conquista de Jerusalén debió recordar la de
Tenochtitlan, realizada dieciocho años atrás, y la conversión final y el bautis-
mo de los “musulmanes” al final de la pantomima no podían más que emular
lo que había pasado con los indígenas.100
El binomio “guerra-conversión” de la pantomima se reafirmaba con la
presencia de Santiago, san Miguel y san Hipólito, que anunciaban a los sitia-
dores y a los sitiados la pronta caída del bastión y el bautizo de los infieles.
La representación de estos tres santos en el contexto de la conquista recién
realizada se volvía aún más efectivo pues los actores que los personificaban
eran mostrados con el atuendo guerrero de los conquistadores. De hecho, a
partir de entonces, todas las batallas y la violencia asociadas con la expan-
sión conquistadora y evangelizadora de los españoles y de sus aliados indíge-
nas fue elaborada simbólicamente en los términos de una lucha del bien
contra el mal.
La elección de los tres santos no fue fortuita. Santiago era el santo de la
reconquista, el aliado celestial que ayudó a la expulsión de los islamitas de
la península. Desde los mismos tiempos de la lucha armada, menciona el cro-
nista López de Gómara, se extendió la noticia de que el apóstol guerrero había
sido visto en varias batallas contra los indios blandiendo su espada y dando el
triunfo a las huestes españolas.101 Esta carga simbólica se actualizaba además
en todas las fiestas anuales de los pueblos donde, desde fechas muy tempra-
nas, las danzas de moros y cristianos estaban siendo sustituidas a menudo
por danzas de la conquista, las cuales siempre iban encabezadas por el após-
tol a caballo.102 Santiago cabalgando representaba una fuerza viril y avasalla-
dora, un poderoso señor de los cielos al que los mismos sacerdotes cristianos
llamaban “el hijo del trueno”. El caballo (animal que los indios no conocían),
además de velocidad, le daba al santo un carácter aún más majestuoso y lo
asociaba con divinidades antiguas que montaban animales fabulosos.
100
P. Escalante, “Jerusalén-Tula. Imaginario indígena e imaginario cristiano”, en Clara Gar-
cía y Manuel Ramos (eds.), Ciudades mestizas, pp. 82 y ss.
101
F. López de Gómara, op. cit., pp. 34 y ss.
102
William B. Taylor, Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo xviii,
vol. ii, pp. 402 y ss.
110 la era medieval-renacentista

La otra figura que, junto con la de Santiago, tuvo un lugar preeminente


tanto en la predicación evangelizadora como en la aceptación indígena fue
la de san Miguel. Desde fechas muy tempranas el arcángel guerrero estuvo
asociado con la lucha que los frailes llevaban a cabo contra la idolatría. La
narración apocalíptica que mostraba a san Miguel expulsando a Luzbel del
cielo tuvo una gran difusión a lo largo del siglo xvi en Nueva España. De-
monios animalunos y antropomorfos sometidos al arcángel bombardearon
la imaginación de los indios, quienes muy posiblemente veían en la imagen
de un ser alado venciendo a otro reptante, no una contienda del bien contra
el mal sino la eterna guerra entre los opuestos, la lucha entre las fuerzas
celestes contra las del inframundo, la diaria batalla entre el sol y los dioses
nocturnos.103
El tercer santo guerrero que apareció en la pantomima de Tlaxcala, san
Hipólito, tuvo también una presencia inusitada en Nueva España, pues a él
se atribuyó la victoria final que llevó a la toma de Tenochtitlan, hecho acaeci-
do en el día de su celebración, el 13 de agosto. El santo mártir romano se
había convertido no sólo en patrono de la ciudad de México sino en un sím-
bolo de la conquista española.
La presencia de estos tres santos muestra por tanto dos facetas de un
mismo proceso: la imposición de imágenes por parte de los frailes y la mane-
ra en que éstas fueron percibidas por los indios. Ciertamente la religión que
intentaron difundir los religiosos se centraba en Cristo, en el culto a la cruz y
en los símbolos de la pasión. De hecho, la cruz había sido el estandarte, jun-
to con las “armas reales”, que Cortés llevó en sus campañas. De acuerdo con
Bernal Díaz la bandera tenía una cruz colorada sobre tafetán negro y una
leyenda que decía: “Hermanos y compañeros: sigamos la señal de la Santa
Cruz con fe verdadera, que con ella venceremos”.104 Los frailes predicaron
un cristianismo sencillo, con pocas imágenes de bulto para evitar la idola-
tría. Algunos de los misioneros españoles venían empapados del modelo
apostólico primitivo y predicaban un cristianismo simple y purificado de su-
persticiones, con pocos milagros por el temor de que los neoconversos mez-
claran sus idolatrías con los ritos cristianos. Pero las crónicas nos dan tam-
bién datos para pensar que esta postura no excluyó la promoción del culto a
los santos europeos.
Junto con la cruz, la primera imagen ofrecida a la veneración de los in-
dios fue la de la Virgen María, traída también por Cortés y colocada en los
templos indígenas para suplantar a los ídolos. Esta imagen fue después utili-
zada por los frailes con tanta profusión que, según cuenta fray Toribio de
Motolinia, “fue menester darles también a entender quién era santa María,
porque hasta entonces solamente nombraban María o santa María, y dicien-
do este nombre pensaban que nombraban a Dios, y a todas las imágenes que

103
Eduardo Báez Macías, El arcángel san Miguel..., pp. 23 y ss.
104
B. Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cap. xx, p. 33.
la era medieval-renacentista 111

veían nombraban santa María”.105 En un principio, los religiosos tradujeron


como Tlazotonanzin, “nuestra preciosa madre”, las expresiones europeas de
Nuestra Señora o Madre de Dios. Pero el peligro de que el término fuera in-
terpretado por los indios como “una diosa madre para toda la humanidad
paralela a Dios Padre”, recibió objeciones por parte de las autoridades ecle-
siásticas.106
El culto a la Virgen fue muy difundido no sólo por los frailes sino tam-
bién por los conquistadores, quienes traían entre sus pertenencias imágenes
de ella conocidas como “arzoneras”, pues se amarraban al arzón del caballo.
Posiblemente dos de esas vírgenes fueron las pequeñas imágenes de la virgen
de los Remedios, que se asoció a la huida de la Noche Triste, y la Conquista-
dora de Puebla, que según la tradición regaló Cortés a los tlaxcaltecas en se-
ñal de pacto. Posiblemente hayan sido esas imágenes de bulto, o bien lienzos
pintados y enrollados, los que sirvieron de estandartes en las batallas contra
los indios y los que fueron colocados por Cortés en los templos para sustituir
a los ídolos. Andrés de Tapia cuenta cómo el capitán con una barra de hierro
derribó los ídolos del templo mayor de Tenochtitlan, mandó retirarlos y la-
var el recinto para colocar en su lugar “en una parte la imagen de Nuestra
Señora en un retablito de tabla y en otro la de san Cristóbal, porque no había
entonces otras imágenes”, y después mandó decir una misa.107 Desde la Edad
Media colocar una imagen cristiana en una mezquita o sinagoga tenía un sim-
bolismo de sometimiento y de purificación de un espacio que había estado
dedicado al Demonio. Las imágenes eran así utilizadas como armas espiri-
tuales que combatían las fuerzas maléficas. En este sentido, la Virgen actua-
ba también a menudo como guerrera, sobre todo al auxiliar a los conquis-
tadores arrojando tierra a los ojos de los indios.
La difusión de este tipo de culto, con imágenes y devociones, se hizo
muy pronto extensivo a los santos patronos de las órdenes evangelizadoras:
san Francisco, san Bernardino de Siena y san Antonio de Papua, entre los
franciscanos; santo Domingo, san Vicente Ferrer, santa Catalina de Siena y
san Jacinto, entre los dominicos, y san Agustín, san Nicolás Tolentino y San
Guillermo, entre los agustinos. Junto con ellos fueron promovidos varios de
los apóstoles, en especial san Pedro y san Pablo, san Bartolomé, san Andrés
y Santiago. Los padres de la Virgen, san Joaquín y santa Ana; santa María
Magdalena; san Cristóbal; san Martín, y sobre todo los mártires (san Juan
Bautista, san Sebastián y santa Catalina de Alejandría), estaban también en-
tre las figuras más difundidas por los religiosos. Este grupo de santos dieron
su nombre a poblados y a personas, a ríos y a montañas, a barrios y a tem-
plos. La misma actitud podemos ver ante el culto a las reliquias de aquellos

105
T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. i, cap. 4, p. 24.
106
J. Lockhart, op. cit., p. 365.
107
Joaquín García Icazbalceta, “Relación de Andrés de Tapia sobre la conquista de México”,
en Colección de documentos inéditos para la historia de México, vol. ii, p. 586.
112 la era medieval-renacentista

religiosos que murieron en olor de santidad. Sus hermanos de hábito pro-


movieron que sus restos mortales y los objetos que les pertenecieron fueran
venerados por los indios a quienes ellos habían cristianizado. Es muy repre-
sentativo al respecto el caso del cadáver incorrupto de fray Martín de Valencia
enterrado en Tlalmanalco, el cual fue desenterrado en numerosas ocasiones
para satisfacer la curiosidad de sus devotos, hasta que un día desapareció en
forma por demás misteriosa.108
En la nueva concepción religiosa, los dioses antiguos también tomaron un
lugar, pero se les asoció con los demonios; algunos frailes sostuvieron con
ellos una encarnizada lucha y se enfrentaron con sus manifestaciones, los
ídolos, con los que hablaban y a los que destruyeron.109 La necesidad de com-
batir al Demonio llevó a los frailes a plantar cruces por todos lados. El ámbito
habitado por los indios fue sacralizado con misas y cruces, actos que consti-
tuían no sólo un exorcismo sino una apropiación del espacio por parte de los
misioneros cristianos. Para ellos, el Demonio se vio obligado a huir a los os-
curos lugares donde nadie habitaba: las cuevas, los yermos y los montes, por
lo que allá también se pusieron cruces. Para los frailes, el mundo prehispáni-
co era demoniaco, como lo demostraban los sacrificios humanos, los cultos
idolátricos y la presencia obsesiva de la serpiente como símbolo religioso.
La presencia de los santos y las victorias sobre los demonios se dio gracias
a un extraordinario despliegue ritual, con ceremonias vistosas, misas con
músicos y cantores, procesiones, flores, cirios y danzas. Al igual que las cere-
monias cristianas alrededor de los difuntos (que permitieron la adaptación
de antiguos cultos a los muertos y de la comunicación con los antepasados),
las fiestas de los santos fueron importantes puentes entre los rituales prehis-
pánicos y los que traían los religiosos, quienes dirigieron gran parte de los
tributos que se destinaban a los templos y a las fiestas de los dioses para el
nuevo culto a los santos. Las ceremonias eran una parte central del apara-
to difusor del mensaje cristiano como prácticas comunitarias, medio idó-
neo para unos frailes que consideraban a sus fieles como seres incapaces de
comprender abstracciones y que necesitaban de lo festivo y lo visual para
sentirse atraídos hacia la nueva religión que se les predicaba. El calendario
cristiano fue, junto con la imagen, el sermón, el catecismo y el teatro, uno de
los agentes principales de aculturación.
A menudo, con ocasión de las grandes fiestas del ciclo litúrgico (Epi-
fanía, Pascua, Corpus Christi, Navidad o san Juan Bautista) y como un me-
dio de catequesis, los religiosos hicieron uso de espectáculos teatrales de
muy diversa índole. El tipo de representación más común fue el auto sacra-
mental de tema bíblico (como la Creación o el Juicio Final), o la narración

108
Cf. J. de Mendieta, op. cit., libro v, primera parte, caps. 13 y 16, vol. ii.
109
Véase en este sentido la descripción que hace fray Juan de Grijalva del diálogo entre fray
Antonio de Roa y el ídolo Mola, Crónica de la Orden de Nuestro Padre San Agustín en las provin-
cias de Nueva España en cuatro edades desde el año de 1533 hasta el de 1592, p. 90.
la era medieval-renacentista 113

sobre la vida de los santos; en ellos, los fieles reunidos en el atrio podían con-
templar la precipitación de los condenados en las llamas infernales, la resu-
rrección de los muertos o las apacibles delicias del paraíso terrenal, mientras
escuchaban sencillos diálogos en su lengua. En otras ocasiones, lo que se
admiraba eran tan sólo pequeños cuadros mudos que se escenificaban den-
tro del templo y se intercalaban durante la misa, como los misterios del ro-
sario o la Epifanía. Motolinia señalaba el gran éxito que tuvo entre los indios
la celebración de la fiesta de los Reyes Magos, “porque les parece que es pro-
pia fiesta suya” y traían la estrella desde muy lejos con cordeles y ofrecían a
la Virgen y al niño cera, incienso, palomas y codornices en un pesebre cons-
truido en la iglesia.110 Para los misioneros la fiesta de los Santos Reyes, que
para la segunda mitad del siglo ya se escenificaba con una cabalgata, era un
buen argumento para predicar que el mensaje cristiano iba dirigido a todas
las naciones del orbe, además de ser un tema dirigido a consolidar y santifi-
car el papel rector de la monarquía católica sobre los indios.
A veces, los frailes promovieron también grandes pantomimas, como la
realizada en Tlaxcala, que incluían danzas y cantos. Los indios varones (las
mujeres estaban excluidas) tuvieron en estas representaciones una gran li-
bertad de actuación y una participación muy activa; ellos eran los que arma-
ban las escenografías con árboles, animales y castillos; ellos elaboraban sus
complicados vestuarios y realizaban sus danzas y cantos; eran ellos los acto-
res, y en sus lenguas se expresaban sus diálogos. A veces incluso ellos fueron
quienes los escribieron. En la organización de esos espectáculos tuvieron un
importante papel las instituciones comunitarias.111 Las autoridades españo-
las y los frailes estaban conscientes de la necesidad de utilizar el aparato
festivo para legitimar la presencia política y religiosa de los españoles. Ber-
nal y Motolinia mencionan la fabricación de “bosques” efímeros con árboles,
plantas y animales en los atrios del templo como parte de los festejos en el
siglo xvi, escenografías que recuerdan los festivales dedicados a Tláloc.
La música y la danza fueron parte fundamental de estos espectáculos pa-
ralitúrgicos. Desde fechas tempranas los frailes organizaron a los músicos en
capillas, cuyo elevado número de cantores y músicos tocaban diversos instru-
mentos precortesianos y europeos y acompañaban la misa dominical. Para
Zumárraga, los indios se convertían más por la música que por la predica-
ción, y agrega: “los vemos venir de partes remotas por oír y trabajar por la
aprender y salir con ello”.112 En lo que respecta a la danza, desde los primeros
años fray Pedro de Gante la permitió en los atrios al darse cuenta de que para
los indios era fundamental cantar y bailar a sus dioses. En estos mitotes se
mezclaron ya desde tiempos tan tempranos la tradición de las danzas de mo-
110
T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. 1, cap. 13, p. 55.
111
María Beatriz Aracil Barón, El teatro evangelizador. Sociedad, cultura e ideología en la Nue-
va España del siglo xvi, pp. 20 y ss.
112
Carta de fray Juan de Zumárraga, México, 17 de abril de 1540, en Mariano Cuevas, Docu-
mentos inéditos del siglo xvi para la historia de México, p. 99.
114 la era medieval-renacentista

ros y cristianos con los rituales guerreros indígenas (tocotines) en los que se
cantaban historias de los señores principales. Con el tiempo estos bailes se-
rían parte de todo espectáculo festivo en la Nueva España. Aunque los religio-
sos dieron a estas danzas el simbolismo cristiano de una lucha entre la fe y la
idolatría, para los indios fue un medio ideal para mantener vivos muchos de
sus antiguos ritos. Antes de comenzar los bailes, los danzantes iban al merca-
do para que los pintaran de colores a la usanza antigua y cuando cantaban
durante las danzas remarcaban el principio y el final del canto cristiano, pero
en medio insertaban plegarias a sus dioses que decían en voz baja.
A causa de tales actividades, el obispo Zumárraga mandó prohibir esas
danzas argumentando que era un gran desacato al Santísimo que en las pro-
cesiones fueran hombres con máscaras y hábitos de mujeres, danzando y
saltando con meneos deshonestos; prohibición que fue ratificada por el Con-
cilio Provincial de 1565. La actitud del obispo respondía a un hecho: desde
1526 la fiesta del Corpus Christi que organizaba el Ayuntamiento de la capi-
tal se hacía con un despliegue festivo (danzas, representaciones teatrales,
mascaradas y carros alegóricos) que el espíritu reformador de Zumárraga
consideraba demasiado mundano y, sobre todo, de muy mal ejemplo para
los recién convertidos.113
Frente a esa actitud contraria, algunos franciscanos opinaban que había
que dejar que los indios se apropiaran del culto cristiano, pues al volverlo par-
te de su vida cotidiana asimilarían mejor la fe que se les pretendía inculcar.
Con esta finalidad promovieron que en fiestas como el Día de Corpus Christi,
la Semana Santa o las fiestas de los santos patronos de los pueblos se diera
un despliegue de flagelaciones públicas, de vistosas procesiones decoradas
con arcos y tapetes de flores, estandartes de plumas, copal, luminarias, dis-
fraces y papeles de colores, amenizadas con cantos, representaciones teatra-
les y comidas comunitarias, que a veces terminaban, a pesar de los frailes,
en verdaderas borracheras rituales. Cantores, cabildo y frailes trabajaban en
las fiestas de los santos patrones y sus fondos provenían de las cajas de co-
munidad, que se habían fundado para otros gastos pero que básicamente se
gastaban en fiestas; para muchos ésta era la prueba más palpable del éxito
de la evangelización. En el Códice Sierra, que reproduce las cuentas y gas-
tos de la comunidad de Tejupan, se puede notar que el 90 por ciento de los
gastos iban dirigidos a actividades religiosas: trompetas para la iglesia, cajas
de hierro para la sacristía, terciopelos, damascos y tafetanes para las vestidu-
ras sagradas y vestir el altar, candelabros, cera, vino, salarios del vicario y del
sacristán, etcétera.114
113
Israel Álvarez Moctezuma, “Civitas Templum. La fundación de la fiesta de Corpus en la
ciudad de México (1539-1587)”, en Monserrat Gali y Morelos Torres (eds.), Lo sagrado y lo profa-
no en la festividad de Corpus Christi, pp. 41-59. Ver también Nelly Sigaut, “Corpus Christi: la
construcción simbólica de la ciudad de México”, en Víctor Mínguez, ed., Actas del III Simposio
Internacional de Emblemática Hispánica, p. 39.
114
Ronald Spores, The Mixtecs in Ancient and Colonial Times, pp. 175 y ss.
la era medieval-renacentista 115

Esa misma actitud se puede observar en la enorme actividad constructi-


va de capillas tanto domésticas como públicas, en cuyas celebraciones tam-
bién se hacía una gran cantidad de gastos. Cervantes de Salazar señalaba
que en la ciudad de Tlaxcala y en su comarca había para mediados del siglo
xvi más de cuatrocientas iglesias, “sin muchas que han mandado derrocar
los obispos, por no ser necesarias y ocuparse el culto divino y evitarse algu-
nas demasiadas comidas y bebidas que con ocasión de las advocaciones de
las iglesias los indios hacían”.115
Poco a poco el espacio festivo se fue asociando con las cofradías, asocia-
ciones de laicos que desde la Edad Media se establecieron para organizar las
fiestas religiosas y para ayudar a sus miembros desamparados. Alrededor de
1540 muchas comunidades cumplían sus objetivos gracias a algunos bienes
que poseían y con los que pagaban al convento los servicios litúrgicos. Los
frailes fomentaron la creación de estas organizaciones de laicos como un
medio para adquirir limosnas en una época en que las donaciones individua-
les disminuyeron a causa de la despoblación.
En el ámbito de las comunidades indígenas, las fiestas de los santos y sus
imágenes fueron un medio adecuado para reconstruir su mundo espiritual,
fuertemente golpeado por la conquista. Los santos fueron así integrados como
divinidades, sustituyendo a los calpulteome, dioses protectores de los barrios;
de esta manera cubrían las funciones rectoras del cosmos sobreponiendo a
sus atributos aquellos que poseían los señores que regenteaban las fuerzas
naturales. Cristo se convirtió en un dios solar sacrificado y sangrante y Ma-
ría se vinculó con Tonanztin Coatlicue, la gran madre. En ocasiones también
pudo haber asociación entre santos y dioses gracias a la coincidencia de las
fiestas de ambos como resultado de un bagaje agrícola común, aunque a me-
nudo los ritos cristianos no eran muy claros para los indios. Las dificultades
de la comunicación y la comparación con sus prácticas ancestrales crearon
interpretaciones muy peculiares. En un juicio hecho a don Pedro, un cacique
de Michoacán, éste declaró que la misa era una forma de adivinación, como
la que practicaban los sacerdotes nativos con agua en una jícara.116
Sin duda la aceptación de los santos se debió a que en el mundo prehis-
pánico era una práctica generalizada que el pueblo conquistado recibiera
a los dioses de los vencedores como símbolo de sometimiento. Los indios
aceptaron a los santos como parte de esa imposición, como uno de los ele-
mentos que traía consigo el nuevo régimen político, pero también porque la
conquista había mostrado que los dioses cristianos eran muy poderosos, por
lo que convenía tenerlos contentos; esto fue además posible pues a varios
de los santos se les mostraba con el atuendo guerrero de los conquistadores,
como los casos de Santiago y san Miguel. Por tanto, el dios ajeno y aceptado
podía ser propiciado tanto para pedirle beneficios como para librarse de sus

115
Francisco Cervantes de Salazar, Crónica de Nueva España, cap. 51, p. 246.
116
B. Warren, La conquista de Michoacán, p. 128.
116 la era medieval-renacentista

daños. La única diferencia con los tiempos pasados era que los nuevos domi-
nadores tenían una actitud exclusivista y no toleraban la convivencia de sus
dioses con los de las religiones antiguas.
Tales fenómenos de asimilación fueron posibles también gracias a la
existencia de paralelismos entre las dos religiones y a que el cristianismo
presentaba a los indios un catálogo formal que les ofrecía variadas imágenes
de niños, mujeres, hombres, ancianos, seres alados y demonios con los que
pudieron realizarse las superposiciones necesarias con sus antiguos dioses.
Además, la enorme cantidad de representaciones asociadas con el martirio y
con la sangre, incluido el de Cristo, debió constituir para los indios un rico
arsenal de imágenes que los remitían a los sacrificios ofrecidos a sus dioses.
Santa Catalina de Alejandría con una cabeza a sus pies debió hablarles de los
trofeos de guerra que en algunos pueblos los guerreros acostumbraban obte-
ner como parte de su prestigio. El martirio de san Sebastián fue quizás aso-
ciado con el sacrificio por asaeteamiento que se realizaba con algunos pri-
sioneros capturados en la guerra, además de ser iconográficamente el más
cercano a la crucifixión.117 El corazón traspasado por tres flechas que simbo-
lizaba a san Agustín debió referirlos a la ceremonia en la que se extraía esa
víscera del cuerpo de los sacrificados. La muerte de san Lorenzo pudo recor-
darles a las víctimas humanas ofrecidas en honor de la diosa Cihuacóatl. El
martirio de san Bartolomé, a quien le fue quitada la piel, pudo recordarles al
dios Xipe Totec, señor de las cosechas a quien se ofrecía un sacrificio por
desollamiento, después del cual el sacerdote bailaba colocando sobre su
cuerpo la piel de la víctima. Casi tan importante como la religión de amor, la
religión de violencia conseguía captar la atención de los indios hacia la nue-
va ritualidad que traían los invasores españoles.
En este proceso de asimilación llegaron a integrarse incluso los animales
que servían de atributo a los santos y que fueron identificados con su tona o
entidad protectora. A estas representaciones de seres humanos y animales se
les hacían ofrendas de cera, comida y bebida, se les sacrificaban gallinas y
otros animales y se derramaba pulque en su presencia, pensando que las en-
fermedades les venían por no darles los alimentos que requerían.118 San Juan
Bautista, por su asociación con el agua, ocupó su lugar en el panteón indíge-
na y, al igual que Tláloc, dios de las lluvias, se convirtió en el señor del orien-
te. Los indígenas celebraban su fiesta, que además coincidía con el solsticio
de verano, con representaciones teatrales donde se narraban escenas de la
vida del precursor y este teatro debió ser asociado con un ritual propiciato-
rio.119 Santa Ana, la abuela de Cristo, sustituyó a Toci, abuela de los dioses, y
117
P. Escalante, “Cristo, su sangre y los indios. Exploraciones iconográficas sobre el arte
mexicano del siglo xvi”, en Helga von Kügelgen (ed.), Herencias indígenas, tradiciones europeas y
mirada europea, pp. 71-93.
118
Jacinto de la Serna, Manual de ministros de indios para el conocimiento de sus idolatrías y
extirpación de ellas, pp. 64 y ss.
119
T. de Motolinia, Historia de los indios…, p. 63.
la era medieval-renacentista 117

fue impuesta como patrona en aquellos pueblos donde existía un santuario a


esa diosa. El párroco Jacinto de la Serna decía que al fuego, considerado
como un dios viejo, se le llamaba san Simón o san José, que eran representa-
dos como ancianos, “y con estos nombres disimulan y conservan el antiguo
nombre con que llaman al fuego Huehuetzin, que quiere decir viejo”.120
Sin embargo, tales superposiciones no siempre se hicieron por las simili-
tudes aparentes entre los atributos de los santos y los de los dioses, sino por
asimilaciones relacionadas con los toponímicos o por la coincidencia de las
fiestas de ambos. En cuanto a la primera forma, Aguirre Beltrán demostró
en el caso de los varios pueblos de Veracruz que los religiosos, al elegir a los
santos patronos de los poblados, asimilaron alguna característica del topo-
nímico indígena y del dios protector al del santo que se les imponía. A Tla-
quilpa (lugar de rica vestimenta) se le dio por patrona a María Magdalena; a
Mixtla (lugar dedicado a Mixcóatl, señor de los chichimecas) se le puso bajo
la tutela de san Andrés, evangelizador de los escitas bárbaros del norte. El
mismo autor, por otro lado, al hacer un cotejo de las fiestas cristianas y paga-
nas, puso de relieve paralelismos entre las de los dioses y los santos, que fue-
ron resultado de un bagaje agrícola común. En febrero, la fiesta de la virgen
de las Candelas correspondía a ritos propiciatorios a la diosa del agua Chal-
chiuhtlicue; la Semana Santa coincidía con los ritos a Tezcatlipoca, asocia-
dos con sacrificios como el de Cristo; el anciano san José, con su vara florida,
al dios Xipe Totec, celebrado cuando la naturaleza reverdece; la celebración
de San Francisco a principios de octubre coincidía, por su asociación con los
animales, con las fiestas de Mixcóatl, dios de la caza.121
Para los indios, los santos eran los parientes de Cristo y existían desde
antes de la creación del mundo. Al igual que los dioses apetecían cosas y bus-
caban satisfactores, por lo que era necesario hacerles ofrendas de alimento y
las primicias de las cosechas. Jacinto de la Serna señalaba que los indios ha-
cían sacrificios a los santos (a quienes algunos tienen como dioses) ocultan-
do detrás de este culto sus ritos idolátricos. “Y pasa tan adelante su paliación
y disimulación que hacen a los santos sacrificios... sacrificando gallinas y
animales, derramando pulque en su presencia, ofreciéndoles comida y bebi-
da y atribuyéndoles cualquier enfermedad que les viene, y pidiéndoles su fa-
vor y ayuda y dándoles gracias si consiguen lo que piden, pareciendo que
esto hacen con los santos a quien tienen delante”.122 Los santos y los demo-
nios se integraron así como fuerzas cósmicas positivas y negativas, pero no
necesariamente dentro de los códigos de la cultura occidental. En una tradi-
ción totonaca, por ejemplo, la virgen del Carmen estaba casada con Lucifer.
Los santos tenían, por tanto, poder para otorgar beneficios, pero también

120
J. de la Serna, op. cit., p. 65.
121
Gonzalo Aguirre Beltrán, Zongolica: encuentro de dioses y santos patronos, pp. 60 y ss., y
166 y ss.
122
J. de la Serna, op. cit., pp. 64 y ss.
118 la era medieval-renacentista

eran seres con un potencial destructivo. Mendieta cuenta, por ejemplo, que
al principio de la evangelización los indios llamaban a san Francisco el cruel,
pues en su fiesta, el 4 de octubre, al cesar las aguas, caían las heladas y con
ellas se perdían maíz y legumbres.123
Los santos no eran, sin embargo, entes abstractos, su fuerza estaba pre-
sente en sus imágenes que eran consideradas ixiptla, receptáculos de un po-
der, presencias que poseían la fuerza.124 Algunos etnólogos han insistido en
este carácter mágico de las imágenes en comunidades actuales; en Ihuatzio,
Michoacán, las diferentes representaciones de san Francisco se considera-
ban como santos distintos.125 El uso de las lenguas vernáculas y de algunos
símbolos del mundo mesoamericano para la difusión del cristianismo forjó
una religión sincrética, que en un principio asimiló elementos y símbolos
cristianos a las antiguas concepciones indígenas. Este sincretismo cultural
no sólo fue fruto de la resistencia del paganismo a desaparecer, sino también
surgió como resultado de las iniciativas de los frailes y de la presencia de los
colaboradores indígenas, apegados aún a su cultura tradicional. Ejemplos de
ello fueron la tolerancia de los sahumerios con copal, de la tradición de anu-
dar la capa del hombre al huipil de la mujer durante la ceremonia matrimo-
nial, de los mitotes y del juego ritual del volador o el permitir que a los muer-
tos se los sepultara con una piedra de jade en la boca y con una jarra de agua
a su lado, para el viaje al más allá. Así, junto con los cultos cristianos convi-
vían los ritos agrícolas, las prácticas médicas tradicionales y la religión do-
méstica. Las parteras, los curanderos y los ancianos fueron los encargados
de transmitir esos saberes, y a menudo los viejos sacerdotes y los mismos ca-
ciques fomentaron el culto a las antiguas deidades, ocultándolas debajo de
las cruces y atrás de los altares de las iglesias, y haciéndoles sacrificios y
ofrendas en los montes, en las cuevas y en los bosques.
Gracias a estos dioses tutelares o santos patronos, los pueblos recién
congregados, formados a menudo con grupos de procedencia heterogénea,
pudieron reconstruir su mundo espiritual; con ellos se crearon los lazos que
hicieron posible la integración y la convivencia.126 Al convertirse en dioses
tutelares de los pueblos, los santos se volvieron elementos de resistencia y
detrás de ellos se ocultaron muchas concepciones indígenas anteriores a la
conquista. Sin embargo, en su aceptación podemos encontrar también pro-
cesos de adaptación de los códigos occidentales, pues la relación con las
fuerzas celestes se volvió más directa y la comunicación con ellas más cerca-
na; sin duda los dioses de los cristianos tenían rasgos más humanos que las
antiguas divinidades sanguinarias.

123
J. de Mendieta, op. cit., libro iii, cap. 56, vol. i, p. 502.
124
Serge Gruzinski, La guerra de las imágenes, p. 61.
125
Pedro Carrasco, El catolicismo popular de los tarascos, p. 197.
126
Cf. Marcello Carmagnani, El proceso de reconstitución de la identidad étnica en Oaxaca,
siglos xvii y xviii.
III. LA ERA MANIERISTA.
FORJANDO LOS SÍMBOLOS Y LAS PRÁCTICAS

En la época de Felipe II, España dictaba la política en Europa e intentaba im-


poner su dominio sobre el Mediterráneo y el Atlántico como campeona de la
ortodoxia católica con un claro sentido de hegemonía religiosa. La lucha con
el imperio turco, símbolo de la vieja idea mesiánica de cruzada contra el Is-
lam, terminaba en Lepanto con un triunfo para la cruz. Menos afortunados
fueron los sucesos en el mar del norte donde las fuerzas protestantes salieron
victoriosas, primero con el abatimiento de la Armada Invencible por Ingla-
terra, y después con el triunfo de la rebelión de independencia en Holanda.
Detrás de la máscara religiosa se gestaba el nuevo rostro económico capitalis-
ta de las relaciones internacionales. España, obligada a regirse por los nuevos
códigos, se vio presionada por los enormes gastos ocasionados por las guerras
europeas y entró en una profunda crisis. Con una política económica desfasa-
da, dejó que los metales americanos pasaran por su territorio para dirigirse a
beneficiar a los países que desarrollaban entonces economías más acordes con
los nuevos tiempos. Desde entonces, el fenómeno será decisivo para el des-
arrollo económico de Occidente: los metales que llegaron a España en grandes
cantidades se fueron a los países del norte de Europa, centros que estaban ge-
nerando el naciente capitalismo. En la península ibérica el oro y la plata ame-
ricanos provocaron inflación y crisis, pero también en ella se quedó mucho de
ese metal; con él se sufragaron obras de arte, se mantuvo la corte de los reyes
Austrias y se sostuvieron las guerras; con esos metales, e incluso con la fundi-
ción de piezas de oro y plata indígenas, se labró una rica orfebrería que llenó
las sacristías de las iglesias y los aparadores de los palacios. América cumplió
con creces las expectativas del mito de Jasón y su vellocino de oro.
La crítica situación de la península acentuó las distancias sociales. Fren-
te a una casta señorial y eclesiástica que detentaba la riqueza del país y que
gastaba en lujos y en obras de arte, se encontraba una población miserable
que, emigrada del campo empobrecido, se apiñaba en las ciudades para so-
brevivir de las migajas que les dejaban los poderosos o pasaba a América a
buscar mejores condiciones de vida. Paradójicamente, junto a esta decaden-
cia social y económica, Felipe II sustentaba la idea mesiánica de una España
elegida de Dios para defender la fe verdadera contra los herejes e infieles
y que se perfilaba como la punta de lanza de un movimiento religioso de
renovación al cual algunos historiadores han llamado Contrarreforma. Las
nuevas pautas culturales y religiosas impuestas por esta corriente fortale-
cían la posición de los clérigos como rectores sociales y ejercían mayores
controles sobre la religiosidad popular. Al mismo tiempo se propugnaba por
119
120 la era manierista

un desbordante culto a las imágenes y a las reliquias y se promovían nuevas


devociones, lo cual influyó en todas las formas de expresión filosófica, lite-
raria y artística. España se encerró en sí misma y se opuso a todo aquello
que atentara contra la ortodoxia religiosa, sostenida por la monarquía y la
Iglesia. Esta cultura monárquica de carácter universal puso las bases para
una concepción en la cual el rey se convertía en el símbolo cohesionador de
la diversidad de reinos que formaban el imperio español.
Aunque el sistema promovido por Felipe II y sus consejeros tendía a la
unificación legal, administrativa y religiosa, la misma estructura del imperio
español, la distancia a la que se encontraban los reinos americanos de la me-
trópoli y la situación social y económica del Nuevo Mundo favorecieron la
formación de importantes grupos locales de poder. A esto se añadía una in-
tensa actividad reformadora que en Nueva España abarcó el periodo entre el
virreinato de Martín Enríquez de Almanza (1568-1580) y el de Luis de Velas-
co el joven (1607-1611). Durante él se definió el carácter futuro de la Nueva
España con medidas determinantes: la supresión de una serie de privilegios
fiscales (1570); la promulgación de ordenanzas sobre la población (1573) y
para el fomento a la producción minera (1582); el Tercer Concilio Provincial
(1585), que sentó las bases de la organización diocesana tutelada por el Re-
gio Patronato, y la segunda congregación de pueblos indígenas (1593-1621),
que reestructuró su organización y redujo a las cabeceras la mayor parte de
las visitas o estancias. A partir del gobierno de Martín Enríquez se buscó
también reforzar la autoridad real y los intereses de la Corona sobre el Nue-
vo Mundo. Ello trajo consigo el afianzamiento de instituciones y de sus apa-
ratos de representación, esos rituales del poder que formaban la parte más
importante de la estructura política colonial. Por medio de ellos no sólo se
manifestaban el papel unificador de la monarquía y el poder de las fuerzas
que gobernaban y administraban el territorio, sino que los rituales eran tam-
bién el instrumento por medio del cual se construía la realidad política y se
hacían las negociaciones entre las autoridades y las elites locales.
Por otro lado, la Nueva España vivía en las últimas décadas del siglo xvi
y las primeras del xvii un intenso proceso de expansión territorial. Después
de una prolongada guerra a sangre y fuego entre 1550 y 1590 contra los chi-
chimecas, se iniciaba la colonización del Bajío a fines de la centuria y los je-
suitas comenzaron a fundar sus misiones en Sinaloa y Sonora. El nuevo tipo
de expansión realizado sobre pueblos nómadas y seminómadas creó un dis-
tinto sistema de colonización y tuvo como principal motor el descubrimiento
de minas de plata, hecho que transformó la situación social y económica en
el virreinato. Por las mismas fechas se abría para Nueva España la ruta del
Pacífico y Filipinas, que se convertiría en fuente de riqueza al insertarse en
la zona comercial del sureste asiático, así como en un campo de expectativas
de expansión misionera.
La gran beneficiada de estos cambios fue la Corona y los nuevos sectores
que ella apoyaba: los mercaderes (que muy pronto se beneficiaron con la mi-
la era manierista 121

nería norteña y el comercio asiático y europeo), los funcionarios encargados


de controlar el cobro del tributo indígena (alcaldes mayores y corregidores),
los terratenientes y los obispos. Estos grupos desplazaban a los sectores que
habían regido la sociedad novohispana de los primeros tiempos: los enco-
menderos, los frailes y los nobles indígenas. Esta situación se daba en el
marco de una crisis demográfica que afectaba a la población nativa y que
provocó la necesidad de redistribuir la fuerza de trabajo para fortalecer a la
creciente actividad minera, el auge constructivo de las ciudades y las empre-
sas agrícolas de los nuevos colonos españoles.
Desde el punto de vista cultural, la Nueva España recibió la Contrarre-
forma gracias a un conjunto de instituciones que hicieron posible la forma-
ción de una cultura autoritaria, aunque con un enorme poder de adaptación
a las circunstancias locales: virreyes y obispos continuaron fortaleciendo el
proyecto de una unidad imperial mesiánica en lucha contra las fuerzas del
mal; el tribunal del Santo Oficio, encargado desde 1571 de prohibir o permi-
tir las manifestaciones religiosas que convenían a los intereses de una Iglesia
que generaba cada vez mayores controles; la Compañía de Jesús, llegada en
1572, propulsora de una nueva espiritualidad, más flexible y sincrética, que
pudo adaptarse fácilmente a las realidades locales; la fundación de las pro-
vincias de carmelitas, mercedarios y dieguinos, dedicadas a la predicación
en el ámbito urbano; los monasterios de religiosas nacidos de las necesidad
de dar cabida al excedente de una población femenina criolla cada vez más
numerosa; un clero secular culto egresado de los colegios jesuíticos y de la
universidad y apoyado por los cabildos de las catedrales y por los obispos
que, por medio de los concilios provinciales, aplicaron las reformas propues-
tas en Trento al ámbito novohispano. Y frente a estas nuevas corporaciones
eclesiásticas, las viejas órdenes mendicantes, que luchaban por conservar los
privilegios obtenidos al haber sido las primeras en llegar y que se adaptaban
a las condiciones impuestas por el cambio.
Finalmente, para dar a los laicos una mayor participación en la vida reli-
giosa, además de promover instituciones de beneficencia, la transmisión de
los valores locales y el control de las manifestaciones del culto, las órdenes
religiosas y el clero secular fomentaron la creación de cofradías, órdenes ter-
ceras y congregaciones a las que pertenecían, dentro de un riguroso ordena-
miento, casi todos los grupos sociales.
Todas estas instituciones coadyuvaron a la construcción de un orden
corporativo que estuvo modelado jurídicamente bajo la normatividad caste-
llana medieval, pero que fue modificado por la cambiante realidad novohis-
pana. Las corporaciones tenían como finalidad la unión de sus miembros en
proyectos comunes, se juraban fidelidad, se organizaban bajo una estructura
jurídica que excluía a los ajenos, elegían a sus autoridades y se identificaban
con un cierto número de símbolos de representación. La creación de estos
nuevos marcos institucionales y corporativos fue lo que hizo posible que en
esta segunda mitad del siglo xvi se pudieran conformar identidades colecti-
122 la era manierista

vas. México y Puebla fueron las dos ciudades pioneras en este sentido, am-
bas con corporaciones urbanas fuertes (ayuntamientos y cabildos catedrali-
cios), con conventos mendicantes y colegios jesuitas y con un grupo de
mercaderes que comenzaban a tender sus redes hacia todo el territorio. Fue
en esta época que los poblanos comenzaron a controlar el comercio hacia el
área de Oaxaca, de la cual se importaban tintes y lanas, y los de la capital,
representados por su poderoso consulado, iniciaron su salida hacia Mi-
choacán, el Bajío, Zacatecas, San Luis Potosí y Filipinas monopolizando el
comercio y el abasto de créditos y mercancías en los centros mineros.
Con estas organizaciones se consolidaba el proceso de institucionalización
que vivía Nueva España y que abarcaba tanto el ámbito eclesiástico (cabildos,
catedrales y provincias religiosas) como el civil (ayuntamientos, gremios, con-
sulado de comerciantes), así como espacios mixtos donde convivían seglares y
religiosos (las cofradías y la universidad). A partir de los cánones que les daba
la retórica, clérigos y laicos iniciaron la construcción del espacio, y sobre todo
del pasado, dentro de las estructuras que les daban dichas corporaciones.
Alrededor de 1600 la Nueva España era un territorio integrado a la cultura
occidental y al imperio hispánico gracias a la presencia de autoridades espa-
ñolas que gobernaban y administraban el territorio en nombre del rey, a los
inmigrantes provenientes de diversas regiones de la península y de los territo-
rios imperiales (Flandes e Italia), a los religiosos que seguían llegando a Amé-
rica para cristianizar a los nómadas norteños o de que iban de paso hacia Fili-
pinas, a la correspondencia epistolar interoceánica, a los objetos y obras de
arte que llegaban para alimentar las ansias de lujo y prestigio de las nacientes
oligarquías novohispanas y a la expansión del saber libresco que gracias a la
imprenta era recibido entre los letrados novohispanos. A pesar de esta inser-
ción a la cultura occidental, la presencia de la tradición indígena comenzó a
forjar peculiaridades y matices en la versión americana de esa matriz hispáni-
ca. Con todo no será en esta etapa, sino hasta la siguiente, que la presencia de
lo indígena se convierta en un elemento de diferenciación identitaria para los
criollos.

1. América en entredicho.
Defensores y detractores de lo americano

Esta pues nueva, aunque antiquísima opinión, de que el paraíso ha sido en el


Nuevo Mundo […] han tocado y referido autores graves [Este] sitio particular y
propio que se distinguió de lo restante, con llamarle del deleite, en que puso Dios
a Adán y Eva, en que estuvieron los árboles de la vida y del bien y del mal y en
que nacía la fuente [es] la Ibérica Meridional que hoy, tomando el todo por la
parte, se intitula Perú.1

1
Antonio de León Pinelo, El paraíso en el Nuevo Mundo. Comentario apologético, historia natu-
ral y peregrina de las Indias occidentales, islas de tierra firme del mar océano, vol. i, pp. 136 y ss.
la era manierista 123

La localización americana del paraíso había sufrido un fuerte retroceso a


partir de 1508 cuando Américo Vespuccio y sus cosmógrafos señalaron que las
tierras recién descubiertas eran un “nuevo continente”. Según el testimonio
bíblico, Dios había sembrado el paraíso en el Oriente y la hipótesis americana
contradecía el texto sagrado. Con todo, muchos autores siguieron mencionan-
do la idea de que el paraíso se encontraba por debajo de la línea equinoccial,
estaba lleno de una vegetación perenne y no sufría de los rigores del invierno.
Uno de estos autores fue el vallisoletano radicado en Sudamérica Antonio
de León Pinelo (1596-1660), cuyo libro El paraíso en el Nuevo Mundo (del
cual procede el epígrafe) fue escrito a principios del siglo xvii, aunque quedó
inédito hasta el siglo xx. En este texto, a partir de los padres de la Iglesia, el
autor intentaba demostrar que los cuatro ríos del paraíso eran el Amazonas,
el río de la Plata, el Orinoco y el Magdalena, por lo que el Edén debía encon-
trarse entre Perú y Brasil. Por otro lado, la existencia de una naturaleza ro-
deada de volcanes permitía sospechar una clara alusión a los ángeles que con
espadas de fuego protegían el acceso del paraíso. Finalmente, Pinelo muestra
como prueba irrefutable de sus hipótesis que sólo en esta parte del mundo
crece una planta llamada granadilla (maracuyá), de aspecto y frutos deleito-
sos y cuya flor presenta una corola con espinas y unos pistilos en forma de
tres clavos (por lo que también se le llama árbol de la pasión). Esta planta,
concluye, en cuya flor se hayan las insignias de la redención de Cristo, fue la
que produjo la fruta con la que se perdió el género humano por el pecado.2
Para la segunda mitad del siglo xvi europeos y americanos habían perdido
el asombro original de los descubrimientos. La administración española, al
transformar el espacio americano en una continuación de España, pretendía
que éste fuera lo más semejante a la metrópoli, por ello, poco a poco, la dis-
cusión sobre el Nuevo Mundo girará más alrededor de cómo organizarlo y
administrarlo que sobre lo excepcional de su naturaleza. Se hizo entonces
una historia idealizada que se utilizó como recurso político y que veía a Es-
paña como una nación con un destino providencial.
Por otro lado, la edición y traducción de las obras de Pedro Mártir de An-
glería, de fray Bartolomé de las Casas y de Francisco López de Gómara pro-
dujo un enorme interés por los aztecas en el mundo intelectual de la era ma-
nierista europea. Desde la segunda mitad del siglo xvi, en los libros de viajes
y en las historias universales, fueron cada vez más comunes las referencias a
América y la presencia de dos temas recurrentes: la leyenda negra sobre los
horrores cometidos por España durante la conquista, basada sobre todo en
Bartolomé de las Casas, y la visión negativa de los indios, seres llenos de vicios,
bárbaros y sumidos en las tinieblas demoniacas. Para atajar la primera, el rey
Felipe II creó en 1570 el cargo de cronista oficial de las Indias, adscrito al Con-
sejo que tenía bajo su cuidado los asuntos americanos. Antonio de Herrera

2
Teresa Gisbert, El paraíso de los pájaros parlantes. La imagen del otro en la cultura andina,
pp. 155 y ss.
124 la era manierista

(1559-1625), que ocupó ese cargo desde 1596, escribió después de varios años
de investigar su monumental Historia general de los hechos de los castellanos en
islas y tierra firme del mar océano.3 Sobre la visión de los indios llenos de vicios
tan sólo se levantó una voz solitaria en Europa que mostró una actitud posi-
tiva ante el indio americano, Michel de Montaigne, quien vio en ellos a pue-
blos que combinaban la virtud del estado natural con grandes realizaciones
culturales y los utilizó para criticar a la civilización europea.4 La retórica, sin
embargo, los definió a partir del vituperio o de la exaltación. Para contrastar-
los con las virtudes de los españoles, los indios eran viciosos, sodomitas, hol-
gazanes o crueles; en cambio, para exaltar las hazañas de los conquistadores,
eran pueblos con instituciones sociales y políticas sólidas y poderosas.
En la difusión de estas ideas sobre América los grabados jugaron un pa-
pel fundamental; sus indios semivestidos con plumas y sus orgías de sangre,
moviéndose en urbes con pirámides, templos y palacios de tipo “renacen-
tista”, llenaron los libros sobre las Indias Occidentales con imágenes que
produjeron un estereotipo del que Europa no se desprendería sino hasta el si-
glo xix. Entre todos estos grabados, fueron quizás los del impresor Théodore
de Bry y los de sus hijos los que popularizaron con mayor ímpetu la “leyenda
negra” y la visión estereotipada del indio americano. Huido del Flandes es-
pañol en 1570 y asentado en Fráncfort, en los dominios del calvinista Federi-
co III, Théodore de Bry publicó sus Grands Voyages, una serie profusamente
ilustrada con imágenes de sacrificios humanos y canibalismo. En 1599 sus
hijos imprimieron las láminas dibujadas por Iodocus A. Winghe que ilustra-
ban una traducción de la Brevísima relación de fray Bartolomé de las Casas
con violentas y aterradoras escenas de la conquista de México; esas imágenes
reforzaron la visión nefasta que se comenzaba a generalizar en Europa sobre
la actuación de España en el Nuevo Mundo y mostraron una civilización de
indios emplumados que habitaban en ciudades de tipo europeo.
Tiempo después, el tema azteca se difundió gracias a la publicación de
grabados que hizo el clérigo anglicano Samuel Purchas en el llamado Códice
Mendocino en 1625. Aunque los dibujos, que copiaron el códice original,
eran muy burdos, el dar a conocer su contenido inauguró una nueva etapa
para la apreciación de la civilización azteca y de su alto grado de cultura.5
Desde el Renacimiento hasta el Barroco, a lo largo y ancho de Europa, en
muchos festejos aparecieron los exóticos americanos vestidos de plumas,
danzando en las fiestas y con atributos de sus práctica antropofágicas en una
imagen que los europeos podían identificar con la de los indios.6

3
La obra fue impresa entre 1601 y 1615 en dieciséis volúmenes. Una edición moderna en
cinco volúmenes, Madrid, Universidad Complutense, 1991-1999.
4
Benjamín Keen, La imagen azteca en el pensamiento occidental, pp. 168 y ss.
5
Athanasius Kircher, jesuita esoterista y polígrafo, conoció los grabados de Purchas y dedicó
a los aztecas un capítulo de su Oedipus Aegypciacus, estudio sobre la escritura jeroglífica. B.
Keen, op. cit., pp. 218 y ss.
6
Huggette Zavala, “América inventada. Fiestas y espectáculos en la Europa de los siglos xvi
la era manierista 125

Frente a la abundante imaginería sobre el nativo americano en el centro de


Europa, extrañamente ni en España ni en Portugal se creó una imagen del in-
dio original y las escasas veces que aparece siempre está tomada de las vi-
siones brasileñas creadas en el norte europeo.7 Ello no se debió ciertamente
a la falta de modelos, pues sabemos de la llegada de numerosos indígenas a
la península, desde los antillanos llevados por Colón después de su primer
viaje y los ochocientos esclavos llegados en 1498, hasta los seis indios to-
tonacas que envió Cortés junto con el tesoro de Moctezuma (descritos por
Pedro Mártir) y el grupo que el mismo conquistador llevó en 1528 y del que
el pintor alemán Christoph Weidit dejó constancia pictórica.
A estas presencias debemos agregar la llegada de códices con informa-
ción visual sobre la realidad indígena pintada por ellos mismos. En España
se conservan, entre otros, el Códice Tudela, que trata de asuntos rituales y de
los antiguos dioses, al parecer copia de un manuscrito que se pintó en la pri-
mera mitad del xvi posiblemente por encargo de fray Andrés de Olmos, y la
Relación de Michoacán, realizada alrededor de 1541, posiblemente por orden
de fray Jerónimo de Alcalá, y formada por ciento cuarenta hojas y cuarenta y
cuatro ilustraciones.8
Si bien es lógico que la información contenida en esos códices no tras-
cendiera, dado que quedaron guardados en los archivos oficiales, asombra
que las pocas imágenes que se grabaron en España sobre el mundo indígena
sean tan pobres y estereotipadas como las que aparecen en los grabados de
la Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme
del mar océano de Antonio de Herrera. Sin embargo, en esta obra existen
tres excepciones: los frontispicios que anteceden a las décadas segunda y
quinta y la portada de la Descripción de las Indias. En ellas, el grabador
Juan Peyrou, bajo la dirección del mismo Herrera, utilizó códices indígenas
como fuente de información. La quinta procede de una serie de retratos de
los reyes incas pintados por artistas nativos y llegados a España a instan-
cias del virrey Toledo. Las otras dos proceden de códices mexicanos que se
han identificado con los del grupo Magliabecchi por sus representaciones
de dioses. Es notable, por ejemplo, en la portada de la década segunda, la
presencia de guerreros ataviados como coyotes y jaguares que portan armas
y estandartes de innegable tradición prehispánica. Estos grabados tienen
como finalidad resaltar la grandeza de los imperios conquistados para exal-
tar las hazañas de los héroes castellanos, pero como dijimos, son una excep-

al xx”, en Arte, Historia e Identidad en América. Visiones Comparativas. XVII Coloquio Internacio-
nal de Historia del Arte, vol. i, p. 34.
7
En una fecha tan temprana como 1505, en la catedral de Viseu en Portugal, aparece una
adoración de los magos donde se pinta al rey que representa al Asia con las plumas de los recién
descubiertos, que aún se creía eran asiáticos. Existe otra pintura portuguesa de mediados del
xvi en la que aparece un demonio en el infierno ataviado con plumas en la cabeza.
8
Varios, México en el mundo de las colecciones de arte, Nueva España, vol. 1, pp. 28, 33, 64.
Las fichas de los códices citados fueron escritas por Carlos Martínez Marín y Pablo Escalante.
126 la era manierista

ción en el mundo hispánico.9 Resulta por demás paradójico que en los paí-
ses con mayor información sobre los indios haya menos representaciones
plásticas de ellos.
A pesar de esta ausencia, el interés por lo americano en el ámbito cul-
to español era grande, como puede percibirse en una disputa que, si bien
comenzó en la primera mitad del siglo, tuvo su punto más fuerte en la era
manierista. Se trata del tema sobre el origen de esos hombres no previstos
en la tradición bíblica. Al principio la cuestión teológica del origen adánico
del hombre americano fue la que más preocupó a los pensadores españoles,
y aunque la mayoría los vio como seres humanos, hijos de Adán y Eva, hubo
posiciones que los consideraron inferiores por la existencia de canibalismo
y de sacrificios humanos entre algunos grupos. La defensa del indio que hi-
ciera fray Bartolomé de las Casas, la bula de Paulo III Sublimis Deus de 1537
y la actitud general del humanismo en Europa se enfrentaron con esa idea y
crearon las condiciones para una defensa de los derechos de los indios a la
libertad y a ser tratados como seres humanos. Pero de ahí surgía un nuevo
problema: ¿de qué parte del viejo continente provenían y cómo habían pasa-
do a América? Las hipótesis más socorridas (después de que América quedó
diferenciada del Asia) los hacían venir de la Atlántida o de Cartago, aunque
el origen judío (por el Ophir del rey Salomón o por las tribus perdidas de Is-
rael) también tuvo muchos seguidores. El tiempo de la salida debía situarse
sin lugar a dudas después de Noé y de Babel a raíz de la pluralidad de len-
guas, otros opinaban que pertenecían a las diez tribus que Salmanasar, rey
de Asiria, desterró en tiempo de Osseas.10
Muchas de estas teorías fueron recopiladas por fray Gregorio García, que
publicó en 1607 en Valencia su libro Origen de los indios del Nuevo Mundo.
Crédulo e inhábil para hacer una crítica de sus materiales, este escritor es
un ejemplo de las limitaciones que los occidentales tenían para entender el
complejo mundo al que se enfrentaban a partir de los reducidos parámetros
de su cultura bíblica. A mediados del siglo, algunos portugueses propusieron
un origen chino, por la semejanza de los rasgos físicos entre ambos grupos.
Entre 1589 y 1590, el jesuita Joseph de Acosta, , quien viajó por Perú y Méxi-
co, fue el primero que reunió todos los argumentos e intentó una explicación
más lógica en su Historia natural y moral de las Indias; en ella eliminó la hi-
pótesis del paso en barcos por el mar, imposible para explicar una inmigra-
ción constante tanto de hombres como de animales. Un paso por tierra hacía
necesaria la presencia de un estrecho que comunicara América con Asia, o

 9
Tom Cummins, “De Bry and Herrera: Aguas Negras or a Hundred Year war over an Image
of America”, en Arte, Historia e Identidad en América. Visiones Comparativas. XVII Coloquio In-
ternacional de Historia del Arte, vol. i, pp. 17-31.
10
Joseph de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, p. 60; Juan de Torquemada, Mo-
narquía indiana, vol. i, pp. 36-39. Este autor señala que esta creencia era muy común y la com-
partían Anglería, Las Casas y otros autores.
la era manierista 127

con Europa, por el norte o por el sur. El indio americano quedaba unido así
al resto de la humanidad y, con ello, a la historia de la salvación.11
Con todo, la imagen del indio idólatra y salvaje tuvo sin duda la suprema-
cía en la conciencia europea, lo que se podía ver sobre todo en las represen-
taciones de América. Para la fiesta anual de Amberes en 1564 se preparó un
cuadro viviente con cuatro mujeres que simbolizaban las cuatro partes del
mundo y en donde América estuvo presente por primera vez. Décadas des-
pués, en esa misma ciudad, Martín de Vos la dibujaba montada sobre un ar-
madillo gigante como decorado para uno de los arcos triunfales colocados
para honrar al archiduque de Austria; desde entonces el tema se volvió un
elemento obligado para muchas celebraciones.12 Pero esta alegoría no sólo
apareció en el ámbito de las fiestas y mascaradas públicas, sino también en
los mapamundis, grabados y pinturas murales desde la segunda mitad del
siglo xvi hasta avanzado el xviii. Desde sus orígenes, la alegoría quedó defini-
da en sus dos representaciones plásticas más comunes: la que asociaba al
Nuevo Mundo con el lujoso exotismo asiático y la que lo identificaba con la
salvaje desnudez emplumada. En la primera concepción, América aparecía
vestida con suntuosas telas, con aves de exóticos plumajes y portando un
cuerno de la abundancia, como en el mapa de Giovanni de Vecchi de 1574.
Pero poco a poco se fue imponiendo la otra imagen, la que la mostraba como
una exuberante mujer desnuda y emplumada con fuertes cargas eróticas. En
el grabado realizado por Jan Stradanus se la representa en una hamaca fren-
te a Vespuccio y con una escena de canibalismo al fondo. Para éste y otros
autores, la alegoría femenina parecía ser “la metáfora de la desfloración de la
tierra virgen por obra del descubridor pionero”.13 Tal figura, asociada a las
amazonas, se convirtió en el paradigma más común de América gracias a su
inclusión en la Iconología de Cesare Ripa impresa con ilustraciones desde
1603.14 Esa América fiera y armada, asentada sobre un lagarto chato será la
figura más frecuentemente utilizada para definir en adelante al nuevo con-
tinente. Para remarcar la abundancia, la figura se rodeará de frutos y de ani-
males exóticos (piñas, bananas, cocodrilos, armadillos, guacamayas, leopar-
dos, etcétera), todos símbolos asociados a la fertilidad y a la prodigalidad
americanas.15
En España, América despertó curiosidad desde el siglo xvi, aunque con
las muy pragmáticas miras de conocer sus recursos naturales para poder ex-
plotarlos mejor. Con esta finalidad, en 1577 Felipe II mandó a América una
Instrucción y memoria en la que se hacían cincuenta preguntas sobre los re-

11
Ver Lee Huddleston, Origins of the American Indians. European Concepts, 1492-1729.
12
H. Zavala, “América inventada…”, en op. cit., vol. i, p. 34.
13
Pier Luigi Croveto, “La visión del indio de los viajeros italianos”, en La imagen del indio en
la Europa moderna, p. 16.
14
Cesare Ripa, Iconología, vol. ii, p. 108.
15
Hugh Honour, The new golden land. European images of America from the Discovery to the
Present Time, pp. 84 y ss.
128 la era manierista

cursos naturales y humanos de cada región y se solicitaba responderlas con


precisión. De esta encuesta surgieron las Relaciones geográficas que aporta-
ron una rica información y que fueron también para algunos americanos un
buen pretexto para solicitar privilegios y hablar de las glorias de sus ciuda-
des e incluir mapas de sus poblados.16 En este proyecto debió influir la aza-
rosa expedición científica a Nueva España del doctor Francisco Hernández,
protomédico general de las Indias enviado acá por Felipe II en 1570 y que
regresaba a España en 1577, el mismo año de la Instrucción. Durante su ex-
pedición el médico se había dedicado a traducir al castellano la Historia na-
tural de Plinio, y a escribir una monumental Historia natural de Nueva Es-
paña que él consideraba como continuación y como complemento de la
primera. Hernández envió y llevó consigo a España libros ilustrados por tla-
cuilos cuyas imágenes pasaron a decorar las paredes del palacio del Escorial,
aunque después quedarían ocultos en la biblioteca hasta que un incendio los
destruyó en el siglo xvii. Junto con los dibujos llegaron semillas, plantas vi-
vas y disecadas y animales. Felipe II encargó al italiano Nardo Antonio Rec-
co que “resumiese, revisase y adaptara a las condiciones tipográficas el origi-
nal hernandino” de la Historia natural de Nueva España. La obra mutilada
tuvo una primera edición en México en 1615 y otra, la más difundida en Eu-
ropa e ilustrada, en Roma en 1648 por la Accademia dei Lincei, en cuya por-
tada aparecen cuatro indios con sus tradicionales atuendos de plumas. Con
esta edición, la nueva farmacopea americana se extendió rápidamente por
Europa y será utilizada para curar enfermedades como la sífilis.17
Que lejos estaban aquellos momentos en los que el referente obligado de
comparación para explicar lo americano era el topos renacentista del mundo
al revés, tiempos en los que la maravilla o lo monstruoso eran sus términos
explicativos. Es cierto que las consideraciones científicas aún se debían mo-
ver dentro de los límites que les imponían la teología y la Sagrada Escritura,
lo que daba al conocimiento una extraña mezcla entre experiencia y creduli-
dad, entre religión y ciencia, pero la época de los sueños y de las fantasías
parecía haber quedado atrás.
La obra de Hernández y la labor cultural de Felipe II era sólo la conti-
nuación de lo que se venía haciendo en España con el material que llegaba
de América desde fines del siglo xv. Las consecuencias en el ámbito de la
cultura no fueron menos trascendentales que aquellas causadas en la eco-
nomía. Por principio de cuentas, con la aparición de América se ensanchó el
horizonte del saber empírico hasta límites insospechados; se rompieron los
viejos mitos geográficos, como el de la imposibilidad de que existiera vida en
las antípodas o en el ecuador, y, con ello, se debilitaron los argumentos sobre

16
En varios de los mapas de las relaciones geográficas de 1578-1580 se presentan imágenes
bastante detalladas de la plaza central y los edificios principales con una combinación de ele-
mentos prehispánicos y occidentales.
17
Germán Somolinos D’Ardois, La primera expedición científica en América, pp. 11 y ss.
la era manierista 129

la autoridad incuestionable de Aristóteles o de los padres de la Iglesia. A par-


tir de los descubrimientos portugueses en África y de los españoles en Amé-
rica se admitió la igualdad de la naturaleza en todo el orbe, reconociendo,
sin embargo, la gran diversidad de sus regiones. Los descubrimientos apor-
taron información de muy variado orden: referencias sobre fauna y flora,
sobre fenómenos meteorológicos, corrientes marítimas y aéreas, sobre las
mareas y sus causas, sobre el clima, la geografía, la religión y las costumbres
de muchos pueblos en una vasta área del mundo desconocido hasta enton-
ces por Europa. La presencia del hombre americano desmentía, de golpe, no
sólo las viejas creencias sobre los grupos semihumanos que habitaban en las
fronteras del mundo, ponía además sobre mejores bases la concepción de la
unidad esencial del género humano. En suma, el nuevo continente se pre-
sentó como un estímulo para el desarrollo del pensamiento científico y an-
tropológico desde el Renacimiento y contribuyó a la ruptura de los dogmas
y al relativismo cultural. Sin embargo, ese desarrollo no estuvo exento de los
prejuicios y la prepotencia propios del eurocentrismo.
Por otro lado, los descubrimientos generaron el desarrollo del derecho
natural moderno, que tuvo su cuna en la península ibérica, mucho antes que
fuera retomado por los juristas protestantes del siglo xvii. La lucha que éstos
trabaron por un sistema de derecho natural válido para todos los tiempos y
lugares es, propiamente hablando, la lucha por la invención de un sistema
de convivencia humana. Aunque no rechazan la justicia ética del dominio
hispánico, la fundamentan sobre los principios del respeto y la condicionan
a una penetración pacífica.18
Por último, “América ha sido un territorio propicio a la objetivación de la
utopía y buena parte de las esperanzas frustradas de Europa se han concen-
trado en el Nuevo Mundo”.19 Curiosamente los mitos de la Edad Dorada y del
hombre natural transplantados a América permitieron el nacimiento de la
utopía renacentista; Tomás Moro publicó su Utopía en 1516 y tuvo en cuenta
para ello el De Orbe Novo de Pedro Mártir de 1511 y las cartas de Américo
Vespuccio. Con la Edad de Oro, viva e incontaminada del territorio america-
no, los europeos generaron una visión crítica de su propia sociedad. Aunque
el buen salvaje no tendrá el carácter de modelo de vida, salvo la excepción de
Montaigne, sino hasta el siglo xviii. Desde Oviedo hasta Acosta, desde Juan
de las Cosa a Francisco Hernández, España se convirtió en la principal fuen-
te de producción de conocimientos sobre América; ella fue el puente por el
que transitó el mundo americano al viejo continente.
Sin embargo, los prejuicios sobre América y los americanos seguían
siendo muy extendidos, a pesar de que la Corona española intentó difundir
como prueba irrefutable de su labor civilizadora en América la imagen de

18
Joao da Silva Dias, Influencia de los descubrimientos en la vida cultural del siglo xvi,
pp. 55 y ss.
19
Fernando Ainsa, De la Edad de Oro a El Dorado, p. 16.
130 la era manierista

unos nativos americanos asimilados a la cultura occidental. Además, para


las fechas en que se elaboraban estos documentos América ya no estaba
sólo poblada por indios; en ella vivían ya un considerable número de espa-
ñoles y de africanos y se comenzaban a dar dos fenómenos que marcarían el
futuro del continente: el criollismo y el mestizaje. ¿Qué noticias se tenía de
ellos en España?
En 1612 salía en Madrid el Tomo primero de las dos monarquías católicas
de Juan de la Puente, que aseguraba: “influye el cielo de la América, incons-
tancia, lascivia y mentira: vicios propios de los indios, y la constelación los
hará propios de los españoles que allá se criaren y nacieren”.20 Junto a la lo-
calización astrológica, influían también en esa degradación la alimentación,
el clima y la calidad de la tierra, del agua y del aire. Varios otros autores eu-
ropeos pensaban que el criollo tenía el mismo estigma que el indígena, al
haber mamado la leche de las nodrizas indias; por ello, con el transcurso del
tiempo, los criollos se irán hundiendo en la barbarie y la degeneración como
había pasado con los indios. El tema no era nuevo, desde mediados del siglo
xvi el prejuicio sobre América, su naturaleza degradada y sus salvajes eran
ya un tópico común en Europa.
Frente a esta posición se dejaron escuchar las voces de los americanos,
tanto criollos como peninsulares, en su defensa, voces que debieron tener
muy poco eco en España. Una de ellas fue las del humanista Francisco Cer-
vantes de Salazar (ca. 1514-1575), quien en 1557 escribía desde México en
sus Diálogos latinos: “En América se ven cosas que ni Plinio ni Aristóteles
pensaron ni escribieron, con haber sido tan diligentes escudriñadores de la
naturaleza”.21 Dos décadas después fray Diego Valadés, un franciscano que
había participado en la evangelización novohispana y que vivió los últimos
años de su vida en Italia, ilustraba su Retórica cristiana (publicada en Peru-
gia en 1579) con veintiséis grabados en los que se ilustraba la labor realizada
por sus hermanos de hábito en América. En uno de ellos, que representa las
cadenas del ser, no sólo aparecía un grupo de indios americanos y unos frai-
les con ellos y unos asiáticos (los turbantes de los turcos son notables), sino
que además había llamas, guajolotes, plátanos y palmeras. Esta obra estaba
dedicada a mostrar a una Europa ignorante de la realidad americana, una
América donde la violencia de la conquista había sido erradicada y sustitui-
da por una misión pacífica enmarcada en un nuevo paraíso. Distanciado del
lenguaje belicista de la monarquía española, el franciscano Valadés estaba
vinculado con la necesidad pontificia de tomar bajo sus riendas la difusión
evangélica bajo una congregación para la propagación de la fe.22

20
Citado por David Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla,
pp. 328 y ss.
21
Francisco Cervantes de Salazar, México en 1554, Diálogo Segundo, p. 93.
22
Fernando de la Flor, Barroco: representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680),
p. 311.
la era manierista 131

El tema de la naturaleza americana, sin embargo, se seguía definiendo


en los mismos términos retóricos del locus amoenus: era un paraíso terrenal
incontaminado y pródigo en frutos, con un aire saludable y un agua tan rica
en metales que infundía valor. Este medio natural, cargado de símbolos mo-
rales, propiciaba (y reflejaba retóricamente) las virtudes, habilidades, inge-
nio e inteligencia de sus habitantes, sobre todo de los criollos. Frente a la
actitud despectiva del peninsular que consideraba a América como un conti-
nente degradado, lo que determinaba que sus pueblos, incluidos los nacidos
de padres españoles, fueran blandos, flojos e incapaces de ningún tipo de ci-
vilidad, se insistía en las muchas virtudes morales y positivas que en ella ha-
bía. No pasaba lo mismo con los indios, que a pesar del bautismo, seguían
siendo considerados viciosos y poco inclinados a la virtud.
Los criollos, herederos de la tradición implantada por los religiosos evan-
gelizadores del siglo xvi, configuraron su propia imagen en los términos de
un pueblo elegido, pues habían nacido en una tierra ganada para Dios des-
pués de una lucha a muerte contra el Señor de las idolatrías. La conversión
sincera y el bautismo habían permitido a los paganos pasarse a las filas de la
verdadera fe y salvarse, sin embargo, la idolatría era aún persistente en ellos.
La percepción del indio estaba inmersa en una concepción que buscaba una
justificación del presente a partir de la reconstrucción del pasado, es decir, la
que le daba a la historia moral su sentido de continuidad. Los primeros que
elaboraron discursos de carácter histórico fueron los grupos desplazados por
las nuevas políticas de Felipe II y por los sectores que éstas beneficiaron: los
encomenderos, la nobleza indígena y los frailes. Ellos forjaron un importan-
te conjunto de discursos que pretendían dar respuesta a los problemas que
los aquejaban y que a la larga se convirtieron en símbolos identitarios.

2. Los encomenderos criollos sueñan la conquista

Había el marqués contado sus vasallos, y subido su renta en más de ciento y cin-
cuenta mil pesos […] De esta cuenta se dio aviso a su majestad y al fiscal del
consejo real, el cual puso al marqués demanda, diciendo que había sido Su Ma-
jestad engañado en la merced que se le hizo, y para esta demanda le mandaron
citar, y fue con esta citación cédula real, en que se mandaba al virrey suspendiese
la sucesión de los indios, en tercera vida. Sabido de esta cédula, empezose la tie-
rra a alterar; y había muchas juntas y concilios, tratando de que era grandísimo
agravio el que Su Majestad hacía a la tierra, y que quedaba perdida de todo pun-
to, porque ya las más de las encomiendas estaban en tercera vida, y que antes
perderían las vidas que consentir tal, y verles quitar lo que sus padres habían ga-
nado, y dejar ellos a sus hijos pobres. Sintiéronlo mucho, y como el Demonio
halló puerta abierta para hacer de las suyas, no faltó quien dijo: “¡Cuerpo de
Dios! Nosotros somos gallinas, pues el rey nos quiere quitar el comer y las ha-
ciendas, quitémosle a él el reino, y alcémonos con la tierra y démosla al marqués,
132 la era manierista

pues es suya, y su padre y los nuestros la ganaron a costa, y no veamos esta


lástima”.23

En 1563 llegaron a Nueva España los dos hijos del conquistador, uno
criollo, el marqués del Valle, y el otro mestizo, el hijo de la Malinche; los dos
hermanos, llamados Martín Cortés, regresaban de una larga estancia en Es-
paña, al parecer convocados por los criollos inconformes y por los francisca-
nos para que concluyeran la obra iniciada por su padre. Fue muy significati-
vo que desde Veracruz tomaran una ruta que después seguiría la entrada
ritual de los virreyes, pasando por Tlaxcala y por Cholula, y lo es también
que trajeran cargando los huesos de su padre, en cumplimiento de una de las
cláusulas de su testamento.24 Al llegar a la capital fueron recibidos con gran-
des muestras de afecto y banquetes, fiestas y juegos. Sin embargo, por lo que
narra el epígrafe, muy pronto esas celebraciones tomaron un cariz político a
causa de las leyes que tendían a limitar la herencia de las encomiendas. El
hecho no era nuevo, desde 1542 la Corona había promovido una serie de le-
yes que buscaban reducir el control que ejercían los encomenderos sobre los
indios para favorecer a los nuevos colonos y para fortalecer la agricultura,
las construcciones urbanas y la minería. Aunque se había dado marcha atrás
en cuanto a la negativa a aceptar que los hijos heredaran las encomiendas de
sus padres, la Corona siempre mantuvo la posibilidad de reinstaurar esta ley
que impedía la continuidad de la encomienda.
Los descendientes de los conquistadores sostenían que sus padres reci-
bieron las encomiendas no sólo a perpetuidad, sino con la posibilidad de
heredarlas a sus descendientes, por lo que consideraban injusta cualquier
modificación a sus privilegios señoriales. Con el regreso de Martín Cortés en
1563 y con la muerte del virrey Luis de Velasco unos meses después, el des-
contento tomó cuerpo en una abierta conjura, aunque llevada a cabo con
suma lentitud a causa de la ambigüedad del marqués del Valle y de la oposi-
ción que encontró el plan en algunos miembros de la aristocracia.
Entre los actos destacados que precedieron la rebelión estuvo una panto-
mima que representaron los hermanos Ávila con ocasión de una fiesta cele-
brada en casa de Martín Cortés, el marqués del Valle. El anfitrión, quien se
disfrazó de su padre, recibió a la comitiva encabezada por Alonso de Ávila,
vestido de Moctezuma, quien colocó sobre su cabeza una corona de flores
con la inscripción “no temas la caída pues es para mayor salida”. La panto-
mima, inmersa en los días precedentes a la rebelión que llevaría al cadalso a
los hermanos Ávila, fue vista por los jueces que conocieron el caso como una
clara alusión, no sólo a Hernán Cortés como el verdadero fundador del reino
de Nueva España, sino a la pretensión de que su hijo debía ser el rey de Nue-

23
Juan Suárez de Peralta, Tratado del descubrimiento de las Indias, p. 178.
24
Christian Duverger, Cortés, p. 299.
la era manierista 133

va España.25 En 1566 la conjura fue denunciada por varios caballeros leales


a la Corona, las autoridades reales arrestaron a los principales implicados y
condenaron a muerte a algunos (como los hermanos Ávila) o a la pérdida de
bienes a los otros. Aunque no se encontró al marqués directamente culpable
se le condenó al destierro para evitar nuevos brotes rebeldes.
La rebelión de Martín Cortés fue sólo una de las muchas manifestaciones
de descontento con las que los criollos mostraron su oposición a las leyes que
los despojaban de los privilegios que habían obtenido sus padres al conquis-
tar el reino. Por ello, en el discurso manierista de los criollos novohispanos, la
conquista se convirtió en un argumento fundamental para avalar sus deman-
das ante la Corona. Esto se puede observar desde 1558, año en que los conce-
jales del ayuntamiento de la ciudad de México, quienes eran en su mayoría
viejos conquistadores, encargaron al humanista Francisco Cervantes de Sala-
zar que escribiera una historia del descubrimiento y conquista de la Nueva
España. Los antiguos combatientes se hallaban molestos de que en las his-
torias de aquellos sucesos que se estaban publicando, como la de López de
Gómara, se ignoraran sus méritos de guerra, uno de los principales argumen-
tos para justificar la posesión de encomiendas, repartimientos y otros privile-
gios de que gozaban ellos y sus descendientes. Atendiendo a esta preocu-
pación, Cervantes empleó los relatos escritos y los testimonios orales de los
conquistadores para narrar, detalladamente y con un pulido lenguaje, los he-
chos de los capitanes y soldados españoles en la captura de Tenochtitlan.
Estos fragmentos de gran realismo contrastan con otros en que el autor,
siguiendo el modelo de la historiografía renacentista, da licencia a la fanta-
sía y coloca en boca de los personajes más importantes largos y elegantes
discursos que nunca pronunciaron. Ejemplo de ello es la pormenorizada na-
rración de la prisión de Moctezuma por Cortés a raíz del asesinato de algu-
nos de sus soldados; en ella describe la relación extrañamente cordial que se
estableció entre los españoles y el tlatoani cautivo, hasta que la salida de Cor-
tés a Veracruz para combatir a Pánfilo de Narváez precipitó la ruptura de las
hostilidades con los mexicas y la muerte desastrosa de Moctezuma con una
pedrada. Durante su agonía, el emperador se queja de sus infortunios y pide
a Cortés que sea su vengador y que proteja a sus hijos. El largo discurso que
el cronista pone en boca del tlatoani termina con la designación de Cortés
como sucesor del imperio (“de aquí adelante tu has de gobernar y mandar
todos los indios de esta gran tierra”). Con ello se ponían las bases para esta-
blecer la sucesión legal del imperio mexica en Cortés y sus sucesores, los
criollos.26 De hecho, esa traslatio imperio ya se había dado desde el momento

25
Manuel Orozco y Berra, ed., Noticia histórica de la conjuración del marqués del Valle. Años
1565-1568, p. 59.
26
Kart Kohut, “El cuerpo del delito. Las versiones sobre la muerte de Moctezuma”, en Igna-
cio Arellano y Fermín Pino (eds.), Lecturas y ediciones de Crónicas de Indias. Una propuesta in-
terdisciplinaria, p. 183.
134 la era manierista

mismo del recibimiento, según Cervantes, más allá de la mera cortesía: “Tomó
Moctezuma de la mano a Cortés, metiólo dentro de una gran sala, púsolo en
un rico estrado de oro y pedrería; y díjole estas palabras que fueron muy de
señor, deseoso de hacer toda merced y favor: en vuestra casa estáis”. Des-
pués, continúa narrando Cervantes, “fuéronse juntos hasta el estrado, sentóse
Moctezuma en otro que le pusieron junto al de Cortés, también muy rico.
Sentados ambos delante de aquellos señores mexicanos y de los capitanes y
caballeros de Cortés, porque para otra gente no se dio lugar”.27
Aunque Cervantes murió sin concluir su obra y el manuscrito de la Cró-
nica de la Nueva España no se publicó sino hasta el siglo xx, el texto fue par-
cialmente difundido pues llegó a las manos del cronista Antonio de Herrera,
quien lo utilizó para escribir la parte de México en su Historia, impresa por
primera vez entre 1601 y 1615.28
Cervantes era un letrado peninsular al servicio del ayuntamiento, pero
en el ámbito de los criollos también comenzaron a aparecer voces de queja
contra esas injusticias. Una de las primeras fue la de Juan Suárez de Peralta
(ca. 1537-ca.1600), criollo de la primera generación, sobrino de la primera es-
posa de Hernán Cortés y emparentado con algunos de los más poderosos
miembros del partido contrario al segundo marqués del Valle, Martín Cor-
tés: los Cervantes, Andrada y Villanueva. Testigo privilegiado de los aconteci-
mientos de la conjura de 1566, en 1579 pasó a España, donde escribió hacia
1589 su Tratado sobre el descubrimiento de las Indias, inédito hasta 1878. De
acuerdo con su título, el Tratado era no sólo una historia de la Nueva España
desde la conquista hasta el gobierno de los primeros virreyes, sino, sobre
todo, un alegato a favor de las aspiraciones señoriales de los encomenderos
criollos sucesores de los conquistadores. Según el autor, el hecho de que el
rey desconociera estos derechos fue causa de la conjura de Martín Cortés y
de las desgracias que le siguieron, cuyo relato forma con toda intención el
núcleo central de su obra. Lo más notable del texto de Suárez de Peralta es
sin duda su colorido retrato de las costumbres de la joven “nobleza” criolla
de mediados del siglo xvi, acostumbrada a banquetes, mascaradas, galanteos
y finos trajes y monturas, muestra de su voluntad de emular a la aristocracia
peninsular y de su sentimiento de ser los verdaderos señores de la tierra ga-
nada por sus padres.29
De esa necesidad de buscar beneficios para la nobleza criolla se despren-
de la exaltación de la figura de Hernán Cortés, en cuya descripción tiene a
Gómara por modelo, y las continuas alusiones al gobierno de Luis de Velas-

27
F. Cervantes de Salazar, Crónica de la Nueva España, pp. 277 y 281.
28
Aurora Díez-Canedo, Los desventurados barrocos. Sentimiento y reflexión entre los descen-
dientes de los conquistadores, p. 23.
29
El tema volvería a ser retomado por el clérigo criollo Luis Sandoval y Zapata casi ochenta
años después en un poema titulado “Relación fúnebre de la degollación de los Ávila” como una
crítica a los jueces y magistrados venales. Raquel Chang-Rodríguez, “Poesía lírica y patria mexi-
cana”, en Raquel Chang-Rodríguez, Historia de la literatura mexicana, vol. ii, pp. 172 y ss.
la era manierista 135

co, “padre de todo este reino” y prototipo de buen gobernante. Sin duda esta
última referencia se relaciona con el hecho de que en 1589 se acababa de
designar al hijo de ese personaje como virrey de Nueva España.30 A él dirigió
Suárez, por ejemplo, numerosas peticiones a partir del capítulo 22 de la
obra, invocando la gracia divina “para que gobierne como su padre y favo-
rezca la tierra”. Al final de su Tratado, el cronista asimiló incluso a Luis de
Velasco el joven con los criollos al señalar: “puede tener por patria [a Nueva
España], donde se crió de edad de dieciocho años, y se casó [ahí] y tiene hi-
jos casados, y en ella ha servido a su Majestad en muchas cosas”. Por tanto,
concluía, tenía obligación de ampararla.31
A lo largo de su texto y junto a esta exaltación de los españoles, Suárez
dejó entrever una concepción muy negativa de los indios, a los que conside-
raba inferiores a los negros por sus vicios e idolatrías, con lo que justificaba
su conquista y su sujeción a los encomenderos. Esa misma opinión tenía de
los prehispánicos, quienes, a pesar de sus vicios, recibieron señales divinas
de su redención. Para describir esas señales o presagios Suárez dice basarse
en las obras de Motolinia y de Sahagún que consultó manuscritas posible-
mente en el convento de los franciscanos en la capital.32
Mientras Suárez de Peralta escribía sus memorias en España, el senti-
miento de los criollos de ser tratados injustamente se iba fortaleciendo pues
los peninsulares eran preferidos a ellos para ocupar ciertos cargos burocráti-
cos. Desplazada en su propia tierra y despreciada por los hispanos recién
llegados, la última generación criolla del siglo xvi no sólo se dedicó a exaltar,
con un dejo de nostalgia y amargura, la conquista de Tenochtitlan como jus-
tificación de sus pretensiones de nobleza, sino también denostó con acritud
a la burocracia española por su corrupción.
El autor más destacado en este contexto fue sin duda el encomendero
criollo Baltasar Dorantes de Carranza, quien en 1604 dirigía al marqués de
Montesclaros una virulenta Sumaria relación en la que pintaba un panorama
desolador. El reino estaba en ruina a causa de la decadencia de las principa-
les familias de conquistadores y primeros pobladores. La falta de recompen-
sas por los servicios que sus padres prestaron a la Corona contrastaban con
el medro de un grupo intruso de recién llegados a los que calificaba de “tra-
tantes” que usurpaban las riquezas del país. Las metáforas que utiliza pre-
tenden causar en el lector indignación, por contraste:

¡Oh Indias! anzuelo de flacos, casa de locos, compendio de malicias, hinchazón


de ricos, presunción de soberbios […] Juguete de vanos, ascensión de livianos y
desvergonzados [...] Mal francés, dibujo del infierno, tráfago de behetría [...] Ma-

30
Ver Enrique González González, “Nostalgia de la encomienda. Releer el Tratado del descubri-
miento de Juan Suárez de Peralta (1589)”, Historia Mexicana, vol. lix, núm. 2, pp. 533 y ss.
31
J. Suárez de Peralta, op. cit., pp. 243 y ss.
32
Ibid., pp. 108 y ss.
136 la era manierista

dre de extraños, abrigo de forajidos y delincuentes [...] Madrastra de vuestros hi-


jos y destierro de vuestros naturales [...] Lobo carnicero que no se harta de la
sangre de los inocentes, zorra que a todos convida y halaga y después degüella
[...] Ídolo de Satanás.33

Para este autor se ha perdido toda distinción, nobles y plebeyos son tra-
tados por igual, se ha roto todo orden social y en la Nueva España se vive
como en las tierras de los chichimecas.
En una caótica narrativa, con constantes cambios de tono y de tema e
inserciones de poemas para acentuar el dramatismo, la Sumaria relación
destila un exacerbado odio al gachupín mercader e innoble en contraste con
una desmesurada exaltación del criollo noble, razón por la que nunca fue
publicada en su tiempo. Paradójicamente, frente a su sombrío pesimismo,
Dorantes muestra también una visión optimista: la ciudad de México es des-
crita con elogiosos epítetos y la naturaleza americana se percibe en toda su
fertilidad y belleza. Esta visión positiva también abarca al indio, de cuya des-
gracia se compadece.
Con base en fray Bartolomé de las Casas, Dorantes de Carranza conside-
ra que las desgracias de los criollos fueron debidas a la crueldad y explota-
ción contra los indios: “cómo se ganaron (las Indias) por codicia se han per-
dido en ella, y por estos rastros y malos tratamientos que hicieron a los
indios, no se consiguió la perpetuidad y asiento de la tierra”.34 Una cierta
simpatía hacia ellos se puede observar también en algunas referencias a la
conquista: “no quiero tratar de lo que sienten (los indios) en aquella gran
mortandad que hicieron los españoles en aquellos indios principales y seño-
res, que fueron ocho mil, el día del templo, y cómo se rebelaron los indios y
quién fue la causa, que sabe Dios que voy escribiendo y reventando con lá-
grimas por tan gran sinrazón”.35 Aunque la exaltación de las hazañas de Her-
nán Cortés y de los conquistadores está siempre presente, se veía a Moctezu-
ma con una mezcla de admiración y compasión, como un gran personaje
que había caído en desgracia, muy cercano por tanto a lo que los mismos
criollos estaban sufriendo.
Dorantes de Carranza tenía una percepción de la conquista que estaba
más cercana a los poetas. De hecho es significativo que exalte a uno de ellos,
Antonio de Saavedra y Guzmán (ca. 1550-ca. 1610), de quien dice ser “el pri-
mero que ha arrojado algo de las grandezas de la conquista de este Nuevo
Mundo”. Este criollo había fungido como funcionario de la Audiencia en
Tezcoco y como corregidor de Zacatecas, cargo del que fue destituido, por lo
que se dirigió a España a exigir justicia. Allá consiguió, con el apoyo de sus

33
Baltasar Dorantes de Carranza, Sumaria relación de las cosas de la Nueva España, pp.
113 y ss.
34
Ibid., p. 255.
35
Ibid., p. 25.
la era manierista 137

parientes nobles y del cronista Antonio de Herrera, que su poema épico El


peregrino indiano fuera impreso en Madrid en 1599.36 Al igual que Dorantes,
Saavedra se basaba en López de Gómara para exaltar las hazañas de Hernán
Cortés, un peregrino cuya misión providencial fue cristianizar a los gentiles
y arrebatárselos a Satán por medio de una hazaña guerrera sin parangón en
la historia.37 Después de un elogioso proemio a la grandeza de la monarquía
española y a Felipe III, a quien está dedicado el poema, el autor entra en ma-
teria siguiendo la línea narrativa de sus predecesores. Se resaltaba, por un
lado, la valentía de los soldados y la ayuda que recibieron de la virgen y de
Santiago durante las batallas, pero al mismo tiempo se destacaba el arrojo y
valor de los indios, dignos contrincantes de los españoles, la riqueza y mag-
nificencia de la corte de Moctezuma y de Tenochtitlan, ciudad equiparable a
cualquiera de las de Europa. El Peregrino indiano constituye en muchos sen-
tidos el ejemplo más acabado de lo que serían los temas de la conquista: las
virtudes idealizadas de los conquistadores, tanto las cristianas (justicia, pru-
dencia) como las guerreras (valentía y fidelidad al rey); el apoyo celestial a
tales hazañas y los anuncios que Dios mandó a los vencidos sobre su futura
suerte y su conversión; la grandeza del mundo indígena que, a pesar de su
orgullo, sería destruido a causa de sus idolatrías; la exaltación de Cortés
como héroe indiscutible de la hazaña, y una percepción muy positiva de
Moctezuma, cuya muerte por una pedrada es preferida a la versión indígena
en la que los españoles lo matan.
Para criollos como Suárez de Peralta, Dorantes de Carranza y Saavedra y
Guzmán, la narración de las historias de la conquista había dejado de ser
una visión modelada por la caballería guerrera escrita por soldados para
convertirse en un repertorio de hazañas construidas desde una sociedad cor-
tesana por unos “caballeros” letrados que describían la relación de méritos y
servicios de sus antepasados. A partir de las clases de retórica, primero en la
facultad de artes de la universidad y después en los colegios de los jesuitas,
los criollos elaboraron un nuevo concepto de nobleza que se estructuró, en-
tre otras fuentes, sobre las Instituciones oratorias de Quintiliano.
Antonio Annino, basado en Ignacio Osorio, señala que el ideal pedagógi-
co de los jesuitas buscaba formar “al perfecto ciudadano de la polis, capaz de
ocuparse de los asuntos públicos y privados, en grado de gobernar la ciudad,
de fundarla con leyes y de reformarla con tribunales”.38 A diferencia de la
nobleza europea (que conseguía sus privilegios por el linaje o el favor regio),

36
A. Díez-Canedo, op. cit., p. 38.
37
Ver Antonio de Saavedra y Guzmán, El peregrino indiano.
38
Ignacio Osorio Romero, Colegios y profesores jesuitas que enseñaron latín en Nueva España,
pp. 327 y ss.; Antonio Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, en la página
web: http//historiapolitica.com/datos/biblioteca/annino1.pdf. (revisada el 18 de mayo de 2009).
Para este autor la nobleza criolla era “a fin de cuentas idealmente senatorial, naturalmente au-
tosuficiente, hasta compatible con un republicanismo oligárquico de sangre, bien diferente de la
tradición cívica”, p. 10.
138 la era manierista

los criollos americanos educados por la Compañía encontraron en la virtud


y las letras su ascenso al estatus caballeresco. Sin embargo, los estudios de
las artes liberales no sólo forjaban un nuevo sentido de nobleza, tenían como
principales funciones servir de base para la carrera eclesiástica o formar
los cuadros para los “cargos de la república”. Tales puestos no sólo eran los
nombrados por el rey, estaban también aquellos menores (alcaldes mayores
y corregidores), que les daban a los criollos una gran ingerencia en el control
de las comunidades indígenas. La actitud de la Corona no era contraria a
que tales cargos fueran distribuidos entre los “beneméritos de Indias” (los
hijos de conquistadores y pobladores), como compensación por los servicios
que sus antepasados habían prestado a la Corona. Pero los virreyes, necesi-
tados de cargos para sus allegados (y los de sus esposas), se opusieron a esta
política y en sus cartas insistían en que los criollos no tenían la capacidad
para ocupar tales empleos.39
A diferencia de lo que pasó con la segunda generación de encomenderos,
cuyo interés era conservar las encomiendas, para estos criollos que vivieron
entre el siglo xvi y el xvii el rescate de los temas de la conquista tenía por fi-
nalidad la obtención de cargos. Con la escritura, dirigida como una exigen-
cia a la Corona, los criollos de esta generación, que había perdido la batalla
por las encomiendas, se manifestaban merecedores de los premios que las
hazañas y la sangre de sus abuelos les habían conseguido: los cargos de ofi-
ciales reales y los beneficios eclesiásticos.
De este tema no sólo se ocuparon los poetas, fue también discutido por
los teólogos. El criollo agustino fray Juan de Zapata y Sandoval (ca. 1547-
1630) publicó en 1609 en Valladolid un tratado tomista en latín (De iustitia
distributiva), en el cual defendía la igualdad que debía haber entre criollos y
peninsulares ante la distribución de cargos. Si una persona era preferida a
otra por causa indebida (por ejemplo su lugar de nacimiento) se cometía una
grave injusticia y se faltaba al derecho divino y humano. La gran novedad
que introducía este teólogo era que, no sólo los criollos, sino tampoco los
indios, en igualdad de circunstancias y de méritos, debían ser excluidos ni
del sacerdocio ni de los cargos civiles o eclesiásticos. Con ello Zapata contra-
venía los dictámenes del Tercer Concilio Provincial de 1585, que había pro-
hibido la consagración sacerdotal de los indios por considerarlos “neófitos”.
Los argumentos del fraile, quien vivió en España entre 1601 y 1613, fueron
muy bien vistos en el Consejo de Indias, por lo que se le promovió al episco-
pado de Chiapas y después al de Guatemala, muestra de la simpatía que pre-
sentaban los ministros de la Corona hacia estas concesiones.40
El tema, con algunas variantes, será parte fundamental del discurso crio-
llo hasta la Independencia. Lamentablemente para ellos, la Corona y los vi-

39
Alejandro Cañeque, The King’s Living Image, pp 168 y ss.
40
Josep Ignasi Saranyana y Carmen José Alejos-Grau, La teología en América Latina: desde
los orígenes a la guerra de sucesión (1493-1715), pp. 425 y ss.
la era manierista 139

rreyes parecían estar sordos a tales hazañas y peticiones. Con todo, detrás de
estos lamentos también se comenzaba a vislumbrar un apego a la tierra, el
orgullo de haber nacido en un espacio privilegiado y la sensación de la dife-
rencia que existía entre ellos y los gachupines, continuamente anhelantes
por regresar a su patria.41

3. La cristianización del pasado prehispánico.


Los nobles “indígenas” y los religiosos mendicantes

Una noche, en una cena que Alonso de Ávila le dio [a Martín Cortés] se hizo un
sarao en el cual se representaron el recibimiento que el emperador Moctezuma,
con toda su corte, hizo a su padre el capitán don Fernando Cortés, vistiéndose
Alonso de Ávila a la usanza de los indios y fingiendo la persona del rey indio, con
un sartal de flores y muchas joyas de valor en él en las manos, y echándosele al
cuello al marqués le abrazó, como antes había pasado entre indios y castellanos;
y pusieron al marqués y a la marquesa coronas de laurel en sus cabezas.42

Esta narración fue escrita a principios del siglo xvii por fray Juan de Torque-
mada y en ella se nos describe una de las primeras veces que se representó
en México una escena de ese tipo: el encuentro entre Cortés y Moctezuma.
La pantomima se llevó a cabo en 1564, en los días que precedieron a la rebe-
lión de Martín Cortés y, como vimos arriba, tuvo un carácter de denuncia y
protesta contra las “leyes nuevas”. Treinta y seis años después, la nobleza te-
nochca hacía otra representación similar ante el virrey conde de Monterrey y
a los españoles, para mostrarles cómo era el ceremonial y la corte del empe-
rador Xocoyotzin y hacer notoria la grandeza de su antepasado. El cronista
Chimalpahin nos dejó esta noticia en su Diario: “El martes 15 de febrero de
1600, el español don Juan Cano de Moteuczoma exhibió a Moteuczomatzin,
representado por don Hernando de Alvarado Tezozómoctzin, a quien lleva-
ron en andas y cubierto por un palio, y delante iban danzando hasta llegar
frente a palacio; se presentó ante el virrey e hicieron fiesta los españoles”.43
El cronista no menciona nada sobre la vestimenta del rey y de su comparsa,
pero a juzgar por la parafernalia que acompañó el acto, las danzas, las andas
y el palio, ésta debió ser lo suficientemente lujosa como para impresionar al
virrey y a su corte. El espectáculo debió ser muy común en la segunda mitad
del siglo xvi, tanto que llegó hasta Sevilla, donde se representó una danza de
“Montesuma” en la fiesta de Corpus Christi de 1592. Aunque escenificadas

41
Anthony Pagden, “Identity formation in Spanish America”, en Nicholas Canny y Anthony
Pagden (eds.), Colonial Identity..., pp. 54 y ss.
42
J. de Torquemada, op. cit., vol. ii, p. 390.
43
Domingo de San Antón Muñón Chimalpahin, Diario, p. 77.
140 la era manierista

en contextos distintos esas representaciones pusieron las bases de lo que se-


ría en el futuro un verdadero “hecho fundacional”.
Con esta representación, la nobleza tenochca quiso mostrar al virrey con-
de de Monterrey y a los españoles cómo era el ceremonial y la corte del empe-
rador Xocoyotzin. El cronista Chimalpahin, quien nos dejó esta noticia en su
Diario, no menciona nada sobre la vestimenta del rey y de su comparsa, pero a
juzgar por la parafernalia que acompañó el acto, las danzas, las andas y el pa-
lio, ésta debió ser lo suficientemente lujosa como para impresionar al virrey y
a su corte. La escenificación organizada por la nobleza mestiza no era la pri-
mera que se realizaba en Nueva España. Ya en 1564, como vimos arriba, en
los días que precedieron a la rebelión de Martín Cortés, Alonso de Ávila se ha-
bía disfrazado de Moctezuma “a la usanza de los indios […] con muchas joyas
de valor”, cuenta Torquemada, y se escenificó el encuentro, agrega, “echándole
al cuello al marqués [con un sartal de flores], le abrazó como antes había pasa-
do entre indios y castellanos”.44 El espectáculo debió ser muy común en la se-
gunda mitad del siglo xvi, tanto que llegó hasta Sevilla, donde se representó
una danza de “Montesuma” en la fiesta de Corpus Christi de 1592.45
Estas pantomimas reafirman lo que podemos constatar por otras fuen-
tes: la percepción que los criollos y la nobleza mestiza tenochca tenían de
Moctezuma era la de un personaje poderoso y merecedor de portar la digni-
dad y el rango imperial. En correspondencia con estas descripciones nos
quedan dos interesantes imágenes de Moctezuma plasmadas en códices. Una
en el manuscrito Tovar nos lo muestra con corona, manto, un gran penacho
de plumas verdes atado a su brazo y un arpón en su mano. La otra, del Có-
dice Durán, representa la coronación del emperador, quien porta atributos
semejantes, además de una nariguera dorada. Estos atuendos tuvieron tam-
bién gran aceptación en las representaciones plásticas posteriores.
Otra cosa muy distinta fue la imagen que dejaron los testimonios indíge-
nas no tenochcas, para quienes Moctezuma era un tirano, transgresor de las
normas del buen gobierno, soberbio, cruel, injusto y cobarde. En casi todas
las narraciones de tradición indígena, la mala actuación del monarca produ-
cía una pérdida de legitimidad que se acentuaba con la poca atención que
éste daba a los presagios que la divinidad le enviaba. Por ello mereció el cas-
tigo de ser destituido y muerto de manera afrentosa: en casi todas las versio-
nes indígenas acuchillado por los españoles.46
Moctezuma era, sin embargo, no sólo un personaje central cuando se ha-
blaba de la conquista, sino también era la puerta de entrada al mundo pre-

44
J. de Torquemada, op. cit., vol. ii, p. 390.
45
Archivo Municipal de Sevilla, sección xv, Libro manual mayor de caja 10: 2 de mayo 1592:
[“se paguen] al dicho Juan Bautista de Aguilar y Pedro Guerrero los 22950 [maravedíes] restan-
tes por la mitad de los 122 ducados y ocho reales en que con ellos se conçerto sacar el dicho día
dos danzas la una yntitulada del triunfo de David y la otra de Montesume lo qual se libró en
virtud de una fee que va con la libranza”. Agradezco a Clara Bejarano esta noticia.
46
Gabriel Miguel Pastrana Flores, Historias de la conquista…, pp. 119 y ss.
la era manierista 141

hispánico y a dos de los temas asociados con él que fueron claves en la per-
cepción que se tuvo en adelante de los momentos anteriores a la conquista:
los presagios y el regreso de Quetzalcóatl. Ambos temas fueron tratados en
mayor o menor medida por las fuentes inscritas en las diversas tradiciones
indígenas de la segunda mitad del siglo xvi. La forma de percibir la conquis-
ta, y el pasado indígena en general, se vio profundamente influida tanto por
la tradición de la cual provenía la narración, como por el papel que tuvieron
los dirigentes de cada una de estas comunidades (o “naciones” según la ter-
minología de los españoles) durante y después de la conquista. Tlaxcala, Mi-
choacán y Tezcoco, por ejemplo, como aliados de los conquistadores, presen-
taron una versión de los hechos condicionada por la consolidación de unos
privilegios que no tuvieron Tenochtitlan o Tlatelolco. Pero antes de entrar a
ver esas tradiciones debemos considerar cuál fue el contexto de creación de
tales narraciones, las cuales provenían de un sector: la nobleza indígena.
Desde la primera mitad del siglo xvi, caciques y principales de la nobleza
indígena habían sido conservados por las autoridades españolas (con la
anuencia de los frailes), pues les eran de gran utilidad como intermediarios
para comunicarse con los naturales y para organizar el nuevo sistema tribu-
tario. Por tales servicios, los caciques recibieron bastantes privilegios y dere-
chos: obtener los fueros especiales de la nobleza española (sólo podían ser
juzgados por la Audiencia, no estaban obligados al tributo ni al servicio per-
sonal, etcétera), percibir parte del tributo y del servicio de sus comunidades,
conservar sus antiguos patrimonios territoriales, recibir mercedes de tierras
individualmente y el derecho de vestirse a la española, andar a caballo y por-
tar armas. Los virreyes en algunos casos utilizaron a los caciques para comi-
siones especiales: como dirimir pleitos entre comunidades, posesión de tie-
rras, relaciones entre sujetos y cabeceras o comisiones de índole judicial.47
A pesar de que en 1576 se estipuló por una cédula real que ninguna perso-
na de sangre con mezcla de europea e indígena podía ser cacique, una buena
parte de la nobleza indígena de la segunda mitad del siglo ya era mestiza.
Esta nobleza, sin embargo, comenzó a perder poder sobre sus comunida-
des a partir de la segunda mitad del siglo xvi. Por un lado, las epidemias, la
encomienda, el mestizaje, las congregaciones de pueblos y la evangelización
habían transformado profundamente tanto a los indígenas urbanos como a
aquellos rurales cercanos a las ciudades de españoles, lo que afectó también
a los grupos de poder. En segundo lugar, al igual que los criollos, la nobleza
indígena también fue despojada de sus privilegios y del control de la ma-
no de obra y del tributo de las comunidades. Por otro lado, con la instau-
ración del nuevo cargo de gobernador por elección ratificado por el virrey,
se rompió el método de sucesión dentro de un linaje pues el cargo recayó
en personas distintas a los caciques o tlatoque de la antigua nobleza. Final-
mente, la consolidación de los cabildos en los pueblos de indios desde 1550

47
Charles Gibson, Los aztecas bajo el domino español, pp. 169 y ss.
142 la era manierista

y el manejo de sus cargos por elección, así como el nombramiento de gober-


nadores mestizos y externos a las repúblicas, dio acceso al poder en algu-
nas regiones a nuevos sectores de macehuales enriquecidos con el comercio,
quienes desplazaron a los nobles de linaje.
Los nuevos gobernadores eran los interlocutores naturales entre la co-
munidad, los funcionarios españoles y los frailes. Pero sobre todo presidían
los cabildos, nuevos instrumentos de una reestructuración de la comunidad
indígena, cuyos cargos de alcaldes ordinarios y regidores fueron también
ocupados por macehuales enriquecidos. La presencia de los cabildos, con sus
tierras e instituciones, aumentó el número de comuneros al dar acceso a mu-
chos indígenas a una parcela de las tierras comunales, lo cual rompió aún
más los lazos de dependencia con sus señores naturales, de los que antigua-
mente eran terrazgueros.48
Frente a esta situación, la nobleza de linaje, al igual que los criollos, des-
arrolló un discurso de “méritos y servicios” utilizando el pasado como un ar-
gumento para solicitar la restitución de sus privilegios perdidos. Ellos usaron
la historia de los antiguos señoríos prehispánicos para mostrar sus derechos
y las glorias de sus antepasados indígenas, así como su inserción temprana al
cristianismo por el bautismo y los servicios prestados por sus antepasados a
los españoles durante la conquista, servicios sin los cuales ésta no se hubie-
ra podido llevar a cabo. Ese grupo de nobles indios y mestizos habían sido
educados en los ámbitos conventuales (por lo que tuvieron acceso a la cultu-
ra occidental y a la escritura alfabética) y poseían testimonios pictográficos
y escritos heredados de sus antepasados. Con ambas tradiciones elaboraron
historias que narraban los acontecimientos de sus señoríos. Algunos de ellos
firmaron sus obras y siguieron en su redacción los lineamientos de la retórica
historiográfica occidental, ordenando sus textos en capítulos y transmitiendo
los mensajes en los códigos agustinianos de la lucha de Dios contra Satán. En
general, detrás de estas historias se puede observar la necesidad de insertar al
hombre americano en la historia bíblica, desdemonizar ese pasado y denun-
ciar la situación de marginación en que se encontraba la nobleza indígena y
la pérdida de sus privilegios, a pesar de los muchos servicios prestados a la
Corona. Pero también en algunos se puede todavía constatar la presencia de
una tradición historiográfica indígena, que tenía como finalidad conservar y
renovar la identidad propia de cada ciudad-estado, sus orígenes, los linajes de
sus gobernantes y sus legítimos derechos sobre un territorio, es decir, trans-
mitir un cúmulo de mensajes dirigidos a la propia comunidad.49
Uno de esos ejemplos de toma de conciencia sobre la necesidad de legiti-
mar sus linajes ante los españoles fue el de la nobleza de Pátzcuaro, aunque

48
El terrazguero recibía una parcela a cambio de una renta y de trabajo gratuito. Ver este
proceso en James Lockhart, Los nahuas después de la conquista…, pp. 47 y ss.
49
José Rubén Romero Galván, “Introducción” a Historiografía novohispana de tradición indí-
gena, pp. 16 y ss.
la era manierista 143

no nos queda ninguna crónica testimonial directa de tal actividad, salvo la


indirecta de la Relación de Michoacán ya tratada en el capítulo anterior. Sin
embargo, en 1576 el alcalde y regidores de Pátzcuaro hicieron levantar una
información judicial en la que se recordaban no sólo la grandeza de los seño-
res prehispánicos purépechas, sino también la forma pacífica como se decla-
raron vasallos del rey de España, su inmediato bautizo por los franciscanos
y sus servicios en la conquista de Jalisco, Zacatecas y otros lugares. En esta
versión destinada a mostrar la lealtad y servicios a la Corona por parte del go-
bierno indio de la “ciudad de Michoacán”, no aparecía la oposición de algu-
nos sectores nobles de Tzintzuntzan a la entrada de Cristóbal de Olid en 1522,
ni la fuga del Cazonci, ni que los franciscanos llegaron hasta 1525.50 Quienes
encabezaban esta información eran el gobernador Pablo Cazonci y el alcalde
Juan Purúata, quien, casado con la viuda de Antonio Huitziméngari, repre-
sentaba al linaje de los antiguos reyes michoacanos. El informe respondía a
una situación poco benéfica para Pátzcuaro, pues existían fuertes presiones
por parte de Guayangareo para trasladar a ella la capital episcopal. De hecho
en 1576 el cabildo español de Pátzcuaro se mudaba a la nueva ciudad.
Por otro lado, en Michoacán ya se había conformado en la segunda mi-
tad del siglo xvi un relato sobre un sacerdote que había anunciado la llegada
del cristianismo a la región. Alrededor de 1590, el jesuita Francisco Ramírez
se hizo eco de esta tradición en su informe sobre el colegio de Pátzcuaro, en
el que señalaba:

Tuvieron algunos prenuncios y nuevas por medio de un sacerdote suyo que ellos
veneraban, el cual, no sin luz del cielo, a lo que se puede creer, les avisó pres-
to vendría quien les enseñase la verdad de lo que debían creer y adorar. Y para
más disponerles a eso, comenzó a celebrar, como era la que llamaban del Peván-
cuaro o de Navidad, y de la del Tzitacuarénscuaro de la Resurrección; y a descu-
brirles unos rayos de luz, con que de tal manera se dispusieron para la ley evan-
gélica, que sin ninguna dificultad la recibieron, pidiéndola y ofreciéndose a ella
de su propia voluntad.51

El cronista agregaba que esto había sucedió en Erongarícuaro, toponí-


mico cuyo significado era: “lugar donde están en vela” o “atalaya”. Para la
perspectiva jesuita, inclinada a asimilar todo rasgo del paganismo que pu-
diera “demostrar” los anuncios de la llegada de la fe cristiana, la narración se
presentaba como prueba irrefutable de una profesía. Para los indígenas mi-
choacanos era un testimonio que les permitía desdemonizar su pasado e in-
sertarse en la historia sagrada de la cultura occidental.

50
Felipe Castro Gutiérrez, Los tarascos y el imperio español (1600-1740), pp. 21 y ss.
51
El informe de Francisco Ramírez llevaba el título: Del principio y aumento de este colegio de
Michoacán y de su progreso y aumento, y se encuentra manuscrito en el agnm. Germán Viveros lo
editó como: El Antiguo Colegio de Pátzcuaro, pp. 68 y ss.
144 la era manierista

Junto con Pátzcuaro, la segunda ciudad indígena que construyó tempra-


namente una tradición tanto de la historia prehispánica como de su colabo-
ración en la conquista fue Tlaxcala, aunque aquí ésta sí cuajó en una crónica
escrita por Diego Muñoz Camargo (1529-1599). Hijo de padre español y ma-
dre de la nobleza indígena, este autor fue el ejemplo más claro de un mestizo
asimilado al sistema español. Como hijo legítimo de un conquistador con-
siguió muchas prebendas, privilegios y mercedes de tierras, pero también
fungió a menudo como intérprete, apoderado y representante de las comuni-
dades indígenas por sus conocimientos del náhuatl y por su matrimonio con
una noble descendiente de los linajes de Tlaxcala y de Tezcoco. Por su situa-
ción, Diego Muñoz Camargo ocupó el cargo de gobernador de Tlaxcala pues,
aunque fue educado como español y poseía la cultura de los dominadores, co-
nocía la estructura y funcionamiento de la sociedad indígena. Como muchos
otros nobles indomestizos Diego fue un puente cultural entre las dos tradi-
ciones, de lo cual es una muestra clara su Historia de Tlaxcala.
La redacción de su obra se inició en 1562 a instancias de los nobles tlax-
caltecas que veían limitados los privilegios que habían conseguido después
de la conquista. Tlaxcala era una de las comunidades más conscientes de su
autonomía y que con mayor fuerza luchó por defender sus privilegios. Así, un
tema central de la obra de Muñoz Camargo se centraba en exaltar a Tlaxcala
como una de las principales colaboradoras de Cortés durante la conquista
y como la primera nación indígena que recibió el bautismo. Esta primera ver-
sión de su obra se vio ampliada a raíz de la solicitud que en 1580 hizo el rey
Felipe II para que se le enviara información geográfica sobre Nueva España.
En respuesta a esa demanda de las Relaciones geográficas, Muñoz Camargo,
como teniente del alcalde mayor de Tlaxcala, amplió sus escritos anteriores
y envío un enorme informe histórico-geográfico.52 Entre 1583 y 1585 él mis-
mo viajó a España con una comitiva tlaxcalteca para pedir al rey el respeto
de los privilegios de esta provincia; en ese viaje se llevó a España una copia
con imágenes de la conquista muy similares a las del lienzo de Tlaxcala (el
llamado Códice Glasgow) y un ejemplar de su propia obra, la descripción
de la ciudad y provincia de Tlaxcala.53 Diez años después participaba en la
formación de las colonias tlaxcaltecas que colonizaron la Chichimeca y en
1592 (siete años antes de morir) concluyó su Historia juntando todos los ma-
teriales anteriores. Se había llevado cuarenta años en hacerla y, aunque no se
editó en su tiempo, fue muy utilizada por los autores posteriores.54

52
Véase Diego Muñoz Camargo, Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala.
53
Ya en 1562 habían ido a España los comisarios tlaxcaltecas con representantes de las cua-
tro cabeceras y consiguieron la autorización del gobierno indígena establecido en 1545, el título
de “muy noble y muy leal” para la ciudad y escudos de armas para seis nobles. En 1584, en la
comitiva en la que iba Diego Muñoz, se consiguieron cédulas a favor de Tlaxcala, se le otorgó el
título de insigne, se liberó a los tlaxcaltecas del pago de tributo y se otorgaron nuevos escudos a
los nobles.
54
Entre los autores que lo citan están Antonio de Herrera, Antonio de León Pinelo, Juan de
la era manierista 145

Respecto al México prehispánico, Muñoz Camargo insistía en dar la vi-


sión de que los tlaxcaltecas ya adoraban desde su gentilidad a una divinidad
única “Tloque nahuaque”, un solo Dios que era sobre todos los dioses. Junto
con ello consideraba necesario liberar a los tlaxcaltecas de todo vínculo con
lo que podría ser demoniaco. La idolatría había sido adoptada en Tlaxcala
sólo algunos años antes de la llegada de Cortés y el sacrificio humano era
una mala influencia de los vecinos chalcas; era un mero hábito sin ningu-
na carga religiosa. De ahí la gran facilidad con que los señores de Tlaxcala
aceptaron el bautizo después de que Cortés los convenció de abandonar los
sacrificios humanos y de destruir sus ídolos. El bautismo se volvía así la cul-
minación de un proceso que se venía dando desde los tiempos prehispánicos.
Muñoz Camargo remarcaba el hecho de que el bautismo había sido soli-
citado por los mismos señores, aunque existían dos tradiciones encontradas
sobre cuándo y cómo había sido esta ceremonia. Según la tradición que se-
guía el cronista, el bautizo se llevó a cabo en el palacio de Tizatlán, en el seño-
río de Xicoténcatl (de hecho en sus dibujos es él el primero en recibir el
bautismo). Fue un bautizo colectivo realizado en 1521 y lo administró el clé-
rigo Juan Díaz, pues los franciscanos aún no llegaban. En ese palacio se apo-
sentaron los españoles y se colocó la primera cruz y en ese tiempo se dijo la
primera misa, se hizo la primera conversión y fue la aceptación de Carlos V
como emperador, “y no en Ocotelulco, en el palacio de Maxicatzin como
otros quieren afirmar”. La narración insistía en el carácter confederado de
los cuatros señoríos que representaban al gobierno indígena de la ciudad, un
“senado republicano” formado por Tepeticpac, Ocotelulco, Tizatlán y Quia-
huiztlán, cuya preeminencia quedó sacralizada en su texto. El cronista re-
marcaba además la activa participación de los tlaxcaltecas como aliados de
los españoles en la conquista, lo que había provocado que la Corona conce-
diera a sus gobernadores honores especiales y a su capital el título de ciudad
y escudo de armas.55
Esa misma función tenían las pinturas que acompañaban la obra (el Có-
dice Glasgow), en las que se insistía tanto en las hazañas militares como en el
bautizo de los cuatro señores, con lo que se demostraba la buena disposición
que sus habitantes habían tenido hacia el cristianismo y hacia los conquista-
dores y su sujeción a la Corona española desde la fundación del reino. En
ellas aparecían representados obsequios y abrazos como signos de alianza y
el bautizo como símbolo de abjuración de la idolatría, acto de legitimación
de los señoríos indígenas y ratificación de su fidelidad al rey y al papa. Ade-
más, las primeras cuatro imágenes representaban a los señores que forma-
ban el señorío tlaxcalteca: Quiahuiztlán, Tepeticpac, Ocotelulco y Tizatlán

Torquemada, Agustín de Vetancurt, Lorenzo Boturini y Mariano Fernández de Echeverría y Ve-


ytia. Rosaura Hernández, “Diego Muñoz Camargo”, en Historiografía novohispana de tradición
indígena…, pp. 309 y ss.
55
Aunque Muñoz Camargo reconoce que los otomíes atacaron a los españoles, no menciona
que fue por obedecer a Tlaxcala, sino porque los habían confundido con mexicas.
146 la era manierista

con sus divisas emblemáticas. Esta cuaternidad era el símbolo de la repúbli-


ca, del senado que gobernaba la ciudad y provincia de Tlaxcala. En 1585,
durante la recepción del virrey marqués de Villamanrique, “cuatro indios
viejos, vestidos a lo antiguo, con coronas de reyes en las cabezas” lo espera-
ban sobre un tablado representando a los cuatro señoríos que formaban di-
cha república y que habían ayudado a Cortés.56 En adelante todos los virre-
yes serían recibidos en Tlaxcala por esos “cuatro reyes”.
Dentro de las imágenes del Códice Glasgow resaltan dos, copiadas muy
posiblemente de los murales que decoraban las casas reales de Tlaxcala:57 en
la primera, Hernán Cortés y Francisco Pizarro de rodillas ofrecen a Carlos V
los reinos de México y Perú representados como una cacica y un inca; en la
segunda el mismo Cortés ecuestre, y con un ídolo bajo la pezuña de su caba-
llo, está flanqueado por la misma cacica Nueva España y por Moctezuma,
que arrastra su estandarte, lleva grilletes de cautivo en los tobillos y tiene
bajo sus pies una corona y una espada de obsidiana rotas. Son por demás
significativos los atributos que porta Cortés (una cruz en la mano) y la alego-
ría de Nueva España (un estandarte con una torre sobre la laguna y un no-
pal). Esta mujer vestida de huipil a cuadros y con el cabello recogido, como
las mujeres casadas, recuerda a la figura femenina más representada en los
códices tlaxcaltecas de este periodo, incluso en el mismo Códice Glasgow: la
Malinche. De ella decía Muñoz Camargo que era “una mujer hermosa como
diosa, [que] hablaba la lengua mexicana y la de los dioses” y que incluso ha-
bía explicado la doctrina cristiana a mucha gente. La opinión de los tlaxcal-
tecas sobre este personaje está inmersa en la política auspiciada por los no-
bles de esa ciudad que, interesados en mostrarse a sí mismos como fieles
vasallos del rey, exaltaron en sus textos y en sus códices al pueblo de Tlaxcala
y a Malitzin, colaboradores indispensables en la conquista de estas tierras.
La Nueva España pintada en la obra de Diego Muñoz Camargo sería el pri-
mer antecedente de lo que un siglo y medio después se volvería una repre-
sentación plástica muy extendida.58
De todos los pueblos indígenas, Tlaxcala y Pátzcuaro fueron sin duda los
que habían conservado con mayor integridad sus tradiciones, posiblemente

56
Antonio de Ciudad Real, Tratado curioso…, vol. i, p. 103.
57
Elena Isabel Estrada de Gerlero, “Felipe II y los murales perdidos de las casas reales de
Tlaxcala”, en José Pascual Buxó (ed.), Recepción y espectáculo en la América virreinal, pp. 48 y ss.
58
La Malinche aparece en los códices de dos maneras, con el cabello suelto (lo que puede
tener connotaciones de una mujer pública o a lo menos soltera), pero también a veces con el
pelo recogido. En el lienzo de Tlaxcala la Malinche es representada en entrevistas con los seño-
res indígenas, en batallas, en travesías o atestiguando pactos y ceremonias como el bautizo de
los caciques. “No hay duda, señala Pablo Escalante, de que la imagen de la Malinche inspiró a
Muñoz Camargo para representar a la Nueva España como una noble india”. Pablo Escalante,
“Pintar la historia tras la crisis de la conquista”, en Los pinceles de la historia..., p. 41. Doña Ma-
rina será también representada en el Códice Florentino, aunque en el texto de esta obra se ad-
vierte cierta animadversión hacia ella. Véase Gordon Brotherston, “La Malitzin de los códices”,
en Margo Glantz (ed.), La Malinche, sus padres y sus hijos, pp. 16 y ss.
la era manierista 147

por que sus noblezas siguieron rigiendo el cabildo y el gobierno de ambas


ciudades. Al no haber un desplazamiento de los linajes antiguos y al estar
éstos asimilados a la república de indios, la defensa de los privilegios que
hizo la nobleza se realizó con base en la misma comunidad, pues los intere-
ses del linaje y la república eran semejantes. Eso no pasó con Tezcoco, la
otra ciudad que mantuvo una clara línea de su tradición, pero en la que los
linajes antiguos sí habían sido desplazados por gobernadores de fuera. Al
igual que Tlaxcala, este señorío también fue uno de los primeros aliados de
los españoles, por lo que recibió el título de ciudad en 1543.59 El más repre-
sentativo de sus cronistas fue sin duda Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1578-
1650), un mestizo descendiente de la casa de Nezahualcóyotl pero con mu-
chos antepasados españoles, lo que le permitió obtener varios puestos en la
burocracia virreinal, como los de gobernador de Tezcoco, Tlalmanalco y
Chalco, siendo además cacique de Teotihuacan. Muy cercano al clero, dedicó
su manuscrito inédito al arzobispo de México, Juan Pérez de la Serna, a
quien dio refugio en Teotihuacan, pueblo que estaba bajo la jurisdicción de
su familia, mientras el prelado mantenía su confrontación con el virrey Gal-
ve en 1624. Su hermano Bartolomé era un cura párroco que escribió algunas
doctrinas en náhuatl. Sus vínculos con la elite clerical criolla quedaron refle-
jados en los temas que trató.
De su numerosa producción han llegado hasta nosotros cinco obras en
castellano sobre la historia tezcocana, además de varios materiales picto-
gráficos y en náhuatl que pertenecieron a su colección de códices.60 A pesar
de que ninguna de sus obras se imprimió en su tiempo, éstas y los documen-
tos que poseía influyeron mucho en autores posteriores como Torquemada,
Sigüenza (quien heredó una parte importante de su colección) y Veytia.61
Para elaborar sus textos, Ixtlilxóchitl se basó tanto en textos españoles (Fran-
cisco López de Gómara y Antonio de Herrera), como en códices y fuentes
indígenas (una que él denomina “historia original” y la colección de Alonso
Axayaca, hijo de Cuitláhuac), en una rica tradición oral tezcocana y en la
Relación de la ciudad y provincia de Tezcoco (1582) del cronista mestizo Juan
Bautista de Pomar.
A lo largo de su obra existen varias constantes relacionadas con la nece-
sidad de legitimación de los señores de Tezcoco. La primera fue remontar los
orígenes de su pueblo a los chichimecas y, sobre todo, a los toltecas, a quie-
nes describe como hombres blancos y barbados que se distinguieron por sus
grandes conocimientos y sus extraordinarias habilidades en las artes, de tal
manera que el término tolteca se convirtió en sinónimo de artista y sabio.
Después de la ruina de Tula, la cuenca de México fue ocupada por los grupos
59
Al parecer Tezcoco recibió el título de ciudad en dos ocasiones, en 1543 y en 1551. C. Gib-
son, op. cit., p. 35.
60
Además de tres relaciones sumarias, destacan el Compendio histórico del reino de Tezcoco y
la Historia de la nación chichimeca. Véase Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas.
61
Edmundo O’Gorman, “Introducción” a F. de Alva Ixtlilxóchitl, op. cit., vol. i, pp. 84 y ss.
148 la era manierista

chichimecas al mando de su valeroso jefe guerrero Xólotl, “un hombre de


buen cuerpo, blanco y barbado, aunque no mucho, valeroso y de altos
pensamientos”.62 Éstos heredaron el linaje de los toltecas gracias al matri-
monio de Xólotl con una nieta del señor de Tula Topiltzin. Ixtlilxóchitl insis-
te en resaltar que los chichimecas no eran idólatras como otros grupos y
adoraban sólo al sol, al que llamaban padre, y a la tierra, a la que llamaban
madre. Con estas noticias Ixtlilxóchitl no sólo pretendía mostrar la continui-
dad entre toltecas, chichimecas y tezcocanos, sino también su vinculación
con Occidente a partir de resaltar sus rasgos étnicos, “blancos y barbados”.
Una segunda constante es la reivindicación que Ixtlilxóchitl intentó ha-
cer del pasado indígena mostrando su cercanía con el cristianismo, como
la presencia de la cruz y de la creencia en un Dios supremo, divinidad sin
representación física que no exigía sacrificios humanos ni imágenes, “el cual
era el creador del mundo y de las demás cosas que hay en él”, “el Tloque
nahuaque que los castellanos llaman Jesucristo”.63 Con esto estaba vincula-
da la representación de un antiguo sabio “olmeca” llamado Quetzalcóatl o
Huémac, dibujado con los rasgos de un apóstol cristiano “blanco y barbado”.
Justo y virtuoso, este sabio “enseñó la ley natural e instituyó el ayuno evitan-
do todos los vicios y pecados”. Al ver el escaso éxito de su prédica, se marchó
por el oriente con la promesa de regresar en un año uno-caña y de que “su
doctrina sería recibida y sus hijos serían señores, poseerían la tierra y otras
muchas cosas, que después muy a la clara se vieron”.64 Este hombre instauró
el culto a la cruz dándole los nombres de Quiahuitltéotl “dios de la lluvia”,
Chicahualiztéotl “dios del esfuerzo” o Tonacaquáhuitl “árbol de nuestro sus-
tento”. Siglos después, cuando llegaron los españoles y pusieron una cruz
en Tlaxcala, los indígenas reconocieron que se trataba del antiguo símbolo
divino, “estaban muy admirados los tlaxcaltecas que los cristianos adorasen
al dios que ellos llamaban Tonacaquáhuitl, que significa árbol del sustento,
que así lo llamaban, los antiguos”.65
Estos intentos de cristianizar el pasado tezcocano fueron los que susten-
taron la descripción de la figura más importante del señorío, Nezahualcó-
yotl, a quien Ixtlilxóchitl, siguiendo a Juan Bautista de Pomar, veía como un
verdadero héroe cultural instaurador del monoteísmo:

Fue este rey de los mayores sabios que tuvo esta tierra, porque fue grandísimo
filósofo y astrólogo […] y anduvo mucho tiempo especulando divinos secretos y
alcanzó a saber y declaró que después de los nueve cielos estaba el creador de
todas las cosas y un solo dios verdadero, a quien puso por nombre Tloque Nahua-

62
F. de Alva Ixtlilxóchitl, Sumaria relación de todas las cosas, en Obras históricas, vol. i, p. 304.
63
Ibid., vol. i, pp. 263, y Compendio histórico, en Obras históricas, vol. i, p. 502.
64
F. de Alva Ixtlilxóchitl, Sumaria relación de la historia general, en Obras históricas, vol. i,
pp. 529 y ss.
65
F. de Alva Ixtlilxóchitl, Historia de la nación chichimeca, en Obras históricas, vol. ii, p. 214.
la era manierista 149

que; y que había gloria para los justos, e infierno para los malos, y otras muchísi-
mas cosas según parece en los cantos que compuso este rey […] Y también dijo
que los ídolos eran demonios y no dioses como decían los mexicanos y culhuas,
y que el sacrificio que se les hacía de hombres humanos no era tanto por que se
les debía hacer, sino para aplacarlos que no les hiciese mal en sus personas y ha-
ciendas, porque si fueran dioses amarían sus criaturas y no consentirían que sus
sacerdotes los mataran y sacrificaran.66

Los culpables de las idolatrías eran los mexicas, no los tezcocanos; ellos
además habían introducido la ilegitimidad en el mando político de Tezcoco
al imponer a Cacama, con lo que aumentaron la idolatría y los sacrificios
humanos. Con ello se introduce la tercera fundamentación de la obra, la
exaltación de Ixtlilxóchitl, su antepasado, quien se opuso a los mexicas,
aliándose a los españoles. Este gobernante había nacido el mismo día que
Carlos V, lo que revelaba el orden sobrenatural “pues ambos fueron instru-
mento principal para ampliar y dilatar la santa fe católica”.67 Antes de su
nacimiento hubo muchas señales en el cielo y los astrólogos pronosticaron
que en su tiempo se habían de recibir nueva ley y nuevas costumbres. A la
llegada de los españoles fue su aliado, salvó la vida a Cortés en el sitio de Te-
nochtitlan e introdujo a los frailes para que evangelizaran a su pueblo. Fue
también el primero en ser bautizado por los franciscanos en 1524 tomando
el nombre de Fernando (en honor del rey católico), junto con sus hermanos
legítimos y naturales, tíos, primos, deudos, su esposa y su madre, a quien le
pusieron María, por ser la primera cristiana.68
Las diversas obras históricas de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl son mues-
tra de un personaje que comparte dos realidades. En muchos sentidos, por su
linaje y por su cultura, el autor es un español criollo; sin embargo, por con-
vicción y filiación es un noble indígena como lo muestran el haber cambiado
su apellido por el de su antepasado Ixtlilxóchitl y su necesidad de rescatar el
pasado indígena de Tezcoco y de defender a los descendientes de su nobleza
que “no tienen reconocimiento y viven en la pobreza”.
Totalmente otra era la realidad de Francisco de San Antón Muñón Chi-
malpahin (n. 1579). Miembro de la nobleza indígena de Chalco y con poca o
ninguna mezcla de sangre española, su obra (ocho relaciones, un memorial y
un diario) fue escrita en náhuatl. A diferencia de otros nobles, Chimalpahin
no tuvo cargos políticos, desde muy joven se dedicó a cuidar de la ermita de
San Antonio Abad en la capital, actividad religiosa que marcó también el

66
F. de Alva Ixtlilxóchitl, Compendio histórico, en op. cit., vol. i., p. 446.
67
F. de Alva Ixtlilxóchitl, Historia de la nación chichimeca, en op. cit., vol. ii, p. 174.
68
F. de Alva Ixtlilxóchitl, Compendio histórico, en op. cit., vol. i., p. 492. En otra tradición, la
recopilada por el Códice Ramírez (transcrito en la Segunda relación del jesuita Juan de Tovar),
se menciona que el bautismo de Ixtlilxóchitl aconteció antes de que Cortés hiciera su primera
entrada a Tenochtitlan (1520). Códice Ramírez. Relación del origen de los indios que habitan esta
Nueva España según sus historias, pp. 187 y ss.
150 la era manierista

sentido de toda su obra. En ella existe una defensa de los derechos de la no-
bleza indígena, pero al estar en náhuatl y al ser posiblemente escrita a ins-
tancia de sus parientes, la necesidad de describir los linajes antiguos tenía
por finalidad enseñar a los jóvenes nobles sus orígenes y consolidar la identi-
dad chalca. Sin embargo, como cristiano, vio también como finalidad didác-
tica fundamental insertar la tradición indígena en la historia universal de la
salvación inscrita en la Biblia.69 Con esa actitud se comprende la selección
de sus fuentes, unas occidentales (la Biblia) y españolas (tradujo al náhuatl
la Historia de la conquista de López de Gómara), otras documentales indíge-
nas, además de los testimonios orales de Chalco.
De todos los autores Chimalpahin es quizás en el que se nota más clara-
mente esta yuxtaposición de las dos tradiciones en lo que Federico Navarrete
ha denominado una “obra polifónica” que deja escuchar las distintas versio-
nes indígenas enmarcadas por la tradición española. A diferencia de Ixtlil-
xóchitl, cuya obra puede considerarse un texto “monológico” en el que todo
el discurso está supeditado a una verdad única y a un narrador omniscien-
te, los textos del cronista chalca presentan una secuencia narrativa plural y
dialógica, que suma versiones “para buscar acuerdos o señalar desacuerdos
en puntos particulares, sin intentar fundir las diferentes tradiciones en un
discurso unitario”. Esto no significa que Chimalpahin no tome partido, pues
al final siempre señala una última versión (la más acertada para él), sino que
la ordenación de su discurso guía al lector de manera más sutil. Esta forma
de escribir, más apegada a los métodos discursivos indígenas, fue quizás
también la causa de que su obra fuera menos utilizada que la de Ixtlilxóchitl,
cuya forma de narrar estaba más cercana a la tradición europea.70
Junto a las fuentes chalcas, Chimalpahin también utilizó otras tradi-
ciones e incluso colaboró como copista en la obra de un autor inscrito en la
denominada tradición tenochca: Fernando Alvarado Tezozómoc (ca. 1538-
ca. 1610). Este noble nieto de Moctezuma y descendiente de Axayácatl, tra-
bajaba como intérprete en la Real Audiencia de la capital y en 1598 termi-
naba su Crónica mexicana en castellano, obra destinada a mostrar a los
españoles la gloriosa historia de la nobleza mexica a partir de su peregrina-
ción desde Aztlán y los honores y riquezas que consiguió por sus hazañas
guerreras. En el texto aparecen las promesas de Huitzilopochtli, la narración
del águila sobre el nopal, la opresión de Azcapotzalco y su derrota y, sobre
todo, las guerras conquistadoras de los reyes mexicas. Como lo ha demostra-
do el reciente estudio de Rubén Romero, el esquema cristiano y occidental
aparece a todo lo largo de la obra y permea tanto los discursos de los perso-
najes como las concepciones agustinianas: el Demonio había inspirado las

69
Véase J. R. Romero Galván, “Introducción” a Chimalpahin, Octava relación.
70
Federico Navarrete, “Chimalpahin y Alva Ixtlilxóchitl, dos estrategias de traducción cultu-
ral”, en Danna Levin y Federico Navarrete (coords.), Indios, mestizos y españoles. Interculturali-
dad e historiografía en la Nueva España, pp. 97-112.
la era manierista 151

idolatrías y los sacrificios humanos, pero Dios tenía predestinada la llegada


de los españoles y con ella el bautizo de los mexica. Una década después Te-
zozómoc estaba escribiendo en náhuatl su Crónica mexicáyotl con una por-
menorizada referencia de la actuación de los monarcas mexicas, para ense-
ñar a los jóvenes nobles de las nuevas generaciones la grandeza de sus
ancestros dentro de lo que el mundo occidental llamaba “espejo de prínci-
pes”. A pesar de que ninguna de las dos obras se publicó, Tezozómoc tam-
bién fue un autor cuya visión del mundo indígena influyó en los autores crio-
llos posteriores.71
Una de las fuentes que utilizó Tezozómoc para elaborar sus obras fue la
denominada Crónica X, de cuya tradición tenochca también hicieron uso el
jesuita Juan Tovar y el religioso dominico fray Diego Durán. Con ellos nos en-
contramos ante textos híbridos pues, por un lado, se pueden descubrir en sus
escrituras las fuentes indígenas que utilizaron y que, al igual que Tezozómoc,
muestran la perspectiva de una nobleza enaltecedora y glorificadora de sus
linajes; y por otro lado, manifiestan su propia concepción de misioneros cris-
tianos que interpretaban el devenir prehispánico como parte de la historia de
la salvación. Estas dos percepciones pueden observarse al tratar los principa-
les temas de la tradición indígena: el regreso de Quetzalcóatl, los presagios
anteriores a la conquista y la figura del emperador Moctezuma.
Juan Tovar (ca. 1546-ca. 1626) era un jesuita que tenía ascendencia indí-
gena por vía materna y que, gracias a sus conocimientos de la lengua ná-
huatl, fue encargado por el virrey Martín Enríquez para redactar un informe
sobre los indios que solicitó Felipe II en 1572.72 Autor de por lo menos dos
relatos, sólo nos queda su Relación de los indios que habitan en esta Nueva
España según sus historias (ca. 1585). Su versión del regreso de Quetzalcóatl
y de los presagios no difiere mucho de las crónicas indígenas, como tampoco
la visión negativa de la figura de Moctezuma, quien aparece como un tirano
cuyo castigo fue una muerte afrentosa apuñalado por los españoles. No obs-
tante, Tovar también presentaba la imagen de Moctezuma como un sobera-
no que era el centro de una corte soberbia, que se mostraba en público bajo
un lujoso palio de oro y plumas y que además, “dicen pidió el bautismo y se
convirtió a la verdad del Santo Evangelio”. Este autor también describe una
danza en la que los nobles bailaban con Moctezuma alrededor del huéhuetl y
del teponaxtle. Por otro lado, la escena de la muerte de Moctezuma se mues-
tra de manera muy trágica y el bautizo no se lleva a cabo. Por principio de
cuentas se da en ausencia de Cortés y es Cuauhtémoc quien se enfrenta al
emperador llamándole “mujer de los españoles” y acusándolo de “haberse en-
tregado a ellos por miedo”.73 En cuanto al bautizo, en el Códice Ramírez (una

71
Véase J. R. Romero Galván, Los privilegios perdidos. Hernando Alvarado Tezozómoc, su
tiempo, su nobleza y su Crónica mexicana.
72
Juan Tovar, Historia y creencias de los indios de México, pp. 5 y ss.
73
Ibid., p. 173.
152 la era manierista

versión de la Relación también atribuida a Tovar) se da una pequeña varian-


te: el sacerdote encargado de catequizarlo descuidó de hacerlo por “buscar
riquezas con los soldados”.74 La obra de Tovar tuvo un cierto impacto pues
fue conocida gracias a que el también jesuita Joseph de Acosta publicó un
resumen de ella en el Libro vii de su Historia natural y moral de la Indias,
editada en Sevilla en 1590.
El jesuita Tovar, al parecer, no sólo tomó elementos de la llamada Cróni-
ca X sino que también conoció la obra del dominico fray Diego Durán, su
pariente; incluso, según varios autores de la época (como fray Agustín Dávila
Padilla y Antonio de León Pinelo), fue la obra del fraile la fuente principal en
la que se inspiró Acosta para escribir su Libro vii, siendo Tovar sólo un com-
pilador de ella.75 Fray Diego Durán (ca. 1537-ca. 1588), quien había llegado a
México cuando era niño, aprendió en Tezcoco no sólo la lengua sino también
las creencias y prácticas que aún sobrevivían del mundo prehispánico. Esta
experiencia y su actividad como misionero, desde su ingreso a la Orden de
Santo Domingo en 1556, lo convirtieron en un profundo conocedor del pasa-
do de los pueblos nahuas. El conocimiento de los códices y las historias indí-
genas, sus conversaciones con los ancianos y la observación de los vestigios
en piedra que aún quedaban del mundo destruido por los españoles queda-
ron plasmados en su Historia de las Indias de la Nueva España e islas de tierra
firme, concluida alrededor de 1580.
En su primera parte, la obra daba información sobre la organización po-
lítica y judicial de los señoríos indígenas, junto a la historia de sus reyes y
guerras. Contra la visión de algunos españoles que consideraban a los indios
bestiales, Durán veía en ellos a los pueblos más civilizados de la tierra, con
instituciones políticas y valores morales superiores a los de las naciones pa-
ganas del viejo continente.76 Esta primera parte terminaba con una narración
sobre la conquista, con la relación de los presagios y una visión de Moctezu-
ma muy negativa, como un tirano y déspota muerto por una pedrada. Como
contraste, una segunda parte de la obra, referida a los Ritos y ceremonias en
las fiestas de los dioses, nos presenta a los indios como idólatras demoniacos
cuya sangrienta religión debía ser condenada y cuyas prácticas paganas, aún
vivas, tenían que ser extirpadas, razón principal por la que Durán estaba es-
cribiendo su obra. La Historia terminaba con una explicación del calendario,
que regía fiestas y solemnidades, agüeros y presagios con la finalidad igual-
mente de poner a los ministros sobre aviso para extirpar sus idolatrías.
Esta ambigüedad, entre la admiración por su civilización y el desprecio
de su religión, es la que posiblemente lo lleva a considerar la posibilidad de

74
Códice Ramírez, pp. 89 y ss. Ver también K. Kohut, “El cuerpo del delito...”, en I. Arellano y
F. Pino (eds.), op. cit., p. 185.
75
Edmundo O’Gorman, prólogo a J. de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, p. xx.
76
Diego Durán, Historia de las Indias de la Nueva España e islas de tierra firme, cap. iii,
pp. 9 y ss.
la era manierista 153

una predicación apostólica primitiva en América. En el capítulo con el que


comienza su libro de los ritos, Durán señaló las similitudes de la enseñanza
del sacerdote de Tula Ce Acatl Topiltzin con las del Evangelio, llegando a ase-
verar: “este varón fue algún apóstol de Dios”. En este capítulo, insinúa ade-
más que Topiltzin pudo ser santo Tomás, pues ambos eran canteros que es-
culpían imágenes en piedra.77
El tema vuelve a repetirse cuando encuentra similitudes entre algunas de
sus creencias y la religión católica:

Todo esto que he dicho aquí con lo demás demuestra haber tenido esta gente
noticia de la ley de Dios y del Sagrado Evangelio y de la bienaventuranza, pues
predicaban haber premio para el bien y pena para el mal. Yo pregunté a los in-
dios de los predicadores antiguos y escribí los sermones que predicaban, con la
misma retórica y frases suyas y metáforas, y realmente eran católicos […] Pero
iba ésta tan mezclada de sus idolatrías y tan sangriento y abominable que los
desdoraba todo el bien que se mezclaba, pero dígolo a propósito de que hubo al-
gún predicador en esta tierra que dejó la noticia dicha.78

Durán llegaba a esta conclusión pues Topiltzin llevaba una vida ejemplar,
“cristiana”, pues hacía penitencia a diario, era casto y puro, había enseñado
a orar a los indios y edificó altares. A lo largo de su obra, el dominico mani-
festó su convicción de que esta aseveración estaba avalada por los múltiples
indicios que había en las creencias indígenas de una predicación cristiana
primitiva en Nueva España, adulterada y mezclada con la idolatría a través
de engaños demoniacos. Quetzalcóatl había por tanto predicado el Evangelio
a sus discípulos, los toltecas, pero perseguido por los seguidores del demo-
nio Tezcatlipoca tuvo que huir, no sin antes profetizar su regreso y el de sus
seguidores. Con la conquista se había cumplido esa profecía del retorno a
Indias de la verdadera fe y del gobierno legítimo. Cortés y sus hombres sólo
habían traído el evangelio de vuelta, por lo que la dominación política de los
españoles implicaba también el disfrute de las riquezas que Topiltzin había
dejado al partir. La conquista era por tanto un acto de justicia sobre aquellos
que, conociendo la verdadera fe, renegaron de ella, y sus males fueron el jus-
to castigo para quienes expulsaron a un apóstol.79
Esa misma visión deja entrever el otro religioso que se dedicó a estu-
diar las antigüedades indígenas: el franciscano fray Bernardino de Sahagún
(1499-1590). Desde 1547, este fraile desarrollaba una extraordinaria activi-
dad intelectual en el Colegio de Santa Cruz en Tlatelolco, centro donde se
llevaban a cabo importantes intercambios culturales entre los indios nobles
y los frailes. Aunque desde 1557 Sahagún había recibido el encargo del pro-

77
Ibid., “Libro de los ritos”, cap. lxxix, vol. ii, pp. 349 y ss.
78
Ibid., cap. lxxxvii, vol. ii, p. 406.
79
G. M. Pastrana Flores, op. cit., pp. 230 y ss.
154 la era manierista

vincial fray Francisco de Toral de escribir sobre el mundo indígena antiguo,


“para ayuda de los obispos y ministros que los doctrinan”, no fue sino hasta
su segunda estancia en Tlatelolco desde 1570 que contó con la colaboración
de sus alumnos del colegio para recopilar y sistematizar una impresionante
cantidad de información sobre el mundo náhuatl del altiplano y sobre la
conquista. Por medio de encuestas hechas a los ancianos de Tepeapulco, de
Tlatelolco y de Tenochtitlan entre 1561 y 1569, se recopiló una gran cantidad
de testimonios de los que salieron textos en castellano y en náhuatl, algunos
bellamente ilustrados: los Primeros memoriales, los códices Matritense y Flo-
rentino, los himnos a los dioses, la Historia de las cosas de Nueva España, un
libro de cantos en náhuatl (la Psalmodia christiana) y el libro de los Colo-
quios, un catecismo en el que el fraile ponía a dialogar a los religiosos con
los sacerdotes indígenas a quienes refutaban sus creencias.80 Él fue sin duda
uno de los primeros en darse cuenta de la imposibilidad de una comunica-
ción efectiva sin la comprensión del contexto cultural del otro. La principal
función de estos textos, y Sahagún lo explicita en su introducción a la Histo-
ria, era buscar las raíces de las idolatrías, que se consideraban demoniacas, y
poder extirparlas con mayor facilidad.81
Sin embargo, al estar influida su visión por las fuentes indígenas, en su
obra se despliega una enorme cantidad de información y de perspectivas
marcadas por sus informantes y, sobre todo, por sus colaboradores del Cole-
gio de Tlatelolco. Por ello muchos investigadores actuales consideran que en
las obras de Sahagún pueden descubrirse muchas voces y distintos destina-
tarios, tanto indígenas como frailes. Esa pluralidad de voces se puede ob-
servar en los tres temas que hasta acá hemos tratado: siguiendo una visión
occidental, Quetzalcóatl aparece como un Hércules, aunque Sahagún lo cali-
fica de nigromante y a diferencia de Durán no le da ningún atributo cristia-
no.82 En cambio, al tratar sobre Moctezuma, se ve fuertemente influido por
el testimonio indígena recogido en Tlatelolco, insiste en el odio que le tenían
sus súbditos y en su crueldad, causante de su muerte indigna (su cadáver fue
arrojado fuera de las casas reales).83 En el tratamiento de la conquista se
puede observar su ambivalencia ante el uso de las fuentes indígenas, pues
por un lado presenta una especial atención a los presagios (por sus paralelis-
mos con la tradición occidental) y señala la ambición desmedida de algunos
españoles, pero por el otro muestra una gran admiración por Cortés y una
cierta indiferencia por los grandes sufrimientos de los vencidos.
Por otro lado, aunque Sahagún, como todos los escritores de su época,
veía el pasado prehispánico gobernado por lo demoniaco, al igual que fray
Diego Durán mostró a lo largo de sus obras una cierta admiración por lo que

80
Véase Miguel León-Portilla, Bernardino de Sahagún, pionero de la antropología.
81
Fray Bernardino de Sahagún, Historia de las cosas de la Nueva España, Prólogo, pp. 31 y ss.
82
Ibid., libro iii, cap. 3, vol. i, p. 208.
83
Ibid., libro xii, cap. 23, vol. ii, p. 840.
la era manierista 155

consideraba una alta civilización a la manera de las de Grecia, Roma o Egip-


to. Hacer paralelismos entre los dioses indígenas y los romanos o reconocer
los valores morales, la disciplina y rigor con que los mexicas educaban a sus
hijos y lo bien organizado de sus instituciones políticas, pusieron las bases
para una futura desdemonización del pasado indígena.
Esta actitud hacia el mundo prehispánico debe entenderse dentro de la
visión del otro que se elaboró en el Renacimiento, en la cual las tradiciones
de los gentiles podían ser consideradas como valiosas, tanto por sus ense-
ñanzas morales parecidas a las cristianas, como para resaltar la superioridad
del Occidente cuando éstas iban en contra de la ley natural, como los sacrifi-
cios humanos. En esa línea debemos entender la importancia que Sahagún
concedió en su obra a los presagios, tema que también habían tratado Moto-
linia y Durán y que mencionarían después los jesuitas Tovar y Acosta.
En la tradición renacentista existía el tema del anuncio de la venida de
Cristo a los gentiles por medio de las sibilas y eran recursos comunes los
anuncios nefastos que precedieron a la caída de ciudades paradigmáticas
como Jerusalén y Roma. Partiendo de esta tradición, Sahagún, Durán, Tovar
y Acosta tocaban el tema de los vaticinios y sueños como recursos narrati-
vos para mostrar que los indios recibieron noticias sobre su conversión al
cristianismo antes de la llegada de los españoles, como parte de un plan divi-
no.84 Con ello, a pesar de sus errores, las civilizaciones prehispánicas no sólo
tenían cosas dignas de rescatarse, sino que ellas, al igual que las del viejo
continente, habían recibido anuncios y premoniciones de su propia salva-
ción. Frente a la intencionalidad de la nobleza indígena, que recuperaba su
pasado como una relación de méritos y cómo un espejo de príncipes, los re-
ligiosos lo buscaban como un medio para mejorar la labor evangelizadora y
para demostrar que la conquista estaba contemplada en el plan divino. A la lar-
ga, ambos escribían en un medio donde los indios ya eran cristianos, por lo
que el pasado indígena sólo servía para ratificar ese cristianismo; constituía
un recurso retórico utilizado para demostrar el plan divino.
Para construir sus discursos, Tovar, Sahagún y Durán habían echado
mano de la tradición indígena, tanto de la oral como de aquella conservada
en sus códices y pictogramas. Sin duda en la formación de tales códigos tu-
vieron un papel fundamental tanto los informantes como los tlacuilos, pinto-
res indígenas educados en los conventos dentro de una tradición europea,
aunque empapados de los contextos de la propia. Muchos de estos hombres
aculturados encontraron dos modelos occidentales en los que pudieron in-
sertar su pasado: el del pagano idólatra civilizado y el del pueblo elegido bí-
blico. El primero daba la posibilidad de rescatar a sus antepasados al asimi-

84
Tiempo después otro franciscano, fray Alonso de la Rea, señalaba que Calzonci recurrió a
vaticinios antiguos en los que halló noticias de la declinación de su monarquía. Crónica de la
Orden de N. Seráfico Padre San Francisco. Provincia de San Pedro y San Pablo de Mechuacán en
la Nueva España, libro i, cap. xiii, pp. 89 y ss.
156 la era manierista

larlos al imperio romano, gracias a lo cual ellos mismos serían considerados


mejores y conseguirían más beneficios. Pero fue sobre todo el segundo mo-
delo, el bíblico, el que permitió a la nobleza indígena acercar su pasado a
Occidente y, para garantizar su supervivencia, presentarlo como compatible
con la cultura colonizadora. Un caso muy significativo en este sentido fue el
de Quetzalcóatl, que en la narración del Códice Florentino (1575-1576) pre-
sentaba grandes paralelismos con el rey David: ambos eran gobernantes sa-
bios y piadosos y construyeron templos en donde colocaron una caja sagrada
y ambos cayeron en una tentación sexual. En el mismo Códice Florentino los
informantes de Sahagún hablaban de Tula en términos similares a los que el
Apocalipsis utilizaba para describir la Jerusalén celeste, lugar donde los fru-
tos eran tan abundantes y de dimensiones descomunales.85 Por otro lado, la
imagen del éxodo dio la pauta para describir la peregrinación del pueblo
mexica hacia su tierra prometida. Chimalpahin relacionaba Chicomoztoc,
lugar por el que pasaron pueblos de distintas lenguas, y Babel, la de la confu-
sión. El cronista Cristóbal del Castillo, seguido también por Chimalpahin,
hablaba de los maltratos que recibían los mexicas en Aztlán en los mismos
términos de los abusos de los egipcios contra los judíos. Huitzilopochtli des-
cribía la tierra de promisión a su pueblo como Yahvé a Moisés e incluso
pasan por un gran cuerpo de agua, que recuerda al Mar Rojo. Moctezuma
Ilhuicamina es considerado por autores como Tezozómoc como el rey Salo-
món, “soberano sabio y devoto, gran constructor, notable legislador y hom-
bre ecuánime”. Esta cristianización del pasado prehispánico era el reflejo de
un proyecto misional que aprovechaba “las afinidades de la religión y la cul-
tura indígenas para introducir el mensaje evangélico”.86 Así, frailes e indios
se influyeron mutuamente para adaptar la cultura indígena a los códigos oc-
cidentales, para mostrar que no estaba fuera de los planes divinos y que, a
pesar de sus idolatrías, los indios habían recibido presagios de su salvación.
Ahora sabemos que tales profecías fueron construidas a posteriori, pero en
una época basada en una concepción retórica del mundo fueron tomadas
como hechos irrefutables.

85
Para los indígenas existían ciertos lugares sagrados asociados con vegetación y fertilidad.
El tlalocan y el tamoanchan, pero sobre todo Tula, cuyo espacio se asociaba con tupidas matas
de tules. Tula era no sólo un lugar mítico, era también el nombre que se daba a toda ciudad (To-
llan Chololan, Tollan Tenochtitlan), cuyo concepto se asociaba con agua y con montaña (alté-
petl), denominación de todo poblado. Existía además una Tula divina: Tollan Chalco on teotl
ichan (Tula, lugar precioso, la morada de dios). Cuando llegaron los religiosos con su concep-
ción de una Jerusalén celeste, no fue difícil asimilarla a esa Tollan. P. Escalante, “Jerusalén-Tu-
la…”, en Clara García y Manuel Ramos (eds.), Ciudades mestizas, p. 86.
86
Otros ejemplos serían la asimilación de Babel con Chicomoztoc, los calpullis mexicas con
las tribus de Israel, el bautismo prehispánico con el bautismo de Cristo en el Jordán, el esclavo
sacrificial con el Ecce homo y el sacerdote prehispánico con san Cristóbal. “Conforme nuestro
conocimiento de estos problemas avanza, nos danos cuenta de que no se trata de fragmentos
sueltos, ni de descuidos ni de residuos, sino de expresiones de una ideología, poderosa y sor-
prendentemente sincrética”. Idem.
la era manierista 157

Esa occidentalización del pasado indígena la encontramos plasmada,


por ejemplo, en los dibujos que ilustran la Historia de fray Diego Durán. En
ellos, los tlacuilos muestran a los señores del México prehispánico rodeados
de lujos europeos, con tronos y columnas renacentistas (como en las imáge-
nes de Acamapichtli y de Tizoc), pero con la notable ausencia de plumas en
sus atuendos y portando capas y diademas (xihuitzolli) indígenas. Es muy
probable que el mismo fenómeno se haya dado en los informantes indígenas
que aportaron los materiales con que se escribieron los textos escritos por
los frailes; quizás tales testigos manifestaron a los religiosos aquello que que-
rían escuchar, al tiempo que se fabricaban una imagen de su pasado en los
términos y estructuras de los occidentales; así, a partir de los modelos clási-
cos y de las narraciones bíblicas, crearon una visión de sus antepasados
acorde con los patrones occidentales que se les estaban imponiendo. Esta
construcción influida por el mundo clásico comenzó a representar a los tla-
toque nahoas como gobernantes romanos o como reyes judíos.87 Sin embar-
go, en el contexto cristiano del que formaban parte, la imagen de las idola-
trías y de los sacrificios no podía dejar de asociarse con lo demoniaco, por lo
que fue frecuente que los dioses indígenas fueran representados como Sata-
nás. Esto se puede ver en una pintura del Libro viii del Códice Florentino,
donde dos sacerdotes sacrifican a un hombre ante la imagen de un ídolo de
Huitzilopochtli con cuernos y rabo.
Todos estos testimonios, a pesar de no estar publicados (salvo el resu-
men que editó Acosta), tuvieron un fuerte impacto en la toma de conciencia
que los criollos comenzaron a tener del pasado prehispánico. Por un lado
existió una tradición familiar que se guardaba en forma de códices y narra-
ciones. Por el otro, se encontraba la recopilación realizada por la primera
crónica franciscana impresa (1615) que se dedicaba al pasado indígena en
una forma extensa, la Monarquía indiana de fray Juan de Torquemada. Como
veremos adelante, esta obra dio a conocer un sinfín de materiales inéditos
de los frailes cronistas del siglo xvi (las obras de Sahagún y Durán habían
sido confiscadas) e incorporaba los documentos aportados por los nobles in-
dios y mestizos contemporáneos de fray Juan. Sin embargo, su visión ya no
estaba relacionada con un afán de extirpación de idolatrías, ni de exaltación
de los linajes nobles, sino con el interés de mostrar la relevancia de la labor
franciscana frente a las pretensiones episcopales. Con todo, los datos aporta-
dos por Torquemada, al quedar impresos, iniciaron el rescate que harían los
criollos de la siguiente generación de muchos elementos positivos de la civi-
lización azteca que era, entre lo prehispánico, la mejor conocida. Estos estu-
dios, unidos a la posición cultural de los jesuitas, que con una actitud huma-
nista revalorizaban las civilizaciones no cristianas del Oriente, permitieron
integrar dentro de la cultura universal el pasado indígena de América, qui-
tándole el carácter demoniaco del que lo habían revestido la mayoría de los

87
P. Escalante, Los códices, pp. 30 y ss.
158 la era manierista

frailes del siglo xvi. Además, la obra de Torquemada ponía las bases para que
los criollos, sobre todo los de la capital como veremos, construyeran el espa-
cio jurídico de un reino anterior a la conquista (con instituciones monárqui-
cas, administración de justicia y leyes sabias) en el marco del Jus Gentium
romano, premisa fundamental para alegar un pacto y no ser una simple “co-
lonia” sometida por derecho de conquista.88
Al mismo tiempo que se forjaba esta imagen positiva sobre el indio cris-
tiano de Mesoamérica, y como oposición retórica a él, los frailes misioneros
primero y después los autores criollos crearon una figura opuesta: el salvaje
chichimeca demoniaco y pagano. La guerra del Mixtón, y el inicio de la de-
vastadora conquista del Bajío entre 1550 y 1590, dieron la pauta para tal
construcción, siendo una de sus primeras manifestaciones las escaramu-
zas, mitotes o mascaradas en las que participaban indios vestidos de chichi-
mecas junto con otros ataviados “a la mesoamericana”, como lo observó y
registró fray Antonio de Ciudad Real en Tlaxcala y en la frontera michoaca-
na con Nueva Galicia entre 1584 y 1589.89 Con esta mezcla de danza de mo-
ros y cristianos y rituales guerreros indígenas, los evangelizadores preten-
dían dar una enseñanza moral: las fuerzas del bien (los mesoamericanos
fieles a Cristo) vencían a las del mal (los chichimecas paganos que atacaban
misiones y fuertes españoles). En 1585, los tlaxcaltecas recibieron al virrey
marqués de Villamanrique con una gigantesca torre de madera, que recorda-
ba posiblemente a Jerusalén, pero los moros habían sido remplazados por
los chichimecas, contra los que luchaban los indios cristianos.90
Esas “danzas de mecos” parecerían ser el modelo para otra representa-
ción plástica con tales apropiaciones que se encuentra en el fresco mural de la
iglesia de Ixmiquilpan pintado alrededor de 1570. En él unos guerreros mexi-
cas vestidos y armados con espadas de filo de obsidiana y que portan cabezas
cortadas en sus cinturones luchan contra unos semidesnudos chichimecas,
portadores de arcos y flechas. La lucha se repite entre águilas y jaguares y con
guerreros coyote que vencen a mujeres planta. Aunque la representación tenía
como fin mostrar una psicomaquia, es decir, el triunfo de la virtud cristiana
sobre el vicio y la idolatría, simbolizada en las cabezas cortadas, los temas
prehispánicos saltan a la vista: la guerra sagrada (teo atl-tlachinolli) (el agua
divina-lo que arde con fuego); la representación de la lucha cósmica entre el
jaguar (principio terreno y nocturno) y el águila (fuerza celeste y diurna). No
cabe duda de que indios y frailes llegaron a un acuerdo para llevar a cabo este
mural. Por otro lado, es también clara la intención de exaltar a los mexicas y
otomíes como caballeros cristianos, mismos que en esos momentos participa-
ban activamente en la guerra contra los chichimecas representados como sal-
vajes.91 Fray Andrés de Mata, prior del convento por entonces, posiblemente
88
A. Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, página web cit., p. 13.
89
A. de Ciudad Real, op. cit., vol. i, p. 102; vol. ii, pp. 81, 123 y 150.
90
Ibid., vol. i, pp. 102-103.
91
Eleanor Wake, “Sacred books and sacred songs from former days: Sourcing the mu-
la era manierista 159

hizo pintar el mural con ocasión del capítulo provincial que se celebraría ahí
en 1572. Dos años antes se habían dado una serie de ataques chichimecas a
varios conventos de la orden en la frontera del río Santiago (Yuriria, Ucareo),
e incluso en el mismo Ixmiquilpan y en 1569 una junta de teólogos había de-
clarado que la guerra que se hacía contra los nómadas era justa.92
El modelo del chichimeca salvaje aparece también en un grabado de la
Retórica cristiana de fray Diego Valadés, en el que un fraile con su grupo de
colaboradores indígenas lleva a cabo la evangelización de unos chichimecas
semidesnudos y portando arcos y flechas. Al catalogar a los grupos del norte
como salvajes, se les codificaba en un esquema retórico aparecido en Europa
desde los primeros contactos con América. En esos tiempos, su representa-
ción plástica quedó fijada en el estereotipo del indio brasileño pintado en el
grabado alemán de 1505, que lo mostraba desnudo, utilizando arcos y fle-
chas como armas y taparrabos y penachos de plumas como vestimenta. Aun-
que esa imagen está todavía ausente en la plástica novohispana del siglo xvi
(como lo muestran los grabados de Valadés y los frescos de Ixmiquilpan),
para los siglos siguientes fue la que se impuso como modelo; con esas carac-
terísticas de indio europeizado se representó desde entonces tanto al chichi-
meca como al apache en cerámica, en cuadros de castas, en grabados, en
pinturas emblemáticas y en celebraciones festivas, sobre todo en Michoacán
y el Bajío (en la llamada provincia de Chichimecas).
Precisamente en los inicios de la “guerra chichimeca” y en esa frontera
entre los mesoamericanos sedentarios y los nómadas se fundaba el pueblo
de Querétaro, un emplazamiento que no poseía un pasado prehispánico glo-
rioso, pero que en esos momentos comenzó a forjar su identidad mestiza.
En una fecha aún no precisada entre 1545 y 1549, un cacique otomí, antiguo
pochteca y bautizado como Fernando de Tapia, reunió a un grupo de oto-
míes y chichimecas de la provincia de Xilotepec en un antiguo sitio llama-
do Tlachco y obtuvo el reconocimiento de las autoridades españolas como
su gobernador vitalicio. Su alianza con los franciscanos llegados alrededor
de 1550 afianzó su poder, así como los matrimonios de sus hijas con indios
principales y españoles de la región. A su muerte en 1571 sus propiedades
eran extensas y esto posibilitó a su descendiente Diego de Tapia y a su yerno
Miguel de Ávalos a controlar el gobierno del pueblo hasta principios del siglo
xvii. Fue entonces que el cargo pasó a Nicolás de San Luis Montañés y a su
sucesor. La familia Tapia había desaparecido y sus bienes pasaron al monas-
terio de Santa Clara fundado por don Diego, pues en él profesó su única here-
dera, Luisa del Espíritu Santo. Para entonces Querétaro tenía ya un cabildo
indígena, posiblemente formado por los principales de origen otomí; además
de ellos habitaban en la villa y en sus alrededores chichimecas, mexicas y

ral paintings at San Miguel Arcángel Ixmiquilpan”, Estudios de Cultura Náhuatl, núm. 31,
pp. 106-140.
92
P. Escalante, “Pintar la historia tras la crisis de la conquista”, en op. cit., pp. 35 y ss.
160 la era manierista

tarascos, junto con casi un centenar de familias españolas que poseían gana-
dos y tierras.93 Sin un pasado prehispánico y con tal diversidad de población
no era posible generar aún símbolos identitarios, pero Fernando de Tapia y
Nicolás de San Luis se convertirían en el futuro en sus héroes epónimos.

4. La Edad Dorada de la evangelización


y las fortalezas de la fe

Y siendo el mismo señor Dios el capitán y guía que iba por delante en la obra y
cultura de esta su viña, plantó las raíces de ella con tanta virtud y fortaleza, que en
breve tiempo ocupó toda la tierra, de mar a mar, desde el norte al sur […] convir-
tiéndose a la fe con admirable fervor infinidad de gentes […] que su fama convi-
daba y traía para sí obreros de tierras extrañas, varones de mucha santidad y
ciencia […] Y en estos sus principios fue tan querida y regalada del Señor, que en
ambos estados eclesiástico y secular la proveyó de escogidos sobrestantes que la
gobernasen en lo espiritual y temporal. [Pero a partir de la muerte de D. Luis de
Velasco el viejo] comenzó a caer de su estado el tiempo dorado y flor de la Nueva
España.94

Con estas palabras el franciscano fray Jerónimo de Mendieta (1525-1604)


concluía el Libro iv de su Historia eclesiástica indiana y ponía las bases para la
visión de una Edad Dorada de la evangelización en la que todo era perfecto, y
que tanto contrastaba con la época que él mismo vivía. Frente a la visión op-
timista de fray Toribio de Motolinia, su maestro, Mendieta elaboró una pers-
pectiva cargada de tintes pesimistas. A causa de su propia actividad política y
de su experiencia misionera, el cronista se vio a sí mismo como un Jeremías
que lloraba por una población indígena que decaía por las epidemias, los
trabajos excesivos y un sistema tributario más rígido y por la frustración de
una evangelización cuestionada por las supervivencias idolátricas. Pero sobre
todo, Mendieta (como todos los religiosos cronistas de esta época) escribía
desde una posición de ataque a las nuevas políticas episcopales que intenta-
ban desplazar a los frailes de su papel rector en las comunidades indígenas.
Para confrontar una situación tan desfavorable, la Historia de Mendieta
se remontaba a una Edad Dorada (en contraste con la Edad de Plata que él
vivía) a partir del pensamiento evangélico franciscano y de la actividad de los
primeros misioneros de Nueva España. En esa edad, indios y españoles vi-
vían separados, por lo que la Iglesia indiana se mantenía pura e incontamina-
da, dirigida por unos varones apostólicos de vida intachable que tenían como
modelo a la Iglesia primitiva (como lo demostraba la elección del nombre del
Santo Evangelio que tomó la provincia novohispana); aunque durante esa

93
Juan Ricardo Jiménez Gómez, La república de indios en Querétaro 1550-1820, pp. 62 y ss.
94
Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, libro iv, cap. xlvi, vol. ii, pp. 248 y ss.
la era manierista 161

Edad Dorada hubo algunos conflictos con las autoridades (sobre todo con la
Primera Audiencia por la defensa que los franciscanos hicieron de los indios),
las relaciones de los religiosos con virreyes y obispos fue siempre armónica.
Un pequeño problema al comparar ambas Iglesias (la primitiva y la in-
diana) lo constituía la ausencia de milagros (“Dios no ha querido hacer por
sus siervos en esta tierra y nueva Iglesia los milagros que fue servido de ha-
cer en la Iglesia primitiva”); sin embargo, Mendieta lo explicaba diciendo
que no eran necesarios, pues había sido suficiente para atraer a los paganos
a la fe la vida intachable de los frailes y hubiera sido peligroso para la cris-
tiandad de los indios tener “a los hombres por dioses”. No eran necesarios
los milagros, en fin, pues el mayor de todos era haber traído a “tanta multi-
tud de idólatras al yugo de la fe cristiana sin milagros”. Sin embargo, toda la
obra está llena de alusiones a hechos prodigiosos que realizaron los santos
varones apostólicos: resurrecciones de muertos, exitosos exorcismos, cura-
ciones, visiones. Por lo que el cronista se ve forzado a aclarar: “Aunque a la
verdad no faltaron algunos milagros con que nuestro señor corroboró los
flacos pechos de los nuevos creyentes y declaró la santidad de sus siervos”.95
En su obra, Mendieta inauguró también la hagiografía de los frailes, tan-
to de los ermitaños como de los misioneros civilizadores y predicadores y de
los mártires que murieron por la fe en las tierras de los bárbaros del norte.
Dentro del primer modelo estaba la figura señera que consagraron Motolinia
y Jiménez, el padre fundador fray Martín de Valencia, quien mostró una
fuerte inclinación al eremitismo desde su estancia en España y que en los
dos últimos años de su vida, de los diez que vivió en Nueva España, habitó
largas temporadas en la cueva de un monte cercano a Amecameca, donde se
retiraba a hacer vida de anacoreta y tuvo visiones de san Antonio y san Fran-
cisco.96 A él lo siguieron los fundadores de la efímera y eremítica Insulana,
cuya finalidad era “fundar de nuevo, con celo de más perfección y obser-
vancia de la regla, pareciéndoles que con la multiplicación de los religiosos
iba ya declinando el rigor de la pobreza y estrechura en que se había funda-
do esta provincia del Santo Evangelio”.97 El deseo reformador, unido a la de-
silusión de una cristiandad indiana que no cumplía con las expectativas
de perfección que los frailes habían tenido de ella, fue encabezado por fray
Alonso de Escalona, quien “quiso encaminar su pequeña grey hacia lo inte-
rior del desierto, buscando la soledad”. Sin embargo, el sueño de los insula-
nos duró sólo un año (1549-1550) y su fracaso se debió a las urgentes necesi-
dades del campo misional.98

95
Ibid., prólogo al libro v, vol. ii, pp. 258 y ss.
96
Toribio de Motolinia, Historia de los indios de Nueva España, trat. iii, cap. 2, pp. 120 y ss. Ver tam-
bién la biografía que hizo su hermano de hábito fray Francisco Ximénez (publicado con un estu-
dio de Pedro Ángeles en el apéndice a Antonio Rubial García, La hermana pobreza…, pp. 211-261).
97
J. de Mendieta, op. cit., libro v, cap. 43, vol. ii, p. 387.
98
A. Rubial García, “La insulana, un ideal eremítico medieval en Nueva España”, Estudios de
Historia Novohispana, núm. 6, pp. 39-46, pp. 43 y ss.
162 la era manierista

Mendieta también fue el primer cronista que presentó un boceto biográ-


fico de varios misioneros insignes: el pionero fray Pedro de Gante; fray Mar-
tín de la Coruña, misionero de Michoacán; el ejemplar fray Andrés de Olmos;
fray Juan de San Francisco, a quien se atribuían prodigiosos milagros; el
cronista fray Toribio de Motolinia, y, sobre todo, nos proporciona la primera
biografía del obispo fray Juan de Zumárraga. Junto a raptos, levitaciones, re-
velaciones, don de profecía y aprendizaje de lenguas, estaban las actuaciones
propias de una orden más intelectual. De hecho, los milagros más especta-
culares eran obra de la Providencia y no se referían a un fraile específico. En
esas vidas se hacían constantes comparaciones con el cristianismo primitivo
para remarcar el carácter excepcional que se vivió en la Edad Dorada. Este
tema también se ve reflejado al tratar de los mártires. Mendieta, al igual que
en los martirologios antiguos, narra con detalle las muertes de fray Juan Ca-
lero, asesinado por los caxcanes durante la rebelión que asoló las tierras del
Mixtón en 1541, y el milagro de su cuerpo incorrupto encontrado tiempo
después por sus hermanos de hábito.99
En función de exaltar la labor de esos religiosos, Mendieta insistía de
nuevo en lo demoniaco de las religiones indígenas, aunque, al igual que Du-
rán, las similitudes con el cristianismo eran consecuencia de una posible
predicación apostólica. Mendieta introdujo el tema con una pregunta:
“¿Cómo permitió el Señor que tan gran número de gentes en tantos años es-
tuviesen olvidados so el yugo del Demonio?; ¿y por qué causa a éstos más
que a otros no los oviese puesto antes de ahora so la balanza de la Cruz
y quitándoles la gran carga y pesadísimo yugo del Demonio?” Después de
señalar que los juicios de Dios eran insondables, el cronista abre un capítulo
sobre “algunos rastros que se han hallado de que en algún tiempo en estas
Indias hubo noticias de nuestra fe”.100 En él refiere historias recopiladas por
Las Casas en Chiapas, por el franciscano Francisco Gómez en Guatemala y
por otros religiosos sobre el conocimiento que tenían los indios antes de la
llegada de los españoles sobre la Trinidad, la redención, la encarnación del
hijo de Dios en una virgen y el diluvio universal. “De todos estos dichos y
testimonios —concluye— no deja de nacer grave sospecha que los antepasa-
dos de estos naturales oviesen tenido noticia de los misterios de nuestra fe
cristiana”. Persuadido por tanto de esta posibilidad, Mendieta agrega: “Y aún
esto último de los que aguardaban la venida del Hijo del gran Dios, hace har-
to a favor de los que han tenido opinión que estos indios descendían del pue-
blo de los judíos, creyendo que serían de algunos que escaparían de la des-

99
J. de Mendieta, op. cit., libro v, 2a parte, cap. i, vol. ii, pp. 463 y ss. Siguiendo el modelo
creado por Mendieta, los cronistas franciscanos y jesuitas escribieron la historia misionera del
norte y del sureste por medio de la narración de la vida de los mártires que derramaron su
sangre para fertilizar a la nueva cristiandad. El único texto moderno que trata de este tema en
una perspectiva global es el de Atanasio G. Saravia, Los misioneros muertos en el norte de Nueva
España.
100
J. de Mendieta, op. cit., libro iv, cap. xli, vol. ii, pp. 222 y ss.
la era manierista 163

trucción de Jerusalén”. Si esto fuera cierto, la conversión de los indios en la


época de Mendieta sería un anuncio de la cercanía del fin del mundo, según
“las profecías que rezan haberse de convertir los judíos en aquel tiempo”. 101
Sin embargo, el Demonio había deformado todo, había convertido los sacra-
mentos en “execramentos” (Mendieta los llamaba así siguiendo a Olmos),
que hacían aparecer el pecado y ensuciaban todo con el uso de sustancias
sucias, con actos y palabras inmundos. El Demonio había deformado asi-
mismo conceptos como la Trinidad, símbolos como la cruz, figuras como la
de la Virgen María, prácticas como los autosacrificios y la veneración a las
reliquias y hasta preceptos similares a los diez mandamientos.
Frente a esa imagen negativa del pasado indígena, Mendieta (como lo
hiciera Motolinia antes que él) forjaba también la imagen de unos indios
cristianos devotos, humildes y sumisos, desapegados de los bienes terrena-
les e injustamente explotados por los españoles. Con estos indios fieles, los
frailes habían construido una Iglesia apostólica primitiva, reflejo de la Jeru-
salén terrena, que además de vencer al Demonio repararía con sus miem-
bros las pérdidas sufridas por la Iglesia a causa de la herejía protestante.
Muestra clara de sus frutos eran los niños mártires de Tlaxcala, personajes
emblemáticos que toda la historiografía franciscana mencionaría como par-
te de sus glorias.102 Esta visión convertía a los naturales en modelo de vi-
da cristiana para los españoles y mostraba la extraordinaria labor realizada
por los frailes a lo largo de siete décadas. Sin embargo, también los indios
eran tan simples y débiles que podían ser fácilmente engañados por el De-
monio, su carácter infantil hacía necesaria la constante sujeción a sus pa-
dres, los religiosos.
Esa misma actitud lo llevó a considerar la conquista militar como una
necesidad y a comparar a Hernán Cortés con Moisés, pues sacó al pueblo
indígena del cautiverio de la idolatría para llevarlo a la tierra prometida de la
verdadera fe. Aunque para Mendieta la conquista había sido un castigo de
Dios por las idolatrías de los indios, al igual que fray Bartolomé de las Casas
consideraba injustificados los abusos y los trabajos excesivos a los que se les
sometía y en sus páginas fustigó a aquellos que los maltrataban. La avaricia,
vicio de los funcionarios y terratenientes, era la principal causa de los males
que aquejaban a los indios.
La Iglesia indiana se concebía así como una Jerusalén terrena, como una
ciudad de elegidos y perfectos cristianos dirigidos por frailes apostólicos que

101
Ibid., libro iv, cap. xli, vol. ii, p. 226. Fray Juan de Torquemada, que en otras partes sigue
al pie de la letra a Mendieta, en este tema se separa totalmente de él y señala que antes de la
llegada de los franciscanos los indios ignoraban totalmente los misterios del cristianismo (Mo-
narquía indiana, libro xv, cap. xlix, vol. 5, p. 205).
102
Toribio Medina, en su Imprenta en México, vol. ii, p. 7, da noticia de una obra sobre los
niños tlaxcaltecas hecha por fray Juan Bautista de Viseo y editada por Diego López Dávalos en
1601. En 1604 el mismo Medina da noticia de una Vida y martirio de Cristóbal, de autor anóni-
mo. Imprenta en México, vol. iii, p. 13.
164 la era manierista

luchaban contra los ambiciosos encomenderos y funcionarios, y que vencían


a los hechiceros indígenas, representantes de las fuerzas del mal. A pesar de
los males que la aquejaban, la Iglesia indiana, espejo de la Iglesia primitiva,
sería la ciudad de los últimos tiempos, premonición de la Jerusalén celeste
en la que los indios ocuparían los lugares dejados por los protestantes.103
Posiblemente a causa de su combatividad contra los abusos sobre los in-
dígenas y por los vituperios con los que trataba a los españoles y en especial
a los burócratas, la crónica de fray Jerónimo de Mendieta quedó inédita. Sin
embargo, su contenido y su construcción de la Edad Dorada misionera tu-
vieron un gran influjo gracias a la Monarquía indiana del también francisca-
no peninsular fray Juan de Torquemada (ca. 1557-1624), voluminosa obra
impresa en Sevilla en 1615, en la que se incluían extensos párrafos textuales
de la Historia de Mendieta eliminando las asperezas y críticas que pudieran
ser conflictivas. Sin embargo, la obra de Torquemada era algo más que una
versión censurada de la de Mendieta. Con una visión universalista (en la que
aún está presente la defensa del indio que caracterizó a los frailes escritores
del siglo anterior), la Monarquía recopilaba materiales inéditos sobre el mun-
do indígena prehispánico, incluyendo los de los frailes (Las Casas, Olmos,
Motolinia y Sahagún) y los de los indios y mestizos nobles (Pomar, Muñoz
Camargo, Chimalpahin, Ixtlilxóchitl y Tezozómoc).
En la visión de Torquemada eran innegables los paralelismos entre los
aztecas y los pueblos civilizados del viejo continente; para él, “la razón natu-
ral, en busca de Dios, pero extraviada por Satanás, producía desarrollos reli-
giosos similares en partes del mundo enormemente separadas”.104 Con su
estudio, la cultura indígena, más bien la náhuatl, se insertaba en el contexto
de la civilización universal a la altura de Grecia, Roma o Egipto, lo que per-
mitía explicar los “rápidos logros” que el cristianismo alcanzó entre ellos y
dar a conocer cómo fue anunciada la llegada del Evangelio a estas tierras
durante su gentilidad. Además, Torquemada insistía en remarcar los grandes
paralelismos existentes entre la historia del pueblo hebreo y los mexicas,
pues ambos habían migrado en busca de una tierra prometida por mandato
de su dios.105 Esta continuidad entre ambos mundos fue incluso la razón de
ser de la otra parte del título: “los veintiún libros rituales”. Con su obra, como
señala Elsa Frost, el autor pretendía dar a conocer “ceremonias, leyes y go-
biernos de un pueblo eminentemente religioso, al que los designios de la
providencia van a llevar a la práctica de nuevas ceremonias sacras en honor
a un nuevo Dios”.106

103
A. Rubial García, “Las edades doradas de la evangelización franciscana. Entre la creación
literaria y la verdad histórica”, en José Pascual Buxó y Mario Calderón (eds.), Primeras Jornadas
de Literatura Mexicana. Memoria, pp. 19-34.
104
B. Keen, op. cit., p. 193.
105
Jorge Cañizares-Esguerra, How to Write the History of the New Word, p. 227.
106
Elsa C. Frost, “El plan y la estructura de la obra”, en Estudios a Juan de Torquemada...,
Monarquía indiana, vol. vii, p. 75.
la era manierista 165

Ese mismo interés por dirigir los temas de la historia profana hacia una
visión religiosa es el que se nota cuando el autor trata los temas de la con-
quista. La caída de Tenochtitlan es observada desde la visión de la caída de
Jerusalén, una ciudad pecadora e idólatra y dentro de la visión escatoló-
gica del fin de los tiempos. A partir de la profecía de Daniel que habla de
la caída de los grandes imperios, el azteca constituirá la quinta monarquía
antes del fin del mundo. En ese proceso de destrucción final, la caída de la
ciudad de los aztecas estará construida retóricamente con presagios y profe-
cías, batallas, hambres y epidemias. Ellas nos hablan de la voluntad de Dios
de liberar a los aztecas de la esclavitud del pecado, pero también del justo
castigo que merecía su idolatría y su inmoralidad.107
Dentro de ese contexto, Cortés es considerado como un héroe y presenta-
do como un agente de Dios (nuevo Moisés) para introducir a los indios al
cristianismo y la conquista militar es vista como un hecho necesario para
lograr la evangelización, antes del fin de los tiempos. Es lógico, por tanto,
que la culminación de la obra sean las acciones de los primeros misioneros,
ejes alrededor de los que gira toda la historia. La obra de Torquemada, más
que un texto historiográfico, es una obra de especulación teológica, surgida
para explicar, dentro del esquema filosófico occidental, la existencia de los
indios americanos y el papel que su conquista y evangelización jugaron den-
tro del contexto de la historia de la salvación.108 La Jerusalén franciscana re-
cibió entonces una exaltación inusitada, pero cambió de rumbo; el uso polí-
tico que tuvo la defensa de los indios en el siglo xvi se trasladó hacia otra
meta, que ponía el acento en la defensa de los frailes.
Este interés universalista de Torquemada por dedicar un espacio a los
indios y a la conquista española como premisas para la evangelización mar-
có no sólo todas las crónicas posteriores que se dedicaron a la evangeliza-
ción, sino también a todos aquellos que se interesaron por el pasado indíge-
na. Pero además, la Monarquía indiana expresaba algo que trascendía el
carácter moralizante y apologético que era, para muchos, la principal fun-
ción de la historia: la memoria como antídoto contra la mortalidad, como
una herramienta contra el olvido que trasciende la brevedad de las vidas in-
dividuales. A la función teológica y didáctica se agregaba así otra más mun-
dana y relacionada con lo inmediato, que era la necesidad de mantener el
recuerdo del pasado como testimonio y como argumento (es decir, como re-
curso judicial) para el presente y para el futuro. La historia era por tanto un
saber que tenía validez en el ámbito social, en la vida comunitaria que tras-
cendía a los individuos:

107
Sonia Rose-Fuggle, “La revisión de la conquista: narración, interpretación y juicio”, en
Raquel Chang-Rodríguez, Historia de la literatura mexicana, vol. ii, p. 255.
108
Elsa Cecilia Frost considera que esta característica es común a Motolinia, a Mendieta y a
Torquemada (“Cronistas franciscanos de la Nueva España. Siglo xvi”, en Franciscan presence in
the Americas, pp. 300 y ss.).
166 la era manierista

Es la historia un beneficio inmortal que se comunica a muchos. ¿Qué depósito


hay más cierto y más enriquecido que la historia? Allí tenemos presentes las co-
sas pasadas y testimonio y argumento de las por venir; ella nos da noticia y de-
clara y muestra lo que en diversos lugares y tiempos acontece... Es la historia un
enemigo grande y declarado contra la injuria de los tiempos, de los cuales clara-
mente triunfa. Es un reparador de la mortalidad de los hombres y una recom-
pensa de la brevedad de esta vida.109

Mendieta y Torquemada formaban parte de un grupo de religiosos que,


como los encomenderos criollos y los indios nobles, intentaban rescatar el
pasado para exaltar a sus órdenes y exigir la restitución de sus privilegios. La
Edad Dorada constituía un discurso con una cuádruple función pragmática:
primero daba a conocer los orígenes de las provincias religiosas para sacra-
lizarlos y buscar en ellos su razón de ser; en una época en la que el primiti-
vo espíritu decaía, las vidas de sus ilustres fundadores daban ejemplo a las
generaciones de jóvenes frailes de cómo se debía practicar la espiritualidad
originaria. En segundo lugar era urgente remarcar los títulos de primeros
evangelizadores, por medio de estas relaciones de méritos y servicios, con
lo que se solicitaban privilegios a la Corona y se justificaban sus derechos
sobre las doctrinas de indios, disputadas por los obispos y el clero secular.
En tercer lugar, existía la necesidad urgente de darle a estas nuevas tierras y
a sus habitantes un lugar dentro de la historia universal de la salvación, es
decir, convertirlas en espacio sagrado y por lo tanto en objeto de atención
por parte de la Providencia. Por último, demostrar que Hernán Cortés y los
misioneros eran hombres elegidos por Dios para llevar a cabo una empresa
providencial: la fundación de una nueva Jerusalén, la Iglesia de los últimos
tiempos antes del Juicio Final. Esta Iglesia, espejo de la apostólica que exis-
tió en el cristianismo primitivo, no sólo sustituiría a la europea, degradada
por los protestantes, sino además estaba venciendo al Demonio de la idola-
tría en una gloriosa cruzada misional. Dios había querido compensar a la
Iglesia católica por las pérdidas sufridas a causa de la reforma protestante
con las almas obtenidas por la “cristianización” de América. El providencia-
lismo misionero hacía coincidir así fechas como la de los grandes sacrificios
en la consagración del templo mayor de Tenochtitlan en 1485 con el naci-
miento de Cortés y éste con el de Lutero. Finalmente, Martín era el nombre
que llevaban, tanto el hereje Lutero, como el fraile Valencia que llegó a evan-
gelizar a los indios.
Relacionada con esa idea compensatoria de la providencia se encontraba
la visión mesiánica del combate espiritual. Durante ocho siglos los españoles
habían luchado contra el Islam en su territorio y el mismo año de 1492 en
que los musulmanes eran vencidos en Granada y los judíos eran expulsados
de España Colón llegaba a América. Para los españoles (autoridades, teólo-

109
J. de Torquemada, Monarquía indiana, vol. i, Prólogo al lector.
la era manierista 167

gos y conquistadores) el regalo en oro, plata y mano de obra gratuita que


les daba Dios conllevaba la obligación de salvar las almas de los indios, aun
contra su voluntad. Su salvación personal dependía de la realización de esa
empresa y por ella se justificaba una guerra conquista, pues a pesar de la
violencia, a los indios se les traía un bien mayor. Así, la idea de cruzada,
de guerra santa, trasladada a la conquista de América, justificaba el some-
timiento armado como un medio para la evangelización. En este esquema,
los misioneros se volvían soldados de Cristo y los soldados se convertían en
misioneros; y de hecho hubo algunos casos en los que el conquistador aban-
donó el botín de guerra y tomó el hábito religioso.
En la visión providencialista ese combate no se daba sólo cuerpo a cuer-
po, la lucha trascendía los límites físicos y se volvía una guerra espiritual, la
guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas. El Demonio, que
había tenido sometidos a los indios bajo el yugo de la idolatría, era por fin
vencido y expulsado de su reino. Por ello era necesario destruir pirámides,
ídolos y códices, colocar cruces en las montañas y en las cuevas y perseguir a
los sacerdotes indígenas que se oponían a la predicación del nuevo culto,
pues idolatría era sinónimo de demonología.
La idea de una Edad Dorada franciscana fue muy pronto revalorada y
utilizada por las otras dos órdenes misioneras. El dominico criollo fray Agus-
tín Dávila Padilla (1562-1604) describió los logros de su orden en su Historia
de la fundación y discurso de la provincia de Santiago de México, que fue la
primera crónica religiosa editada (Madrid, 1596). Influido además por la lec-
tura de fray Bartolomé de las Casas, de quien hizo una elogiosa biografía,
este autor criollo criticaba a quienes explotaban a los indios, se oponía a la
nueva política de congregación que los estaba exterminando y a la evangeli-
zación por medio de la espada que los aniquilaba sin darles oportunidad de
salvarse. Para él, los ataques del pirata Drake, que asolaban en su tiempo las
costas caribeñas, eran un castigo divino por el mal trato que se les había
dado a los indios. Dávila escribe una apología de la labor de su orden en
Nueva España, pero está consciente de las supervivencias idolátricas, de las
deficiencias en la cristianización de los indígenas y de los males que ha traí-
do la conquista. Así, en la crónica se describen tanto la vida, obras y mi-
lagros de los dominicos ilustres (fray Domingo de Betanzos, fray Gonzalo
Lucero o el obispo fray Julián Garcés), como las noticias de epidemias, cere-
monias y descubrimientos.
La primera crónica impresa de la provincia agustina de México (1624)
fue obra de fray Juan de Grijalva (1580-1638), criollo colimense que utilizó
para su texto las relaciones de fray Alonso de Buiza y de fray Francisco Mu-
ñoz, obras escritas en la centuria anterior y hoy desaparecidas. Al igual que
Mendieta, Grijalva construyó una visión idílica de la Edad Dorada de la evan-
gelización novohispana desarrollada por frailes angélicos sobre indios dóci-
les; sin embargo, difiere del cronista franciscano en su afán de narrar hechos
sobrenaturales: violentas luchas contra las fuerzas infernales, apariciones de
168 la era manierista

ángeles en traje de indios y milagrosas curaciones y prodigios realizados por


frailes o por imágenes como la virgen de los Remedios o el santo Niño de
Cebú en Filipinas. Grijalva también difiere de Mendieta y de los demás cro-
nistas franciscanos en cuanto a su tratamiento del indio prehispánico; como
en todas las crónicas agustinas y en la mayoría de las dominicas, las mencio-
nes al mundo anterior a la conquista son vagas y retóricas, no hacen diferen-
ciación entre los “pueblos civilizados” de Mesoamérica y los chichimecas
norteños y a todos se les aplica el estigma de lo demoniaco y lo bárbaro por
ser idólatras. “La gente —señala— estaba inculta que ni comer sabía, ni ves-
tirse ni hablarse, a lo menos con cortesía y humanidad, y todo lo han enseña-
do las tres religiones en esta tierra, con tanta perfección que hoy compite en
religión y policía con toda Europa”.110 En su afán apologético de mostrar la
conquista y la evangelización como hechos sobrenaturales, era necesario re-
saltar retóricamente el contraste de los dos mundos que estos hechos separa-
ban. Otra novedad de Grijalva consiste en que su mirada sobre las misiones
se amplía hacia el futuro promisorio que se abre en Asia; la evangelización
de las Filipinas iniciada por su orden es vista como una continuación de la
labor agustina en América.
En cambio, al igual que los cronistas dominicos y franciscanos, Grijalva
describe a los agustinos como héroes culturales fundadores de pueblos y civi-
lizadores, como guerreros infatigables que lucharon contra las fuerzas demo-
niacas, como ermitaños santos vestidos de cilicios, ayunando perpetuamente
y escondidos del bullicio, como teólogos y educadores. Ejemplo de estas vidas
fueron las de los misioneros fray Juan Bautista Moya y fray Antonio de Roa, y
la de fray Alonso de la Veracruz, gloria de la orden, varias veces provincial,
maestro universitario, teólogo, misionero, fundador de colegios y defensor de
los privilegios de los mendicantes.111 Esta visión optimista contrasta con la
que el mismo autor tiene de su presente, que se describe cargado de tintes
pesimistas y polémicos. En Grijalva la defensa de los indios que hicieran
Mendieta y Dávila se ha olvidado, su pluma se dirigía más bien a quejarse de
la discriminación de que eran objeto los criollos y de los abusos de los obis-
pos contra los frailes. De esta actitud nace la siguiente afirmación:

Generalmente hablando son los ingenios tan vivos que a los once o doce años leen
los muchachos, escriben, cuentan, saben latín y hacen versos como los hombres
famosos de Italia. De catorce a quince años se gradúan en Artes... La universidad
es de las más ilustres que tiene nuestra Europa en todas facultades... Salamanca
se honra de tenerla por su hija. Y al cabo de tantas experiencias preguntan si ha-
blamos en castellano o en indio los nacidos en esta tierra. Las iglesias están llenas
de obispos y prebendados criollos, las religiones de prelados, las audiencias de

110
Juan de Grijalva, Crónica de la Orden de Nuestro Padre San Agustín en las provincias de
Nueva España en cuatro edades desde el año de 1533 hasta el de 1592, libro i, cap. xii, p. 54.
111
Ibid., libro iii, cap. xvii, pp. 283 y ss.; libro iv, cap. xi, pp. 404 y ss.
la era manierista 169

oidores, las provincias de gobernadores... y con esto se duda si somos capaces. La


corte de Nueva España está llena de caballeros y eclesiásticos que con gentileza e
igualdad siguen la corte en sus pretensiones, y con todo nos tienen por bárbaros.
El reino está lleno de títulos, hábitos militares, tantos y tan nobles caballeros que
no se halla en España tronco noble que no tenga acá rama... y dicen que somos
indios.112

Es claro que para Grijalva era un oprobio que los españoles peninsulares
llamaran “indios” a los criollos, sobre todo porque ellos querían ser conside-
rados como españoles de primera. La obra de Grijalva, escrita a fines de la
era manierista (en la segunda década del siglo xvii), en plenas pugnas con-
ventuales entre frailes peninsulares y criollos, mostraba claramente que las
inquietudes y los intereses de la centuria anterior se habían modificado. No
obstante, sería extemporáneo hablar de una actitud “racista” hacia el indio
en Grijalva; el párrafo citado, inmerso en la retórica, muestra más bien una
visión estamental de la sociedad que veía a los campesinos nativos como ple-
beyos y a los criollos como nobles y educados caballeros cortesanos.
A pesar de sus diferencias, los cuatro cronistas antes mencionados te-
nían dos cosas en común: la primera, la idea de que la Iglesia indiana de los
primeros cuarenta años del siglo xvi era un espejo del cristianismo primitivo
apostólico, pues los frailes misioneros, santos entregados a duras disciplinas
y a una caridad ilimitada, habían logrado la conversión milagrosa de millo-
nes de indios con escasos recursos. La segunda, que las comunidades indí-
genas debían mantenerse aisladas de los españoles para evitar el contagio de
sus vicios, por lo que era necesario controlar la emigración, evitar la hispani-
zación y prohibir el aprendizaje de la lengua y la convivencia con los blan-
cos, y sobre todo con los mestizos y los negros. Esta separación en dos re-
públicas, y mantener la indígena bajo el cuidado de los frailes garantizaría
una mejor administración religiosa y un mayor control sobre las idolatrías.
Esta posición paternalista consideraba a los indios como niños inclinados a
la mentira y al vicio, por lo que debían estar siempre bajo la vigilancia y cui-
dado de los frailes. Esta visión sería repetida en las crónicas mendicantes
hasta el siglo xviii.
El sentido corporativo de las provincias religiosas había creado desde
fechas relativamente tempranas una visión bastante homogénea de la evan-
gelización y de la territorialidad de Nueva España. La tradición corporativa
mendicante permitía que crónicas no publicadas de la orden, pero guarda-
das celosamente en los archivos conventuales, quedaran insertadas en otras
y se dieran a conocer por medios impresos en algún momento e influyeran
en los discursos identitarios de otras corporaciones. Por otro lado, los auto-
res religiosos fueron los únicos en este periodo que pudieron imprimir sus
obras. Gracias a sus vínculos con las provincias españolas y a que los datos

112
Ibid., libro i, cap. xii, pp. 71 y ss.
170 la era manierista

recopilados en ellas servirían para completar las historias generales que se


hacían sobre sus órdenes en Europa, algunos como Torquemada y Dávila pu-
dieron editar sus obras en Madrid. Sus textos influyeron así en la percepción
que los núcleos cultos del viejo continente tenían sobre el Nuevo Mundo.
La concepción de la Edad Dorada tenía una contraparte, la persistencia
de las idolatrías entre los indios. La labor evangelizadora de los primeros
tiempos había sido titánica, pero estaba aún inconclusa, por lo que era nece-
sario emprender una campaña para erradicar definitivamente esos cultos. La
obra de Sahagún, como vimos, fue una de esas respuestas, la otra, la cons-
trucción y decoración de sólidos conjuntos conventuales, verdaderas fortale-
zas de la fe creadas para resistir los embates del Demonio.
Cuando recorremos hoy en día los caminos del centro y del sureste de
nuestro país, una de las cosas que más nos sorprenden son las inmensas mo-
les de piedra de los conventos del siglo xvi que sobresalen en el paisaje rural.
Desde Oaxaca hasta Michoacán y de Yucatán a los valles de Puebla, Toluca y
Cuernavaca, esas construcciones, que tienen ya más de cuatrocientos años,
constituyen el testimonio de un impulso ideológico que marcó las pautas
que seguiría la cultura novohispana a lo largo de dos siglos.
Existe la errónea creencia que tales edificaciones, con sus dependencias
conventuales, sus capillas e iglesias y sus pinturas murales, sirvieron para
llevar a cabo la evangelización de los naturales. Sin embargo, las fechas de su
factura, entre 1560 y 1590, contradicen tales supuestos pues para entonces
los pueblos de Mesoamérica llevaban varias décadas de haberse convertido
al cristianismo, por lo menos formalmente. Por tanto, la verdadera función
de estos conjuntos se debe buscar en otras necesidades; sin duda iban dirigi-
dos a la enseñanza de los dogmas cristianos y a enmarcar las celebraciones
litúrgicas, pero su creación se realizaba no para zonas de misión habitadas
por neófitos, sino para centros parroquiales a los que acudían fieles cristia-
nos. En su construcción fueron ocupados cientos de trabajadores y en la de-
coración de sus muros con imágenes laboraron cuadrillas de artistas indí-
genas bajo la dirección de frailes emprendedores; lo más impresionante es
que tales obras se realizaron en un momento en que la población aborigen
sufría el acoso de epidemias que la diezmaban, por lo que su factura y deco-
ración se hicieron por etapas, según lo iban permitiendo las circunstancias.
Los conjuntos conventuales son, así, la materialización de los profundos
cambios que transformaron tanto la cultura occidental como el mundo no-
vohispano en la segunda mitad del siglo xvi.
Como lo ha demostrado Isabel Estrada de Gerlero en sus estudios pione-
ros, la presencia de tales fortalezas está relacionada con la idea de la Jeru-
salén terrena en su lucha contra las fuerzas demoniacas relacionadas con la
supervivencia de cultos idolátricos entre la población indígena.113 Esa misma

113
E. I. Estrada de Gerlero, “Sentido político, social y religioso en la arquitectura conventual
novohispana”, en Historia del arte mexicano, vol. iv, pp. 17-35.
la era manierista 171

finalidad tuvieron las imágenes que en ellas se pintaron, desplegadas en pro-


gramas iconográficos que llenaron, entre 1560 y 1590, los muros de las porte-
rías conventuales, de las capillas abiertas y de los claustros y de los templos de
los mendicantes. La verdadera función de estas pinturas no era convencer a
neófitos de una misión inicial, sino reforzar la enseñanza de los dogmas cris-
tianos hacia fieles bautizados desde su infancia, cuyos padres llevaban va-
rias décadas convertidos formalmente al cristianismo, pero que estaban aún
insuficientemente instruidos.114
A pesar de todas las ambigüedades que se podían dar con el uso de este
tipo de recursos, la imagen se convirtió en el medio ideal para salvar las difi-
cultades de la comunicación verbal y para transmitir dogmas, historias y sím-
bolos. Con base en modelos tomados de libros de grabados, de Biblias o de li-
bros de Horas, cuadrillas de pintores recorrieron cabeceras y visitas llenando
los muros con escenas diversas pintadas en blanco y negro o con colores vege-
tales y minerales. Junto con la pintura, la escultura se utilizó también para
plasmar símbolos y mensajes y llenó cruces atriales, pilas bautismales, porta-
das y capillas posas. Los santos ocuparon un papel central en esas represen-
taciones: evangelistas y doctores de la Iglesia ocuparon los claustros; árbo-
les genealógicos de los santos de la orden saliendo del vientre de los fundadores
eran a menudo colocados en las porterías, a veces situados junto con los pri-
meros padres misioneros de las provincias novohispanas; esculturas de arcán-
geles, apóstoles y patriarcas de las órdenes quedaron esculpidas también en
fachadas y retablos. Escudos y emblemas enmarcaban escenas de la vida de
Cristo y de la Virgen, y en los infiernos se pintaban a los pecadores recibiendo
atroces castigos de manos de horrendos demonios. Con tales medios didácti-
cos, los frailes pretendían fortalecer la fe de aquellas comunidades en las que
persistían las idolatrías u otros “vicios” como la embriaguez y el adulterio.
La mayor parte de estas representaciones tenían un carácter didáctico,
es decir, servían para instruir a los fieles. Existían también, sin embargo,
aquellas imágenes pintadas y esculpidas que, desde su posición en los alta-
res, se convirtieron en vehículos de emotividad y en centro de la liturgia; a
diferencia de las de carácter didáctico estos iconos tenían un objetivo devo-
cional y con tal finalidad fueron propuestos a los fieles, sobre todo aquellos
que representaban a los santos patronos de las comunidades. Por otro lado,
cada orden religiosa promovía sus propios santos e imágenes como un me-
dio de propaganda y como parte de su predicación. Así, en el momento en
que una comunidad religiosa fundaba un pueblo o se trasladaba a otro ce-
dido por una orden rival, la toma de posesión de su nuevo espacio se de-
mostraba colocando los escudos de la orden y las imágenes de sus santos en
todos los muros del templo y del convento. Los santos servían así como em-
blemas que demarcaban el dominio de cada orden sobre su territorio; eran
parte fundamental de su imagen corporativa.

114
A. Rubial García, La evangelización de Mesoamérica, p. 50.
172 la era manierista

Las construcciones conventuales y su decoración deben ser por tanto


vistas también dentro del marco de las nuevas políticas de la Corona y de los
obispos que pretendían limitar los privilegios de los religiosos. Precisamente
uno de los puntos de la discusión se centró alrededor de la construcción de
los conjuntos conventuales. Su suntuosidad y la pobreza de los pueblos indí-
genas fueron los argumentos que utilizaron obispos, visitadores y virreyes
para acusar a los religiosos de cargar a las comunidades indígenas sujetas a
ellos con tributos y trabajos excesivos. Detrás de esas críticas estaba la nece-
sidad de las autoridades de limitar el poder absoluto que los frailes tenían
sobre los indios y el interés de los obispos por convertir a los religiosos en
curas párrocos sujetos a sus dictámenes, sobre todo a partir del Tercer Con-
cilio Provincial de 1585. Para los religiosos, en cambio, los templos y con-
ventos eran símbolos del carácter misionero de la Iglesia indiana fundada
por ellos y argumento para evitar la sujeción a los obispos.
Sin embargo, en la época en que se estaban construyendo y decorando
estos conjuntos, el área de Mesoamérica ya no era tierra de misión. De hecho
la labor evangelizadora estaba pasando entonces por un periodo de estanca-
miento, pues la guerra contra los chichimecas hacía imposible la expansión
misionera hacia la frontera norte. Además, en las poblaciones que estaban
ya “cristianizadas” persistían las idolatrías, ocultas detrás de los altares y
debajo de las cruces e incitadas por los hechiceros y por algunos caciques.
Para colmo, terribles epidemias asolaban a la población indígena que dismi-
nuía aceleradamente por las enfermedades, por el hambre y por los trabajos
excesivos. Los conflictos con los obispos y autoridades y el estancamiento
misional fueron el abono que fertilizó la creación de la imagen de una Edad
Dorada que alimentaría tanto las crónicas como la construcción y la decora-
ción de los conjuntos conventuales; según esta visión idílica, en la primera
mitad del siglo xvi los religiosos habían fundado una Iglesia perfecta, una Je-
rusalén terrena que había vivido en una edad de amor y de armonía.
En los conventos agustinos, este tema se manifestó en la continua repre-
sentación de murales con escenas de la Tebaida eremítica que remitía a la
iglesia primitiva. Con sus vidas, los ermitaños revertían lo que había sucedido
en el Edén, donde Adán fue vencido por el Demonio; al resistir la tentación
convertían la tebaida en un paraíso y restituían a la naturaleza su armonía
primigenia, representada por la convivencia con los animales salvajes como
se puede ver en Zacualpan, Meztitlan, Actopan, Tezontepec, Malinalco y Cul-
huacán. En estas Tebaidas americanas agustinas no parecía existir contradic-
ción entre la vida activa de la evangelización y la vida contemplativa de los
solitarios. El trabajo de los frailes en América se consideraba como parte de
la labor de recuperación del paraíso perdido, un paraíso habitado por frailes
y por indios, bajo cuya concepción los religiosos fundaron sus pueblos. En
Actopan, la asociación es clara pues en el mural de la Tebaida han sido dibuja-
dos los riscos llamados de los frailes, paisaje que describe uno de los horizon-
tes del poblado, lo que daba lugar a la asociación entre el paraíso eremítico
la era manierista 173

pintado en el mural y el espacio geográfico del pueblo donde se pintó. Lo mis-


mo pasaba en Culhuacán, donde la Tebaida fue representada a la orilla de un
lago, como el mismo pueblo. En Meztitlan, la vega y las construcciones agus-
tinas formaron parte del paisaje eremítico pintado en el refectorio. En Mali-
nalco, la flora y la fauna del entorno plasmada en sus muros daban al visitan-
te la referencia de que en ese pueblo se encontraba el paraíso donde convivían
armónicamente los religiosos “ermitaños” con sus fieles discípulos indígenas.
En el ámbito de lo simbólico se reconciliaban las paradojas y los solitarios po-
dían compartir sus espacios no sólo con los animales, sino también con los
habitantes de los pueblos en los cuales estaban enclavados sus monasterios.
El eremitismo se presentaba así como el ideario distintivo de la orden, como
el antídoto contra el debilitamiento de la observancia. Ante la desilusión por
la cristiandad indígena contaminada de idolatrías y frente a los ataques de los
obispos, los agustinos encontraron en el tema de las Tebaidas lo que para los fran-
ciscanos sería la pobreza y para los dominicos la predicación, un modo sim-
bólico de hacer frente a una sociedad cambiante.115
En los conventos franciscanos, el tema de la Edad Dorada se representó
de manera sistemática en las porterías y salas capitulares por medio de las
pinturas de sus primeros misioneros.116 En la antesacristía de Huejotzingo,
por ejemplo, aparecen los doce arrodillados a ambos lados de una cruz y con
sus nombres inscritos a sus pies. No hay en este mural una intención de indi-
vidualizar a los frailes, pues todos son iguales, sino de señalar su presencia
como fundadores de la iglesia indiana. Esta escena a veces contenía también
a fray Pedro de Gante, el flamenco que tantas obras hizo en bien de los in-
dios, y de quien, asegura Mendieta, “su figura sacada al natural de pincel,
casi en todos los principales pueblos de la Nueva España lo tienen pintado,
juntamente con los doce primeros fundadores de esta provincia del Santo
Evangelio”.117 Algunas de estas pinturas, además de reforzar el cristianismo,
servían para exaltar a los primeros evangelizadores y con ello fortalecer a la
Iglesia misionera cuestionada por los obispos.
La Edad Dorada quedó también plasmada en los grabados que realizó el
también franciscano Diego de Valadés para un texto latino escrito por él mis-
mo titulado Retórica cristiana y que fue publicado en Italia en 1579. En uno
de sus dibujos, este fraile oriundo de Nueva España muestra las varias acti-
vidades que desempeñaban los religiosos en los atrios de sus conventos, in-
mersas en un espacio que recuerda las representaciones del templo de Sa-
lomón. Al centro, un edificio eclesiástico con cuatro torres, símbolo de la

115
A. Rubial García, “Hortus eremitarum. Las pinturas de tebaidas en los claustros agustinos
novohispanos”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. xxx, núm. 92, pp. 86-105.
116
De los agustinos únicamente se conserva un mural pintado con colores ocres, rojos y ne-
gros, localizado en la portería del convento de Malinalco y que representa a fray Francisco de la
Cruz, cabeza de la primera misión agustina, con un libro y un crucifijo. Una inscripción sobre
su cabeza señala que también estaban representados ahí los otros seis miembros de la misión.
117
J. de Mendieta, op. cit., libro v, cap. 18; vol. ii, p. 313.
174 la era manierista

Iglesia indiana, es cargado en andas en una procesión con los trece francis-
canos fundadores de la provincia del Santo Evangelio encabezados por el
mismo san Francisco de Asís. La Iglesia, protegida por el Padre Eterno, por
Cristo crucificado y por la Virgen María, está habitada por el Espíritu Santo,
del cual salen diez rayos que terminan en pequeñas escenas relacionadas
con la administración del bautismo, de la confesión, del matrimonio y de los
funerales. En una de esas escenas aparece fray Pedro de Gante explicando a
un grupo de indios la doctrina con jeroglíficos y en otra un fraile señala figu-
ras que representan la creación del mundo.
El atrio pintado por Valadés encierra un sentido simbólico similar al que
presentan los conjuntos conventuales que se están construyendo y decoran-
do por la misma época. En ellos nos sorprenden aún hoy los muros alme-
nados que rodean los atrios y los merlones, garitones y pasos de ronda que
coronan sus templos. Tales elementos defensivos parecerían inútiles, sobre
todo en pueblos completamente pacificados y sujetos a los religiosos, si no
los viéramos como símbolos de una realidad sobrenatural. Esas fortalezas
son la representación de una ciudad santa, la Jerusalén terrena, que necesita
defenderse de sus enemigos: Satanás y sus servidores, los hechiceros. En
esos conjuntos, las capillas posas para las procesiones, la capilla abierta
(donde se celebraba la misa dominical al aire libre) y la cruz atrial (labra-
da con los símbolos de la pasión de Cristo) se constituían en espacios donde
la comunidad cristiana formada por frailes e indios realizaba sus festivida-
des religiosas y enterraba a sus muertos. Los conjuntos conventuales, de los
que había casi trescientos en 1600, aparecían así como paraísos cerrados,
como espacios que podían guardar y proteger dentro de sus muros a la Igle-
sia indiana que los obispos y autoridades querían destruir y que el Demonio
intentaba socavar con sus idolatrías. En una época de catástrofes, estas edifi-
caciones fueron concebidas en los términos del Apocalipsis como defensoras
de la fe mientras llegaba la destrucción de los últimos días, cuando el último
sello se abriera y la Jerusalén celeste se convirtiera en una realidad.

5. Los ídolos suplantados.


El surgimiento de los santuarios novohispanos

Cuando fue de día, vino el fiscal de la iglesia (que es como mayordomo) y dijo al
religioso que si deseaba saber verdades, mandase a poner al Vigana a cuestión
de azotes, y que descubriría grandes secretos. Hízose y el indio declaró cómo
había ídolos soterrados debajo del altar, y casi todo el pueblo idolatraba, guar-
dando los ídolos en sus casas, acudiendo a un cerro que estaba una legua del
pueblo donde había gran cantidad de ídolos. Este engaño de disimular los ído-
los con las cosas de Dios fue muy universal en toda la tierra.118

118
Agustín Dávila Padilla, Historia de la fundación y discurso de la provincia de Santiago de
la era manierista 175

A fines del siglo xvi, como podemos apreciar en el epígrafe tomado de


la obra del dominico fray Agustín Dávila Padilla, los religiosos tuvieron que
aceptar que la cristianización de los indios era aún incipiente. De todo el te-
rritorio novohispano llegaban noticias de que los cultos a los dioses antiguos
continuaban vivos. Esa necesidad de acabar con esas supervivencias idolátri-
cas fue la que inspiró las obras de fray Bernardino de Sahagún y de fray Diego
Durán y muchos de los temas de las pinturas murales en templos, porterías y
capillas abiertas, destinados a reforzar el cristianismo de fieles parroquianos,
pero insuficientemente instruidos. Para entonces los cambios provocados por
la colonización en la vida cotidiana de los indios habían calado muy profun-
damente y una enorme cantidad de objetos, símbolos y valores de la cultura
occidental habían sido integrados al mundo indígena. Sin embargo, estos ele-
mentos cristianos compartían el espacio de las creencias y de las prácticas
con aquellos heredados de la tradición ancestral que aún pervivía.
Ya fray Bernardino de Sahagún había percibido que la veneración de Je-
sucristo se había dado “conforme a la costumbre antigua que tenían, que
cuando venía alguna gente forastera a poblar cerca de los que estaban ya
poblados, cuando les parecía tomaban por dios al dios que traían los recién
llegados”.119 Esta situación la pinta también fray Diego Durán, que cuenta lo
que un indio le comentó a raíz de una llamada de atención que el fraile le
hiciera por gastarse en una boda el dinero juntado con grandes trabajos:
“Padre no te espantes pues todavía estamos nepantla… que quiere decir estar
en medio […] que ni bien acudían a la una ley ni a la otra”. El mismo fray
Diego aseveraba que era práctica común la asimilación de las fiestas cristia-
nas a las paganas, pues el registro del tiempo del calendario cristiano, junto
con su santoral, eran compatibles con las festividades indígenas y durante
ellas cantaban en voz baja a sus dioses en medio de los cantos a Cristo o a la
Virgen: “Hoy en día lo usan en algunas solemnidades particularmente en
la fiesta de la Ascensión y en la del Espíritu Santo que caen por mayo, y en al-
gunas que corresponden a sus antiguas fiestas. Véolo y callo porque veo pa-
sar a todos por ello, y también tomo mi báculo de rosas como los demás y
voy considerando la mucha ignorancia nuestra”.120
Es muy significativa la segunda parte de la cita y nos muestra una acti-
tud que debió ser común entre los frailes: callar y aceptar pues a la larga el
culto cristiano terminaría por sobreponerse. En este ambiente se situó uno
de los fenómenos más importantes que sucedieron en esa segunda mitad del
siglo xvi: el surgimiento de los santuarios de peregrinación novohispanos,
centros surgidos por la necesidad de suplantar cultos a antiguas divinida-
des, pero aprovechando la sacralidad de los espacios que atraían fieles desde
México de la Orden de Predicadores por las vidas de sus varones insignes y casos notables de Nueva
España, libro ii, cap. 88, p. 636.
119
Fray Bernardino de Sahagún, Arte adivinatoria, en Joaquín García Icazbalceta, Bibliogra-
fía mexicana del siglo xvi..., pp. 382 y ss.
120
D. Durán, op. cit., sección ii, El calendario antiguo, vol. ii, cap. iii, p. 491.
176 la era manierista

épocas ancestrales. A pesar de que algunos religiosos consideraron que estas


manifestaciones podían ser peligrosas, pues ocultaban tendencias idolátri-
cas, la actitud general en ambos cleros fue seguir los dictámenes del Concilio
de Trento que defendía el culto a imágenes milagrosas, siempre que éste re-
cibiera el aval de la autoridad episcopal.
Uno de esos primeros cultos de sustitución apareció en el pueblo de Ame-
cameca, en el cerro Amaqueme que tenía enfrente al volcán Iztaccíhuatl, en
el cual había un santuario a Tláloc, el dios de la lluvia, y a Chalchiuhtlicue,
diosa del agua.121 Desde 1530 fray Martín de Valencia se retiraba a hacer
vida de anacoreta en ese lugar, donde tuvo según sus biógrafos visiones de
san Antonio y san Francisco.122 En 1537, después de la muerte de fray Mar-
tín, los dominicos llegaron a la zona para suplir a los franciscanos, lo cual
incidió en el equilibrio político de la zona. El cronista Domingo de San An-
tón Chimalpahin parece indicar en su Séptima relación que en Amecameca
había dos grupos rivales que cifraban su poder en la presencia de los fran-
ciscanos o de los dominicos en el poblado: uno encabezado por el antiguo
señor Tomás de San Martín Quetzalmaza, protector de Valencia y quien le
permitió asentarse en el cerro sagrado; otro, dirigido por su hermano Juan
de Sandoval Tecuanxayaca, que trajo a los dominicos y apoyó la construc-
ción de su convento en 1547; el mismo autor deja entrever, además, un cierto
descontento de los amaquemecas contra los de Tlalmanalco porque no les
avisaron que habían enterrado el cuerpo del fraile.123
Alrededor de 1564 el cadáver de fray Martín, que según el cronista fray
Jerónimo de Mendieta estaba incorrupto, desapareció misteriosamente de su
tumba en el convento franciscano de ese pueblo y nunca apareció, a pesar
de que en 1580 se publicaron unas letras apostólicas con “graves censuras”
contra quienes habían sustraído la reliquia.124 Tres años después, en 1583,
un grupo de indios de Amecameca entregaron a fray Juan de Páez, vicario
dominico de ese convento, algunas reliquias (silicios, una túnica y dos casu-
llas, según Mendieta, y una casulla confeccionada con pelo de conejo y un
misal, según Chimalpahin) que según decían habían pertenecido a fray Mar-
tín de Valencia.125 La misteriosa desaparición del cadáver del ermitaño y la

121
Pierre Ragon, “La colonización de lo sagrado: la historia del Sacromonte de Amecameca”,
Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xix, núm. 75, pp. 281-300.
122
T. de Motolinia, op. cit., trat. iii, cap. 2, pp. 120 y ss. Véase también la biografía que hizo su
hermano de hábito fray Francisco Ximénez en A. Rubial García, La hermana pobreza..., pp. 211-261.
123
Este cronista señala que Sandoval remarcaba el contraste entre sus frailes dominicos
“con sus hábitos limpios y pies calzados” y los franciscanos de su hermano “con sus andra-
jos sucios y sus pies agrietados”. D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, en Las ocho
relaciones y el Memorial de Colhuacan, vol. ii, p. 195. El mismo autor señala las diferencias entre
los de Amecameca y Tlalmanalco alrededor del cuerpo del venerable Valencia en ibid., vol. ii,
pp. 189 y ss.
124
J. de Mendieta, op. cit., libro v, cap. 13, vol. ii, pp. 295 y ss.
125
Ibid., libro v, cap. 16, vol. ii, pp. 304 y ss. D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima rela-
ción, vol. ii, p. 189. Este autor es el único que da como fecha de esta entrega 1583.
la era manierista 177

entrega del cilicio y de los hábitos del venerable al padre Páez, encajan per-
fectamente en este ambiente de pugnas y de luchas entre pueblos y caciques
por obtener la preeminencia y el control del cerro sagrado.126 Los dominicos,
por su parte, tenían también sus razones para promover el culto de fray Mar-
tín, además de la de obtener el apoyo de las autoridades indígenas locales:
suplantar el santuario dedicado a los dioses del agua por un centro cristiano.
Los dominicos, según Mendieta, mostraban a quien lo pidiera las reli-
quias que se encontraban en la sacristía de Amecameca, e incluso regalaban
trozos de la túnica, hasta que finalmente decidieron ponerlas en la cueva en
una cajita cubierta con una red de hierro, a los pies de un altar en el que se
veneraba una escultura de Cristo muerto que, según el cronista fray Agustín
Dávila Padilla, “se desciende de la cruz y se visita y muestra” en dicha capi-
lla. Para la orden la promoción de este santuario era de suma importancia
pues el convento de Amecameca era paso obligado para su red de misiones
en el valle de Amilpas y la Mixteca.
Sobre la fecha de la colocación de esa escultura existen diferencias entre
los cronistas. Chimalpahin asevera categóricamente que el 20 de junio de
1583 se colocó en la cueva que está sobre el cerro Amaqueme “una imagen
de Cristo yacente en el sepulcro”, en el sitio donde había hecho penitencia
fray Martín de Valencia; esto se hizo a instancias del vicario fray Juan de
Páez, del gobernador de Panoaya Felipe Páez de Mendoza y de los alcaldes
Juan de la Cruz y Bartolomé de Santiago.127 En cambio, fray Agustín Dávila
Padilla señala que en 1579 el general de la armada don Antonio Manrique
había donado para la veneración del Santo Cristo una lámpara de plata.128
Es muy probable que haya un error en la fecha, pero cabría la posibilidad de
que la colocación de la imagen se hubiera dado desde el primer vicariato
de fray Juan de Páez, que según Chimalpahin fue alrededor de 1575.129 Pero
sea que la imagen haya existido antes de las reliquias en la cueva, o que su
colocación haya coincidido con el “descubrimiento” de los objetos de fray
Martín, el hecho es que alrededor de 1580 fray Juan de Páez ya había funda-
do en Amecameca la cofradía del Descendimiento y Sepulcro de Cristo, y se
había promovido una procesión del Santo Entierro para organizar las sun-
tuosas representaciones de Semana Santa que los dominicos comenzaban a
introducir en sus conventos.130

126
En 1570 fray Juan de Páez, entonces vicario en Tetetela, había acompañado a José del
Castillo Ecaxoxouhqui, tlatoani de Tenango e hijo único de Tomás de San Martín Quetzalmaza,
para que fuera gobernador de Amecameca. La situación política había cambiado para la segun-
da mitad del siglo y los dominicos apoyaban ahora a la otra facción. D. de S. A. Muñón Chimal-
pahin, Séptima relación, vol. ii, p. 237.
127
Ibid., vol. ii, pp. 255 y ss.
128
A. Dávila Padilla, op. cit., libro ii, cap. 65, p. 706.
129
Ese año el vicario fray Juan de Páez instaló a don Esteban de la Cruz Mendoza como go-
bernador de Amecameca. D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, vol. ii, p. 243.
130
A. Dávila Padilla, op. cit., libro ii, cap. 65, p. 705.
178 la era manierista

Para 1588 el santuario ya tenía vida propia y en nada lo afectó que ese
año fray Juan de Páez fuera expulsado de la vicaría, junto con su protegido
el cacique Esteban de la Cruz Mendoza, por Juan Bautista de Avendaño y
“unos macehuales”.131 Las nuevas fuerzas que gobernaban Amecameca des-
plazaban a los antiguos linajes y comenzaban a controlar tanto la república
de indios (el cabildo), como el santuario que era el símbolo de identidad del
pueblo. Fray Antonio de Ciudad Real, que visitó el lugar en 1587, cuenta que
“aunque la cueva tiene sus puertas y buena llave con que se cierra, hay de
continuo indios por guardas en otra cuevezuela allí cerca; tañen a sus horas
una campana que tienen en lo alto del cerro, cuando abajo tañen en el
monasterio”.132 Un año antes del “golpe de estado” ya los macehuales se ha-
cían cargo del espacio sagrado en el que habían colocado puerta con cerrojo.
El santuario por lo tanto estaba cerrado al público la mayor parte del tiem-
po, salvo los viernes que se celebraba una misa, y para poder visitarlo fuera
de ese tiempo había que buscar al vicario del convento. El viajero francisca-
no señala que:

Cuando se han de mostrar las reliquias, sube el vicario del convento con la com-
pañía que se ofrece, tocan la campana y júntase gente, encienden algunos cirios,
además de una lámpara de plata que se cuelga de la peña en mitad de la ermita,
y el vicario, vestido de sobrepelliz y estola, abre la caja, y hecha oración al Cristo
le inciensa, y después inciensa las reliquias y muéstralas a los circunstantes, todo
con tanta devoción que es para alabar al Señor en sus santos.133

A pesar de estas limitaciones, para fines del siglo xvi la imagen, reforza-
da por la presencia de las reliquias, atraía a numerosos devotos que, de
acuerdo con el cronista dominico Dávila y el viajero franciscano Ciudad
Real, eran españoles e indígenas, venían desde Chalco y otras regiones y de-
jaban ricas limosnas.134 El nuevo santuario, que por su localización en un
camino muy transitado que comunicaba a la ciudad de México con el sureste
del territorio, se convirtió en breve en uno de los centros de peregrinación
más importantes de Nueva España, pero al parecer su control se mantuvo
bajo la comunidad indígena de Amecameca, por lo menos hasta el siglo xviii.
Otra situación distinta de sustitución se dio en el santuario prehispánico
de Chalma, donde los agustinos promovieron la veneración de la imagen de
un Cristo crucificado en una cueva en la que se veneraba a Oxtotéotl, una
advocación de Tezcatlipoca, pero donde el control indígena desapareció muy
pronto. Según la tradición recopilada por el padre Florencia a fines del siglo
xvii, fray Nicolás de Perea y fray Sebastián de Tolentino, dispuestos a des-

131
D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, vol. ii, p. 263.
132
A. de Ciudad Real, op. cit., vol. ii, p. 222.
133
Idem.
134
A. Dávila Padilla, op. cit., libro ii, cap. 65, p. 705.
la era manierista 179

truir el objeto que habían encontrado previamente en la cueva mayor de


Chalma, descubrieron un prodigio: el ídolo estaba hecho pedazos en el piso,
la cueva se hallaba sembrada de flores y en el altar un crucifijo había suplan-
tado milagrosamente al ídolo-demonio. Esta tradición, sin embargo, aún no
era conocida en 1624 cuando el cronista Grijalva escribía su crónica, pues él
no la menciona. A pesar de ello, un año antes, en 1623, llegaba a la cueva
Bartolomé de Torres, un ex arriero mestizo de Huejotzingo a quien un re-
vés de la fortuna había llevado a entregarse a prácticas ascéticas y a servir,
con consejos y curaciones, a los fieles que visitaban la ermita del Santo Cris-
to. Con tal fama de taumaturgo, como veremos en el siguiente capítulo, el
eremita mestizo comenzó a atraer hacia el santuario gran afluencia de enfer-
mos y suplicantes, por lo que los agustinos de Malinalco le dieron el hábito
de la orden en 1630 por mano de su prior, fray Juan de Grijalva. De nuevo la
presencia de un ermitaño servía para afianzar el culto a una imagen de susti-
tución, pero ahora controlada por una institución eclesiástica. Por otro lado,
es muy probable que la leyenda hierofánica de la cueva haya sido inspirada
por los ermitaños mestizos de Chalma alrededor de la segunda mitad del si-
glo xvii, lo que explicaría el silencio de Grijalva en 1624.
Sin embargo, más importantes que las imágenes de Cristo impuestas so-
bre santuarios prehispánicos fueron las de la Virgen María, muy extendi-
das pues suplantaron a las innumerables divinidades femeninas. Una de ellas
fue la virgen de los Remedios, promoción capitalina del cabildo de México,
dispensadora de lluvias y asociada con la luna. Por Bernal Díaz del Castillo
sabemos que, en el lugar donde pernoctaron durante la huida de la noche
triste, fue construida una ermita a la virgen de las Victorias o de los Reme-
dios, con una pequeña imagen de bulto traída por los conquistadores. Esto
acontecía unos años después de la conquista de Tenochtitlan. Los Anales de
Tlatelolco dan la fecha de 1528 para la “aparición” de dicha virgen en la er-
mita. Fray Diego Durán aseguraba que en el lugar, donde después estaría la
ermita de los Remedios, existía un santuario dedicado a Toci, la diosa abue-
la cuyos atributos eran una rodela guerrera y una escoba; en su templo, co-
nocido como Cihuateocalli (oratorio de mujeres), Cortés descansó durante la
huida de la Noche Triste.135
Por su lejanía de los caminos transitados la primitiva ermita fue aban-
donada por un tiempo hasta que el maestrescuela de la catedral, Álvaro de
Tremiño, la tomó bajo su cuidado hasta que partió a España en 1553, con lo
que el santuario sufrió un nuevo olvido. Finalmente, en 1574 el cabildo de la
capital lo rescató, restauró y puso bajo su cuidado. En un acta capitular de
ese año se atribuye la fundación de la ermita a Hernán Cortés; se menciona el
otorgamiento que el virrey Martín Enríquez hizo a esta corporación del patro-
nato sobre la ermita, su derecho a nombrar un capellán que se hiciera cargo

135
Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cap. 128,
p. 257; D. Durán, op. cit., Libro de los ritos y ceremonias, cap. 93, vol. 2, p. 431.
180 la era manierista

de ella y la obligación de crear una cofradía con miembros del cabildo para
su guarda y administración. A partir de entonces la virgen de los Remedios se
convirtió en la principal benefactora de la ciudad, y el ayuntamiento promo-
vió los traslados de la imagen a la capital durante sequías y epidemias.136
Una vez consolidado el culto, se encargó al mercedario fray Luis de Cis-
neros que recopilara las noticias sobre la imagen en una obra terminada en
1616, pero impresa hasta 1621, intitulada Historia del principio, origen, pro-
gresos, venidas a México y milagros de la santa imagen de Nuestra Señora de
los Remedios. Éste, que fue le primer texto novohispano sobre una imagen
milagrosa, narraba cómo durante la huida de la noche triste la pequeña es-
cultura había sido abandonada por uno de los soldados de Cortés; unos años
después, en el cerro Totoltepec, el indio otomí Juan Ce Cuauhtli fue testigo
de una aparición de esa señora que había combatido con los españoles en
la conquista, y que le pidió “buscase en aquel sitio”, pero no hizo caso y sólo
contó lo sucedido a los franciscanos de Tacuba. Tiempo después, a conse-
cuencia de una caída desde un pilar en la construcción en que participaba, la
Virgen le entregó un cinto de cuero que le devolvió la salud. Este objeto fue
después origen de disputas pues los agustinos, por boca de su cronista Gri-
jalva, acusaron a Cisneros de quitarles la gloria de haber estado presentes en
ese milagro, pues el mercedario no señaló que el cinto era de san Agustín.
Cisneros menciona que gracias a este milagro Juan decidió buscar en el
lugar que María le había señalado y bajo un maguey encontró la pequeña
escultura que se llevó a su hogar. Pero la señora prefería el lugar bajo el ma-
guey, a pesar de las ofrendas que el indio le hacía en su casa. Después de
varios intentos y de una enfermedad grave, Juan fue llevado a la ermita de la
virgen de Guadalupe, y esta imagen le dio órdenes de construir una ermita
en el lugar del maguey a la virgen de los Remedios. Cisneros menciona como
fuente para su narración unas pinturas que decoraban la ermita desde 1595
y que referían esos milagros y unos exvotos que agradecían a la imagen los
favores recibidos.
Después de su fundación y a la muerte de Juan Cuauhtli, señala Cisne-
ros, el santuario fue abandonado pues las obras de los particulares tienen
menos pervivencia que las promovidas por las comunidades, con lo cual que-
daba justificado plenamente el patronazgo del ayuntamiento, corporación
que se hizo cargo de construir una ermita digna para tan importante ima-
gen. Sin embargo, como en toda narración de este tipo, en la de Cisneros las
obras humanas se entretejen con la participación celestial, la cual se mani-
festó en la construcción del santuario. El negro Julián y otros vecinos del
valle tenían cada año esta visión, mientras duró la construcción de la ermita
del cerro Totoltepec: en la festividad de san Hipólito se escuchaba por la no-
che en la inacabada iglesia música de trompetas y flautas, se veían luces y

136
Luis de Cisneros, Historia de el principio, origen, progresos, venidas a México y milagros de
la santa imagen de Nuestra Señora de los Remedios..., pp. 37 y ss.
la era manierista 181

gallardetes y a mancebos indígenas hermosísimos, con rostros resplande-


cientes, que servían de peones y albañiles.137 Dos hechos hay que rescatar de
la narración: por un lado, la presencia de una sociedad plural a la que va di-
rigido el milagro (un negro como testigo del milagro, una ermita financiada
por los criollos y ángeles indios); por el otro, el hecho de que el prodigio su-
cediera el día de la conmemoración de la conquista de Tenochtitlan, celebra-
ción ya sacralizada para esas fechas.
En la narración de Cisneros es también muy significativa la mención a la
otra virgen venerada por la ciudad de México alrededor de 1600: la virgen de
Guadalupe. La primera mención que se tiene de esta “aparición” fue consig-
nada en náhuatl en un texto que lleva por título Nican Mopohua y que en el
siglo xvii se atribuyó a Antonio Valeriano, un discípulo de los franciscanos
en Tlatelolco y gobernador indígena en varios poblados.138
En ese texto se narraban las tres apariciones de la virgen a un indio de
Cuauhtitlán llamado Juan Diego en el cerro del Tepeyac, al norte de la ciu-
dad de México, en 1531; después de la última, unas rosas, prodigiosamente
nacidas en invierno, produjeron la milagrosa impresión de una imagen de la
Inmaculada Concepción con rostro indígena sobre el ayate o tilma de Juan
Diego ante la azorada presencia del obispo fray Juan de Zumárraga. Después
de narrar la curación de Juan Bernardino, tío de Juan Diego, primer milagro
atribuido a la imagen, el texto concluía con una frase que hacía de este icono
un objeto único en su género y diferente a todos los demás: “ninguna perso-
na de esta tierra pintó su querida y venerada imagen”.139
Tiempo antes que se redactara el Nican Mopohua, el Diario en náhuatl de
Juan Bautista hacía mención de la llegada de la virgen de Guadalupe al Tepe-
yac en 1555.140 Este dato se aclara con el informe del provincial de los fran-
ciscanos, fray Francisco de Bustamante, que en esas fechas manifestaba:
“venirles a decir a los indios que una imagen pintada ayer por un indio lla-
mado Marcos hacía milagros era sembrar la confusión y deshacer lo bueno
que se había plantado”. La queja venía a propósito de las declaraciones de
un ganadero de la capital que decía haber recibido una milagrosa curación
de la virgen del Tepeyac y del peligro de promover un culto así en el lugar
donde se veneraba a la diosa Tonántzin. Bustamante era vocero de una posi-

137
Ibid., pp. 223-224; Francisco Miranda Godínez, Dos cultos fundantes: Los Remedios y
Guadalupe (1521-1549), p. 49.
138
Javier Noguez, Documentos guadalupanos, pp. 20 y ss. El texto original del Nican Mopo-
hua, hoy desaparecido, fue publicado por primera vez en 1649 por Luis Lasso de la Vega junto
con otros testimonios guadalupanos. El primero que se lo atribuyó a Valeriano fue Luis Bece-
rra Tanco en 1666, dato que fue ratificado por Carlos de Sigüenza y Góngora a fines del siglo.
Contemporáneamente Ángel Ma. Garibay, basado en esta atribución y en el análisis lingüístico
del texto, asegura que debieron ser varios los autores.
139
Antonio Valeriano, Nican Mopohua, p. 100.
140
Juan Bautista, Anales, p. 161. En la Séptima relación de Muñón Chimalpahin se da tam-
bién una fecha muy cercana a ésta: 1556 (ver Las ocho relaciones..., vol. ii, pp. 209 y ss.).
182 la era manierista

ción generalizada entre los franciscanos y avalada por fray Bernardino de


Sahagún sobre el ocultamiento que los indios realizaban de ritos idolátricos
bajo las imágenes cristianas. Resulta por demás significativo que, en res-
puesta a esa diatriba, el arzobispo Alonso de Montúfar fuera en esos días al
Tepeyac y diera un sermón (traducido por un intérprete) sobre la imagen y
cómo debía ser su veneración, con el fin de descargarse de la acusación de
inducir a la idolatría. Posiblemente la imagen, bajo la advocación de Guada-
lupe de Extremadura, había sido colocada por el mismo arzobispo Montúfar
en 1555 para contrarrestar la influencia de los franciscanos, con quienes ha-
bía tenido varios pleitos sobre el cobro de diezmos a los indios. La elección
de dicha advocación no fue gratuita pues en la capital habitaban muchos espa-
ñoles procedentes de la región extremeña, que habían puesto ahí una ermita
de Guadalupe.141
Muy pronto la virgen de Guadalupe tuvo una buena acogida por parte
de los habitantes españoles de la ciudad (aunque menor a la que tuvo la de
los Remedios). Por ello, el arzobispo Montúfar se interesó en favorecer al
santuario y cobró sus crecientes limosnas, razón que provocó algunos con-
flictos con su cabildo catedralicio. A partir de 1566 los virreyes comenzaron
a ser recibidos en la ermita antes de su entrada a la capital, lo que es mues-
tra también de su importancia para esas fechas.142 Años después el arzo-
bispo Pedro Moya de Contreras regularizó el empleo de limosnas destinán-
dolas para dotes de huérfanas, creó las constituciones para una cofradía de
Guadalupe y nombró el primer capellán para el santuario. Sin embargo, y a
pesar de encontrarse en un importante acceso a la capital, no fue sino has-
ta 1622 que se concluyó en el Tepeyac la primera iglesia en forma, a cuya
consagración acudió el arzobispo Juan Pérez de la Serna, posiblemente el
mayor promotor del culto en estas primeras décadas del siglo xvii. Desde
su llegada a la capital en 1613 este prelado instauró como ritual para los
futuros arzobispos postrarse ante la imagen e invocarla como su “estrella”
o “norte” de su labor pastoral. Pérez de la Serna fue también quien mandó
al grabador flamenco Samuel Stradanus el primer grabado de la imagen
rodeada de sus exvotos, prueba de que para estas fechas ya estaba muy di-
fundido el culto en la capital. Años antes, en 1606, el pintor vasco Baltasar
de Echave Orio realizaba la copia pictórica más antigua de la imagen.143 No
cabe duda que los promotores de esas obras, los arzobispos y sus cabildos ca-
tedralicios, estaban muy interesados en darle impulso al santuario sobre el

141
Edmundo O’Gorman, Destierro de sombras. Luz en el origen de la imagen y culto de Nuestra
Señora de Guadalupe del Tepeyac, pp. 65 y ss.
142
Francisco Iván Escamilla, “Próvido y proporcionado socorro. Lorenzo Boturini y sus pa-
trocinadores novohispanos, una primera aproximación”, en Francisco Xavier Cervantes, Alicia
Tecuanhuey y María del Pilar Martínez (eds.), Memorias del Coloquio Poder Civil y Catolicismo
en México, Siglos xvi-xix, pp. 129-149.
143
Jaime Cuadriello, “La propagación de las devociones novohispanas: las guadalupanas y
otras imágenes preferentes”, en México en el mundo de las colecciones de arte..., vol. i, p. 258.
la era manierista 183

cual tenían un gran poder, pues controlaban tanto el nombramiento de sus


capellanes como la administración de sus rentas.144
A diferencia de la virgen de los Remedio, cuyos traslados fueron cons-
tantes desde las tres últimas décadas del siglo xvi, no fue sino hasta 1629 que
se dio el primer traslado de la imagen del Tepeyac a la catedral de la capital
con el fin de aplacar la inundación que la asolaba. Aunque presentaban algu-
nas semejanzas (ambas controlaban las aguas y se aparecieron a videntes
indígenas en cerros donde se veneraban diosas prehispánicas) las dos imáge-
nes se diferenciaban profundamente: una, representada con el niño en los
brazos, remontaba su fabricación a un acto humano; la otra, una Inmacu-
lada sin niño, comenzó a ser considerada una creación directa del cielo, ma-
nifestación de la potencia divina cuya imagen comenzó a asociarse con el
águila y con el sol.145 Guadalupe estaba aún muy vinculada a los españoles.
Con el tiempo, iconos como los de Los Remedios, Chalma, Amaqueme o
Guadalupe comenzaron a aglutinar en todas las regiones de Nueva España
los sentimientos de pertenencia al terruño y atraían a sus santuarios a nume-
rosos peregrinos agradecidos por los favores recibidos o que buscaban salud
y fortuna. En el santuario confluyeron las “mandas”, las promesas corporati-
vas o individuales, las limosnas, las ofrendas, los exvotos y las peregrinacio-
nes. En la mayoría de los casos, el proceso devocional se iniciaba con un cul-
to desarrollado en el ámbito popular, que con el tiempo era promovido por el
clero local y por los obispos españoles hasta convertirse en una devoción re-
gional. En forma paralela, se expandían esos cultos por medio de sermones,
retablos, pinturas, grabados, santuarios sufragáneos, cofradías y hermanda-
des que organizaban fiestas y procesiones e imágenes peregrinas, copias fieles
de los originales que realizaban giras promocionales para recolectar limosnas
y expandir su culto.
Los santuarios de peregrinación fueron muestra de una realidad que ya
había cambiado profundamente en la segunda mitad del siglo xvi. La con-
trarreforma católica, además de fortalecer la posición de los clérigos como
rectores sociales y de ejercer mayores controles sobre la religiosidad popular,
estaba dando un gran espacio al culto de reliquias e imágenes. Por otro lado,
desde las últimas décadas del siglo xvi, los eclesiásticos buscaban respuestas
adecuadas para una nueva realidad social. Primero, porque el estancamiento
de la misión en el área de Mesoamérica, ya aparentemente “cristianizada”
para entonces, y las pocas perspectivas que había en el norte, asolado por la
guerra chichimeca, hacía necesaria la búsqueda de un nuevo sentido religio-
so. En segundo lugar, la persistencia de las idolatrías entre los indios con-
vertidos, y la fuerte presencia de los curanderos, continuadores de los ritos
antiguos, forzaban al clero a cambiar los métodos de la misión. En tercer

144
F. Miranda Godínez, op. cit., pp. 46, 295 y ss.
145
Solange Alberro, “Remedios y Guadalupe: de la unión a la discordia”, en Manuel Ramos y
Clara García (eds.), Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, pp. 315-329.
184 la era manierista

lugar, el surgimiento de nuevos grupos desarraigados que era difícil integrar


al sistema (como los mestizos, los indios plebeyos enriquecidos, los esclavos
negros, los criollos y los emigrantes españoles) sólo podían sujetarse a la
Iglesia institucional por medio de una actividad pastoral adecuada a tales
situaciones y que incluyera cultos atractivos y promesas que llenaran sus
expectativas de salud y bienestar. En estas realidades, los prodigios fueron
uno de los mejores aliados de la Iglesia para crear nuevos códigos de socia-
lización y de control. En ellos encontraron los eclesiásticos el lenguaje que
se enfrentaría a las idolatrías y que integraría, bajo el cuidado de una Iglesia
institucional, a los grupos desarraigados que estaban surgiendo.
Entre todos los santos quizás el que tuvo una mayor presencia en el ámbi-
to novohispano fue san Miguel. Luis Juárez pintaba a principios del siglo xvii
un lienzo en el que un rubicundo arcángel san Miguel vence a un Satanás con
facciones indígenas; detrás de esta obra podemos encontrar una definición
del cristianismo muy novohispana, en la que se ha suplantado al musulmán y
al protestante del viejo mundo por el idólatra del nuevo. En el cuadro, ade-
más, la lucha no se lleva a cabo en el ámbito celeste previo a la creación del
cosmos, sino en una tierra con árboles y montañas, con lo que se hacía refe-
rencia a un hecho actual: las idolatrías seguían vivas en las comunidades in-
dígenas como lo mostraban las obras de Jacinto de la Serna y Hernando Ruiz
de Alarcón, quienes encabezaban una campaña de extirpación de tan nefastas
costumbres. Unos años después, en un paraje cercano a Tlaxcala, un santua-
rio dedicado al arcángel guerrero comenzaría a atraer numerosos peregrinos
y el pozo de agua que en él se encontraba sería utilizado para impulsar un
nuevo culto sobre una zona de veneración a dioses ancestrales.

6. El corporativismo y el culto a los santos,


a las reliquias y a las imágenes

Cogió en sus manos las tres calaveras [de los mártires] que allí estaban y besán-
dolas, lo mismo [que] los religiosos que allí nos hallábamos, las hizo poner en
una caja de madera pintada y aforrada... para trasladar estos santos huesos en la
iglesia de este dicho convento de Guadalajara... y viendo el gran sentimiento que
hicieron los naturales del pueblo de Ezatlán... les dejó la cabeza de fray Antonio
de Cuéllar.146

Con estas palabras describe el cronista franciscano fray Antonio Tello el


traslado a Guadalajara que realizó, en 1630, el provincial fray Pedro de Sal-
vatierra de los restos mortales de los mártires fray Juan Calero, fray Francis-
co Lorenzo y fray Antonio de Cuéllar, muertos por manos de los rebeldes del

146
Antonio Tello, Crónica miscelánea de la santa provincia de Xalisco (compuesta en 1652),
libro iv, cap. 1, vol. iv, pp. 14 y ss.
la era manierista 185

Mixtón en 1541 y sepultados en Ezatlán a mediados del siglo xvi. Al igual


que muchas reliquias confiscadas, para los intereses de los religiosos un crá-
neo o un cuerpo incorrupto eran más útiles en el ámbito urbano de los es-
pañoles y mestizos que en el pueblo indígena.
El mismo cronista Tello cuenta que el traslado de los huesos se hizo con
gran aparato procesional; la caja con las reliquias fue llevada bajo un dosel y
fue acompañada por el gobernador de Nueva Galicia, el provincial de los fran-
ciscanos de Jalisco y varios indios principales de Ezatlán; al pasar por las ca-
lles de Guadalajara, las multitudes vitoreaban el cortejo desde las azoteas, se
acercaban al dosel para besar sus orlas y se inclinaban al paso de las reliquias
mientras campanas, trompetas y chirimías festejaban con sus sonidos el acon-
tecimiento. Y, por supuesto, a partir de que fueron depositados en la iglesia de
los franciscanos, los restos de los mártires empezaron a realizar milagros, cla-
ra muestra de la anuencia de sus propietarios al traslado y de la aceptación de
su nuevo ámbito de actuación. Con los milagros quedaba también demostra-
do que los ritos del traslado habían cumplido su doble función: hacerle publi-
cidad a la recientemente creada devoción, renovando la utilidad sanadora de
los huesos de los mártires y sacralizar su nuevo entorno, la ciudad de Guada-
lajara. Esa necesidad de utilizar a los mártires del norte para darle una poten-
cia sacralizadora a nuevos lugares que la requerían se dio también en la re-
cién fundada villa de Durango, a la que se llevaron los restos de varios jesuitas
muertos por los tepehuanes después de la rebelión de 1616.147
A finales del siglo xvi otra ciudad se beneficiaba con un traslado, pero
ahora no eran los huesos de unos mártires sino una cruz de madera conser-
vada milagrosamente desde la época apostólica. Se trataba de la venerada
cruz de Huatulco trasladada a Oaxaca por su obispo, el criollo Juan de Cer-
vantes (1609-1614). Según los indios, señalaba el cronista González Dávila,
dicho objeto había sido traído por “un hombre blanco y barbado” antes que
llegasen los españoles y a pesar de ser de madera parecía indestructible.148
La cruz, que había sido incendiada sin éxito por unos piratas ingleses que
asolaron las costas del Pacífico, fue llevada a la capital, Oaxaca, a pesar de la
oposición armada que presentaron los indios de Huatulco. La cruz era de
nuevo una reliquia “indígena” expropiada que le daba prestigio a una ciudad
de españoles.
Puebla muestra el tercer caso de una “sacralidad importada”. En 1582
fray Diego Rangel, guardián del convento de Tlaxcala, hizo una información
jurídica a Alonso de Nava, alcalde de la ciudad, sobre el origen de una ima-
gen de la virgen con el niño llamada La Conquistadora y, aunque no se con-
serva el original de dicha información, hubo dos ediciones de ella, una en

147
Richard C. Trexler, “Alla destra di Dio. Organizzazione della vita attraverso i santi morti in
Nuova Spagna”, en Church and Comunity 1200-1600. Studies in the History of Florence and New
Spain, pp. 511-548.
148
Gil González Dávila, Teatro eclesiástico…, p. 229.
186 la era manierista

1666 y otra en 1804.149 En ese documento, los testimonios de indígenas seña-


laron que la imagen originalmente fue propiedad de Gonzalo Acxotécatl, se-
ñor de Atlihuetzia, quien la había recibido de Cortés. Los frailes la habían
trasladado al convento de Tlaxcala y de ahí fray Andrés de Ribas se la llevó a
sus viajes misioneros para depositarla finalmente en el convento de Puebla,
donde, desde 1595, una cofradía estaba consagrada a su culto.150 A princi-
pios del siglo xvii fray Juan de Torquemada, en su Monarquía indiana (edita-
da en 1615), da la primera noticia del culto diciendo: “En esta dicha iglesia
[de San Francisco de Puebla] está también la imagen de Nuestra Señora que
llaman la conquistadora, que dicen los antiguos que la trajeron los primeros
que vinieron de España, a la cual hallaron favorable en diversas ocasiones, y
por hablar más ciertamente en todas, y la tienen en gran veneración, la cual
resplandece por milagros y la tienen por reliquia muy preciosa”.151
El párrafo está a continuación de una breve referencia a otra importante
reliquia que guardaba el convento, el cuerpo de fray Sebastián de Aparicio,
“a quien Dios ha querido ilustrar con gran suma de milagros que por sus me-
recimientos ha obrado en muchas personas”.
Muerto en el 1600 a los noventa y ocho años, el hermano lego era uno de
los humildes colonos que estuvieron en los inicios de Puebla, pues había lle-
gado recién fundada la ciudad. Fray Juan Torquemada lo proponía como un
símbolo más del papel rector que tenían los franciscanos en la sociedad po-
blana, por lo cual, y para promover su beatificación, escribió en 1602 su vi-
da, la primera hagiografía novohispana de un “santo” local.152 Además de sus
largas correrías por el Bajío en busca de limosnas para el convento, este her-
mano lego se había distinguido por practicar la vida de los anacoretas en una
ermita en la oquedad de un encino que se encontraba a las afueras de Pue-
bla. El lugar se volvió un centro de peregrinación, los frutos y hojas del árbol
eran solicitados como reliquias y en su entorno se construyó en 1639 una
capilla dedicada a una imagen de Nuestra Señora del Destierro.
Aunque el cuerpo de Aparicio no fue colocado en un lugar especial en el
templo, por no ser aún un venerable, al parecer sí estaba cerca de la imagen
de La Conquistadora, situada a un lado del altar mayor dentro del relicario
con el águila bicéfala austriaca que aún conserva. Es muy significativo que
esta promoción de la Conquistadora se diera en los momentos en los que la
virgen de los Remedios (otra “conquistadora” asociada con Cortés) estaba

149
Véase Rosa Denise Fallena Montaño, La imagen de la Virgen María en la conquista. El caso
de la Conquistadora de Puebla.
150
Eduardo Merlo Juárez y José Antonio Quintana Fernández, Las iglesias de la Puebla de los
Ángeles, pp. 231-232.
151
J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro iii, cap. 30, vol. i, p. 430.
152
Véase J. de Torquemada, Vida y milagros del santo confesor de Cristo, fray Sebastián de
Aparicio, fraile lego de la Orden del Seráfico Padre San Francisco de la Provincia del Santo Evange-
lio... El texto es sumamente raro. El padre Francisco Morales posee una copia y Norma Durán
está preparando su edición.
la era manierista 187

siendo exaltada como patrona de la capital. En 1631, los franciscanos cedían


el patronato de la imagen al cabildo de la ciudad y en 1665 a sus expensas
se construía una nueva capilla para la imagen en el mismo templo.153 Con su
Conquistadora, los poblanos (y no sólo el convento de San Francisco) comen-
zaban a generar símbolos que mostraban su competencia con la capital.
De hecho esa competencia se puede apreciar en el texto que fray Luis de
Cisneros publicaba sobre la segunda imagen en 1621 y en el que señalaba,
después de mencionar que Cortés había colocado en el templo mayor de
México a la virgen de los Remedios en lugar del dios derribado:

Aunque no falta quien diga que esta imagen […] fue la que llaman Conquistado-
ra que está en el convento de Nuestro Padre San Francisco de la Puebla. Pero
que sea ella téngalo por dificultoso de creer, porque estando en México, cabeza
del reino, y en tiempos que no había en él sino pocas o ninguna imagen de Nues-
tra señora, no había de querer el marqués privar de aquella reliquia a México y
dejarle desamparado del favor de virgen.154

A pesar de la autoridad de Cisneros, los poblanos no aceptaron tan fácil-


mente esta declaración, como se puede ver en una nota a la edición de las
informaciones de 1582 que señala: “Puédese piadosamente presumir que si
se apareció [la virgen…] echando tierra en los ojos a los indios y favorecien-
do a los españoles en la calle de Tacuba y otras partes fue esta santísima
imagen como Conquistadora”.155 Para los poblanos era esta virgen, y no la de
los Remedios, la que ayudó a la caída de Tenochtitlan.
Ese mismo fenómeno de sacralidad importada lo podemos observar con
dos imágenes milagrosas de la capital: los cristos de Totolapan e Ixmiquil-
pan, expropiados a los indígenas y trasladados a templos de la ciudad de
México. En el primer caso, el del Señor de Totolapan, la imagen estuvo aso-
ciada desde su “aparición” con el misionero y ermitaño agustino fray An-
tonio de Roa, famoso por su violento ascetismo y por su labor en la Sierra
Alta y en los conventos del área de Oaxtepec. En contraste con el silencio que
Grijalva guarda sobre el milagroso Cristo de Chalma, la primera narración
del prodigio del de Totolapan se la debemos a su pluma y a su crónica. Un
día del año de 1543, narra el cronista, el padre Roa recibió en la portería del
convento a un indio que le entregó un Cristo que llevaba envuelto en una sá-
bana. Fray Antonio, que deseaba que el pueblo poseyera una imagen similar
al Santo Cristo de Burgos, comenzó a hacerle las reverencias apropiadas y
cuando quiso buscar al indio éste había desaparecido, por lo que se supuso
que el portador no era humano sino un ángel.156
153
Mariano Fernández de Echeverría y Veytia, Historia de la fundación de la ciudad de la Pue-
bla de los Ángeles en la Nueva España..., libro ii, cap. xix, vol. ii, pp. 292 y ss.
154
L. de Cisneros, op. cit., cap. vi, p. 46.
155
Citado por Fallena Montaño, op. cit., p. 70.
156
J. de Grijalva, op. cit., libro ii, cap. 22, pp. 225 y ss.
188 la era manierista

Javier Otaola, quien ha estudiado este caso, atribuye esta primera mani-
festación a una serie de hechos: los agustinos habían fundado su convento
de San Guillermo en Totolapan en 1535 y al año siguiente a él se acogían los
frailes expulsados de Ocuituco por el obispo Zumárraga, el encomendero del
pueblo, quien tenía con ellos un pleito por los excesivos trabajos a los que
obligaban a sus indios. En ese ambiente de conflicto y como una forma de
afianzar su presencia en la zona, los agustinos iniciaron el culto a un Cris-
to crucificado alrededor de 1540. Por otro lado, apenas unos años atrás, en
1532, Totolapan había sido reconocida como cabecera independiente con un
corregidor, frente a las pretensiones de Hernán Cortés de unirla a Oaxtepec
que formaba parte de su marquesado. El milagroso Cristo daba también por
tanto al pueblo un signo de identidad paralela a esa autonomía política re-
cién adquirida.157
Cuarenta años estuvo el Cristo en San Guillermo Totolapan hasta que en
1583 los agustinos decidieron trasladarlo al recién fundado colegio agustino
de San Pablo en la ciudad de México. El pretexto, una epidemia que comen-
zó en 1581 en la capital, causando en dos años la muerte de veinticuatro reli-
giosos agustinos; el objetivo real, dotar de una imagen milagrosa al Colegio
de San Pablo de la capital, recientemente fundado e instalado como parro-
quia de indios contra la voluntad del arzobispo Pedro Moya de Contreras. La
recepción del nuevo Cristo fue suntuosa y el cronista Chimalpahin señala
que “salieron a recibirlo al matadero de Xoloco los religiosos de las diversas
órdenes”, y añade que poco después de San Pablo lo trasladaron a la iglesia
de San Agustín, “donde actualmente se encuentra”.158
Los agustinos de la capital, interesados en dotar a su nuevo colegio de
una imagen prestigiosa, comenzaron a promover el culto al Cristo divul-
gando varios de sus milagros, entre otros, su crecimiento inusual en la Cua-
resma, sus sudoraciones, la “grandísima luz y blancura” que lo rodeaba y la
curación de una viuda que padecía de hidropesía, asmas y flujo de sangres.
Todo esto atrajo la atención de la Inquisición, posiblemente enviada por el
arzobispo de México, y las averiguaciones comenzaron en la ciudad de Méxi-
co y en Totolapan. De ellas surgió el “Expediente del Santo Cristo de Totola-
pan y milagros que los frailes agustinos les imponían”.159 En él, a los testimo-
nios de los milagros del Cristo, se aunaron aquellos sobre la vida penitente de
Antonio de Roa, sobre las costumbres del culto local para el Cristo y de la
hermandad que se formó alrededor de la imagen.
Uno de los declarantes en el expediente, Domingo de Tolentino, indio de
setenta y seis años y que había sido gobernador de Totolapan cuarenta años
atrás, aseguró que él había estado presente en la portería del convento cuan-

157
Javier Otaola, “El caso del Cristo de Totolapan. Interpretaciones y reinterpretaciones de
un milagro”, Estudios de Historia Novohispana, núm. 38, pp. 19-38.
158
D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, vol. ii, p 257.
159
agnm, Inquisición, v. 202, exp. 7, año de 1583.
la era manierista 189

do “un indio mozo, vestido con vestiduras blancas y muy hermoso de ros-
tro”, trajo el crucifijo y lo entregó al padre Roa. Así, utilizando la versión ofi-
cial de los agustinos, Domingo se insertaba como testigo presencial del
milagro.160 A la larga el Santo Cristo de Totolapan llegó a tener tanta impor-
tancia que los agustinos decidieron trasladarlo a la iglesia de San Agustín,
anexa a su convento matriz de la capital, donde curiosamente reposaban los
restos del “ermitaño” fray Antonio de Roa.
A principios del siglo xvii se trasladaba a la capital otro Cristo milagroso
del ámbito indígena: el señor de Ixmiquilpan. La imagen había sido llevada a
Mapeté (o el Cardonal), un poblado minero dependiente del convento agusti-
no de Ixmiquilpan, por el español Alonso de Villaseca en 1545, y fue coloca-
da en una modesta capilla sin que nadie se ocupara de ella.161 La primera
noticia de un milagro realizado por esta imagen y de su traslado a la capital
la da el cronista Gil González Dávila en su Teatro eclesiástico (publicado en
Madrid en 1649) al final de la vida del arzobispo Juan Pérez de la Serna:

En el lugar de las minas de Ixmiquilpan en 17 del mes de febrero del año de


1621, una imagen de bulto de Cristo crucificado, que estaba en la iglesia de ese
lugar, que es vicaría de padres de San Agustín, sudó tres veces con un sudor muy
copioso. Y más adelante por el mes de julio […] se estremeció en la cruz a la vista
de mucha gente […] El arzobispo formó proceso del caso y de los muchos mila-
gros que Dios ha obrado por ella, y trasladó la santa imagen de donde estaba,
que es tierra de chichimecos, y la colocó en el convento del Ángel de la Guarda
de la ciudad de México.162

González Dávila, quien jamás visitó América, ignoraba que el monaste-


rio donde fue depositado el Santo Cristo no era el del Santo Ángel, sino el de
San José de las Carmelitas Descalzas. Páginas atrás, el mismo autor señala-
ba que en 1616 (cinco años antes del traslado), el capellán de ese monaste-
rio, Francisco de Losa, había colocado en la iglesia recién fundada y promo-
vida por el mismo arzobispo Pérez de la Serna, el cuerpo del ermitaño
Gregorio López. Este personaje, famoso por su sabiduría y ascetismo, había
muerto en olor de santidad en el vecino pueblo de Santa Fe, y Losa, que es-
cribiría una biografía de él años después, había sustraído en secreto su cadá-
ver quince días antes de la dedicación de la iglesia de San José, con la anuen-
cia del arzobispo.163 Al igual que el Cristo que llegaría después, esta reliquia

160
J. Otaola, “El caso del Cristo de Totolapan…”, op. cit., p. 30.
161
William B. Taylor, “Two Shrines of the Cristo Renovado: Religion and Peasant Politics in
Late Colonial Mexico”, The American Historical Review, vol. 110, núm. 4: 50 pars. http://www.
historycooperative.org/journals/ahr/110.4/taylor.html.
162
G. González Dávila, op. cit., p. 59.
163
Mariana de la Encarnación, Crónica del convento de las carmelitas descalzas de la ciudad
de México. 1641, publicado por Manuel Ramos Medina, Místicas y descalzas..., México, 1997, pp.
357 y ss.
190 la era manierista

del ermitaño muerto expropiada a los indios se convertía en un importante


elemento para reforzar la sacralidad del nuevo templo de monjas y el presti-
gio de su fundador el arzobispo. Aunque la reliquia estuvo poco tiempo en
ese recinto, pues el arzobispo Francisco Manzo y Zúñiga, que había hecho
una donación de cuatro mil pesos para la causa de beatificación de Gregorio
López, dejó la orden de trasladar las reliquias del ermitaño a la catedral de
México, espacio de mayor jerarquía para quien se esperaba fuera un santo
canonizado por la Iglesia.164
Muy posiblemente alrededor de esta pérdida para las carmelitas comen-
zó a elaborarse una leyenda mucho más compleja sobre el Santo Cristo de
Ixmiquilpan, en la cual la imagen, carcomida por la polilla y la humedad en
la sacristía de una ermita de Mapeté, se renovó milagrosamente como vere-
mos en los capítulos siguientes. De nuevo el binomio imagen-ermitaño era
utilizado para reforzar la sacralidad de un nuevo templo capitalino, pero
ahora la promoción correspondía no a una orden religiosa sino al episcopa-
do, a las monjas carmelitas y al clero secular.
Podemos observar, por tanto, que los agentes que promovían este tipo
de cultos eran autoridades y corporaciones que en la era manierista esta-
ban en plena expansión: el episcopado y el clero secular que participaron
activamente a través de los cabildos eclesiásticos, de los concilios provincia-
les y de la universidad; y las órdenes religiosas que, inmersas también en el
movimiento contrarreformista, promovieron el culto a sus propios santos y
devociones. A los mendicantes evangelizadores se unieron después de 1570,
carmelitas, mercedarios y dieguinos (o franciscanos descalzos) con nuevas
perspectivas, exigencias y devociones, la Compañía de Jesús con su espíritu
sincrético y adaptable a las nuevas formulaciones y varias congregaciones de
religiosas monjas con su espiritualidad sentimental y afectiva.
Estas provincias religiosas hicieron uso de muy diferentes elementos
para generar sus identidades, las cuales rebasaban el ámbito local urbano
y abarcaban todos los territorios en los que las provincias tenían injerencia.
Esta función tuvieron las crónicas mendicantes mencionadas arriba al exal-
tar a sus misioneros de la Edad Dorada. La Compañía de Jesús, llegada más
tarde, también desarrolló a principios del siglo xvii una extensa narración
de sus orígenes en Nueva España desde 1572, aunque su objetivo, a diferen-
cia de las crónicas mendicantes, no iba dirigido a exaltar el pasado como
argumento en las confrontaciones del presente, sino a promover una buena
acogida de su instituto en el futuro y captarse la benevolencia de las elites es-
pañolas. A instancias del general de la orden Claudio Acquaviva, quien pro-
movió la elaboración de una historia general de los jesuitas, los padres Diego
de Soto (nacido en Cuenca), el criollo Gaspar de Villerías y el toledano Juan
Sánchez Baquero (uno de los padres fundadores de la provincia) reseñaron
las fundaciones de casas y colegios en Nueva España, los sucesos adversos y

164
A. Rubial García, La santidad controvertida…, p. 107.
la era manierista 191

favorables que se dieron durante su establecimiento y las vidas de los padres


y hermanos de la provincia. En sus obras, estos cronistas resaltaron sobre
todo la labor educativa de sus correligionarios, actividad distintiva de su ins-
tituto, y salvo la frustrada misión en la Florida que produjo varios mártires,
no estaban interesados aún en dar noticias de la labor desarrollada por la
orden en el noroeste de Nueva España. En cambio, para acentuar su presti-
gio, insistieron en el apoyo recibido por parte de notables personalidades del
siglo xvi: los obispos Vasco de Quiroga, Pedro Moya de Contreras y Antonio
Ruiz de Morales, el virrey Martín Enríquez y el próspero ganadero Alonso de
Villaseca. A pesar de haber quedado manuscritas, estas primeras crónicas
jesuíticas fueron profusamente utilizadas por los historiadores posteriores
de la provincia.165
Otro elemento de identidad y distinción de las corporaciones religiosas
fueron las diversas advocaciones marianas que promovieron: los francisca-
nos difundieron la devoción a la Inmaculada Concepción, que desde la Edad
Media habían favorecido; los dominicos se inclinaron por el culto a la virgen
de Rosario y lo extendieron junto con la práctica de rezar el rosario por me-
dio de varias cofradías; los agustinos mostraron especial predilección por las
advocaciones de la Asunción y de la virgen del Cíngulo; carmelitas y merce-
darios promovieron el culto a sus respectivas Vírgenes “fundadoras”, las del
Carmen y la Merced, y a sus escapularios, y los jesuitas importaron sobre
todo devociones italianas como las vírgenes de Loreto y del Popolo.
Junto a estos cultos marianos, los mendicantes también fomentaron es-
pecialmente la devoción a los mártires; en los murales, portadas, altares y
retablos de sus iglesias y conventos se colocaron imágenes donde se exalta-
ba la muerte de esos personajes y con lujo de detalle se mostraba su sangre
derramada entre los más crueles tormentos. Acuchillados, apedreados, asae-
teados, desollados, quemados, mutilados, esos cuerpos fueron mostrados a
la veneración de todos los grupos de la multiétnica sociedad novohispana.
Es difícil determinar el modo como impactaron estos cultos en el ámbito in-
dígena, pero podemos aventurar que esa enorme cantidad de representacio-
nes asociadas con la sangre, incluidas las de Cristo, debieron constituir para
los indios un rico arsenal de imágenes que los remitían a la violencia de los
tiempos prehispánicos y, sobre todo, a los sacrificios ofrecidos a sus dioses.
Finalmente, cada orden promovió a sus propios santos fundadores como
un medio de propaganda y como parte de su predicación. Así, en el momento
en que una comunidad religiosa trasladaba a otra un templo y su convento,
la que entraba tomaba posesión de su nuevo territorio colocando las imáge-
nes de sus santos por todos lados. En San Juan Teotihuacan, convento cedi-
do por los franciscanos a los agustinos en 1557, éstos, como su primer acto
de posesión, mandaron pintar en la portería la imagen de su santo fundador

165
Véase Dante Alberto Alcántara Bojorge, La construcción de la memoria histórica de la
Compañía de Jesús en la Nueva España, siglos xvi y xvii.
192 la era manierista

y de los santos de su orden. Los indios, que estaban en desacuerdo con este
traslado, para mostrar su oposición al cambio no se conformaron solamen-
te con faltar a los oficios, sino incluso borraron de la portería las imágenes
de los santos agustinos, lo que ocasionó grandes disturbios.166
Detrás de la anécdota de Teotihuacan aparecen dos hechos: por un lado,
el uso político que los frailes hacían de sus santos, y por el otro, la acep-
tación, por negación, que los indios tuvieron de esos códigos. En ese mismo
contexto, pero como muestra de una abierta apropiación, se nos presenta la
siguiente narración de Jerónimo de Mendieta sobre el hábito y el cordón de
san Francisco:

La víspera de San Francisco, en todos los monasterios de su orden... están aguar-


dando más de ochocientos...y mil niños con sus madres y otros parientes y ami-
gos que traen como por padrinos o madrinas de aquella investidura, por la esti-
ma en que la tienen, y traen sus habitillos hechos y cordones para que se los
bendigan y vistan, y con ellos sus candelas de cera blanca y muchos de ellos otras
ofrendas de pan y fruta y otras cosas... El cordón del padre san Francisco no lo
usaban traer los adultos, sino algunos pocos... Mas las indias que se veían en par-
tos trabajosos, desde el principio de su cristiandad comenzaron a pedir remedio
con mucha fe y devoción el cordón... Y así es cosa ordinaria en nuestras casas
tener en la portería... un cordón viejo del que desechan los frailes.167

La narración presenta un carácter apologético, sin embargo, detrás de


ella podemos ver un hecho indudable: los indígenas aceptaron los códigos
religiosos de los conquistadores de forma bastante espontánea. ¿No recorda-
ba el cordón de san Francisco al malinalli, representado a menudo como un
torzal por donde circulaban las fuerzas cósmicas y que estaba asociado con
los nacimientos?
Esa misma sorprendente aceptación podemos notarla en la enorme po-
pularidad que tuvo entre los indios evangelizados por los franciscanos el
culto al apóstol Santiago, sobre todo en una representación en la que los
musulmanes masacrados por el santo eran sustituidos por los indios de la
conquista de México. Alrededor de 1610, en el centro del altar mayor del
templo franciscano de Tlatelolco, un altorrelieve mostraba a un Santiago ma-
taindios (atribuido al escultor Miguel Mauricio) que posiblemente fue man-
dado hacer por fray Juan de Torquemada cuando era prior de ese convento.
La representación es sumamente extraña pues el apóstol aparece como un
guerrero español, cabalgando sobre un brioso caballo de ojos azules, blan-
diendo una espada contra unos guerreros con penachos de plumas. A sus
pies aparece una figura con los brazos y los pies formando una suástica, de
acuerdo con los cánones simbólicos prehispánicos que representaban así a

166
J. de Mendieta, op. cit., libro iii, cap. 59, vol. i, pp. 521 y ss.
167
Ibid., libro iii, cap. 56, vol. i, p. 501.
la era manierista 193

los muertos en batalla. No había lugar a dudas sobre la participación activa


del apóstol en la mortandad provocada por la conquista. Lo más significativo
era que la imagen estaba en Tlatelolco, el espacio donde tuvo lugar uno de
los más sangrientos pasajes de la conquista y sede de la segunda parcialidad
o gobierno indígena de la capital.
La imagen de Santiago mataindos muestra que, para fines del siglo xvi, el
proceso evangelizador ya estaba consolidado y había modelado todos los as-
pectos de la vida de las comunidades autóctonas, las que ya habían insertado
la conquista y sus santos como parte de su identidad. En el proceso de cris-
tianización los frailes no habían dudado en hacer varias concesiones, no sólo
asimilando a los santos guerreros a los conquistadores, sino también adap-
tando elementos indígenas e insertándolos dentro del contexto cristiano. Uti-
lizaron, por ejemplo, las similitudes de ambas religiones para imponer san-
tos, santuarios y celebraciones del cristianismo sobre los dioses tutelares, los
centros ceremoniales y las fiestas agrícolas que tenían significados semejan-
tes, e hicieron también uso de términos (como Mictlán para definir el infierno
o tlacatecolotl por diablo) y de símbolos indígenas (como el águila y el nopal,
la vírgula de la palabras, las plumas o las piedras preciosas) que fueron inte-
grados en los textos destinados a la enseñanza de la doctrina, en las pinturas
murales de los conventos, en las esculturas, en las fiestas y en las procesiones
y representaciones teatrales. Con estas actitudes facilitaron la creación de
puentes entre ambas culturas y la aparición de fenómenos de sincretismo.
Pero no sólo los pueblos indígenas adaptaron a los santos a sus necesida-
des, ese mismo fenómeno puede ser observado en el ámbito de las ciudades
y villas. En 1609 fue descubierta una rebelión de negros en la ciudad de
México programada por los rebeldes para el 5 de enero, celebración de los
Reyes Magos; los africanos, erradicados violentamente de sus tierras nativas,
pretendían nombrar un rey negro que los liberara de la esclavitud, con lo
que mostraban que habían asimilado al santo cristiano Baltasar como algo
propio.168 Pero lo más común no fue este radicalismo sino la aceptación su-
misa de los códigos europeos de veneración a los santos. En Oaxaca, una
ermita al mártir san Sebastián fue colocada a mediados del siglo xvi en un
cerro cercano a la capital para pedir ayuda contra las epidemias; el lugar pri-
vilegiado en que estaba la capilla sería a futuro utilizado para construir el
santuario de la virgen de la Soledad. Caso similar aconteció en la ciudad de
Tlaxcala con la ermita de San Lorenzo, situada en el monte vecino, espacio
que se destinaría para la virgen de Ocotlán en el siglo xvii. A partir de que en
el Primer Concilio Provincial de 1555 el arzobispo Montúfar propuso que se
nombrara a san José “patrono y abogado de la Iglesia novohispana”, las ca-
pillas dedicadas a ese santo se multiplicaron en todas las urbes.169

168
J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro v, cap. 70, vol. ii, p. 564.
169
J. Cuadriello, “San José en tierra de gentiles: ministro de Egipto y virrey de las Indias”,
Memoria. Revista del Museo Nacional de Arte, núm. 1, pp. 5-33.
194 la era manierista

Sin embargo, las ciudades tenían una peculiaridad casi ausente en los pue-
blos de indios, el culto a las reliquias, siendo las órdenes religiosas las princi-
pales interesadas en promover su importación desde Europa para sacralizar
los templos y consagrar los altares. En 1544 hay noticias de que los domini-
cos trajeron desde Alemania reliquias de las once mil vírgenes que habían
sido arrojadas a las calles por los protestantes. Décadas después, en 1573, el
agustino fray Alonso de la Veracruz trajo un trozo de la cruz de Cristo y otras
reliquias de san Pedro y san Pablo para los templos de su orden.170 En 1577,
como veremos, los jesuitas promovieron la importación de numerosas reli-
quias para la capital, acto que le dio un enorme prestigio a la recién llegada
congregación. Estos objetos se exponían como tesoros preciados en hermo-
sos relicarios de plata y cristal, se les llevaba en procesión para acabar con
inundaciones y epidemias e incluso se les utilizaba para disminuir la violen-
cia de los incendios arrojándolas al fuego o en los exorcismos para expulsar
a los demonios. A veces también se les ingería o se les esparcía por los cam-
pos para darles fertilidad o protegerlos contra las heladas. Pero las reliquias
no sólo eran partes del cuerpo de los santos o cuerpos enteros, la mayoría de
las veces eran sólo objetos que les pertenecieron, trozos de hábito, cartas, el
polvo de su sepultura, sustitutos necesarios sobre todo cuando el cuerpo no
estaba disponible.
La profusión de cultos a las reliquias era consecuencia tanto del interés
de los frailes por promover tales manifestaciones religiosas como de la nece-
sidad de la población de poseer una tierra santificada. Tal fenómeno partía
ciertamente de una Iglesia formada y controlada aún por elementos penin-
sulares, cuyos intereses y actitudes estaban enmarcados dentro de la tradi-
ción europea; al fin y al cabo la mayoría de los personajes que recibían tales
muestras de veneración habían nacido en España. La nueva espiritualidad,
además de convertir esta tierra en un espacio sagrado y santificado y de dar-
le prestigio a las órdenes religiosas que las poseían, creaba con los prodigios
cristianos nuevos códigos de socialización frente a las idolatrías e integraba
a los grupos desarraigados; frailes y monjas tuvieron un papel similar.
El culto a los santos, a las imágenes y a las reliquias en las ciudades no
sólo fue una promoción propia de las órdenes religiosas, de las monjas y del
episcopado. Ahí, el complejo mundo corporativo propició la multiplicación
de cultos y con ello de fiestas e imágenes. La devoción a los santos europeos
patrocinada por gremios, órdenes terceras, cofradías y congregaciones se
convirtió en un elemento básico de sus identidades colectivas. Tales organis-
mos propiciaban la veneración de las imágenes de sus protectores, que en las
fiestas y ceremonias iban acompañadas de los estandartes corporativos y de
un impresionante aparato de ostentación, que a menudo traía aparejada la
rivalidad y la competencia con las otras instituciones. Por lo general, esas

170
A. Dávila Padilla, op. cit., libro i, cap. 47, p. 161; Diego de Basalenque, Historia de la pro-
vincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán, libro i, cap. viii, p. 106.
la era manierista 195

corporaciones se pusieron bajo la protección de los santos tradicionales


propios de cada oficio: los zapateros bajo san Crispín, los sastres bajo san Ho-
mobono, los carpinteros bajo san José, etcétera. Sin embargo, existían algu-
nos oficios que rompieron la tradición y prefirieron ponerse bajo la advoca-
ción de la Virgen, como pasó con el gremio de los pintores.171 Los santos
como símbolo corporativo y como elemento de cohesión institucional fue-
ron también utilizados por otras instancias como el tribunal de la Inquisición
(encargado de controlar las manifestaciones externas de la religiosidad), las
cofradías (que se multiplicaron en este periodo para fomentar el culto, ade-
más de tener funciones sociales, funerarias y de representación), o el consula-
do de comerciantes de la ciudad de México. Lo mismo hizo la nueva orden
hospitalaria de los Hermanos de San Juan de Dios, llegada a México en 1600,
y que introdujo en todos los hospitales que administraban imágenes y culto a
los santos taumaturgos san Sebastián, san Roque, san Cosme y san Damián.
La principal función de estos protectores celestiales era acudir a las ne-
cesidades de sus fieles reunidos bajo las insignias de una corporación. En ese
sentido, las ciudades eran también consideradas entidades jurídicas que te-
nían la obligación de velar por sus habitantes por medio de la sujeción a va-
rios patronos. Los encargados de tales actos eran los municipios urbanos
que elegían a sus abogados celestes después de alguna catástrofe por medio
de un sorteo o por elección a partir de sus atributos. A diferencia de los san-
tos cuyas fiestas estaban asociadas a la fundación de la ciudad (san Hipólito
en México o san Miguel en Puebla) y que tenían un carácter identitario, éstos
eran más bien protectores temporales contra las desgracias que azotaban a
las urbes. Los exvotos, los cirios, las limosnas y las peregrinaciones eran el
pago con que los fieles remuneraban a sus benefactores.
Una vez obtenido el santo protector, el cabildo de la ciudad realizaba una
ceremonia en la cual se hacía un juramento: el santo elegido protegería al
poblado de ciertas desgracias a cambio de que anualmente se le festejara en
su día con novenarios, misas y fiestas, se pusiera su imagen en la iglesia
principal y, de ser posible, se consiguiera alguna de sus reliquias. En las ciu-
dades más importantes proliferaron estas juras no sólo por las numerosas
necesidades de esos ámbitos superpoblados, sino también por la compleji-
dad corporativa que propiciaba numerosas instancias solicitadoras de pro-
tección. Además, como las catástrofes eran constantes y variadas, toda ciu-
dad tenía varios santos jurados. La ciudad de México juró a san Gregorio
como patrono contra las inundaciones (posiblemente en 1604) y a san Nico-
lás Tolentino (en 1611) contra los terremotos. Atlixco, a raíz de una plaga
que afectó al trigo, juró en 1580 a san Félix como patrono, quien muy pronto
se volvió un símbolo de identidad urbano de la recién fundada villa, que bus-
caba su autonomía simbólica frente a la poderosa y cercana Puebla. Esta

171
Rogelio Ruiz Gomar, “Los santos y su devoción en la Nueva España”, Revista de la Univer-
sidad de México, núm. 541, pp. 4 y ss.
196 la era manierista

ciudad, a su vez, juró a san Sebastián contra las epidemias en 1545 y a san
José como patrono contra las tormentas antes de 1580. Sin embargo, ante su
ineficacia juró a santa Bárbara con este mismo fin en 1611. Valladolid, que
tenía por patronos a san José y a san Cristóbal desde el siglo xvi, juró a santa
Teresa en 1618. De hecho, fue el carácter milagroso de los santos, su capaci-
dad para liberar a la sociedad de las catástrofes y de regresar a los individuos
la salud, lo que los hacía ser venerados, por lo que algunos se vieron delega-
dos y su culto perdió continuidad. Esto se debía además a los costos que im-
plicaba el culto: la dedicación de un altar o de una capilla, la confección de
una imagen, la obtención de una de sus reliquias en Roma y, sobre todo, la do-
tación de recursos para los gastos de la fiesta, incluida procesión y toros.172
Un caso ejemplar en este sentido fue el de San Luis Potosí, real de minas
nacido en la segunda mitad del siglo xvi a partir de dos centros: un convento
franciscano construido en 1589 en torno a una ermita dedicada a la Vera Cruz
y que creó el primer emplazamiento con indios guachichiles denominado San
Luis de Paz, a raíz de los acuerdos que impulsó el marqués de Villamanri-
que, y la labor colonizadora de un emprendedor capitán mestizo Miguel Cal-
dera, descubridor de las minas del cerro de San Pedro en 1592, al que de-
nominó del Potosí de la Nueva España en recuerdo del gran centro minero
peruano. A la par, en las serranías ubicadas al noroeste de aquel valle, Caldera
y los franciscanos daban forma a otro asentamiento indígena denominado
San Miguel Mexquitic en honor del arcángel patrono del capitán mestizo. La
riqueza mineral de la región atrajo desde entonces a una numerosa población
española, indígena y mestiza. Así, entre 1590 y 1591 llegó un contingente tlax-
calteca, a instancias de Caldera y del virrey Velasco el joven, y se asentó a una
legua al norte del primer poblado para fundar Tlaxcalilla bajo la advocación
de la virgen de la Asunción; por esas fechas se creaba también el barrio de
Santiago, con población náhuatl y guachichil; hacia 1603, con la llegada de
los agustinos, se formalizó otro pueblo de indios, San Sebastián, con base en
un asentamiento que habían formado indios tarascos a orillas del asenta-
miento español; desde 1600 también existió un asentamiento de otomíes y
tarascos que se avecindaron al oriente del real en un lugar conocido como el
Montecillo (en el siglo xviii se colocó ahí una capilla dedicada a san Cristó-
bal). A lo largo de las primeras décadas del siglo xvii y atraídos por sus minas
llegaron a San Luis grupos de todos los sectores novohispanos: capitanes vas-
cos como Francisco de Urdiñola y Juan de Oñate (introductores del culto a la
virgen de Aranzazu), cuadrillas de indios chichimecas, tlaxcaltecas, otomíes,
mexicanos y purépechas (que trajeron sus cultos a varios Cristos), además de
numerosos criollos, mestizos, mulatos y negros.
Así, el real de minas comenzó a desplazar la misión de San Luis de la Paz
recién fundada por los franciscanos y los guachichiles y los españoles co-

172
P. Ragon, “Los santos patronos de las ciudades del México central (siglos xvi y xvii)”, His-
toria Mexicana, vol. lii, núm. 2, pp. 361-389.
la era manierista 197

menzaron a controlar las minas de San Pedro (de las que tomaron el nombre
de Potosí) y la caja real fundada en 1627, donde la Corona cobraba el “quin-
to” y distribuía el azogue.173 Con ellos llegaron nuevas devociones, a las que
se unieron en las décadas siguientes las aportadas por otras órdenes religio-
sas atraídas por la riqueza del real: los mercedarios fundaron casa ahí en
1623 sobre la antigua ermita de San Lorenzo (santo que en 1694 sería jurado
patrono de la ciudad) e introdujeron el culto a la virgen de la Merced. En
1628 los jesuitas fundaron en el real su colegio, cuya capilla albergó des-
de 1639 la única reliquia de san Luis que había en la villa. En las primeras dé-
cadas del siglo xvii fueron jurados como patronos (además de san Luis el rey
de Francia y terciario franciscano promovido por Felipe II y los frailes me-
nores, junto a san Antonio de Padua, jurado en 1645 contra los terremotos y
tolvaneras), al agustino san Nicolás Tolentino (jurado en 1529 para atraer
agua y contra las tormentas) y el arcángel san Miguel (jurado también en
1645 como protector).174
La imagen religiosa siguió siendo también utilizada como parte de los
escudos de armas de las ciudades solicitados por sus cabildos como emble-
mas de una incipiente identidad. Desde el 8 de octubre de 1585 Zacatecas
recibió del rey Felipe II el título de ciudad y en 1588 se le concedía escudo y
blasón. En éste, aparecían representados sobre una cartela con la frase lati-
na “Labor vincit omnia”, sus cuatro fundadores (Juan de Tolosa, Baltasar
Temiño de Bañuelos, Cristóbal de Oñate y Diego de Ybarra) bajo el cerro de
la Bufa, emporio de su riqueza. El cabildo zacatecano estaba formado por
los descendientes de esos padres fundadores. Pero lo más interesante es que
en el centro del escudo y rodeada por el cerro brillaba una imagen de Nues-
tra Señora de los Zacatecas, la patrona del Real de Minas y la que le diera su
advocación.
Michoacán es también un caso ejemplificativo sobre el funcionamiento
de los santos y las imágenes como símbolos de la identidad urbana represen-
tada por el cabildo. A la muerte de Vasco de Quiroga en 1565 Pátzcuaro se-
guía siendo de hecho y de derecho la ciudad de Michoacán, “residencia del
alcalde mayor, asiento de la catedral, la concentración indígena más impor-
tante y el mercado de mayor movimiento”. Además, desde 1560 funcionó en
Pátzcuaro de nuevo un cabildo español. El tener dos ayuntamientos, uno es-
pañol y el otro indígena, era algo que sólo tenía en ese momento la ciudad de
México. Sin embargo, los españoles avecindados en Guayangareo, que fun-
cionaban bajo un cabildo, y los agustinos y franciscanos residentes en ella,

173
Juan Carlos Ruiz Guadalajara, “Vestigios de un prodigio: el culto a San Luis de la Paz y el
caso del Potosí novohispano”, en Ana Díaz Serrano, Óscar Mazín y José Javier Ruiz Ibáñez
(eds.), Alardes de armas y festividades. Valoración e identificación de elementos de patrimonio his-
tórico, pp. 95-113.
174
Alfonso Martínez Rosales, “Los santos jurados de la ciudad de San Luis Potosí”, en Ma-
nuel Ramos y Clara García (eds.), Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, pp.
89-107. Felipe II consideraba a san Luis uno de sus antepasados.
198 la era manierista

esperaban que la catedral se mudara a su territorio para obtener los plenos


derechos de ciudad. Los agustinos sobre todo tenían muchos intereses en la
zona, más que en el área lagunera. Pero el traslado no sucedió aún, a pesar
de que en 1568 lo apoyaba el nuevo obispo Antonio Morales de Molina, pues
consideraba que una ciudad de españoles en Pátzcuaro era muy perjudicial
para los indios.175
Un fuerte golpe recibió esta ciudad cuando en 1576 el cabildo “español”
se trasladaba a Guayangareo (que por estas fechas tomaba el nombre de Va-
lladolid); con ello la “ciudad de Pátzcuaro”, regida hasta entonces por dos
ayuntamientos, perdía uno de sus títulos honoríficos. Aunque al parecer no
existió un nombramiento oficial que diera a Valladolid el título de ciudad y
escudo de armas, ésta funcionó de hecho como tal desde esas fechas, sobre
todo a partir del cambio de la sede episcopal. Se repitió entonces lo que unas
décadas atrás había sucedido entre Tlaxcala y Puebla, la ciudad española
arrebataba la sede diocesana a la antigua capital indígena.176
Aunque desde 1571 el rey había ordenado que la catedral fundada por
Vasco de Quiroga y su cabildo eclesiástico se trasladaran a la nueva ciudad
española, eso no se llevó a cabo sino hasta 1580. Cuando esto sucedió, casi
estalló un motín en Pátzcuaro pues la gran campana que puso don Vasco en
la catedral iba a ser llevada a Valladolid. Los habitantes de Pátzcuaro consi-
guieron impedirlo, así como el traslado de los restos del obispo Quiroga a la
nueva sede. El acto era simbólico. La capital indígena pretendía a toda costa
evitar perder no sólo el título de ciudad sino también el emblema de quien
fuera su creador. En este ambiente comenzó a circular en Pátzcuaro el ru-
mor sobre la “divina revelación” que se dio alrededor del establecimiento
quiroguiano. El cronista jesuita Juan Sánchez Baquero recopiló, en los pri-
meros años del siglo xvii, la narración que aseguraba que san Ambrosio se le
había aparecido en sueños a Vasco de Quiroga, mientras éste dormía en un
lugar cercano a la laguna, y le había señalado que ahí debía construir su igle-
sia.177 El traslado de la sede a Valladolid atentaba, por tanto, contra un desig-

175
Carlos Herrejón Peredo, Los orígenes de Morelia: Guayangareo-Valladolid, pp. 132 y ss.
176
Rodrigo Martínez Baracs, Convivencias y utopía…, pp. 354 y ss. A pesar de tan duros
golpes, el gobierno y el cabildo indígenas de Pátzcuaro consiguieron sobrevivir gracias al apoyo
de los jesuitas (llegados a la ciudad en 1573) e imponerse a la comunidad española que intentó
en varias ocasiones restablecer ahí un cabildo propio (lo que no logró sino hasta 1689). A dife-
rencia de otros poblados indígenas en los cuales los linajes antiguos perdieron por completo el
poder, el ayuntamiento de Pátzcuaro se mantuvo bajo el control de las familias descendientes
o vinculadas con el linaje de los reyes tarascos, muy mezcladas ya sin embargo con españoles y
nahuas. Así, a pesar de que en 1595 se impuso el sistema de gobernadores “cadañeros” (es decir,
por elección anual), Luis de Castilleja Puruata, descendiente indirecto de ese linaje, logró ser
gobernador casi ininterrumpidamente entre 1608 y 1635.
177
La obra de Juan Sánchez Baquero, Relación breve del principio y progreso de la provincia
de la Nueva España de la Compañía de Jesús, fue editada por Félix Ayuso con el título Funda-
ción de la Compañía de Jesús en Nueva España, 1571-1580, México, Patria, 1945. La cita del sue-
ño de Quiroga está en el cap. xvii, p. 75.
la era manierista 199

nio celestial. A pesar de que no volvemos a encontrar esta narración sino


hasta el siglo xviii en la obra del también jesuita Francisco Xavier Alegre
(por lo que intuimos que no tuvo mucho influjo en la formación de la identi-
dad de Pátzcuaro), es interesante como manifestación del ambiente genera-
do alrededor del traslado de la sede episcopal.
Pátzcuaro también había recibido otro duro golpe con el traslado del Cole-
gio de San Nicolás a Valladolid en 1580; sin embargo, la ciudad seguía custo-
diando uno de los símbolos religiosos que ayudó consolidar el autonomismo
indígena, la virgen de la Salud, la cual se conservaba en el hospital de la Con-
cepción, otra de las fundaciones de Quiroga. La reliquia del cuerpo de Vas-
co y la imagen de la virgen de la Salud habían sido para Pátzcuaro sus ele-
mentos de cohesión, Valladolid debía construir los suyos. Extrañamente, en
este tiempo su opción no fueron los símbolos religiosos sino un elemento
“indígena” que quedó plasmado en su escudo de armas: los tres reyes “taras-
cos” tomados del estandarte de la capital purépecha, Tzintzuntzan, los cua-
les fueron representados, sin embrago, no a la manera indígena, sino con los
atributos de los monarcas europeos, con corona, cetro y capa de armiño.
Esta elección fue muy significativa, pues con ella el ayuntamiento de Valla-
dolid se apropiaba del valor simbólico que tenía la ciudad cabecera del cal-
zonci, legitimando con ello su primacía sobre la sede elegida por Quiroga.178
Al igual que en las ciudades, en los pueblos indígenas los cabildos fun-
cionaron también con una finalidad marcadamente religiosa. En las orde-
nanzas de Cuauhtinchan (1559), por ejemplo, se insistía en que sus funcio-
nes eran las de vigilar la moral pública (las idolatrías y los temazcallis), la
organización de las fiestas del santo patrono, las danzas que debían bailarse
en el atrio y el nombramiento de funcionarios de la iglesia (tequitlatoque,
fiscales, etcétera). Esto no es gratuito pues en la redacción y traducción de
las ordenanzas intervinieron los religiosos, aunque estaban firmadas por el
virrey.179 Los santos y las fiestas eran parte esencial de la identidad del pue-
blo y se habían constituido en símbolos de su cohesión, razón principal para
que su control estuviera en manos de los dirigentes de la comunidad.

7. La ciudad de México: matriz de encuentros


multiétnicos y forjadora de símbolos

No pienso que es fuera de propósito hacer memoria en este lugar de la populosí-


sima y tan ilustre ciudad de Roma, cabeza que fue en un tiempo de los reinos e

178
C. Herrejón Peredo, op. cit., pp. 290 y ss. Valladolid, junto con su escudo de armas, tam-
bién tuvo que inventarse a principios del siglo xvii una serie de cédulas fundacionales, sobre
todo para justificar la propiedad de sus fundos legales.
179
Luis Reyes García, “Ordenanzas para el gobierno de Cuauhtinchan, año 1559”, Estudios
de Cultura Náhuatl, núm. 10, pp. 245-313. Este autor publicó el texto náhuatl de las ordenanzas
con su traducción al castellano.
200 la era manierista

imperios gentilicios y ahora lo es de la Cristiandad… y la razón que me mueve


para ello es parecerme, en la mayor parte de sus principios, que esta mexicana se
le parece, y colegir de esta similitud y semejanza como escogía [Dios] esta ciudad
para cabeza de iglesia en este Nuevo Mundo como escogió la de Roma para el
mismo fin, en el que respecto de este llamamos Viejo, corriesen parejas en el prin-
cipio de ambas.180

Para fray Juan de Torquemada, Roma, la capital de un gran imperio, era


el único modelo comparable con lo que había sido la Tenochtitlan de los az-
tecas. Además de su glorioso pasado indígena, la capital novohispana tenía
otra razón para sentirse “imperial” y heredera, de alguna forma, del imperio
romano: haber sido fundada por el emperador Carlos V. Pero, sobre todo,
México era como Roma una ciudad de templos y de conventos, se había
convertido en la capital de la cristiandad del Nuevo Mundo. Con ello, Tor-
quemada no sólo equiparaba ambas ciudades, sino que concebía a la ciudad
indígena como parte de la novohispana, en hilo de continuidad en el que la
primera prestaba a la segunda “su mito fundacional y con él su destino de
grandeza”.181 Con ello, los criollos de la capital se convertían en los herede-
ros de un prestigioso pasado prehispánico. A diferencia de Cortés, en este
fraile la conquista no era el eje que marcaba la historia de la ciudad, la fecha
clave no era por tanto 1521 sino 1315, cuando los mexicas llegaron al islote
para fundar la primera ciudad. Para él, los dioses paganos fueron vehícu-
los para que el Dios verdadero fundara esta Roma del Nuevo Mundo. Tor-
quemada también comparaba la cuenca del valle de México con Galilea y sus
lagos con el mar de Tiberíades.182 Así, la nueva Roma no sólo era capital de
un imperio glorioso, era una ciudad enmarcada por los signos de la tierra
prometida. A pesar de no ser criollo, Torquemada identificaba a Tenochtitlan
con su patria adoptiva: “aunque no es la mía —señalaba— ésta al menos tén-
gola por propia, por haberme criado en ella”.183
La idea de Torquemada de ver a México como Roma no era nueva, había
sido tomada de su herencia franciscana. Ya fray Pedro de Gante (con la
anuencia de Hernán Cortés), al crear las demarcaciones y barrios indígenas
de la capital había tenido en mente a la Ciudad Eterna, pues dio a las parro-
quias el nombre de los santos protectores de cuatro de sus grandes basílicas
de peregrinaje: San Juan de Letrán, Santa María la Redonda, San Pablo ex-
tra muros y San Sebastián.184 Esa tradición seguía aún viva a principios del
siglo xvii (1633) cuando los agustinos crearon una quinta parroquia al orien-

180
J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro iii, cap. xxii, vol. i, p. 396.
181
Jorge González Angulo, “El criollismo y los símbolos urbanos”, Historias. Revista de la
Dirección de Estudios Históricos del inah, núm. 26, pp. 76-81.
182
J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro iii, cap. xxviii, vol. i, p. 421.
183
Ibid., libro iii, cap. xxviii, vol. i, p. 418.
184
Juana Gutiérrez Haces y Rubén Romero Galván, “A imagen y semejanza, la Roma del
Nuevo Mundo”, en Actas del XIV Coloquio Internacional de Historia del Arte, pp. 163-174.
la era manierista 201

te de la ciudad a la cual pusieron bajo la advocación de la Santa Cruz, al


igual que otra de las basílicas romanas.
Para la época de esta fundación, la ciudad de México no sólo era consi-
derada la Roma del Nuevo Mundo, sus habitantes ya habían forjado la ma-
yor parte de sus símbolos identitarios, siendo los más sobresalientes curiosa-
mente los de raigambre prehispánica. Esto ya se notaba desde mediados de
la centuria anterior y se puso de manifiesto en el túmulo funerario que la
ciudad mandó hacer en 1559 para rendir homenaje al difunto emperador
Carlos I y que fue colocado en la nave de la capilla de San José de los Natura-
les en San Francisco. El ayuntamiento y el virrey Luis de Velasco llamaron al
humanista Francisco Cervantes de Salazar y al alarife mayor Claudio de Ar-
ciniega para que elaboraran dicho túmulo imperial. Desde el punto de vista
arquitectónico, el clasicismo del túmulo ideado por Arcineaga, con su diseño
serliano y sus columnas dóricas, sus frontones y pináculos, constituyó la in-
troducción del arte manierista en México. En cuanto al aparato conceptual y
la descripción elaborados por Cervantes, el túmulo fue “el pórtico de entrada
de la tradición emblemática en boga en Europa”. Su novedad radicó no sólo
en “el lenguaje literario y figurativo allí empleado” sino en que por primera
vez se construía “un compendio visual del origen épico del reino novohispa-
no (la conquista militar y espiritual)”.185 Francisco Cervantes de Salazar era
catedrático de retórica en la universidad y había sido dos veces su rector,
humanista notable y autor, entre otros escritos, de una interesante descrip-
ción de la capital novohispana en 1554; ideó un elaborado discurso en el que
la ciudad de México era el personaje principal de este homenaje luctuoso al
emperador. En uno de los paneles aparecía la ciudad vencida y destruida so-
bre la laguna, “muchos indios hincados de rodillas adorando una cruz rodea-
da de rayos de sol, dando gracias a Dios porque en el tiempo del César, y con
industria de Hernando Cortés, fueron alumbrados de la ceguera en que
estaban”.186 En otro emblema estaba el dios Apolo coronado con laurel y con
un libro en la mano aludiendo a la fundación de la universidad. Pero el más
elocuente de todos era el que representaba a Carlos en un trono y a Moctezu-
ma y Atahualpa, “emperadores de este Nuevo Mundo, hincados de rodillas,
tendidas las manos tocando el cetro con rostros alegres, manifestaban que
habían sido vencidos, para vencer al demonio que los tenía vencidos”. Había
otras escenas que representaban las hazañas de Cortés y a Moctezuma como
“el trasmisor del poderío del reino mexicano a la majestad del César”.187
Dos décadas después, durante otra excepcional celebración, el tema indí-
gena se volvió a mostrar con inusitado esplendor. En 1577, a instancias de
los miembros de la Compañía de Jesús, fueron enviadas desde Roma nume-

185
J. Cuadriello, “Los jeroglíficos de la Nueva España”, en Juegos de ingenio y agudeza. La
pintura emblemática de la Nueva España, p. 88.
186
Véase F. Cervantes de Salazar, México en 1554 y Túmulo imperial.
187
Idem.
202 la era manierista

rosas reliquias para las iglesias de Nueva España. Para celebrar su llegada en
1578, los jesuitas organizaron, en la fiesta de Todos los Santos, una apoteósi-
ca recepción con arcos, procesiones, certámenes poéticos, pendones, juegos,
danzas y una representación teatral.188 Si bien los jesuitas utilizaron la fiesta
como una “operación de prestigio” de la que dependía su aceptación y futu-
ro desempeño en el virreinato, ésta también fue utilizada por otros sectores
sociales, incluidos los indios. Pedro de Morales, el cronista del acontecimien-
to, señalaba que los españoles y criollos, cuando se enteraron de que habría
“arcos de indios”, decidieron hacer ellos nada menos que cinco arcos triun-
fales, “cosa nunca vista en esta tierra antes”, y un tabernáculo “costoso y
gracioso”, además de tres arcos de flores y plumería.189 Esto convirtió la fies-
ta en un escenario de símbolos patrios de la capital, muchos de ellos asocia-
dos con la Tenochtitlan prehispánica.
Un mes antes de la celebración, un grupo de estudiantes de los jesuitas
disfrazados de turcos, ingleses y españoles, recorrieron las calles para anun-
ciar el certamen poético y llamar a los interesados en participar. En el cartel
que fueron a colocar sus estudiantes en la ventana del ayuntamiento, se ha-
bían puesto las armas de la ciudad: “una planta de tuna campestre en medio
de una laguna, y encima de ella una águila con una culebra en el pico. Iba
también puesto el cartel en el cuerpo del águila, que ella misma lo abraza-
ba y sustentaba con las uñas”.190
Ese mismo interés se vio en los arcos triunfales que los indígenas levanta-
ron en el camino de la procesión, algunos de ellos ideados por los criollos y je-
suitas y otros por los caciques indios. En el tercero de esos arcos de nuevo apa-
recían el águila y el nopal en un estandarte que portaba en su mano derecha la
Nueva España “en figura de una hermosa mujer con ropas rozagantes de pros-
peridad”. Esta misma imagen traía en la mano izquierda una plancha de pla-
ta mostrando su riqueza y pisaba con los pies las cabezas de herejes.191
En el quinto y último arco triunfal dedicado a la Santa Espina y Santa
Cruz, que se alzaba a la puerta de la iglesia de la Compañía, el tema de la
Pasión aparecía de nuevo asociado al tunal, pero ahora en relación con el
tinte animal salido de los nopales (la grana), que se comparaba con la sangre
de Cristo. “Destas espinas se coge / grana tan fina y tan pura / que tiñe la vesti-
dura / de aquellos que Dios escoge”.192 A pesar de lo atrevido de la metáfora,
la carga simbólica y emocional fue tan efectiva que se volvió un referente
obligado, junto con las tunas comparadas con corazones humanos, de mu-

188
Juan Sánchez Baquero, Relación breve del principio y progreso de la provincia de Nueva
España de la Compañía de Jesús, pp. 114 y ss.
189
Beatriz Mariscal, “El programa de representación simbólica de los jesuitas en Nueva Es-
paña”, en De palabras, imágenes y símbolos. Homenaje a José Pascual Buxó, pp. 91-105.
190
Pedro de Morales, Carta en que da relación de la festividad... de las Santas Reliquias, p. 9.
191
Ibid., pp. 60-61. La imagen recuerda el dibujo con que Diego Muñoz Camargo ilustró
unos años después su Historia de Tlaxcala y del que hablamos arriba.
192
Ibid., p. 83.
la era manierista 203

chos poemas sobre la ciudad. Con tales comparaciones no sólo se complacía


a los indígenas, que veían rehabilitado el símbolo de la fundación antigua,
sino que también se halagaba tanto a los letrados españoles con un inge-
nioso juego metafórico, como a los criollos, que podían utilizar el símbolo
indígena cristianizado como emblema de la identidad urbana. Además, tal
apropiación legitimaba las pretensiones del ayuntamiento de México sobre
los indios y las tierras que bordeaban la laguna.193
Por otro lado, junto con los referentes indígenas, el festejo de los jesuitas
también recordó el símbolo “hispano” de la capital: las reliquias que encabeza-
ron la procesión fueron las de san Hipólito, patrono de ciudad, a quien estuvo
dedicado el primer arco bajo cuyos adornos un grupo de niños vestidos a la
usanza indígena bailaron y cantaron en náhuatl. Así, junto con los discursos
universalistas (emitidos en textos latinos, toscanos, nahuas y castellanos, y en
imágenes), que asociaban referencias bíblicas y clásicas con los triunfos de la
católica España sobre la herejía y los turcos y con la expansión de la Compa-
ñía en Asia y América, se colocaron los símbolos identitarios de los sectores
criollo e indígena de la ciudad: san Hipólito, y el águila sobre el nopal.194
La fiesta de las reliquias marcó un precedente en la capital, no sólo con
su ostentación y boato, sino por el uso que se hizo del emblema tenochca.
Así, el 4 de octubre de 1597, Día de San Francisco, se expuso una pintura de
factura indígena en la que el santo aparecía sobre el águila y el tunal y a los
pies de una cruz.195 Este proceso de integración muy pronto afectó también
al escudo de la ciudad. En éste sólo quedaba del antiguo emblema indígena la
laguna y las hojas sueltas del nopal en los bordes, lo que no satisfizo ni a las
autoridades de la ciudad, ni a los religiosos ni a los indios. Como el emblema
aprobado por Carlos V carecía de timbre (la insignia que se coloca encima del
escudo de armas), desde fines del siglo xvi se comenzó a representar el escu-
do tradicional coronado con el águila devorando a la serpiente parada sobre
un tunal. A principios del siglo xvii este conjunto ya estaba generalizado,
como lo muestra la portada del libro de Luis de Cisneros sobre la virgen de
los Remedios.196
Esta asociación no era gratuita, pues, junto con el águila y san Hipólito,
la virgen de los Remedios era el tercer símbolo identitario de la capital. El
mismo ayuntamiento promovió la primera venida de la virgen a la ciudad
para acabar con una epidemia en 1577. Al santuario fueron el arzobispo y el
virrey y trajeron en andas la imagen hasta la catedral, donde permaneció

193
S. Alberro, “Modernidad jesuita: la fiesta de las reliquias en la ciudad de México, 1578”, en
De palabras, imágenes y símbolos. Homenaje a José Pascual Buxó, pp. 79 y ss.
194
S. Alberro, El águila y la cruz. Orígenes religiosos de la conciencia criolla. México, siglos xvi-
xvii, pp. 87 y ss.
195
Anales mexicanos citados por Miguel León-Portilla, Los franciscanos vistos por el hombre
náhuatl, p. 60. Esta figura ya se había representado en un paño utilizado en la fiesta de san José
el 19 de marzo de 1577.
196
J. González Angulo, “El criollismo y los símbolos urbanos”, op. cit., pp. 73-81.
204 la era manierista

nueve días. La imagen recibió entonces numerosas joyas y limosnas, con lo


que se acrecentó el santuario, y su amparo fue comparado con las alas del
águila que cobijaba bajo su cuidado a sus polluelos y les daba salud. Dos
años despúes, en 1579, se creó en el santuario una cofradía para promover la
devoción. Ante el crecimiento del santuario, los franciscanos solicitaron que
se les reintegrara su administración en 1589, pero un miembro del ayun-
tamiento robó la imagen y la ocultó en la catedral, para evitar esa expropia-
ción, acto que dio la propiedad definitiva al cabildo de la ciudad.197
Desde entonces, la visión de la imagen conquistadora se fue poco a po-
co transformando en una más accesible al pueblo y a los indios; se volvió la
protectora de la ciudad y la que traía las lluvias cuando éstas escaseaban,
siendo también la patrona contra epidemias y hambrunas y protectora de las
actividades agrícolas, de las flotas y de los navegantes por su asociación con
el mar. Cuando las lluvias se retrasaban, el ayuntamiento organizaba a su
costa una fiesta con la traslación de la virgen, que era tan suntuosa como la
de Corpus Christi, con altares efímeros, danzantes y disciplinantes. Además,
el 28 de agosto de cada año, los indios organizaban la fiesta en el santuario
con una procesión con la “niña”, arcos de flores, música, danza y fuegos arti-
ficiales. Las limosnas para estos festejos llegaban incluso desde Michoacán.
El santuario era a principios del siglo xvii muy popular y su culto se había
extendido hasta zonas muy alejadas, gracias a los viajes promocionales que
se hacían con una réplica de la imagen llamada “la peregrina”.198
El traslado de la virgen de los Remedios era sólo una de las fiestas en
donde se mostraba la compleja realidad social y simbólica de la capital, ciu-
dad que para 1580 ya había madurado como centro neurálgico de las acti-
vidades del virreinato. De hecho, durante la segunda mitad del siglo xvi las
fiestas se convirtieron para la capital en el más importante espacio de repre-
sentación pública, razón por la que éstas se volvieron más vistosas y costo-
sas. Una de estas celebraciones era la del Corpus Christi, en la cual durante
dos días separados por una semana, todas las corporaciones urbanas, por-
tando sus diferentes símbolos identitarios (estandartes, santos, trajes), se
manifestaban en las procesiones por las calles, acompañando la custodia con
la Eucaristía bajo lujoso palio. Formaban parte de la comparsa de la fiesta
danzantes con disfraces y máscaras acompañados por figuras grotescas de
gigantes y cabezudos, así como por la “tarasca”, un enorme dragón de cartón
que simbolizaba al diablo, la herejía y la idolatría. Con la procesión de Cor-
pus Christi, retablo vivo de la sociedad, se afianzaba la idea de que cada esta-
mento representaba un órgano del cuerpo social, que era, según el dogma, el
cuerpo místico de Cristo. En esta festividad, el monstruo del pecado, de la
herejía, de la idolatría, quedaba vencido y la fe cristiana triunfante. La pro-

197
L. de Cisneros, op. cit., pp. 137 y ss.
198
Linda A. Curcio-Nagy, “Native Icon to City Protectress to Royal Patroness: Ritual, Politi-
cal Symbolism and the Virgin of Remedies”, The Americas, lii, núm. 3, pp. 367-391.
la era manierista 205

cesión del Corpus servía para afianzar no sólo la devoción de la gente y para
mostrar la piedad de los gobernantes, era también una metáfora que conver-
tía a la urbe en una ciudad santa, en un gran templo al aire libre cuyas calles
y personas formaban los pasos de un camino espiritual. Con esta fiesta los
conflictos sociales eran desplazados a un segundo plano y con el exorcismo
que expulsaba de la ciudad a las fuerzas demoniacas, ésta se recuperaba de
nuevo como un espacio de cristiandad bajo la presencia del Santísimo.199
La otra gran fiesta para la cual la ciudad se engalanaba era la recepción
de los virreyes. Antes de 1566 esta ceremonia era muy modesta, pero en la
época manierista el ayuntamiento enriqueció la fiesta con recitales poéticos,
banquetes, terciopelos rojos, palios con hilos de oro y plata, la entrega de la
llave de la ciudad y arcos triunfales. Se agregaron también corridas de toros,
se colgaron los balcones con textiles y se usó Chapultepec como espacio in-
termedio antes de la entrada.200 Una de las ocasiones en la que se mostraba
un mayor despliegue de recursos, pues implicaba la renovación del pacto
político entre la metrópoli y el reino de Nueva España, era la recepción de
un nuevo virrey que comenzó a hacerse con gran ostentación a partir de las
últimas décadas del siglo xvi. El virrey, como imagen viva del rey, debía ma-
nifestar a sus súbditos su presencia y autoridad, lo que sólo se podía hacer
por medio de un aparato ritual en el que el cuerpo, los gestos y la represen-
tación hacían patente a los súbditos esa presencia. El concepto de que la so-
ciedad era esencialmente desordenada y que la función principal de la au-
toridad consistía en el mantenimiento del orden posibilitó la aparición de un
enorme aparato simbólico que se desplegaba en las fiestas oficiales, como la
de la recepción de un nuevo gobernante. La extrema visibilidad del virrey
ante sus súbditos era una condición indispensable para mantener la auto-
ridad imperial, pues las grandes distancias que separaban los diferentes te-
rritorios de la monarquía de la sede del poder real hacían imposible al mo-
narca hacerse presente en ellos, por lo que la solución ideal fue enviar a un
representante del soberano.201
Este interés por investir al virrey con todos los atributos de la majestad
se veía desde que el funcionario desembarcaba en Veracruz y se hacía paten-
te a todo lo largo del camino hasta su llegada a la capital. En las escalas de
esta “peregrinación ritual”, el nuevo virrey visitaba todos los lugares que te-
nían un significado histórico para los novohispanos: Puebla, segunda ciudad
del virreinato, adonde llegaban a su encuentro muchos criollos de la capital
para sondear su ánimo. En Tlaxcala y Cholula, que tan importante papel ju-
garon en la Conquista de México-Tenochtitlan, los cabildos indígenas se es-
meraban por mostrar los servicios que estas comunidades habían hecho a la
Corona. En Otumba, el virrey saliente iba a recibir al entrante y le entregaba

199
L. A. Curcio-Nagy, The Great Festivals…, pp. 30 y ss.
200
Ibid., pp. 27 y ss.
201
A. Cañeque, op. cit., pp. 119 y ss.
206 la era manierista

el bastón de mando, símbolo de la autoridad sobre toda la Nueva España. En


San Cristóbal Ecatepec se daba el encuentro con el arzobispo y en el santua-
rio del Tepeyac el nuevo gobernante rendía homenaje a Nuestra Señora de
Guadalupe.
En tales festejos, sobre todo en Tlaxcala, en Cholula y en México, comen-
zó a participar activamente la nobleza indígena, que portaba vestimentas
prehispánicas y expresaba parlamentos en náhuatl, a pesar de que para en-
tonces todos eran bilingües y que no usaban ese tipo de ropa en su vida coti-
diana. Su participación en ellos constituía una estrategia para mostrar la
grandeza de sus antepasados, pero también que eran fieles vasallos del rey,
con lo cual pretendían mantener con ello sus privilegios.202 Aunque la convi-
vencia había convertido a Tenochtitlan en una ciudad mestiza, en la fiesta se
mantenía la visión de una sociedad con dos repúblicas, pues indios y españo-
les se mostraban fieles al rey, pero de manera independiente y separada.
En las recepciones de los virreyes de la era manierista comenzaron tam-
bién a utilizarse los arcos triunfales como pancartas para solicitar beneficios
para la ciudad y para representar las figuras del gobernante ideal utilizando
los modelos de los dioses y los héroes de la antigüedad, que aludían a las vir-
tudes y a la misión que se esperaba del nuevo gobernante: ser padre y protec-
tor de españoles y de indios.
La suntuosidad de las fiestas de recepción de los virreyes, parte de cuyos
gastos recaía en el ayuntamiento de la ciudad, fue posiblemente una de las
causas de que el otro festejo patrio, el paseo del pendón, sufriera un decai-
miento en las últimas décadas de la centuria. De hecho, para 1580 parecía ser
más importante la organización de las cuadrillas para los juegos de cañas que
el mismo paseo del pendón, por lo que, desde 1592, los gastos de los juegos
debieron ser aprobados por la Audiencia. El problema de los egresos oca-
sionados por el festejo se veía venir desde mediados del siglo, pues aquellos a
quienes correspondía ocupar el cargo de alférez real, sobre los que recaían
parte de los gastos, renunciaban a él o no acudían a la celebración. A partir
de la década de los noventas el virrey intervendrá activamente para que el
paseo se realizara, en ocasiones incluso a expensas de la Hacienda Real. Para
la Corona y su representante, el paseo se había convertido en una fiesta muy
importante para la monarquía por su carácter simbólico de vasallaje; por
ello en 1598 el virrey conde de Monterrey permitió la venta de “sitios de ta-
blados, de mesillas, arrimadizos puentes y oros lugares y puestos” en la fiesta
como para obtener los fondos necesarios para subvencionarla. Al año si-
guiente, a pesar de los enormes gastos que tuvo la ciudad por las honras fú-
nebres a la muerte de Felipe II y por los festejos por la coronación de Felipe
III, la fiesta de san Hipólito se realizó como todos los años.203 De hecho, a
pesar de los gastos (entre los que estuvo el pago de un nuevo pendón), la no-

202
Ibid., pp. 49 y s.
203
Francisco Baca Plasencia, El paseo del pendón en la ciudad de México…, pp. 90 y ss.
la era manierista 207

bleza criolla siguió participando en ella, pues, además de lucir sus mejores
galas y caballos, en ella se afirmaba su primacía señorial. Además, el festejo
de san Hipólito y el pendón, insignia que representaba la lealtad de la ciudad
a la Corona de Castilla, se convertía para el ayuntamiento criollo de la capi-
tal en símbolo de su autonomía y en emblema visual de una conquista que
justificaba su dominio sobre la ciudad capital.204
Los excesivos gastos afectaron también al templo de San Hipólito, edifi-
cio cuyo mantenimiento corría a cargo del ayuntamiento y en el que se depo-
sitaron (después de 1589) los restos de los españoles “mártires de la conquis-
ta”, que antes estaban en la ermita llamada Juan Garrido. No obstante su
valor simbólico, el ayuntamiento se ocupó muy poco de mantener esta igle-
sia, y cuando en 1567 se construyó junto a ella el hospital de San Hipólito la
dejó bajo el cuidado de los hermanos que lo atendían. En 1571 el ayunta-
miento le dio un nuevo impulso al cuidado de la ermita, pues ese año llega-
ban unas reliquias enviadas por el papa a instancias de un tal Esteban Serro-
fino, a quien se le pagó por el servicio ochocientos pesos.205 Este entusiasmo
debió durar poco, pues en 1602 la iglesia se desplomó y mientras se recons-
truía (lo que tardó décadas) funcionó como capilla una sala del hospital, in-
cluso para la fiesta del pendón.206
En la celebración de san Hipólito los grandes ausentes parecen ser los
indios. ¿Este hecho pudo deberse a una premeditada política de excluir a
los otros dos cabildos de la capital de un festejo que exaltaba precisamente el
triunfo español? ¿Esta actitud explicaría la necesidad de los criollos de ser
considerados iguales que los peninsulares, y que forjó frases como la del cro-
nista agustino Grijalva citada arriba contra quienes pretendían comparar a
los criollos con los indios? ¿Esto podría esclarecer por qué los poemas que
exaltaron a la urbe como un centro tanto español como indígena no fueron
obra de criollos sino de peninsulares?
Sin duda el más conocido de ellos fue el denominado Grandeza mexica-
na, obra del clérigo Bernardo de Balbuena, quien en 1604 lo dedica al ar-
zobispo de México y a Isabel Tovar, dama interesada en la descripción de
la capital a donde profesaría como religiosa. Lo primero que contrasta en la
obra es el enfrentamiento entre la pobre aldea en la que el poeta había sido
párroco durante cinco años y la gran metrópoli en la que edificios, calles y
personas la convierten en “la flor de las ciudades”, “la ciudad más rica que el
mundo goza en cuanto el sol rodea”, capital de “primavera inmortal” cuyos
ingenios (“hombres eminentes en toda ciencia y en todas facultades”) se pue-
den comparar a los Alcalá, Lovaina o Atenas.207 Parte de esas riquezas son

204
J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de la
historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 95 y ss.
205
F. Baca Plasencia, op. cit., pp. 68 y ss.
206
Véase María José Garrido Asperó, La fiesta de san Hipólito en la ciudad de México, 1808-1821.
207
Véase Bernardo de Balbuena, Grandeza mexicana.
208 la era manierista

los indios, el tesoro más valioso que tiene Nueva España, pues sin ellos sería
imposible “entresacar” las riquezas mexicanas.208 La Grandeza mexicana
tampoco olvida los orígenes indígenas de la ciudad al recordar: “del princi-
pio del águila y la tuna, que trae por armas hoy en sus banderas”. En la obra
de Balbuena se exalta la dominación humana de las fuerzas naturales del
valle de México y su laguna y el levantamiento de una nueva capital hispana
sobre las ruinas de la imperial ciudad de Tenochtitlan.
Esa misma actitud de exaltación tuvo el presbítero extremeño Arias de
Villalobos (1568-¿?), quien escribió un poema (Canto intitulado Mercurio)
que formaba parte de la jura que se hizo a Felipe IV en 1623. El tema central
del canto era una visión de la conquista por Hernán Cortés, con la presen-
cia de Quetzalcóatl y el Demonio, que incitaban a la resistencia a los espa-
ñoles y un “dios del lago” que convencía a Moctezuma a aceptar la rendición
y el bautismo, mientras que la virgen de los Remedios y Santiago fungían
como garantes y ayuda de los españoles. Pero lo más interesante del poe-
ma era el final en el que la ninfa Galatea pintaba las maravillas de la nueva
ciudad de México, “nueva emperatriz del Nuevo Mundo”, a la que se com-
para con Roma, Venecia, Tiro, Corinto y Atenas. Aquí, como en el poema de
Balbuena, se exalta su prosperidad y abundancia, la belleza de sus edificios,
jardines y calles y el lustre de sus habitantes criollos. Una tierra que apenas
un siglo antes era pagana y ofrecía sacrificios humanos (“el lago de Babel de
sangre aljibe”) ofrendaba ahora a Cristo el martirio de sus hijos en el Japón,
haciendo referencia a Felipe de Jesús, por entonces aún no beatificado.209
Dos años atrás, el mismo Arias de Villalobos era laureado por su poema a
san Hipólito en los festejos que la ciudad hizo a los cien años de su conquista
en 1621. En el poema, de nuevo españoles e indios aparecían unidos bajo el
mismo patrono que había vencido la idolatría y a cuya memoria se erigieron
“pirámides egipcias” de mármol, entre los “toscos árboles”.210 En esos mis-
mos festejos fray Diego Medina Reynoso había expresado en un panegírico a
san Hipólito que los mexicanos eran herederos tanto de los españoles como
de los indios y se enorgullecía de que su patria había sido la sede del mayor
imperio de América.211 A partir de entonces comenzaba a darse esa extraña
paradoja que continuaría vigente entre los criollos de la capital y de otras
ciudades del territorio: lo indígena prehispánico se volvió un tema de orgullo
y legitimación, mientras que los indios contemporáneos eran vistos con re-
celo y se consideraba una afrenta ser comparados con ellos.

208
R. Chang-Rodríguez, “Poesía lírica y patria mexicana”, en R. Chang-Rodríguez, op. cit.,
pp. 167 y ss.
209
“Canto intitulado: Mercurio. Dase razón en él, del estado y grandeza de esta gran ciudad
de México Tenochtitlan. Desde su principio, al estado que hoy tiene; con los príncipes que le han
gobernado por nuestros reyes”. Arias de Villalobos, México en 1623, p. 251. Ver también Alfonso
Méndez Plancarte, Poetas novohispanos (segundo siglo), vol. i, p. 12.
210
Ibid., pp. 13 y ss.
211
Citado por Elías Trabulse, Los orígenes de la ciencia moderna en México, pp. 66 y ss.
la era manierista 209

A principios del siglo xvii la capital ya había definido la mayor parte de


sus símbolos identitarios y en sus sectores dirigentes representados en el
ayuntamiento se tenía la plena conciencia de la importancia que esta ciudad
tenía como centro en el que se debatían los asuntos políticos, morales y re-
ligiosos, donde se conseguían los favores de la corte virreinal y en el que se
forjaban las negociaciones políticas y económicas de todo el virreinato. Con
base en el derecho medieval, el ayuntamiento de la capital comenzó a exigir
privilegios de autonomía, lo cual fue creando un espacio jurídico dentro de
un sistema que consideraba a las Indias como patrimonio personal del rey
de Castilla. Así, a partir de la consolidación de la ciudad de México se co-
menzaron a crear discursos de soberanía que en la siguiente época serían
aplicados a todo el reino.212 La importancia de la capital se hizo más notable
con la imposición del nombre indígena de la capital a distintas regiones del
reino, como el mar de la costa atlántica, que fue llamado “Seno mexicano”
o golfo de México, o el territorio más septentrional de la frontera norte, que
recibió el nombre de Nuevo México. En la era manierista, la ciudad capital
del virreinato comenzaba a imponerse como modelo y prototipo de todas las
ciudades del territorio.

212
Carlos Garriga, “Patrias criollas, plazas militares: sobre la América de Carlos IV”, en
Eduardo Partiré (coord.), La América de Carlos IV, pp. 35 y ss.
IV. LA ERA BARROCA.
LOS DISCURSOS DE UNA ELECCIÓN DIVINA

El siglo xvii fue para España una época de crisis financiera que en vano in-
tentó solucionar sacando recursos de sus dominios por vía de impuestos,
procedentes sobre todo de la minería y del comercio. Monarcas ineptos y
una aristocracia más preocupada por sus intereses que por el bien común,
generaron una situación de decadencia en la península. Sin embargo, la de-
bilidad política de los Austrias propició una gran capacidad de adaptación a
situaciones complejas y cambiantes, sobre todo a aquellas que se daban en
los reinos de ultramar. Siguiendo la tradición imperial hispana del siglo xvi,
a lo largo del siglo xvii el Consejo de Indias mostró, detrás de una aparente
ambigüedad política, una gran flexibilidad al aplicar con gran acierto princi-
pios jurídicos generales a realidades concretas y al emplear el pactismo como
vía del buen gobierno; en el libro Política indiana, del jurista Juan de Solór-
zano Pereyra, su ejemplo más acabado, el autor consideraba que el rey debía
gobernar los virreinatos de América como si fueran reinos. Esta capacidad
de adaptación hizo posible la convivencia y la colaboración de intereses muy
diversos tanto en la península como en Indias, las cuales eran consideradas,
sin embargo, patrimonio de la Corona de Castilla.
Gracias a esta flexibilidad y a la existencia de una estructura jurídica auto-
nomista basada en los municipios urbanos, y en la idea de un reino ininterrum-
pido, los grupos dirigentes en Nueva España pudieron forjar una teoría pactis-
ta y obtener beneficios de ella. Por medio de la compra de cargos públicos (que
la Corona subastaba para aumentar sus rentas) y de la captación de la benevo-
lencia de virreyes, oidores y obispos, los criollos ricos y la nobleza indígena tu-
vieron acceso a instancias de poder y a una activa participación en la toma de
decisiones en sus respectivas comunidades. Este autonomismo se vio además
reforzado a causa de los numerosos conflictos que se dieron entre los diversos
sectores del aparato estatal, cuyas autoridades eran nombradas desde España,
y que poseían un poder diferido en instancias de muy diversa vinculación polí-
tica. En este periodo fueron comunes las pugnas del virrey con la Audiencia de
México y, sobre todo, con el arzobispo, que en varias ocasiones ocupó interina-
mente el cargo virreinal. Detrás de esa tensión se encontraba también a menu-
do el descontento de los criollos terratenientes con los corregidores y alcaldes
mayores peninsulares, que eran quienes controlaban la mano de obra indígena
y el cobro de sus tributos. Los principales focos de tensión de la época fueron:
la jurisdicción política y territorial de las autoridades; la afectación de los in-
tereses de los grupos de poder locales o los excesivos impuestos, y las pugnas
entre religiosos y clérigos seculares por el control de las parroquias de indios.
210
la era barroca 211

En los siglos xvii y xviii la Nueva España era un territorio en expansión.


La penetración misionera continuó siendo uno de los principales medios de
colonización en la zona norte, aunque ésta se vio a menudo amenazada por
rebeliones y ataques indígenas. Junto a los jesuitas, que mostraron ser bue-
nos administradores y llevaron sus fundaciones hasta Arizona y Baja Califor-
nia, los franciscanos reorganizaron sus misiones con la creación de varios
colegios llamados de Propaganda Fide entre 1683 y 1733. La misión mostró
ser un medio tan efectivo de colonización que el Estado español la promo-
vió e impulsó, en parte porque gracias a ella se propiciaba la concentración
de la población indígena, indispensable para la producción minera. Junto
con las misiones, el otro aliciente para la colonización del norte fueron los
nuevos yacimientos de plata que comenzaron a atraer una numerosa po-
blación del centro, asentada en los reales de minas y en las villas agrícolas y
ganaderas surgidas para abastecer a los centros mineros.
Esta emigración fue posible gracias al crecimiento económico acelerado
en el centro de Nueva España, propiciado por el aumento de la población,
perceptible desde 1650, y por la colonización del Bajío. El incremento de la
fuerza de trabajo y del consumo fortaleció la producción y eso benefició a
varios sectores sociales que pudieron subvencionar los gastos del suntuoso
aparato con el que se construían las identidades (edificios, fiestas, impresos,
imágenes, retablos, etcétera). El primero de estos sectores fue el de los mer-
caderes, cuya riqueza procedía no sólo del monopolio en el abasto de artícu-
los y de créditos a los centros mineros, sino también de la importación de
productos europeos y asiáticos y la exportación hacia Europa de tintes (como
el añil y la grana cochinilla) y de cueros de vaca. Los comerciantes también
controlaban la casa de moneda de la ciudad de México, el lugar donde los
lingotes de plata se convertían en pesos y reales, y el abasto de piezas amone-
dadas en el norte. Un sector de esos comerciantes ejercía el monopolio mer-
cantil en el territorio por medio del Consulado, única corporación de merca-
deres mayoristas cuya sede estaba en la capital.
El segundo sector beneficiado por el crecimiento económico fue el de los
hacendados. La producción agropecuaria era la actividad a la que se dedica-
ban los mayores recursos humanos y materiales al interior de Nueva España, y
la propiedad de la tierra seguía siendo la fuente de riqueza más segura, estable
y prestigiosa. La producción de cueros, carne, sebo, azúcar, alcoholes, cereales,
pulque y lana, insumos que se vendían en las ciudades o se exportaban a Euro-
pa, consolidaron el latifundio, sobre todo en el centro y en el norte. Los hacen-
dados, propietarios de mulas, rebaños, bosques, praderas, tierras de cultivo y
aguas de regadío, tenían su representación en los ayuntamientos de las ciu-
dades, corporaciones que controlaban el abasto y que fueron dominadas por
los terratenientes criollos gracias a la compra de los regimientos.
El tercer sector beneficiado por el desarrollo económico fue el clero. Co-
mo aliada y servidora del Estado (el rey era su patrono), la Iglesia gene-
ró un enorme poder económico y político durante la era barroca, afianzado
212 la era barroca

por la fuerte presencia social de sus miembros, quienes poseían una sólida
conciencia estamental avalada por una serie de privilegios, como la exención
tributaria, el derecho de ser juzgados por tribunales especiales y otros fue-
ros. Los jesuitas, con sus colegios y las provincias mendicantes con sus im-
ponentes conventos urbanos, eran importantes propietarios de haciendas y
otorgadores de créditos; compartían esta última función con los monasterios
femeninos que además tenían arrendadas numerosas propiedades urbanas.
El oratorio de San Felipe Neri, congregación de clérigos seculares fundada
en Nueva España a mediados del siglo xvii, cumplió también importantes
funciones culturales en la predicación y las obras de beneficencia (como los
recogimientos de mujeres); por su parte, las órdenes hospitalarias de juani-
nos, hipólitos y betlemitas, al hacerse cargo de su labor a favor de los pobres,
hicieron uso de rentas, explotación de haciendas y otros importantes recur-
sos económicos. Finalmente estaban los cabildos catedralicios que controla-
ban el cobro de los diezmos y que a partir de la segunda mitad del xvii consi-
guieron someter a este sistema a las reacias órdenes religiosas, proceso que
inició el obispo de Puebla y visitador Juan de Palafox (1640-1649) y concluyó
el arzobispo virrey fray Payo de Rivera (1668-1680).
Esta Iglesia, ya plenamente americanizada, estaba formada por miem-
bros de las capas medias y acomodadas criollas y mestizas, que encontraron
en ella un medio de subsistencia y prestigio, única salida para muchos se-
gundones. Los fuertes lazos familiares y clientelares entre los clérigos regu-
lares y seculares y el resto de la sociedad conformaron consistentes redes
que incidieron no sólo en lo económico, sino también en las identidades cul-
turales. Fue precisamente en este sector donde se comenzó a conformar en
este periodo una “república de las letras”, es decir, un grupo de “intelec-
tuales” que monopolizaban las cátedras universitarias, los púlpitos de los
templos urbanos, la inspiración de los aparatos festivos y de los programas
iconográficos y el acceso a las imprentas, con lo cual se erigieron en los prin-
cipales difusores de las redes simbólicas identitarias. 1 En este proceso reci-
bieron un importante apoyo de los obispos, promotores, entre otras cosas,
de la actividad simbólica representada por los monasterios femeninos, de la
construcción o terminación de los edificios catedralicios, los santuarios y
otros templos, de las informaciones jurídicas para iniciar procesos de beati-
ficación de santos “americanos” ante la sede papal en Roma y del impulso
devocional hacia las imágenes locales.
El último sector privilegiado fue el de la nueva nobleza indígena, que
había desplazado en la mayor parte de las comunidades a los antiguos lina-
jes de origen prehispánico. Su presencia como representantes legales de sus
comunidades en los juicios para defender sus autonomías y resistir a los
abusos les dio un gran poder, así como el control de las cofradías, los hos-
pitales y, sobre todo, los cabildos de los pueblos. En ellos las familias de caci-

1
Perla Chinchilla Pawling, De la Compositio Loci…, pp. 307 y ss.
la era barroca 213

ques se distribuían entre sí los cargos y los beneficios. Estos caciques, mu-
chos de ellos mestizos, comenzaron a imitar la lujosa manera de vivir de los
españoles ricos y su mentalidad.
Para mantener sus privilegios, los grupos dirigentes estructuraron un
sistema en el que el clientelismo y los vínculos familiares y corporativos fue-
ron fundamentales. La riqueza procedente de la minería, el comercio y la
tierra que ellos detentaban se aplicó a un cúmulo de productos culturales en
los que se reflejaron sus necesidades identitarias. Uno de esos productos fue
la fiesta, medio por el cual las diferentes corporaciones (consulado, ayunta-
mientos, provincias religiosas, cabildos catedralicios, gremios y cofradías)
manifestaron su pacto con virreyes, gobernadores, oidores y obispos, las au-
toridades nombradas desde la península.
La presencia de estos funcionarios y de sus séquitos (entre los que había
clérigos y artistas) trajo consigo la importación de las modas, las costumbres
y la cultura cortesana europea; esto, junto con una intensa correspondencia
que atravesaba el Atlántico y con el arribo de libros de ultramar, consolidó
las redes que afianzaban la pertenencia de Nueva España a la hispanidad y
a la catolicidad. Esto explica el notable éxito de la obra de sor Juana en Es-
paña gracias a labor de la virreina María Luisa Manrique de Lara, condesa
de Paredes y marquesa de la Laguna, y a los contactos de Sigüenza y Góngo-
ra con los sabios franceses. O el influjo que tuvo Athanasius Kircher, el más
notable erudito católico del siglo xvii, en varios sabios novohispanos gracias
a la presencia del jesuita francés François Guillot (cuyo nombre se españoli-
zó como Francisco Ximénez) en las cortes del obispo virrey Diego Osorio y
Escobar y del marqués de Mancera.2 No hay que olvidar tampoco los con-
tinuos viajes a las cortes de Madrid y Roma que realizaban los procuradores
de las provincias religiosas y de las catedrales americanas, a través de los cua-
les se establecieron todo tipo de contactos (editoriales, políticos y amistosos)
y se importaron reliquias, libros, cuadros y devociones. Esas mismas redes,
sobre todo las de las provincias religiosas, hicieron posible los contactos de
todo tipo con el otro virreinato americano, el del Perú.
Sin embargo, a pesar de este internacionalismo, el barroco era una cul-
tura que, a diferencia del universalismo manierista, fomentaba los localis-
mos. Así, en esta época se consolidaron los discursos alrededor de las patrias
urbanas y de las regiones; los primeros avalados por las diversas corporacio-
nes ciudadanas, y los segundos construidos a partir de las necesidades de las
provincias religiosas. En todos ellos el tema predominante era que Dios ha-
bía elegido esta tierra para derramar sobre ella sus gracias y favores.

2
Elías Trabulse, Los orígenes de la ciencia…, pp. 91 y ss.; Ignacio Osorio Romero, La luz ima-
ginaria. Epistolario de Athanasius Kircher con los novohispanos, pp. xxix y ss.
214 la era barroca

1. Los paraísos terrenales en las patrias criollas

Que yo señora nací De la común maldición


en la América abundante libres parece que nacen
compatriota del oro sus hijos, según el pan
paisana de los metales no cuesta al sudor afanes

En donde el común sustento Europa mejor lo diga


se da casi tan de balde pues ha tanto que insaciable
que en ninguna parte más de sus abundantes venas
se ostenta la tierra madre desangra los minerales.3

Los conocidos versos de sor Juana Inés de la Cruz, uno de los innume-
rables textos con los que los novohispanos describían con orgullo las gran-
dezas de su tierra, son ejemplo de una actitud ambigua y contrastante: la
exaltación de lo propio como algo diferente, sublime y avalado por Dios, y
la queja por los abusos (descritos con el verbo desangrar) y por la discrimi-
nación de los peninsulares hacia los criollos. Dos características de América
se hacen evidentes en estos versos, que han sido considerados paradigmáti-
cos del pensamiento “criollo”: por un lado, la abundancia en riqueza mineral
y en abastos comestibles; por el otro, la exención que sus habitantes disfru-
tan de la maldición ocasionada por el pecado original, lo que nos remite al
Paraíso terrenal libre de trabajos.
En el siglo xvii, los descubrimientos geográficos y el avance del pensa-
miento crítico habían provocado que la idea de un paraíso existente aún en
alguna parte del Oriente se fuera desechando y se extendiera la hipótesis de
que el Edén había sido destruido con el diluvio universal. El Paraíso comen-
zó entonces a convertirse en un espacio asociado con el cielo o en una metá-
fora para describir toda naturaleza pródiga, y de ahí su asociación con Amé-
rica y las innumerables analogías que los criollos encontraban entre sus
espacios y el Paraíso, tema convertido en un topos retórico, aunque para el
siglo xvii había todavía letrados que seguían considerando que el Paraíso
podía encontrarse en América, como Antonio de León Pinelo.4
Uno de los autores que más utilizó esta comparación fue el franciscano
Agustín de Vetancurt, quien señalaba: “Viendo sus autores antiguos y mo-
dernos la templanza y suavidad de los aires, la frescura y verdor de las ar-
boledas, la corriente y dulzura de las aguas, la variedad de las aves, librea de

3
Sor Juana Inés de la Cruz, romance “Aplaude lo mismo que la fama en la sabiduría sin par
de la señora doña María de Guadalupe Alencastre [duquesa de Aveyro]”, en Inundación castáli-
da, edición facsimilar de la de Madrid, Juan García Infanzón, 1689; México, unam, Facultad de
Filosofía y Letras, 1995, p. 133.
4
Antonio de León Pinelo, El paraíso en el Nuevo Mundo..., vol. i, pp. 136 y ss.
la era barroca 215

sus plumas y armonía de sus voces, la disposición alegre de la tierra, tienen


por cierto que está oculto y escondido el Paraíso terrenal en alguna parte de
esta región”.5
Este autor también denominó a San Agustín de las Cuevas en Tlalpan:
“paraíso occidental” bañado por una rica fuente que manaba de la Peña Pobre
y que abastecía las fértiles huertas de sus alrededores. El fraile mencionaba
que la ciudad de México poseía frutas todo el año, pues un mismo árbol te-
nía “matas, capullos, flor, fruta verde y madura a un mismo tiempo”, tema
que recuerda las visiones de Ezequiel.6 Las descripciones de los frutos no-
vohispanos se volvieron un lugar común en muchos autores del siglo xviii,
como Juan de Viera, quien hace una prolija enumeración de ellas en su Bre-
ve compendiosa narración de la ciudad de México.7 En esa misma centuria se
multiplicaron también los biombos que describían puestos con frutas o que
representaban una plácida laguna con trajineras sobre la cual revoloteaban
mariposas y aves de diferentes clases, tema, como hemos visto, que estaba
asociado con la libertad paradisiaca y el equilibrio, la armonía y la paz que
reinaban antes de la caída.8
La calidad edénica de Nueva España se vio reforzada, además, por la
idea de una evangelización que había resarcido a la cristiandad de la pérdi-
da sufrida por la reforma protestante. En este paraíso, libre de la perfidia de
la herejía, florecería una sociedad de concordia y pureza, cualidades que se
habían perdido en la vieja Europa. América se convertía así en el lugar don-
de, una vez vencido el demonio de la idolatría, se ponían las bases para crear
el reino de Cristo antes del final de los tiempos.
Ese mismo contenido escatológico y cristológico utilizó en sus mencio-
nes del paraíso el franciscano Alonso de la Rea, quien, a principios del siglo
xvii (1639), hablaba de Querétaro, su patria chica, como un paraíso en el que
Dios plantó un nuevo árbol de la vida, una milagrosa cruz de piedra. 9 A esa
reliquia se le atribuían numerosas curaciones milagrosas, además del hecho
de que se agrandaba y achicaba de manera prodigiosa.
Con todo, la fertilidad vegetal, la riqueza mineral y la benignidad del
clima (temas cargados de símbolos morales) eran sólo el preámbulo para
elogiar las virtudes, habilidades, ingenio e inteligencia de los novohispanos,
sobre todo de los criollos; en América la naturaleza no únicamente propi-
ciaba la práctica de las virtudes cristianas (prueba de ello eran los numero-
sos ermitaños que vivían en sus bosques), sino que fomentaba también las
seculares, como la valentía y la fidelidad al rey (la plata en sus aguas hacía

5
Agustín de Vetancurt, “ Tratado de la ciudad de México”, en Teatro mexicano, tratado ii, p. 17.
6
Ibid., fols. 2 y 3.
7
Juan de Viera, “Breve compendiosa narración de la ciudad de México, corte y cabeza de
toda la América septentrional”, en Antonio Rubial García, La ciudad de México en el siglo xviii
(1690-1780). Tres crónicas, pp. 285 y ss.
8
Jean Delumeau, Historia del paraíso, vol. i, pp. 257 y ss.
9
Alonso de la Rea, Crónica de la Orden de N. Seráfico..., libro ii, cap. 23, p. 191.
216 la era barroca

valientes a los hombres) y las relacionadas con el saber. El mismo cronista


queretano Alonso de la Rea atribuía a la fértil naturaleza de su ciudad y a la
influencia de sus propicios astros las “grandes habilidades y talentos, cuyo
crédito celebra hoy el común aplauso, así en los púlpitos y cátedras como
en lo político y moral”. Y agregaba con un dejo de modestia retórica: “Pongo
punto aquesta descripción por no exceder los límites de mi profesión [de
fraile] por el amor natural de la patria, porque prescindiendo este respecto
la copia y fertilidad del pueblo, el cielo y temple empobrecen mi caudal y lo
agotan para que deje por temeroso lo que pudiera referir inclinado”.10
Para su hermano de hábito, fray Antonio Ramírez, el tema del Paraíso lo
lleva a una metáfora de los religiosos (piedras arrojadas por las aguas de los
ríos del Paraíso por todo el territorio) para que ayuden a propagar el culto a
la Inmaculada Concepción:

Son estas aguas como de Paraíso, que divididas en ríos […] y repartidas en co-
rrientes rodean aqueste Nuevo Mundo, fertilizándolo y enseñándolo; y a la fuer-
za de sus crecientes, saliendo de madre se lleva sus piedras y las dejan en los
desiertos más incultos, donde los montes empinados y peñascos […] les sirven de
cátedras y las montañas […] y riscos encrespados de púlpitos, en que predican la
fe de Jesucristo como ministros apostólicos, ganándole almas infinitas. Memo-
rias de eternidad merecen estas piedras hijas de tales aguas, y más en causa de
María, a quien le tienen consagrada, jurada y ratificada la devoción en defensa
de su Inmaculada Concepción.11

Aunque en la mayoría de los autores criollos las cualidades morales de


los americanos no abarcaban a todos los habitantes del continente, sino sólo
a los blancos, existe alguna mención en Vetancurt al ingenio y agudeza de
los indios, propiciada por la benignidad del clima y que hacía que sus anti-
guos habitantes se sintieran libres de la esclavitud de la plata.12 Esa misma
posición inclusiva se puede también observar en sor Juana, quien otorga a la
plebe una de las virtudes más alabadas por los tratadistas políticos: la lealtad
al rey: “Y la muy Noble ciudad, / nobleza y plebe, en quien veo / de diferentes
mitades / formar la lealtad un cuerpo”.13
Con estas bases, el tema del Paraíso terrenal y la caída de Adán y Eva,
se convertiría en uno de los más representados en Nueva España, siempre
asociado con la redención, con la figura de Cristo, el nuevo Adán, y con la
cruz, el nuevo árbol de la vida, y a menudo relacionado con la fauna y la flo-
ra americanas. Estas alusiones son muy claras en los dos enormes lienzos
10
Idem.
11
Fray Antonio Ramírez, El David seráfico de la solemne fiesta que la Real Universidad de
México celebró a la Inmaculada Concepción..., p. 19.
12
A. de Vetancurt, Teatro mexicano, pp. 10 y ss.
13
Sor J. I. de la Cruz, “Loa a los años de la reyna nuestra señora doña María Luisa de Bor-
bón”, en Inundación castálida, p. 73.
la era barroca 217

que decoran el ábside del templo de Santa Cruz en Tlaxcala, obra de media-
dos del siglo xviii.14 En uno se representa a Cristo crucificado rodeado de los
siete sacramentos; en su opuesto, se encuentra el árbol del Paraíso, flanquea-
do por Adán y Eva tentados por la serpiente y rodeados de los siete pecados
capitales, ejemplificados con escenas del Antiguo Testamento. En este Edén,
una diversidad de animales terrestres y acuáticos, salvajes y domésticos,
mamíferos y aves (entre las que destaca en primer plano un guajolote), se
pasean por un campo sembrado de flores azules, blancas, rojas y amarillas,
cuyos colores están relacionados con diferentes virtudes como la pureza, la
caridad o la humildad. En el horizonte, una serie de árboles representan con
sus frondas siempre verdes la vida eterna: la palmera, símbolo de los már-
tires, el ciprés y el cedro, cuyas maderas se creían incorruptibles, y el pino,
planta de hoja perenne. Lo más significativo del cuadro es la presencia en
sus dos ángulos inferiores de dos plantas emblemáticas para Nueva España,
el nopal, vinculado con la fundación de México-Tenochtitlan, y el maguey, al
cual se le relacionó desde la época de Miguel Sánchez con el ayate de Juan
Diego.15
Pero la idea de Paraíso no sólo se refería al descrito en el Génesis; la cul-
tura cristiana también consideró el cielo como un lugar de delicias. Sin em-
bargo, por la influencia del Apocalipsis de San Juan, el más allá se concebía
como una ciudad amurallada de oro y cristal, con doce puertas cubiertas por
piedras preciosas, en cuyo centro se encontraba el Cordero. Durante la Edad
Media la visión de esta Jerusalén celeste produjo imágenes de un gran liris-
mo que transitaron entre las visiones y las pinturas y que marcaron la con-
cepción que el Occidente se forjó del más allá como un palacio, una catedral
o una urbe. Con todo, en el Apocalipsis también se mencionaba un río que
brotaba del trono del Cordero y un árbol de la vida que daba doce cosechas al
año, lo que remitía igualmente a una naturaleza pródiga. Esto dio pie a que,
junto al aspecto urbano del cielo, se desarrollara también otro relacionado
con el Paraíso terrenal, sobre todo por la relación existente entre jardín y ale-
gría. Así, desde los primeros siglos cristianos, escritores, visionarios y poe-
tas fusionaron ambas visiones: una ciudad-estado bien planificada en mitad
de un jardín paradisiaco con ríos y abundante vegetación. Jerusalén celeste
y Paraíso terrenal se encontraban una junto al otro y serían algún día los
espacios donde habitarían los elegidos. Esta ciudad, que como las terrenas

14
Sobre estos cuadros véase el libro de Luisa Noemí Ruiz Moreno, El árbol dorado de la cien-
cia: procesos de figuración en Santa Cruz, Tlaxcala.
15
La presencia de animales y plantas americanos en el jardín del Edén, que se puede obser-
var en la pintura de Santa Cruz en Tlaxcala, ya existía en los grabados que fray Diego Valadés
realizó para ilustrar su Retórica cristiana. En uno de ellos, que representa las cadenas del ser,
hay llamas, guajolotes, plátanos y palmeras. Esta obra estaba dedicada a mostrar a una Europa
ignorante de la realidad americana, una América donde la violencia de la conquista ha sido
erradicada y sustituida por una misión pacífica enmarcada en un nuevo paraíso. Fernando de la
Flor, Barroco: representación e ideología…, p. 311.
218 la era barroca

estaba rodeada de vergeles, proporcionaría seguridad y libraría a los santos


de la precaria vida de los campesinos.16
Al igual que sucedía en Europa, no encontramos en la plástica una des-
cripción paralela de estas visiones. De hecho, la representación de la ciudad
como símbolo del cielo sólo quedó como ilustración en los grabados que ser-
vían para describir la escena bíblica del Apocalipsis; en la plástica el tema
fue suplantado por los grandes vórtices angélicos y nubosos en perspectiva
que desembocaban en estallidos de luz o por las esquemáticas cortes celes-
tiales de los cuadros de ánimas donde ángeles y santos alababan a la Trini-
dad. En Nueva España, donde llegaron también esos modelos, el tema de la
Jerusalén celeste no fue abandonado del todo y siguió utilizándose relacio-
nado a la Inmaculada Concepción, asunto que veremos más adelante. En
estas representaciones, sin embargo, desapareció, al igual que en Europa, el
jardín de delicias que rodeaba la ciudad santa, aunque, a partir del siglo xviii,
Nueva España vio aparecer una novedad iconográfica al representar el es-
pacio celestial como un hortus conclusus amurallado en lugar de utilizar a la
ciudad. Una curiosa mezcla de Jerusalén celeste, de la que se conservaron las
murallas con sus doce puertas custodiadas por sus respectivas figuras (san-
tos o ángeles), pero en la que los edificios fueron sustituidos por jardines
geométricos.17
Para la cultura novohispana del siglo xvii, como para la europea medie-
val, la naturaleza era un gran libro donde se podía leer la obra divina, pero
un libro escrito en claves alegóricas, donde plantas, animales, astros y pie-
dras no eran más que símbolos que hablaban de Dios. Para algunos autores
modernos, en la España barroca la ciencia como tal estaba confinada a ser
un mero catálogo de figuras antropomórficas reelaboradas a partir de los es-
quemas retórico-teológicos.18 Dentro de esta visión, es comprensible que las
descripciones de la naturaleza novohispana funcionaran más como argu-
mentos que intentaban magnificar los dones otorgados por Dios a América,
que como verdaderas relaciones realistas. Sin embargo, conforme avanzaba
el siglo xvii, se fueron insertando en los esquemas retóricos numerosos ele-
mentos que intentaban describir la orografía, hidrografía, flora y fauna de las
diversas regiones, así como la enumeración de sus riquezas minerales, agrí-
colas o ganaderas en un despliegue de erudición. Al determinismo geográfico
eurocentrista, que insistía en la defectuosa humanidad americana como hija
de un territorio de pantanos y calurosa naturaleza, los criollos oponían una vi-
sión de seres hábiles y laboriosos, producto de un clima templado y de una
tierra pródiga y fértil; la historia natural daba argumentos para crear una his-
toria moral gloriosa.
16
J. Delumeau, op. cit., vol. iii, pp. 149 y ss.
17
Véase mi artículo “Civitas Dei in Novus Orbis. La Jerusalén celeste en la pintura novohis-
pana”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. xx, núm. 72, pp. 5-35.
18
F. de la Flor, La península metafísica. Arte, literatura y pensamiento en la España de la Con-
trarreforma, pp. 87 y ss.
la era barroca 219

De hecho, los más acabados productos de este paraíso eran sus ingenios,
más importantes para España que las riquezas minerales que extraía de sus
minas. El tema fue muy explotado por escritores criollos como Juan Ignacio
de Castorena y Ursúa, uno de los editores de la Fama y obras póstumas, tercer
volumen que recopilaba la obra de la inmortal sor Juana Inés de la Cruz; di-
cho texto recibió varias ediciones en Europa (Madrid, 1700; Lisboa y Barcelo-
na, 1701; Madrid, 1714). Para él, la monja jerónima era un tesoro, una pluma
de perlas ofrecida al cetro de oro de la reina Mariana, un fénix de América sa-
crificado al águila de Alemania, una princesa de las musas consagrada a la rei-
na de las gracias. Castorena utilizaba también otra metáfora áurea para ala-
bar a la mecenas que facilitó la edición, Juana Piñateli, marquesa del Valle
de Oaxaca; a ella, como descendiente del capitán Cortés, ofrecía este libro de
plumas de oro, semejante a los cuadros que hacían los indios con plumas
iridiscentes y multicolores, cuyo artificio y primor sólo podía admirarse en
plenitud a la luz del sol, representada por la marquesa. La décima musa, para
Castorena, había nacido en un paraíso novohispano: las floridas vertientes de
un volcán partido en dos montañas (una de fuego y una de nieve), émulo del
Parnaso y cuna de la última de las hijas del dios Apolo.19

2. Huertos místicos y yermos bíblicos

Ennoblecieron los augustísimos progenitores de V. M. su imperial ciudad de


México con el convento real de Jesús María mejorando en él su magnificencia
aquel delicioso Paraíso con que en las niñeces del mundo se engrandeció el
Oriente […] Si en aquel triunfó de la original pureza la primera culpa, en este
tiene pacífica habitación la divina gracia; si en aquel conducidos de la inobedien-
cia se enseñorearon de la humana naturaleza todos los vicios, en éste la reducen
a su ser primitivo las virtudes todas; y si de aquel desterró un querubín a una
sola mujer que lo habitaba, por delincuente, en este viven como serafines abraza-
das en el amor de su esposo innumerables vírgenes.20

Con estas palabras Carlos de Sigüenza hacía referencia a uno de los te-
mas más gratos de la cultura monacal: la relación entre el paraíso inconta-
minado por el pecado y el claustro, prefiguración de la perfección celestial.
No era una casualidad que los monasterios medievales tuvieran claustros
cuadrados que recordaban la Jerusalén celeste descrita por san Juan. Para
los monjes, el pozo de agua que se encontraba en el centro de ese espacio, así
como las plantas del huerto monacal, simbolizaban la fuente de donde salían
los ríos de la gracia y las virtudes que adornaban la vida de los monjes.

19
Véase Juan Ignacio de Castorena, “Dedicatorias”, en sor J. I. de la Cruz, Fama y obras pós-
tumas del Fénix de México...
20
Carlos de Sigüenza y Góngora, Parayso occidental, Dedicatoria.
220 la era barroca

Frente al hortus conclusus como símbolo de la vida retirada, desde el si-


glo xii comenzó a aparecer la idea más secularizada del jardín, símbolo del
espacio placentero, locus amoenus en el que se daban los encuentros amo-
rosos, pero también lugar de meditación y contemplación.21 Tomando ele-
mentos de los jardines de amor, el hortus se convirtió en espacio de los en-
cuentros amorosos entre Cristo y las almas. La literatura visionaria femenina
desde el siglo xiii y la plástica desde el xv plasmaron de manera exhaustiva
esa metáfora que veía a los jardines como espacios de pureza y perfección,
sin contaminación, y sus plantas, aves y flores como símbolos de las virtudes
existentes en el Paraíso primigenio.22
El Paraíso occidental de Carlos de Sigüenza fue sólo una de las muchas
manifestaciones novohispanas de ese mundo metafórico. En numerosos cua-
dros que describen la vida de las religiosas (o de las ermitañas como María
Magdalena) en los siglos xvii y xviii, el jardín místico se volvió un referente
obligado como parte de los paisajes que aparecían como telones de fondo de
sus vidas. Una fuente de agua cristalina, flores y árboles hacían referencia a la
felicidad de los encuentros entre Cristo y sus amadas esposas. En esos jardi-
nes, cada flor tenía un significado místico, las blancas simbolizaban la pure-
za, las rojas la caridad y la pasión de Cristo y las azules la promesa del cielo.
El tema del locus amoenus místico, con una fuente de piedra rodeada de
árboles, se volvió un lugar común en muchos de los cuadros que representan
a religiosas místicas: María de la Antigua, Catalina de Siena, Rosa de Lima y,
por supuesto, Teresa de Jesús. Uno de los ejemplos más sugerentes al respec-
to es el cuadro Los desposorios místicos de la colección del Museo Nacional
del Virreinato en Tepotzotlán. La monja profesa, una carmelita, abrazada
por la virgen del Carmen, recibe del niño Jesús dos obsequios: un anillo en
su dedo, símbolo del desposorio, y un clavo en su corazón que representa los
sufrimientos de su pasión. Acompañan a la religiosa los santos patronos de
la orden (santa Teresa, san Juan de la Cruz, san José y el profeta Elías) y otra
monja que sostiene un canasto con flores-virtudes. En el fondo de la derecha
está el huerto, espacio de intimidad y encuentros, de oración y de visiones,
donde varias religiosas cultivan flores y juegan con el agua de la fuente, que
es Cristo. El lugar representa aquí el huerto monacal situado a un lado de la
construcción conventual que abarca todo el fondo del cuadro.
Ese mismo tema de las religiosas en el huerto monacal se encuentra en
el gran lienzo de la sacristía de la iglesia de Santa Rosa de Viterbo, en Queré-
taro. Las beatas con hábitos azules junto con algunas sirvientas departen,
cultivan y cargan jarras de agua en una escena de tal cotidianidad y desenfa-
do que está muy lejos de expresar éxtasis místicos. Sin embargo, una fuente

21
Ernst Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, vol. i, p. 284.
22
Juan García Font, Historia y mística del jardín, pp. 71 y ss. La idea del jardín místico que
combina la concepción de lugar de placeres con la idea de recogimiento se puede ver ya en la
obra Hortus deliciarum de la monja alemana del siglo xii Herrad de Lanksberg.
la era barroca 221

de la que toman agua unas beatas y un hortus conclusus marcado por una
custodia con la Eucaristía, remiten a la emblemática paradisiaca; ambos ele-
mentos, fuente y huerto, se asocian con las dos figuras centrales del cuadro:
un Cristo en la cruz; el árbol de la vida del que brota la fuente de sangre re-
dentora que se ofrece en el sacrificio de la misa, y una Divina Pastora, fuente
de sabiduría y huerto cerrado. La fundadora de este beaterío, Francisca de
los Ángeles, era una terciaria franciscana adscrita al Colegio de Propaganda
Fide de Querétaro, y en alguna de sus visiones dejó plasmado lo común que
era para 1700 la asociación del Paraíso con la vida mística: “y en mucho
tiempo no podía olvidar aquella hermosura deseable de aquel hermosísimo
niño, ni se me quitaba de la imaginación aquel espacioso campo y aguas
cristalinas con que se regaban todos aquellos lugares”.23
En otra de sus visiones Francisca percibió al niño dentro de un lirio, me-
táfora muy utilizada por la retórica y que aparece también en varios cuadros,
como en el que se encuentra en la sacristía de la iglesia de Misquitic (San
Luis Potosí). Dentro de un huerto triangular con claras connotaciones rela-
cionadas con la Jerusalén celeste, crece un árbol que cultivan varios francis-
canos cuyo fruto es un niño lirio sobre un sol, representación de Jesús quien
debe nacer como una flor en todas las almas.24
En otra sacristía franciscana, la de San Francisco de Puebla, el tema del
huerto paradisiaco aparece de nuevo, pero ahora vinculado con un enorme
árbol genealógico, tema muy común en las órdenes religiosas mendicantes
desde la Edad Media y que vemos en porterías de conventos novohispanos del
siglo xvi, como el agustino Atlatlahuacan y el franciscano Zinancatepec. Sin
embargo, en el cuadro dieciochesco de Puebla, el árbol de la vida, cuyos fru-
tos son todos los santos de la orden, crece en un huerto cultivado por los
frailes, donde nacen las virtudes simbolizadas por macizos de flores. Su con-
traste con el árbol del bien y del mal del Paraíso terrenal también es notable,
pues mientras uno se relaciona con el pecado, el otro está vinculado con la
virtud. Este árbol también se asocia con la genealogía de Jesé, tema ascen-
sional que, al igual que la escala de Jacob, tienen una clara relación con la
comunicación entre la tierra y el cielo.
Todos estos ejemplos pertenecen a un siglo xviii en el que Europa se in-
clinaba a una visión más secularizada de la naturaleza y muchos de los te-
mas donde ésta se incluía estaban relacionados más bien con la vida galante
o con la bucólica visión pastoril. En cambio, las tradiciones hispánicas del
siglo xviii hundían sus raíces en el Siglo de Oro y en su percepción místi-
ca del mundo, percepción que alimentaba este verso de las Soledades de Luis
de Góngora:
23
Francisca dejó unos cuadernos manuscritos con sus experiencias que resguarda el Archivo
Histórico de la Provincia Franciscana de México-acsc, Celaya, Ms. G, Legajo 2, Cuaderno 9,
Abril 1700. Ver Ellen Gunnarsdottir, Mexican Karismata. The baroque vocation of Francisca de
los Ángeles. 1674-1744.
24
Antonio Rubial García, “Civitas Dei in Novus Orbis…”, op. cit., pp. 28 y ss.
222 la era barroca

Jardín cerrado, inundación de olores


Fuente sellada, cristalina y pura
Inexpugnable torre, do segura
de asaltos goza el alma sus amores.25

En el otro extremo del jardín monacal estaba el desierto eremítico, pero


mientras el primero hundía sus raíces en la sensualidad sublimada de los
huertos medievales creados por el hombre, relacionados con el amor cortés
y la vida de los claustros, el segundo se vinculaba con la naturaleza salvaje e
indómita, más cercana a las meditaciones virgilianas y melancólicas del bos-
que sagrado (Sacro Bosco) donde el hombre confrontaba en la soledad su
pequeñez con la grandeza divina manifestada en la naturaleza. Mientras que
en los huertos la mano ordenadora del hombre está siempre presente y los
productos son obtenidos por el trabajo, en el yermo, el hombre obtiene su
alimento de la providencia, de cuya mano depende en absoluto. En los paraí-
sos eremíticos la gran ausente era Eva. Los Adanes del desierto tenían inclu-
so como orgullo resistirse a toda presencia femenina, evitando así la tenta-
ción con el rechazo, como principio, de la causante de la caída y de la pérdida
del paraíso.26
Uno de los primeros autores barrocos novohispanos que habla de estos pa-
raísos eremíticos en Nueva España fue fray Agustín de la Madre de Dios (1610-
1662), un peninsular que simpatizaba con la causa criolla en la provincia de
San Alberto de los carmelitas descalzos. Al hablar de la fundación del De-
sierto de los Leones en Cuajimalpa, describió cómo el sitio para el yermo fue
señalado por el mismo san Juan Bautista, disfrazado de indígena tlaxcalteca,
quien con una tilma labrada con plumas les señaló a los padres fundadores
la fuente de agua, indispensable para realizar la obra.27 Además, al igual que
Elías, padre mítico de los carmelitas, los fundadores fueron alimentados mi-
lagrosamente con pan que apareció en el monte o que era llevado a lomo de
un asno solitario. No faltó tampoco la oposición demoniaca, tema típico
de esos paraísos: “Muchas veces traía los leones allí junto a los jacales; por
entre las matas aullaban los lobos y los tigres; no aprovechando nada todo
aquesto armaba horribles nublados y con rayos y truenos formidables hun-
día aquellos montes”.28
Fray Agustín de la Madre de Dios señalaba que el Desierto de los Leones
presentaba así todas las cualidades de un paradisiaco locus eremitarum:
“Porque a voto y sentimiento de personas que han recorrido la mayor parte

25
Luis de Góngora, Las soledades, FO. 111 R.
26
F. de la Flor, La península metafísica…, p. 132.
27
Agustín de la Madre de Dios, Tesoro escondido en el Santo Carmelo mexicano. Mina rica de
ejemplos y virtudes en la historia de los carmelitas descalzos de la provincia de la Nueva España,
libro iv, caps. 1-9, pp. 256 y ss. Esta lectura retórica contrasta con la oposición que los indios
hicieron a un monasterio que les quitaba recursos acuíferos y forestales.
28
Ibid., libro iv, cap. iv, p. 269.
la era barroca 223

del orbe y visto el sitio de este paraíso, es de las mejores cosas para el inten-
to del yermo que en lo descubierto se halla”.29 Convertidos en templo natu-
ral, los desiertos carmelitanos intentaban crear un refugio de sacralidad
frente a un mundo cada vez más mundano y secularizado. La misma locali-
zación de los espacios elegidos como desiertos era de una gran amenidad:
fuentes, árboles, lugares deleitables, construcciones realizadas y preservadas
para la soledad. Para los carmelitas, éstas eran refundaciones de una tierra
santa, matriz de aquel monte Carmelo del que fueron expulsados los carme-
litas en el siglo xiii.30
Bajo ese espíritu fue pintado un cuadro anónimo del siglo xviii que se
encuentra en el museo del ex Colegio de San Ángel. Bajo un edificio balda-
quino hexagonal que representa la sabiduría, están distribuidos los doce
conventos de la provincia de San Alberto. En el centro de ellos, rodeado de
una exuberante vegetación, se ha representado al Santo Desierto de los Leo-
nes con sus ermitas. El eremitorio paradisiaco lleva el nombre de Monte
Carmelo y en él nace un árbol candelabro de siete brazos que contiene las
efigies de veintidós frailes que florecen entre lirios y granadas y que repre-
sentan los frutos de santidad de la provincia novohispana. Una cartela en la
base del cuadro alude a una numerología esotérica relacionada con el Anti-
guo Testamento y con la astrología.31 Un sol corona el candelabro que con
sus siete brazos recuerda los planetas, mientras que las doce fundaciones se
asocian con los signos zodiacales. El profeta Elías aparece mencionado como
fundador; una filacteria en la parte alta con el texto del Éxodo 25, 31, “harás
un candelabro de oro puro”, hace alusión a la orden divina dada a Moisés
para la fabricación de la Menorah.
Junto a los carmelitas, la otra orden que desarrolló el tema eremítico
fueron los agustinos. En la provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán,
fray Matías de Escobar (1690-1748) escribía a principios del siglo xviii su
Americana tebaida, en la que se intentaban asociar dos principios tan opues-
tos como el ideal evangelizador y la vida eremítica: “El ver y considerar esto,
fue lo que me movió a darte el nombre de Mechoacana Thebaida, porque le-
yendo las admirables vidas de tus hijos, mis hermanos se me representaban
(y, a no detenerme la fe, quería creer la trasmigración pitagórica) en que ha-
bían las almas de aquellos penitentes padres pasádose a los cuerpos de nues-
tros primitivos fundadores”.32
El tema no era nuevo y ya había sido tratado por el cronista fray Juan de
Grijalva. Al igual que él, para Escobar uno de los tópicos de la Edad Dorada,
tan importante como el de las misiones, era el de las tebaidas primitivas,
29
Ibid., libro iv, cap. v, p. 271.
30
F. de la Flor, La península metafísica…, p. 138.
31
Una reproducción con una traducción de la cartela hecha por Pedro Ángeles Jiménez y
Norma Fernández en Catálogo de pintura del Museo del Carmen, pp. 126 y ss.
32
Matías de Escobar, Americana Thebaida, Vitas Patrum de los religiosos hermitaños de nues-
tro padre san Agustín de la provincia de San Nicolás de Tolentino de Michoacán, p. xiv.
224 la era barroca

pues ambos formaban parte del ideario original de su orden. La obra de Es-
cobar respondía de hecho a una necesidad de reforma, pues la provincia de
San Nicolás acababa de pasar en 1701 un terrible cisma y uno de sus miem-
bros más destacados había sido enviado prisionero a España. Es por eso que
el tema central de la voluminosa crónica, la vida eremítica de los primeros
fundadores de la provincia, servía como argumento retórico para demostrar
que los frailes seguían con absoluto apego la idea original de san Agustín al
crear su regla. Escobar exaltaba así a religiosos cuya labor evangelizadora ya
había concluido para el siglo xviii, pero que podían seguir siendo modelo de
virtudes para unos frailes inmersos en conflictos mundanos. El tema tratado
por Escobar no dejaba de ser, sin embargo, un recurso retórico.
De hecho, el ámbito agustino, al igual que el carmelita, había encontrado
en la tebaida, como vimos, uno de sus rasgos identitarios más fuertes; pero a
diferencia de ellos desarrolló esta temática no sólo con sus frailes ejemplares,
sino también alrededor de uno de los más importantes centros de peregrina-
ción novohispano: el del Santo Cristo de Chalma. Como vimos en el capítulo
precedente, los agustinos de Ocuila y Malinalco habían promovido un san-
tuario de sustitución en una cueva dedicada a una antigua divinidad telú-
rica y su éxito atrajo a un ermitaño mestizo, Bartolomé de Torres, quien,
junto con sus prácticas ascéticas, realizaba curaciones, leía las conciencias y
daba consejos. El fenómeno llamó la atención de los religiosos, quienes en
1630, por mano de fray Juan de Grijalva, entonces prior de Malinalco, dieron
al curandero el hábito de lego agustino. Con ello la orden se beneficiaba del
prestigio del santón y continuaba ejerciendo el control sobre el santuario. El
mestizo Bartolomé cumplía además las funciones de intermediación que ne-
cesitaban los frailes para atraer a las comunidades indígenas; el “chamán
cristiano” convertido en religioso no sólo aseguraba la ortodoxia de la pre-
dicación, podría también suplantar con su “magia” a los hechiceros indios.
El hermano lego fray Bartolomé de Jesús María, como fue llamado el ermita-
ño al entrar a la congregación, recibió algún tiempo después como ayudante
a un muchacho mestizo de ocho años, donado por sus padres a la ermita.
Este discípulo, que recibiría con el tiempo el nombre de fray Juan de San
Joseph, se dedicó a recolectar limosnas en pueblos y ciudades y a expandir la
fama de su venerable maestro. Cuando fray Bartolomé murió en 1658 y dejó
a fray Juan de San Joseph como su sucesor, sus milagros relacionados a la
devoción del Santo Cristo y los viajes promocionales que ambos mestizos
realizaron a lo largo de cuarenta años extendieron su fama eremítica y el
culto al santuario por toda el área central del territorio novohispano.
Junto con los viajes promocionales del ermitaño viajero influyó en esta
difusión la gran aceptación de la imagen entre los indios otomíes, quienes
desde Acámbaro llegaban todos los años al santuario. Este grupo tuvo desde
la segunda mitad del siglo xvi un importante papel en la colonización de las
tierras del Bajío y en la penetración hacia la zona chichimeca del Tunal
Grande (San Luis Potosí, Guadalcázar, etcétera), hacia donde llevaron al-
la era barroca 225

gunas de las devociones del centro, en este caso la del Señor de Chalma y
otras, como veremos.33
Para fines del siglo xvii Chalma era uno de los centros de peregrinación
más populares de Nueva España y un lugar donde se retiraban a menudo
quienes tenían inclinaciones eremíticas, atraídos por los hechos milagrosos
atribuidos al Santo Cristo y a fray Bartolomé. Para 1683 su vida y milagros es-
taban ya tan difundidos que el arzobispo de México Francisco de Aguiar y
Seijas permitió al oidor Juan de Valdés y a fray José Sicardo realizar las in-
formaciones sobre la vida de tan ejemplar varón con el fin de iniciar su pro-
ceso de beatificación.34 En diciembre de 1684 el mismo prelado hizo una vi-
sita al santuario de Chalma y pidió que se abriera la tumba de la cueva. La
sorpresa fue grande al encontrar el cuerpo de Bartolomé incorrupto, símbo-
lo inconfundible de santidad.35 Al año siguiente los prebendados Alonso Al-
berto de Velasco y Francisco Romero fueron enviados por el arzobispo para
reconocer la sepultura y a levantar nuevas informaciones.36
En tanto se iniciaban los trámites para la beatificación, el santuario de
Chalma comenzaba a sufrir una serie de cambios por mano de fray Diego
Velázquez de la Cadena. Este fraile, hermano del secretario de Gobernación y
Guerra, comenzaba a afianzar su poder sobre la provincia agustina de Méxi-
co y necesitaba crear una imagen pública positiva que acabara con las funda-
das acusaciones de corrupción que contra él se hacían. Para tal fin mandó
crear dos comunidades cenobíticas de acuerdo con el espíritu de la orden,
que recomendaba tener casas de recolección en cada provincia. Una de ellas,
en el convento de Culhuacán, tuvo una vida efímera y trasladada después a
Atlixco, finalmente desapareció. La otra, creada en Chalma, tuvo en cambio
un gran éxito. Para lograr su cometido, el padre de la Cadena aprovechó un
terraplén en el santuario que ya había iniciado fray Juan de San Joseph y so-
bre él inició la construcción de un soberbio convento y de un templo al que
mandó trasladar la imagen del Santo Cristo desde la cueva donde estaba en
1683. Un acta notarial enviada a Madrid daba noticia al rey de las obras rea-
lizadas y anunciaba a fray Diego como restaurador del espíritu eremítico en
la provincia de México.37 Con ello el religioso no sólo consiguió prestigio per-
sonal, la provincia también recuperaba el control sobre la ermita, control que
había perdido a pesar de existir ahí un lego agustino.
La fundación de la casa de recolección de Chalma convertía al último
reducto de los ermitaños autónomos en una comunidad de frailes asimilada

33
Juan Carlos Ruiz Guadalajara, Dolores antes de la Independencia, vol. ii, pp. 400 y ss.
34
Véase José Sicardo, Interrogatorio de la vida y virtudes del venerable hermano fray Bartolo-
mé de Jesús María, natural de Xalapa. Religioso lego del Orden de Nuestro Padre Sant Agustin...
35
Antonio de Robles, Diario de sucesos notables (1665-1703), vol. ii, p. 86.
36
Joaquín Sardo, Relación histórica y moral de la portentosa imagen de Nuestro Señor Jesucris-
to Crucificado aparecida en una de las cuevas de San Miguel de Chalma, libro ii, cap. xxii, p. 319.
37
Testimonio público a petición de fray Diego de la Cadena, Chalma, 6 de marzo de 1684,
Archivo General de Indias, Sección México, 708.
226 la era barroca

y controlada por la institución. Por otro lado, al separar la imagen de la tum-


ba del ermitaño, que se quedó en la cueva, se rompía con la vinculación que
durante seis décadas había asimilado cueva, Cristo y reliquias en un solo es-
pacio simbólico. El proceso se había iniciado desde 1680; ese año, cuenta
Antonio de Robles, el miércoles 14 de febrero, “trajo a México el provincial
de San Agustín al lego de Chalma para mortificarlo un poco”.38 La provincia
agustina ya no veía con buenos ojos a fray Juan, ese fraile ermitaño mestizo
que vivía muy a su aire y con una relativa autonomía; al trasladarlo al con-
vento de México, el prelado hacía desaparecer la presencia de un personaje
popular en Chalma y ponía las bases para la fundación del cenobio provin-
cial. En ese sentido debe también entenderse que el peninsular fray José Si-
cardo, enemigo declarado del padre de la Cadena, imprimiera en 1683 las
informaciones para abrir la causa de beatificación del ermitaño fray Bartolo-
mé y que fuera el cabildo de la ciudad de México, y no la provincia agustina,
la instancia que iniciara los trámites en Roma.39
Para afianzar su nueva creación, en 1684 fray Diego, recién electo pro-
vincial de los agustinos de México, promovió seguramente que el jesuita
Francisco de Florencia (1620-1695) escribiera una narración de la leyenda
del Santo Cristo. En 1689, año en que moría fray Juan de San Joseph, el je-
suita criollo publicaba en Cádiz esa obra con el título Descripción histórica y
moral del yermo de San Miguel de las Cuevas.40 En ella, Florencia incluyó las
vidas y obras del taumaturgo eremita mestizo fray Bartolomé de Jesús María
y de su discípulo e hizo constantes paralelismos entre el primero y los santos
Pablo el ermitaño, Antonio, Macario e Hilarión. Incluso llega a insinuar que
su biografiado los sobrepasó en algún sentido cuando expresa, con el título
marginal de “engaño de los relajados”: “Engáñase nuestro amor propio cuan-
do dice que ya la naturaleza se ha debilitado tanto que no hay en ella fuerzas
para igualar los rigores de aquellos ejemplares de penitencia que hubo anti-
guamente en el Yermo, pues en el de Chalma vimos en nuestro tiempo igua-
ladas, y en parte excedidas, las asperezas admirables de aquellos tiempos”.41
Pocas páginas después el cronista jesuita agrega que la humildad de Barto-
lomé era digna de un san Francisco y su sabiduría propia de un san Agus-
tín. Aunque la comparación con otros santos es un tópico muy común en la
literatura hagiográfica, no deja de asombrarnos su intrepidez al hablar de
“exceder en asperezas” a los venerables padres de desierto, tratándose de un
santo no canonizado, y al compararlo con dos de las estrellas más lumi-

38
A. de Robles, op. cit., vol. ii, p. 276.
39
Véase J. Sicardo, op. cit.
40
A. Rubial García, La santidad controvertida. Hagiografía y conciencia criolla alrededor de los
venerables no canonizados de Nueva España, p. 93.
41
Francisco de Florencia, Descripción histórica y moral del yermo de San Miguel de las Cuevas
en el reino de la Nueva España e ivención de la milagrosa imagen de Christo Nuestro Señor crucifi-
cado que se venera en ellas. Con un breve compendio de la admirable vida del venerable anacoreta
fray Bartolomé de Jesús María..., p. 94.
la era barroca 227

nosas del cielo cristiano. Tal actitud es explicable sólo por la exaltación de
un escritor criollo como Florencia, quien llega a decir: “Cuan gran tesoro
de virtudes tuvo la Nueva España encerrado en una cueva de Chalma en el
venerable fray Bartolomé, porque es más rica y opulenta [por esto], que por
los millones de oro y plata que cada año dan sus minas”.42
A lo largo del siglo xviii el santuario construido por el padre de la Cadena
se enriqueció con nuevas construcciones y obras de arte, y la afluencia de pe-
regrinos desde todas las regiones de Nueva España se hizo mayor.43 Varias er-
mitas fueron abiertas a su alrededor, además de la cueva, y en dos de ellas (la
de la Inmaculada y la de Guadalupe) se admiraban sendas estatuas de los
ermitaños mestizos, “puestos de rodillas y con aparatos de penitencia”.44
Por otro lado, la rareza de la obra de Florencia, editada en Cádiz y esca-
samente conocida en México, y el crecimiento de la devoción hicieron ne-
cesario un texto más accesible, por lo que fray Juan de Magallanes, que fue
prior del convento a principios del siglo xviii (1720-1729), imprimió un breve
compendio sobre la aparición y una novena, ambos textos varias veces re-
impresos.45 Fray Juan concluía con estas obras una ardua labor a favor del
santuario que gracias a sus trabajos fue remodelado y transformado en un
importante centro de vida religiosa.46
Finalmente, en 1810, otro prior de Chalma, fray Joaquín Sardo, publica-
ría una nueva historia del Santo Cristo copiando casi textualmente la obra
de Florencia. En la dedicatoria a la provincia agustina, este autor insiste en
la gran afluencia de peregrinos que iban a visitar la imagen a lo largo del año
y recapitula la importancia que tuvieron los ermitaños en su difusión y cul-
to. Chalma sigue siendo hasta nuestros días un santuario muy visitado pero
pocos de sus peregrinos recuerdan ya la historia de sus fundadores, los ana-
coretas mestizos.47
Con todo, el fenómeno eremítico no era exclusivo de las órdenes religio-
sas, ni ellas fueron las únicas que lo usufructuaron como un instrumento
identitario. El área de Tlaxcala, lugar al parecer muy solicitado por los ere-

42
Ibid., p. 255.
43
Gonzálo Obregón, “El real convento y santuario de San Miguel de Chalma”, en Homenaje a
Silvio Zavala, pp. 109-182.
44
J. Sardo, op. cit., libro i, cap. xi, p. 97.
45
Juan de Magallanes, Aparición de la milagrosa imagen del Santo Christo que se venera en
el religioso convento, y santuario de religiosos ermitaños del Orden de N. P. S. Augustin de San
Miguel de Chalma. Ésta es una reimpresión del original de 1731. Después de ella hubo varias
ediciones (1778, 1792, 1799, 1816 y 1839). Magallanes también publicó un novenario para el
Santo Cristo: Novena de la milagrosa imagen del Santo Christo que se venera en el religioso con-
vento y santuario de Religiosos Ermitaños de la Orden de N. P. San Augustin de San Miguel de
Chalma.
46
Alipio Ruiz Zavala, Historia de la provincia agustiniana del Santísimo Nombre de Jesús de
Mexico, vol. ii, p. 540.
47
J. Sardo, op. cit., Dedicatoria. (Hay una edición facsimilar en México, Gobierno del Estado
de México, 1979, Biblioteca Enciclopédica del Estado de México, 80.)
228 la era barroca

mitas, fue el escenario de las pías actividades de dos personajes cuyas vidas
también estuvieron relacionadas a imágenes milagrosas y que fueron pro-
movidos por el clero secular. Uno de ellos, Diego de los Santos Lijero, se ha-
bía retirado a las soledades después de llevar una vida disipada y, según su
biógrafo, el clérigo Antonio González Lasso, tuvo una profunda conversión
después de que la hermosa joven que él esperaba seducir se transformó en un
ser demoniaco con ojos de fuego y cabellos de serpiente. Después de un año y
medio de retiro en el yermo, Diego se fue a Filipinas con el deseo de pasar al
Japón a entregar su vida por la fe; y aunque tal deseo no le fue concedido, en
Manila consiguió algo muy preciado: una imagen milagrosa que lo hizo fa-
moso a su regreso a la Nueva España, la virgen de la Guía. Al morir el ermi-
taño en 1648, la imagen pasó a la parroquia de Tlaxcala y nueve años después
las cenizas del ermitaño, fundador de dos cofradías y él mismo hermano de la
congregación de San Pedro, eran colocadas a los pies de la virgen que el mis-
mo había traído del Oriente y junto a la cual quiso estar sepultado.48
El otro caso fue el de Juan Bautista de Jesús, eremita natural de Toledo
que vivió también en el área de Puebla-Tlaxcala, cuya vida quedó igualmente
vinculada al culto de una imagen milagrosa, la virgen de la Defensa, y que se
dio a conocer por un impreso de 1683 obra del criollo poblano Pedro Salga-
do Somoza.49 Con base en la autobiografía que había dejado el mismo ermi-
taño, este clérigo narró cómo el obispo Palafox, personaje que jugó un im-
portante papel en la narración, “despachó un auto que mandaba se hiciese
información jurídica de muchas de las cosas que en el escrito se contenían” y
mandó traer la imagen a su palacio mientras se le disponía un altar en la ca-
tedral. Pero antes de que esto sucediera, señala el mismo autor, la virgen fue
entregada por Palafox al almirante Pedro Porter Casanate para que lo acom-
pañara en una expedición a California, en la cual lo libró de numerosos peli-
gros; este personaje se la llevó después a Chile, donde participó en las cam-
pañas contra los araucanos. En 1676 la imagen regresó a Nueva España
gracias a la intermediación de los jesuitas y fue colocada por el deán y cabil-
do en el altar de los Reyes de la catedral de Puebla (obra promovida por Pa-
lafox) después de una apoteósica recepción que le hizo la ciudad.50
La segunda parte de la obra de Salgado contiene un epítome con la vida
del venerable ermitaño. En él aparece como un personaje libre de toda here-
jía, aclaración necesaria por la abundancia de falsos eremitas insumisos y
engañadores, cuya ortodoxia quedó avalada por una junta de teólogos que lo
examinó por orden de Palafox. A continuación, Salgado describe una vida

48
Véase Antonio González Lasso, Oración panegyrica que en la traslación de las cenizas del
venerable varón Diego de los Santos Lijero, eremita de los desiertos de la ciudad de Tlaxcala.
49
Véase Pedro Salgado Somoza, Breve noticia de la devotísima imagen de Nuestra Señora de
la Defensa... Con un epítome de la vida del venerable anacoreta Juan Bautista de Jesús (hay una
reedición en Puebla en 1760).
50
Idem. El hecho se explica por el parentesco que el almirante tenía con la madre del obispo,
Ana de Casanate, aunque los hagiógrafos sólo señalan que era compatriota de Palafox.
la era barroca 229

llena de prodigios: luchas con las fuerzas demoniacas (que lo golpeaban y


arrastraban por las cañadas y lo mordían para impedir que escribiera los
milagros de la virgen); prácticas de un ascetismo sobrehumano que lo con-
virtieron en un hombre salvaje, “negro, flaco, con el cabello descompuesto
erizado y lleno de hojas”, y sorprendentes portentos (calaveras parlantes,
águilas portadoras de pan, crucifijos que aparecían y desaparecían). Esta
vida (que había llevado desde 1621 hasta 1660, año en que murió) estuvo
entregada al culto y veneración de la virgen de la Defensa y de una copia de
la imagen que él había mandado hacer cuando Palafox se llevó la original.51
Francisco de Florencia, quien años después reunió las narraciones de
Salgado y de Juan Bautista, dio una versión completa de los prodigios de la
imagen en su Zodiaco mariano. En ella, la virgen aparece como protectora
de aves y roedores que huyen de los depredadores y se refugian en la ermita,
la acompañaban continuamente luz y música de ángeles y los demonios so-
llozaban en los árboles por las almas que se salvaban por su intermediación.
Los mismos milagros se continuaron con la copia que el ermitaño mandó
fabricar para sustituir a la que se llevara Palafox y Casanate: protegía a los
animales que entraban en la ermita, detuvo destructoras tempestades y via-
jaba a la cabecera de los enfermos para traerles alivio.52 Con Florencia se
consolidaba un ciclo narrativo, quizás el más representativo, que vinculaba
dos imágenes marianas con las actividades milagrosas de un ermitaño. Esta
asociación tuvo una larga continuidad en el santuario que se construyó pa-
ra albergar la segunda imagen de la virgen de la Defensa, en el cual Juan
Bautista estaba enterrado. En una remodelación de este espacio llevada a
cabo en 1808 aún seguía presente la memoria de este ermitaño, como lo
constatan dos lienzos que describen su vida y que se mandaron pintar en la
ermita. Las pinturas llevan numerosas inscripciones sacadas de la obra de
Pedro Salgado Somoza.53
A pesar de estas vidas ejemplares, para fines del siglo xvii los ermitaños
reales tendían a desaparecer tanto en Europa como en América. En Nueva
España, la Inquisición los comenzó a perseguir desde el último tercio de la
centuria y la Iglesia intentó reducirlos a la vida conventual. En el mundo de
la retórica, sin embargo, los ermitaños poseían un importante espacio pues
representaban la condición edénica del hombre natural que buscaba resti-
tuir en la tierra el orden que había destruido el pecado. Los hombres que
habitaban el yermo eremítico, al igual que Jesús en el huerto de los olivos,
sobrepasaron las tentaciones de la duda y con su lucha contra el Maligno en
las soledades reivindicaban a Adán, vencido por el Demonio en el Paraíso
terrenal. Por otro lado, la Tebaida era el espacio ideal para esperar el Juicio

51
Ibid., pp. 30 y ss.
52
Francisco de Florencia y Juan Antonio de Oviedo, Zodiaco mariano, pp. 217 y ss.
53
Jaime Cuadriello, “Tierra de prodigios. La ventura como destino”, en Los pinceles de la
historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 212 y ss.
230 la era barroca

Final, tiempo en el que Jesús reintegraría el jardín edénico. Nueva España


era, de todos los territorios del planeta, el más adecuado para esta espera, y
ese carácter de tierra de ermitaños reforzaba para los criollos su vinculación
con el Paraíso terrenal.

3. La Jerusalén celeste y la Inmaculada Concepción

Esta, pues, ciudad de Dios insigne, ya que […] manifiesta a sus ojos, gozando del
especialísimo título de Nuestra Señora de los Zacatecas, y por eso granjeándose el
renombre de tal ciudad de Dios y ciudad de un rey grande, y atributos de María
en las sagradas letras: Civitas Dei […] Es, cuando no corte de la Nueva Galicia, la
primera y mayor de sus ciudades, plantada en la medianía de la tierra adentro, y
si la gran Jerusalén, por altísimos fines, la colocó Dios en medio de la Tierra, no
menos privilegio goza ésta en su situación, para que todos acudan a beber y parti-
cipar de lo grande, de lo rico, de lo docto, de lo urbano, de lo noble.54

Mientras el jardín del Edén era el referente forzoso para hablar de la na-
turaleza perfecta e incontaminada, Jerusalén fue la ciudad paradigmática, el
centro del mundo y el eje de todo referente relacionado con lo urbano. La
comparación con la ciudad santa que Joseph de Rivera hace de Zacatecas en
1732 se había repetido en muchos otros centros novohispanos, a menudo
asociada con el templo de Salomón. En 1650 Antonio Tamariz de Carmona,
en su descripción de la catedral de Puebla, recurrió al paralelismo entre los
reyes de España y Salomón, ambos constructores de templos, y Palafox con-
virtió la catedral en la reconstrucción ideal del templo de Jerusalén.55 El
tema se repetirá hasta la saciedad con Querétaro, Oaxaca, Valladolid y todas
las ciudades del virreinato.
Para el ámbito cristiano, como lo fue para el judío, Jerusalén era la ciu-
dad santa por excelencia; fundada por el rey David en el monte Sión, se con-
virtió en el símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo elegido. Durante
mucho tiempo se consideró que Jerusalén estaba en el centro del mundo,
sobre todo porque en ella se encontraba el templo de Salomón. La fuerza
del símbolo de esta Jerusalén terrena, espacio sagrado y protector, traspasó
el ámbito de la realidad física cuando en el año 70 de nuestra era el santua-
rio fue destruido y saqueado y la ciudad devastada. El Cristianismo convirtió
entonces al templo en una metáfora de Cristo y a Jerusalén en una ciudad
celeste, el lugar de destino de los elegidos al final de los tiempos. San Pablo,
en la epístola a los Gálatas, comparaba a la Jerusalén terrena con Agar, la

54
Joseph de Rivera Bernáldez, Descripción breve de la muy noble y leal ciudad de Zacate-
cas, p. 3.
55
Martha Fernández, “La Jerusalén celeste: imagen barroca de la ciudad novohispana”, en
Barroco iberoamericano. Territorio, arte, espacio y sociedad, pp. 1211-1229.
la era barroca 231

madre esclava de aquellos nacidos de la carne, y la contrastaba con la Jeru-


salén de arriba, Sara, madre de hombres libres nacidos en el espíritu.56
Pero más que la imagen terrena, fue la visión que describió san Juan de
la ciudad celeste en el Apocalipsis la que tuvo un mayor influjo en la cultura
occidental.

Su brillo era semejante a la piedra más preciosa [...] Tenía un muro grande y alto
y doce puertas y sobre ellas doce ángeles y nombres escritos, que son los nom-
bres de las doce tribus de los hijos de Israel [...] El muro de la ciudad tenía doce
hiladas, y sobre ellas los nombres de los doce apóstoles del Cordero [...] La ciu-
dad estaba asentada sobre una base cuadrangular y su longitud era tanta como
su anchura [...] Las doce puertas eran doce perlas […] y la plaza de la ciudad era
de oro puro como vidrio transparente [...] Pero templo no vi en ella pues el señor
Dios con el Cordero era su templo.57

El espacio cuadrado y mineral, ambos símbolos relacionados a la estabi-


lidad, contrastaba con el movimiento relacionado con el ámbito circular y
vegetal del paraíso perdido por el pecado de Adán y Eva.58 San Agustín con-
virtió la metáfora apocalíptica de la ciudad santa en el centro de su concep-
ción de la historia. Para él, la existencia de tal ciudad, que se había iniciado
con Abel y terminaría con el fin de los tiempos, no se podía relacionar con
un ámbito físico pues sus ciudadanos convivían con los de la ciudad de Sata-
nás y sólo serían separados de ellos hasta la consumación de los tiempos.
Para el santo obispo de Hipona, después de transcurridas las seis edades del
mundo, vendría la séptima, el reino que no tendría fin, espacio donde no
existirá el sufrimiento y donde los cuerpos glorificados de los salvados “mu-
darán su antigua corrupción y mortalidad en una nueva incorrupción e in-
mortalidad”.59 La ciudad de Dios no existía por tanto como un proyecto para
desarrollarse en la historia y en el tiempo, no era ni la Iglesia militante ni un
reino terreno; su desenvolvimiento tendría lugar en la eternidad, en un espa-
cio donde la Iglesia triunfante de los elegidos viviría en la presencia de Dios
Padre y del Cordero Cristo.60
Tanto el Apocalipsis como La ciudad de Dios agustiniana crearon, frente
a esta imagen de una ciudad santa, otra de una entidad corruptora, hija de
Caín, que contenía muerte, dolor y maldiciones. Los paradigmas de esa ciu-
dad pecadora eran Babilonia y Roma, ámbitos terrenales que tendrían tam-
bién su continuación en el Infierno, convertido en la ciudad de Satanás y de

56
Epístola a los Gálatas, 4, 22-27.
57
Apocalipsis, 21, 10-21.
58
Louis Réau, Iconografía del arte cristiano, vol. ii, p. 745.
59
Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, libro xxii, cap. 17, p. 514. De hecho, los cuatro últi-
mos libros de La ciudad de Dios son una interpretación muy detallada del Apocalipsis.
60
Elsa Cecilia Frost, La historia de Dios en las Indias. Visión franciscana del mundo,
pp. 67 y ss.
232 la era barroca

los réprobos por la eternidad. Ya desde san Juan, ambas ciudades compar-
tían su campo semántico positivo o negativo con figuras alegóricas femeni-
nas paralelas; una, la mujer vestida de sol con la luna bajo sus pies y corona-
da de estrellas, aparecía como la vencedora del dragón infernal; la otra, era
la gran prostituta que llevaba en su mano una copa llena de abominaciones e
impurezas y que se emborrachaba con la sangre de los santos y de los márti-
res. Con el tiempo, ambas figuras fueron utilizadas también para representar
a las mismas ciudades, pues la mujer funcionaba como un símbolo perfecto
de una entidad que, como ella, contenía a sus hijos. Además, la imagen posi-
tiva fue vinculada desde el siglo xiv con una de las más destacadas advoca-
ciones marianas de fines de la Edad Media: la Inmaculada Concepción.
En efecto, junto con el gran desarrollo del culto a la Virgen María inicia-
do desde el siglo xii, y para hacer más patente la presencia del pecado origi-
nal en el ser humano, un grupo de escritores encabezados por el franciscano
Duns Scoto sostuvieron que María había sido concebida sin la mancha que
todos los hombres traían al nacer; para estos inmaculistas tal estado de gra-
cia ya se encontraba previsto en la mente de Dios desde la eternidad para
aquella que sería la madre de su Hijo. Sin embargo, autores como santo To-
más de Aquino negaron con argumentos teológicos tal posibilidad y genera-
ron una corriente, igualmente ortodoxa, que recibió el nombre de maculista,
es decir, que sostenía la existencia de la mancha original en María. A partir
del siglo xv la corriente inmaculistas asoció la imagen de su propuesta teoló-
gica con la mujer vestida de Sol del Apocalipsis y María recibió, entre mu-
chos otros apelativos, los de ciudad de Dios (civitas Dei) y casa de Oro (Do-
mus Aurea, uno de los nombres del templo de Salomón) como parte de los
emblemas de la llamada letanía lauretana. No era difícil realizar tales asocia-
ciones dado que la Virgen, al igual que la Jerusalén celeste y que el Santua-
rio, había contenido en su seno a Cristo.
A fines del siglo xvi, el tema del templo de Salomón recibía una gran di-
fusión gracias a la edición en tres volúmenes que hicieron los jesuitas Jeróni-
mo de Prado y Juan Bautista Villalpando. La magna obra intentaba recons-
truir el monumental edificio a partir de la visión de Ezequiel y fue publicada
en Roma entre 1595 y 1606.61 Para esta época, el desarrollo de la simbología
hierosolimitana estaba además inmerso en un ámbito en el que las ideas apo-
calípticas se fortalecían, avivadas por las guerras, las catástrofes y las epi-
demias que asolaban a Europa y, después de la ruptura producida con los
protestantes, por las divisiones y luchas religiosas del siglo xvi.
En este ambiente el rey de España Felipe III juró en 1612 a la Inmacu-
lada como patrona del imperio, en clara consonancia con la idea de una pu-
rificación interior que se llevaba a cabo en la península (los últimos moriscos

61
El primer volumen lleva por título In Ezechielem Explanaciones, el segundo De postrema
Ezechilelis Prophetae visione y el tercero Apparatus Urbis ac Templi Hierosolymitani. Juan Anto-
nio Ramírez et al., Dios arquitecto. Juan Bautista Villalpando y el templo de Salomón.
la era barroca 233

habían sido expulsados en 1609). La declaración ocasionó una serie de dispu-


tas, que tuvieron lugar en 1616 en Toledo y Alcalá, entre la facción que defen-
día la opinión de que la Virgen María había sido concebida sin la mancha del
pecado original (inmaculistas) y aquellos que sostenían lo contrario (macu-
listas). Entre los primeros había jesuitas, mercedarios y agustinos, pero des-
tacaban sobre todos ellos los franciscanos, que aducían los argumentos del
teólogo de su orden fray Juan Duns Scoto. Entre los segundos sólo estaban
los frailes de Santo Domingo, avalados por la autoridad de santo Tomás de
Aquino, quien siempre se mostró contrario a esta opinión, y que veían des-
plazada a su virgen del Rosario (la campeona de Lepanto) de la promoción
regia. En 1619 una nueva declaración (ahora por parte del pontífice Paulo V)
que favorecía a los inmaculistas provocó que los dominicos se enfrentaran a
las otras órdenes en sermones y poemas. A causa de la virulencia que alcan-
zaron tales discusiones, Felipe III las prohibió y promovió que los universi-
tarios hicieran la promesa de defender que la Virgen María había sido conce-
bida sin la mancha del pecado original.62 A partir de entonces la monarquía
española convirtió el inmaculismo en el elemento central de su identidad y
se dedicó a buscar el aval pontificio para su definición como dogma univer-
sal y a extenderlo en todos sus dominios.
La promoción inmaculista de la monarquía y los conflictos que generó
tuvieron su repercusión en todo el ámbito imperial. En México, donde la de-
claración pontificia motivó fastuosas ceremonias, se levantaron lujosos al-
tares, hubo procesiones y mascaradas, pero en los sermones y en los certá-
menes poéticos se desató una batalla de sonetos y canciones en las que se
descalificaba a los contrarios. Los excesos a los que se llegó provocaron que
la Inquisición reuniera un expediente de doscientas treinta y seis fojas por
considerar que en tales piezas literarias se habían hecho declaraciones raya-
nas en la herejía.63
En ese contexto Basilio de Salazar pintaba en 1637 un cuadro (conserva-
do en el Museo de Arte de Querétaro) que tiene como centro una Inmacu-
lada, rodeada por un frondoso árbol de rosas y que sobrevuela una Jerusalén
franciscana. La figura está flanqueada por algunos emblemas lauretanos: dos
puertas, una abierta (ianua coeli) y una cerrada (ianua clausa); el espejo de
justicia (speculum iustitiae); el templo de la sabiduría (sedes sapientiae); la
torre de David (turris davidica), y la escalera del cielo (scala coeli) salida del
pasaje del sueño de Jacob;64 asimismo, rodean a la imagen tres filacterias
que llevan inscritas frases tomadas del texto bíblico del Eclesiástico que hace
referencia a la sabiduría: a ambos lados de la Virgen aparece dos veces el
versículo Flores mei fructus honoris honestatis (Mis flores dieron frutos de

62
Véase Suzzane Stratton-Pruitt, La Inmaculada Concepción en el arte español.
63
Julio Jiménez Rueda, Herejías y supersticiones en la Nueva España. Los heterodoxos en
México, pp. 229-235.
64
Génesis, 28, 12-15.
234 la era barroca

dignidad y belleza),65 y a sus pies la frase inscrita es Ego quassi vitis fructifi-
cavi […] suavitatem odoris (Yo como la vid fructifiqué... [di] suave olor).66
Tales textos insertos en el cuadro responden a la exégesis cristiana que des-
de la patrística ha relacionado esos versículos del capítulo 24 del Eclesiás-
tico con María, quien, como imagen de la sabiduría, era una idea presente en
la mente de Dios desde la eternidad. El tema (del que se hicieron durante la
Edad Media y el Renacimiento profusas interpretaciones neoplatónicas) esta-
ba también directamente asociado con Jerusalén, como lo muestra el ver-
sículo 15 del mismo texto bíblico que hace decir a la sabiduría: “Y así tuve
en Sión morada fija y estable, reposé en la ciudad de él amada, y en Jerusalén
tuve la sede de mi imperio”.67
En el cuadro de Salazar se representa así a la mujer vestida de sol, idea
primigenia de Dios y trono de la sabiduría, posada sobre la ciudad santa, la
Jerusalén celeste. Pero la originalidad de esta pintura radica no en esta clási-
ca Inmaculada, sino en que las murallas de la ciudad cobijan a una multitud
de personajes franciscanos. En el centro de la urbe (sobre un monte que alude
al de Sión), san Francisco arrodillado sostiene en sus manos un báculo y una
cruz y sirve de soporte al árbol de rosas y a la Inmaculada. En lugar de án-
geles, las puertas de la urbe están guardadas también por santos de la or-
den, entre los que se distingue un alado san Buenaventura. Pero lo más des-
tacado y novedoso de la imagen es la presencia de los doctores franciscanos
con bonetes y libros colocados sobre torres y de los grupos de papas, reyes,
obispos y monjas que se distribuyen entre edificios suntuosas techados de
cúpulas. La presencia de estos personajes sirve para exaltar a las diferentes
ramas de la orden franciscana, defensora a ultranza de la Inmaculada y re-
ceptora de la sabiduría que María emite en forma de rayos de su cuerpo. La
comunidad franciscana aparece representada aquí como el pueblo elegido y
así nos lo hace saber la filacteria colocada sobre la puerta de acceso y bajo
las rodillas de san Francisco: In populo honorificato. In parte Dei Mei (En el
pueblo elegido, en la parcela de mi Dios), frase que recuerda varios versícu-
los de los Salmos.68
El cuadro de Salazar respondía no sólo a los antagonismos entre fran-
ciscanos y dominicos, sino también a las disensiones que dividieron al epis-
copado y a las órdenes mendicantes por el control de las parroquias indíge-
nas. Desde fines del siglo xvi la Corona comenzó a obligar a los religiosos a
someterse a la autoridad episcopal, a la cual se le concedieron los privile-
gios de visitar los curatos de los regulares y de examinar a sus párrocos en

65
Eclesiástico, 24, 23.
66
La frase parece referirse a dos versículos distintos; en Eclesiástico, 24, 23, se dice: “Como
vid eché hermosos sarmientos y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos”. Tres versículos más
arriba, en Eclesiástico, 24, 20, se expresa: “como mirra escogida di suave olor”. El pintor y su
patrocinador quisieron incluir en la obra ambos versículos.
67
Eclesiástico, 24, 15.
68
Salmos, 135, 4; 144, 15.
la era barroca 235

lenguas indígenas y en conocimientos teológicos. Los franciscanos, tradi-


cionales defensores del inmaculismo, hicieron uso de un cuadro como el de
Salazar para mostrarse como la verdadera Jerusalén, llena de sabios y san-
tos y protegida por la Inmaculada, superior a los obispos. Unos años des-
pués del cuadro, los franciscanos obtendrían en 1662 una cátedra exclusiva
para enseñar las doctrinas de Duns Scoto en la Universidad de México, lo
que fue de hecho su puerta de entrada a esa institución.69 Ese mismo año
los dominicos participaron por primera vez en los festejos de la Inmaculada
Concepción y entraban finalmente al redil de los devotos. Era imposible
mantenerse contra corriente pues eso no sólo les traía conflictos con las
otras corporaciones religiosas, sino que también disminuía sus limosnas y
su popularidad entre los fieles.70
Los festejos inmaculistas fueron también importantes como elementos
de identidad para otra de las corporaciones centrales de la capital: la univer-
sidad. En 1682 tales festejos tuvieron un despliegue inusitado gracias al me-
cenazgo del recién nombrado y joven rector Juan de Narváez. A expensas del
funcionario y de las facultades fueron decorados el pórtico y el patio del re-
cinto universitario con suntuosas colgaduras de finas telas y con hermosos
altares cuajados de plata, cristalería, pinturas, esculturas y emblemas. Du-
rante varios días hubo misas y sermones que estuvieron a cargo de los más
distinguidos oradores de las órdenes religiosas asentadas en la ciudad, in-
cluidos los dominicos. Se representó después un auto: El mayor triunfo de
Diana, en el que su autor, el capitán criollo Alonso Ramírez de Vargas, aso-
ciaba a la casta diosa clásica con la inmaculada Virgen María. Se concluye-
ron los festejos con un certamen poético, a cuya ceremonia de premiación,
en el salón de actos de la universidad, asistieron el virrey y la Audiencia.
Para coronar los fastos, al año siguiente el mismo rector Narváez, que
había sido reelegido para el cargo, financió un segundo certamen poético
que, además, serviría para inaugurar el recién restaurado y decorado salón
de actos (el general grande) debido también a su munificencia. Ese mismo
año, el rector encargó a Carlos de Sigüenza y Góngora una relación que deja-
ra constancia de su labor como mecenas de la fiesta y como patrono de las
obras de remodelación de la universidad. El Triunfo parténico, como se lla-
mó el escrito financiado por Narváez, no sólo recopiló los poemas del cer-
tamen y relató la fiesta y su historia, en él el autor hizo una apología de su
mecenas, además de destacar la presencia del virrey conde de la Laguna y
del arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas (sus posibles promotores) con
exaltadas alabanzas.
Una relación como el Triunfo parténico era para su autor un muy buen
foro para hacerse de nuevos encargos y para buscar la protección de los po-

69
Antonio Rubial García y Enrique González, “Los rituales universitarios, su papel político y
corporativo”, en Maravillas y curiosidades. Mundos inéditos de la universidad, pp. 135-152.
70
Martín de Guijo, Diario de sucesos notables (1648-1664), vol. ii, p. 176.
236 la era barroca

derosos, pero el mayor beneficiado de las fiestas fue sin duda el mecenas
Juan de Narváez, quien se sirvió de ellas para conseguir ascenso y prestigio:
aún no concluía su segundo periodo de rector cuando vacó la cátedra de Bi-
blia, la segunda en jerarquía de la facultad teológica, presea que siempre ha-
bía anhelado, pero que exigía una dilatada carrera de oposiciones. En tan
propicia ocasión renunció al cargo para concursar, y ganó. Las celebraciones
a la Inmaculada habían sido para él uno de los medios más propicios para
afianzar su posición en la universidad.71 Para entonces, esta institución esta-
ba casi totalmente controlada por el cabildo de la catedral de México, que
había desplazado finalmente a los religiosos de la rectoría gracias, por un
lado, a que la universidad era el ámbito educativo propio del clero secular, y
por el otro, al apoyo que recibiera en la década anterior del arzobispo virrey
fray Payo de Rivera. Sin duda los festejos promovidos por Narváez consti-
tuían también, por tanto, un canto de alabanza al triunfo de los seculares
sobre las órdenes religiosas en el ámbito universitario.72
El tema de Jerusalén celeste, relacionado con la Inmaculada Concepción,
recibió un gran impulso en el siglo xvii a raíz de la edición en 1670 del con-
trovertido libro La mística ciudad de Dios, de la madre sor María de Ágreda
(1602-1665), texto muy difundido en Europa y América que contenía las re-
velaciones que la Virgen María había hecho a la religiosa concepcionista,
con referencias al capítulo 21 del Apocalipsis; Jerusalén, al igual que María,
era centro y escenario de las maravillas del Altísimo; ambas estaban también
relacionadas con el arca de la alianza y en ellas estaban “cifradas todas las
gracias y excelencias de la Iglesia triunfante y militante”.73 La ciudad celeste,
lo mismo que María lo hiciera con el templo de Diana en Éfeso, había tam-
bién vencido al Demonio y extirpado la idolatría. A partir de la obra de la
madre Ágreda, la imagen de la Inmaculada, mujer vestida de sol del Apoca-
lipsis, quedó indeleblemente unida a la de la Jerusalén celeste. La Virgen,
que triunfa sobre el pecado y el Demonio, se convirtió en el mejor paradigma
para representar a la ciudad santa.
Las visiones de la madre Ágreda fueron muy difundidas por los francis-
canos y llegaron muy pronto a Nueva España, donde la monja concepcionis-
ta se volvió muy popular desde las últimas décadas del siglo xvii dejando una
fuerte huella en la iconografía, a pesar de que la obra fue objeto de una cen-
sura inquisitorial en 1690.74 Una de las mejores pinturas inspiradas por el
texto de esta religiosa fue sin duda la que realizó el pintor criollo Cristóbal
de Villalpando en 1706 para el convento Colegio de Propaganda Fide de Gua-
dalupe en Zacatecas (lugar donde hoy se conserva), ya que fue la que mejor
71
A. Rubial García y E. González, “Los rituales universitarios…”, en op. cit., pp. 135-152.
72
Leticia Pérez Puente, Tiempos de crisis, tiempos de consolidación. La catedral metropolitana
de la ciudad de México, 1653-1680, pp. 271 y ss.
73
María de Jesús de Ágreda, La mística ciudad de Dios, libro i, cap. 17, párr. 250.
74
A. de Robles, op. cit., p. 211. “Domingo 24 [septiembre de 1690] Se leyeron tres edictos de
la Inquisición prohibiendo los escapularios, oratorios, libros de la monja Ágreda y cruces”.
la era barroca 237

captó el sentido del texto. El cuadro lleva el título La mística ciudad de Dios
inscrito bajo los muros de la urbe y se basó en el grabado de la edición de
1670 del texto de la visionaria. En él aparecen la monja Ágreda y san Juan
plasmando con sus plumas en sendos libros la visión de una Jerusalén celes-
te, que parece una maqueta con muralla metálica y edificios palaciegos, cu-
yas puertas están custodiadas por doce ángeles y en cuyo centro varios per-
sonajes vestidos de blanco adoran al Cordero colocado sobre un montículo
circular.75 Con la inserción del círculo dentro del cuadrado parecía quedar
resuelto místicamente el problema matemáticamente irresoluble de la cua-
dratura del círculo, tema que remitía a arcanos simbolismos alquímicos. So-
bre la ciudad vuela una Inmaculada, símbolo de la eterna sabiduría (recuér-
dese el texto del Eclesiástico), que está siendo tocada por el Padre y por el
Hijo y que es venerada por los arcángeles Miguel y Gabriel.
La mística ciudad de Dios se volvió un pilar fundamental del marianismo
novohispano no sólo por el impulso que le dio al inmaculismo, sino también
por su asociación con las misiones franciscanas en el norte del territorio. De
hecho, desde las últimas tres décadas del siglo xvii esta orden fue tejiendo
poco a poco una leyenda apoyada por supuestos testimonios indígenas que
hacían aparecer a sor María como una señora de azul que había anunciado a
los indios la llegada de los franciscanos. Los misioneros en Nuevo México y
Texas aseguraban que estas tradiciones indígenas tenían una enorme difu-
sión en el norte, desde la región de los Ocoroni y el Nuevo México hasta el
Canadá.76 La leyenda se vio reforzada, además, por la rebelión indígena que
durante doce años (1680-1692) arrebató Nuevo México del dominio español
y produjo la muerte de veintiún franciscanos.77 El cronista de la orden fray
Agustín de Vetancurt, en su Teatro mexicano (impreso en 1698), daba una
extensa noticia respecto a la intervención de la madre Ágreda en la conver-
sión de los xumanas y con ello aumentaba su fama y la de los frailes.78 Pero
fueron sobre todo los colegios de Propaganda Fide los que difundieron con
mayor entusiasmo estas leyendas, convirtiéndolas en uno de los principales
instrumentos de difusión de sus logros misioneros.
El Colegio de Guadalupe fue sin duda uno de los principales promotores
de la figura de sor María de Jesús de Ágreda, como puede constatarse en las
visiones de Francisca de los Ángeles (1674-1744), una beata adscrita al cole-
gio y protegida de su fundador, fray Antonio Margil de Jesús. Esta mujer, in-
fluida por la predicación de los padres apostólicos, aseguraba haber viajado

75
Véase la ficha que elaboró sobre este cuadro Clara Bargellini, en Juana Gutiérrez Haces et
al., Cristóbal de Villalpando, pp. 317-318.
76
Existen muchos estudios sobre la relación de esta monja (conocida por los indios como “la
mujer de azul”) con las misiones norteñas, sobre todo en Estados Unidos. Véase�����������������
William H. Dona-
hue, “Mary of Ágreda and the Southwest United States”, The Americas, núm. 9, pp. 291-314.
77
Véase Isidro Sariñana, Oración fúnebre... en las exequias de 21 religiosos... de San Francisco
que murieron a manos de los indios apóstatas de la Nueva México...
78
A. de Vetancurt, op. cit., parte iv, p. 96.
238 la era barroca

en espíritu a las misiones del norte para bautizar a los paganos, al igual que
lo había hecho casi cien años atrás la madre Ágreda.79 No cabe duda que es-
tas visiones fueron alimentadas por la propaganda franciscana que, a princi-
pios de la centuria, hizo pública una carta de la madre Ágreda a los misione-
ros de Nuevo México en la que aseveraba no sólo haber catequizado ella
misma a los indios, sino además que san Francisco había enviado dos misio-
neros a predicar a estas provincias y “el Señor le había prometido que con
sólo ver los indios a los hijos suyos se convertirían”.80 Desde entonces el tema
se volvió argumental para demostrar que la orden franciscana estaba predes-
tinada por Dios para evangelizar el norte de la América septentrional.
Muestra de esa labor propagandística es el relieve del siglo xviii sobre la
puerta principal de la fachada del Colegio de Guadalupe en Zacatecas, dedi-
cada en 1721. En él, la monja concepcionista y Duns Scoto comparten la ve-
neración de la Inmaculada (que es ahora Nuestra Señora de Guadalupe) con
otras dos figuras vinculadas al ámbito mariano, san Lucas, el primer pintor
que plasmó la imagen de la virgen, y san Juan, el visionario apocalíptico.81
El impulso de esta iconografía se debió a dos hechos: por un lado la gran
difusión que recibió el culto a la Inmaculada en el siglo xviii, avalado a partir
de 1708 por una orden pontificia que convertía en obligatoria para el conjun-
to de la Iglesia dicha creencia y, en España, impulsado por la Corona borbó-
nica. La devoción inmaculista propició una abundante iconografía que se
extendió por todos los ámbitos del imperio convirtiéndose en una imagen
axial alrededor de la cual se desarrolló una rica emblemática.82 Por otro lado,
influyó también el desarrollo del proceso de beatificación de la madre Ágre-
da iniciado en Roma con el apoyo de la monarquía española y de los francis-
canos, a pesar de la condena que hizo de su obra la Universidad de París en
1695. La gran cantidad de ediciones que recibió La mística ciudad de Dios
en el siglo xviii, tanto dentro como fuera del imperio español, y el influjo que
tuvo en el devocionalismo cristiano y en la iconografía, está aún por estu-
diarse.83 En Nueva España se puede observar la gran difusión que despertó
este proceso en una considerable cantidad de impresos, tanto de la obra de
la religiosa como de su vida, así como de una abundante literatura devocio-

79
E. Gunnarsdottir, “Una visionaria barroca de la provincia mexicana: Francisca de los Án-
geles (1674-1744)”, en Asunción Lavrin y Rosalva Loreto (eds.), La escritura femenina en la espi-
ritualidad barroca novohispana, siglos xvii y xviii, pp. 205-262.
80
Francisco de Palou, Recopilación de las noticias de la antigua y nueva California, vol. ii,
p. 808.
81
J. Cuadriello, “El obrador trinitario o María de Guadalupe creada en idea, imagen y mate-
ria”, en El divino pintor. La creación de María de Guadalupe en el taller celestial, pp. 61-205.
82
L. Reau, op. cit., vol. ii, p. 85.
83
Quizás el autor que influyó con mayor fuerza en el desarrollo de esta devoción fue fray
José Jiménez Samaniego, quien desde 1695 publicó en Valencia una Relación de la vida de la ve-
nerable madre sor María de Jesús, como introducción a la edición de La mística ciudad de Dios.
Una nueva edición de esta hagiografía salió en Madrid en 1720 y a partir de 1721 hasta 1762 se
publicaron en esa ciudad varios libros sobre su causa.
la era barroca 239

nal inspirada por ella. El jesuita Antonio Núñez de Miranda, la monja jeró-
nima sor Juana Inés de la Cruz y el filipense Luis Felipe Neri de Alfaro se
vieron influidos profundamente por su lectura.84
El libro de la madre Ágreda quedó fuertemente vinculado a la visión
criolla: México-Tenochtitlan, considerada la nueva ciudad de Dios, poseía su
Inmaculada, la virgen de Guadalupe. El Demonio, que había vencido a la
mujer en el Paraíso, había sido sojuzgado en América por esta virgen extir-
padora de la idolatría. Gracias a ella quedaba restituida la bondad de la na-
turaleza paradisiaca americana a su condición primigenia. Los temas de la
Jerusalén celeste y de la Inmaculada Concepción fortalecieron el culto gua-
dalupano, quedaban fuertemente vinculados a él y, como veremos, ejercieron
un papel fundamental en su formación y desarrollo.
El paraíso terrenal, la Jerusalén celeste y la Inmaculada Concepción fue-
ron sólo algunos de los muchos símbolos que Nueva España compartía con
la unidad imperial de la que formaba parte. Junto con ellos, toda una cons-
telación de santos confluía para generar la sensación de protección celestial
y elección divina que embargaba a los habitantes del mundo hispánico de la
era barroca.

4. Imperio y santidad. Los códigos y los medios


de una inserción simbólica

Y tuviera dilatada provincia en referir de esta corte la grandeza, que se ha mos-


trado tan magnífica cuanto liberal en celebrar los aplausos de san Juan de la
Cruz, siendo los primeros, como en todo, los ínclitos hijos de Nuestro Padre San-
to Domingo […] concurriendo también con magnífica liberalidad muchos caba-
lleros y lo principal del comercio, y lo que es más, aún los pobres con sus limos-
nas, de que resultó el crecido gasto de estas plausibles fiestas.85

Con estas palabras terminaba la relación de las celebraciones que se rea-


lizaron en la ciudad de México en 1729 para conmemorar la canonización de

84
Véase Antonio Núñez de Miranda, Epítome historial y moral historia de la vida, virtudes y
excelencias de Nuestra Señora Santa Ana con los de su felicísimo consorte san Joaquín, padres de
Nuestra Señora la Madre de Dios. En esta obra, publicada por Isidro Ortuño de Carriedo, se ha-
bla de las revelaciones de santa Brígida, de las de la venerable madre Marina de Escobar y de la
madre Ágreda. Luis Felipe Neri de Alfaro, Las doce puertas abiertas de la celestial Sion por donde
pueden entrar las almas a ver y gozar de la Santísima Trinidad. Éste es un librito devocional diri-
gido a Jesús, María y los doce apóstoles para repetir los domingos primeros de los doce meses
del año y en él expresa su deuda con la monja concepcionista. Para la relación entre sor Juana y
la madre Ágreda véase Grady C. Wray, “Seventeenth Century WiseWomen of Spain and the
Americas. Madre Ágreda and Sor Juana”, Studia Mystica, vol. 22, pp. 123-149.
85
Varios, El segundo quince de enero de la Corte Mexicana. Solemnes fiestas que a la canoniza-
ción del místico doctor san Juan de la Cruz celebró la provincia de San Alberto de Carmelitas Des-
calzos de esta Nueva España, p. 705.
240 la era barroca

san Juan de la Cruz por el Papado realizada tres años antes. Los costosos
festejos pagados por los habitantes de la ciudad duraron ocho días, y en ellos
hubo procesiones, fuegos pirotécnicos, sermones, altares efímeros, mascara-
das, tocotines de Moctezuma, música y certámenes poéticos. En la capital y
en Puebla, que lo había jurado como patrono en 1728, las ricas familias pres-
taron sus joyas, cuadros y objetos de plata para decorar los altares efímeros,
y las imágenes, los carros alegóricos y arcos triunfales hicieron gala de inge-
nio y los más encumbrados oradores y poetas de ambas ciudades desplegaron
sus habilidades para celebrar al nuevo santo carmelita. Tal magnificencia
quedó plasmada en la voluminosa publicación que con el título El segundo
quince de enero de la corte mexicana rememoraba los aciagos acontecimien-
tos de una fecha similar, pero de 1624, cuando la capital se vio asolada por
una revuelta popular; tan nefasta efeméride quedaba borrada con los fastuo-
sos festejos y la protección del nuevo santo, cuya conmemoración demostra-
ba una vez más que México-Tenochtitlan era “la emperatriz de todas las ciu-
dades de América”.86
Este despliegue festivo no era algo extraño para los habitantes de la Amé-
rica hispánica, como tampoco lo fue para los de la península ibérica. Desde
hacía cien años la Corona española había obtenido del Papado la canoniza-
ción de varios de sus súbditos en su empeño por mostrarse como la campeo-
na elegida por Dios para defender la ortodoxia católica. En 1622, Urbano
VIII canonizó al campesino san Isidro Labrador, a los jesuitas san Francisco
Xavier y san Ignacio de Loyola y a la reformadora del Carmelo santa Teresa
de Ávila. Esta última fue jurada como patrona de España en 1626, unos años
después de su canonización, aunque su patronato le fue disputado (y final-
mente arrebatado) por los partidario del apóstol Santiago. Poco a poco, la
promoción de los venerables de su inmenso imperio se convirtió en una de
las obligaciones importantes del Regio Patronato, junto con la recolección y
administración de las limosnas que se recogían para tal fin. A las canoniza-
ciones de 1622 siguieron la del mercedario san Pedro Nolasco en 1628, la del
agustino santo Tomás de Villanueva en 1658 y la del franciscano descalzo
san Pedro de Alcántara en 1669. En 1671 Clemente X elevaba a los altares al
rey de Castilla san Fernando, el conquistador de Sevilla del siglo xiii, clara
muestra de los intereses monárquicos por vincular imperio y santidad. Ese
mismo año eran también canonizados el jesuita san Francisco de Borja, el
dominico san Luis Beltrán y la terciaria santa Rosa de Lima. Por último, en-
tre 1690 y 1691 Alejandro VIII elevaba a los altares al lego franciscano san
Pascual Baylón, al fraile agustino san Juan de Sahagún y al fundador de los
hermanos hospitalarios san Juan de Dios.87

86
Ibid., p. 41.
87
Esta última canonización fue publicada en la ciudad de México hasta el 16 de octubre de
1700, lo que provocó festejos en la capital promovidos por la orden hospitalaria por él fundada.
Una descripción pormenorizada de éstos en A. de Robles, op. cit., vol. iii, pp. 115 y ss.
la era barroca 241

Al llegar las noticias de estas canonizaciones, las órdenes religiosas y los


cabildos urbanos, principales interesados en la promoción de sus festejos,
desplegaban sus aparatos de representación pues los nuevos santos les da-
ban prestigio; las primeras, por ser los canonizados miembros distinguidos
de sus institutos, y los segundos porque entre los recién elevados a los altares
se podía encontrar a los nuevos protectores celestiales, aquellos santos deno-
minados jurados. Desde la era manierista, como vimos, los municipios urba-
nos, encargados de velar por la salud y el bienestar de sus habitantes, elegían
a esos abogados celestes después de alguna catástrofe por medio de un sor-
teo. En la era barroca, la elección de esos protectores celestiales se dejó de
hacer por ese medio para tomar otro carácter: la eficacia que habían mostra-
do en la solución de problemas específicos y la imitación de otras ciudades
de la cristiandad. A lo largo del siglo xvii las elecciones de santos patronos en
las ciudades pequeñas no parecen haber sido muy numerosas; Veracruz, por
ejemplo, juró a san Sebastián contra las epidemias en 1648 y no tuvo otro
después (salvo a la virgen de Guadalupe en el siglo xviii). En cambio, los ca-
bildos de las grandes ciudades juraron a muchos: Valladolid tuvo cuatro,
México trece y Puebla diecisiete. Una excepción fue San Luis Potosí, que sin
ser una capital episcopal tenía en 1748 ocho santos jurados, posiblemente
por la ausencia de imágenes milagrosas en su entorno.88
Con todo, y a pesar de su importancia, se dedicaba muy poco dinero para
las fiestas de esos protectores, salvo cuando llegaba la desgracia. Esto se de-
bió sin duda a la multiplicación del aparato ceremonial a lo largo del año y a
la existencia de festejos que absorbían grandes sumas de dinero, como el del
Corpus Christi, en el que se gastaba tanto como en todos los otros juntos. Un
segundo factor fue también la competencia que los santos tenían en la protec-
ción del espacio urbano por parte de las imágenes milagrosas consideradas
más poderosas. En México, Remedios y Guadalupe eran preferidas siempre
respecto a los santos en la solución de las catástrofes mayores.89
A menudo la promoción de tales juras no partió de los ayuntamientos
sino de las órdenes religiosas, con las cuales a veces aquellos tuvieron con-
flictos. En 1647 la república de españoles de San Luis Potosí (aún no consti-
tuida en ayuntamiento) intentó trasladar la fiesta de san Nicolás Tolentino
desde la iglesia de San Agustín (su titular) a la parroquia. Ese santo había
sido elegido patrono del real de minas en 1629, y los españoles pretendían
controlar su culto, lo que provocó una enorme oposición de los frailes. El
procurador de los agustinos consiguió del virrey conde de Salvatierra que se
mantuviera la costumbre y el convento conservó su fiesta.90
88
Alfonso Martínez Rosales, “Los santos jurados…”, en Manuel Ramos y Clara García (eds.),
Manifestaciones religiosas..., p. 91.
89
Pierre Ragon, “Los santos patronos…”, Historia Mexicana, vol. lii, núm. 2, pp. 361- 389.
90
A. Martínez Rosales, “Los santos jurados…”, en M. Ramos y C. García (eds.), op. cit., p. 98.
Es curioso que eso no pasara con san Antonio de Padua, el otro patrono jurado en 1645 y que
poseían los franciscanos en su convento.
242 la era barroca

A pesar de esos conflictos, cuando se trataba de elegir a unos santos so-


bre otros como protectores influían las opiniones de las diversas corpora-
ciones urbanas, teniendo en cuenta siempre las características particulares
de cada santo. De hecho algunos de ellos se convertían en símbolos emble-
máticos para encarnar aspiraciones especiales a causa de su carácter “uni-
versal”. Uno de los casos más significativos fue el de santa Rosa de Lima.91
Esta terciaria dominica y criolla, canonizada en 1671 después de un meteó-
rico proceso, se volvió tan importante para las ciudades del virreinato que en
ellas se multiplicaron sus imágenes y retablos a todo lo largo del territorio y
se le dedicaron templos y personas, siendo el nombre de Rosa muy popular
desde entonces. Quizás por el hecho de no haber nacido en ninguna de las
ciudades novohispanas y no poderse vincular a alguna de ellas, esta santa se
convirtió en un icono utilizado por muchas urbes y no sólo por una.
En la capital, el cabildo de la catedral mandó colocar entre 1695 y 1696 un
retablo dedicado a la nueva santa en un espacio con fuertes cargas simbólicas,
la capilla del beato Felipe de Jesús, con lo cual se la convertía en el segun-
do timbre de orgullo de la ciudad de México. En las pinturas insertas en ese
retablo el pintor Cristóbal de Villalpando desarrolló escenas de la vida de san-
ta Rosa, entre las que cabe destacar una predela en la que se muestra a la niña
Rosa, recién nacida, atendida por dos figuras alegóricas tocadas con sendas
coronas; en el primer plano está la que lleva la de plata, mientras que la de oro
aparece atrás. Si consideramos que el virreinato de México era famoso por sus
minas argentíferas de Zacatecas y el del Perú por el áureo Potosí, estamos ante
una clara muestra de apropiación, pues es la Nueva España quien arrulla a la
pequeña, dejando al Perú detrás.92 Es muy significativo que por esas fechas los
dominicos de Azcapotzalco mandarán al mismo Villalpando la elaboración de
pinturas similares para un retablo que se colocaría en su templo en ese pobla-
do. Como corporación, los dominicos habían sido importante promotores del
proceso de canonización y fueron también ellos los que se dedicaron a expan-
dir el culto a la nueva santa de su orden.93 Rosa de Lima (la única criolla ca-
nonizada en el periodo virreinal) pasó a ser la imagen emblemática de la san-
tidad del nuevo continente, orgullo de los dominicos, pero también de todas
las ciudades americanas, como la de Puebla, que la nombró patrona en 1673.
Otro de estos santos con funciones múltiples fue el jesuita san Francisco
Xavier. Bajo su advocación se puso en 1653 una congregación que funciona-
ba en la parroquia de la Santa Veracruz de la capital, donde se veneraba una
reliquia de su cuerpo, y la ciudad de México lo recibió como santo protector
propio en 1660. En 1665 Puebla siguió el ejemplo de la capital nombrándolo
91
El más importante estudio sobre esta figura es el de Ramón Mujica, Rosa limensis: mística,
política e iconografía en torno a la patrona de América.
92
J. Gutiérrez Haces et al., op. cit., p. 101.
93
Sobre la presencia de Rosa de Lima en México ver Elisa Vargas Lugo, “Proceso iconológi-
co del culto a santa Rosa de Lima”, en Actes du XLIIem. Congrès International des Americanistes,
pp. 69-89.
la era barroca 243

también por su patrono y San Luis Potosí lo hacía en 1748. En 1708, en la


portada del nuevo santuario de la virgen de Guadalupe se colocó a este santo
junto a san Ignacio de Loyola, muestra del importante papel que desempe-
ñaron los jesuitas en la promoción de esta imagen.94
San Francisco Xavier es un claro ejemplo de los diversos intereses corpo-
rativos que se manifestaban en la promoción del culto a los santos, muestra
de que, además de las ciudades, fueron las provincias religiosas las principales
interesadas en explotar sus posibilidades propagandísticas e identitarias. Des-
de 1621, año en que fue recibida en las ciudades novohispanas la beatifica-
ción de Francisco Xavier, este santo se convirtió para los jesuitas en el aval
que necesitaban para enaltecer sus misiones norteñas, pues al ser el primero
en predicar en las Indias orientales habían obtenido para los jesuitas la prima-
cía en todas las Indias. A mediados del siglo xviii también se vinculaba a san
Francisco Xavier con América a causa de un encuentro que tuvo el santo en
1546 con Ruy López de Villalobos y su tripulación, los primeros novohispanos
en arribar a Filipinas. Una narración mencionaba que estos navegantes ha-
bían sido favorecidos por el santo al llegar a la isla de Amboina, donde este se
encontraba predicando, y él les dio ayuda material y espiritual, confortando al
mismo capitán a la hora de su muerte. En esa expedición iba además Cosme
de Torres, el brazo derecho del santo en la penetración a Japón. El oratoriano
Cayetano Cabrera Quintero aseguraba en 1746 que san Francisco Xavier era
el misionero que necesitaba México para defender su salud y si “las distancias
del oriente le impedían viniese en persona a Nueva España, dispuso Dios que
todo casi lo que era Nueva España en aquel tiempo, le fuese a buscar hasta el
Oriente, y en la isla de Maluca ya los aguardaba su peregrino protector”.95
A lo largo del siglo xvii la hagiografía jesuítica vinculó a Francisco Xavier
con el apóstol Santo Tomás, primer evangelizador del Oriente, a quien él vene-
raba y cuya tumba visitó, haciéndolo continuador de la obra del santo enviado
de Cristo. Al nuevo santo Tomás se le consideró el apóstol de las cuatro par-
tes del mundo y así se le representó a menudo bautizando a nativos de Améri-
ca, Asia y África. En la portada de Florencia citada arriba aparecía representa-
do junto con san Francisco de Borja como los dos apóstoles de las Indias, pues
este último fue el primero en enviar misioneros a América. El mismo Floren-
cia relacionaba esta primera misión jesuítica con una profecía atribuida a san-
to Tomás sobre la evangelización de Oriente y Occidente.96 El cronista jesuita
Andrés Pérez de Ribas atribuía al santo la conversión de los indios sinaloenses
y desde el cielo había promovido el bautizo de párvulos y adultos.97

94
Ibid., p. 209.
95
Cayetano Cabrera Quintero, Escudo de armas de la ciudad de México. Celestial protección
de esta nobilísima ciudad de la Nueva España y de casi todo el Nuevo Mundo. Edición moderna de
Víctor M. Ruiz Nautal, México, Instituto Mexicano del Seguro Social, 1981, pp. 171, 344 y 345.
96
J. Cuadriello, “Xavier indiano o los indios sin apóstol”, en San Francisco Xavier en las artes.
El poder de las imágenes, pp. 200-233.
97
Andrés Pérez de Ribas, Historia de los triunfos de nuestra santa fe..., p. 437.
244 la era barroca

El tema llegó hasta el siglo xviii como se puede observar en la contrapor-


tada del catecismo de Ripalda publicado y traducido al náhuatl en México en
1758 por el jesuita criollo Ignacio de Paredes, en el cual san Francisco Xavier
se dirige a un grupo de niños con rasgos chinescos portando una campanilla
en una mano y un catecismo en la otra. Detrás del santo un niño indígena
está acompañado por un Moctezuma empenachado y con bigote. Jaime Cua-
driello interpreta esta presencia como un claro referente al uso catequístico
que se le daría al texto en náhuatl, pero también a un ataque de los jesuitas a
los clérigos seculares promotores de la castellanización de la enseñanza a los
indios. Es por demás significativo que el libro esté dedicado al arzobispo Ma-
nuel Rubio y Salinas, el último de los protectores episcopales de la Compa-
ñía, pero también uno de los promotores de la extinción de las lenguas nati-
vas en aras de la castellanización.98
Esta presencia episcopal es muestra de que existía un tercer sector in-
clinado a promover tales cultos: las autoridades virreinales. La combinación
de intereses corporativos, la preocupación oficial y la propaganda jesuítica
pueden verse muy claramente en el caso de san Francisco de Borja, noble
español y tercer general de la Compañía. En 1640, con motivo de los festejos
de recepción del virrey marqués de Villena y duque de Escalona, se represen-
tó una Comedia de san Francisco de Borja escrita por el jesuita poblano Ma-
tías de Bocanegra (1610-1668). Lo insólito del acto fue que su puesta en es-
cena se hiciera en un ambiente secular, caso raro para este tipo de obras, y
dentro de una celebración organizada por el cabildo de la capital y no por la
Compañía de Jesús. Aún más significativo fue que al mismo jesuita se le en-
cargara el relato de los festejos (Viaje del marqués de Villena por mar y tierra a
Nueva España), que sería impreso en México en 1641.99 Es cierto que el atrac-
tivo de Borja para un público laico, y con motivo de la recepción de un mar-
qués y duque, era su prosapia de grande de España y que los duques de Gan-
día y de Escalona estuvieran emparentados; pero también es muy significativo
que el jesuita poblano haya aprovechado sus influencias en la corte virreinal
para introducir un tema propio de su orden, a nueve años de la beatificación
de Borja (1631), como parte de una campaña publicitaria encaminada a dar
prestigio a la Compañía ante el nuevo virrey. Unas décadas después, en 1672,
Francisco de Borja se volvió a hacer presente con motivo de los festejos de su
canonización, que coincidieron con los cien años de la llegada de los jesuitas
a México, llegada que el mismo santo festejado había promovido cuando fue
general de la orden. El espectáculo fue de nuevo un auténtico despliegue de
propaganda hacia la Compañía, pero también de exaltación de la capital del
virreinato y de sus símbolos indígenas, como veremos. En el sermón de clau-

98
J. Cuadriello, “Xavier indiano o los indios sin apóstol”, en op. cit., pp. 228 y ss.
99
Matías de Bocanegra, Comedia de san Francisco de Borja a la feliz venida del excelentísimo
señor marqués de Villena, virrey de esta Nueva España. Ver el texto de la comedia y una interesan-
te introducción en Elsa Cecilia Frost, Teatro profesional jesuita de siglo xvii.
la era barroca 245

sura encargado a Antonio Núñez de Miranda, quien comparó a Borja con


uno de los planetas del universo, lo llamó cuasi obispo y terminó con la atre-
vida aseveración de que Cristo había sido el primer jesuita. Para que quedara
en la memoria tan suntuosa celebración y para reforzar el aparato publicita-
rio, un jesuita anónimo escribió la relación de los festejos que fue publicada
en ese mismo año de 1672 con el título de Festivo aparato, siendo el mecenas
de esta edición el virrey marqués de Mancera, a quien estaba dedicado.100
Un último ejemplo de cómo los jesuitas supieron adaptar sus discursos
de santidad a los ámbitos corporativos y oficiales urbanos es el de san Juan
Nepomuceno. Este canónigo de la catedral de Praga nacido en el siglo xiv
había sido ahogado en el río Moldavia por resistirse a los caprichos del celo-
so rey Wenceslao, quien quería averiguar los secretos de su mujer por medio
de su discreto confesor. Con el descubrimiento de la lengua incorrupta del
mártir, al realizarse su exhumación en la catedral de San Vito de Praga en
1719, se iniciaría una devoción acentuada por el meteórico proceso de bea-
tificación (1721) y canonización (1729). El culto a este santo que los jesuitas
checos y silesios habían promovido ante Roma, se introdujo de inmediato
en Nueva España gracias a la llegada de numerosos jesuitas de esas regiones
destinados a las misiones de California y a la promoción de los sacerdotes lo-
cales, como Juan Antonio de Oviedo, quien publicó en 1727 una vida del
santo, y del padre Clavijero, que tradujo del italiano otra en 1762.101 Recono-
cido como el patrono de la buena fama y del secreto de confesión, san Juan
Nepomuceno fue acogido muy pronto por diferentes corporaciones como su
protector, pero también como un símbolo del poco fruto que contra él y sus
seguidores podían obtener la maledicencia, la murmuración, la difamación
y la calumnia. En 1724 los oidores de la Audiencia formaron una congrega-
ción bajo su advocación por considerarlo abogado imparcial, quizás frente
a los ataques que sufrían por parte de los visitadores del rey en esas fechas.
Entre 1740 y 1743 el Real Colegio de Abogados de la capital y el Claustro de
Doctores de la Universidad de México lo proclamaron su patrono; los últi-
mos posiblemente por la libertad que exigían frente a la ingerencia del rector
en turno o de un virrey autoritario.
Desde antes de su canonización a Nepomuceno se le representó con su
sobrepelliz de clérigo, la palma del martirio en una mano y su lengua inco-
rrupta en la otra. Este miembro se volvió un talismán contra todo lo negati-
vo que salía de las bocas como chismes, injurias, comentarios ponzoñosos e
infundados y difamaciones de todo tipo. En algunas de sus representaciones,
de la lengua salía un rayo que fulminaba serpientes, loros y monstruos. El

100
Véase Anónimo, Festivo aparato con que la provincia mexicana de la Compañía de Jesús
celebró en esta imperial corte de la América septentrional los inmarcesibles lauros y glorias inmor-
tales de san Francisco de Borja.
101
Véase J. Cuadriello, “El padre Clavijero y la lengua de san Juan Nepomuceno”, en Home-
naje a Juana Gutiérrez Haces.
246 la era barroca

aval universitario le agregó un birrete doctoral y con él su asociación con el


conocimiento teológico. El clero secular, por su parte, lo tomó como un sím-
bolo de su labor pastoral, representada por el sobrepelliz y de su celo en
guardar el secreto de confesión. Pronto sus imágenes y altares se difundie-
ron por todo el ámbito novohispano, en los coros de las catedrales (Puebla y
Valladolid) y basílicas (como en la de Guadalupe), en las iglesias de los mo-
nasterios de las religiosas (la de la Compañía de María conocida como La
Enseñanza en la ciudad de México) o en lejanos pueblos como el de Santa
María Tonantzintla, en donde un altar dedicado a san Juan Nepomuceno
fabricado entre 1750 y 1759 muestra la escultura de este mártir rodeado de
los santos emblemáticos de los jesuitas (san Ignacio, san Francisco de Borja,
san Francisco Xavier, san Estanislao de Kotska y san Luis Gonzaga).102
Es por demás significativa la manera como tal advocación llegó a las co-
munidades indígenas, muestra de los variados mecanismos por los cuales
circulaba la devoción a los santos. A causa de la deficiente administración
parroquial los obispos encargaron a los miembros de la Compañía realizar
durante la Cuaresma misiones en los pueblos de visita, en las rancherías y
haciendas para conseguir con sus predicaciones la conversión de los pecado-
res, la confesión y obtención de los jubileos, lo cual era aprovechado tam-
bién para la difusión de sus santos y devociones.103
Frente a santos como Francisco Xavier, Juan Nepomuceno, Juan de la
Cruz o Rosa de Lima, cuyos promotores procedían de las más diversas ins-
tancias corporativas y oficiales, estaban aquellos que representaban intereses
más particulares de las diversas corporaciones que los veían como elementos
de cohesión institucional. A partir de 1700 la imagen de san Pedro, figura
emblemática del poder episcopal, recibió un gran impulso por parte de los
cabildos catedralicios.104 El ayuntamiento de la ciudad de México siguió fes-
tejando a san Hipólito como su patrono, aunque para principios del siglo
xviii su fiesta había sufrido una notable decadencia, pues la nobleza criolla
prefería desfilar en sus carruajes y no en caballos como se hacía antes, ade-
más de haber trasladado al ámbito doméstico y privado los ostentosos gas-
tos. La universidad celebraba las fiestas de santa Catalina de Alejandría el 25
de noviembre (el primer acto público del nuevo rector) y de la Inmaculada
(que se celebraban en enero, el domingo posterior a la octava de Epifanía,
y era independiente de la que el resto de la Iglesia festejaba el 8 de diciem-
bre), con todas las instancias que actuaban dentro del recinto universitario
(audiencia, cabildo catedralicio y provincias religiosas). El consulado de co-
merciantes veneraba también a la Inmaculada y a san Francisco como sus
102
El capuchino fray Francisco de Ajofrín, quien vivió en la zona de Cholula varios meses y
visitó Tonanzintla en 1763, sólo menciona la escultura de Nepomuceno entre las muchas que
existían en el templo. Francisco de Ajofrín, Diario del viaje que hizo a la América en el siglo xviii,
vol. ii, p. 201.
103
A. Rubial García, Santa María Tonantzintla: un pueblo, un templo.
104
Véase P. Ragon, Les saints et les images du Mexique: xvie-xviiie siècle.
la era barroca 247

patronos. El Santo Oficio le rendía culto a san Pedro de Verona, a quien esta-
ba consagrada también su cofradía. Las diferentes provincias religiosas pro-
movían a sus santos fundadores (san Francisco, santo Domingo, san Agustín,
santa Teresa, san Ignacio y san Ramón), cuyas imágenes engalanadas con
joyas salían en procesión por las calles durante la fiesta del Corpus Christi
y en otras celebraciones. Además, todo convento o colegio poseía series de
lienzos donde se narraban sus vidas y milagros y en los templos administra-
dos por las órdenes se desplegaban en suntuosos retablos sus esculturas y las
de sus seguidores canonizados. Finalmente, para las comunidades indíge-
nas los santos también siguieron siendo importantes símbolos corporativos.
A lo largo de la era barroca todos los poblados de indios gastaban enormes
peculios en las fiestas de sus santos patronos, cuya devoción estaban obliga-
dos a subvencionar los cabildos. Pátzcuaro celebraba a san Pedro y san Pablo
en una capilla edificada en la cima de una isla del lago, en conmemoración de
la conversión del cazonci a la fe católica, y toda la población se trasladaba en
canoas desde la ciudad “con música e invenciones”.105
Junto con la fiesta, el otro medio básico de difusión del culto a los seres
celestiales fueron las imágenes, uno de cuyos modelos, el que representa con
mayor claridad la relación entre los santos y el corporativismo religioso, es
aquel denominado “de patrocinio”. En él, las figuras de santos o advocacio-
nes marianas (como el Rosario, el Carmen, la Merced o Guadalupe) prote-
gen bajo su manto a familias, autoridades civiles y eclesiásticas, cofradías u
órdenes religiosas. Es muy significativo que estas representaciones se co-
miencen a dar precisamente en el momento en el que se está afianzando la
identidad criolla y se multipliquen durante el siglo xviii, en tanto que en el
mundo europeo tienden a desaparecer en la iconografía hasta extinguirse
por completo.106
Los “patrocinios” más comunes eran aquellos que mostraban a la Virgen
protegiendo bajo su manto a una orden religiosa representada tanto por sus
fundadores, como por sus miembros vivos, siendo las más numerosas las de
los carmelitas y los dominicos, que aparecen representados en grupos com-
pactos. En el siglo xviii las composiciones de los “patrocinios” ampliaron sus
espacios; bajo el manto protector se colocaron mayor número de gente y a
menudo los rostros antes estereotipados se convirtieron en retratos. Al mis-
mo tiempo se concentró la atención en unas cuantas figuras protectoras, en-
tre las cuales la de san José tuvo una presencia sobresaliente.
De patrono de Nueva España (desde el Segundo Concilio Provincial de
1555) el padre putativo de Jesús, patrono de la buena muerte, pasó a ser tu-
telar de los dominios españoles en 1676 y modelo de patriarca, sabio y con-

105
Carlos Salvador Paredes Jiménez, “La nobleza tarasca: poder político y conflictos en el
Michoacán colonial”, Anuario de Estudios Americanos, 65-1, p. 114.
106
Véase Marcela Corvera Poire, El patrocinio. Interpretaciones sobre una manifestación ar-
tística novohispana.
248 la era barroca

sejero de los reyes, sin dejar su más popular (y accesible a la identificación


mestiza) oficio de carpintero. En el siglo xviii los novohispanos lo represen-
taron coronado y lo volvieron símbolo de su virreinato, pues, como su homó-
nimo José, virrey de Egipto, era considerado gobernador de Nueva España.
En estas tierras fue común pintar bajo su manto protector a las jerarquías
civiles y eclesiásticas.107
Un ejemplo de estas imágenes se encuentra en el colegio jesuítico de Te-
potzotlán, donde aparecen representados el rey Felipe V y el papa Clemente
XII con sus séquitos de eclesiásticos jesuitas y laicos venerando a este patrono
de Nueva España. El cuadro pintado por José de Ibarra en 1735 representa un
aparato idealizado de dominación simbólica. Al poner al rey y al papa como
pilares de la sociedad, se sacraliza al poder espiritual y temporal que tales figu-
ras representan, aunque en esos tiempos la relación entre ambos estaba lejos
de ser tan armónica como se pinta. Tiempo después, el concordato de 1753 en-
tre la monarquía española y la santa sede reforzaba los controles del rey sobre
la Iglesia dentro del todo el imperio. Por otro lado, la presencia de los jesuitas
detrás del papa no deja de ser significativa, sobre todo por los ataques que la
Compañía de Jesús comenzaba a sufrir por parte de la nueva política regalista
que la llevaría hasta su expulsión de los dominios españoles unos años más
tarde. La mayoría de los patrocinios fueron pintados para ser colocados en los
templos y conventos, espacios públicos donde el valor social de representa-
ción podía tener influjo sobre sus destinatarios: los fieles y las comunidades
religiosas. Entre las corporaciones de regulares (provincias) y seculares (cabil-
dos catedralicios) se libraba lo que Norbert Elias llamó “una incesante lucha
de competencia por las oportunidades de status y prestigio”.108
Junto con las imágenes de “patrocinio”, el otro modelo iconográfico que
permitió integrar la representación de la sociedad en el espacio del imagina-
rio fueron los denominados “cuadros de ánimas”, frente a los cuales se cele-
braban misas por los difuntos. Los principales promotores de estas obras,
las cofradías de ánimas y las provincias religiosas, buscaban con ellos un
doble objetivo: reforzar la creencia en el Purgatorio (atestiguada por las vi-
siones de monjas y beatas), para promover las limosnas que como capella-
nías o como bulas de Santa Cruzada recibían la Iglesia y el Estado; y publi-
car el poder intercesor de la Virgen, de san Miguel y de los santos para sacar
a los fieles de tan enojoso trance, así como el de los objetos (escapulario car-
melita, cordón franciscano, rosario dominico o cinto agustino) promovidos
por cada orden religiosa como ayuda para salir del trance.
Reforzadas por sermones y escritos, los cuadros de ánimas tenían carác-
ter devocional, pero también didáctico para orientar las conciencias, pro-
mover conductas virtuosas y evitar las viciosas. A veces los donantes se ha-

107
J. Cuadriello, “San José en tierra de gentiles…”, Memoria. Revista del Museo Nacional de
Arte, núm. 1, pp. 5 y ss.
108
Norbert Elias, La sociedad cortesana, p. 88.
la era barroca 249

cían retratar en ellas por una limosna (pues las cofradías de ánimas no po-
seían rentas), pero generalmente las figuras representadas eran arquetípi-
cas: personajes desnudos, gesticulando, con expresiones faciales y posturas
corporales que denotaban resignación, sufrimiento y petición. Algunas de
esas almas portaban atributos de poder (coronas, mitras o tiaras), otras la
tonsura que distingue a los clérigos de los laicos, pero tales atributos no eran
signos de jerarquía sino de igualdad escatológica. En el Purgatorio, a dife-
rencia de lo que pasaba en la sociedad, se hacía efectivo el dogma de la co-
munión de los santos. Ahí las tres Iglesias que formaban el Cuerpo Místico
de Cristo (la triunfante que habitaba en los cielos, la militante que vivía en la
tierra y la purgante que penaba sus culpas) se comunicaban en una perfecta
armonía, libres de las diferencias sociales y étnicas.109 En ocasiones, en las
predelas de los cuadros, aparecían plasmados actos litúrgicos que las cofra-
días realizaban ante los altares de ánimas con misas, procesiones y ofrendas.
Con estas prácticas los habitantes de las ciudades novohispanas (espa-
ñolas e indígenas) rindieron un culto abierto a los santos que la cristiandad
avalaba como efectivos. Sus imágenes pintadas o de bulto eran objeto de una
extendida devoción doméstica en todos los sectores sociales urbanos y rura-
les. En los hogares, de pobres o de ricos, existía un altar familiar con nume-
rosas estampas impresas a las que se les ofrendaban cirios, que eran también
colocadas en la cabecera del lecho, en cofres y armarios y detrás de las puer-
tas para preservar los lugares del mal y para traer fortuna y salud. Hasta las
parteras ponían grabados de san Ignacio o de san Ramón sobre el vientre de
las parturientas para ayudarlas a bien parir, y las hechiceras utilizaban las es-
tampas de varios santos en sus hechizos. El gran consumo de estampas pro-
vocó incluso que muchos impresores utilizaban las láminas con que habían
hecho las portadas de libros para hacer impresiones sueltas y venderlas como
estampas a los fieles y, a menudo, los comerciantes las regalaban como “pi-
lón” en la compra de mercancías. Un uso similar tenían las imágenes religio-
sas grabadas en novenas, patentes, contratos y sumarios de gracias e indul-
gencias de las cofradías, coplas, loas, gozos y gacetillas y los escapularios. Las
reliquias y las imágenes de los santos, además de funcionar como amuletos
con poderes taumatúrgicos, fueron signos que vincularon a la heterogénea
población novohispana a un espacio cultural común. Con los ritos realizados
alrededor de ellas, esos objetos adquirían un nuevo valor simbólico que ac-
tualizaba su poder de hacer milagros y aseguraba la protección divina.
Precisamente para dar testimonio de un hecho milagroso y agradecer al
santo por cuya intercesión se había obtenido tal dádiva de Dios fueron creados
los exvotos o retablos de gratitud, que constituían una respuesta individual
ante un favor recibido y eran producto de la devoción popular. Muchas do-
lencias, accidentes y calamidades ocasionadas por epidemias y terremotos
quedaron impresos y minuciosamente descritos en sus imágenes y cartelas

109
Jaime Ángel Morera González, Pinturas coloniales de ánimas del Purgatorio, pp. 71 y ss.
250 la era barroca

en las que se resalta la imposibilidad de una solución natural a tales desgra-


cias. Aunque a veces ostentaban la firma de artistas conocidos, los exvotos
eran por lo general obras anónimas, mientras que sus patrocinadores apa-
recían siempre con sus nombres. A pesar de la mediatización de los clérigos,
son estos beneficiados, su fe y el prodigio los actores de la escena. En el exvo-
to “el doliente, la súplica y la respuesta del santo parecen ser tres momentos
y tres espacios distintos en una secuencia narrativa”.110
Los exvotos virreinales que se conservan, sin embargo, no nos muestran
como beneficiados a los grupos marginados. En los de curación de enferme-
dades (que son los más numerosos) aparecen mercaderes y terratenientes, o
sus esposas, en sus lechos de dolor ricamente cubiertos de doseles y damas-
cos, detrás de decorados biombos y asistidos por una nutrida concurrencia:
sirvientes, hombres y mujeres prominentes, médicos solícitos y sacerdotes
beneficiados por sus dádivas testamentarias. El mismo nivel económico pre-
sentaban los liberados de la muerte segura por accidentes, entre los que ocu-
pan un lugar destacado las caídas del caballo. Incluso en los “retablos” que pa-
recerían tener un carácter más popular debieron ser encargados por gente
acomodada. No podía ser de otra forma dado el costo que debieron tener
esas obras de arte y la dificultad de los miserables para sufragar un gasto así.
El exvoto, a pesar de su carácter privado, se colocaba en un ámbito público y
también servía para dar prestigio a quien lo había encargado.
Entre todos los símbolos utilizados por las sociedades novohispanas, los
santos constituyeron el puente de unión más importante entre el ámbito pú-
blico y el privado, entre el espacio rural y el urbano, entre el mundo español
y el mundo indígena. Su presencia fue posiblemente el instrumento más
apropiado para generar identidades compartidas en la era barroca.
Pero la santidad tuvo otro influjo mucho más importante al constituirse
en una de las principales pruebas de la madurez espiritual de un territorio o
de una institución. Esto se volvía más notorio al comparar las cristiandades
europeas llenas de santos, con las americanas, donde prácticamente no los
había. El no tener santos reconocidos por la Iglesia católica generó en los sec-
tores corporativos novohispanos la necesidad de demostrar que estaban
a la altura de los europeos, pues sus espacios habían producido frutos de
santidad. Más aún en un ambiente en el que el culto de aquellos santos eu-
ropeos reconocidos por la Iglesia católica era público y ostentoso, mientras
que los venerables locales sólo tenían el aval de la veneración privada de sus
fieles. En este sentido se hacía inminente la necesidad de dar a conocer al
mundo católico esas manifestaciones de santidad local, y en ello las instan-
cias más activas fueron de nuevo las corporaciones urbanas y las provincias
religiosas.

110
Pilar Gonzalbo Aizpuru, “Lo prodigioso cotidiano en los exvotos novohispanos”, en Dones
y promesas. 500 años de arte ofrenda, p. 58.
la era barroca 251

5. Santos, reliquias e imágenes


en la construcción de las patrias urbanas

Corona son de nuestra patria, la muy noble y opulenta ciudad de Santiago de Que-
rétaro, los espirituales triunfos que siguió en su vida la madre Antonia de San
Jacinto, y para que sus hechos admirables sean gloria de nuestra patria los pon-
go en manos de Vuestra Merced, que por muchos títulos merece el nombre de
padre de ella, no sólo por lo que sus ilustres progenitores, a expensas de su san-
gre y hacienda, trabajaron en su primera población y conquista […] sino princi-
palmente por las insignes obras de su piedad generosa, que son verdaderamente
obras de padre.111

Con estas palabras el jesuita queretano Juan de Robles iniciaba en 1685


la dedicatoria del sermón fúnebre en el aniversario de la muerte de su compa-
triota sor Antonia de San Jacinto, descendiente de las linajudas familias So-
tomayor y Altamirano, profesa en el monasterio de Santa Clara de Queréta-
ro y famosa por sus ayunos, por el rescate que hizo de ánimas del Purgatorio
y por los ataques demoniacos que sufrió. El epígrafe también muestra a otro
personaje, tan importante como la celebrada monja, el patrocinador de la
edición, Juan Caballero y Ocio, rico ganadero que después de desempeñar
funciones militares y de justicia profesó como clérigo secular.112 En 1689, el
mismo mecenas pagaba a su costa la edición en la ciudad de México de otro
texto que describía vida, virtudes y milagros de la ilustre religiosa. Su autor,
el franciscano José Gómez, describió en él los concurridos festejos de su ani-
versario luctuoso, los milagros que realizaron sus reliquias y la traslación de
su cuerpo al altar de San Miguel.113
Para una sociedad tan obsesionada por el temor a un Dios justiciero, las
religiosas, esposas de Cristo, eran intercesoras para aplacar la ira divina dis-
puesta a aniquilar a los pecadores. Como señalaba Juan de Robles: “estas san-
tas religiosas que le están deteniendo el brazo [a Cristo] y castigando en sus
cuerpos inocentes los excesos de los vuestros desenfrenados”.114 Su princi-
pal función social era pedir a su esposo que no enviara epidemias, inunda-
ciones y terremotos, por lo que gracias a ellas las ciudades estaban protegi-
das y menos expuestas a las catástrofes. Pero las religiosas santas eran no
sólo protectoras, sino también un timbre de orgullo, pues la mayoría eran
criollas que habían practicado sus virtudes y desarrollado su actividad mi-
lagrosa en la ciudad donde nacieron; a diferencia de los frailes y otros regu-
111
Dedicatoria a don Juan Caballero y Ocio. Juan de Robles, Oración fúnebre, elogio sepulcral
en el aniversario de la... madre Antonia de San Jacinto, religiosa... del convento de Santa Clara... de
Querétaro.
112
Eduardo Loarca Castillo, Don Juan Caballero y Ocio: gran benefactor de Querétaro.
113
Fray José Gómez, Vida de la venerable madre Antonia de San Jacinto...
114
J. de Robles, op. cit., p. 4.
252 la era barroca

lares, cuyas vidas servían para exaltar instancias más universales como lo
eran las órdenes religiosas, las monjas pertenecían a ámbitos más particula-
res, los monasterios de clausura, enclaves urbanos promovidos por las oli-
garquías locales formadas por terratenientes y comerciantes.
Entre 1731 y 1738 aparecieron impresas en México otras dos vidas de
monjas queretanas, ambas del convento de capuchinas de San José de Gra-
cia: una, dedicada a la madre Marcela Estrada y Escobedo, monja mexicana
de la capital, fundadora y abadesa del convento muerta en 1728, a quien el
autor Juan Antonio Rodríguez (capellán del monasterio) consideraba tanto
un “nuevo esplendor de esta nobilísima ciudad, como ornamento de la corte
de México y astro de primera magnitud de su seráfico cielo”. Otros cuatro
sermones fúnebres fueron impresos en los años sucesivos a las muertes de
otras tantas monjas fundadoras del monasterio que, como creación póstu-
ma de Juan Caballero y Ocio, recibió una especial atención de la congrega-
ción de Guadalupe por él promovida. Uno de sus miembros, el acaudalado
Juan Antonio Urrutia, marqués del Villar del Águila, se hizo cargo, con otros,
de la edición de esos sermones.115
Al igual que Querétaro, Oaxaca también se distinguió por la promoción
de sus religiosas santas. El caso más eminente fue el de sor María de San Jo-
seph, una monja agustina recoleta poblana, dirigida por el obispo Fernández
de Santa Cruz, connotada escritora mística y visionaria y una de las funda-
doras del monasterio de Nuestra Señora de la Soledad en Oaxaca en 1697.
Dicha fundación había sido promovida por el obispo Isidro de Sariñana y el
arcedeán Pedro de Otálora Carvajal entre 1684 y 1694, y afianzaba la cons-
trucción del nuevo santuario donde se veneraba la milagrosa imagen de la
virgen de la Soledad, patrona de Oaxaca. Con el apoyo de la cofradía en-
cargada del culto, el obispo y el arcedeán habían conseguido limosnas para
levantar un suntuoso templo (terminado en 1690) y un monasterio suficiente
para albergar a trece religiosas pobres y a otras veinticuatro pretendientes
con dote. Este edificio se terminó alrededor de 1695, pero fue abierto hasta
dos años después, con la llegada de las fundadoras poblanas.116
Durante los veintidós años que vivió en Oaxaca, sor María pronto se des-
tacó entre todas las otras monjas llegadas de Puebla como maestra de novi-
cias; continuo escribiendo y teniendo visiones y recibió el apoyo incondicio-
nal de los dominicos y del nuevo obispo Ángel Maldonado, quien fue su

115
Juan Antonio Rodríguez, Vuelos de la paloma: elogio de la M. R. M. Marcela Estrada y Esco-
bedo, fundadora y abadesa del convento de Capuchinas de la ciudad de Querétaro, p. 2. Josef Ma-
ría Zelaa e Hidalgo hace mención de estas cuatro ediciones (Glorias de Querétaro, en la funda-
ción y admirables progresos de la muy ilustre y venerada congregación eclesiástica de presbíteros
seculares de María Santísima de Guadalupe, p. 73). Manuel de las Heras, Mística piedra cuadrada
fundamental del ejemplar edificio del religiosísimo convento de San José de Gracia de la ciudad de
Querétaro... La madre Petra Francisca María.
116
María Concepción Amerlinck y Manuel Ramos, Conventos de monjas, fundaciones en el
México virreinal, pp. 273 y ss.
la era barroca 253

confesor y gran admirador de sus virtudes. A la muerte de la religiosa en


1719, durante la misa de funerales en la iglesia de la Soledad, fue necesaria
la intervención de la fuerza pública a causa del asedio de las multitudes so-
bre el cadáver para llevarse reliquias. El obispo Maldonado encargó al domi-
nico criollo fray Sebastián Santander y Torres, quien predicó el sermón fú-
nebre, la elaboración de una Vida de la monja (que incluyó abundantes
párrafos de su propia autobiografía espiritual) y la edición de unas Estacio-
nes devocionales a la Virgen escritas por ella.117 El Sermón fue impreso en
Puebla, la Vida recibió dos ediciones, una en México y otra en Sevilla, mien-
tras que las Estaciones fueron publicadas en numerosas ocasiones en esos
tres lugares. A pesar de poseer una imprenta (el mismo Santander ya había
publicado en ella en 1720 el sermón fúnebre de la dominica sor Jacinta Ma-
ría de San Antonio), Oaxaca era un centro cuyo taller tipográfico no era muy
importante y la promoción de su venerable debía hacerse en las otras capita-
les.118 Detrás de esta promoción editorial también estaba el mismo obispo
Ángel Maldonado, quien inició el proceso de beatificación enviando a Roma
unas informaciones.119
Al igual que pasó con la vida de sor María de San Joseph, la mayor par-
te de los textos hagiográficos iban dirigidos a conseguir la apertura de proce-
sos de beatificación, pero, salvo uno, no hubo en Roma interés por escuchar
las promociones llegadas de Nueva España. El único caso provino de Puebla,
que desde 1676 inició el proceso de una de sus religiosas más ilustres: sor
María de Jesús Tomellín. En 1676, el canónigo de la catedral de Puebla,
Francisco Pardo, publicaba bajo los auspicios del obispo Manuel Fernández
de Santa Cruz la vida de esta monja que había vivido medio siglo antes en el
monasterio de la Concepción y había asombrado a sus compatriotas con sus
visiones y milagros. En tiempos del clérigo Pardo, la gente aún iba al torno
del monasterio a solicitar polvo de su sepultura y trozos de su hábito para
diversos usos, pues con ellos se evitaban heladas en los campos, se aumenta-
ban las cosechas esparciéndolo sobre la tierra y se curaban las enfermedades
sólo con tomarlos disueltos en agua.120 La religiosa muerta en olor de santi-
dad, considerada por Pardo el corazón de Puebla, había sido propuesta para
su beatificación a la Sagrada Congregación de Ritos en Roma, siendo sus

117
Sebastián Santander y Torres, Vida de la venerable madre sor María de San Joseph, religiosa
agustina recoleta de Santa Mónica de Puebla y la Soledad de Oaxaca.
118
S. Santander y Torres, Sermón fúnebre que en las honras de la venerable madre Jacinta Ma-
ría de San Antonio, religiosa del convento de Santa Catarina de Sena de esta ciudad de Oaxaca
predicó… Edición facsímil moderna: México, Universidad Autónoma Benito Júarez / Verdehala-
go, 1999.
119
Kathleen Myers, Word from New Spain. The Spiritual Autobiography of Madre María de
San Joseph (1656-1719). Era excepcional que los escritos de las monjas fueran impresos, por lo
que su impacto social dependió de la inserción de textos manuscritos elaborados por ellas en las
obras difundidas por sus confesores.
120
Francisco Pardo, Vida y virtudes heroycas…, Prólogo al lector, fol. 6.
254 la era barroca

principales promotores los cabildos civil y eclesiástico y los obispos pobla-


nos. La biografía sirvió además a Pardo para exaltar a Puebla, su ciudad na-
tal, con estas palabras: “No se qué deliciosas dulzuras tiene el amor de la
patria [...] que se lleva lo más del afecto [...] y especialmente si en las circuns-
tancias del nombre trae consigo la etimología de la patria anuncios de la
mayor dicha, indicios de un superior empleo y cifras de felicidades gloriosas
[...] Puebla es [...] cielo de ángeles en la tierra”.121
En 1688, cuatro años después de que se inició en Roma el proceso de sor
María, moría en Puebla otra mujer asombrosa, Catarina de San Juan, una
esclava de la India que, liberada de sus amos, se había dedicado a servir en la
iglesia de los jesuitas. Cuando su cadáver fue sacado de la casucha donde vi-
vía, los poblanos se arremolinaron a su alrededor y comenzaron a despojar
el cuerpo muerto de su mortaja para llevársela como reliquia, y una vez en el
templo de la Compañía, donde sería sepultada, los más honorables miem-
bros de la sociedad poblana se abalanzaron sobre el cadáver para arrancarle
a pedazos mortaja, orejas, dedos y cabellos.122 Al poco tiempo la Compañía
de Jesús se hizo cargo de iniciar un proceso de beatificación; por sus instan-
cias se editó uno de los sermones fúnebres que se dijeron en sus honras y
una extensa biografía en tres volúmenes fue impresa entre 1689 y 1692.123
A pesar de que el proceso fue detenido por la Inquisición y su hagiografía fue
retirada de la circulación, la devoción popular hacia su persona continuó y
sus retratos eran venerados en los altares domésticos, a pesar de las prohibi-
ciones inquisitoriales y que Roma no había aún dado su anuencia para ren-
dirle culto público.
Junto con Catarina y sor María, los poblanos también veneraban a sor
Isabel de la Encarnación, monja del convento de las carmelitas descalzas
que tuvo una vida de sufrimiento atormentada por la presencia constante de
tres demonios. Sus biógrafos y confesores, el jesuita irlandés Michael
Wadding (Miguel Godínez) y el presbítero poblano Pedro de Salmerón, des-
cribieron su vida con base en los materiales que les facilitó la compañera de
la venerable sor Francisca de la Natividad.124 A fines del siglo xvii su culto ya
estaba tan extendido que las monjas y los carmelitas mandaron hacer re-
tratos de ella, uno de los cuales recibió la atención de la Inquisición, pues
121
Ibid., trat. iv, cap. 1, fols. 260 vta. y ss. Ver también A. Rubial García, La santidad contro-
vertida..., p. 186.
122
Francisco de Aguilera, Sermón en que se da noticia de la vida admirable, virtudes heroycas
y preciosa muerte de la venerable señora Catarina de San Joan..., p. 20 vta. y s.
123
Véase Alonso Ramos, Prodigios de la omnipotencia y milagros de la gracia en la vida de la
venerable sierva de Dios Catharina de San Joan, natural del gran Mogor...
124
El manuscrito de Miguel Godínez ha sido editado parcialmente por Rosalba Loreto con
un estudio introductorio: “Oír, ver y escribir. Los textos hagio-biográficos y espirituales del pa-
dre Miguel Godínez”, en Asunción Lavrin y Rosalía Loreto, eds., Diálogos espirituales. Manuscri-
tos femeninos hispanoamericanos. Siglos xvi-xix, pp. 74-116. El texto de Pedro Salmerón fue pu-
blicado en el siglo xvii: Vida de la Ven. madre sor Isabel de la Encarnación, carmelita descalza
natural de la ciudad de los Ángeles.
la era barroca 255

estaba prohibido rendir culto a personas que no habían sido beatificadas.


Cuando en 1681 fue nombrado patrono de Puebla el beato Juan de la Cruz,
el patronato se asoció con una visión que tuvo la venerable monja en la que el
fundador carmelita sobrevolaba la ciudad expulsando a los demonios. Algún
tiempo después el cabildo de la ciudad mandaba pintar un cuadro en el tem-
plo del Carmen para conmemorar este acontecimiento y en él aparecían re-
presentados la monja, el beato y los miembros del cabildo.125
A las tres mujeres se les relacionó con otra de las glorias poblanas del si-
glo xvii, el obispo Juan de Palafox y Mendoza, quien se interesó en sus vidas,
aunque las dos religiosas ya habían muerto cuando él llegó a la sede. Durante
la década que fungió como prelado de Puebla (1640-1650), su extraordina-
ria actividad como fundador del seminario conciliar, la terminación de la
catedral y la promoción de obras de caridad, le hicieron ganar el título de
“padre de la patria”. A pesar de su conflicto con la Compañía de Jesús y de su
ignominioso cambio de sede episcopal, la figura del obispo fue promovida
por el clero secular y el cabildo catedralicio como un modelo de prelado.
A su muerte, acaecida en 1659, su culto se expandió en Puebla por medio de
imágenes a las que se les ofrendaban cirios y se les colocaba en los altares
domésticos, junto con las de los santos canonizados. Muy pronto prolifera-
ron las narraciones milagrosas de su vida en el ámbito popular y se le atribu-
yeron curaciones, ahuyentar tormentas y eliminar mosquitos.126
Por esas mismas fechas fray Diego de Leyba y fray Juan de Castañeira
publicaban dos biografías de uno de los personajes más venerados por los
poblanos, el lego franciscano Sebastián de Aparicio. Siguiendo la primera
biografía escrita por fray Juan de Torquemada y publicada en 1602, estos
autores referían el ingreso del hermano a la orden a los setenta y dos años,
después de dos matrimonios castos; resaltaban la simplicidad de su vida y su
poder sobre las bestias (lo que recordaba el paraíso perdido), y señalaban
su incansable actividad de arriero y de limosnero.127 La promoción de este
venerable se había hecho por aclamación popular y su proceso de beatifica-
ción se había iniciado en 1608 con la anuencia de los franciscanos. En el
proceso apostólico abierto en Roma entre 1628 y 1630 se recopilaron testi-
monios de mil doscientos milagros, siendo la mayoría de los testigos hom-
bres y mujeres laicos. Incluso el encino donde se protegía del mal tiempo a
las afueras de Puebla se volvió un lugar de peregrinación, sus frutos y hojas
eran solicitados como reliquias y en su entorno se construyó en 1639 una
capilla dedicada a Nuestra Señora del Destierro y que comenzó a ser llama-

125
Véase Doris Bieñko de Peralta, Azucena mística. Isabel de la Encarnación, una monja po-
blana del siglo xvii.
126
F. de Ajofrín, op. cit., vol. i, pp. 15, 41 y 202.
127
Véase Diego de Leyba, Virtudes y milagros en vida y muerte del venerable padre fray Sebas-
tián de Aparicio; Juan de Castañeira, Epílogo métrico de la vida y virtudes de el venerable fray Se-
bastián de Aparicio.
256 la era barroca

da “iglesia de San Aparicio”.128 El lugar era tan importante para 1710 que
fray Manuel de Mimbela solicitaba que la ermita de Aparicio (donde se vene-
raba también una imagen de la virgen del Destierro, recién cambiada de lu-
gar por las subidas del río Atoyac) fuera la sede de un hospicio de los francis-
canos. Según ellos, el cabildo de la catedral había remodelado recientemente
la ermita. Tiempo después, en 1733, unos autos del obispo de Puebla men-
cionaban que los padres apostólicos del Colegio de Propaganda Fide de Que-
rétaro también querían fundar un colegio en el mismo lugar, pues era un es-
pacio que se prestaba para recolectar limosnas por la gran cantidad de
peregrinos que llegaban allá. En esta solicitud los apoyaba el cabildo de la
ciudad, pero el rey se opuso a la fundación.129
Es por demás extraño que, junto con este santuario, los franciscanos no
promovieran la veneración del cadáver incorrupto del venerable Aparicio en
el templo de San Francisco de Puebla, donde estaba sepultado sin ningún
aparato especial. El cronista Vetancurt, al hablar extensamente de su vida y
milagros y de que “la ciudad de Puebla lo tiene jurado por Patrón” (lo cual es
dudoso) agrega: “su cuerpo está en su caja, entre los demás, entero, fresco y
oloroso esperando la resurrección universal”.130
Las reliquias, junto con las imágenes milagrosas, además de funcionar
como amuletos con poderes taumatúrgicos, eran signos que vinculaban a la
heterogénea población novohispana a un espacio cultural común. Los con-
ventos guardaban de ellos todo tipo de objetos que habían pertenecido a los
hombres y mujeres que habían muerto en olor de santidad: toallas y listones
con las gotas del aromático sudor que expelían sus cadáveres; telas, flores y
sábanas que estuvieron en contacto con los cuerpos de esos venerables; rosa-
rios, escapularios, cilicios, alambres de púas, jubones de cerdas y demás ins-
trumentos de devoción o de penitencia pertenecientes a esos ascetas. Muy a
menudo los fieles solicitaban en las porterías de los conventos que se les per-
mitiera tocar con sus rosarios las reliquias que ellos poseían (pues su poder
se transmitía por el mero contacto) o que se les regalara un puñado de la
tierra de las sepulturas de sus venerables.
A veces esas reliquias eran expropiadas de los pueblos indígenas que las
guardaban celosamente. El cuerpo de fray Diego de Basalenque, religioso
agustino, modelo de prior y de provincial, amado por los indios y por los es-
pañoles por sus virtudes, se veneraba en el pueblo de Charo, donde murió,
desde 1651. Un año después se descubrió que el cadáver estaba incorrup-
to, a pesar de la cal con la que había sido enterrado. En 1702, con motivo de
la visita pastoral del obispo Legazpi, se le volvió a sacar y el prelado se llevó
un trozo de su hábito; en ese entonces fue necesario poner guardia para pro-

128
P. Ragon, “Sebastián de Aparicio: un santo mediterráneo en el altiplano mexicano”, Estu-
dios de Historia Novohispana, 23, pp. 17-45.
129
agi, Indiferente General, 3054.
130
A. de Vetancurt, op. cit., Menologio, pp. 23 y ss.
la era barroca 257

teger al cadáver de la devoción de los frailes. Para 1758, el obispo Pedro An-
selmo Sánchez de Tagle dio permiso para que el cuerpo fuera llevado al con-
vento de los agustinos de Valladolid, capital de la provincia, recomendando
que el traslado se hiciera con gran sigilo para evitar escándalo en el pue-
blo de Charo. A raíz de este último traslado se hizo un documento médico
con la descripción del cuerpo incorrupto y se realizó la reimpresión en Roma
de una biografía que fray Pedro Salguero había escrito cien años antes, quizá
para promover el proceso de beatificación.131 Por su humildad y por su casti-
dad, dice el cronista Matías de Escobar, “permitió Dios la incorrupción de su
cadáver, embalsamándolo quizás con perennes celestiales aromas, con que
hasta hoy casi incorrupto permanece”.132
Unos años antes el mismo cronista agustino describía el culto rendido a
los restos mortales del obispo de Michoacán Juan José de Escalona y Cala-
tayud, muerto en 1737. Siete años después del deceso se abría su sepultura
y, aunque su cadáver se había descompuesto, sus vísceras y sangre, deposita-
das en un recipiente de madera por los embalsamadores, estaban incorrup-
tas. Fray Matías de Escobar, para demostrar que el prodigio no se debió a
causas naturales, escribió un opúsculo de ciento once páginas en el que se
incluían testimonios de médicos especialistas y de los embalsamadores. Con
una mezcla de cientificismo dieciochesco y de retórica barroca, el autor llega
a la conclusión de que el hecho se debió a una especial gracia divina.133
Estos piadosos hurtos no sólo daban a esos cuerpos un carácter sagrado
(reforzando la fama de santidad de los que habían sido sus propietarios),
sino que además multiplicaban la acción benéfica del cuerpo santo al frag-
mentar su potencialidad y distribuirla entre un gran número de personas.
Como pasaba con la eucaristía al ser dividida, cada parte contenía la fuerza
del todo, y con ello la presencia del venerable se introducía en las celdas con-
ventuales y en los hogares familiares y se filtraba hasta los más recónditos
resquicios de la vida privada. “Las reliquias se convierten en los instrumen-
tos esenciales que desencadenan la compleja alquimia de los milagros”.134
Fuente inagotable de bienestar material y espiritual, la reliquia detenía epi-
demias, traía las lluvias, curaba enfermedades, expulsaba demonios y prote-
gía cosechas y animales. Gracias a ella, la fertilidad, la salud y la felicidad de
la Nueva España estaban aseguradas.
Estos cultos a las reliquias rara vez traspasaron el ámbito donde el vene-
rable ejerció sus actividades; los promotores de las biografías y del culto de
tales personajes, en la mayoría de los casos, sólo aspiraban a generar el orgu-
llo de la patria chica, el amor al terruño. Por otro lado, el fenómeno se re-
131
Véase Pedro Salguero, Vida del venerable padre y ejemplarísimo varón fray Diego de Ba-
salenque.
132
M. de Escobar, op. cit., p. 177.
133
Véase M. de Escobar, Voces de tritón sonoro que da desde la santa iglesia de Valladolid de
Michoacán la incorrupta sangre del ilustrísimo Sr. Dr. don Juan José de Escalona y Calatayud.
134
P. Ragon, “Sebastián de Aparicio...”, op. cit., p. 29.
258 la era barroca

dujo sólo a las ciudades capitales, aquellas que como Puebla, México, Oaxa-
ca, Valladolid o Querétaro poseían numerosos y ricos conventos masculinos
y femeninos, una elite eclesiástica culta relacionada (salvo en Querétaro) con
un cabildo catedralicio, una vasta red corporativa de gremios y cofradías,
poderosos ayuntamientos y un grupo de terratenientes y mercaderes dis-
puestos a financiar y a comprar las ediciones y a subvencionar los procesos
de esos venerables. La urbe, vórtice que concentraba, expandía y sacralizaba
los cultos, era el único espacio que podía hacer de las reliquias símbolos de
identidad.
La ciudad de México era en este sentido un lugar privilegiado para tales
promociones. Sus numerosos monasterios femeninos constituían espacios en
los que proliferaba la santidad. Uno de ellos era el de Jesús María, cuyas flo-
res de santidad fueron inmortalizadas por el Paraíso occidental de Carlos de
Sigüenza y Góngora, texto escrito por encargo de las monjas para solicitar la
ayuda de su patrono el rey de España. El texto dedicó un extenso espacio a
la vida de dos religiosas, Inés de la Cruz y Mariana de la Encarnación, funda-
doras de otro monasterio, el de las carmelitas descalzas de la capital. Además,
Sigüenza daba noticia de la existencia de “vestales” en el México prehispáni-
co, vírgenes ofrecidas al servicio de las divinidades, muestra de que en esta
ciudad capital la virtud se había dado antes de la llegada del cristianismo.
Además de las religiosas, México se enorgullecía de poseer las reliquias
del ermitaño Gregorio López, cuya vida ascética había maravillado a la Nue-
va España del siglo xvi y que después de vivir en Zacatecas, la Huasteca y
Oaxtepec había acabado sus días en el pueblo de Santa Fe, cercano a la capi-
tal. En 1616, los huesos del ermitaño fueron trasladados en secreto a México
por Francisco Losa, amigo y confesor del ermitaño, y depositados en el nue-
vo convento de las carmelitas descalzas de la ciudad de México, del cual él
era capellán. Con el tiempo, la fama y los milagros del ermitaño se multipli-
caron, y en 1635 el arzobispo Francisco de Manzo y Zúñiga daba órdenes
para una segunda exhumación, después de la cual el cuerpo del venerable
fue trasladado a la catedral de México, lugar más apropiado para un futuro
beato. El mismo prelado, poco tiempo después, mandaba separar el cráneo
para llevárselo a España, ya que el difunto era madrileño.135 Las reliquias
de López elevaban su cotización ante la inminente apertura de su proceso de
beatificación y su fragmentación y exportación eran sólo una muestra más
de la fama de santidad que el ermitaño comenzaba a adquirir.
El impulso del culto a Gregorio López estuvo vinculado con una imagen
muy popular en la ciudad: el Cristo de Ixmilquilpan, que como vimos había
sido expropiada por el arzobispo Pérez de la Serna para sacralizar la funda-
ción del monasterio de las carmelitas descalzas de la capital en 1616. En las
últimas décadas de la centuria, al igual que sucedió en sus inicios, el episco-
pado le dio un nuevo impulso al culto. En septiembre de 1684, Francisco

135
Gil González Dávila, Teatro eclesiástico..., p. 56.
la era barroca 259

Aguiar y Seixas bendecía el nuevo templo de las carmelitas construido con el


apoyo de un rico mercader, y colocaba al Santo Cristo en una capilla fabrica-
da ex profeso para él.
Tiempo después, en 1689, el arzobispo reunía una junta arzobispal que
declaraba “por milagro” la renovación del Santo Cristo de Santa Teresa.136
En este contexto apareció publicado en 1688 el primer texto sobre la mila-
grosa imagen, obra de Alonso Alberto Velasco (1635-1704), capellán de las
carmelitas y autor criollo connotado. En él se presenta a la imagen como la
protectora de la ciudad de México, al mismo nivel que las vírgenes de Gua-
dalupe y Los Remedios. El autor dice basarse en un cuadernillo escrito por
Pedro Zamora, cura vicario de las Minas de Plomo Pobre, fechado en 1621,
años después de ocurrido el suceso.137 Una nueva versión de la narración,
revisada para un público más amplio, aparecía impresa en 1699, acompaña-
da con oraciones y novenarios y con un nuevo título: Exaltacion de la Divina
Misericordia.138 Su gran éxito provocó que en 1724 se realizara una reimpre-
sión de esta obra promovida, como las anteriores, por las mismas religiosas
carmelitas y un novenario para los devotos de la imagen escrito por el jesuita
Domingo de Quiroga.139 Nuevas ediciones del texto de Velasco en 1776, 1790,
1807, 1810 y 1820, alimentadas por la necesidad de los devotos, y varias más
de la novena de Quiroga, son una muestra de la gran popularidad que tuvo el
culto en la capital.140
La obra de Velasco construía alrededor de la imagen del Santo Cristo un
complejo cúmulo de alusiones morales y alegorías históricas en el que la pre-
sencia indígena era incidental. En la narración, el autor señalaba que la ima-
gen estaba tan carcomida por la polilla y la humedad que en 1615 el “ar-
zobispo” había ordenado que en lugar de destruirla fuera enterrada con el
primer adulto que muriera en la parroquia. Durante cerca de seis años nadie
murió, pero todo ese tiempo una música celestial salía de la capilla por las
noches. Ése fue el inicio de la milagrosa renovación que fue acompañada
con todo un aparato de gritos desgarradores, de sudor, de sangre, de emisio-
nes de luz y de movimientos de ojos y de boca. La descripción sirve para ha-
cer un discurso retórico sobre los sufrimientos del calvario.

136
A. de Robles, op. cit., vol. ii, pp. 74 y 181.
137
Véase Alonso Alberto de Velasco, Renovación por sí misma de la soberana imagen de Cristo
Señor Nuestro crucificado que llaman de Itzmiquilpan.
138
Véase A. Alberto de Velasco, Exaltación de la Divina Misericordia en la milagrosa renova-
ción de la soberana imagen de Christo Señor N. Crucificado que se venera en la iglesia del Conven-
to de San Ioseph de Carmelitas Descalzas de esta ciudad de México.
139
Véase Domingo de Quiroga, Novena de la milagrosa imagen del Santo Crucifixo que se ve-
nera en el Convento Antiguo de Señoras Carmelitas Descalzas de la imperial ciudad de México.
140
En el siglo xviii, entre 1724 y 1776, William Taylor ha constatado numerosas manifestacio-
nes de fervor hacia la imagen, considerada “celestial médico”, objeto de novenarios públicos y
procesiones a la catedral para solicitar alivio en las epidemias. “Two Shrines of the Cristo Re-
novado: Religion and Peasant Politics in Late Colonial Mexico”, The American Historical Review,
vol. 110, núm. 4: 50 pars. http://www.historycooperative.org/journals/ahr/110.4/taylor.html.
260 la era barroca

A continuación se hace narración del traslado, precedido por un motín


popular que se oponía a él y sucedido por una procesión devota y curativa, y
su llegada al templo de las carmelitas. El resto del libro es una meditación
sobre el alma (afeada por el pecado y restituida con los dones del Espíritu
Santo a la belleza y candidez de la infancia) y una adecuación de los hechos
históricos que vivió la ciudad en el siglo xvii para convertirlos en una mani-
festación alegórica de los milagros que rodearon a la renovación de la ima-
gen. La expulsión del arzobispo por el virrey durante la rebelión popular de
1624 significaba un ataque a los fueros eclesiásticos, que triunfaron final-
mente con la restitución arzobispal. Las pocas muertes acaecidas durante la
inundación de 1629, la persecución inquisitorial contra los judíos portugue-
ses y su quema en la hoguera en la capital en 1649 eran hechos interpreta-
dos a la luz de una imagen que con sus prodigios enseñaba, purificaba y ali-
viaba a la ciudad de todas las plagas.
Una parte importante del discurso de Velasco se centraba en la colocación
previa de los huesos del ermitaño Gregorio López en el templo de las carmeli-
tas. Este “fénix o gigante entre los muy espirituales y perfectos”, se convierte
en otro Juan Bautista, precursor del Mesías que anunciaba la salvación a la
ciudad de México. A pesar de que el ermitaño ya no estaba en el templo, las
referencias seguían haciéndolo parte de la leyenda de la imagen y en una de
las glorias de la capital. Es por demás significativo que el mismo Velasco fuera
asiduo promotor de la beatificación de Gregorio López, iniciada en 1675; que
en la siguiente década estuviera impulsando las obras de la ermita de Santa
Fe, donde el venerable había pasado sus últimos años, y que en 1690, ya cura
del sagrario metropolitano, estuviera encargado de recoger las limosnas pa-
ra su causa en Roma. Desde mediados del siglo un sinnúmero de donaciones
testamentarias y limosnas eran enviadas a la Ciudad Eterna como muestra
del interés que la capital tenía por conseguir un santo propio.141
Pero Gregorio López no era el primer venerable que poseía la capital y
que estaba propuesto a los altares. Desde 1627 la ciudad de México había
obtenido su primero y único beato, un franciscano criollo llamado Felipe de
las Casas, cuyo barco había sido desviado de su ruta entre Manila y Acapul-
co por una tormenta, y que murió crucificado en 1597 junto con otros cinco
frailes europeos, un sacerdote y dos catequistas japoneses vinculados con los
jesuitas, y diecisiete seglares nativos. El hecho no tuvo mayor trascenden-
cia entre los novohispanos hasta que treinta años después, en 1627, el Papa-
do los beatificó después de un proceso promovido por miembros de la Orden
de los Franciscanos Descalzos en España y en Roma. El hecho inició en la
capital del virreinato un largo proceso hagiográfico y de culto alrededor de
Felipe de Jesús, el primer beato novohispano.
A pesar de que la figura del beato criollo no recibió una especial atención
en el proceso e incluso fue considerado un personaje menor dentro del grupo,

141
A. Rubial García, La santidad controvertida…, p. 107.
la era barroca 261

varias corporaciones de la ciudad de México insistieron en destacarlo y en im-


pulsar una devoción individual hacia él. Los primeros que destacaron su crio-
llismo fueron los religiosos del convento de San Diego cuando en 1628 llegó la
noticia de la beatificación a la capital novohispana. Al año siguiente, en 1629,
se realizó una ceremonia en la catedral de México para festejar la beatificación
de Felipe; durante ella, y ante la presencia del virrey y de la corte, fue incensa-
do el vientre de la madre del mártir, que aún vivía.142 A lo largo del siglo xvii, se
nombró a Felipe patrono de la ciudad de México (1629), el gremio de plateros
lo consideró su santo protector (pues se decía que el beato había sido aprendiz
de ese oficio) y se le consagró el templo de las religiosas capuchinas de la capi-
tal construido a expensas de los bienes del mercader Simón de Haro en 1673.
Doce años antes, en 1661, la congregación del Oratorio de San Felipe
Neri había inaugurado su primera capilla en la ciudad, en el lugar donde se
creía que había nacido el beato. Según cuenta su cronista, en ella se llevó a
cabo su primer milagro (y al parecer el único). Mientras unos sacerdotes es-
taban decidiendo cuál santo colocarían en el retablo mayor (junto a la Virgen
y a san Felipe Neri), oyeron un estrépito en la sacristía y al ir a cerciorarse
qué pasaba, vieron en el suelo un cuadro del beato mártir que había estado
colgado firmemente en la pared. Esto fue visto como señal de elección: el
mártir había “invitado su casa” al de Neri y éste le correspondía llamándolo
a su vez a su retablo. De hecho, desde entonces, la fiesta del beato Felipe de
Jesús se celebraba con gran boato en la capilla del oratorio todos los años a
expensas de una capellanía que dejó el prefecto de la congregación José Mar-
tínez de los Ríos.143
Desde 1629, el 5 de febrero, día en que se conmemoraba su muerte, se con-
sideró fiesta de la patria y en los festejos tuvieron un papel central los miem-
bros del ayuntamiento de la ciudad, quienes organizaron cabalgatas, lumina-
rias y mascaradas.144 Su identificación con la capital fue tan fuerte que desde
mediados del siglo xvii su imagen posada sobre el águila y el nopal se pasea-
ba en todas las procesiones importantes, como lo hiciera un siglo atrás la de
san Francisco de Asís. Al parecer tal despliegue devocional no se dio en otras
ciudades del virreinato, y aunque tenemos noticias de imágenes del beato en
Toluca y en Puebla en el siglo xvii, y que en esta última se guardaba como reli-
quia un pedazo de su piel en el convento franciscano de Santa Bárbara, donde
profesó, podemos decir que el culto a “san Felipe” no pasó de ser una devoción
local de la ciudad de México, pues cada ciudad tenía los suyos.145

142
José Boero, Los 205 mártires de Japón, p. 23. Sobre la reliquia que se guardaba en Puebla
ver Baltasar de Medina, Crónica de la santa provincia de San Diego de México (México, 1682), li-
bro i, cap. xii, f. 33 v.
143
Julián Gutiérrez Dávila, Memorias históricas de la Congregación de el Oratorio de la ciudad
de México, p. 7.
144
ahcm, acta del 12 de enero de 1629.
145
Elena Isabel Estrada de Gerlero, “Los protomártires del Japón en la hagiografía novohis-
pana”, en Los pinceles de la historia. De la patria criolla a la nación mexicana, p. 84.
262 la era barroca

En 1636 se le dedicó una capilla en la catedral con un suntuoso retablo y


en ella fue colocada como reliquia la pila donde el beato había sido bautiza-
do. Tiempo después, los virreyes marqueses de la Laguna bautizaron a su
hijo en esa pila, lo que muestra que el objeto se guardaba ya como una reli-
quia en la catedral para 1670. Esta sacralidad fue transmitida incluso a sus
familiares, como lo muestra el hecho que en diciembre de 1677 el arzobispo
virrey fray Payo de Ribera, cuando murió Petra de las Casas, sobrina del bea-
to, mandó “se enterrase por los curas en la Santa Iglesia Catedral en la capi-
lla de su tío, y la cargaron los religiosos de San Francisco; también fueron
los de San Diego y toda la compañía de palacio y familia de Su Excelencia”.146
En todos los actos públicos y textos coloniales, desde el mismo testamento
de su madre, Felipe fue llamado “santo”, a pesar de que era sólo beato.147
Su exaltación hagiográfica también comenzó desde muy temprano. En
1640 el bachiller Miguel Sánchez predicó un sermón durante la celebración
de su fiesta, que fue publicado a expensas del arcedeán de la catedral Lope
Altamirano. En esta pieza de oratoria el cronista guadalupano insistía en el
orgullo de la capital por tener su primer santo y lo comparaba con figuras
bíblicas como Ruth (quien se ausentó de su patria), Jonás (que naufragó
como el beato) o el apóstol Felipe (que introdujo a Cristo entre los infieles).
Los padecimientos del mártir fueron equiparados a los de Jesús y el nombre
del rey Felipe IV se enalteció con el de este otro Felipe, “el más logrado de
todos sus criollos, el más dichoso de toda nuestra patria”.148
Doce años después, en 1652, otro bachiller, Jacinto de la Serna, cura del
sagrario de la catedral, publicaba un sermón dedicado al obispo de Mi-
choacán fray Marcos Ramírez de Prado. Para él, la ciudad de México era una
“nueva Jerusalén”, la que como “discípula de la verdad” ya no rendía culto “al
águila en el tunal (figura del Demonio) sino a Felipe de Jesús en su cruz”. 149
El tema le sirve para exaltar al mártir como una nueva águila en el nido del
serafín Francisco, lo que debió influir en la representación que de ahí en
adelante se hizo del santo mártir montado sobre un águila.150
El ciclo de los tratadistas filipinos se cierra con el cronista franciscano
descalzo Baltasar de Medina, quien en 1683 publicó la primera biografía com-
pleta del protomártir. En ella, recopiló una larga tradición llena de hechos
prodigiosos aunque, a diferencia de sus predecesores, con pocas alusiones
bíblicas.151 La llegada del beato al Japón fue anunciada por cometas, temblo-

146
A. de Robles, op. cit., vol. ii, pp. 50 y 228.
147
Felipe de Jesús se celebraba en todos los conventos dieguinos como patrono. En Puebla lo
señala Miguel Alcalá y Mendiola, Descripción en bosquejo de la Imperial Cesárea muy noble y
muy leal ciudad de Puebla de los Ángeles, p. 172.
148
Véase Miguel Sánchez, Sermón de san Felipe de Jesús.
149
Véase Juan de Ávila, Sermón del glorioso mártir S. Felipe de Jesús, patrón y criollo de México.
150
Véase Jacinto de la Serna, Sermón predicado en la santa iglesia catedral de México, en la fiesta
que su ilustrísimo cabildo hizo al insigne mexicano protomártir ilustre del Japón san Felipe de Jesús.
151
Gustavo Curiel, “San Felipe de Jesús, figura y culto”, en Actas del XI Coloquio Internacio-
la era barroca 263

res, lluvias de tierra roja y de ceniza; después de su martirio, los cuervos no to-
caron su cadáver, que destilaba sangre fresca días después de muerto, mientras
que columnas de fuego se levantaban en el cielo para dar testimonio del hecho.
Medina llama a Felipe “clavel, flor y fruto mexicano” y señala que con su mar-
tirio se mostró “la fertilidad del suelo que tal planta y árbol de vida crió”.152
Con “san” Felipe, la puerta estaba abierta para nuevas beatificaciones y
parecía que el martirio era el mejor medio para obtenerlas. Por ello los habi-
tantes de la ciudad de México estuvieron a la expectativa con la apertura del
proceso de otro de sus hijos, el agustino criollo Bartolomé Gutiérrez, que mu-
rió mártir en el Japón en 1632. Su vida, o por mejor decir su muerte, fue des-
crita por primera vez en un librito publicado en Manila en 1638 por fray
Martín Claver.153 Durante el siglo xvii la figura del mártir Bartolomé sirvió a
los más diversos fines: fray Esteban García lo utilizó como bandera para
mostrar la excelencia de las órdenes religiosas sobre el clero secular en las
pugnas que había entre ambos.154 La ciudad de Puebla, que por un error lo
consideraba su hijo, le disputó a México su lugar de nacimiento y la gloria de
ser su patria, en un intento más por obtener supremacía sobre la capital. Va-
rios cronistas, desde el mismo Claver, habían señalado que Bartolomé había
nacido en Puebla y el hecho quedó sacralizado en el Teatro de Gil González
Dávila y en la Historia de fray Diego de Basalenque.155
El hecho no pasó inadvertido para los poblanos que, avalados por tan
incuestionables testimonios, tuvieron desde entonces la certeza de que el se-
gundo mártir criollo que sería llevado a los altares era su coterráneo. La apa-
rición de la obra de Medina sobre la vida del beato Felipe de Jesús, a quien
los poblanos habían jurado por patrono en 1631, movió aún más los ánimos
de los habitantes de Puebla para buscar la beatificación de su propio mártir,
a pesar de que el cronista franciscano expresaba sus dudas sobre la supuesta
oriundez poblana del venerable, asegurando que Bartolomé había nacido en
la ciudad de México.156 La cuestión quedó zanjada en 1683 gracias a fray
José Sicardo, agustino madrileño que tuvo acceso a los archivos de la pro-
vincia del Nombre de Jesús y que escribió un Memorial sobre la patria de fray

nal de Historia del Arte, pp. 55 y ss. Además de los cuadros con su imagen, los franciscanos de
Cuernavaca mandaron pintar en la nave de su iglesia unos murales de su martirio.
152
Véase B. de Medina, Vida, martirio y beatificación del invicto protomártir del Japón san Fe-
lipe de las Casas o de Jesús, franciscano descalzo natural de México.
153
Martín Claver, El admirable y excelente martirio en el reyno de Japón... El opúsculo de Cla-
ver fue reeditado en México en 1666, con algunos agregados, por el criollo Juan Fernández Le-
chuga. La obra lleva el título Relación del martirio del Ven. P. fray Bartolomé Gutiérrez del Orden
de San Agustín de la provincia de México y está citada por José Mariano Beristáin y Souza, Bi-
blioteca hispanoamericana septentrional, vol. ii, p. 152.
154
Esteban García, Crónica de la provincia agustiniana del Santísimo Nombre de Jesús de
México. Libro Quinto, caps. cxvi y cxvii, pp. 346 y 350.
155
G. González Dávila, op. cit., f. 72; Diego Basalenque, Historia…, libro i, cap. xii, p. 148.
156
B. de Medina, Crónica…, “Breve geographica, y panegyrica descripcion de las ciudades,
villas, y pueblos en que están fundados los conventos de esta provincia”, f. 244 v.
264 la era barroca

Bartolomé Gutiérrez. En esta obra demostraba, con la fe de bautizo guardada


en el Sagrario de la Catedral y el acta de su profesión religiosa del convento
de México, que Bartolomé había nacido y profesado en la capital.157
Este mismo autor imprimía en España en 1698 su monumental obra
Cristiandad en el Japón, en la que hacía referencia a ambos mártires criollos,
a pesar de lo cual Bartolomé, y los más de doscientos cristianos muertos en
Japón, no llegarían a los altares en este periodo.158 Por otro lado, cuando es-
cribía Sicardo, Japón ya había cerrado sus puertas a la religión católica en
forma definitiva desde 1639. Ante tal perspectiva, la figura del mártir en el
Japón perdió toda vinculación con la realidad. Los únicos mártires efectivos
para estas fechas eran los franciscanos y jesuitas que morían en el norte y el
sureste de Nueva España víctimas de las rebeliones indígenas, pero que nun-
ca fueron promovidos ante Roma.159
Esto pudo deberse también a la imagen que se quería mostrar de Nueva
España como madre de nuevas cristiandades y no como un territorio en que
aún vivían idólatras. Al ser Nueva España madre de misioneros y de mártires
en Asia, se volvía una nación evangelizadora como lo eran las de Europa, lo
que constituía una prueba fehaciente de su madurez espiritual y de su preten-
sión de ser espejo y sucesora de la Iglesia primitiva apostólica.
Para las ciudades novohispanas era fundamental promover el culto a sus
venerables, aunque éstos ni siquiera hubieran sido propuestos a Roma para
ser beatificados. Promocionar las narraciones de sus vidas era escribir la his-
toria de sus patrias, historia que quedaba inmersa así en el plan divino y for-
maba parte de la única historia verdadera y válida, la historia sagrada. Esa
misma inquietud es la que llevó a los diversos sectores sociales, conventos y
parroquias sobre todo, a proponer la veneración de sus reliquias milagrosas
y de sus imágenes, haciendo caso omiso de las prohibiciones pontificias de
Urbano VIII sobre el culto público a venerables no canonizados. La búsque-
da de “santos” propios constituía un elemento clave en la construcción de un
nexo entre el pasado y el presente; a través de la exaltación de una tierra que
producía frutos de santidad se creaban además elementos de diferenciación
frente a España, aunque éstos estuvieran inscritos dentro de los códigos que
le imponía la metrópoli.160
A imitación de las ciudades españolas, las comunidades indígenas co-
menzaron también a proponer en esta época a sus propios modelos de santi-
dad. Los niños mártires de Tlaxcala, aún sin estar beatificados, fueron un
timbre de orgullo para esa ciudad. Varios caciques indios de los alrededores
de la capital a principios del siglo xviii decían ser descendientes de Juan Die-
157
Gregorio de Santiago Vela, Ensayo de una biblioteca iberoamericana de la Orden de San
Agustín, vol. vii, p. 491.
158
Ver José Sicardo, Cristiandad en el Japón.
159
A. Rubial García, “El mártir colonial, evolución de una figura heroica”, en Memorias del
Coloquio Internacional El Héroe, entre el Mito y la Historia, pp. 75-87.
160
A. Rubial García, La santidad controvertida…, pp. 73 y ss.
la era barroca 265

go, el vidente guadalupano, a pesar de que Boturini impugnaba esto en una


apología en defensa de su virginidad y de que la tradición original aseguraba
que había sido macehual.161 En 1739 aparecía en la gaceta de México la noti-
cia de la toma de hábito en el convento de Corpus Christi de doña María
Antonia de Escalona y Rosas, quinta nieta del venerable Juan Diego. Ella no
era la única profesa que pretendía tener tal antepasado; sor María de la As-
censión, una de las primeras religiosas que entraron con las fundadoras, na-
tiva de la villa de Guadalupe, decía descender también de su linaje.162 Pero ni
los niños mártires ni Juan Diego eran aún santos canonizados y por lo tanto
era imposible realizar con ellos un culto público ni privado.
Las ciudades indígenas y españolas no eran las únicas interesadas en la
promoción de sus santos propios como un medio para afianzar un fuerte
sentido de pertenencia a una tierra elegida. Para las provincias religiosas,
cuyo principal objetivo era la santidad, el tema tenía una importancia fun-
damental.

6. Las provincias religiosas y sus crónicas de santidad

En esta historia o crónica de mi provincia, mi deseo ha sido desenvolver de las


fúnebres mortajas, que entre pálidas cenizas encubren las reliquias con que
Nuestro Señor ha enriquecido las urnas de tantos justos siervos suyos, como en-
cierra el campo de nuestros cementerios […] movió Nuestro Señor al espíritu del
prelado superior de nuestra religión a que mandase recorrer las memorias de los
huesos de nuestros primitivos religiosos, que con los ejemplares de vida funda-
ron el tesoro de tan señaladas virtudes con que desde los primeros lustros gran-
jearon a esta su madre, y entre lo trágico de tan fúnebres memorias resplandecen
los alientos de vida que gozan. Éstos me mandó el prelado sacar al teatro de esta
historia.163

Entre todas las corporaciones fueron las provincias religiosas las que uti-
lizaron con mayor conciencia y efectividad los recursos que les daba el uso y
control de la escritura, como se puede observar en el epígrafe tomado de la
obra de fray Francisco de Burgoa al hablar de su madre, la provincia de San
Hipólito de Oaxaca y de sus religiosos fundadores. Por otro lado, la territo-
rialidad de estas corporaciones provocaba que sus discursos no se centraran
en una ciudad sino en un ámbito más extenso, pues su interés estaba en exal-
tar la identidad de una corporación que tenía fundaciones en espacios más
161
Inventario de Lorenzo Boturini, agi, Indiferente General, leg. 398, f. 101 r.
162
Juan Francisco Sahagún de Arévalo y José Ignacio Castorena y Ursúa, Gaceta de México,
núm. 138, vol. iii, p. 178; Josefina Muriel, Las indias caciques de Corpus Christi, p. 56.
163
Francisco de Burgoa, Palestra historial de virtudes y ejemplares apostólicos. Fundada del
celo de insignes héroes de la Sagrada Orden de Predicadores en este Nuevo Mundo de la América de
las Indias occidentales (México, 1670), Prólogo al lector.
266 la era barroca

extendidos. Finalmente, de los dos sectores que conformaban a la Iglesia, el


clero regular era el que presentaba las condiciones más propicias para des-
arrollar una sólida literatura histórica, dada su organización jerárquica, su
riqueza y el hecho de poseer un arraigado sentido corporativo que determi-
nó un tipo de escritura de la historia (la crónica y la hagiografía) marcada-
mente particularista y teñido de apología.
Los historiadores religiosos de la era barroca se basaron, para estructu-
rar sus escritos, en los documentos de los archivos conventuales, en obras
impresas (crónicas provinciales e historias generales), en otras crónicas ma-
nuscritas que hoy se han perdido y en la tradición oral guardada en sus co-
munidades, por lo que estos textos deben considerarse una creación colecti-
va, hecho del que sus autores estaban conscientes.164 El tema central de esa
escritura era la descripción de las vidas de religiosos ejemplares y se mani-
festó tanto en hagiografías individuales como en crónicas. Las primeras to-
maron forma de sermones fúnebres, cartas edificantes, interrogatorios sobre
virtudes y milagros, biografías particulares y biografías incluidas en textos
sobre santuarios. En todos aparecen ejemplos de virtud, piedad, sacrificio y
devoción, así como revelaciones y hechos sobrehumanos. Las crónicas, por
su parte, aunque también incluían estos tipos de narraciones, ponían espe-
cial énfasis en las vidas de los varones apostólicos de la época misional, pues
ellos constituían importantes instrumentos de cohesión institucional, lo que
explica que en todas las provincias religiosas existiera el cargo oficial de cro-
nista.165 Por los datos recopilados en ellas, estas crónicas sirvieron también
para completar las historias generales que se hacían sobre sus órdenes en
Europa, y a través de ellas influyeron en la concepción que los núcleos cultos
del Viejo Continente tenían sobre el Nuevo Mundo.166
Algunas de estas crónicas se estructuraron a partir de un esquema de
“historia general”, al igual que las de la era manierista, pero la mayoría toma-
ron un carácter provincial. Con todo seguían teniendo las mismas intencio-
nes de aquellas de la época anterior: dar ejemplo de virtud a las generaciones
de jóvenes frailes de cómo se debía practicar la espiritualidad originaria, para
paliar la decadencia moral que se vivía; y justificar sus derechos sobre las
doctrinas de indios, disputadas por el clero secular y por los obispos, sobre
todo a raíz de la secularización llevada a cabo en Puebla por el obispo Juan
de Palafox.
Las crónicas provinciales de la era barroca partieron también de la con-
cepción de Edad Dorada que habían construido los cronistas manieristas;

164
Rosa de Lourdes Camelo, “Las crónicas provinciales de órdenes religiosas”, en Brian
F. Connaughton y Andrés Lira, coords., Las fuentes eclesiásticas para la historia social de México,
p. 166.
165
E. Trabulse, “Las crónicas coloniales y nuestra memoria histórica”, en Crítica y heterodo-
xia. Ensayos de historia mexicana, pp. 131 y ss.
166
A. Lavrin, “Misión de la historia e historiografía de la Iglesia en el periodo colonial ameri-
cano”, Anuario de Estudios Americanos, vol. xlvi, núm. 2, pp. 18 y ss.
la era barroca 267

retomando las narraciones de esa época prístina, rememoraban de nuevo a


sus venerables fundadores, héroes culturales, guerreros místicos que enar-
bolaron sus cruces cual espadas contra Satanás, monstruos de sabiduría teo-
lógica y de ascetismo dignos del cristianismo primitivo. Para describir sus
hazañas se siguió casi siempre la secuencia cronológica basada en los capí-
tulos provinciales; después de nombrar a la autoridad elegida, las fundacio-
nes conventuales realizadas bajo su mandato y algún hecho sobresaliente en
la provincia o en el territorio de la Nueva España, se entraba a la narración
de las vidas de los varones santos que murieron durante el trienio. Frente a
la descripción de carácter histórico de los acontecimientos provinciales, es-
cueta y objetiva, las biografías de los frailes nos introducen en un mundo
maravilloso de milagros y hechos sobrenaturales, donde las leyes físicas y los
poderes demoniacos se controlan con salmos y oraciones, y en el cual un
taumaturgo, una imagen o una reliquia realizan hechos sorprendentes. En el
modelo del misionero que nos presentan las crónicas provinciales, las virtu-
des tienen un papel sobresaliente: la caridad para con las almas de los indios,
para cuya salvación los frailes realizan viajes y hazañas inauditas y sacrificios
insólitos; la castidad y en muchos casos la virginidad, y las virtudes monaca-
les como la obediencia, la pobreza, la humildad y el ascetismo. La iglesia in-
diana encuentra su parangón en los primeros tiempos cristianos y las ha-
zañas de los religiosos sólo son comparables a las de los apóstoles o a las de
los primitivos anacoretas. Pero junto a los milagros y virtudes, propios de los
Flos Sanctorum medievales, se narran los hechos concretos y reales de la evan-
gelización: la predicación, la administración de los sacramentos y la cons-
trucción de pueblos, conventos e iglesias. El ideal de los mendicantes, que
amalgamaba la vida activa y la contemplativa, mostraba en sus flores de san-
tidad la combinación del apóstol con el eremita.
A estos intereses se añadieron nuevos temas, pues ahora las crónicas in-
cluían alusiones a los conflictos internos que se vivían en las provincias, so-
bre todo los de las alternativas que enfrentaron a peninsulares y criollos.
Entre l614 y 1629 el papado, a instancias del rey de España y de algunos
frailes españoles, emitió breves que imponían la obligación de que los car-
gos provinciales entre los mendicantes americanos se alternaran entre los
nacidos en Indias y los peninsulares. Con ello, estos últimos (que eran una
minoría en la mayor parte de las provincias) gobernarían durante trienios
alternados sobre la mayoría criolla que se vería, por tanto, privada de ex-
presar su voluntad. La orden papal desató una fuerte reacción en todos los
medios criollos americanos, pues los frailes tenían estrechos vínculos con
los sectores más activos de la sociedad, los cuales consideraban violentados
sus derechos de autogobierno. Las órdenes religiosas eran para ellos no sólo
ámbitos de poder económico y político, sino también uno de los pocos es-
pacios en los cuales los criollos elegían a sus representantes. Los problemas
que suscitaron las alternativas crearon así una fuerte tensión social entre
criollos y peninsulares durante varios lustros en toda la América hispánica,
268 la era barroca

pero también ayudaron a generar una conciencia de pertenencia a la tierra,


al exacerbar posiciones antagónicas con los peninsulares y al producir abun-
dantes discursos de exaltación criolla.167
Un ejemplo de ello fue la Crónica de la provincia agustina de México de
fray Esteban García (ca.1600-ca. 1660), una de las voces que se levantaron
contra la exclusión sistemática de los nacidos en Indias por parte de los fun-
cionarios peninsulares, con el pretexto de su incompetencia e inferioridad.
Fray Esteban expresó por escrito lo que estaba en la boca de muchos criollos
de su tiempo: “Misterio inescrutable de la Divina Providencia que concedien-
do a todas sus naciones los gobiernos y premios de sus patrias, sólo los niega
a los nacidos en Indias”.168 La alternativa, tema que ocupa seis capítulos de
la crónica, se convertía así en una de las muchas vejaciones que los criollos
sufrían por parte de las autoridades peninsulares. El texto del padre García
era un llamado al rey para que hiciera justicia a los frailes criollos, sus más
fieles servidores, pero que vivían apabullados por las leyes de alternativa y
por los abusos de los obispos. En la obra, el conflicto brotaba por todos la-
dos, y en frases dispersas entre las vidas de frailes santos se insinúan las
rencillas, los odios, la ambición y la corrupción descritos con un tono apa-
sionado, lo que influyó quizás para que quedara manuscrita y sepultada en el
archivo del convento de San Agustín de México.
En estas crónicas se incluían también nuevos temas, pues ahora las cró-
nicas contenían alusiones a los conflictos internos o externos que se vivían en
las provincias; la relación de los pueblos, hospitales, escuelas y obras públi-
cas fundadas por los religiosos; la descripción de sus conventos; los tesoros
y obras de arte que albergaban sus templos; las imágenes milagrosas que en
ellos se veneraban, y, en ocasiones, las rentas y propiedades que poseían, ade-
más de la transcripción literal de documentos, bulas y probanzas. Y sobre
todo, insistían en la autonomía que sus conventos habían tenido desde un
principio respecto a sus provincias madres. A veces también se daban noticias
sobre las monjas de la orden. La crónica provincial había surgido como una
necesidad de las nuevas provincias periféricas para justificar su separación
de las provincias originarias fundadas en los principios de la evangelización.
Además, es muy interesante que casi todas las crónicas de la región central del
territorio fueran impresas en su tiempo gracias al apoyo de mecenas locales,
lo que nos habla del gran prestigio que tenían las provincias mendicantes.169

167
Bernard Lavallé, Las promesas ambiguas. Criollismo colonial en los Andes, pp. 157 y ss.
168
E. García, op. cit., cap. lxxxix, p. 268.
169
Fuera de las provincias del centro del territorio, solamente otras tres provincias mendi-
cantes pudieron editar sus crónicas: las franciscanas de Zacatecas (José Árlegui, México, 1737)
y Guatemala (Francisco Vázquez, Guatemala, 1714-1716), y la dominica de Chiapas y Guatema-
la (Antonio de Remesal, Madrid, 1619). Las crónicas de las demás provincias periféricas que-
daron inéditas en su tiempo. No les dedico mayor atención pues se encuentran fuera del límite
espacial propuesto en este estudio.
la era barroca 269

Un ejemplo de esa regionalización historiográfica fueron las crónicas


agustina y franciscana sobre Michoacán. La primera, realizada por fray Die-
go de Basalenque (1577-1651), un peninsular acriollado cuya Historia de la
provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán (México, 1673) quiso mos-
trar que la provincia de Michoacán existía desde la fundación del convento
de Tiripitío en 1537, aunque legalmente la erección se hiciera hasta 1602.
La escisión era presentada como un hecho absolutamente necesario, pues la
cantidad de conventos que había en esa región y la calidad temporal y espi-
ritual de ellos exigía su autonomía. El tema de la partición servía al cronista
como palestra para hablar de su provincia y para exaltar sus grandezas: sus
noviciados, sus casas de estudios, sus conventos y las extensas tierras que ad-
ministraba, que llegaban hasta Nueva Galicia y Nueva Vizcaya. La provincia
de Michoacán era una madre celosa de sus hijos, para ella debían trabajar
los egresados de sus noviciados y colegios; ya bastantes sabios habían sa-
lido de ella para la de México desde el semillero que fue la casa de Tiripitío,
escuela de todos los oficios para los demás pueblos de Michoacán, ejemplo
para todos los conventos fundados por los frailes y primera casa de estudios
mayores de los agustinos novohispanos. Tiripitío había sido como Atenas
para Roma. El texto muestra un armonioso equilibrio entre el florecimiento
espiritual de los frailes y la ayuda material de los encomenderos, entre la
caridad y la humildad de sus miembros y las pugnas con los obispos, la divi-
sión de las provincias, los problemas de la alternativa y los capítulos cismá-
ticos que vivió la provincia.170
El otro autor que se interesó por la región michoacana, pero ahora desde
una perspectiva franciscana, fue el queretano fray Alonso de la Rea (1600 ca.-
1661), quien en 1643 dio a la luz en la ciudad de México una crónica sobre la
provincia de San Pedro y San Pablo, una de las más antiguas, casi tanto como
la provincia matriz del Santo Evangelio. Con “una pintura escueta, breve y
precisa… y un estilo sobrio” este criollo queretano describió la historia de su
región, con sus riquezas agrícolas y minerales, su pasado prehispánico y sus
procesos de conquista y evangelización. El esquema de la obra fue el de Tor-
quemada, de quien tomó también muchos de los datos, sobre todo aquellos
relativos a la civilización indígena de Michoacán; sin embargo, “sus episo-
dios no tienen ni la extensión ni la prolijidad” de la Monarquía y el autor nun-
ca pierde de vista que los datos que aporta son meros eslabones dirigidos a

170
Con la crónica de Basalenque están vinculados dos cuadros del templo de San Agustín de
Morelia, obras, al parecer, del padre Simón Salguero. Él y su hermano Pedro, ambos priores en
el convento de Charo (donde estaban originalmente los cuadros), eran criollos y amigos cerca-
nos del padre Basalenque, de quien el segundo escribió una biografía. Los cuadros describen es-
cenas de las vidas de dos de las más prominentes figuras asociadas a la primera misión agustina
en Michoacán: fray Juan Bautista Moya y fray Alonso de la Veracruz. En el primero de los lien-
zos se representan los milagros del apóstol de la tierra caliente. En el segundo a fray Alonso de
la Veracruz en la cátedra de Tiripitío rodeado por sus discípulos agustinos y por Antonio Huit-
zimengari, cacique indígena de Michoacán.
270 la era barroca

explicar un hecho trascendente: la presencia del cristianismo en Michoacán,


como consecuencia de un plan divino, avalado por la aparición de algunas
imágenes milagrosas y por las virtudes de sus fundadores, unos frailes san-
tos y entregados al ideal de su fundador Francisco de Asís.171
Junto con Michoacán, la otra región destacada por su crónica provincial
fue Oaxaca, sobre la que escribió fray Francisco de Burgoa (1605-1681). Este
autor, oaxaqueño de nacimiento, provincial de la provincia de San Hipólito,
prior en varios conventos y defensor de los derechos de los dominicos frente
a las pretensiones secularizadoras del obispo Bartolomé de la Cerda, quiso
enaltecer la provincia dominica de Oaxaca, separada desde el siglo xvi de la
de Santiago de México. La historia de Burgoa es una narración de las “reful-
gencias espirituales… prendas esclarecidas de virtud, santidad y letras” de
los varones insignes de la provincia, y una descripción de los “temperamen-
tos, sitios, frutos y calidades así proficuas como nocivas” de las tierra. 172 La
originalidad del autor fue separar ambas historias en dos libros independien-
tes y con dos finalidades distintas. En el primero, denominado Palestra histo-
rial (México, 1670), se muestran las ejemplares vidas de los miembros de la
orden, campeones contra la idolatría y constructores de una provincia llena
de conventos. Siglo y medio de historia dominica vista a través de hombres
que lucharon por salvar sus almas y las de los indios en curiosa intemporali-
dad, pues Burgoa no era afecto a citar fechas. Con todo, este texto no fue
sólo una descripción edificante de virtudes, era (como lo indica su título)
una palestra donde se denunciaban los abusos de los españoles, la desenfre-
nada codicia y las presiones episcopales y donde se justificaba la inconstan-
cia del indio que regresaba a sus idolatrías al faltarle el apoyo de sus minis-
tros, expulsados de algunas parroquias. Los predicadores, que en el siglo xvi
se habían enfrentado a los abusos de los españoles, ahora debían vencer al
nuevo enemigo, la ignorancia, con sus mismas armas: el celo y la virtud.
En el segundo texto, llamado Geográfica descripción (México, 1674), que-
dó plasmado el espacio de la provincia, lugar que el autor conoció en sus re-
corridos como provincial, cuya forma de planta de un pie gigantesco que
mira hacia la salida del sol simbolizaba “las huellas de santidad” de sus apos-
tólicos fundadores. La obra describía la fundación de los conventos, sus
magníficos edificios, los parajes donde estaban y los pueblos indios; la esce-
nografía geográfica, económica y humana de Oaxaca antes y después de la
llegada de los dominicos.173
La crónica provincial mendicante, por su carácter fuertemente regional,
se hizo eco de los intereses de las oligarquías locales de Oaxaca o Michoacán

171
Patricia Escandón, “Introducción” a A. de la Rea, op. cit., pp. 39 y ss.
172
Francisco de Burgoa, Geográfica descripción de la parte septentrional del Polo Ártico... y si-
tio de esta provincia de predicadores de Antequera, valle de Oaxaca (México, 1674), vol. i, p. 16.
173
Eduardo Ibarra, “Fray Francisco de Burgoa, imagen de una provincia novohispana”, en
Margo Glantz (ed.), Sor Juana Inés de la Cruz y sus contemporáneos, pp. 73 y ss.
la era barroca 271

con las que compartía la necesidad de celebrar a sus religiosos santos. Otro
fue el caso de las órdenes con provincias únicas que poseían una dimensión
menos regionalista, como la de los franciscanos descalzos de San Diego, cuya
historia (impresa en México en 1682) realizó su cronista fray Baltasar de
Medina (1634-1697), franciscano criollo perteneciente a dicha provincia. Su
orden había sido la última de las mendicantes en llegar a Nueva España y, de
hecho, su fundación estuvo determinada por la de la provincia de San Gre-
gorio de Filipinas, que necesitaba un convento de paso en América para los
misioneros que iban al Asia. Esta posición de orden secundaria en Nueva
España llevó a su cronista a exaltar aspectos que no tenían que ver directa-
mente con la orden pero sí con el territorio criollo: descripciones geográficas
y urbanas de las ciudades donde hubo conventos de descalzos; relación de la
fundación de México-Tenochtitlan; el abasto de la ciudad de México; posi-
ción astronómica, riqueza, edificios, autoridades y tribunales de la capital,
etcétera. Y junto a estas noticias misceláneas se entrelaza la presencia de la
Orden de los Descalzos, los privilegios pontificios que recibió la provincia,
sus provinciales y escritores, los beneficios que recibía el reino con sus fun-
daciones conventuales y, sobre todo, su maternidad sobre el único beato
criollo que había dado esta tierra, fray Felipe de Jesús.174 Autor, como vimos,
de una biografía completa del mártir, el padre Medina dedica varios capítu-
los a describir la obra de los descalzos en Filipinas y en Japón. Con una ex-
cepcional conciencia de dirigirse a un amplio público, utilizó un lenguaje
llano y vocablos de uso común, pues buscaba “más ser reprendido por los
doctos que ignorado de los pueblos”. Esta frase define lo que fue la crónica
franciscana: textos que gracias a su carácter misceláneo pudieran ser leídos
tanto por los eruditos como por los lectores comunes.
Frente a esta historia regional o provincial, algunas corporaciones religio-
sas desarrollaron una crónica en la cual la exaltación de la santidad rebasaba
los límites territoriales de la Nueva España colonizada. La Compañía de Je-
sús y los colegios apostólicos de Propaganda Fide, gracias a la activa partici-
pación que tenían en la expansión de las fronteras por su actividad misionera,
produjeron un tipo de crónica y de hagiografía de carácter más general, con
un sentido que podríamos denominar “territorialidad novohispana”.
La Compañía de Jesús era la orden religiosa más compleja y multiétnica
de todas las que actuaron en el territorio. Por su carácter dual como admi-
nistradora de colegios en las principales urbes y de misiones en la frontera
norteña, la provincia mexicana de los jesuitas estaba formada por peninsula-
res y criollos procedentes de varios territorios y, desde mediados del siglo
xvii, por un importante sector de miembros llegados de distintos países
europeos (italianos, alemanes, checos, franceses, polacos, flamencos, irlan-
deses, etcétera). La convivencia de hombres provenientes de tan distintas re-
giones produjo intercambios sumamente fructíferos y sorprendentes. Esta

174
B. de Medina, Crónica…, libro iii, cap. xii, fs. 113v y ss.
272 la era barroca

multietnicidad no se dio en ninguna de las provincias europeas de manera


semejante y creó una enorme gama de posibilidades y una interesante visión
que se movía entre el internacionalismo y el novohispanismo.
Para mediados del siglo xvii la provincia mexicana de los jesuitas admi-
nistraba una extensa zona misionera en Sinaloa y Sonora y poseía suficien-
tes glorias propias (sacerdotes, misioneros y mártires) como para desplegar
una fuerte propaganda impresa. El pretexto para realizar esta campaña pro-
vino de los ataques contra los jesuitas que llevaba a cabo el obispo de Puebla
Juan de Palafox, cuyas pretensiones para cobrar el diezmo a las hacien-
das de la Compañía lo habían convertido en su enemigo acérrimo. El encar-
gado de publicitar la labor de los jesuitas en Nueva España fue el peninsular
andaluz Andrés Pérez de Ribas (1576-1655), quien había tenido una larga
experiencia misionera en Sinaloa y había ocupado varios cargos administra-
tivos, como el de provincial. En 1643 fue enviado a España como procurador
para defender a su provincia contra las pretensiones del obispo, hecho que
facilitó la edición de su principal obra en Madrid en 1645, Historia de los
triunfos de nuestra santa fe entre gentes las más bárbaras y fieras del Nuevo
Orbe, la primera crónica jesuita mexicana editada. Al narrar los duros traba-
jos de los jesuitas en Sinaloa y las muertes de algunos de ellos (víctimas del
odio de los hechiceros, ministros de Satán), el autor escribía también un ale-
gato contra los ataques de Palafox, construía una defensa para atajar a quie-
nes aseguraban que los jesuitas novohispanos sólo se dedicaban a laborar en
las ciudades ricas y creaba un instrumento de propaganda para conseguir
los favores del rey hacia la labor misionera de su instituto. Pero además de
recopilar las vidas y hazañas de los virtuosos misioneros y mártires, la obra
era, como otras crónicas contemporáneas, una miscelánea que narraba las
acciones de armas que hicieron posible el avance de la cristiandad en Sina-
loa y una relación geográfica y etnográfica de la región.175 Contrariamente a
lo que dice el título, las bárbaras naciones del norte aparecen a los ojos del
cronista como gente industriosa e ingeniosa, que argumenta con sabios dis-
cursos, que adorna sus cuerpos con galanos aderezos, que sabe hacer textiles
y conoce la agricultura; una vez cristianizados están incluso más libres de
vicios que los viejos creyentes. Con esta visión se justificaba la labor y la pre-
sencia de los jesuitas en el norte y sus “triunfos” quedaban resaltados.
La obra de Pérez de Ribas tuvo un éxito inusitado, por lo que sus superio-
res le mandaron escribir una Crónica más amplia donde se trataran los otros
aspectos de la labor de la Compañía; sin embargo, la extensa obra quedó in-
édita seguramente porque quince capítulos de ella se ocupaban en atacar a Pa-
lafox. Ante la ausencia de un trabajo de este tipo, a fines del siglo se echó a
cuestas esa labor el más eminente escritor de la Compañía en Nueva España,
el criollo nacido en La Florida Francisco de Florencia (1620-1695). La am-

175
Ignacio Guzmán Betancourt, “La verdadera historia de la conquista del noroeste”, Intro-
ducción a A. Pérez de Ribas, op. cit., pp. xi y ss.
la era barroca 273

biciosa obra, abarcaba desde la llegada de la Compañía en el siglo xvi hasta


el siglo xvii e incluía un extenso menologio o colección de vidas de ilustres
miembros de su instituto. La Historia de la provincia de la Compañía de Jesús
en Nueva España, a pesar de lo importante que era para los jesuitas, fue im-
presa en México parcialmente (una tercera parte) en 1694 y sólo salieron a la
luz aquellos hechos sucedidos entre 1566 y 1582.176 Curiosamente, a pesar de
que el libro no trataba extensivamente de las misiones, la portada de esta edi-
ción mostraba a un abigarrado grupo de infieles, nativos de América, Asia y
África, recibiendo las luces de una trinidad jesuítica formada por san Ignacio
de Loyola, san Francisco Xavier y san Francisco de Borja. Como estrategia
propagandística era indispensable resaltar el sentido misional y universalista
de la Compañía, su mayor timbre de orgullo, aunque la obra no lo hiciera.
El texto de Florencia que conocemos se comenzó a elaborar desde 1669
durante su viaje como procurador a Europa. En ese tiempo no sólo obtuvo
importante información en los archivos romanos, también consiguió hacer
contactos con impresores e incluso consiguió la publicación de una primera
versión de su menologio (colección de vidas de ilustres miembros novohis-
panos de su instituto) en Barcelona en 1671.177 La Historia, con su desmesu-
rada erudición y su conocimiento profundo de los archivos, no tiene la in-
tención de mostrar los logros misioneros de la Compañía, sino más bien sus
actividades educativas y devocionales; aunque al principio habla de la labor
jesuítica en Brasil y en la Florida (lugar de su nacimiento que describe como
un paraíso) y de algunos mártires de su orden en esas zonas, la mayoría de
los capítulos están dedicados a la fundación de colegios, a sus haciendas y
bienes, a las donaciones que recibieron y a sus benefactores, al apoyo de los
obispos y a la riqueza de las ciudades que los recibieron y que se vieron hon-
radas con sus letras y sus espirituales riquezas; son también de su interés al-
gunas actividades relacionadas con el culto, como el traslado de un baúl de
reliquias desde España y la descripción de los festejos con que fueron recibi-
das, hecho del que se ocupa en numerosas páginas de la obra. Florencia era
un hombre dedicado a la erudición, autor de varios sermones temáticos y de
una extensa obra aparicionista, por lo que no es gratuito que su crónica se
dedicara a exaltar la labor urbana de la Compañía, más que su actividad mi-
sionera.178 Los jesuitas aparecen en su obra como los Hércules, los héroes
descubridores de un nuevo mundo, y su patriarca san Ignacio como un Ale-
jandro Magno conquistador del orbe. Lleno de metáforas imperiales, el texto
de Florencia es parco en revelaciones y milagros, pues, como afirma en su
prólogo, la labor de los jesuitas se fundó tan sólo con virtudes sólidas. Con
todo, en el capítulo i (cuando habla de los preparativos para la salida de los

176
Véase F. de Florencia, Historia de la provincia de la Compañía de Jesús en Nueva España.
177
Véase F. de Florencia, Menologio de los varones señalados en perfección religiosa de la Com-
pañía de Jesús de la provincia de Nueva España.
178
P. Chinchilla Pawling, op. cit., pp. 321 y ss.
274 la era barroca

jesuitas de España) el tema central son los vaticinios con que fueron anun-
ciadas sus excelsas acciones futuras en América.
Parte importante de la labor de los jesuitas fue también publicitar la obra
de sus compañeros, labor que llevaron a cabo a lo largo de más de cien años
(1640-1760) en los que entregaron a las imprentas novohispanas tres dece-
nas de biografías. Desde la primera, realizada por el rector del Colegio de
San Pedro y San Pablo Luis de Bonifaz sobre Alonso Guerrero, la constante
de estos textos fue mostrar la grandeza del instituto ignaciano a través de sus
personajes ilustres. La mayor cantidad de estas obras pertenece al siglo xviii,
época en la cual se destacó sobre todo Juan Antonio de Oviedo (1670-1757).
Este jesuita, nacido en Santa Fe de Bogotá y educado en Guatemala antes de
ingresar a la Compañía en la Nueva España, escribió las biografías de Anto-
nio Núñez de Miranda, José Vidal y Juan María Salvatierra, personajes de la
centuria anterior a quienes había conocido y veneraba; Oviedo también esta-
ba unido “con amorosos lazos de religiosa familiaridad” a Francisco de Flo-
rencia, cuyo Zodiaco mariano revisó y preparó para su publicación. A su
muerte, Francisco Xavier Lazcano publicó su vida, una de las últimas que se
editarían en México, en la que relataba su viaje a Europa en 1717 como pro-
curador de la provincia ante la Congregación General celebrada en Roma,
describía su labor como visitador de los colegios jesuitas en las Filipinas y
su actividad como provincial de 1729 a 1732 y nuevamente de 1736 a 1739,
así como su desempeño rectoral de los principales colegios en México y Pue-
bla y como prefecto de la congregación de la Purísima. Alrededor del óvalo
grabado con su efigie que ilustra su biografía, el pintor Miguel Cabrera puso
una leyenda que lo llama “americano de la Compañía de Jesús” y en la base
incluyó un letrero en que se señala: “Sus talentos lo llevaron a las tres partes
del mundo. Murió en México a 2 de abril de 1757 y aún queda sirviendo a los
hombres con sus escritos”.179
Este sentido novohispanista fue también característico de los colegios de
Propaganda Fide, los cuales se distinguieron por sus intentos de reactivar la
actividad misional franciscana, que a la sazón había rendido escasos frutos
en las fronteras, y que contrastaba con la gran avanzada misional jesuítica
del siglo xvii. El primero de estos colegios, el de la Santa Cruz de Querétaro
(1683), fue la matriz de la que se desprenderían otros por todo el territorio
novohispano: Cristo Crucificado de Guatemala (1700), Guadalupe de Zacate-
cas (1704), San Fernando de México (1733) y San Francisco de Pachuca
(1733). Andando el tiempo, el Colegio de Santa Cruz de Querétaro llegaría a
ser el más célebre instituto religioso en el centro del país. En ello tuvo mu-
cho que ver la construcción de un gran aparato publicitario que, como vi-
mos, partió del rescate y la apropiación de ciertos símbolos, como el de la
Santa Cruz de piedra del poblado.

179
Véase Francisco Xavier Lazcano, Vida ejemplar y virtudes heroycas del venerable padre
Juan Antonio de Oviedo.
la era barroca 275

Uno de los grandes cronistas dedicados a exaltar la labor de esos misio-


neros fue Isidro Félix de Espinosa (1679-1755). Criollo queretano, hombre
de acción, misionero en Texas y fundador del Colegio de San Fernando
(1733), Espinosa pudo dedicar poco tiempo a sus intereses históricos, pese a
que desde 1726 fue nombrado cronista de su instituto. Por ello, no fue sino
hasta 1746 que dio a la luz su Crónica apostólica y seráphica de todos los cole-
gios de Propaganda Fide de esta Nueva España.180 En ella dedica toda su pri-
mera parte (capítulos 2 a 8) a la cruz de piedra (lo que da idea de la impor-
tancia que el colegio concedía al usufructo del prestigio de la milagrosa
reliquia) y el resto del texto era una apología del instituto del que habían sa-
lido los otros colegios de Propaganda Fide y una exaltación de la actividad
misionera que habían desplegado los padres apostólicos en las dos fronteras
de la Nueva España. Toda la crónica es una extensa narración hagiográfica de
hazañas portentosas, de exitosos viajes evangelizadores entre pueblos bárba-
ros; es un compendio de las heroicas virtudes de predicadores, como fray
Antonio Llinás o las de mártires cuyas proezas eran dignas de los primeros
tiempos del cristianismo, como fray Francisco Casañas (al que llama proto-
mártir de Propaganda Fide en la América septentrional) o fray Pablo Rebulli-
da, mártir en la frontera sureste.181
Con la obra de fray Isidro, el prestigio y la actividad del colegio queretano
trascendía los límites de la ciudad que lo albergaba, para convertirse en una
de las fundaciones más importantes de la cristiandad universal. La Crónica
venía a ser la culminación de un proceso, de más de sesenta años, de intensa
propaganda política dirigida a convertir al Colegio de Santa Cruz en el insti-
tuto rector de la espiritualidad, no sólo de Querétaro, sino de toda la Nueva
España. En este reino, que consolidaba sus espacios de identidad al tiempo
que ampliaba sus fronteras, se afianzaban en la primera mitad del siglo xviii
las prácticas, los símbolos y las instituciones que conformarían la visión opti-
mista de que los novohispanos vivían en un nuevo Paraíso terrenal.
Por medio de los colegios de Propaganda Fide los franciscanos promovie-
ron la idea de que en este siglo se vivía una segunda “Edad Dorada” de la
evangelización. Sus fundaciones proliferaban y sus misioneros recordaban a
los heroicos padres de los relatos de los primeros años de la conquista espiri-
tual del siglo xvi. Una línea de continuidad hermanaba a la Iglesia novohis-
pana del siglo xviii, con la del xvi, y la hacía heredera, espejo y seguidora fiel
de la cristiandad de los tiempos primitivos. Con ella se consumaba una labor

180
La obra fue impresa en México por la viuda de José Bernardo de Hogal en 1746. Utilizo la
segunda edición de Lino Gómez Canedo, Washington, Academy of American Franciscan His-
tory, 1964.
181
Para reforzar esta postura se hicieron innumerables pinturas siguiendo el modelo icono-
gráfico de los mártires antiguos: se mostraba al personaje portando los símbolos de su martirio,
atravesado por las lanzas o siendo devorado por los caníbales. Sobre todo los colegios francisca-
nos de Propaganda Fide supieron utilizar muy bien estos medios visuales para obtener apoyo de
las autoridades para sus misiones.
276 la era barroca

iniciada ciento cincuenta años atrás y se coronaba la conquista espiritual


franciscana de México.
Uno de los misioneros más destacados de este instituto, cuyo biógrafo
había sido el mismo Isidro Félix de Espinosa, fue fray Antonio Margil de Je-
sús, fraile natural de Valencia que había recorrido a pie, entre fines del siglo
xvii y principios del xviii, las fronteras de la Nueva España y fundado dos
colegios de Propaganda Fide (en Guatemala y Zacatecas). Su larga agonía en
la enfermería del convento de San Francisco de México en 1726 estuvo mar-
cada por continuas visitas de personas de todas las jerarquías, prueba de que
la santidad del misionero era reconocida por todos. Ese mismo reconoci-
miento se pudo comprobar durante su sepelio en la capilla mayor de San
Francisco, donde el cadáver no pudo ser enterrado sino hasta el tercer día
después de muerto, por el gran concurso de gente que quería verlo y llevarse
una preciada reliquia. Isidro Félix de Espinosa señalaba en su biografía que
“fue preciso poner guardas de los soldados de palacio y mayor número de
religiosos que defendiesen la integridad del cadáver, ya que no podían, aun-
que se hiciesen Argos, excusar le desnudasen a pedazos el santo hábito, que
fue necesario mudarle la mortaja varias veces”. A pesar de que muchos sólo
se conformaron con besarle los pies, con tocarle el cuerpo con rosarios, me-
dallas y pañuelos o con llevarse las flores de su catafalco, ninguno de sus
bienes “pudieron reservarse del piadoso hurto”. El acto descrito es calificado
como “excesos de una indiscreta piedad”, pero hasta los mismos frailes se re-
partieron sus cilicios, una faja de ancho alambre, una faldilla sembrada de ro-
setillas en forma de estrellas y un juboncillo de cerdas, todos inventos de su
“penitente industria”. Sus sandalias, su manto y las cartas que escribió tam-
bién se guardaron con veneración. Un testigo presencial aseguró que las exe-
quias “no hubieran sido mayores si hubieran muerto en México San Antonio
de Padua o San Francisco Xavier”.182 Incluso los franciscanos mandaron
pintar un retrato mortuorio a Juan Rodríguez Juárez en espera de una futu-
ra beatificación, tampoco conseguida.183
Fray Antonio Margil era un símbolo de la Nueva España. Con la conver-
sión de los idólatras en las regiones de América central y de Texas, las fronte-
ras físicas del reino, el siervo de Dios era el paladín que, en sus dilatados
viajes, consolidaba el territorio novohispano; con su atracción de los desca-
rriados (en América el indígena apóstata cumplía el papel del hereje protes-
tante europeo), sembrando el perdón, y con su predicación entre los fieles,
fortalecía la fe y restituía la armonía entre todos los grupos que formaban la
Nueva España. Su veneración a la virgen de Guadalupe y su inminente beati-
ficación aseguraban al territorio seguridad y paz. A mediados del siglo xviii,

182
Isidro Félix de Espinosa, El Peregrino Septentrional Atlante delineado en la ejemplarísima
vida del venerable padre fray Antonio Margil de Jesús, libro ii, caps. 30 y 31, pp. 321 y ss.
183
Ibid., libro ii, cap. 30, p. 319.
la era barroca 277

fray Antonio Margil representaba al héroe cultural de una nueva era, símbo-
lo de una tierra rica en flores de santidad y segura de sí misma.
La conciencia de territorialidad novohispana que se refleja en la cons-
trucción de un personaje como fray Antonio Margil de Jesús tuvo su gesta-
ción durante la segunda mitad del siglo xvii, siendo la obra que la refleja con
más claridad el Teatro mexicano. Sucesos ejemplares históricos, políticos, mi-
litares y religiosos del Nuevo Mundo de las Indias del franciscano fray Agustín
de Vetancurt (1622-ca. 1708), la única historia general impresa en este perio-
do. El modelo usado por el autor fue el Teatro eclesiástico de Gil González
Dávila, editado en Madrid en 1649 y ejemplo de un género nacido, como vi-
mos, con el manierismo.
En este cronista criollo es notable, como en Torquemada, la necesidad
de mostrar las hazañas de los conquistadores que dieron al rey de España
estas tierras, pero sólo como un antecedente de la labor de los frailes que le
ofrecieron las almas redimidas de los indios. A pesar de que su misión princi-
pal fue dar a conocer la labor franciscana en la provincia del Santo Evan-
gelio (para lo cual incluyó un menologio de frailes santos, una descripción
de conventos y una pormenorizada relación de imágenes milagrosas venera-
das en sus templos), la obra rebasó este objetivo e incluyó un sinnúmero de
noticias de todo género. La monumental obra, impresa en México en 1698,
estaba dividida en cuatro partes que daban noticias sobre la geografía, la his-
toria de los mexicas prehispánicos, la conquista de México-Tenochtitlan, la
evangelización franciscana remarcada por las biografías de sus realizadores,
el estado de los conventos de esa orden en el siglo xvii y la descripción de las
ciudades de Puebla y México con su clima, sus plazas, sus calles, sus templos
y sus conventos. Con estos dos últimos apartados con los que terminaba su
obra, Vetancurt inauguraba un género que tendría en la centuria siguiente
en ambas ciudades un importante papel: la crónica urbana.
De hecho, la principal finalidad del cronista franciscano era escribir so-
bre su tierra natal (la ciudad de México) para pagar —como señala explícita-
mente— “una deuda a la patria”, pero de paso también realizaba una labor
didáctica: salir al paso de muchas creencias erróneas que circulaban en Eu-
ropa sobre América. Con ello Vetancurt traspasaba el ámbito local de su pa-
tria chica y mostraba la dimensión territorial novohispana. Para él, cuatro
cosas influían en la forma de ser del hombre: la naturaleza, el alimento, la
abundancia de lo necesario y el ejercicio de las buenas obras. De las tres pri-
meras, la Nueva España era una tierra pródiga, pero era sobre todo en la
cuarta en la que se excedía su grandeza, pues era una tierra de hombres inte-
ligentes y virtuosos que habían construido ricas y hermosas ciudades llenas
de templos y conventos.184 En su obra, desde el mismo título, lo mexicano se
refiere tanto a la ciudad capital como al territorio de la Nueva España, por lo

184
R. de L. Camelo, “Fray Agustín de Vetancurt”, en M. Glantz (ed.), Sor Juana Inés de la
Cruz y sus contemporáneos, pp. 107-116.
278 la era barroca

que este autor puede ser considerado como el primer escritor “novohispanis-
ta”. Esta actitud lo llevó a considerar a las Indias como la parte del mundo
más próspera, pues de sus metales se alimentaban las otras, metáfora que
recuerda los versos de sor Juana citados páginas atrás: “la Nueva España y el
Perú son dos pechos donde Roma, Castilla, Italia, Nápoles, Milán, Flandes,
Alemania, China y las demás provincias del mundo se sustentan de sangre
convertida en leche de oro y plata”.185 Su importancia es tal que el sol en su
viaje astral pasaba del viejo continente al nuevo, pues éste era “más grande,
más rico, más habitable y de mejor y más templado hemisferio, con que los
de Europa vienen a ser Antípodas o Antictones de las Indias”.186
Aunque la obra de Vetancurt tenía un carácter excepcional, cronistas
contemporáneos a él como Medina, Florencia y Burgoa, criollos orgullosos
de sus patrias y de su historia y preocupados por protegerlas del olvido, po-
seían una visión muy similar. La literatura que produjeron (casi toda de ca-
rácter misceláneo aunque su tema central fuese lo religioso) compendiaba
no sólo los hechos del pasado sino también incluía noticias geográficas y
descripciones de su presente. Por medio de esa literatura, que conjuntaba
tiempo y espacio en un afán enciclopédico, se afianzaba la memoria de lo
propio, premisa básica para hacer un balance del momento en el que se esta-
ba, y se generaba una conciencia territorial novohispana que rebasaba los
localismos. Los miembros de esa “república de las letras” estaban además
conscientes de ser herederos de una tradición y citaban a los autores que la
habían construido (Cortés, Bernal, Torquemada, Ixtlilxóchitl, Dávila Padi-
lla, Grijalva, etcétera). En la formación de sus identidades corporativas, los
miembros de estas instituciones religiosas colaboraron para forjar símbo-
los que influyeron tanto en los ámbitos locales como en los regionales y, a la
larga, también en la construcción de la idea de un reino.
La crónica religiosa del siglo xvii fue imitada por dos congregaciones
que no pertenecían al clero regular: la universidad y el oratorio de San Felipe
Neri. La primera había sido fundada por cédula de Carlos V en 1553 bajo los
estatutos de la de Salamanca, aunque estaba regulada por las constituciones
que le dio Juan de Palafox. Diversas corporaciones participaban en sus cinco
facultades: la de Artes, prácticamente inexistente, tenía por función revali-
dar los estudios que se hacían en los colegios jesuitas; las dos de Derecho
(cánones y civil) se encontraban bajo el auspicio de la Audiencia; de la de
Medicina se hacía cargo el tribunal del protomedicato, una especie de orga-
nismo que vigilaba la salud pública, y finalmente la de Teología, la más im-
portante y más poblada, tenía catedráticos de las órdenes mendicantes o clé-
rigos seculares, sobre todo miembros del cabildo de la catedral, institución
que a la larga terminó por controlarla. En 1689 se terminó la única crónica
de la universidad conocida, aunque su autor, el secretario Cristóbal de la

185
A. de Vetancurt, op. cit., trat. ii, introd., p. 17.
186
Ibid., trat. i, cap. 2, p. 5.
la era barroca 279

Plaza y Jaén, nunca pudo verla impresa por las rencillas internas en la ins-
titución y a causa del dictamen negativo sobre su forma narrativa que dio
uno de sus colegas.187 Sin embargo, la crónica representó el único intento en
dicha corporación por rescatar su glorioso pasado y a sus hombres ilustres.
A lo largo de sus páginas, el secretario Plaza, el último de una dinastía de
funcionarios con ese cargo en la universidad, pretendía mostrar, por un lado,
los servicios prestados por sus antepasados a la institución, pero también
exaltar a todos aquellos hombres que con sus letras le dieron brillo y que
fueron promovidos por el rey a importantes cargos, tanto civiles como ecle-
siásticos. Además de la demostración de su carácter pontificio, tema que no
estaba avalado por una documentación suficiente, la finalidad de un cléri-
go como Plaza era dar noticias sobre los hombres ilustres de esta “casa de
la sabiduría”, describir las ceremonias internas que le daban cohesión como
corporación y, sobre todo, mostrar a la universidad como la matriz donde
los criollos se formarían para recibir de la Corona los cargos y dignidades
que merecían.188 A semejanza de las crónicas religiosas, la de Plaza basa su
descripción en los periodos rectorales, pero a diferencia de ellas lo que quiere
resaltar es la sabiduría no la santidad; en este sentido su obra se podría con-
siderar como un antecedente de lo que en el siglo siguiente harían autores
como el oratoriano Juan José de Eguiara y Eguren, quien hace una elogiosa
semblanza del secretario Plaza y cita su crónica.189
Eguiara pertenecía a la otra congregación (la única del clero secular) que
generó ese sentido corporativo de las provincias mendicantes, de la Compa-
ñía de Jesús o de la universidad: el oratorio de San Felipe Neri. Dicha con-
gregación había nacido en 1650 en la ciudad de México a instancias del pres-
bítero Antonio Calderón, quien vio en su creación un medio para reformar al
clero secular, tal como lo había concebido su fundador en Roma un siglo an-
tes. La idea original de este instituto era convocar bajo un ideal que combi-
nara la vida activa de la predicación y el ejercicio de la caridad con la vida de
oración y meditación. Calderón consideraba que los miembros de la congre-
gación debían tener reuniones periódicas para llevar a cabo su labor de ma-
nera ordenada, pero varios de sus seguidores, como el padre Pedroza, co-
menzaron a introducir la novedad de una vida comunitaria cotidiana, para
lo cual era necesario construir casas para la habitación de los sacerdotes y
cambiar el sentido de la congregación por uno nuevo denominado “la Pía
unión”. Este tipo de vida, tan parecido al que llevaban las órdenes regulares,
no fue del agrado de un sector de los congregantes, por lo que la idea del pa-
dre Pedroza recibió una fuerte oposición. A principios del siglo xviii las dos
tendencias que dividían a los oratorianos estaban aún en una pugna latente y
187
Véase Cristóbal Bernardo de la Plaza y Jaén, Crónica de la Real y Pontificia Universidad de
México.
188
Enrique González González y Lorenzo Luna Díaz, “Cristóbal Bernardo de la Plaza y Jaén,
cronista de la Real Universidad”, en La Real Universidad de México..., pp. 49-66.
189
Juan José de Eguiara y Eguren, Bibliotheca mexicana, vol. i, p. 488.
280 la era barroca

dentro de este ambiente salieron a la luz en 1736, en la ciudad de México, las


Memorias históricas de la Congregación del Oratorio, bajo los auspicios del ar-
zobispo y virrey Juan Antonio de Vizarrón, a quien la obra estaba dedicada.190
Su autor, Julián Gutiérrez Dávila, quien también escribía sermones y vidas
ejemplares, quiso reunir en esta obra una miscelánea biográfica de cuantos
sacerdotes tuvieron que ver con los orígenes de la congregación de san Felipe
Neri en Nueva España, sea como miembros activos o como mecenas.191
Julián Gutiérrez Dávila era un criollo nacido en la ciudad de México;
como presbítero y miembro del oratorio de San Felipe Neri desde principios
del siglo xviii y como prepósito de la misma congregación había conocido a
muchos de los personajes que biografiaba. Son por tanto sus Memorias más
una colección de vidas ejemplares que una crónica propiamente dicha, aun-
que a través de las hazañas y virtudes de sus héroes se pueda reconstruir la
evolución de la institución a la que pertenecieron. Con todo, a pesar de que
sus historias de virtudes debían estar libres de la narración de prodigios
como lo exigía el género biográfico del siglo xviii, Gutiérrez Dávila no pudo
evitar la mención constante de la presencia demoniaca en las vidas de sus
biografiados, por lo que su obra debe ser considerara dentro de la tradición
retórica barroca. Aunque las Memorias sólo se ocupan de la ciudad de Méxi-
co, cuando se publicaba la congregación tenía ya presencia en todas las ciu-
dades del virreinato y sus miembros eran connotados predicadores y escri-
tores. Varios de ellos, como veremos, tuvieron un destacado papel en la
“república de las letras” de la Nueva España ilustrada y participaron activa-
mente en la formación de sus identidades colectivas.

7. Hernán Cortés, Bartolomé de Olmedo


y las pinturas de la conquista

Mucho debe al valor de los españoles la conquista, pero más se debe a la dispo-
sición divina […] y se prueba con las veces que la Virgen Santísima les ayudó en sus
conflictos, y las que santiago se apareció en las batallas. Ayudoles Dios entonces con
auxilios favorables, pero castigoles después con sucesos ejemplares, y manifestó su
indignación con los tristes fines, porque no le ganaban a Dios la piedad con los ro-
bos, homicidios y la codicia que mostraron, con crueldades que cometieron, quien
las quisiese leer (si no es que no se quiera afligir) las puede ver del señor don fray
Bartolomé de las Casas en el memorial que intituló Ruina de las Indias.192

190
Cf. J. Gutiérrez Dávila, op. cit.
191
Francisco de la Maza, Los templos de san Felipe Neri de la ciudad de México..., p. 36. Este
autor señala que además de las Memorias históricas, Julián Gutiérrez Dávila publicó: Vida del P.
Domingo Pérez de Barcia, fundador de la casa y voluntario recogimiento de mujeres de San Miguel
de Bethlén en México, y Vuelos amantes de la Sagrada Flor de Palermo.
192
A. de Vetancurt, op. cit., trat. ii, p. 165.
la era barroca 281

Estas palabras del cronista franciscano Agustín de Vetancurt, escritas en


las últimas décadas del siglo xvii, nos presentan una visión muy poco positi-
va de la conquista. El autor critica en su obra la dedicación de la ermita de
San Hipólito a los “mártires” españoles que murieron durante la Noche Tris-
te, pues “mal le vino el título de mártires a los que por la codicia faltaron al
valor”. Dios castigó a los españoles por sus pecados y sólo salvó a unos cuan-
tos para que llevasen a cabo su labor militar previa a la evangelización, por
lo que la conquista fue una victoria de Él. Una vez consumada, los robos,
homicidios, codicia y crueldades que mostraron con los indios fueron la cau-
sa de los trágicos destinos de muchos de los conquistadores.193 De hecho,
según él, muy pocos de sus descendientes disfrutaron de lo ganado por sus
padres y “los que más han lucido en el reino son algunos pobladores que vi-
ven con lustre y estimación, conservando la nobleza de sus antiguos con ren-
tas y mayorazgos”. A partir de la segunda mitad del siglo xvii fueron estos
hombres quienes hicieron una exaltación de la conquista y de su principal
dirigente, Hernán Cortés. Para ellos, a diferencia de los encomenderos de la
era manierista, la exaltación de la conquista no tenía que ver con una rela-
ción de méritos, sino con la justificación de su papel como regidores del rei-
no, un reino que había sido fundado por el insigne capitán extremeño.
Desde 1629 sus restos habían sido trasladados desde Tezcoco hasta el
convento de San Francisco de la capital, donde se guardaban en un cofre a
un lado del altar mayor “con su efigie y sus armas en un dosel”. Con ello, la
ciudad le rendía un homenaje a quien fuera su fundador. Vetancurt, quien
nos da esta noticia, también hizo esta semblanza del conquistador: “fue en el
comer abundante y en el beber templado, en los festejos, guerras y mujeres
liberal, tratábase con gravedad y ostentación, y fue después de sus moceda-
des, cuerdo y sufrido en el servicio de su casa y en criados ostentativo; muy
devoto y rezador, sabía oraciones y salmos de memoria, fue gran limosnero
[…] porque decía que con eso restauraba sus pecados […] dándole a Dios la
gloria de sus hazañas”.194
Para el padre Vetancurt, como lo había sido para su antecesor fray Juan
de Torquemada, el tema de la conquista era tratado como un mero anteceden-
te de la labor evangelizadora de los religiosos. Pero ellos no fueron los únicos
que utilizaron ese vehículo para justificar sus posiciones. En 1632 salía en
Madrid la primera edición de la Historia verdadera de la conquista de Nueva
España, que escribiera Bernal Díaz del Castillo noventa años atrás. La edi-
ción había estado a cargo del mercedario fray Alonso Remón, que murió an-
tes de verla concluida y, al parecer, su transcripción de la obra era bastante
fiel al original. Sin embargo, al salir impreso, el texto ya no respetaba exacta-
mente el manuscrito que emergió de la pluma del conquistador cronista. El

193
Sonia Rose-Fuggle, “La revisión de la conquista...”, en Raquel Chang-Rodríguez, Historia
de la literatura mexicana, pp. 264 y ss.
194
A. de Vetancurt, op. cit., trat. ii, p. 168.
282 la era barroca

editor que sustituyo a Remón, el también fraile de la Merced Gabriel Adarzo


y Santander, introdujo varias interpolaciones en el último momento, muchas
de ellas relacionadas con su hermano de hábito, fray Bartolomé de Olmedo,
fraile que había acompañado a los ejércitos de Cortés, pero cuya presencia
en las narraciones anteriores sobre la conquista era muy secundaria.
En los agregados insertados por fray Gabriel (que por supuesto quedaban
sacralizados al hacerlos aparecer como salidos de la autorizada pluma de un
testigo presencial como Bernal), el mercedario era descrito como el primer
evangelizador de Nueva España, colaborador y consejero de Cortés, predica-
dor de la fe cristiana a los indios, cura castrense de los ejércitos que tomaron
México-Tenochtitlan y de aquellos que, tiempo después, conquistaron Guate-
mala al mando de Pedro de Alvarado.195
El hecho real de la participación de Olmedo en la gesta conquistadora,
apenas esbozado en los cronistas, tomaba en la versión mercedaria de Bernal
un tono heroico y unas dimensiones exorbitantes que lo equiparaban al mismo
Cortés. Este papel protagónico del fraile y de su actuación quedaba plasma-
do desde la portada de la edición en la cual aparecen el religioso y el con-
quistador de la misma talla flanqueando el frontispicio del título. Ellos son la
mano y la boca, como dicen los carteles sobre sus cabezas; ellos son la acción
y la palabra, la espada y la cruz. Sus escudos de armas (el del marquesado y el
de la Merced) y sus hazañas descritas en los otros escudos que los personajes
sostienen (el encuentro con Moctezuma y la predicación a los indios) son los
emblemas que pregonan sus glorias y que los hacían complementarios.
El influjo que este texto tuvo en la literatura y en el arte fue enorme; su con-
tenido formó parte central de la campaña mercedaria que tenía por objeto co-
locar a esta orden en un destacado lugar en los inicios mismos de la iglesia
novohispana. Formar parte de un hecho fundacional de tales magnitudes po-
día aportar a la provincia de la Merced permisos para nuevas fundaciones y
limosnas reales, además de la preeminencia que se manifestaba en la presencia
de sus miembros en lugares destacados en los actos públicos. A fines del siglo
xvii se insertaba en esta línea fray Francisco de Pareja (1619-1688), criollo neo-
gallego, provincial y primer cronista (desde 1671) de la provincia mercedaria
de la Visitación en Nueva España. Este autor escribió su obra con un objetivo
básico: demostrar el papel primordial que jugó Olmedo en la conquista y lan-
zar diatribas contra los cronistas de las otras órdenes que no reconocían los
múltiples méritos de su correligionario. Con base en la versión interpolada de
Bernal, Pareja presentaba a Olmedo como el primer apóstol de Nueva España,
quien celebró la primera misa en Tenochtitlan frente a la virgen de los Reme-
dios, la milagrosa imagen que después se venerará en el cerro de Totoltepec.196
195
Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, edición de
Carmelo Sáenz de Santa María. Esta edición hace un cotejo muy minucioso de todas las versio-
nes del texto de Bernal y en un Suplemento recopila las interpolaciones mercedarias.
196
Francisco de Pareja, Crónica de la provincia de la Visitación de Nuestra Señora de la Mer-
ced, redención de cautivos de la Nueva España, vol. i, pp. 24 y ss.
la era barroca 283

Una mayor influencia que la crónica de Pareja tuvo sin embargo la otra
obra, influida por el texto de Bernal interpolado por los mercedarios: la His-
toria de la conquista de México, población y progresos de la América septentrio-
nal, conocida por el nombre de Nueva España de Antonio de Solís (1610-1686)
y publicada también en Madrid en 1684. En ella, el cronista oficial hacía
aparecer a Olmedo como uno de los más fieles colaboradores del conquista-
dor, resaltaba su labor como emisario ante Pánfilo de Narváez y se le presen-
taba como el primer evangelizador de los indios, tal como lo mostraba la vi-
sión mercedaria. En una escena al principio de la conquista, Solís lo describe
intentando convertir a los embajadores de Moctezuma y después, durante su
estancia en Tenochtitlan, procurando persuadir al mismo emperador de que
se bautizara, con nulos resultados, cuando estaba moribundo víctima de la
pedrada fatal. Finalmente, Olmedo era mencionado por Solís como el prime-
ro en introducir el bautizo entre los señores indígenas, primero a Maxica-
tzin, el cacique tlaxcalteca, y después a Ixtlilxóchitl, el señor de Tezcoco.197
Aunque inspirada por el texto de Bernal, la obra de Solís rebasó el alcance
que aquella tuvo tanto en Europa como en América. Fue por ejemplo tradu-
cida a varias lenguas europeas (francés, inglés, italiano y alemán), y de ella se
hicieron numerosas ediciones en castellano. Con este texto la figura de Cor-
tés quedó sacralizada como el héroe invicto e indiscutible de la empresa con-
quistadora. Solís, además, contrastaba el valor de los españoles, con la fero-
cidad de los aztecas, más propia de los brutos que de hombres. En curiosa
aposición se mostraba a un pueblo con senado, jueces, órdenes de caballería
y una educación moral sólida, pero con una religión diabólica y detestable.198
A lo largo de las últimas décadas del siglo xvii, la capital de Nueva Espa-
ña vivió una recepción inusitada de las obras de Bernal y de Solís que se
plasmó en numerosas imágenes en biombos, óleos sobre tela y pinturas de
“enconchados”. Nunca antes ni después se dio un despliegue tan amplio del
tema de la conquista y el hecho pudo deberse a la llegada del virrey conde de
Moctezuma, aunque al parecer ya desde su antecesor, el conde de Galve,
existieron muestras de tal interés. En los biombos se repitió una fórmula que
se volvió habitual: uno de los frentes se dedicó a la conquista y el otro a la
vista de la ciudad de México. En el primero se representó a lo largo de sus
diez hojas un registro de las hazañas de Cortés mediante una narración en la
que unas escenas se entremezclaban con otras, aunque siguiendo una se-
cuencia cronológica que se iniciaba con el “encuentro” entre Cortés y Moc-
tezuma en 1519 y terminaba con la caída de la ciudad y el asedio de los ber-
gantines a Tlatelolco, el último reducto de la resistencia mexica. Además de
Cortes, a lo largo de esta secuencia aparecen personajes protagonistas, y si-

197
Antonio de Solís y Rivadeneira, Historia de la conquista de México, población y progresos
de la América septentrional, conocida por el nombre de Nueva España, libro v, cap. v, p. 283 y cap.
xii, p. 307.
198
Benjamín Keen, La imagen azteca en el pensamiento colonial, pp. 186 y ss.
284 la era barroca

tuaciones que se habían vuelto prototípicas desde la historiografía del siglo


xvi: la Malinche, colaboradora de los españoles, azuzando al ejército hispa-
no-indígena; Cuauhtémoc, lapidando al emperador Moctezuma y aprisio-
nado al final; las cabezas mutiladas de españoles y caballos pendientes del
tzompantli, como argumento jurídico que avalaba que hubo una “causa jus-
ta” para la conquista de la ciudad; la colocación del pendón con las armas
castellanas sobre la pirámide de Tlatelolco por un capitán, posiblemente Pe-
dro de Alvarado, y la destrucción de un ídolo de oro de aspecto diabólico, lo
que evidenciaba como un tema central de la conquista la erradicación de la
idolatría y la imposición del cristianismo.199 Estas escenas se desarrollaban
en un paisaje de casas y palacios que recordaban a la virreinal ciudad de
México con sus barrocos balcones y herrajes y, en ocasiones (como el biom-
bo del Castillo de Chapultepec), hasta con iglesias.
El otro lado de los biombos mostraba en lo que se había convertido la
ciudad conquistada a través de los años. La violencia y el caos del anverso
contrastaban con una vista armónica desde el cerro de Chapultepec, una ciu-
dad llena de limpias calles y plazas y hermosos edificios en cuyos flancos
aparecían dos de sus santuarios marianos protectores: La Piedad, al sur, y
Guadalupe, al norte. El espacio retórico se describía a partir del esquema de
la Urbs, es decir, la base material formada por los edificios, las plazas y las
calles, sin gente. Espacio urbano y tiempo fundacional convivían así en un
objeto excepcional que servía para exaltar a la capital y a sus habitantes. 200
Como ejemplo del segundo tipo de pinturas sobre la conquista está la
serie de ocho óleos que hasta hace poco custodiaba la embajada británica de
la ciudad de México. El autor anónimo de esta serie, influido por las repre-
sentaciones de batallas flamencas, muestra un armonioso equilibrio entre
el paisaje y la historia, con una gran fidelidad histórica en la representación
del vestuario de los guerreros indígenas, posiblemente gracias a la consul-
ta de códices. En esta serie el protagonismo de Cortés se ve matizado con la
activa presencia de sus capitanes y del ejército, y se resalta, como veremos,
la presencia de Moctezuma.
Pero sin duda las más extensas y originales representaciones de la con-
quista se dieron en los cuadros llamados “enconchados” por la utilización en
su superficie de “embutidos” de concha nácar. Hasta el momento se tiene
noticia de ochenta y cuatro tablas (aproximadamente una tercera parte de
las obras realizadas con esta técnica) sobre el tema distribuidas en seis se-

199
J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de la
historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 51-107.
200
Este tipo de representaciones contrastaba con la Civitas, es decir, vistas en las que el espa-
cio urbano se llenaba con el bullicio de la vida humana, como en la famosa vista de la plaza
mayor pintada por las mismas fechas por Cristóbal de Villalpando. Al igual que en el texto sobre
la ciudad de México escrito por su contemporáneo fray Agustín de Vetancurt, el cuadro era un
“teatro” compendiado por el que transitaban los actores, nobles y plebeyos, que habitaban la
ciudad imperial.
la era barroca 285

ries. Todas las tablas de las series tienen varias escenas representadas e iden-
tificadas por medio de números o letras, cuya relación se haya en las cartelas
que las acompañan. En ellas se observa la intención de adecuarse a la secuen-
cia cronológica marcada por los textos de los cronistas que les sirvieron de
referencia: Bernal y Solís. Varias de estas obras se han vinculado con el patro-
cinio de dos virreyes, el conde de Galve y del conde de Moctezuma, y con el
taller de los hermanos Miguel y Juan González, quienes firmaron en 1698 al-
gunos de esos enconchados.201 Pero sobre todo se han visto detrás de ellos la
influencia no sólo de las crónicas mencionadas, sino también la presencia de
un estudioso criollo del pasado novohispano: Carlos de Sigüenza y Góngora.
En efecto, este polígrafo dejó un elogioso retrato del conquistador Her-
nán Cortés en su obra Piedad heroica, encargada posiblemente por los des-
cendientes del marqués para describir el hospital de Jesús. Escrita en fecha
incierta entre 1691 y 1694 e impresa sin portada, esta obra (cuyo título fue
puesto por Cayetano Cabrera Quintero en el siglo xviii) debió formar parte
de su inacabada obra Teatro de las grandezas de México. Para Sigüenza el
conquistador tenía méritos suficientes para aparecer entre los grandes hé-
roes de la Antigüedad clásica a quienes incluso superaba. Al compararlo con
Eneas, el fundador de la vieja Roma, no sólo convertía a México en la nueva
Roma sino lo mostraba como un dechado de virtudes caballerescas, aunque
Cortés se mostraba superior al héroe pagano; primero porque gracias a él se
introdujo la cristiandad en estas regiones, y después por su piedad religiosa
que lo llevó a erigir templos para alabar a Dios y obras de caridad en benefi-
cio de los pobres.
“Siendo hoy lo más bien parado de la América, lo que para ofrecerle a
Dios conquistó su brazo. Y si era su cuidado erigirle templos, y altares por
donde iba de paso a continuar sus empresas, como fue en Cozumel, en Ta-
basco, en Cempoala, en Tlaxcalan, y en otras partes, que no es de creer que
haría en México, que fue el destino de su fortuna, el norte de sus acciones, y
por eso el empleo de su cariño”.202
Tomando como pretexto la descripción del hospital, la obra de Sigüenza
entreteje los hechos milagrosos acaecidos en la institución con el tema histó-
rico de la fundación y construcción del edificio y de su templo y las hazañas
de Cortés, héroe fundador de su patria criolla, México-Tenochtitlan.203
El mismo Sigüenza utilizó el modelo cortesiano en otra de sus obras: el
Mercurio volante, relación sobre la reconquista de Nuevo México llevada a

201
De las seis series que se conocen por lo menos tres están muy relacionadas: la de los du-
ques de Moctezuma, la del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires y la del Museo de América de
Madrid. María Concepción García Sáiz, “La conquista militar y los enconchados. Las peculiari-
dades de un patrocinio indiano”, en Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva
España (1680-1750), pp. 109-141.
202
C. de Sigüenza y Góngora, Piedad heroica de don Fernando Cortés, p. 3.
203
Antonio Lorente Medina, La prosa de Sigüenza y Góngora y la formación de la conciencia
criolla mexicana, p. 119
286 la era barroca

cabo en 1695 por el capitán Diego de Vargas Zapata. Este nuevo Cortés tenía
el valor, magnanimidad y piedad del conquistador de Tenochtitlan. Como el
capitán extremeño logró una gran victoria sobre los numerosos indios rebel-
des con un pequeño ejército; don Diego aprovechó las disputas internas de
los confederados para recuperar Santa Fe, la capital, y recibió la ayuda de in-
dios “amigos”. Las arengas del conquistador están cargadas de “decoro” y
piedad y junto con las armas consiguieron que los apóstatas regresaran a la
luz del Evangelio.204
Ese mismo espíritu cortesiano seguía aún vivo en el siglo xviii, aún cuan-
do los marqueses del Valle ya no radicaran en la ciudad sino en Italia. Frente
a su palacio, situado sobre el lado poniente de la catedral, se construyó un
verdadero santuario cortesiano en la primera mitad del siglo xviii en la anti-
gua capilla de los talabarteros. En ese lugar, según una tradición menciona-
da por el viajero fray Francisco de Ajofrín, el águila y la serpiente se habían
aparecido a los aztecas y ahí el padre Olmedo había celebrado la primera
misa.205 En ese mismo lugar, según otra tradición, estuvo el templo de Hui-
tzilopochtli, cuyo ídolo derribó Cortés, convertido en paladín de la cruz en
América. Plazoleta y capilla estaban situadas en el punto de entrada a la pla-
za mayor por el que los virreyes hacían su arribo oficial al corazón de la ciu-
dad. Éste era por tanto un monumento público que marcaba el tránsito entre
las casas del Marquesado (símbolo de la nobleza local) y el palacio virreinal
(sede de los poderes españoles), el pórtico de entrada a la zona de los festejos
oficiales. La cruz venerada en la capilla recordaba la divisa del estandarte de
Cortés, con claras alusiones constantinianas: “Seguid la cruz, porque si tu-
viéramos fe, con esta señal venceremos”. Ese sentido salvífico tenían tam-
bién los cuadros que en ella se colocaron en la tercera década del siglo xviii,
una serie de cuatro lienzos del pintor José Vivar y Balderrama. En uno de
ellos se representaba la primera misa en Tenochtitlan, celebrada por Olmedo
ante unos devotos españoles encabezados por Cortés, y unos indios asom-
brados. En ella contrasta la actitud de respeto de Moctezuma frente a la alta-
nería de Cuauhtémoc, en una posición de abierta simpatía hacia el primero.
El segundo cuadro narraba el bautizo de un señor (Cuauhtémoc, según una
referencia del siglo xix) por manos del mismo fraile y bajo el padrinazgo de
Cortés como acto fundacional del cristianismo en Nueva España. En el ter-
cero se representaba la humillación de Cortés ante los franciscanos; la esce-
na, narrada por Vetancurt, es un elogio del sacramento de la Penitencia pues
el conquistador es azotado por fray Martín de Valencia por llegar tarde a
misa. El cuarto y último cuadro representaba la aparición de la virgen de
Guadalupe, elogio de la mariofanía por la que se mostraba la elección divina
hacia el Nuevo Mundo. La serie en su conjunto constituía una exaltación del
papel salvífico que tuvo Cortés, el Moisés que rescató a los indios de la idola-

204
Ibid., pp. 160 y ss.
205
F. de Ajofrín, op. cit., vol. i, p. 55.
la era barroca 287

tría para llevarlos a la tierra prometida, la cual se había constituido como tal
gracias al milagro del Tepeyac.206
Esa misma admiración y respeto por Hernán Cortés podía verse en Tlax-
cala, en cuyas Casas Reales se guardaba un pendón de batalla que les había
obsequiado el conquistador y cuyo “paseo” o traslado era considerado, como
en la capital, un acto central de los festejos fundacionales. La única diferen-
cia era que en Tlaxcala la fiesta se celebraba el 15 de agosto, día en el que se
había consolidado la alianza con Cortés y el aniversario de su conversión a la
fe, y no el 13 de agosto.207 La presencia de Cortés también se hizo patente en
varios cuadros que representaban el bautizo de los cuatro señores, en los que
el conquistador aparecía como padrino. El hecho de representar el bautis-
mo, ceremonia de entrada a la religión cristiana, curación de la perversidad
demoniaca y abjuración de la idolatría, era la mejor manifestación de la an-
tigüedad de la tradición cristiana entre los tlaxcaltecas, lo que los convertía
en cristianos viejos. Pero además, el bautismo constituía un acto fundacio-
nal que significaba no sólo la entrada al ámbito de la cultura occidental, sino
también el símbolo de la alianza con los españoles antes de que éstos toma-
ran la capital mexica. De alguna forma, como había sucedido en el siglo xvi,
los bautizos eran un acto civil y religioso de reconocimiento de legitimidad
de un gobernante indígena. La presencia de Cortés en ellos convertía el bau-
tismo en un rito de sujeción y vasallaje al rey de España, lo que otorgaba
derechos sobre el señorío a los descendientes, que eran quienes mandaban
pintar el cuadro. Se exaltaba así, con el acto fundacional del bautismo, el re-
conocimiento del cacique y de sus sucesores como legítimos gobernantes del
pueblo. Los caciques tlaxcaltecas de fines del siglo xvii tenían, por tanto,
conciencia de que un hecho histórico podía ser el aval de sus derechos.
Fuera de México y Tlaxcala no nos quedan muchas constancias de una
celebración de la conquista o de una exaltación de la figura de Cortés en otras
ciudades, sobre todo españolas. En cambio, en el ámbito indígena, el con-
quistador se volvió un símbolo de la alianza de las comunidades con el ré-
gimen español, como veremos sucedió con los “títulos primordiales” elabo-
rados entre finales del siglo xvii y principios del xviii. Un cuadro en el Museo
Regional de Oaxaca de principios del siglo xviii, en que aparecen Cortés y
Moctezuma a los pies de un Santiago a caballo, nos hace pensar en una imi-
tación de los patrones de la capital. Lo más significativo del cuadro es que el
estandarte con el águila bicéfala de los austrias lo porta el contingente indí-
gena de Moctezuma.
Frente a la gran fidelidad tlaxcalteca a la figura de Hernán Cortés y la
enorme difusión de los temas de la conquista en biombos y enconchados,
resulta por demás extraño que la celebración de la conquista en la ciudad de
México el día 13 de agosto sufriera un enfriamiento desde finales del siglo

206
J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en op. cit., p. 103.
207
J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala..., pp. 170 y ss.
288 la era barroca

xvii; con el pretexto de que los festejos coincidían con la temporada de llu-
vias, muchos nobles se excusaban de acudir. En 1721, a raíz de la conmemo-
ración del 200 aniversario de la conquista de Tenochtitlan, el virrey pidió al
secretario del ayuntamiento que buscara en los archivos para ver como se ce-
lebraba la fiesta en sus remotos orígenes del siglo xvi. La celebración se hizo
con corridas de toros, justas caballerescas, danzas en la catedral y fuegos ar-
tificiales. Se incluyeron además algunas novedades, como el desfile de los
gremios y de los caciques y cofradías indígenas (para celebrar “los singulares
beneficios” que los indios habían recibido con la conquista), algo totalmente
inusual en este tipo de celebración.208 Éste era el primer intento llevado a
cabo por parte de las autoridades virreinales para rescatar la fiesta del Pen-
dón como un recuerdo de la conquista, algo que al parecer ya no formaba
parte sustancial del interés de los criollos.
Este desinterés criollo por la fiesta de la conquista se dio de manera pa-
ralela a la aparición de varias vías de acceso a cargos de gobierno que la Co-
rona abrió para los nacidos en Indias: numerosos episcopados de las sedes
sufragáneas recayeron en criollos a lo largo del siglo xvii; se les abrió también
el campo de los oficios vendibles, como la Secretaría de Gobernación, que
tuvo a su cabeza al criollo Pedro Velázquez de la Cadena por más de cuarenta
años; desde 1678 también entraban a la venta los cargos de corregidores, tra-
dicionalmente concedidos a los virreyes para sus allegados y abiertos ahora
para los americanos;209 por último, los nombramientos de oidores en varias
audiencias recayeron también en criollos. Con todo esto, el discurso de la
conquista, que había sido utilizado en la época anterior como el argumento
principal para obtener cargos y prebendas como recompensa por las hazañas
de sus abuelos, quedaba hasta cierto punto sin efecto.
A pesar de este aparente desinterés, la conquista seguía siendo para los
habitantes de la capital su hecho fundador, un hecho en el cual los indios co-
menzaron a tener un valor simbólico tan importante o más que los mismos
conquistadores.

8. La Roma del Nuevo Mundo. Recuperación


y resignificación del mundo indígena

El tercero y más principal trozo de la lucida máscara, que se compuso de gran-


deza, que aunque gentílica y bárbara, mereció las aclamaciones de augusta, a
beneficios del cetro que rigió el dilatado Septentrional Imperio del Occidente.

208
Linda A. Curcio-Nagy, The Great Festivals…, p. 78.
209
Algunos corregimientos como el de Veracruz, Puebla, San Luis Potosí y Acapulco se ha-
bían mantenido en manos del rey por su situación clave desde mediados del siglo xvii; pero en
1678, aprovechando que en México y Lima gobernaban arzobispos virreyes, la Corona se apro-
pió el derecho de nombrar todos los cargos, los cuales entraron en el sistema de oficios vendi-
bles. Alejandro Cañeque, The King’s Living Image..., pp. 168 y ss.
la era barroca 289

Y claro está que fuera monstruosidad censurable el que, para manifestar su rego-
cijo, los indios se valiesen de extrañas ideas, cuando en sus emperadores y reyes
les sobró asunto para el lucimiento y la gala; la que todos vestían era la antigua,
que en las pinturas se manifiesta y que en la memoria se perpetúa, siendo en to-
dos tan uniforme el traje, como rica y galante la contextura de sus extraordina-
rios adornos.210

En 1680, para inaugurar el santuario de Guadalupe en Querétaro, se lle-


vó a cabo una fiesta donde el mundo prehispánico tuvo una fuerte presencia.
La narración que de los festejos hizo Carlos de Sigüenza y los temas que en
ella aparecieron y que posiblemente él ideó, mencionan un desfile con los se-
ñores chichimecas, dirigidos por don Hernando de Tapia, el otomí que los
conquistó; la reina de los toltecas; los emperadores mexicas, por sus nom-
bres, encabezados por Moctezuma II, y los gloriosos señores de Tezcoco, en-
cabezados por Nezahualcóyotl. Todos llevaban, decía, sus xiuhzolli (divisa
propia del señorío) esmaltadas en riquísimas joyas, con piedras preciosas y
perlas. La tropa terminaba con Carlos V a caballo seguido por un carro triun-
fal en forma de barco, en cuya popa venía la imagen de la virgen de Guadalu-
pe rodeada de ángeles, con una niña a sus pies, “adornada con los atavíos
indianos, en que se ideaba no tanto la América en común, cuanto con espe-
cialidad estas provincias septentrionales que llamó la gentilidad Anáhuac”.
Alrededor del carro iba la danza del tocotín “para remedar en ella la majes-
tad con que los reyes antiguos la practicaban”. En la celebración de Queréta-
ro podemos observar algo que era ya común en las fiestas novohispanas que
habían tenido su origen en la capital desde la era manierista, pero que en el
barroco se volvieron más ostentosas y se difundieron en las principales ciu-
dades del virreinato. El pasado de la ciudad de México se comenzaba a im-
poner como el prototipo de historia antigua para todo el territorio. Por otro
lado, ese pasado quedaba desdemonizado y sus personajes emblemáticos to-
maban un valor por sí mismos y no ya como “antecedentes” necesarios para
justificar la conquista, y sobre todo la evangelización, hechos que desde el
siglo xvi habían condicionado su estudio y el interés que pudieran tener.
Sin duda Sigüenza también estaba detrás de esa nueva actitud hacia el
pasado prehispánico, actitud que compartía con algunos de sus contemporá-
neos criollos, como fray Agustín de Vetancurt y sor Juana Inés de la Cruz.211
Ese interés se vio en su actividad de anticuario que lo llevó a reunir una de
las más impresionantes colecciones de antigüedades mexicanas jamás co-
nocida hasta entonces. Este “museo” (nombre que se daba a tal tipo de re-
pertorios) contenía veintiocho volúmenes de manuscritos (doce en folio y
dieciséis en cuarto), códices, mapas y documentos en náhuatl y castellano,
originales y transcritos; la colección se completaba con una selecta bibliote-

210
C. de Sigüenza y Góngora, Las glorias de Querétaro…, p. 48.
211
B. Keen, op. cit., pp. 200 y ss.
290 la era barroca

ca de historia, ciencias, filosofía y teología que se acercaba a los quinientos


volúmenes. 212 A lo largo de su vida Sigüenza había recopilado este material
que provenía de compras, donaciones, préstamos e intercambios. La parte
central de la sección correspondiente al mundo indígena la formaban los
papeles y escritos del tezcocano Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, que Sigüenza
había obtenido de su sobrino Juan de Alva Cortés. Esto explica el papel que
en adelante tendría Nezahualcóyotl, el ilustre ancestro de esta familia, en la
historiografía indigenista posterior. Además de las propias obras del histo-
riador mestizo, la colección incluía las de Fernando Alvarado Tezozómoc,
Juan de Pomar, Diego Muñoz Camargo, Domingo Chimalpahin, Pedro Gu-
tiérrez de Santa Clara y Alonso de Zorita; el llamado Códice Ixtlilxóchitl, y
mapas antiguos. En otras secciones existían libros y documentos sobre las
apariciones de la virgen de Guadalupe, los papeles del jesuita Manuel Duarte
acerca de la predicación de santo Tomás en América, copias de documentos
de diversos archivos familiares (como el de los marqueses del Valle) y corpo-
rativos (como el del Ayuntamiento) y textos científicos inéditos (los del mer-
cedario fray Diego Rodríguez, por ejemplo). Finalmente estaban también sus
propias obras, tanto las impresas como las manuscritas.213
Pero la labor de Sigüenza no se quedó en la de un simple coleccionista, el
polígrafo fue también un historiador interesado en rescatar el mundo indíge-
na. Por los autores del siglo xviii sabemos de la existencia de un texto de Si-
güenza (desaparecido en fechas tempranas) llamado Ciclografía mexicana, un
estudio sobre el calendario indígena derivado de sus intereses científicos como
astrónomo y matemático, ya que detrás de ellos estaban las disputas sobre
la datación de los hechos bíblicos, cuya memoria quedó impresa en los ana-
les indígenas. Otro texto, la Cronología del imperio mexicano, era una relación
cronológica de las vidas y obras de los emperadores que habían regido desde
Tenochtitlan, seguida de la nómina de los virreyes que gobernaron Nueva
España.214 En dicha obra se mostraba que desde la fundación de la capital
mexica existía una línea ininterrumpida de continuidad “imperial”, con lo
cual se equiparaba la monarquía indígena con la española y se convertía a
los emperadores mexicas en los fundadores de Nueva España.215 Esta impo-
sición de un esquema imperial mexica uniformado sobre todo el territorio

212
El primero que dejó noticia de esta colección fue su sobrino, Gabriel López de Sigüenza,
en la carta dedicatoria al Oriental Planeta Evangélico (José Toribio Medina, La imprenta en Méxi-
co, vol. iii, p. 243). José de Eguiara y Eguren, por su parte, refiere que Sigüenza donó al colegio
de los jesuitas cuatrocientos setenta volúmenes, pero algunos otros debieron parar en otros he-
rederos. Bibliotheca mexicana, vol. ii, p. 735.
213
Irving A. Leonard, Don Carlos de Sigüenza y Góngora. Un sabio mexicano del siglo xvii,
pp. 192 y ss.
214
El mismo Sigüenza incluyó en su Lunario de 1681 un resumen de este texto más amplio
al que intituló Noticia cronológica de los reyes, emperadores, gobernadores, presidentes y virreyes
de esta nobilísima ciudad de México.
215
E. Trabulse, Los manuscritos perdidos de Sigüenza y Góngora, p. 57.
la era barroca 291

no solamente simplificó el complejo panorama del mundo prehispánico, sino


que excluyó de él a los otros grupos indígenas no nahuas (mayas, totonacas,
mixtecos, zapotecas, purépechas, etcétera).
Aunque también desaparecida, esta obra fue sin embargo la inspiración
para uno de sus textos más conocidos que sí fue impreso, el Teatro de virtudes
políticas. En esta relación del arco triunfal que costeó el ayuntamiento para la
entrada a la capital del virrey marqués de la Laguna, Sigüenza proponía a los
señores prehispánicos como modelo de buen gobierno. El texto era algo más
que la descripción del arco, pues constituía una verdadera declaración de or-
gullo patrio. El autor aprovechó la ocasión de un acto público y un texto im-
preso para exaltar un pasado que era considerado bárbaro por los españoles
y convertirlo en un antecedente glorioso de la Nueva España. Pinturas y poe-
mas del arco iban dirigidos tanto al virrey como a los criollos, como señala el
epígrafe latino que preside el libro: “Consideren lo suyo los que se empeñan en
considerar lo ajeno”. Con todo, las virtudes políticas que se atribuyen a los em-
peradores indígenas son exactamente aquellas que se consideraban propias
de los gobernantes cristianos: religión, justicia, prudencia, liberalidad y cle-
mencia. De hecho hasta los sacrificios humanos mostraban la presencia de
la primera de esas virtudes, pues a Dios se le debe ofrecer lo más preciado.216
En una primera parte, el texto justifica la elección del controvertido tema
(la utilización de príncipes paganos para ilustrar virtudes cristianas), para lo
cual compara a México con Roma. Si los europeos tomaban como modelos
morales a los emperadores romanos ¿por qué los novohispanos no pueden
hacerlo con sus propios reyes? “Mendigar extranjeros héroes” era para Si-
güenza “agraviar a la patria”. En la segunda parte del texto se describe el
arco y se desarrollan las acciones de los doce monarcas aztecas. En esta par-
te los indios eran mostrados como descendientes de Neptuno, nietos de Cam
y bisnietos de Noé, y se relacionaba a los mexicanos con la cultura egipcia
por sus pirámides, cómputo del tiempo y jeroglíficos. A la par que las virtu-
des cardinales que representaba cada gobernante, incluido el dios Huitzilo-
pochtli (considerado por Sigüenza el primer emperador y con el que comple-
taba el número de doce), el texto los comparaba con los reyes y personajes
romanos y describía cada una de las pinturas del arco triunfal con sus em-
blemas y motes. A Cuauhtémoc lo hace otro Catón, por su rigidez moral, por
la paciencia con la que sufrió el tormento y por su constancia (por ello se le
“pintó con rostro mesurado, y alegre sobre una columna”), viendo en su
nombre “águila que cae” una premonición de su destino. De Moctezuma II
dice que estaba “adornado con imperiales y riquísimas vestiduras” y saca-
ba de las fauces de un león perlas, oro y plata como símbolo de su liberali-
dad.217 De todas las insignias imperiales salían rayos que confluían en una

216
A. Cañeque, “Espejo de virreyes…”, en José Pascual Buxó (ed.), Recepción y espectáculo...,
pp. 208 y ss.
217
C. de Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas, pp. 23, 48, 131 y 137.
292 la era barroca

cornucopia que el virrey vertía sobre la capital, que era el personaje princi-
pal de la tercera parte del texto. Ahí, unas octavas exaltaban a la ciudad de
México, que estaba colocada en la parte superior del arco entre nubes y “re-
presentada por una india con su traje propio y con corona murada, recarga-
da en un nopal que es su divisa o primitivas armas”. México-Tenochtitlan,
con su glorioso pasado imperial detrás, se ofrecía al nuevo gobernante como
su espacio de actuación pero, como mostraba su posición preeminente, en
sus propias condiciones.218
Sigüenza se refirió a los aztecas de acuerdo con los códigos retóricos cor-
tesanos de su época, para hacerlos accesibles a sus mecenas (los virreyes y el
cabildo de la capital). Detrás de estas versiones retóricas de un pasado indí-
gena imperial (a la romana) se buscaba acabar con la discriminación hacia
los criollos y crear imágenes de prestigio. El mundo indígena prehispánico
no era aún visto como el pasado de los criollos sino sólo como un medio
para dar a la patria un timbre de orgullo, para cambiar la imagen que de ella
tenían los europeos, incrédulos de que en América se diera nada bueno.219
Autores como Sigüenza le daban a la capital una digna y honorable antigüe-
dad, homologándola con la Roma imperial y con la prestigiosa cultura egip-
cia, cuna de la sabiduría. Esta recuperación histórico-retórica del mundo
prehispánico coincidió con la expansión del hermetismo, impulsado por el
jesuita Athanasius Kircher, y con el sincretismo introducido por la Compa-
ñía de Jesús; ambas coadyuvaron en la inserción del mundo prehispánico en
la sabiduría universal nacida en Egipto y extendida por Grecia, Roma, Per-
sia, India y China, zonas estas tres últimas en las cuales los jesuitas tenían
misiones. El mismo Kircher había hecho comparaciones entre las pirámides
de Egipto y de Mesoamérica para demostrar que la expansión de la sabidu-
ría hermética había llegado hasta acá.220 En los discursos criollos el mundo
indígena anterior a la conquista perdía así la carga demoniaca que le dieron
los frailes del siglo xvi. Sigüenza y sus contemporáneos, partiendo de la idea
de “pagano civilizado” elaborado por la nobleza indígena y por esos mismos
frailes, y retomando el tema del “imperio mexica como imperio romano” de
la obra de Torquemada, convirtieron el pasado político mexica y sus logros
culturales (astronómicos y calendáricos, sobre todo) en el fundamento y or-
gullo tanto de la capital como de todo el reino.
Sigüenza, educado por los jesuitas, gozaba de gran reputación entre los
contemporáneos como profundo conocedor del mundo indígena. El francis-
cano fray Agustín de Vetancurt hablaba de él y de lo útiles que le resultaron

218
A. Lorente Medina, op. cit., pp. 32 y ss.
219
Alejandro Montiel Bonilla, El teatro de virtudes de Sigüenza y Góngora. ¿Pilar del naciona-
lismo o texto cortesano del siglo xvii?, pp. 122 y ss.
220
Atanasius Kircher revalorizaba las civilizaciones no cristianas del Oriente y asoció las ci-
vilizaciones azteca e inca con el mundo egipcio, con ello, el pasado indígena de América queda-
ba integrado a la cultura universal, con lo que se diluía el carácter demoniaco del que lo habían
revestido la mayoría de los frailes del siglo xvi.
la era barroca 293

sus materiales en la elaboración de su Teatro.221 El viajero napolitano Giovan-


ni Francesco Gemelli Careri lo mencionaba continuamente a lo largo de su
Giro del Mondo y publicaba varias imágenes sacadas de sus códices. Esa in-
fluencia se puede ver también en los cuadros enconchados con el tema de la
conquista que Juan y Miguel González pintaron por encargo del virrey conde
de Moctezuma. En una de las escenas se mostraba el salón del trono del pala-
cio imperial de Tenochtitlan (representado como la sala de acuerdos del pa-
lacio virreinal) con una galería con los retratos de los emperadores mexicas
que recordaban el arco triunfal elaborado por Sigüenza para la recepción del
virrey conde de la Laguna. En el cuadro aparecen dos tronos vacíos, siendo
uno de ellos destinado para el emperador Carlos V, según una tradición que
había fijado Cervantes de Salazar a mediados del siglo anterior.222
De todos los personajes que aparecían en los arcos, en los festejos, en los
biombos y en los enconchados, dos poseían el carácter de emblemáticos:
uno, Moctezuma II Xocoyotzin, el emperador que vivió la conquista; el otro,
la india cacica que representaba a la Nueva España y que desde muy tempra-
no se había identificado como la Malinche.
El primero de ellos se convirtió en un referente obligado en todas las
fiestas en las que se representaban los llamados “mitotes” indios y en los cua-
dros y biombos denominados “de la conquista”. Además, su constante pre-
sencia se reforzó a lo largo del siglo barroco gracias a las dos crónicas sobre
la conquista ya mencionadas, la de Bernal Díaz y la de Antonio de Solís, en
las que se difundieron muchas anécdotas de la vida del emperador mexica.
En la última obra se imprimió una imagen de Moctezuma que tendría un
fuerte influjo en Europa (la cual lo mostraba como un salvaje lleno de plu-
mas) pero que en América tuvo un escasísimo éxito. Esto se debió a que la
Nueva España barroca desarrollaba un impresionante aparato festivo, en el
que podían descubrirse tanto elementos de la tradición tomada de los códi-
ces, como de aquella iconografía procedente del mundo clásico latino. Así,
aunque las crónicas aportaban elementos narrativos, la fiesta y la plástica
desarrollaban sus propios códigos haciendo caso omiso de la representa-
ción denigratoria europea.
Uno de los espacios festivos que permitió a las elites intelectuales de al-
gunas ciudades desplegar estos símbolos fue la fiesta del Corpus Christi. En
1645, el cronista jesuita Andrés Pérez de Ribas narraba cómo en ese día los
indios principales que estudiaban en el Colegio de San Gregorio de la ciudad
de México representaban un sarao o “mitote del emperador Moctezuma”.
Éste, coronado con su copilli, iba vestido con ricas telas y joyas, llevaba en su
brazo izquierdo un brazalete decorado con un penacho de plumas verdes
(como se le representaba en los códices del siglo xvi) y en la mano derecha
otro igual. Lo acompañaban tres niños “españoles” que barrían el piso a su

221
A. de Vetancurt, op. cit., Catálogo de autores, sin página.
222
Francisco Cervantes de Salazar, Crónica de la Nueva España, pp. 277 y 281.
294 la era barroca

paso y lo protegían del sol con una gran sombrilla o “mosqueador de rica
plumería”. Catorce personajes, su séquito, lo rodeaban con veneración mien-
tras bailaba al son de varios instrumentos y cantos y al final todos se dirigían
reverentes al Santísimo Sacramento. El acto terminaba con el juego del vola-
dor. El cronista concluye: “no puede dejar de ser gustoso a los fieles católicos
el ver rendida la antigua gentilidad a los pies de su redentor”.223
El otro espacio festivo en el que aparecía Moctezuma fue la recepción de
los virreyes durante la cual se podía admirar a un personaje ataviado como
el emperador vencido, con un lujoso traje y rostro cubierto por una máscara,
que le hacía entrega al nuevo gobernante de su corona, simbolizando la suje-
ción del reino novohispano al rey de España. Lo que para la autoridad envia-
da desde España constituía un paseo que avalaba la conquista y el dominio
de los reyes sobre el territorio y una renovación de los votos de obediencia al
imperio, para los criollos y los indígenas era un espacio que les permitía la
reafirmación de su orgullo, oculto detrás de esa ciega lealtad que los novo-
hispanos decían tenerle a la monarquía.224 En 1640, en la fiesta de recepción
del marqués de Villena, marcharon en una mascarada, a los lados de un ca-
rro triunfal, dos personajes que representaban a Hernán Cortés y al empera-
dor Moctezuma, y cuando llegaron ante el marqués se detuvieron y entabla-
ron un diálogo con la ninfa México.225
El tema se repitió en los festejos celebrados alrededor de la canoniza-
ción de algunos santos, como sucedió en 1672 con motivo de la elevación a
los altares de san Francisco de Borja, que coincidió con el centenario de la
llegada de la Compañía de Jesús a México. En la celebración los estudiantes
del colegio jesuita de San Pedro y San Pablo y los mismos jesuitas organiza-
ron un soberbio festejo que duró varios días. El domingo 7 de febrero de
1672 se inició la celebración con una mascarada en la que participaron tres-
cientas personas distribuidas en cinco compañías, las cuales desarrollaron
temas alegóricos alrededor de otros tantos carros triunfales para “doctrinar”
y deleitar a los espectadores. El más destacado era uno que se distribuía al-
rededor de un cuadro sobre un caballo que representaba a América en traje
de india sentada a la orilla del mar y recibiendo a una nave en la que venían
los primeros sacerdotes de la Compañía a Nueva España. Al lienzo lo pre-
cedían cuatro jovencitos cargando carcajes con flechas y arcos dorados en
las manos y lo seguían sesenta y siete niños criollos vestidos a la usanza de
“los antiguos mexicanos”, con joyas, tiaras y encajes. La alegoría la cerraba
un “caballerito” que representaba al emperador Moctezuma, en un trono
rodeado de riquezas y coronado con una corona de plata con un águila y un
nopal.226
223
A. Pérez de Ribas, op. cit., libro xii, cap. xi, pp. 739 y ss.
224
Víctor Mínguez, Los reyes distantes. Imágenes del poder en el México virreinal, p. 32.
225
Véase Anónimo, Zodiaco regio, templo político al excelentísimo señor don Diego López Pa-
checo Cabrera y Bobadilla, marqués de Villena.
226
Anónimo, Festivo aparato…, f. 10 r. y ss.
la era barroca 295

Esa misma actitud de asimilación del emperador mexica al discurso


jesuítico puede observarse en un lienzo de la colección Franz Mayer, pintado
por Juan Rodríguez Juárez y fechada en 1693, que muestran a san Francis-
co Xavier bautizando a un nativo de América, vestido como el emperador
mexica, a quien observan otros dos emblemáticos personajes desconcer-
tados por esta intromisión, un turco asiático y un negro de África.227 El pin-
tor criollo, posiblemente asesorado por sus comitentes jesuitas, introducía
en el carácter universal de la representación de las partes del mundo una es-
pecial predilección del santo por la Nueva España simbolizada en Moctezu-
ma, su personaje más emblemático.
De hecho los jesuitas ya habían introducido a este personaje desde 1623,
a raíz de la canonización de san Francisco Xavier, en una solemne fiesta en
Puebla, en la cual Moctezuma apareció con un contingente indígena bailan-
do un mitote, “con cadena de oro al pecho y diademas con jesuses de joyas y
perlas”. El representante del reino de Nueva España se volvía jesuita al por-
tar el emblema utilizado por la compañía (el jhs) en su diadema.228
Fuera del ámbito jesuita, el emperador mexica también aparecía en otras
fiestas más populares, pues en varios lienzos del siglo xviii, en las llama-
das “bodas de indios”, se representaba el “mitote” del emperador Moctezu-
ma, con su máscara, acompañado por un séquito de músicos. Esta imagen
llegó a influir también en la plástica, como lo muestra un biombo de la con-
quista localizado en una colección particular en el que el emperador mismo
es representado con una máscara en el momento del encuentro con Cortés.229
El pintor anónimo de esta obra percibió que el disfraz festivo era algo más
que una teatralización, se convertía en una reconstrucción real de un hecho
acontecido en el pasado. Como debió sucederle a la mayoría de los especta-
dores, la representación plástica de la fiesta se volvió una actualización de la
historia, una escenificación de los hechos tal como habían acontecido en el
pasado, del mismo modo que el rito religioso renovaba día a día el hecho
mítico, fenómeno muy común en los ámbitos de oralidad.
Junto a la fiesta ritual, influyó también en la representación plástica el
entorno de la corte virreinal de la capital y los modelos imperiales occidenta-
les, que sirvieron para ambientar el palacio, las vestimentas y los rituales que
rodeaban a la figura del emperador. Ya mencioné arriba la representación del
salón del trono de Moctezuma como la sala de los acuerdos del palacio de los
virreyes. En varias escenas de los cuadros enconchados y de los biombos que
se pintaron con el tema de la toma de Tenochtitlan, Moctezuma aparecía

227
J. Cuadriello, “Xavier indiano…”, en op. cit., pp. 119 y ss. Este autor habla de otro cuadro
atribuido a Juan Sánchez Salmerón en el que sólo aparece Moctezuma recibiendo el bautismo
de san Francisco Xavier y da otros ejemplos similares en el Perú con los incas.
228
Efraín Castro Morales, Fiestas jesuitas en Puebla, 1623, p. 33.
229
Este biombo lo dio a conocer Marita Martínez del Río en su artículo “Una visión singular
de la conquista de México”, en Elisa Vargas Lugo (ed.), Imágenes de los naturales en el arte de la
Nueva España, pp. 125 y ss.
296 la era barroca

como un rey romano, ricamente ataviado con penachos de plumas en sus


brazos y sentado sobre elaborados tronos barrocos protegidos por suntuosos
palios de finas telas que recordaban tanto a los que cubrían a la Eucaristía en
la fiesta del Corpus Christi, como a los que se utilizaban en las entradas de los
virreyes. En tales biombos, las coronas barrocas y los petos y espinilleras a la
romana compartían la simbología real con las diademas indígenas (xihuitzo-
lli), llamadas también “copiles”, y con el penacho de plumas verdes atado al
brazo o en una de sus manos. Salvo estos últimos atributos, ninguno de los
atavíos tenía un referente directo a las imágenes de los códices.
Un caso excepcional es un cuadro de la colección del duque de Toscana
(actualmente en el Museo degli Argenti en Florencia) en el cual se representa
a Moctezuma con besotes, orejeras, xihuitzolli, escudo, jabalina y capa de
plumas.230 Pablo Escalante ha relacionado esta obra con el Códice Ixtlilxó-
chitl y con el manuscrito Tovar, documentos que formaban parte del “museo”
de Carlos de Sigüenza y Góngora, quien muy probablemente lo haya manda-
do pintar en México para enviarlo al gran duque.231
La misma convergencia de elementos inspirados por las crónicas, los es-
pacios cortesanos occidentales y las fiestas virreinales puede ser observada
en las dos escenas de cuadros enconchados y biombos en las que Moctezu-
ma es el personaje protagónico: una, su desastrosa muerte por una pedra-
da mientras trataba de calmar los ánimos (escena que le daba a esta vida
su carácter trágico), se sitúa casi siempre en un elaborado balcón barroco;
la otra, que describía el encuentro entre Cortés y el emperador mexica (si-
tuación que los criollos construyeron como un verdadero acto fundador del
reino, con el cual ambos estados se habían hecho mutuo reconocimiento),
se elaboró con elementos tomados de la entrada de los virreyes. La escena
fue representada de manera autónoma en un conocido biombo, atribuido al
pintor Juan Correa, en el cual Cortés y Moctezuma se hallan frente a frente
seguidos de sus respectivas comitivas y pendones. El primero, con atributos
de gobernador y acompañado por sus soldados y clérigos, es presidido por
su pendón. Moctezuma, por su parte, vestido a la “romana”, se sitúa bajo un
lujoso palio, sobre un barroco trono cargado en andas por cuatro barbados
príncipes y portando una corona con el águila emblemática. La escena se
basaba en una descripción de Solís:

Venía Moctezuma sobre los hombros de sus favorecidos, en unas andas de oro
bruñido, que brillaba con proporción entre diferentes labores de pluma sobre-
puesta, cuya primorosa distribución procuraba obscurecer la riqueza con el arti-
ficio. Seguían el paso de las andas cuatro personajes de gran suposición, que le

230
J. Cuadriello, “Moctezuma a través de los siglos”, en Víctor Mínguez y Manuel Chust
(eds.), El imperio sublevado. Monarquía y naciones en España e Hispanoamérica, pp. 111 y ss.
231
Pablo Escalante, “Moctezuma, Sigüenza y Cosme III”, en E. Vargas Lugo, Imágenes de los
naturales en el arte de la Nueva España, pp. 210 y ss.
la era barroca 297

llevaban debajo de un palio, hecho de plumas verdes, entretejidas y dispuestas,


de manera que formaban tela con algunos adornos de argentería.232

Entre los dos personajes se desarrollaba un mitote o danza indígena en


la que varios danzantes agitan sus sonajas y mosqueadores de plumas acom-
pañados del tañido del teponaxtle. La escena recordaba las danzas que se
realizaban durante la entrada de los virreyes, por lo que es muy posible que
el cuadro represente una lectura simbólica de esa festividad: el gobernan-
te que llegaba en nombre del rey de España (al igual que Cortés) debía reco-
nocer en los criollos a los herederos del reino de Moctezuma, cuya sobera-
nía, simbolizada por el palio, había perdido al ceder el reino a Carlos V.233
Ese mismo simbolismo se encontraba detrás de un cuadro en el que Moc-
tezuma aparece representado como un emperador romano, con todos los
atributos de poder imperial a la occidental: peto metálico, espada de filos de
obsidiana recamada de oro que cuelga de su cintura, diadema afiligranada
y su báculo. El emperador observa su corona (símbolo de la autoridad que
ha delegado), colocada sobre una bandeja y baja su bastón de mando en
señal de sujeción. Todos los gestos hacían referencia a la deposición del em-
perador como cabeza del reino y capitán de sus milicias. Su actitud, la de
un rey depuesto, simbolizaba la de aquel que había cedido su poder a un
ser superior, Cristo, y a su representante en la tierra, el emperador Carlos
V. La escena había sido también descrita por Solís: mientras estaba preso,
Moctezuma había aceptado el vasallaje de su reino a Carlos V, como lo había
profetizado Quetzalcóatl, y le hizo enviar algunas joyas y riquezas en señal
de sujeción. Cortés había recibido todo esto en nombre del rey y había desig-
nado un notario que diera fe del acto. Aunque Moctezuma “no tuvo intento
de cumplir lo que ofrecía” y aquel discurso no era más que un ardid para
alejar a los españoles, Solís remarcaba que por ese acto el rey azteca había
reconocido como señor del Imperio mexicano a Carlos V, “destinado por el
Cielo a mejor posesión de aquella corona”, y agregaba que el acto se hizo “se-
gún el estilo de los homenajes que solían prestar a sus reyes”.234
Jaime Cuadriello, quien estudió y dio a conocer este cuadro, sugiere que
se encontraba en las casas reales de Tlatelolco, asiento de la antigua nobleza
mexica y sede de uno de los gobernadores indígenas de la ciudad, y recuerda
la danza que se hacía durante la recepción de los virreyes. Para él, la existen-
cia de este lienzo en tal espacio era, por tanto, una muestra del poder simbo-
lizador que tuvo este personaje también para la nobleza indígena, la cual

232
A. de Solís y Rivadeneira, op. cit., libro iii, cap. x, p. 159.
233
Moctezuma aparecía también en otra festividad, la jura de los reyes. Después de 1621,
según Arias de Villalobos, en las juras de los reyes, los coheteros colocaban sobre dos canoas
unos juegos artificiales con figuras que representaban al emperador Moctezuma y a otros líde-
res precolombinos arrodillados frente a un león, símbolo de la Corona española. Curcio-Nagy,
The great festivals…, p. 50.
234
A. de Solís y Rivadeneira, op. cit., libro iii, cap. iii, pp. 203 y ss.
298 la era barroca

veía este acto de sujeción de Moctezuma como un símbolo del pacto entre
sus comunidades y el rey de España. En función de la obtención de privile-
gios, era mucho más beneficiosa la idea de un vasallaje derivado de una
alianza que la sumisión obtenida por una conquista armada.235
Moctezuma, convertido en el rey de Nueva España, avalaba con su pre-
sencia la existencia de un imperio anterior a la conquista y de un pacto por
el cual éste se insertaba en el sistema monárquico hispano, pero conservan-
do los privilegios que Moctezuma había conseguido al entregarlo a Cortés.236
Con este acto no sólo dejaba a sus herederos, los criollos y nobles indígenas,
una serie de privilegios, sino además se convertía en el rey fundador de Nueva
España. De hecho Moctezuma era el puente entre los mundos anterior y pos-
terior a la conquista, dos realidades unidas por una continuidad ininterrum-
pida.237 Frente al discurso de la monarquía hispánica, que consideraba a los
reinos de las Indias como “cosa y parte de la Corona de Castilla” (de acuerdo
con la definición de ideólogos como Antonio de León Pinelo y Juan de Solór-
zano y Pereyra),238 los criollos de la ciudad de México elaboraban un discurso
en el que Moctezuma y su imperio, la Nueva España se convertía en un reino
asociado que había pactado con Carlos V y no en un territorio sometido y obli-
gado a pagar tributos como derecho de conquista. A partir del autonomismo
municipal medieval y ante la ausencia de cortes o de cualquier aparato de re-
presentación como los que tenían los reinos peninsulares, los criollos usaron
el pasado indígena de la capital para equipararse a Aragón y a Navarra.
Por su carga indigenista, la presencia del emperador Xocoyotzin como
rey de México trascendió el ámbito de las elites criollas e indígenas y se con-
virtió en un tema popular; el hecho se puso de manifiesto durante los funera-
les de la pequeña hija del virrey José Sarmiento de Valladares, conde de Moc-
tezuma, muerta en 1697 y considerada como descendiente directa del gran
tlatoani por línea materna. El pequeño cadáver fue acompañado por las au-
toridades urbanas y por el pueblo en una apoteósica despedida, lo que no era
un hecho común cuando moría el hijo de algún virrey.239
Esa presencia popular se puede observar también en dos casos inquisito-
riales del siglo xvii. En 1650 el cerero Pedro López declaraba en el juicio de
la vidente Josefa Romero que, después de asistir a un mitote de los indios en
un tablado, enternecido con la figura de Moctezuma, había preguntado a la
acusada por la suerte de un rey tan digno y justo. La vidente le aseguró que
el monarca azteca no se había condenado, que antes de morir había pedido

235
J. Cuadriello, “Moctezuma a través de los siglos”, en V. Mínguez y M. Chust (eds.), op. cit.,
pp. 110 y ss. La imagen de Moctezuma también tuvo un fuerte influjo en Europa. Carmen Val Ju-
lián, “Rey sin rostro...”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xx, núm. 77, pp. 105-122.
236
J. Cuadriello, “Los jeroglíficos de la Nueva España”, en Juegos de ingenio y agudeza..., p. 88.
237
Ibid., pp. 71 y ss.
238
Carlos Garriga, “Patrias criollas…”, en Eduardo Partiré (coord.), La América de Carlos IV,
pp. 43 y ss.
239
Giovanni Gemelli Careri, Viaje a la Nueva España, p. 120.
la era barroca 299

el bautismo y que estaba en el purgatorio en espera de que alguien rezara


por él.240 En 1677 el mestizo Pedro del Castillo, acusado por los inquisidores
de tener un pacto con el Demonio, confesó que una india le había aconseja-
do subir a una montaña, donde encontró una cueva en la que el mismísimo
Moctezuma, sentado en una silla dorada, le había ordenado que se quitara el
rosario y las reliquias y le ofreciera su alma al Demonio a cambio de los po-
deres extraordinarios que se le habían concedido.241
Ese impacto no sólo afectó a la capital. Para fines del siglo xvii la figura
del emperador había penetrado en el lejano norte y formaba parte de los dis-
cursos contestatarios de los indios rebeldes. En varios informes de misione-
ros, desde el padre Kino, se menciona que los indios creían en Moctezuma
como un hechicero y se le asociaba con la tierra de donde salieron sus ante-
pasados para fundar Tenochtitlan.242 Entre 1712 y 1713, en la insurrección
de Cancuc (Chiapas), se esperaba la resurrección milagrosa de Moctezuma,
quien se sumaría a los soldados de una virgen milagrosa aparecida a una in-
dia para derrotar a los españoles.243
Junto con Moctezuma, la otra figura indígena emblemática que aparecía
en fiestas y cuadros era el de la india cacica como personificación del reino
de Nueva España. Como vimos, la representación había surgido desde el si-
glo xvi con atuendos indígenas y vestida con huipil; en el siglo xvii le fue
agregado un penacho de plumas en un brazo y un tocado con el copilli, xi-
huitzollin o diadema azteca, objeto que debió también ser sustituido a veces
por una corona murada, tradicional emblema de las ciudades, como la que
lucía la que ideó Sigüenza para su arco del virrey Laguna. Para el siglo xvii
era común ver esta figura en las representaciones teatrales En las anotacio-
nes al Divino Narciso de sor Juana se dice: “Sale el Occidente, Indio galán
con corona, y la América a su lado de India bizarra con mantas y cupiles, a
modo que se canta el tocotín; siéntanse en dos sillas, y por una parte y otra
bailan Indios y Indias con plumas y sonajas en las manos, como se hace de
ordinario esta danza, y mientras bailan, canta la música”.244
La misma representación comenzó a invadir la plástica. En 1666 Isidro
de Sariñana describía el catafalco luctuoso que se construyó en memoria de
Felipe IV con el título Llanto de Occidente en el ocaso del más claro sol de las
Españas. Entre los dieciséis jeroglíficos que lo componían, con claras alusio-
nes monárquico-solares, dos tenían un fuerte carácter novohispano. En una
se veía un edificio partido en dos con un barco que representaba la partida

240
Testimonio de Pedro López de Covarrubias, México, 4 de abril de 1650. agnm, Inquisición,
432, fol.473r.
241
agnm, Inquisición, 633.4, fols. 413r-417r. Citado por Fernando Cervantes, El Diablo..., p. 63.
242
Herbert Bolton, Rim of Christendom: A Biography of Eusebio Francisco Kino, Pacific Coast
Pioneer, p. 286.
243
Enrique Florescano, Memoria mexicana. Ensayo sobre la reconstrucción del pasado, p. 212.
244
Sor J. I. de la Cruz, “Anotaciones a la loa para el auto del Divino Narciso”, en Segundo
volumen de las obras de..., p. 198.
300 la era barroca

del rey y en los extremos dos figuras femeninas coronadas, una España con
cetro y corona, otra Nueva España con copilli y abanico de plumas. El em-
blema de la india cacica ya tenía aquí sus connotaciones geopolíticas: una
figura coronada que daba al reino un sentido de autonomía, gracias a la ma-
jestad y autoridad de su glorioso pasado indígena, y que resaltaba el sentido
de pacto por el cual se había vinculado al imperio español.245
Esta figura se puede observar también en el lienzo sobre el Triunfo de la
Iglesia, que Cristóbal de Villalpando pintó para la sacristía de la catedral
de México; América, junto con las otras partes del mundo, ofrece su corona de
oro a la Iglesia; lo interesante de la alegoría es que, aunque está vestida con
un traje europeo y está parada sobre un cocodrilo (como se representaba a
América en la Iconología europea de Cesare Ripa), lleva sobre la cabeza un
águila encima de un nopal y un penacho de plumas verdes atado a su brazo,
uno de los emblemas de los emperadores mexicas. En esa creación se puede
notar la preeminencia de la capital que para entonces ya asociaba a todo el
reino con sus propios símbolos urbanos, el imperio azteca y el águila y el no-
pal.246 Una América asimilada ya a Nueva España aparecía también por las
mismas fechas en Europa en el grabado de la portada de la Historia de Solís
de 1684, pero en él la imagen era la de una india desnuda con penacho de
plumas, representación que contrasta con la riqueza del vestido de la Améri-
ca/Nueva España del criollo Villalpando.247
Esa misma asimilación de toda América sólo a su parte septentrional po-
día verse también en las danzas y cuadros que representaban los cuatro con-
tinentes, tema europeo que tuvo gran aceptación en Nueva España, aunque
modificando de nuevo la representación de la pareja americana que en Euro-
pa estaba desnuda, muestra de su salvajismo. En el reverso del biombo del en-
cuentro atribuido a Juan Correa (reseñado páginas atrás) aparece una alegoría
de las cuatro partes del mundo, cada una en la figura de una familia real ata-
viada con lujo acompañada por los animales emblemáticos de cada continen-
te. América está representada por un indio galante (el Occidente según vimos
en la loa de sor Juana) y una cacica con un periquito posado en su mano.
Este tipo de personificaciones continentales se empleaban también en la
fiesta, sobre todo en la de Corpus Christi, a modo de gigantones con el pro-
pósito de simbolizar la difusión de la fe en todos los confines del orbe. En un

245
J. Cuadriello, “Los jeroglíficos de la Nueva España”, en op. cit., pp. 90 y ss.
246
El águila tenía fuertes cargas emblemáticas hispánicas vinculadas con la monarquía y la
divinidad. Se consideraba que era el único ser vivo que podía ver directamente al sol y por lo
tanto simbolizaba una actitud mística de búsqueda de Dios; también se le veía como un ave fénix
que cuando llegaba a la vejez se arrojaba al sol para abrasarse y con ello rejuvenecer. En México,
el águila del escudo de la antigua Tenochtitlan fue utilizado en dos sentidos metafóricos. Uno
positivo, la veía como la virtud que vence al vicio simbolizado en la serpiente; el otro negativo,
como representación de la idolatría pagana que fue vencida por la otra águila, la hispánica.
247
A. Rubial García, “Se visten emplumados…”, en J. P. Buxó (ed.), La producción simbólica
en la América colonial, p. 250.
la era barroca 301

cuadro firmado por un pintor de apellido Arellano se les puede ver en los
festejos del traslado de la virgen de Guadalupe a su nuevo santuario. En él,
junto a las parejas vestidas “a la turca” que representaban Asia y África, Eu-
ropa aparecía bajo las efigies de los reyes de España, Carlos II y su esposa, y
América como un “indio galante” y una india cacica, ambos con vestidos lu-
josos y coronados con sus copilli, como reyes, y no como los dos salvajes se-
midesnudos dados a conocer en Europa. Las ricas vestimentas mostraban
una civilización sofisticada que estaba a la altura de cualquiera de las del
viejo mundo. Es muy significativo que en la representación teatral los gigan-
tones tuvieran los atributos imperiales mexicas, por lo que la asociación del
rey con Moctezuma y de la reina con Nueva España debió ser obvia para to-
dos. Por otro lado, la presencia de estas figuras en las fiestas de Corpus en
todas las ciudades del territorio las convirtieron en un símbolo generalizado
y aceptado como representaciones del reino.
Nueva España vestida como india cacica y el rey Moctezuma, vueltos
símbolos de un imperio mexicano que tenía una continuidad desde los azte-
cas hasta los novohispanos, sirvieron a los criollos como una herramienta de
inserción dentro del conglomerado imperial español y como una entelequia
que permitía asegurar sus privilegios bajo el concepto de un pacto con el rey.
Así, bajo el manto protector de esas figuras emblemáticas extraídas del pasa-
do indígena, el único elemento diferenciador que tenían los criollos frente
Europa, se creaba una entidad denominada reino de Nueva España.248
Diversas fuentes nos permiten intuir que la representación de la india
cacica ya había sido relacionada durante los siglos xvii y xviii con un perso-
naje central de las escenas de la conquista desde el siglo xvi: la Malinche. La
estirpe nobiliaria de la intérprete y compañera de Cortés había sido resal-
tada por la obra de Bernal Díaz del Castillo, impresa como se recordará a
mediados de la centuria y que tuvo una gran difusión en México. En su ca-
rácter de cacica, la Malinche poseía los mismos atributos del emblema de
Nueva España: noble vestimenta, copilli y penacho de plumas en el brazo.
En la “Relación histórica de la conquista de Querétaro”, texto de origen indí-
gena de finales del siglo xvii sobre la fundación de la ciudad (utilizado como
vimos por el padre Santa Gertrudis), se llamaba a la Malinche “congregado-
ra y pobladora” de México y se le hacía esposa de Moctezuma.249 En 1747 el
cacique mestizo de Cholula Juan León de Mendoza sufragaba los gastos para
las fiestas de la jura de Fernando VI en las cuales aparecía Moctezuma sobre
un asiento decorado con un león dorado y “una doncella vestida en el traje
común de las indias de esta América, significando ser aquella la celebrada
Malinche, que en la conquista de este nuevo mundo ministró al teniente ge-
248
J. Cuadriello, “La personificación de la Nueva España…”, en V. Mínguez (coord.), Memo-
rias del Simposio Del Libro de Emblemas..., pp. 130 y ss.
249
El texto fue publicado por Rafael Ayala Echávarri con el título “Relación histórica de la
conquista de Querétaro”, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, vol. lxvi,
núms. 1 y 2, pp. 109-152, p. 125.
302 la era barroca

neral Cortés, de loable memoria, los favorables arbitrios y noticias que tanto
facilitaron sus hazañosas empresas”.250
Esa misma asimilación se podía observar en algunos cuadros de la con-
quista, como en el que representa al “encuentro entre Cortés y Moctezuma”
de la colección que poseía la embajada británica en México. En él aparece do-
ña Marina con atributos de realeza (copilli, penacho de plumas en su brazo),
literalmente como se representaba la personificación del reino en las fies-
tas.251 No es por tanto descabellado pensar que la pareja que acompañaba a
Moctezuma en las representaciones de los cuatro continentes haya sido vista
como la Malinche y que ambos, con sus lujosos atavíos y su carácter de “re-
yes de América”, se volvieran las figuras más utilizadas para mostrar el alto
grado de civilización que habían alcanzado los indios en el nuevo continente.
En 1710, con motivo de la jura de Luis Fernando, príncipe de Asturias, la
ciudad de Guanajuato hizo una conmemoración en la que aparecía Mocte-
zuma, con la Malinche a su lado vestida a la usanza mexicana y rodeada de
mujeres, “las cortesanas matronas de dicho monarca”; todos estaban deba-
jo de una silla donde un niño ricamente vestido representaba al príncipe.
Pero además este carro triunfal iba encabezado por el monarca “Calzonzin,
que lo fue de los pueblos de Michoacán”, quien montaba a caballo.252
Esta descripción nos muestra que, a pesar de que los símbolos de la capi-
tal (Moctezuma y la Malinche) se imponían por medio del ámbito festivo en
todas las ciudades novohispanas, hubo ciudades que se remitían a las tradi-
ciones indígenas locales. En los festejos de aclamación de Felipe V en la pla-
za principal de Pátzcuaro en 1701, el gobernador indígena Miguel de Urbina
se presentó como el gran Cazonci, “señor natural que fue de esta provincia”,
ricamente vestido (corona de perlas, cetro, escudo de oro) y llevado en andas
por cuatro caciques, seguido por numerosos indios armados con arcos y fle-
chas. El personaje se encaminó a la tarima donde se hacía la jura, se arrodi-
lló ante el retrato del rey, besó sus insignias y rindió cetro y trono ante el
nuevo monarca Borbón.253 El acto era una manera de hacer patente la pre-
sencia del gobierno indígena en una ciudad donde el cabildo español se ha-
bía apropiado de la dirigencia urbana desde que fuera reinstalado con el per-
miso real en 1689.
En Tlaxcala, en las juras y funerales de los reyes y en la recepción de los
virreyes desde el siglo xvi, participaban los cuatro caciques vestidos a la
usanza antigua, pero galardonados con sus escudos de armas y pendones

250
Citado por Francisco González Hermosillo, “La elite indígena de Cholula en el siglo xviii:
el caso de don Juan de León y Mendoza”, en Carmen Castañeda (ed.), Círculos de poder en la
Nueva España, p. 96, n. 57.
251
J. Cuadriello, “Los jeroglíficos de la Nueva España”, en op. cit., pp. 87 y ss.
252
C. S. Paredes Jiménez, “La nobleza tarasca…”, op. cit., p. 116.
253
Armando Mauricio Escobar Olmedo, “La fiesta en Pátzcuaro en 1701 por la aclamación
del rey Felipe V”, Tzintzuntzan, núm. 9, p. 144.
la era barroca 303

españoles, para hacer patente la persistencia del senado tlaxcalteca que ha-
bía prestado tan importantes servicios a Cortés y a la Corona.254
Mientras esto sucedía en el ámbito indígena, en el mundo criollo las refe-
rencias a un pasado prehispánico asimilado a las civilizaciones egipcia, griega
o romana era importante para darle prestigio ante la cultura occidental. Pero
era aún más necesario remarcar su relación con el mundo bíblico, sobre todo
el del Nuevo Testamento. Esa necesidad puede verse en las alusiones al pasa-
do indígena en la extensa obra poética de sor Juana Inés de la Cruz, sobre todo
en las loas a los autos sacramentales El cetro de José y El divino Narciso, en los
que señalaba ciertos paralelismos alegóricos entre los ritos prehispánicos (el
sacrificio humano y la antropofagia) y la eucaristía católica. De alguna forma
se recuperaba la idea de los escritores del siglo xvi sobre las premoniciones
cristianas que tuvieron los indios antes de la llegada de los españoles. Con ello
se equiparaba de nuevo a los pueblos paganos de América con los de Europa.
Sin embargo, hasta mediados del siglo xvii los criollos novohispanos sólo
habían podido construir paralelismos retóricos con la Iglesia primitiva y,
cuando mucho, habían conseguido unas cuantas reliquias de los cuerpos de
los mártires antiguos. A diferencia de las naciones europeas, que remonta-
ban su conversión a la predicación apostólica y que conservaban los cuerpos
de sus mártires, los americanos no podían vincularse históricamente con el
mandato que Cristo hizo a sus apóstoles: “Id y predicad a todas las nacio-
nes”. Esto sólo fue posible hasta que apareció la idea de que el apóstol mi-
sionero de la India, santo Tomás, el único de quien Los hechos de los apósto-
les no narraba su martirio, pudo haber pasado a América.
Para esta construcción histórico-retórica los criollos echaron mano de
algunos datos que comenzaron a aparecer en las crónicas desde el siglo xvi.
Los cronistas de Indias Antonio de Herrera y Francisco López de Gómara
dieron noticia de cruces encontradas por los conquistadores en varios lu-
gares del Nuevo Mundo. Con ellas se ponían las bases para una difundida
teoría sobre la llegada a estas tierras de evangelizadores cristianos en los
tiempos apostólicos. El tema, como vimos, fue tratado a fines del siglo xvi por
fray Jerónimo de Mendieta. A esas menciones se agregaron las narraciones
de fray Antonio de Remesal (1619) sobre algunos ritos indígenas que recor-
daban el bautismo y la confesión y las referencias de fray Diego Durán y del
jesuita Juan de Tovar a un sacerdote llamado Topiltzin Quetzalcóatl, cuyas
virtudes de castidad y penitencia hacían pensar en un predicador apostólico.
Esta hipótesis de la evangelización primitiva no se oponía a la de la parodia
demoniaca, pues Satán había pervertido el espíritu original cristiano.255
El mito de una predicación apostólica se veía reforzado por otras noti-
cias paralelas que se fueron vinculando a él. Desde 1615 la obra de fray Juan
254
Antonio de Ciudad Real, Tratado curioso y docto de las grandezas de la Nueva España, vol.
i, p. 103.
255
Jacques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional en Méxi-
co, pp. 215 y ss.
304 la era barroca

de Torquemada había hecho pública la existencia de una milagrosa cruz en-


contrada en el puerto de Quauhtochco (llamado por los castellanos Guatul-
co), que había mostrado su autenticidad como reliquia no sólo realizando
grandes curaciones, sino librándose de ser quemada por unos piratas ingle-
ses que asolaron las costas del Pacífico. Torquemada señalaba que la cruz
había sido llevada a Oaxaca por el obispo Juan de Cervantes (1609-1614) y
que en la catedral seguía haciendo milagros, pero atribuía su origen a un
viaje que hiciera fray Martín de Valencia al sureste y no a la presencia del
apóstol san Andrés en esas regiones, como algunos pensaban.256 Décadas
después, en 1649, Gil González Dávila, en su Teatro eclesiástico, retomaba la
noticia sobre la cruz de Guatulco, pero señalaba que “un hombre blanco y
barbado vestido de blanco” la había dejado en la costa del Pacífico muchos
cientos de años antes que llegasen los españoles.257 En 1682, fray Baltasar de
Medina señalaba que reproducciones de esa cruz se utilizaban colgadas al
cuello y servían para apagar incendios.258 Para fines del siglo xvii numerosas
iglesias en toda Nueva España decían poseer un trozo de esa cruz como par-
te de sus reliquias más preciadas. Sin embargo, ninguno de los tres cronistas
mencionaba explícitamente que fuera santo Tomás su introductor.
En 1694 el jesuita criollo Francisco de Florencia hablaba de otra mila-
grosa cruz labrada sobre la roca junto con dos huellas que se encontraba en
el norteño Tepic, tema inspirado en una tardía tradición occidental sobre las
huellas dejadas por Jesús en el Monte de los Olivos. Florencia señalaba tam-
bién que huellas apostólicas eran mencionadas por los cronistas Burgoa y
Cogollado para Oaxaca y Campeche, respectivamente.259 Noticias similares
habían aparecido en Sudamérica desde el siglo xvi y recogidas por el domi-
nico fray Gregorio García y por el agustino peruano fray Antonio de Calan-
cha en la primera mitad del siglo xvii. Estos autores fueron los primeros que
argumentaron de manera contundente que la predicación apostólica en
América había sido obra de santo Tomás, cuya vida como predicador en la
India aparecía relatada en la Leyenda dorada de Jacobo de la Vorágine y en
las crónicas de viajes de los franciscanos al Asia desde el siglo xiv.260
Con esos argumentos, con las noticias de los religiosos del siglo xvi sobre
el sacerdote Quetzalcóatl y con la información de los hallazgos de “cruces
prehispánicas”, los criollos novohispanos asimilaron la predicación de santo
Tomás con el profeta indígena. Al parecer, el primero que hizo esta asocia-
ción fue el jesuita Manuel Duarte, para quien la xihuitzolli o diadema impe-

256
Juan de Torquemada, Monarquía indiana, libro xvii, cap. 28, vol. v, pp. 305 y ss.
257
G. González Dávila, op. cit., p. 229.
258
B. de Medina, Crónica…, libro iii, cap. xx, f. 134 r.
259
F. de Florencia, Origen de los dos célebres santuarios de la Nueva Galicia, obispado de Gua-
dalajara en la América septentrional, p. 6; J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala...,
pp. 372 y ss.
260
Estos textos son: Gregorio García, Predicaciones del evangelio en el Nuevo Mundo, y Anto-
nio de Calancha, Crónica moralizada de la Orden de San Agustín en el Perú.
la era barroca 305

rial que portaban Moctezuma y los emperadores aztecas representaba una


media mitra, en recuerdo de la investidura episcopal de aquel santo Tomás-
Quetzalcóatl (obispo y sacerdote), de quien ellos se consideraban tenientes y
subalternos.261
Luis Becerra Tanco, astrónomo y matemático contemporáneo del padre
Duarte, destacó que el apóstol había legado a los indios el calendario solar,
obra que no podía haber sido concebida por inspiración demoniaca, y que tal
predicación había preparado el camino para la aparición de la virgen de Gua-
dalupe.262 Basado en las apreciaciones de los padres Duarte y Becerra y en
sus propios conocimientos, el polígrafo Carlos de Sigüenza escribió su Fénix
de Occidente, santo Tomás apóstol hallado con el nombre de Quetzalcóatl entre
las cenizas de antiguas tradiciones. Al remontar la predicación cristiana en las
tierras del Anáhuac a la época de la fundación de la Iglesia este autor conside-
raba probado que América había estado presente en la mente divina de Cristo
durante su estancia terrena. Aunque esta obra está hoy desaparecida, fue
muy consultada durante el siglo xviii. Uno de sus deudores fue el erudito ita-
liano, discípulo de Juan Bautista Vico, Lorenzo Boturini, quien durante su
larga estancia en México recopiló materiales indígenas de muy variado ori-
gen. Boturini localizó la predicación del apóstol en Tlaxcala, habló de las
prácticas de ayuno y penitencia prehispánicas (como las que hacía el rey
poeta Nezahualcóyotl), como influidas por santo Tomás, y se refirió a la pro-
mesa de Quetzalcóatl de que regresaría por el oriente como una profecía de
la llegada de los españoles y del cristianismo.263 Para Sigüenza y para Botu-
rini la conquista y la misión del siglo xvi se mostraban como una mera con-
tinuación de un proceso que se había iniciado de manera paralela al de la
cristianización del viejo continente, con lo cual América se colocaba al mis-
mo nivel que Europa. El pasado prehispánico perdía la carga demoniaca que
le habían dado los misioneros del siglo xvi y se convertía en una civilización
equiparable a las del viejo continente.
Esa necesidad de insertar el pasado prehispánico en la historia de la sal-
vación se puede observar en un lienzo de la sacristía del templo de la Soledad
en Oaxaca, obra de Isidoro de Castro fechada a principios del siglo xviii. En
una tradicional “adoración de los reyes” ante el pesebre de Belén, el pintor ha
incluido al arcángel san Miguel, patrono de Nueva España, y a un empena-
chado cuarto rey mago que representa a América, junto con los convencio-
nales personajes que desde fines del siglo xv se vinculaban a los tres conti-
nentes: Europa, Asia y África. Para este pintor, y posiblemente también para
su comitente, debió ser importante incluir una mención a América, como la

261
Su escrito se encuentra publicado en Nicolás León, Bibliografía mexicana del siglo xviii,
vol. iii, pp. 437 y ss.
262
Luis Becerra Tanco y Antonio de Gama, Origen milagroso del santuario de Nuestra Señora
de Guadalupe [Felicidad de México], pp. 55 y ss.
263
Lorenzo Boturini, Historia general de la América septentrional, p. 246.
306 la era barroca

de santo Tomás, en una escena que representaba el momento más importan-


te de la historia de la humanidad, el nacimiento de Cristo. Es muy significa-
tivo que en esta representación europea, que desde el siglo xv sirvió para
alegorizar las partes del mundo (y de la que América estaba naturalmente
excluida), se insertara un referente a los indios como una parte importan-
te de la humanidad redimida y a san Miguel como su protector y defensor
contra las idolatrías.
Frente a esa visión sacralizadora del pasado indígena, los indios contem-
poráneos eran vistos como una plebe urbana, “paciente en el padecer, gente
que siempre aguarda el remedio de sus miserias y siempre se halla pisada de
todos”, según lo expresaba Carlos de Sigüenza y Góngora en su Teatro de vir-
tudes políticas.264 Juan de Palafox, por su parte, exaltaba la imagen de los in-
dios, no sólo considerados buenos cristianos sino también obedientes vasa-
llos, aunque se seguía sosteniendo su incapacidad para gobernarse, por lo
que se justificaba la presencia de autoridades españolas.265 Sor Juana, en
tono de orgullo, expresaba en uno de sus versos:

¿Qué mágicas infusiones


De los indios Erbolarios
De mi Patria, entre mis letras
El hechizo derramaron?266

Pero junto con esta visión también existía la otra, que consideraba a los
indios como hombres viciosos, que embriagados por el pulque podían ro-
bar, incendiar y destruir, como los describía el mismo Sigüenza cuando hizo
la relación de la rebelión que asoló la ciudad de México en 1692. Resulta por
demás significativo que la cultura criolla haya invertido los términos en los
que concibieron al indígena contemporáneo sus pastores peninsulares, obis-
pos y frailes, del siglo xvi, y es claro el porqué los autores barrocos se identi-
ficaban con una sociedad estamental, cortesana y civilizada que necesitaba
reafirmar sus valores nobiliarios a partir del vituperio del comportamiento
poco refinado e inmoral de la plebe urbana indígena y mestiza.
En cambio, la recuperación de la civilización “azteca”, traducida a los
códigos de la cultura cortesana occidental (aunque idílica y retóricamente
deformada y alegorizada), se convertía en un referente indispensable de la
red simbólica criolla. El pasado “indígena” de su tierra era, finalmente, lo
que diferenciaba al novohispano del europeo; su conocimiento y exaltación
de una presencia que no existía en Europa era lo único que podía darle una
conciencia de autonomía. Así, desde la segunda mitad del siglo xvii el “indio

264
C. de Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas, p. 252.
265
Ver Juan de Palafox, Libro de las virtudes del indio.
266
Sor J. I. de la Cruz, “Romance en reconocimiento a las inimitables plumas de la Europa”,
en Fama y obras póstumas del Fénix de México..., p. 159.
la era barroca 307

noble” anterior a la conquista fue tomando un carácter emblemático en el


mundo criollo, al igual que el águila y el nopal del escudo de la ciudad de
México-Tenochtitlan, que se convertiría a la larga en el emblema de todo el
territorio. Con ello todo el mundo “indígena” de Nueva España, rico, plural
y variado, quedaría uniformado y estereotipado dentro del parámetro único
de lo mexica o “azteca”, pasado impuesto como consecuencia de la centrali-
zación cultural de la capital “imperial”. Frente a la ciudad de México, cuya
fundación y escudo se remontaban al pasado indígena, el resto de las ciuda-
des novohispanas (con excepción de Valladolid) remitieron sus emblemas al
ámbito cristiano y dos de ellas, Puebla y Querétaro, los vincularon con he-
chos prodigiosos.

9. Los escudos de armas y las fundaciones prodigiosas

Tuvo una noche un sueño [el obispo fray Julián Garcés] en el que le mostró Dios
el sitio en que era su voluntad fundase dicha ciudad, porque vio un llano en que
había cierto ojo de agua (que estaba donde hoy es la plaza) y un río por la parte
del oriente, no grande, que es el que llaman San Francisco, y otro grande y cau-
daloso […] que es el que llaman Atoyac, por la banda poniente. En éste le mostró
Dios unos ángeles echando los cordeles y señalando la planta de la futura ciudad
y midiendo las cuadras y proporcionando las calles […] De la noticia que el di-
cho obispo daría al Emperador se motivó la forma del escudo de armas con dos
ángeles.267

Con estas palabras describía el cronista jesuita Francisco de Florencia en


1692 la fundación prodigiosa de la ciudad de Puebla y la elaboración de su
escudo. Ésta era la primera vez que aparecía impreso un hecho de esta natu-
raleza. El jesuita aseguraba haber escuchado esta narración de los labios de
Jacinto de Escobar y Águila, miembro del cabildo eclesiástico poblano, y
agregaba que dicho canónigo la había leído en “un papel auténtico del archi-
vo de la catedral o de la ciudad”. La noticia de una fundación angélica de
Puebla, relacionada con un sueño del primer obispo de la sede, el dominico
Julián Garcés, debió circular en los medio catedralicios alrededor de 1670.
Por esas fechas, otro miembro del cabildo catedralicio, Joseph de Goitia
Oyanguren, hablaba “de los cordeles que echaron los ángeles en esta ciudad”
y aseguraba: “Pues aquel eminente lugar no es otra cosa que ciudad de ánge-
les como lo es la Puebla de los Ángeles. Pero en la fundación de aquel nuevo
cielo si hubo ángeles que humildes bajasen a medirlo humanados [y no de-

267
F. de Florencia, Narración de la maravillosa aparición que hizo el arcángel san Miguel a
Diego Lázaro de San Francisco, indio feligrés del pueblo de San Bernabé de la jurisdicción de Santa
María Nativitas, pp. 61 y ss. Es muy significativo que el texto esté dedicado al obispo Manuel
Fernández de Santa Cruz.
308 la era barroca

monios que cayeron fulminados por su pecado] Hagan alarde todas las ciu-
dades del universo de las glorias de sus fundadores, que todas fueron glorias
del mundo, no eternas glorias del cielo”.268
A continuación, el canónigo comparaba a Puebla con Constantinopla,
cuya fundación se asoció con la aparición de dos águilas de Júpiter: “Goza
mi patria con las ventajas que hay de cielo a suelo, de ángeles ministros de
un Dios inmenso a águilas de un Júpiter fabuloso”. El texto finalizaba dicien-
do: “tiene ella sola [Puebla] todas aquellas excelencias de que pudieran pre-
ciarse los mayores emporios del orbe […] Está situada en la mejor región del
universo que es América”.
Sin embargo, lo más interesante de estas alusiones no está en el texto,
sino en una nota al margen donde Oyanguren cita al jesuita belga Cornelius
Lapide y en la que se habla de la capacidad de san Miguel para delinear ciu-
dades y edificios de acuerdo con una exégesis de los pasajes bíblicos de Eze-
quiel 40 y Apocalipsis 21. La última de las referencias remitía a la Jerusalén
celeste y al pasaje de san Juan donde se describía a un ángel con una caña de
oro midiendo la ciudad cuadrada. En la otra mención estaban presentes las
imágenes del templo de Salomón. Como vimos, ambos temas habían tenido
una amplia difusión en el imperio español a lo largo de la centuria, a raíz de
la edición en 1670 del controvertido libro La mística ciudad de Dios, de la
madre sor María de Ágreda, y de la gran difusión de la obra de los jesuitas
Jerónimo de Prado y Juan Bautista Villalpando sobre el templo de Salomón.
Este “rumor retórico” sobre la capacidad de los ángeles para construir y
proyectar ciudades tenía su base también en varias leyendas locales registra-
das por los frailes mendicantes, sobre todo la leyenda de la virgen de los Re-
medios, cuyo santuario fue construido por seres angélicos. El hecho se veía
reforzado además por la fiesta anual con que Puebla celebraba el Día de San
Miguel, y por la difusión de los milagros del arcángel y sus triunfos sobre la
idolatría que hizo el obispo Juan de Palafox. En efecto, alrededor de 1642
este prelado promovió el santuario de San Miguel en Nativitas, cerca de
Tlaxcala, en el que se veneraba un pozo donde el arcángel se había aparecido
al indio Diego Lázaro. Palafox no sólo tomó bajo su cargo la construcción de
un lujoso templo y de una hospedería para el santuario, también mandó re-
coger las informaciones sobre el milagro en 1643 para llevar el proceso en
Roma y encargó al bachiller Pedro Salmerón que, con base en ellas, escribie-
ra la primera relación sobre la milagrosa aparición en 1645, obra que no se
imprimió, pero que sirvió de base para la descripción que hiciera el jesuita
Francisco de Florencia casi medio siglo después.

268
Joseph de Goitia Oyanguren, “Censura” al libro de Francisco Pardo, Vida y virtudes heroy-
cas de la madre María de Jesús, religiosa profesa en el convento de la limpia concepción de la Vir-
gen María, Nuestra Señora en la ciudad de los Ángeles. Francisco Pardo, quien también estaba
vinculado con el círculo capitular, señalaba en su introducción que Puebla era: “ciudad de ánge-
les en la tierra”, en alusión a las muchas personas santas que en ella habitaban.
la era barroca 309

Todas esas hierofanías angélicas debieron influir en la difusión de una


tradición sobre la fundación de Puebla, en la que se mezclaban las interpre-
taciones retóricas del nombre de la ciudad, las versiones de ángeles apareci-
dos mencionadas por las crónicas mendicantes, las espectaculares fiestas
anuales en honor a san Miguel y la promoción palafoxiana.
Es por demás significativo el contraste que había entre la versión funda-
dora de los canónigos y aquella referida por los cronistas franciscanos (fray
Toribio de Motolinia, fray Juan de Torquemada y fray Agustín de Vetancurt),
en la que no se mencionaba ningún tipo de milagro, aunque hiciera alusio-
nes al nombre de la ciudad como un emblema de la extirpación de la idola-
tría indígena realizada por intermediación de los ángeles.269 Es también muy
sintomático que en las versiones de Goitia y de Escobar (avaladas por el
obispo Diego Osorio y por su sucesor Manuel Fernández de Santa Cruz) la
presencia de los franciscanos en la fundación desaparecía por completo para
dar todo el crédito de ella al obispo Garcés.
La razón principal de tan encontradas versiones debemos atribuirla a la
pugna entre los franciscanos y el episcopado poblano, iniciada con la secula-
rización que el obispo Palafox hiciera de las parroquias de la orden en 1642.
Precisamente en 1666, la oposición franciscana al episcopado poblano se ha-
bía visto reanimada con la llegada del comisario de la orden, fray Hernando
de la Rua, quien, entre otras pretensiones, exigía la restitución de las parro-
quias secularizadas por Palafox a los franciscanos. Con el sueño de Garcés
los obispos poblanos y sus cabildos, al dar el protagonismo de la fundación
al primer obispo de la diócesis, buscaban conceder una preeminencia al
episcopado sobre los religiosos, quienes cuestionaban su autoridad para
secularizar parroquias y sujetar a las órdenes. En esta versión era necesario
que la participación franciscana en la fundación de Puebla quedara silencia-
da. Puebla era una “episcópolis”, una ciudad en la que el obispo representaba
la máxima autoridad civil y religiosa; él era el único representante del po-
der que podía dialogar con todos los actores sociales.270 A principios del siglo
xviii, la leyenda había quedado ya afianzada en los estratos cultos clericales
poblanos; en adelante sería explotada por ellos, pero ya no con una finalidad
detractora hacia los franciscanos, sino con otra totalmente distinta a la que
motivó su creación.
Para esas fechas la tradición angélica formaba ya parte de los aparatos
festivos poblanos, sobre todo las grandes recepciones de los virreyes, cuyo

269
J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro iii, cap. xxx, vol. i, pp. 426 y ss.; A. de Vetan-
curt, “ Tratado de la ciudad de Puebla”, en Teatro mexicano, p. 46. Este autor dice que profesó en el
convento de Puebla, por lo que la considera su patria, pues “en ella renació a la vida religiosa”.
270
F. de la Flor, Barroco: representación e ideología..., p. 148. En Puebla, Valladolid y Oaxaca
los obispos tenían una autoridad, ya que el funcionario civil de más alto rango en la ciudad era
el alcalde mayor. En Puebla la labor constructiva y fundadora de los obispos Palafox, Osorio y
Santa Cruz fue tan determinante que me pareció muy apropiado el uso del término episcópolis
para expresar una concepción diocesana de la ciudad.
310 la era barroca

principal escenario fue la catedral terminada por Palafox a mediados del si-
glo xvii. A lo largo de esos festejos, entre luminarias, arcos, danzas y banque-
tes, los poblanos desplegaron ante los ojos de las autoridades entrantes la
visión de ciudad española, nueva maravilla que no sólo era un lugar de trán-
sito hacia México, sino una capital de hispanidad de la misma categoría que
la cabeza del virreinato, ciudad cesárea, reino de sabiduría. En uno de los
primeros arcos de los que se tiene noticia, el del conde de Baños, Juan Dávila
Galindo, su autor, habló del virrey haciendo referencias astrológicas sobre el
universo que cargaba Atlas sobre sus hombros, una república de ángeles for-
mada por seis planetas. Puebla ganaría con él fuerza, justicia, salud y ampa-
ro, y se convertiría en Puebla de Dios. En el arco erigido por la catedral para
el virrey Mancera en 1664 (obra de Miguel de Castilla), un doctor ángel cele-
braba las virtudes del gobernante y hacia una alusión a la catedral como el
templo de Salomón, lo que convertía a Puebla en la nueva Jerusalén, la ciu-
dad de Dios en la tierra. Flanqueando el arco aparecían también las dos fi-
guras episcopales poblanas, el obispo actual, Diego Osorio de Escobar y Lla-
mas, y su antecesor, Juan de Palafox. Al ponerlos como guardianes de las
puertas se establecía una liga simbólica entre el episcopado, Puebla y el vi-
rrey. El arco para el conde de Monclova, erigido en 1686, terminaba con un
soneto que expresaba la protección y tranquilidad esperada por Puebla y sus
cívicos ángeles de paz. Finalmente, en el arco del conde de Galve de 1688, el
jesuita Manuel de Valtierra, en atrevidas metáforas astrales, comparaba
al virrey con el sol que pasaba por la constelación del León, que regía en ese
momento. Puebla era comparada con otras ciudades solares, como Alejan-
dría (aunque por su nombre angélico era superior) y Rodas (a la que supera-
ba como amante del sol).271
Es muy significativo que cien años atrás la ciudad de Pátzcuaro había
generado un rumor sobre su fundación a partir también de un sueño (el de
su primer obispo Vasco de Quiroga), pero que no fructificó en la conciencia
colectiva. Al ser trasladada la sede a Valladolid, como vimos, se quedaba sin
fundamento la razón de ser del prodigio. Puebla en cambio vio nacer su mito
del sueño fundador en un ambiente de triunfo y exaltación del episcopado
sobre los religiosos. Con ello el éxito de su construcción se vio asegurado y
fructificó a lo largo del siglo xviii.
Además de Puebla, sólo Querétaro fue la otra ciudad novohispana que
tuvo la pretensión exitosa de haber sido fundada a partir de un hecho prodi-
gioso y sobrenatural y la seguridad de que su escudo de armas era una prue-
ba de tal aseveración. Querétaro, sin embargo, tenía una situación muy dis-
tinta a la de Puebla, pues, a pesar de su importancia económica, no era una
sede episcopal. Su fundación había sido realizada entre 1536 y 1541 por ca-
ciques otomíes en una zona fronteriza donde confluían chichimecas y puré-

271
Nancy Fee, “La entrada angelopolitana. Ritual and Myth in the Viceregal Entry in Puebla
de los Angeles”, The Americas, 52, núm. 3, pp. 283-320.
la era barroca 311

pechas.272 Los otomíes actuaban bajo la férula del encomendero español de


Acámbaro, y para fortalecer al naciente poblado buscaron el apoyo de los
franciscanos, quienes muy pronto fundaron en él un convento bajo la advo-
cación de Santiago, patrono de la villa desde entonces. Unas décadas des-
pués, los franciscanos iniciaron la veneración a una cruz de piedra en una
pequeña ermita en el cerro de Sangremal, y para tener mayor control sobre
ella a mediados del siglo xvii se puso ahí una comunidad franciscana recole-
ta bajo la advocación de san Buenaventura.273
Al estar emplazado en el cruce de los caminos que iban tierra adentro,
hacia el Bajío y las minas norteñas, Querétaro comenzó a atraer población
blanca y mestiza durante la segunda mitad del siglo xvi, siendo además paso
obligado para las caravanas que iban a la conquista de la Gran Chichimeca.
A lo largo de este periodo se concedieron estancias ganaderas y tierras a nu-
merosos colonos españoles, con cuya riqueza el poblado comenzó a llenarse
de templos y conventos. A pesar de poseer un cabildo español desde esas fe-
chas, Querétaro no consiguió el título de ciudad y escudo de armas sino has-
ta el 25 de enero de 1656. En el escudo aparecían representados los dos sím-
bolos religiosos forjados por los franciscanos: uno el apóstol Santiago
montado a caballo, el otro, una cruz “verde” flanqueada por dos estrellas y
con un sol en el ocaso que le servía de pedestal. Ambos símbolos remitían a
dos aspectos significativos para la ciudad: el uno, a su nombre y santo patro-
no; el otro, a la milagrosa reliquia de piedra que se encontraba en el cerro de
Sangremal, cercano a la urbe.
El primer autor que escribió sobre esta reliquia fue el cronista queretano
fray Alonso de la Rea, autor de una crónica de la provincia de San Pedro y
San Pablo de Michoacán publicada en 1639. Para él, como vimos, Querétaro
era un paraíso fértil y hermoso en el que estaba plantado un “árbol de la
vida”, la cruz de piedra a la que se atribuían numerosas curaciones mila-
grosas, además del hecho de que se agrandaba y achicaba de manera prodi-
giosa. La cruz se encontraba en “una capilla de cal y canto muy capaz y cos-
tosa” y se la guardaba en “su caja forrada en terciopelo rizo, tachonada y
curiosa”, aunque, asevera el cronista, “el origen de esta reliquia no se sabe,
porque con el tiempo se ha borrado”.274
En las décadas posteriores, los arzobispos de México y lo obispos de Mi-
choacán promovieron el culto a la Santa Cruz, pero no fue sino hasta el últi-
mo tercio del siglo xvii que el santuario recibió un gran impulso gracias a la
ayuda de Juan Caballero y Ocio y de su protegido, el polígrafo mexicano Car-

272
Véase María de Lourdes Samohano, La conquista y fundación de Querétaro de acuerdo a
las fuentes históricas (1536 y 1541).
273
En 1653 el rey de España aprobó su creación, pero fue hasta 1666 cuando la provincia lo
destinó a Casa de Recolección y al año siguiente se abría ahí un noviciado para procurar el au-
mento de los recoletos. Manuel Septién y Septién, Historia de Querétaro. Desde los tiempos pre-
históricos hasta el año de 1808, p. 113.
274
A. de la Rea, op. cit., libro ii, caps. xxiii y xxiv, pp. 189 y ss.
312 la era barroca

los de Sigüenza y Góngora. En 1680 don Juan iniciaba la fabricación de un


camarín adornado con reliquias y alhajas para la capilla de la Santa Cruz, al
mismo tiempo que terminaba la financiación de un soberbio santuario dedi-
cado a la virgen de Guadalupe. Para dejar memoria de la inauguración de
este templo, el mecenas encargo a Sigüenza la elaboración de un texto que se
llamaría Las glorias de Querétaro. El libro, impreso en 1680, tenía la inten-
ción de convertir a la recién nombrada ciudad en un territorio sagrado al
adoptar como suyo el emblema más importante de la capital del virreinato.
Como miembro del clero secular, Sigüenza cuestionaba la tradición que
atribuía la primera evangelización a los franciscanos y le otorgaba esa gloria
al clérigo Juan Sánchez de Alanís, quien, según una noticia tomada del cro-
nista peninsular Antonio de Herrera, había bautizado al cacique otomí Con-
ni.275 Con tal exaltación Sigüenza le daba un timbre de orgullo a la corpo-
ración que lo favorecía con el encargo, la congregación de Guadalupe, y a su
cabeza y benefactor, Juan Caballero y Ocio. Sigüenza confirmaba su asevera-
ción con la presencia de numerosos indios vestidos a la usanza antigua en la
procesión de los festejos, muestra de su afecto hacia los clérigos de quienes
habían recibido el gran beneficio de la fe cristiana.276 Muy significativa fue la
presencia de personajes locales (como el fundador Hernando de Tapia) junto
con otros emblemáticos de la capital (como Moctezuma). Junto a la narra-
ción de los festejos, el polígrafo incluía una prolija descripción de los mi-
lagros atribuidos a la franciscana cruz de piedra, como “resucitar muertos,
sanar heridas, curar enfermedades” y, sobre todo, crecer y temblar, hecho
prodigioso que se dio al aproximarse las fechas de la fundación del santuario
de Guadalupe, objeto de su reseña. La cruz quedaba así unida a la imagen
guadalupana insertando ambos símbolos en el tópico paradisiaco ya utiliza-
do por La Rea: “Siendo Querétaro en su amenidad y abundancia remedo del
Paraíso, le faltaba aquella flor por la que se nos perpetúan los veranos de las
misericordias divinas y en quien se avivan los matices y fragancias de los fa-
vores del cielo”.277 En las Glorias de Querétaro no sólo se fundaba la fusión
entre el emblema guadalupano de la capital y la reliquia local, también se
exaltaba al hombre que lo había hecho posible, Juan Caballero y Ocio.
En 1683, tres años después de la consagración del santuario guadalupa-
no, se fundaba en el cerro de Sangremal, donde existía la ermita de la Santa
Cruz, el templo y convento de los franciscanos que albergó a los misioneros
apostólicos de Propaganda Fide. Desde su llegada a Querétaro esos religio-
sos, que eran peninsulares en su mayoría, impusieron su presencia por me-

275
Antonio de Herrera y Tordesillas, Historia general de los hechos de los castellanos en las is-
las y tierra firme del mar océano, década iii, libro iv, cap. 19, p. 180. Aunque Sigüenza agrega que
Herrera se equivocó “pues el pueblo había sido fundado ya por Moctezuma Ilhuicamina como
consta por mapas pintados en su gentilidad que están en mi poder”. C. de Sigüenza y Góngora,
Las glorias de Querétaro..., p. 9.
276
Ibid., pp. 28-29.
277
Ibid., p. 10.
la era barroca 313

dio de vistosas y brutales prácticas de ascetismo (como mostrarse siendo


azotados, escupidos y vejados en público) y con la difusión de devociones
como la del via crucis. A los diez años de su llegada se vieron inmersos en el
escandaloso suceso de unas mujeres supuestamente poseídas por el Demo-
nio, quienes, azuzadas y protegidas por los frailes, tenían azorada a la pobla-
ción; la incredulidad de los otros sectores eclesiásticos de Querétaro y la in-
tervención del Santo Oficio desenmascararon a las falsas posesas y dejaron
muy mal parados a los apostólicos religiosos del colegio. A principios del si-
glo xviii una nueva presencia sobrenatural hizo célebre al convento, ahora
relacionándolo con una beata, Francisca de los Ángeles (la fundadora del
beaterio de Santa Rosa), que hacía viajes en espíritu a las misiones que los
frailes tenían en el norte del territorio. El milagro también se hizo presente
en la vida de uno de sus miembros más ilustres, fray Antonio Margil de Je-
sús, misionero en Guatemala y en Texas, muerto en 1726, cuya prodigiosa
vida, como veremos, lo había convertido en un santo viviente.278
En ese ambiente de milagros y prodigios apareció en 1722 un impre-
so, La cruz de piedra, imán de la devoción, obra del franciscano de ese colegio,
fray Francisco Xavier de Santa Gertrudis. En este impreso aparece por pri-
mera vez mencionada una batalla fundadora de Querétaro y la aparición
durante ella de Santiago y de la cruz de piedra. Narra el religioso que, des-
pués de once horas de lucha entre los ejércitos de los cristianos otomíes y
los paganos chichimecas, se oscureció el cielo de repente con una “opacidad
y amarillez que congojaba los ánimos (sin duda hubo aquel día algún eclip-
se) y en ese cerco de fatigas se hallaban los nuestros cuando se vio (raro
portento) una claridad tan activa que se llevó tras los ojos las atenciones de
ambos ejércitos en cuyo centro se vio una cruz resplandeciente entre roja y
blanca y a su lado la imagen del apóstol Santiago” (hecho que recordaba la
legendaria batalla de Constantino). Ante tal prodigio, los chichimecas asus-
tados se dieron a la fuga. Esto acontecía precisamente el día del apóstol
Santiago, 25 de julio; ese mismo día, en el cerro de Sangremal, “donde está
ahora el colegio”, se tomó posesión del sitio en nombre de su majestad y se
colocó ahí una cruz de madera y el general de los chichimecas dio su obe-
diencia al rey.279
El padre Santa Gertrudis no sólo fue el primero en asociar el prodigio
con la fundación de la ciudad, en su obra se mencionó también por vez pri-
mera, como prueba de la veracidad del hecho, la presencia de ambos símbo-
los en el propio escudo de armas:

278
A. Rubial García, “Estrategias de impacto. La llegada de los padres apostólicos de Propa-
ganda Fide a Querétaro”, en Alicia Mayer y Ernesto de la Torre Villar (eds.), Religión, poder y
autoridad en la Nueva España, pp. 263-273.
279
Francisco Xavier de Santa Gertrudis, La cruz de piedra, imán de la devoción venerada en el
Colegio de Misioneros Apostólicos de la ciudad de Santiago de Querétaro. Descripción panegírica
de su prodigioso origen y portentosos milagros, p. 9.
314 la era barroca

Y ya se sabe lo que persuaden las pinturas y las láminas para reforzar la fe huma-
na a la credulidad de antiguas tradiciones, pues son los buriles y pinceles mudos
cronistas que con luces y con sombras dan a la posteridad delineados en sus lien-
zos los tesoros de la historia y exarados [sic] en sus bronces los monumentos de
la Antigüedad. […] El escudo es la clave al machinoso edificio de tus grandezas,
en él se ve exarada la cruz de los milagros con que te ennobleces.280

Así, de pronto, la total falta de noticias sobre el origen de la cruz de pie-


dra que caracterizó al siglo xvii, dio paso a una novedosa construcción retó-
rica llena de detalles y pormenores sobre la prodigiosa reliquia. El francisca-
no narra entonces cómo los chichimecas pidieron al general de los otomíes
que cambiara la cruz de madera por una de piedra y cómo éste envió al ar-
quitecto español Juan de la Cruz para que fuera a una cantera, situada a
cinco leguas de Querétaro, a buscar el material apropiado. Explica a conti-
nuación que la nueva cruz fabricada no les gustó a los chichimecas, pues no
se asemejaba en nada a aquella de la visión de la batalla. Ellos mismos fue-
ron entonces al cerro de Sangremal y en sus bases encontraron cinco piedras
“de un color ajedrezado blanco y rojo” que despedían un suave olor a rosas y
azucenas; al verlas los indios exclamaron “la cruz de los milagros”, y llevaron
las piedras en procesión a la punta del cerro, donde armaron con ellas la
cruz. Alrededor de ella se formó una ermita de flores.
Gracias a la posesión de esa reliquia, convertida en el símbolo mismo de la
ciudad, el Colegio de Propaganda Fide se volvía el centro espiritual de Queréta-
ro, el calvario de la nueva Jerusalén, el núcleo de su fundación, su lugar más
sagrado. El hecho de ser poseedor de la cruz de piedra y de estar situado en el
cerro donde se llevó a cabo la batalla fundacional y el prodigio permitía al
nuevo instituto insertarse en un medio donde competían muchas órdenes reli-
giosas y en el que el clero secular tenía una fuerte presencia. No cabe duda que
la leyenda no existía ni siquiera en el ámbito del Colegio de Propaganda Fide
antes de 1722, por lo que la ciudad de Querétaro debía al padre Santa Gertru-
dis un injerto de memoria único: su sorprendente “descubrimiento” unía en
una historia “coherente” cruz de piedra, Santiago, escudo y fundación.
Sin embargo, la leyenda no fue obra el padre franciscano; como él mis-
mo lo señala, la narración había sido tomada de un documento indígena
recién ingresado al archivo conventual: una Relación histórica de la conquis-
ta de Querétaro.281 El ser un testimonio “de los naturales” le daba a lo narra-

280
Ibid., pp. 11 y 45. Exarar se usa como sinónimo de grabar. El cronista no parece caer en la
cuenta de que el color rojo de la cruz aparecida no coincidía con el verde que tenía la del escu-
do. A la argumentación retórica, sin embargo, no le interesaban estas minucias sino buscar pa-
ralelismos que demostraran que el hecho era posible pues ya se había visto antes. Por tanto, el
cronista realiza un extenso recuento en una decena de páginas de otras apariciones de Santiago
y de la cruz, tanto en la conquista de Tenochtitlan como en la reconquista española. “La cruz
—termina aseverando— es la esposa más querida de Cristo”. Ibid., pp. 11-20.
281
El documento se encuentra en el archivo franciscano de San Antonio de Roma y lo dio a
la era barroca 315

do un aire de antigüedad (aunque posiblemente su elaboración fuera re-


ciente e influida por las danzas guerreras en las que luchaban chichimecas
o “mecos” contra los aztecas), y permitía afianzar con una tradición inme-
morial una narración desconocida hasta entonces en el ámbito español.282
La versión hispánica impuso a la narración indígena (plural, redundante y
contradictoria) su racionalidad y sus normas y la volvió lineal. En esta lec-
tura, que articuló los diversos episodios y los personajes en un conjunto co-
herente, se conservaron, sin embargo, los aspectos milagrosos de la tradi-
ción indígena, pues la retórica cristiana compartía con ella ese otro rasgo de
la oralidad que es la creencia, sin cuestionamiento, en la existencia de he-
chos prodigiosos.
La obra del padre Santa Gertrudis terminaba con un panegírico a la ciu-
dad de Querétaro, a la que llamaba “Paraíso de América y Nueva Jerusalén”,
gracias a la prodigiosa cruz, su sagrado blasón: “No hay ciudad más pareci-
da a Jerusalén que Querétaro, así en la configuración de sus collados y valles
y amenidad de su terreno, como por la gran similitud que tiene su monte
Sangremal (en donde está nuestro apostólico colegio y se venera la milagro-
sa cruz) con el monte Calvario […] mereciendo por tanta gloria el exceso que
hace a las demás ciudades por tanto título”.283
Como se nota en la cita anterior, el interés central de la obra del padre
Santa Gertrudis no era la fundación de Querétaro ni su exaltación como la
Jerusalén terrena, sino la promoción de su monte Calvario, el convento de los
franciscanos que poseía la reliquia de la cruz. El hecho es explicable porque
las identidades promovidas por las corporaciones religiosas poseían un ca-
rácter marcadamente endógeno. Los miembros de las provincias de los regu-
lares, con su excluyente sentido corporativo, tenían la misión de exaltar ante
todo a sus conventos y a sus frailes. Por otro lado, el hecho de ser corporacio-
nes territoriales con fundaciones en varias ciudades y su conformación con
individuos de diversas procedencias, provocaba que en sus discursos identita-
rios el sentimiento patriótico quedara en segundo término. Esto no era obs-
táculo, empero, para que alguno de los miembros de provincias y cabildos, a
nivel personal, expresara el amor por su patria natal en sus escritos.
En la época en que Querétaro recibía de la Corona título y emblema,
otra villa conseguía el nombramiento de ciudad y su escudo de armas: San
Luis Potosí. Desde 1630, al menos, aspiraban a obtener el estatuto de ciudad
el grupo de españoles que explotaban el cerro de San Pedro y controlaban la

conocer por primera vez Rafael Ayala Echávarri, quien le dio el nombre de “Relación histórica
de la conquista de Querétaro”, op. cit., pp. 109-152. De él hablaré en el siguiente capítulo.
282
En las danzas de “mecos”, muy comunes en la zona del Bajío desde el siglo xvi, se repre-
sentaba una batalla entre indios cristianos y chichimecas. Serge Gruzinski propone que ése fue
el origen de la leyenda fundacional de Querétaro. Véase “La memoria mutilada: construcción
del pasado y mecanismos de la memoria en un grupo otomí de la mitad del siglo xvii”, en Segun-
do Simposio de Historia de las Mentalidades. La Memoria y el Olvido, pp. 33-46.
283
F. X. de Santa Gertrudis, op. cit., p. 44.
316 la era barroca

administración temporal de la Caja Real. La oportunidad se presentó cuan-


do Felipe IV estableció la instrucción para beneficiar la Real Hacienda, reci-
bida por el virrey Alburquerque en junio de 1654. En dicha instrucción se
estableció, en uno de sus muchos rubros, que aquellos asentamientos que
tuvieran los méritos podían hacer posturas a la Real Hacienda para obtener
título de villa o de ciudad. Fue entonces que el vecindario español, encabeza-
do sobre todo por funcionarios reales, impulsó la compra del título de ciu-
dad ante Antonio de Lara Mogrovejo, representante del rey enviado al obis-
pado de Michoacán. El virrey Alburquerque, a nombre de Felipe IV, le había
dado el título de ciudad el 30 de mayo de 1656: “por tener la vecindad, co-
mercio y lustre bastante para serlo y ofrecer los vecinos servirme con tres
mil pesos pagados a ciertos plazos en mis Cajas Reales del dicho pueblo de
San Luis Potosí”.284
El mismo rey Felipe IV, por cedula del 17 de agosto de 1658, le dio a la
nueva ciudad un escudo de armas como emblema: “un cerro en campo azul
y oro con dos barras de plata y dos de oro a los lados de la imagen de san
Luis en la cumbre”. Los dos temas eran, por tanto, el santo rey de Francia
con su cordón de terciario franciscano y el cerro de San Pedro, lugar que
había producido la riqueza argentífera y aurífera del real de minas y que le
diera una fama a la altura del centro emblemático peruano, del cual el cerro
había tomado su segundo nombre.
Desde su fundación el ayuntamiento de la ciudad se convirtió en el pa-
trono de la fiesta tutelar de la ciudad, san Luis rey de Francia y terciario
franciscano, a quien veneraba con un soberbio festejo el 25 de agosto de ca-
da año. Junto con él, a mediados del siglo xvii, la misma corporación cele-
braba por lo menos las fiestas de otros cuatro patronos (la virgen de la Ex-
pectación, san Miguel, san Nicolás Tolentino y san Antonio de Padua). Al
ayuntamiento se debió también por esas fechas la promoción del santuario
de Guadalupe, fundado por el tesorero de la caja real Francisco de Castro.
Entre 1652 y 1653 una epidemia había asolado a la población, lo que provo-
có la emigración de trabajadores y la decadencia de la minería, y para paliar
tal situación Castro y el ayuntamiento se habían dado a la tarea de hacer un
templo dedicado a la advocación de la capital cuya primera piedra era colo-
cada en 1656, por las fechas en que San Luis recibía el título de ciudad. Fi-
nalmente en 1664, como veremos, el santuario quedó definitivamente bajo el
patronazgo del cabildo de la ciudad, después de un pleito con los francisca-
nos por su administración. Con ello esta corporación se apropiaba de los dos
símbolos urbanos más importantes: el principal santo patrono y el único
santuario homogeneizador de la población.

284
Cédula de Felipe IV, en Juan Mariano Vildosola, Ordenanzas que debe guardar la muy
noble y leal ciudad de San Luis Potosí del reyno de Nueva España, hechas en virtud de la Real
Aprobación de Título de Ciudad en ellas inserta, p. 1. Agradezco a Juan Carlos Ruiz Guadalajara
ésta y las otras referencias sobre San Luis.
la era barroca 317

Es muy significativo que hasta ese momento no existiera en San Luis


Potosí ninguna imagen milagrosa que centralizara la devoción de los múlti-
ples sectores sociales que conformaron la población de San Luis, de sus ba-
rrios, ni del vecino cerro de San Pedro. A pesar de que existen menciones
dispersas a milagros atribuidos por particulares a algunas imágenes, éstos
son casos muy aislados que se encuentran en algunos exvotos y que no deri-
varon en una devoción generalizada. Eso pudo estar influido, quizás, por la
sobreabundancia de patronos jurados y de fiestas anuales celebradas por el
ayuntamiento. Tal ausencia de imágenes con orígenes portentosos fue debi-
da también muy posiblemente a que el contexto de San Luis era a tal grado
pluriétnico y conflictivo, que difícilmente se pudieron construir historias en
torno a una imagen milagrosa local que unificara la devoción de vascos, por-
tugueses, extremeños, andaluces, sicilianos, canarios, guachichiles, nahuas,
tarascos, otomíes, negros y mestizos que habitaban en la zona. La virgen de
Guadalupe constituyó por tanto la primera imagen unificadora en la región.
Frente a San Luis Potosí, cuya jurisdicción pertenecía al reino de Nueva
España, el otro gran real de minas que estaba generando identidad urbana
en la era barroca era Zacatecas, en el reino de Nueva Galicia. Al igual que en
San Luis, su escudo (otorgado como vimos por Felipe II en 1585) reflejaba
de nuevo el carácter sagrado y la protección celestial de la ciudad. El caso de
Zacatecas también fue en muchos sentidos similar al de Querétaro. Desde su
fundación en 1709, el Colegio de Propaganda Fide de Guadalupe se había
convertido en un centro que difundía símbolos y contenía objetos y reliquias
que enorgullecían a la ciudad. En un texto del siglo xviii (publicado en Mé-
xico por Joseph Bernardo de Hogal en 1732) se describía a Zacatecas co-
mo una ciudad santa, como Jerusalén, aunque no se elaboró en ella el tema
de una fundación milagrosa. La obra llevaba por título Descripción breve de
la muy noble y leal ciudad de Zacatecas, y su autor, Joseph Rivera Bernáldez,
conde de Santiago de la Laguna y coronel de infantería, lo dedicaba a Juan
Manuel de Oliván Rebolledo, oidor de la audiencia de Guadalajara. La licen-
cia del ordinario estaba firmada por Francisco Rodríguez Navarijo, provisor
y vicario general del arzobispado de México. La obra comenzaba con la fun-
dación de la villa por los vascos, refería a continuación las vidas de sus hom-
bres y mujeres santos, entre los que nombraba tanto a los nacidos ahí (el je-
suita Antonio Núñez de Miranda; el canónigo Ignacio Castorena; el capitán
Joseph de Villa Real Gutiérrez del Castillo, alcalde ordinario de la ciudad al
que llama “padre de la patria”, o la monja de San Lorenzo Dominga de la
Presentación) como a aquellos venidos de fuera y que tenían fama en toda
Nueva España (el ermitaño Gregorio López, que se retiró a sus parajes como
anacoreta; al lego fray Sebastián de Aparicio, quien con sus carretas abrió el
camino para su opulento comercio, y, por supuesto, a fray Antonio Margil de
Jesús, el fundador del Colegio de Guadalupe). La obra terminaba describien-
do los gloriosos edificios de la ciudad (sus conventos, colegios y templos) y el
Cristo milagroso que se veneraba en su iglesia parroquial, y sobre el cual
318 la era barroca

—señala— Castorena tenía escrita una historia inédita y el jesuita Antonio


Guajardo había dejado algunos papeles en el Colegio de San Luis.285
Zacatecas y San Luis Potosí formaban los extremos de un paralelepípe-
do cuyos vértices inferiores estaban en Valladolid y Querétaro y en el que se
encontraban los importantes centros urbanos del llamado Bajío, un área de
intenso mestizaje y de una próspera economía.286 A lo largo de las décadas
finales del siglo xvii y de las iniciales del xviii lugares como Acámbaro, San
Miguel el Grande, Zamora, Celaya, Irapuato, Salamanca, León, Salvatierra,
Aguascalientes y Santa Fe de Guanajuato desarrollaban una intensa activi-
dad agrícola y comercial y convertían la antigua provincia de Chichimecas
en la zona más próspera de Nueva España. Junto a esa bonanza, un mundo
simbólico comenzó a elaborarse en esas villas alrededor de imágenes mila-
grosas promovidas por los párrocos regulares y seculares y por los terrate-
nientes y mercaderes.
En Salamanca, un Cristo colocado en el hospital de indios de Nativitas en
1683, junto con la fundación de una cofradía de la Preciosa Sangre, comenzó
a atraer la atención de las poblaciones indígenas y mestizas de los alrededo-
res, llegando su culto muy lejos gracias a los otomíes.287 En Zamora, desde
1686 se veneraba al Cristo de la Salud en una capilla del Calvario, la cual se
remodeló a partir de las primeras décadas del siglo xviii. Una virgen con la
misma advocación de la Salud se veneraba en San Miguel el Grande, posi-
blemente desde la fundación del templo del oratorio de San Felipe Neri, y en
1735 el padre Alfaro le mandó construir una iglesia vecina al Colegio de San
Francisco de Sales. En el mineral de Cata, cercano a Guanajuato, se comenzó
a levantar un santuario al Santo Cristo de Villaseca alrededor de 1709. En
1644 y 1655 Salvatierra y Celaya recibieron el título de ciudad. En la primera,
cuyo escudo de armas llevaba la cruz de su patrón san Andrés, se veneraba
una imagen de la virgen de la Luz asentada en su parroquia por esas fechas.
La segunda, que poseía una imagen de la Inmaculada Concepción en su con-
vento de San Francisco, la utilizó como emblema en su escudo.288
En 1696 una imagen de Nuestra Señora era trasladada a la nueva capilla
construida en la villa de Santa Fe de Guanajuato, y con ella su cofradía, que
había sido fundada por el obispo de Valladolid fray Marcos Ramírez del Pra-
do en 1641; por esas fechas comenzaba a circular una leyenda de esa imagen
de bulto (que fijó el Zodiaco mariano en 1755), a la cual se le conocía como la
Nuestra Señora de Guanajuato, que la vinculaba a la fundación de la villa en
el siglo xvi (1546), a una donación de Carlos V y a la conquista de Granada
desde Santa Fe. En el Zodiaco también se narró la historia de la virgen del
Pueblito, colocada en 1632 en un santuario cercano a Querétaro por los fran-
285
J. de Rivera Bernáldez, op. cit., pp. 80 y ss.
286
Para una visión de la evolución del Bajío y de los problemas que implica su definición
como región ver J. C. Ruiz Guadalajara, op. cit., vol. i, pp. 88 y ss.
287
Ibid., pp. 396 y ss.
288
Luis Mario Schneider, Cristos, santos y vírgenes, pp. 79, 161 y 349.
la era barroca 319

ciscanos para erradicar las idolatrías, lugar que desde 1686 se volvió el centro
de un importante culto y a partir de 1736 se traslado regularmente cada año
a dicha ciudad. Por último, el Zodiaco mariano registra el culto a una imagen
de la Inmaculada Concepción en la villa de León por estas fechas.289
A pesar de ser una región administrada por tres diócesis (Michoacán,
México y Nueva Galicia) y que dependía de dos audiencias y dos reinos, los
núcleos urbanos del Bajío generaron a lo largo de estas décadas fuertes vín-
culos con el centro del país y con la capital. Esto se dio gracias a las redes
formadas por grupos indígenas (otomíes, tlaxcaltecas y michoacanos), mi-
neros, comerciantes y alcaldes mayores españoles, arrieros mestizos y mu-
latos, curas párrocos seculares y miembros de todas las órdenes religiosas
(carmelitas, franciscanos, agustinos, juaninos y jesuitas). Para fines del si-
glo xvii importantes comerciantes como José de Retes, primer “apartador
del oro”, tenían negocios en las minas de San Pedro, cercanas a San Luis
Potosí, y a partir de él sus redes con la ciudad de México se volvieron más
intensas. Zacatecas, por su parte, también había generado estrechos víncu-
los con la capital a través de sus mineros y comerciantes, sobre todo de los
llamados “mercaderes de plata” (como Domingo de la Rea y Luis Sáenz de
Tagle).290 Personalidades zacatecanas, como el canónigo Juan Ignacio Cas-
torena, poseían mucha influencia en la ciudad de México, y monasterios fe-
meninos como el de San Lorenzo fueron el destino de varias de las criollas
zacatecanas, ante la ausencia de instituciones de este tipo en su ciudad. Con
sus vínculos con la capital, Zacatecas buscaba su independencia de Guada-
lajara. Esta situación se reflejó también a nivel simbólico y algunos insignes
zacatecanos, al igual que los de Querétaro, buscaron vínculos “históricos”
con la capital. En 1700, en la dedicatoria a la Fama y obras póstumas de sor
Juana, Castorena introducía como elogio a la marquesa del valle de Oaxaca
(mecenas de la edición) la mención a doña Leonor Cortés Moctezuma, hija
del conquistador y nieta del emperador mexica, casada con Juan de Tolosa,
“insigne fundador de la muy noble ciudad de Nuestra Señora de los Zacate-
cas, mi patria, ennobleciéndola hasta hoy sus descendientes”.291
Algo similar pasaba en Santa Fe de Guanajuato, aunque su auge se dio
más hacia mediados del siglo xviii, lo que motivó que el real de minas reci-
biera del rey Felipe V un escudo de armas y el título de ciudad en 1741, un
escudo que también tenía en su cuerpo un emblema religioso: la fe con los
ojos vendados sosteniendo una cruz y una custodia, en recuerdo de la to-
ma de Granada por los Reyes Católicos, finalmente la conquista precursora
de la de Tenochtitlan. Estas redes hicieron del Bajío y de sus confines una
289
Ver F. de Florencia y J. A. de Oviedo, op. cit. Edición moderna de Antonio Rubial García,
México, cnca, 1995, pp. 193 y ss., y 329 y ss.
290
Para este tema ver Elisa Itzel García Berumen, Los grandes comerciantes de Zacatecas en
la segunda mitad del siglo xvii.
291
J. I. de Castorena, “Dedicatorias”, en sor J. I. de la Cruz, Fama y obras póstumas del Fénix
de México..., p. 10.
320 la era barroca

región en la cual, a las imágenes religiosas locales, se unió muy pronto y con
gran fuerza todo el aparato simbólico que había forjado la capital y, sobre
todo, como veremos, su emblema más querido.
A pesar de sus fuertes vínculos con la ciudad de México, la mayor parte de
esta región dependía del obispado de Michoacán. En su capital episcopal, Va-
lladolid, se definían las políticas religiosas, se autorizaban las devociones y se
promovían los cultos. Después de una situación crítica, a mediados del siglo
xvii se consolidaba el cabildo catedralicio y el obispo franciscano fray Marcos
Ramírez de Prado (1640-1666), llevada a cabo una reforma que consolidaba
las rentas decimales, imponía la disciplina eclesiástica, centralizaba el poder
urbano y regional en la sede episcopal y daba inicio a las obras de la nueva
catedral.292 A partir de aquí comenzó una era de prosperidad y buen orden
en la diócesis, que se reflejó en la construcción y remodelación de numerosos
templos en la ciudad promovidos por miembros del cabildo de la catedral:
en 1652 el de San José, antiguo patrono de la sede (con el apoyo del obispo
Ramírez, del cabildo catedralicio y del alcalde mayor); el de Santa Cruz en
1675, que sería sede de la Congregación de San Pedro, y el de la virgen de Co-
samaloapan en 1681, junto al cual se construiría en el siglo xviii el segundo
monasterio femenino de la ciudad, el de capuchinas, para indias caciques.293
Junto con estas edificaciones, y como sucedió en las otras capitales epis-
copales, el cabildo catedralicio y el obispo fueron también los principales
promotores de los cultos locales, siendo el más importante en Valladolid el
llamado Cristo de las monjas, imagen que se veneraba en la iglesia del único
monasterio femenino de la ciudad, Santa Catalina de Siena, de dominicas.
Desde 1642 el obispo Ramírez de Prado había iniciado la costumbre de tras-
ladar esta imagen desde su sede, en la orilla norponiente de la ciudad, a la
catedral para solucionar la falta de lluvias. Además, el mismo arzobispo au-
torizó en 1644 la fundación de la archicofradía de la Preciosa Sangre con
sede en la iglesia de las monjas para ocuparse del culto de la imagen. Sin
embargo, con el tiempo, el traslado comenzó a estar bajo cuidado del ayun-
tamiento, y así se hizo en 1689, 1692, 1696, 1706 y 1720, aunque siempre
con el permiso episcopal y la recepción del cabildo en catedral. Parece por
demás extraño que en 1721 los capitulares se negaran a la petición del ayun-
tamiento sobre una nueva visita de la santa imagen aduciendo “las numero-
sas ocupaciones” de la iglesia. Al año siguiente, en 1722 se iniciaban las obras
de un nuevo templo y convento para las dominicas en la calle real, muy cer-
ca de la catedral, edificios concluidos en 1738 gracias al apoyo del obispo
Escalona y Calatayud y de algunos miembros del cabildo. Después de un
suntuoso traslado de las monjas a su nueva sede, del cual tenemos un cuadro
conmemorativo, el Cristo de las monjas fue depositado en la capilla del coro

292
Jorge Traslosheros, La reforma de la Iglesia del antiguo Michoacán. La gestión episcopal de
fray Marcos Ramírez de Prado (1640-1666), pp. 46 y ss.
293
Óscar Mazín, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, pp. 205 y ss.
la era barroca 321

alto para uso privado de la comunidad. Al año siguiente, una sequía obligó al
cabildo a condescender para que el Cristo de las monjas saliera en procesión,
pero se dijo que se haría un novenario a una imagen que se veneraba en la
sacristía de la catedral. En adelante el Cristo de las monjas no volvió a salir
del monasterio y el de la Sacristía o de la Misericordia se convirtió en la ima-
gen tutelar solicitada para traer lluvias. A causa de que el supuesto donador
de esta imagen fue el obispo Ramírez de Prado, el Cristo se colocó en la ca-
pilla dedicada a su memoria, con lo que se usufructuaba el prestigio de esa
figura benemérita y se afianzaba una tradición.294 Con este desplazamiento
de una imagen por la otra, el cabildo, que estaba en sede vacante, pretendía
afianzar el predominio de la catedral, muy posiblemente sobre las pretensio-
nes del ayuntamiento, que pretendía organizar dichos traslados, como se ha-
cía en México, Puebla y otras ciudades episcopales de Nueva España.
De hecho, esta corporación tenía muchos problemas de solvencia en Va-
lladolid, lo cual contrastaba con la riqueza del cabildo eclesiástico, al cual se
le habían delegado funciones como el abasto de agua y el control de los gra-
nos en las sequías, sobre todo a causa de su manejo económico de los diez-
mos. Esta debilidad del ayuntamiento se pudo observar en 1701 a raíz de los
festejos de la jura por el ascenso al trono de Felipe V, los cuales fueron reali-
zados en Pátzcuaro por el recién fundado ayuntamiento español (1689) y no
en Valladolid, carente de recursos para la celebración. Es muy significativa,
por otro lado, la presencia simbólica de la ciudad de Pátzcuaro en la región,
la cual el cabildo de Valladolid va a usufructuar continuamente desde el siglo
xvii, sobre todo alrededor de dos de sus símbolos más significativos: su héroe
epónimo, Vasco de Quiroga, y su icono fundador, la virgen de la Salud.
El primero se constituyó para el cabildo de Valladolid, necesitado de
afianzar una tradición, en el padre de dicha corporación. Esta imagen co-
menzó a construirla el canónigo vallisoletano Francisco Arnaldo de Ysassy,
quien el 1649 escribía una “Demarcación y descripción del obispado de Me-
choacán y fundación de su iglesia cathedral”, que a pesar de no haber sido
editada se convirtió para el cabildo de la catedral en la base de su memoria
histórica.295 Para el canónigo, la Iglesia de Michoacán fundada por don Vas-
co ya estaba anunciada en el pueblo de Santa Fe, creado por Quiroga cerca
de la capital y donde la caridad y la fe recordaban a la Iglesia primitiva. A ese
“seminario de virtudes” creado por Quiroga llegaban personas de todos la-
dos y de todos los orígenes en busca de consuelo, como el afamado ermitaño
Gregorio López, cuyo proceso de beatificación estaba siendo llevado en Ro-

294
Ó. Mazín, “Del Cristo de las monjas al Señor de la Sacristía. Imágenes y relaciones socia-
les en Valladolid de Michoacán. Siglo xviii”, Historias. Revista de la Dirección de Estudios Histó-
ricos del inah, núm. 46, pp. 45-53.
295
Francisco Arnaldo de Ysassy, “Demarcación y descripción del obispado de Mechoacán y
fundación de su iglesia cathedral. Número de prebendas, curatos, doctrinas y feligreses que tie-
ne, y obispos que ha tenido desde que se fundó. Valladolid, 25 de abril de 1649”, edición y notas
de Diego Rivero, Bibliotheca Americana, vol. i, núm. 1.
322 la era barroca

ma. La alusión a Santa Fe no era gratuita, el cabildo catedral de Michoacán


tenía fuertes conflictos con el arzobispado de México, que se negaba a reco-
nocer su patronazgo y jurisdicción espiritual sobre el sitio que don Vasco le
había heredado. Además de Santa Fe de México, Ysassy exalta las otras dos
fundaciones gemelas, la de la Laguna y la del Río, la primera como madre de
los hospitales de Michoacán (contra la pretensión franciscana de darle este
título a Uruapan) y la segunda como punta colonizadora de los chichimecas
en el río Lerma (en oposición a la visión agustina que postulaba a su orden
como iniciadora de esa misión). Finalmente el canónigo vinculaba los pue-
blos de Santa Fe con el Colegio de San Nicolás, semillero de sacerdotes y
cuarta institución que Quiroga dejó a su cabildo como patrono y del cual el
mismo Ysassy era superintendente. En 1649 las fundaciones de Quiroga en-
frentaban una crisis financiera, para solucionarla el canónigo pretendía lla-
mar la atención del obispo Ramírez y del cabildo de la catedral de Valladolid
(construida como se recordará a pesar de la oposición de don Vasco). Poco
se logró de estas expectativas, pero con la exaltación del fundador de la dió-
cesis y del cabildo Ysassy iniciaba la construcción de una tradición que sería
clave para la sede de Valladolid en el siglo xviii.296
El segundo símbolo de Pátzcuaro, la virgen de la Salud, también fue usu-
fructuado por la capital episcopal. Con el aval de la catedral de Valladolid,
donde una copia de esta virgen tenía una capilla (al igual que la de Cosama-
loapan), la imagen visitaba a menudo la capital episcopal y pasaba tempo-
radas ahí dándosele por casa la iglesia de la Santa Cruz.297 Esta virgen era
considerada como una de las imágenes más milagrosas de la zona michoaca-
na y recibió a principios del siglo xviii un monasterio femenino de monjas
dominicas (1747) y el apoyo de los obispos de Valladolid: Francisco Matos
Coronado (a quien la beata Josefa Gallegos convenció para autorizar la fun-
dación inspirada por la misma Virgen) y Martín de Elizacoechea (quien
nombró a las religiosas fundadoras que salieron del monasterio de Santa
Catalina de Siena de la capital episcopal).298
El impulso que recibiera el cabildo eclesiástico de Valladolid se vio refor-
zado con la presencia de contactos intelectuales y políticos con los obispos y
cabildos de las catedrales de México y Puebla. Como lo ha señalado Óscar
Mazín en su magistral estudio sobre esa corporación, tal situación se debió,
por un lado, a que tres de los cuatro obispos que gobernaron la diócesis mi-
choacana en la segunda mitad del siglo xvii fueron promovidos después de su
gestión al arzobispado de México (Ramírez de Prado, Aguiar y Seijas y Martí-
nez Montañés) y a que dos de los prelados que les siguieron a principios del
xviii habían sido miembros del cabildo metropolitano (García Felipe de Le-
gazpi y Manuel de Escalante). Asimismo, varios canónigos vallisoletanos pro-

296
Ibid., pp. 183 y ss.
297
Nelly Sigaut, coord., La catedral de Morelia, p. 41.
298
M. A. Amerlinck y M. Ramos, op. cit., p. 215.
la era barroca 323

cedían de parroquias poblanas, lo que propició que Puebla fuera para Mi-
choacán la principal asesora en materias de gobierno y administración y que
algunos cultos a imágenes “poblanas” fueran introducidos en Valladolid, como
el de la virgen de Cosamaloapan, cuyo santuario fue iniciado en esta ciudad en
1681 quizás por el deán de origen poblano Sebastián de Pedraza y Zúñiga.299
Es muy significativo que la advocación de esa virgen, cuyo santuario ori-
ginal se encontraba entre los obispados de Puebla y Oaxaca, hubiera sido
una de las imágenes promovidas por el obispo Juan de Palafox, algunos de
cuyos protegidos llegaron a ser miembros del cabildo de Valladolid. Desde su
llegada a la diócesis poblana, el obispo Palafox había enviado al jesuita ma-
drileño Juan de Ávalos (1581-1651) a misionar en la región del río Alvarado,
a cuyas orillas estaba el santuario, “dándole orden que en su nombre visitase
la imagen” y recopilase las narraciones de sus milagros. En 1643, salía im-
presa en Puebla, a instancias también de Palafox, la obra del jesuita con el
título Relación de la prodigiosa imagen de Nuestra Señora de Cosamaloapan,
“para común edificación y aliento a la devoción y confianza de esa imagen
tan prodigiosa”.300 En la narración se contaba que la imagen había sido en-
contrada en el lomo de una mula muerta y, colocada en una ermita, realiza-
ba innumerables prodigios (muchos de ellos relacionados con tormentas en
el mar) en la zona de Veracruz. Por otras fuentes sabemos que, a lo menos
una vez, Palafox mandó trasladar la imagen desde su santuario hasta Puebla
para pedirle su intercesión durante una epidemia.301
Este prelado es posiblemente el mejor representante del papel central
que jugaron los obispos en el apoyo y promoción de los cultos locales, tanto
en el ámbito urbano español como en el indígena. Palafox, como muchos
prelados de la Contrarreforma, consideraba que una de las obligaciones de
su cargo era fomentar esos cultos, enriquecer o reedificar sus santuarios, dar
a conocer los milagros que se manifestaran en su diócesis y promover el re-
conocimiento de tales prodigios por parte de la Sagrada Congregación de
Ritos y de las autoridades de la Iglesia universal.302 Además, Palafox encon-
tró en estas fundaciones la culminación de una política de apoyo al clero se-
cular que se había hecho cargo de las antiguas parroquias quitadas a los re-
gulares, como se puede ver en la promoción de santuarios tlaxcaltecas de
San Miguel del Milagro y la virgen de Ocotlán.
Esta política promocional del obispo de Puebla fue continuada por sus
sucesores y encontró, como vimos, un fuerte eco tanto en el cabildo de la

299
Ó. Mazín, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, pp. 195 y ss.
300
J. A. de Florencia y F. de Oviedo, op. cit., pp. 245 y 250.
301
Antonio González Rosende, Vida y virtudes del Illmo. y Exmmo. señor Iván de Palafox y
Mendoza, libro iii, cap. vii, p. 355. En San Andrés Chalchicomula, hoy Ciudad Serdán, existe la
tradición oral de que la capilla dedicada a la virgen de Cosamaloapan fue fundada por Palafox.
Agradezco al presbítero Sergio Fuentes esta noticia.
302
A. Rubial García, “Juan de Palafox. Promotor de prodigios”, en Patricia Escandón (ed.),
De la Iglesia indiana. Homenaje a Elsa Cecilia Frost, pp. 117-130.
324 la era barroca

catedral como en el ayuntamiento urbano. En 1665 esta corporación cons-


truyó a sus expensas una capilla dedicada a la virgen Conquistadora, que se
veneraba en el convento de San Francisco desde el siglo xvi. En 1676 la vir-
gen de la Defensa, otra promoción palafoxiana, era colocada por el deán y
cabildo en el altar de los Reyes de la catedral de Puebla, convirtiéndose des-
de entonces en el centro de un culto patrio poblano.
La presencia de obispos y cabildos emprendedores se dio también en
Oaxaca, el episcopado sureño. En la era barroca en la ciudad de Antequera
se estaba desarrollando un gran santuario alrededor de la virgen de la Sole-
dad, imagen colocada cerca de 1617 en la capilla de San Sebastián, que se
hallaba sobre un cerro cercano a la capital episcopal conocido como “el
Monte Calvario de Jerusalén”. Alrededor de 1674 el dominico fray Francisco
de Burgoa señalaba que este santuario atraía a numerosos devotos que acu-
dían a ella “para todas sus necesidades de hambre, enfermedades y demás
miserias”; agrega que “aquí acuden todos los días muchos sacerdotes a decir
misa, así por promesas de devoción como por estipendio que dan de limosna
en honra de la virgen los fieles”; el cronista termina señalando que el Viernes
Santo la imagen encabezaba una procesión de sangre por la ciudad.303 Vein-
te años después, el obispo Isidro de Sariñana (criollo que había sido deán en
la catedral de México), con la ayuda del arcedeán de Oaxaca Pedro de Otálo-
ra Carvajal, promocionó el culto a la imagen con la construcción de un so-
berbio templo y de un monasterio adjunto de agustinas recoletas, el cual no
fue terminado durante su gestión. Uno de sus sucesores, el obispo Ángel
Maldonado, a principios del siglo xviii, terminó las obras del santuario y el
monasterio y reforzó el espacio con la promoción de una religiosa mística y
visionaria: sor María de San Joseph.304 Por estas fechas debió construirse
la leyenda, fijada ya en el Zodiaco mariano por Juan Antonio de Oviedo, se-
gún la cual la imagen llegó transportada por una mula sin dueño que se detu-
vo en la ermita de San Sebastián recién fundada la ciudad, modelo narrativo
muy común en la literatura hierofánica europea y que muestra la necesidad
de darle a la urbe un hecho fundacional milagroso. La leyenda debió apare-
cer hasta esta época tan tardía, pues a finales del siglo xvii el cronista domi-
nico oaxaqueño Burgoa aún no la registraba.305
Esta capacidad promocional de los obispos se debió en buena medida a la
gran autoridad que tenían sobre sus territorios episcopales, pues en esas zo-
nas los funcionarios civiles de mayor rango eran los alcaldes mayores. Sus
redes de influencia, sus alianzas con los ayuntamientos locales y los apoyos
que tenían de sus cabildos catedralicios, así como la administración de una
cuarta parte de los diezmos, les daban los abundantes recursos que les permi-
tieron impulsar no sólo esos santuarios sino la misma construcción o termina-

303
F. de Burgoa, Geográfica descripción…, fol. 126.
304
M. A. Amerlinck y M. Ramos, op. cit., pp. 273 y ss.
305
F. de Florencia y J. A. de Oviedo, op. cit., pp. 272 y ss.
la era barroca 325

ción de sus sedes catedralicias, las cuales, a pesar de su valor simbólico, fue-
ron concluidas después de varias décadas y con la ayuda de sus cabildos
eclesiásticos.306 Excepto Puebla, donde Palafox terminó la catedral entre
1642 y 1649 y organizó una apoteósica consagración del edificio (aunque las
fachadas fueron hechas entre 1664 y 1690), las otras sedes tardaron mucho
en concluir sus edificaciones.
En Oaxaca el templo se comenzó alrededor de 1640 durante el episcopa-
do de Bartolomé Benavente, pero tuvieron que pasar dos décadas hasta que
el obispo dominico fray Tomás de Monterroso (1665-1678), alrededor de
1667, autorizó la construcción de las bóvedas de las naves, la sacristía y la
sala capitular, que fueron concluidos en 1678. Entre 1682 y 1694 se hicieron
las capillas laterales, iniciadas por el cabildo en “sede vacante” y terminadas
bajo el gobierno de Isidoro de Sariñana (1684-1696). Pero en 1714 un inten-
so temblor causó serios daños al edificio, lo que obligó a cerrarla al culto; las
obras de la nueva catedral duraron entre 1724 y 1752.
En Valladolid, gracias a la labor del cabildo y del obispo Ramírez, se ini-
ciaron las obras catedralicias en 1660, después de un fuerte conflicto con el
virrey duque de Alburquerque, a quien la Corona encargó proveerla de recur-
sos. Sin embargo, estos tardaban en llegar y fue el cabildo eclesiástico, nom-
brado “superintendente de la fábrica”, el que, con la ayuda de los diezmos,
pudo dar avance a la obra; sin embargo, no fue sino hasta la última década del
siglo que se cerraron las bóvedas, gracias al impuso del obispo Juan Ortega
y Montañés (1684 -1699), que al ser nombrado virrey interino destrabó desde
México los fondos destinados a la construcción. Finalmente, entre 1732 y 1750
el cabildo pudo concluir las obras con sus fachadas, torres y oficinas.307
El papel central que tuvieron los cabildos catedralicios y los obispos en
la conformación de los símbolos urbanos de sus capitales, sólo comparable
al de los ayuntamientos, tuvo además una dimensión que rebasó los límites
mismos de la ciudad. Su control sobre el territorio diocesano, aunque dispu-
tado por las provincias religiosas, les permitió expandir devociones en las
parroquias adscritas a ellos. Por otro lado, existían entre las diócesis centra-
les fuertes lazos que permitieron intercambios de todo tipo (incluidos los
simbólicos), tanto por la movilidad de sus miembros, que transitaban de un
cabildo a otro e incluso a la ocupación de sedes episcopales, como por la lu-
cha conjunta que entablaron ante la Corona austriaca por la defensa de sus
privilegios frente a las órdenes religiosas (para que pagaran diezmos) o fren-
te a los abusos del regalismo borbónico en el siglo siguiente.308 Fueron esos
obispos, a menudo apoyados por sus cabildos, como veremos, quienes pro-

306
La catedral de México fue una excepción pues fue construida por los virreyes a expensas
de la Hacienda Real, aunque su decoración interior (la sacristía, sobre todo) fue promovida por
su cabildo.
307
Ó. Mazín, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, pp. 233 y ss.
308
Ibid., pp. 160 y ss.
326 la era barroca

movieron en sus diócesis el culto de la virgen emblemática de la ciudad de


México: Guadalupe.

10. Los Remedios y Guadalupe. La síntesis


del espacio y del tiempo novohispanos

En todas las provincias y reinos de esta América septentrional se ha mostrado la


gran Madre de Dios y Señora Nuestra, propicia y liberal en sus favores. Porque al
paso que la religión verdadera se ha ido dilatando en ellas, han ido creciendo las
misericordias de esta Soberana Reina, en que muestra cuánto le agrada el ver
extendida la fe de su Hijo en este Nuevo Mundo, de lo cual serán prueba mani-
fiesta los muchos santuarios milagrosos que en él tiene, que son como patentes
oficinas de su piedad.309

El anterior epígrafe forma parte de un libro que se convertiría en la prue-


ba de la elección divina sobre México, el Zodiaco mariano. Su iniciador fue el
autor jesuita nacido en La Florida Francisco de Florencia (1620-1695), pero
la obra no fue concluida sino hasta el siglo xviii por otro jesuita, el colombia-
no Antonio de Oviedo (1670-1757), quien lo editó en 1755.310 El Zodiaco re-
copilaba, como hemos señalado, las leyendas y milagros de ciento seis imá-
genes marianas distribuidas por obispados.311 Algunas de ellas habían sido
obtenidas por donación o por flagrante robo, otras se “aparecieron”, se “re-
velaron” después de estar ocultas por mucho tiempo o se renovaron por sus
propios medios; pero algo común a todas era la voluntad de María de mos-
trar su especial predilección por este territorio.
De hecho, el Zodiaco era la última obra concebida por Francisco de Flo-
rencia sobre estos temas. Después de un viaje a España e Italia como pro-
curador de su orden entre 1669 y 1678, el jesuita había conocido los princi-
pales santuarios marianos en esos países y a su regreso a Nueva España se
dedicó a recopilar materiales para promover por medio de sus narraciones
milagrosas los santuarios locales novohispanos y darles el carácter universal
que tenían los de Europa. El viaje le había dado ideas para internacionalizar

309
F. de Florencia y J. A. de Oviedo, op. cit., p. 51.
310
El hecho de que ambos fueran jesuitas no es gratuito, la Compañía tenía una fuerte voca-
ción mariana. El padre Juan Bautista Zappa, jesuita italiano llegado a México en 1665, maestro
en el Colegio de San Gregorio y conocedor del náhuatl, fue, junto con el padre Antonio Núñez de
Miranda, gran promotor de las congregaciones marianas. A él también se le considera, junto
con Juan María Salvatierra, como el introductor del culto a la virgen de Loreto y la Santa Casa
de Nazareth, sobre cuya aparición el mismo padre Florencia publicó en 1689 un opúsculo. Da-
vid Brading, “La patria criolla y la Compañía de Jesús”, en Colegios jesuitas, pp. 58-71.
311
Tomás Calvo, “El zodiaco de la nueva Eva: el culto mariano en la América septentrional
hacia 1700”, en Manuel Ramos y Clara García (eds.), Manifestaciones religiosas en el mundo co-
lonial americano, pp. 267 y ss.
la era barroca 327

la vida religiosa novohispana. Las vírgenes de Guadalupe, Los Remedios, Za-


popan y San Juan de los Lagos, el Cristo de Chalma y el santuario de San
Miguel del Milagro fueron algunas de las imágenes de su interés. A lo largo de
sus obras insistía en que el principal argumento que avalaba la devoción a es-
tas imágenes era la existencia de una continuada tradición histórica sobre
ellas; reconstruir esa tradición era el principal objetivo de sus obras. Junto a
la existencia de una ininterrumpida devoción estaba también la autoridad de
los obispos que habían patrocinado los santuarios, la difusión y multiplica-
ción de las imágenes que proliferaban en los altares domésticos y la abun-
dancia de limosnas de patronos ricos con que se edificaban sus templos. El
mismo Florencia era uno de los impulsores más activos de los novenarios,
pequeños libros de oración editados como complemento de la literatura apa-
ricionista e importantes instrumentos en la difusión de los cultos. En sus
obras, el autor jesuita daba a la imagen un carácter de documento visual que
nunca había tenido antes; es significativo al respecto el uso que hizo de pic-
togramas indígenas y de exvotos para probar la autenticidad de las narra-
ciones sobre las imágenes y el remarcar el carácter jeroglífico que poseían
algunos iconos.312
La obra monumental de Florencia, que le permitía hacer a menudo re-
ferencias cruzadas entre todas las imágenes que manejaba, no era sólo una
literatura de propaganda para promover la devoción de los fieles; para él esos
iconos eran una muestra de los favores divinos concedidos a esta tierra, una
manifestación de la unidad de la fe que existía en Nueva España y de su
carácter de pueblo elegido. Sobre el mapa de la Nueva España, Florencia
creaba por primera vez una cartografía de las apariciones milagrosas tenien-
do una visión más totalizadora y global que las visiones parciales de los dis-
cursos patrióticos locales.313
Ese espíritu, inspirador del Zodiaco mariano, era compartido por su editor
final, Juan Antonio de Oviedo, a quien se deben los materiales sobre Guatema-
la, Oaxaca y otros santuarios como Ocotlán, el prólogo a la obra y muy posi-
blemente su organización temática por episcopados. El Zodiaco fue una de las
primeras obras que contemplaba un fenómeno como éste en todo el territorio
y es muy significativo que sus autores formaran parte de una corporación que
tenía presencia tanto en las fronteras misionales como en las ciudades por
medio de sus colegios. La provincia de la Compañía de Jesús, extendida en
toda Nueva España, era la única que podía haber producido la percepción
unificadora de un reino en los términos de una elección celestial mariana.
Florencia y Oviedo, sin embargo, no hubieran podido realizar su obra de
recopilación sin los textos que se dedicaron a describir las milagrosas apari-
312
Luisa Elena Alcalá, “¿Pues para qué son los papeles...? Imágenes y devociones novohis-
panas en los siglos xvii y xviii”, Tiempos de América. Revista de Historia, Cultura y Territorio,
núm. 1, p. 46.
313
Jason Dick, “The Life of Francisco de Florencia” (manuscrito inédito facilitado amable-
mente por su autor).
328 la era barroca

ciones locales de la Virgen desde mediados del siglo xvii, tanto de aquellos
insertos en las crónicas mendicantes como de los dedicados exclusivamente
a una imagen. Un ejemplo de los segundos es la obra del franciscano fray
Juan de Mendoza (m. 1686), quien en 1684 daba a la imprenta un opúsculo
sobre la virgen de Tecaxique, venerada en un santuario cercano a Toluca.
Con un lenguaje sencillo el autor describía los prodigios de una imagen de
Nuestra Señora de los Ángeles, pintada en una tela de algodón y conservada
intacta a pesar de que estuvo a la intemperie en una ermita abandonada. Jun-
to a la presencia de ángeles que tocaban música y emitían luz, la imagen mul-
tiplicó la cal, la carne y las limosnas para concluir el santuario. La alusión al
nombre indígena del lugar (nido de aves) permite al autor hablar de una pre-
destinación de los indios a convertirse en pueblo elegido.314
La finalidad primordial de estos escritos era mover la piedad de los fieles,
su devoción y las peregrinaciones; la escritura y la imprenta formaban parte
de la última fase del culto, y como un factor decisivo en su expansión. Pero a
veces también estos textos se constituían en vehículos para promocionar las
informaciones sobre las apariciones, primer paso en el proceso de solicitud
de reconocimiento del culto por parte de la Sagrada Congregación de Ritos
en Roma. En todos ellos aparece además, como tema central, la validación
celestial que tenían esos cultos, a pesar de la ausencia de documentos escritos
en sus orígenes. Para estos escritores Nueva España era, sin lugar a dudas, un
espacio elegido por la divinidad para manifestarse; sus imágenes milagrosas
lo hacían el lugar más destacado de la tierra, una segunda Jerusalén.
Los materiales de la literatura hierofánica han sido tomados de la tra-
dición oral popular y reelaborados con un nuevo sentido. La fijación tex-
tual obtenida con la escritura marcaba la transformación de una narración
oral plural en un paradigma sacralizado y único que se convertía, a su vez,
en materia prima para otras narraciones orales y escritas referidas a otras
imágenes. Asimismo, para algunas de las imágenes más sobresalientes se
crearon verdaderos ciclos narrativos que difundieron el mensaje y los con-
tenidos de los primeros textos aparicionistas. Siguiendo este modelo, en Nue-
va España casi todas las leyendas aparicionistas remontaron sus orígenes al
periodo inmediato posterior a la conquista de Tenochtitlan, el de la primera
evangelización, aunque la elaboración de sus leyendas corresponde a las úl-
timas décadas del siglo xvi y a las primeras del xvii. Los textos del siglo xvii
y la primera mitad del xviii, la última etapa del proceso, estructuraron esos
materiales bajo los lineamientos propios del mundo de la retórica: la presen-
tación de documentos, testimonios e informaciones utilizados como argu-
mentos característicos de una sociedad de escritura, aunque la inmediatez
de lo narrado, el uso de imágenes narrativas, la ausencia de crítica y la gran
credulidad eran características propias del mundo de la oralidad. La impo-

314
Véase Juan de Mendoza, Relación del santuario de Tecaxique en que está colocada la mila-
grosa imagen de Nuestra Señora de los Ángeles...
la era barroca 329

sición de un medio impreso (que se difundía sin embargo por medios orales
en una sociedad analfabeta), la misma impresión de estampas, se revertía
sobre el ámbito de la oralidad y le imponía una serie de categorizaciones que
recomponían las narraciones y les daban un sentido de veracidad y de crítica.
Las elucubraciones de los cronistas sobre la necesidad de las imágenes, so-
bre la posibilidad del milagro y sobre la necesidad de allegarse testimonios
son meros recursos retóricos, así como la reiterada alusión a la iconoclastia
de los protestantes.
Pero sin duda fue la capital la que desarrolló la mayor cantidad de textos
aparicionistas alrededor de las devociones marianas en sus santuarios. Cua-
tro eran, según el padre Florencia, los baluartes que protegían a la ciudad de
México de toda catástrofe desde los cuatro puntos cardinales. La virgen de la
Bala, al poniente, se encontraba en el templo del hospital de leprosos de San
Lázaro; la virgen de la Piedad, al sur, se veneraba en un convento de los domi-
nicos; la virgen de los Remedios, al oriente, cuya importancia como protecto-
ra de la ciudad y portadora de lluvias comenzaba a abarcar también la buena
fortuna de las flotas, era el más alejado del núcleo urbano y estaba a cargo del
ayuntamiento de la capital; la virgen de Guadalupe, al norte, bajo el cuidado
del cabildo catedralicio, estaba cercana a la ciudad, al final de una calzada
que se flanqueó con monumentos que rememoraban los misterios del Rosa-
rio, y era solicitada originalmente para paliar los efectos de las inundaciones.
De las cuatro imágenes fueron las dos últimas las que tuvieron un mayor
influjo en la ciudad. La virgen de los Remedios pasó de ser una imagen con-
quistadora a una más accesible al pueblo y a los indios, se volvió la protecto-
ra de la ciudad y la que traía las lluvias cuando éstas escaseaban, siendo
también la patrona contra epidemias y hambrunas y protectora también de
las flotas y de los navegantes por su asociación con el mar. Icono esencial
para las actividades agrícolas, sus fiestas de traslación a la capital, cuyos gas-
tos corrían a cargo del ayuntamiento, eran tan suntuosas como las de Cor-
pus, con altares efímeros, danzantes y disciplinantes. Además, en la fiesta del
santuario el 28 de agosto los indios de la zona, sus principales promotores,
hacían procesiones con la “niña”, arcos de flores, música, danza y fuegos ar-
tificiales. A mediados del siglo xvii el santuario de Los Remedios estaba lleno
de exvotos y era tan popular que su culto había llegado a zonas tan alejadas
como el Bajío, Michoacán y los valles de Puebla y Tlaxcala, pues una imagen
peregrina, copia del original, hacía giras de promoción solicitando limosnas
para sus festejos.
Dos textos hierofánicos se vincularon con esta difusión: uno, el del cape-
llán del santuario Lorenzo de Mendoza (m. 1690 ca.), editado en 1685, que
fue la culminación de un pleito del cabildo urbano de la capital, que contro-
laba el santuario, con el arzobispo virrey fray Payo de Ribera; éste juzgó
como irregular que una autoridad laica nombrara al capellán y le suspendió
el patronato, por lo que el ayuntamiento orquestó toda una campaña para
recuperarlo. El otro texto, el de Francisco de Florencia, La milagrosa inven-
330 la era barroca

ción de un tesoro escondido (editado en 1686), le dio un nuevo giro a la ima-


gen haciéndola colaboradora de la fundación de Nueva España por su pre-
sencia en la conquista. Ambas obras fueron impresas después de que la
Corona restituyó al ayuntamiento de la capital en 1684 los derechos de patro-
nazgo concedidos por el virrey Martín Enríquez (1574). Estas ediciones reali-
zadas bajo el patrocinio de esa corporación muestran el papel fundamental
que para ella tenía el santuario, no sólo como instrumento de prestigio, sino
también como muestra de autonomía respecto a la autoridad episcopal.315
En 1692, a una semana de la revuelta que asoló la capital, la virgen de los
Remedios fue traída a la ciudad para pedir salud y lluvias como otros años,
pero lo más significativo fue que se quedó en la catedral hasta 1695. El hecho
no tenía precedente, pero la presencia de la virgen en la capital se hacía ne-
cesaria como una manera de contrarrestar los efectos de la revuelta. En
1696, la imagen fue bajada a México de nuevo para pedir por la llegada a
salvo de la flota, tradición que se volvió costumbre por un decreto real de
1698. A partir de entonces, y a todo lo largo del siglo xviii, las venidas y a ve-
ces también los festivales se fueron vinculando cada vez más con la elite es-
pañola; la mitad de las veces las razones del traslado fueron por el buen arri-
bo de las flotas o para pedir favores para el rey.316
A pesar de que la imagen de la virgen de los Remedios fue la que visitó la
ciudad más veces, fue la de Guadalupe la que recibió una mayor atención por
parte de los escritores criollos a lo largo del siglo xvii. Durante la década de
1640 a 1650 los clérigos Luis Lasso de la Vega (m. ca. 1670) y Miguel Sánchez
(1594-1674), vinculados con el santuario y apoyados por el arzobispo Juan
de Mañozca (m. 1650), dedicaron sus esfuerzos a divulgar el texto náhuatl
llamado Nican Mopohua (Aquí se relata…), copiado por Fernando de Alva Ix-
tlilxóchitl (1578-1650). Luis Lasso de la Vega publicó en náhuatl en 1649 su
Huey tlamahuizoltica omonexiti ilhuicac tlatoca ihwapilli Sancta María (El gran
acontecimiento con que se apareció la Señora Reyna del cielo Santa María), con
el texto del Nican Mopohua seguido de breves anotaciones conocidas como
Nican Motecpana (Aquí en orden y concierto…), una recopilación de las inter-
venciones prodigiosas de la virgen a favor de los españoles de la capital. Al pa-
recer la publicación iba dirigida a promover el culto entre los indígenas, lo que
significa que la devoción no estaba tan extendida entre la población nativa.317
Sin embargo, no fue este texto, sino el de Miguel Sánchez, impreso un
año antes, en 1648, el que tuvo un influjo decisivo en la difusión de la narra-
ción, del simbolismo y del culto guadalupanos. A diferencia de la de Lasso,
la obra de Sánchez (Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe)

315
Francisco Miranda Godínez, Dos cultos fundantes: Los Remedios y Guadalupe (1521-
1549), pp. 51 y ss.
316
L. A. Curcio-Nagy, op. cit., pp. 75 y ss.
317
Ver Luis Lasso de la Vega, Huey tlamahuizoltica omonexiti ilhuicac tlatoca ihwapilli Sancta
Maria.
la era barroca 331

no se quedó en una mera copia de la versión indígena del milagro, sino que
realizó toda una elaboración alegórica en la que se entrelazaban la narración
simbólica del Apocalipsis, las apariciones guadalupanas y los presagios y ac-
ciones desarrollados alrededor de la conquista de México.318
Miguel Sánchez supo aprovechar muy bien el hecho de la coincidencia
entre las imágenes de la Inmaculada Concepción (culto que estaba expan-
diéndose con gran fuerza en ese momento en el imperio) y de la virgen de
Guadalupe, y convirtió a su patria (la ciudad de México) en una alegoría viva
de la visión descrita por san Juan: las alas de la mujer recordaban las del
águila mexicana, el emblema de la capital; el dragón demoniaco simbolizaba
la idolatría de los antiguos habitantes del Anáhuac sometida por Hernán Cor-
tés y sus guerreros, émulos de san Miguel y sus ángeles; el Tepeyac, desierto
al que voló la mujer preñada vestida de sol, se volvió espacio sagrado, junto
con la isleña ciudad de México transformada en Patmos, la isla de las visiones
apocalípticas; san Juan, el evangelista y autor del Apocalipsis, prefiguró a
Juan Diego, a Juan Bernardino y a fray Juan de Zumárraga, los tres testigos
del milagro, quienes eran a su vez comparados con Moisés, David y Aarón.319
La imagen se convertía así en la razón de ser de la conquista y de la evan-
gelización y en un jeroglífico, en un emblema que encerraba en sí todo un
lenguaje cifrado. Por medio de alegorías biológicas, numerológicas y astroló-
gicas la Virgen se transformaba en un signo de salvación, en una exaltación
solar de la monarquía española, en protección contra las aguas embravecidas
de la laguna, en clave matemática para conocer el número de los elegidos, en
signo que asociaba al águila con la cruz y a México con el calvario. Con ese
método alegórico, la ciudad se convertía en esposa y María de Guadalupe, la
mujer alada, se volvía la ciudad elegida.
Los referentes se volvieron aún más significativos cuando el mismo san-
tuario guadalupano fue convertido en trasunto del templo de Salomón; al
igual que la ciudad santa, la nueva México Jerusalén tenía su centro simbóli-
co en el templo del Tepeyac. En un momento dado las dos ciudades se con-
fundieron y por una extraña alquimia, la capital novohispana se volvió seme-
jante a la ciudad celestial, no sólo porque compartía con ella el geometrismo
urbano, sino también porque en ella se realizaba la idea de la renovación de
los tiempos mesiánicos, cuando la acción de Dios transformaría la creación.
En esto Sánchez se basaba en la visión franciscana del siglo anterior, pero la
llevaba a sus últimas consecuencias: México-Tenochtitlan, gracias a la por-
tentosa aparición de la Virgen, se había convertido en una nueva Jerusalén
terrena, en el paradigma de la Iglesia militante indiana que caminaba hacia

318
Véase Miguel Sánchez, Imagen de la Virgen María madre de Dios de Guadalupe. Edición
moderna de Ernesto de la Torre y Ramiro Navarro de Anda, Testimonios históricos guadalupa-
nos, p. 257.
319
Francisco de la Maza, El guadalupanismo mexicano, p. 71; véase también D. Brading, La
virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, pp. 95 y ss.
332 la era barroca

la patria celeste. El sentido escatológico y didáctico del tema de Jerusalén


convertía en santa a una tierra que hacía un siglo había estado sometida a la
idolatría y al Demonio. Sin embargo, a diferencia de la ciudad celeste, la Je-
rusalén mexicana tenía como centro a María, no a Jesús.320 Además de ser
ciudad santa, México era también un nuevo paraíso relacionado a las rosas
milagrosas del ayate y a la planta con la que éste fue fabricado, el maguey,
que por ello se volvía un árbol paradisiaco.
La virgen de Guadalupe se convertía también en el Arca de la Alianza del
templo de Salomón, en la zarza ardiente aparecida a Moisés y en la vara flo-
rida de Aarón; en fin casi todas las figuras bíblicas que habían sido utilizadas
por los padres de la Iglesia para referirse a María. Con ello la ciudad de Méxi-
co, su patria, era asimilada a la tierra prometida al igual que su conquista por
los españoles lo era a la de Canaan por los judíos. La relación entre Tierra pro-
metida e Iglesia primitiva se volvía un paradigma para hacer de esta parte de
América un territorio fertilizado por la presencia de María y en el cual se cum-
plía la voluntad de Dios, manifestada en el Sinaí de la nueva alianza. Al ves-
tirse con las plumas del águila mexicana, Guadalupe se volvía el vórtice hacia
donde todas las plumas y los ingenios de México se habían de dirigir. Sánchez
concluía su texto con una exposición de motivos por los que escribió su obra:
“Movióme la patria, los míos, los compañeros, los ciudadanos, los deste Nue-
vo Mundo; teniendo por mejor, descubrirme yo atrevido ignorante para tanta
empresa, que dar motivo para que se presumiese de todos olvido tan culpable,
con reliquia de tal imagen originaria desta tierra y su primitiva criolla”.321
Es por demás curioso que los rasgos indígenas de la imagen no fueran
resaltados y que, en cambio, la inconmensurable belleza de su tez “trigueña”
fuera una de las razones para llamarla “la primera criolla”, término que Sán-
chez utilizó constantemente a lo largo de su texto. En un sentido similar, y
con ese trasfondo de apropiación criolla, se expresaba Luis Lasso de la Vega,
vicario del santuario, en una carta que se incluyó al final de la obra de Sán-
chez, en la que este autor proclama: “Yo y todos mis antecesores hemos sido
Adanes dormidos poseyendo a esta Eva segunda en el Paraíso de su Guada-
lupe mexicano, entre las milagrosas flores que la pintaron y en sus fragan-
cias siempre la contemplábamos admirados”.322
La siguiente década vio crecer la difusión del culto en la capital, gracias
a esta venturosa reinterpretación de sus hechos fundadores (el águila del no-
pal, la conquista y la cristianización) a la luz de la aparición guadalupana.323

320
A. Rubial García, “Civitas Dei et novus orbis”, op. cit., pp. 12 y ss.
321
M. Sánchez, Imagen de la Virgen María madre de Dios de Guadalupe, p. 257.
322
Ibid., p. 264.
323
La obra de Miguel Sánchez también impactó en la iconografía. Uno de los primeros ejem-
plos en el que vemos aplicado este modelo fue el cuadro anónimo del siglo xviii, que custodia la
colección Franz Mayer; en él se presenta a la virgen de Guadalupe como la mujer vestida de sol
que vio san Juan, quien aparece en una esquina del cuadro escribiendo. La ciudad de Dios (civi-
tas Dei), amurallada con sus doce puertas resguardadas por doce ángeles, contiene cipreses en
la era barroca 333

La obra de Sánchez influyó también en otros textos, como el del jesuita Ma-
teo de la Cruz (m. 1686), publicado en Puebla en 1660, en el cual se hacía un
contraste entre la virgen de los Remedios (la conquistadora y la gachupina),
dotada de gran poder sobre la lluvia, y la de Guadalupe (la criolla), que apla-
caba las inundaciones. El contraste también se daba entre sus orígenes, pues
mientras la primera había sido una talla hecha por san Lucas, la segunda
había sido pintada por Dios, por la Virgen o por un ángel.324
En esa misma década, Francisco de Siles (m. 1670 ca.) y un grupo de
canónigos de la catedral de México, para subsanar la ausencia de la docu-
mentación original de tiempos de Zumárraga, llevaron a cabo en 1666 un
interrogatorio en el pueblo de Cuauhtitlán, patria de Juan Diego, para obte-
ner las pruebas de que ahí existía una tradición inmemorial del milagro. Las
informaciones incluyeron la declaración de ocho ancianos indígenas y doce
personas más, criollos y españoles, y con ellas se esperaban iniciar ante la
Sagrada Congregación de Ritos los trámites para pedir misa y oficio propios,
un día de fiesta y al aval del culto a la virgen de Guadalupe por parte de Ro-
ma.325 El documento se convirtió en un texto fundamental para las futuras
elaboraciones guadalupanas y en él se construyó la imagen histórica del in-
dio Juan Diego, que sería utilizada, entre otros, por el padre Florencia.326
Uno de los clérigos que participó en esas informaciones, Luis Becerra
Tanco (1603-1672), políglota y científico criollo, profesor de astrología y ma-
temáticas de la universidad, publicó ese mismo año de 1666 un opúsculo
sobre el tema intitulado Origen milagroso del santuario de Nuestra Señora
de Guadalupe. Fundamentos verídicos en que se prueba ser infalible la tradi-
ción en esta ciudad acerca de la aparición. Tres años después de su muerte, en
1675, Antonio de Gama reeditaba este libro aumentado y corregido, con el
nombre Felicidad de México en el principio y milagroso origen del Santuario de
la Virgen de Guadalupe, obra que alcanzó dieciséis ediciones (varias de ellas
en España) y que intentaba dar al relato guadalupano un sustento histórico
y científico. Después de la acostumbrada queja por la falta de documentos
originales y de una velada alusión a la poca solidez de los trabajos anterio-
res, el autor explicaba el milagro como una impresión física que los rayos
solares habían hecho sobre la manta; basado en los recientes trabajos del
jesuita Kircher acerca de la óptica y de los fenómenos lumínicos, Becerra

lugar de edificaciones, por lo que es al mismo tiempo ciudad y paraíso cerrado (hortus conclu-
sus). Su contraparte es una escala de Jacob que termina en la imagen guadalupana.
324
Véase Mateo de la Cruz, Original profético de la santa imagen. Relación de la milagrosa
aparición de Nuestra Señora de Guadalupe de México. Sacada de la historia que compuso el bachi-
ller Miguel Sánchez.
325
Los textos guadalupanos tuvieron también influjo en Europa y sus narraciones fueron in-
sertadas en las obras de los jesuitas Juan Eusebio Nieremberg, Guillermo Gumppenberg y Anas-
tasio Nicoselli. J. Cuadriello, “La propagación de las devociones novohispanas…”, en México en
el mundo de las colecciones de arte, Nueva España, vol. i, p. 260.
326
F. de la Maza, El guadalupanismo mexicano, pp. 97-105.
334 la era barroca

concluía que la imagen apareció en la tilma como si hubiera sido producida


por un espejo convexo.327 Una etimología náhuatl del nombre de Guadalupe,
la crítica de ciertas contradicciones de la narración y varias razones que ex-
plicaban la desaparición de los documentos originales eran datos dirigidos
a dar a conocer una información hecha “en decoro de la patria cuyas glorias
debemos conservar sus hijos”.328
Hasta este momento, la mayor parte de los escritores y promotores del
culto guadalupano eran clérigos vinculados con el cabildo catedralicio de
México. Los largos periodos de vacante en la sede arzobispal mexicana a lo
largo del siglo xvii contribuyeron a reforzar su posición en el santuario nom-
brando capellanes y mayordomos y fiscalizándolo a través del nombramien-
to de prebendados como sus jueces conservadores, lo que los enfrentó a me-
nudo con los arzobispos.329 El cabildo pretendía tener esta titularidad sobre
el santuario de Guadalupe a la manera en que el templo de Nuestra Señora
de los Remedios estaba colocado bajo la protección del ayuntamiento de la
capital. Junto con el cabildo, la otra gran corporación promotora del santua-
rio fue la Compañía de Jesús, la cual, gracias a sus colegios distribuidos en
las principales capitales del territorio, ayudó a la expansión del culto.
Entre 1669 y 1678, Francisco de Florencia, uno de sus miembros más
insignes, había estado como procurador de su provincia en Roma y en ella
había sido uno de los más importantes promotores del culto a la virgen de
Guadalupe, llevando a Europa varias copias de la imagen realizadas por un
pintor indígena.330 También aprovechó su viaje para impulsar el proceso de
reconocimiento del culto por parte de la Sagrada Congregación de Ritos,
asuntó que se había iniciado una década antes con su propia participación,
con la del también jesuita Diego de Monroy y con la del canónigo Francisco
de Siles, pero que había naufragado en el mar de la burocracia vaticana.
Aunque tampoco consiguió nada, sus gestiones le dieron al culto guadalupa-
no entre los jesuitas de Roma una promoción que nunca había tenido.
En 1688 Francisco de Florencia publicaba su Estrella del norte de México,
texto enciclopédico construido para argumentar y promover la aceptación
del culto por Roma y que recopilaba todo lo dicho con anterioridad sobre el
tema guadalupano, pero que agregaba nuevos testimonios y novedosas me-
táforas: la gran inundación de 1629 se transformaba en el diluvio universal y
María de Guadalupe aparece como el arco iris de la alianza entre Dios y su
pueblo novohispano y en promesa de bienestar para el futuro.331 Una biogra-
fía piadosa de Juan Diego, un exagerado valor otorgado a las informaciones

327
E. Trabulse, Los orígenes de la ciencia…, p. 278.
328
Véase L. Becerra Tanco y A. de Gama, op. cit.; véase también F. de la Maza, El guadalupa-
nismo mexicano, p. 83.
329
Francisco Iván Escamilla, “Próvido y proporcionado socorro…”, en Memorias del Coloquio
Poder Civil y Catolicismo en México. Siglos xvi-xix, pp. 140 y ss.
330
F. de Florencia, La Estrella del Norte de México, fols. 66 y 99 y ss.
331
Idem.
la era barroca 335

recopiladas en 1666 y una explicación poco convincente al silencio de los


historiadores españoles del xvi sobre el prodigio son también elementos que
hacen original este texto.332 Para Florencia, la aparición no sólo era mues-
tra del favor que Dios otorgó a México, era prueba también de la superiori-
dad de esta tierra sobre cualquier otra: “no hizo tal cosa en otra nación”. 333
Florencia insistía en que el icono era un objeto único en su género y diferen-
te a todas los demás: “ninguna persona de esta tierra pintó su querida y ve-
nerada imagen” y exaltaba categóricamente que la tradición constante de
varias generaciones era la mejor garantía de la autenticidad del portento.334
Fue también Florencia quien insistió en que no sólo había rosas, sino
otras muchas flores en el ayate de Juan Diego. En la mayor parte de su prólo-
go se dedicó a refutar a cierto predicador español que afirmaba que si las
rosas del Tepeyac eran de Castilla, la guadalupana pertenecía más a Madrid
que a México. El jesuita criollo convertía la anécdota en una defensa de su
patria adoptiva, pues recuérdese que el jesuita había nacido en La Florida.335
El tema, con sus claras asociaciones con el Paraíso, fue muy utilizado tam-
bién por los poetas que cantaron las glorias de esta tierra generosa donde la
virgen de Guadalupe se convertía en la principal autora del paraíso america-
no. El primer poema que explotó esta rica alegoría fue La primavera indiana
de Carlos de Sigüenza y Góngora: Guadalupe, al par que es ella misma la
primavera, instauraba la primavera en el territorio que eligió como suyo. De
aquí es fácil llegar a la equiparación entre estas tierras y el Paraíso. El invier-
no en el que aparecieron las rosas y el desértico monte era comparado por
Sigüenza con los tiempos de la idolatría y del pecado que la Guadalupana
sepultó con su alud de flores.336 El paraíso americano que ha sustituido “al
fúnebre albergue de la noche” (la idolatría) contrarresta además la terrible
situación de Europa, que se ha entregado al anticristo Lutero o a la hidra
venenosa que se esconde en el Támesis.337
Sigüenza fue también el primero en atribuir a Antonio Valeriano la auto-
ría del Nican Mopohua, documento que él heredó pues estaba entre los pape-
les de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. Asimismo, fue uno de los primeros en
manifestar como prueba del portento el estado de conservación de la santa
imagen y la belleza celestial de su rostro. Para el polígrafo criollo, la virgen
332
D. Brading, La virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, pp. 166 y ss. El autor propone que
Francisco de Florencia escribió esta obra principalmente para Roma y no para ser leída por un
público novohispano.
333
Ibid., pp. 90 y ss.; ver también Sylvia Santaballa, “Writing the Virgin of Guadalupe in
Francisco de Florencia’s La Estrella del Norte de México”, Colonial Latin American Review, vol. 7,
núm, 1, pp. 83-103.
334
F. I. Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanismo y la Ilustración novohispana”,
Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xxi, núm. 82, p. 202.
335
F. de Florencia, La Estrella del Norte de México, fol. 79 v.
336
Véase C. de Sigüenza y Góngora, Primavera indiana.
337
Alicia Mayer, Lutero en el Paraíso. La Nueva España en el espejo del reformador alemán,
pp. 225 y ss.
336 la era barroca

de Guadalupe había liberado al “occiduo plácido hemisferio” de los horrores


que Europa vivía con las herejías y guerras religiosas, al mismo tiempo que
unificaba todos los afectos al ser venerada igual por indios y españoles. Si-
güenza convertía así a la imagen ya no sólo en símbolo de la ciudad de Mé-
xico sino en emblema de todo el territorio. En su descripción de los festejos
para la inauguración del santuario de Querétaro, la niña “adornada con ata-
víos indianos” que representaba a la América septentrional llevaba en una de
sus manos un corazón del cual el autor señala: “era el de todos”.338
Tiempo después, en 1729, Francisco de Castro, en su Octava maravilla,
vuelve a tomar el tema en una obra dedicada a resaltar el milagro de las ro-
sas del Tepeyac: “Del mariano país la primavera, al campo de un ayate
reducida”.339 En 1724, José de Villerías, en la invocación a su poema intitula-
do Guadalupe, indica a sus lectores que el propósito de su canto es relatar el
milagro de la diosa indígena que nació de las flores patrias y que embelleció
su retrato utilizando el color de las rosas, y utiliza la sugestiva comparación
antitética que los versos establecen entre el origen de Venus, diosa del amor
profano, y la guadalupana. Con el tema de la “patria de las flores” que ya tra-
tara Florencia, no sólo se demostraba que lo novohispano era superior a lo
español, sino también se vinculaba a la Madre de Dios con la erradicación de
las malezas de la idolatría, “empezando por el vano culto que daban los in-
dios en aquel puesto a la fingida madre de los dioses”.340
Para todos los autores criollos y peninsulares que trataron el tema, con
la aparición de la virgen de Guadalupe se había cumplido la profecía de
Isaías (32, 15): “será derramado sobre nosotros el espíritu de lo alto y el de-
sierto se trocará en vergel”. El icono sintetizaba en sí todas las temáticas
desarrolladas a lo largo del siglo: con él se cerraba el ciclo paradisiaco y se
confirmaba la elección que Dios había hecho de estas tierras para construir
en ellas el jardín del Edén que precedería al Juicio Final, el Reino Milenario
de Cristo sobre la tierra, la nueva Jerusalén; en él se centraba también la ela-
boración histórica sobre los indios prehispánicos y la construcción de una
supuesta tradición indígena preservada durante el siglo xvi en sus códices y
mapas; finalmente con él se consumaba el proceso de interpretación de la
historia concebida desde la perspectiva apocalíptica. De hecho, con la virgen
de Guadalupe la visión escatológica franciscana de finales del siglo xvi, cris-
tocéntrica y pesimista, había sido suplantada por otra, mariana y optimista;
ambas veían en América la tierra ideal para forjar la utopía cristiana, pero
mientras los mendicantes la concebían como una sociedad rural formada

338
A. Mayer, “El guadalupanismo en Carlos de Sigüenza y Góngora”, en A. Mayer (ed.), Car-
los de Sigüenza y Góngora. Homenaje (1700-2000), vol. i, pp. 243 y ss.
339
Francisco de Castro, La octava maravilla y segundo milagro de México perpetuado en las
rosas de Guadalupe, fol. 2 v.
340
I. Osorio Romero, El sueño criollo. José Antonio de Villerías y Roelas (1695-1728), pp. 223
y ss.
la era barroca 337

por indios y frailes, los guadalupanos jesuitas y del clero secular la veían in-
tegrada dentro de una urbe criolla y multiétnica.
De manera simultánea a la elaboración de esta rica literatura, el culto a la
virgen de Guadalupe se extendió a otras ciudades del territorio por medio de
imágenes, retablos y portadas, e incluso llegó a España y a Roma, expandida
por virreyes, obispos, emigrantes indianos y sacerdotes, sobre todo los jesui-
tas. Uno de los pintores cuya obra fue promovida en Europa y América a cau-
sa de esta expansión fue el mulato Juan Correa, poseedor de una calca o plan-
tilla sacada del original y que le sirvió para realizar las numerosas copias que
convirtieron a su taller en el principal centro especializado en la elaboración
de imágenes para difundir este culto.341 Correa fue también sin duda el divul-
gador, junto con José Juárez, de un novedoso modelo iconográfico de la gua-
dalupana, aquel que la pintaba rodeada de las cuatro escenas aparicionistas
(tres ante Juan Diego y la última ante Zumárraga). Este modelo narrativo ten-
dría un gran éxito gracias a que fue difundido por los grabados que el español
Matías de Arteaga realizó para la edición sevillana de la Felicidad de México
de Becerra Tanco de 1686.342 De hecho Juárez y Correa pudieron haber to-
mado la idea de un ciclo que había mandado pintar en 1648 el capellán de
Guadalupe Luis Lasso de la Vega, para decorar la capilla donde estaba el ma-
nantial conocido después como “el Pocito”. A principios del siglo xviii se agre-
gó a veces a esas cuatro escenas una quinta, la aparición de la virgen a Juan
Bernardino, el tío de Juan Diego, en su lecho de muerte. En ocasiones tam-
bién se representó a los pies de la virgen una vista del santuario.
Varias de las imágenes guadalupanas creadas en los talleres de la capital
fueron enviadas a las principales ciudades del virreinato (después de ser “to-
cadas con el original”), para volverse el centro de las capillas que en las cate-
drales y otras iglesias se comenzaban a construir bajo su advocación para
extender el culto. De hecho, en las principales ciudades del virreinato se fun-
daron desde mediados del siglo xvii santuarios guadalupanos, la mayoría de
éstos construidos extra muros como centros de peregrinación e imitando la
distancia que separaba el Tepeyac de la ciudad de México. Esos templos na-
cieron a veces como una necesidad de los dirigentes de esos centros urbanos
por vincularse con una imagen que ostentaba una construcción hierofánica
tan sólida e insólita, en otras ocasiones como promoción de un personaje de
la capital que quería impulsar su culto patrio.343

341
Esto se colige del testimonio que dio su discípulo José de Ibarra y que fue transcrito por
Miguel Cabrera en su Maravilla americana..., p. 10.
342
Cuadriello (“La propagación de las devociones novohispanas…”, en op. cit., vol. i, p. 263)
señala que es muy probable que Arteaga conociera obras de Correa con este modelo narrativo
que ya circulaban en Europa desde 1669. Por su parte, Nelly Sigaut (José Juárez. Recursos y dis-
cursos del arte de pintar, pp. 211 y ss.) sostiene que una obra de Juárez con este tema y fechada en
1656 había llegado al convento concepcionista de Ágreda en Soria y fue la que pudo inspirar a
Arteaga. Esta autora cita a Florencia como la fuente sobre las pinturas de la capilla del pocito.
343
D. Brading, Siete sermones guadalupanos, pp. 31 y ss.
338 la era barroca

El primer santuario dedicado a esta advocación que se inauguró fuera de


la capital fue el de San Luis Potosí, construido entre 1656 y 1662 a las afue-
ras de la ciudad, siendo sus principales promotores, como vimos, el cabildo
urbano y el tesorero de la caja real Francisco de Castro. En 1662, durante la
consagración del santuario, los franciscanos pretendieron administrarlo
pues estaba en su territorio misionero, pero la ciudad se opuso a ello y nom-
bró a un sacerdote secular para atenderlo. Después de un corto pleito, la Co-
rona y el obispo de Michoacán fray Marcos Ramírez de Prado dieron al
ayuntamiento el dominio del santuario.344
Para esas fechas existía también en la zona otro templo ofrecido al culto
guadalupano y situado en un cerro cercano a San Luis llamado Santuario
del Desierto. En 1625 un clérigo oriundo de Celaya pero vecino de San Luis,
Juan Barragán Cano, se retiró como eremita a dos leguas del poblado espa-
ñol y construyó un pequeño convento con su ermita dedicada a san Juan
Bautista.345 En ella colocó una pintura de la virgen de Guadalupe y la veneró
como ermitaño hasta su muerte en 1665. Hacia 1740 se inició la construc-
ción del actual templo, mismo que se terminó en 1755. La imagen de la Gua-
dalupe del Santuario del Desierto tuvo (y tiene hasta nuestros días) un gran
culto, y fue llevada en procesión por primera vez a la ciudad de San Luis el 4
de abril de 1786 en el contexto de la sequía y hambruna de ese año.346 Para
entonces la virgen de Guadalupe ya había sido jurada como patrona de la
ciudad de San Luis Potosí (hecho acaecido desde 1737).
El siguiente santuario guadalupano fue abierto en Querétaro, promovido
por una congregación de clérigos seculares fundada en 1669 y dedicada a
Nuestra Señora de Guadalupe. De hecho el gran benefactor del santuario,
Juan Caballero y Ocio, poseía desde 1659 una copia fiel de la imagen original
que según la tradición había pertenecido a Juan Diego y que éste había lega-
do a un hijo suyo. Este mismo mecenas, para promocionar la cofradía de
Guadalupe creada en 1668, fue quien pagó la suntuosa celebración de la con-
sagración del santuario y encargo a Carlos de Sigüenza y Góngora que hicie-
ra la relación de los festejos, cuya impresión también corrió a su costa.
Casi al mismo tiempo que se consagraba el santuario de Querétaro se
promovía el de la ciudad de Oaxaca. Desde 1658 una capilla lateral en la
catedral de la ciudad estaba dedicada a la virgen de Guadalupe, culto intro-
ducido ahí, junto con una imagen, por el obispo Alonso de la Cueva y Dáva-
los. Sin embargo, el gran promotor de este culto en Oaxaca fue su sucesor,
el criollo Isidoro de Sariñana, quien consagró el santuario guadalupano en

344
J. Traslosheros, “Rumbo a tierra nueva. Encuentros y desencuentros en torno a la fábrica
de la ermita de Guadalupe, extra muros de la ciudad de San Luis Potosí. 1654-1664”, Relaciones.
Estudios de Historia y Sociedad, núm. 48, pp. 115-136.
345
F. A. de Ysassy, “Demarcación y descripción…”, op. cit., p. 130. Agradezco a Juan Carlos
Ruiz Guadalajara esta referencia y la siguiente.
346
Gazeta de México, vol. ii, núm. 8, 2 de mayo de 1786, p. 101.
la era barroca 339

1686 anexo al hospital de Guadalupe que habían erigido los betlemitas.347


Desde que era deán del cabildo de México, Sariñana se había distinguido
como promotor del culto y junto con Francisco de Siles comenzó la cons-
trucción de los misterios en la calzada de Guadalupe de la capital. En 1700 el
santuario de Oaxaca ya era la parroquia de Guadalupe, tenía una abundante
feligresía y estaba integrado en la red de diecisiete templos con que contaba
la ciudad.348
En Zacatecas, por esas mismas fechas, fue el vicario y juez eclesiástico
de la parroquia, Pedro Cortés García, quien inauguró los trabajos de cons-
trucción del santuario guadalupano el 3 de febrero de 1677 a las afueras de
la ciudad. Hacía 1685 se fundó una cofradía en “honra de María Santísima
de Guadalupe” en el santuario que, aún inconcluso, pasó a los franciscanos
en septiembre de 1702 para que pudieran fundar ahí un hospicio. A partir de
1705 se hizo más insistente la idea de convertir ese hospicio en un colegio
que fungiera como base de las futuras misiones al norte del territorio. En
1707 fray Antonio Margil llegó a Zacatecas con las reales cédulas que autori-
zaban la fundación del Colegio de Propaganda Fide al lado del santuario, lo
que se hizo efectivo a partir de enero de 1709.349
Un año atrás, en 1708, el obispo de Michoacán, Juan José Escalona y
Calatayud, mandaba iniciar las labores de un santuario a la virgen de Gua-
dalupe en Valladolid, extra muros de la ciudad, a media legua del lado orien-
te. Terminado en 1716, junto a él se abrió una casa para ejercicios espiri-
tuales o de retiro. Poco tiempo después, en 1733, el ayuntamiento donó al
santuario una considerable extensión de terreno, para que repartido en lotes
puestos a censo pudiera sostenerse el culto en el santuario. En 1747 el vecino
Pedro Garrido dejó al morir la cantidad de veintiún mil pesos destinados a
un convento de dieguinos, quienes se establecieron ahí y se hicieron cargo
de la casa de ejercicios.350 El culto a la guadalupana estaba para entonces tan
arraigado en Valladolid que a ella se le dedicó una de las fachadas laterales
de su catedral recién concluida por esas fechas (1744). De hecho en ese re-
cinto se había iniciado su culto desde el siglo anterior, pues desde 1673 exis-
tía en su interior un altar dedicado a ella y una pintura con su imagen fue
colocada en la sacristía recién inaugurada en 1705.351
El último santuario guadalupano de este periodo se edificó en Puebla,
aunque desde 1670 existía en su catedral un altar dedicado a esa advocación.
Fue construido, como todos, fuera de la traza de la ciudad y cerca del colegio

347
Jaime Ortiz Lajous, Oaxaca. Tesoros del centro histórico, p. 51; Robert S. Mullen, La arqui-
tectura y la escultura de Oaxaca. 1530-1980, p. 93.
348
José Antonio Gay, Historia de Oaxaca, pp. 200 y ss.
349
José Francisco Sotomayor, Historia del Apostólico Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe
de Zacatecas, pp. 33 y ss.
350
Jesús Romero Flores, Historia de la ciudad de Morelia, pp. 63-64.
351
Mónica Pulido Echeveste, Reconfigurar los espacios, imaginar los destinos: patrocinio y
corporación, identidad y tradición en Valladolid de Michoacán, siglo xviii, p. 52.
340 la era barroca

jesuita de San Francisco Xavier (dedicado a la educación de indígenas), por


lo que es muy posible que la Compañía de Jesús haya intervenido en su fun-
dación. La obra se comenzó en 1694 a iniciativa del maestro cohetero Juan
Alonso Martínez Peredo, aunque el templo fue dedicado hasta 1722. 352 Pue-
bla, la más renuente a imitar los símbolos de la capital novohispana, había
finalmente aceptado el culto a la virgen de Guadalupe, emblema de México-
Tenochtitlan.
Paralelamente el culto también llegaba a las comunidades indígenas por
medio del sistema de rutas cordilleras, sistema que la catedral de México
(al igual que todas las novohispanas) había generado para enviar las dispo-
siciones episcopales a todas las cabeceras parroquiales de la diócesis. Este
mecanismo administrativo se había vuelto también un importante medio de
difusión de devociones y de envío de limosnas. En el memorial que Lorenzo
Boturini dirigió en 1743 al conde de Fuenclara, al defender sus envíos de car-
tas solicitando limosnas para la coronación de la virgen de Guadalupe que
intentaba llevar a cabo, el caballero decía inspirarse en una antigua tradición
de los mayordomos indígenas del santuario; según él, éstos enviaban todos los
años una “carta cordillera” a los principales pueblos del centro del reino en
demanda de limosnas para la realización de la llamada “fiesta de los indios”
en el santuario del Tepeyac, celebración que se realizaba en septiembre.353
Para la segunda década del siglo xviii la capital había conseguido exten-
der el culto a su imagen tutelar por toda la Nueva España, un territorio que
como lo mostraba el Zodiaco mariano estaba marcado por la devoción a la
Virgen, lo cual facilitó dicha expansión. Al mismo tiempo, dentro del ámbito
urbano de la ciudad de México, esta virgen ya había desplazado a las otras
advocaciones en la preferencia de los fieles. Esto se pudo observar en 1709,
fecha en la que, una vez concluido el nuevo edificio del santuario, la imagen
era trasladada a él. Con motivo de esta celebración, el virrey duque de Albur-
querque encargó al pintor J. Arellano un lienzo que la describía. En él quedó
plasmado no sólo un ceremonial religioso que manifestaba la gran devoción
de la capital a su protectora y madre celestial, sino también el modo como la
sociedad novohispana se representaba a sí misma en el ámbito festivo.
Resalta en primer lugar el aparato teatral que se desplegó en el atrio y
que convirtió éste en un “espacio de mexicanidad”, espacio que no era para
nada una novedad pues se veía representado año con año en la fiesta del Cor-
pus Christi: Moctezuma y su consorte entre los gigantes de cartón que perso-
nificaban con parejas de reyes y reinas las cuatro partes del mundo; el mis-

352
Rosalva Loreto, La ciudad de Puebla, p. 162. Sobre la disposición arquitectónica y la des-
cripción decorativa se puede consultar también a Manuel Toussaint, La catedral y las iglesias de
Puebla, pp.190 y ss.
353
El documento está en agi, Indiferente, leg. 398, ff. 123-131. Citado por Francisco Iván Es-
camilla, “La piedad indiscreta. Lorenzo Boturini y la fracasada coronación de la virgen de Gua-
dalupe”, en Francisco Cervantes y Pilar Martínez (eds.), La Iglesia en Nueva España. Relaciones
económicas de interacciones políticas.
la era barroca 341

mo emperador junto con Cortés en una danza de la conquista; el dragón de


la idolatría (o tarasca) jalado por chichimecas desnudos y emplumados, y
en la procesión, como único acompañante de la milagrosa imagen de Guada-
lupe, una escultura del beato Felipe de Jesús colocado sobre un águila de
batientes alas posada sobre un nopal.
Un segundo elemento que llama la atención es precisamente el modelo
jerárquico que presentaba esa procesión. La encabezaban las órdenes reli-
giosas, en el estricto orden de su llegada a Nueva España, seguidas por una
cofradía de notables y por el cabildo de la catedral con el arzobispo; detrás
de la imagen venían los doctores de la universidad, los miembros del ayunta-
miento capitalino precedidos por sus maceros, el consulado de comerciantes,
los tribunales de cuentas, la audiencia y el virrey. Al igual que en las proce-
siones del Corpus Christi, en ésta se remarca la idea de que cada corporación
representaba un órgano del cuerpo social, que era, según el dogma, el cuer-
po místico de Cristo. Sin embargo, parecen estar ausentes en la procesión las
corporaciones en las que se agrupaban la mayor parte de los sectores socia-
les: gremios, cofradías y los dos cabildos indígenas de la ciudad.
Es curioso que en el cuadro de Arellano los indios excluidos de la proce-
sión oficial aparezcan en una pequeña procesión alternativa a la derecha del
lienzo cargando en andas a los santos de sus parroquias, Santiago y san
Agustín, símbolos religiosos de su sentimiento corporativo. Para los indios,
como para los criollos, la presencia de esos protectores celestiales era una
garantía de salud y fertilidad tanto para el individuo como para la colectivi-
dad y una protección contra las fuerzas del mal.
Una vez colocada la imagen en el templo, se inició un novenario que
marcó la dedicación de la nueva casa de la virgen del Tepeyac. En uno de los
días, el jesuita oriundo de San Luis Potosí Juan de Goicoechea (1670-1734)
predicó un sermón titulado La maravilla inmarcesible. El tema central de es-
ta pieza de oratoria fue la comparación entre la iglesia del Tepeyac con el
templo de Salomón y entre los colores de la imagen de la virgen de Gua-
dalupe con las sustancias del sacramento de la Eucaristía. En esta atrevida
metáfora se insinuaba que la virgen estaba presente en el ayate de la misma
forma que Cristo en la hostia. Con esta aseveración rayana en la herejía se
iniciaba una etapa en la que predicadores y escritores hicieron gala de su
exuberante ingenio para alabar a la que los criollos consideraban la más im-
portante imagen venerada en toda la cristiandad.354
El influjo de la virgen de Guadalupe en el territorio fue enorme y no só-
lo se dio como consecuencia de la fundación de santuarios dedicados a esa
devoción. En Tlaxcala, por ejemplo, el culto a la virgen de Ocotlán, posible-
mente surgida a raíz de la secularización de la parroquia franciscana llevada
a cabo por Palafox, elaboró una leyenda y unas prácticas que parecen calca-
das de aquellas que se hacían en la ciudad de México en relación con el Tepe-

354
D. Brading, Siete sermones guadalupanos, pp. 32 y ss.
342 la era barroca

yac o Los Remedios. Cuando los virreyes entraban a la ciudad de Tlaxcala,


era recurso obligado una visita al santuario de Ocotlán, como lo hacían con
el de Guadalupe al llegar a México. Por otro lado, la virgen era trasladada a
menudo desde el cerro al valle para pedir solución a epidemias y catástrofes,
igual que se hacía en México con la virgen de los Remedios. Finalmente, su
leyenda, a la que estaba vinculado un indio llamado Juan Diego y la comuni-
dad de los franciscanos de Tlaxcala, también tenía muchos paralelismos con
la tradición del Tepeyac. Como en el caso de Ocotlán, la virgen de Guadalupe
sería uno de los emblemas que la ciudad de México comenzaría a expandir
por todo el territorio.
Portada de la historia de las aparicio-
nes de la virgen de los Remedios, de
fray Luis de Cisneros (1621).

Fray Jerónimo de Alcalá y los


caciques de Michoacán entre-
gan la obra al virrey Mendoza.
Primera lámina de la Relación
de Michoacán (siglo xvi). Pro-
cedencia: Jerónimo de Alcalá,
Relación de Michoacán, Méxi-
co, El Colegio de Michoacán / 
Gobierno del Estado de Méxi-
co, 2000.
Cortés y Pizarro ofrecen sus conquistas (Nueva España y Perú) a Carlos V. Lámina
del Códice Glasgow atribuida a Diego Muñoz Camargo (siglo xvi). Procedencia: Jai-
me Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España
(1680-1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.
Acamapichtli, primer señor de Tenochtitlan. Códice Durán, cap. 6 (siglo xvi). Procedencia: Die-
go Durán, Historia de las Indias, edición de Rosa Camelo y Rubén Romero, Madrid, Banco de
Santander, 1990, 2 vols.

Escudo de armas de la ciudad de Pue-


bla. Gil González Dávila, Teatro ecle-
siástico de la primitiva Iglesia de las
Indias occidentales (Madrid, 1649). Pro-
cedencia: Gil González Dávila, Teatro
eclesiástico de la primitiva Iglesia de
las Indias occidentales, edición de Ed-
mundo O’Gorman, México, Centro de
Estudios de Historia de México Con-
dumex, 1982.
Guerrero coyote somete a un chi-
chimeca. Pintura mural del tem-
plo de Ixmiquilpan (actual estado
de Hidalgo) (ca. 1575). Proceden-
cia: Miguel Ángel Fernández, La Je-
rusalén indiana, México, Cartón y
Papel de México, 1992.

Los señores de Tlaxcala y su sujeción a Carlos V. Lámina inicial del Lienzo de Tlaxcala (siglo
xvi). Procedencia: Carlos Martínez Marín y Josefina García Quintana, El lienzo de Tlaxcala,
México, Cartón y Papel de México, 1983.
Moctezuma II. Lámina del Códice Tovar (siglo xvi). Procedencia: Elisa Vargas
Lugo et al., Imágenes de los naturales en el arte de la Nueva España, México, Fo-
mento Cultural Banamex / unam, iie, 2005.

América-Nueva España ofrece su co-


rona a la Iglesia. Cristóbal de Villal-
pando, detalle del lienzo Triunfo de la
Iglesia, ubicado en la sacristía de la ca-
tedral de México. Procedencia: Juana
Gutiérrez Haces et al., Cristóbal de Vi-
llalpando, México, Fomento Cultural
Banamex / unam, iie / cnca, 1997.
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Detalle. Manuel de Arellano (1709). Colección particular. Procedencia: Jaime
Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. De la patria criolla a la nación mexi-
cana (1750-1860), México, Museo Nacional de Arte / unam / Conaculta, 2001.

Moctezuma ante Cortés portando una


máscara festiva. Anónimo (siglo xvii).
Colección particular. Procedencia: Eli-
sa Vargas Lugo et al., Imágenes de los
naturales en el arte de la Nueva España,
México, Fomento Cultural Banamex /
unam, iie, 2005.
Moctezuma recibe a Cortés y a la Malinche, quien viste con el atuendo de la cacica Nueva Espa-
ña. Colección Jay I. Kislak. Library of Congress. Washington. Procedencia: Elisa Vargas Lugo et
al., Imágenes de los naturales en el arte de la Nueva España, México, Fomento Cultural Bana-
mex / unam, iie, 2005.
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El arcángel san Miguel somete al Demonio (atribuido a Luis Juárez). Museo Nacional de Arte.
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Moctezuma muestra a Cortés la sala del trono de su palacio. Miguel y Juan González
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la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), México, Museo Nacional
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Santo Tomás predica a los indios. Pu-
blicado por Nicolás León, Bibliografía
mexicana del siglo xviii, México, 1902-
1908, 5 vols.

Mapa de tierras y aguas del pueblo de San Andrés Ahuashuatepec (1794). Templo de San Andrés
Ahuashuatepec, Tlaxcala. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El ori-
gen del reino de la Nueva España (1680-1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.
El bautizo de los señores de Tlaxcala. Anónimo (siglo xvii). Sagrario de la catedral de Nues-
tra Señora de la Asunción. Ex convento de San Francisco de Tlaxcala. Procedencia: Jaime
Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-
1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.
Adoración de los Reyes Magos. Isidoro de Castro. Sacristía del templo de La
Soledad en Oaxaca. Procedencia: Elisa Vargas Lugo et al., Imágenes de los natu-
rales en el arte de la Nueva España, México, Fomento Cultural Banamex / unam,
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La virgen de Guadalupe como intercesora


en la epidemia de 1737. José de Ibarra.
Grabado en el libro de Cayetano Cabrera
Quintero, Escudo de armas de la ciudad de
México, México, 1743. Procedencia: Jaime
Cuadriello et al., Los pinceles de la historia.
El origen del reino de la Nueva España
(1680-1750), México, Museo Nacional de
Arte, 1999.
La virgen de Guadalupe venerada por los reinos de España y Nueva España. Anónimo (siglo
xviii). Colección particular. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. De la
patria criolla a la nación mexicana (1750-1860), México, Museo Nacional de Arte / unam / Cona-
culta, 2001.
Triunfo de san Hipólito con las armas mexi-
canas y venerado por Pedro de Alvarado y
Moctezuma. Anónimo (1764). Colección
Franz Mayer. Ciudad de México. Proceden-
cia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de
la historia. El origen del reino de la Nueva
España (1680-1750), México, Museo Nacio-
nal de Arte, 1999.

Adán y Eva en el paraíso americano. Anónimo (siglo xviii). Templo de Santa Cruz, Tlaxcala.
Procedencia: Luisa Noemí Ruiz Moreno, El árbol dorado de la ciencia: procesos de figuración en
Santa Cruz, Tlaxcala, Puebla, buap / Gobierno del Estado de Puebla, 2003.
El triunfo de la Iglesia americana. Anónimo (siglo xviii). Templo de San Francisco Totime-
huacán, Puebla. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El origen
del reino de la Nueva España (1680-1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.
V. LA ERA ILUSTRADA.
CULMINACIÓN Y FIN DE UNA UTOPÍA

La segunda mitad del siglo xviii fue para el imperio español una era de pro-
fundos cambios. Bajo el mando de los monarcas borbones se impuso una
nueva política conocida como “despotismo ilustrado”. Su misión: gobernar
de manera “científica y racional” con el fin de impulsar el progreso de los
pueblos, pero sin tolerar ningún tipo de intromisión de aquellas entidades
corporativas que tenían hasta entonces injerencia política. La autoridad del
rey se convertía entonces en la representación única de los intereses sociales
dirigida hacia un “bien común” que se concebía a partir de la conservación
del orden y de la subordinación absoluta al Estado. Con esta base fueron re-
estructuradas también las relaciones entre la metrópoli y los reinos que for-
maban el imperio. Tales mecanismos de control intentaban minar las bases
de las autonomías regionales imponiendo un sistema uniformador, con lo
cual se rompía con la tradicional política de los monarcas de la casa de Aus-
tria, cuyos fundamentos jurídicos tendían a respetar esas autonomías.
Los mayores cambios se propusieron entre 1759 y 1788, durante el go-
bierno del rey Carlos III y de su ministro José de Gálvez, el encargado de
poner en práctica tales reformas en Nueva España, como su visitador, y des-
pués en todo el orbe indiano, como ministro del Consejo de Indias. Con la
ayuda de virreyes y obispos se impuso en América un sistema que buscaba
concentrar el poder de decisión en la Corona aumentando la burocracia y
saneando las finanzas públicas y el aparato administrativo, al mismo tiempo
que se reafirmaba el dominio absoluto del rey sobre sus posesiones de ultra-
mar. Una de las más importantes reformas fue la que reestructuró la división
política del territorio con base en el sistema de intendencias implantado a
partir de 1786. El nuevo régimen, impuesto en todo el imperio y copiado de
Francia, tenía como finalidad optimizar la administración de los recursos,
terminar con la corrupción de los alcaldes mayores y corregidores y dismi-
nuir el poder de los virreyes; con él se desarticularon los antiguos espacios
políticos y se crearon otros, pero sobre todo se introdujo a una nueva buro-
cracia peninsular procedente del ejército y la administración.
En este proceso, los criollos fueron desplazados, tanto de los cargos de
intendentes, como de las audiencias y de otras dependencias gubernamen-
tales donde habían conseguido entrar en la era barroca y se colocó en ellas
principalmente a elementos peninsulares aunque, paradójicamente, se les
abrió también la vía de las milicias provinciales y urbanas por el mecanis-
mo de compra de cargos. Además, con la formación de ejércitos regulares, se
343
344 la era ilustrada

amplió el control de los ayuntamientos sobre sus territorios pues en ellos re-
cayó el alistamiento y abastecimiento de los regimientos y batallones.1
El fortalecimiento del fuero y las instituciones militares que fomentaron
los borbones (los nuevos instrumentos para lograr la lealtad de sus súbditos)
contrasta con el ataque a los privilegios de las corporaciones eclesiásticas, so-
bre todo a los religiosos y a los cabildos catedralicios. Desde 1749 con Fer-
nando VI, hasta alrededor 1770 con Carlos III, las parroquias indígenas fueron
sistemáticamente arrebatadas a las órdenes mendicantes para darlas en ad-
ministración al clero secular. A ello se añadió una campaña de reforma de las
órdenes religiosas masculinas y femeninas llevada a cabo entre 1769 y 1780,
en la cual se les quitaron muchos privilegios. La más renuente a tales cambios,
la Compañía de Jesús, fue expulsada a causa de su fuerte presencia económi-
ca, de la influencia que ejercían por medio de sus centros educativos y de sus
tendencias antiborbónicas. Dichas reformas también afectaron a las monjas,
que entre 1774 y 1775 fueron obligadas a regresar a la vida común en refec-
torios y celdas, y a los cabildos catedrales, a los cuales se les limitó el manejo
irrestricto que tenían de los diezmos. El “regalismo” borbónico había dejado
de considerar a los organismos eclesiásticos como colaboradores de las políti-
cas monárquicas para convertirlos en sujetos incondicionales del Estado.
Junto a las reformas políticas se dieron también entre 1765 y 1796 una
serie de reformas económicas que eliminaron prohibiciones al comercio in-
terno entre los territorios americanos, se rompió con el monopolio de los
andaluces y se habilitaron nuevos puertos, todo lo cual propició el auge co-
mercial. Esto afecto sobre todo a los comerciantes del Consulado de la capi-
tal, que ejercían el monopolio mercantil en el territorio. Sus prerrogativas
fueron además limitadas con la creación de nuevos consulados en Veracruz
y Guadalajara en tiempos del Carlos IV (1788-l808). Al mismo tiempo, el rey
y sus ministros favorecían la creación de nuevas corporaciones como la de
los mineros, quienes recibieron un gran apoyo por medio de un banco de fo-
mento y de un tribunal especial. La Corona tenía interés en aumentar la
producción de plata, su principal fuente de ingresos fiscales, para lo cual re-
dujo el precio del mercurio y, aunque con pocos resultados, fomentó la intro-
ducción de nueva tecnología minera. Pero fueron sobre todo los beneficios
fiscales y los créditos del banco del Avío, junto con otros factores internos co-
mo el descubrimiento de nuevas vetas, lo que convirtió a Nueva España en el
primer territorio productor mundial de plata a fines del siglo xviii. Por otro
lado, el Estado concentró el monopolio en la elaboración y distribución de
ciertos productos, como el del tabaco, lo que aumentó enormemente las en-
tradas de la Real Hacienda.
A pesar de sus propuestas de largo alcance, las reformas no fueron apli-
cadas de manera integral y su aceptación fue limitada. Por otro lado, en

1
Antonio Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, http//historiapolitica.
com/datos/biblioteca/annino1.pdf, p. 20.
la era ilustrada 345

contraste con la prosperidad fiscal que la Corona consiguió, sucesivas cri-


sis económicas, iniciando por la de 1737, causadas por alteraciones climá-
ticas, provocaron hambres, epidemias y la muerte de miles de personas. La
situación no era nueva, había sido una característica del sistema económico
novohispano desde el siglo xvi, pero una población en aumento y una so-
breexplotación de los recursos humanos agudizaron los efectos sociales de
la crisis. Los nuevos empresarios agrícolas y mineros, que aplicaron mejoras
tecnológicas para acrecentar la productividad de las haciendas y las minas,
impusieron también su control sobre los precios en los mercados regionales
y estancaron los salarios de los peones agrícolas y mineros, mientras los pre-
cios de los artículos subían progresivamente. En las ciudades, los gremios
artesanales se vieron también afectados por la nueva política que en este caso
fue implementada por los ayuntamientos. Sin embargo, la abolición de los
privilegios gremiales y la instauración de la libertad de producción no benefi-
ciaron a los pequeños artesanos libres sino a los comerciantes y a los empre-
sarios, por lo que también aumentó el descontento entre las masas urbanas.
La situación empeoró aún más con la fatal política económica del ministro
Manuel Godoy, que extendió a América la llamada “consolidación de vales rea-
les”. En 1804 se exigió que el clero depositase sus capitales en las cajas reales,
encargadas desde entonces del pago de intereses. Los antiguos beneficiarios
del crédito de esos fondos eclesiásticos (mineros, comerciantes, comunidades
indias, artesanos y propietarios y arrendadores agrícolas y terratenientes) se
vieron obligados a pagar sus deudas sin dilación, lo que produjo la descapita-
lización del país. Esto, junto al aumento de los impuestos y a la desigualdad
social, creó fuertes resentimientos en amplios sectores novohispanos.
Con la política borbónica no sólo se limitaron los privilegios corporati-
vos, las reformas económicas también afectaron muchos intereses. Al rom-
perse la flexibilidad del régimen anterior y al imponerse un orden regido por
una burocracia poco sensible a los problemas locales, se resquebrajó el pac-
to social entre la Corona española y la elite y sociedad novohispanas. Mien-
tras la política económica de los borbones se dirigía a aumentar los benefi-
cios fiscales de la Real Hacienda por medio de una explotación más racional
de sus dominios (a los que pretendía convertir en verdaderas colonias), en
Nueva España se acentuaba el desequilibrio en la distribución de riquezas.
Terratenientes, mineros y comerciantes acumularon grandes fortunas pero
la mayoría de la población no podía cubrir sus necesidades básicas, siendo
los más afectados los indígenas. Esto desató constantes rebeliones dirigidas
por criollos y por mestizos e indios. Los primeros argumentaban que Espa-
ña había roto el pacto con los reinos asociados que formaban el imperio;
los indios y mestizos reaccionaron contra una explotación desmedida y una
miseria que era ya insoportable. Las rebeliones propiciaron la creación de
un ejército regular en 1765, formado por regimientos y tropas cuyo propó-
sito sería mantener el orden en un territorio que se quería sumiso. Sin em-
bargo, el descontento no pudo ser detenido por la fuerza de las armas y las
346 la era ilustrada

rebeliones continuaron a todo lo largo de la segunda mitad del siglo xviii.


A principios de la siguiente centuria, y tomando como pretexto la abolición
del gobierno legítimo en España por la invasión de Napoleón en 1808, el des-
contento acumulado estalló finalmente en el movimiento insurgente de 1810.
A fines del siglo xviii Nueva España era un territorio muy heterogéneo.
El lejano norte estaba casi despoblado. Misiones, reales de minas y presidios
eran continuamente amenazados por los ataques de yumas, apaches y co-
manches. El sureste, si bien densamente poblado en su mayoría por indíge-
nas, vivía en una terrible marginalidad. La zona más desarrollada del territo-
rio desde el punto de vista económico era el centro, sobre todo la región del
Bajío, Michoacán y los valles que rodeaban la meseta del Anáhuac. Ahí la
producción agropecuaria estaba controlada por numerosas haciendas que
abastecían de grano a la capital y que sobrevivían gracias al crédito eclesiás-
tico. En esta región estaban las ciudades más prósperas y las que con mayor
fuerza construyeron sus identidades patrias. Sus criollos, afectados por las
reformas, comenzaban a ver a los peninsulares como extranjeros que los
desplazaban del gobierno y del poder político y criticaron las políticas perju-
diciales para los novohispanos que llevaba a cabo la Corona. Los símbolos
generados en las etapas anteriores les sirvieron para consolidar los senti-
mientos de orgullo local al tiempo que se iban imponiendo desde la capital
los emblemas que forjarían una idea incipiente de nación. Así, junto con los
discursos regionales y locales comenzaban a entremezclarse las alusiones a
una realidad más amplia: la América septentrional.
Las constantes referencias al “mexicano imperio”, como le llamaban al-
gunos de los más ilustres letrados novohispanos, no era sólo un recurso retó-
rico. Dicha conciencia respondía a una realidad que se manifestaba no sólo
en la intensa comunicación que ya se había generado en el territorio como
una necesidad administrativa, sino también en la existencia de vastas redes
de información que permitían el intercambio de ideas y noticias entre los
eruditos de las principales ciudades del virreinato, un poco a la manera de
las comunidades de intelectuales que se venían formando en Europa des-
de el siglo xvi. La multiplicación de repúblicas literarias en las ciudades de
provincia y la afluencia de sus clérigos a la capital buscando completar su
formación o para ocupar puestos en cabildos catedralicios o parroquias, re-
forzaron esos vínculos y, junto a las visiones de un reino novohispano unifi-
cado, se afianzaron también las conciencias de identidad local.
En la consolidación de esas redes tuvo un importante papel la Iglesia,
cuyo perfil social e institucional estaba sufriendo profundas transformacio-
nes en este periodo, sobre todo en el clero secular, el cual desplazaría final-
mente a los regulares en el control de las parroquias de indios. A partir del
impulso que se dio a la Iglesia diocesana desde mediados del siglo xvii, el
proyecto de obispos y cabildos catedralicios generó las condiciones que per-
mitieron la formación eficiente de los clérigos en seminarios y colegios, al
igual que los intercambios de experiencias entre las diócesis y de la defensa
la era ilustrada 347

conjunta que hicieron de sus privilegios. Con esto, y con el aumento del me-
cenazgo de los poderosos, se multiplicó el número de un personal eclesiás-
tico culto, bien capacitado y con una fuerte conciencia identitaria. La más
importante manifestación de esta actitud de reforma del clero secular fue la
reunión del Cuarto Concilio Provincial Mexicano en 1771 en el que se trató,
además del aumento numérico de los clérigos indígenas y de otros temas de
orden práctico, la religiosidad popular y los problemas de la castellanización
de los indios.
Junto con el clero secular, un importante grupo de laicos adscritos a car-
gos burocráticos, relacionados con la corte virreinal, o vinculados con los
cabildos urbanos, comenzaron a generar discursos y a beneficiarse de las
mismas redes de información que los eclesiásticos, enriqueciendo así con su
presencia a la vieja “república de las letras”. Tales redes no se reducían a la
Nueva España. A partir de 1767 un sector de eruditos novohispanos, los je-
suitas expulsados, vivían en Italia; ellos, y los criollos que se quedaron en su
tierra, tenían contactos con letrados en la misma Nueva España, en Perú, en
España y en Italia, hecho avalado por una numerosa correspondencia; los
viajes de algunos de ellos al Viejo Continente les permitieron afianzar amis-
tades y traer a su regreso un voluminoso cargamento de libros. Estos instru-
mentos de comunicación atravesaban el Atlántico de manera constante gra-
cias a una creciente demanda, y a un comercio cuyo volumen hacía cada vez
más difícil el control ejercido por el Tribunal del Santo Oficio. Por otro lado,
el conocimiento de otras lenguas, las traducciones completas o parciales de
textos extranjeros (en francés y en italiano, sobre todo) que se hacían en
Nueva España y el acceso a publicaciones periódicas de carácter científico
pusieron a los letrados criollos en contacto con la comunidad intelectual eu-
ropea y con las nuevas perspectivas que ésta proponía, sobre todo dentro de
la llamada ilustración católica, cuyos postulados no cuestionaban la fe ni los
dogmas como lo hacían las posturas ilustradas más radicales.
En los discursos generados a lo largo del siglo xviii podemos observar un
cambio paulatino de la percepción barroca, marcada aún fuertemente por
los temas religiosos, hacia la concepción ilustrada, que sin abandonar el cris-
tianismo se interesaban también por temas laicos como los de la ciencia y la
tecnología. Sin embargo, ese cambio es perceptible sólo entre algunos secto-
res de la elite que tenían acceso a la educación ilustrada, que estaban en
contacto con los séquitos que acompañaban a los virreyes y obispos peninsu-
lares o que formaban parte de las instituciones promovidas por la monar-
quía borbónica, como el Jardín Botánico, el Colegio de Minería o la Acade-
mia de San Carlos. En la mayor parte del territorio predominaba una cultura
de oralidad en la cual la exuberante propuesta del barroco había arraigado
profundamente. En esos ámbitos los cambios propuestos por la Ilustración
no tuvieron ningún efecto.
348 la era ilustrada

1. De la geografía retórica a la geografía erudita

Nuevo mundo Señor, se llaman las tierras descubiertas de esta América; renom-
bre a la verdad, que en cada día puede verificarse más, y más, pues cada día se
puede nuevamente descubrir más nuevo, cuanto más se atalaren sus centros, con
que siendo la novedad de las cosas la que acarrea las atenciones, puede por esta
causa merecer la de Vuestra Majestad este Teatro nuevo en que se presenta el
papel que hace América en el Mundo, cuando puesta a los pies de Vuestra Majes-
tad se denota sagrada ara de tan suntuosa efigie.2

Con estas palabras introducía el contador de azogues potosino José An-


tonio de Villaseñor y Sánchez (ca. 1700-1759) su Teatro americano, obra na-
cida en respuesta de una cédula real que emitió la Corona española en 1741
para solicitar información geográfica, demográfica, económica y administra-
tiva sobre América, lo que permitiría una explotación más racional de sus
recursos. El virrey conde de Fuenclara encargó a Villaseñor y al cronista ma-
yor Juan Francisco Sahagún de Arévalo la elaboración de este informe y ellos
a su vez solicitaron, por medio de un cuestionario, la información de cada
región. Desde 1743 Villaseñor se quedó prácticamente a cargo del proyecto y
con sus propios recursos económicos sistematizó los datos que había reci-
bido, rellenó las lagunas y redactó un texto homogéneo. A partir de la ciudad
de México, el Teatro describe por obispados (excepto el de Yucatán) la reali-
dad territorial novohispana, incluyendo zonas menos conocidas hasta enton-
ces como Nuevo México, California y Texas.3 El Teatro fue además el más
amplio catálogo de coordenadas geográficas de muchos puntos del virreina-
to cuya posición o se ignoraba, o era incierta, así como detalladas descrip-
ciones locales, demarcaciones de diversa índole, ríos, poblaciones y recursos
“naturales”.4
Por razón de su finalidad informativa hacia el rey, el autor quiso mostrar
en la introducción a una América en donde reinaba la paz y la armonía; una
región poblada por hombres amantes de las letras, no de las armas, y fieles y
obedientes vasallos del rey. Pero el Teatro fue más allá de un simple texto in-
formativo, su contenido rebasó lo que se esperaba y se convirtió en “la pri-
mera geografía regional de México elaborada en Nueva España por un me-
xicano de nacimiento. El texto era un verdadero extracto o balance de la
realidad económica, demográfica y política del virreinato, que sirvió para
crear conciencia de la auténtica dimensión del territorio”.5
2
José Antonio de Villaseñor y Sánchez, Teatro americano, vol. i, Proemio.
3
Robert C. West, “The Relaciones geográficas of Mexico and Central America, 1740-1792”,
Handbook of Middle American Indians, vol. 12, p. 398.
4
Peter Gerhard, México en 1742, pp. 7-8.
5
Ramón M. Serrera, “Introducción” a José Antonio Villaseñor y Sánchez, Suplemento al Tea-
tro americano, p. 17.
la era ilustrada 349

Sin embargo, a pesar de haber sido impreso en dos volúmenes, la Coro-


na impidió su difusión por “razones tácticas”, con el pretexto de que la obra
contenía demasiada información que podría ser utilizada por las potencias
enemigas. De hecho, muy posiblemente, en tal decisión debió pesar más la
poca utilidad que tenía la obra para los intereses prácticos que buscaban las
autoridades españolas y, sobre todo, el peligro que encerraba el exaltado tono
apologético criollo como toma de conciencia de la potencialidad americana.
Con todo, es muy sintomático que ni Perú ni Nueva Granada enviaran un
informe parecido, por lo que podemos aseverar que el Teatro americano es
producto de una necesidad propia de los criollos novohispanos: obtener una
perspectiva de la dimensión geográfica de Nueva España como base para
consolidar su identidad como reino.
Además de geógrafo, Villaseñor, como buen discípulo de los jesuitas, fue
matemático, astrónomo y, sobre todo, cartógrafo. A él se debe, también, la
aparición de un mapa geográfico de la América septentrional,6 de otro que
describía la provincia jesuítica de Nueva España y de un plano cartográfi-
co de la ciudad de México. En este sentido, Villaseñor tenía una enorme deu-
da con la actividad cartográfica que desde la centuria anterior llevaban a
cabo los misioneros jesuitas y que Elías Trabulse ha calificado como una
verdadera “apropiación criolla del territorio novohispano”.
Fue Alejandro de Humboldt (1769-1859) quien por primera vez analizó
y estudió los informes y mapas geográficos elaborados por los jesuitas de
Nueva España, y quien también, antes que nadie, supo valorar sus aporta-
ciones. Su Ensayo político contiene numerosas referencias a las observacio-
nes realizadas por los jesuitas para determinar las posiciones de la capital
virreinal, Puebla, Guanajuato y de otras localidades urbanas, así como de
algunos puntos de Sonora y de la península de California. Según Humboldt,
fueron los jesuitas los primeros en explorar estas remotas regiones y en uti-
lizar los datos astronómicos y topográficos que obtuvieron en mapas tan
precisos como útiles. Esta magna obra cartográfica era necesaria para las
labores misioneras de la orden en regiones desconocidas y retiradas, de tal
forma que fueron ellos quienes por primera vez realizaron mapas precisos
de zonas tales como la Alta y la Baja California, Arizona, Nuevo México, So-
nora y Sinaloa, de las cuales señalaron con exactitud los aspectos hidrográ-
ficos y orográficos, así como sus misiones, pueblos y puertos. Los nombres
de Consag, Neswig, Linck, Venegas y Kino deben ser recordados dentro de
la historia de la cartografía mexicana por sus aportaciones. Kino elaboró, él
solo, treinta y un mapas, entre los que destaca el que señala definitivamente
6
Este mapa, fechado en 1746, se encuentra en el Archivo de Indias, Mapas y planos, México,
161. Probablemente estaba destinado a servir como complemento a su Teatro, y lleva por título
“Iconismo hidroterreo o mapa geográfico de la América septentrional”. En él se utiliza el “siste-
ma” de longitudes y latitudes (desde 263º a los 289º de longitud, y de los 16º a los 34º de latitud),
lo que le permitió esbozar una importante porción del “Seno Mexicano Septentrional”. Se trata
de un bello mapa de grandes proporciones (48.5 x 56 cm) grabado por Francisco Silverio.
350 la era ilustrada

la peninsularidad de California. Dos grandes mapas generales del virreinato


fueron realizados por jesuitas, varios años antes de la expulsión: el de Igna-
cio Rafael Coromina y el de José Rafael Campoy. A ellos debemos añadir los
trabajos cartográficos de Clavijero y de Alegre.7
Después de la expulsión de los jesuitas en 1767, la labor cartográfica no-
vohispana continuó el proceso que ellos iniciaron, aunque con otra motiva-
ción relacionada con los intereses de la administración virreinal. Uno de sus
más destacados propulsores fue Miguel Costanzó, cartógrafo que trabajó al
servicio de los virreyes, y a quien le fueron encomendados un considerable
número de mapas y planos.8 Humboldt decía de él a principios del siglo xix
que había dedicado treinta años al conocimiento geográfico de Nueva Es-
paña y lo consideraba “el único oficial de ingenieros que se ha dedicado a
examinar profundamente las diferencias en longitud de los puntos más leja-
nos de la capital”.9
El mismo Humboldt agregaba a la lista de trabajos cartográficos que ha-
bía utilizado la “carta” general del virreinato elaborada en 1772 por Joaquín
Velázquez de León (1732-1786).10 Este matemático, científico y polígrafo
criollo, interesado en la minería y la astronomía, fue también un cartógra-
fo de primera magnitud. Con avanzados métodos inició una “Descripción
histórica y topográfica del valle, las lagunas y ciudad de México” con miras a
las obras del desagüe que el marqués de Croix quiso continuar. En ella des-
cribía la historia natural del valle (suelos, vegetación, animales, fósiles, mon-
tañas, lagos). Finalmente, junto con Antonio de León y Gama determinó con
exactitud asombrosa la latitud y longitud de la ciudad de México.11

 7
La pericia astronómica de los padres de la Compañía en la confección de mapas geográ-
ficos se vio también en su derivación más evidente: la discusión sobre el sistema del mundo.
Durante el siglo xviii existieron dentro de la provincia novohispana todas las tendencias, desde
el geocentrismo más radical de los padres Cristóbal Flores o Juan Brea, defensor de las teorías
aristotélico-ptolemaicas, hasta el heliocentrismo de Abad o de Guevara y Basaozábal, pasando
por las tesis eclécticas de Clavijero o Alegre, adeptos al sistema de Tycho-Brahe. El mecanicis-
mo newtoniano estuvo también representado por los jesuitas Dávila y Castro, lo que ponía a la
Compañía de Jesús a la vanguardia de la modernidad científica ilustrada en la Nueva España.
Elías Trabulse, “La ciencia y los jesuitas en Nueva España”, en Colegios jesuitas, pp. 73-77.
 8
Entre otras, Costanzó fue autor de “Carta general del virreinato”, que lleva las adiciones de
Manuel Mascaró; “Plano del puerto y nueva población de San Blas” (1768); “Mapa de las provin-
cias internas”, levantado por orden del virrey Bucareli en 1779, y “Carta reducida del Océano
Asiático o Mar del Sur” (1770), grabada por Tomas López. Juan Antonio Ortega y Medina, “Es-
tudio preeliminar” a Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España.
Véase el Anexo ii (pp. cxxx y ss.) con las fuentes cartográficas citadas por Humboldt en su obra,
sobre todo en la “Introducción geográfica” que la precede.
 9
Ibid., vol. i, pp. 196-197.
10
Ibid., pp. cxxxii-cccxxxvi.
11
Véase Roberto Moreno de los Arcos, Joaquín Velázquez de León y sus trabajos científicos
sobre el valle de México (1773-1775). Este autor publica la Descripción de León y Gama con una
introducción.
la era ilustrada 351

Pero sin duda el más destacado de todos estos cartógrafos fue el clérigo
nacido en el pueblo de Ozumba José Antonio de Alzate (1737-1799), uno de
los constructores de la “ciencia moderna” en Nueva España, pues combinó
una sólida teoría con la observación y la práctica.12 Este intelectual (astróno-
mo, matemático y geógrafo), profundamente comprometido con su socie-
dad, se interesó en divulgar la ciencia por medio de publicaciones periódicas
(Diario Literario y Gaceta de Literatura), pues consideraba que el conocimien-
to era la base de la felicidad pública. Dentro de esa perspectiva pueden expli-
carse sus trabajos geográficos, los cuales partieron y desembocaron en el fo-
mento del “amor al terruño”. De alguna manera, las concepciones sobre la
naturaleza que desarrolló tuvieron motivaciones patrióticas, en particular su
confrontación con las políticas económicas de la metrópoli, que veía en la
naturaleza novohispana el medio para hacerse de más recursos y así amino-
rar sus endémicas crisis financieras. Su crítica también estaba dirigida a la
“irracionalidad política”, pues continuamente se manifestó en contra de las
disposiciones virreinales que afectaban las condiciones climáticas de la ciu-
dad de México, como la desecación del lago.13
En cuanto a su labor cartográfica, este autor realizó en 1767 un “Nuevo
Mapa Geográfico de la América Septentrional, divida en obispados y provin-
cias”, que contenía ilustraciones de la flora y la fauna de la Nueva España y
que fue impreso en París por la Academia de Ciencias después de muchas
vicisitudes.14 Por las mismas fechas Alzate elaboraba su “Atlas del arzobispa-
do de México” y tres años después (1772) su mayor obra: el “Plano geográfi-
co de la mayor parte de la América septentrional española”.15 Para la elabo-
ración de estos “planos generales”, Alzate hizo uso de varios mapas antiguos
y modernos. Con gran humildad este autor consideraba que su labor era he-
redera de una prolongada tradición y de los conocimientos acumulados por
un sinnúmero de personas a lo largo del tiempo. En su obra daba un gran
crédito a los trabajos de Carlos de Sigüenza y Góngora, sabio cuya fama en
el siglo xviii fue notable entre los científicos novohispanos. También recono-
ció los méritos y la utilidad de los mapas realizados por sus contemporáneos,
Miguel Costanzó y Joaquín Velázquez de León.16
Respecto a la recopilación de materiales, Alzate consideraba de mayor
utilidad los informes de los párrocos que aquellos que daban los alcaldes
mayores. “No hay cura que pueda ignorar que rumbo, a que distancia estén

12
Alberto Saladino, El sabio José Antonio Alzate, pp. 50 y ss. Alzate criticó acremente a los
astrólogos por sus pronósticos seudocientíficos que anunciaban catástrofes, calamidades y en-
fermedades. Como astrónomo realizó abundantes observaciones del paso de Mercurio sobre el
disco del sol y el eclipse de 1769.
13
Ibid., p. 59.
14
José Antonio Alzate, Gacetas de Literatura de México, vol. iii, pp. 59-60.
15
Este mapa representa una división del reino en obispados. Parte de este mapa se encuen-
tra en la Bancroft Library.
16
J. A. Alzate, op. cit., vol. iv, p. 129.
352 la era ilustrada

los lugares de su curato, como también las corrientes de los ríos, direcciones
de las montañas y demás cosas dignas de atención de su curato. Tampoco
pueden ignorar cuáles son los curatos colindantes con el suyo. Y todo esto
¿no puede dibujarlo y describirlo en una cuartilla de papel y con demasiada
facilidad? Pues asentemos que en la Nueva España haya mil curatos; enton-
ces con una resma de papel bien empleada a costa de un cortísimo y sencillo
trabajo, veríamos la geografía en un excelente estado; y los que se dedicasen
a unir en ese cuerpo a aquellas partes lo ejecutarían muy pronto”. El tema lo
lleva a cuestionar los informes de “personas empleadas en el gobierno políti-
co de la provincia”, que fueron los que utilizó Villaseñor en su Teatro. “Este
medio —asegura Alzate—, aunque bueno, es muy inferior al que propongo,
pues a más de la demasiada extensión que comprende cada alcaldía mayor o
provincia respecto de un territorio parroquial, los gobernadores o alcaldes
mayores no frecuentan tan a menudo su jurisdicción como el cura la suya,
pues la precisión lo lleva a menudo aun al más despreciable arrabal. A más
de que un alcalde mayor, por razón de que así lo establecen las leyes, poco
tiempo reside en un mismo territorio, y por consiguiente no puede tener
aquella instrucción topográfica que poseen los curas”.17
A fines del siglo xviii fue notable también la labor de Carlos de Urrutia
(1750-1825), igualmente exaltada por Humboldt.18 Éste era un funcionario
cubano, intendente de Veracruz, que elaboró un “Plano geográfico de la ma-
yor parte del virreinato de Nueva España” realizado en 1793 y considerado
como uno de los más importantes mapas del siglo xviii.19 Siguiendo lo estipu-
lado por la Real Ordenanza de Intendentes de 1786, el mapa sirvió para de-
terminar geográficamente los límites de las intendencias y las posiciones de
las principales ciudades del virreinato. El plano formaba parte de la Noticia
geográfica del reyno de Nueva España, texto estadístico y demográfico realiza-
do por Urrutia a petición del segundo conde de Revillagigedo.20 Para elabo-
rarlo, Urrutia utilizó los datos que le proporcionaron varios funcionarios en-
cargados de formar el padrón de 1791. También reconoció haberse servido
de los mapas del “Seno mexicano” realizados por Corral y Aranda y por pilo-
tos de la flota de Antonio de Ulloa. Utilizó las observaciones de Velázquez de

17
Ibid., vol. iv, pp. 127 y ss.
18
Alejandro de Humboldt, Ensayo político…, vol. i, p. 198.
19
La demarcación de las intendencias fue el antecedente inmediato de las divisiones políti-
cas del periodo independiente. Edmundo O’ Gorman, Historia de las divisiones territoriales de
México, p. 25.
20
Este precioso mapa policromo comprende de los 15º a los 25º de longitud y de los 271º a
los 286º de longitud: marca con detalle ríos, montañas, ciudades y pueblos. Su toponimia es
abundante y tiene la minuciosidad de señalar trescientos doce sitios de minas, la división de in-
tendencias y los caminos que cruzaban el virreinato en todas direcciones. Noticia geográfica del
reyno de la Nueva España y estado de su población, agricultura, artes y comercio (1793), (Ms).
Una copia incompleta de este Ms. datada en 1794 se encuentra en bnm, Cedularios, 1402, ff 206-
296, y fue publicado por Enrique Florescano e Isabel Gil, Descripciones económicas generales de
Nueva España, 1784-1817, pp. 68-127.
la era ilustrada 353

León, rectificadas por Costanzó para fijar las coordenadas de la ciudad de


México; las de Vicente Doz, para las de Veracruz, y las de Alejandro Malaspi-
na, para las de Acapulco.
A principios del siglo xix, el oratoriano José Antonio Pichardo, anticua-
rio y erudito, emprendió una de las obras geográficas de mayor envergadura
de esa centuria. Comisionado por la Corona para que estudiase los límites de
Luisiana y Texas, redactó un informe —que se conserva manuscrito— de más
de tres mil páginas, que entregó al virrey en 1812. Ahí documentaba el desa-
rrollo histórico de ambos territorios.21 En 1811 dibujó un mapa que lleva por
título “Nuevo México y tierras adyacentes”, que ampliaba los datos consegui-
dos por Nicolás Lafora en su “Carta de las provincias internas de Nueva Espa-
ña”. La obra de Pichardo es un epítome cartográfico de los territorios nor-
teños, que décadas después de consumada la Independencia serían objeto de
disputas y guerras entre la nueva nación y su vecino del norte. José Pichardo
fue también importante por la colección de mapas que poseía, entre ellos los
de Alzate y Velázquez de León, mismos que facilitó a quien se convertiría en
el sistematizador de todos esos conocimientos: Alejandro de Humboldt.
Desde su llegada a Nueva España en 1803 el erudito germano realizó in-
numerables observaciones astronómicas y geográficas; con ello y con los va-
liosos informes que le proporcionaron sus colegas novohispanos escribió su
Ensayo político (1811), delineó su “Carta general de la Nueva España” y
su “Atlas geográfico y físico de la Nueva España (1811).22 Sus obras nos per-
miten aquilatar el amplio cúmulo de información geográfica, cartográfica y
astronómica con la que contaba Nueva España a principios del siglo xix
y que había sido obra de varias generaciones de eruditos. La virtud de Hum-
boldt consistió en recopilar y sistematizar esa información que se hallaba
dispersa y en confirmar la percepción que tenían las “elites mexicanas” sobre
las potencialidades de su “patria”, dándoles el aval de la autoridad europea.
Gracias a personajes como Villaseñor, Velázquez de León y Alzate este térmi-
no comenzaba a definir no sólo el terruño donde se había nacido sino toda la
América septentrional. En sus obras, a diferencia de la del sabio alemán,
aparecía una de las motivaciones más importantes que habían inspirado la
cartografía novohispana durante una centuria: el amor por una tierra pródi-
ga y fértil y el orgullo por vivir en ella.
Alzate lo resumió mejor que nadie con estas palabras sobre el benigno
ambiente del valle de México: “Confesemos, somos de los más felices hom-

21
Se conserva en agnm, Historia, vols. 534-538. Fue publicado en traducción inglesa por
Charles Wilson Hackett, Pichardo’s Treatise on the Limits of Louisiana and Texas, Austin, Univer-
sity of Texas Press, 1931.
22
Según su Tableau de positions geograpiques de Rayaume de la Nouvelle Espagne, determine
per des observations astronomiques, de las ciento cuarenta y dos posiciones consignadas, treinta
y seis son de su completa autoría, y ciento seis de los científicos novohispanos, de entre quienes
destacan Ferrer, Velázquez de León, Rivera, Doz, Cevallos, Herrera, Malaspina y Lafora. J. A.
Ortega y Medina, “Estudio preeliminar” a A. de Humboldt, op. cit., pp. cxxxii-cxxxv.
354 la era ilustrada

bres que pueblan la tierra, porque vivimos en un país tan delicioso disfrutan-
do grandes comodidades y patrocinados y resguardados con el fuerte apoyo
de las leyes”.23

2. Las percepciones de una sociedad plural

Ésta [la sociedad novohispana] se compone de diferentes castas que han pro-
creado los enlaces del español, indio y negro: pero confundiendo de tal suerte su
primer origen que ya no hay voces para explicar y distinguir estas clases de gen-
tes que hacen el mayor número de habitantes del reino. Degenerando siempre en
sus alianzas, son correspondientes sus inclinaciones viciosas, miran con entra-
ñable aborrecimiento la casta noble del español y con aversión y menosprecio al
indio. No se acomodan a las honradas costumbres de aquél ni a las humildes y
algo laboriosas de éste, y a la verdad, pudieran bien compararse las castas infes-
tas de Nueva España [coyote, lobo, tente en el aire, saltaatrás] a las de los verda-
deros o supuestos gitanos de la antigua.24

Junto a la apropiación del espacio físico que implicó la cartografía se dio


en Nueva España una toma de conciencia del espacio social. La mayoría de
los testimonios escritos corresponden a la ciudad de México y en ellos esa
percepción fue casi siempre negativa, como lo muestra la cita del epígrafe
sacada de Hipólito Villarroel, un abogado peninsular cuya quisquillosa plu-
ma culpaba a la plebe “incivilizada, desidiosa y llena de vicios” de todos los
desordenes que padecía la ciudad. En su obra, Las enfermedades políticas,
escrita en 1785, dejó una pintura en la que sólo se resaltaba el latrocinio, la
ilegalidad y la falta de todo respeto por la autoridad. En la perspectiva de
Villarroel, América era un continente donde reinaba la corrupción y la única
utilidad que tenía era la de ser una fuente de riqueza para la Corona espa-
ñola. Con un espíritu pragmático, quería acabar con lo que consideraba
lacras: el vicio, la incivilidad, la delincuencia, la insalubridad y la contami-
nación (incluso aquella auditiva ocasionada por el agobiante tocar de las
campanas). Sus soluciones para mejorar la situación de la plaza mayor y de
toda la ciudad eran brutales, como sacar familias enteras para limpiar la
urbe de vagabundos o enviar a los muchachos desocupados a servir a las ga-
leras, trabajos forzados con los que se castigaba sólo a los delincuentes y que
traían consigo una muerte prematura.25
Tres años después, en 1788, otro funcionario de la Corona (un autor anó-
nimo al que se ha identificado con Baltasar Ladrón de Guevara) escribía, en

23
J. A. Alzate, op. cit., vol. ii, p. 311.
24
Hipólito Villarroel, Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España,
p. 213.
25
Ibid., pp. 192 y ss.
la era ilustrada 355

un tono menos visceral y mucho más práctico y tolerante, sobre los proble-
mas urbanos en un tratado llamado Discurso sobre la policía de México, obra
que no se dio a la prensa sino hasta el siglo xx. El autor al que se ha atribui-
do este texto era oidor, asesor general y regente y, por tanto, conocedor en la
práctica de lo que se podía hacer y de lo que no. Uno de los aspectos más in-
teresantes de esta obra fue su cálculo de lo que producía el arrendamiento
de los puestos y cajones de la plaza mayor pues esa podía ser una importante
fuente de ingresos para el fisco.26
El tercer autor que presenta una visión crítica de la ciudad es el libre-
ro Francisco de Sedano, quien ha dejado en sus Noticias de México (escrito
en la década de 1790 pero impreso hasta 1880) una muy vívida descripción
donde se resaltaba la suciedad en la que se vivía en el mercado. En ella po-
demos oler los miasmas y excrementos, ver a las marchantas lavando sus
ollas y comales, y aun los pañales de sus niños, en la pila del agua potable
y oír la caída de algún parroquiano resbalado en la lama jabonosa dejada
por quienes lavaban su ropa en la misma fuente.27 La obra de Sedano está
enmarcada en las nuevas concepciones que la Ilustración tenía sobre la en-
fermedad, la pestilencia y la suciedad. Durante el siglo xviii, las nuevas teo-
rías sobre la circulación de la sangre modificaron la forma de ver el mundo
urbano, y la movilización del aire y del agua fue considerada una necesidad
ineludible para evitar las epidemias. Con estas ideas comenzaron a hacerse
intentos por eliminar la basura y los focos de infección y putrefacción. Para
ello fueron cubiertas algunas de las acequias, se intentó alejar las tocinerías
y rastros del centro urbano hacia la periferia, poner en práctica un sistema
de tiraderos y drenajes y de acarreo de basuras y excrementos fuera de las
ciudades, así como crear cementerios municipales fuera de los templos, don-
de tradicionalmente se enterraba a la gente.28 En la ciudad de México fue en
la época del conde de Fuenclara, a mediados del siglo xviii, que se pudieron
iniciar algunas de esas reformas, que se concluyeron en tiempos del segundo
conde de Revillagigedo, quien, entre otras cosas, introdujo el alumbrado pú-
blico para disminuir la inseguridad que se iba incrementando año con año.
En lo que coinciden todos estos autores es en la percepción cortesana de
una sociedad plebeya muy mestizada en la que convivían los diversos grupos
étnicos; una sociedad que hacía patente la inutilidad de las leyes que separa-
ban a la población en dos repúblicas y que ponían cortapisas a las uniones
entre gente de diferente color de piel. En efecto, a la mezcla de sangres entre
españoles e indígenas que se dio desde los primeros días de la conquista, se
agregó muy pronto la presencia de esclavos africanos y asiáticos, lo que forjó
una sociedad cada vez más plural y compleja; en ella, sin embargo, el paradig-
26
Véase Baltasar Ladrón de Guevara, Reflexiones y apuntes sobre la ciudad de México. Fines
de la Colonia, pp. 61 y ss.
27
Francisco de Sedano, Noticias de México, vol. ii, p. 88.
28
Marcela Dávalos, De basuras, inmundicias y movimiento, o de cómo se limpiaba la ciudad
de México a finales del siglo xviii, pp. 31 y ss.
356 la era ilustrada

ma social se seguía definiendo en los términos occidentales y, a partir de ellos,


en sus imágenes se continuaban estableciendo exclusiones e inclusiones.
En el siglo xviii hizo su aparición en Nueva España un género pictórico
que mostró esa diversidad y esas definiciones: los cuadros de castas. En ellos
se describen (por lo común) dieciséis escenas, con grupos de familias nu-
cleares, con sus actividades laborales y con sus objetos, alimentos, plantas y
animales, identificados todos por medio de leyendas. Esta pintura nació bajo
las condiciones de un mercado europeo de coleccionismo, cuya curiosidad
demandaba escenas exóticas, recurriendo a recetas europeas para represen-
tar los tipos físicos y las relaciones sociales (por ejemplo, el esquema de fami-
lia nuclear a menudo inexistente entre los grupos marginados novohispa-
nos); pero sin duda en ellos también quedaron plasmados muchos aspectos
de la realidad social que sus autores contemplaban diariamente.
En las primeras series pintadas durante las décadas iniciales del siglo
xviii, se puso un énfasis especial en el lujo cortesano. Realizadas por encargo
de virreyes y obispos para llevarlas a España, estas pinturas tenían la inten-
ción de mostrar la opulencia del virreinato y la nobleza de sus estamentos
privilegiados. Esto se puede observar en los cuadros de Manuel de Arellano y
de Juan Rodríguez Juárez, pintores que representaron por primera vez a gru-
pos familiares con diferentes combinaciones raciales, lujosamente ataviados
con joyas y ricas telas sobre fondos neutros. Aunque no se reprodujera un
hecho común (pues a veces aparecían matrimonios entre nobles criollos e in-
dias o mulatos y españolas), con estas obras se trataba de exportar la imagen
de un virreinato pleno de riqueza, para contrarrestar los prejuicios euro-
peos sobre América. Desde estas fechas también comenzaron a representarse
dos escenas relacionadas con la vida cotidiana indígena: el desposorio y el
entierro. En ambas se mostraba el sentido festivo de los nativos, pero tam-
bién el arraigo que el cristianismo tenía entre ellos y con esto su civilidad.29
Aunque difundir esa imagen favorable del virreinato siguió estando en la
mira de los pintores a lo largo de la centuria, a partir de 1760 el espectro so-
cial representado se amplió y junto al lujo nobiliario también se plasmó la
miseria de la plebe. En una serie firmada por Miguel Cabrera (1763), las pri-
meras ocho pinturas, donde el dominante racial es el español, muestran a los
personajes con atuendos lujosos y dos de ellos en actividades relacionadas
con el comercio. En el resto, donde los componentes predominantes son el
indio y el negro, los oficios modestos y los vestidos raídos son los elementos
comunes. En todos los cuadros de esta segunda época se agregaron a las es-
cenas, además, paisajes paradisiacos, frutas, animales y objetos de la tierra,
elementos que satisfacían las exigencias europeas de exotismo, pero que
también eran muestra del orgullo criollo por los recursos naturales de Amé-
rica. En algunas series de esta etapa, las peleas familiares son parte de la ac-

29
Ilona Katzew, La pintura de castas. Representaciones raciales en el México del siglo xviii, pp.
70 y ss.
la era ilustrada 357

ción, y en varias de ellas son las personas de sangre negra (a las que por el
estigma de la esclavitud se les daban cargas de atavismo y degeneración) las
que son mostradas como más proclives a la violencia. En uno de estos ejem-
plos (el del cuadro llamado De español y negra nace mulata) la pelea se des-
arrolla entre un oficial del ejército español (de los llamados “blanquillos” del
segundo regimiento de América) y una negra criolla que parece ser la dueña
del merendero que sirve de escenario a la acción. Además de la violencia in-
trafamiliar, de la que hay numerosas constancias en los archivos judiciales,
lo que se deja notar en éste y otros muchos cuadros del género es el abun-
dante número de mujeres independientes, administradoras de un negocio
propio y sustentadoras de la economía familiar.
A pesar de esas muestras de violencia, las actitudes negativas no son co-
munes en los cuadros de castas. Por lo general la visión que ofrecen es de
gente trabajadora, cuya diversión siempre se da de manera moderada, inclu-
so en aquellos espacios (frecuentemente representados) donde se departe al-
rededor de una batea de pulque. Estas visiones idealizadas son un reflejo de
la perspectiva ilustrada que consideraba el trabajo como la principal fuente
de armonía y felicidad, y la diversión, con moderación, como un comple-
mento de la vida apacible.
Ese ambiente de agradable bienestar es el que nos muestra el cuadro De
mulato y española sale morisco, en el que el tema central es el juego de cartas
amenizado por la ingestión de chocolate en un jardín paradisiaco. En él se
muestra el ámbito doméstico como un espacio de convivencia y de intercam-
bio entre las etnias. Sorprende además la presencia, constante en muchos
cuadros, de un hombre de color que desposó a una mujer blanca, cuando lo
constante era la relación inversa. La imagen de la dama negra ataviada con
vistoso atuendo (¿la suegra?) es otro elemento que nos habla de la fuerte co-
municación interracial que se dio en el ámbito doméstico donde las tradi-
ciones culinarias, mágicas, lingüísticas y narrativas de cuatro continentes se
entrecruzaban e interactuaban.
El otro ámbito de convivencia reflejado en los cuadros fue el laboral. Las
actividades más comúnmente representadas fueron las del zapatero, el car-
pintero y la hilandera, pero también hay algunos con muestras de trabajos
agrícolas o de pastoreo. En uno que se titula De negro e india nace lobo está
representado un ambiente poco común en la pintura virreinal: una hacienda
y trapiche de azúcar. En él queda de manifiesto la extendida presencia de
africanos en estas empresas hasta el siglo xviii y su pronta asimilación al ám-
bito indígena por la falta de mujeres de su etnia. La imagen del negro en la
sociedad virreinal había sufrido para entonces muchos cambios; de ser seres
rebeldes y peligrosos asociados a menudo con el Demonio en el siglo xvi se
fueron transformando en personajes del folclor urbano, como aparecen en
algunas obras de sor Juana y en estas representaciones del siglo xviii.
En los cuadros de castas sucedió un cambio similar con la imagen del
indio, el cual, de ser una figura emblemática o histórica, pasó a convertirse
358 la era ilustrada

en un “tipo popular” más. A la par que se representó al indio “civilizado” y


urbano, es muy significativo que varias series de castas terminaran con una
pareja de “salvajes” chichimecas o apaches, el grupo más marginal de la je-
rarquía virreinal, habitante de las fronteras y pagano. Su presencia no sólo
marcaba el contraste entre civilización y barbarie, era también muestra del
reto que aún tenía el virreinato para insertar a estos hombres a la vida civil y
a la fe cristiana.
En estas pinturas podemos observar dos estrategias de representación
social. Por un lado su misión consistía en imponer orden en una sociedad
confusa y subrayar la preeminencia de los grupos blancos (españoles) sobre
los demás, de ahí que ellos sean los que inicien las series. Ilona Katzew seña-
la a este respecto: “El despliegue de la idea de la familia servía para naturali-
zar la jerarquía generalizada que se representaba en las pinturas de castas.
Puesto que la subordinación de la mujer al hombre y del hijo a la madre se
consideraba como natural, otras formas de jerarquía social podían represen-
tarse en términos familiares para patentizar que las diferencias sociales eran
categorías naturales”.30
Insistir en la jerarquización era un medio de garantizar la subsistencia
de un sistema en el que las rupturas se hacían cada vez mayores.
Además de la jerarquía, en los cuadros de castas la principal estrategia
de representación insistía en que la estratificación de la sociedad estaba de-
terminada por la “casta”, clasificada en una taxonomía aparentemente rigu-
rosa. Sin embargo, en el vestido, en las actitudes y en los ambientes domés-
ticos y laborales se nos muestra una realidad muy distinta y lejana al de la
rigidez racial. De hecho, la expansión económica del siglo xviii había permi-
tido el ascenso social de muchos grupos de color, que comenzaban a ingre-
sar incluso en el sacerdocio. Ya desde la centuria anterior el término social
de diferenciación utilizado comúnmente no era el étnico, sino otro que se
relacionaba con la representación externa: la calidad de la persona. Tal ape-
lativo tenía que ver con el oficio, la legitimidad de nacimiento, la manera de
vestir, la pertenencia a corporaciones y cofradías de prestigio.31 Asimismo,
existía una gran permeabilidad que permitía transitar fácilmente de una et-
nia a otra. De hecho un elevado número de mestizos “biológicos” se consi-
deraban a sí mismos “españoles”, pues ocupaban cargos en algunas de las
instituciones virreinales civiles o eclesiásticas o desempeñaban oficios pres-
tigiosos como el de pintor, por lo cual eran considerados por la sociedad
dentro de esta calidad. Además, estaba la vestimenta, una buena forma de
cambiar de estatus en una sociedad estamental y jerarquizada en la que cada
sector debía usar un tipo de ropa específico para marcar la diferencia entre
el noble y el plebeyo. Un franciscano declaraba en 1693: “porque en ponién-

30
I. Katzew, “La pintura de castas. Identidad y estratificación social en la Nueva España”, en
New World Orders. Casta Painting and Colonial Latin America, p. 110.
31
Pilar Gonzalbo Aizpuru, Familia y orden colonial, p. 14.
la era ilustrada 359

dose el indio capotes, zapatos y medias y criando melena, se hace mestizo y


a pocos días español libre del tributo, enemigo de Dios, de su iglesia y de su
rey”.32 La necesidad de normar la forma de vestir como un medio para im-
poner límites sociales sólo era prueba de lo común de tales transgresiones.
Mestizos y mulatos habían asimilado las exigencias de representación de la
sociedad cortesana criolla y la utilizaban para blanquearse. De hecho, en el
siglo xviii este proceso de “volverse español” fue cada vez más común (se
puede observar, por ejemplo, en los registros de las actas bautismales de las
parroquias urbanas) y se explica a partir de la nueva política implementa-
da por los borbones de homologación de todos los súbditos de la Corona,
incluidos los americanos, bajo el apelativo de “nación española”.
Por otro lado, para gente de tan diversa calidad como eran los mestizos,
los mulatos y los africanos, cuyo único distintivo era compartir un color de
piel más o menos oscuro, era imposible reconocerse a sí mismos como un
grupo cultural con identidad propia. Aunque entre ellos existiera una espesa
red de relaciones sociales, de vínculos clientelares y de mecanismos de solida-
ridad, no poseían un sentimiento de grupo, ni una norma social u oficial que
los diferenciase, ni símbolos o instituciones que les dieran sentido de comu-
nidad, ni una elite intelectual que los construyese. Mientras que los indios te-
nían sus lenguas, sus propiedades y sus instituciones comunales regidas por
una “nobleza” y los criollos sus símbolos de identidad cortesanos y su histo-
ria inventada, lo cual les permitía forjar una conciencia propia, los mestizos,
mulatos y africanos no poseían modelo alguno para autodefinirse. Hablaban
castellano, la mayoría dependía de los españoles y de los criollos, cuyo patrón
definía sus normas de vida, por lo cual ser considerado “español” era su mejor
opción de ascenso social. Ciertamente en los estratos más modestos estos sec-
tores habían desarrollado muchos mecanismos de resistencia, manipulando
la legalidad que a veces trataba a todos los súbditos por igual y a veces hacía
distinciones jurídicas a partir de su legitimidad de nacimiento o condición de
plebe, pero sus esfuerzos no sobrepasaron la línea de la supervivencia.
En los documentos se denominaba a los mestizos “gente vil y desprecia-
ble” y se les culpaba de pervertir a los indios con sus vicios y con su rebel-
día. Se les asociaba con la ilegitimidad de nacimiento, por lo que se les excluía
de algunos oficios y dignidades, siendo morales los términos de esa exclusión.
En una serie de cuadros del pintor zacatecano Juan Gabriel de Ovalle sobre la
pasión de Cristo, los personajes negativos son pintados con el color de la piel os-
curo, mientras los “buenos” son los blancos con rasgos españoles. Al igual que
sucedía con el indígena, la exclusión aquí es la tónica que rige la representación.
Esa misma actitud se puede observar en el teólogo Andrés Arze y Miranda, que
en 1746 enviaba a José de Eguiara una carta señalando que los cuadros de cas-

32
Fray José de la Barrera, cura franciscano de Santa María, en E. O’Gorman (ed.), “Sobre los
inconvenientes de vivir los indios en el centro de la ciudad”, Boletín del Archivo General de la
Nación, vol. ix, núm. 1, p. 20.
360 la era ilustrada

tas exportaban a España la imagen de una América demasiado mestiza (“que


todos somos mezclados, o como decimos champurros”), causa por la que las
obras de los ilustrados criollos eran consideradas inferiores en Europa.33
A pesar de que la diversidad étnica novohispana formaba parte del paisaje
social y debía ser considerada como un tema de la especificidad novohispana,
los criollos intentaron a toda costa desvincularse de ella. El mestizaje era una
realidad ineludible y se podía mostrar dentro de los cuadros de castas como
una parte de la riqueza y variedad del territorio, pero no era un timbre de orgu-
llo para incluirlo dentro del aparato de representaciones patrias. Esta actitud
partía de los prejuicios nobiliarios que no veían en la plebe ningún valor.
A principios del siglo xix, durante la Independencia, fray Servando Tere-
sa de Mier (1763-1827) exigía la abolición de “las distinciones quimérico-co-
lóricas”, pues eran perjudiciales para la unidad nacional. Su creación había
sido propiciada por la premisa “divide y vencerás” y para mantener la condi-
ción servil de las castas y prevenir sublevaciones. Sin embargo, detrás de
este discurso “igualitario” se encontraba todavía el temor criollo de que los
extranjeros vieran a México como un territorio de negros y mestizos, sin nin-
gún rasgo de civilización occidental.34

3. Entre los santos y los sabios. La nueva hagiografía


y la biografía de los letrados

Si cada uno de los individuos de la sociedad se aplicase a ilustrar su Patria, aun-


que fuera con la mitad del celo, talento y erudición que ha concedido Dios al
bachiller don Josef María Zelaa, hijo de la ciudad de Querétaro, las virtudes de
los buenos tendrían el debido elogio en la posteridad, y éste estimularía a los
vivos para la imitación de aquellas: se multiplicarían por consecuencia las accio-
nes benéficas y laudables, y la república sería feliz. También se lograría con fa-
cilidad una historia completa, exacta y verídica de un reino y de una nación en-
tera, sacada de las particulares escritas, por los hijos de cada ciudad y pueblo. El
bachiller Zelaa es por tanto digno del reconocimiento, de su patria Querétaro,
por haber publicado los monumentos y noticias que dan gloria a esta ciudad, y
digno también del agradecimiento de todo el reino.35

Esto escribía en 1802 Mariano Beristáin y Souza (1756-1817) en el prólo-


go a la obra Las glorias de Querétaro de José María Zelaa. De acuerdo con la
nueva visión de hombre que la Ilustración había introducido, para el sabio
criollo la imitación de los próceres era una parte fundamental de la educa-
33
Efraín Castro Morales, Las primeras bibliografías regionales hispanoamericanas: Eguiara y
sus corresponsales, pp. 30 y ss.
34
I. Katzew, La pintura de castas…, p. 204.
35
Parecer de José Mariano Beristáin, 10 de abril de 1810, en Josef María Zelaa e Hidalgo,
Adiciones al libro Las glorias de Querétaro.
la era ilustrada 361

ción que llevaría a los jóvenes a hacer benemérita a su patria (en este caso
Querétaro). Ahora los modelos ofrecidos ya no eran sólo los santos y sus vir-
tudes; de acuerdo con un tópico que venía desde el Renacimiento, las armas
y las letras también podían ser carreras apetecibles para alcanzar honores y
para honrar a la patria: “Es en fin un elogio de la piedad y de la literatura de
los más célebres hijos de Querétaro, capaz de estimular a los jóvenes estu-
diantes, y a todo género de personas, a hacerse por una carrera brillante, o
de virtudes, o de armas, o de ciencias, dignos de ocupar un lugar distinguido
entre los hombres beneméritos de su patria, porque la ilustraron”.36
Mariano Beristáin era, él mismo, un ejemplo de estas nuevas vocacio-
nes dedicadas a “las ciencias”. Nacido en Puebla, educado con los jesuitas
y egresado del seminario palafoxiano y de la Universidad de México, este
eclesiástico protegido del obispo Fabián y Fuero completó sus estudios en
las universidades de Valencia y Valladolid en España. Finalmente consiguió
una canonjía en la catedral de México, donde llegó a ser arcedeán.37 Desde
sus tempranos estudios mostró una clara inclinación por las humanidades y
una vez obtenida una posición privilegiada escribió una obra monumental,
la Biblioteca hispanoamericana septentrional, fuertemente influida por la vi-
sión enciclopédica ilustrada y por el modelo de los diccionarios que estaban
teniendo un fuerte auge en Europa, auspiciado por un mercado que las casas
editoriales supieron aprovechar muy bien.
En su obra, según el mismo Beristáin lo expresa, “se daba razón del nom-
bre, patria, año de nacimiento y fallecimiento, empleos y méritos literarios
de más de tres mil autores, de los títulos de sus escritos, año y lugar de la
impresión, extendiéndose más o menos su respectivo elogio, según el mayor
o menor mérito de cada uno”. Su finalidad fundamental era contrarrestar las
afirmaciones calumniosas de algunos autores europeos contra España sobre
el “estado de barbarie” en que mantenía a sus posesiones de ultramar. La
utilidad de la obra, sin embargo, también beneficiaba a los españoles, pues
les mostraba “los frutos de su liberal e ilustrado gobierno en la América”, y
a los mismos americanos les presentaba “la historia de su literatura y de sus
sabios”.38 La cultura católica era la matriz común que compartían todos los
territorios del imperio y Nueva España podía aportar muchas cosas valiosas
a esa matriz.39 Sin embargo, su principal función era la defensa de la actua-
ción de España en América, actitud que también se dirigía a los que estaban
descontentos con el dominio español y que aspiraban a separarse de la me-

36
Véase Joseph Mariano Beristáin, “Parecer” a la obra de Josef María Zelaa e Hidalgo, Las
glorias de Querétaro.
37
Ernesto de la Torre Villar, “El bibliógrafo José Mariano Beristáin y Souza (1756-1817)”,
Tempos. Revista de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, núm. 2, pp. 83-113.
38
Véase José Mariano Beristáin y Souza, Biblioteca hispanoamericana septentrional.
39
Alfredo Ávila, “La crisis del patriotismo criollo: el discurso eclesiástico de José Mariano
Beristáin”, en Alicia Mayer y Ernesto de la Torre Villar (eds.), Religión, poder y autoridad en la
Nueva España, pp. 205-221.
362 la era ilustrada

trópoli. Beristáin escribía su obra en 1810, por lo que también iba encauza-
da contra aquellos criollos que se habían hecho corifeos de las calumnias
extranjeras contra España y que se rebelaban contra “una nación grande y
generosa, a quien deben la sangre, la lengua, la educación, las artes, las cien-
cias, la prosperidad y la abundancia que gozaban”.
Beristáin estaba situado en una época marcada por la división y la rup-
tura, pero la tradición de la cual se declaraba heredero había nacido medio
siglo antes con otra visión muy distinta, de la que sin embargo el mismo
Beristáin se había beneficiado. Juan José de Eguiara y Eguren (1695-1763),
también canónigo de la catedral de México y miembro de la congregación
del Oratorio de San Felipe Neri, había iniciado una monumental Bibliotheca
mexicana escrita en latín y que quedó inconclusa, con premisas radicalmente
distintas a las de Beristáin. A diferencia de éste, que consideraba que toda la
labor cultural producida en América se le debía a España y que su desarrollo
era sólo parte de la hispanidad, para Eguiara eran los mexicanos los que ha-
bían conseguido a través del tiempo forjar una gloriosa civilización en la que
se combinaba lo prehispánico con lo hispánico. Siguiendo los modelos de las
“Bibliotecas” de Antonio de León Pinelo y de Nicolás Antonio, la obra estaba
escrita en latín para darle un alcance universal, y pretendía exponer una vi-
sión sistematizada de la producción literaria y científica de Nueva España (y
no sólo de la ciudad de México) por medio de sus autores y escritos y a partir
de una labor de investigación en los archivos y bibliotecas conventuales y en
el archivo de la universidad (donde consultó la crónica de Plaza y Jaén), ade-
más de una red de corresponsales que le enviaron información desde Puebla,
Guadalajara, Guatemala, Oaxaca, Zacatecas y otras localidades.40
Aunque el término “América mexicana” utilizado por él no era algo nove-
doso, pues ya había aparecido en algunos mapas europeos desde el siglo
xvi,41 Eguiara fue uno de los primeros en plasmar algo que para los criollos
del siglo xviii comenzaba a tener un nuevo sentido: concebir a la Nueva Es-
paña como un territorio uniformado bajo el patronímico común de “mexica-
no”. Según sus propias palabras, en su tiempo estaba ya muy extendido de-
signar “a toda la región con ese calificativo tomado del nombre de su más
famosa y principal ciudad”.42

40
Agustín Millares Carlo, Don Juan José de Eguiara y Eguren (1695-1763) y su Bibliotheca
mexicana, pp. 31 y ss.; E. Castro Morales, op. cit., pp. 4 y ss. Este autor menciona la correspon-
dencia y los informes enviados a Eguiara por Diego Bermúdez de Castro, Andrés de Arce y Mi-
randa, fray Antonio de Arochena, fray Juan González de Afonseca y fray José de Arlegui, entre
otros.
41
Véase al respecto Allan Musset y Carmen Val Julián, “De la Nueva España a México. Na-
cimiento de una geopolítica”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xix, núm. 75,
pp. 111-140. Estos autores señalan que Francia fue el primer país en el que se usó el término
Mexique para definir a todo el territorio de la Nueva España, antes que los mismos criollos lo
utilizaran.
42
Juan José de Eguiara y Eguren, Prólogos a la Bibliotheca mexicana, pp. 206 y ss.
la era ilustrada 363

Para llevar a cabo su empresa, Eguiara adquirió en España una impren-


ta que se convirtió en un importante instrumento difusor de textos sobre el
guadalupanismo y la santidad criollos. Sin embargo, de su Bibliotheca sólo
se publicó un volumen (México, 1755) en esta imprenta, buena parte de él
dedicado a atacar las afirmaciones calumniosas de Manuel Martí sobre la
cultura novohispana, pues conminaban a sus discípulos a no pasar a Améri-
ca sino a Roma para completar sus estudios, ya que en las Indias no había ni
bibliotecas ni autores de nota. Para “vindicar la injuria tan tremenda” de
quien calificó a su patria de desierto de libros, de maestros y de escuelas,
Eguiara dedicará sus esfuerzos a demostrar la precocidad, ingenio y amor a
las letras de los americanos, el gran número de sus colegios y bibliotecas y la
enorme cantidad de sus letrados.43 Contra la opinión de que los americanos
decaían en el uso de sus facultades a temprana edad, el autor criollo hace
una larga enumeración de aquellos sabios que continuaron su labor intelec-
tual después de los sesenta años.
En los “prólogos” a su obra, Eguiara enfatizó la inhabilidad de algunos
extranjeros para comprender América, pero también recogió numerosas
citas de aquellos que reconocieron la grandeza de sus ingenios. Esta reco-
pilación panegírica, que utilizó fuentes indígenas y españolas, nació de la
convicción de que las obras escritas por los novohispanos contenían una en-
señanza profunda y eran parte de una herencia común. Aunque inmersa to-
davía en la visión barroca, sus biografiados no estaban incluidos aquí por su
santidad sino por su sabiduría. La Bibliotheca de Eguiara exaltaba la belleza
y fertilidad de la tierra mexicana y la habilidad, ingenio e inteligencia de sus
habitantes por medio de una gran erudición, lo que es una novedad que iba
más allá de la simple exaltación retórica de la era barroca. El criollo Eguiara
se sentía orgulloso heredero de dos imperios gloriosos: el hispánico y el te-
nochca, y por ello incluyó en sus introducciones, como veremos, a persona-
jes del mundo anterior a la conquista.
A Eguiara debemos la construcción para el orgullo patrio de las dos figu-
ras más señeras del siglo xvii: Carlos de Sigüenza y Góngora y sor Juana Inés
de la Cruz. Sobre el primero nos dice:

Y a estas dotes del espíritu añadió el cultivo de la crítica y de la historia y su eru-


dición en las matemáticas disciplinas, por las que llegó a ser muy apreciado en
mucho por los más célebres maestros europeos de su época... atareado en descu-
brir las antigüedades de la América, una vez obtenidos con la mayor diligencia
los monumentos de los indios primitivos, los escudriñó, y con la severísima críti-
ca y lectura asidua de la historia que le preciaban, los revocó a sereno juicio, y
los tradujo en libros varios y muchos, donde las cosas anubladas y ocultas las

43
Véase Juan José de Eguiara y Eguren, Bibliotheca mexicana. Esta edición sólo reprodujo y
tradujo la parte publicada de la obra en 1755. El resto de la Biblioteca, salvo algunos textos suel-
tos, aún se encuentra manuscrita.
364 la era ilustrada

pone a la clara luz del mediodía. Para poder elaborar estas obras había aprendi-
do el idioma náhuatl y la ciencia que ha menester un Edipo ingeniosísimo.44

Con esta semblanza que José de Eguiara pintó de Sigüenza en su Biblio-


theca se dio inicio a la imagen que del sabio se crearon los intelectuales del
siglo xviii: el erudito crítico, el coleccionista que salvó de la desaparición ma-
nuscritos antiguos, el investigador generoso que compartía sus conocimien-
tos con sus colegas, el científico cuya fama trascendió las fronteras del reino
de Nueva España.45 Con todo, ya en Eguiara aparece también la queja que
otros repetirían después: “muchos fueron sus escritos, que quisiéramos aho-
ra mirar, inéditos que fuesen, y harto sentimos que la mayoría de ellos, o es-
tén sepultados en una especie de pozo de Demócrito, o lo que peor sería, que
hayan perecido con daño irreparable para la república de las letras”.46 Pero
el ilustre bibliófilo también fue quien introdujo algunos de los errores que se
repetirían hasta el siglo xx, como el que convertía a Sigüenza en amigo de
Fernando de Alva Ixtlilxóchitl y en el heredero directo de sus papeles.47
Para elaborar la semblanza de sor Juana, Eguiara utilizó tanto la Res-
puesta a sor Filotea de la Cruz, escrita por la misma monja, como la biografía
que de ella publicó el padre Diego Calleja. Su prodigiosa capacidad, manifes-
tada desde su infancia, es el tema de un exaltado discurso que mostraba a
una persona dedicada a las más variadas disciplinas: teología, retórica, filoso-
fía natural, matemáticas, poética, historia y música. Junto con su obra poéti-
ca, Eguiara resalta sus profundos conocimientos teológicos, por los que en su
tiempo fue tan perseguida, y remarca las discusiones de alto nivel que sos-
tuvo con insignes letrados. Igualmente hace mención de su nutrida y selecta
biblioteca y de su rara erudición que provocaba que muchos pensaran si
provenía de “ciencia infusa” de orden divino o meramente de su “natural in-
genio”. Pero sobre todo Eguiara se hace eco de un tema edificante y hagio-
gráfico que apareció en las primeras biografías de la monja: en los últimos
dos años de su vida, sor Juana se entregó al ascetismo, renunció a las letras
humanas y a su biblioteca y se dedicó al negocio de su salvación bajo la di-
rección del padre Núñez de Miranda. Su texto finaliza con la mención de los
tres volúmenes editados en España de sus obras y de las alabanzas que
le tributaron en Europa ingenios como el de Feijoo y Manier. Eguiara consi-
deraba a esta Décima Musa una gloria de su patria, aunque ésta ya no sólo
era vista como la ciudad de México, sino como la América septentrional.48
44
J. J. de Eguiara y Eguren, op. cit., vol. ii, p. 721.
45
Antonio Rubial García y Francisco Iván Escamilla, “Un Edipo ingeniosísimo. Carlos de
Sigüenza y Góngora y su fama en el siglo xviii”, en Alicia Mayer (ed.), Homenaje a don Carlos
de Sigüenza y Góngora (1700-2000), vol. ii, pp. 205-222.
46
J. J. de Eguiara y Eguren, op. cit., vol. ii, p. 721.
47
Ibid., p. 722. Irving Leonard (en su Don Carlos de Sigüenza y Góngora..., p. 105, n. 8) fue el
primero en poner en duda el hecho de que un sabio mestizo dejara sus preciados papeles a un
niño de tres años, que era la edad que tenía Sigüenza cuando murió Ixtlilxóchitl.
48
Véase J. J. de Eguiara y Eguren, Sor Juana Inés de la Cruz.
la era ilustrada 365

La “república de las letras” novohispana del siglo xviii tenía ya una con-
ciencia plena de que era heredera de una tradición cultural que afianzaba
sus raíces en el mundo prehispánico y en el siglo xvii, pero cuya identifica-
ción se daba con los autores de la centuria anterior, a los cuales citaba con-
tinuamente. De hecho, el mismo Eguiara sería considerado como una gloria
patria por ser su denfensor
De manera paralela a la exaltación de los sabios de América seguían pro-
duciéndose textos que servían para afianzar intereses corporativos o locales,
lo que se dio sobre todo en el terrero de la crónica religiosa y de la hagiogra-
fía, es decir, en la exaltación ya no de la sabiduría sino de la santidad. El
contexto de estas construcciones estaba determinado por las campañas que
la política borbónica llevaba a cabo contra las órdenes religiosas. Entre 1749
y 1753 Fernando VI emitía las leyes que ordenaban secularizar todas las pa-
rroquias de religiosos y las entregaba a los diocesanos, proceso que se con-
cluyó en la época de su hermano y sucesor Carlos III. Del antiguo monopolio
que ejercían las órdenes religiosas, sólo quedarían algunos emplazamientos
dispersos en las fronteras misionales. En 1778 un pintor anónimo realizaba
un enorme lienzo para la sacristía del santuario agustino de Chalma. En el
cuadro aparecía de nuevo la imagen de la ciudad santa pero, en una atrevida
metáfora, lo que observa san Juan no es a la mujer vestida de sol sino a san
Agustín rodeado de una aureola de luz y coronado por la corte celestial; ade-
más, los doce apóstoles y los doce ángeles de las puertas han sido suplanta-
dos por santos y santas agustinos, encabezados por santa Mónica. El espacio
de la ciudad, con claras alusiones a la obra del obispo de Hipona, recuerda
además un hortus conclusus, pues, más que edificaciones, parece contener
las geométricas divisiones de un jardín francés, a la manera de un difundido
grabado de los hermanos Klauber.49 Con este cuadro los agustinos preten-
dían mostrar la preeminencia que su orden tenía en el cielo, algo que cierta-
mente ya habían perdido en la tierra novohispana.
Para la segunda mitad del siglo xviii los muros protectores de la Jerusalén
mendicante habían cedido ante los embates del regalismo y de sus colabo-
radores incondicionales, los obispos. En esa época las órdenes religiosas ya
habían perdido su empuje ideológico y económico y vivían en una gran pre-
cariedad. Desde el ámbito corporativo, las únicas instancias que seguían ela-
borando discursos hagiográficos de identidad en la segunda mitad del siglo
xviii eran aquellas que aún conservaban misiones norteñas (como los francis-
canos y en especial los de los colegios de Propaganda Fide) o que habían ge-
nerado una gran combatividad como consecuencia de la desgracia (como la
Compañía). Gracias a ellos, el centro tomó conciencia de que los reinos nor-
teños también eran parte de esa América.

49
En Historiae Biblicae Veteris et Novi Testamenti (Augusta, ca. 1750) los grabadores Joseph y
Johann Klauber muestran una ciudad con ángeles sobre las puertas rodeada de escenas de lu-
cha entre las fuerzas del bien y las del mal.
366 la era ilustrada

El tema central de las crónicas franciscanas fueron los trabajos misione-


ros en el norte, única posibilidad de justificación y defensa de unos institutos
que estaban sufriendo los embates de la secularización de sus parroquias y
de su pérdida de control sobre las comunidades indígenas. Con todo, incluso
las descripciones de la labor misionera están teñidas de desencanto. En las
dos crónicas de los colegios de Propaganda Fide de este periodo, la de Zacate-
cas, escrita en 1788 por el criollo leonés fray José Antonio Alcocer, y la de
Querétaro, publicada en 1792 por el criollo fray Juan Domingo Arricivita, es
notable la misma paradoja: frente a la exaltación de las virtudes y entrega de
unos misioneros excepcionales, se describía una realidad poco halagüeña.
Los colegios se habían visto precisados a abandonar numerosas fundaciones
en el norte, pues en ellas no se estaba cumpliendo el apostolado entre infie-
les. Por otro lado, a pesar de la labor misionera persistían las idolatrías de
los indígenas y los frailes no sólo tenían que hacer frente a las amenazas y
violencias físicas de los catecúmenos, sino incluso a sus maleficios; además,
la apostasía o huida continua de indios cristianizados de las misiones resul-
taba ser un caso frecuente y generalizado en tierras de frontera. Por último,
estaba la mala conducción de las autoridades civiles y del recién creado obis-
pado de Sonora, que estorbaban la labor de los frailes e ideaban soluciones
inapropiadas para los problemas que pretendían resolver. Con el transcurrir
de los años, ante lo complicado y precario del panorama misional del norte,
los tratados históricos encontraban cada vez más difícil sostener la imagen
de una segunda Edad Dorada que había construido en la etapa anterior Isi-
dro Félix de Espinosa.50
En 1787, un lustro antes de que se imprimiera la obra de Arricivita, fray
Francisco de Palou había sacado a la luz la biografía de fray Junípero Serra,
el último gran apóstol de los colegios de Propaganda Fide, muerto en 1784.
Palou, compañero y discípulo del venerable, presentaba a otro peninsular,
un mallorquín del Colegio de San Fernando de México que, al igual que fray
Antonio Margil, dedicó su vida a una intensa actividad apostólica entre fieles
e infieles y fundó misiones en la Sierra Gorda y en la Alta California. El pro-
pósito principal de la obra de Palou era hacer un llamado a sus hermanos de
hábito para que acudieran a California a continuar la labor del insigne mi-
sionero. Aunque su visión está teñida de pesimismo sobre el futuro de aque-
llas fundaciones, muestra un atisbo de esperanza: el que California se con-
vierta en la última frontera posible para las misiones franciscanas; que sea
ésa la región donde perviva el ideal de la segunda Edad Dorada.51

50
Véase José Antonio Alcocer, Bosquejo de la historia del Colegio de Nuestra Señora de Guada-
lupe y sus misiones, año de 1788; Juan Domingo Arricivita, Crónica seráfica y apostólica del Cole-
gio de Propaganda Fide de la Santa Cruz de Querétaro.
51
Véase Francisco de Palou, Relación histórica de la vida y apostólicas tareas del venerable
padre fray Junípero Serra y de las misiones que fundó en la California septentrional, y nuevos esta-
blecimientos de Monterrey. Desde el siglo xix esta biografía se publicó con la Historia de la Anti-
gua o Baja California de Francisco Xavier Clavijero.
la era ilustrada 367

Entre 1772 y 1780 escribía su obra el cuarto cronista franciscano de este


periodo, fray Pablo de la Purísima Concepción Beaumont (1726-ca. 1780), un
español de origen francés que, luego de diecisiete años de trabajar para el Co-
legio de Propaganda Fide de Querétaro, pidió su afiliación a la provincia de
Michoacán. Beaumont, hijo de un cirujano francés de Felipe V y formado en
la Universidad de París, había llegado a Nueva España como maestro de ciru-
gía y después de un tiempo ingresó como fraile en la Santa Cruz de Querétaro,
donde combinó la predicación y la pesquisa científica.52 A los cuarenta y seis
años, en su nueva adscripción en el convento grande de Santiago de Querétaro,
Beaumont, nombrado cronista de la provincia, se dedicó a clasificar el archivo
y la biblioteca conventuales y a elaborar la Crónica de la provincia de los San-
tos Apóstoles San Pedro y San Pablo de Michoacán.53 Para realizarla se valió de
la crónica impresa de fray Alonso de la Rea y de la relación manuscrita sobre
el tema que había dejado inconclusa fray Isidro Félix de Espinosa, de la cual
incluyó amplias secciones en su obra. El texto se inicia con una síntesis de la
historia de América, basada en el cronista Antonio de Herrera, y de las haza-
ñas cortesianas hasta 1524, para insertar en ese proceso general la historia de
Michoacán. Para ello utilizó antiguas relaciones de los indios que recopiló en
tierras de Michoacán, documentos que reunió en los archivos de toda la pro-
vincia y noticias de libros de otros historiadores novohispanos y europeos.
Para la segunda mitad del siglo xviii, aunque ya se pueden notar algunos
visos de actitudes racionalistas en estas crónicas novohispanas, todas en ma-
yor o menor medida compartían aún la visión retórica y escolástica que se-
guía considerando que lo importante de la historia no era su veracidad sino
su eficacia moralizadora. Como ha demostrado acertadamente Francisco
Iván Escamilla, uno de los principales ataques del racionalismo, aquel que
iba contra la creencia en prodigios y hechos sobrenaturales de los que esta-
ban llenas las vidas de santos, no había hecho mella en estas historias. Sin
embargo, para muchos pensadores esas tradiciones piadosas sin sustento
histórico eran muy dañosas para la religión, pues “su irracionalidad sólo ser-
vía para alimentar el escepticismo de los incrédulos”.54
Entre estos dos extremos se encontraba la visión de la única crónica que
nos queda de los jesuitas escrita en este periodo, la Historia de la Compañía
de Jesús en Nueva España del veracruzano Francisco Xavier Alegre (1729-
1788), obra elaborada entre 1764 y 1767.55 El autor, notable por su desem-
peño en varias disciplinas (teología, lenguas clásicas y modernas, poesía, fi-
losofía, matemáticas, geometría y filología), había sido encargado por su

52
Publicó un opúsculo de hidroterapia: Tratado del agua mineral caliente de San Bartolomé
(México, 1772), e inspeccionó, junto con otros eruditos, el lienzo de la virgen de Guadalupe.
53
La mejor edición y la más accesible de esta crónica es la realizada por Rafael López en tres
volúmenes para el Archivo General de la Nación en 1932. Es la que aquí se utilizará.
54
Francisco Iván Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanismo y la Ilustración novo-
hispana”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xxi, núm. 82, pp. 199 y ss.
55
Ver Francisco Xavier Alegre, Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España.
368 la era ilustrada

provincia para ampliar y concluir la historia de Francisco de Florencia, de la


cual sólo se había impreso el primer volumen en 1694. Sin embargo, Alegre
no se conformó con hacer una continuación de ella y escribió un texto que se
iniciaba con la llegada de los jesuitas a Nueva España y culminaba con los
acontecimientos de sus días. Para ello, el cronista jesuita se sirvió de pape-
les, cartas, relaciones y memorias que aportaban testimonios directos sobre
los sucesos y, con una actitud crítica, los clasificó, analizó y confrontó utili-
zando modernos métodos hermenéuticos. Alegre, sin embargo, no dejaba de
ser un eclesiástico y un fiel creyente, por lo que también incluyó los porten-
tos y milagros que llenaban los textos antiguos que manejaba, aunque con
reservas y siempre como relatos referidos por otros: “Bien sabemos que este
género de apariciones son de ordinario sospechosas y muy mal recibidas en
aquellas gentes que [se] precian de un gusto delicado y de no abandonarse
jamás ciegamente a la buena fe o a la demasiada credulidad de ciertos auto-
res que, por lo común, las refieren con poca discreción”.56
Su concepto de la historia era finalmente providencialista y el milagro
era una manifestación divina, sobre todo cuando se llevaba a cabo en el pro-
ceso de la conversión de los infieles.57 Con todo, podemos considerar a este
autor como uno de los pocos representantes de la historiografía moderna en
Nueva España.
La obra de Alegre quedó truncada con la expulsión de la Compañía de Je-
sús en 1767. Al momento de la expatriación, la provincia mexicana de los
jesuitas, que incluía Guatemala y Cuba, tenía seiscientos setenta y ocho miem-
bros, entre sacerdotes y hermanos, repartidos en unos cuarenta colegios y ca-
sas y en ciento catorce misiones organizadas en seis rectorados. De ellos, por
lo menos cuatrocientos sesenta y cuatro eran criollos.58 Su actividad había
penetrado bien hondo en las diversas capas sociales novohispanas y se encon-
traba en una etapa de renovación intelectual con la incorporación de los ele-
mentos de la ciencia moderna en sus cursos. Las consecuencias de su salida
fueron desastrosas, muchos fieles se quedaron sin la guía que los ignacianos
ejercían a través del púlpito y del confesionario; la red misional del norte y el
ámbito educativo experimentaron graves quebrantos; pero sobre todo el reino
perdió a una porción considerable de sus intelectuales.59
A pesar de la expulsión, y quizá como consecuencia de ella, los jesuitas
desde el exilio se dedicaron a exaltar a los miembros de su orden y a publici-
56
Ibid., vol. i, p. 444.
57
Ernest Burrus, “Introducción”, ibid., vol. i, p. 18.
58
David Brading señala que eran quinientos los jesuitas criollos expulsados (“La patria crio-
lla y la Compañía de Jesús”, en Colegios jesuitas, pp. 58 y ss.), sin embargo, la cantidad más
exacta de cuatrocientos sesenta y cuatro la da Juana Gutiérrez Haces, El padre Pedro José Már-
quez, erudito mexicano en la Italia del siglo xviii. Agradezco a Rosario Gutiérrez Haces que me
haya facilitado el original de esta obra que saldrá en breve.
59
A. Rubial García y Patricia Escandón, “Las crónicas religiosas del siglo xviii”, en Manuel
Ramos (ed.), Historia de la literatura mexicana. La cultura letrada en la Nueva España del siglo
xviii, vol. 3.
la era ilustrada 369

tar sus hazañas culturales. Manuel Fabri (1737-1805), en una digresión a la


biografía del padre Alegre publicada en Venecia en 1789, hablaba del ejemplo
que este sabio dio en Europa de los muchos conocimientos y libros que se
tenían en América y que con su presencia alcanzaron renombre no sólo para
sí sino también para la patria, pues acabaron con el prejuicio de que ésta
era una tierra de bárbaros. “Duélanse con justicia los mexicanos de esa pre-
matura muerte y de ver apagada la luz de aquel ingenio soberano, digno de
ser contado entre los mayores ornamentos de su patria”.60 Juan Luis Manei-
ro (1744-1802), en una semblanza del padre Clavijero, además de mostrarlo
como el más importante conocedor de las antigüedades mexicanas, lo exal-
taba como introductor de la filosofía moderna. Además de esta semblanza,
Maneiro escribió en latín las vidas de otros treinta y cuatro jesuitas ilustres
que publicó en tres volúmenes en Bolonia entre 1791 y 1792. A partir de su
conocimiento personal y de lo que le contaron sus correligionarios, este autor
veracruzano hizo una descripción de las actividades académicas y educativas
de sus biografiados, de sus escritos y de la manera como la expulsión cambió
sus vidas. Para Maneiro, Dios había hecho surgir varones de ingenio vivaz, los
jesuitas de su generación, para llevar a feliz término una gran renovación es-
piritual dentro de la Iglesia, tanto en América como en Europa. Sus patrias
de nacimiento (Zacatecas, Veracruz, México, Oaxaca) fueron descritas con
nostalgia como espacios de una extraordinaria belleza y grandeza. Los padres
expulsados fueron exaltados no sólo en sus actividades dentro de la Compañía,
sino también por sus servicios ciudadanos. Un ejemplo de ello eran las gestio-
nes del padre Juan Francisco López en Roma para promover el reconocimien-
to papal de la virgen de Guadalupe conseguido antes de la expatriación.61
La expulsión de los “santos y sabios” jesuitas ocasionó fuertes reacciones
en todo el territorio novohispano. En el obispado de Michoacán (Pátzcuaro,
Guanajuato, San Luis Potosí) los motines populares con ese pretexto no se
dejaron esperar, alimentados por la crisis económica y por las levas forzosas
que la Corona realizaba para aumentar sus recién establecidos ejércitos. En la
capital y en Puebla los monasterios femeninos manifestaron su repudio ante
la expulsión con discursos visionarios. En una Pragmática-Sanción del 2 de
abril de 1768, el rey amonestaba a los frailes para que controlaran mejor las
“profecías y revelaciones fanáticas de algunas religiosas acerca del regreso de
los Regulares de la Compañía”. La orden regia aseguraba que “las especies
sediciosas que han salido de sus claustros […] nacen del abuso de algunos de
sus directores espirituales, secuaces de las máximas, y doctrinas de los regula-

60
Esta biografía apareció como introducción a la edición de las Instituciones teológicas del
padre Alegre con el título Vita Commentarius. Silvia Vargas Alquicira, La singularidad novohis-
pana en los jesuitas del siglo xviii, pp. 53 y ss.
61
Véase Juan Luis Maneiro, De Vitis aliquod mexicanorum aliorumque qui sive letteris Mexi-
ci imprimis floruerunt. Hay una edición en castellano con el título Vidas de algunos mexicanos
ilustres con un estudio introductorio de Ignacio Osorio (México, unam, Centro de Estudios Clá-
sicos, 1988).
370 la era ilustrada

res expulsados”.62 Debemos recordar que por esas fechas se iniciaban los inten-
tos de los obispos ilustrados Francisco Fabián y Fuero y Antonio de Lorenza-
na para llevar a cabo la reforma de las religiosas y su reducción a la vida co-
mún en México y en Puebla, con fuertes reacciones por parte de las monjas.63
Entre los letrados criollos, la reacción por las medidas de la Corona con-
tra los jesuitas se manifestó de manera muy crítica, pues afectaban no sólo a
una orden religiosa sino a lo más granado de la elite intelectual criolla. Fran-
cisco Xavier Gamboa (1717-1794), ex alumno de los jesuitas, abogado y cono-
cedor de la realidad económica novohispana, famoso por sus Comentarios a
las ordenanzas de minas, fue uno de estos letrados cuya defensa de los expul-
sos le ocasionó la expatriación a España. Tiempo después, a su regreso a
México, su defensa de los valores y de los intereses de los habitantes de Amé-
rica frente a una política que los ignoraba, le acarreó serios problemas con
las autoridades virreinales.64 Entre los varios criollos expulsados por su abier-
ta oposición a la política antijesuítica de Carlos III estaban incluso miembros
destacados del clero secular, como Antonio López Portillo (1730-1780), canó-
nigo de la catedral de México, egresado del Colegio de San Ildefonso y gra-
duado en las cuatro facultades de la universidad. Acusado de escribir una
apología a favor de los jesuitas y en contra del despótico virrey marqués de
Croix, fue expatriado en 1769 a Valencia. La universidad colocaría en 1783 su
retrato (pintado por Mariano Vázquez) en el salón de sus hombres ilustres,
tres años después de su muerte en el exilio, como un desafío “al autoritarismo
que le había arrebatado a uno de sus hijos más ilustres”.65 La expulsión de los
jesuitas y de sus seguidores fue sólo uno de los muchos agravios que los crio-
llos tenían contra una monarquía que los marginaba y desfavorecía.
Esas reacciones se dieron también a nivel simbólico, por lo que el culto a
algunos santos vinculados a los jesuitas se volvió una forma de crítica políti-
ca. Esto sucedió, por ejemplo, con la figura de san Juan Nepomuceno, santo
promovido, como vimos, por los jesuitas checos en las primeras décadas del
siglo xviii y que fue jurado en Nueva España como patrono de la Audiencia,
del cabildo de México, de los colegios jesuíticos y de la universidad. El nuevo
santo se convirtió en una bandera de la disidencia después de la expulsión de

62
Carta del Comisario fray Manuel de Nájera. Convento de San Francisco de México, 20 de
julio de 1768. Archivo del Museo Nacional de Antropología e Historia. Caja 77, exp. 1274.
63
En 1774 salía impresa en el Seminario Palafoxiano una Carta a una religiosa para su desen-
gaño y dirección, firmada con el seudónimo Jorge Mas Teophoro. En ella se atacaba la prepara-
ción de los confesores de monjas y se cuestionaba la calidad moral de sus dirigidas, se descri-
bían las frivolidades de quienes vivían en los monasterios en celdas privadas y se mostraba que
la única vía para ellas era la vida común; finalmente se asociaba a los defensores de las monjas
rebeldes, y a ellas mismas, con el probabilismo jesuita. R. Moreno de los Arcos, “Un caso de
censura de libros en el siglo xviii novohispano: Jorge Mas Teophoro”, Suplementos del Boletín
del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, núm. 4, pp. 24-28.
64
Véase E. Trabulse, Francisco Xavier Gamboa, un político criollo en la ilustración mexicana.
65
F. I. Escamilla, “Verdadero retrato: imágenes de la sociedad novohispana en el siglo xviii”,
en El retrato novohispano en el siglo xviii, pp. 48 y ss.
la era ilustrada 371

la Compañía en 1767; él, que había sido víctima de un monarca injusto en la


Bohemia del siglo xiv, se volvía emblema, para los criollos projesuitas, con-
tra el déspota Carlos III, victimario de sus coterráneos. En un cuadro fecha-
do en 1782 y pintado por José de Alcíbar el Santo, con su lengua en la mano,
símbolo del secreto de confesión, pisa al monstruo de la maledicencia y la
calumnia que yace junto a un ave fulminada por un rayo, clara alusión a
la situación que vivía la ya disuelta Compañía de Jesús.66
Posiblemente bajo la influencia de san Juan Nepomuceno, Joseph de Es-
trada, un jesuita radicado en Puebla, había comenzado a proponer en 1765
la veneración del arzobispo polaco lituano del siglo xvi Josafat Kuncevyk
(1580-1623), beatificado en 1643 y muerto a hachazos por los clérigos “cis-
máticos” a causa de su fidelidad al papado romano. Al ser gran amigo de los
jesuitas y promotor de sus misiones en Lituania, Estrada lo consideraba un
símbolo ideal para defenderlos contra sus enemigos y mandó alterar una es-
tampa europea de él, poniendo a sus pies a un jesuita y una leyenda que se-
ñalaba: “mártir por la obediencia al papa”. La imagen fue muy difundida en
1768 a raíz de la expulsión.67
Algo similar sucedía con las imágenes del fundador. En 1767 se inau-
guraba el Colegio de las Vizcaínas, promovido por varios ricos mercaderes
vascos para la enseñanza de sus hijas, y se ponía bajo la advocación de san
Ignacio. Tanto las fachadas como la decoración del templo anexo a la institu-
ción comenzaron a realizarse después de que ésta abrió sus puertas, es decir,
en los diez años siguientes a la expulsión de la Compañía. A pesar de las
órdenes regias y de las demandas episcopales, los santos jesuitas campearon
en esos espacios como una propaganda abierta a los expulsados y una velada
crítica a quienes los expulsaron.
Por último, varias de las devociones promovidas por los jesuitas fueron
también una buena excusa para recordarlos y llamar la atención sobre su
ausencia. El culto al Sagrado Corazón, por ejemplo, que había recibido una
gran difusión antes de 1767, se volvió sumamente popular a raíz de la expul-
sión. Aún más cuando el día elegido por las autoridades virreinales para rea-
lizar tan criticado acto fue precisamente en la madrugada del 25 de junio,
vísperas de esa fiesta tan importante para la Compañía.
Otro caso semejante fue el de la virgen de la Luz, devoción que promovió
el jesuita Antonio Genovesi en Palermo a fines del siglo xvii y que llegó a
México por instancias de los jesuitas italianos Mónaco y Bonalli a León
(Guanajuato) en 1732. Por esas fechas José María Genovese publicaba en
México una obra sobre ella, “Antídoto contra todo mal”, que dio al culto una
extraordinaria difusión en el centro de Nueva España, sobre todo en la prós-

66
Jaime Cuadriello (coord.), Juegos de ingenio y agudeza. La pintura emblemática de la Nueva
España, p. 385.
67
Véase Gabriel Torres Puga, Censura y opinión pública en Nueva España. De la expulsión de
los jesuitas a la Revolución francesa.
372 la era ilustrada

pera zona minera del Bajío, posiblemente a causa de que la imagen se repre-
sentaba sosteniendo con una mano a un joven para que no cayera en las fau-
ces de Leviatán, el monstruo de la tierra asociado a los socavones de las
minas. En 1771, el IV Concilio Provincial Mexicano prohibió su culto pues,
según algunos teólogos, se prestaba a la confusión de creer que la virgen po-
día sacar a las almas del infierno; la disputa de hecho estaba muy politizada,
pues frente a los defensores de la devota imagen, todos partidarios de los re-
cién expulsados, el presidente consideró que debía retirarse del culto por ser
una muestra del poder de los jesuitas, quienes habían sostenido esa herética
devoción.68 La prohibición no tuvo ningún efecto y el culto a la virgen de la
Luz siguió siendo muy popular en Nueva España, la imagen se reprodujo en
muchos altares y para su veneración se crearon varias cofradías. Sin embar-
go la polémica siguió y en 1790, el franciscano José Antonio Alcocer, predi-
cador del Colegio de Propaganda Fide de Zacatecas, imprimió una Carta apo-
logética sobre la imagen declarando que la virgen no estaba sacando el alma
del infierno sino evitando que cayera en él.69
Lo mismo pasó con la virgen de Loreto, introducida en 1677 en Nueva
España por el padre Zappa en el noviciado de Tepotzotlán como parte de
una propaganda generalizada en toda la orden, la cual desde 1554 tenía la
custodia del santuario italiano. El padre provincial Juan María Salvatierra le
creó una capilla anexa al colegio de San Gregorio de la capital y muy pronto
su culto se hizo novohispano, tanto que en la gran epidemia de 1737 fue esta
imagen la que se trajo a la catedral metropolitana antes que la de Guadalu-
pe.70 Después de la expulsión, Loreto fue un importante elemento propulsor
del recuerdo jesuítico. Numerosos cuadros se hicieron en esta época para
apoyar esa memoria, como el pintado por José de Alcíbar en 1772, en el que
la imagen aparece con san Estanislao de Kotzka. La familia De la Canal, for-
mada por ricos terratenientes de San Miguel el Grande, fue gran promoto-
ra de ese culto, al que convirtió en su devoción emblemática y cuyo apelativo
debían llevar todos los primogénitos como parte de su nombre. Antes de la
expulsión de los jesuitas esta familia había financiado varias capillas con esa
advocación y después de la expulsión, apoyados por los padres del oratorio
de San Felipe Neri, impulsó el culto en todo el Bajío (como en el santuario de
Atotonilco, fundado por el padre Alfaro). A fines del siglo xviii su suntuoso
palacio en San Miguel ostentaba la imagen de Loreto como su escudo de ar-
mas en un nicho colocado sobre la fachada principal.71

68
J. Cuadriello et al., Zodiaco mariano. 250 años de la declaración pontificia de María de Gua-
dalupe como patrona de México, p. 70.
69
Idem. La obra del padre Alcocer lleva por título: Carta apologética a favor del título de Ma-
dre Santísima de la Luz, que goza la reina del Cielo, María Purísima Señora Nuestra, y de la ima-
gen que con el mismo título se venera en algunos lugares de esta América.
70
J. Cuadriello et al., Zodiaco mariano..., pp. 65 y ss.
71
Gustavo Curiel, “El palacio del mayorazgo De la Canal. San Miguel el Grande, Guanajua-
to”, en Candida Fernández (coord.), Casas señoriales del Banco Nacional de México, pp. 209-242.
la era ilustrada 373

Franciscanos y jesuitas utilizaron a sus santos para confrontar las políti-


cas borbónicas; las diferentes ciudades, en cambio, los usaron para aumen-
tar sus timbres de orgullo local. Como había sucedido desde mediados del
siglo xvii, alrededor de 1750 las monjas santas y los obispos benefactores se-
guían siendo un importante elemento en este sentido.
Una de esas ciudades fue Valladolid, que para estas fechas exaltaba a la
figura más señera de Michoacán, Vasco de Quiroga, cuyo bicentenario de
muerte en 1765 fue celebrado con gran pompa como fundador que fue del
episcopado. Un año después, en 1766, se publicaba la obra del rector nicolaí-
ta Juan Joseph Moreno titulada Fragmentos de la vida y virtudes de don Vasco
de Quiroga. Este autor, alumno de los jesuitas, consiguió, gracias a sus con-
tactos con la Compañía, que el Colegio de San Ildefonso de México le publi-
cara su obra. El libro era no sólo la primera biografía del prelado sino tam-
bién la primera síntesis histórica sobre le Colegio de San Nicolás, en respuesta
a la reciente fundación del seminario en Valladolid por el obispo Pedro An-
selmo Sánchez de Tagle. Esta institución amenazaba con llevar a la ruina
material y académica al Colegio de San Nicolás, por ello la obra insiste en la
antigüedad de este colegio fundado por Quiroga en Pátzcuaro en 1540 y tras-
ladado después a Valladolid, remarca su sujeción al patronato regio y reafir-
ma los derechos que le asistían, superiores a los del recién fundado semina-
rio al cual se le pretendía fusionar.72
Para conseguir fondos para la edición, Moreno involucró también al ca-
bildo eclesiástico de Valladolid como heredero del espíritu de Quiroga. Una
de las dedicatorias, la del superintendente del colegio José Gutiérrez Coro-
nel, exaltaba al cabildo como sucesor de Quiroga, pero también al obispo
Sánchez de Tagle, quien participaba de ese mismo espíritu constructor y fun-
dador. La obra reflejaba igualmente la situación crucial por la que atravesa-
ba la Iglesia con la secularización de las parroquias de los regulares; con la
vida de Quiroga se reforzaba el papel de los obispos al exaltar la labor del
fundador de la diócesis, un obispo secular.
A lo largo de su gestión (1758-1762), Sánchez de Tagle estaba enfrentan-
do otro conflicto de carácter personal con el virrey marqués de Cruillas, a
causa de la defensa a ultranza que hacía este funcionario de los privilegios
del rey sobre la Iglesia.73 Este tema también se puede vislumbrar en el texto,
pero por la omisión total de los conflictos que hubo entre Quiroga y el virrey
Mendoza en los orígenes de la fundación de Valladolid y la negativa del míti-
co obispo de cambiar la sede episcopal de Pátzcuaro. Moreno explicaba esos
hechos con meras razones de orden práctico (mejores aires de la nueva ciu-
dad, dificultad para hacer el traslado a Valladolid teniendo ya catedral y ca-
72
Ricardo León Alanís, “Juan José Moreno: catedrático, rector e historiador nicolaíta. Intro-
ducción a la obra de Juan José Moreno”, en Fragmentos de la vida y virtudes de don Vasco de
Quiroga”, pp. xxix y ss.
73
Óscar Mazín Gómez, Entre dos majestades. El obispo y la Iglesia del Gran Michoacán ante
las reformas borbónicas (1758-1772), pp. 99 y ss.
374 la era ilustrada

bildo en Pátzcuaro, etcétera). No era conveniente hacer visibles pugnas que el


obispo sostuvo con las autoridades virreinales en un momento en que las re-
laciones entre ambas eran muy tensas. Resulta por demás significativo que en
esta semblanza de don Vasco la ciudad de Valladolid se haya apropiado de un
héroe que estaba más vinculado con Pátzcuaro que con ella.
Para Moreno, Quiroga había sido el introductor de las artesanías y de los
mercados, el fundador del colegio nicolaíta, el instituidor de los hospitales,
el creador de la catedral, en fin, el “padre de la patria” de Valladolid. De he-
cho, la obra es una biografía en sentido moderno, muy distinta a las que has-
ta entonces había desarrollado la literatura hagiográfica, en lo cual se puede
observar también un cambio de perspectiva en la historiografía.74
Algo semejante sucedió con otra figura también asociada con Pátzcuaro,
Josefa Antonia Gallegos de Nuestra Señora de la Salud, beata laica cuya vida
fue biografiada por el clérigo secular educado por los jesuitas José Antonio
Ponce de León (ca. 1700-1759), e impresa en 1752 con el título de La Abeja de
Michoacán. Esta mujer viuda había promovido la fundación del monasterio
de dominicas de Nuestra Señora de la Salud en Pátzcuaro (inspirada por la
misma virgen) ante el obispo Francisco Matos Coronado; su caridad, princi-
pal virtud reseñada por su biógrafo, la llevó a ayudar a los enfermos del hos-
pital de indios, a conseguirles medicinas y a asistir en los partos; para ayudar
a los pobres hacía rosarios, guarnecía relicarios y costuras y fungía además
como catequista de las indias de doctrina.75 Ella no sólo era un orgullo para
Pátzcuaro, sino también para Valladolid.
El mismo Ponce de León, capellán y confesor de las monjas, publicaba
cuatro años después la vida de sor Luisa de Santa Catarina (1682-1738), do-
minica profesa en el monasterio de Valladolid, religiosa que en el siglo había
sido administradora de la hacienda paterna, y que después de una confesión
con el franciscano Juan López Aguado cambió “regalos en ayunos, galas en
asperezas, codicia en desinterés y en humildad profunda toda su vanidad”.76
Una vida llena de sufrimientos físicos y espirituales (que le valió el título de
“azucena entre espinas”), y una asombrosa caridad ejercida en la enfermería
del monasterio, fueron las causas de la veneración de sus hermanas de hábi-
to y del interés del provisor del obispado y de la priora del convento por pre-
servar su memoria por medio de esta hagiografía. El autor aprovecha la oca-
sión para hablar de las virtudes de otras tres hermanas, sus hijas de confesión,
y del mismo padre Aguado, pues de no hacerlo se perderían estos ejemplos
de virtud para la posteridad. Asimismo, hace un panegírico del obispado de

74
Véase Juan Joseph Moreno, Fragmentos de la vida y virtudes del V. Ilmo. y Rvmo. Sr. Dr. don
Vasco de Quiroga [México, 1766].
75
Véase José Antonio Ponce de León, La abeja de Michoacán: la venerable señora doña Josefa
Antonia de Nuestra Señora de la Salud.
76
J. A. Ponce de León, La azucena entre espinas representada en la vida de la venerable madre
Luisa de Santa Catarina, definidora en su convento de Santa Catarina de Sena de la ciudad de Va-
lladolid, p. 17.
la era ilustrada 375

Michoacán, “paraíso de las Indias”, fértil en sus tierras y en sus doctos hijos,
pero sobre todo “destacado por la especial inclinación a las virtudes” de sus
habitantes.77
Puebla, por su parte, con una larga tradición que se remontaba a la cen-
turia anterior, continuaba haciendo uso de la santidad de algunos de sus per-
sonajes destacados para elaborar discursos identitarios. En la segunda mitad
del siglo xviii los poblanos tenían pendientes tres procesos de beatificación de
venerables que navegaban en el proceloso mar de la burocracia vaticana des-
de hacía más de media centuria. El de sor María de Jesús, que era llevado
por el convento concepcionista de Puebla, apoyado por sus ricos patronos
y benefactores, se había reiniciado con una campaña epistolar entre 1713 y
1715 dirigida al rey para que él intercediera por la causa ante Roma. Desde la
ciudad de los Ángeles, los priores de los conventos de religiosos, varias aba-
desas y los cabildos civil y eclesiástico enviaron elogios y votos por la pronta
beatificación de su compatriota. Sor Antonia de San Juan, presidenta del
convento de Santa Clara, solicitaba “que se dé a la ciudad de Puebla su crio-
lla y patricia, como tiene el Perú a santa Rosa”.78 El cabildo angelopolitano
había declarado a principios del siglo: “Se pretende que sea [la beatificación
de sor María de Jesús] para el mayor servicio de Dios, universal consuelo de
estos reinos, alegría y felicidad de esta ciudad, gloria de los dilatados do-
minios de Vuestra Real Majestad, que mantenidos en la protección de los
santos, no sólo afianzarán su duración en la permanencia, sino también con-
seguirán gloriosos triunfos en la dilatación de sus provincias”.79
Después de varios intentos fallidos, en 1744 los poblanos consiguieron
que la Sagrada Congregación abriera el proceso apostólico sobre la fama de
santidad, virtudes y milagros de sor María, pero no fue sino hasta 1783 que
Pío VI declaró el grado heroico en el ejercicio de las tres virtudes teologales
de sor María de Jesús. Después de esto la beatificación quedó en suspenso.
Lo mismo pasó con el caso del obispo Palafox, a pesar de que su proceso
trascendió el ámbito poblano y se desarrolló sobre todo en Europa, en donde
la figura del prelado poblano se convirtió en una bandera política. Su opo-
sición a los jesuitas y la defensa que el obispo había hecho de los derechos
del rey sobre la Iglesia vincularon su proceso de beatificación (iniciado entre
1665 y 1690) con la lucha entre jansenistas y jesuitas durante el siglo xvii y
con la pugna que sostuvieron los regalistas ilustrados y quienes pugnaban
por la autonomía papal en el siglo xviii.80 Con todo, Puebla vivió muy de cer-
ca el proceso, pues Palafox era considerado una figura gloriosa, casi heroica,

77
Ibid., p. 2.
78
Carta del 8 de octubre de 1715. agi, Indiferente General, 3032. Rosa de Lima fue canoniza-
da en 1681.
79
Carta del cabildo eclesiástico y sede vacante de Puebla, 2 de diciembre de 1703. agi, Indife-
rente General, 3032.
80
A. Rubial García, “Las sutilezas de la gracia. El Palafox jansenista de la Europa ilustrada”,
en Homenaje a don Juan Antonio Ortega y Medina, pp. 169-183.
376 la era ilustrada

un timbre de orgullo que permitía a los poblanos disputarle la primacía re-


ligiosa a la capital del virreinato. Su presencia en la historia poblana quedó
plasmada en el siglo xviii tanto en narraciones hagiográficas como en leyen-
das populares.81
A esto coadyuvó la iconografía surgida a raíz de su proceso de beatifica-
ción, de las que nos queda una abundante cantidad de ejemplos en grabados
y en lienzos que eran venerados con fervor en los altares domésticos y en
los templos. Con su rostro se llegaron a representar incluso algunos obispos
“históricos”, pues Palafox se convirtió para los habitantes de Puebla y Atlixco
en el prototipo del prelado. Dos cuadros en esta última ciudad confirman es-
ta aseveración. En uno, realizada por los pintores Berrueco y Talavera para
el hospital de San Juan de Dios, Palafox ocupa el lugar del obispo de Tuy,
fray Sebastián Ramírez de Fuenleal, quien impone al santo el hábito que
llevaría en adelante la orden fundada por él. La elección del rostro de Pala-
fox para representar al obispo Fuenleal no fue hecha al azar. Al igual que el
obispo poblano, fray Sebastián había ocupado cargos políticos y eclesiásticos
en Indias (obispo de Santo Domingo y presidente de la segunda audiencia en
Nueva España); ambos habían sido defensores de los pobres y promotores de
obras en su beneficio, y los dos ocuparon una sede episcopal en España a su
regreso. En el otro cuadro, localizado en el convento de los agustinos, el pin-
tor anónimo representa a Palafox como el obispo de Tolentino, que en el si-
glo xiv recibió los brazos mutilados del cadáver del religioso agustino san
Nicolás; un fraile alemán quería llevarse esas reliquias a su tierra natal, pero
el piadoso hurto fue impedido por los borbotones de sangre que brotaron
de los miembros desprendidos del cuerpo muerto de santo fallecido hacía
cuarenta años.
De manera paralela a esta proliferación iconográfica se dio un activo inte-
rés por parte de los poblanos en la evolución del proceso de beatificación del
obispo; sus éxitos eran celebrados con ostentosos festejos que a veces termi-
naron en conflictivas reyertas. Durante el periodo de mayor conflicto con la
Compañía de Jesús, poco antes de su expulsión, el obispo Fabián y Fuero se
dedicó a exaltar la memoria de su ilustre antecesor, el antijesuita Juan de Pa-
lafox. Inmerso en el rescate de esta figura histórica readaptó dos espacios
muy relacionados con él: la biblioteca palafoxiana y la capilla de San José de
Chiapa, lugar donde se refugió el obispo durante la etapa más fuerte de la lu-
cha contra los jesuitas.82 Pero la disolución de la Compañía de Jesús en 1773

81
La única biografía extensa que se conoció del obispo Palafox hasta este siglo fue la que
escribió y publicó en Madrid en 1666 (a raíz de la apertura de su proceso de beatificación) su
amigo Antonio González Rosende, quien lo conoció en Osma. Ver Antonio González Rosende,
Vida y virtudes del Illmo. y Exmmo. señor Iván de Palafox y Mendoza. La obra, que presentaba a
Palafox como un héroe frente a los jesuitas, fue resumida por varios autores en Nueva España
durante el siglo xviii.
82
Salvador Andrés Ordax, “Un coetáneo de Lorenzana: preocupación artística y patrimonial
de don Francisco Fabián y Fuero, colegial del Santa Cruz y prelado en Puebla de los Ángeles y
la era ilustrada 377

enrareció a tal grado el proceso de Palafox, y los cardenales pro jesuitas pre-
sentaron tanta oposición a la causa, que ésta quedó en suspenso.83
De hecho, el único beato que consiguió Puebla, tardíamente, fue Sebas-
tián de Aparicio. En 1789, al cabo de ciento ochenta y un años de trámites,
Roma había finalmente concedido el decreto de beatificación y Puebla cele-
braba el hecho con una impresionante serie de festejos que durarían dieci-
siete días con procesiones, misas, sermones, cohetes y fiestas populares. En
dos de los sermones predicados durante esas fiestas, José Carmona y José
Miguel Aguilera hablaron de Puebla como de otra Jerusalén, exaltaron su
fertilidad al producir tan dulces frutos de santidad y la llamaron “gloria de
América”.84 Aguilera señalaba exaltado: “¿Reina con Jesucristo en la gloria
fray Sebastián de Aparicio? Pues es imposible que vea con indiferencia la fe-
licidad de los que por fortuna nuestra habitamos estos países: debemos estar
seguros de que la ha de promover por todos los medios posibles: a esto llamo
yo intereses nuestros, particularmente propios...”85
Aunque el día de su fallecimiento, 25 de febrero, era celebrado por la
ciudad como fiesta patronal desde el siglo xvii (según afirma Vetancurt)86 y
sus imágenes ya entonces circulaban entre el pueblo, la beatificación le dio
al culto un nuevo impulso. Posiblemente fue entonces que su cuerpo inco-
rrupto fue trasladado a la capilla de la virgen Conquistadora en el templo de
San Francisco y se expuso a la veneración pública. Entre 1790 y 1802 la capi-
lla se decoró con los lienzos de Miguel Zendejas y otros autores que ilustra-
ban escenas de la vida y milagros del beato. El otro espacio de veneración
del beato, aquel situado en el llamado rancho de San Aparicio, también au-
mentó su devoción llenándose con pinturas alusivas al santo.87
Paralelamente a estos procesos, los poblanos siguieron elaborando dis-
cursos sobre sus obispos y religiosas santos que aún no tenían ninguna
expectativa de llegar a los altares. Uno de los más representativos autores
poblanos dedicados a esta actividad fue el mercedario fray Miguel de To-
rres, quien publicaba en 1716 la vida del obispo Manuel Fernández de Santa
Cruz.88 En ella exaltaba a este “dechado de príncipes eclesiásticos” por su
enorme labor como benefactor de las religiosas, fundador y reconstructor
de monasterios, promotor de obras de caridad y de santuarios y digno suce-

Valencia”, en Jesús Paniagua (ed.), Entre el barroco y la ilustración. La época del cardenal Loren-
zana en España y América, pp. 293-332.
83
A. Rubial García, La santidad controvertida…, pp. 207 y ss.
84
Véase José Carmona, Panegírico sagrado del beato Sebastián de Aparicio; José Miguel Agui-
lera y Castro, Elogio cristiano del beato Sebastián de Aparicio..., p. 6.
85
J. M. Aguilera y Castro, op. cit., p. 2.
86
Agustín de Vetancurt, Teatro mexicano. Menologio seráfico…, p. 23.
87
Pedro Ángeles Jiménez, “Fray Sebastián de Aparicio. Hagiografía e historia; vida e imagen”,
en Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 247-259.
88
Véase Miguel de Torres, Dechado de príncipes eclesiásticos que dibujó con su exemplar vir-
tuosa y ajustada vida, el Illmo. y Eximo. señor don Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún.
378 la era ilustrada

sor del obispo Palafox. Llamándolo “sol que extendió sus benignas luces por
toda la dilatada esfera de su diócesis” (metáfora sólo utilizada para los re-
yes), Torres dedicó un capítulo de su obra al conflicto que el obispo tuvo con
el virrey Galve cuando éste intentó recabar granos en la región poblana para
paliar el hambre de la capital, causa de la rebelión de 1692; el obispo San-
ta Cruz, quien se había negado a ofrecer esta ayuda pues eso traería escasez
en su diócesis, es mostrado en la obra de Torres como un pastor que protege
a su rebaño de la expropiación de sus recursos, como aquel que evitó un al-
zamiento parecido al de México y como defensor de los intereses de Puebla
frente a los de la capital.
Fray Miguel de Torres fue también uno de los grandes difusores de la
santidad femenina poblana. En 1725 daba a la imprenta la vida de la madre
Bárbara Josepha de San Francisco, viuda veracruzana que después de edu-
car a sus hijos entró el convento de la Trinidad de Puebla, en donde el autor
era capellán.89 En 1755, otro mercedario, fray Agustín de Miqueorena, daba
a luz la vida de sor Micaela Josepha de la Purificación, religiosa del convento
de San Joseph de carmelitas descalzas de la ciudad.90 Pero la más afamada
religiosa poblana de esa época fue sin duda la madre María Anna Águeda de
San Ignacio, primera priora y fundadora del convento de religiosas domini-
cas de Santa Rosa, quien además de una vida de santidad escribió varias
obras místicas editadas en 1758 con una introducción biográfica del jesuita
veracruzano Joseph de Bellido y el sermón fúnebre del dominico poblano
fray Juan de Villa Sánchez.91
Los cronistas poblanos estaban conscientes de la importancia de estos
personajes santos y de muchos otros, como parte de sus glorias patrias. Para
su universo mental los símbolos religiosos y los prodigios eran más valiosos
y determinantes desde el punto de vista probatorio que cualquier instrumen-
to jurídico. Puebla había generado a lo largo del tiempo una historia sagrada
en la que personajes como fray Sebastián de Aparicio, sor María de Jesús
Tomellín o Juan de Palafox fortalecían el orgullo de ser una ciudad sagrada

89
Véase M. de Torres, Vida ejemplar y muerte preciosa de la madre Bárbara Josepha de San
Francisco [...] del convento de la Santísima Trinidad de la Puebla de los Ángeles.
90
Véase Agustín de Miqueorena, Vida de la venerable madre Micaela Josepha de la Purifica-
ción, religiosa del convento de San Joseph de carmelitas descalzas de la ciudad de Puebla.
91
María Anna Águeda de San Ignacio, Mar de gracias que comunicó al altísimo a María San-
tísima Madre del divino verbo humanado en la leche purísima de sus virginales pechos. Medidas
del alma con Cristo y leyes del amor divino; véase Joseph de Bellido, Vida de la Ven. madre sor
Mariana Anna Águeda de San Ignacio, primera priora del religiosísimo convento de dominicas re-
coletas de Santa Rosa de la Puebla de los Ángeles. El sermón fúnebre del dominico Juan de Villa
Sánchez llevaba por título Justas y debidas honras que hicieron y hacen sus propias obras a la M.
R. M. María Anna Águeda de San Ignacio, primera priora y fundadora del convento de religiosas
dominicas de Santa Rosa de Santa María en la Puebla de los Ángeles. Fue publicado por primera
vez en México, Imprenta de la Biblioteca Mexicana, 1755, con dos reediciones, una en Puebla en
1756 y una más en México con la obra de Bellido. El promotor de la edición fue el obispo Do-
mingo Pantaleón Álvarez Abreu.
la era ilustrada 379

que producía santos. Sus imágenes milagrosas, como la virgen de la Defensa,


venerada en la catedral, o la Conquistadora, del templo de San Francisco,
eran prueba de que sus habitantes tenían la protección del cielo.92 La funda-
ción angélica, ratificada cada año en la fiesta de San Miguel, sacralizaba el
espacio urbano y lo convertía en un lugar especial. Querétaro, a pesar de no
tener santos propios, poseía una cruz de piedra milagrosa y la seguridad de
que la ayuda celestial de Santiago en la batalla fundadora se continuaba to-
dos los días del año y se renovaba en los festejos que la ciudad hacía el 25 de
julio al santo guerrero. Indios y españoles celebraban ese día como la fecha
de la fundación de su ciudad, y con ella su inserción en la cristiandad y su
sujeción a la monarquía hispánica. Todos estos símbolos y prácticas eran
testimonios del destino sagrado de estas dos ciudades.
Otro interesante caso de construcción hagiográfica fue el que se dio en
San Miguel el Grande, próspera villa del Bajío cuyas glorias patrias locales se
vieron exaltadas por la congregación del oratorio de San Felipe y por los con-
des De la Canal, los señores más poderosos de la región. Aunque en la mayo-
ría de los casos hagiógrafos y hagiografiados no fueran nativos de ella, su pre-
sencia y sus acciones convirtieron a San Miguel en un centro de espiritualidad
que generó un importante fenómeno de “orgullo patrio”. Cuatro personajes,
estrechamente vinculados entre sí, conformaron este retablo sanmiguelense:
el primero fue el misionero Juan Antonio Pérez de Espinosa, fundador de la
congregación del oratorio de San Miguel el Grande, cuya espiritualidad estu-
vo orientada por el franciscanismo y por los jesuitas y cuya vida fue descrita
por su hermano fray Isidro Félix de Espinosa; el segundo, Luis Felipe Neri
de Alfaro, también filipense y fundador del santuario de Jesús Nazareno en
Atotonilco y de su casa de ejercicios, fue ejemplo de un ascetismo brutal y de
la promoción de un cristianismo centrado en la pasión de Cristo; el tercero
fue sor María Josefina de la Canal y Herbás, hija de los condes De la Canal,
dirigida del padre Alfaro y fundadora y patrona del monasterio de religiosas
concepcionistas, que funcionaba también bajo la dirección de sacerdotes del
oratorio; por último, el oratoriano Benito Díaz de Gamarra y Dávalos (1745-
1783), uno de los introductores de la filosofía moderna en Nueva España
como rector del Colegio de San Francisco de Sales en San Miguel y quien
por sus ideas de avanzada encontró una gran oposición en el claustro de la
Universidad de México, fue promotor de las glorias sanmiguelenses, pues a
su pluma debemos las biografías del padre Alfaro y de la madre De la Canal.93
Junto con sus “santos”, San Miguel y sus alrededores estaban creando en
el siglo xviii una importante identidad regional alrededor del santuario de
Atotonilco. La fundación del padre Alfaro se convirtió, gracias a la promo-
ción de este oratoriano, en un centro comparable a la Jerusalén terrena. En
92
La obra de Pedro Salgado Somoza, Breve noticia de la devotísima imagen de Nuestra Señora
de la Defensa..., era reeditada en Puebla en 1760.
93
Véase Ricardo Ibarra Durán, El proceso espiritual en San Miguel el Grande durante el siglo
xviii.
380 la era ilustrada

uno de sus escritos sobre la virgen de los Dolores que se veneraba en el san-
tuario, junto al Jesús Nazareno, señalaba:

¡Oh felices moradores de Atotonilco! ¡Oh dichosos vecinos de San Miguel! ¡Oh
habitadores del pueblo de Dolores! ¡Oh circunvecinos de este celestial Paraíso
pues tenéis tan cerca como en este santo cenáculo todo vuestro asilo, vuestro am-
paro y seguro refugio! Frecuentad vuestras visitas, no os apartéis de sus umbrales,
guareceos en sus paredes pues aquí hallaréis el remedio de cuanto necesitareis.
Oh dichosísimo suelo que has merecido ser una viva imagen de aquel que en todo
el mundo sólo él fue remedio de la gloria [Jerusalén]. ¡Oh! con toda eficacia María
Purísima intercede con tu benditísimo Hijo vuelva a la veneración de nuestros
cristianos pechos aquel sagrado original que hoy está profanado de los moros.94

En ese contexto de exaltación promovida por el padre Alfaro se pintaron


dos cuadros que se encuentran en San Miguel Allende, en los que se compa-
ran los paisajes de Tierra Santa con el Bajío y donde Atotonilco es represen-
tado como el Monte Calvario y San Miguel como Jerusalén.95
En estas exaltaciones “patrias” la ciudad de México no era una excepción
y el culto a Felipe de Jesús seguía siendo una de las promociones que más
interesaban a algunos sectores, sobre todo los franciscanos, los oratorianos y
los miembros del cabildo de la catedral. En 1798, con el fin de reactivar el
culto que estaba muy decaído, el prebendado Joaquín Ladrón de Guevara,
con el apoyo del arzobispo Alonso Núñez de Haro y del cabildo, propuso una
innovación en la procesión del 5 de febrero que llevaba la imagen del santo
desde San Francisco a la catedral. A la sobria solemnidad en la que sólo par-
ticipaban franciscanos y dieguinos cargando la imagen del beato, se agrega-
ron ese año varios pasos con figuras de bulto ilustrando pasajes de la vida del
mártir y con la participación de gremios y cofradías.96 A pesar de las acres
críticas que recibió, Ladrón de Guevara y un grupo de criollos interesados en
promover la canonización consiguieron de Pío V en 1780 la concesión de un
nuevo oficio y misa para el beato; con tal ocasión el oratoriano Joseph Fran-
cisco Valdés predicó un sermón en 1781 en la iglesia de las capuchinas de
San Felipe de Jesús, la única dedicada al beato criollo, en el cual se ponía
énfasis en la falta de culto al “héroe santo mexicano” y hacía votos para que
con la nueva forma de celebrarlo éste se impulsara. Al año siguiente, el die-
guino fray Joseph Francisco Valdés predicaba en la festividad del santo otro
sermón en el cual lo llamaba “joven americano” y en el que lo mostraba no

94
Véase Luis Felipe Neri de Alfaro, Las doce puertas abiertas de la celestial Sión por donde
pueden entrar las almas a ver y gozar de la Santísima Trinidad. Hubo una reedición al año si-
guiente. Éste es un librito devocional dirigido a Jesús, María y los doce apóstoles para repetir
los domingos primeros de los doce meses del año.
95
Richard Kagan, Imágenes urbanas del mundo hispánico, pp. 227 y ss.
96
Elena Isabel Estrada de Gerlero, “Los protomártires del Japón…”, en Los pinceles de la
historia..., vol. ii, p. 87.
la era ilustrada 381

sólo como un orgullo para su patria, la ciudad de México, sino también pa-
ra toda América y para la monarquía española. Valdés terminaba su sermón
solicitando para Felipe la misma suerte que tuviera Rosa de Lima, la única
criolla canonizada hasta entonces.97 Otro franciscano, el peninsular fray José
Joaquín Granados y Gálvez (1743-1794), adscrito a la provincia de Michoacán,
se quejaba en sus Tardes americanas por boca de un erudito indígena que los
españoles querían robarle a México la gloria y derecho de un hijo diciendo
que “nuestro Felipe de Méjico […] nació y fue bautizado en la parroquia de
San Miguel de Sevilla, y trasladado desde muy niño a estas partes”.98
En 1801 José María Montes de Oca publicaba su Vida de san Felipe de
Jesús protomártir del Japón y patrón de su patria México, una historia narrada
en treinta y un grabados con la vida y martirio del beato y que fue promovi-
da por el mismo Ladrón de Guevara para darle publicidad al culto entre la
gente iletrada. Los grabados se inspiraban en un texto que estaba ya conclui-
do en 1800 (aunque no salió a la luz sino hasta 1802), escrito por un devoto
del santo (que se ha identificado como José María Munibe) vinculado con la
provincia franciscana del Santo Evangelio. El libro llevaba por título Breve
resumen de la vida y martirio del ínclito mexicano y protomártir del Japón, Fe-
lipe de Jesús. La obra no era original, incluso copiaba partes de la de Baltasar
de Medina (reeditada en 1751 gracias al mecenazgo del gremio de plateros),
pero insistía en la necesidad de promover la canonización del beato y de
construirle un templo propio.99 El autor exaltaba la capacidad protectora del
beato sólo comparable a la de la virgen: “Luego debemos ingenuamente con-
fesar que cuantos beneficios disfrutan europeos y mexicanos todos, todos
son debidos a Felipe como primero y principal patrón y tutelar de México,
después de María Santísima de Guadalupe”.100
A pesar de estos intentos por reanimarlo, el culto a “san Felipe” no tuvo el
éxito que se esperaba. Su actividad milagrosa era más bien escasa y circula-
ban rumores, incluso insistentemente desmentidos por sus biógrafos, de que
durante su martirio había intentado escapar. Con todo, su fiesta todavía tenía
cierto prestigio en el siglo xix, por lo que fue sustituida por la celebración de
la Constitución de 1857. De hecho, a unos años de ser proclamada esta Carta
Magna, Roma otorgaba finalmente la canonización de Felipe de Jesús en
1862, en medio de otra problemática que no tenía nada que ver con el orgullo
patrio de la ciudad de México: la lucha entre conservadores y liberales.

  97
Véase Joseph Martínez de Adame, Sermón de san Felipe de Jesús; Joseph Francisco Valdés,
Sermón en la festividad del glorioso mártir mexicano Felipe de Jesús.
  98
Véase José Joaquín Granados y Gálvez, Tardes americanas, gobierno gentil y católico: breve
y particular noticia de toda la historia indiana: sucesos, casos de la Gran Nación Tolteca a esta
tierra de Anáhuac, hasta los presentes tiempos, edición facsimilar, México, Porrúa, 1987, p. 368.
  99
E. I. Estrada de Gerlero, “Los protomártires del Japón...”, en op. cit., p. 86.
100
[José María Munibe], Breve resumen de la vida y martirio del ínclito mexicano y protomár-
tir del Japón, Felipe de Jesús. Añadidas algunas reflexiones en honor del mismo héroe esclarecido
de esta... ciudad felice de ser su patria, p. 25.
382 la era ilustrada

4. La literatura aparicionista guadalupana


en el ocaso virreinal

Apestado el pueblo de Israel, le aconsejó el profeta Gad a David, que aunque te-
nía en la iglesia de su oratorio la arca, se fuese con sus vasallos a la Hera Jebuseo
y ahí le ofreciese a Dios sacrificios, que con ellos se aplacaría su enojo y cesaría
la peste […] Y así sucedió […] porque aquel lugar era bien visto de Dios. No pien-
so yo que lo fuese más que éste, pues Su Majestad lo eligió para teatro de las
portentosas maravillas que en él ha obrado su madre santísima.101

Con estas palabras el bachiller poblano Bartolomé Felipe de Ita y Parra


concluía su sermón en el novenario que se hizo en honor de la virgen de Gua-
dalupe en 1737 para suplicarle cesase la epidemia que asolaba a la ciudad de
México y a la Nueva España. La mortandad había sido devastadora desde el
año anterior, quizás la peor que viviera el territorio desde las terribles epide-
mias del siglo xvi. Los cabildos civil y eclesiástico habían intentado paliar la
desgracia trayendo a la virgen de los Remedios y ante el aparente fracaso de
esta intercesión se habían dirigido al santuario de Guadalupe para solicitar
a esa imagen la terminación del castigo divino. El sermón de Ita y Parra com-
paró las dos imágenes llamando a la de los Remedios la extranjera (Ruth),
asimilándola con el Arca de la Alianza que continuamente era llevada de un
lugar a otro para solucionar problemas, mientras que la de Guadalupe era
la nativa (Noemí) que era como la zarza ardiente e inmóvil que manifestó a
Moisés la voluntad de Dios. De hecho, como en la leyenda fundadora, los Re-
medios había enviado a sus fieles a Guadalupe y aunque en secreto aquélla
fuera la que propiciaba la salud, en lo público apareciera ésta como la sana-
dora “para que en los indios crezca su culto y su respeto”.
Después del novenario unas fuertes lluvias extinguieron la epidemia y la
ciudad de México juró como patrona a la virgen de Guadalupe. La imagen
fue entonces llevada en procesión por las calles y algunos, como lo habían
hecho los israelitas, marcaron las puertas de sus casas con el signo de María
y no con la sangre del cordero. Para ese entonces la literatura guadalupana
ya había consolidado la idea de que México, la ciudad, era el pueblo elegido,
como lo muestra el epígrafe arriba citado.
Ese mismo año de 1737, Bartolomé Felipe de Ita y Parra había predicado
otro sermón moral ante el arzobispo Vizarrón y titulado Los pecados, única
causa de las pestes. En este sermón se hacía referencia al escepticismo de al-
gunas personas a quienes no satisfacían del todo las explicaciones teológicas
e intentaban darle a las calamidades explicaciones naturales: “Acaba pues
México de despertar, no te fatigues inútilmente buscándole las causas a esta

101
Bartolomé Felipe de Ita y Parra, La madre de la salud. La milagrosa imagen de Guada-
lupe, p. 18.
la era ilustrada 383

tu Epidemia, discurriendo que las son, o las bebidas, o los alimentos, o los
astros. Abre ya los ojos y sabe cierto que no viene sino de la mano de Dios que
te castiga”.102
En 1736, poco antes de que se iniciara la epidemia, desembarcaba en Ve-
racruz el valtelinés Lorenzo Boturini (1698-1755), quien permanecería en
Nueva España hasta 1743. A lo largo de su estancia, este peculiar personaje
recopiló una enorme cantidad de documentos sobre la tradición guadalupana
y el México prehispánico gracias a sus recorridos por pueblos indígenas en el
valle del Anáhuac y en la región tlaxcalteca y en archivos y bibliotecas ecle-
siásticos y al apoyo de algunos miembros del cabildo de la catedral, encarga-
dos por ese entonces del santuario. Consiguió estos apoyos sobre todo al mos-
trar uno de sus hallazgos, el “Testamento de Juana Martín” o “Testamento de
san Buenaventura Cuauhtitlán”, fechado supuestamente en 1559, en el que
se mencionaba a Juan Diego; este documento parecía conferir mayor auten-
ticidad histórica al indio vidente que todos los testimonios de los ancianos de
Cuauhtitlán recogidos durante las Informaciones de 1666.103 La obra de Bo-
turini contribuyó mucho al fortalecimiento de la tradición guadalupana, pues
no sólo fue capaz de encontrar las fuentes primarias que hablaban de sus
inicios en el siglo xvi sino incluso inició un proceso, aunque fracasado, para
que se realizara una ceremonia de coronación de la imagen, a la imitación de
la que se hiciera en 1717 en Frascati (Italia) con la virgen del Refugio.104
Uno de los principales objetivos de Boturini durante su estancia en Méxi-
co era escribir en latín una historia compendiada de las apariciones para dar
a conocer el milagro a las naciones extranjeras, obra que fue realizada en los
aposentos que se había improvisado en la pequeña capilla de la cima del ce-
rro del Tepeyac. La obra quedó manuscrita e inconclusa por falta del apoyo
del entonces arzobispo virrey Juan Antonio de Vizarrón, a quien iba dirigida.
Pero más importante que este texto fue su colección de documentos deno-
minado Museo indiano, en el que se incluían varios papeles guadalupanos,
mismos que le fueron confiscados cuando en 1743 fue llevado a prisión por
orden del virrey conde de Fuenclara, bajo la acusación de haberse introduci-
do ilegalmente en Indias.105
La presencia de Boturini, sin embargo, no sólo atrajo la atención del
cabildo y de las autoridades. Varios de los más distinguidos intelectuales
criollos vieron con malos ojos que un extranjero que se autonombraba “His-
toriador de Nuestra Señora de Guadalupe” estuviera solicitando por todos
lados documentos históricos sobre el milagro y se inmiscuyera en un tema

102
Véase B. F. de Ita y Parra, Los pecados, única causa de las pestes.
103
Para una interpretación crítica de este documento y su contexto, puede verse Javier No-
guez, Documentos guadalupanos, pp. 61-64.
104
Véase F. I. Escamilla, “La piedad indiscreta…”, en Francisco Cervantes y Pilar Martínez
(eds.), La Iglesia en Nueva España...
105
F. I. Escamilla, “Próvido y proporcionado socorro. Lorenzo Boturini”, en Memorias del Co-
loquio Poder Civil..., pp. 129 y ss.
384 la era ilustrada

que debía concernir sólo a los escritores nativos del país e instruidos en su
historia. Uno de estos escritores era el oratoriano, poeta, dramaturgo e histo-
riador criollo (y mulato) Cayetano de Cabrera Quintero (ca. 1695-ca. 1775),
quien contrastaba la figura de Sigüenza como autoridad en el tema y como
recopilador de materiales, con la labor de ese “extranjero”, considerado co-
mo plagiario y advenedizo. Como señalaba el mismo autor, los papeles reuni-
dos por Boturini resultaban ser, más que los materiales fundamentales del
historiador, unas peligrosas “máquinas troyanas”. Como el Caballo de Troya,
los documentos bajo el aspecto de auxilios podían ser en realidad una trampa
que arriesgara los fundamentos históricos del milagro.106
La primera vez que Cabrera rompió lanzas sobre el tema fue en 1738 a
raíz de un parecer jurídico que Juan Pablo Zetina Infante, maestro de cere-
monias de la catedral de Puebla, escribió en contra del patronato guadalupa-
no. En él no sólo argumentaba como principal impedimento para la jura el
silencio de la Sagrada Congregación de Ritos, sino que además remarcaba
de nuevo la falta de los testimonios originales del milagro. El escrito desató
una furibunda réplica que Cayetano de Cabrera Quintero publicó en su con-
tra usando el seudónimo de Antonio Bera Cercada y con el título El patrona-
to disputado.107
El texto fue incluido por el autor en una obra más amplia, escrita entre
1740 y 1746 y redactada por encargo del entonces arzobispo virrey Juan An-
tonio de Vizarrón (1734-1741) y del ayuntamiento de la capital: Escudo de
armas de México.108 La portada, obra que diseñó el pintor José de Ibarra,
muestra a los miembros de esa corporación en primer plano y al escritor en
el siguiente, mientras la imagen de la virgen sobrevuela la ciudad asolada
por la epidemia derramando sobre sus habitantes sus gracias. Este libro era
la crónica de la desastrosa epidemia y un alegato en favor de la historicidad
de las apariciones de la virgen de Guadalupe y de la legalidad de su adopción
como patrona de la capital y de todo el reino.
Cabrera Quintero fundamentaba la autenticidad de la aparición de la
virgen exponiendo que ésta podía determinarse de tres formas: en primer
lugar, si se tomaba en cuenta la milagrosa conservación y permanencia de la
imagen en el ayate del indio Juan Diego y proponía una nueva inspección de
la pintura realizada por los peritos de la materia; por otro lado, resaltaba la
importancia que tenía la persistencia de la tradición del culto guadalupano,
logrado a través de la transmisión oral cuyo origen se remontaba al siglo xvi.
Pero sin duda el fundamento histórico más importante que sugiere Cabrera
Quintero se refiere a la existencia de escritores y testimonios de los archivos

106
F. I. Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanismo...”, op. cit., pp. 199 y ss.
107
Véase [Cayetano Cabrera Quintero], El patronato disputado, dissertación apologética, por
el voto, elección, y juramento de patrona, a María Santíssima, venerada en su imagen de Guadalu-
pe de México...
108
Véase C. Cabrera Quintero, Escudo de Armas de México…
la era ilustrada 385

públicos, manuscritos y libros impresos referentes al relato primitivo de las


apariciones y de los cuales Becerra Tanco y Sigüenza y Góngora hacen refe-
rencia, a pesar de que nadie más haya encontrado físicamente rastro alguno
de aquellos documentos. El texto finalmente pretendía acallar las dudas de
varios escépticos para los cuales la falta de testimonios de origen en el mila-
gro lo hacía sumamente cuestionable.109
Desde 1737 el tema de la virgen de Guadalupe había colocado en el pri-
mer plano a un importante grupo de la intelectualidad clerical de la capital,
entre los que estaban los ya mencionados: Bartolomé Felipe de Ita y Parra,
José de Eguiara y Eguren y Cayetano de Cabrera Quintero. Desde el cabildo
catedralicio de México, la real universidad y el seminario conciliar, estos
hombres habían pugnado por el reconocimiento formal de la imagen guada-
lupana como patrona de la capital y la habían convertido en estandarte de sus
aspiraciones espirituales. Sólo faltaba que este símbolo de la capital fuera ju-
rada como patrona de toda Nueva España, hecho que se consiguió gracias a
la colaboración en 1746 de los representantes de todas las diócesis novohis-
panas. La defensa de sus intereses comunes (sobre todo frente a las pretensio-
nes del clero regular) había generado desde el siglo xvii fuertes vínculos entre
los cabildos catedralicios novohispanos que ahora se unían de nuevo bajo un
interés común.
En este proceso también tuvieron un papel determinante los jesuitas,
quienes se mostraron activos predicadores del milagro y promotores de su
canonización. Fue precisamente un jesuita, Juan Francisco López (1696-
1773), quien fue encargado por el prebendado del cabildo eclesiástico de la
capital, Cayetano Antonio de Torres, en nombre de todas las sedes novohis-
panas, de llevar a Roma la petición para que el sumo pontífice sancionara el
culto y una copia de la imagen pintada por Miguel Cabrera.110
En 1754 Benedicto XIV nombraba a la Guadalupana “Patrona de la Amé-
rica septentrional”, aunque no fue sino hasta 1756 que la Santa Sede sancio-
nó el culto y otorgó oficio especial.111 Sin embargo, el pontífice sólo había
certificado la existencia de una antigua tradición al culto de la virgen, dado
que no existía una declaración o documento explícito que diera pleno testi-
monio sobre la aparición. El hecho no pasó inadvertido para los novohispa-
nos y el sermón predicado en la basílica de Guadalupe en 1756, al recibirse
la declaración pontificia, remarcó que la declaración papal no avalaba el mi-
lagro, sólo sancionaba la tradición, lo cual era suficiente para un culto cuya
justificación se basaba precisamente en ella. El autor de la pieza oratoria,
Cayetano Antonio de Torres, uno de los más brillantes y entusiastas promo-
tores del culto, concluyó su intervención con una exaltada visión del terri-
109
F. I. Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanismo…”, op. cit., p. 211.
110
J. Cuadriello et al., Zodiaco mariano..., pp. 21 y ss.
111
J. Cuadriello, “El discurso de la ceremonia de jura: un estatuto visual para el reino de
Nueva España. El caso del Patronato Guadalupano de 1746”, Tiempos de América. Revista
de Historia, Cultura y Territorio, pp. 3-18.
386 la era ilustrada

torio que “desde Nicaragua y Honduras hasta los pimas y californios” se


constituía en un templo que veneraba a su patrona. La “prodigiosa extensión
de este vastísimo imperio” se congregaba para celebrar sus glorias. Guadalu-
pe daba al reino un estatuto jurídico avalado por el cielo.112
Las declaraciones pontificias de 1754 y 1756 despertaron un furor guada-
lupano que venía a reforzar un proceso que ya se había iniciado desde finales
del siglo xvii con la fundación de santuarios guadalupanos y de numerosas
cofradías dedicadas a esa advocación en las principales ciudades de Nueva
España. Santuarios y cofradías se habían constituido en importantes bas-
tiones de los curas párrocos del clero secular y de los cabildos catedralicios.
En Valladolid, por ejemplo, los miembros de esa corporación lograron refor-
zar su preeminencia social al reproducir el esquema de los cuatro baluartes
protectores de la capital virreinal, con la fundación de los santuarios maria-
nos de Nuestra Señora de Urdiales al norte, la Soterraña al poniente, la vir-
gen de Cosamaloapan al sur y Guadalupe al oriente.113 A lo largo de las dos
décadas siguientes (1760-1780), los promotores guadalupanos en todas las
ciudades del virreinato no sólo promovieron la erección de altares dedica-
dos a ella en todos los templos del territorio, sino que además se dieron a la
tarea de consolidar los fundamentos históricos y jurídicos de la adopción de
esa imagen, frente a las críticas de sectores escépticos que los consideraban
insuficientes, siendo el ayate, para la mayoría de los defensores, la prueba in-
contestable del milagro.114
Al ser uno de sus principales argumentos la imagen misma, entre 1751 y
1752 el arzobispo Manuel Rubio y Salinas, quien había promovido dos años
atrás la fundación de una colegiata en el santuario atendida por canónigos e
independiente del cabildo de la catedral, encargó su inspección a varios de
los más connotados pintores y “científicos” del reino.115 El dictamen más co-
nocido fue el del pintor oaxaqueño Miguel Cabrera (1695-1756), quien con
un grupo de colegas, entre los que estaba José de Ibarra, sacó una calca del
original para enviar una copia a Roma. En 1756 salía a la luz el dictamen de

112
Véase Cayetano Antonio de Torres, Sermón de la santísima virgen de Guadalupe.
113
Mónica Pulido Echeveste, Reconfigurar los espacios…, p. 72. La autora cita un sermón de
1742 del agustino fray Manuel Ignacio Farías predicado en la catedral de Valladolid a raíz de la
jura del patronato.
114
Véase, por ejemplo, el sermón predicado en Pátzcuaro por José Antonio Eugenio Ponce de
León, El patronato que se celebra, suplemento del testimonio, que no ay, de la aparición de la santí-
ssima virgen de Guadalupe Nuestra Señora. Sermón panegyrico, que el día doce de diciembre de este
año de 1756, en la magnífica función con que celebró su declarado patronato en la iglesia de la mis-
ma señora la nobilísima ciudad de Pátzcuaro. Es curioso que en uno de los pareceres el jesuita
Lazcano se extrañaba que Vasco de Quiroga jamás hubiera hablado de las apariciones ni exten-
diera el culto. Véase F. I. Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanimo…”, op. cit., p. 219.
115
En el año de 1749 fue aprobada la creación de la Insigne Iglesia Colegiata de Nuestra Se-
ñora de Guadalupe, “siendo formada por un abad, diez canónigos, seis racioneros, seis capella-
nes y sacristanes y un mayordomo”. Su fundación se originó en medio de una feroz disputa entre
el nuevo abad, Juan Antonio de Alarcón y Ocaña, y el arzobispo don Manuel Rubio y Salinas.
la era ilustrada 387

esta inspección bajo el título de Maravilla americana, opúsculo dedicado al


arzobispo Manuel Rubio y Salinas.116 Cabrera iniciaba su obra señalando lo
prodigioso de la incorruptibilidad del lienzo en un ambiente salitroso como
el de la laguna, analizaba el material concluyendo que no era fibra de ma-
guey y afirmaba que la imagen había sido pintada con una inusual combi-
nación de técnicas y pigmentos. En la obra se concluía que por su belleza y
perfección la pintura no podía ser obra de pinceles humanos.117 Cabrera, ar-
tista que había trabajado para los grandes promotores del culto como la
Compañía de Jesús y la colegiata de Guadalupe, y que era el pintor de cáma-
ra del arzobispo Rubio y Salinas, se convertiría, gracias a la Maravilla y a sus
numerosas imágenes de la virgen, en el más célebre de los pintores guadalu-
panos del siglo xviii.
Durante las inspecciones de 1752 había estado presente Mariano Fer-
nández de Echeverría y Veytia, el escritor poblano amigo de Boturini, cuyo
interés por las apariciones lo llevó a escribir una monumental obra sobre los
cuatro santuarios de la capital: Baluartes de México. En ella daba como prue-
ba de la autenticidad de la imagen la devoción que tenían hacia ella los in-
dios, y la tradición que se guardaba en sus comunidades y que se remontaba
a los tiempos de Juan Diego. La forma de transmisión de esa tradición eran
los cantos que rememoraban las historias de las apariciones a través de los
ancianos de cada pueblo que las habían recibido de sus antepasados.118
Al mismo tiempo, estas dos décadas vieron aparecer sermones en los que
se exaltaban la imagen con atrevidas metáforas, como la de comparar el mi-
lagro del ayate con la Eucaristía, y hablar de ella como un sacramento per-
petuo. En muchos se hacían descripciones pormenorizadas del rostro y
mientras algunos insistían en que la imagen reproducía el aspecto de la Vir-
gen tal como vivía en Nazaret, otros en cambio mencionaban que María ha-
bía tomado el aspecto de las indias, para llegar más fácilmente a los natu-
rales. En muchos se sostenía la atrevida hipótesis, ya propuesta por Miguel
Sánchez, que las apariciones en el cerro del Tepeyac eran “la tercera etapa de
la historia de la revelación divina”, siendo la primera la de la zarza ardiente
ante Moisés en el monte Sinaí y la segunda la manifestación del Hijo de Dios
en el Calvario.119
En un sermón pronunciado en 1758 por Francisco Xavier Lazcano (1702-
1762), en pleno furor de la confirmación del patronato sobre América, el je-
suita llegó a aseverar que, de no ser por las verdades de la fe, los indios esta-

116
Véase Miguel Cabrera, Maravilla americana y conjunto de varias maravillas observadas con
la dirección de las reglas del arte de la pintura en la prodigiosa imagen de Nuestra Señora de Gua-
dalupe de México. Hubo una edición en italiano en Ferrara en 1783.
117
D. Brading, La virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, pp. 267 y ss.
118
Véase Mariano Fernández de Echeverría y Veytia, Baluartes de México. Descripción histó-
rica de las cuatro milagrosas imágenes de Nuestra Señora que se veneran en la muy noble, leal e
imperial ciudad de México.
119
D. Brading, La virgen de Guadalupe…, pp. 260 y ss.
388 la era ilustrada

rían adorando a María como “suprema deidad”. Para remarcar el gran


privilegio recibido por América se marcaban las diferencias entre ésta y Eu-
ropa: allá la conversión de los infieles se había dado por Cristo, acá por Ma-
ría; en el viejo continente entró la fe por los oídos, en el nuevo por los ojos;
mientras en Europa varias de las imágenes de la Virgen habían sido pintadas
o esculpidas por san Lucas, la Nueva España “poseía una imagen pintada
por la propia María”. La Virgen, concluía, “quiso ser paisana nuestra, ser
natural y como nacida en México […] ser conquistadora, ser primera pobla-
dora”. El sermón culminaba con una exaltación de la capital: “Recibió Méxi-
co de Roma la Fe de Jesucristo. Ya le pagó México a Roma, con el apostolado
de los amores más tiernos de María. Doble la rodilla la soberana Tiara a la
milagrosa mexicana”.120
Diez años atrás otro jesuita, Francisco Xavier Carranza (1703-1769), ha-
bía expresado en el santuario de Querétaro una escandalosa profecía sobre
la llegada del sumo pontífice a Nueva España, cuando las fuerzas del anti-
cristo tomaran Roma. La Ciudad Eterna regresaría al paganismo y la nueva
sede, el lugar donde había estado el Edén, sería México, territorio libre de
guerras y corrupción.121 Bajo el Tepeyac, la capital tenochca, convertida en
una nueva Roma, estaría protegida por la virgen de Guadalupe y el arcángel
san Miguel.122 La vocación guadalupana de los jesuitas siguió estando pre-
sente incluso después de su expulsión y en Italia se convirtieron en entusias-
tas difusores del culto, que para ellos constituía un fuerte signo de identidad
en el exilio.123
Uno de los temas centrales del guadalupanismo de esta época fue el que
mostraba la aposición desierto-paraíso. El cronista dominico fray Juan Bau-
tista Moya señala, por ejemplo, que el cerro “convirtió su aridez en primave-
ra y sus espinas en fragantísimas purpúreas rosas”. Y agrega que halló Juan
Diego el lugar nombrado: “primavera de flores, vergel de delicias y conver-
tido en paraíso de fragancia”.124 Para Antonio Díaz del Castillo el paraíso
perdido en Europa había sido recuperado en México, gracias a la virgen de
Guadalupe, “Divina Amalthea, florida diosa” que transformó el invierno en
rosa, el infierno en paraíso. Esta idea protectora la volvemos a encontrar
en Francisco Xavier Rodríguez, quien señalaba que desde el Tepeyac la vir-
gen protegía a América de las ideas cismáticas de los herejes: “No hay me-

120
Véase Francisco Xavier Lazcano, Sermón panegyrico al ínclito patronato de María Señora
Nuestra en su milagrosa imagen de Guadalupe; D. Brading, “La patria criolla y la Compañía de
Jesús”, en op. cit., pp. 58 y ss.
121
D. Brading, Siete sermones guadalupanos, pp. 41 y 43.
122
Véase Francisco Javier Carranza, La transmigración de la Iglesia a Guadalupe.
123
S. Vargas Alquicira, op. cit., pp. 64 y ss. Esta autora menciona las obras de Diego José
Abad y de Andrés Diego de la Fuente, quienes publicaron en varias ciudades italianas poemas y
prosa sobre el culto guadalupano.
124
Juan de la Cruz y Moya, Historia de la santa y apostólica provincia de Santiago de Predica-
dores de México en la Nueva España, vol. i, p. 194.
la era ilustrada 389

moria en nuestros anales de semejante azote, desde que se dejó ver en este
monte la gran María”. El paraíso indiano tenía así la más hermosa rosa, Mé-
xico era el cielo y su sol era Guadalupe. Este paraíso, para Francisco Xavier
Conde y Oquendo, estaba libre de la serpiente de la herejía, pues ésta había
sido ahuyentada por la Madre del Tepeyac “con el olor de sus flores”.125
Este tema estaba muy relacionado con otro, el de la protección de la vir-
gen de Guadalupe, no sólo sobre el reino de Nueva España, sino sobre todo
el imperio español, a quien había defendido de las agresiones extranjeras.
Desde principios del siglo xviii, con motivo del apoyo que muchos criollos
dieron al monarca Felipe V contra el pretendiente austriaco al trono, varios
oradores insistieron en que los triunfos obtenidos por los borbones y sus
aliados frente a Austria e Inglaterra habían sido obra de la virgen mexicana,
quien protegía a aquellos que luchaban contra los herejes. Iguales argumen-
tos aparecieron durante la guerra con Inglaterra entre 1739 y 1748. Eran
tiempos en los que aún se creía en un imperio unido bajo un monarca y una
fe y en los que Guadalupe era para los criollos una imagen que protegía tan-
to a los españoles americanos como a los europeos.126
Un tercer tema se relacionaba con la lectura de la imagen como un men-
saje cifrado. Ya Jerónimo de Valladolid, en un dictamen a la obra de Florencia,
decía que la imagen había sido pintada como un jeroglífico en la tradicional
manera como los indios escribían, por lo que Dios quiso comunicarse con ellos
con su propio discurso. Miguel Cabrera volvió sobre el tema en su Maravilla
americana al decir que Dios había empleado “el lenguaje de los indios, quienes
no conocían otro tipo de escritura que no fuera la de los jeroglíficos”. Los mis-
mos argumentos utilizó José de Eguiara y Eguren, quien en un sermón en la
catedral el 10 de noviembre de 1756 señalaba que la virgen se adaptó “al estilo
del país y de los mexicanos”, cuyos libros estaban llenos de figuras, símbolos y
jeroglíficos, al utilizar una pintura para dirigirse a ellos.127
A pesar de esas muestras de exaltación patriótica, los nuevos vientos ra-
cionalistas seguían impugnando las apariciones con los argumentos de la
falta de testimonios. Tales impugnaciones comenzaron a marcar el tenor
de los sermones y de los textos guadalupanos en las últimas décadas. Uno de
esos defensores fue José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796), canónigo
de la catedral y maestro universitario, quien en un sermón predicado en la
colegiata de Guadalupe en 1777 y en una Disertación histórico-crítica escrita
el año siguiente se enfrentaba a la incredulidad y escepticismo de aquellos

125
Véase Antonio Díaz del Castillo, Sermón fúnebre al capitán Gaspar de Villalpando; Francis-
co Xavier Rodríguez, Sermón a la Señora de Guadalupe, p. 24; Francisco Xavier Conde y Oquen-
do, Discursos sobre la aparición de la portentosa imagen de María Santísima de Guadalupe, vol. i,
p. 294; Alicia Mayer, Lutero en el Paraíso…, pp. 322 y ss.
126
F. I. Escamilla, “Razones de la lealtad, cláusulas de la fineza; poderes, conflictos y consen-
sos en la oratoria sagrada novohispana ante la sucesión de Felipe V”, en Alicia Mayer y Ernesto
de la Torre Villar (eds.), Religión, poder y autoridad en la Nueva España, pp. 179-204.
127
D. Brading, La virgen de Guadalupe…, p. 252.
390 la era ilustrada

que negaban los milagros. Aunque estaba de acuerdo con una crítica pruden-
te hacia las prácticas religiosas nacidas del ámbito popular, encontraba que
el culto guadalupano no sólo estaba avalado por una documentación que re-
montaba al siglo xvi, sino además, y sobre todo, por una tradición documen-
tada, constante e inmutable desde sus orígenes.
Aunque ni el sermón ni la disertación fueron publicadas en su tiempo (lo
serían hasta 1801), la defensa de Uribe al culto le valió el reconocimiento de
sus contemporáneos.128 Sin embargo, todos los argumentos que se habían
manejado hasta el momento no eran más que paliativos que intentaban solu-
cionar la falta de los autos de Zumárraga sobre el milagro y el silencio de los
autores contemporáneos al suceso. En 1794 el cronista de Indias Juan Bau-
tista Muñoz presentaba en la Academia de la Historia de Madrid una breve
disertación histórica sobre las apariciones de la virgen mexicana; en ella ne-
gaba abiertamente la historicidad del hecho basado sobre todo en el manus-
crito de la Historia de Sahagún. La obra de Muñoz era heredera de una ac-
titud crítica hacia las apariciones milagrosas que se había manifestado en
España desde mediados de la centuria con autores como el marqués de Mon-
déjar, Manuel Martí y Juan de Ferreras, quienes habían puesto en duda tra-
diciones religiosas como la prédica de Santiago en España y la aparición de
la virgen del Pilar. Estas obras, al igual que el Teatro crítico de Benito Jeróni-
mo de Feijoo, fueron leídas por los novohispanos desde su aparición, pero en
ellos no tuvieron impacto como para cuestionar el milagro guadalupano.129
De hecho, el texto de Muñoz, que no se conoció en México sino hasta 1817,
no pudo haberlo suscrito ningún criollo. La virgen de Guadalupe se había
convertido en un elemento tan fundamental de la identidad patria, tanto de
la capital como de todas las ciudades del territorio, que negar su historicidad
hubiera puesto en peligro el sustento de su emblema más sólido.
Con todo, las discusiones sobre la tradición guadalupana y la perspectiva
ilustrada sobre los hechos milagrosos habían introducido en el tema una lar-
va de racionalismo crítico de la que ni los criollos pudieron liberarse. Evitan-
do el espinoso tema de la documentación original, dos autores criollos que
se ostentaban como creyentes del milagro cuestionaron sin embargo aspec-
tos vinculados con la imagen misma de Guadalupe, la prueba material más
contundente que existía sobre el prodigio, y con la tradición del relato de la
aparición. El primero en aparecer fue un texto titulado Manifiesto satisfacto-
rio, opúsculo guadalupano, de Ignacio Bartolache (1739-1790), doctor en
medicina, profesor de matemáticas en la Universidad de México, autor de
varios tratados sobre asuntos científicos y editor del Mercurio volante, gaceta
de difusión de ciencia y tecnología. En la obra, con el rigor de un racionalista
ilustrado, el autor se dedica a analizar la pintura y encuentra que la tela o
128
Véase F. I. Escamilla, José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796). El cabildo eclesiástico
de México ante el Estado borbónico.
129
F. I. Escamilla, “La Iglesia en los orígenes de la Ilustración novohispana”, en Pilar Martínez
(ed.), La Iglesia en Nueva España: problemas y perspectivas de investigación, pp. 105 y ss.
la era ilustrada 391

ayatl era demasiado larga y estrecha para haber sido empleada como el man-
to de un indio; que la tela había recibido un aparejo o preparación, y que el
material no era fibra de maguey sino un textil más fino llamado iczotl, una
especie de palma silvestre. Finalmente, la imagen era defectuosa de acuerdo
con las normas de la pintura. Lo primero: “la desproporción que se dice ha-
ber en el muslo izquierdo, más grande de lo que correspondía a todo el cuer-
po. Lo segundo: las contraluces, esto es, las luces encontradas sin arte. Lo
tercero: los perfiles negros, que dicen ser de mal gusto, y prohibidos por los
tratadistas que escribieron sobre el arte de la pintura. Lo cuarto: lo dorado
de la túnica, que se representa como una superficie plana, sin quebrar, como
parecía correspondiente, en los parajes en que en dicha túnica está encaño-
nada o plegada. Lo quinto: que el hombro izquierdo parece estar muy abul-
tado y las manos, al contrario, muy pequeñas”.130
A pesar de sus declaraciones de creyente, lo que había hecho Bartolache
era demoledor pues trataba la imagen de Guadalupe con los criterios de sus
cualidades artísticas o técnicas y consideraba que podía sufrir el deterioro
de cualquier obra humana. Después de un silencio forzado, en parte por el
impacto de la obra de Bartolache, apareció otra novedad en 1794 que afecta-
ba la tradición canónica de las apariciones. Con motivo de la celebración de
la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe el 12 de diciembre de 1794, se en-
cargo al dominico fray Servando Teresa de Mier (1765-1827) el sermón de la
celebración. Asistieron al acto el virrey marqués de Branciforte y el arzobis-
po de México Alonso Núñez de Haro. El doctor Mier había ganado tal privi-
legio debido a los méritos obtenidos un mes antes por el sermón que predicó
en la iglesia del Hospital de Jesús para conmemorar el traslado de los huesos
de Cortés y la primera entrada de los españoles a la ciudad de México-Teno-
chtitlan. Ante el azoro de los asistentes, el fraile dio en su sermón guadalu-
pano una versión no canónica de la aparición: la tela donde se estampó la
imagen milagrosa no era la tilma de Juan Diego sino la capa del apóstol san-
to Tomás, a quien los indios conocían como Quetzalcóatl.131 El mismo santo
había depositado la imagen en las colinas de Tenayuca de modo que fuese
venerada por los indios, pero cuando éstos cayeron en la apostasía, santo
Tomás la ocultó. Mier no negaba la aparición de la Virgen María a Juan Die-
go, pero aseguraba que en ella sólo reveló la ubicación de su imagen oculta,
de manera que pudiese llevársela a Zumárraga. Fray Servando hacía remon-
tar la imagen de Guadalupe al tiempo en que la Virgen aún vivía, cuando se
imprimió su efigie en la túnica del apóstol.132

130
Joseph Ignacio Bartolache, Manifiesto satisfactorio anunciado en la Gaceta de México...,
publicado por E. de la Torre Villar y Ramiro Navarro de Anda (eds.), Testimonios..., p. 598.
131
Servando Teresa de Mier, Obras completas. El heterodoxo guadalupano, vol. i, p. 27.
132
D. Brading, La virgen de Guadalupe…, p. 316. Con ello Mier no hacía sino remitirse al es-
quema narrativo de numerosas imágenes españolas (Almudena, Guadalupe, Atocha, etcétera),
las cuales habían sido hechas en los tiempos apostólicos, desaparecieron durante la invasión
musulmana y volvieron a aparecer cuando los infieles fueron expulsados.
392 la era ilustrada

Con el sermón heterodoxo no sólo se arrebataba a España la gloria de


haber introducido el cristianismo en América, sino también se emitía una
variante en el “dogma” oficial del guadalupanismo. La descabellada tesis de
Mier, sin embargo, no era de su autoría, la había oído del licenciado Ignacio
Borunda, quien sostenía que las dos piedras recién desenterradas en la plaza
mayor, la Coatlicue y el “Calendario Azteca”, contenían la historia del mun-
do a partir del diluvio, la predicación de santo Tomás en América y los miste-
rios de la Encarnación y la Trinidad. Con este afán por descifrar los jeroglí-
ficos prehispánicos Borunda también aplicó a la virgen de Guadalupe este
método y la estudió como un jeroglífico.133 Con las teorías sobre la evangeli-
zación primitiva del padre Mier se cerraba el ciclo de los mitos virreinales
sobre el tema. La Iglesia apostólica de América, que había dado argumentos
para justificar posiciones políticas diversas, como la apreciación de la con-
quista como un mandato divino, la necesidad de conservar el control de las
parroquias por los regulares o la exaltación de la patria criolla, sería utiliza-
da finalmente como una bandera para que la Nueva España consiguiera su
liberación de la tutela mesiánica de los españoles.134
El sermón de Mier y las tesis de Borunda parecían ser una respuesta tar-
día al Manifiesto satisfactorio de Bartolache, quien ya había muerto para en-
tonces. La solución que encontraron ambos autores era digna de la cultura
barroca y cien años atrás hubiera sido aplaudida, pues unía los dos símbolos
más caros para los criollos. Pero en un momento en que era necesario afian-
zar la tradición canonizada, la intervención de Mier se consideró peligrosa.
El sermón caía además en un momento muy poco propicio: la guerra entre
España y la República Francesa había creado una psicosis colectiva acentua-
da por el descubrimiento de una “conspiración” que intentaba imponer en
Nueva España las nuevas ideas revolucionarias. Cualquier escándalo o in-
quietud en materia política o religiosa eran vistos como intentos por alterar
el orden. La desgracia política se abatió entonces sobre fray Servando, a
quien el arzobispo retiró sus licencias para predicar. El encargado de respon-
der al herético sermón fue el canónigo José Patricio Fernández de Uribe,
campeón de la tradición inmemorial, quien ridiculizó la descabellada teoría
con argumentos racionales y mostró la peligrosidad de hipótesis tan fan-
tasiosas: se daban bases a los impíos para reforzar sus burlas contra los mi-
lagros y se debilitaba la fe del pueblo al mostrar una versión que difería de la
tradicionalmente avalada por la Iglesia.
A instancias del canónigo Uribe, el arzobispo Alonso Núñez de Haro
emitió un edicto el 25 de marzo de 1795 en que se prohibía la prédica y ense-
ñanza de toda versión no autorizada de la tradición guadalupana. Las ricas
metáforas que había creado la retórica barroca quedaban aplastadas por ar-
gumentos racionalistas que al intentar explicar el milagro habían generado

133
Ibid., pp. 319-324.
134
S. T. de Mier, op. cit., vol. i, p. 78.
la era ilustrada 393

un callejón sin salida. El guadalupanismo, que se había alimentado de una


convivencia entre la devoción popular y el exaltado discurso de los sacerdo-
tes criollos, se partía en dos vertientes irreconciliables: una popular, que se-
guiría viva hasta hoy, y la otra culta, que enfrentaría el gran dilema que tanto
había atormentado a los historiadores guadalupanos anteriores: la falta de
testimonios contemporáneos a los hechos narrados por la leyenda.135
Los textos aparicionistas habían sufrido un profundo cambio en doscien-
tos años. Aunque todos ellos nacían de la existencia de una comunidad de
creyentes que compartían los mismos códigos con quienes escribían, con el
paso del tiempo se iban distanciando cada vez más los dos mundos, el de las
prácticas y el de la escritura. Conforme avanzaba el Siglo de las Luces, y con
él la secularización, la repetitiva descripción de milagros perdió su razón de
ser como fenómeno literario y se volvió un mero ejercicio reiterativo, pero
las prácticas que estos textos habían fomentado durante décadas ya estaban
tan arraigadas que no se vieron afectadas por los cambios de la modernidad
y, siguiendo su propia dinámica, continuaron formando parte de la vida de
las comunidades.
Esta devoción popular, extendida ya como símbolo del reino, explicaría
el influjo que tuvo el gesto de Miguel Hidalgo al enarbolar la imagen de la
virgen de Guadalupe como enseña de campaña en Atotonilco, el santuario
más importante de la región del Bajío. En ella se había conjugado la potes-
tad del reino de la Nueva España, las demandas de justicia para los ameri-
canos y una devoción popular ya muy extendida. A pesar de que en ambos
bandos (realista e insurgente) había criollos guadalupanos, la sociedad novo-
hispana estaba sumamente polarizada. Los dos grupos en pugna la invoca-
ban para fortalecer proyectos políticos radicalmente distintos. Esto explica
por que Mariano Beristáin, un crítico furibundo del movimiento insurgente,
encabezó una misa de desagravio por el “mal uso” que los insurrectos hicie-
ron de la imagen de la virgen de Guadalupe.136 Detrás de ello también estaba
la jura que el ejército realista hiciera en 1811 de la virgen de los Remedios
como generala y campeona frente a los insurgentes, recuperando su carácter
de virgen de la Conquista y siendo víctima de fusilamientos por parte de los
insurrectos.137

5. Los indios vistos por los ilustrados

Esto es lo poco que he podido indagar de este apreciable monumento de la anti-


güedad indiana: otras significaciones respectivas a su falsa religión he omitido
de propósito, por ser inconducentes a la Cronología, y Astronomía y sólo tienen

135
F. I. Escamilla, José Patricio Fernández de Uribe…, pp. 135 y ss.
136
A. Ávila, “La crisis del patriotismo…”, en A. Mayer y E. de la Torre Villar (eds.), op. cit., p. 215.
137
Linda A. Curcio-Nagy, “Native Icon to City Protectress…”, The Americas, núm. 3, lii, p. 389.
394 la era ilustrada

lugar en su Astrología judiciaria, y en sus ridículos y supersticiosos ritos; para no


confundir con las sombras que les figuraba el demonio en sus falsas predicciones,
y pronósticos genetliacos [sic], los claros conocimientos que tuvieron los mexica-
nos de los movimientos de los principales Planetas, y el método de observarlos
para dividir el tiempo y gobernarse en su distribuciones civiles y religiosas.138

En 1790, a raíz de unos trabajos realizados en la plaza mayor, fueron des-


enterrados dos enormes monolitos de la antigua México-Tenochtitlan: uno,
la Piedra del Sol o “Calendario Azteca”, fue colocado en el costado poniente
de la catedral; al otro, la Coatlicue, se le depositó en el claustro de la uni-
versidad. Antonio de León y Gama, empleado del oficio de cámara de la Au-
diencia y conocedor del pasado indígena, publicó dos años después en la
Gaceta literaria una descripción de las dos esculturas, tratando de descifrar
los “jeroglíficos” que contenían (a partir de la emblemática europea, como se
había hecho con los de Egipto) y dándoles a ambas un sentido astrológico.
Su posición ante el hallazgo, según contaba en una carta, era de admiración,
pero al mismo tiempo decía estar preocupado por la pérdida de esos monu-
mentos de la gentilidad, que en la culta Europa estaban siendo revalorados
y que en Nueva España era necesario recuperar “para ilustrar la Historia
mexicana que estaba tan oscura”.139
Algo que sorprendió a los ilustrados criollos de entonces fue que los in-
dios comenzaron a rendir culto a la Coatlicue que se exhibía en el claustro
de la universidad; a los pies de la antigua diosa aparecieron veladoras en-
cendidas y ofrendas, por lo que se decidió volver a enterrarla por un tiempo.
En esta anécdota se pueden observar las dos grandes líneas con las que el
pensamiento ilustrado percibió a los indios: una, relacionada con el rescate
y admiración por el mundo prehispánico como un elemento de orgullo; la
otra, que veía a los indios contemporáneos como seres débiles, llenos de vi-
cios, proclives aún a la idolatría y cristianizados muy superficialmente.
En cuanto a la primera posición, lo más notable es el cambio de actitud
ante los ídolos respecto a la que se tenía tres siglos atrás. En contraste con la
postura de los frailes que los consideraban manifestaciones demoniacas, el
Siglo de las Luces los veía como monumentos de la Antigüedad mexica-
na, como manifestaciones de una cultura que merecía ser conocida, pues era
parte del pasado de este territorio. Antonio León y Gama, que publicó en
1792 un estudio de las dos piedras acompañado de una explicación sobre el
sistema calendárico mexica, su mitología y su astronomía, aseguraba que la
perfección geométrica y los conocimientos contenidos en estas piezas eran
138
Antonio de León y Gama, Descripción histórica y cronológica de las dos piedras que con
ocasión del nuevo empedrado que se está formando en la plaza principal de México, se hallaron en
ella el año de 1790, p. 113.
139
J. Gutiérrez Haces, “Las antigüedades mexicanas en las descripciones de don Anto-
nio de León y Gama”, en Los Discursos sobre el Arte. XV Coloquio Internacional de Historia del
Arte, p. 122.
la era ilustrada 395

prueba irrefutable de la sabiduría de los antiguos mexicanos. Los ídolos se


convertían así en documentos históricos. Otro gran estudioso del pasado y
destacado científico, José Antonio Alzate, coincidía también en exaltar la
grandeza del México indígena y un año antes que saliera la obra de León y
Gama (1791) publicaba en su Gaceta literaria una interesante descripción del
“castillo” de Xochicalco y de las ruinas de Tajín descubiertos una década
atrás (1777 y 1785). En su obra exaltaba los grandes conocimientos arquitec-
tónicos, matemáticos y astronómicos que se necesitaron para construir tan
soberbios edificios. Poco después León y Gama lo cuestionaría diciendo que
Xochicalco era un templo y no un castillo, y lo que se ofrecían a los dioses
ahí eran flores, de ahí el nombre.140
Los dos estudiosos novohispanos estaban siguiendo en este sentido a los
“anticuarios” europeos que en esos momentos creaban el término “Antigüe-
dad” para definir no sólo el arte griego y romano, sino también el egipcio.
Los novohispanos comenzaron a utilizar la acotación de antigüedades mexi-
canas para todos aquellos vestigios del mundo prehispánico que debían ser
preservados como un timbre de orgullo. A pesar de sus diferencias, Alzate y
León y Gama participaban de una visión muy positiva del pasado indígena,
visión que comunicaban y compartían con otros dos sabios mexicanos jesui-
tas que habían sido expatriados y desde Italia producían textos que iban en
la misma línea, pero con otros objetivos: Francisco Xavier Clavijero y Pedro
José Márquez.
Entre 1780 y 1781, el padre Clavijero, sin duda el autor que con mayor
solidez intentó reconstruir el pasado indígena de su patria, daba a la luz en
Cesena, en italiano y en cuatro volúmenes, su obra Storia Antica del México,
seguida de una serie de Disertaciones que tenían un carácter polémico. Tra-
ducida muy pronto al inglés y al alemán, este extenso texto se convirtió no
sólo en una muestra del orgullo criollo por un pasado glorioso y equiparable
a la antigüedad clásica europea, sino también en una palestra contra los pre-
juicios que se tenían en Europa sobre América. Tales prejuicios iban en dos
sentidos: uno estaba relacionado con la capacidad de los indios, y el otro con
las nefastas consecuencias de la colonización española en América. El prin-
cipal autor que defendía la primera posición era Cornelius de Paw, quien
consideraba la naturaleza degradada de América la causa que había produci-
do seres inferiores a los europeos, bárbaros y sin ningún tipo de civilidad. En
cambio Voltaire, Raynal y Diderot consideraban que la inferioridad se debía
más a causas sociopolíticas, sobre todo al hecho de la conquista brutal de los
españoles, pero una vez superadas éstas, América sería igual a Europa. La
disputa del Nuevo Mundo se insertaba así en el prejuicio de la Leyenda Ne-
gra que Europa del norte generó contra España. La grandeza de los imperios
azteca e inca era reconocida por algunos como muestra de que los indios no
eran inferiores a las civilizaciones del mundo, lo que afectó su desarrollo fue

140
Sobre la disputa se puede ver Benjamín Keen, La imagen azteca..., pp. 311 y ss.
396 la era ilustrada

la conquista española. Clavijero se enfrentaría a esas dos posiciones como


español y como novohispano.
Contra la segunda afirmación, el autor jesuita consideraba la conquista
como un mal necesario, querido por la providencia para castigar la cruel-
dad y superstición e iluminar con la luz del Evangelio a quienes vivían en
las tinieblas, aunque no dejaba de reconocer que los maltratos y la explo-
tación generaron miseria y alcoholismo. Clavijero se hacía eco de la teoría
de corte agustiniano sobre la sucesión de los imperios que legitimaba a la
Corona española como sucesora del reino de Moctezuma, pero sobre todo
a los criollos como sus herederos. Aunque en algún momento revelaba sus
dudas sobre el relato de la escena en la cual el emperador azteca se habría
pronunciado vasallo del monarca español, en otra parte señalaba: “los reyes
católicos han concedido muchas mercedes a la ilustre posteridad de Moc-
tezuma en atención al incomparable servicio que hizo a aquel monarca en
incorporar con su voluntaria cesión en la Corona de Castilla un reino tan
dilatado”. Esta tradición nacida en el siglo xvi aseguraba, según vimos, que
al acercase a su muerte Moctezuma mandó llamar a Cortés y, reconociendo
a Carlos V como sucesor de Quetzalcóatl y en cumplimiento de los oráculos,
le entregó el reino.141
Sin embargo, lo que más le interesa a Clavijero es mostrar que el mundo
indígena prehispánico es similar a las grandes civilizaciones del antiguo con-
tinente. Para estudiarlo, una de sus principales fuentes fue sin duda la obra
de fray Juan de Torquemada, texto que tradujo en términos comprensibles
para la Europa ilustrada. De hecho, Clavijero no descubrió nuevas fuentes
primarias sobre el pasado indígena, pero sí produjo una nueva interpreta-
ción de ellas desdemonizándolas. Mostró una civilización que, aislada del
viejo mundo, creó una escritura jeroglífica, una arquitectura monumental,
un sistema calendárico y astronómico que era igual de complejo y valioso
que aquel del mundo occidental y una estructura jurídica y pedagógica que
nada tenía que envidiar a Grecia y Roma. En esta visión los valores positivos
de la cultura indígena son los que se asemejan a los postulados cristianos,
aquellos que no son considerados superstición, error, obscenidad y peca-
do.142 Su postura, sin embargo, llega a mostrar desacuerdo con algunas ase-
veraciones de sus predecesores criollos, como Sigüenza, sobre la hipótesis
de la predicación apostólica de santo Tomás en América, o acerca del origen
egipcio de los antiguos mexicanos a partir de la existencia de pirámides y del
uso de jeroglíficos.143 Pero su mayor interés no era éste, sino contradecir los
argumentos de los escritores del norte de Europa que estaban más preocupa-
dos en construir sistemas que en catalogar e interpretar los hechos.
141
Francisco Xavier Clavijero, Historia antigua de México, libro ix, caps. 10 y 19, pp. 350 y ss.
y 364.
142
Giovanni Marchetti, Cultura indígena e integración nacional: la historia antigua de México
de F. J. Clavijero, pp. 111 y ss.
143
F. X. Clavijero, op. cit., libro x, cap. 1, p. 430.
la era ilustrada 397

Usando los códices que se conocían en Europa (el Mendocino, que había
sido publicado en el siglo xvii por Samuel Purchas, y la Matrícula de Tribu-
tos, que editó el arzobispo Lorenzana en 1770) hizo una reconstrucción de
las fronteras del imperio azteca y localizó muchos reinos que existían en el
México central a la llegada de los españoles. Al mismo tiempo, como muchos
de sus contemporáneos, cuestionó la validez de los testimonios de las co-
munidades como fuentes históricas y consideró que los únicos testimonios
occidentales dignos de crédito eran aquellos de los franciscanos y los jesui-
tas, pues conocieron las lenguas nativas y tuvieron a la vista muchos de los
códices desaparecidos.
Contra las aseveraciones de De Paw sobre la pobreza de las lenguas in-
dígenas, Clavijero aseguraba que el náhuatl era una lengua sutil y llena de
matices, rica en vocablos para expresar ideas sublimes. Ante las referencias
a la anarquía que reinaba entre los mexicas, el jesuita daba una relación por-
menorizada del derecho, de la administración de justicia y de las muestras
de buen gobierno, valor, sabiduría y benevolencia de gobernantes como Xó-
lotl o Nezahualcóyotl. A los ataques al salvajismo y crueldad de las prácticas
religiosas mexicas, Clavijero señalaba: “La religión de los mexicanos fue me-
nos supersticiosa, menos indecente, menos pueril y menos irracional que las
de las más cultas naciones de la antigua Europa y que de su crueldad ha ha-
bido ejemplos, tal vez más atroces, en casi todos los pueblos del mundo”.144
Siguiendo las argumentaciones de Las Casas llegaba incluso a insinuar que
la religión de los indios había estado más cerca del cristianismo que la de los
griegos y los romanos. El tema de los sacrificios humanos se situaba en la
dimensión de los otros pueblos del orbe, incluso los de Europa, donde ha-
bían sido práctica común en algún momento de su historia.145 La moderna
visión de Clavijero tuvo un gran influjo en México durante esta época, como
lo muestra que muchas bibliotecas de criollos poseían ejemplares de su obra
en italiano. Con todo, la primera edición de su libro en español se publicó en
Londres en 1826.
En su obra, Clavijero fusionó la interpretación providencialista de la his-
toria con una cuidadosa exégesis de los documentos, lo que permitió incluso
criticar algunas aseveraciones de quienes lo antecedieron en el estudio de las
antigüedades. Con todo, su perspectiva “indigenista” no iba dirigida a exal-
tar los alcances propios de esa civilización sino los valores cristianos. La de-
cadencia en la que se encontraban los indios en su presente se debía sobre
todo a que la labor evangelizadora iniciada por los frailes y obispos del siglo
xvi no estaba concluida. Para el autor jesuita la única solución viable era que
la “nación” indígena se integrara a la española, con lo cual sus valores (los
únicos rescatables que eran aquellos similares al cristianismo) cobrarían su

144
F. X. Clavijero, op. cit., Octava disertación, p. 578.
145
Karl Kohut, “Clavijero y la disputa sobre el Nuevo Mundo en Europa y en América”, en K.
Kohut y Sonia Rose (eds.), La formación de la cultura virreinal, vol. iii, pp. 92 y ss.
398 la era ilustrada

verdadero sentido universal. Al defender a los indios de los ataques ilus-


trados, Clavijero estaba también argumentando a favor de su tierra y de los
habitantes criollos de ella, acusados de barbarie y poco refinamiento. No es
gratuito que la Storia esté dedicada a los ilustres doctores de la Universidad
de México, es decir, a aquellos que con sus letras daban lustre a una patria
criolla novohispana denigrada, como los indios, a causa de la ignorancia de
los europeos sobre los asuntos americanos.146
Junto con su elogio a los doctores novohispanos, Clavijero les proponía
formar en el edificio de la universidad un museo que recogiera estatuas anti-
guas, armas, obras de mosaico y manuscritos y códices para conservar “las
antigüedades de nuestra patria”. Ese mismo espíritu animaba al continua-
dor de su obra en Europa, otro jesuita más joven que él y también radicado
en Italia, Pedro José Márquez (1741-1820), autor muy vinculado también
con Alzate y León y Gama, cuyas obras difundió entre el público europeo.
Así, en Roma en 1804 salían a la luz los libros Saggio dell’Astronomia, crono-
logia e mitologia degli antichi messicani, de Antonio de León y Gama, y Due
antichi monumenti de architettura messicana, que traducía los textos de Alza-
te sobre Tajín y Xochicalco, agregando un esbozo sobre las civilizaciones
antiguas del Anáhuac. En esas obras se mostraban los conocimientos astro-
nómicos y arquitectónicos de los antiguos mexicanos para confrontar las
opiniones de los europeos sobre la capacidad de los indios, proclamando la
igualdad de todas las razas y su fe en el poder de la educación para llevar a
todas al progreso.147 Sobre el tema obligado de los sacrificios humanos, Már-
quez aseguraba que no fueron tan frecuentes ni abundantes como algunos
autores pretendían, además de que todos los pueblos en algún momento de
su historia los habían practicado. Agregaba también que no todos los sacri-
ficios que los indios hacían eran de seres humanos ni todos sus dioses eran
sanguinarios.148
Márquez también se dirigía en su obra a sus compatriotas, animándolos a
escribir sobre las grandezas de su patria para dar a los sabios imparciales eu-
ropeos, hartos de las feas pinturas que les vendían de los americanos, los
conocimientos necesarios para que tengan una visión más justa de ellos.
A partir de los descubrimientos arqueológicos, sobre todo los de la Villa de
Mecenas en Tívoli, el padre Márquez trataba de demostrar que las cons-
trucciones prehispánicas eran comparables a los logros arquitectónicos de
griegos y romanos, lo que le permitía demostrar la alta civilización de los
pueblos prehispánicos. En su libro Delle case di citta degli antichi roman se-
condo la dottrina di Vitruvio Márquez llegó a afirmar que el arte de los anti-
guos mexicanos formaba parte de un pasado común, por lo que sus logros

146
G. Marchetti, op. cit., pp. 67 y ss.
147
Véase J. Gutiérrez Haces, El padre Pedro José Márquez…; B. Keen, La imagen azteca…, p. 310.
148
Pedro José Márquez, Dos monumentos antiguos de arquitectura mexicana: Tajín y Xochi-
calco, pp. 19 y ss.
la era ilustrada 399

arquitectónicos podían ser estudiados a partir de los modelos descritos por


el teórico latino Vitrubio. Pero el jesuita iba aún más allá de una mera com-
paración con el mundo clásico, proponía que el estudio de las antigüedades
mexicanas ilustraría a los propios europeos sobre su pasado, pues en Améri-
ca se podían encontrar vestigios del arte clásico.149
Los cuatro autores criollos hasta aquí mencionados presentaban dos ac-
titudes ante las fuentes del mundo prehispánico relativamente novedosas:
por un lado comenzaron a utilizar los monumentos, esculturas y objetos
como documentos; en segundo lugar aplicaron una epistemología a los tes-
timonios ya conocidos (códices, crónicas y otros testimonios) que intentaba
restituirles su verdadero valor como fuentes. Los criollos del siglo xviii que-
rían articular un discurso libre tanto de los prejuicios religiosos de los frailes
y de la manipulación y deformación que hicieron las comunidades indíge-
nas coloniales de sus textos antiguos, como de la visión de los viajeros o de
los europeos mal informados por su desconocimiento de las lenguas indíge-
nas. Aunque como hombres de su tiempo no pudieron evitar la perspectiva
providencialista y la emisión de juicios cargados de moral cristiana, su ad-
miración por el mundo prehispánico y el orgullo que sentían al verlo como
el pasado de su tierra les permitieron desdemonizarlo y mirarlo con otros
ojos.150 Sin embargo, de ese pasado quedaron excluidos los grupos perifé-
ricos al área cultural náhuatl y, sobre todo, al “imperio mexica”, que fue para
los criollo el único pasado legitimado.
En este sentido, los autores de las últimas décadas del siglo xviii eran
herederos de una tradición criolla que se remontaba a fines del siglo xvii y
que tuvo su origen, como vimos, en Carlos de Sigüenza y Góngora, el crea-
dor de una cultura prehispánica uniformada en lo mexica. A pesar de los
pocos textos que se conservaban de este autor y de que su “Museo” había
sido saqueado y dispersado (sobre todo después de la desaparición del cole-
gio jesuita de San Pedro y San Pablo donde se encontraba), su actitud ante el
mundo indígena tuvo grandes continuadores a mediados del siglo xviii, per-
sonajes que fueron los puentes entre él y la generación ilustrada de fines de
la centuria.
Uno de estos personajes fue el poblano Juan Francisco Sahagún de Aré-
valo, editor de la Gaceta de México entre 1728 y 1742, quien incluyó las sem-
blanzas de los gobernantes de la ciudad desde los tiempos prehispánicos
hasta los virreyes. En varios de sus números el editor se expresó de los empe-
radores mexicas con elogiosas palabras: “Entre las grandes glorias de que
goza esta insigne metrópoli del Nuevo Mundo, no es la menos haberla ilus-
trado con su nacimiento nueve emperadores”. En 1730 incluyó una relación

149
J. Gutiérrez Haces, “Los antiguos mexicanos, Vitrubio y el padre Márquez”, en Historia,
Leyendas y Mitos de México. Su Expresión en el Arte. XI Coloquio Internacional de Historia del
Arte, pp. 179-197.
150
Jorge Cañizares-Esguerra, How to Write the History of the New Word, p. 210.
400 la era ilustrada

de las conquistas realizadas por ellos en un solo número de la Gaceta, pero a


lo largo de 1733, desde febrero hasta diciembre, sacó cada mes la referencia
al significado del nombre de cada emperador, el linaje del que venía y sus
principales hazañas. De Moctezuma II dice que fue “príncipe liberal, franco,
dadivoso, religioso, justiciero, guerrero, sabio, sagaz, cuyos heroicos hechos
piden larga y prolija historia”. En esta segunda entrega agregó a los dos últi-
mos emperadores (con lo que se cubrían once) y en la semblanza de Cuauh-
témoc señala: “era muy estimado por su gran valor y buen entendimiento,
como lo dio a entender el día último del cerco de México, en que fue preso, e
inmediatamente en el viaje que hizo Cortés a las Hibueras, ahorcado con
otros dos reyes sus parciales, en un árbol llamado Pochotl, y en este feneció
el Imperio Mexicano”.151 Al igual que Sigüenza, sobre quien posiblemente se
basó, el editor de la Gaceta rindió tributo, con este párrafo aparentemente
aséptico, al valor de Cuauhtémoc. Pero lo más significativo de este listado,
de gran difusión gracias a la imprenta, era que establecía una línea de conti-
nuidad entre los gobernantes aztecas y los virreyes, lo cual reafirmaba la idea
de que el reino de Nueva España tenía su legitimidad en el imperio mexica
anterior a la conquista.
Otro de los criollos orgullosos del pasado indígena fue el oratoriano José
de Eguiara y Eguren, a quien ya mencionamos en un capítulo anterior, quien
en sus prólogos a la Biblioteca mexicana presentaba los logros culturales del
mundo indígena, sus calendarios, libros y bibliotecas, sus colegios y centros
de enseñanza, y su afición por la poesía y la oratoria. Eguiara y Eguren re-
visó la colección de Sigüenza alrededor de 1752 (en la que ya sólo restaban
ocho volúmenes de manuscritos)152 y haciendo uso de ella y de los autores
que tenía a su alcance (Sahagún, Torquemada, Ixtlilxóchitl) mostró una civi-
lización, comparable a la caldea o la egipcia (y aún superior), que poseía dos
medios para conservar y trasmitir su historia: una escritura pictórica y jero-
glífica y canciones que narraban las epopeyas de sus héroes y que se trans-
mitían oralmente de generación en generación. Eguiara exaltó entre todos
los personajes prehispánicos las figuras de Nezahualcóyotl y Nezahualpilli,
el primero destacado como poeta y promotor de las artes, y el segundo como
astrólogo. La presencia de estos personajes demostraba que los antiguos ha-
bitantes de México estaban muy lejos de ser los salvajes que los europeos
creían.153
Pero sin duda el criollo que con mayor consistencia, junto con Clavije-
ro, intentó una síntesis de la historia prehispánica fue el poblano Mariano
Fernández de Echeverría y Veytia en su Historia antigua de México, obra ini-
ciada alrededor de 1750 y que quedó inconclusa e inédita por la muerte de

151
Juan Francisco Sahagún de Arévalo, Gazeta de México, núm. 33, vol. i, p. 265; núms. 63-
73, vol. ii, pp. 83, 85, 91, 97, 103, 109, 115, 121, 127, 133, 139 y 146.
152
E. Trabulse, Los manuscritos perdidos de Sigüenza y Góngora, p. 51.
153
J. J. de Eguiara y Eguren, Bibliotheca mexicana, vol. i, pp. 57, 67, y vol. ii, pp. 720 y ss.
la era ilustrada 401

su autor en 1780. Anclado en la historia bíblica como sus predecesores, este


criollo intentó demostrar que los habitantes de América llegaron después del
episodio de la Torre de Babel y que en sus tradiciones aún quedaban sig-
nos de las historias bíblicas del diluvio, de la confusión de las lenguas y de
las luchas con los gigantes. Veytia trataba de restituir las fuentes indígenas
originales que para él estaban contaminadas por los intereses de las comu-
nidades coloniales. Ésta es una crítica abierta a los “títulos primordiales”
que sirvieron para defenderse de los españoles, pero que no poseían ninguna
credibilidad histórica. Critica también a viajeros como Gemelli, que al no te-
ner conocimiento de la realidad ni de las lenguas indígenas les era imposible
comprender el mundo indígena antiguo. En cambio, Fernando de Alva Ix-
tlilxóchitl, descendiente de la nobleza tezcocana, era considerado como una
fuente totalmente confiable. De esa fuente sacó la visión de que Tezcoco era
un baluarte del culto al ser supremo, pero que sus contactos con la sangrien-
ta religión mexica los obligó a abandonar su antigua fe y a idolatrar. Con Ix-
tlilxóchitl compartía esa tradición histórica criolla que, al igual que Sigüen-
za y Eguiara, exaltaba el pasado indígena glorioso representado por el rey
filósofo Nezahualcóyotl, con cuya vida concluía su obra.154
Como a la mayoría de los sabios ilustrados, a Veytia le preocupaba el
problema de los cómputos calendáricos y de la adecuación de las fechas cris-
tianas e indígenas, y también, como la mayoría, sólo conocía de Sigüenza
algunos de sus lunarios o pronósticos anuales; precisamente en uno de ellos,
el de 1681, el sabio criollo había incluido una cronología de los gobernantes
de México desde la fundación de la ciudad, con las correspondencias entre el
calendario indígena y el cristiano. A partir de esas efemérides, Veytia esta-
bleció su propio cómputo calendárico, como lo da a entender cuando habla
de un cálculo erróneo sobre la fecha del diluvio fijado por Sigüenza: “Pero
advierto que la mayor parte de las épocas que iré señalando en los sucesos de
la historia arregladas a mis cómputos, están conformes con las de Sigüenza,
y esto me hace sospechar que hubiese padecido algún equívoco en ésta”.155
Páginas después, al elucubrar sobre la fecha de la fundación de Tenochtitlan,
Veytia acepta la que dio Sigüenza de 1327, “porque es el cómputo que viene
más ajustado al orden de los sucesos”.156
Junto con el de los calendarios, el otro gran tema que preocupaba a Vey-
tia era el de la predicación del apóstol santo Tomás en Indias. El capítulo
donde trata del tema se inicia con los trabajos de Boturini por conseguir el
Fénix de Occidente, y con sus propios infructuosos intentos. “No dudo —se-
ñala— que si la hubiera conseguido satisfaría plenamente la curiosidad y el
buen gusto de mis lectores; porque considero, según la vasta erudición del
autor, especialmente en las antigüedades de los indios, que sería una obra

154
B. Keen, op. cit., pp. 248 y ss.
155
M. Fernández de Echeverría y Veytia, Historia antigua de México, vol. i, p. 11.
156
Ibid., vol. i, p. 330.
402 la era ilustrada

completa”.157 Para Veytia, como para muchos autores del siglo xviii, el hecho
de que Sigüenza se hubiera ocupado de este asunto era prueba suficiente
para considerarlo plausible, aun cuando se desconociera lo que en realidad
había escrito. Para demostrar sus aseveraciones, Veytia realizó una exhausti-
va recopilación de pruebas materiales de la presencia de santo Tomás en la
América septentrional: las cruces prehispánicas y las huellas de los pies apos-
tólicos plasmadas en algunas rocas; las tradiciones indígenas que hablaban
de un sacerdote virtuoso, blanco y barbado y la presencia de códices anti-
guos y tradiciones que supuestamente contenían enseñanzas de clara rai-
gambre cristiana, y las similitudes entre los nombres de santo Tomás (llama-
do también dydimus, el mellizo) y el sabio y piadoso Quetzalcóatl (también
conocido como el “coate” o gemelo divino). Contra la aseveración de Torque-
mada de que Quetzalcóatl era un rey supersticioso, nigromántico y astrólo-
go, Veytia lo hacía un héroe cultural y utilizando recursos como las leyendas,
los cantares y la tradición oral mostraba que gracias a él se introdujo la ley
de gracia, como se podía ver por los rastros de la práctica de los siete sacra-
mentos. La llegada de santo Tomás a América le servía además para demos-
trar la existencia en ella de un monoteísmo original, que se degradó hacia el
politeísmo por la acción de mercaderes y sacerdotes promotores de idola-
trías para atraer peregrinos a sus centros ceremoniales.158
El interés de Veytia por el mundo prehispánico había sido inspirado du-
rante su estancia en Madrid (1737-1750), donde conoció a Lorenzo Boturini,
recién llegado de México en 1744, quien lo introdujo en el fascinante mundo
de las antigüedades indígenas y de la nueva concepción de la historia que
había aprendido de la lectura de Juan Bautista Vico. Con las ideas que escu-
chó del sabio italiano y con copias de algunos de los códices y documentos
que éste le proporcionó de su colección, Veytia comenzó a fraguar la idea de
escribir una historia que iniciaría a su regreso a México. En 1746, Boturini
publicó su Idea de una nueva historia general de la América septentrional, en la
que trataba las épocas divina, heroica y humana de los antiguos mexicanos,
exaltaba sus logros en matemáticas, astronomía y cómputos calendáricos,
describía sus sistemas de propiedad de la tierra y se hacía eco de la tradición
sobre la predicación apostólica de santo Tomás.159 Al final de su obra anexaba
un catálogo del contenido de su “Museo”, esa colección miscelánea de docu-
mentos que tanto debía a la de Sigüenza, que le habían sido confiscados por
las autoridades virreinales y que se encontraban en las bodegas del palacio de
gobierno.160 Sin embargo, salvo la influencia directa que pudo tener en Veytia,

157
Ibid., vol. i, p. 135.
158
Ibid., vol. i, pp. 143 y ss.
159
Véase Lorenzo Boturini, Idea de una nueva historia general de la América septentrional.
160
Boturini fue el primero que otorgó a Sigüenza un halo de prestigio como investigador de
los calendarios prehispánicos y como iniciador de los intentos arqueológicos en la Pirámide del
Sol en Teotihuacan. L. Boturini, op. cit., Edad Segunda, párrafo v, p. 52. Él mismo hizo uso del ri-
co “Museo” que había recopilado Sigüenza y que pasaría a la biblioteca del Colegio de San Pedro
la era ilustrada 403

la obra de Boturini en este terreno no tuvo mayor influjo en los escritores no-
vohispanos de la ilustración, quienes lo consideraron más un anticuario o
coleccionista de papeles antiguos que un verdadero historiador.161
Para fines del siglo xviii el interés por el mundo indígena prehispánico
estaba ya muy generalizado. En México había en 1790 por lo menos once
colecciones de antigüedades y curiosidades indígenas y se seguía con interés
las excavaciones que se hacían en lugares como Palenque en 1787, que esta-
ba siendo explorado con recursos de la Corona.162 Este hecho muestra que el
interés por el mundo indígena había también cundido entre las autoridades
españolas. Alrededor de 1788, la Academia de la Historia de Madrid, a cargo
de Juan Bautista Muñoz, había encargado recopilar documentos en las pose-
siones de ultramar para hacer una Historia de la América septentrional. En
México, los encargados de esa labor fueron los franciscanos Francisco Gar-
cía Figueroa y Manuel de la Vega, quienes entre 1790 y 1792 hicieron una
copia de documentos (que llegaron a reunir en treinta y dos volúmenes), en-
tre los que estaban parte de los papeles y crónicas de los “museos” de Si-
güenza y Boturini, que habían parado finalmente en el convento de los fran-
ciscanos. En esta colección, que llevaría por título Memorias de la nación
indiana, no se incluyeron documentos en náhuatl ni códices, por que los frai-
les consideraron que eran de poco valor para lo que quería Muñoz.163
En sus Tardes americanas, otro franciscano, el peninsular malagueño
fray José Joaquín Granados y Gálvez, daba una versión muy positiva del
mundo indígena prehispánico (de la Gran Nación Tolteca a esta tierra de Aná-
huac) en la que incluía a Michoacán, dado que estaba adscrito a esa provin-
cia de su orden. En la obra se exaltaban sus logros culturales y se los compa-
raba con los de la Antigüedad grecolatina. El texto, impreso en México en
1778 y muy leído por su carácter divulgador, ponía a dialogar a un español
con un erudito indio alrededor de los temas de la historia “patria”. En su vi-
sión del mundo prehispánico, al que dedica la mitad de la obra, retomaba a
los autores franciscanos (Torquemada, Vetancurt, Beaumont), poniendo
siempre como premisa la necesidad de la evangelización, pero reconocien-
do la grandeza de esos pueblos paganos.164
Gracias a textos como el de Granados y a las gacetas de Sahagún de Aré-
valo y Alzate estos temas llegaron a un ávido público lector y divulgaron
aquellos temas que estudios como el de Veytia no consiguieron, pues se que-
daron inéditos. El pasado indígena sin duda despertaba un gran interés, so-

y San Pablo de los jesuitas. De hecho, el historiador italiano se aprovechó copiosamente de ella,
e incluso sustrajo diversos documentos para acrecentar su propio “museo indiano”, como lo ase-
gura Cayetano Cabrera Quintero en su Escudo de Armas de México…, pp. 325 y 334.
161
B. Keen, op. cit., p. 246.
162
Manuel Antonio Valdés, Gaceta de México, vol. iv, abril de 1790, pp. 68-71, y agosto de
1790, pp. 152-154.
163
J. Cañizares-Esguerra, op. cit., pp. 300 y ss.
164
J. J. Granados y Gálvez, op. cit., pp. 12 y ss.
404 la era ilustrada

bre todo en la aristocracia criolla que, para demostrar su nobleza frente a los
peninsulares, pretendía ser descendiente de los emperadores mexicas. Varias
familias linajudas, como los condes de Orizaba, decían tener entre sus ante-
pasados a Moctezuma.165 Este argumento, como veremos, será utilizado
también por los criollos para reafirmar sus derechos a acceder a los cargos
de la República, pues eran los señores naturales del territorio, herederos le-
gítimos del imperio mexica a través de sus abuelas, las princesas tenochcas
desposadas con los españoles.
En 1776 se colocaba frente al nuevo templo de San Hipólito de la capital
(comenzado en 1740 y apenas terminado en esta fecha) un monumento con-
memorativo. En él aparecía esculpido un indio con el torso desnudo y falde-
llín y penacho de plumas que era levantado en vilo por una gigantesca águila
que lo agarraba por el torso. Circundaban el conjunto un escudo de la ciudad
y una mujer, posiblemente la Nueva España, y varios objetos indígenas. El
ayuntamiento, mecenas de tal monumento, había escogido este emblema y
no uno relacionado con Cortés o con los mártires españoles de la conquista,
pues en él se representaba uno de los augurios, mencionados por fray Diego
Durán, que recibió Moctezuma antes de la caída de la ciudad. La conquista
no había acontecido, por tanto, ni por mérito de los españoles ni por debili-
dad de los indios, sino por una determinación de la providencia manifestada
en el presagio. En el templo donde se conmemoraba la caída de Tenochtitlan,
un emblema “indígena” tomaba el lugar de los conquistadores.166
Esta percepción de la conquista “desde los indígenas” fue también el
tema de los Anales de la ciudad de México, de Andrés Cavo (1739-1803), jesui-
ta nacido en Guadalajara y expulsado junto con sus compañeros en 1767,
quien escribió desde el exilio en Italia. Con materiales que había recopilado
en México, con la consulta de autores como Torquemada y con las noticias
sacadas de los archivos mexicanos que el ayuntamiento de México, que le
encargó la obra, le hizo llegar, Cavo construyó un texto inflamado de espíritu
patriótico, que mereció la atención de Carlos María Bustamante, su primer
editor en el siglo xix. Un lugar destacado en el discurso de Cavo fue la defen-
sa de los indios que llevaron a cabo la Corona y los religiosos, sobre todo el
padre Las Casas, y los ataques hacia aquellos españoles que los esclavizaron
y maltrataron contraviniendo las leyes divinas y humanas. Incluso al hablar
de la resistencia de los indios de la Florida y su constancia en “mantenerse
independientes [...] probaba un genio superior a las demás [naciones] del
Nuevo Mundo”.167

165
Doris M. Ladd, La nobleza mexicana en la época de la Independencia, 1780-1826, pp. 37 y ss.
166
Jorge Alberto Manrique, “Presagio de Moctezuma: el mundo indígena visto al fin de la
Colonia”, en Arte, Historia e Identidad en América. Visiones Comparativas. 17o. Coloquio Interna-
cional de Historia del Arte, vol. i, pp. 173-179.
167
Andrés Cavo, Anales de la ciudad de México, libro v, n. 2. La primera edición se publicó en
la ciudad de México, en cuatro volúmenes, entre 1836 y 1838, con un suplemento escrito por
Bustamante y bajo el título Tres siglos de México bajo el gobierno español hasta la entrada del
la era ilustrada 405

Frente a esta visión en la que los indios del pasado eran exaltados, pervi-
vía aquella afianzada desde el siglo xvii en la que los del presente eran denos-
tados. A los antiguos prejuicios se agregaba ahora el concepto de Antigüedad,
noción aislante pues distanciaba las aportaciones de los hombres del pasado
idealizándolas y contrastándolas con aquellas de las comunidades indígenas
del presente. Antonio de Alzate comenzaba su descripción de Xochicalco con
estas palabras: “la nación mexicana en el día [de hoy…] una vez avasalla-
da por la nación española […] perdió aquellos caracteres que la distinguían
de las otras naciones, de modo que en día, los indios mexicanos son respecto
a los anteriores a la conquista, lo mismo que los modernos habitantes del
Peloponeso […] respecto a los antiguos griegos”.168
Uno de los aspectos que más disgustaban a los ilustrados de los indios
era su vivencia de la religión cristiana. Esta actitud venía desde las mismas
jerarquías eclesiásticas. En el Cuarto Concilio Provincial realizado en 1771
se habían prohibido los flagelantes y las mortificaciones excesivas en las pro-
cesiones de Semana Santa, no sólo porque era de gentes bárbaras, sino por-
que muchos estaban alcoholizados. Ésta era sólo una de las muchas medi-
das que los obispos ilustrados implementaron para controlar la desbordante
religiosidad indígena que ellos consideraban aún pagana. Se comenzó por
intentar una limitación de los gastos de las cofradías y por la exigencia de
que éstas presentaran sus títulos legítimos.169 Según los reformadores, esas
corporaciones dedicaban la mayor parte de sus ingresos a “gastos inútiles
y perjudiciales a la religión” (cohetes, trajes vistosos, bailes y borracheras),
con lo que la prosperidad de los pueblos se veía disminuida. Cofradías y hos-
pitales, que habían servido para reforzar los vínculos sociales y en algunas
zonas para salvaguardar la propiedad comunal, sufrían con ello un duro gol-
pe. Para una visión que consideraba que las entradas comunitarias debían
dedicarse a las escuelas para la enseñanza del castellano en lugar de a las
fiestas, esta revisión era fundamental. En ella podemos ver un regreso a la
concepción erasmista de la religión, más inclinada a la vida interior y a
la moral que a los rituales, actitud que divulgaba asimismo un devocionalis-
mo mesurado, más acorde con la racionalidad ilustrada, en fuerte contraste
con los excesos emotivos del barroco.
Para la política borbónica, una reestructuración seria de la sociedad de-
bía compaginar, por tanto, la ética cristiana y el comportamiento ciudada-
no uniformando a todos los súbditos bajo un mismo patrón, el de la “nación
española”. La diversidad lingüística provocaba división y excluía a los indios
del proyecto borbónico, por lo que era necesaria la castellanización, reforza-

Ejército Trigarante. Una edición moderna: Historia de México, edición del texto original Ernesto
J. Burrus, con un prólogo de Mariano Cuevas, México, Patria, 1949.
168
J. A. Alzate, Descripción de las antigüedades de Xochicalco, publicada en el suplemento de
las Gacetas de Literatura de México, vol. ii, p. 2.
169
Serge Gruzinski, “La segunda aculturación; el Estado ilustrado y la religiosidad indígena
en Nueva España (1775-1800)”, Estudios de Historia Novohispana, 8, pp. 175-201.
406 la era ilustrada

da por la educación. La Iglesia debía jugar en ese proceso un papel funda-


mental, pues la ignorancia religiosa era considerada parte fundamental de
ese retroceso moral y en buena medida su labor debía ir dirigida a hispa-
nizar a los indígenas, único medio por el cual podrían redimirse con la asi-
milación definitiva a la “civilización”. Estas políticas constituían el golpe de
gracia del proyecto evangelizador iniciado por los mendicantes en el siglo
xvi, el cual promovía la permanencia de las lenguas nativas. La seculariza-
ción de las parroquias que estaban en manos de los frailes, los ataques a la
religiosidad indígena y las campañas de castellanización formaban parte del
proyecto borbónico, que intentaba consumar la actividad homogeneizadora
iniciada por el episcopado desde la segunda mitad del siglo xvi. El programa
pretendía dar el control al clero secular sujeto a los obispos regalistas (como
Lorenzana y Fabián y Fuero), extirpar de raíz los restos de las idolatrías que
subyacían detrás de las prácticas cristianas y acabar con la segregación lin-
güística y proteccionista de los indios. Sin embargo, el sustrato barroco en
Nueva España era muy fuerte y estas reformas episcopales tuvieron un éxito
muy relativo. Los actos de piedad externa y las grandes fiestas siguieron sien-
do tan populares como hacía cien años y las lenguas indígenas continuaron
su existencia como instrumentos de comunicación.170
Junto a esta imagen negativa del indio cristiano, la ilustración siguió uti-
lizando otra que era fundamental para reafirmar los triunfos de la Corona
española y su expansión entre los grupos nómadas de la frontera norte. En
términos generales, esta construcción seguía los lineamientos iniciados, como
vimos páginas atrás, en los ámbitos indígena y frailuno del siglo xvi. Sin em-
bargo, en ellos la desnudez y las plumas (idealización que les llegaba por en-
tonces de Europa en los grabados) aún no competía con una realidad histó-
ricamente presente. En cambio, para el siglo xviii la imagen que triunfaba era
aquella nacida en 1505 en Europa, la que se dedicó a cubrir la desnudez de
los bárbaros sólo con plumas; tal fue la representación del nómada del norte
en cerámica, en cuadros de castas, en grabados y en pinturas emblemáticas.
Al igual que la pintura, la retórica reflejaba una concepción similar: el
nómada era considerado vicioso para contrastar, por medio del vituperio,
sus defectos con la santidad de los misioneros (que intentaban su evangeliza-
ción en esos momentos) y de los indios cristianos y sedentarios. En obras
como la de Isidro Félix de Espinosa sobre los colegios de Propaganda Fide,
estos idólatras que habitaban lugares agrestes, espacios simbólicos carga-
dos de sentido demoniaco, presentaban fuertes semejanzas con el indio sal-
vaje del siglo xvi. Estos emplumados y desnudos (apaches, seris, yumas y
comanches) eran ahora el otro excluido para los novohispanos. Para ese mo-
mento, frente al indígena civilizado prehispánico que se había convertido en
algo propio (recuérdese la obra de Clavijero), en una parte indispensable del

170
Brian Larkin, “Liturgy, Devotion, and Religious Reform in Eighteenth-Century Mexico
City”, The Americas, lx, núm. 4, pp. 493-518.
la era ilustrada 407

pasado criollo de Nueva España, el nómada del norte tomaba la figura del
salvaje no cristiano y se le representaba con la vestimenta de una tradición
que llevaba tres siglos en la cultura occidental. Con esta vestimenta salía en
los mitotes, en las danzas de mecos, sobre los dragones que representaban la
idolatría (las tarascas) y en las procesiones como el símbolo del mal.

6. La fiesta y sus espacios como escenario de identidades y conflictos.


Monarquía, rebelión, religión y conquista

Usan también de algunos bailes, y con especialidad del que llaman de Moctezu-
ma […] Esta danza se compone de 12, 16 o 24 hombres, todos vestidos de blan-
co, cuya finísima ropa con muchos y ricos encajes sobrepuestos hacen costoso el
adorno […] en la mano derecha llevan un tecomatillo, que es un instrumento
hueco con cantidad de piedras muy menudas […] y en la izquierda una macana
o ramillete de hermosas plumas de diversos colores. Preside esta danza otro
hombre que hace el papel de emperador, distinguiéndole de los demás no so-
lamente la rica diadema que ciñe su frente, sino también lo suntuosísimo de
su traje y costosísima pedrería. Mientras danzan los demás se está sentado en su
solio, y luego que concluyen sale él solo con majestuoso ademán a hacer lo pro-
pio y dar el último realce al baile […] Es el baile mejor que tienen, así por lo
honesto y divertido de sus mudanzas, como por los excelentes requisitos de su
adorno […] En unos parajes se hace con más esmero que en otros. La diferencia
que pueda haber consistirá en las galas, en la pobreza o riqueza del lugar.171

Con estas palabras Joaquín Antonio Basarás describía el mitote o danza


de Moctezuma, escenificación muy popular que se realizaba desde el siglo
xvii en diferentes festejos de la capital y de otras ciudades y que se pretendía
era la representación exacta de aquella que llevara a cabo el mismo empe-
rador en su corte antes de la llegada de los españoles. Para la primera mi-
tad del siglo xviii el mitote se había vuelto una de las danzas más comunes
tanto en el ámbito público (entradas de virreyes, juras de reyes, la fiesta del
Corpus, festejos por canonizaciones) como en el privado, pues en algunos
cuadros se la representa en escenas de matrimonio de indios. Como vimos,
a lo largo del siglo xvii la figura de Moctezuma, y su participación en los mi-
totes y en la fiesta del Corpus, había adquirido una fuerte carga política pues
constituía una conmemoración del pacto entre España y Nueva España, un
recuerdo de la sujeción de los indios al rey y al Dios cristiano y una alusión
al imperio glorioso que había sido México antes de la llegada de los españo-

171
Anónimo, “Discurso sobre los indios de la Nueva España”, en Recolección de varios curio-
sos papeles no menos gustosos y entretenidos que útiles a ilustrar en asuntos morales, políticos,
históricos y otros, vol. vi, publicado por I. Katzew (ed.), Una visión del México del Siglo de las
Luces. La codificación de Joaquín Antonio Basarás [1763], ff. 352-353.
408 la era ilustrada

les. Sin embargo, para la segunda mitad del siglo xviii, se le fue eliminando
del espacio de las fiestas oficiales, como veremos, pero en cambio tomó otra
significación política y social al vulgarizarse y convertirse en un baile para
toda ocasión.
Al igual que Moctezuma, la india cacica se convirtió en una presencia
indispensable en los festejos de todas las ciudades novohispanas. En un cua-
dro que representa el arco triunfal que la catedral de Puebla ofreció al mar-
qués de las Amarillas en su paso hacia México en 1755, la figura del virrey
montada sobre un soberbio carro triunfal es recibida por una cacica sentada
vestida con huipil y coronada con diadema.172 Al igual que Moctezuma y que
el águila y el nopal que a menudo estas figuras portaban como emblema, los
símbolos identitarios de la ciudad de México se convirtieron en el siglo xviii
en lugares comunes para definir a la Nueva España en todas las ciudades del
virreinato, siendo la fiesta el vehículo más importante de esa difusión.
Pero para el siglo xviii la fiesta no sólo era un espacio identitario donde
se manifestaban los símbolos propios de los americanos, seguía siendo tam-
bién el ámbito privilegiado para mostrar la pertenencia de América a una
unidad cultural universal que era el imperio español. En el siglo xviii uno de
los símbolos más fuertes de esa unidad continuaba siendo la Inmacula-
da Concepción. En 1760 el rey Carlos III, como uno de sus primeros actos de
gobierno, renovaba la jura a esa advocación como una manifestación de la
catolicidad del imperio, pero también como una muestra de su autonomía y
diferenciación frente al resto de Europa, pues esta devoción era el símbolo
más fuerte de la hispanidad. Su propuesta fue aprobada por las cortes el 18
de julio de 1760. Unos meses antes, en la víspera del juramento de Carlos III
como rey, el papa Clemente XIII aceptó el patronazgo y autorizó como fiesta
propia el 8 de diciembre.173 El acto desató un aparato festivo e iconográfico
en todo el imperio que tuvo Nueva España como uno de sus escenarios. Ser-
mones e imágenes se desplegaron en su elogio pues el discurso de la Inmacu-
lada Concepción era la garante de una única nación hispánica que vivía a
ambos lados del Atlántico y que compartía los mismos valores: la religión y
la fidelidad a su rey.
Esta presencia de la monarquía puede también observarse en la cons-
trucción de los altares de los reyes que decoraron los ábsides de algunas de
las catedrales americanas en esta época, como una muestra de que el rey es-
taba a la cabeza de la Iglesia. Si bien esta imagen semidivina de los reyes
españoles se dio desde la segunda mitad del siglo xvii, como símbolo de co-
hesión y de unidad en todo el imperio, no fue sino hasta los monarcas bor-
bones que el regio patronato fue llevado a sus últimas consecuencias con el

172
El cuadro fue dado a conocer por Guillermo Tovar de Teresa y está reproducido en Jai-
me Cuadriello et al., Juegos de ingenio y agudeza. La pintura emblemática de la Nueva España,
p. 235.
173
Suzzane Stratton-Pruitt, La Inmaculada Concepción en el arte español, pp. 80 y ss.
la era ilustrada 409

sometimiento absoluto del aparato eclesiástico del imperio a la monarquía


española.174 Así, aunque el primer altar de este tipo en Nueva España se puso
en la catedral de Puebla a instancias del obispo regalista Juan de Palafox
(para colocar en él como vimos la famosa imagen de la virgen de la Defen-
sa), no fue sino entre 1718 y 1737 que se construyó el altar de los reyes en la
catedral de México, encargado al arquitecto sevillano Jerónimo de Balbás.175
En Valladolid de Michoacán no aparece la mención a un altar similar hasta
1721, aunque fue consagrado hasta 1776; de él, sin embargo, no queda en
la actualidad ningún resto y sólo existe una descripción hecha por Isidoro
Vicente de Balvás.176 En estos retablos un tema central era el de la adoración
de los reyes magos a los que se les rodeaba con la imagen de los reyes san-
tos de la historia cristiana, sobre todo san Luis, el rey de Francia, y el recién
canonizado san Fernando de Castilla, el conquistador de Sevilla.
Este regalismo no sólo partió de las autoridades enviadas por la Corona
(virreyes y obispos); a fines de la centuria, había numerosos defensores de
esta posición entre los criollos, como Mariano Beristáin, quien en sus sermo-
nes alrededor de 1790 se muestra convencido de que todos los que formaban
parte del imperio español debían estar unidos contra el enemigo común, que
en ese momento era la Francia revolucionaria, impía y atea. Para él, igual
que para muchos de sus contemporáneos criollos, el principal objetivo de
sus inquietudes era preservar el catolicismo frente a la invasión de las ideas
revolucionarias francesas. En este contexto la virgen era considerada la abo-
gada y protectora contra esa invasión, pues la Inmaculada Concepción de-
fendería al imperio español de la hidra monstruosa que quería destruir a los
elegidos. En representaciones como las de la mujer vestida de sol venciendo
al monstruo de las siete cabezas, España veía ensalzada su propia imagen
abatiendo a Inglaterra, la pérfida Albión. En el siglo xviii, cuando el imperio
español vivía una clara decadencia política, cuando su economía iba en fran-
co descenso y su presencia en Europa se eclipsaba, los discursos triunfalistas
se volvieron más exaltados, destacándose entre ellos el de la Inmaculada
Concepción con todo su esquema simbólico apocalíptico.177
La veneración de la Inmaculada plasmaba la pertenencia a una unidad
imperial sometida a una monarquía benefactora y protectora de sus súbdi-
tos. En la fiesta se manifestaba su poder al mismo tiempo que se hacía pa-
tente la fidelidad de sus vasallos. Pero conforme avanzaba el siglo xviii, la
monarquía española estaba cada vez más convencida de la necesidad de im-
poner su dominio y sus símbolos de poder sobre sus súbditos, aun a costa de
exasperar los ánimos y herir la susceptibilidad local. Por ello la fiesta se con-
174
Alejandro Cañeque, The King’s Living Image..., pp. 19 y ss.
175
Manuel Toussaint, La catedral de México, pp. 125 y ss. La pintura de la adoración de los
Reyes para ese altar la realizó Juan Rodríguez Juárez.
176
Nelly Sigaut, coord., La catedral de Morelia, pp. 116 y 143. La descripción de Balvás está
publicada en Ó. Mazín Gómez, Entre dos majestades…, apéndice xi, pp. 293 y ss.
177
S. A. Ordax, “Un coetáneo de Lorenzana…”, en J. Paniagua (ed.), op. cit., p. 294.
410 la era ilustrada

virtió también en un espacio de conflicto, en un escenario donde se manifes-


taban los cambios que estaba sufriendo el territorio en la última etapa virrei-
nal. A pesar que desde siempre la fiesta era un mecanismo de control y que
en ella se insistía en las jerarquías y las diferencias, en el barroco la fiesta era
incluyente mientras que durante la ilustración fue excluyente.
Una muestra de esta imposición de la Corona borbónica fue que a lo lar-
go del siglo xviii las juras de los reyes comenzaron a desplazar a las entradas
de los virreyes como instrumentos de sumisión a la monarquía. La ceremo-
nia, que en el siglo xvii sólo duraba un día y costaba una tercera parte del
dinero (5 000 pesos) de lo que se gastaba en la entrada de un virrey (15 000),
para el xviii se convirtió en una celebración que duraba varias semanas y que
se fue haciendo cada vez más elaborada y costosa. En la entrada de los virre-
yes del siglo xvii se exaltaba sobre todo la nobleza, piedad y magnanimidad
del recién llegado, quien era esperado como un salvador capaz de restituir la
edad dorada de Saturno. En las juras del siglo xviii, en cambio, se insistía
más en la imagen del rey como un semidiós o como el mismo Apolo. Detrás
de este aparato festivo estaba el cambio de la política borbónica que tendía a
consolidar el absolutismo monárquico a costa de disminuir los atributos del
virrey, quien en adelante aparecerá como un buen burócrata que seguía las
directrices regias para promover prosperidad y modernidad.178
En la jura de Fernando VI en 1747, el arco de los pintores señalaba que
sus vasallos defenderían al rey incluso a costa de su sacrificio personal. Amé-
rica fue representada sacando los corazones de los pechos de los súbditos
para ofrecerlos a los reyes españoles. Imágenes del águila mexicana sacrifi-
cándose a sí misma fueron también comúnmente mostradas en estos arcos
como símbolos de lealtad a lo largo del xviii y en el xix. El mensaje era claro:
los vasallos debían estar preparados a dar todo, incluso su vida, por el rey.
Muy relacionados con los temas lealtad y rebelión, las juras comenzaron a
insertar imágenes del indio como uno de los más fieles vasallos de los reyes
españoles, pero curiosamente estas representaciones no partían de los indios
sino de los criollos. En 1747 los gremios representaron un carro alegórico con
dos flotas comandadas por un grupo de líderes indios de la época de la con-
quista rindiendo homenaje al rey Borbón, y quienes iban vestidos de chichi-
mecas y reyes indios eran criollos. En 1760, durante la jura de Carlos III, la
portada del palacio arzobispal se decoró con un arco en el que los indios se
mostraban destruyendo sus ídolos mientras que la Religión (una figura fe-
menina) expulsaba la idolatría. En el segundo cuadro, la Política, manejando
el carruaje de la diosa Minerva, la sabiduría, llegaba hacia unos indígenas
ignorantes (ciegos y con orejas de burro) que por su arte se convertían en
hombres que portaban instrumentos de las artes y de las ciencias. El cuadro
mostraba el interés por las nuevas políticas educativas que la Iglesia y el Esta-
do borbónicos llevaban a cabo hacia los indios. En ellas se trataba de trans-

178
L. A. Curcio-Nagy, The Great Festivals…, pp. 72 y ss.
la era ilustrada 411

formar la piedad indígena, muy ritual, y volverla más “espiritual” eliminando


banquetes y profanidades, limitando los excesivos gastos que hacían en sus
fiestas, controlando sus cofradías y formando escuelas en la comunidades.179
Con la llegada de los borbones la participación pública en las fiestas tam-
bién se fue transformando a instancias de las autoridades. Antes de 1727 la
entrada del virrey y la jura corrían a cargo del ayuntamiento de la capital y
los oficiales de la Corona casi no tenían injerencia ni en su organización ni
en los gastos. A partir de un decreto real en ese año, los oficiales tuvieron
mayor participación en esas celebraciones oficiales; se comenzó a arrendar
a particulares la corrida de toros, que salió a remate y que se convirtió en un
importante ingreso para la organización de los festejos. Poco a poco, éstos se
fueron privatizando; en las corridas, bailes de máscaras, paseos y banquetes
realizados para celebrar al nuevo rey sólo era requerida la nobleza que podía
pagar las entradas. Este fenómeno de elitización tuvo como contraparte con-
tinuas limitaciones a la participación popular con el pretexto de las buenas
costumbres y la moda, eliminado lo desordenado, lo supersticioso y lo profa-
no. Entre 1722 y 1731 las autoridades religiosas prohibieron las mascaradas
en el carnaval y que los hombres se vistieran de mujeres. En 1744 el ayunta-
miento dejó de contratar danzantes para sus celebraciones y éstos desapare-
cieron de las procesiones; asimismo, se prohibió la ingestión de alcohol y que
los asistentes se presentaran vestidos inapropiadamente. En 1769 se elimina-
ron los gigantes y cabezudos y la tarasca del Corpus, emblemas como vimos
con fuertes cargas americanistas. Aunque la parte pública siguió recayendo
en gremios y cofradías, sin los recursos que antes se tenían se fueron hacien-
do menos vistosas. La enramada, un túnel formado por hojas y flores que se
colocaba en algunas calles por las que pasaba la procesión de Corpus, fue fi-
nalmente prohibida en 1769 después de un largo pleito, que duró cuarenta
años, entre los indios de las comunidades vecinas y el ayuntamiento de la ciu-
dad. El pretexto, las escandalosas comidas colectivas organizadas durante su
construcción por los indios. Finalmente, en 1783, después de la entrada del
virrey Matías de Gálvez, se dejaron también de construir arcos triunfales.180
Esta actitud de las autoridades civiles se veía reforzada por aquella que
provenía de las autoridades religiosas. El Cuarto Concilio Provincial mexica-
no de 1771 marcó una ruptura respecto a la piedad religiosa y a las fiestas. Al
intentar imponer una religiosidad erasmista (como aquella con que se fundó
la Iglesia novohispana en el siglo xvi), los obispos borbónicos ejercieron ma-
yores controles sobre cofradías e idolatrías, e intentaron acabar con los cul-
tos espurios y con aquellas manifestaciones festivas que se prestaban para la
embriaguez y los excesos. Sin embargo, las limitaciones en la participación
popular en las fiestas de la era borbónica no sólo tuvo que ver con esa moral
erasmista, estuvo vinculada también con el hecho de que muchas revueltas

179
Ibid., pp. 106 y ss.
180
Ibid., pp. 113 y ss.
412 la era ilustrada

contra el Estado tenían lugar en los espacios festivos tanto en Europa como
en América. Recuérdese el motín de Esquilache en 1766 que estalló en Ma-
drid durante la fiesta de la Pascua.
Tal actitud de las autoridades no estaba fuera de lugar. En efecto, la fies-
ta era un espacio peligroso pues propiciaba no sólo la rebelión sino también
la crítica satírica. En pasquines y mascaradas se manifestaba esa “cultura de
risa” considerada tan perniciosa que desde el siglo xvii y hasta entrado el
xviii la Inquisición la persiguió pues atacaba las instituciones civiles y reli-
giosas y ponía en peligro el orden social. Mucha de esa sátira se hacía en
verso, a veces se cantaba y se llegó a incluir incluso en los sermones rimados.
Frente a la visión oficial que intentaba mostrar una sociedad perfecta, esta-
ble, ordenada y bien gobernada, la sátira creaba la parodia de unos oficiales
hipócritas, avaros, crueles, arrogantes y estúpidos. En un poema contra Car-
los III, una mujer que decía ser México, desde su lecho de muerte, se prepa-
raba para encontrarse con su creador. La causa de su muerte era el abuso y
la negligencia de su marido el rey. Ahí se cuestionaba el envío de soldados
y se decía que el rey había sofocado a su mujer con sus celos, sospechas y
falta de confianza. El poema terminaba diciendo que México había sido so-
juzgado no por los bárbaros o enemigos sino por la fiereza de tres cabezas
que le habían succionado su oro y plata.181
Las quejas se fueron haciendo cada vez más fuertes después de la conso-
lidación de vales reales de 1804. Las tensiones se mostraron sobre todo du-
rante las juras. En la celebración de la segunda jura de Fernando VII en 1813,
la plebe arrojó piedras contra los carruajes de las autoridades y la nobleza
criolla. En el estrado las pinturas oficiales mostraban fuertes diatribas contra
Napoleón, la población rebelde destruyó parte del estrado y se oían los gritos
de que no era Bonaparte quien debía ser destituido para darle el gobierno a
Fernando, sino que los mexicanos debían gobernarse por sí mismos.182
En la ciudad de México la actitud de las autoridades ante las fiestas ma-
nifestó cambios desde mediados de la centuria, sobre todo en las dos grandes
celebraciones urbanas asociadas con la conquista: la procesión de la virgen
de los Remedios y el paseo del pendón. La primera celebración comenzó a
ser intervenida por las autoridades y de ser una imagen popular se volvió “La
Conquistadora”, una imagen oficial. Desde 1708 el traslado que sólo se ha-
cía para pedir lluvias y calmar epidemias, se comenzó a realizar para avalar
actos oficiales. En ese año la procesión se hizo por el nacimiento del hijo de
Felipe V para pedir salud para la reina y el príncipe. En 1719, el virrey orde-
nó “la venida de la imagen” que se quedó en la ciudad hasta 1720, a pesar
de la oposición de los indios y del cabildo que controlaban sus traslados y a
quienes por este acto se les expropió la imagen. Aunque el pueblo siguió visi-

181
Ibid., pp. 121 y ss. Posiblemente se trate de una referencia común en la época a las tres
cabezas del Cancerbero que las consignas populares asimilaban a Gálvez, Lorenzana y Fuero.
182
Ibid., p. 136.
la era ilustrada 413

tando el santuario y pidiendo a la virgen por las causas tradicionales, fueron


las autoridades virreinales las que decidieron cuándo ésta debía visitar la
capital. En 1789 un intento popular por inducir al ayuntamiento a que pa-
trocinara una venida de la virgen fue rehusado por éste, muy posiblemente
debido a que el cabildo criollo ya había suplantado el culto de los Remedios
por el de la Guadalupe, después de su fracaso en la gran epidemia de 1736 a
1737 y del éxito de la virgen morena.
En 1810 la procesión de la virgen de los Remedios se enfocó en el rey, en
la derrota de Napoleón y en una revuelta (la de Hidalgo) que estaba ponien-
do en peligro a la capital. La virgen de los Remedios regresaba a su carácter
de “conquistadora”, protectora de los españoles, herederos de Cortés. En esa
ocasión también se hizo patente la supuesta fidelidad de los indios a la Coro-
na y en la procesión aparecieron Juan Tovar o Cuauhtli (a quien la virgen se
apareció), y otros indios con un ángel y la virgen derrotando a Napoleón.
Agustín Fernández de San Salvador, el autor de la descripción del traslado,
escribió tiempo después, cuando Hidalgo fue apresado y ejecutado, que la
virgen de los Remedios estaba atrás del éxito de las fuerzas realistas contra
los insurgentes.183
Algo similar aconteció con la fiesta que celebraba tradicionalmente la
conquista en la capital: el paseo del pendón. Para mediados del siglo xviii
ésta se encontraba en tal decadencia que en 1745 el virrey, por orden de la
Corona, multó con quinientos pesos a todo caballero que dejase de concurrir
sin causa justa. Ese año tampoco acudieron al acto los ministros del tribu-
nal de la contaduría mayor, hecho que mereció una reprimenda real tres
años después, pero que parece se volvió costumbre pues en 1760 se ordenaba
de nuevo “que los contadores participen también en el paseo”.184 El pretex-
to de muchos era que la celebración caía en la temporada de lluvias, pero
de hecho el Día de San Hipólito se había convertido en una mera ocasión
para ofrecer opíparos banquetes en casa del alférez real en turno, quien com-
petía en magnificencia y exquisitez con el anterior, siendo el paseo lo que
menos importaba.185 A fines de la centuria éste ya ni siquiera se hacía a caba-
llo sino en coches, y el pendón iba asomado por la portezuela de uno de
ellos; el hecho llegó a ser tan escandaloso que, a instancias del ayuntamien-
to, el mismo rey ordenó en 1791 se regresara a las viejas costumbres.186
Ese enfriamiento hacia la conquista afectó también a la figura de Her-
nán Cortés, en abierto contraste con lo que sucedía a nivel oficial como vere-
mos. Tal hecho puede observarse ya en un autor criollo prohispanista como

183
Ibid., pp. 139 y ss.
184
Cartas del rey, 17 de mayo de 1748 y 3 diciembre 1760, en “El paseo del pendón”, Boletín
del Archivo General de la Nación, t. v, núm. 4, pp. 572 y 574.
185
Esto es lo único que destacan las noticias del diarista José Manuel de Castro Santa Ana,
Diario de sucesos notables, vol. i, pp. 17 y 147; vol. ii, pp. 24 y 153; vol. iii, pp. 21 y 164.
186
Manuel Romero de Terreros, Torneos, mascaradas y fiestas reales en la Nueva España, pp.
17-18.
414 la era ilustrada

Mariano Beristáin y Souza a fines del siglo xviii. En varios sermones impre-
sos entre 1794 y 1814 (en recuerdo de los soldados españoles caídos en las
guerras contra los franceses), el clérigo expresaba su admiración por los he-
chos heroicos de la conquista de México y por Cortés, quien con un puñado
de hombres había conseguido una hazaña tan grandiosa como la de Pelayo
en Covadonga.187 Sin embargo, en esos mismos sermones los elogios hacia el
conquistador eran sumamente escuetos y las glorias mayores se le daban a
Cristóbal Colón, “patriarca de las milicias españolas y maestro de los corte-
ses y pizarros”, y sobre todo a la reina Isabel, quien “libró a las Indias de la
esclavitud del Demonio”.188 Estas preferencias eran un síntoma de que las
cosas habían cambiado respecto a lo que se pensaba de Cortés en el siglo xvii
e incluso en la primera mitad del siglo xviii, cuando esa figura se había con-
vertido en un tema central de la exaltación con la que las elites criollas y la
nobleza indígena concebían el pacto del cual había nacido el reino de la Nue-
va España.
Frente a este desinterés es muy significativo, como vimos, que fueran los
funcionarios de la Corona los principales promotores para reavivar la fiesta
del pendón (como aconteció con la de la virgen de los Remedios) y con ello la
figura de Hernán Cortés. En 1770 el arzobispo Antonio de Lorenzana publica-
ba las Cartas de relación en una lujosa edición cuya portada mostraba a una
orgullosa Nueva España como cacica rodeada con una parafernalia de ele-
mentos simbólicos. La edición era un acto con fuertes cargas simbólicas, Lo-
renzana y su colega el obispo de Puebla Fabián y Fuero eran representantes
del más acendrado regalismo, de una posición que impulsaba los discursos
imperiales sobre aquellos autonomistas de los novohispanos. Cortés y la con-
quista eran los símbolos de la instauración del dominio hispánico sobre Nue-
va España, por lo que la edición de las Cartas de relación debe leerse como un
recordatorio de la sujeción y respeto que debían los americanos al rey.
Ese mismo carácter tuvo el traslado de los restos del capitán extremeño
del convento de San Francisco al Hospital de Jesús, ceremonia que el virrey
conde de Revillagigedo mandó llevar a cabo el 8 de noviembre de 1794, el día
en que se conmemoraba el aniversario en que Cortés hizo su entrada al rei-
no. Para celebrar el acontecimiento se encargó al arquitecto José del Mazo
y Avilés y al escultor don Manuel Tolsá levantar un cenotafio con su bus-
to en bronce dorado y dos lápidas conmemorativas con leyendas y trofeos.
A las exequias asistieron el virrey, los oidores, el cabildo y el marqués de Sel-
va Nevada (gobernador del marquesado del Valle).189 El sermón del acto fue
encargado por el cabildo al doctor dominico fray Servando Teresa de Mier,

187
J. M. Beristáin y Souza, La felicidad de las armas de España vinculadas a la piedad de sus
reyes, generales y soldados, p. 12. Agradezco esta referencia a Alfredo Ávila.
188
Ibid., pp. 101 y 103.
189
J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de la
historia..., p. 78.
la era ilustrada 415

quien hizo una detracción de las exageraciones de fray Bartolomé de las Ca-
sas, al tiempo que celebró la destrucción de la idolatría por mano de Cortés
y la llegada de la luz “a los que moraban en las tinieblas de Egipto”. El pre-
dicador mostró a la Nueva España como un fruto de la visión y valentía del
conquistador.190 ¿Quién pensaría entonces que tiempo después este mismo
fraile denostaría la conquista, se haría llamar descendiente de Cuauhtémoc
por línea materna y reeditaría la Brevísima relación del padre Las Casas en
Londres?191
A principios del siglo xix el paseo del pendón, y en general todos los te-
mas relacionados con el recuerdo de la conquista, se fueron diluyendo, pero
después de 1810 tomaron de nuevo una relevancia inusitada. La fiesta reali-
zada el Día de San Hipólito fue abolida por un decreto de las cortes de Cádiz
el 7 de enero de 1812 por considerarse que una exaltación de la conquista
no sólo era contraria al nuevo espíritu pactista que se estaba promoviendo,
sino también porque podía reavivar los sentimientos de rebelión. Esto no
ayudó al ayuntamiento constitucional nombrado por sufragio a raíz de la
jura de la constitución en septiembre de ese año, pues su interés consistía en
demostrar que las nuevas autoridades no eran contrarias al catolicismo ni
promotoras de la irreligiosidad, como pretendían algunos clérigos.192 Al año
siguiente, el 31 de diciembre 1813, las cortes de Cádiz ordenaban a los ayun-
tamientos que fueran quitados de los edificios públicos todos los signos de
vasallaje; a los alcaldes de la capital seguramente les vino a la mente los es-
cudos que había en la casa del marquesado del Valle que mostraban siete
cabezas de señores indígenas atados con una cadena, emblema de una de
las hazañas de Cortés.193 Finalmente, el 11 de febrero de 1815, con el regreso
de la monarquía, el rey derogaba el decreto de las cortes sobre los signos de
vasallaje y el pendón y el ayuntamiento nuevamente elegido organizó la cele-
bración para recuperar la fiesta del 13 de agosto, uno de los espacios festivos
que le eran más propios. Pero el gusto le duró poco pues en adelante el virrey
tomaría en sus manos el festejo, el pendón saldría en su coche hasta que fi-
nalmente la fiesta de san Hipólito se redujo a una misa en la capilla del santo
a la que asistían el virrey, la audiencia y las autoridades de la ciudad. Así se

190
Adolfo Arrioja Vizcaíno, Fray Servando Teresa de Mier. Confesiones de un guadalupano fe-
deralista, p. 16.
191
E. O’Gorman, Seis estudios históricos de tema mexicano, p. 62. Desde entonces la obra de
Las Casas, que condenaba la encomienda y contenía relatos espeluznantes sobre los abusos
de los conquistadores, se volvería un argumento fundamental de los insurgentes para demostrar
la necesidad de independizarse de un régimen que se había iniciado con tan crueles y tiránicos
principios. Alfredo Ávila, “Servando Teresa de Mier”, en Belem Clark y Elisa Speckman, La Repú-
blica de las Letras. Asomos a la cultura escrita del México decimonónico, vol. iii, pp. 9-22.
192
Esteban Sánchez de Tagle, “El privilegio, la ceremonia y la publicidad. Dilemas de los
primeros regidores constitucionales de la ciudad de México”, en Beatriz Rojas (ed.), Cuerpo po-
lítico y pluralidad de derechos. Los privilegios de las corporaciones novohispanas, pp. 247 y ss.
193
ahcm, acta 132-A, ff. 35 vta. Actas de cabildo originales de sesiones ordinarias, 1813. Agra-
dezco a Esteban Sánchez de Tagle esta información.
416 la era ilustrada

haría en adelante hasta que el 11 de agosto de 1820 la fiesta del pendón era
abolida por las nuevas cortes de Cádiz y los signos de vasallaje eran definiti-
vamente retirados de las fachadas.194
José Joaquín Fernández de Lizardi escribiría en 1822 una sátira con el
nombre de “Vida y entierro de don pendón, por su amigo el pensador”, en la
cual hacía dialogar a una abuela con su nieto. Con este pretexto, el joven ex-
plicaba a la anciana una fiesta que ya no tenía para esta época ningún senti-
do. “A mi me chocaba la circunstancia de que se celebrase la función de
iglesia en una iglesia de locos, hasta que advertí que era cosa natural, pues
sólo los locos pudieron consentir por tantos años que se ultrajase con solem-
nidad al Dios único, justo y piadoso por esencia, dándole gracias porque
Cortés y sus asesinos y ladrones compañeros, en tal día, hubieran consuma-
do la obra de sus atrocísimos delitos”.195
La visión de Lizardi estaba inmersa en el furor anticortesiano que siguió
a la consumación de la Independencia. Era una reacción lógica ante lo que
había sucedido con las imágenes de la conquista y la idea de superioridad de
los españoles sobre los indios y criollos, resucitadas por los funcionarios es-
pañoles en las últimas décadas. La Corona había impuesto su voluntad por la
fuerza de las armas en el siglo xvi y haría lo mismo en el xviii con la refuncio-
nalización de las fiestas en las que la conquista se convirtió en un elemento de
ataque a las pretensiones patrióticas de los criollos y de los indios. Los mis-
mos símbolos pudieron ser manipulados y reinterpretados, pero poco a poco
el diálogo entre gobernantes y gobernados, que se había establecido en la fies-
ta como parte del proyecto de los Habsburgo, se rompió. El rechazo de las
políticas borbónicas y la unilateralidad que comenzó a manejarse en la fiesta
propició que ésta dejara de ser una válvula de escape para las tensiones socia-
les, las cuales estallaron en una abierta rebelión contra el sistema colonial.196
La lenta agonía de la fiesta del pendón es también una muestra de lo que
estaba produciendo la modernidad en los ámbitos políticos y culturales; el de-
terioro del sistema corporativo, la consolidación del Estado moderno sobre los
restos del estado patrimonialista, la secularización de la cultura y el debilita-
miento de las tradiciones iban afectando todos los ámbitos de representación
de las instituciones que mantenían el ordenamiento del antiguo régimen. En
adelante, el espacio público sería ocupado por otro tipo de celebraciones que
formarían, a su vez, el escenario de los nuevos conflictos de intereses.
Además de ser un tema en los festejos, la conquista se volvió también un
éxito teatral, como lo muestra el hecho de que en las últimas décadas del si-
glo xviii, durante el mes de agosto y coincidiendo con los festejos del Pen-

194
ahcm, acta 134 A, f. 197. Acta 140-A, f. 92 vta. Estas actas están publicadas en “El paseo
del pendón (concluye)”, Boletín del Archivo General de la Nación, t. v, núm. 5, pp. 705-734; véase
también María José Garrido Asperó, La fiesta de san Hipólito..., pp. 114 y ss.
195
José Joaquín Fernández de Lizardi, Obras. Folletos (1822-1824), vol. xii, p. 111.
196
L. A. Curcio-Nagy, The Great Festivals..., pp. 151 y ss.
la era ilustrada 417

dón, se representaban en el coliseo de la capital obras con esa temática. La


Conquista de México, del autor peninsular Diego de Sevilla, fue un éxito de
taquilla en 1788 pues se representó en cinco ocasiones.
Sin embargo, en 1790 se dio un escándalo alrededor de una obra que lle-
vaba por título México rebelado, cuya acción se iniciaba con el levantamiento
de los aztecas contra Pedro del Alvarado (de ahí el título) y terminaba con la
conquista de Tenochtitlan. La representación causó descontento entre algu-
nos de los asistentes e hirió susceptibilidades por considerarse, por un lado,
que el tratamiento sobre la violencia ejercida por Cortés contra Cuauhtémoc
dejaba muy mal parada a la “nación española”, y, por el otro, que los hechos
expuestos contenían una crítica velada a la política regalista, especialmente
peligrosa a un año de la Revolución francesa. El censor que había autori-
zado la obra alegaba que ésta se basaba en hechos históricos narrados por
Bernal y Gómara e incluso eran los mismos que “anda[ba]n vulgarizados en
varios libros escritos en romance, que leen hasta los niños de la escuela”. In-
sistía además que “los indios fueron desagraviados de los daños que padecie-
ron con los privilegios, libertades y demás benignas providencias con que los
favoreció el gobierno”. Pero nada de esto pareció argumento suficiente a la
autoridad y después de su segunda representación la obra fue prohibida.197
Sin embargo, al año siguiente, en 1791, José Antonio de Alzate dejó en su
Gaceta una noticia, escrita con gran indignación, sobre una “farsa indecen-
te” que representaba la conquista de México. Lo que debió ser tratado como
una tragedia, señalaba el clérigo, se había escenificado en una obra en la que
“la virtud es oprimida, la mala fe preconizada y, lo que es más, el regicidio
aplaudido”.198 Es muy posible que se tratara de la misma comedia represen-
tada el año anterior, pero haya sido o no, ambas noticias nos permiten leer
entre líneas una situación de crítica al sistema colonial a partir de un tema
tradicionalmente sagrado. Además, la figura de Moctezuma, que el mismo
Alzate consideraba un tirano, había dejado de ser un héroe para convertirse
en un rey asesinado justificadamente, lo cual también se volvía un argumen-
to peligroso. No sabemos la aceptación que pudo tener esta obra, pero sin
duda su posición política e histórica debió estar bastante generalizada en
esos años que anunciaban el convulsivo inicio del siglo xix.
De manera simultánea a este ocaso de las figuras de Cortés y Moctezu-
ma, los años finales del siglo xviii vieron renacer una figura emblemática del
mundo indígena vinculada a la conquista: Cuauhtémoc. Desde su exilio en
Italia, el jesuita Andrés Cavo, en sus Anales de la ciudad de México, lo descri-
bía como “hombre de espíritu y dotado de tal grandeza de ánimo que aun
sus enemigos lo estimaron”. Su texto, editado por Bustamante en el siglo
xix, consagraba escenas como la del último rey mexica entregándole la daga

197
G. Torres Puga, op. cit., pp. 349 y ss.
198
J. A. Alzate, Descripción de las antigüedades de Xochicalco, en Obras, vol. i, Periódicos,
pp. 5 y ss.
418 la era ilustrada

a Cortés para que le diera muerte, o la quema de los pies a la que Cavo llama
“uno de los hechos más bárbaros de la historia”. Siguiendo a Torquemada, el
jesuita menciona la muerte de Cuauhtémoc, y señala que de acuerdo con
este autor Cortés temía una rebelión. Cavo lo llama “un procedimiento tan
indigno y atroz que denigraba tanto el nombre español”, aunque está de
acuerdo con Torquemada en que los caciques estaban siendo ya una pesada
carga para Cortés en el viaje y considera que esta indigna acción “oscureció
la fama de sus proezas”. Cuauhtémoc, para Cavo, era un héroe valeroso y
constante en las adversidades que no merecía una muerte tan indigna.199 La
visión de Cavo desde Italia se correspondía con la que tenían muchos novo-
hispanos sobre este personaje que sustituiría finalmente a Moctezuma en el
siglo xix como el héroe que resistió a la conquista española. El franciscano
Granados y Gálvez, en sus Tardes americanas, exclamaba a raíz de la narra-
ción del tormento de Cuauhtémoc:

¿Quién creyera que un varón [Cortés] revestido del espíritu de verdadera reli-
gión, y conversión de las almas bárbaras, idólatras, y gentiles, había de predicar
con la espada, y persuadir con el plomo, inundando los campos con las calientes
púrpuras de las humanas vidas, y llenar los pueblos, como los llenaron, de ho-
rror, turbaciones, escándalos, muertes, robos, despojos, ruinas, devastaciones,
estupros, odios, crueldades, inobediencias, lamentos, clamores, lágrimas, y sus-
piros […]?200

Si en la ciudad de México, que tenía en la conquista su hecho fundacio-


nal, se dio ese proceso de transformación, en los demás centro urbanos espa-
ñoles su presencia se volvió nula. De hecho, a lo largo de los siglos virreinales
en ninguna de las otras ciudades de Nueva España, salvo las indígenas como
veremos, habían tenido peso las representaciones fundacionales de la capi-
tal, ni la conquista de México, ni la figura de Hernán Cortés, y la fiesta del 13
de agosto no era para ninguna significativa. Por el contrario, a lo largo del
siglo xviii esas ciudades habían consolidado sus propios símbolos patrios y
sus mitos fundadores.

7. La crónica de las patrias criollas en el Siglo de las Luces

Cinco diócesis tiene el reino de México, y ellas son ese arzobispado y los obispa-
dos de Puebla, Valladolid, Guadalajara y la Ciudad de Antequera: mismas que
serían las capitales que de Capitanes generales deberían proveerse, y en que las
Audiencias deberían erigirse [..] Estaría a la cabeza de la provincia el Capitán
General que debía gobernarla. Presidiría cada uno su Audiencia respectiva. Ha-

199
Gabriel Méndez Plancarte, ed., Humanistas mexicanos del siglo xviii, pp. 83 y ss.
200
J. J. Granados y Gálvez, op. cit., pp. 257 y ss.
la era ilustrada 419

rían todos aquellos en su distrito lo que no puede hacer un solo virrey en todo el
reino, y se conseguirían por de contado estos imponderables beneficios […] Qui-
tada de México la absoluta dominación que hoy logra. Dejaría de ser esta capital
la madrastra de todas las ciudades que le están sujetas y cuyo desahogo y como-
didad frustra por no ver competida su gloria y opulencia.201

De esta manera veía el intendente de Puebla Manuel Flon la relación entre


la ciudad de México y el resto de las urbes novohispanas. En su Representa-
ción del 21 de diciembre de 1801 proponía crear cinco capitanías generales
y pequeñas audiencias en las capitales de provincia (Puebla, Valladolid, Gua-
dalajara y Antequera) para descentralizar el gobierno y quitar a la ciudad de
México el poder absoluto que ejercía. Tal poder no sólo se había manifestado
en los terrenos económico y político, también se mostraba en la imposición
que México-Tenochtitlan hizo de sus símbolos locales (escudo de armas, el
pasado azteca, Moctezuma, la Malinche y la virgen de Guadalupe) a todo el te-
rritorio. Esta situación había generado a lo largo del siglo xviii en algunas ciu-
dades una serie de discursos identitarios que intentaban demostrar su igualdad
con la capital del virreinato a partir de la reelaboración de sus mitos fundado-
res y de la exaltación de su riqueza monumental, de sus personajes señeros y
de sus propias imágenes milagrosas. Estas construcciones identitarias estaban
avaladas por lo que en la época se denominaba “amor a la patria”.
En dos ciudades, Puebla y Querétaro, y por diferentes motivos, esa con-
ciencia identitaria generó mitos fundadores asociados con hechos prodigio-
sos y una literatura relativamente abundante que expresaba su orgullo local.
En la segunda mitad del siglo xviii, los diversos temas se insertaron en un
discurso patrio común construido en espacios de erudición, siendo Puebla la
primera que los generó.
En efecto, entre 1740 y 1790 en esta ciudad apareció un fenómeno sin
precedente y sin parangón en la Nueva España: una erudita crónica patria.
A lo largo de la centuria los cronistas poblanos describieron los suntuosos
edificios religiosos de su ciudad, las milagrosas imágenes que poseían y lo
paradisiaco de su entorno, refirieron las vidas ejemplares de sus hombres y
mujeres ilustres, elaboraron listas de los santos protectores jurados por sus
habitantes y narraron los hechos que dieron origen a la fundación de su urbe.
Sus historias pretendían estar avaladas por documentos encontrados en los
archivos locales y, a pesar de que ninguna de sus crónicas fue impresa en su
época, todos consultaron aquello que sus antecesores habían escrito. Entre
ellos había clérigos, frailes y laicos que pertenecían a distintas corporaciones,
pero con un interés común que estaba por encima de sus filiaciones y proce-
dencias: mostrar a Puebla como la mejor y más bella ciudad del orbe.

201
Manuel Flon, “Representación del intendente de Puebla al secretario de Estado y del des-
pacho universal de hacienda, don Miguel Cayetano Soler. 21 de diciembre de 1801”, Boletín del
Archivo General de la Nación, 2, xii, 3-4, pp. 397-442, p. 440.
420 la era ilustrada

De todos los temas que trataron, el más coincidente fue quizás el de la


fundación de la ciudad. En sus descripciones era imposible ignorar las di-
versas versiones que existían sobre el hecho y lo que hicieron fue integrar-
las, sin cuestionar a menudo las contradicciones que existían entre ellas. El
primero de estos cronistas fue Miguel de Alcalá y Mendiola, cura párroco
de San Juan de los Llanos, rector del orfanato de San Cristóbal de Puebla
y autor de una Descripción en bosquejo escrita entre 1714 y 1746. Para este
autor el nombre de los Ángeles que se dio a la ciudad pudo deberse a dos cir-
cunstancias milagrosas, anteriores incluso a su misma fundación: el rescate
de cautivos en el cerro de Belén por angélicos espíritus de acuerdo con una
tradición “prehispánica”, o la presencia de esos mismos seres aparecidos en
el cielo durante la conquista. Este autor parece ignorar la leyenda del sueño
de Garcés y tampoco le da excesivo énfasis a la presencia franciscana y sólo
repitió las vagas alusiones de los autores del siglo xvii sobre “los cordeles
que echaron los ángeles en este sitio”. Y agrega: “los varones y matronas
esclarecidas que había producido esta ciudad serían unos y otros, algún día,
apacible argumento de sus vigilias, con que algunos motivos hubo y tuvieron
para darle este honorífico título”. Empapado del espíritu de la Contrarrefor-
ma, Alcalá concluye diciendo: “Felices tiempos para la América, pues cuando
una chispa del infernal Lutero dejó infestada con abominaciones diabólicas
y heréticas de su maldita secta parte de la Europa, en este nuevo mundo se
levantaban altares en honor de la fe católica, y en el de María Santísima en
su Concepción y de nuestro patrón y defensor San Miguel”.202
En el mismo año de 1746 dos contemporáneos de Alcalá, ambos amigos
muy cercanos, también concluían sus textos patrióticos. Uno, el escribano
mayor y notario apostólico de la curia eclesiástica Diego Antonio Bermúdez
de Castro (ca. 1693-1746), dejaba inconcluso por deceso su Teatro angelopoli-
tano. El otro, el predicador dominico fray Juan de Villa Sánchez, terminaba
su Puebla sagrada y profana. En ambos textos se recogían, sin cuestionar-
las, todas las tradiciones sobre la fundación de Puebla y se daba un enlistado
de los principales escritores que habían dado noticias sobre el asunto, desde
González Dávila hasta Alcalá y Mendiola. El más prolijo en esas descripcio-
nes fue sin duda Bermúdez, quien por lo menos menciona cuatro versiones
del hecho:
La primera hacía referencia a “una antigua e inmemorial tradición” de una
visión que los indios tuvieron de la Virgen rodeada de ángeles y dos de ellos
trazando las calles. Bermúdez utilizaba de nuevo la asociación que insinuara
Goitia a fines del siglo xvii entre la visión angélica que tuvo san Juan de la

202
Miguel Alcalá y Mendiola, Descripción en bosquejo de la Imperial Cesárea muy noble y muy
leal ciudad de Puebla de los Ángeles. Esta obra fue editada parcialmente por Mariano Cuevas,
quien atribuyó erróneamente el texto a Miguel Zerón Zapata, La Puebla de los Ángeles en el siglo
xvii. Narración del dibujo amoroso que ideó el efecto: noticia de la creación, principio y erección de
la nobilísima ciudad de la Puebla de los Ángeles.
la era ilustrada 421

Jerusalén celeste y la traza con aéreos cordeles de Puebla. Esto hacía que la se-
gunda tuviera una hermosura y perfección similares a las de la ciudad descrita
por el Apocalipsis.
“Y habiendo sido los que midieron sus calles no otros que de la misma
especie del que, por orden del Altísimo, niveló la Sagrada Sión, se puede con
mediano discurso inferir la hermosura que tendrá esta Ciudad Angélica, por
sus bien dispuestas calles, hermosos templos, ricas casas y oficinas, con su
forma y figura cuadrada.”203
La segunda versión señalaba:

Después de haber celebrado con toda devoción de pontifical la misa, el ilustrísi-


mo don fray Julián Garcés, primer obispo de Tlaxcala, el día 29 de septiembre
del año de 1529 al arcángel San Miguel, tutelar y patrono de esta ciudad, salió al
campo y discurriendo por el desierto sitio en que hoy está su población en com-
pañía de los ilustres caballeros que después la fundaron, oyeron una celestial di-
vina música en el lugar que ocupa su catedral con iglesia, como que en su día
hacían alarde los ángeles de aplaudir a su príncipe [san Miguel] en el lugar y pa-
raje en donde después se le habían de rendir devotos anuales cultos y consagrar
en las aras incruentos sacrificios.

Aunque desde el siglo xvii san Miguel fungía como uno de los patronos
de la ciudad y su fiesta era celebrada con gran boato, nadie había mencio-
nado esta aparición el día de su fiesta. Finalmente, Bermúdez mencionaba
la cuarta versión, tomada de la tradición franciscana de Torquemada, sobre la
fundación de la ciudad el Día de Santo Toribio de 1530, fundación que tuvo
por finalidad “el que cesasen [los españoles] de pretender las encomiendas y
repartimientos de los miserables indios [para lo cual el presidente de la au-
diencia] cometió a los religiosos franciscanos el que solicitasen paraje aco-
modado para la situación de la nueva ciudad”.204
Fray Juan de Villa Sánchez, con otro objetivo en su obra Puebla sagrada y
profana, sólo mencionaba las últimas dos versiones y corregía la fecha de
fundación: “cayó en mil quinientos y treinta y dos, no de treinta como escri-
bió el Padre Torquemada”, pues el gobierno de la segunda audiencia empezó
por agosto de 1531. Villa Sánchez había escrito su obra en respuesta al cues-
tionario enviado por José Antonio de Villaseñor y Juan Francisco Sahagún
de Arévalo, quienes formaban parte de la comisión para la recopilación de
información geográfica ordenada por el rey en 1741. Junto con las noticias
de la fundación de Puebla, el dominico aprovechó la ocasión para señalar
una serie de causas del lamentable estadio de miseria en que se encontraba
203
Diego Antonio Bermúdez de Castro, Teatro angelopolitano (edición facsimilar de la de Ni-
colás León de 1908), pp. 148. El tema ha sido estudiado por Martha Fernández, “La Jerusalén
Celeste: imagen barroca de la ciudad novohispana”, en Barroco iberoamericano. Territorio, arte,
espacio y sociedad, pp. 1211-1229.
204
D. A. Bermúdez de Castro, op. cit., pp. 7 y 8.
422 la era ilustrada

la ciudad, entre otras por el decaimiento del comercio y para señalar las
grandezas de su patria:

[Puebla] es verdaderamente el Cuello y Garganta del bastísimo cuerpo de esta Amé-


rica septentrional […] No habrá Nación, ni gente tan peregrina en el mundo, a cuya
noticia no haya llegado la fama de la Puebla de los Ángeles, aplaudida y famosa en
los Anales, celebrada en las historias, delineada en Mapas, copiada en Pintura y
notada de todos los Geógrafos en sus tablas, no le han dado tanto vuelo las plu-
mas de los diligentísimos escritores que se empeñaron en recomendar sus prerro-
gativas a los distantes, cuanto es bastante a exaltar la grandeza de su nombre.205

Fray Juan de Villa Sánchez había sido nombrado por su amigo Bermú-
dez como albacea de sus bienes y difundió sus noticias entre quienes quisie-
ran escucharlas. Fue él quien facilitó en 1757 una copia del Teatro angelopoli-
tano al abogado y polígrafo Mariano Fernández de Echeverría y Veytia. Este
poblano, recién llegado de una prolongada estancia en Europa, iniciaba en
esos años su labor historiográfica sobre su ciudad natal, labor que quedaría
truncada por su muerte, acaecida en 1780. En su Historia de la fundación de
la ciudad de la Puebla de los Ángeles, este autor intentó integrar en una narra-
ción coherente las diversas versiones, dando razones para explicar sus con-
tradicciones y puntualizando errores en las fechas. Con todo, el discurso de
Veytia privilegiaba la versión milagrosa del sueño de Garcés otorgándole la
“veracidad” de una tradición inmemorial que debía ser tomada como histó-
rica según las tesis de algunos eruditos: “Refiero el suceso, cumpliendo con
las leyes del historiador, como lo he oído desde mi niñez a personas doctas,
juiciosas y timoratas que lo aprendieron de sus mayores y como le hallo en
documentos que tengo entre manos”.206
Para el historiador poblano, fray Julián Garcés no había fundado Puebla,
pero en cambio había sido el inspirador de su escudo. Veytia dedicó todo el
capítulo xix de su obra a “elucubrar” sobre los sucesos que llevaron al rey a
darle a la ciudad dos ángeles como emblema. Él no cree, como Florencia,
que el obispo dominico contara su sueño directamente al rey (pues su publi-
cidad hubiera resultado contraria a “su humildad y modestia”), sino que
“pudo ser el señor don fray Juan de Zumárraga”, quien en 1532 regresó a
España, el que narró al soberano las circunstancias del sueño y del terreno
de la ciudad, con lo cual éste ideó el escudo de armas. Veytia llegó incluso a
insinuar que la Real Cédula de fundación era: “aquel papel auténtico que

205
Juan de Villa Sánchez, Puebla sagrada y profana. Informe dado a Su Muy Ilustre Ayunta-
miento el año de 1746… Instruye de la fundación, progresos, agricultura, comercio etc. de la espre-
sada ciudad (editada por primera vez por Francisco Javier de la Peña, Puebla, Casa de José Ma-
ría Campos, 1835). Aquí utilizo la edición facsimilar más reciente de Francisco Téllez y María
Esther López-Chanes, Puebla, buap, 1997, pp. 12 y ss.
206
M. Fernández de Echeverría y Veytia, Historia de la fundación de la ciudad de la Puebla de
los Ángeles en la Nueva España, su descripción y presente estado, vol. i. p. 41.
la era ilustrada 423

dice el padre Florencia, que le aseguró haber visto al doctor Jacinto de Esco-
bar en uno de los archivos de la Catedral, o la Ciudad”.207 Para el cronista los
escudos de armas y las figuras de que se componen mantienen “la memoria
de una hazaña heroica, de un hecho ilustre o de un acaecimiento raro y pro-
digioso”, por lo que el escudo de Puebla se convertía en la mejor prueba de la
veracidad del sueño de Garcés.
Mariano Veytia fue, entre todos los cronistas poblanos, el único que in-
tentó darle una ordenación cronológica y una explicación lógica a las contra-
dictorias versiones de la fundación. Aunque su obra quedó también inédi-
ta, debió tener bastante difusión gracias al cabildo de la ciudad, cuerpo al
cual el cronista exaltó en su obra como eficaz organizador del bien social y
como “el lugar por el que la ciudad se dignifica”.208 La historia del escudo allí
narrada debió convertirse en la versión oficial utilizada en los actos públicos.
Por las fechas en que Veytia moría, otro poblano cercano al cabildo, el
agrimensor Pedro López de Villaseñor, componía su Cartilla vieja de la nobilí-
sima ciudad de Puebla (1781). Con un acceso irrestricto al archivo del ayun-
tamiento, a causa de su habilidad para leer “letra gótica”, este autor pudo
consultar documentos originales de los cuales incluyó numerosos traslados
en su obra. A diferencia de la narración armónica y secuencial de Veytia, la
de López es una caótica recopilación de documentos insertados en medio de
una sarta de elucubraciones metafísicas que asociaban la fundación de Pue-
bla con fray Juan de Zumárraga y con la aparición de la virgen de Guadalu-
pe. López hizo tabla rasa de todo lo dicho con anterioridad, propuso nuevas
fechas y nuevos personajes y, con unas bases documentales que manejaba de
manera muy libre, lanzó aseveraciones insólitas. Para este autor, la funda-
ción de la ciudad había sido el Día de San Miguel (29 de septiembre) de 1531
y en ella habían concurrido “tres ilustrísimos señores obispos, príncipes de
la Iglesia”: fray Julián Garcés, primer obispo del reino que la había solicita-
do después por supuesto de su prodigioso sueño; fray Sebastián Ramírez de
Fuenleal (llegado en agosto de ese año), quien como cabeza de la segunda
audiencia la mandó ejecutar, y el señor fray Juan de Zumárraga, quien puso
la primera piedra de la catedral para efectuar la fundación de la ciudad.209
A continuación, para “demostrar” la relación entre la dedicación de la
catedral a la Inmaculada Concepción de María y el patronazgo de San Mi-
guel sobre la ciudad, expone una serie de descabellados argumentos: porque

207
Ibid., vol. i, pp. 197 y ss. Fernández de Echeverría y Veytia señala que la primera cédula
conservada en que se da a Puebla su escudo es del 20 de julio de 1538 y ella “ministra otra nueva
prueba de la verdad de la tradición del sueño del señor obispo, porque sea cierta o no la expedi-
ción de la anterior […] es indubitable que cuando la Ciudad pide esta gracia, en los años de
1534 y 1537, deja enteramente al arbitrio del Soberano la figura y forma del escudo y sólo pide
la corona”.
208
Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Puebla: orígenes de su territorialidad y autoimagen”, Jahr-
buch für Geschichte Lateinamerikas, núm. 42, pp. 59-76.
209
Antonio López de Villaseñor, Cartilla vieja…, pp. 39 y 40.
424 la era ilustrada

la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe a los setenta y tres días de fun-


dada esta ciudad por Zumárraga aluden al “número de años que vivió Nues-
tra Señora la Virgen María, según la más probable opinión”; porque las cinco
torres del escudo aludían a las cinco letras del santo nombre de María; “por-
que el haberse fundado la ciudad en tierra virgen, libre de los sacrificios que
los indios tanto frecuentaban” fue previsto por el arcángel; porque fueron los
fundadores treinta y tres y una viuda, “número figurativo de la edad de Jesu-
cristo, Nuestro Señor, y la viuda dice con no concedérsele a las armas la co-
rona [aunque este atributo fue solicitado por los poblanos]”.210
Pedro López, como casi todos los cronistas poblanos, se vieron forza-
dos a insertar la narración franciscana porque su presencia avalaba la de
los otros fundadores, las treinta y tres familias que la mayoría de los cronis-
tas enumera prolijamente, y los alcaldes y regidores del ayuntamiento, quie-
nes constituían el núcleo político de la ciudad y que a menudo estaban detrás
de la promoción de tales narraciones. Por ello, no solamente era importante
conservar la versión de la fundación franciscana, sino también mantener la
tradición del sueño de fray Julián Garcés, pues éste mostraba la intervención
divina. Así, el hecho milagroso, nacido originalmente en el ámbito capitular
catedralicio, se convertía no sólo en la explicación más factible del escudo de
armas, sino además en el símbolo más representativo de la ciudad, símbolo
que unía a todos los sectores urbanos alrededor de una ideología patria.
Resulta paradójico que esta exaltación de la fundación angélica estuviera
inmersa en una situación social y económica crítica. En efecto, desde finales
del siglo xvii Puebla se vio afectada por una serie de reformas que ocasio-
naron una recesión de la que la ciudad no se recuperaría en toda la centuria.
Desde 1697 el gobierno municipal perdió el privilegio de cobrar las alcabalas
(de cuyo pago ellos estaban por supuesto excluidos). Los malos manejos hi-
cieron imposible pagar a la Corona los derechos debidos, por lo que el rey
envió a Juan José de Veytia y Linaje como superintendente de la alcabala y
poco después como alcalde mayor de Puebla y teniente de capitán general.
Sus reformas golpearon duramente al ayuntamiento y a los criollos terrate-
nientes.211 Poco después, la consolidación de la feria de Jalapa entre 1722 y

210
Los argumentos en ibid., pp. 39 y ss. La última referencia hace alusión a una concesión de
la monarquía que sólo se daba a algunas ciudades que tenían el título de real y que consistía en
ostentar en el escudo una corona. Resulta paradójico que frente a este esoterismo, López aporte
noticias documentales reveladoras de lo que fue la verdadera fundación y que a veces contradi-
cen incluso sus aseveraciones. Un ejemplo es la edición de una carta de la reina a la Audiencia
(Ocaña, 18 de enero de 1531) en la que se pone en tela de juicio la supuesta participación de fray
Julián Garcés en la fundación de Puebla y muestra en cambio lo que era su idea original: crear
una ciudad española en la misma Tlaxcala. Por otro lado, es significativo que los franciscanos
no aparezcan en la relación de la fundación sino hasta 1532, como lo mencionan varios docu-
mentos de ese año (“insertos —dice el autor— en el Suplemento del libro número 1 que formé”),
y están vinculados con el complejo proceso de lo que debió ser la elección de un sitio.
211
Gustavo Rafael Alfaro Ramírez, La lucha por el control del gobierno urbano en la época co-
lonial. El cabildo de la Puebla de los Ángeles. 1670-1723, pp. 170 y ss.
la era ilustrada 425

1729 afectó los intereses de los comerciantes poblanos y su control sobre el


sureste novohispano; esta situación fue ampliamente comentada por los mis-
mos cronistas de la ciudad (como Villa Sánchez, Bermúdez y Veytia), quie-
nes mencionan igualmente la desaparición de obrajes textiles como causa de
empobrecimiento.
En buena medida, esa decadencia se debió también al desarrollo del Ba-
jío, que no sólo usufructuó la expansión de la economía minera del norte,
sino también desvió recursos e inversiones de la capital que antes benefi-
ciaban a Puebla, tales como el abasto de granos y el de textiles.212 Por otro
lado, Oaxaca, su zona de influencia comercial desde el siglo xvii, comenzó a
ser controlada por el consulado de la capital, el cual, a través del cabildo de
Antequera y de los alcaldes mayores de los pueblos indígenas, monopolizó el
comercio de la grana cochilla, principal riqueza de la región, a partir de la
primera mitad del xviii; esto también redundó en perjuicio de la economía
poblana. A esta situación se agregaron varias catástrofes, lluvias torrenciales,
temblores de tierra y epidemias (la de 1737 fue devastadora para Puebla) que
disminuyeron los recursos humanos y amenazaron con producir brotes de
violencia social. En los albores del siglo xviii Puebla había experimentado el
final de su edad de oro para entrar en un declive económico; la prosperidad,
que había producido una acelerada actividad constructiva durante el siglo
xvii, daba paso a un estancamiento del que Puebla no se recuperaría.213
Frente a una realidad económica deprimida, los poblanos fortalecieron
sus glorias en el terreno simbólico de la fundación angélica. Como lo seña-
la Fernando de la Flor, las directrices tridentinas propusieron la creación
de “ciudadelas de la Contrarreforma”, una suerte de geografía sagrada en la
que algunas ciudades eran elegidas “por su trascendencia en el plano de lo
imaginario”. Puebla, al igual que Toledo lo fue a fines del siglo xvi, se volvió
desde fines del siglo xvii el prototipo novohispano de la Cristianópolis, una
ciudad penitencial y eclesiástica, orgullosa de sus templos y conventos, “le-
vítica”, ciudad sacramental, modelo de lucha contra el vicio.214 Esta reali-
dad simbólica era para los poblanos excelsa y trascendente; gracias a ella, la
situación social y económica de franca decadencia que presentaba su urbe
podía ser ignorada.
Por las mismas fechas que los cronistas de Puebla estaban consolidando
su mito fundador, en la tercera ciudad del virreinato, Querétaro, los francis-
canos seguían discutiendo el suyo, pero en una situación marcada por el

212
Juan Carlos Garavaglia y Juan Carlos Grosso, “La región de Puebla Tlaxcala y la eco-
nomía novohispana (1680-1810)”, en Puebla, de la Colonia a la Revolución. Estudios de historia
regional, pp. 73-124.
213
Frances L. Ramos, “Arte efímero, espectáculo y reafirmación de la autoridad real en Pue-
bla durante el siglo xviii: la celebración en honor del Hércules borbónico”, en Relaciones. Estu-
dios de Historia y Sociedad, vol. xxv, núm. 97, pp. 179-218; Rosalva Loreto, Los conventos feme-
ninos y el mundo urbano de la Puebla de los Ángeles del siglo xviii, p. 34.
214
Fernando de la Flor, Barroco: representación e ideología…, pp. 137 y ss.
426 la era ilustrada

auge comercial y el crecimiento económico. A lo largo de la centuria la ciu-


dad se había vuelto el centro más importante de comercialización de pro-
ductos agrícolas del Bajío oriental y en una próspera ciudad con numerosos
obrajes textiles. En la década de 1780 a 1790 se construyó en ella una fábrica
de tabaco, la segunda en importancia después de la de México. Cinco cami-
nos principales salían de ella, pues Querétaro era el paso y el principal punto
de partida de las numerosas caravanas que iban hacia los más importantes
centros mineros del norte: Guanajuato, Zacatecas y San Luis Potosí. A prin-
cipios del siglo xviii la ciudad poseía alrededor de veintiséis mil residentes de
todos los grupos étnicos, cifra que se duplicó en cien años.215
Sin embargo, a pesar de su prosperidad, Querétaro no tenía el peso insti-
tucional de Puebla: no era sede episcopal y, por tanto, no poseía un cabildo
eclesiástico que afianzara las identidades urbanas alrededor de la sede cate-
dralicia; su ayuntamiento no tenía ni el prestigio ni los blasones de una ciu-
dad capital como Puebla; tampoco poseía imprentas ni abundantes mecenas
que propiciaran la edición de textos que mostraran las grandezas de la tierra.
Con todo, encontramos en el Querétaro del Siglo de las Luces varios sec-
tores interesados en exaltar a la ciudad, aunque sin la congruencia y uni-
formidad que notamos en Puebla. Al igual que los cronistas poblanos, los
letrados queretanos intentaban dar coherencia a una tradición con fuertes
contradicciones. En efecto, la narración propagada por fray Francisco Xa-
vier de Santa Gertrudis que estudiamos en el capítulo anterior presentaba
serios problemas de concordancia con los datos aportados por otras versio-
nes. El mayor era sin duda situar la fecha de fundación en 1550 y atribuir el
triunfo de la batalla al general Nicolás Montañés, enviado por el virrey Ve-
lasco en nombre de su majestad a pacificar el territorio chichimeca. Ambos
datos eran opuestos a las abundantes referencias que había en los documen-
tos guardados en el monasterio de Santa Clara, en los cuales la fundación se
atribuía a Hernando de Tapia en una fecha poco precisa, pero sin duda situa-
da durante la primera mitad del siglo xvi.216 A solucionar tales contradiccio-
nes dedicaron sus esfuerzos cuatro cronistas que hablaron de la fundación
de Querétaro a lo largo del siglo xviii.
El primer intento de dar una versión congruente de los hechos fundado-
res apareció en el informe sobre Querétaro presentado al rey en 1743 por el
corregidor de la ciudad, el peninsular gallego Esteban Gómez de Acosta. Di-
cho documento, redactado por varias manos, no tenía como finalidad exaltar
la ciudad, era más bien una respuesta a la solicitud de información geográfica
ordenada por el rey en 1741. Al igual que las obras de Bermúdez de Castro
y Villa Sánchez, seguía el modelo del cuestionario elaborado por Juan Fran-

215
John C. Super, La vida en Querétaro durante la Colonia, 1531-1810, pp. 15 y ss.
216
El monasterio había sido fundado por don Diego de Tapia, hijo de don Hernando, y sus
archivos habían sido utilizados desde el siglo xvii para sacar documentos probatorios en los
pleitos de tierras que sostuvieron las monjas con sus vecinos.
la era ilustrada 427

cisco Sahagún de Arévalo y Antonio de Villaseñor: descripción geográfica, re-


cursos naturales, edificios e instituciones eclesiásticas, imágenes devociona-
les, producción y comercio. En el tema de la fundación, este documento uni-
ficaba por primera vez las dos tradiciones fundadoras y señalaba que en 1531
los caciques otomíes Hernando de Tapia y Nicolás Montañés, con el auxilio
de “valientes y numerosos españoles”, lucharon contra los chichimecas ven-
ciéndolos en una “sangrienta batalla”. En lo demás (la aparición de Santiago
y la cruz roja en el cielo y el encuentro de las cinco piedras) seguía la versión
del padre Santa Gertrudis.217 Este documento, elaborado posiblemente en el
ámbito del ayuntamiento de la ciudad, hacía patente que aquellos queretanos
que ayudaron a Gómez de Acosta a elaborar su discurso tenían ya en 1743
una versión sincrética y muy acabada de la leyenda fundadora.
Tres años después, en 1746, el criollo queretano fray Isidro Félix de Es-
pinosa, miembro también de la orden franciscana encargada de los colegios
de Propaganda Fide, publicaba su Crónica apostólica con nuevos aportes do-
cumentales que ratificaban esta versión. En ella daba noticia de un Protocolo
jurídico encontrado en 1740 en el monasterio de Santa Clara de Querétaro, en
el que se demostraba, contra la noticia de Sigüenza, que el evangelizador de la
zona había sido fray Alonso Rangel y no el clérigo Juan Sánchez de Alanís.218
Era necesario mostrar la precedencia de los franciscanos en la fundación,
pues desde principios de la centuria el arzobispo y los seculares cuestiona-
ban el derecho de los frailes a administrar las parroquias indígenas vecinas a
Querétaro.219 Dicho Protocolo dejaba claro también, sin lugar a dudas, que la
fundación de la ciudad había sido obra de Hernando de Tapia en 1531.220
217
Esteban Gómez de Acosta, Querétaro en 1743. Informe presentado al rey por el corregidor...,
p. 117. La “tradición” que representa este autor y que sitúa a Montañés como conquistador de
Querétaro alrededor de 1531 se contradice con las menciones a un Nicolás de San Luis, goberna-
dor de Querétaro vivo en 1607. Ricardo Jiménez ha demostrado que Nicolás Montañés no apare-
ce en ningún acto jurídico ni judicial en el siglo xvi, por lo que nada tiene que ver con la vida de
Querétaro, a diferencia de Fernando y Diego de Tapia, los verdaderos fundadores y caciques de la
villa. Juan Ricardo Jiménez Gómez, La república de indios en Querétaro..., pp. 62 y ss.
218
El cronista franciscano presentaba como prueba de ello una información hecha con testi-
gos del año 1571 a petición de don Hernando en la que se decía que “el conquistador salió de
Xilotepec con otros deudos, parientes y amigos y trajo consigo religiosos franciscanos para la
doctrina”. Espinosa explica que la noticia de Sigüenza (tomada de Antonio de Herrera) fue una
confusión, pues uno de los testigos de la información era Juan Sánchez de Alanís, vicario de Si-
chú, un hombre de sesenta años quien por su edad (debió tener veinte años en 1531) no pudo
haber sido el evangelizador de los chichimecas. Isidro Félix de Espinosa, Crónica apostólica...,
libro i, cap. iii, pp. 110 y ss.
219
agi, México, 721.
220
El Protocolo que Espinosa consultó forma parte de un conjunto de documentos que se
encuentran actualmente en el Archivo Franciscano de Celaya. Existe un traslado y selección
de ellos realizada en 1724 para usarlos como pruebas en un pleito de tierras del monasterio de
Santa Clara en el agnm, Ramo Tierras, v. 417. Parte de estos documentos se publicaron en el
Boletín del Archivo General de la Nación, núm. v, 1934, pp. 34-61. Entre ellos sobresale la infor-
mación de méritos y servicios de Hernando de Tapia de 1571 y otra información que don Diego
presentó entre 1603 y 1604 para justificar legalmente sus propiedades. En 1989 estos documen-
428 la era ilustrada

Pero no sólo la versión de don Hernando de Tapia como primer conquis-


tador se adaptaba mejor a la tradición franciscana, también la fecha de 1531
para la fundación (y no la de 1550 del padre Santa Gertrudis) encajaba con
mayor perfección con otro hecho histórico básico para Nueva España, pues
ése era el año en que se apareció la virgen de Guadalupe en el Tepeyac.221
Fuera de estos datos, el cronista Espinosa se apegaba fielmente a la descrip-
ción del padre Santa Gertrudis, dando como hecho incontrovertible la apa-
rición de Santiago y de la cruz en la batalla de 1531, a pesar de que ninguno
de ellos estaba mencionado en el Protocolo. El cronista agregaba así a la his-
toria fundacional de los Tapia no sólo el prodigio, sino también la batalla
fundadora en la que las banderas que portaba el ejército otomí, “según la re-
lación antigua de los indios”, tenían por escudo, “de un lado, la santísima
cruz y de otro a nuestro patrón Santiago”.222 Espinosa, como fraile del cole-
gio apostólico, debía proteger los intereses de su instituto cuyo principal
timbre de gloria se encontraba en la santa cruz de piedra. Con la Crónica de
Espinosa quedaban unidos para siempre la narración milagrosa de la funda-
ción insertada por el padre Santa Gertrudis con el indio otomí Hernando de
Tapia, conquistador e inspirador del escudo de la ciudad. Así, aunque el cro-
nista aduce documentos para avalar la veracidad de los hechos que narra, el
uso que hace de ellos es sólo un recurso retórico demostrativo. Para él, se
podían fusionar dos versiones opuestas en una sola narración sin faltar a la
fidelidad que le debía a sus fuentes.
Alrededor de 1780 otro franciscano vinculado con el Colegio de Santa
Cruz, el español de origen francés fray Pablo de la Concepción Beaumont,
sacó de nuevo a la palestra el tema de los fundadores en el capítulo de su
extensa Crónica de Michoacán, dedicado a la fundación de Querétaro.223
Aunque el cronista compartía con Espinosa el ámbito de la orden de frailes
menores, difiere de él respecto a la parte que tocó a don Hernando de Ta-
pia en la pacificación de los chichimecas y en la fundación de Querétaro.
Beaumont examinó también los documentos del archivo de Santa Clara, de
los cuales no le parece pueda deducirse que Tapia fuera capitán general de los
chichimecas. Cree, en cambio, que este honor corresponde al cacique de
Tula, don Nicolás de San Luis Montañés, tal como lo decía el padre Santa
Gertrudis. Para él, Tapia habría sido el segundo de Montañés. Estos parale-
lismos entre Beaumont y Santa Gertrudis se deben a que el primero utilizó
tos fueron publicados completos con el título: “Documentos sobre el cacicazgo de Hernando y
Diego de Tapia (1569-1604)”, por David Wright, Querétaro en el siglo xvi. Fuentes documentales
primarias, pp. 223-367.
221
Así lo señala explícitamente Espinosa al final del capítulo iii del libro i (p. 112) de su
Crónica apostólica...
222
Ibid., p. 103.
223
Pablo de la Concepción Beaumont, Crónica de la provincia de San Pedro y San Pablo de
Michoacán, libro ii, cap. 18, vol. iii, pp. 95-119. Este fraile había servido por diecisiete años en
el Colegio de Propaganda Fide de Querétaro, aunque desde 1772 solicitó su afiliación a la provin-
cia franciscana de Michoacán.
la era ilustrada 429

también fuentes indígenas. Una de ellas fue una Relación del mencionado
cacique don Nicolás, que se conservaba en el archivo del convento francisca-
no de Acámbaro, otra de las fundaciones atribuidas a Montañés.
Con base en esta fuente Beaumont menciona un hecho prodigioso que
no había sido mencionado por ningún otro cronista: cuando se estaba colo-
cando la cruz de piedra en su pedestal, un “zahorí de los chichimecos” vio en
el cielo unos ángeles que colocaban palmas y coronas de rosas sobre los bra-
zos de la cruz bajo una hermosa nube azul.224 Beaumont agrega que hace
mucho tiempo que la cruz no tiembla ni crece (ya tiene cuatro varas, una
más de las tres que señalan los textos antiguos) y esto se debe a que los chi-
chimecas han sido ya reducidos al gremio de la Iglesia y los milagros no son
por tanto necesarios.
A pesar de la transcripción que Beaumont hace de esa fuente indígena,
es sintomático que no se comprometa con toda su narración; en esto de las
apariciones, por ejemplo, avala la versión oficial de Espinosa que sólo men-
ciona a Santiago y la cruz, y vuelve a asociar el escudo como prueba de dicha
versión fundacional; por otro lado, tampoco acepta las encontradas fechas de
su fuente indígena y considera que la conquista de la zona se dio entre 1522
y 1555. Este respeto a la tradición historiográfica franciscana sobre cual-
quier otra fuente se puede ver, finalmente, cuando trata de la introducción
del cristianismo en Querétaro e insiste en la vieja diatriba contra Sigüenza,
“a quien cegó la pasión y lisonja” al atribuir el inicio de la evangelización a
los seculares y no a los franciscanos; este tema era de gran actualidad a cau-
sa de la secularización de las doctrinas en manos de los frailes que llevaba a
cabo la Corona.
El proceso de conformación de esta narración “racional” concluyó con
fray Pablo de Beaumont, quien, con todo y su perspectiva ilustrada y racional,
no pudo desprenderse de la narración prodigiosa. A partir de la “invención”
franciscana todas las fuerzas políticas y económicas de la ciudad aceptaron la
“tradición”, pero sobre todo los caciques indígenas, quienes encontraron en
esa historia el aval para sostener sus pretensiones fundacionales y una herra-
mienta eficaz para defender sus privilegios y sus tierras. El nuevo discurso
reelaboró los símbolos del escudo y, con base en la leyenda forjada por los
padres apostólicos, los asoció a los caudillos indios a quienes se atribuía la
fundación de Querétaro.

224
“Empezaron a devisar y a mirar esta santa Cruz los indios chichimecos con mucho cuidado:
estuviéronla mirando los bárbaros hasta que no estuvieron satisfechos, y llamaron su Zaurí que
ellos tienen. Vino este Zaurí; estuvo mirando desde arriba hasta abajo la santísima Cruz, si estaba
buena; en este tiempo vido el Zaurí cuatro ángeles con palma y corona de rosas, y hermosísimos,
que les estaba poniendo en los brazos las rosas y la corona a la Santísima Cruz; y una nube tan
hermosa azul que le estaba haciendo sombra. Vido el Zaurí aquellos milagros, se alegró y dijo en
alta voz: ésta es la Cruz que ha de servir de mohonera, que dure para siempre jamás, Cruz para
siempre jamás, ésta es la Cruz que queremos. Después de esto los indios rodearon la cruz, la besa-
ron e hicieron el mitote”. P. de la C. Beaumont, op. cit., libro ii, cap. 24, vol. iii, p. 216.
430 la era ilustrada

El último de los cronistas queretanos fue el clérigo secular Joseph María


Zelaa e Hidalgo, miembro de la cofradía de Guadalupe, cura párroco y natu-
ral de la ciudad. Este hombre editó en 1803 Las glorias de Querétaro, libro en
el que utilizó la obra de Sigüenza como base para la narración de la historia
de la congregación de Guadalupe, pero a la que agregó una gran cantidad de
inserciones propias. En 1810 publicó unas Adiciones con nuevos datos. Zelaa
utilizó el prestigio del texto de Sigüenza, quien no era queretano, para con-
vertirlo en una tribuna para hablar elogiosamente de su patria chica y para
glorificar al clero secular: “deseoso de ilustrar esta obrita con todo cuanto
ceda en honor de mi patria y de mi amada madre [la congregación de Gua-
dalupe]”. Respecto a la leyenda fundadora, Zelaa asocia directamente a Con-
ni con Hernando de Tapia (personajes que hasta entonces no habían sido
considerados como uno solo) y repite la versión de Espinosa sobre la batalla
milagrosa. Además, como clérigo secular, apoyaba la hipótesis de Sigüenza
sobre el inicio de la evangelización realizada por Juan Sánchez de Alanís.225
Si bien Zelaa agregaba pocas cosas nuevas a la narración de la funda-
ción, la importancia de su obra radica en la enorme cantidad de datos que
aporta sobre los sabios, valerosos y santos queretanos ilustres. Por su obra
desfilan clérigos, frailes, jesuitas, militares, burócratas, monjas y beatas que
contribuyeron a las grandezas de su patria. Lugar destacado lo ocupa Juan
Caballero y Ocio, a cuya actividad filantrópica dedica varias páginas y como
benefactor le llama “padre de la patria”. Es interesante también la inclusión
de María Josefa Vergara, protectora de los pobres, fundadora de un hospicio
y de una casa de expósitos que ocupó toda su fortuna en obras de caridad y a
la que Zelaa llama “madre de la patria”.226 Engarzadas dentro de esas vidas
están las descripciones de iglesias, santuarios, imágenes milagrosas, retablos
y pinturas que forman otros tantos elementos de orgullo patrio. A diferencia
de las menciones a Querétaro que aparecían en las crónicas franciscanas de
Espinosa y Beaumont como uno de los elementos de un conjunto más am-
plio y universal, en la obra de Zelaa Querétaro era el tema central de la na-
rración. Esta ciudad consiguió a principios del siglo xix lo que Puebla había
desarrollado entre 1740 y 1790 con las obras de Alcalá, Bermúdez, Veytia y
Villaseñor: conformar una crónica patria.
Es por demás significativo que Puebla y Querétaro (las más populosas ur-
bes novohispanas después de la capital) fueran las únicas ciudades del territo-
rio novohispano que crearon mitos fundadores prodigiosos y que sólo ellas
hayan producido una consistente crónica patriótica urbana. Con todo, existen
entre ambas profundas diferencias en los procesos de formación de sus iden-
tidades. Querétaro marcó su fundación con un hecho prodigioso atribuido al
mundo indígena y vinculado con Santiago, uno de los santos presentes en la
225
J. M. Zelaa e Hidalgo, Glorias de Querétaro…, pp. 2 y 103.
226
J. M. Zelaa e Hidalgo, Adiciones al libro…, pp. 50 y ss. Zelaa también reeditó por esas fe-
chas la Oración fúnebre en honor del Sr. Pbro. Br. D. Juan Caballero y Ocio de Esteban G. Rebolle-
do, Querétaro, Imprenta del Rosario, 1891.
la era ilustrada 431

conquista de Tenochtitlan y patrono de indios y españoles. Puebla, en cambio,


ignoró en su mito fundador al mundo indígena y remarcó su identidad urba-
na con un fuerte signo hispánico. Esto se podía observar en las fiestas de en-
tradas de virreyes, en las que los poblanos “elogiaban a España como una
fuente de autoridad cultural y política y promovían y abanderaban a la ciudad
de Puebla como la maravilla española privilegiada del Nuevo Mundo”.227
Otra diferencia entre Querétaro y Puebla fue la total ausencia de una ex-
pectativa santoral en la primera, frente a un furor de promoción beatífica en
la segunda, lo que estaba directamente vinculado con la presencia de una
sede episcopal, un cabildo eclesiástico y un activo cabildo secular, además de
una numerosa cantidad de corporaciones regulares. En Querétaro sólo dos
instituciones parecían estar interesadas en forjar discursos identitarios, la
congregación de Guadalupe y el convento de los franciscanos de Propaganda
Fide, pero éste, como vimos, estaba vinculado, por su carácter territorial,
con una orden religiosa, para la cual la promoción de sus santos rebasaba el
ideal patrio local; mientras que la congregación de Guadalupe, más relacio-
nada con los intereses queretanos, tenía el perfil más idóneo para generar
una crónica patria. Esto coincidía con un fortalecimiento del clero secular
en Querétaro desde la segunda mitad del siglo xviii, a raíz de la seculariza-
ción de la doctrina franciscana en 1758 y de la formación de una parroquia
secular, cuya primera sede fue precisamente el santuario de Guadalupe y, a
partir de 1771, el templo de los expulsados jesuitas.
Finalmente, también fueron distintos los mecanismos de respuesta de
ambas ciudades ante la presencia de los signos identitarios de la capital del
virreinato. Frente a ella, y como un argumento para defender fueros y privi-
legios, los dirigentes intelectuales de Puebla y Querétaro forjaron mitos fun-
dadores basados en prodigios que mostraban una elección celestial. Desde
los días de la conquista, Querétaro resintió el predominio de la capital y su
dependencia comercial e institucional no le permitió escapar de esa influen-
cia. Eso se ve claramente en la fundación del santuario guadalupano y hasta
en el encargo de escribir una relación de los festejos a un sabio capitalino.
Esta presencia se intensificó en el siglo xviii pues, a través de esa ciudad, la
capital desplegaba sus redes económicas y culturales sobre todo el Bajío, re-
gión que se había convertido desde la centuria anterior en su espacio natural
de expansión. Puebla, en cambio, desde el siglo xvi se confrontó con la capi-
tal y se negó a aceptar sistemáticamente sus símbolos. Por otro lado, Puebla
enfrentó a la hierofanía pagana del águila y el nopal de la fundación de Méxi-
co, la narración cristiana que refería la presencia de ángeles en sus orígenes.
Muestra de tal actitud es la siguiente aseveración de Diego Antonio Bermú-
dez de Castro en su Teatro angelopolitano:

227
Nancy Fee, “La entrada angelopolitana. Ritual and Myth in the Viceregal Entry in Puebla
de los Angeles”, The Americas, 52, núm. 3, p. 284. Esta autora compara Puebla con Lima en esta
necesidad de mostrarse como ciudad hispana.
432 la era ilustrada

Glóriese enhorabuena la Imperial, Insigne y Cesárea ciudad de México, con las


riquezas y maravillas que la ilustran, que con todas ellas no tuvo los piadosos
fundamentos que ésta de la Puebla, pues le viene ajustado el glorioso timbre y
plausible blasón de intitularse la Santa Ciudad de la Puebla de los Ángeles […]
pues siendo esta ciudad medida y delineada por los espíritus angélicos, como
quiera que éstos son Moradores de la Santa Jerusalén, se puede discurrir sin vio-
lencia que es al dicho de su fundación gloriosa Teatro de Celestiales Espíritus y
convenirlo por eso el distintivo característico de Angélico y Santo.228

Pedro López de Villaseñor en su Cartilla vieja resalta la desconfianza que


los poblanos tenían de los capitalinos “por las pasiones que entre estas dos
ciudades hay”.229 Posiblemente detrás de esta oposición está la tardía acepta-
ción que Puebla tuvo del culto guadalupano. Cuando en 1737 el arzobispo
virrey Juan Antonio de Vizarrón propuso que la jura de la virgen de Guada-
lupe (realizada en la ciudad de México después de una devastadora epide-
mia) se hiciera extensiva a todas las urbes novohispanas, una de las primeras
voces que objetaron tal designación fue la de Juan Pablo Zetina, maestro de
ceremonias de la catedral de Puebla. Este clérigo, como vimos, no sólo cues-
tionaba el patronazgo de una imagen aún no sancionada por el papado, in-
sistía también en poner en tela de juicio la ausencia de fuentes originales
sobre el milagro. Tampoco es gratuito que el santuario de la virgen de Gua-
dalupe de Puebla fuera uno de los más tardíos construidos en el territorio y
que el nombre de Guadalupe se haya generalizado entre los niños y niñas
bautizados en Puebla hasta fines del siglo xviii.230
En la segunda mitad del siglo xviii los discursos corporativos nacidos en
las décadas anteriores en estas dos ciudades se insertaron en una construc-
ción patriótica más amplia que englobaba a todas las instancias urbanas. La
exaltación de Puebla y Querétaro, a partir de sus fundaciones milagrosas,
dejó de ser utilizada como argumento para justificar intereses corporativos
(los del cabildo catedralicio de Puebla o los del Colegio de Propaganda Fide y

228
D. A. Bermúdez de Castro, op. cit., pp. 132 y ss.
229
A. Tecuanhuey Sandoval, “Puebla: orígenes de su territorialidad…”, op. cit., pp. 59-76,
p. 72. Según esta autora, Puebla impidió la formación de una identidad regional y pone como
contraparte el ejemplo de Guadalajara, donde, según Brian Connauhgton, se nota “un prota-
gonismo creciente para su propia región en la obra de renovación imperial”. En Guadalajara
hubo audiencia tempranamente y se le reconoció gobierno propio. A fines del siglo xviii tuvo
consulado, universidad y caja real y estuvo involucrada en el proyecto de formar un virreinato
independiente de México. Muy precozmente, según Connaughton, se desarrolló en ella una con-
junción de intereses locales que rebasó la frontera urbana. Ideología y sociedad en Guadalajara.
1788-1853, pp. 70-102. Véase también María Ángeles Gálvez Ruiz, La conciencia regional en
Guadalajara y el gobierno de los intendentes, 1786-1800.
230
Agustín Grajales Porras, “María, Joseph… Panteona y Pioquinto: nombres poblanos en el
siglo xviii”, Crítica. Revista Cultural de la Universidad Autónoma de Puebla, nueva época, núm.
54, pp. 80-88. En la página 83 este autor sostiene que hubo pocos bautizados con este nombre a
diferencia de la capital y del norte, en donde el culto se expandió con mayor rapidez.
la era ilustrada 433

de la comunidad indígena de Querétaro) y ambas ciudades se convirtieron


en los principales personajes de los discursos patrióticos. En Puebla el pro-
ceso se dio a lo largo de cincuenta años con cinco cronistas, en Querétaro se
consolidó hasta principios del siglo xix y sólo en la obra de uno de sus letra-
dos. Pero en ambos casos las prodigiosas historias de fundación, avaladas
por sus escudos de armas, la actuación de sus hombres y mujeres destaca-
dos, los edificios que albergaban sus ciudades y su entorno natural confluye-
ron en un discurso que permitía poner en marcha un proyecto de afianza-
miento simbólico de sus identidades. Ello les permitía tener una posición de
diferenciación y orgullo local frente a aquellos emblemas que les imponía la
ciudad de México.
La capital, al igual que Puebla y Querétaro, también desarrolló en el si-
glo xviii un discurso patriótico que destacaba sus riquezas materiales y es-
pirituales. Sin embargo, es por demás significativo que sus mejores cronistas
no habían nacido en la ciudad. Uno de ellos, el clérigo poblano Juan de Vie-
ra, señalaba en su Breve compendiosa relación de la ciudad de México, escrita
en 1777:

Deseoso de complacer, vuelvo a decir, así a los que me lo han suplicado, como a
los Patricios Mexicanos, formé esta Relación, aunque bien sé que no dejarán al-
gunos de decir (sabiendo que yo soy nacido en la Puebla de los Ángeles) que,
“salutem ex inimicis nostris” pero nunca me he tenido por tal y siempre he sido
amartelado por esta Ciudad, pues fuera acreditarme más de necio querer darle
ventajas a mi Patria, cuando conozco las incomparables de esta Corte. Y no, no
se agravien mis compatriotas de estas expresiones que hago de la ciudad de
México, pues la Puebla de los Ángeles, aunque hermosa y brillante, la considero
como a la Luna con respecto del Sol.231

Viera comparaba a la ciudad de México con Roma y con Jerusalén, y


era vista por él como una nueva tierra prometida, “el segundo paraíso”, tan
libre de pecado que Dios la había elegido para asiento de la virgen de Gua-
dalupe, una ciudad celestial transplantada a la tierra americana. Además de
dejarnos un curioso registro de todas las mercaderías que había en la plaza
mayor, el nombre de las noventa y ocho frutas que en ella se vendían, y los
medios de transporte por los que llegaban a los puestos, Viera proporcionó
interesantes cifras sobre el abasto, listas de pescados, plazas y pintores y
una descripción de los espacios mercantiles de la plaza (llamando al Parián
“teatro de maravillas”).
El autor poblano se inspiró muy posiblemente en otro cronista urbano,
el ya mencionado potosino José Antonio Villaseñor y Sánchez, quien entre
1754 y 1755 redactó un anexo a su monumental Teatro con el título de Suple-

231
Juan de Viera, “Breve compendiosa relación de la ciudad de México...”, en A. Rubial (ed.),
La ciudad de México en el siglo xviii (1690-1780). Tres crónicas, p. 190.
434 la era ilustrada

mento al Teatro americano, en el que se avocó también a describir la ca-


pital en términos elogiosos. A igual que Viera, a él le interesaba mostrar la
riqueza del comercio, las secciones de la plaza y de las acequias donde se
vendían los bastimentos procedentes de las cercanías. Muy posiblemente
Viera también se inspiró para su obra en la Exacta descripción de la magní-
fica corte mexicana, cabeza del nuevo americano mundo, crónica urbana de la
capital editada en Cádiz alrededor de 1770. Su autor, Juan Manuel de San
Vicente, era un peninsular que radicaba en México y se dedicaba a escribir
obras de teatro y a administrar el coliseo de comedias. En él existe un interés
especial por mostrar las suntuosas ceremonias civiles y eclesiásticas, las sali-
das públicas de virreyes (como la realizada por el marqués de Croix en 1768)
y las cifras del gasto público, del número de habitantes o de las cantidades
de productos que llegaban a la ciudad. Algo común a estos tres cronistas,
que los vinculan con los poblanos, es que todos describieron los edificios de
la capital con elocuentes discursos y exaltados epítetos, y a menudo, incluso,
con un fuerte dejo de orgullo. Al mismo tiempo los tres se desviven en elo-
gios a la virgen de Guadalupe y a su santuario. Su interés se centraba en dar
una imagen positiva de la capital como paradigma de perfección a pesar de
que, curiosamente, ninguno de los tres había nacido en ella. En ellos pue-
de verse sin embargo la huella que dejó fray Agustín de Vetancurt con su
Teatro mexicano, sin duda la primera crónica que se interesó por dejar cons-
tancia de aquellos elementos que podían enorgullecer a una ciudad y con
ello convertirse en símbolos de su identidad colectiva.

8. Las patrias y las naciones de los indios

Y después acá que Dios crió, y vinieron los hijos por la divina voluntad de Dios,
el uno se llamaba Miguel Omacatzin y Pedro Ca Pollicano, que ellos son los ma-
yores de todos los que quedaron y Dios les puso en el corazón diciendo o conver-
sando entre estos dos amigos, y dijo el uno: aquí no tenemos a quien volver los
ojos ni ha de venir de otra parte el que nos ha de decir lo que hemos de hacer…
Y luego los dos que eran como padres de todos se consultaron el que habían de te-
ner por patrón, y aquella noche se estaban acordando qué santo habían de esco-
ger y el dicho Miguel Omacatzin no estaba dormido y vio un hermosísimo espa-
ñol que lo llamaba por su nombre y le dijo: Mírame que ya estoy aquí que me
deseáis a que yo sea vuestro patrón. Yo me llamo Santiago que es mi gusto que
yo os ampare. Y el dicho Miguel Omacatzin quedó muy espantado a que le ha-
blase aquel santo.232

La historiografía tradicional ha visto a los pueblos indígenas como en-


tidades explotadas y marginadas de un sistema colonial que las sometió y

232
Título primordial de Santiago Sula, agnm, Ramo Tierras, v. 2548, exp. 11, fols, 23 r. y s.
la era ilustrada 435

cuyo resurgimiento se dio a partir de la Independencia. Ambas afirmaciones


deben ser matizadas. Las comunidades indias del virreinato, que a fines del
siglo xviii estaban conformadas por más de tres millones y medio de perso-
nas, presentaron una gran vitalidad y se amoldaron a los esquemas legales y
religiosos del conquistador, con tan buenos resultados que gracias a ello pu-
dieron mantener una cierta autonomía y, sobre todo, una gran cohesión in-
terna. No podemos negar ciertamente la explotación y la miseria, pero tam-
poco el papel activo que tuvieron en la adaptación de la cultura occidental a
sus propias necesidades.233
Esta situación fue propiciada tanto por los frailes como por las autorida-
des virreinales desde el siglo xvi, con la creación de un esquema legal que
contemplaba una república de indios separada de la de españoles y a la cual
se le otorgaron una serie de privilegios y exenciones: las concesiones de tie-
rras del común (fundo legal) que no podían ser enajenadas; la conservación
de sus lenguas autóctonas; un gobierno electo por los ancianos (gobernador,
cabildo y oficiales de república) que fue controlado por una nobleza rica y de
prestigio (caciques); una iglesia consagrada con un santo patrono; la orga-
nización de instituciones comunales (cofradías, hospitales, cajas de comuni-
dad); la exención en el pago de alcabalas, y la creación de tribunales especia-
les de justicia civil y eclesiástica para ellos.
El pueblo de indios nació así como una entidad corporativa; sus dirigen-
tes administraban las finanzas de los bienes comunales de las cajas, se hacían
cargo de las principales fiestas religiosas y de la remodelación de sus templos
y representaban al pueblo en los litigios y en los actos ceremoniales (como la
recepción de virreyes, obispos o alcaldes mayores). Desde el siglo xvi el esta-
do español estableció con ellos un pacto que los dirigentes indios supieron
usufructuar muy bien. Por otro lado, estas comunidades tuvieron continuos
contactos con el mundo cortesano español. Cada año se reunían en el palacio
virreinal los gobernadores de los pueblos principales para la ceremonia de la
entrega de las varas de mando, ceremonia que se repetía en las alcaldías ma-
yores con los dirigentes de los pueblos de cada región. Las comunidades te-
nían continuamente pleitos en el juzgado de indios de la audiencia e iban en
peregrinación a los santuarios de las capitales o, cada dos o tres años, a com-
prar la Bula de Santa Cruzada.234 Todo ello los hizo familiarizarse con el
ámbito cultural de los criollos y provocó la inserción de muchos de sus ele-
mentos en las formas de representación indígenas desde el siglo xvi.
Uno de los ejemplos más significativos de esa interacción fue el uso de la
escritura con caracteres latinos que, junto a las pinturas sobre papel de tra-
dición prehispánica, se convirtieron en instrumentos legales para defender
sus derechos. El proceso se intensificó a raíz de los cambios introducidos

233
A. Rubial García, “Nueva España: imágenes de una identidad unificada”, en Espejo mexi-
cano, pp. 72-115, p. 97 y ss.
234
Dorothy Tanck, Pueblos de indios y educación en el México colonial, 1750-1821, p. 60.
436 la era ilustrada

por la nueva política agraria de Felipe II y por la amenaza sobre las tierras
comunales que trajo consigo la expansión de la propiedad española desde fi-
nes del siglo xvi. Para principios del siglo xviii los pleitos seguían y las comu-
nidades indias se vieron forzadas a demostrar los derechos que tenían sobre
sus “fundos legales” por medio de las composiciones (legalización de tierras
ante la Corona que ésta impuso entre 1707 y 1710), de los pleitos judiciales y
de documentos probatorios llamados “títulos primordiales”. Éstos eran pa-
peles escritos con letras latinas pero en las lenguas autóctonas, a veces con
sencillas ilustraciones, y conservados en los archivos de los cabildos indíge-
nas en un cofre con tres llaves. En ellos se guardaba la memoria de la funda-
ción mítica del pueblo, realizada a menudo por órdenes de un santo a sus
caciques a principios del siglo xvi, como el caso de Santiago Sula transcrito
en el epígrafe. Por la forma del discurso, los “títulos primordiales” estaban
relacionados con la transmisión oral (por sus advertencias, consejos y repri-
mendas, y por sus reiteraciones que parecen fórmulas), pero también con
documentos pictográficos antiguos.235 Por su carácter de documentos proba-
torios existen numerosas copias y las que conocemos pertenecen a los años
finales del siglo xvii, al xviii y hasta al xix.236
En los títulos se insistía en los temas que merecían ser recordados por la
memoria colectiva. El primero y central eran las tierras comunales, cuya de-
marcación se describía con gran minucia, y alrededor del cual giraban los
demás. El segundo era el de la conquista, hecho que se mencionaba como
algo útil que permitió demarcar las tierras de cada pueblo; a excepción del
título de Santo Tomás Ajusco, en el que están presentes la tristeza y el lamen-
to, la conquista se evocaba como el inicio del pacto original entre la comu-
nidad y el rey. Después se mencionaba la congregación del pueblo, el bautizo
de los caciques, la elección del santo (como padre fundador) y la construc-
ción de su iglesia como elementos legitimadores. Por último estaba el tema
de las epidemias como castigo divino, pero también como parte del proce-
so de la pérdida de las tierras. A menudo estas catástrofes eran consideradas
como parteaguas, mucho más significativos que la misma conquista.237
A veces los títulos venían acompañados con imágenes relacionadas con
los caciques fundadores, con el culto cristiano y el bautismo y con los ancia-
nos que conservaban la tradición. Escritos y pinturas fueron así no sólo do-
cumentos legales sino también muy útiles instrumentos en la transmisión de
la memoria histórica colectiva.

235
S. Gruzinski, La colonización del imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el
México español. Siglos xvi-xviii, pp. 104 y ss.
236
Margarita Menegus Bornemann, “Los títulos primordiales de los pueblos de indios”, en
Dos décadas de investigación en historia económica comparada en América Latina. Homenaje a
Carlos Sempat Assadourian, pp. 137-162.
237
Paula López Caballero, Los títulos primordiales del centro de México. Introducción y catá-
logo, p. 92.
la era ilustrada 437

Emparentados con los “títulos primordiales” estaban los llamados “ma-


pas”, grandes lienzos que se solían colgar en las oficinas de las mayordomías
de los templos, tal como los vemos todavía en los pueblos, en los cuales se in-
cluían elementos heráldicos, cartográficos, paisajísticos y devocionales que te-
nían por finalidad mostrar el pacto de las comunidades con el conquistador y
con Carlos V. En ellos aparecen los santos patronos, testigos de honor de esos
pactos, junto con Cortés o el rey que avalan ese compromiso. Los caciques,
por su parte, no desperdiciaban la oportunidad de aparecer haciendo escolta
al santo patrono.238 En el “mapa” de San Andrés Ahuashuatepec, el santo pa-
trono aparece en el centro flanqueado por Cortés y la Malinche (figura que se-
guía teniendo gran peso en el ámbito indígena), por los reyes prehispánicos
(los que hicieron el pacto) ataviados con penachos de plumas y por cinco caci-
ques, vestidos a la española para marcar su diferencia con los macehuales.
Este “mapa” es uno de los varios que se conservan de la región de Tlaxcala,
zona privilegiada por sus fuertes sentimientos localistas donde resurgió la idea
de un antiguo senado de caciques originarios que para dejar constancia de ese
estatus nobiliario y los derechos que conllevaba hacían pintar a sus señores
fundadores con cacles de oro, ricas capas y escudos de armas.239
En el lienzo de San Bernardino Chalchihuapan, dependiente del señorío
de Cholula, se representan quince cuadretes con imágenes que se hacen pa-
sar por escenas pintadas en el siglo xvi. En él aparece el apoyo militar que el
pueblo prestó a Cortés, la ayuda que recibió de la virgen de los Remedios, la
captura de prisioneros “bárbaros” vestidos de pieles, el bautizo de sus ca-
ciques y el recibimiento de una embajada india ante el rey para recibir sus
títulos comunales.240 En el lienzo, que recuerda mucho a los “títulos primor-
diales”, la noción de pacto entre el rey de España y la comunidad indígena es
más importante que el dato histórico de un Carlos V vestido con casaca y
peluca como si fuera Carlos III.
La mayor parte de estos “mapas”, así como las copias más recientes de los
títulos primordiales, fueron elaborados en una época de crisis para las comu-
nidades indígenas. Entre 1766 y 1784 se eliminó la autonomía financiera de
los municipios y se les sometió a la vigilancia y las decisiones del gobierno vi-
rreinal con el objetivo de reducir los egresos destinados a las fiestas religiosas
(comidas ceremoniales, corridas de toros y los fuegos pirotécnicos) y encau-
zarlos hacia las escuelas.241 Por otro lado, los obispos borbónicos eliminaron
numerosas cofradías que no tenían autorización episcopal y limitaron su fun-
cionamiento adscribiéndolas al control de los curas párrocos. Ambas reformas
tendían a limitar el manejo de los fondos comunitarios por parte de los gober-
238
J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala..., pp. 194 y ss. Estos cuadros regiona-
les deben enlazarse en la tradición de los códices Techialoyan y son una expresión más de los
mecanismos legales que oponía la nobleza indígena ante las nuevas disposiciones borbónicas.
239
Luis Reyes García, La escritura pictográfica de Tlaxcala, pp. 227-234.
240
J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en op. cit., p. 99.
241
D. Tanck, op. cit., pp. 18 y ss.
438 la era ilustrada

nadores y de los cabildos indígenas, que para entonces estaban ocupados ya


por mestizos.242
En ese contexto, la pintura se convertía no sólo en una prueba de “cris-
tiandad” y devoción, sino también en el género de representación más idó-
neo para las elites indígenas, quienes por medio de ella se mostraban como
miembros destacados de la sociedad, en nada menores a los españoles. Por
ello, al igual que lo hacían los criollos, los caciques indomestizos acudieron
a los hechos fundacionales del reino para legitimar unos privilegios que les
estaban siendo cuestionados. Esta nobleza se mostraba a sí misma como
colaboradora en la conquista, hecho que sin ella no habría podido llevarse a
cabo, por lo que la imagen de Cortés se había vuelto emblemática del pacto
entre los “indios” y la Corona, a diferencia de lo que pasaba con las ciudades
españolas, para las cuales la conquista de México-Tenochtitlan no avalaba
ningún suceso que remitiera a su propia fundación. Pero sobre todo, la no-
bleza indígena se hacia pintar en el acto de recibir el bautismo durante la
primera etapa evangelizadora. En un lienzo colocado en la capilla bautismal
del templo de Tonantzintla (Puebla), junto al bautizo de Cristo en el Jordán,
los caciques del pueblo colocaron una escena de los señores de Tezcoco reci-
biendo el agua sacramental de manos de Bartolomé de Olmedo, agua que
significaba al mismo tiempo conversión y alianza. Es por demás significativo
la equiparación en dignidad y presencia de los señores indígenas con Cortés
y los españoles colocados frente a ellos en el cuadro.
El cuadro fue pintado por Gregorio José de Lara (conocido también con el
sobrenombre de “El mixtequito”) alrededor de 1755 y se basaba en una noticia
de Antonio de Solís, quien en su difundida Historia de la conquista de México
señalaba al mercedario como el ministro del sacramento que convirtió al se-
ñor indígena en cristiano, a pesar de que la tradición tezcocana atribuía a los
franciscanos ese bautizo. Los caciques de Tonanzintla que mandaron pintar el
lienzo, al colocar a Olmedo pretendían remitir la conversión de los indios caci-
ques a la época misma de la conquista. Con un cuadro de bautizos múltiples,
los caciques indios y sus familias ratificaban su presencia en un hecho funda-
cional de la Nueva España y avalaban, con la aceptación de la fe cristiana por
sus antepasados, sus derechos de gobierno y sus privilegios de clase.
Junto con la exaltación de los hechos fundadores, los caciques indios
también imitaron a las patrias criollas en la exaltación de sus imágenes y de
sus santos, aunque sus discursos sean básicamente visuales y vinculados a la
oralidad y muy pocas veces lleguen a plasmarse en la escritura. A veces, el
control de esos símbolos identitarios les fue arrebatado por las autoridades
eclesiásticas, en otras ocasiones los intereses de ambos grupos coincidían.
Un ejemplo del primer caso lo podemos observar en el santuario de Ame-
cameca que, como se recordará, había sido fundado en el siglo xvi alrededor

242
S. Gruzinski, “La segunda aculturación; el Estado ilustrado y la religiosidad indígena en
Nueva España (1775-1800)”, op. cit., pp. 175-202.
la era ilustrada 439

de las reliquias de fray Martín de Valencia y de una imagen de Cristo en el


sepulcro. Desde su fundación, y a pesar de la presencia de los dominicos, la
cueva en el cerro de Amaqueme había estado a cargo de la comunidad indí-
gena representada por la cofradía del Santo Entierro. En 1687 ésta se unió a
la del Santísimo Sacramento con la ratificación del arzobispo Aguiar y Sei-
jas, después de su visita pastoral al lugar.243 A fines del siglo xviii el episcopa-
do seguía promoviendo el culto, pues en 1794 los obispos de Puebla y Sonora
concedieron indulgencias a aquellos peregrinos de sus diócesis que visitaran
el santuario.244
Por esas fechas concluía el largo curato de Lino Nepomuceno Gómez,
quien había tomado a su cargo la parroquia de Amecameca en 1777, a tres
años de haber sido dejada por los dominicos por la secularización. A lo largo
de más de tres lustros este cura había realizado importantes obras en el san-
tuario y en el pueblo (arcos, calzadas, vía crucis, edificación fuera de la cue-
va y decoración con temas eremíticos, como santa María Egipciaca y san Si-
meón el Estilita) convirtiéndolo en un Sacromonte, palabra que comenzó a
usarse hasta entonces para denominar al santuario. Detrás de estas obras no
sólo estaba la necesidad de consolidar la presencia del clero secular recién
instaurado, sino también meter en orden a las autoridades “indígenas” y
arrebatarles el control del lugar, cosa que ya había pretendido el cura ante-
rior al intentar crear un mayordomo autónomo que cobrara las limosnas del
santuario y que fuera independiente de la cofradía.
El conflicto se manifestó primero entre el cura y el cacique local, Luis
Páez de Mendoza, y después con el pueblo, que se quejó por la elevación
de los costos de los servicios parroquiales para remodelar el santuario. Para
Rigel García, que ha estudiado este fenómeno, la intervención en el cerro y
la cueva por parte del cura Gómez se insertaba en el programa episcopal de
control sobre las devociones populares; con esos trabajos, el viejo santuario
indígena de Amaqueme, controlado por la comunidad hasta entonces y con-
servado en su entorno natural, pasaba a convertirse en un Sacromonte con
edificaciones, accesos y servicios y bajo el cuidado y la explotación del clero
secular.245 Para entonces aún no se escribía un testimonio canónico sobre la
milagrosa imagen y ésta seguía teniendo una fuerte dependencia respecto a
la vida del ermitaño Valencia. Esto puede verse en la inscripción que conte-
243
Rigel García, De la cueva al sacromonte: cuerpos y territorios. El Santo Entierro del Ama-
queme, p. 30.
244
Fortino Hipólito Vera, El santuario de Sacromonte. O lo que se ha escrito sobre él desde el
siglo xvi hasta el presente, pp. 18 y ss. Este autor menciona una narración, recogida según dice
por un autor contemporáneo, en la cual se decía que la imagen había llegado a la cueva sobre el
lomo de una mula, desviada de su recua y estacionada en el lugar sagrado, con lo cual había
mostrado la voluntad divina de resaltar lo excepcional del Santo Cristo. A pesar de que el autor
alega la antigüedad de esta tradición tardía, no existe ningún texto virreinal que la avale, aun-
que su misma mención nos habla de la persistencia de modelos medievales (animales que por-
tan imágenes milagrosas) en un periodo tan tardío como el siglo xix.
245
R. García, op. cit., pp. 84 y ss.
440 la era ilustrada

nía una estampa del Santo Entierro de Sacromonte que circulaba a fines del
siglo xviii (seguramente formando parte de la promoción del cura Gómez) y
que fue recogida por la Inquisición. En ella se decía: “La imagen del Señor de
Meca que se venera en la cueva donde se refiere habérsele aparecido al V. P.
F. Martín de Valencia (1782)”.246 Por lo visto, ante el silencio de una tradición
canónica, a nivel popular circularon versiones milagrosas como ésta, que se
insertaba en las narraciones sacralizadas por las crónicas mendicantes.
Hubo otros casos, sin embargo, en los que la autoridad eclesiástica y la
comunidad tuvieron un interés común en promocionar imágenes y santos
propios y donde el signo no fue el conflicto sino la colaboración. Dentro de
ese marco se inscriben dos pinturas que se encuentran en el sotocoro de la
iglesia de Totolapan encargadas por la comunidad al pintor Francisco Valle-
jo. Se recordará que desde el siglo xvi la imagen de un Santo Cristo apareci-
da milagrosamente a fray Antonio de Roa había sido expropiada por los
agustinos para su Colegio de San Pablo de la capital y en el pueblo sólo ha-
bía quedado la cruz sobre la cual estaba la imagen. Las pinturas, por tanto,
deben entenderse en este contexto de “ausencia” del objeto sagrado original.
En una aparece el insigne misionero con el torso desnudo, cargando una
cruz sobre sus hombros y con unos leños ardientes bajo sus pies. Lo siguen
dos indios rapados (a la usanza del siglo xviii): uno en actitud devota entre-
cruza sus dedos, y el otro levanta un ramo para azotar al penitente. Frente a
él, un personaje tira de una cuerda atada a su cuello mientras varios indíge-
nas y un niño observan la escena. En el ángulo inferior, en un perol sobre
piedras y brasas, se calienta resina de ocote que será derramada sobre las
heridas del fraile y servirá para concluir el tormento. En el otro lienzo, el
mismo Roa recibe de manos de un ángel el Santo Cristo, aunque curiosa-
mente esta escena se encuentra en un segundo plano, pues el primero lo
ocupa la imagen admirada por cuatro agustinos.
Los cuadros de Totolapan parecen estar relacionados también con la pre-
sencia de un religioso peninsular llamado fray Manuel González de la Paz
y del Campo. Este fraile fue cronista de la provincia, prior de México (1750 y
1754) y de Totolapan (a partir de 1758) y escribió, además de una crónica del
convento de San Agustín de la capital, una biografía inédita de fray Antonio
de Roa. Su admiración por el fraile penitente, peninsular como él, lo llevó a
promover en 1740 la exhumación de sus restos mortales para colocarlos en
un lugar prominente del templo para su veneración. El fracaso de sus inten-
tos y la poca atención que el arzobispado dio a su propuesta, fueron quizá la
causa de que buscara otros medios, como la pintura y la biografía, para man-
tener viva la memoria de su admirado Roa, a lo menos en la comunidad indí-
gena donde él había evangelizado.247 Para la comunidad, sin duda, el colocar

246
agnm,
Inquisición, v. 1360, exp. 1, año 1795, f. 357. Catálogo de ilustraciones, núm. 4900.
247
Ver Víctor Ballesteros García, La crónica de fray Manuel González de la Paz de la Orden de
San Agustín.
la era ilustrada 441

esos cuadros en su templo era un medio para que la memoria indígena se


conservara alrededor de Roa, su santo fundador, y de la expropiada imagen
milagrosa asociada a él. Esa persistencia de la memoria permitió a la larga la
recuperación del objeto sagrado, aunque esto no se dio sino hasta 1861.
La exaltación de los santos misioneros fundadores de pueblos en el ámbi-
to indígena puede observarse en un cuadro que está en el templo parroquial
de Totimehuacán (Puebla). El tema, tomado de los grabados y lienzos sali-
dos de Rubens, tiene aquí un sentido de exaltación de la Iglesia novohispana.
Un carro alegórico con la Iglesia triunfante atropella con sus ruedas a varios
indios idólatras y es tirado por una procesión en la que aparecen frailes y ca-
ciques con sus nombres: Olmedo, Zumárraga, Gante, Valencia y Motolinia,
entre los primeros, y los señores de Tlaxcala y Tezcoco, entre los segundos;
pero, salvo Juan Díaz, los seculares (como el obispo Vasco Quiroga) están
ausentes. Parecería una visión idílica que rememora los viejos tiempos dora-
dos en los que se había colocado la sociedad perfecta, una república de indios
dirigida por frailes y por caciques. Es explicable tal visión si se tiene en cuen-
ta la ruptura que han traído consigo las reformas borbónicas y los obispos
regalistas. Lo más curioso es que este cuadro, como otros que hemos visto,
se pintaba para un templo que había sido secularizado por Palafox más de
cien años atrás. La persistencia de las devociones franciscanas en estas pa-
rroquias es una prueba del influjo que dejaron en ellas los frailes y quizá una
crítica contra la política borbónica que estaba perjudicando tanto a los reli-
giosos como a las organizaciones comunales de los pueblos. Es muy intere-
sante que el destino de la procesión sea una ciudad, una Jerusalén terrena,
cuya situación lacustre y el emblema del águila que está sobre ella la vincula
con México-Tenochtitlan. A fines del siglo xviii el esquema de la capital como
Jerusalén ya había alcanzado tal difusión que funcionaba como el modelo de
ciudad hasta en un pequeño pueblo de la zona poblana como Totimehuacán,
siendo su escudo de armas un emblema que se tomaba como propio.
Si los símbolos criollos de la capital tenían este alcance en comunidades
indígenas tan alejadas, el que tuvieron entre los indios de la ciudad de Méxi-
co fue aún mayor. Muestra de ello es un cuadro de la colección Franz Mayer,
en donde san Hipólito va montado sobre el dorso del águila dorada y batien-
te de México-Tenochtitlan. A sus pies, en señal de veneración, se encuentran
el emperador Moctezuma con su séquito y Pedro de Alvarado (quien consu-
mó el cerco de Tlaltelolco antes de la caída de Tenochtitlan) con los conquis-
tadores, ambos como representantes de las dos repúblicas que formaban la
ciudad. Dos cosas sorprenden de este cuadro de clara raigambre criolla: una
es la vestimenta que porta Moctezuma, la cual se separa abiertamente de
la tradición local (copilis y ricos trajes a la romana) para seguir el modelo
europeo plasmado en la Historia de Solís; la segunda es la inscripción que
se encuentra al pie del tunal que deja en claro el mecenazgo indígena de la
obra: “La conquista de México fue a 12 de agosto de 1521. A debosión de
Don Hipólito Caciano Ayotzi Hernández, se hizo este lienzo a 10 de agosto
442 la era ilustrada

de 1764”. El cuadro es muestra de la necesidad de un mecenas indio por alle-


garse el prestigio de un santo que, además de ser su patrono personal, era
un emblema para los criollos. Es notable también en el cuadro la cristianiza-
ción ya consumada de la figura de Moctezuma, a quien se representa como
un devoto fiel del santo protector de la capital.
La imagen de Moctezuma creada por los criollos, que como vimos se di-
fundió a través de la fiesta, tuvo otro impacto entre los indígenas además de
éste relacionado con la asimilación de la conquista. El emperador mexica
aparece mencionado en las rebeliones indígenas del siglo xviii como un sím-
bolo de negación y rechazo del mundo hispánico. Agustín Ascuhul, indio
guayma que atrajo hacia su predicación a numerosos pimas en 1778, decía
que Moctezuma era un dios creador del cielo y de la tierra y que pronto re-
gresaría a instaurar una era de paz para los indios en la que los españoles
serían sus esclavos; esto sucedería después de que el mundo fuera destruido.
El profeta prometía a los que lo siguieran salud y juventud y fabricó una fi-
gura a la cual tenían acceso unos cuantos, y le ponía en la boca un cigarro
que después compartía con los concurrentes; también se le ponía comida
como ofrenda, al igual que rosarios y joyas. Agustín llegó a reunir hasta tres
mil indios guerreros para defenderse de un posible ataque pero finalmente
fue capturado y ajusticiado.248 En Yucatán, Jacinto Uc de los Santos se pre-
sentó a sí mismo en 1761 como Canek Rey Moctezuma, un hombre dios
mesoamericano con rasgos de Jesucristo, que venía a instaurar los nuevos
tiempos en los que los indios quedarían liberados del yugo hispánico, y cuya
inspiración había nacido de su estancia en la insumisa región de los itzáes.249
Hasta los dos extremos del reino, Sonora y Yucatán, zonas que jamás habían
estado bajo el dominio mexica, había llegado la figura de Moctezuma forjada
por los criollos y asimilada por los indios nobles mesoamericanos. Sin em-
bargo, su recepción no se daba en el mismo sentido con el que ellos la conci-
bieron, pues para los indios rebeldes el rey mexica era un dios, un símbolo
de liberación de la opresión y no de sujeción al imperio español.
En contraste con esos discursos de rechazo, los dirigentes de las pobla-
ciones indígenas de la antigua Mesoamérica tenían totalmente asimilados
los temas de la conquista, y sus héroes (Cortés, Moctezuma y la Malinche)
formaban parte de los símbolos que les permitían acceder a beneficios y con-
servar privilegios. Esa necesidad de prestigio fue también la que llevó a los
caciques indios a promover la fundación de conventos exclusivos para sus
hijas, tema que destapó una fuerte polémica acerca de la capacidad de los in-
dios para tener acceso a la santidad. En México, Pátzcuaro y Oaxaca los ca-
ciques obtuvieron ese privilegio no sin enfrentar alguna oposición. En la capi-
tal, el monasterio de Corpus Christi fue una promoción del virrey marqués

248
José Luis Mirafuentes, “Agustín Ascuhul, el profeta Moctezuma. Milenarismo y acultura-
ción en Sonora”, Estudios de Historia Novohispana, vol. 12, pp. 123 y ss.
249
Pedro Bracamonte y Sosa, La encarnación de la profecía, Canek en Cisteil, pp. 107 y ss.
la era ilustrada 443

de Valero y de un grupo de caciques indomestizos, quienes aportaron los


fondos para un edificio que estaba ya prácticamente terminado para 1723.
El arzobispo José Lanciego y el provisor de los franciscanos habían ya otor-
gado licencia para su fundación bajo la regla de Santa Clara y el cabildo de
la ciudad había dado también su autorización, por lo que en 1720 el virrey
Valero solicitó al rey el permiso de fundación.250 En 1723 el rey pidió infor-
mes a la audiencia de México sobre la necesidad de tal monasterio y ésta so-
licitó a su vez dictámenes a los ministros de doctrina de la capital sobre la
capacidad de las indias para la vida religiosa. El caso sirvió de pretexto para
desatar una polémica acerca de las capacidades espirituales del indio.
Los franciscanos, agustinos y dominicos respondieron que la fundación
era indispensable, que las indias eran muy inclinadas a la castidad y que mu-
chas ya habían mostrado una clara aptitud para la vida religiosa viviendo
como donadas en los monasterios de españolas. Frente a estas opiniones fa-
vorables, un grupo de jesuitas del Colegio de San Gregorio presentó la opi-
nión contraria; para ellos las indias eran inconstantes, muy cortas en sus al-
cances, incapaces de distinguir y lograr la perfección, ni la prudencia y
cordura necesarias para gobernarse como comunidad. Según ellos, lo único
viable para esas indias nobles era crear un beaterio, en el ya concluido edifi-
cio, bajo la administración de un sacerdote virtuoso que las guiara.251 En
1724, para contrarrestar la campaña opositora al nuevo establecimiento, sa-
lía impreso en México el texto del también jesuita navarro Juan de Urtas-
sum, La gracia triunfante en la vida de Catarina Tegakovita, traducción de una
biografía que había escrito otro miembro de la compañía en la Nueva Fran-
cia (el padre Pierre Cholenec) que exaltaba la vida virtuosa de una iroquesa
de Canadá. La obra iba encabezada por el parecer del clérigo zacatecano Ig-
nacio Castorena y Ursúa (vicario y provisor del arzobispado), en el que se
expresaba una defensa abierta a la fundación del convento de Corpus Christi
y a la capacidad espiritual de los indios. Como prueba, el vicario argumenta-
ba que “en tiempo de su gentilidad existían escogidas matronas que gober-
naban comunidades de vestales mexicanas”, cuya vida era tan rigurosa como
la de las monjas cristianas.252 El carácter apologético del texto de Urtassum y
de la declaración de Castorena y su relación directa con la polémica sobre
Corpus Christi se ponía también de manifiesto en un apéndice en el que se
incluían las vidas de seis indias mexicanas, algunas donadas, otras casadas,
que vivieron en castidad y virtud.253 El 10 de septiembre de 1724 se dedicaba

250
María Concepción Amerlinck y Manuel Ramos, Conventos de monjas..., p. 122.
251
agnm, Historia, v. 109, exp. 2, fols. 8 r.-55 v.
252
Aprobación de Ignacio Castorena y Ursúa a Juan de Urtassum, La gracia triunfante en la
vida de Catarina Tegakovita, india iroquesa, y en las de otras así de su nación como de esta Nueva
España.
253
Asunción Lavrin, “Indians Brides of Christ: Creating New Spaces for Indigenous Women
in New Spain”, Mexican Studies / Estudios Mexicanos, 15 (2), pp. 225-260. En este artículo la
444 la era ilustrada

el templo y poco después las indias y los caciques fundadores levantaban un


pleito contra el ingreso de novicias españolas al convento, pues ello limitaría
las oportunidades de las aspirantes indígenas.
La segunda fundación de este tipo fue realizada en Valladolid de Mi-
choacán. Dos caciques de Pátzcuaro ya habían iniciado una capilla a sus ex-
pensas para tal fin y, a instancias suyas, el comisario de los franciscanos con-
siguió en 1734 un real acuerdo para que se iniciara la construcción de un
instituto similar al de Corpus Christi de la ciudad de México. Sin embargo,
esta fundación también encontró oposición, ahora en el obispo Juan José de
Escalona y Calatayud y en el cabildo de la catedral de Valladolid; sin embar-
go, esta contradicción no se relacionaba con la capacidad de las indias sino
con cuestiones de jurisdicción; el ordinario pretendía que el nuevo monaste-
rio estuviera en la capital episcopal y sujeto a su autoridad y no a la del pro-
vincial franciscano.254
El conflicto finalmente se superó y en 1737 la obra se estaba concluyen-
do bajo los auspicios del mismo obispo Escalona y con la ayuda del cabildo
criollo de la ciudad de Valladolid (que ofreció doce mil pesos) y del canó-
nigo Marcos Muñoz, quien se convirtió en uno de los principales patronos
del monasterio, que se construiría cerca de la ermita de Nuestra Señora de
Cosamaloapan y bajo la advocación. Ese mismo año llegaban a él, como
fundadoras, monjas de Corpus Christi.255 En uno de los sermones dichos
en la ceremonia de fundación, el jesuita Juan Uvaldo de Anguita señaló que
el convento era el último escalón en el proceso de evangelización de los taras-
cos, proceso que se había iniciado desde la época prehispánica con algunos
signos divinos que prepararon a los indígenas para recibir el mensaje cristia-
no. Yuxtaponiendo los símbolos de las viejas deidades con el cristianismo, el
jesuita pretendía explicar no sólo la facilidad con que se implantó la nueva
fe en Michoacán, sino también expresar las expectativas que se tenían sobre
la convivencia pacífica entre monjas indias y españolas en el recién fundado
instituto. Al igual que pasó con la conquista espiritual, ambos mundos po-
dían llegar a construir una armoniosa comunidad cristiana.256
Pero el sermón del padre Anguita era sólo eso, una expectativa. Al igual
que había sucedido en la fundación de la capital, en ésta de Valladolid la
admisión que hicieron los franciscanos de novicias españolas ocasionó de
nuevo conflictos con los fundadores y con las religiosas indígenas. El comi-
sario fray Pedro Navarrete, que tenía una muy mala opinión de la capacidad

autora hace una interesante recapitulación de las fundaciones religiosas para mujeres indígenas
y de su hagiografía desde el siglo xvi.
254
agnm, Historia, v. 109, exp. 4, fols. 133r.-188 v.
255
M. C. Amerlinck y M. Ramos, op. cit., pp. 202 y ss.; A. Lavrin, “Indians Brides of Christ…”,
op. cit., p. 250.
256
Véase Juan Uvaldo de Anguita, El divino verbo sembrado en la tierra virgen de María Santí-
sima Nuestra Señora da por fruto una cosecha de vírgenes. La referencia y el resumen de esta
obra se encuentran en A. Lavrin, “Indians Brides of Christ…”, op. cit., pp. 257-259.
la era ilustrada 445

de las indias para la vida religiosa, justificaba esas admisiones de blancas en


los conventos de indias como una necesidad para elevar su nivel espiritual.
Entre 1735 y 1752 el clérigo indio Diego de Torres organizó una campaña
para solicitar al virrey la salida de las novicias españolas de los conventos
de indias; el sacerdote argumentaba que eran muy pocos los espacios que
éstas tenían para llevar a la práctica su vocación y era injusto que las espa-
ñolas ocuparan esos lugares teniendo para su uso todos los otros conventos;
además expresaba que las monjas indias eran maltratadas por sus preladas
blancas y en 1752 se quejaba porque en diez años no habían sido acepta-
das novicias nativas en el monasterio.257
En 1767 los indios caciques de Oaxaca solicitaban la fundación de otro
convento similar en su ciudad, aunque la idea ya había sido expresada por el
prior del convento de San Agustín de Antequera desde 1743; esta fundación,
según él, no sólo ayudaría a limpiar esas tierras de idolatrías y a implantar la
hispanización de los indios, sino además se disminuirían los terremotos gra-
cias a las oraciones de esas religiosas. En 1774, el virrey Bucareli recibió fi-
nalmente la autorización de la Corona para fundarlo bajo la advocación de
Nuestra Señora de los Ángeles, aunque las fundadoras no llegaron a ocupar-
lo sino hasta 1782. Por esas fechas, el obispo de Oaxaca, José Gregorio Alon-
so de Ortigosa, al escribir las reglas de gobierno para este monasterio, exigió
que sólo fueran aceptadas en él novicias indias y, excepcionalmente, mesti-
zas, siempre que fueran hijas de familias nobles. La advertencia se hacía ne-
cesaria quizás a causa de las malas experiencias que se habían dado en Méxi-
co y en Michoacán.258
La defensa de los caciques de México, Pátzcuaro y Oaxaca para conser-
var sus espacios monásticos sólo para mujeres indias es una clara muestra
de la presencia de una identidad definida y defendida en esas tres ciudades
que, a imitación de los cabildos españoles, consideraban como un timbre de
orgullo local tener monasterios de “vírgenes” dedicadas a Dios. La misma
actitud podemos vislumbrar en los dirigentes de las parcialidades de San
Juan Tenochtitlan y Santiago Tlatelolco de la capital, quienes en 1784 y 1791
pagaban dos reimpresiones del libro del jesuita Antonio de Paredes sobre la
otomí Salvadora de los Santos; el texto había salido a la luz por primera vez
en 1763, un año después del deceso de la venerable. El hecho es muy signifi-
cativo, no sólo por ser una gestión de los gobernadores indígenas de la ciu-
dad de México, sino también porque el texto se utilizó como cartilla de pri-
meras letras —según lo señala de dedicatoria inicial hecha al virrey Matías
de Gálvez— para “proveer las escuelas y migas donde nuestros hijos son edu-
cados”; en él, además de aprender a leer, los niños serían enseñados “a imitar
las virtudes cristianas”.259

257
A. Lavrin, “Indians Brides of Christ…”, op. cit., pp. 248 y ss.
258
Ibid., pp. 243, 252-254; M. C. Amerlinck y M. Ramos, op. cit., pp. 279 y ss.
259
Véase Antonio de Paredes, Carta edificante en que el padre... de la extinguida Compañía de
446 la era ilustrada

A principios del siglo xix estas parcialidades exigían una mayor presen-
cia en el ámbito urbano de la capital. En 1809 solicitaron al arzobispo virrey
Francisco Xavier de Lizana poder incorporarse en el paseo del pendón, fiesta
hasta entonces exclusiva de los criollos. La autoridad ordenó al ayuntamien-
to que los acogiera. En 1810, éste se negó a repetir el acto del año anterior y
el pleito pasó a la audiencia, “donde el fiscal protector de indios, siguiendo el
alegato del apoderado de las parcialidades, dictaminó que los indios eran
dignos de participar, pues entre ellos había muchos descendientes de caci-
ques que eran nobles”.260
A fines del siglo xviii, además de la capital, solamente otras dos ciudades
poseían de manera simultánea un cabildo de españoles y otro de indios que
funcionaban de manera independiente: Pátzcuaro y Querétaro.
En el primero el debilitamiento del cabildo indígena se dio a raíz de la
refundación del ayuntamiento de la “república de españoles” en 1689. Du-
rante las primeras décadas del siglo xviii, avalados por algunas autoridades,
los criollos patzcuarenses alegaban que la mudanza de la catedral a Vallado-
lid no había provocado el cambio de la capital civil, la cual seguía siendo
Pátzcuaro como sede de la alcaldía mayor. Posiblemente en este contexto y a
raíz de la epidemia de 1737, la virgen de la Salud era proclamada patrona de
la ciudad de Pátzcuaro a instancias del cabildo criollo. En este contexto se
publicaba en 1742 el texto sobre la imagen milagrosa del jesuita nacido
en Guadalajara y rector del Colegio de Pátzcuaro, Pedro Sarmiento (1694-
1747).261 Pero eso no beneficiaba en nada al cabildo indígena, el cual apare-
cía públicamente en las fiestas supeditado al ayuntamiento español.
Durante los conflictos que asolaron la región a raíz de la expulsión de los
jesuitas en 1767, el gobierno indio de Pátzcuaro adquirió un nuevo protagonis-
mo. El entonces gobernador Pedro Soria Villarroel, quien había conseguido
un gran prestigio entre los pueblos del lago por encabezar la reconstrucción
de la capilla isleña de San Pedro, símbolo religioso del señorío indígena, se
convirtió en la cabeza del movimiento. Sus buenas relaciones con los criollos
de la región, su negativa a entregar los tributos al alcalde mayor, su lideraz-
go sobre la población mestiza y mulata y el prestigio que tenía la sede de
Pátzcuaro sobre los indígenas ribereños le dieron la posibilidad de reunir un
contingente armado con hondas, arcos y flechas. Según la autoridad virreinal

Jesús refiere la vida ejemplar de la hermana Salvadora de los Santos, india otomí, que reimprimen
las parcialidades de San Juan y Santiago de la capital mexicana. Ese texto se encuentra en la Bi-
blioteca del Museo Nacional de Antropología empastado junto al de Jacinto Morán Buitrón, La
Azucena de Quito… La edición de 1684 se hizo en la imprenta de los herederos de José de Jáure-
gui (José Toribio Medina, La imprenta en México (1535-1821), 8 vols., Amsterdam, N. Israel,
1965, vol. vi, p. 408). La de 1763 en la Imprenta Real del Colegio de San Ildefonso.
260
Andrés Lira, Comunidades indígenas frente a la ciudad de México. Tenochtitlan y Tlatelolco,
sus pueblos y barrios (1812-1919), p. 41.
261
Juan Carlos Ruiz Guadalajara, Dolores…, vol. ii, p. 366; Pedro Sarmiento, Breve noticia
del origen y maravillas de la milagrosa imagen de Nuestra Señora de la Salud... de Pátzcuaro.
la era ilustrada 447

“quería apropiarse de la absoluta dominación del reino de Michoacán, supo-


niéndose descendiente de sus antiguos señores”. Sin embargo, su oposición
no iba dirigida contra el gobierno virreinal, sólo manifestaba una queja con-
tra las levas y los abusos de las autoridades españolas. Por ello, a instancias
de los mismos jesuitas, desistió de sus intentos de rebelión, se sujetó a las au-
toridades e intentó aplacar el descontento que él mismo había fomentado.262
Con su actitud, el gobernador Soria perdió credibilidad entre los rebel-
des. Otros líderes menos sumisos al régimen y más radicales en sus deman-
das tomaron las riendas de la rebelión, que terminó ahogada en sangre. En
las consignas de sus gritos (“Muera el rey, muera el obispo, mueran todos los
gachupines y viva el rey indiano”) podía observarse la ruptura que existía
entre las demandas de la población y la posición sumisa y colaboracionista
de sus gobernantes indígenas.
Después de este incidente, las autoridades indias de Pátzcuaro perdieron
su representatividad. Para la segunda mitad de la centuria, al convertirse
Valladolid en la capital de la intendencia en 1786 y en cabecera política, ad-
ministrativa y militar de Michoacán, Pátzcuaro, con sus dos cabildos, quedó
definitivamente marginado.263
Como en Pátzcuaro, Querétaro poseía también un cuerpo de república;
éste estaba sujeto desde mediados del siglo xvi a las órdenes de la familia
Tapia, la cual dejó como beneficiario de su fortuna al monasterio femenino
de Santa Clara; a principios del siglo xvii los Tapia fueron sustituidos por
Nicolás de San Luis Montañés y después por Baltasar Martín, quien se en-
frentó a las pretensiones de las clarisas sobre tierras del común. Aunque des-
de 1656, al otorgársele el título de ciudad, el cabildo español se abrogó la
autoridad máxima, los gobernadores indios tuvieron aún una relativa pre-
sencia en las ceremonias. En el siglo xviii participaban en los paseos festivos
a caballo, ataviados “a la romana” con “penachos, jaeces y gualdrapillas” y
con un séquito de indios vestidos a la manera de “su gentilidad”. Para en-
tonces, la comunidad indígena de Querétaro era muy numerosa, pues en la
procesión de los Cristos, su principal fiesta, participaban más de ocho mil
personas.264 Sin embargo, su actuación como cuerpo político no tenía mayor
influjo en la ciudad, lo que posiblemente generó a fines del siglo xvii el mito
fundador que daba a los indios otomíes un papel fundamental en la funda-
ción de la ciudad y en la batalla milagrosa en el cerro de Sangremal, con lo
cual se restituiría la preeminencia arrebatada por los españoles en la ciudad.
Para conseguir privilegios de la Corona, los representantes indomestizos de
Querétaro debieron utilizar la retórica de la conquista, la participación del
apóstol Santiago y la cruz de la leyenda constantiniana como signos más

262
Felipe Castro Gutiérrez, Movimientos populares en Nueva España. Michoacán, 1766-1767,
pp. 111 y ss.
263
Carlos Herrejón Peredo, Los orígenes de Morelia: Guayangareo-Valladolid, pp. 300 y ss.
264
J. R. Jiménez Gómez, op. cit., pp. 34, 75 y 114.
448 la era ilustrada

efectivos de su “hispanidad” que hablar de un poblamiento pacífico de la


zona, lo sucedido en realidad.
El primer testimonio indígena que mencionaba los prodigiosos hechos
fue la denominada Relación histórica de la conquista de Querétaro. Rafael Aya-
la, el editor moderno del texto y quien le puso ese título, piensa que se trata
de un traslado mandado hacer por Nicolás Montañés en el siglo xvi, como
una relación de méritos, pero a mi parecer es más bien un texto de elabora-
ción tardía, posiblemente de finales del siglo xvii.265 Por principio de cuentas,
una nota que lo antecede, firmada por el guardián fray José Díez, tiene la fe-
cha de 1717, en que fue copiado para ingresarlo a la biblioteca del Colegio de
Santa Cruz, donde lo trabajó, como vimos, el padre Santa Gertrudis. Por otro
lado, tanto por su contenido como por su forma narrativa, el documento está
más bien emparentado con los “títulos primordiales”, narraciones míticas de
la fundación de los pueblos, que con una relación de méritos.
El texto presenta varias marcas características de la oralidad, es decir,
de un texto que ha ido acumulando hechos sin respetar la lógica que impone
la escritura: primero, su sintaxis, sin concordancia de tiempos, géneros o
números, parece una versión transmitida por un hablante de una lengua in-
dígena con un conocimiento insuficiente del castellano; segundo, se descubre
la presencia de varias generaciones de narradores que han ido agregando a la
historia nuevos elementos, como se puede notar en la repetición de temas y
asuntos a lo largo del texto y en la falta de concordancia histórica entre los
personajes, pues se menciona que don Nicolás pidió permiso al virrey Ve-
lasco (quien gobernó en la segunda mitad del siglo xvi), a quien pone como
contemporáneo de la Segunda Real Audiencia (1530-1535) y del emperador
Carlos V; tercero, la atemporalidad de los hechos, la datación de la batalla
milagrosa en la fecha imposible de 1502 (varias veces repetida a lo largo
del texto) es característica de las tradiciones orales, en las que la narración
acumula hechos de diferentes épocas sin importar la precisión cronológica;
cuarto, la asociación del personaje heroico con acontecimientos que han sido
sacralizados por la historia oficial, y por tanto son referentes obligados para
validar la veracidad de lo que se narra, como el bautizo de los señores de
Tlaxcala, la presencia de Hernán Cortés, del emperador Carlos V y de la Ma-
linche, a quien se le llama congregadora y pobladora de México y se le hace
esposa de Moctezuma;266 quinto, junto con esta tradición histórica reciclada
se puede observar también la adquisición de elementos narrativos tomados
de la retórica española, como la descripción de la batalla, en la que aparecen
“cientos de armas de fuego, cajas y clarines de guerra”; los capitanes indios
portan estandartes con las estampas de la Concepción, el Espíritu Santo y
265
Rafael Ayala Echávarri, “Relación…”, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Esta-
dística, vol. lxvi, núms. 1 y 2, pp. 109 y ss. Una reedición del texto de esa relación con un estu-
dio introductoria en A. Rubial García, “Santiago y la cruz de piedra...”, en Ricardo Jiménez
(ed.), Creencias y prácticas religiosas en Querétaro. Siglos xvi-xix, pp. 25-104.
266
R. Ayala Echávarri, “Relación…”, op. cit., p. 125.
la era ilustrada 449

Juan Bautista, visten petos de bronce, usan darga (¿por adarga?) y sus ca-
ballos llevan “cilla antigua bordada de seda pasada, negro y verdes”, por-
tan además como estandarte a su patrono, pues “!todos son caballeros de
Santiago¡”;267 sus enemigos, en cambio, son “el capitán Lobo y don Coyote”
y se les llama indistintamente chichimecos, mecos o caribes, clara alusión a
las crónicas hispánicas, y sexto, la inserción del prodigio como parte de la
narración, común a muchos de los “títulos primordiales” y que sirve de aval
a la fundación mítica, la aparición de Santiago tomada de la rica tradición
española al respecto y la cruz milagrosa de la promoción franciscana.
Entre 1700 y 1800 aparecieron nuevos materiales, que los franciscanos
utilizaron para sus propios fines, y que daban el protagonismo, como vimos,
a Nicolás de San Luis Montañés sobre Fernando de Tapia. Una fue el Instru-
mento del pueblo de San Francisco de Acámbaro que copió Beaumont e in-
cluyó en su crónica. 268 Otras tres relaciones, éstas vinculadas con los ámbi-
tos otomíes en San Luis Potosí, presentaban versiones sobre el mismo tema
de la batalla milagrosa.269 Todavía a principios del siglo xix se escribían unos
“Testimonios y diligencias hechos en los años de 1519 a 1531”; en ellos se
incluía una relación “de la santa cruz y del Santo Cristo de la conquista” que
se basaba en el libro del padre Santa Gertrudis para dar su propia versión de
los hechos. Este documento cerraba el círculo de una leyenda, nacida en el
ámbito indígena, llevada a la imprenta por los religiosos españoles y final-
mente retornada a la tradición de la que había partido, aunque enriquecida
por la difusión impresa.270
Frente a la tradición avalada por los documentos del monasterio de San-
ta Clara sobre el protagonismo de Hernando de Tapia (que sostenían Félix
de Espinosa y Zelaa e Hidalgo), los testimonios indígenas habían preferido
la versión que ponía a Montañés como el héroe del acontecimiento. Es por
demás significativa la presencia de dos retratos de él, al parecer de mecenaz-
go indomestizo, pintados en ámbito queretano de la segunda mitad del siglo
xviii. En el más antiguo, y de factura más culta, se mostraba a Nicolás Mon-
tañés como caballero de Santiago y detrás de él una reconstrucción de la

267
Ibid., p. 138.
268
El documento que transcribe Beaumont es un traslado “fielmente sacado del instrumento
que tiene el común de indios de este pueblo de San Francisco de Acámbaro; y para que conste
ser verdad todo lo que contiene esta copia simple, yo, Luis Antonio Alejo, escribano de repúbli-
ca de este dicho Pueblo de Acámbaro, la firmé en él, en seis días del mes de Agosto de mil sete-
cientos y sesenta y un años”.
269
Primo Feliciano Velásquez, en su Historia de San Luis Potosí (vol. i, p. 366), menciona las
siguientes: una de San Bartolomé Aguascalientes, conservada en copia del siglo xix y que publi-
có Frías en su opúsculo La conquista de Querétaro (1906), pp. 131-141; otra que también fue
publicada por Frías en el mismo escrito (pp. 79 a 98) aparece suscrita por el copiante Josef Gre-
gorio Jilotepeque, y una última, “Memoria inédita”, que Velásquez dice tener en su poder gra-
cias a una copia que le dio Fulgencio Ramírez.
270
La noticia se encuentra en una nota de David Wright (op. cit., p. 80) y pertenece a un tras-
lado hecho en San Miguel de Allende en 1947.
450 la era ilustrada

mítica batalla de Sangremal con Santiago y la cruz suspendidos en el cielo.


En la cartela que lo acompaña se hace explícita mención a la obra del padre
Santa Gertrudis. No sabemos quién gestionó la pintura, la cual según Valen-
tín Frías se encontraba en el Colegio de Santa Cruz de Querétaro a princi-
pios del siglo xx. No parece probable que el lienzo haya sido encargado por
los religiosos y más bien correspondería al interés de algún descendiente del
cacique por mostrar las glorias de su antepasado.271 A principios del siglo
xix un segundo retrato de Montañés, de factura muy popular, lo representa
también con la escena de la batalla y menciona en una cartela explicativa la
Descripción panegírica del padre Santa Gertrudis. La obra está fechada en
1807 y señala: “[se co]locó este lienzo a expensas del bachiller don Ignacio
Montañés, profesor en cirugía”.272 Ambos retratos (actualmente en el Museo
Regional de Querétaro) son una prueba de la presencia viva de esta otra tra-
dición, tan vigente como la que atribuía la conquista a Hernando de Tapia.
Sin embargo, estos cuadros parecen ser obras encargadas a nivel privado y
no por el cuerpo de la república indígena de Querétaro, para entonces bas-
tante decaído.
El caso de la cruz de piedra, en cambio, nos remite a una identidad mu-
cho más amplia que la del espacio queretano, como nos lo muestra el hecho
de que en todas las versiones indígenas de la tradición existen numerosos
paralelismos. Eso nos hace pensar en una tradición oral común al ámbito
otomí que se fijó en diferentes tiempos y que abarcó lugares tan distantes
como Acámbaro y San Luis Potosí.
Ese mismo fenómeno de expansión fue observado por William Taylor
respecto a otros cultos, también relacionados con cruces, en el ámbito oto-
mí, en especial el del Cristo de Ixmiquilpan (también conocido como del
Cardonal o Mapeté). Como vimos en los capítulos precedentes, esta imagen
había sido expropiada a principios del siglo xvii por el arzobispo Pérez de la
Serna a la comunidad otomí de las minas de Mapeté y colocada en el templo
de las carmelitas descalzas de la capital. La capilla original donde aconteció
el milagro estuvo al parecer abandonada hasta 1720, pero con motivo de la
reedición de la obra de Velasco en 1724, varios caciques otomíes de la zona
minera de Zimapán, el Cardonal y Plomo Pobre se disputaron el control del
lugar del prodigio, que desde 1728 comenzó a reconstruirse con una suntuo-
sa iglesia (concluida en 1765) y a atraer a numerosos peregrinos indígenas,
mestizos y españoles. La recolección de limosnas se volvió un tema central
de los conflictos entre los diferentes promotores del nuevo santuario, que se
llenó de diversas imágenes de Cristo que copiaban la original, pero en el cual
lo importante no eran éstas, sino el espacio sagrado donde aconteció el pri-
mer milagro y en el que seguían sucediendo curaciones y prodigios.

271
Véase Valentín Frías, La conquista de Querétaro.
272
Una buena reproducción del cuadro y de la cartela en J. Cuadriello, “El origen del rei-
no...”, en Los pinceles de la historia…, pp. 102 y 296.
la era ilustrada 451

Gracias a las redes que, como vimos, tenían las comunidades otomíes
en un extenso territorio que llegaba hasta el Bajío, Tlaxcala y Michoacán, el
culto a este Santo Cristo adquirió una territorialidad inusitada. A pesar de
que existía la esperanza, alimentada por la obra de Velasco, de que el Santo
Cristo que se veneraba en la capital regresara a Mapeté, su lugar de origen,
cuando se concluyera un santuario digno de él, esto nunca sucedió. Sin em-
bargo, durante la Cuaresma la procesión de los cristos, que llegaban de los
alrededores de la zona minera, convirtió a Mapeté en uno de los más impor-
tantes centros de culto de Nueva España.273
Éste no fue el único caso de culto a la cruz extendido en el ámbito otomí.
Vimos arriba el gran impulso que gracias a ellos tuvieron en el norte el Señor
de Chalma y otras devociones agustinas como la del Cristo Negro de Sala-
manca. Por otro lado, un gran número de otomíes fueron bautizados con el
apellido Cruz y muchas capillas de la zona otomí en Hidalgo estaban dedica-
das a esa advocación. Para este grupo, la cruz representaba vida y protección,
estaba asociada con el culto a los antepasados y con el dios de la lluvia y de las
montañas, Makata. Sin importar el espacio donde se encontrara, la cruz cons-
tituía por sí misma un elemento de identidad étnica que iba más allá de un
cabildo indígena o de un grupo de caciques locales, se convertía en un símbolo
de pertenencia, al igual que la lengua, a una comunidad otomí más extensa,
una nación en los términos hispánicos.274 Algo similar debió acontecer con los
cultos trasladados por los inmigrantes tlaxcaltecas y purépechas que llegaron
a colonizar las regiones norteñas y sobre los que sabemos muy poco.
Respecto a los segundos, el agustino Matías de Escobar nos ha dejado
una extensa relación de imágenes (una de María, la virgen de la Raíz de Xa-
cona, y diez de Cristo) veneradas en varios pueblos indígenas del obispado
de Michoacán alrededor de 1729, en las que el común denominador es su
factura milagrosa a partir de raíces y árboles. William Taylor ha encontrado
como patrón en casi todas las narraciones la presencia de un campesino que
recoge leña en el campo y descubre la imagen al intentar quemarla, y ob-
serva en ellas “las concepciones prehispánicas de un universo de capas su-
perpuestas fusionadas en las esquinas por árboles cósmicos”.275
Mientras las comunidades aborígenes afianzaban sus vínculos alrededor
de sus santos e imágenes, para principios del siglo xix las repúblicas indíge-
nas en las ciudades de México, Querétaro y Pátzcuaro agonizaban. Las cau-
sas de su decadencia eran los abusos de los gobernadores y alcaldes ordi-
narios en el manejo de las cajas de comunidad, las pugnas de los diferentes
grupos caciquiles por el control de los “oficios de república” y la disminución
del patrimonio comunal. Cuando entre 1812 y 1814 se suprimieron las repú-
273
William Taylor, “Two Shrines of the Cristo Renovado…”, The American Historical Review,
vol. 110, núm. 4, p. 10.
274
Ibid., pp. 16 y ss.
275
W. Taylor B., Ministros de lo sagrado…, vol. ii, pp. 398 y ss.; Matías de Escobar, Americana
Thebaida…, cap. lxi, pp. 654 y ss.
452 la era ilustrada

blicas de naturales por la constitución de Cádiz, la orden no causó alteración


en ninguna de ellas. A esta decadencia corporativa se aunaba la competencia
de los cabildos españoles, con mayores recursos y mejor organizados. Esto
influyó poderosamente en la conformación de símbolos propios. En las fies-
tas urbanas la presencia de la “república de indios” estuvo siempre supedita-
da a la estructura municipal de los criollos, como vimos sucedió en la ciudad
de México en las juras, y en Querétaro y Pátzcuaro en sus más importantes
celebraciones festivas. Las imágenes milagrosas y los santos que servían
como vehículos de identidad urbana (Santiago, san Hipólito, la virgen de la
Salud o las vírgenes de Guadalupe y los Remedios) habían sido coptados por
los criollos. Incluso en la búsqueda de santos propios las parcialidades indí-
genas de la capital tuvieron que echar mano de una india otomí de Queréta-
ro como signo de identidad propia.
Posiblemente por su debilidad institucional y económica y por esa com-
petencia con los cabildos españoles ninguna de estas comunidades indígenas
pudo elaborar discursos coherentes y continuados como los de los criollos
sobre los símbolos de su orgullo local. Frente a ellas, y en un fuerte contras-
te, se encontraba la ciudad de Tlaxcala, cuya nobleza había mostrado desde
el siglo xvi una actitud constante en el desarrollo de una conciencia patria.
El discurso de una república con un senado formada por cuatro señoríos
había sido la base de prestigio para una nobleza mestiza que todavía conser-
vaba el control del cabildo de la ciudad en el siglo xviii. Desprovistos del
apoyo de las autoridades, los grupos blancos que habitaban la zona jamás
constituyeron un cabildo independiente y en 1716 el virrey marqués de Vale-
ro había impedido a los terratenientes criollos de la provincia apropiarse del
ayuntamiento indígena. En 1791 la Corona se declaró a favor de los natura-
les de Tlaxcala para que esta provincia no quedara anexada a la intendencia
de Puebla, como solicitaba el intendente Manuel Flon, sino que se mantu-
viera independiente.276
Entre esas dos fechas se había desarrollado un discurso patrio que abar-
caba tanto la ciudad capital como la provincia de Tlaxcala, es decir, que en él
la identidad local se hizo extensiva a una región e incluyó símbolos de todo
su territorio, algo que con anterioridad sólo habían hecho las provincias reli-
giosas. No es por tanto extraño que en el desarrollo de esos discursos tuvie-
ran un papel importante los caciques del pueblo de Ocotelulco, sobre todo
los hermanos mestizos Juan, Nicolás e Ignacio Faustinos Mazihcatzin, y que
sus discursos insistieran tanto en la historia de su familia como en los em-
blemas religiosos de Tlaxcala y de su provincia. El primero, Juan, fue el de-
fensor de la autonomía tlaxcalteca y representante del cabildo ante la corte
de Madrid; el segundo, Nicolás, se destacó como conocedor de las antigüe-
dades tlaxcaltecas, así que como amigo del anticuario Antonio de León y
Gama fue autor de una obra que interpretaba el lienzo de Tlaxcala (“mapa”

276
J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala…, p. 442.
la era ilustrada 453

que se mandó copiar al pintor Juan Manuel Yllanes en 1773). Pero sin duda
fue don Ignacio, cura párroco de Yehualtepec, quien más se distinguió en la
elaboración de ese discurso con la inspiración de uno de los programas ico-
nográficos más originales del mundo novohispano de finales del siglo xviii.
Jaime Cuadriello, quien ha estudiado la labor cultural de esta familia de
caciques, nos ha dejado un brillante análisis de sus contenidos. Entre 1790 y
1791 el cura cacique Ignacio Faustinos encargaba a Juan Manuel de Yllanes
seis lienzos en los que quedaba plasmado un proyecto de exaltación de Tlax-
cala y de sus glorias. El programa quedó fijado en un cuaderno con cuatro
acuarelas y la descripción de las seis obras y los lienzos derivados de ellas que
debían ser colocados en los muros de la iglesia cural de Yehualtepec. En el
testero del templo serían colgadas las dos imágenes devocionales: la virgen de
Ocotlán y la imagen de san Miguel del Milagro; en el coro bajo se pondrían
los dos cuadros históricos: los niños mártires de Tlaxcala y la predicación
apostólica de santo Tomás entre los tlaxcaltecas; y bordeando la puerta de
entrada se colocarían los dos retratos: Catarina Tegakovita y Juan Ayllon.277
La primera advocación había sido promovida desde la época de Palafox,
quien fue el primer benefactor del santuario construido sobre el pozo que
según la tradición el arcángel había descubierto al vidente Diego Lázaro. Sin
ninguna base histórica, pues el cronista Florencia, que escribió sobre el san-
tuario, no lo menciona. Mazihcatzin convirtió al vidente en miembro de su
familia, descendiente del famoso don Lorenzo Mazihcatzin, un aliado de Cor-
tés. Con ello un santuario que no estaba cercano a la capital se insertaba en la
historia de la provincia, pero a través una familia de caciques.
La segunda advocación, la de Ocotlán, era también muy cercana al linaje
de los caciques de Ocotelulco. A mediados del siglo xviii uno de sus miem-
bros, Manuel Loayzaga Mazihcatzin, capellán del santuario, escribía la His-
toria de la milagrosísima imagen de Nuestra Señora de Ocotlán que se venera
extra muros de la ciudad de Tlaxcala, obra impresa en Puebla en 1745 auspi-
ciada por las autoridades de la Villa de Córdoba.278 Esta primera versión fue
tan popular que cinco años después, en 1750, salió en México una nueva,
revisada y aumentada por el propio Loayzaga. En esta segunda edición se
reunieron, según su autor, diversas tradiciones que venían dándose desde
los orígenes del santuario (la primera mitad del siglo xvi) para dar razones
a los fieles y acrecentar su devoción. Loayzaga describió la caritativa activi-
dad del vidente Juan Diego, antecedente de las apariciones de María que pre-
senció en un cerro cercano a Tlaxcala (en un sorprendente paralelismo con

277
De los bocetos para los lienzos se conservan cuatro en el Museo Nacional de Arte de Méxi-
co, y de las pinturas dos, la de los niños mártires en la curia episcopal de Tlaxcala y la de santo
Tomás en la sacristía de la basílica de Ocotlán. Los demás se han perdido.
278
Véase Manuel Loayzaga, Historia de la milagrosísima imagen de Nuestra Señora de Ocotlán
que se venera extra muros de la ciudad de Tlaxcala. Véase también el interesante estudio de Ma-
nuel Ramos Medina en la edición moderna de esta segunda versión (Tlaxcala, Gobierno del Es-
tado de Tlaxcala, 2008, pp. 10 y ss).
454 la era ilustrada

la virgen de Guadalupe) y de la promesa de otorgar un agua salutífera a los


indios. Ante la incredulidad de los franciscanos acerca del prodigio (como
la del obispo Zumárraga en la narración guadalupana), la Virgen se mani-
festó dentro de un ocote ardiente ante varios franciscanos e indios. Aunque
no se conservó la fecha exacta del prodigio, éste se dio en los principios de
la evangelización como un apoyo que permitiría su aceptación del cristianis-
mo. A partir de ahí se sucede la narración de los milagros, algunos asociados
con la construcción del soberbio santuario del siglo xviii (en el que Loayzaga
participó activamente), otros con curaciones y solución de necesidades de
indios y españoles o con la movilización prodigiosa de la imagen. Las des-
cripciones del santuario, de sus retablos y yeserías y de la misma escultu-
ra milagrosa complementan este texto escrito por un capellán que, según
sus palabras, había juntado las diversas tradiciones para dar razones a los
fieles para acrecentar su devoción.
El santuario había sido promovido por el obispo de Puebla Pantaleón
Álvarez Abreu y por ello el culto a la virgen de Ocotlán vivió una extraordina-
ria expansión en el ámbito del obispado en la segunda mitad del siglo xviii.
En 1755 se juro su patronato sobre la ciudad y provincia de Tlaxcala, y tiem-
po después los Mazihcatzin vinculaban a Juan Diego como terrazguero de su
casa solariega y mandaban remozar una capilla en el pueblo natal del viden-
te, Santa Isabel Xiloxochtla.
En la segunda edición de su obra, Loayzaga incluyó una apologética des-
cripción de Tlaxcala, la narración del martirio de los niños Cristóbal, An-
tonio y Juan por manos de los idólatras dedicándoles dos capítulos. Para el
autor indomestizo el martirio de esos niños había “alfombrado de rosas” el te-
rreno donde María hizo su aparición. Loayzaga llama a Cristóbal “protomár-
tir de la América en el abril de su edad” y compara a Antonio y a Juan con
“los del signo de Géminis, dos luceros que podían pasar por soles a desvane-
cer las tinieblas de la idolatría y superstición con sus brillos”.279
Es muy significativa la inclusión de los niños mártires (dos de ellos hijos
de caciques) en la serie de pinturas de Yehualtepec; el tema, que había reci-
bido una amplia difusión en el mundo indígena desde el siglo xvii, se conver-
tía a fines del xviii en un elemento central para afianzar la identidad de los
tlaxcaltecas. La exaltación de esos niños constituía una prueba fehaciente
del importante papel que jugó su nobleza en el proceso evangelizador, tan
destacado como el que había tenido en la conquista militar. Entre 1795 y
1803 se pintaban dos enormes lienzos en la parroquia de Atlihuetzia en Tlax-
cala con el tema del martirio de esos niños, y en uno de ellos el cacique, aun-
que pagano e idólatra, aparece vestido con una lujosa capa de plumas y un
penacho de grabado europeo, mientras su mujer porta un rico huipil con
encajes de Holanda.

279
M. Loayzaga, op. cit., pp. 10 y ss.
la era ilustrada 455

El tema ya había sido tratado en un lienzo de la antesacristía de Atli-


huetzia y en la portería del convento de Ozumba, pero en la segunda mitad
del siglo xviii se convirtió en una de las escenas más representadas en el ám-
bito tlaxcalteca. Las nuevas representaciones estaban avaladas por una rica
hagiografía que se estaba reactivando en la segunda mitad del siglo xviii.
Además de la segunda edición de Torquemada en 1723, que reseñaba la na-
rración de Motolinia con eruditas digresiones, en 1791 salía también una
pequeña obra traducida del náhuatl al castellano por orden del virrey Revi-
llagigedo sobre la martirio de los niños.280
El cuadro más sorprendente del programa de Ignacio Faustinos Mazih-
catzin fue el que incluyó el mito criollo de la predicación del apóstol santo
Tomás como Quetzalcóatl. En la composición de Yllanes, el apóstol porta
una cruz como introductor de ese culto entre los indios y desde un montículo
(el primer púlpito de América) da a conocer el cristianismo a los tlaxcaltecas.
Los cuatro caciques de la acendrada tradición aparecen representados con
coronas y trajes a la española (a la usanza de los reyes de armas), y fungen co-
mo lugartenientes del santo y como representantes de su pueblo. A los pies
de santo Tomás, una mujer que amamanta, quizás la madre del futuro pue-
blo cristiano, mira al espectador. En el primer plano sobresale una alegoría
de la cacica Nueva España sosteniendo el escudo con el águila y la serpiente,
una muestra más de la gran difusión que este tema tuvo en todos los ámbitos
novohispanos y de la aceptación del emblema de la capital como propia.
Finalmente son muy novedosos los dos retratos de Nicolás de Dios (Ay-
llón o Puizón), indio cacique laico y místico del Perú, y Catarina Tegakovita,
venerable y casta india iroquesa adscrita a la misión jesuítica francesa de
Canadá y muerta martirizada por los idólatras. En una extraordinaria visión
americana, este sacerdote indomestizo hermanaba las glorias de su patria
chica con las de los indígenas de otras latitudes de América, para mostrar a
Tlaxcala como primera sede del cristianismo novohispano, a los indios como
sujetos de una elevada virtud y espiritualidad y a los tlaxcaltecas como discí-
pulos fieles de la predicación apostólica.281 Curiosamente, como pasaba con
Puebla, el discurso magnificador no se correspondía con la realidad de deca-
dencia económica y social en la que se encontraban Tlaxcala y su nobleza.
De manera simultánea a la creación de una identidad patria, Tlaxcala,
como muchos otros centros urbanos con cabildos indígenas o españoles, in-
tegró a su mundo simbólico el emblema unificador que partiendo de la capi-
tal se estaba extendiendo por todo el territorio. El 17 de agosto de 1737 Tlax-
cala celebraba la jura del patronato de la virgen de Guadalupe, al igual que
otras ciudades, con una gran procesión, toros y fuegos artificiales, pero lo
más peculiar fue el estandarte real colocado en el balcón de las casas del
ayuntamiento, a cuyas armas se sobrepuso “la imagen de la Señora [de Gua-

280
J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala…, p. 309.
281
Ibid., pp. 211 y ss.
456 la era ilustrada

dalupe], inserta en una esfera cronológica de los tiempos, en que con las
cuatro figuras, con que significaban los indios sus olimpiadas, que eran pe-
dernal, casa, caña y conejo, recordaban los continuados favores de la Seño-
ra, explicados en eruditos claros poemas”.282
El hecho de incluir símbolos calendáricos de la gentilidad en el festejo
fue algo que no se dio en ninguna de las otras juras que se llevaron a cabo a
lo largo de 1737 y 1738 en el territorio.283 La presencia de tales elementos,
que Iván Escamilla atribuye a la presencia de Lorenzo Boturini en Tlaxcala
entre agosto y septiembre de 1738, fue para la nobleza tlaxcalteca un recur-
so por el cual el emblema de la capital se indigenizaba para adaptarlo al or-
gullo local.284
Las elites tlaxcaltecas, como las de muchas de las comunidades nativas,
elaboraron sus identidades patrias a partir de los patrones occidentales (a
cuyo sistema los caciques pretendían estar integrados) y haciendo uso de los
mismos mecanismos que utilizaban las patrias de los criollos: vinculación a
la conquista y a la evangelización, exaltación de “santos” e imágenes mila-
grosas propias, y rescate del pasado prehispánico. Sólo que a diferencia de
los criollos, cuyos discursos estaban anclados en la escritura, la mayor parte
de los mensajes emitidos por las comunidades indígenas pertenecían al ám-
bito de lo oral y lo visual. Con todo, era la categoría de “indígena” lo que
daba a estos caciques mestizos su imagen de autonomía y su signo de estatus
privilegiado, derivados del carácter corporativo de sus comunidades. En
ellos, el uso de lo indígena se convirtió en una estrategia de diferenciación y
de supervivencia frente al español. El argumento de sangre era un elemento
identificador para esta nobleza mestiza, que sólo podía mantener sus privile-
gios y su estatus presentándose como indígenas y alegando un linaje que no
tenían. Su prestigio sólo podía avalarse con esos injertos de memoria históri-
ca que, al igual que los criollos, les permitían justificar su dominio con he-
chos supuestamente acontecidos en el siglo xvi. Estos símbolos fueron tan

282
J. F. Sahagún y Arévalo y J. I. Castorena y Ursúa, Gaceta de México, núm. 130, vol. 3,
p. 129.
283
agnm, Bienes Nacionales, leg. 519, exp. 5, que contiene noticias de la jura guadalupana en
México, Ciudad Real, Valladolid de Michoacán, Aguascalientes, Mérida, Oaxaca, Guanajuato,
Durango, Querétaro, Comayagua, León y Nueva Segovia de Nicaragua, Guatemala, Santiago de
Esquipulas, Toluca, Guadalajara, San Miguel el Grande, Atlixco, Zamora, Cholula y Puebla.
284
F. I. Escamilla, “Lorenzo Boturini y el entorno social de su empresa historiográfica”, en El
caballero Lorenzo Boturini entre dos mundos y dos historias. Este autor señala también que a
principios de septiembre de 1738 Boturini solicitó ante el alcalde ordinario de Puebla testimo-
nios y traducciones autorizados por el escribano de cabildo (nada menos que Diego Antonio
Bermúdez de Castro, el autor del Teatro angelopolitano) de varios documentos: el testamento
de Sebastián Tomelín de 1572, que contenía un legado para el santuario de Guadalupe; la fe de
bautizo y el testamento del indio Diego Lázaro, a quien se apareció san Miguel en Tlaxcala, y
una relación de la historia de Nuestra Señora de la Defensa que se guardaba en el convento de
San Francisco de Tlaxcala. ahinbg, caja 300, exp. 2; agnm, Historia, vol. 1, ff.
la era ilustrada 457

importantes como mecanismos de supervivencia como la conservación de


sus propiedades comunales, sus lenguas y sus costumbres ancestrales.
Durante tres siglos, esa nobleza indígena mestizada, que tenía acceso a
la escritura y al mecenazgo artístico, se había asimilado al sistema español,
pues en mayor o menor medida se beneficiaba de él. ¿Qué pasaba con los
campesinos sobre cuyos hombros recaía el sustento de caciques, criollos, pe-
ninsulares y funcionarios? A lo largo de las últimas décadas virreinales, las co-
munidades indígenas se vieron presionadas por las autoridades ilustradas
que les exigían cambios en sus cofradías y rituales e incluso en el abandono
de sus lenguas nativas. Estas ordenanzas pudieron hacer muy poco frente
a una tradición que seguía viva y que les daba coherencia. Las fiestas de los
santos patronos, el Corpus Christi y el Jueves Santo seguían siendo a fines
del siglo xviii las principales erogaciones de los pueblos, pues esas celebra-
ciones constituían sus signos de identidad. El cristianismo había calado tan
profundamente en ellos que incluso las rebeliones contra el dominio español
estaban inmersas en sus discursos. Vírgenes y Cristos indios eran sus diri-
gentes, la misa y los ritos cristianos eran los modelos de sus ceremonias y
hasta se imitó el aparato eclesiástico español (obispos y sacerdotes). El nue-
vo sistema que proponían los insurrectos era el del reino de los españoles,
sólo que invertido, pues los indios ocuparán los puestos de gobierno. Sin em-
bargo, esos pueblos inmersos en la oralidad, y muchos de ellos conservando
sus lenguas, mantenían aún en sus concepciones del mundo fuertes rasgos
míticos heredados del mundo prehispánico: el tiempo cíclico, la presencia
de las divinidades vinculadas a la agricultura, el papel fundamental del rito,
la creencia en cambios milagrosos y la fe ciega depositada en dirigentes ca-
rismáticos a los que se les veía como hombres-dioses. Esas identidades no
dejaron testimonios escritos ni visuales pero sin duda estuvieron presentes
en el ánimo de las masas campesinas que se levantaron en armas durante
la segunda mitad del siglo xviii e incluso, posiblemente, a lo largo del movi-
miento insurgente.285

9. La América septentrional sustituye a Nueva España

Ahora bien, si el amor de la patria es una pasión tan general, de que ni los brutos
se exceptúan ¿Podré yo, América septentrional, dejar de amarte estando dotado
de razón y habiendo sido tu capital cuna de mis primeros alientos? ¿Podré ver con
indiferencia las amarguras que te rodean en estos días calamitosos? ¿Dejaré de las-
timarme contigo de las desgracias de tus hijos? ¿Habrá alguno tan cruel que haga
crimen en mí lo que es natural en todos? Cuando considero, ¡oh patria!, que en
otro tiempo tú eras el depósito de la abundancia y el asilo santo de la paz, y aho-
ra te hallas convertida en el funesto teatro de la más cruel y sanguinaria guerra,

285
E. Florescano, Memoria mexicana…, pp. 226 y ss.
458 la era ilustrada

no puedo menos que exclamar con el profeta Jeremías: “¿Quién dará agua a mi
cabeza y a mis ojos fuentes de lágrimas para llorar las desgracias de los hijos de
mi país?”286

Con estas palabras José Joaquín Fernández de Lizardi expresaba en los


aciagos momentos anteriores a la declaración de independencia el senti-
miento de los americanos. Para entonces, la denominación de América sep-
tentrional para llamar el antiguo territorio de Nueva España era ya de uso
generalizado. En la década anterior, durante sus viajes por Europa, fray Ser-
vando Teresa de Mier expresaba sus percepciones sobre España como un
país decadente y sin poder, mientras que América estaba llena de gracia, or-
den y progreso.287
El término América comenzó a aparecer con este sentido de territoriali-
dad desde la segunda mitad del siglo xvii (recordemos “la América abundan-
te” de la que hablara sor Juana), pero no fue sino hasta el xviii que su uso
se generalizó y comenzó a sustituir a la denominación de Nueva España. El
abogado de la audiencia de México Juan Antonio de Ahumada, en una Re-
presentación político-legal escrita hacia 1725, comparaba al rey con un espo-
so que daba a todos sus hijos los mismos beneficios, aunque estos fueran de
una segunda mujer, América. En su alegato apelaba a la justicia del monarca
para que concediera las magistraturas y demás oficios a los nacidos en este
continente, no sólo como premio por los méritos propios y de los antepa-
sados, sino como un medio fundamental para promover la virtud y la obe-
diencia.288 Ahumada introducía en su discursos dos temas fundamentales:
América era la patria común de todos los españoles nacidos en ella, con lo
que las patrias urbanas quedaban subsumidas en definitiva a esta entidad
mayor; las magistraturas y demás puestos de la administración debían ser
considerados como cargos de república, por ello las Indias se convertían en
un espacio en el que la participación en el gobierno volvía a los americanos
ciudadanos de primera, hijos legítimos del rey y no “ilegítimos” como habían
sido considerados hasta entonces. Con citas de autores clásicos y medie-
vales, juristas y teólogos, Ahumada trasladaba el autogobierno que habían
conseguido los ayuntamientos americanos a una dimensión territorial más
amplia, un reino. El rey, como padre de sus súbditos y como autoridad su-
prema, debía buscar el bien común de las repúblicas a él sujetas y esta “repú-
blica de repúblicas”, que era la madre América, sólo conseguiría liberarse de

286
J. J. Fernández de Lizardi, Obras…, “Sobre el amor de la patria”, vol. iii, p. 382.
287
Fray S. T. de Mier, Memorias, pp. 268-69 y 368-69; E. O’Gorman, Seis estudios históricos de
tema mexicano, pp. 59-63.
288
Juan Antonio de Ahumada, Representación político-legal que hace a nuestro señor soberano
don Felipe V… para que se sirva declarar no tienen los españoles indianos óbice para obtener los
empleos políticos y militares de la América (1725). Edición parcial en Manuel Ramos, Documen-
tos selectos del Centro de Estudios de Historia de México Condumex, pp. 79-105.
la era ilustrada 459

la corrupción y venalidad de sus funcionarios cuando sus naturales ocupa-


ran los cargos de gobierno.289
La obra de Ahumada impresa en su tiempo desapareció de la circula-
ción por orden del rey, pero sus argumentos fueron utilizados en todas las
representaciones políticas de los cabildos novohispanos en adelante y fue re-
impresa en 1820, precisamente alrededor del republicanismo promovido por
las cortes de Cádiz.
Los anhelos de los criollos sobre una América separada de Europa, aun-
que equiparable a ella, se vieron fomentados por la política “descarnadamente
colonial” que se dio después de la guerra de siete años (1756-1763) y por la
expulsión de los jesuitas. Estos acontecimientos generaron en los virreinatos
americanos discursos que volvían una y otra vez sobre la necesidad de dar-
les a los criollos cargos en el gobierno. En 1771 el ayuntamiento de México
mandaba al rey una “Representación” escrita a partir de un informe secreto
de “un ministro o prelado” en el cual se decía que el rey debía tener a los
americanos “sumisos y rendidos”. En ella se planteaba de nuevo la metáfora
del rey esposo de América y la necesidad de que sus hijos disfrutaran de la
dote de su madre: los cargos civiles y eclesiásticos de la república de los que
habían sido desplazados. Esto, inmerso en los viejos tópicos jesuíticos de la
nobleza de las letras y en los ancestrales argumentos de la pureza de sangre
española (sin mezcla con indios o negros plebeyos) y de la hidalguía de los
criollos; esta nobleza, curiosamente, se reforzaba con la legitimación del li-
naje “imperial” a partir de la existencia de matrimonios entre los conquista-
dores y las princesas indígenas de la casa de Moctezuma.
Aunque la “Representación” insistía en que los españoles europeos no
tendrían que ser considerados extranjeros en América y se les debían conce-
der por tanto algunos puestos, en ella también se mostraba el disgusto de los
americanos por ser tratados como seres irracionales e incapaces de ocuparse
de los asuntos políticos de su tierra. El texto achacaba muchos de los males
(como la decadencia de la población indígena) a que los cargos los ocuparan
peninsulares que sólo pensaban en enriquecerse para regresar a sus patrias
y alegaba que de no darse cargos a los americanos decaerían los estudios y
dominaría en el reino un “vergonzoso idiotismo”. Además se arremetía con-
tra todos los prejuicios que existían en Europa acerca de la inferioridad de
los americanos por razones de alimentación, clima, mezcla o carácter, y se
exaltaba en cambio su absoluta fidelidad al rey y el brillante papel desempe-
ñado en sus cargos por aquellos pocos que habían sido nombrados por él.290
A pesar de su conservadurismo, la “Representación” mostraba ya la concien-
289
Carlos Garriga, “Patrias criollas, plazas militares: sobre la América de Carlos IV”, en
Eduardo Partiré (coord.), La América de Carlos IV, pp. 65 y ss.
290
“Representación que hizo la ciudad de México al rey D. Carlos III en 1771 sobre que los
criollos deben ser preferidos a los europeos en la distribución de beneficios y empleos de estos
reinos”, en J. E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de
Independencia de México de 1808 a 1821, vol. i, pp. 427-455.
460 la era ilustrada

cia que tenía el ayuntamiento de la capital de fungir como cabeza todo del
reino y como defensor de sus intereses. Para entonces ya se había consuma-
do el proceso iniciado cien años atrás: de la idea de “constitución de privile-
gios”, propios de un sector terrateniente de la capital, se había pasado a la
“constitución del reino”, un reino que supuestamente se había incorporado a
la Corona desde los tiempos de Carlos V.291
La última década del siglo xviii mostraría el escaso interés que la monar-
quía tenía por conceder a los criollos el acceso a los cargos que solicitaban y en
reconocerles el estatus de reino. Entre 1787 y 1790 la Secretaría de Indias de-
saparecería y sus asuntos serían derivados hacia las distintas instancias cas-
tellanas según la materia. Carlos Garriga considera este hecho como una evi-
dencia de “la falta de consideración de las Indias como entidad territorial”
por parte de la monarquía. El proceso de militarización, fomentado después
de la guerra de siete años (1756-1763) con el pretexto de mantener las defen-
sas internas y las externas contra Inglaterra, convirtió el espacio americano
en sede de plazas militares, piezas en un tablero geopolítico que privilegiaba
los intereses de España y no los de América.292 Para los criollos ilustrados
que vivían en la última década de ese siglo debieron parecer absolutamente
certeras las observaciones de Montesquieu sobre el hecho de que las Indias y
España eran dos poderes bajo el mismo mando, pero que las primeras eran
las más importantes gracias a sus riquezas naturales, mientras que España
no formaba más que un territorio accesorio.293
Conforme se iban agudizando estas diferencias, los criollos construían
todo un aparato simbólico en el que la América septentrional se comenzaba a
concebir como una entidad geopolítica, con lo cual el reino se consolidaba
simbólicamente. En efecto, en numerosos cuadros desde finales del siglo xvii
la Nueva España pintada como una indígena vestida de huipil y ataviada con
un xihuitzolli o tocado de plumas comenzó a representarse como América,
es decir, tomando la caracterización simbólica de todo el continente (recuér-
dese el cuadro del triunfo de la Iglesia de Cristóbal de Villalpando en la sa-
cristía de la catedral de México). Para el siglo xviii los rasgos indígenas de la
representación se fueron acriollando: se le pintó bajo algunos santos (como
san Juan Nepomuceno o “san” Felipe de Jesús), con tez morena pero vestida
a la occidental y colocada enfrente de una blanca y coronada España. Esta
visión se utilizó incluso en los discursos oficiales de las autoridades virreina-
les, como lo muestra la portada de la edición de las cartas de Cortés impre-
sas por el arzobispo Lorenzana en 1770 y en la que elementos asociados con
América (cocodrilo y carcaj) y comparten el espacio con otros relacionados
con Nueva España (diadema, huipil, códices y águila) y con símbolos religio-
sos y civiles (banderas, mitras, coronas y espadas).
291
A. Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, op. cit., p. 25.
292
C. Garriga, “Patrias criollas, plazas militares...”, en op. cit., pp. 79 y ss.
293
Citado por Anthony Pagden, “Identity formation in Spanish America”, en Nicholas Canny
y A. Pagden (eds.), Colonial Identity..., p. 93.
la era ilustrada 461

A menudo la cacica América se siguió representando junto con su con-


sorte, el rey Moctezuma, y ambos continuaban formando parte de los ocho
gigantes de cartón que salían como las parejas reales de los cuatro continen-
tes en la procesión de la fiesta de Corpus Christi en ciudades y pueblos, hasta
que fueron prohibidos por un decreto virreinal en 1769.294 Sin embargo, a
pesar de la prohibición, como vimos, Moctezuma se volvió una figura muy
popular en todo tipo de celebraciones, incluso privadas. Gracias a ese impor-
tante vehículo de comunicación que era la fiesta, un tema que había nacido
como emblema de la ciudad de México se convertía en el siglo xviii en patri-
monio común de todos los centros urbanos del virreinato.
Muy a menudo la cacica América y el rey Moctezuma portaban (la prime-
ra en su escudo y el segundo en su corona) el emblema indígena del águila y
el nopal, el cual se convirtió también en elemento indispensable en portadas
de libros, edificios públicos y hasta en sermones. En 1753 el jesuita Mariano
Antonio de la Vega, rector del Colegio de Puebla, en un sermón titulado La
más verdadera copia del divino Hércules del cielo, decía que el águila y la ser-
piente eran una prefiguración de san Miguel y el dragón y por medio de ese
jeroglífico los aztecas habían profetizado la propia destrucción de sus prác-
ticas idolátricas (un claro símbolo de la victoria de Dios sobre la serpiente
infernal).295 Tres años antes, otro sermón sobre san Pedro comparaba al san-
to con la piedra que sostenía al águila mexicana.296
Ese emblema apareció también en varias ediciones: la primera Gazeta de
México, publicada en 1722 por Juan Ignacio María de Castorena y Ursúa y
continuada después por Juan Francisco Sahagún de Arévalo (entre 1728 y
1742), incluía en algunas de sus portadas el escudo indígena, al que agregó
una estrella y una corona real arriba del águila. Para Enrique Florescano, la
frecuencia con que la corona aparece sobre la cabeza del águila induce a
pensar que este símbolo no alude a la monarquía española, sino a las preten-
siones políticas de la ciudad de México para representar al conjunto del rei-
no. Era tan fuerte su presencia que la misma Academia de San Carlos, insti-
tución creada por los borbones para imponer el neoclasicismo, lo difundió
como emblema y le agregó las hojas de laurel y de la encina que perduran
hasta la fecha en el escudo nacional. La difusión del escudo indígena comen-
zó también a invadir los edificios de las instituciones municipales, acade-
mias y hasta la Casa de Moneda y la Aduana de la capital.297 Ya para enton-
ces se le vinculaba con todo el territorio, pues la cacica América y el rey
Moctezuma eran representados a menudo portando un escudo con el águila

294
D. Tanck, op. cit., p. 310.
295
Véase Mariano Antonio de la Vega, La más verdadera copia del divino Hércules del cielo,
sagrado Marte de la Iglesia, el glorioso arcángel señor san Miguel a las sagradas plantas de María
Nuestra Señora en su milagrosa aparecida imagen de Guadalupe.
296
Véase Antonio Claudio de Villegas, La piedra de el águila de México, el príncipe de los após-
toles y padre de la universal iglesia señor san Pedro.
297
E. Florescano, La bandera mexicana, p. 68.
462 la era ilustrada

y la serpiente. Como veremos, esa misma idea territorial se difundió al inser-


társele en los cuadros religiosos, sobre todo los de la virgen de Guadalupe.
Junto con estos discursos visuales que llegaban a las masas, las elites
criollas elaboraban numerosos mensajes autonomistas americanos. Ya vi-
mos al principio del capítulo cómo se manifestó esta conciencia de América
en la cartografía y en la obra de autores como Villaseñor y Sánchez, quien
escribía al rey: “siendo la novedad de las cosas la que acarrea las atenciones,
puede por esta causa merecer la de Vuestra Majestad este Theatro nuevo en
que se representa el papel que hace la América en el mundo”.298 También
hemos observado los discursos de Clavijero y de Veytia que contemplaron la
América indígena como un antecedente glorioso de la criolla, y señalamos
cómo algunos autores culpabilizaron a la conquista como causante de las
desgracias y el deterioro de la moral de los pueblos aborígenes. A pesar de
sus diferencias, señalamos también que tanto Eguiara y Eguren como Beris-
táin y Souza concebían la riqueza intelectual como patrimonio de la Améri-
ca septentrional y no sólo como manifestación del orgullo patrio local. La
misma actitud e idéntico objetivo tenían las diferentes gacetas que se edita-
ron en México en la segunda mitad del siglo xviii. En 1731, el editor José
Bernardo de Hogal publicaba en el prólogo a una selección que hizo de la
elaborada por el poblano Juan Francisco Sahagún de Arévalo la frase si-
guiente: “pues aunque no se supiese otra cosa en las gacetas que sus noveda-
des, bastaría para noble empeño de los ingenios mexicanos el perpetuar sus
memorias”. Además de divertir a los lectores, estas noticias de la “corte y
aún de las provincias más lejanas” servirían para crear una nueva conciencia
de la patria.299 Las ya mencionadas gacetas publicadas por Juan Antonio Al-
zate tenían esa misma finalidad (dar a conocer “la vida y los hechos de los
hombres que han ilustrado a nuestra nación Hispano-Americana”) y mostra-
ban el orgullo de vivir en un “reino tan abundante en sabios, en un país don-
de la naturaleza se ha mostrado tan pródiga en sus producciones”.300 Manuel
Antonio Valdés (1742-1814), editor de la Gaceta de México cuyo primer nú-
mero salió impreso en 1784, tenía conciencia de que sus noticias no iban di-
rigidas “para un lugar determinado, sino para un reino entero”, por lo que
incluyó en su periódico sucesos de diferentes partes del territorio.301 Éste, y
todos los autores mencionados, señalaban además la importancia que tenían
tales noticias para dejar memoria a los historiadores del futuro de tales glo-
rias americanas.
Es muy significativo que la mayor parte de esos autores, aunque escri-
bieron desde la capital o tuvieron vínculos con ella, procedían de ciudades
298
J. A. de Villaseñor y Sánchez, Teatro americano, vol. i, p. 51.
299
Este Compendio de noticias mexicanas fue dedicado al arzobispo de México Juan Antonio
de Vizarrón. Citado por Xavier Tavera Alfaro, El nacionalismo en la prensa mexicana del siglo
xviii, pp. li y ss.
300
J. A. Alzate, “Asuntos varios sobre ciencias y artes”, Obras, vol. i, Periódicos, p. 62.
301
X. Tavera Alfaro, op. cit., p. lvi.
la era ilustrada 463

de provincia y algunas de sus obras rompieron con las fronteras que les im-
ponía su pertenencia a una patria chica. Esto les permitió tener una concien-
cia territorial más amplia que abarcaba las otras patrias y que comenzó a
considerar a América como la patria de todos. El poblano Veytia escribió
sobre los cuatro baluartes o santuarios protectores de la capital y sus compa-
triotas Sahagún de Arévalo y Viera realizaron muchos de sus trabajos aquí;
el zacatecano Castorena y Ursúa pasó buena parte de su vida en la ciudad de
México y realizó toda su labor propagandística en ella; Villaseñor y Sánchez,
autor como vimos de la primera geografía general del territorio, había naci-
do en San Luis Potosí.
Por otro lado estaban los jesuitas expulsos, para los cuales la palabra
“patria” comenzó a tener un significado que iba más allá de la ciudad de na-
cimiento. Todos ellos procedían de diferentes patrias (Clavijero y Alegre, por
ejemplo, eran veracruzanos; Cavo nació en Guadalajara, y Márquez era gua-
najuatense), pero los unía, además de su desgracia común de exiliados, el
ideal de defender América de los ataques de los filósofos ilustrados. Al exal-
tar las hazañas de sus correligionarios, los jesuitas las convertían en glorias
de la patria, pero ésta ya no se concebía como el terruño donde se había na-
cido, sino como un territorio asociado a toda la Nueva España.
No es por tanto gratuito que esas generación nacidas después de 1700
fueran las que convirtieran a la virgen de Guadalupe, una advocación propia
de la ciudad de México, en patrona de todo el territorio. Algunos de sus pro-
motores, como los pintores Miguel Cabrera y José de Ibarra, provenían del
ámbito mestizo y habían nacido en la provincia (el primero en Oaxaca y el se-
gundo en Guadalajara). Por otro lado, en la expansión del culto tuvieron un
importante papel los cabildos catedralicios, los cuales desde el siglo xvii ha-
bían tejido entre sí redes que hicieron posible no sólo que el culto se afian-
zara casi simultáneamente en todas las capitales episcopales, sino que ade-
más llegara, a través del sistema de “rutas cordilleras” y de su clero secular, a
todas las parroquias de sus territorios.
El sentido americanista que adquirió en la segunda mitad del siglo xviii
la virgen de Guadalupe fue sin duda una de las causas de que los símbolos
de la capital se volvieran extensivos a todo el territorio de la América septen-
trional. En varios cuadros que se pintaron de ella entre 1746 y 1810 se le ro-
deó de una emblemática que comenzó a asociar a la imagen con el águila y
el nopal y con la cacica, figura que en el siglo xviii, como vimos, representa-
ba a América, pero que había nacido en el ámbito de la capital. Una de las
primeras imágenes de este tipo fue la de un grabado firmado por S. T. Meza
en 1755, sobre la cual se hicieron por lo menos dos versiones pictóricas. En
los lienzos y el grabado se representa la imagen milagrosa sobre una fuente
de la que caen cuatro chorros de agua, a manera de los ríos del paraíso. Dos
parejas, una que encarna a la monarquía española y otra a la indígena (Moc-
tezuma y la Malinche), se aprestan a recoger en unos cuencos el preciado lí-
quido para beneficiarse, junto con sus reinos, de las gracias concedidas por
464 la era ilustrada

estas aguas vivas. En uno de los lienzos la fuente está rodeada por un paraí-
so, con una garza, rojas flores y frondosos árboles, que hace referencia al
huerto edénico alimentado por el agua salutífera que sale de la virgen. En el
otro una corona de rosas rodea a la imagen.302
El águila sobre el nopal, el otro símbolo de la capital, aparece como pea-
na de la imagen en un cuadro que lleva por título Verdadero retrato de la
virgen de Guadalupe, obra de José de Ribera I. Argomanis fechado en 1778.
Además del águila sobresalen en el lienzo un indio bárbaro (¿un “apache”?),
que aparece de frente con penacho, pectoral y faldellín de plumas y con un
carcaj a la espalda, presentado en oposición a otro indio cristiano (¿Juan
Diego?), rapado, vestido y ofreciendo flores a la virgen. Además, algo muy
significativo, de la boca del nómada es de donde sale la cartela con el Non
fecit taliter de la declaración pontificia, prefigurando con esto la futura con-
versión de esos pueblos “salvajes” por intermediación de la virgen. El cuadro
refleja cabalmente el interés de los criollos por mostrar a la imagen como
protectora de todo el territorio novohispano, en especial de su población in-
dígena, tema que como vimos apareció en el sermón de Cayetano de Torres
durante las fiestas patronales de 1756.
Con la inclusión de estos elementos en su campo simbólico, la Guadalu-
pana fue la figura novohispana que insertó con mayor efectividad no sólo a
lo indígena como parte fundamental de lo mexicano (Juan Diego), sino tam-
bién la imagen que fundió el águila y el nopal, emblemas de la capital, con
la india cacica que representaba a la América septentrional. A partir de la se-
gunda mitad del siglo xviii esos símbolos vinculados con la imagen guadalu-
pana se volvieron fundamentales para un territorio para el cual el nombre de
Nueva España, que le diera Cortés en su fundación, ya no le era funcional.
Conforme se iba alejando más de España, el término América tomaba un
carácter denominador más definitivo; pero su existencia fue transitoria, pues
una vez consumada la Independencia el nombre de México, la capital del
prehispánico imperio “azteca” y el centro del antiguo virreinato, se impuso
para denominar al país recién nacido bajo los auspicios de un recalcitrante
indigenismo.
Sin embargo, en la vida cotidiana de las personas muchos símbolos iden-
titarios generados en el virreinato siguieron vivos décadas después de la In-
dependencia y algunos aún lo están. El mundo simbólico, tan importante
como la satisfacción de las necesidades materiales (sobre todo en sociedades
caracterizadas por una hipersimbolización de la realidad), es el más resis-
tente a los cambios.

302
Una buena reproducción y un estudio sobre estas imágenes en Jaime Cuadriello, “Del es-
cudo de armas al estandarte armado”, en Los pinceles de la historia..., pp. 38 y 39. Este autor
asocia la lámina de Meza con la erección en 1740 de la Real Congregación de santa María de
Guadalupe en la corte madrileña y a la participación del rey mismo como congregante mayor.
EPÍLOGO

Las autoridades españolas y las elites novohispanas, tanto criollas como in-
dígenas, insertas en una compleja red corporativa, construyeron sus identi-
dades a partir de cuatro dimensiones: una imperial, una local, una regional y
una territorial. Las cuatro fueron apareciendo de manera paulatina, se influ-
yeron mutuamente y forjaron las bases emotivas del sentido de pertenencia
que se consolidó con el nacionalismo del siglo xix.
La dimensión imperial se comenzó a gestar desde la primera mitad del
siglo xvi bajo los auspicios de virreyes, obispos, conquistadores y religiosos y
fue un poderoso elemento de cohesión que le dio a los novohispanos la idea
de pertenecer a una entidad universal avalada por una monarquía y una Igle-
sia católicas. A lo largo de los siglos virreinales esa perspectiva fue el telón
de fondo sobre el que se forjaron todas las otras. Desde mediados del siglo
xvii Nueva España fue concebida por los criollos de la capital como un reino
que había establecido un pacto con la Corona; a pesar de que la teoría polí-
tica hispánica consideraba los territorios americanos como patrimonio de la
Corona de Castilla, la elaboración criolla fue posible gracias al autonomismo
municipal heredado de la era medieval y a la estructura jurídica de un impe-
rio, como el de los Austrias, que se había construido como un conglomera-
do de reinos. La presencia de virreyes, obispos y demás autoridades penin-
sulares, las fiestas que rodeaban su llegada y los fastos que celebraban los
acontecimientos de la vida de un rey ausente, pero emblemático de la unidad
imperial, dieron a los novohispanos la seguridad de pertenecer a los elegi-
dos. Además de la comunidad de lengua y religión, Nueva España creó todos
sus símbolos de identidad, incluso aquellos vinculados con el mundo indíge-
na, dentro de los parámetros de la matriz hispánica occidental. En la segun-
da mitad del siglo xviii, y sobre todo a partir de 1804, este parámetro sufrió
una fuerte confrontación a raíz de la nueva perspectiva imperial y colonia-
lista que mostraron los borbones, que fue considerada en América como una
ruptura del pacto original. Para entonces, los símbolos criollos de la capital
(como la fiesta del pendón o la virgen de los Remedios) ya habían sido ex-
propiados por las autoridades virreinales como emblemas de conquista y
sujeción. Muestra también de ese sentimiento de ruptura fue el paulatino
abandono de los discursos laudatorios sobre la conquista por parte de los
criollos y el uso cada vez más generalizado del término América septentrio-
nal en sustitución del tradicional de Nueva España, demasiado vinculado
con un sentido de dependencia.
En 1808, cuando se supo de la prisión de Fernando VII por Napoleón
Bonaparte, los oficiales de la república, tanto indios como criollos, ofrecie-
465
466 epílogo

ron apoyo militar y declararon su lealtad al soberano legítimo, pero esto no


era más que una fórmula que había sido solicitada por la alta burocracia vi-
rreinal. Sin embargo, en la proclama de Hidalgo todavía se veía al rey como
un personaje que encarnaba la justicia y que terminaría con la corrupción de
las autoridades coloniales. El monarca mantendría su prestigio liberando de
la opresión a su pueblo. Entre los indígenas capitaneados por Hidalgo se es-
cuchaba la consigna de que el rey destituido había sido visto viajando con el
prócer, oculto tras una máscara de plata.1 En realidad estamos ante un fenó-
meno rural donde el rey seguía siendo una figura de autoridad; esto no pasa-
ba en el ámbito urbano de la capital, que tenía más conciencia de los abusos
y de la tiranía de los reyes borbones y de sus funcionarios.2
En la primera década del siglo xix, la idea imperial de una España que
existía a ambos lados del Atlántico se volvió irreconciliable con una política
que consideraba a los reinos americanos como colonias y que promovía la
inequidad y la explotación. Sin embargo, aunque en 1804 pudo darse una
situación en la cual todos los sectores sociales novohispanos se unieron con-
tra las medidas “anticlericales” de la Consolidación de Vales Reales, tal unión
quedó destruida cuando el estallido social de 1810 mostró una faceta de des-
contento con la que los nobles criollos no podían estar de acuerdo. El resen-
timiento de la elite contra la Corona pasó así a un segundo término, pues los
propietarios dependían de las autoridades españolas para aplacar a las ma-
sas levantadas y rebeldes. Los intereses económicos de esta aristocracia se
antepusieron a sus discursos de orgullo patrio o nacional. Una nueva situa-
ción en 1821 los hizo regresar a la idea de una independencia de la España
imperial.
Frente a la identidad imperial comenzó a estructurarse una dimensión
regional en algunas zonas del país. Ayudaron a generarla las provincias reli-
giosas, corporaciones cuyo espacio de actuación no se reducía a un solo ám-
bito urbano y que poseían intereses en extensas áreas, incluso rurales. Su
actuación en esos espacios, las crónicas que desarrollaron y sus aparatos de
representación tendieron a fomentar visiones menos localistas y a crear las
primeras identidades regionales, aunque limitadas por sus intereses corpo-
rativos. Una de ellas, la Compañía de Jesús, fue quizás la que forjó más tem-
pranamente una conciencia territorial que abarcaba todo el país, pues su
actividad se desarrollaba tanto en las misiones norteñas como en las ciuda-
des que albergaban colegios de la orden. La expulsión de sus miembros en
1767 ayudó también a reforzar esa conciencia desde el exilio. Por esas fechas
se consolidaba otra identidad regional en la provincia de Tlaxcala, la única
quizás de este tipo fuera de las provincias religiosas que rebasaba la ciudad

1
Enrique Florescano, Memoria mexicana. Ensayo sobre la reconstrucción del pasado, p. 289.
Véase también Marco Antonio Landavazo, La máscara de Fernando VII. Discurso e imaginario
monárquicos en una época de crisis. Nueva España 1808-1822.
2
Linda A. Curcio-Nagy, The Great Festivals of Colonial Mexico City…, p. 144.
epílogo 467

indígena y que permitió a sus caciques conseguir la creación de una inten-


dencia independiente de Puebla en 1791. Ésta y otras identidades territoria-
les indígenas (como la otomí o la purépecha) estaban insertas en el espacio
lingüístico que en Europa definía una nación. Es por demás significativo que
en el ámbito criollo las regiones no se definieran en términos “nacionales”,
como en España, posiblemente por que la expansión del castellano como
lengua general en el territorio no permitió la presencia de otras entidades
lingüísticas, fuera de las indígenas.
Muy posiblemente por ello es que tuvo tan fuerte presencia la tercera di-
mensión identitaria, la local (en la cual se construyeron los primeros sen-
timientos patrios), que apareció por primera vez en la ciudad de México, en
donde, como capital del reino, se forjaron símbolos identitarios desde muy
temprano. Los forjadores de éstos fueron las corporaciones asimiladas al
ámbito urbano, sobre todo el ayuntamiento, la universidad y el cabildo ecle-
siástico. Después de la ciudad de México, las otras entidades que crearon
desde muy temprano un sentimiento patriótico fueron Puebla y Tlaxcala, las
cuales, por diferentes razones, confrontaron la supremacía de la capital. Una
sólida estructura corporativa que solventaba gastos y una elite intelectual
forjadora de una “república de las letras” y que construía símbolos y discur-
sos coadyuvaron a consolidar esas identidades locales. A pesar de que mu-
chas otras ciudades, como Querétaro, San Luis Potosí, Zacatecas, Oaxaca,
Pátzcuaro y Valladolid, también tenían esas características y crearon la idea
de patria con símbolos propios desde fines del siglo xvii (escudos de armas,
santos propios e imágenes milagrosas), muy pronto aceptaron también los
de la capital. Las redes comerciales, religiosas, sociales y políticas que ésta
había tejido hacia el Bajío, Michoacán y Oaxaca desde el siglo xvii fueron las
vías por las cuales se impulsó la expansión de los símbolos identitarios de la
capital en todo ese territorio. Fue precisamente esa imposición e hipersim-
bolización la que impidió que los estudios sobre el criollismo se percataran
de la existencia de esas identidades locales.
Con todo, fue gracias a esas “redes de relación constituidas por símbo-
los poderosos” (de las que habla Muchembled en el epígrafe que encabeza
este libro) que el extenso territorio novohispano se cohesionó hacia el centro
y transitó sin fragmentarse (salvo las zonas periféricas) hacia la vida inde-
pendiente. El medio de difusión más efectivo de estos símbolos fue la fiesta,
vehículo por el cual las ciudades novohispanas (criollas e indígenas) recibie-
ron imágenes como Cortés, Moctezuma, la cacica Malinche-Nueva España,
el águila sobre el nopal y la virgen de Guadalupe, los elementos de identidad
de la ciudad de México. Sin embargo, la conciencia local siguió viva y las
historias “patrias” no desaparecieron; a pesar del surgimiento de un espacio
nacional, este tipo de obras tendrán un extraordinario desarrollo como ma-
nifestación de las identidades regionales a lo largo del siglo xix.
Finalmente, la dimensión territorial o “protonacional” fue la que apare-
ció más tardíamente, a pesar de que el emblema que representaba a la Nueva
468 epílogo

España (la india cacica) se remontaba a fechas muy tempranas. A lo largo


del siglo xvii, esta dimensión se integró en el contexto de la inserción de
América como el cuarto continente, de su liberación de las cargas de salva-
jismo con las que se le veía desde Europa y de la construcción de un reino de
Moctezuma que realizó un pacto con la Corona. Pero no fue sino hasta el si-
glo xviii que la dimensión territorial de América se consolidó por medio de la
cartografía, de la expansión de la virgen de Guadalupe como símbolo gene-
ralizado de identidad para todas las ciudades, de la imposición de un pasado
prehispánico común (el mexica) a todo el territorio, de la exaltación de hom-
bres y mujeres sabios y santos como signo orgullo para todos los novohispa-
nos y de la confrontación de lo americano frente a lo europeo. Esta labor fue
llevada a cabo primeramente por la ciudad de México y su ayuntamiento,
que a lo largo del siglo xvii forjó alrededor del imperio mexica y de la cacica
Nueva España la idea de un reino anterior a la conquista y de un pacto entre
Cortés, en representación de Carlos V, y Moctezuma. Con ello extendió la
autonomía municipal de la capital a todo el territorio del cual ella era cabeza
y consiguió contrarrestar la propaganda imperial que consideraba a las In-
dias como propiedad de la Corona de Castilla. En la segunda mitad del siglo
xviii la idea de un imperio americano equiparable al europeo se consolidó
con la propaganda de los jesuitas expulsados (una corporación con fuertes
cargas universalistas); con la actividad intelectual de los criollos educados
por ellos, muchos nacidos en provincia pero fuertemente vinculados con la
ciudad de México, y con la labor de los cabildos catedralicios que crearon
redes de colaboración entre las capitales episcopales y difundieron símbolos
(como el de la virgen de Guadalupe) en sus catedrales y en las parroquias
entregadas al clero secular. La palabra “patria”, que definía a la ciudad don-
de se había nacido, comenzó a utilizarse para denominar a todo el territorio,
y junto con ella apelativos como el de mexicano.
Este término era originalmente un calificativo que se usaba para definir
a los hablantes de náhuatl y poco a poco comenzó a referirse a todo aquello
relacionado con la capital. Desde fines del siglo xvii se usó para denominar a
algunas cosas relativas a la Nueva España. Finalmente, el nombre de Méxi-
co, tomado de la capital, terminaría por afianzarse después de la declaración
de independencia en 1821 en sustitución del de América septentrional.
El papel fundamental que el ayuntamiento de la capital jugó como el cen-
tro del reino en la formación de una idea teológico-histórica, comenzó a ela-
borar a principios del siglo xix el reconocimiento constitucional dentro del
debate hispánico desarrollado en esa época. Al conocerse en México los he-
chos que llevaron a la abdicación de Fernando VII a principios de 1808, el
ayuntamiento de la capital presentó ante el virrey Iturrigaray una propuesta
que tenía como puntos básicos: la constitución de un gobierno provisional in-
tegrado por las autoridades existentes, en el cual el cabildo de la capital, como
cabeza del reino, tendría un papel fundamental, y la convocatoria de una jun-
ta con la representación de todas las ciudades del virreinato para tomar deci-
epílogo 469

siones. La audiencia se opuso a ella pues con esta propuesta se postulaba la


igualdad absoluta de Nueva España con los reinos peninsulares y su natura-
leza autonómica dentro de la Monarquía hispánica. Es muy significativo que
antes y después de este connato de golpe de Estado propuesto por el ayun-
tamiento, los argumentos criollos (como aquellos postulados por el síndico
Francisco Primo de Verdad) se basaran en la vieja idea hispánica medieval y
tomista de que, a falta de rey, los cabildos eran la verdadera y legítima fuente
de autoridad. Sin embargo, esta posición seguía contemplándose dentro de
los cauces de una monarquía unificadora, imposible después de la intransi-
gencia de los liberales gaditanos para reconocer esas autonomías. De alguna
manera, la rebelión de Hidalgo y de Morelos que postulaba la independencia
absoluta fue una ruptura respecto a las expectativas del ayuntamiento.3
Muchas cosas cambiaron entre 1808 y 1821 y afectaron profundamente
el valor simbólico que se había dado hasta entonces a algunas figuras: Her-
nán Cortés fue satanizado como instrumento de la dominación española y se
volvió un guerrero depredador que utilizó la religión para justificar sus crí-
menes, y Moctezuma y la Malinche, símbolos de la alianza de los indios con
los conquistadores, se convirtieron en emblemas de la traición. Frente a ellos
la figura de Cuauhtémoc se exaltó como héroe de la resistencia, pero tam-
bién como símbolo del mundo prehispánico, un mundo que se constituiría
en la única raíz valiosa sobre la cual podía construirse la identidad de la nue-
va nación. Es por esto que la india cacica y el águila con el nopal y la ser-
piente, que representaban a la América septentrional, gracias a sus connota-
ciones “prehispánicas”, pudieron transitar hacia el futuro y convertirse en
los emblemas de la República Mexicana. La retórica nacionalista había
transformado en su provecho el viejo discurso indigenista del patriotismo
criollo, pero ahora revertiéndolo contra lo español.4
Con todo, el país seguía siendo básicamente católico, por lo que el tema
de la evangelización se salvó de los liberales detractores del “periodo colo-
nial”, quienes consideraron la cristianización de los indios como el único
acontecimiento memorable y rescatable de tan nefasta época. Los frailes
ocupaban un lugar destacado en la historia de la humanidad como precurso-
res de la libertad, apóstoles del progreso y defensores de los indios; el cristia-
nismo, por su código moral, fue considerado como base civilizatoria, frente
a las religiones indígenas, calificadas de poco evolucionadas, idolátricas y
supersticiosas. Por ello, fray Bartolomé de las Casas fue uno de los persona-
jes “coloniales” que los autores del siglo xix recuperaron sin problema.
Por esa misma razón, los santos, aunque perdieron presencia para los
municipios urbanos de las capitales como símbolos de identidad y fueron
sustituidos por héroes libertarios, más acordes con los nuevos tiempos, en

3
Antonio Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, en http//historiapoliti-
ca.com/datos/biblioteca/annino1.pdf, pp. 22 y ss.
4
David Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, p. 115.
470 epílogo

las comunidades indígenas siguieron formando parte de su vida cotidiana,


con sus fiestas patronales y en la solución de sus necesidades. A pesar de su
decadencia, también las provincias de las órdenes religiosas continuaron ha-
ciendo uso de sus imágenes y santorales como un mecanismo de supervi-
vencia en los azarosos cambios que vivió el país después de la Independen-
cia. Pero sobre todo el culto popular a la virgen de Guadalupe fue uno de los
elementos que transitó sin problemas al México republicano, pues llenaba
las necesidades materiales y espirituales de una población asolada por las
luchas de facciones. Como había pasado en el periodo anterior, después de la
Independencia las identidades locales no se manifestaron en discursos cohe-
rentes, sino en las prácticas de la vida cotidiana que marcaban la pertenencia
al terruño. En las fiestas del santo patrono o de la imagen milagrosa protecto-
ra, en la comida regional, en el recuerdo de un pasado común manifestado en
las tradiciones y leyendas locales, y en la conservación de sus escudos urba-
nos, las comunidades encontraron su cohesión interna. De hecho, muchas
ciudades construyeron sus crónicas locales sólo hasta el siglo xix. Frente a es-
to, el Estado nacional y sus promotores elaborarían su retórica en torno a un
sentimiento que denominaban “amor a la patria”; este término había transi-
tado poco a poco a lo largo del siglo xviii del ámbito local urbano al territo-
rial y ahora era utilizado para definir al nuevo país: México.
A lo largo de estas páginas se han propuesto sólo algunas de las múltiples
líneas de investigación que pueden descubrirse cuando dejamos de caminar
por los trillados lugares comunes de lo que se ha llamado “el criollismo”. No
se puede hablar de un fenómeno tan complejo como éste sólo a partir de los
textos impresos y sin tener en cuenta los espacios institucionales en los que
fueron creados, la adscripción corporativa de los actores sociales denomina-
mos “criollos”, la comunidad de intereses y de bagajes simbólicos que había
entre las elites criollas e indígenas, las prácticas comunitarias en los ámbitos
rurales y urbanos y, en fin, todas las manifestaciones culturales que hacen
posible la existencia de una sociedad. En esta construcción historiográfica
falta completar aún la voz de varios actores; los archivos de los cabildos de las
catedrales y de los ayuntamientos de varias ciudades, así como los reposito-
rios notariales, pueden dar aún mucha información sobre las prácticas cor-
porativas de éstos y de otros forjadores de identidades. Es necesario también
aún reconstruir la evolución de las “historias patrias” en Guadalajara, Duran-
go, Monterrey o Mérida, ámbitos espaciales que quedaron fuera de este estu-
dio, lo mismo que profundizar en el caso de Oaxaca, escasamente documen-
tado aquí por la dificultad en el acceso a algunas de sus fuentes. Un tema que
sin duda aún está por estudiarse es el relativo a la transición del virreinato al
México independiente, y la manera como se fueron desestructurando los sím-
bolos novohispanos para dar cabida a los nuevos elementos identitarios. Se-
ría interesante observar la manera como se comenzó a desestabilizar la “re-
pública de las letras” clerical, cuáles mecanismos y prácticas sobrevivieron en
esa convulsiva transición y cuáles fueron definitivamente desechados.
epílogo 471

A pesar de su importancia, en el proceso afectivo de la identidad nacio-


nal, en lo que Michel de Certeau llama el mundo de “los mitos y leyendas de
la memoria colectiva”, varios de los temas identitarios elaborados durante el
periodo virreinal siguen estando satanizados. En nuestros días, a pesar de
los estudios y perspectivas novedosos sobre el tema, los mitos forjados a par-
tir de la Independencia se siguen repitiendo (incluso en los libros de texto),
modificados ahora, sin embargo, por el influjo de la popularizada polémica
que opone a hispanistas e indigenistas. A la exaltación de la labor civilizado-
ra de España por parte de los primeros, oponen los segundos los negros tin-
tes del genocidio y la intolerancia. Los más radicales (como los movimientos
de la mexicanidad) buscan regresar a las religiones prehispánicas, aunque se
empeñan en negar la existencia en ellas de los sacrificios humanos. Los me-
nos extremistas (como los concheros) rescatan imágenes y devociones virrei-
nales e incluso han integrado el discurso cristiano en sus rituales y mitolo-
gías. Las dos vertientes de la identidad nacional, el cristianismo guadalupano
y el indigenismo, son temas polémicos y cargados de emotividad, la cual se
acentúa por la crisis social y económica que se vive hoy en México. Con todo,
para la mayoría de los mexicanos, su país es el mejor y más bello del mundo
y sus habitantes conforman un pueblo señalado entre todos los de la tierra.
Con la extendida frase “como México no hay dos”, los mexicanos seguimos
considerando que vivimos en “el paraíso de los elegidos”.
Las identidades en Nueva España

Los niveles Lugares comunes La otredad Instituciones Símbolos

La idea imperial Fidelidad al rey Protestantes Virrey, obispos El rey, Santiago


y a la Iglesia católica y el Islam turco y cabildos y la Inmaculada
Las regiones El Episcopado Provincias religiosas Venerables frailes
fundadores
América y el reino Europa Cabildo de México, Cacica, Guadalupe
provincias religiosas y Moctezuma
Las patrias locales Ser el Paraíso La ciudad de México Cabildos civiles Ángeles, Santiago.
y la Jerusalén terrenas y eclesiásticos Santos e imágenes
propios.
Escudos
Las etapas de la cultura novohispana

Etapas Actores y corporaciones Testimonios e instrumentos Temas y símbolos

Medieval Franciscanos, cabildo de Méxi- Fiestas: el pendón y el auto de América paraíso. Conquista como ha-
renacentista co, indios nobles de Tenochti- Tlaxcala. Primeros pictogramas zaña querida por Dios como premisa
tlan, Tlatelolco, Tezcoco, Tlaxca- indígenas. para la evangelización. Pasado indíge-
la y Tzintzuntzan Textos fundadores. Cortés y na demoniaco
Motolinia
Manierista Jesuitas, cabildos catedrali- Fiesta de las reliquias. Imperio católico universal.
cios, universidad, ayuntamien- Crecen los pictogramas indios Edad dorada de la misión.
tos, provincias religiosas, gre- y aparece la pintura mural con- Conquista meritoria para los descen-
mios y cofradías y comunidades ventual. Testimonios, relaciones dientes (de la caballería de la guerra
indígenas de méritos a la de la corte y las letras), bautizo
como pacto. Pasado indígena como
premonición del cristianismo
Barroca Jesuitas, cabildos catedrali- Fiestas: las glorias de Querétaro. Paraíso y Jerusalén. Las patrias. San-
cios, universidad, ayuntamien- Eclosión de imágenes en el ám- tos propios e imágenes milagrosas. Las
tos, provincias religiosas, gre- bito criollo. Poesía, teatro, cró- provincias y las capitales. Moctezuma
mios y cofradías y comunidades nica hagiografía, hierofantas y la india cacica, símbolos de Nueva
indígenas España. Orgullo por un pasado desde-
monizado
Ilustrada Ayuntamientos, oratorianos, Fiestas: la jura de la virgen de Apropiación cartográfica de Nueva
cabildos catedralicios. Guadalupe. Sigue la eclosión de España. Santos y sabios. Guadalupa-
Provincias religiosas, gremios y imágenes. nismo y conciencia novohispana. Los
cofradías y comunidades indíge- Testimonios de los jesuitas en aztecas como civilización universal.
nas están en decadencia el exilio y de los escritores ilus- Las otras patrias criollas e indígenas
trados
OBRAS CITADAS

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rría, se emplearon tipos New Aster de 10:12, 9:12 y 8:10
puntos. El diseño de la cubierta es de ???? La edición,
que consta de ??? ejemplares, estuvo al cuidado de Raúl
Gutiérrez Moreno.

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