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INTITUTO DE FORMACIÓN TEOLÓGICA INTERCONGREGACIONAL

La forma poética de la Revelación cristiana

Asesor: Dr. Fr. Manuel Anaut OFM

Alumno: Cristian Herculano López Castañeda

México, 2016
¡La voz de mi amado!
Helo aquí que ya viene,
saltando por los montes,
brincando por los collados.
Semejante es mi amado a una gacela,
a un joven cervatillo

Cantar de los cantares

El lenguaje amoroso es un vuelo de


metáforas: es literatura

Julia Kristeva

Puede un hombre por otros en la tierra


ser simplemente como quiera?
Lo he pensado en la larga noche, y
hube de decir: No.

Karl Spitteler

1
INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO I

LA REVELACIÓN DEL HOMBRE

1. Apertura y afincamiento

1.1. A propósito de una valoración actual sobre la Revelación cristiana y la


revelación poética dentro de la teología fundamental

Este escueto estudio que incluye dos temas enmarcados en el campo de la estética,
adquiere un carácter fundamental en razón de la semántica propia de cada una de las
materias abordadas, a saber: la poesía y la teología, pues tanto una como otra se
ordenan según principios diversos y direcciones que, hasta cierto punto, pueden resultar
contrarias y que, de hecho, a lo largo de la historia, se han visto confrontadas1; a saber:
consideraciones precisas acerca de la revelación poética y cuestiones sobre la
Revelación cristiana. De este modo, se nos vuelve necesario llevar a cabo un ejercicio de
teología fundamental, por cuanto nos es dado realizar un acercamiento a la experiencia
estética sustraída del fenómeno poético; y la experiencia de encuentro que supone la fe
cristiana. No se trata solo de un estudio reflexivo sobre las posibles conexiones o
vínculos que hay entre una y otra, sino principalmente, buscamos el dinamismo interno
que encierra la poesía junto a la fe, hasta volverse un modo de manifestación de la
Revelación cristiana. Siguiendo a von Balthasar, nos concentraremos en elaborar una
«tipología de las relaciones entre belleza y Revelación»2. Puesto que son muchas las
variaciones desde el punto de vista formal, nuestro esfuerzo se aplica a una de estas
variaciones: la de la poesía.

1
Si bien, aquí nos consterna el problema entre la poesía y la fe y sus mutuas relaciones, Gadamer
observa la «fecunda tensión entre filosofía y poesía, problema que no solo es de ayer, sino que acompaña
todo el camino del pensar occidental». Oportunamente analizaremos nuestra idea de «filosofía» que nos
mostrará la íntima vinculación de ésta junto a la teología, de ahí la pertinente alusión. Véase: GADAMER, G.
Estética y hermenéutica, Tecnos/Alianza, Madrid, 2001: p. 173.
2
VON BALTHASAR, H. U., Gloria: una estética teológica, I. La percepción de la forma, Encuentro,
Madrid, 2007: p. 24.

2
Las mutuas implicaciones que podemos hallar entre una y otra reúnen datos cuyo
origen es distinto, según la observación más superficial, desde la cual, el fenómeno
poético partiría de una experiencia personal asumiendo el órgano de la lengua como
instrumento para la manifestación del espíritu; sin embargo, bajo esta provisional
definición de la poesía, podemos preguntar:¿Qué tan distinto es este origen, al origen de
la Revelación?¿A caso esto mismo no es aplicable a la Revelación cristiana? Para
dilucidar acerca de estas mutuas cuestiones, hemos de reunir datos que las conciernen a
ambas.
Por otra parte, la Revelación cristiana denota la autodonación salvífica que Dios
realiza para con los hombres en un acto de amor: Dios se vuelca hacia el mundo—como
en un primer movimiento—movido por su misericordia. Este hacer divino revela la
naturaleza de Aquél que, siendo Amor, no puede sino darse, porque no está para sí
mismo; su primer acción es, maravillosamente, un darse cuando crea. Dios pone de
manifiesto que crea, para salvar, como muestra no de su omnipotencia, sino de su
inminente bondad, efecto de una generosidad ilimitada. En este sentido, el mundo como
creación, se transfigura para el hombre en un cosmos armónicamente dispuesto; el
mundo es, por medio de la lente de la gracia, un fruto. No es un espacio neutral, «una
especie de atrio de los gentiles, sino el primero de los gestos de amor que Dios irá
prodigando en adelante»3; es pues, fruto que da el ser al mundo y no un producto del
binomio azar-necesidad, como lo han querido ver las cosmologías de cuño biologicista(
Monod, por ejemplo). Solo el mundo como creación prepara el camino para una estética
teológica que desea introducirse en el campo de la poesía, como palabra que alaba la
bondad del Señor que ama la vida (Sb 11, 24-26). Pareciera una reminiscencia cuasi
lógica que, cuando hablamos de creación, evocamos el relato-poema que se encuentra
en la primera página de las Sagradas Escrituras, al que pronto se entiende, cuando
recordamos este otro del libro de la Sabiduría. No es su densidad narrativa la que expresa
su sentido, sino su peso poético el que nos satisface a la hora de hablar sobre nuestro
origen; el relato nos introduce a la forma lógica del mundo, mientras que el poema toca la
belleza misma de la creación, porque justo en la construcción poética de este pasaje, se
descubre el sentido profundo de la creación, es decir: la salvación.

«Amas a todos los seres, y nada de lo que hiciste, aborreces; si algo odiases, no
lo habrías creado. ¿Y cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido?

3
RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Creación, gracia, salvación, Sal-Terrae, Santander, 1993: p. 9.

3
¿Cómo se conservaría si no la hubieses llamado? Más Tú todo lo perdonas,
porque todo es tuyo, Señor que amas la vida».

Más adelante, Ruiz de la Peña, en su libro «Creación, gracia y salvación», agrega


acertadamente: «La criatura es lo que el criador ha querido llegar a ser. Dios no solo es el
creador de un mundo distinto de él; Dios es, él mismo, criatura, la forma de existencia
definitiva del Dios revelado en Cristo es la encarnación»4, para referirse al sentido propio
que implica la teología cristiana de la creación, la cual describe al mundo como un
cosmos en cuyo orden, está impresa la acción de Dios. Más allá de todo reduccionismo
materialista o evolutivo, la creación es la invención de Dios, su primera obra bella, por eso
el teólogo dice que «vio que era bueno». A. Rodin parece estar en sintonía con esta
concepción cuando, para representar la obra divina de los seis días, hace brotar una
formidable mano de un bloque donde dormitan las fuerzas del caos, pues Dios, no solo
modeló a Adán con las manos, sino que le asigna un lugar al mundo poniendo su mano
sobre él.
A una teología de la Revelación, se le suma una escatología que responde al
designio divino, se adosa la cualidad «salvífica», toda vez que la forma más acabada de
su creación—el hombre—se ha distanciado de su presencia (no olvidemos que a la caída
le precede la creación, así como el perdón antecede a la culpa), el designio salvador
prima sobre la categoría condena: No porque hallamos pecado, es que se nos concede la
salvación; sino que, porque corresponde a la voluntad divina el salvarnos, aparece el
«factor pecado». A aquello que Dios crea cuando se ofrece, lo enriquece con el favor de
salvarlo, lo acoge en el misterio de su amor5. Podemos comprender que la Revelación
parte de la iniciativa divina, por ello, denominamos «Revelación»—con mayúscula—a la
Revelación cristiana: es Dios quien emite la primera palabra, y ésta palabra, en razón de
ser primigenia, es creadora; mientras que, en términos coloquiales, se suele decir: «él se
ha revelado eufórico», «hemos revelado el secreto político», «nuestro amor se revela
paso a paso», etc., expresiones que indican más una acción de mostrar, esclarecer,
encontrar…, realizada, en todo caso por el mismo hombre. La Revelación cristiana
contrasta con esta concepción. Sin embargo, esta definición—por ahora provisional—

4
Ibidem.: p. 31.
5
Cfr.: Platón, Diálogos (El banquete), Gredos, Madrid, 1985: pp. 253-258. «Amor» significa
moverse-hacia la vida con la particularidad de compenetración: «el ser sagrado late dentro del ser querido»,
idea que, si bien, surge con Patón bajo esta exquisita terminología, ha podido enriquecer su significado a lo
largo de la historia, de la que no se puede hablar de alejamiento o cercanía.

4
encierra una sutil problemática que desde el principio debe asumirse, y es que, si hemos
dicho que tanto la revelación poética como la Revelación cristiana se distinguen por su
origen, tal premisa nos sitúa en puntos equidistantes que resultan insalvables y las
posibles relaciones entre ambas serían semejantes a las que hay entre los puntos de dos
líneas paralelas, pero que finalmente nunca se identifican. Por otro lado; una segunda
problemática está más en el contenido que propiamente en el origen. Se dice que las
disonancias entre una y otra revelación están en su contenido, en aquello que forma parte
de su constitución interna, por lo que, la palabra—por ejemplo—que es común a la
Revelación cristiana y a la revelación poética, siendo parte del contenido de las dos,
tendría que ser de naturaleza distinta y así con el lenguaje, el ritmo, el impacto lingüístico
o el sujeto que la pronuncia. En la Revelación cristiana por ejemplo, la palabra es
pronunciada o inspirada por Dios, único autor de la revelación (manifestada en varios
canales, por supuesto); pero en la revelación poética, es, en sentido estricto una palabra
de hombre; ahora bien: ¿A caso no confesamos los cristianos que Jesucristo es
«verdadero Dios y verdadero hombre»? ¿Cuál es pues, la distinción entre una y otra
revelación o, en qué medida deja de ser poesía elaborada por el sentimiento humano en
su hondura y alcance y cuándo, fruto de la inspiración divina? En otras palabras, la
pregunta quedaría formulada algo así: ¿Cuándo, la revelación poética deja de ser artificio
de las musas para ser testimonio de Dios? Este asunto de los límites entre el sentimiento
humano y la inspiración divina, ameritan algunas consideraciones sobre lo que los
cristianos confesamos acerca de la Revelación.
Cuando Dios se vuelca hacia sus creaturas dinamizando el curso de la historia,
haciendo sentir su presencia hasta el punto de asumir una «forma» humana para hacer
humano lo que, en principio no lo es, decimos que Dios quiere revelar el insondable
misterio de su amor. Al respecto, cuando decimos «forma» es necesario dirigirnos al
concepto acuñado por Hans Urs von Balthasar, quien atiende a una concepción más
afinada y distante del mero concepto aristotélico en donde forma es una realidad más
profunda de la materia en virtud de la cual ésta se ve capacitada para cumplir su fin, de
este modo, la forma del cuerpo (en el ámbito antropológico) es el alma, la lámpara del
santuario. En cambio, la idea de «forma» de von Balthasar se dirige a una situación que,
por ende, ha de ser existencial; así, Dios, que no es hombre, se hace hombre en un
nuevo gesto de su bondad, para no estar, por ningún motivo, distante de su criatura, tal
cual lo hemos insinuado más arriba. Dios se «desnudó» para nosotros (en hebreo: ‫ ָּהלָּג‬,
galah; en griego: Ἀποκάλυτειν y el sustantivo Ἀποκάλυψις). La Revelación cristiana

5
supone una Palabra primigenia que no puede ser la del hombre, pero el hombre requiere
de una palabra desnuda como asentimiento existencial que agota sus propias
posibilidades.
La revelación poética, por su parte, parece dibujar un decurso introspectivo que nace
en el inagotable espacio de la individualidad. Nótese que el origen de la poesía recae en
el abismo difuso del hombre, indeterminado, amorfo. El origen de la Revelación, según
está escrito, está en Dios, porque él pronuncia el «¡Hágase […]!», y se hizo (Gn 1,
3.6.11.14.20.24.26.29). San Juan identifica a Jesucristo como la Palabra preexistente en
el seno del Padre antes de la creación (Jn 1, 18), al cual «nadie le vio jamás, […] él nos le
ha dado a conocer». Pablo alaba al Señor en la carta a los Romanos (16, 25-26a) como
«revelación de un Misterio, mantenido en secreto durante siglos eternos, pero
manifestado al presente por las Escrituras que lo predicen» y así, el carácter
trascendental de la Revelación cristiana, vino a asegurarse frente al carácter inmanente
de toda otra revelación. Cuando se volvió a considerar el misterio de la Encarnación, el
conflicto entre la palabra humana y la palabra divina, se esclareció en gran medida, pues
en Cristo, «el hombre es la forma finita de Dios, como Dios es la forma infinita del
hombre», según lo pensó el filósofo cristiano Xabier Zubiri.
Las Sagradas Escrituras dan testimonio de cómo, en el despliegue epopéyico de la
Revelación, la voluntad de Dios y la libertad del hombre parecen configurar un desarrollo
dramático, aliciente de la historia como escenario de la intervención de uno y otro actor.
Pero también encontramos en los puntos más álgidos el recurso a la poesía, no como
género definitivo de la expresión hagiográfica, sino como forma de una intensidad
genérica que va más allá de un relato convencional. La poesía se volvió el medio más
elevado—por decirlo así—de la automanifestación de Dios: en la historia de la Salvación
se describe una continua tensión entre el decir de Dios y la escucha del hombre. Cuando
éste mismo decir, pasó a ser, un obrar efectivo de Dios de un modo definitivo con
Jesucristo, la tensión entre el fenómeno poético y el despliegue de la Revelación viviente
alcanzó su punto culmen. ¿Cómo olvidar aquellas palabras de Jesús, cuando, orillado al
abismo de la muerte evoca las palabras del salmo 22: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me
has abandonado?». La angustiosa experiencia del abandono, se nos revela a través de la
palabra salmódica, cuya forma es poética. El hombre por excelencia, llevado a la
experiencia de una muerte trágica exclama bajo las formas de un poema. Si se tratase de
un hombre cualquiera, tal vez la exclamación no haría resonancia en nuestro interés, pero
nos referimos al hombre que nos muestra la imagen más nítida del hombre (Imago Dei)

6
(Gn 1, 27), es decir, del hombre en su originalidad6. La palabra poética que nace de la
percepción personal sujeta a una situación existencial definitiva, alcanza las hebras más
delicadas de nuestro yo. La tradición sapiencial de Israel, contenida en los salmos,
principalmente, son un claro ejemplo de este recurso.
Ejemplos como éste hallamos innumerables en las Escrituras y el esfuerzo de poner
en diálogo la poesía con la fe, está por sobre un simple gusto de discurrir los contenidos
abstractos de tales conceptos. Al preguntarnos por la proximidad y valor de la poesía
dentro de la fe, nos planteamos una sugestiva cuestión que implica el lenguaje, en primer
instancia, y luego el acto de fe en segundo lugar. Nos preguntamos por la necesidad
primigenia de los hombres que buscan; al buscar, encuentran, y al encontrar, se arroban
por dos posibilidades sujetas a su más prístina libertad: la gracia de pronunciar una
palabra o el derecho a guardar silencio.
En el rejuego paulatino del hombre en búsqueda, hallamos indicios al comienzo de
nuestra travesía que nos refieren la participación activa de una libertad distinta, de tal
forma que no sólo es el hombre el que busca o encuentra, sino que, en principio, es esta
otra «Libertad»—que se resiste a ser captada como objeto—la que nos ha buscado y nos
ha encontrado. En este sentido el hombre se hace respuesta para aquella libertad que en
la brevedad de nuestro lenguaje podemos llamar Dios. En cuanto que se muestra distinto
a todo otro objeto, tal Libertad se presenta como sujeto dialogante de nuestra propia
experiencia, como participando en nuestra vida. Somos respuesta a una inquietud de Dios
y el júbilo que expresa el profeta, asimilando el sentimiento de Dios, prueban la cercanía y
prontitud con que esta Libertad dialoga con la nuestra a tal grado de alegrarse por
nosotros (Sof 3, 17): «Yahveh tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! El
exulta de gozo por ti, te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo».
Ahora bien, no solo es el hombre, sino que prima la acción amorosa de Dios que nos
busca, nos encuentra y se ofrece como respuesta. El hecho de encontrarse-ahí, es ya un
evento libérrimo del hombre que exige una respuesta equiparable; es pues que, sólo una
decisión libérrima puede alcanzar la fe. No son las condiciones que posibilitan el acto de
fe, en todo caso hay que hablar de la condición por antonomasia que recoge toda
condición: la libertad. Indudablemente que sólo podemos pensar en una libertad auténtica
como sólo el ser humano puede darla, en la honesta empresa de buscar. Si antaño, la
razón nos descubrió que todo hombre busca la felicidad, como principio evidente para una
ética factible; ahora descubrimos que el buscar, como potencia creciente, es una actitud

6
Categoría central en el discurso antropológico de la teología cristina en su lectura de lo humano.

7
que nadie puede negar, se convierte en punto de quiebre que incita nuevas direcciones,
o, ¿quién puede decir que lo tiene todo; que su gusto ha sido colmado, su razón agotada
o su esperanza alcanzada? ¿Que el ansia de su ser ya cesa en el gozo de lo poseído?
¿Que, en suma, el sentimiento de vació y finitud, ha conquistado el objeto de su fin? Éste
es el dilema de la existencia colmado por el humano existir, que es lo mismo a no estar
lleno o a un anhelo indefinido: El hombre no dispone de lo temporal ni de lo eterno.
Nuestra vida se debate en un vaivén de libertad, haciendo de nuestra historia un drama
cuyo desenlace se resiste a ser lamentable, porque aun siendo lamentado, nos quedan
palabras para llorar con tristeza. ¿Por qué hay palabras que cifran nuestro dolor; que
revisten nuestra alegría, que cobijan nuestros valores; por qué hay palabras que ocultan
nuestra pecaminosidad, nuestra perversión…? Este es el dilema de la palabra poética,
que puede revestir de sentido a tantas experiencias antagónicas vividas. No hay mejor
descripción de semejante palabra sino la que ha puesto por escrito Benedetti en un osado
poema. Reproduzco a punto y coma estos versos:

«La palabra es tan libre que da pánico


divulga los secretos sin aviso
e inventa la oración de los ateos
es el poder y no es el poder del alma
y el hueso de los himnos que hacen patria.

La palabra es un callejón de suertes


y el registro de ausencias no queridas
puede sobrevivir al horizonte
y al que la armó cuando era pensamiento
puede ser como un perro o como un niño
y embadurnar de rojo la memoria
puede salir de casa en silencio
7
y regresar con el moral vacío […]»

Porque la palabra poética aglutina tanto la opacidad como la claridad del hombre; es
decir, lo sitúa ante la verdad del mundo y la de él mismo; y la teología, como comprensión
de la fe que descansa en los misterios revelados, lo sitúa ante la verdad de Dios, del
Evangelio histórico y de la iglesia, es que la naturaleza elemental de este trabajo compete

7
BENEDETTI, M., Inventario cuatro, Visor libros, Buenos Aires, 2009: p.

8
a la teología fundamental ya que constituye un diálogo entre las estructuras más propias
del hombre que, aun prescindiendo de la fe, puede desarrollar y transformar; y el acto de
fe, que imprime un plus al ser humano en su empresa incesante de conocerse a sí mismo
y conocer el mundo. En la búsqueda permanente en la que el hombre hace historia,
indudablemente que se topa con la fe, sea cual sea las formas particulares de búsqueda.
Es ahí en donde el rejuego entre fe y poesía emerge como una vibración acuciante
despertando sentimientos en el hombre mismo, en lo más propio de su ser.
Digamos que, la teología fundamental es el nombre que recibe la férvida
conversación entre el poeta y el teólogo. A la mesa se sientan el teólogo, cuyo mensaje
parece «venir de arriba»—o al menos, no del hombre a partir de su propia capacidad—; y
el poeta, instrumento de la palabra nítida, emisor de la palabra que surge «de abajo».
Todo es cosa de jugar las cartas y que la mediación lúdica del comercio reflexivo abran
los nuevos horizontes de una comprensión de la fe, propósito elemental de toda teología
fundamental. Como su nombre lo indica: la teología fundamental se aboca a la labor de
echar los fundamentos, el sedimento necesario, sin el cual es imposible hablar
humanamente de la fe que profesamos.
No quisiésemos hablar aquí de lo que está arriba o abajo, sin una previa aclaración,
porque de inmediato se nos preguntará: ¿entonces, qué es aquello que corresponde con
una u otra posición? Soy consciente de la ineficacia que se adhiere a estas
designaciones, puesto que, desde hace ya algunas décadas, se ha vuelto inusual que los
hombres nos situemos por lo que hay arriba o por lo que está abajo, así como es difícil
identificar los que están a la derecha o hacia la izquierda. Esta constatación es un
síntoma claro de la certeza endeble que lo simplemente positivo puede ofrecernos en los
límites de sus principios8. Por ahora, viene al caso echar mano de esta terminología, para
posteriormente, vislumbrar la conciencia teológica que se desprende de esta lógica de
orientación que también ha alcanzado gran parte del método teológico en su afán de
suministrar los recursos suficientes que harían de la teología una auténtica ciencia
incluso, pajo los parámetros positivistas, previendo una nueva victoria frente a las
filosofías del conocimiento exacto en disputa con el misterio de los teólogos. Esta
terminología que parece ser la jerga de un parecer bastante común, es la que nos ha
traído a disputas tan intrincadas como aquella de la inmanencia o trascendencia de la
revelación; lo objetivo o lo subjetivo, al igual que aquella afanosa disputa sobre el
extrincesismo e intrincesismo de la fe, que aún hoy en día da que qué hablar.

8
RATZINGER, J., Fe y futuro, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2007: p. 17

9
No discutiremos sobre el estatuto epistemológico de la teología, pero sí es
provechoso considerar que la teología fundamental, en cuanto que puede proveer a la
teología de una consistente estructura metodológica9, es el espacio al que estamos
llamados a compartir los interlocutores. Siguiendo la metáfora del juego, la teología
fundamental, se presenta como la mesa sobre la que se ponen las cartas. En este
sentido, es nuestro «locus communis».
A semejanza de Tomás de Aquino—el cual gustaba discurrir a partir de un espacio
común (locus comunis) identificado con la razón—propongo situarnos en el campo de la
poesía. Se puede juzgar que la poesía no puede ser un sitio común en el cual podemos
dialogar todo creyente, más aún, toda persona; sin embargo, porque hemos visto una
cierta cualidad poética en toda persona, es que proponemos el sentimiento poético como
lugar en el cual podamos dialogar acerca de la fe. Hasta ahora nos hemos permitido
utilizar indiscriminadamente algunos términos que deben ser ajustados, para evitar una
ambigüedad desconcertante, y es que, «fenómeno poético» y «sentimiento poético»,
tanto como la noción misma de «poesía», son cosas bien distintas, empero, tienen una
notable flexibilidad que justifica el que así lo hiciésemos. En otra parte haremos justicia a
este detalle, delimitando convenientemente nuestros conceptos.
La teología fundamental, a pesar de ser una disciplina relativamente nueva, sugiere
más una ciencia renovada, como es posible ver en el decurso de su aparición, desarrollo
y transformación10, por lo que se nos vuelve necesario rastrear el proceso de construcción
epistemológico de la teología fundamental que, de ser—en términos sumamente
generales—la apologética cristiana, pasó a ser el diálogo introductorio del teólogo a la
hora de hacer razonable la fe, de manera que aparecía como un «prolegómeno» con
respecto al estudio propiamente teológico sin tener que ser parte de él; para algunos
autores, como por ejemplo Juan Luis Segundo, la teología fundamental no es «teología
estrictamente dicha»11; sin embargo, adquiere una significativa relevancia por el hecho de
ser una zona puente, en donde el teólogo puede entrar en diálogo con creyentes y con los
que no lo son, con científicos, literatos, artistas, intelectuales, etc. Esta apreciación me
parece asertiva en su intención y deja ver el contante esfuerzo de los teólogos de las
décadas de los 60’s-70’s por definir el objeto, los instrumentos y el alcance de esta

9
GEFFRÉ, C., “Historia reciente de la teología fundamental. Intento de interpretación”, Concilium
(Revista internacional de teología), n. 046 (1969): pp. 338
10
Op. cit.: GEFFRÉ, C.: pp. 337-358.
11
Cfr.: SEGUNDO, Juan L. “Diálogo y teología fundamental”, Concilium, Revista internacional de
teología, No. 046, (1969): pp. 397-406.

10
disciplina que, para entonces, incluso en su estatuto de ‘disciplina’ solía discutirse;
mientras para unos se trataba pues, de esta zona puente; para otros, designaba una
función de la teología, tanto como siendo parte de ella. Tal era la opinión del teólogo
francés Yves Congar, que indudablemente consideraba a la teología fundamental como
parte de la teología, entendida ésta como «tratado de la Palabra de Dios y su aceptación
por parte del hombre»12. Lo común de unos y otros, era la función justificativa como fin
más característico de la teología fundamental.
Paulatinamente, la teología fundamental pudo hacerse de una forma y contenido
específico, de tal suerte que no hubo de reducirse a un mero tratado de la Revelación o
de los loci theologici, aunque sí conservó su interés por hacer razonable la fe. Un dato
rescatable dentro de la constante depuración de su contenido es justamente, el nuevo
matiz que pudieron dar los teólogos a estos loci theologici, también conocidos como loci
comunes que, siguiendo a Aristóteles y su tratado lógico sobre los Tópicos, por una parte;
o probablemente a Cicerón, en cuyos Tópica, se encuentra una ayuda para el orador, por
la otra; el creyente esperaba obtener un instrumento fiable para «defender» su fe. Durante
prácticamente dieciocho siglos, la teología cristiana se movía bajo esta perspectiva de
«defensa», yendo y viniendo con pequeñas variaciones, pero conservando el trasfondo
apologético; ahora, más que procurarnos instrumentos dialécticos lo suficientemente
poderosos para un debate en donde alguno de los implicados tenga que «ganar» o
«perder», es necesario asumir la segunda idea antes que la primera, en razón de
designar aquélla—loci comunes—, un topoi común desde el cual puede edificarse un
verdadero diálogo entre las partes, antes que ésta otra—la de los loci theologici—, que
asocia una actitud apologética en la cual, alguno tiene que ceder (creo que el poeta a
menudo está dispuesto a ceder en un correlato recíproco con el teólogo). La revitalización
de los lugares comunes dibuja un horizonte más prometedor que la simple idea de
defender por medio de los recursos del entendimiento una premisa de fe, en cuanto que
no fija las fuentes de la teología, sino que las hace surgir a partir del seno histórico dirigido
por el Espíritu, el cual dinamiza de modos dispares—y a veces inusitados—el destino de
la humanidad, en cuanto que se deja guiar por la luz de la fe. De esta forma, nos parece
más conveniente hablar de loci comunes, si por estos entendemos fuentes
epistemológicamente susceptibles de alojar o nutrir la fe, antes que hablar de loci
theologici, para que finalmente la poesía, se convierta en un nuevo lugar teológico; en
realidad estamos lejos de esta intención, pues no consideramos que necesariamente

12
CONGAR, Y., La fe y la teología, Herder, Barcelona, 1981: p. 183.

11
tenga que serlo; insinuamos, por otro lado, que el teólogo se yergue en aras de una
Palabra que lo invita a poetizar su mensaje cuando hace entendible el dato revelado, a
cualquier hombre y en cualquier época.
El desplazamiento de sentido obtenido durante los primeros debates concernientes a
la teología fundamental, previno de una concepción rígida por parte de los críticos que
fuese definitiva y se vino a sumar a este enfoque una importante flexibilidad a la hora de
abordar sus propios problemas. Una plasticidad interna que impedía elaborar un canon—
o siquiera algo parecido—de su método tanto como de sus temas comenzaba a dibujarse,
puesto que, si su propósito se centraba en dar razón de nuestra fe de cara a los
paradigmas del espíritu humano, entonces, debía evolucionar simultáneamente según el
devenir histórico. De aquí el deber de admitir una cierta relatividad epistemológica que
atañe a su valor intrínseco, no en detrimento de su objetividad, sino en favor de su
plasticidad histórica, constituyendo uno de sus rasgos más valiosos: la teología
fundamental, podemos decir, se identifica con la ciencia en la medida en que su
conocimiento es provisional, principio fundamental de toda ciencia. Así mismo, está lejos
de absolutizar, más aún, universalizar, estos o aquellos criterios en razón de la fe, porque
no hay criterio lo suficientemente objetivo que resulte inmarcesible frente a la corrosión
del tiempo. No concibo una teología que responda, en todos y cada uno de sus vértices, a
una situación actual, si aquélla fue elaborada en vistas de una época que no es la
nuestra. Con esta afirmación no quiero decir que debemos olvidar todo otro intento de
teología suscitada a lo largo del tiempo, no solo no las discuto en sus mejores
contribuciones; por el contrario, me inspiro en ellas. Con todo, estamos llamados a
interpretar todo hecho que pertenece al pasado, porque será el presupuesto de las
posibles respuestas de los problemas actuales. Verificamos que cada época dispone
nuestra capacidad de estar-ahí, de existir en ese preciso momento para contestar a las
acuciantes interrogantes del hombre. Estar-ahí, según el pensamiento del último
Heidegger, tal cual lo consideramos aquí, es el hombre que más allá de dirigirse a la
muerte, de verse como un ser para la muerte, es el hombre como «pastor del ser».
Venimos a concluir, que son diversas las nociones acerca de la teología fundamental,
tal como nos llegan hasta ahora. Diversidad que refleja, no sólo la realidad multifactorial
que compete a esta misma ciencia, sino su constante disposición de cambio. Una
definición simplificada de la teología fundamental la describe como una disciplina de
frontera capaz de articular aspectos filosóficos—en un sentido amplio—y elementos
teológicos; es decir, datos de razón y datos de fe.

12
Es de notar, que esta empresa reúne dos resortes—por decirlo así—de la existencia
humana; si entendemos la filosofía no como pura actividad de la razón, sino como toda
actitud reflexiva que se dirige hacia el misterio del ser, ya del mundo, ya de nosotros
mismos, donde se haya concernido de modo especial el espíritu humano; sabemos que
se torna ineludible echar mano de la razón en el momento de dilucidar sobre nuestra fe.
La teología fundamental mira su fundamento bíblico en aquellas palabras de la carta de
Pedro 3, 15:«Esten prontos a dar razón de la esperanza que reside en nosotros, a
cualquiera que se las pida, con humildad y respeto». Afirmación que supone un
determinado contexto cultural, en el que la comunidad cristiana, seguramente se veía en
la necesidad de exponer, preparar el camino y, finalmente, mostrar catequéticamente, la
fe cristiana a los hombres de buena voluntad.
Desde entonces, a ninguna comunidad o persona creyente, nos resulta ajena la
iniciativa de dar razón de nuestra esperanza. En una perspectiva más próxima a nuestros
días, la Reforma del siglo XVI, el «triunfo del racionalismo» propiciado por la Ilustración y
luego, el ateísmo como fenómeno cultural cada vez más imperante, serán la masa donde
la teología fundamental deba presentarse como levadura, no para condenar los múltiples
fenómenos propios de tal o cual cultura; sino para escuchar y discernir la acción del
Espíritu que vivifica la historia por medio de los sujetos concretos que pueden interpretarla
y transformarla. Si el objetivo primigenio es el de dar razón de nuestra esperanza, la
teología fundamental inaugura la comunión entre la fe, como don sobrenatural, y la razón,
como facultad humana en vías de su propio fin. La naturaleza de la razón es
«disponerse»: razonar es disposición. Esto nos recuerda las palabras de E. Schillebeeckx,
quien dice: «la revelación presupone, como condición de su propia significación, la
búsqueda del hombre por sí mismo. […] La inteligencia humana de sí es una dimensión
interna de la revelación misma»13. A tenor de esta idea, entiendo la «filosofía» como un
conocimiento-de-sí que lleva intrínsecamente el conocimiento-del-mundo, la cual ha de
ser el espacio sólido en el que la fe obtiene su propia significación. No hablamos pues, de
una filosofía en términos estrictamente académicos, que vendría a ser el estudio metódico
de la esencia de las cosas; aquí hablamos de la filosofía como interpretación íntima
dirigida por la sed de encontrar-se y encontrar lo-otro. Conducirse hacia este fin, propicia
la asunción de uno u otro método que las estructuras de nuestras facultades pueden
potenciar y llevar a término, pero hay tantos métodos como facultades cognoscitivas son.

13
SCHILLEBEECKX, E., Inteligencia de la fe y la interpretación de sí, en La teología de hoy y del
mañana, París, 1967, 132 (El mundo y la historia, Nueva York).

13
Atendiendo a estas ideas, decimos que la teología fundamental es el espacio
epistemológico en el que nos situamos los sujetos creyentes o no creyentes, (los sujetos
antes-de-la-fe) en los márgenes de lo insoslayable (de lo que nos concierne
existencialmente), ahí donde la fe toca a la razón en un rejuego de caricias que hacen de
este encuentro un diálogo entre el cuerpo y el espíritu: cuerpo es creación y espíritu es
don. Mientras el primero puede darse a sí mismo; el don es lo dado, no a pesar del
mundo, sino en favor de él, de tal suerte que el cuerpo es hecho del mundo, pero el
espíritu es lo que está siendo, por eso, lo llamamos don, porque no procede del mundo.
La teología, en su carácter fundamental, es cerco discursivo entre la fe y la razón, bajo el
sentido que le hemos dado.

1.2. La revelación cristiana como lenguaje

En el «giro lingüístico» del quehacer filosófico es donde queremos entroncar la


reflexión teológica de la revelación. Puesto que la experiencia reveladora de Dios se ha
formulado y expresado en el lenguaje de los hombres, nos vemos abocados de lleno a la
reflexión que los propios hombres hacen de su lenguaje. En el uso legítimo de otras
ciencias para hacer teología, la filosofía nos ha parecido de gran importancia; entre otras
razones, porque en ella aprendemos a formular nuestras experiencias, pensamientos e
ideas. La filosofía del lenguaje será el medio que nos ayudará a explicar mejor el valor
kerigmático (de anuncio) y hermenéutico (de interpretación) de la comunicación que Dios
establece con la realidad humana.

a) Bases antropológicas del lenguaje

Es tan ancestral y oscuro el origen del lenguaje, que muchos pensadores a lo largo de
la historia, no han podido sino elaborar teorías hipotéticas más o menos aceptables para
explicarnos de dónde pudo venir, y cuál ha sido la causa de su surgimiento. El común
denominador en una y otra de tales teorías es, ciertamente, la antigüedad inherente que
oculta su origen.
Los datos histórico-positivos en realidad, están muy próximos a nosotros como para
hablar en términos «de origen» al referirnos al lenguaje. Lo más acertado que podríamos
deducir, es que el lenguaje es tan antiguo como el hombre mismo y, cuando nos

14
preguntamos por su origen, indudablemente nos preguntamos por el origen del hombre14,
puesto que éste, no ha existido sin su capacidad de manifestarse y podemos decir que el
lenguaje es la forma primigenia de hacerlo, desde luego que no podemos entender «el
lenguaje» según las categorías abstrusas de las teorías lingüísticas contemporáneas, en
todo caso, hablamos de un lenguaje primitivo cuando los hombres dotaron de sonidos los
sentimientos que experimentaban, prescindiendo incluso, de una cierta armonía en ellos.
A medida que los sonidos eran capaces de expresar sus sentimientos, es decir, el rejuego
de impactos dados o recibidos por parte de su individualidad y el mundo, el ruido se
convirtió paulatinamente en fonética, a la cual bien podemos llamar hoy, armonía de los
sonidos. Una armonía solo es posible cuando existe un orden intrínseco en la emisión de
sonidos; el lenguaje, pues, ascendía a una codificación cada vez más articulada de
sonidos, a los que se les sumaron pronto, los signos, como epígrafes sumamente simples
y fluidos. La aparición del punto no solo significa el inicio de la geometría, como se piensa
de común, sino también, de la escritura, de este modo, la escritura es geometría del
microcosmos individual, mientras que en términos matemáticos, la geometría es el arte de
las dimensiones macrocósmicas concretizadas en el punto como unidad básica; la línea y
la figura como formas de la dimensión.
El punto es el signo fontal de la epigrafía y el vértice entre el sentimiento y su
manifestación escrita. Con el punto, la pluma del escritor inaugura la aventura del estilo y
da figura al sentimiento manifiesto de la existencia, cuya forma es su sentir15, es decir, el
individuo afectado por su estar-en, así como por su no-sentir-se. La caligrafía es tan basta
y diversa como mundos en pequeño es capaz de estilizar. El punto fue una conquista más
del espíritu humano que camina hacia su intersubjetividad pero, curiosamente, la
intersubjetividad que comprende el lenguaje es un dirigirse-hacia con una cierta
luminosidad, aun no estando el objeto a quien se dirige: es un decir como-no-estando
pero con un toque de gusto. A estas alturas el lenguaje es ya expresión y por lo tanto un
fenómeno poético16. En ello reside la complejidad del fenómeno lingüístico en su
dimensión poética. Curiosamente, este mismo proceso de construcción del lenguaje, es

14
CASSIRER, E. Filosofía de las formas simbólicas, FCE, México, 1971: p. 51
15
No se piense que reducimos la lingüística a una estética escriturística; hemos de pensar en un
contenido más amplio cuando decimos «sentir», queriendo decir que pensar, por ejemplo, es sentir. El
problema sobre la relación entre el pensamiento y el lenguaje ya ha sido abordado por los filósofos del giro
lingüístico, especialmente Heidegger y Wittgenstein en sus puntos más álgidos, autores que de continuo
iluminarán nuestra reflexión en lo que se refiere al lenguaje poético. Con todo, no podemos olvidar a
Saussure y Bühler junto a Whitehead y Russell.
16
BORGES, J. L., ¿Qué es la poesía?, Siete noches, BB AA, 2001.

15
muy parecido a como Dios se fue revelando a sus criaturas, proceso que denominamos
economía de la salvación. La razón que llevó al hombre a manifestarse produjo el
lenguaje, así como el ser subsistente de Dios se inclinó hacia la donación. De este modo,
el hombre no piensa a Dios en categorías de hombre porque sea hombre; sino que
porque Dios piensa y hace de modo particular, es que el hombre se asemeja a él cuando
lo descubre: El Dios el hombre se hace hombre.
A medida que el hombre ha matizado la necesidad de manifestarse, crea sonidos,
grafías e intrincados sistemas de comunicación aptos para transportar el mensaje que
sale de sí, para tocar al otro. Quizás el lenguaje más primitivo debió haber sido aquel que
los hombres se dirigían a sí mismos, en donde el universo de significados no iba más allá
del microcosmos psicológico de cada hombre; pero el descubrimiento del otro quiere
decir: descubrimiento del lenguaje hablado, el hallazgo de la «lengua» como «actos del
habla». La historia del lenguaje, que se identifica con la historia del ser, comienza aquí su
caminar. Los presocráticos coincidían en que el lenguaje era, indudablemente una parte
de la realidad17; se trataba del «lenguaje del ser», problema que más tarde será el objeto
de estudio de Platón en el Cratilo. Platón se guardó de reducir el lenguaje a una reflexión
gramatical del ser, como a un instrumento persuasivo, según el proceder sofista (aunque
este era el riesgo constante del lenguaje). La teoría de Paltón acerca del lenguaje se
extiende posteriormente y el cristianismo vio con benevolencia el pensamiento platónico,
en el cual podía articularse armónicamente una premisa racional para la fe.

b) Consideraciones históricas sobre el lenguaje dentro de la teología

Desde el principio, el problema del lenguaje fue asumido por la teología cristiana,
encontrando un sedimento confiable en las teorías platónicas; sin embargo, cedió
demasiado a la teoría de la ideas, la cual hacía del mundo un espejo de la verdadera
realidad y, por lo tanto, el lenguaje, como parte de este mundo, no superaba la relación
dialéctica entre la realidad aparente y el pensamiento: el lenguaje se convertía en artificio
para nombrar la realidad que vemos, pero no significaba la idea en cuanto tal. Paltón se
encargó de elaborar las preguntas, mientras nosotros pensamos acerca de sus posibles
respuestas. Al respecto, Agustín afinó varios engranajes de la posición platónica y obtuvo
una profunda comprensión del lenguaje.

17
Cfr.: EGGERS L., C. y JULIÁ E. V., Los filósofos presocráticos, Gredos, Madrid, 1981: pp. 9-23.

16
Para Agustín, el problema del lenguaje era, inconscientemente, ineludible;
conscientemente, sustancial. Nada menos que la forma expresiva del ser humano se
concentraba en el noble ejercicio del lenguaje. Agustín mismo, el gran retórico del siglo VI,
debía decir alguna palabra sobre el lenguaje, del que era un eximio maestro, y no
podemos negar que la filosofía del lenguaje que llegó a formular el Obispo de Hipona,
repercutió significativamente en su apologética, en la teología sacramental, en la
cristología y en la eclesiología: la teología agustiniana tiene el peculiar mérito de enseñar
gustando, interpela no solo al pensamiento y la voluntad, sino también al sentimiento, en
ello reside su genialidad y ha comprado con su estilo, el privilegio de contarse entre los
literatos con el mismo peso que entre los teólogos.
Según Agustín, el punto de vinculación está ahí donde habla del signo y el significado.
Las mejores consideraciones acerca del lenguaje se concentran en una de sus obras
principales, las Confesiones, no es de extrañarnos que justo ahí, en donde pondrá al
descubierto su alma, en la franqueza del culpable y el agradecimiento del humilde que ha
experimentado el amor de Dios, Agustín dirá algunas palabras sobre el lenguaje.
En principio, se observa la estrecha relación entre pensamiento-lenguaje-cosas;
considera que el lenguaje tiene el objetivo de enseñar o recordar. Este fin se deduce de
su inmediata teoría gnoseológica, heredada de los neoplatónicos. El lenguaje tiene la
función de enseñar o recordar, ya sea para con otro, o incluso, para consigo mismo, pues
su poder evocador, puede hacer recordar al que se enseña, pero también a nosotros
mismos: «aunque no emitamos un sonido, sin embargo, en cuanto pensamos las palabras
mismas, hablamos en nuestro interior; […]las palabras no hacen otra cosa más que
recordar, mientras la memoria, en la que están grabadas las palabras, hacen venir a la
mente las cosas mismas de las que las palabras son signos»18. La teoría sobre el
lenguaje que desarrolla Agustín es de importancia vital para comprender la revelación
cristiana como lenguaje, pues no se trata de consideraciones de un sujeto en concreto, el
cual, por medio del poder de su cognición da a luz a tal o cual teoría; nos referimos más
bien, a la acuciante problemática del lenguaje que concierne a todo hombre pensante, a
los hombres que se encuentran en-el-mundo y se preguntan sobre él. No podemos pasar
desapercibido, el hecho de que Agustín, es justamente, quien inauguró de manera formal,
el problema del lenguaje para el insipiente pensamiento cristiano. Desde luego que
Agustín, vendría a encarnar la pregunta incontestable de los hombres sumamente
reflexivos, en cuya labor, su pensamiento no agota las realidades. Vemos que, el Obispo

18
S. AGUSTÍN, De doctrina christiana, 1. II, c. 1, n. 2, col 36.

17
de Hipona, al aplicar sus observaciones a casos concretos, deduce que deben existir
varios significados que no siempre corresponden a la realidad positiva, tal cual se nos
presenta a nuestros sentidos. A través del análisis de una proposición poética (la Eneida,
de Virgilio)19, descubre que las palabras no siempre designan cosas del mundo, sino que
significan algo concerniente al alma: son cosas intramentales. A partir de esta
minuciosidad, Agustín distingue diversos tipos de significados en cuanto que las palabras
significan algo más que las cosas constatables, de manera que hay cosas reales pero no
necesariamente físicas20. Conclusiones como esta, han orientado las discusiones
posteriores con tal fuerza que en el siglo XX, el lenguaje se convirtió en el epicentro de la
reflexión filosófica más aguda. El llamado Giro Lingüístico es el punto culmen de todo un
recorrido histórico tutelado por el lenguaje.
En la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX, el impulso que adquirió la
pregunta por el lenguaje, llevó a los teólogos a nuevos derroteros respecto a su misma
labor, de tal manera que, a medida que surgieron las nuevas ciencias lingüísticas y fueron
tomando forma, la teología hubo de emplear los incontables avances proporcionados por
éstas para elaborar un lenguaje propio de la misma teología o bien, ensanchar el
contenido de áreas específicas dentro del saber teológico. La exégesis es el aporte más
significativo de una teología que incorpora las herramientas del lenguaje y la historia para
la comprensión de la fe cristiana teniendo por objeto próximo el texto escriturístico (dentro
del margen de la canonicidad católica), y como objeto remoto, el sentido pleno de tal
texto. Más tarde, este modo de proceder, será el amasijo de fermento de la hermenéutica
teológica impulsada por Schleiermacher—en sus orígenes—, Gadamer—desde la esfera
filosófica—, y continuado por Schillebeeckx en su sesgo teológico21.

c) Hacia una «teología de la palabra» como fundamento teórico de la «palabra


poética»

19
«si nihil ex tanta Superis placet urbe relinqui (Si nada de tan gran ciudad place a los dioses
dejar)» en donde la partícula «si…» connota duda y no una cosa exterior al pensamiento, sino una moción
del alma.
20
Paradójicamente, Agustín se anticipa al atomismo lógico de Russell y a la teoría de sentido y
referencia de Frege.
21
Edward Schillebeeckx (nacido en 1914) ha prestado cada vez más atención al problema
hermenéutico, que ha terminado por convertirse en uno de los principales hilos conductores de su obra
teológica, centrada siempre en la “inculturación” de la fe, o sea en la traducción del perenne mensaje de
vida de la Biblia en las culturas emergentes.

18
Dentro de la teología, el Giro Lingüístico tuvo profundas repercusiones no sólo en el
discurso teológico en cuanto medio de expresar el contenido dogmático, sino
principalmente, en cuanto que sugiriere nuevos rumbos susceptibles de caminar.
Podemos rastrear el influjo de la filosofía del lenguaje en su transcurso al campo teológico
en grandes teólogos protestantes—principalmente—y católicos—después—tales como
Karl Barth, Rudolf Bultmann, Ernst Fuchs, Gerhard Ebeling, Paul Tillich, Friedrich
Gogarten, Romano Guardini, Marie-Dominique Chenu y Hans Urs von Balthasar; así
como en prominentes exegetas afectos a los misterios filológicos descubiertos durante las
décadas de 1910 y 1940. El lacónico recorrido que hemos hecho, nos sitúa en el marco
lingüístico al que se circunscribe von Balthasar, quien es el timón fundamental de nuestro
discurso.
Alonso Schökel introdujo muy acertadamente la cuestión del lenguaje dentro de la
teología, sobre todo cuando se habla de Revelación, pues el Concilio Vaticano II, abordó
el tema de la Revelación básicamente como el don de Dios que se da a sí mismo a los
hombres, para que mediante el conocimiento de su voluntad expresada de manera
sinigual en Jesucristo nos hagamos consortes en el Espíritu de la naturaleza humana22. A
diferencia de una filosofía especulativa que surge de una apreciación profunda de las
palabras y la lengua, la Iglesia asume el carácter teológico de la «palabra» cuando afirma
que Jesucristo es el Verbo del Padre, la palabra definitiva en que toda palabra es
pronunciada y tiene un nuevo sentido; Palabra definitiva en la que Dios habla a la
humanidad, en la que decide salir de su misterio y descubre al hombre su vida divina. El
prólogo de San Juan, es una relectura cristológica de la creación según Génesis 1, 1ss,
para inaugurar una nueva interpretación del mundo ordenado por la Palabra. En Gn 22, 1,
la Palabra no solo es pronunciada, sino hecha; algo parecido ocurre cuando las Escrituras
se refieren a la vida de Salomón, pues ésta se presenta como «las palabras de Salomón»
(1 Re 2, 41). «La vida de una persona es la palabra que expresa, ella es palabra23».
Con la Constitución dogmática sobre la Revelación, el Concilio Vaticano II plateó el
itinerario fundamental de su decurso. El primer capítulo: La revelación en sí misma, se
despliega considerando que la Palabra de Dios está contenida en las Sagradas Escrituras
por cuyas limitaciones objetivas, se transmiten por medio de la Tradición; es decir: nace
del testimonio de los primeros creyentes que vieron y escucharon a Jesús de Nazaret y se

22
CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Divina Revelación Dei Verbum, Roma,
1965: n. 2.
23
SCHILLEBEECKX, E., Revelación y teología, Sígueme, Salamanca, 1968: p. 42

19
despliega en el testimonio de aquellos que gozan de una dicha superior porque a pesar
de no haber visto, creen (Jn, 20, 29).
En esta misma dirección, la palabra es el primer nivel de humanización de la
Revelación. Las palabras del prólogo Joánico «En el principio existía la Palabra, y la
Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. […]»
(Jn 1, 1-2) dan testimonio de la primogenitura de la Palabra, en cuanto ésta es increada y,
por lo tanto, es Dios mismo: el Verbo. Por lo tanto, no tenemos que afrontar una
disyuntiva, pues desde el principio era el Verbo; en el principio fue la acción que es como
decir que la voz y las manos están unidas por una doble poética desde el origen24. Pero
también encontramos la palabra creada contenida en un lenguaje humano tan propio, que
es capaz de conferirle el valor de un signo de la expresión de Dios mismo: Dios asume la
palabra del hombre.
El cristianismo se muestra sumamente osado cuando mira, con el poder de su fe,
determinadas palabras humanas penetradas de la palabra de Dios, lo cual causa
hostilidades con otras confesiones religiosas a la hora de un diálogo, pues resulta
imposible para muchos creyentes, el que Dios haya puesto su palabra en las palabras de
los hombres. La abigarrada conciencia de la limitación, finitud y pecaminosidad de los
hombres presente en todas las religiones25, explica el que para ellos resulte imposible
semejante identificación entre ambas «palabras», en todo caso, Dios habla o hace a
pesar de los hombres, más que junto a ellos o a través de ellos. En el cristianismo
sucede algo contrastante: Dios se vuelca hacia los hombres de un modo tan particular,
tan eminente, que la palabra con la que crea es él mismo, hasta darle forma humana e
introduciéndolo de manera definitiva en el tiempo: es la Palabra encarnada, la que ha
tomado carne de nuestra carne para redimirnos y hacer de esta conciencia de la
pecaminosidad, clara a la vez que oscura, una posibilidad, pero no una condición.
Recordemos que, incluso a los primeros cristianos, aun afectos a sus antiguas creencias

24
Cfr.: FOCILLON, H., Vida de las formas seguida de Elogio de la mano, UNAM, México, 2010: p.
125.
25
Cfr.: RICOEUR, P., Finitud y culpabilidad, Taurus, Salamanca, 1969: pp. 29-47. A propósito de la
excelente investigación realizada por Ricoeur, la cuestión de la «finitud» y la «culpabilidad» como
condiciones antropológicas y ético-fenomenológicas en la constitución del sujeto, se vuelve más clara la
constatación que san Pablo, por ejemplo, no deja de recordar en una psicología deslumbrante: «como por
un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los
hombres, por cuantos todos pecaron—porque hasta la ley había pecado en el mundo, pero el pecado no se
imputa no habiendo ley; con todo, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés […]» (Rm 5, 12-14a) Ricoeur lo
hace a partir de los datos fenomenológicos, por eso, su perspectiva tiene un alcance más allá de una
explicación religiosa.

20
o benévolos a creencias ajenas (fuera del judaísmo, de donde proceden los primeros
cristianos), les fue difícil comprender que un Dios omnipotente, poderoso e infinito, se
encarnase como un humilde hombre, frágil y podre; en definitiva: verdaderamente
humano. Podemos notar que, hasta el día de hoy, consciente o inconscientemente, si
preguntamos a un fiel cristiano acerca de la divinidad de Jesucristo, y luego, de su
humanidad; le será más fácil asentir a lo primero que a lo segundo. Nos resulta más difícil
ver a un Dios humano que a un Dios omnipotente, porque aquél terminará
comprometiendo nuestra vida. En una plática de mesa, escuché una desconcertante
afirmación que simplemente traiciona la novedad del cristianismo: ‘como hombres—
decía—no morimos para que finalmente no encontremos con alguien que es también un
hombre […]’.
Esta es la novedad del mensaje cristiano, por eso le llamamos «Evangelio» (αγγέλιον)
que significa: «buena nueva». Nos encontramos frente a un mensaje que es nuevo y se
jacta de ser bueno, y lo que nos parece bueno, quiere ser amable con nuestra propia
condición, atrayendo hacia sí lo distante, de modo que no sea la analogía el vínculo de
unión, es decir, a partir de lo distinto, lo desemejante; Dios busca al hombre a través del
hombre y no solo se le ofrece como viniendo de arriba, sino como penetrando las
estructuras íntimas de su propio ser sin violentar nada que es de él, porque, lo que es
propio del hombre no puede ser contrario a Dios, pues él es su autor: El autor conoce su
obra y sabe que es de él. En resumen, esto es lo que quiere expresar el término
«persona» referido a Dios en su naturaleza de Padre, Hijo y Espíritu Santo. La Revelación
cristiana es, ante todo, reconocimiento divino de lo creado en una acción de darse; por
una parte, Dios da a sus criaturas algo distinto de sí mismo (a esto se le ha llamado
revelación natural), y por la otra, Dios se da a sí mismo sin reserva ni cortapistas a quien
él hace papaz de recibirlo, no por la constitución de uno, sino por amor de Él (a esto le
llamamos revelación concreta) y es, en sentido estricto: Revelación.
En las formas de la revelación concreta que penetra la historia, se identifican las
figuras del hagiógrafo, el profeta, Jesús de Nazaret y la del apóstol. Una y otra se
suceden en el tiempo escatológico, de modo que la posterior no allana la anterior (como si
se tratase de una dialéctica de los contrarios), ni mucho menos la suprime; puesto que
hablamos de un tiempo escatológico y no cronológico, una y otra figura son asunciones
económicamente afectadas por el amor de Dios. Tanto el hagiógrafo, el profeta y los
apóstoles encarnan géneros de la palabra que irrumpen en la historia humana
dinamizando su devenir, de aquí que se vuelva reveladora, porque muestra la presencia

21
de Dios en medio de su pueblo: muestra a Dios, Señor de sí (Revelación divina) y dueño
de la historia (testimonio de la palabra).
El Concilio Vaticano II tenía en sus manos la enorme responsabilidad de presentar al
mundo un mensaje asequible y sugerente con respecto al tema de la Revelación, con el
cual inauguraba su exposición, pero también una serie de debates que hasta ahora no
han encontrado parangón, como en lo concerniente a la relación entre Iglesia y
revelación, o al discutido problema de la revelación y su transmisión legítima dentro de la
Iglesia. Es pues que, desde un principio, se proponía atender a diversas perspectivas que
ineludiblemente concernía a la teología de la revelación, en primer lugar, dilucidó acerca
de la revelación como Palabra, testimonio y encuentro; luego, la revelación y la creación,
hasta llegar a la relación entre revelación e historia que, anteriormente, se venía
desarrollando principalmente entre los teólogos protestantes26.
En cada una de estas aproximaciones, la Constitución dogmática sobre la revelación
divina se mostró consistente y definitiva; representa un importante progreso en la
enseñanza dogmática. Da paso a una concepción personalista, histórica y cristocéntrica,
frente a una anticuada visión extrinsecista—que repugnaba a los modernistas—atemporal
y nocional. El Vaticano II se posicionaba de un modo muy sutil, a una distancia muy
considerable con respecto al Vaticano I, en donde se había tratado el tema de la
revelación, primero, en la creación, y luego, en la historia, hasta llegar a Jesucristo como
punto culmen de tal revelación27. Éste partía de la doctrina de una luz vertical sobre el
misterio de Dios y sobre el destino del hombre; es la Palabra de Dios la que invita a «la
obediencia de la fe»28. Si bien, el Concilio esperaba ponerse a la altura de los tiempos sin
tener que afincarse en el cerco de su propia autoafirmación, no desistió en recordar a los
hombres que el cristianismo no es algo así como una forma más noble de humanismo,
sino un don de Dios; lo recibido es puro don que se ofrece sin pago alguno: todo mérito,
en términos de revelación, es insuficiente.
La Dei Verbum recoge la terminología bíblica—siguiendo en gran parte a Pablo—más
que la doctrinal y en vez de hablar de «decretos de la voluntad de Dios», se refiere a
misterios (sacramentum): «Dios se revela a sí mismo y da a conocer el misterio de su
voluntad» (Ef 1, 8). El abismo de Dios se abre al hombre, de modo que el principio y el
final son los extremos del presente que aúna en la historia humana. La revelación divina

26
Cfr.: LAUTURELLE, R., Teología de la revelación, Sígueme, Salamanca, 1982: pp. 399-505.
27
Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Filius Dei, sobre la fe católica, Roma, 1870.
28
Op. cit.: [Dei Verbum]: n. 5

22
es el testimonio imperioso universal en la creación, y personal, en la historia concreta de
cada hombre, de la experiencia del rescate del mal y la certeza de la entrega y
plenificación de lo bueno: Es Dios con todos sus hijos. Cierto, tenemos un presente que
no deja de ser misterioso, en donde la gracia actúa en la compleja historia de la salvación,
para dinamizarla y constituir al hombre, primero, en comunidad, y luego, en comunidad de
destino, por esta razón, hemos de confesar que el hombre es el ser de la gracia. Porque
Dios se entrega, existe el hombre; luego, la explicación de la gracia, es la entrega. Para
Dios solo existe su entrega y aquél a quien se entrega. En el presente perenne de Dios
solo está Él en la dote de sí y el hombre en la posibilidad de la gracia29. «Lo sobrenatural
es una encarnación de lo divino […] Si para penetrar en el terreno de lo sobrenatural debe
el hombre eliminar el contenido normal y sano de su vida, fracasa, ya que es
precisamente todo ese contenido humano el que ha de ser elevado a lo sobrenatural y
crecer desde ese punto de partida30»
Situándonos en la historia de la salvación, en el determinado instante en que aparece
Cristo y, en consecuencia, el despliegue de la gracia plena que mira, entonces al pasado,
en el origen; y al final, en el destino, el creyente se ve atraído por la fuerza de la gracia
que penetra y empuja, para descubrirle su origen. El primer indicio de la gracia que
empuja hacia el reconocimiento de la revelación, es el asombro: el hombre, en el acto de
amor, experimenta el asombro, el cual identificamos como una experiencia de lo
inesperado: es sorpresa. Sólo cuando se percibe el don de Dios como sorpresa, es que
se abre el hombre hacia la revelación, porque justo la esencia de un regalo es la de
sorprender. Si yo, en una relación de amor con otra persona, espero que en algún
momento de la relación, aquélla me ofrezca algo, aun no experimento el amor.
La revelación de Dios concebida como don no supone una relación comercial entre el
hombre y Dios; es decir, de intereses mutuos, en donde prevalece el interés que ha
encontrado afectividad, provocando dominación—como interés posterior—para con el
otro, sino que es sustancialmente, una relación esponsal: no pone a la deriva a ninguno
de los esposos. El Dios que se vuelca hacia los hombres no aparece simplemente como
ayuda, sino como destino. Aunque las Sagradas Escrituras se refieren a la participación
de Dios en la historia del pueblo como proporcionando una «ayuda»; en la historia
afectada en el ápice de lo personal, Dios es el destino, la meta. Lo decisivo para Jesús, la

29
He aquí el enlace adecuado de una antropología teológica que desborda nuestro horizonte
teórico de investigación.
30
CHENU, M-D., La fe en la inteligencia, Estela, Barcelona, 1966: p. 12

23
revelación viviente de Dios que ha querido impregnar el tiempo y la persona, es la
devolución de cuanto se le ha dado, al Padre. El Verbo del Padre dice a los hombres: ‘tú
eres capaz del amor’31.
La revelación, en estos términos, enseña no la incapacidad de comprender a Dios, el
que Dios sea inaccesible; Dios es alcanzable porque se da al Hombre como don; pero
ciertamente que Dios es inagotable. Vivir en Dios es un «hecho»; «conocerle», un camino
que comienza en la contemplación de la creación y se esclarece como en un diamante
cristalino en la persona de Jesucristo. Desde que Jesús se convirtió en el punto de
escisión de toda historia, nuestra vida de gracia, es una epopeya de seducción divina,
porque lo más divino, lo más santo, es lo más humano. A partir de Cristo el universo gira
en torno al Padre como su principio. De aquí que el deseo humano de conocerle, mejor
dicho, a degustarle, de estar con él, más que ser sobrenatural, es realmente natural. De
hecho, decir que es realimente natural, es otro modo de decir que es sobrenatural, porque
lo enteramente divino, en Cristo, es enteramente humano: Jesucristo, el verdadero Dios y
verdadero hombre confirma nuestra identificación.

1.3. Carta de naturaleza a la literatura

En 1976, la revista especializada en teología Concilium, publicaba un número (115)


cuyo título rezaba: «Teología y literatura32». Su propósito se centraba básicamente, en
inaugurar el diálogo entre dos ámbitos aparentemente discordantes de manera explícita;
pues bien podemos decir que, a lo largo de la historia, la teología se ha visto atraída por la
literatura y viceversa. Las primeras páginas escritas tenían por autor al Padre Chenu, un
teólogo consumado, precursor de la Nouvelle théologie, pero también un entusiasta lector
de literatura, personaje idóneo para dispensar un auténtico manifiesto en favor de la
literatura
Hasta entonces se podía pensar—con bastante serierdad para muchos—que el
ámbito de la teología, entendida como la inteligencia de la fe y, por lo tanto, como trabajo
eminentemente científico, y el ámbito de la literatura, eran actividades objetivamente
excluyentes; sin embargo, los teólogos liberales de la primera mitad del siglo XX, no
dudaron en vincular, como un acometido algo tolerante, y algo riesgoso a la vez, la

31
Cfr.: Op. cit.: [Dei Verbum] n. 4.
32
CHENU, M-D., «Carta de Marie-Dominique Chenu», Concilium (Revista internacional de
teología), n. 115 (1976): p. 161.

24
teología con la literatura, cosa que encontró una indiferente aceptación, en principio, y
que, paulatinamente tomaría mayor fuerza. Es justamente Marie-Dominique Chenu, el
teólogo de Le Salchoir, al que se le había visto como un acérrimo defensor tomista, quien
abriría un vigoroso debate sobre la actividad teológica y los nuevos paradigmas socio-
culturales con sus obras la fe en la inteligencia33 y Une échole de théologie: Le Salchoir.
El autor de una nueva lectura aristotélico-tomista y profundo conocedor de la época
medieval, ahora se sentaba a la mesa con los literatos. Si ya antes había hecho lo mismo
el dominico Marie-Alain Couturier, pero con los artistas franceses que crearían las
próximas tendencias artísticas de la Europa contemporánea34; Chenu, se iniciaba en el
diálogo con la literatura, de este modo, la teología, una vez más, hallaba diferentes
horizontes que le permitiesen tocar la realidad propia de los creyentes, ansiosos de
cambios e indiferentes a los dogmas y las condenas.
Se le pidió a Marie-Dominique Chenu, elaborar una breve introducción a este número
de la revista y así, estrenar la dimensión literaria de la teología, o mejor dicho: vislumbrar
la inteligencia de la fe en los célebres novelistas que, en la historia, han hurgado la
experiencia de fe. Como se ha podido ver en este lacónico manifiesto, la intención del
padre Chenu partía de una intuición preocupante: «siempre eh pensado que teología no
es únicamente el producto ofrecido por los ‘profesores’, sino también el fruto de la
inteligencia colectiva del pueblo de Dios que vive en el mundo35». Si quisiéramos ubicar al
resto de los fieles cristianos—o no cristianos, en dado caso—en algún lado; por el
momento, habría que decir que se encuentran simplemente en el «mundo».
La revista recogía aportes de distintos teólogos inmersos en mayor o menor grado en
el ámbito de la literatura y, puesto que, de suyo, la diversidad de géneros literarios venía a
dificultar la tarea de integración y síntesis, los coordinadores (Jean-Pierre Jossua y
Johann Baptist Metz) del número se propusieron tocar solo uno de los muchos géneros: la
novela. La cuestión se podía plantear de la siguiente forma: «¿En qué medida las
creaciones literarias pueden contener un trasfondo teológico explícito o latente?36». A
partir de esta cuestión, cada uno de los expositores esbozaría realidades implícitas a
partir de escritores que inquieren a Dios a partir de su propia experiencia vuelta un relato.
Entre los aportes más importantes está el elaborado por J. C. Renard en poesía, fe y
33
Op. cit.: La fe en la inteligencia […]: pp. 336.
34
COBIÁN, E. F., Arquitecturas de lo sagrado: memoria y proyecto, Fundación Santa María
NAI/Obispado de Ovrense/ COAG, Coruña, 2009 en CRIPPA, M. A., Romano Guardini y Marie-Alain Couturier:
los orígenes de la arquitectura y del arte para la liturgia católica del siglo XX: pp. 178-206.
35
Op. cit.:
36
Ibidem: [Concilium, n. 115]: p. 158

25
teología y el de J. B. Metz en teología como biografía: una tesis y un paradigma que, para
efectos del último subtítulo a desarrollar nos será realmente significativo. Y no podemos
desentendernos del lúcido ensayo escrito por H. Rousseau: posibilidades teológicas de la
literatura, útil para bosquejar las críticas y promesas de una teología en transformación
que desea superar el divorcio entre teología y experiencia cristiana de la comunidad
creyente. Conviene pues, agotar las posibilidades contenidas en la fuerza teológica que la
experiencia estética condensada en la poesía y representa dentro de la vivencia especial
del artista. En un tiempo atrás, Von Balthasar se ocupa de encontrar el trasfondo teológico
de las novelas escritas por Bernanos y descubrió «las virtualidades teológicas que reúnen
una interpretación de la existencia y de la revelación en la perspectiva del mundo
contemporáneo37».No podemos dejar de prescindir del importante estudio realizado por
Pie Duployé en La religión de Peguy, título de la tesis de doctorado de teólogo de
Estrasburgo. Obra de madurez en la cual recapitula su paciente contacto con la literatura
francesa del Renoveau catholique—Claudel, Bernanos y Péguy—así como algunos
exponentes de la literatura alemana—como Rilke y Hölderlin—. El padre Duproyé sigue
muy de cerca el trabajo de su predecesor jesuita Paul Doncoeur a través de su libro
titulado Péguy: la revolución y lo sagrado.
No hay mejor argumento en favor de la literatura que estos significativos ensayos de
carácter teológico y, desde luego, el denominador común que pornto vislumbraron los
teólogos: lo que nutre las inquietudes de los escritores—aparentemente desvinculados
con la religión o incluso ateos—es la sabia bíblica. Estos argumentos vinieron a significar
los instrumentos de trabajo para una cuestión que ya no podía ser eludida. Tenemos a
bien, dibujar algunas líneas que finalmente serán los hilos conductores que trataremos de
seguir—no sin un grado de cautela y también de vacilación, propia de un tema que aún no
alcanza la madurez deseable—, en favor de la metodología, pues, como en los tiempos
de Doncoeur y Duployé, en donde la teología neo-escolástica se encontraba tan
satisfecha de sí, que resultaba problemáticas e incómodas las propuestas novedosas; así
en nuestros días, hemos de esperar las más variadas reacciones. Veamos algunos
lineamientos fundamentales propuestos por el padre Chenu en esta breve carta inaugural.
En primer lugar, el hallazgo de una teología dentro de las obras literarias requiere de
una apertura sincera del teólogo al momento de encontrarse con una obra literaria por
medio de su lectura. En segundo lugar, hay que acomodar una nueva visión, cambiar de
registro. No es necesario ver la literatura con claves teológicas a partir de una premisa

37
Ibidem.: p. 164

26
sistemática; ni tampoco ver en la literatura algo así como un lugar teológico, en una
posición bastante acomodaticia. Hay que preguntarnos si hay algo dentro de la literatura
que sólo ella puede expresar; algo que ninguna teología científica podría hacerlo de la
misma forma y con la misma fuerza que la literatura; y finalmente, hay que preguntarnos
si la poesía (en el plano existencia y secundariamente gramatical) tiene algo que decir de
la experiencia de Dios; de si es capaz de articular un lenguaje teológico. Ahora bien, así
como la revista se propuso delimitar el problema en las fronteras de la Novela, así
nosotros queremos situarnos en los límites de la poesía (si es que para ella nos es lícito
hablar de «límites»), pues sería una empresa colosal, tratar de extraer lo propio de cada
arte literario con respecto a la fe. Nuestro alcance se detiene ahí donde la palabra poética
aparece, dice y se manifiesta. Algo que nos sería imposible si no partimos de una idea
más integral de teología, es decir, «como palabra de Dios activa en el mundo. […] En el
mundo, y no solo en el espacio eclesial que aparece delimitado por unas fronteras38».
Nuestro principio sustancial es, indudablemente, el mismo que el del padre Chenu: «Las
culturas, en la coherencia densa de las artes plásticas y las artes literarias, son el terreno
admirablemente fecundo de la fe en acción y en cuestión, del parto de la creación, que es
obra del Espíritu con sus gemidos inefables (Rm 8, 18-27)39». Es como emprender una
tarea semejante a los pensadores de las llamadas épocas abiertas, cuyos principales
rasgos son ruptura en lo conveniente y de transición en lo variable. Lo que asumimos en
la realización de este trabajo, en un movimiento simultaneo entre la fe y la poesía, es lo
que se asume en toda la creación, en la cual el teólogo cuenta con variadas posibilidades
de volverse poeta. La experiencia religiosa, ya en su sentido cognitivo, ya en el sentido
práctico o emocional, se articula en última instancia, en un lenguaje las más de las veces,
polimorfo y maleable; pocas veces resulta lineal. La representación artísitca de la teología
apuesta por una verdad que no puede ser universal y unificadora. Entiéndase bien «una
verdad». A tenor de «cambiar de registro», es inconveniente insistir en una sola verdad.
Por mor de las circunstancias históricas, no podemos atribuir una misma causalidad, una
misma moralidad, espiritualidad o raíz a los múltiples fenómenos que, si acaso, podemos
aislar unos de otros bajo alguna hipótesis.
Puesto que son muchos los fenómenos, naturalmente que el lenguaje ha de ser
distinto, pues cada uno de estos fenómenos articula un lenguaje adecuado a su fin. Sobre
esta poliformidad del lenguaje nos ocuparemos en el apartado siguiente, pero quiero

38
Ibidem: p. 161
39
Ibidem: p. 162

27
advertir a mi lector, que así como la teología se presenta siempre como un lenguaje
segundo con respecto al hombre; así el lenguaje poético vendría a ser un metalenguaje
de su significante original. Lo más común entre el lenguaje poético y la teología es su
carácter reflejo, algo así como el efecto de una luz que se refleja por el mismo espejo. De
esta manera, el hombre, ser lingüístico, habla de la realidad que le concierne; por eso
habla de Dios. Por su objeto—más bien diríamos: sujeto—la poesía es un tropo de los
seres que habitan la circunstancia antropológica más próxima y la más remota. Tan
dentro como tan fuera, Dios siempre sale al encuentro.

2. Posibilidades semánticas del lenguaje poético en la transformación del discurso


teológico

2.1. Tipografía del lenguaje: la poesía como el tropo enigmático del hombre40

Los poetas griegos concebían la vida como un teatro; un lugar donde, por lo regular, se
vestía de máscara y atuendo, donde los hombres más honestos ocultan su verdadera
personalidad; sin embargo, reflejaba la más cruda, o mejor dicho, «real» vida de los
hombres, sobre todo de aquellos que por algún motivo descubrían su lugar en el mundo y
rehuían a su destino. En nuestros días podemos identificar el arte teatral no sólo con el
hecho mismo del teatro actual, sino que, bajo este mismo sentido, el cine se suma al
esfuerzo teatral de desvelar la irremediable y casi devastadora realidad de los hombres
más comunes. El cine, al igual que el resto de las artes escénicas que logran poner
facciones y movimiento a los conflictos humanos, es la prueba contundente de las
insondables posibilidades de que las artes gozan, pero transformando insólitamente un
hecho de predicación de la palabra que el lenguaje escrito ya ha podido establecer. En
esto decimos que es genial el cineasta turco Nuri Bilge Ceylan41, porque recrea y
transmite el drama incierto y efectivo de la vida de los hombres, enfatizando la
importancia de poderse comunicar, aunque sea sólo por la expresión, el semblante y el
aspecto corrosivo de nuestros conflictos interiores; así, se subrayan con insistencia las
escenas pausadas y alternas de los rostros pálidos y arrugados de los actores, de manera

40
Sobre «tipografía» y «tropo» véase Sobre el ‘decir’ y el ‘mostrar’ en el Pensamiento de Luwig
Wittgenstein, tesis que para obtener el título de licenciado en filosofía, presentó LÓPEZ C. C. H., León, 2013:
pp. 69-80.
41
Film: Los tres monos (título original: Üç Maymun), Dir. Nuri Bilge Ceylan. Coprod. Turquía-
Francia-Italia, Narr. Nuri Bilge Ceylan, Ebru Ceylan, Ercan Kesal. Act. Yavuz Bingöl, Hatice Aslan, Ahmet Rifat
Sungar, Ercan Kesal, Cafer Köse, Gürkan Aydin; 2008.

28
que su simple aspecto nos conduzcan al absoluto contenido de la mesura, a la prisión de
un hombre dominado por el engaño. Por medio de la escena advertimos nuevos
lenguajes; la idea de lenguaje común, aquél que de manera cotidiana echamos mano
para comunicarnos y expresar las mociones más elementales que hacen posible el fluir de
nuestra actividad, ahora se sitúa junto a otros lenguajes, no como siendo parte todos ellos
de un mismo lenguaje, sino como lenguajes distintos que se ordenan para diferentes fines
y cuya carga significativa se articula gracias a engranajes movidos por una sabia orgánica
que produce palabras y definiciones heterogéneas.
En una frase central podemos resumir el problema que aborda la cinta «los tres
monos», tal como el director lo hizo magistralmente: «no digas todo lo que sepas, no
mires lo que no debas, no creas todo lo que te dicen…». Kant vino a dar con este triple
problema, por un camino que no fácilmente se pone al alcance de todos (las tres grandes
antinomias de la razón pura: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo
esperar?42 Las cuales corresponden a la ciencia, a la moral y la teología
respectivamente. Por medio de una deducción trascendental del fenómeno, descubrió los
inexorables límites de la razón, la voluntad y los sentidos43, pero el director de cine, en
cambio, transforma el drama de lo humano en actuaciones e imágenes capaces de
evocar la realidad de los espectadores. Digamos que, en Kant y Nuri Bilge, las formas de
dar explicación de una misma experiencia de la vida, es distinta. Ambos tratan de explicar
la realidad y al hombre, pero desde diferentes lugares; son tropos diferentes pero ambos
en el lógos de un lenguaje: uno es el lógos científico; otro el lógos estético, inscritos en la
primacía de la palabra. La cualidad de evocar, no pertenece únicamente al arte cineasta,
es propia de todo arte; es decir, de todo hacer cuyo fin está en sí mismo, atrayendo hacia
sí un significado que no puede ser definitivo sino para quien aprecia el fruto de este
mismo hacer. En la obra de arte, el autor desaparece al concluir la obra. El genio artístico
logra imprimir, a modo de indicio, la marca de su autoría que sólo el espectador avezado
podría distinguir; para el resto: la obra se dice a sí misma.
La obra de arte—como la que nos ha servido de ejemplo para la descripción de la
situación actual: el concierto trágico del mundo—es un elogio de la diferencia y la
similitud, donde cada cosa es diferente a la otra y el caos de lo igual, donde cada cosa es

42
Cfr.: HEIDEGGER, M., Kant y el problema de la metafísica, FCE, México, 1996: pp. 31-39.
43
Sería mucho decir que la crítica del juicio hace justicia el problema de los sentidos y, por lo
tanto, de la estética naciente, porque no es así; como es sabido, si algo dejó inconcluso Kant, fue su idea de
lo estético. No nos sorprende que la ejemplar obra fue tan solo el comienzo de muchas discusiones que
darían a luz a la estética de Hartmann.

29
igual a la otra44. La creación artística es el hecho y el relato del hecho, pero sobre todo, lo
segundo. En favor de la idea de arte que quisiésemos establecer y más tarde, suponer,
aquella que mira al arte, no como imitación de la naturaleza (artificio)—según los
griegos—; sino el arte como creación, según el esquema de la teología judeo-cristiana. Si
para los primeros, el arte es ante todo techné (τέχνη), como resultado de dos principios
anteriores: la naturaleza y el azar; para los sabios hebreos atendiendo a su fe, el arte no
es producto, sino causa de aquellos principios, pues Dios se manifiesta creando, como el
artista por antonomasia. La creación prima por sobre la naturaleza y el azar. Una y otra
son creadas, mientras que el arte es el acto realizado por Dios. Lo mismo sucede en la
poesía—variación artística concentrada en leguaje—. En el poema—que es la
constatación positiva de la idea poética—, el poeta diluye las semillas de su objeto de
pasión; no imprime nada, como tratándose de una copia fiel, sino que difumina, es decir,
pone a tono cada uno de los matices de la inspiración hasta que logra un espectro de
palabras susceptibles de significados dispares y excéntricos; la característica más
desconcertante de la poesía es, justamente, la equivocidad semiótica del poema respecto
al lector. Por su especificidad, la poesía traslada el discurso teológico en un hecho de
predicación, a tenor de la modificación operada semántico y gramaticalmente por las
palabras (dejaría de ser poesía de emplear los tecnicismos tal cual nos son ofrecidos por
los teólogos). Tan cerca de P. Ricoeur y su metáfora viva y tan lejos de la conceptografía
fregeriana45, la poesía en un enfoque retórico, es un tropo (una desviación que afecta a la
significación de la palabra); y en su derivación semántica, es una atribución insólita a nivel
de discurso-frase46. En ambas direcciones la poesía ofrece inconmensurables
posibilidades de transformación, razón por la que Dante, Pascal, Claudel, Péguy o
Bernanos nos muestren más sobre teología que un tratado sistemático de un manual de
oficio. Cada lenguaje, con sus medios y recursos, son una gloria de lo distinto.

a) Las aporías de la razón ilustrada y el mito de los tres monos: una aproximación
circunscrita a la imagen

La obra de Nuri Bilge nos ayuda a comprender la cuestión sobre el lenguaje ya que, de
manera analógica, la relación entre la realidad y el cine, está en las mismas condiciones

44
Cfr.: FOUCAULT, M., Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte, Anagrama, Barcelona: p. 10
45
Cfr.: KENNY, A., Introducción a Frege, Ed. Cátedra, Madrid, 1997: pp. 27-57.
46
Cfr.: RICOEUR P., La metáfora viva, Ed. Europa, Madrid, 1980: p. 71

30
que la relación entre aquélla y el lenguaje47; en los dos casos existe un fenómeno de
expresividad configurado por una metonimia. El arte, en cualquiera de sus formas (dígase,
el lenguaje poético) pone nombres a lo que, por limitación específica de la lengua
humana, no toca directamente lo-que-es, pero alcanza a significarlo con otros nombres.
Veamos cómo extraemos el material necesario para nuestra utilidad a partir de un corte
cinematográfico:
Una inteligente escena metonímica de la antigua leyenda oriental de los tres sabios
monos, de los cuales uno no oía, otro incapaz de ver y el tercero, imposibilitado de hablar,
se atrevían a enjuiciar la realidad desde sus deficiencias. Hasta ingeniosamente el título
connota las notas más importantes del film, entresacando el dominio de estas tres
situaciones que se suceden luego de desatender «pequeños detalles». Los tres monos
pues, corresponden a las figuras principales del drama: el hijo, que personifica al mono
sordo, espectador de la caótica realidad circundante; la madre, el mono mudo,
inhabilitado de expresar sus más profundos sentimientos que estrujan su corazón y
finalmente, el mono ciego: el padre, que rehúsa distinguir las conductas de su hijo y su
esposa; diluye la verdad del engaño en la mentira de saberse confundido. El contenido de
los mensajes de las escasas conversaciones acentúa su significado en la deficiencia que
cada actor encarna como suya, descubriendo en un solo acto, la maestría del director, por
un lado; y los aparentes gestos inocuos de los actores; prevalece la imagen sobre la voz,
existe una asincronía entre ambos aspectos que subraya el propósito de Nuri de reflejar
los problemas más oscuros de una realidad que podría parecer tan común; de una
problemática que emerge en pequeños trazos de un descuido inopinado. Comprendemos
que, en la teología, se había puesto el acento en lo general, produciendo desmesurados
sistemas teológicos que finalmente provocaban la dogmatización de sus contenidos, de
modo que, cualesquiera opiniones que salían del marco de tal o cual sistema, entonces,
podía sospecharse de herejía; pues bien, en el paradigma de una nueva teología, más
débil que fornida, el teólogo se interesa por los detalles, por los elementos particulares
que constituyen el gran sistema. En la escueta fenomenología del largometraje propuesto,
se muestra un desacierto por parte de una teología sistematizada y, por lo tanto, propia de
los ámbitos intelectuales, cuando explicita los artículos de fe, frente a una teología que
promueve la penetración del ser por lo más ligero. Como es de notar, para el director de
cine cerio, la teología está más cerca de lo que el mismo teólogo puede advertirlo.

47
MITRY, J., Estética y psicología del cine, Siglo XXI, Madrid, 1965: pp.

31
Continuando con la trama narrativa, el espectador atisba como una constante
decepción de las perspectivas familiares y más aún, de los hombres que se unen bajo
algún vínculo. Observar sus rostros, que figuran diversos contrastes con los planos
cinematográficos, las escenas sosegadamente cansadas y las tenues sombras no son
sino una plétora de la construcción narrativa del relato que dan viveza a la importancia del
poder sugestivo del silencio, la mudez y la ceguera. Es, justamente el silencio, lo que
desencadena la trama de palabras del espectador, porque se ha vuelto parte de la historia
en la medida en que la imagen toca el acontecer. El problema no es que la cinta recree un
sentimentalismo ingenuo, sino que la imagen se vuelve el lenguaje de lo vivido, más aún:
de lo que puede suceder. El lenguaje de la imagen es como-un vivir lo que no se impone
como necesario. Ante lo necesario, el hombre no tiene más que aceptar su destino; ante
lo posible, el hombre desdice una y otra vez la trama de su existencia y la cifra en
lenguajes subyacentes a las palabras prostituidas por lo-usual.
Según devenimos en la escena, pareciese que se trata de una unión hipostática de la
virtualidad de las escenas con el impacto prometedor de su certeza real y la visión del
espectador que se escamotea en mentiras y desilusiones. A rojo vivo se revela el engaño,
la desesperación y el desconcierto de los hombres que no hacen de la vida sino una
cadena de mentiras, una falsa unión de eslabones entre falsificaciones, ocultamiento y
evasión, resultando el drama que provoca el hecho mismo de la oscuridad de nuestras
intenciones y pensamientos: la historia de estos días. ¿Acaso no es el lóbrego cielo
lluvioso de la primera escena y el grisáceo y difuminado cielo de la última, un presagio de
la potencia envolvente de la tristeza y la desolación? La esposa que se abate en un
momento de confusión por pasiones encontradas, halla como escenario ese mismo cielo
oscuro y neutro de luz. No contemplamos al joven muchacho más que en su soledad,
vacío de la cura de su capricho, solo con sus conflictos, sordo, sin poder escuchar…
Y aquel hombre, tardo para entender las emociones y desvaríos de su esposa. Su
complicidad y mentira provocaron la infidelidad de su esposa, sujeta al vaivén del
descuido, del tiempo y la ausencia. No hay más ejercicio de interpretación en la tarea del
esposo «libre», sino decaerse en la confusión. En el joven no existe orientación, ni
intercambio afectivo, prevalece la incertidumbre y en la mujer, la ilusión recrea alternativas
y posibilidades ilusorias. La fantasía significa sentido para sus días. No queremos una
epistemología subyugada a la razón, sino a la fantasía pero ¿cómo hemos de entender la
fantasía? No es cómo entenderla, porque es una cuestión que nos devuelve al sentido,
del que huimos; es cómo expresarla, para que sea por lo menos en el lenguaje, en la

32
expresión, la hazaña de sentir el cielo por el pensamiento probable más que por el
concepto.
La incorporación de los intrusos a la los núcleos familiares, implican otro canon de
intersubjetividad, que hacen valer las calladas tensiones que a raíz de una mentida, se
tiñe el contexto de las desavenencias del conflicto. Los pactos silenciosos de uno
configuran el drama de los otros y lo que en principio era un error pequeño, por su causa,
se torna grande por el hecho. Y lo más grave aún, es que, la proposición del director es
observar finalmente la posibilidad de una historia repetitiva en la escena en que el
hombre, tras saber del homicidio cometido por su hijo, busca la forma de remediar la pena
haciendo lo mismo que su jefe cuando su delito (haber arrollado a un individuo, escena
que da entrada al largometraje). Ahora, el pobre joven de la cantina, piensa dentro de un
marco sombrío, optar por la cárcel y con todo, ¿Quiénes más soportarán las
consecuencias de esta nueva proposición?
Se engarza pues, un simbolismo duro y áspero del hombre que, en términos
generales no dispone de alguno de los conductos comunicativos que posibilitan las
relaciones; ahora, verlo en gran escala, representa el enorme problema de la
comunicación con sus múltiples disonancias. Hay hombres que no saben escuchar,
quienes no saben hablar y los que no saben ver. Digamos que se establece una metáfora
que significa la perdida de la sensibilidad aunque se ensalce la sensualidad. Una vez
más, la psicología fragmentada del individuo actual constituye una realidad contrastante:
vivimos en el placer, buscamos el placer, nuestras decisiones se condicionan por lo-
sentido; pero no sentimos, no estamos satisfechos… ¡que paradigma el nuestro!
Esto es lo que buscamos: la situación paradigmática que se descubre en una situación
concreta representada en el drama de una familia y que se extiende a la experiencia de la
humanidad. Se nos puede alegar que hemos hecho un movimiento ilegítimo, al
transportar una situación familiar para luego dilatarla hasta la humanidad, pero no
podemos negar que lo vivido por dentro constituye la materia original de la historia de
fuera; el ocultamiento y el revestimiento perverso de lo que hay dentro, es la causa de una
historia que se vuelve tragedia. Bajo la pluma y dirección del Nuri Bilge, el hombre
desvela su condición de homo viator. Tal situación existencial puede deducirse de
distintos modos; según lo hemos hecho, es uno, pero veamos qué nos dice un discurrir
filosófico ceñido al discurrir académico.

33
b) La era de la sospecha y una nueva brecha de sentido

Las dos grandes corrientes filosóficas que marcaron el norte del pensamiento
occidental, fueron en mucho, el positivismo, por una parte; y el idealismo, por otra. El
positivismo prolongado con las teorías evolucionistas de entonces y reforzado por los
filósofos del Círculo de Viena quienes alcanzaron una atalaya desde la que se podía tener
una visión de conjunto a partir de lo observado, de aquello que está al alcance de nuestra
capacidad interna de ver lo constatable, contribuyó en gran mediad para la nueva idea de
mundo tan desbordante y prometedora que trajo a menos la pregunta por el hombre. De
hecho, la constante «hombre» figuraba a penas y en la tangente de su círculo.
El idealismo, en una forma depurada según la tradición anglosajona, encontró su
mejor exponente, paradójicamente, en Benedetto Croce no precisamente por asumir
semejante tradición en todas sus líneas, sino por catalizar el idealismo anglosajón y el
idealismo de corte germánico: para Croce, la realidad principal es el «Espíritu», entendido
como el «despliegue extra-sensible de la humanidad en la historia. No podía esperarse
algo distinto de un idealismo tal, pero ante esta forma de pensar, los poetas, escépticos
con respecto a los otros, idealistas en teoría, pero existencialistas en la práctica,
reprueban todo intento de universalismo y, cuando se trata de un filósofo, reprueban
básicamente «todo» y por «todo» entendemos el fruto de la razón omnisciente. Sin
embargo, mucho le deben los poetas a los filósofos, porque entre las posturas
equidistantes de éstos, aquéllos marcan la hora en el vaivén del péndulo.
Lo desconcertante es ver que, cuando unos y otros se refieren al lenguaje, positivistas
e idealistas llegan la misma conclusión. Los positivistas lo hacen por medio de un
exhaustivo análisis; los idealistas, por una dialéctica azarosa: Lenguaje es lo mismo que
vivencia, afectividad, expresión bella, donde los elementos externos se subyugan a la
actividad interna pasando como por un caleidoscopio48. Los poetas no han rehuido de los
métodos, pero aplican el menos usual y de mayor riesgo: la intuición. Un método que es
conocido por sus frutos, pero no por su constitución. Nadie sabe cómo opera, ni siquiera
el sujeto que lo ejecuta, porque no hay algo en medio que se interponga en el proceso de
intelección. Pues las víctimas de la intuición adelantaron una vez más a los filósofos de la
razón y el pensamiento: la vivencia es la materia fundamental del lenguaje y la necesidad,
la causa de su evolución. Ahora bien, puesto que no buscan generalizar sus términos, los

48
Cfr.: Kandinsky y la idea de dimesionalidad en las artes en KANDINSKY, W., Punto y línea sobre el
plano, Labor S. A., Colombia, 1993: pp. 11-17.

34
poetas no propugnan por la univocidad del lenguaje, sino que están convencidos de que,
al menos, la vivencia es materia fundamental de lo mejor del lenguaje, es decir, la poesía.
La poesía, por la cualidad camaleónica de la intuición inspirada no sujeta al tiempo,
preludia y confirma el abandono de la razón representada en la guerra y la destrucción, en
la aberración del exterminio allende la paz y el entendimiento, la concordia y el progreso.
No fueron sino los críticos de Frankfurt quienes cuestionaron con severidad a la razón y
no podemos, por tanto, volvernos a insertar en una supuesta lógica racional que intenta
ser omnicomprensiva y totalizante heredada por Descartes, el matemático que aboga por
una ciencia universal que posee cierto método que hace de la investigación una búsqueda
de los objetos más abstrusos y complejos que el hombre puede distinguir, de tal forma
que éste avanza en el conocimiento. La idea fundamental cartesiana es la idea del
edificio del saber49 y Horkheimer considera que el conocimiento como una serie de
fundamentos racionales en orden ascendente, solo que esto significa alguna acumulación
de proposiciones que fraguarían finalmente una mathesis universalis, pero no un
constructo cohesionado que sirva como fundamento para una saber en específico50. La
mayoría de ciencias imitaría este modelo, y la teología no sería la excepción; de aquí que
la escuela de Frankfurt en paralelo con los poetas románticos de mediados del siglo XIX y
XX cantan la decadencia y el abandono, la hecatombe de desgracias que ha traído
consigo el imperio de la razón y la inteligencia; acentúan el sentimiento y la locura, para
afirmar que el hombre no es solo razón en potencia o moral prejuiciada, sino también
sentimiento en libertad; cantan con palabras el paradigma de los tres monos, pero
iluminan la oscuridad del hombre con la luz de la fantasía. ¿Cómo es, pues, la claridad de
esta nueva luz fruto de la libertad que subyace como principio originario (in principio) del
hombre?

2.2. Reivindicación de la palabra poética en el discurso del logos

¿Frente a la paradoja de un mundo globalizado, en el que el progreso reviste el


bienestar de una sociedad insostenible e insaciable a través de mecanismos económicos
verdaderamente absorbentes y políticas neoliberales avasalladoras; en donde, los
proyectos ambiciosos requieren de la capacidad de ingenieros y científicos calificados,
más que de ideólogos y ávidos maestros del pensamiento y la palabra; donde no hay
49
Cfr.: DESCARTES, R., Reglas para la dirección del espíritu, Charcas, Buenos Aires, 1980: p. 52.
50
HORKHEIMER, W. M., Teoría tradicional y teoría crítica, Sur, Buenos Aires, 1973: p 225.

35
lugar para los poetas, nos preguntamos, en primer lugar, ¿cuál sería la relevancia de un
estudio sobre poesía en el mundo tal como nos ha tocado vivirlo?: en el mundo de los tres
monos. Pero a la vez, nos esforzamos por «superar una razón unidimensional que
ignora la rica polifonía de lo real y por impedir que el sentido sucumba a la marea de
pragmatismos superficiales, de un inmediatismo consumista y de una clausura castradora
del dinamismo infinito de la vida51»
Ciertamente que frente a una serie de realidades por todas partes evidente, inicuas al
plano poético, a la actividad poética en cuanto tal, ésta pregunta representa parte del
problema de fondo, porque frente al «pragmatismo» y el «inmediatismo», la poesía es,
ciertamente, la actividad más inútil e inmediata del quehacer humano y quien la practica
es un fracasado contracultural. Y es que, no se trata de reducir la poesía a una disciplina
académica que tolera el sentimiento, válida solo para el círculo de los literatos y los
artistas, autores de libros que promueven una cierta cultura burguesa sujeta a las leyes
del mercado a final de cuentas. De ninguna manera debemos pensar que la poesía es un
pasatiempo edificante para la clase burguesa que, sobrada de tiempo, lee a Novalis en el
café de la plaza. No hay nada más aberrante que convertir la poesía en franquicia de
unos cuantos. Ahora podemos considerar valiosa aquella primera maniobra de José
Vasconcelos quien, siendo ministro de instrucción pública en México (1921-1924), procuró
una excelente traducción de las obras clásicas más importantes, las cuales llenarían
pronto las primeras bibliotecas rurales y metropolitanas de gran parte del país, con el
propósito de difundir el proyecto revolucionario y el crecimiento cultural al que el país
estaba llamado a asumir desde abajo, es decir, a partir de la conciencia viva del pueblo.
Vasconcelos estaba convencido que la literatura—de la que formaba parte sustancial el
arte poético—sería el aliciente más efectivo para crear hombres de ideales más que de
principios herméticos cuya única función es legitimar un status quo intolerable. El filósofo
mexicano es uno de los pensadores latinoamericanos—junto con Antonio Caso en
formular coherentemente los rasgos de la poética mestiza, entendida como una fusión
creadora de culturas ancestrales y originarias52. Él prefería una sociedad de poetas asidos
de una genuina personalidad, más que un pueblo esclavizado por la producción y dividido
por los individuos regulados incluso, por la ley: era un consumado adversario del
positivismo comteano francés que permeaba la política mexicana. El positivismo, en su

51
CASTELAO, P., La visión de lo invisible: contra la vanalidad intrascendente, Sal Terrae, Cantabria,
2014: p. 14.
52
Cfr.: MENDOZA, C., Fe y culturas: hacia una mediación antropológica para la teología, en Revista
de teología de la Provincia mexicana de frailes dominicos, Anámnesis 1 : p. 112.

36
forma clásica—la de Auguste Comte—hacía de la poesía una práctica retrógrada con
respecto al estadio histórico que debía vivirse, era como volver a la conciencia primitiva
que precedió a los griegos, por lo tanto se volvía una práctica ilícita; empero, la Francia
positivista de finales del siglo XVIII y mediados del XIX vio nacer a sus mejores poetas.
Estamos en una cultura deseosa de cambios, de nuevas visiones y nuevos valores.
Podemos decir que, en términos coloquiales, el deseo más común es lo novedoso.
Paradójicamente, el que busquemos algo nuevo es un cuento ya muy viejo. Una época de
cambios termina por consumar un cambio de época y todavía hoy nos preguntamos si
nosotros, los que nos ha tocado vivir en este tiempo y bajo estas circunstancias, nos
hallamos en la una o en la otra, pero, lo cierto es que, la sed de lo nuevo es el principio de
todo cambio, el eslabón que une los horizontes de la historia53. En el concurso de lo que
debe conservarse y lo que puede cambiarse, no solo el poeta—o el artista, en términos
generales—, sino también el creyente, está entre la historia y la verdad, Dios y el mundo y
su derecho propio de decir o callar. Una doble fidelidad que es parte del compromiso
social de todo creyente.
De este devenir polifacético, el tiempo vivido, cuestionado y comprendido por el
hombre, halla uno de sus motores en la poesía. En cada horizonte histórico subyace la
figura encubierta de la poesía; y si el poeta es la víctima fehaciente de la inspiración,
encontraremos poetas, bien como inspiradores de los cambios, como partícipes de la
evolución; bien como rapsodas del derrumbamiento cultural: el poeta es preludio de la
aurora epocal y trovador del alud histórico. Inspira el pasado y respira lo nuevo. En este
sentido, el pensador que realiza ambos movimientos participa, de algún modo, del oficio
del poeta. Inspirar el pasado no significa dejar de prescindir del tiempo, sino decirle a lo-
ocurrido: ya no eres. Respirar lo nuevo denota la acción anticipatoria de penetrar el
«hecho»—que más bien sería llamarle «anécdota»; en nuestro caso lo propio es lo
«anecdótico»—por lo más ligero. Hay una poética que se ante-pone a toda ontología,
pues ésta es una forma de interpretación por lo más denso; en cambio, la poética es
aprehensión volátil.
Dirigirnos bajo los criterios ontológicos es limitarse a la interpretación, porque no
podemos detraer la esencia de lo sucedido. Cuando se respira el perfume de las cosas se
expone su identidad evaporizada. Tanto en el situs como en el locus, el poeta se mueve
de modo distinto respecto al filósofo cuyo instrumento es la astuta razón. «El poeta en

53
Cfr.: CHENU, M-D., Innovador de la creatividad de un mundo nuevo, (Discurso pronunciado en la
sesión inaugural del congreso internacional tomista), Roma, 1974: p. 1-10.

37
realidad vuela, tiene alas gigantescas y no le corresponde otra suerte que la del poeta» 54;
el filósofo camina, tiene pesadas huellas en la medida en que se afirma en el suelo: su
margen es la tierra. El desfase de una teología que renuncie a los rígidos principios de
una metafísica densa y hermética, se inclina más por las alas del poeta que por los pies
del filósofo, pues éste, en todo caso, conocerá que hay Dios, pero ignorará, con la sola
penetración de la razón, que éste Dios, sea Padre, amor y bondad. El teólogo, con la
simple tentativa racional, ha de atreverse a la osadía de la fe, por la que conoce el objeto
de su reflexión—que aparece, ciertamente, más que como «objeto», como «sujeto». En la
vivencia de esta transformación, el filósofo conoce al Dios vivo y personal, cuya
experiencia puede envolverla de palabras en la profusión de esbozos, fragmentos,
tendencias, tensiones que se dirigen hacia el origen. Cuando Pascal escribe en aquel
pequeño papel previa su muerte, no hayamos por ninguna parte al filósofo, sino al
poeta—en ésta última parte de su vida, Pascal es también un teólogo consumado—:
«fuego, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y los sabios
[…]55»; es así que el concepto, dentro de los márgenes de una razón teorética, se
transforma en poema, en la hondura de su contenido; no supera pues, al concepto, pues
esto implicaría dejarlo atrás, como perdiendo su importancia, mejor dicho, lo penetra. No
se trata de subir más arriba, sino de explorar más a fondo.
La definición según la visión poética no es «género más diferencia específica», sino
dejar caer el lienzo dibujando todos sus pliegues56. En este sentido hemos definido al
poeta. La actividad poética no puede reservarse a determinados sujetos arrobados por la
musa del amor o el sentimiento, en todo caso, todo hombre está llamado a convertirse en
poeta en la medida en que aprehende la realidad no solo con la razón, sino también con
el sentimiento. No nos parece extraño que la cúspide de la filosofía romántica haya
concluido su tránsito ahí donde la poesía cifró sus juicios. Por otra parte—es más: en la
misma línea—los teólogos, en cuanto hombres, aguardan la gloriosa introducción al
cenáculo de los poetas—¡Y cuánto deseamos que escriban teología con una dosis
modesta de sentimiento!—en donde la poesía no se más una ilustración periférica o
extrínseca a los contenidos «inconmovibles» de la fe.
Octavio Paz considera los orígenes románticos de la modernidad en una tensión
persistente con el proyecto de la Ilustración que conducía a una situación despoblada de

54
SARTRE, J. P., Baudelaire, Losada, Buenos Aires, 1957: p. 111.
55
Frase citada por el cardenal Ratzinger en la alocución inaugural para la cátedra de Teología de la
Universidad de Bonn. RATZINGER, J., El Dios de la fe y el dios de los filósofos, Encuentro, Madrid, 1960.
56
Cfr.: DELEUZE, G., El pliegue: Leibniz y el barroco, Paidós, Barcelona, 1998: pp. 11-25

38
lo espiritual: «Desde su origen la poesía moderna ha sido una reacción frente, hacia y
contra la modernidad»57. El Romanticismo se concibe como un espacio transitivo; hijo de
la Ilustración pero anticipo de la Modernidad, se pensaba como «una tentativa de la
imaginación poética por repoblar las almas que había desolado la razón crítica» 58. Para
Isaiah Berlin, «el Romanticismo constituye el mayor movimiento reciente destinado a
transformar la vida y el pensamiento del mundo occidental»59 de suerte que, la historia de
la política, la moral y la estética se hayan profundamente afectadas por este movimiento;
pero si el Romanticismo no ha logrado penetrar la teología, quizás deba pensarse más en
la dureza de una, que en los alcances del otro. Por lo que a nosotros concierne—es decir,
en el campo de la estética—el Romanticismo encuentra una forma bien definida en la
poesía, pues en ella, está su paradigma más perfecto, no como saber absoluto,
pretensión inalcanzable propuesta a la razón; sino como minúsculo propósito del
sentimiento. El tópico de la poesía gana ascendencia en la conciencia permanente del
sujeto ex-centrico, confinado al tiempo, pero fuera de un lugar céntrico; la característica
del Romanticismo—en paralelo con la Ilustración—es la creación de la conciencia ex-
centrica, y en este mismo tópico queremos situarnos ahí para llevar a cabo un plan
trascendental 60 de la fe.
Si una teología fundamental que sigue la lógica de la ilustración nos ha conducido a
la antinomia de la fe o la razón, de la gracia o la libertad, del cielo o la tierra; una teología
fundamental que se inserta en la temática romántica; propone una teología poética capaz
de dar sentido tanto como no darlo; en ello reside su característica principal. Una teología
preocupada por dar sentido a la existencia del hombre se mira opacada por la
insuficiencia de la razón, de aquí que no baste solamente una pretendida armonía entre fe
y razón; se requiere, además, una pertinencia eficaz de la fe en nuestro contexto, ya sea
en cuanto modernidad tardía, era posmoderna o, ya sea como aldea global61—esto es
cosa de matices—. No se trata de enfrentamiento, sino de conversación, siempre
considerando al otro no solo como oyente, sino como portador de una esperanza llena de
caridad que hace manifiesta su fe más allá de los parámetros que el uso y la costumbre

57
PAZ, O. Los hijos de Limo, Seix Barral, Barcelona, 1987: p. 10.
58
Traducido de los textos directos de Novalis y Schlegel en FURST, L. R., El romanticismo europeo
(antología bilingüe), Ed. Self-Definition, Londres & Nueva York, 1980: p. 121.
59
BERLIN, I., Las raíces del Romanticismo, Taurus, España, 2000: p.13.
60
Entiéndase «trascendental» como las condiciones de posibilidad necesarias para el acto de fe.
En este sentido, es el basamento fundamental donde la fe puede nacer y nutrirse.
61
Véase: MENDOZA, C. M., El estudio teológico en tiempos de la aldea global (Lectio inauguralis en
la apertura del ciclo académico 2001-2002), IFTIM, México, 2001.

39
nos han llevado a estancar en un pozo, las suaves y caudalosas aguas de lo que, en
principio, surgió como una hontanar de vida. Con Jean-Luc Marion, yo también me rehúso
encuadrar el amor de Dios a una fórmula unívoca: «el amor que Jesús nos hace sentir
«no respeta la lógica de la racionalidad que calcula, ni los entes que son, ni el mundo que
quiere; no es que falte rigor; por el contario, el amor despliega su propio rigor, siguiendo
una axiomática absolutamente sin par62».
En un mundo donde «una» religión ya no goza del status y el aprecio de las mayorías,
se acentúa la necesidad de diálogo entre unas y otras; por lo tanto, se impone la tarea de
la teología como una humilde conversación dispuesta a poner sobre la mesa incluso lo
valores que parecen no ser negociables, signos de una visión densa y asegurada,
después de todo, el teólogo ha de cuidarse de no hacer de esta conversación una simple
reunión de negocios.
Los últimos decenios han sido particularmente fecundos en el desarrollo y
ahondamiento de la teología en los problemas de mayor envergadura, tanto por parte de
los teólogos que proporcionan materiales al Magisterio de la Iglesia, como por los
teólogos de las iglesias reformadas, quienes no se han hecho esperar cuando se trata de
emitir una palabra esperanzadora son su específica carga teológica hacia las nuevas
cuestiones que atañen a la teología en cualquiera de sus dimensiones. El documento de
la Comisión Teológica Internacional63 unidad de la fe y pluralismo teológico puso de
relieve en un diagnóstico breve y sintético la situación de la teología en la que han
participado incluso laicos y mujeres; teologías procedentes de nuevos lugares culturales,
así como nuevos temas de discusión: la paz, la liberación, el reciente tema de la ecología,
así como los múltiples estudios que, gracias a los avances en la exégesis bíblica, han
concurrido hacia interpretaciones más próximas a nuestro contexto sin perder de vista el
suyo; la renovación de la liturgia, la aplicación de métodos de ciencias positivas en el
campo teológico y el diálogo ecuménico, son verdaderamente innovadores y se miran
como un fruto providencial del Concilio Vaticano II.
Pues bien, la propuesta de una poética teológica se sitúa en este movimiento
renovador de la teología contemporánea que se encamina hacia un crecimiento positivo y
abierto. Que haya que considerar detenida y meticulosamente esta propuesta, no lo dudo,
así como el hecho de someter a juicio la totalidad de sus presupuestos; sin embargo,

62
Cfr.: MARION, J. L., Prolegómenos a la caridad, Caparrós editores, Madrid, 1986: p. 9
63
Comisión Teológica Internacional, La unidad de la fe y pluralismo teológico, Editrice vaticana,
Roma, 1972.

40
quisiera resaltar que se considere que quien escribe es, ante todo, un creyente de buena
voluntad que no busca fragmentar el núcleo de la teología, eliminando su identidad, sino,
antes bien, participar de la efervescencia carismática que nos procura el Espíritu, velando
por una responsabilidad de comunión que responda a, por lo menos, algunas cuestiones
vitales de la experiencia del creyente reconociendo, de antemano, que soy yo el primero
en atisbar tales respuestas y desearía que también mis lectores encontrasen alguna. En
una época en que los resentimientos se vuelven cada vez más visibles en los
desencuentros doctrinales, quiero adoptar, desde el principio, una actitud lo
suficientemente flexible que no traicione a la Tradición de la que soy heredero, como
atenta a los signos de los tiempos que reclaman nuevos aires. Esto es lo que quisiéramos
resultase de una poética teológica en clave estética, donde el lenguaje, la creación
poética y la percepción de la forma van de la mano en la experiencia de fe.

3. El sentimiento original

3.1. La noción de «trascendencia» en el arco y la lira

Octavio Paz constituye un caso excepcional dentro de las letras mexicanas; su afanoso
empeño por descifrar los secretos del fenómeno poético nos llama particularmente la
atención, pues, de entre muchos otros aportes, sus giros estilísticos y su fluidez
sentimental, hicieron de sus poemas auténticos ejemplos de inspiración y arte literario. Ha
construido uno de los escasos corpus teóricos en lengua castellana acerca de la poesía,
en donde se plantea cuestiones cruciales para su comprensión, si es que se puede
buscar una cierta comprensión en el arte poético, como él mismo se preguntaba. Lo
evidente en su pensar y hacer es el constante esfuerzo por llevar a la poesía a una
práctica constructiva más que a un hábito sentimentaloide. Por encima de cualquier otra
consideración, Octavio Paz busca ser poeta, un poeta que reflexiona sobre su propia
identidad, sobre el sentido de su vida y la función de las grandes paradojas de la vida
cotidiana que hace del lenguaje su medio subsidiario para dar forma y figura a los juicios
emitidos en el desenvolvimiento de esta búsqueda.
El estilo y el tono con el cual reviste su poesía es, indudablemente, el mecanismo más
persuasivo de su hablar y se interesa por cautivar a su lector por todos los medios que
toquen el alma, abre sendas para que su lector encuentre el camino propio de situarse en
la vida, dilatando el oficio de ser poeta no solo para unos cuantos, habilitados por una
pretendida virtud o talento, sino otorgando la posibilidad de ser poeta para todo aquél

41
cuyo sentimiento penetre la esencia de las cosas, la esencia del mundo, el sustrato más
íntimo de la condición humana. Cuando un hombre hace con las palabras el mundo,
recreándolo, evocando su nueva figura, entonces, éste hombre puede llamarse, con
razón, un poeta. Esta es la intención fundamental del poeta mexicano. En esta misma
intensión debe esbozarse—de momento—la identidad poética del teólogo, el cual está
llamado a interpretar el mundo como creación y no solo como mundo, que sugiere una
idea que puede incluso, prescindir de Dios. El mundo implica una interpretación, una
lectura del entorno a partir de la conciencia que es el centro de la historia; el mundo
depende del sujeto e inclusive, en un mismo sujeto confluyen varios mundos, en virtud del
sujeto y de sus circunstancias, la consciencia fragua su propia visión en virtud de los
resortes de todas sus facultades.
Lo objetivo está en la creación que es del orden de lo dado; el mundo es del orden de
lo construido, lo interpretado; por lo tanto, pertenece a la esfera de los subjetivo no en
disyuntiva de lo objetivo, sino en mutua dependencia. «El mundo es un valor, pero
relativo», como lo afirma Ruiz de la Peña. En razón de estas dimensiones, se dice que al
nada implicado en el concepto de la creación, responde el todo del concepto de
salvación64, parafraseando a este mismo teólogo en un discurso que acompaña la ideas
del poeta.
Volviendo al pensamiento de Octavio Paz, encontramos que sus poesías y ensayos
participan de inquietudes muy afines, de las mismas preocupaciones y, a veces, de las
mismas obsesiones sobre el hilo de su propia evolución personal. Ante una cultura
constreñida por una política tecnicista y una actividad regida por la economía capital,
Octavio busca sus orígenes y nos recuerda nuestra creatividad mítica, aquella que, desde
antaño, compartimos con nuestros antepasados prehispánicos: evoca los mitos
mexicanos. En la tribuna de los poetas—ahí junto a los poetas franceses—Paz confía en
el amor, y demanda la imposibilidad de explicar lógicamente el hecho de vivir y morir, al
menos si por «lógica» entendemos el carácter frío y plano de la certidumbre, eliminando
toda curvatura y calor estético. Se refugia en la otredad entendida como fusión amorosa,
inspiración poética o sentimiento espiritual que está más allá de nosotros mismos. Incluso
dentro de la poesía, sobreviven la contradicción y el paradigma, porque el sentimiento
poético parece «estar dentro» y a la vez «tan afuera». Parece tener una consciencia clara,
pero luego, sucumbe a la influencia surrealista del inconsciente que resquebraja el cristal
de lo aparente. Es tan genuina su visión del tiempo como vivencia del instante que está

64
Cfr.: RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Teología de la creación, Sal Terraa, Santander, 1996: p 115-133.

42
sobre cualquier otra fracción temporal. Se muestra optimista frente a la barbarie y suele
frustrarse cuando el silencio le quita las palabras, pero siempre mira una puerta abierta
que considera suficiente por el simple hecho de vivir. Identifica que ritmo de la vida con el
ritmo de las palabras a tal grado que éste dirige a aquél en cuya sintonía preexiste el
ritmo65: «Yo respiro», solía decir en sus cursos de verano. Evidentemente que este
«respirar» supera la estreches del concepto, condición hermenéutica de una nueva
teología de penetración y no de superación, puesto que busca articularse en la historia.
Su preocupación primordial es la creación poética y observa como sustancial la
mediación del ser humano, que es a la vez, parte y ejecutor. En el subrepticio y
escurridizo sentimiento humano, busca su origen, su desarrollo y las formas que obtiene
cuando acuña un poema. Explorar sobre la poesía es descubrir al hombre, sin reservas
biológicas, sin censuras éticas, sin limitaciones inmanentes, sin horizontes religiosos…
Tarea que configura un itinerario existencial del hombre que, por diversas causas o por un
simple azar, descubre su estar no como naturaleza sino como condición. La condición del
hombre está mediada por el lenguaje que nombra y comunica, que identifica las cosas: es
un lenguaje que nombra66. Vivir en un mundo supone vivir el lenguaje plasmado en la
página. Bien podemos decir que, la obra de Octavio paz constituye una propuesta
antropológica de las manifestaciones de la existencia humana; es decir, del modo como
se está en el mundo: el estar-poético del hombre. La palabra, junto a este estar es vínculo
de relación cuando se emplean en la libertad propia de la situación poética. El situarse
como poeta, devuelven al sujeto libre, al campo de la creación in-fiel, o lo mismo: una
situación en donde el hombre no puede hallarse solo, porque siempre está acompañado
de su Dios, reafirmando su libertad por la gracia, por ello, la libertad está en el origen del
ser, no es una conquista problemática para el hombre, sino el desenvolvimiento natural
del ser que es abrazado en su propia determinación.
Como si fuese un correlato poético de la especulación filosófica propiamente
heideggeriana, Octavio Paz hace de la cuestión del ser del hombre, la pregunta crucial
para el sujeto pensante: el decir poético en punto de arribo del hombre en el ser: «¿Qué
es el hombre?—pregunta Heidegger—Aquél que tiene que atestiguar lo que es—
responde67». Una respuesta traída al circunloquio inevitable del razonamiento, cuando el
hombre no aprende a vivir con el misterio y a convivir con el enigma que él es para sí

65
PAZ, O., El arco y la lira, FCE, México, p. 68-69
66
Cfr. Ibidem.: pp. 30-31.
67
Cfr.: HEIDEGGER, M., Hölderlin y la esencia de la poesía, Antropos, Barcelona, 1989: p. 34.

43
mismo. Hasta aquí, junto a Heidegger, estamos a un paso de la desgracia; pero de la
mano del poeta portugués Fernando Pessoa somos los desconocidos para nosotros
mismos.
El poeta salta las barreras de la ciencia si pasa a la atmósfera del arte; ahí radica su
permanencia en la historia, su trascendencia es pues, permanencia en el tiempo. No
podemos catalogar a Octavio Paz como un poeta pesimista y, mucho menos, trágico,
porque piensa que el poeta, puesto que recrea el mundo, siempre puede propiciar una
alternativa; sin embargo, cuando llega la hora de idear esta alternativa, de identificar la
puerta abierta, el poeta experimenta la soledad, el vacío. La poesía puede ser, entonces,
un escape o un refugio y, mediante ella, intenta sentir «la fraternidad sobre el vacío». La
tentación acomodaticia que se presenta, tanto para el poeta como para el teólogo, es
justamente, «llenar» el vacío con la presencia de Dios que, a menudo, pueden ser «sus
dioses».
La poesía, para Octavio Paz, es dar con una impronta. No sustituye la filosofía por la
poesía, pues la una supone a la otra en un rejuego de gustos, de lo que muy poco
podemos decir; es tan solo saber indagar sobre nuestro ser y perseguir por medio de los
indicios de la fantasía y el delirio nuestra imagen68. Con la palabra escrita se advierte tal
impronta, en ella reflejamos nuestro natural desnudo. Al plasmar las letras en la página,
nos hacemos; la primera de las obras, somos nosotros mismos; la segunda, las palabras
dispuestas con estilo y ritmo. ¿Qué es un poema? Se interroga en El arco y la lira. Esta
obra es una indagación—algo detectivesca—del alma que no olvida el cuerpo.
En este libro, publicado en 1956, Octavio Paz se pregunta acerca del decir poético y el
poema: ¿Es irreductible a todo otro decir? ¿Qué dicen lo poemas? ¿Cómo se comunican
los poemas? El libro entero es un intento por dar respuesta a estas tres preguntas
fundamentales. He aquí la diferencia sustancial con respecto al origen, problema al que
aludimos más arriba. A través de la pregunta que se plantea Paz, volvemos al ápice de
nuestra problemática crucial. Porque la importancia de este estudio destaca de entre las
demás obras publicadas por nuestro autor, es que nos centramos de modo particular en
ella, para extraer nociones elementales para nuestra utilidad. Si bien a lo largo de toda la
obra del poeta encontramos indicios acerca de la inspiración, que es ahora la materia que
68
Limitándonos al campo de la poesía, vale decir que el término imagen, connota más la idea de
una figura atenuada, difusa, algo así como una fantasma; sin embargo, esta idea se irá transformando justo
cuando enlacemos la facultad lingüística al sujeto hablante, que es lo mismo que encontrar el vínculo
necesario entre lenguaje y antropología, que para nuestro provecho es, desde el principio, antropología
teológica, por cuanto el hombre es imagen de Dios; por lo tanto, esta concepción atiende a una intención
más dinámica, procesual e histórica.

44
nos ocupa, en el arco y la lira, los hallamos con mayor precisión y claridad; por esta razón,
más vale sujetarnos a un acercamiento ajustado a nuestro propósito.
El arco y la lira no pretende ser un manual o canon para el poeta o siquiera para la
creación poética, sino, en todo caso, una peculiar aproximación—que a veces puede
parecernos filosófica, otras fenomenológica—al fenómeno poético, pero como visto a
través de una lente por la que nos es posible vislumbrar las posibles estructuras íntimas
de la creación poética. De ninguna manera debe pensarse en una regla que ordena y
circunscribe el poema o al poeta. Si podemos hablar de un análisis, ha de entenderse
éste sólo como la fragmentación conceptual de una determinada experiencia, la de «un
poeta»; pero no como la objetiva interpretación de «todo poema». La experiencia poética
puede encerrar un contenido más o menos semejante, pero las causas que impulsan el
movimiento interno de la creación poética adquieren una genuina configuración a tenor
del poeta, que hace de su propia obra una auténtica creación. Los temas que aborda
Octavio Paz en el despliegue de su contenido son comunes en el quehacer poético, pero
esto no significa que sea la única materia lingüística y musical de cualquier obra poética.
Ritmo, imagen, inspiración, historia y sociedad, son solo algunos de lo temas a los cuales
se enfrenta Paz.
Hay que considerar una distinción muy sutil en la perspectiva de Paz con respecto al
lenguaje, distinción que nos servirá más adelante para comprender la tenue línea que
existe entre la inspiración poética como un volverse-hacia-sí y la inspiración divina como
un dejarse-de-sí. Esta vaporosa diferencia hace del poeta un trovador del egoísmo y la
vanidad, o bien, uh hagiógrafo sagrado. La línea fronteriza es la que nos interesa discutir
en un diálogo entre Octavio Paz, quien fuese un eximio poeta de la poesía mexicana del
siglo XX; y Hans Urs von Balthasar, teólogo preconciliar que puso en marcha la dimensión
estética de la teología. Ambos representan movimientos que, a simple vista, pudieran
parecernos equidistantes, podríamos pensar en un mutuo desconocimiento que alude
incluso a la distancia que hay entre Europa y América, así como a la realidad misma de
las zonas geográficas que vieron nacer el pensamiento de uno y otro. Ciertamente, detrás
del pensamiento de cada uno de ellos, hay una realidad dispar y con preocupaciones,así
como las palabras son lámparas tras las ideas; quizás distintas: sí, pero podemos
pensar—según el viejo dicho que solía pronunciar el mismo von Balthasar—que, «los
grandes pensadores, siempre concuerdan al final. Por ello, no nos extraña lo que de
diferente puede haber en ambos, sino el fin común que desean alcanzar. Lo cierto es que,
tanto a uno como otro, los podemos definir a partir de su constante actitud de ponerse en

45
marcha, abriendo nuevos horizontes, rasgo que nunca les hace perder fidelidad a lo que
es original y esencial. Nadie puede negar que, los esquemas habituales de talante político
(derecha-izquierda, progresista-conservador/reaccionario) resultan superfluos para
referirnos a cualquiera de ellos. El genuino talante del poeta mexicano goza de un cierto
parentesco con el inabarcable sentido teológico del jesuita suizo; ambos evocan renuevos
de un vetusto árbol, como lo sugiere Octavio Paz: «Allá donde terminan las fronteras los
caminos se borran. Donde empieza el silencio. Avanzo lentamente y pueblo la noche de
estrellas, de palabras, de la respiración de un agua que me espera donde comienza el
alba69».
¡La pregunta vital que consterna a todo hombre se dibuja con tanta claridad en ambos!
que, finalmente confirmamos aquel dicho de las conclusiones: ¿Por qué Yahveh ha
creado un mundo del cual, en cuanto Dios, no tiene necesidad? Decir que es la pregunta
de toda religión suena demasiado impersonal; decir que es la cuestión del corazón del
hombre, nos parece más familiar, porque no es una dimensión abstracta de las multitudes
la que formula la pregunta, sino el corazón del hombre que no atina a encontrarse y
ofrecerse.
Por su parte, Octavio Paz inicia su caminar poético al descubrir que el peta está más
cerca de la realidad que el filósofo—o al menos, debería estarlo—solo así encuentra la
palabra exacta que da nombre a la cosa: «La fuerza de la poesía es su capacidad de fijar
imágenes con palabras». Busca el signo en el origen. En Paz, crear, es volver a los
orígenes, por esta razón, la poesía tiene la capacidad de integrar el pasado en la
modernidad, la tradición en lo contemporáneo. Al igual que los discípulos, tras la
experiencia de la resurrección, enviados a encontrarse nuevamente con Jesús en Galilea
(Mc 16, 1-7); así el poeta encuentra su fin en su principio. Cuando se erige el sentimiento
sobre la base de la realidad, entonces se produce lo que Paz llama «la irrupción de una
voluntad ajena» como anterior a toda operación intelectual. La poesía es hija del azar
pero concretizada en el cálculo.
Paz señala que el poema es una crítica de sí mismo, de aquí que, cuando lee otros
poetas, sucumba ante una libre lluvia de preguntas para contestarse a sí mismo: la poesía
es contestación egoísta70 pero no es «egoísta» por voluntad del poeta, sino como
proceder natural de la comprensión humana, pues el hombre ha de comprenderse a sí

69
PAZ, O., Libertad bajo palabra, FCE, México 1974: p. 9.
70
Guardémonos de asociaciones fáciles; aquí no atendemos el contenido peyorativo del término
del hombre que se preocupa por sí mismo.

46
mismo para luego comprender la sociedad y el mundo. En donde emerge la pregunta ahí
se encuentra lo desconocido; por lo tanto, el poeta se encuentra en un lugar sagrado. La
visión de Rudolf Otto encontró aquí una explicitación válida, pues, tanto para el
fenomenólogo de las religiones como para el poeta, se abre el areópago del Dios no
identificado y no hay mayor razón para asociar la poesía con la religión que esta. Este
lugar sagrado al que contantemente vuelve Paz con convertirán en un místico laico: cree
que el más allá está aquí, de aquí que para sus críticos, distinguen en su personalidad
una veta religiosa que alude, en todo caso a una religión panteísta y no trascendente. Con
este problema nos enfrentamos ahora, para aquilatar esta opinión y dilucidar una opinión
que solo por medio de sus propios textos podemos entresacar.
Si consideramos sus puros poemas, es de ver que el carácter trascendente de su
talante es constante. Cuando se acerca a la realidad ontológica del poema, observa que
éste no deja de ser reflexivo, a pesar de ser un movimiento interno que se manifiesta por
medio del lenguaje armonioso y en una secuencia de ritmos; el poema vuelve sobre sí
mismo a la vez que quiere salir de sí mismo, un rejuego entre los contrarios: busca al otro,
a la comunión: «El poeta quiere ser el poema siempre»—dice—. Octavio Paz busca ser
encontrado a través de sus poemas, evocando la paradójica transparencia de una lectura
abolida, emancipada de los signos; su poesía intenta acceder al otro lado de la realidad y
cuando todo se disipa queda la transparencia que impide caer en la locura: trascendencia
es, para él, placer inacabado.
Las múltiples alusiones al tiempo, que van más allá de ser notas aleatorias, por el
contrario, un tema central en sus escritos, atestiguan su preocupación por lo
trascendente. El tiempo es un perpetuo presente y en la casa de la presencia el tiempo
desaparece, razón por la que cualquier poeta pueda ser contemporáneo, no así, todo
escritor. Finalmente, somos hijos del tiempo (Newton), esclavos del tiempo (Kant) y
rebeldes del tiempo (Proust). La experiencia humana, desde el punto de vista cronológico,
no satisface las prerrogativas de la condición humana. La fijeza es momentánea
precisamente porque existe el tiempo, mientras el poeta vuelve al tiempo; es decir, al
lenguaje que nos permite avistar lo absoluto, sin necesidad de permanecer. La vida como
el tiempo real no se leen; el tiempo inmediato, es una vivencia71.

71
Octavio Paz solía leer a Henry Bergson, del que se pueden notar algunas concordancias cuando
se refiere al «tiempo» como la vivencia del instante. Véase: BERGSON, H., Obras escogidas: La evolución
creadora, Aguilar, Madrid, 1927.

47
Al final de sus días, Paz escribe: «Me gustaría marcharme con la certeza de haber
escrito cinco o siete poemas de esos por los que no pasa el tiempo». La clave
interpretativa que descubre su búsqueda de la trascendencia como un ponerse en marcha
hacia aquello que nos supera, es indudablemente, el tiempo; al igual que San Agustín72,
Paz hunde su reclamo de lo perecedero y lo finito en el misterio del tiempo, que solo
puede superarse en la creación poética. El hombre traído hasta el umbral de su finitud,
pronuncia la palabra que recoge todos los balbuceos anteriores. Le es ilegítimo al poeta
divagar sobre lo que está más allá de sus propios límites, pero reconoce que el objeto de
su inspiración, por la que ha dado a luz una nueva creación, no lo tiene entre sus manos,
al modo en como un alfarero moldea el barro; la condición del poeta es la del hombre que
acaricia el viento, el cónyuge que desliza sus manos sobre el cuerpo de su amada, sin
poseerla: está con ella, pero no es de él. A menudo el poeta, volviéndose hacia sí mismo,
se retrotrae hacia su infancia, hacia aquellos espacios y personas cálidos: «regresar» es
narrativa histórica del sendero personal cuyo punto culmen es la metáfora de la isla natal.
El poeta retorna al origen en un rejuego de luces y sombras, de ser y no-ser, de la nada y
el todo, acompañado por su consciencia, su deseos y la soledad. El itinerario del hombre
en el mundo en esta volcadura egocéntrica es la revelación del intruso73.
La idea de trascendencia descubierta por Paz es un elocuente retorno hacia el origen,
reflejando en perfecta síntesis del tiempo y la narrativa vivencial de la experiencia
humana. Henos aquí, justo en el mismo lugar que albergó al poeta, en el receptáculo de la
apoteosis del Logos. Donde la libertad se abre a la posibilidad fugitiva de lo que con
nuestras propias fuerzas no atinamos a nombrar. Para el poeta son una y mil
posibilidades, es el horizonte de lo desconocido, de lo completamente Otro74, del misterio
absoluto que bien nosotros podemos llamar «Dios». En términos humanos, nada nos
autoriza para llamarlo «Padre», o decirle «Jesús», ciertamente que no; pero el
pensamiento humano, se resiste al silencio y clama en medio de él como el teólogo clama
por el objeto de su fe, es la experiencia que Tomás de Aquino resume en una escueta
frase: «En el fervor de su fe, el cristiano ama la verdad que cree; le da vueltas y vueltas
buscando todas las razones posibles para este pensamiento y este amor75». A esta
afirmación cabe una pregunta: ¿Esta experiencia aporética—‘de darle vueltas y vueltas
[…]’—es una situación propia de los hombres o solo de aquellos que se dicen cristianos?

72
Cfr.: SAN AGUSTÍN, Las confesiones, BAC, Madrid, 1979: IX, cap I.
73
Cfr. Op. cit.: El arco y la lira[…]: p. 101.
74
Ibidem.: p.
75
S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica, II-II, q. 2, a. 10.

48
Porque la referencia a Tomás se dirige a los cristianos que, ardorosos de su fe, buscan
comprenderla, adentrarse a ella; empero, no todo hombre se haya impelido por la fe, ni
todo hombre profesa la fe cristiana, entonces ¿Es posible identificar este situs
existencialis con la experiencia del poeta? Yo respondo que sí, puesto que no hay más
sitio a donde llegar: la casa de la profundidad irreflectible, donde no puedo enunciarme a
mí mismo76. Es algo semejante a lo que el poeta francés Guy de Maupassant escribe por
medio de un lenguaje que evoca el pasado originario que cobijó nuestro nacimiento:

«¡Que hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante
de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra.
Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces
profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron
sus abuelos; esas raíces que lo unen a lo que se piensa y se come, a las
costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar
77
de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo ».

Es pues, que el sitio a donde llega todo hombre, a pesar de la fe cristiana, es el


mismo porque al final, el hombre no puede sino encontrarse a sí mismo. Más bien,
conviene preguntar al teólogo cómo es que nos hemos ocupado tanto en buscar fuera, si
el objeto de la fe ya está dentro. Tal vez sea cuestión de reconocimiento; sí, quizás se
trate de reconocimiento del «otro». No con mayúscula, como tratándose del ostentoso
misterio insondable que invita a la reverencia; sino al reconocimiento del «otro», como
Aquél que se hizo uno con nosotros, tocando la intimidad de nuestro ser, para no violentar
nuestra libertad: con toda razón hablamos de la Encarnación del Verbo, ya que nos
referimos a la economía de la Palabra pero, puesto que la economía de la Palabra no lo
es todo, el poeta se sujeta al poder de «La palabra»; el creyente, suma a esta palabra, la
economía del Espíritu, de lo contrario, nos quedaríamos mudos. En la contienda entre el
silencio, al que está condenado el poeta y la Palabra, al que está llamado el hombre
creyente por medio del Espíritu, el corazón del hombre dictamina su destino78, de modo
que el poeta está en condiciones de ser creyente, así como el creyente deja fluir su
alabanza en una palabra poética; es decir, llena de Espíritu. ¡No cuantas veces hemos

76
Cfr.: RANHER, K., Sobre la posibilidad de la fe en Escritos de Teología, V, Cristiandad, Madrid,
2003: p. 16.
77
DE MAUPASSANT, G., El horla, Puerto Norte-Sur, Buenos Aires, 2008: p. 8.
78
Cfr.: FROTE, B., Teología de la historia, Sígueme, Salamanca, 1995: p. 169.

49
visto asomarse al Espíritu en la poesía de los «poetas malditos79», que casi podemos
avistar las palabras del salmista: «di a mi alma:/Yo soy tu victoria»! La palabra del Espíritu
es un verso continuado a la finitud angustiosa del poeta.

3.2. La inspiración dentro de la revelación poética

Nos hemos acercado a la idea que Octavio Paz concibe sobre la trascendencia, la
cual encontramos más como una situación existencial que como un concepto o siquiera
como una idea. Este acercamiento nos sirve como propedéutica para un nuevo
emplazamiento que. en definitiva, puede significar el enclave decisivo donde la palabra
poética se transforma en palabra del Espíritu. Para evitar ambigüedades, diremos que,
más que una «transformación», es una diástole de la palabra, pues en muchos casos, es
innecesario pretender cualquier transformación, puesto que la palabra pronunciada por el
poeta es ya una palabra inspirada80: he aquí el problema. Hay ejemplos que no exigen
mayor análisis para notar tal diástole, pero en nuestro caso, nos interesa acercarnos a
aquellos que el mismo Von Balthasar llama los místicos laicos o mejor dicho, «estilos
laicales».
Nuestro teólogo hace un recuento minucioso de varios personajes que no
necesariamente se hayan vinculados directamente con la religión, con el cristianismo, en
cuanto a oficio y preocupación; sin embargo, gracias a sus aportaciones para la
humanidad, encarnan los grandes cuestionamientos y las profundas inquietudes del ser
humano que, indudablemente lo sumergen en el universo de la religión y en las
cuestiones sobre la fe. Tal es el caso del poeta Dante, con el que abre el tercer volumen
de su Estética Teológica, continuando con Pascal (Previamente se detiene en san Juan
de la Cruz, empero, por su carácter religioso, de algún modo el santo ya está inscrito ipso
facto en la discusión que nos atañe), Hamann, Soloviev, Hopkins y el gran literato francés
Charles Péguy81. Es claro que para von Balthasar el quehacer teológico, si bien es propio
del teólogo, en cuanto intérprete habituado a la escucha e interpretación de la palabra, no
menos lo soy los hombres sensibles a los problemas de la vida, a partir de los cuales, la

79
En uno de los célebres poemas de Arthur Rimbaud leemos: «sin hablar, sin pensar, iré por los
sendero:/pero el amor sin límites me crecerá en el alma».
80
Un caso indiscutible está en San Juan de la Cruz y junto a él, místicos como Bernardo de Claraval,
Gertrudis de Helfta, Anselmo de Canterbury, Teresa de Ávila, y otros, en donde el poema es la forma
estética de la actualización del Verbo.
81
Cfr.: VON BALTHASAR, H. U., Gloria, una estética teológica V. III, Encuentro, Madrid, 1987.

50
fe se hace presente en algún momento. Dante es un graso particular, como exponente de
una época, encarnado el espíritu de su tiempo que recoge el ideario medieval y las
expectativas del Renacimiento. Dante, es por lo tanto, el artífice inigualable del nuevo
pensamiento que no olvida el pasado.
En este volumen de la estética teológica balthasariana encontramos el indicio más
contundente de una teología que busca su dimensión poética, como una de sus formas en
relación del mensaje divino que interpreta y desea hacer comprensible en nuestro tiempo.
En esta dirección, el arte poético se presenta como símbolo, ya que une las partes
discordantes, ya por analogía, ya por una dialéctica que une y separa a contra punto de
las semejanzas.
La interacción del hombre con la creación está mediada por un proceso lento de
pensamiento. Puesto que el sujeto se encuentra en constante estimulación, es decir,
invitado a la respuesta, en ocasiones refleja; en otras, elaborada, como efecto de un
proceso primitivo o no de la consciencia, el hombre crea símbolos. Es un mecanismo
intermedio que auxilia al sujeto a darle sentido a su entorno y éste, pasa de ser un mero
organismo vivo a ser un homo sapiens. Para Cassirer, el sistema simbólico es la marca
distintiva del hombre, pues el círculo de acción del sujeto se amplía cuantitativa y
cualitativamente82. La inmediatez de sus reacciones ante los estímulos de su medio, ha
sido sustituida por la interpretación de las formas lingüísticas, imágenes artísticas,
símbolos míticos o ritos religiosos. Vemos que, ya en un estrato antropológico, reluce la
dimensión religiosa del ser humano que adviene simultáneamente con la su capacidad
simbólica y, en consecuencia, artística. Tanto la religión como el arte, pertenecen al
mismo horizonte histórico-positivo originario del hombre consciente y no podemos
considerar que tanto una como otra, son formas primitivas de un hombre poco
desarrollado. Pareciese que, en el principio, en la aventura hermenéutica del hombre en el
hecho del reconocimiento creacional, retrocediera la realidad física en la medida que
avanza su actividad simbólica, cuyo fin, es el de penetrar los constatable, allanar la
potencia sensible. Cassirer se refiere a este fenómeno como un «logro» pero también
como un «condicionamiento»:

«El hombre no puede escapar de su propio logro, no le queda más remedio que
adoptar las condiciones de su propia vida; ya no vive solamente en un puro
universo físico, sino en un universo simbólico. El lenguaje, el mito, el arte, la

82
Como bien lo apunta Umberto Eco en un escueto estudio acerca del signo, en cuya tradición se
sitúa Ernst Cassirer. Cfr.: ECCO, H., Signo, Ed. Labor, Barcelona, 1988: p. 107.

51
religión constituyen partes de este universo, forman los diversos hilos que tejen
83
la red simbólica, la urdimbre complicada de la experiencia humana ».

El sedimento originario de la poesía y el de la religión es el mismo, de aquí que, en la


escolástica, Tomás de Aquino considere a la «religión» una virtud que nutre la piedad del
creyente84, ya que es una tensión entre las partes desunidas (siguiendo a Agustín) cuyo
primer impulso está en el hombre. Dios, en todo caso, no tiene necesidad de que le
adoren y le alaban; sin embargo, los hombres sí; por esta razón, la religión es
básicamente una necesidad humana.
La dimensión simbólica del hombre más allá de ser una simple característica junto a
muchas otras distintivas del hombre, en realidad, el sistema simbólico es un mecanismo
configurador de la humanidad en cuanto sociedad, y cumple el objetivo de hacer
intercambiable la experiencia del ser humano, por medio del lenguaje, la cultura, los ritos,
etc.; «se instaura humanidad cuando emerge la sociedad, pero se inaugura la sociedad
cuando hay un intercambio de signos85»—citando palabras de Cassirer—.
La poesía es una forma simbólica propia del lenguaje, capaz de traducir los datos del
mito y la religión. Es propio de las diferentes culturas poner por escrito sus mistos
fundantes en palabras poéticas, mitos que a su vez, adquieren un carácter cúltico y
sagrado, y se vuelven la materia indispensable de la religión. Por su parte, Octavio Paz,
considera que el lenguaje es sentido de esto o aquello, entendiendo por sentido el nexo
entre el nombre y aquello que nombramos, pero cuando una expresión lingüística
conexiona el nombre y lo nombrado es cuando se produce la imagen que presenta
traspasando el círculo de los significados relativos: «la piedra es pluma: esto es
aquello86»—dice—. Octavio Paz encuentra en la poesía una forma de penetrar la realidad,
«es un estar o ser en la realidad87». Permite el abandono en lo que afecta al otro en
cuanto espejo de sí. El poema evoca imágenes que desean ser sin tiempo, quiere ser una
ventana abierta hacia la eternidad y producen esta sensación en el poeta. La naturaleza
descubierta por el poeta mexicano es el receptáculo de la palabra pronunciada por el
teólogo, en cuya naturaleza vislumbra el horizonte del mensaje divino que se muestra en

83
CASSIRER, E., Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura, FCE, México,
1967: p. 27.
84
Summa Theologica […],
85
CASSIRER, E., Filosofía de las formas simbólicas¸ FCE, México-----
86
Op. cit.: El arco y la lira […]: p. 50.
87
Ibidem.: p. 50.

52
palabras humanas: «El lenguaje, en el que se expresa la historia del hombre en su
densidad compleja, es el ser llevado a la palabra, el lugar—siempre en movimiento y
siempre abierto—en el que aflora la fuente escondida del ser88».

3.3. Poesía y religión: el abrazo de Homero y Tomás

No es un simple dato curioso saber que el concepto de teología (θεολογία) se lo


debemos a los poetas. Cuando los poetas hablaban sobre los dioses, entonces hacían
teología89. Este concepto fue asumido por Paltón y adquirió una significación distinta en
su discípulo Aristóteles, quien no sólo conoce la palabra, sino que la arranca de su
espacio subjetivo en donde la habían puesto los poetas y la conduce a un campo
«objetivo» pues la llamó «filosofía teológica». El filósofo despojó a la teología de cualquier
resabio mítico—función cosmológica—para imprimirle el λóγος—función filosófica—, de
tal suerte que ya no es palabra de los dioses, sino, tratado de los seres en cuanto seres90.
Semejante transformación significó el origen de múltiples problemas posteriormente, al
punto que, para el siglo XII y XIII, en que se debatían los teólogos por brindar a la
Teología—en su impronta cristiana—el estatuto de ciencia, tuvieron que echar mano de
Aristóteles para dar esencia a un saber que había comenzado por el sentimiento. Pero no
se trata de una simple procesión terminológica, sino de una auténtica metanoia
(μετανοῖεν) que va del contenido, al concepto. Como era lógico, Aristóteles tuvo que
especificar el contenido para esclarecer la diferencia aunque ello implicase nada menos
que la invención de una nueva ciencia, pues no era la teología de los poetas la misma que
la del filósofo, solo que, más tarde no esperábamos que los cristianos reflexivos
conocieran primero a Platón, favorable al parecer de los poetas y luego a Aristóteles,
creador de grandes ciencias y a través del cual se hacía posible elevar la teología al
pedestal de las ciencias tal como lo hicieron los más eminentes escolásticos.
Hacia el primer siglo antes de Jesucristo, Varrón recoge las distintas concepciones de
las llamadas «tres teologías», es decir, la teología en cuanto visión cosmológica; la
teología como estudio del ser en cuanto ser (en la versión más afinada tal como la

88
FORTE, B., La teología como compañía, memoria y profecía, Sígueme, Salamanca, 1990: p. 46.
89
Cfr.: JAEGER, W., La teología de los primeros filósofos griegos, FCE, México, 1952: pp. 172-191.
90
Cfr.: El escueto estudio que realiza el profesor Ackrill con respeto a lo que tenemos por llamar
Metafísica, concentra apreciables notas que nos ayudan a esclarecer los principales conceptos sobre los que
versa tal materia, junto a los diversos puntos críticos que suma el autor en ACKRILL, J. L., La filosofía de
Aristóteles, Monte Ávila Editores, Caracas, 1984: pp. 209-229.

53
encontramos en la metafísica aristotélica91: explicación de los seres móviles a partir del
ser inmóvil—la chocosa idea del motor inmóvil—); y finalmente, la teología en el uso
cultual de la palabra y, por lo tanto, vigente dentro del marco de la vida pública, de la que
nos hablan Panecio de Rodas y el mismo Varrón. San Agustín tiene plena conciencia de
las distintas acepciones acerca de la teología y distinguirá con notable precisión el
entendimiento de ésta según la visión cristiana. De hecho se guarda de emplearla con
frecuencia y se refiere a la doctrina que dimana de la Revelación como una sabiduría
distinta a la adquirida por el entendimiento humano. A esta sabiduría superior la llama
Sacra Scriptura o sacra eruditio. Es pues, que la palabra en cuanto tal, no es bíblica,
razón por la que su uso incomodó a muchos cristianos durante los primeros siglos del
cristianismo. Sabemos que Orígenes fue el primero en aplicar el término de «Theologia»
al conocimiento de Dios, y Eusebio opina de manera semejante, hasta ser plenamente
confirmado por los Padre griegos, quienes gustaban discurrir a partir de las mismas
categorías que los filósofos de su época.
La teología ha sufrido variadas orientaciones; desde su nacimiento en el mundo de
los poetas hasta la palestra de los doctores, ha adquirido un tinte bien definido, sin
embargo, al haber sido extraída de su cerco cosmológico, redujo su sentido propio. Los
filósofos hurtaron su originalidad pero no sustrajeron su identidad, causa de los venideros
problemas con respecto a los temas que debía exponer. Esta imperiosa transmutación
repercutió en la sigilosa pero insistente problemática de la relación entre fe y razón que
perdura hasta nuestros días92, alcanzando diferentes grados de complejidad así como de
clarificación. Ya bien entrado el siglo XIII, Santo Tomás emplea raras veces el término y
no se conforma con el sentido de una explicación racional del dato revelado, puesto que
la labor teológica va más allá de esta pretensión. Él habla de la Sacra doctrina y entiende
por ésta, la enseñanza cristiana en su amplitud de fondo (la Revelación) y de extensión (la
historia); ahora bien, si esa enseñanza se hace de manera metódica, ordenada, adquiere
un talante racional que la hace ciencia en el sentido aristotélico. Se torna indispensable el
uso de la razón para asir de contenido la virtud de la fe, puesto que la fe no hace evidente
lo que creemos. La idea de la Sacra doctrina realiza una función «subalternada»93, porque

91
ARISTÓTELES, Metafísica, Gredos, Madrid: E 1026
92
Cfr.: JUAN PABLO II, Carta encíclica Fides et ratio (sobre las relaciones entre fe y razón), Roma,
1998: nn. 36-48.
93
S. TOMÁS DE AQUINO, In I Sent., prol., a. 3, sol., 3; así como la óptica toma en préstamo los
axiomas de la matemática, ilustrando por medio de este ejemplo.

54
goza de una cierta participación de la ciencia que Dios tiene de sí mismo, pero el modo de
proceder es humano: se habla de Dios en términos humanos.
La depuración de contenidos teológicos que dejarán un insondable vacío en la
percepción del mundo del ser humano, se verá ocupado por conceptos y categorías
filosóficos que, de ninguna manera, satisfará su hondura, lo que nos explica el eterno
problema entre el sentimiento y la racionalidad, sobre todo, en el marco de la acción, es
decir, cuando el hombre se ve confrontado por una realidad que exige una respuesta
existencial—recogiendo en sí, la constitución propia de su estar en el mundo—, se orilla a
echar mano no solo de su razón, sino también del sentimiento, para llevar a cabo una
acción auténtica94, tal cual lo propuso, en otro tiempo, Kierkegaard—y más tarde
Bultmann—, dando al sentimiento el nombre de intuición, con su respectiva carga
filosófica; de este modo, tal acción reúne todas las dimensiones con las que el ser
humano está dispuesto hacia el otro, hacia el mundo y hacia sí-mismo. En la
convergencia de cada uno de estos resortes aparece la paradójica percepción de que el
hombre es más que un «animal racional mortal» y descubre que «no hay filosofía ni
religión capaz de modelar un todo coherente con el fragmento que es la vida terrena
camino de la muerte95». Un tema recurrente de los poetas es, justamente, la muerte, que
se compagina en un binomio casi necesario con el misterio del tiempo, como es el caso
de Agustín y Octavio Paz, según lo hemos visto. Pues bien, los teólogos, a través de un
método especial y con herramientas particulares, así como el poeta, con otro método y
con sus propios instrumentos, llegan a este areópago lingüístico—que no deja de ser
antropológico—del que no pueden escaparse.
El teólogo constata que «la imagen rota por la mitad no puede restaurarse sino desde
Dios, no puede restaurarla sino el segundo Adán, que viene del cielo». El otro—el poeta—
sólo es conducido a ese lugar, al margen del mundo y de la vida, en donde el otro lado
solo puede ser una premisa hipotética sostenida sobre el sentimiento y tanteada por la
intuición; su sensación de ruptura, de muerte, desesperación, le conduce al pesimista
adagio filosófico en donde la vida es aprender a morir96. En esto, el poeta y el teólogo
pueden representar figuras antagónicas que se especifican por la voluntad, ya que uno se
mira envuelto por la nube de la indecisión y la ocultación de lo que es; mientras el otro, se

94
Para nuestra concepción de ‘respuesta existencia’ Ver: BULTMANN, R. Creer y comprender, V.
I., Studium, Madrid, 1976: pp. 7-20.
95
VON BALTHASAR, H. U., CORNELIS, E., GRILLMEIER, A., y otros, Misterium Salutis, III-II,
Cristiandad, Madrid, 1969: p. 145.
96
Ibidem.: pp. 144-146.

55
lanza hacia una posibilidad trascendente por su asentimiento hacia Dios que da sentido a
su vida, al conjunto de su existencia. La razón, la fe y el sentimiento constituyen el
quiasmo vivencial del hombre que ha aprendido a caminar con su ser presente en el
cosmos, no en el mundo, según la concepción frívola de Heidegger, sino en la creación
como fruto de la bondad divina ofrecida al hombre, a la imagen de sí, capas de recibirlo
mediante el Espíritu. El hombre asombrado por el misterio del amor en que
fenomenológicamente se ha designado con el nombre de «religión». Von Balthasar llama
ve en esta tensión antropológica del hombre que se dirige hacia, que marcha en busca
de…, el telón de fondo de la religión universal, tanto en su pluralidad como en su conexión
filosófico-religiosa. La peregrinación del hombre a través del tiempo culmina en el
encuentro del esposo, al día nupcial del amado con el amor y del «día omega» de la
creación: Dios, uno con su criatura por el amor; es decir, en el Hijo.
Esta es la visión cristiana del concierto cosmológico, cuyo actor principal es Dios
dándose, pero, sin dejar de ser actor él mismo, comparte el protagonismo con el hombre;
es la visión del compromiso enamorado y no la del Dios que dicta sentencia. Por este
compromiso, Dios acoge dentro de sí el drama de la humanidad. No es un Dios escéptico,
sino dolorido, apasionado que quiere decir: movido a dolor o alegría; interpelado por lo
externo. El hombre, en este sentido, es la pasión de Dios con tal fuerza que «En el
espacio escénico abierto gracias a la ejecución de la misión se hace presente también el
yo del enviado y se convierte en espacio en el que se encuentran aquellos a quienes la
misión universal alcanza, transforma, trastoca y hace de nuevo97».
Sí, La figura estética como mediación en el diálogo entre literatura y teología, es un
simul de la mediación estética con la que el pueblo de Israel sentía a su Dios, lo
experimentaba y, por ende, lo describe y alaba. El pueblo descubre, de forma nítida, el
poema como «mediación vinculante entre la palabra y lo vivido, entre el texto y la acción,
entre la figura y el drama98». Los griegos, más tarde, y por medios distintos, finalmente
llegarán a afirmar que «el ser es un modus loquendi99» y, en consecuencia, las primeras
comunidades cristianas, permeadas de la cultura helenística de su contexto próximo,
encontrará una síntesis entre la tradición estética hebrea y la razón greco-romana, para
constituir una genuino cuerpo escriturístico y doctrinal que ya reconocemos como

97
Op. cit.: Teodramática, III, las personas del drama […]: p. 214.
98
Cfr.: VON BALTHASAR, H. U., Teodramática, I. Prolegómenos, Encuentro, Madrid, 1990: pp. 19-
26.
99
Cfr.: DE CERTEAU, M., La fábula mística. Siglos XVI-XVII, Universidad Iberoamericana, México,
2004: pp. 139-140.

56
propiamente cristiano, depurado de rasgos judíos o elementos griegos. Pablo es el
maestro más eximio, y cuando hay que hablar de la gracia, , el misterio o la ley, se vuelve
necesario su auxilio; cuando refiere su experiencia de conversión fulminante, por ejemplo,
no halla palabras para describirlo y se reserva el secreto de lo vivido a aquella expresión
de «tener su camino de Damasco».
Pablo encarna la consciencia obstinada de un hombre que ha de penetrar el misterio
de su ser por la misma razón que le lleva a experimentar a su Dios; el corazón dilatado de
un hombre que a pesar de sus certezas, se deja interpelar por sus dudas y, en la
seguridad de sus doctrina, se vuelca sobre la fe de algo nuevo, que le hace confesar a
Jesús como «el Señor». Luego de este acontecimiento, Pablo se lanza no solo a la
reinterpretación de su pasado—en el amplio sentido del término, es decir, recogiendo la
tradición judía, de la que es deudor, y su inteligencia helenística, como un sabio capaz—
sino a la conquista de una nueva vida que, más allá de ser una invención, fue un modo de
dar palabras a la experiencia pascual que le había cambiado. De este modo, Pablo, el
doctor judío y el sabio heleno, se vuelve el apóstol cristiano. En él confluye el espíritu de
la historia avenido de las religiones ancestrales: el pueblo de Israel—con los influjos de
culturas de oriente impresas durante el exilio—y los grandes imperios de Grecia y Roma,
catalizados en la sociedad helena que sería el sedimento socio-cultural donde nacería el
cristianismo.
Desde entonces, el cristianismo se presenta como una religión que reconoce el valor
de lo histórico, el privilegio del tiempo de ser la condición antropológica de lo dado, la
medida consciente del cosmos, y por lo tanto, el cristianismo es religión no solo porque
vuelve a unir las partes divididas (re-ligare), sino porque los agentes activos de la unión se
compenetran en lo profundo y en lo extenso; en este sentido, es más que religión, cuando
proclama la encarnación del Verbo. Proclamar, quiere decir, dar palabras al
acontecimiento, de modo que pueda revestirse de comprehensión, se convierte entonces
en mensaje que puede tomar variadas formas, una de las cuales es la poesía. Ninguna
religión—menos aún el cristianismo—ha sabido expresar su mensaje, si no es por
palabras. Parece que Jesús gustaba recordar casi como un acto reflejo, los versos de
algún salmo que, incluso en su muerte, le llevó a pronunciarlas y el Deutero-Isaias no
escatimó el lenguaje poético para elevar el poder persuasivo de sus profecías.
Indudablemente que el Espíritu debió haberse encontrado en su mejor momento a la hora

57
de inspirar al poeta egipcio—tal parece que se trata de un compositor egipcio100—. En
razón de su mismo objeto, la realidad misteriosa de Dios, la religión conjuga elementos
míticos, filosóficos, culturales, e inclusive científicos en lo que hay de subjetivo por parte
del hombre en el núcleo mismo de su esencia espiritual101, pero todos ellos adquieren una
incólume claridad en el lenguaje poético, según lo podemos entender gracias a Octavio
Paz, no como echando de menos otras concepciones acerca de la poesía, pues es claro
que hay tantas acepciones cuantos poetas existen; pero si requerimos de un sustento lo
suficientemente firme para poder rescatar la forma poética de la revelación cristiana.
En la poética de Octavio Paz la religión es ratificación de la propia naturaleza
humana, es dote necesaria del alma humana—como solía decir Scheller—en donde el
sujeto participa en la relación señera con lo Absoluto, en la cual dinámica, no se impide la
participación del primero, en quien ha nacido la intención-hacia, sino que se encuentra
como participando de ella, de aquí que el acto religioso sea un acto total y
verdaderamente radical, que emerge de depósito de los datos originarios (corazón) del
sujeto. La religión o es, por tanto, efecto de la facultad volitiva (Kant) o una disposición
aislada del entendimiento (Spinoza) ni mucho menos un sentimiento rebelde allende la
razón, cualitativamente distinto a ella (Kierkegaard y Simmel); no es la satisfacción
práctica del deseo de felicidad que colma teorías axiológicas (Natorp) o el fruto positivo de
una sexualidad reprimida (Freud). Por el contrario—o quizás junto a mucho de lo sugerido
por estos pensadores—, la religión implica una estructura racional que actualiza las
potencias del entendimiento y la voluntad, haciendo del primero una entendimiento devoto
y de la segunda una actitud comprometida. Y puesto que todo esto se lleva a cabo en el
corazón, comprender es emoción—el testimonio de los poetas constata esta afirmación in
acto, la teoría solo nos lo dice in potentia—, la subjetividad, reverencia y el juicio
convicción. ¿Acaso no fueron los poetas malditos quienes optaron por una vida marginal,
lejos de los honores, viviendo en la miseria y el abandono? Afirmaron que los poetas se
ocupan de la belleza y no del arte en cuanto tal; en todo caso, el arte es una
concretización perceptible de lo que es bello y en conjunción con su oficio, creían que la
poesía es el acceso a la belleza. Su importancia se extiende sobre diversos campos, pero

100
Cfr.: LUZÁRRAGA, J., El Cantar de los cantares (comentario teológico-literario), EVD, Navarra,
2005: pp. 115-117
101
Sin este aspecto subjetivo, la teología perdería su acometido principal de repensar la fe en su
articulación humana, en la que se traduce y vive (Fides qua), en detrimento de ello, la otra parte objetiva
(Fides quae) sería insuficiente y pura abstracción.

58
son indudablemente los creadores del simbolismo, que no es sino un manifiesto en favor
de la libertad, es la renuncia al pensamiento ajeno.
Lenguaje, poesía, religión y simbolismo nos ponen bajo las condiciones necesarias
para la reflexión teológica posterior, no como un paso ilegítimo, sino como una necesidad
trascendental de la pregunta por el hombre, que es, de algún modo, la pregunta por Dios.
Respecto al primero, este deseo insatisfecho, este anhelo inalcanzable, se presenta
desde su dimensión inmanente a él mismo, circunscrito a la poesía, como representación
más clara de semejante anhelo, revistiéndolo, cobijándolo, dándole sentido. Con respecto
a Dios, la dimensión trascendente se descubre con particular frescura, pues es Él quien
sale al encuentro del hombre poeta. Desde que la gracia toca el sentimiento, se
desencadena la creación poética, el hombre es, en definitiva un Homo matinalis.

59
CAPÍTULO II

LA REVELACIÓN DEL SER

4. La percepción inmediata en la casa del lenguaje

4.1. La humanidad de la fe

Al asumir la condición humana en la encarnación, el Hijo de Dios, transformó el


significado de la cultura—entiéndase por ésta, todo aquello que realiza el hombre, todo
cuanto recibe o testimonia la participación del hombre en el hecho de su existencia—. La
forma de Dios en la carne, es la forma suprema porque es la forma visible, desde la cual
todo nos parece nítido; la forma humana de la divinidad nos alcanza la intimidad de su
misterio. Ahora bien, aunque Cristo es el portador del Padre, el rostro humano de Dios—
«su sonrisa»—, la forma divina no puede resultarnos enteramente cognoscible. A partir de
Jesucristo, el «misterio» designa una realidad distinta a la concepción griega. Para los
griegos, el «misterio» significa lo insondable, lo que no se puede conocer, aquello que se
mantiene reservado, en secreto. A los judíos le es familiar la idea de «los misterios de
Dios» cuando se refieren a su acción salvadora: « ¿Hace Dios alguna cosa sin revelar su
secreto a sus siervos, los profetas?» (Am 3, 7; Nm 24, 4. 16)102 y esta idea
indudablemente que está presente en el contexto próximo a la acción de Jesús en su
pueblo, tanto como en la cultura que a los apóstoles les tocará predicar (especialmente
Pablo). Los «misterios de Dios» se refieren al designio de salvación, pero Dios puede
revelarlos, en sueños, visiones o por medio de sus ángeles. Él da a algunos privilegiados
una sabiduría (Dn 5, 11) y un espíritu, por los que ningún misterio los embaraza (Dn 4, 6):
el misterio griego causa incertidumbre, una terrible angustia, dando a conocer el dios
temido que provoca el temblor.
En los evangelios sinópticos solo encontramos una vez el término mysterion (Mc 4, 11)
y el evangelio de Juan nunca lo utiliza. Tal parece que Jesús entiende el misterio como el
advenimiento del Reino conforme al designio de Dios testimoniado por las antiguas
profecías. Su propia obra consiste en instaurar el Reino y en revelar en su plenitud los
secretos divinos que «estaban ocultos desde la fundación del mundo» (Mt 13, 35). En
este sentido, Jesús abre la revelación sin ninguna reserva. Para el cristiano, el misterio no

102
Daniel y el libro de la Sabiduría, también se atestiguan este mismo sentido siguiendo al
segundo Isaías (Is 41, 21-28)

60
puede ser más la naturaleza oculta de Dios; sino el principio de su propia introducción a
él. Es misterio no porque no se pueda conocer, sino porque el conocerlo implica un eterno
introducirse, un estar-se. Estamos, pues, lejos de una concepción esotérica del
«misterio», pero cerca de una concepción «soteriológica» en donde el sujeto cognoscente
se encuentra ya dentro, participando de él.
Los teólogos llevaron a cabo la transformación del misterio pagano, al misterio
cristiano, pero no así el resto de los creyentes, razón por la que, aun hoy en día, es fácil
confundir el misterio cristiano con el misterio tal como lo concebían los griegos y
desistimos pronto de la obligación creyente de conocer nuestra fe y, por ende, el misterio
revelado por Jesucristo; esto responde más a una cierta comodidad de los fieles que los
exime de reflexionar acerca de su fe, más que a una incapacidad de hacerlo, dando lugar
a una teología de escuela, propia de los teólogos (académicos) que a una teología vivida,
necesaria para todo creyente. Esta dicotomía es lamentada por varios teólogos que
abogan por la identidad teológica de todo cristiano, la cual permitiría hacer razonable
nuestra fe y así, lograr que ésta penetre todo nuestro ser103.
San Pablo, por su parte, sugiere una idea bien depurada del «misterio» situándose, de
igual manera, en la tradición apocalíptica judía. El hombre cosmopolita—como lo era san
Pablo—no solo resignifica la palabra «misterio», sino que la separa de su connotación
griega. Para el Apóstol, «misterio» sugiere una realidad más profunda: inexpresable, abre
un resquicio hacia el infinito, situando al hombre ante la paradoja del ser limitado y el Ser
infinito. Por esta aporía antropológica, es que el «misterio» muestra su necesaria
significación para el cristiano, pero de un modo distinto al misterio pagano. Aquél, desvela
la intimidad de Dios que se da a los hombres; éste, oculta a un dios falso. Una vez más,
Pablo deja relucir las hebras yahvistas de su teología, pues confiesa al Dios cuyo nombre
implica tres cosas sustanciales expresadas en su nombre: Yo soy el que soy; es decir, el
más existente, el supremamente presente, de donde fluye toda vida (ser, en la concepción
semítica, muy distante del concepto griego de «ser», como lo inmutable y eterno); Yo soy
el que seré: indica que Yahveh es quien acompaña a su pueblo a lo largo de la historia, al
cual no deja ver su rostro sino su sombra, no solo para enseñarnos que es imposible
dominarlo, sino principalmente para decirnos que a él debemos seguirle las huellas, ir

103
Ibidem.: Al respecto, Geffré hace una severa crítica al fenómeno de un cristianismo de números
más que de convicciones, pero con razonable justicia: «Con mucha frecuencia ciertos cristianos se creen
cristianos, pero siguen funcionando todavía a un nivel categorial, esto es, no son más que portadores de una
ortodoxia verbal, que no ha llegado a evangelizar su propia vida»: p. 221.

61
detrás de él. Y finalmente, Yo soy el que soy que quiere decir que él es solo lo que el
sabe que es, lo que nunca sabremos nosotros en cuanto tal; él es un secreto inabarcable.
Jesús nunca se desapegó del esquema teológico del pueblo de Israel, también en él,
se manifestaba poderosamente la palabra nítida del mensaje de salvación en virtud de la
potencia del Espíritu, y no omite el llamar Abbá (Padre) a Yahveh, al Dios de Israel, como
mostrando su carácter paternal referente al origen, al mismo tiempo que su obra y su
hacer, manifestaba el reinado de ese Dios, que lo acredita como Rey de su pueblo,
legitimado por la alianza establecida con él. Así, Jesús continúa la tradición netamente
anticotestamentaria de Yahveh como Padre y Rey: Jesucristo es esencialmente un
Yahvista radicalizado, no por superar a los profetas y la ley, sino por cumplirla.
Considerar a Jesucristo como la plenitud de la Revelación divina, es propio de quienes
le buscan y le siguen y, por lo tanto, se convierten en sus testigos; pero no puede ser así
para quienes no lo han conocido. Solo así, esta afirmación se presenta amable a los
creyentes ajenos al cristianismo, pues, Jesucristo es el desvelador pleno de los misterios
del Padre para quienes se hermanan con él en el seguimiento, en la experiencia común
que abre su existencia al reconocimiento de Dios como Padre; es decir: a la fe. Pero
hemos de reconocer que, además de la fe en Jesucristo, hay innumerables caminos que
conducen a Dios, quizás distantes e incomprensibles a nosotros, por compartir una fe que
no solo por opción hemos aceptado, sino previamente por tradición104, lo cual, de algún
modo, ya nos posibilita el campo fértil para hacer nacer la fe. A pesar de todo, no
podemos ignorar que hay modos inesperados por los que Dios puede conducir a lo más
preciado de su creación: los hombres.
Claude Geffré considera que «hay una fe anterior a la fe para las personas que pasan
de la incredulidad a la fe, o de una creencia no evangélica a la verdadera conversión,
porque el Nuevo Testamento ¿no es acaso un proceso existencial más que un contenido
noético?105». El umbral emblemático que transfigura esta posibilidad en una verdadera
obtención se plantea con aquella pregunta en que Leibniz solía inspirarse: ‘¿Por qué el
ser y no la nada?’. Von Balthasar parece hacer un planteamiento semejante, solo que
dispuesto a decantarse por la balanza contraria a la escogida por Heidegger: optó por una
metafísica del milagro del ser106 y no por un retorno al ente entregado a la muerte. Aunque
siguieron caminos distintos, es posible observar muchas categorías comunes y, como es

104
Cfr.: VONIER, A. La personalidad de Cristo, Dinor S. L. Bilbao, 1954: p. 13.
105
CACELLES, H., DELORME, J., DEROUSSEAUX L., y otros, El lenguaje de la fe en la escritura y en el
mundo actual, Sígueme, Salamanca, 1974: p. 221.
106
Op. cit.: Gloria, V, Metafísica, Edad moderna […]: p. 563.

62
de suponerse, quizás llegaron al mismo lugar. El asombro, por ejemplo, es el punto de
partida para ambos y tanto uno como otro, señalan que es un elemento indispensable del
pensamiento, pero a diferencia de Heidegger, von Balthasar no habla de un asombro
como capacidad del ente en cuanto tal, sino que el ser es asombro hasta el final y por
ello, se comporta como un milagro admirable, extraño a la vez que radical; que este
asombro, no es otra cosa sino el indicio perenne de la Gloria, y por lo tanto, el primer situs
que dispone a la percepción: es una proto-experiencia.
Como bien hace notar Rahner en la conferencia pronunciada en el Congreso del J. A.
Möhler-Institut de Paderborn en 1963: «para el hombre del actual humanismo
antieclesiástico, del ateísmo preocupado; de una actitud para la que Dios es una cifra
indescifrable[…]»107, para este hombre, la piedra de tropiezo es el Deus absconditus,
aquél Dios que por su esencia, resultaba siempre inaccesible y, en este sentido, las
variaciones sobre el significado de «misterioso» no son más que formas de la misma idea:
un dios escondido que se resiste a los hombres. Este dios, algún día también fue nuestro.
Grandes teólogos se encontraban en la osada tentativa de penetrar el misterio, con un
dios oculto, envuelto en la nube de lo inalcanzable, distante en altura y profundidad al
recurso de la razón o a cualquier otra facultad aplicada por la fuerza de lo humano.
Esta idea de misterio responde más a la concepción mistérica de los griegos que al
secreto divino conocido por el pueblo de Israel en su paulatina consciencia de Yahveh,
tan fácil de confundir como la concepción misma de ser, en la que incluso Orígenes,
Atanasio o Clemente bebieron hacer verdaderas revoluciones noéticas cuando construían
una semántica propia del cristianismo108. Con todo, gracias a este desglose del sentido
pleno que los exegetas extraen por medio de estas tres variaciones del nombre de
Yahveh, tanto Jesús como Pablo, Juan y los demás escritores neotestamentarios, se
puede decir que Dios significa la fuente de la vida, el que está siempre con su pueblo
aunque éste nunca le pueda abarcar en su amplitud, por ello, antes de Jesucristo, se
observa en el desvelamiento progresivo de Dios (la Trinidad económica), un revelarse
bajo la característica de promesa que solo va asomándose en la historia, exigiendo del
hombre creyente (el hombre justo) una actitud humilde que no puede rebajarse a un
conformismo ingenuo o resignado, sino a una disposición reverencial que le concede la

107
RAHNER, K. y RATZINGER, J., Revelación y Tradición, Herder, Barcelona, 1971: p. 15
108
Sobre esta ardua labor de los padres griegos y capadocios, podemos revisar con mayor
detención la excelente obra de Rowan Williams sobre Arrio; con el vigor de la crítica de las fuentes y la
comparación objetiva de los presupuestos, nos es claro ver la eminente tarea de los Padres de la Iglesia.
Véase: WILLIAMS, R., Arrio, herejía y tradición, Sígueme, Salamanca 2010.

63
sabiduría (también en su sentido semítico). La humildad es la paz con nosotros mismos,
es la paz con nuestra historia, con todas sus alegrías y con cada una de sus heridas,
porque todos tenemos una historia, y hemos de aceptarla y recogerla con manos
delicadas. La memoria es tan importante para el pueblo Israelita, tanto como lo fue para
San Agustín.
El pueblo de Israel es básicamente una cultura anamnética, impulsado por un
constante ejercicio de la memoria actualizadora de aun acontecimiento fundante, del que
nosotros somos herederos. Memoria corresponde a liberación, pues bien, dentro de esta
misma anamnesis histórica, el pueblo atiende el carácter mistérico de Yahveh: le conoce
como no conociéndolo. En la tercera acepción del nombre de Yahveh que más arriba
hemos estudiado, el pueblo reconoce la incondicionalidad de su Dios, por ello no le ve a
los ojos, misa solo su sombra. Pretender conocerlo cara a cara es como ponerlo bajo
nuestro propio dominio, ya que en la cultura hebrea, se conoce a una persona en la
observación y tanteo de su semblante corporal, principalmente el de su rostro. Este
conocimiento puede convertirse con facilidad en dominación, pero también es el medio
más eficaz de reconocimiento mutuo y principio de una autentica comunión que invita al
seguimiento. Tal es el caso de Jesús. En el evangelio según san Juan, los diálogos
ratifican la profunda capacidad del Maestro de conocer a sus discípulos sin ninguna
tentativa de dominación o sometimiento109; el diálogo por antonomasia es el de Jesús con
la samaritana: El judío la conoce al observar sus gestos y escuchar sus palabras, pero
antes que dominarla, la libera; lo más asombroso es que no lo hace por un poder oculto o
exterior a ella misma, Jesús consigue la liberación de la mujer a través de ella misma,
algo así como por una mayéutica teológica que desemboca en su propia liberación110.
Así como Jesús provocó el alumbramiento de la verdad en el seno de la samaritana,
así el nacimiento de la fe emerge del corazón del hombre, por lo que lo sobrenatural en el
hombre no es sino una expresión lingüística que denota la más fina naturalidad, por la
cual, el hombre se mira seriamente afectado. Diríamos que es la capacidad samaritana
del hombre111, la pasión de ir hacia él.

109
DODD, C. H., Discurso y diálogo en el cuarto evangelio (la tradición histórica en el cuarto
evangelio), Cristiandad, Madrid, 1978: pp. 317-334.
110
Cfr.: DUFOUR-LEON, X., Lectura del Evangelio de Juan, V I, Sígueme, Salamanca, 1989; pp. 279-
301.
111
En el evangelio de Juan, los samaritanos piden a Jesús que se quede (Jn 4, 40). En este
evangelio observamos que Jesús siempre suscita el interés de sus espectadores, les atrae. Todos los
personajes acuden a él: Los discípulos del Bautista siguen a Jesús (1, 29-42); Nicodemo acude a verle de
noche (3, 1); los galileos lo reciben con gran cordialidad (4, 40); la gente de Cafarnaún a no encontrarlo van a

64
4.2. Teología de la experiencia literaria: del texto al poema

Como bien se ha dicho ya, a lo largo de la historia, la teología y la poesía en cuanto


ciencia—la primera—y arte—la segunda, no siempre han gozado de relaciones afines en
la diversidad de sus aspectos. El cristianismo, heredero de una larga tradición religiosa
que incluye múltiples factores culturales, entre los cuales, puede contarse el arte y, de
este modo, el arte poético, asimiló en mayor o menor medida cada uno de estos
elementos que, en principio, se presentaban como ajenos. El arte, en su alcance
polimorfo estuvo presente no sólo en los orígenes del cristianismo, sino que le precedió
en su aspiración de ser vehículo de los designios divinos y expresión de la belleza que,
ciertamente, no estaría tan lejos de ser la Belleza cristiana. Para bienlograr el último
propósito de la predicación, el arte dotó de humanidad a la Palabra que ya se había hecho
carne, porque en sí, el arte es humanización de la naturaleza; por el tacto común (la
reunión de todos los órganos perceptivos) se humaniza el objeto sensible. El arte es
renovación perpetua de la creación.
La evolución del impulso creativo de la humanidad se inscribe en la historia del
mundo que no puede ser sino la historia de la salvación. No podemos pensar, según el
fallo de la autonomía y la independencia promulgadas por el racionalismo epistemológico,
que vivimos algo así como en dos historias, deviniendo en espacios paralelos la una de la
otra; en una están los acontecimientos del mundo en su carácter positivo y según los
historiadores pueden reconstruirlos; y en la otra, existen los sucesos narrados según el
imperio de la fe, una promesa y una alianza que se ratifica a pesar de la pecaminosidad
humana. La historia de la salvación es la misma que la historia del mundo, lo único
indispensable de reconocer es que, la historia de la salvación también da cuenta de
desvíos, crímenes e injusticias propias de la libertad del hombre (doctrina del pecado),
tanto como el testimonio de la gracia (doctrina de la justificación). Jesucristo une el cielo
con la tierra. Este simbolismo que los padres de la Iglesia entresacan de la cruz de Cristo
es, justamente, el de ver a Jesús dispuesto entre la tierra y el cielo, con los brazos
extendidos acogiendo a la humanidad entera, de modo que no solo lo que hay entre el

buscarlo (6, 24); los judíos de Jerusalén preguntan dónde está Jesús (7, 10); Jesús se esconde, pero muchos
van tras de él (10, 41); los griegos quieren ver a Jesús (12, 20ss); finalmente, los romanos también están
interesados en Jesús (Pilato: 19, 9). Parece que el calificativo que mejor describe a Jesús es el de
«interesante»

65
cielo y la tierra quede redimido, sino cuanto hay en la bastedad del mundo: todo vuelve a
nacer de nuevo. Lo que era promesa ahora se cumple en virtud de la resurrección
venidera y la historia conteniendo a la humanidad en sus coordenadas espacio-
temporales se transforma en una comunidad icónica del hombre reformado y consumado.
La experiencia de la revelación personal de Jesús se concatena con el profundo
sentimiento de esperanza del Pueblo de Israel, tal como se venía prefigurando en los
profetas y que alcanzó un punto culminante en el silencio y predicación de Juan el
Bautista. Como Juan, más tarde Jesús se prepara hacia el ministerio a los pies del
silencio. En el desierto, que es el reino del silencio: soledad y silencio: Juan se encuentra
en el reino del silencio; en la ascesis de la desnudez, emprende el camino hacia la
palabra.
El pueblo, por su parte, alberga la esperanza de la salvación de un modo tal que su
último recurso, en el denso horizonte de la profecía, es la invitación a la conversión;
aunque también debió haber vivido su propio desierto (Lc 3, 1-6)pero gracias al encuentro
entre el Bautista y Jesús, y con la ulterior predicación del Nazareno, nos encontramos el
acontecer más desconcertante de la revelación; es decir, comienza un determinado
«estado de cielo» y una incomparable relación con Jesús como portador absoluto del
Padre por la fuerza del Espíritu; cuando Jesús, en ese acontecimiento de iluminación
comprende su vocación personal, viendo que el cielo se abre y que el Espíritu desciende,
entonces es que ha llegado la salvación, aquello que antaño solo se presentaba como
una mera posibilidad para el pueblo de Israel, ahora se vuelve una situación actual y
operante. Esta nueva realidad, que designa a la humanidad en su estatuto de proximidad
y trato filial con Dios, Jesús la llama el Reino de Dios, descrito con la palabra y confirmado
por su obrar. La mediación de la palabra adquiere una particular relevancia y refleja su
frescura en las formas poéticas que el mismo Jesús seguramente empleo, quizás no
como un poeta calificado, en términos del oficio poético; pero sí en la forma externa que
da consistencia a las mociones internas de la vida, algo tan común en la sensibilidad
colectiva del Pueblo, pues, tanto el profeta, el juez, el rey, como el discípulo son tomados
de éste pueblo, de esta cultura. Son hombres forjados por el fuego de la fe y la historia del
pueblo israelita, que ha sentido una peculiar compañía de su Dios. Para la mentalidad
israelita, la pregunta por el ser del yo se contesta narrando una historia, contando una
vida, y no construyendo una definición.

66
Nos basta echar un vistazo en retrospectiva para confirmar lo dicho y entresacar las
líneas más importantes de esta historia de la salvación que es también historia de la
palabra poética, el devenir narrativo de la palabra desnuda.

a) Breve historia de la palabra poética: la estética de la fe

Jorge Luis Borges ha señalado en varias ocasiones la gran importancia que tienen los
textos bíblicos para occidente, pues la conformación de lo que hoy se conoce como
nuestra cultura occidental se debe a la filosofía griega, al derecho romano y las herencias
religiosas judeo-cristianas. La poesía hebrea pertenece a esta herencia. De impronta
religiosa y con matices filosóficos, tanto como su conformación estética. De allí que
Alonso Schökel sostenga que «la Biblia es literatura».
Literatura no porque sea menos que religión—ya hemos convenido en un tesitura
equilibrada entre una y otra—. Todo lo contrario. Porque ella es sendero de revelación
pero también de ocultamiento. «Palabra sagrada»: decirse que invoca la ausencia y grita
lo humano. Y es en esta medida y dimensión que si nos adentramos a la poesía hebrea—
como fenómeno literario del que brotan importantes preguntas filosóficas—fieles a la
concepción bíblica de este decir, entendemos una vez más, que la poesía es más que un
género.
No es extraño que la literatura hebrea haya sido una fuente de diálogo para filósofos
tan diversos y diferentes entre sí como Agustín, Hegel, Kierkegaard y Paul Ricoeur; y que,
además, haya tenido una gran influencia en el arte a través de la historia: Miguel Ángel,
Rembrandt, Rubens, Shakespeare, Goethe, Dostoievski, Celán, Tralk.
A diferencia del Nuevo Testamento, la Biblia Hebrea contiene una sección de libros
dedicados exclusivamente a la poesía. Sección conocida como libros poéticos o
sapienciales. Pero también encontramos poesía en los profetas –quienes combinan con
frecuencia la prosa y el verso, la retórica y el arte dramático.
La poesía hebrea es antigua. Hace parte especialmente de una concepción religiosa
del mundo, que podríamos llamar sagrada y mítica. El mundo en el que brota aún está
encantado, poblado de dioses y demonios, de fuerzas espirituales y, sobre todo, de la fe
en el Dios de los hebreos que irá tomando diferentes formas literarias a lo largo de la
colección de escritos. En otras palabras, hablamos de una revelación de Dios en una
gradual revelación de la Palabra. Por esto los diferentes géneros que abraza esta poesía
reflejan aquellos contenidos y así, tenemos poesía litúrgica (Sal 122, 3, 4), poesía
67
profética (Am 5, 23-24), poesía didáctica (Prov 1, 20-22), poesía sapiencial (Ecl 9, 5-10) y
poesía erótica (Cant 5, 4-5), al igual que encontramos un género difícil de catalogar pero
que se ha solido llamar poesía real (Sal 45, 14-16)—debemos preguntarnos si el resto de
las formas poéticas no lo son—.
Basta echar un vistazo a las estructuras, géneros y formas que constituyen la literatura
sapiencial de Israel, para percatarse de la profundidad y amplitud que alcanza el propósito
de los sabios israelitas a través del lenguaje poético. Al igual que otras culturas
(Mesopotamia, Persia, Egipto y Grecia), los israelitas encontraron en la poesía un medio
crucial para expresar su vivencia personal tanto como su existencia tocada por la mano
de Dios (o de los dioses en el caso de las demás culturas). Pero a diferencia, quizás, de
esas mismas culturas, el pueblo de Israel no solo buscó la expresión del sentimiento y el
acto de la vida, sino principalmente, la acción de Dios en medio del pueblo: el hombre
herido por la angustia de la vida, derrumbado por el infortunio de la injusticia o el exilio,
echado a la existencia de sí mismo, prescindiendo de Dios; este hombre pone nombre a
su situación, da palabras al sentimiento. Por medio de la poesía, el sabio, el profeta, el
sacerdote, el juez o el rey, daban testimonio de un diálogo personal entre Dios y los
hombres.
El análisis de los géneros literarios (oraciones, himnos, lamentaciones, acciones de
gracias, narraciones épicas, etc.) nos hacen pensar que éstos géneros se corresponden
con un determinado Sitz im Leben condensado—a menudo—en una forma litúrgica, es
decir, en un espacio de carácter cultual que exige la participación de los sujetos; por lo
tanto, han de compartir un acervo común de pensamientos, disposiciones de ánimo y
incluso vocabulario. Los salmos no son simples efusiones personales ante Dios o ante los
demás hombres (el descubrimiento del lugar poético del yo y el nosotros), sino que son
verdaderos poemas espirituales creados bajo un ambiente de fiesta; la fiesta es la
situación existencial que alberga la actitud sálmica en su forma poética. Con esto
podemos decir que, hay poemas que no necesariamente son salmos; pero todo salmo es
poesía.
Tal parece que el poeta, en la cultura judía, se introducía en la situación vital del
hombre del culto para quien componía; de este modo, todo resultaría natural. Si hay que
extraer alguna tentativa de «tema general» en los salmos, no podemos prescindir de esta
idea. El diálogo personal con Dios en el sentimiento humano, la situación festiva del poeta
al momento de componer el salmo y la renovación de la alianza, son claves interpretativas
que descifran el valor poético de la teología sapiencial. Con todo, el hilo conductor que

68
aglutina el salterio es el acto cultual de la teofanía, la autorrevelación de Yahveh a los
fieles. «El salmista encuentra a Dios en esta actualización litúrgica de la alianza y en sus
implicaciones112».
No es una simple curiosidad que el lenguaje poético, a través de la historia haya tenido
una particular aceptación en círculos cultuales; este rasgo apunta a esa estrecha relación
que ya antes hemos descrito en poesía y religión. En aquélla parte solo nos referimos a
los vínculos que se extienden entre la poesía y la religión en un marco general, por cuanto
que la religión es un fenómeno antropológico identificable en toda cultura; mientras que
aquí, hemos integrado el elemento «fe» como motivo especificador. Los ejemplos
aducidos sobre el pueblo israelita están en función de este interés, pues es justo en su
poesía en donde tal relación se hace más visible. En la literatura sapiencial israelí se
puede observar invocaciones a la divinidad, quejas con ocasión de distintos males
(enfermedad, exilio, injusticia), súplica de liberación (el perdón tiene un estrecho vínculo
con el pecado y el sufrimiento) y promesa de ofrecer un sacrificio. Cada uno de estos
temas, son pues, la experiencia misma de los hombres que miran en un actor distinto a
ellos mismos, una posibilidad alterna, una vía de salida, socorro y acogimiento. En este
sentido, la poesía hebrea está lejos de ser una poesía al estilo egipcio o babilonio, la
cuales también eran conocidas por los poetas judíos.

b) El canon estilístico de la poesía hebrea113

La poesía hebrea no tiene rima, pero sí ritmo. Esta es su característica principal.


Además de la forma, también está el contenido, muy diferente al de las leyes israelitas y
la historia hebrea. A tenor de esta diferencia—con la poesía occidental—, la poesía

112
Cfr.: BROWN R., FITZMEYER J. y MURPHY R. E., Comentario Bíblico San Jerónimo, II, AT,
Cristiandad, Madrid, 1971: pp. 599-601. Las distintas teorías que se ofrecen en el comentario ilustran el
constante interés por dar una explicación atinada a la estructura y unidad del salterio, empero, no se ha
logrado encontrar una tesis más ajustada para tal tentativa, sino en el análisis intertextual que han hallado
especialistas actuales en otras formas literarias (poéticas) que proceden de Mesopotamia y Egipto, la cuales
parecen tener parentesco incluso con Job, el Cantar de los Cantares, Lamentaciones y otros libros
sapienciales. La Creciente fértil es, seguramente, el contexto geográfico referido por gran parte del lenguaje
poético de tales libros.
113
Para este escueto apartado, elaborado a modo de síntesis se han consultado tres estudios ya
clásicos acerca de los salmos. El lector podrá encontrar en ellos, de modo más explícito y especializado lo
que aquí hemos dicho con brevedad. Véase: GUNKEL, H., Introducción a los salmos, Edicep, Valencia, 1987;
KRAUS, H-J., Los salmos, V. I, Sígueme, Salamanca, 1993; GOURGUES, M., Los salmos y Jesús. Jesús y los
salmos, EVD, Navarra, 1980;

69
hebrea es una pedagogía dispuesta por Dios para que el hombre pueda percibir y
participar de esta revelación económica en su máxima expresión114.
En cuanto a forma, el paralelismo es la característica principal de la poesía hebrea.
Este consiste en elaborar sentencias que se repiten mediante imágenes distintas. Ocurre
cuando dos líneas poéticas son semejantes, ya sea forma gramatical o semántica. Hay
tres clases comunes de paralelismo: el paralelismo sinonímico, en el que el sentido de los
dos versos en paralelo es prácticamente idéntico (ej. Sal 109, 25): el paralelismo
antitético, el cual ocurre cuando entre dos líneas hay un contraste entre dos ideas, que
puede repetirse en forma negativa o positiva (ej. Prov 10, 10); el paralelismo sintético o
progresivo, aparece cuando la segunda línea completa el pensamiento de la primera (ej.
Sal 125, 22-24).
Una forma más compleja de paralelismo es el quiasmo, una estructura en forma de “X”
en que se relacionan los términos de las líneas A y B en forma de “X”. La parte A de la
primera línea es paralela con la parte B de la segunda línea; y viceversa (ej. Sal 84, 9).
Como sucede también en la tragedia griega, algunos poemas hebreos tienen estribillos,
muchas veces cantados por un coro, que se repiten de tanto en tanto en el poema. Esto
da énfasis a lo que se quiere decir. Cantar de los cantares tiene un estribillo que es
frecuente (Cant 2:7; 3:5; 5:8; 8:4) Otra forma común de la poesía hebrea es el acróstico,
aunque más bien responde a una iniciativa de disposición y ordenamiento que
propiamente a una cualidad rítmica; pero no pierde de vista el sentido teológico
concentrado en la simbología alfabética.
La poesía hebrea es dialógica. A diferencia del mundo moderno—especialmente a
partir del romanticismo—, el poeta hebreo antiguo no solo es un solitario, sentado en una
montaña escribiendo acerca de su propia soledad y su vacío. El poeta hebreo festeja en
la comunidad, escribe para la corte, tiene oyentes, y estos oyentes algunas veces
participan de forma activa en los poemas.
Sobra decir, de la presencia de metáforas, símiles, tropos y demás figuras de la
poesía. Estas pretenden brindar una atmósfera. De allí que haya poemas inmersos en
una atmósfera mítica, como el Salmo 29; y otros donde las imágenes metafóricas
destacan el realismo de un hombre que sufre a causa de la enfermedad y de la relación
con sus enemigos.
Pero detrás de la poesía hebrea no solamente hay estructuras retóricas o
construcciones literarias. Hay un mundo. La vida del pueblo que se contaba el sentido al

114
Al pulchrum del ser le corresponden todas las cualidades en superlativo.

70
calor de una hoguera, el grito solitario de un profeta ante un pueblo arrodillado ante los
imperios, la música de la corte, con sus intrigas y excesos, y el amor en el campo.
Dentro de los géneros en los que pueden agruparse los salmos, el exégeta alemán
Hermann Gunkel distingue diversos motivos literarios, es decir, los elementos menores en
que puede descomponerse un poema. La historia de los géneros indica poemas que los
textos que ahora tenemos eran en principio muy breves, y fueron ganando volumen por
mano de diferentes autores.
La mayoría de los Salmos, por ejemplo, en el principio fueron poemas cúlticos, en un
ambiente de religión no institucionalizada, donde los oferentes llegaban a un altar
determinado y rendían allí su ofrenda; las divinidades eran entonces diversas, aunque
Yahvé fuera el Dios nacional.
Estos poemas privados o de cultos familiares se convirtieron luego poemas públicos y
nacionales, adoptados en nombre del yahvismo oficial y amparados bajo la tutela de los
reyes y los sacerdotes. Finalmente, a estos poemas se les dio el toque tardío de piedad
personal que al encuentro con un mundo ajeno al ambiente aldeano que hasta entonces
conocían. Cuando los hebreos se encontraron con catástrofes sociales y políticas,
transformaron su fe en un Dios nacional a la creencia en un Dios universal que los
acompañaba en el exilio y les proponía una religión de la oración personal y comunitaria –
el nacimiento de la sinagoga y la decadencia del templo-.
Así, la poesía hebrea se ha ido nutriendo de la influencia de las diversas épocas por
las que ha ido pasando, tanto en el nivel religioso como en el social, cultural y político.
Esta poesía traza un mundo ya desaparecido. Si la poesía griega nos lleva al teatro y la
rapsodia, la poesía hebrea nos transmite inicialmente a las hogueras donde se narraban
las gestas del desierto; a los hogares donde se adoraba a los dioses familiares todavía no
unificados bajo un solo nombre y una moral; a la corte, donde poco a poco se fue
estableciendo una unidad social bajo reyes y sacerdotes llamada Israel; y, de nuevo al
individuo y los hogares, en el exilio, buscando al Dios que migra con su pueblo y les da
una ley como símbolo de identidad.
Al escarbar los Salmos vemos, por ejemplo, las fiestas majestuosas que celebraban
los reyes para mostrar su esplendor y la grandeza de su reino, los anuncios de
entronización de un nuevo rey, las bodas reales, las memorias funerarias del templo y el
palacio, el día en el que el rey declaraba una guerra, o la muerte de algún príncipe.

71
Como escribe Gunkel, a propósito del Salmo 110: «Mientras que el poeta ensalzaba
la figura del monarca, que escuchaba complacido sus palabras, el conspirador afilaba su
daga y el profeta levantaba su voz de protesta en las plazas115».
La escritura hebrea aparece inmersa en el marco de Antiguo Cercano Oriente. Esta
poesía, como también sucedía en Egipto, Babilonia, Persia, e incluso Grecia, tiene como
temática principal: la relación del hombre con el mundo dentro de un universo sacralizado.
La literatura del Antiguo Cercano Oriente es un inmenso escenario en el que la literatura
hebrea entra a jugar apenas la última partida.
A lo largo del siglo XX se ha recopilado una gran cantidad de textos poéticos,
narrativos y legislativos que aparecen como paralelos de la Biblia Hebrea. Ellos permiten
mostrar el diálogo que estos textos establecieron con la literatura de su época, por lo que
sería ingenuo decir que la religión israelita nace en medio de la nada, y que es única con
respecto al Antiguo Oriente.
El libro de los Salmos es una polifonía de música y poesía. Recoge voces de
diferentes épocas y regiones, por lo menos de quinientos años de experiencias de fe en
Israel. Colecciona himnos tan primitivos como el del Dios de la tormenta (Sal 29), hasta
textos más recientes como la dislocación social de Israel en el exilio babilónico (Sal 127).
Por esto, no podemos hablar de que haya un solo autor, sino diversas voces, pueblos y
hasta creencias contenidos en los Salmos. En realidad, en la creación de un poema
santo, nunca puede haber solo un autor, pues el poeta nunca prescinde por lo menos de
Dios. En la disposición de los salmos, tal como se nos ha dado incluirlos en las Escrituras,
hay unos de agradecimiento por la salvación de los peligros (Sal 107), y suelen ser
comunitarios. Hay otros de súplica y oraciones personales (Sal 63). Aparecen también
Salmos de confesión de pecados (Sal 51). Surgen algunos cantados en viajes y
peregrinaciones (121). Emergen los salmos de Sabiduría, que son profundas
meditaciones acerca del sentido de la vida (Sal 39; 73); muchos de éstos son didácticos
(Sal 119). Y hay salmos reales, que se ocupan de los reyes en sus batallas,
administración de la justicia, boda, coronación, elección de la dinastía, y hay un momento
en que estos salmos empiezan a cargarse de expectación mesiánica (Sal 110). Todas las
mociones del corazón caben en un verso sálmico.
Es notable que exista un libro como el Cantar de los Cantares en la Biblia. En el libro
sagrado de la tradición judeo-cristiana, hay un solo texto acerca del amor erótico, y debe
ser muy importante, muy significativo. No es una alegoría acerca de la relación entre

115
GUNKEL, H., Introducción a los salmos, Edicep, Valencia, 1987: pp. 211.

72
Cristo y la Iglesia. Es más bien la sacralización de los cuerpos, la valoración del erotismo
y la ruptura con los discursos moralistas que consideran que el cuerpo y la sexualidad son
malos. En ella aparecen dos personajes, la Sulamita, la protagonista principal del libro,
una mujer atrevida que toma la iniciativa en el amor; y su amado, al parecer un pastor de
ovejas, un campesino que tiene su encuentro amoroso con la mujer (1,7-8). Ante todo, se
privilegia el lenguaje del cuerpo, incluyendo alusiones explícitas a los lugares más
eróticos y lo que sucede allí. Esta obra es un desafío a cualquier dogmática espiritualista
que pretenda negar la carne como lugar de lo sagrado.
Así como la tragedia griega aún no es filosofía, la poesía hebrea tampoco es teología,
ni siquiera judaísmo o cristianismo, tal como los conocemos ahora. Es la memoria de
comunidades extintas que, en un mundo encantado, rogaron a sus dioses, especialmente
a su dios nacional, Yahvé, para que orientara sus senderos: «Esfuerzo hacia la expresión,
hacia la sensación devuelta116» tan propia de los poetas.
Es esto consiste su riqueza: en que no siendo teología, lo son; y no siendo propiedad
de una religión, lo son de alguna manera. Qué contradicción tan más grande, pero si
dejase de ser contradicción incuso en su composición, dejaría de ser poesía o, al menos
perdería una de sus características principales.
Los textos han sido recogidos en esa colección de libros. Al ser compilados allí, y
usados por diferentes tradiciones religiosas, tales poemas han ganado en sentido
existencial a lo largo del tiempo pero han perdido en sentido estético. El esfuerzo por
recoger tan solo algunos datos de carácter literario, histórico y gramatical, justamente nos
sirven para rescatar esta dimensión estética y aducirla a la estética general de la teología,
en la cual, desde el principio nos hemos situado. Verdaderamente que ha sido un
esfuerzo, pues acercarse de manera seria a la poesía hebraica—que es como una
aproximación a la sabiduría de una pueblo—nunca hace justicia a su fino valor.
Una mirada detenida, una lectura pausada pueden permitir ver allí la belleza y el
dolor, sin dejar por ello de preguntarse por la vida y por el sentido, por la sacralidad de lo
profano y la creencia. Porque la Biblia es literatura, permite ver mucho más que un
mensaje homilético: es el encuentro con el arte revelatorio. En consonancia con lo hasta
aquí escrito, esta basta estructura poética diseñada por la tradición hebrea no es sino la
otra cara de la revelación vista como lenguaje, solo que aquí, ponemos nuestra atención
en su beta enteramente judía, mientras que en el primer capítulo esbozamos la idea de

116
Carta de Baudelaire a Mallarmé del 22 de noviembre de 1866 en VERLAINE, P., Los poetas
malditos, Sexto piso S.A. de S.V., México, 2012.

73
Revelación en cuanto lenguaje a partir de la tradición cristiana—sobre todo en su
Magisterio—, como expresión ostensiva de un mismo pueblo.

4.3. La forma como receptáculo de la teofanía de los dioses

En la tradición clásica se intenta responder a la pregunta por la esencia de las cosas


recurriendo distintas teorías, dos son las más importantes, por su profundidad y por su
alcance, a saber: la teoría de las ideas, iniciada con Platón; y la teoría de la materia y la
forma (Hilemorfismo), elaborada por Aristóteles. El giro metafísico que protagonizó Tomás
de Aquino y que ya se veía venir con Alberto Magno, supuso una transformación en la
lente por la que se solía observar el mundo. El sistema epistemológico de Aristóteles
respondía indudablemente, a nuevas cuestiones acerca del origen, constitución y fin del
mundo y el hilemorfismo pasó a un primer plano por sobre la teoría del mundo como
imagen refleja de la perfección de las ideas (teoría de la ejemplaridad, la cual tendrá su
extensivo remoto más eminente en San Buenaventura).
La doctrina aristotélica del ser halló su lugar dentro del cristianismo al proponer una
respuesta asequible a la mentalidad de los pensadores medievales que no parecían
comulgar con un neoplatonismo hermético que hacía a un lado la materia—en sentido
amplio—y elevaba al espíritu a cumbres desmesuradas, produciendo lamentables
dualismos que, en ocasiones, provocaron escisiones dentro de la misma Iglesia. La
filosofía del ser, afecta, en sus contenidos fundamentales a una teología trabada por lo
humano y lo divino o mejor dicho: afecta a una teología que, partiendo de lo más alto se
dirige inevitablemente hacia lo más bajo; o bien, una antropología que nace de la materia
para remontarse hasta el espíritu, un cierto antagonismo con alcances desmesurados en
distintos ámbitos de la realidad misma. La gran disyuntiva del pensamiento humano
estriba en la condición mediática del hombre entre dos polos que hallan su ápice en él
mismo. Platón comenzó su itinerario filosófico en la consideración de lo inmutable, lo
eterno e incorruptible, cuando Aristóteles se inició por lo mudable, lo perecedero y lo
corruptible. Uno descubrió lo que subyace a la apariencia, a lo visible (lo visible es
engañoso), mientras el otro descubrió lo invisible a partir de lo evidente.
Quizás se trate del mismo camino recorrido, pero ciertamente, cada uno comenzó la
marcha desde parajes equidistantes. Si bien, no podemos esperar que una sea mejor que
la otra, sí podemos optar por un orden, puesto que la aceptación de cualquiera no

74
depende de sus fines, sino del orden que estemos dispuestos a seguir. Esta primera
intuición, nos reconduce al problema fundamental que se bifurca en dos posibilidades,
según lo hemos dicho ya: la cuestión del origen o el contenido. Este nuevo
esclarecimiento nos refiere a lo segundo. Si finalmente se ha explicado que las diferencias
entre revelación poética y Revelación cristiana no se encuentran en el origen, entonces es
posible vislumbrar sus particularidades en el contenido, las cuales no pueden describirlas
como fenómenos paralelos, antes bien, como experiencias relacionales e incluso,
identificables en algún momento. Justo de «este momento» nos ocupamos ahora.
Según estas breves anotaciones de tinte histórico, los caminos que Paltón y
Aristóteles por ejemplo, siguieron, son más que un mero decurso metodológico; son, en
definitiva, auténticos itinerarios vivenciales. Para hombres que vivían con seriedad su
propio pensamiento, no puede ser de otro modo y a esto es a lo que nos referimos
cuando hablamos de filosofía, depurada de su simple afán académico, que vendría a ser
solo una de sus muchas dimensiones. Filosofar es caminar, dirigirse-a, en-caminar-se.
Una filosofía así, es la que da consuelo cristiano a Boecio, porque permite vislumbrar el
Logos en la grandeza cósmica, en la creación como escenario donde todo se pone para
ser dado. El cristianismo aparece entonces, como plenificación del sentido fragmentario
del mundo, mientras que las cosmogonías paganas (Platonismo, aristotelismo,
estoicismo, plotinismo), bien pueden llamarse filosofías cosmológicas, por cuanto ofrecen
al hombre una imagen del mundo que se allega a su plenitud, de aquí que Justino pueda
decir: «a nosotros [los cristianos] nos pertenece todo lo bueno y hermoso117». Digamos
que «era la imagen del mundo sacralizado al que, desde el ángulo meramente formal, le
faltaba solo el punto céntrico118», en palabras de von Balthasar. Pero junto a esta
concepción del cristianismo como plenitud y cumplimiento (de un andar religioso humano
y una promesa dicha en el pasado) debe considerarse el valor propio de la relación filiar
tan especial que experimentó Jesús con Yahveh, que lo llevó a llamarle Abba- Padre, que
expresa mucho más que decir «padre119».
El itinerario vivencial que significa la filosofía para el hombre racional, es el mismo
que vive el hombre sensible, el hombre herido por el sentimiento: el poeta. También los
poetas otorgan la sacralidad a sus poemas, a veces gloriosa, otras veces, penitente. Pero,
en suma, el poema se presenta como una confesión que libera o mitiga, que penetra el

117
S. JUSTINO, Apologías, II, c. 13.
118
VON BALTHASAR, H. U., Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca, 1995: p. 15
119
Cfr.: JEREMIAS, J., Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca, 2005:
pp. 19-37.

75
receptáculo sellado por lo íntimo del corazón humano. Y ¿Qué pasa cuando en lo más
íntimo del hombre, se encuentra Dios no como una parte de él, sino como el
completamente extraño, el Otro? Si ya hemos tenido acceso al corazón por el poema ¿se
confunde la palabra poética o se transfigura en palabra divina? Quizás la antesala de esta
experiencia es la que el salmista nos invita a vivir en el aprieto de la angustia, en la fatiga
de la pena, en la obscuridad de la noche…

«Escúchame cuando te invoco, Dios defensor mío,


Tu que en el aprieto me diste anchura,
Ten piedad de mí y escucha mi oración» Sal. 4, 2.
Misericordia Señor, que desfallezco,
«Cura, Señor, mis huesos dislocados.
Tengo el alma en delirio
Y tú, Señor, ¿hasta cuándo?» Sal. 6, 3-4.
Estoy agotado de gemir,
«De noche lloro sobre el lecho,
Riego mi cama con lágrimas.
Mis ojos se consumen irritados,
Envejecen por tantas contradicciones» Sal. 6, 7-8.

…Porque solo Dios puede colmar todos los anhelos de sabiduría y amor de los
hombres y de los pueblos. Justo cuando el hombre encuentra que tal sabiduría se adviene
hacia nosotros en la encarnación; es decir, como ser para todos, es que recoge todas las
posibilidades inteligibles de lo oculto, de lo misterioso, que ha dejado de ser indecible,
para ser el Verbo, lo que el Padre pronuncia cuando hace. Solo este principio, que une la
hegemonía de los disperso, conduce a la satisfacción existencial del hombre que clama,
no a lo más alto, sino en lo más más profundo. Por esta sencilla razón, von Balthasar
habla de un Dante o un Petrarca como auténticos teólogos, más avezados incluso que
Alcuino o Dionisio, y en ocasiones, tan aventajados como Agustín120.
Quizás el presupuesto intrínseco de una teología estética que reúne la percepción
como piedra angular de toda estética y la expresión poética como concreción de la
experiencia religiosa, es la de una fe que se vive y construye en un seguimiento personal
desencadenado por un encuentro inimaginable, una fe que hace del que es llamado un
discípulo amado—atendiendo al sentido del «discípulo amado» del cuarto Evangelio—. A

120
Ibidem.: p. 17.

76
este presupuesto parece estar adosada la presencia del Espíritu en el creyente, autor de
una peculiar fe que va más allá de un asentimiento ciego; justo porque el creyente goza
de la presencia del Paráclito, su fe es procesual, es la fe de un amigo que aprende y
comparte en el camino. Sólo en el camino se conoce a Jesús (Mc 1, 16. 8, 27)121, y ahí
donde se bifurcan las posibilidades, la fe en éste hombre hacen nacer al cristiano. El
evangelista Juan va más allá de una densa cristología; a pesar de ser alta—como se ha
solido definir, bajo muchas conjeturas y discusiones—no es distante, pues supone, en
todo caso que, por la Resurrección de Jesucristo, nosotros también estamos ahí donde él
está. Si cabe un descenso en el proceso de conocerle, hemos de decir que bajamos junto
con él. Juan penetra el corazón de una cristología insipiente cuando considera a Jesús no
sólo como piedra angular o constructor, sujetas a una interpretación algo estática y del
pasado, sin posibilidad de cambio; se refiere más a Jesús como «el novio» (Jn 3, 29) o
simplemente a la afirmación categórica de «yo soy…» que impide todo esfuerzo
analógico. La imagen es sustituida por el sujeto. En este sentido, cuando buscamos algún
símil de la imagen del Reino de Dios en el cuarto Evangelio, común a los sinópticos, no
podemos menos que descartar todo desarrollo especulativo que salga de las categorías
de «seguimiento» y «discipulado», pues entrar o construir el reino, así como se entra a un
espacio geográfico o se levanta una casa, es simplemente adherirse entrañablemente a
Él.
La interpretación que hace Juan del discipulado personal en la fe, nos arrastra
poderosamente a un núcleo afín a una teoría estética que se dirige hacia la poesía,
entendida ésta como un modo de ver el mundo y la vida, más que como un género
literario. Es género, solo en sentido existencial; es decir, un modo aprehensivo particular
del hombre dentro del espíritu del mundo; pero es también un lugar teológico desde el
principio, puesto que «Dios es poeta, tan hábil que llega a ser que otros también lo
sean122». A tenor de lo dicho, se echa de ver que está por sobre un simple esquema
gramatical que coloca al género poético dentro de la angostura de una categoría literaria.
La poesía es fruto de una percepción personal que se dice con palabras, es un modo de
ver e interpretar el mundo con el corazón en las manos, en la genuina posición del sujeto
asombrado y no bajo la mirada irreverente del tecnicista que en el hecho de conocer viola
el secreto de la naturaleza del mundo y del hombre, creando dependencias utilitarias y

121
GNILKA, J. El evangelio según san Marcos I-II, Sígueme, Salamanca, 1999 (2002): pp. 83-90; 9-
23.
122
PLATÓN, Obras completas (El banquete) v. I, Gredos, Madrid, 1985: 169e; cfr: 205b.

77
relaciones pragmáticas. La «posición» en clave existencial, quiere decir: aquello en que
yo estoy implicado: en cualquier forma que se conciba ese yo, es manifiesto que la
situación no sólo lo afecta desde fuera, sino que también lo califica interiormente. Esto
nos explica por qué para Tomás de Aquino, el acto volitivo del sujeto sí se condiciona por
la circunstancia, en contra de una ética enteramente subjetiva que subestima el valor
intrínseco de lo creado atestiguado por su perfección123.
Esta «posición» a la que nos referimos, afectando nuestra estructura interna y
externa se ha dado en llamar también—sobre todo en el pensamiento existencialista
emparentado con el romanticismo—«consciencia», con el plus que le atribuye
Schleiermacher, suponiendo, por otra parte, su idea sobre la religión como la relación
hacia la infinidad entera, de lo personal y de las cosas. Nuestro conocimiento y nuestra
moralidad—en contra de Kant—son, inevitablemente, finitos; por lo tanto, si limitamos la
religión a ellos y los hacemos absolutos, entonces surge el fanatismo y la intolerancia. Los
evangelios sinópticos hacen de la Transfiguración un pasaje importante para la
comprensión su teología, nos da cuenta de las múltiples ocasiones en que los apóstoles
pretendieron que Jesús hiciese lo que ellos querían, y no lo que Jesús deseaba, a fin de
seguir más los impulsos de una consciencia tergiversada que desencadenaba una imagen
de Dios igualmente errabunda. Frente a esta tentativa Jesús se transfigura para
mostrarles la verdadera imagen de han de tener de él y su misión (Mc 6; Mt 10; Lc 9).
Un nivel más profundo de nuestro conocer y nuestro actuar es el ámbito de la
consciencia inmediata, dirigida por una revolución constante de sentimientos que nos
esclarece la consciencia de dependencia, y en esto consiste la verdadera piedad: la
autoconsciencia de ser absolutamente independiente; sí, autónomo, pero no
independiente, es lo que nos sugiere Schleiermacher. El teólogo contemporáneo resuelve
la relación paradigmática impugnada por la teología liberal protestante sobre la relación
dialéctica Dios-hombre, con el recurso introspectivo de conocer la consciencia de Dios en
la autoconsciencia del hombre, recurso al cual ya habían recurrido los poetas en el
ejercicio artístico de su creación. Debemos decir que Schleiermacher tuvo un imanto
profundo en el campo de la teología. Su intento de re-presentar y re-estructurar la
teología, fue el principio de muchos intentos semejantes.
El descubrimiento (¿Construcción acaso…?) de la autoconsciencia del hombre, en la
que se haya impresa la idea de Dios, pero más cerca de la visión existencial, hemos de
decir que se trata del hecho de la persona de Jesús como un elemento y fuerza de la

123
S. TOMÁS DE AQUINO, Suma contra gentiles, BAC, Madrid, 1994: III, 69.

78
esfera de la realidad tocando la vida personal, en principio, y luego, conjuntando las
voluntades de un grupo colectivo unidos en el amor. Tres elementos distintivos del
cristianismo, son pues, la levadura que aglutina y fermenta la nueva creación: 1. La
llegada del reino, como algo interno que está ya presente, el reino de un Dios Santo en
los corazones de los sujetos (sub-iectum-lo que yace debajo). 2. La paternidad de Dios y
el especial valor del hombre que en su nueva constitución de hijos en Cristo adquiere un
valor absoluto ante el Padre; y 3. una justicia superior producida por el mandamiento del
amor, ya no cimentada en el poder de un consenso humano, sino en el ejemplo del Padre
que amó a la humanidad hasta el extremo, entregando a su Hijo único (Jn 13, 1).

5. La respuesta del ser a Dios: Toponimia de lo nuevo y de lo extraño

Las cuestiones teológicas se desarrollan en el tiempo y deben ser estudiadas


diacrónicamente. De algún modo se ha sugerido en el desarrollo hasta aquí logrado. Nos
parece familiar que a mediados del siglo XIX, la teología descubriera la dimensión
histórica o historicidad de lo humano y al mismo tiempo la historia como lugar de la
revelación de Dios. Historia e interpretación de lo sucedido en ella van de la mano en el
discurrir teológico a partir de esta nueva tentativa eclesial, motor fundamental que anima y
acompaña el quehacer del teólogo.

5.1. La aparición de lo nuevo

El Dios de la Biblia es sobre todo el Dios de la historia. La Biblia, que contiene la


revelación de la salvación contiene por tanto, a su modo, la historia del mundo y necesita
de una exégesis histórica y social por desarrollar, porque fue escrita en un tiempo y lugar
determinados, de los cuales no podemos prescindir a la hora de su interpretación, de aquí
que una pléyade de teólogos adoptara las nuevas ideas acerca de la historia desde su
sedimento más sólido, de modo que la historia de la salvación pasó a ser un discurso
sobre la historia universal. Esta es una idea clave en H. De Lubac, tesis compartida por K.
Rahner, H. Urs von Balthasar, J. Danielou, Y. Congar, M.D. Chenu, quienes, de este
modo, hacían una llamada a la recuperación del método histórico–crítico en teología, que
sería asumido en el Vaticano II, al igual que previamente lo había sido en el campo de la
Sagrada Escritura, especialmente por la encíclica Divino afflante Spiritu de Pío XII en
79
1943, recordando algunos presupuestos ya dichos por León XIII en la encíclica
Providentissimus Deus.
Puesta en práctica, la mediación histórica ha de responder a la pregunta por el
significado de los acontecimientos estudiados en su propia época y para nosotros
mismos, los cristianos de hoy en día. Hay que tratar de fundir ambos horizontes, los del
texto en estudio y los del receptor actual del texto, para que, de esa unidad pueda surgir
la comprensión. Es el ámbito de la hermenéutica aplicada a la teología. Lo que
primeramente caracteriza la posición teológica de la «nueva hermenéutica» es la
ampliación del sentido del término ‘hermenéutica’ hasta comprender en él la totalidad del
trabajo teológico. Según una tradición que cruza la novedad anamnética del
Renacimiento y a la crítica de la Reforma, por hermenéutica se entendía un particular
sector de la ciencia bíblica, esto es: el estudio de las grandes reglas a las que debe
atenerse el sujeto que se encuentra con la Biblia para proceder bien en la interpretación
del texto sagrado. La hermenéutica era pues la teoría de la exégesis. La difusión del
método histórico–crítico a finales del XIX y principios del XX, puso de hecho en crisis el
planteamiento por lo demás ahistórico de la «vieja hermenéutica». Ahora, en cambio, el
término hermenéutica vuelve al escenario llegando a abrazar a todo el conjunto del
trabajo teológico. Y esto porque, para nuestros autores, la revelación de Dios de la que se
ocupa la teología es esencialmente un evento lingüístico, que va de la palabra de Dios
atestiguada en la Escritura hasta el anuncio de la misma en la predicación. Dado que el
sentido originario de la palabra griega “hermenéutica” implica en sí una vasta gama de
significados vinculados a la función explicativa del lenguaje, es decir, más allá del
genérico “interpretar” también el “enunciar”, el “traducir”, el “comentar”, etc., ha sido
considerada adaptada para expresar sintéticamente y eficazmente toda la actividad del
teólogo, dirigida no sólo a interpretar sino también a explicar, a traducir y sobre todo a
indicar el camino para hacer hablar nuevamente hoy de modo eficaz a la Palabra de Dios.
El giro hermenéutico de la teología actual, en el sentido aquí definido, ocurre a mitad
de los cincuenta, sobre todo por obra de dos estudiosos de la escuela bultmaniana: Ernst
Fuchs (nacido en 1903) y Gerhard Ebeling (nacido en 1912). Hagamos antes unas
precisiones sobre su maestro Rudolf Bultmann. El manifiesto de la desmitificación de R.
Bultmann es un texto programático en el que confluye el Bultmann biblista, que se
pregunta qué es lo que dice verdaderamente el Nuevo Testamento, y el teólogo, que se
interroga por qué es lo que tiene que decir el Nuevo Testamento al hombre de hoy.
Bultmann está convencido de que todo el discurso neotestamentario (por no hablar del

80
Antiguo Testamento) — y no sólo elementos secundarios— es mitológico, que como tal,
no se puede proponer al hombre de hoy. La imagen del mundo operante en el Nuevo
Testamento es mítica (sentido negativo del mythos): concibe el mundo y la vida como
abiertos a la intervención de potencias no mundanas, mientras que el pensamiento
científico concibe el mundo y los eventos como cerrados a la intervención de potencias
extrañas. Consiguientemente, el lenguaje del Nuevo Testamento está expresado,
coherentemente con la antigua imagen mítica del mundo, en el lenguaje mitológico:
encarnación de un ser preexistente, muerte expiatoria, resurrección, descenso a los
infiernos, ascensión al cielo, retorno al final de los tiempos, escatología de los eventos
finales. «Por tanto —concluye— si el anuncio del Nuevo Testamento debe conservar una
validez no se da otra vía que la de desmitificarlo124». Para ello hay una doble tarea: una
tarea negativa, de crítica a de la imagen del mundo en la que se expresa el mito y
consiguientemente de la imagen mítica del mundo que encuentra expresión en la Biblia; y
una tarea positiva, de clarificación de la verdadera intención del mito, y por tanto de la
verdadera intención de la Escrituras125. Ambas tareas se entrecruzan en la tarea
hermenéutica, es decir interpretativa. Para Bultmann desmitificar se identifica con la tarea
hermenéutica. Desmitificar significa interpretar, dar una significación antropológica o
existencial a los enunciados del NT, a fin de evidenciar, más allá de toda figuración
mítica, la palabra escatológica, es decir, decisiva, definitiva que Dios pronuncia en Cristo
captando así la incomparable posibilidad de la existencia auténtica que contiene para el
hombre, incluso el hombre de hoy. De este modo, la palabra de Dios es kerigma, una
llamada a la decisión: acogerla en la fe significa autocomprenderse de modo radicalmente
nuevo. Creer no es adherirse a algo misterioso o incomprensible: creer es comprenderse.
Sólo en la fe se llega a la verdad de la propia existencia. Von Balthasar, desde la trinchera
católica, afirma algo semejante, aunque su discurso hunde sus raíces en otros
presupuestos (el presupuesto de las Sagradas Escrituras es, indudablemente el mismo,
no así su lectura), puede decir, con sus propios términos: «Entre Dios y el hombre—si es
que se trata de una verdadera autoapertura personal (y no solo de un vago y cerrado
saber uno del otro)—solo puede darse como lenguaje la palabra de Dios, si es que Dios
desea darse a entender en su palabra al hombre […]126».

124
Cfr.: MARLÉ R., Bultmann y la interpretación del Nuevo Testamento, Desclee de Brouwer,
Bilbao, 1970: pp. 21-30.
125
CROATTO S. El mito-símbolo y el mito-relato en CUITEN C., KIRK A., ASTI V. M., y otros, Mito y
hermenéutica, El escudo, Buenos Aires, 1973: pp. 83-97.
126
VON BALTHASAR, H. U., Solo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca, 1997: p. 41.

81
Bajo el poderoso influjo de la hermenéutica, la teología recuperó con una mirada
nueva, la necesaria atención a las Sagradas Escrituras, a tal grado que, la exegesis
marcó el ritmo de las propuestas teológicas que deseaban dar una respuesta a los fieles
de hoy, para replantear luego, algunos temas acerca de la Tradición como anexo histórico
contituído por la actuación activa de la Ecclesia docens y la Ecclesia dicens.
Fuchs y Ebeling—siguiendo el hilo protestante—están influidos por el «segundo
Heidegger», es decir por Heidegger después de que su pensamiento diese un giro hacia
una nueva filosofía. En efecto, a la base del pensamiento de la Fuchs está la convicción,
de matriz heideggeriana, de la centralidad del lenguaje y de la lingüisticidad originaria de
nuestra experiencia del mundo. No se da un ver y un percibir sin comprender y no se da el
comprender sin una posibilidad activa del lenguaje. Hay una razón lingüística germinal
que hace del intérprete, un poeta, puesto que se encuentra en la potencia de tranformar el
mundo, es más, de recrearlo, solo que, en sentido propio, recrear el mundo está en virtud
de la belleza, y no solo de la comprensión, si bien, la supone. ¿Pero qué es el lenguaje?
Fuchs observa que no sólo es una comunicación, a través de sonidos y discursos, de
contenidos de sentido. Es ante todo, originariamente, un cierto «mostrar» o «hacer ver» o
sea un cierto significar en sentido activo: «Si hay significado, hay lenguaje y donde hay
lenguaje hay realidad». Dicho con Ebeling: «La palabra, está claro, es el mismo hombre».
Por mi parte, confieso que mi discurso es una circunlocución variable de este parecer,
venido a la vida desde el marco filosófico por Wittgenstein. De este modo, también la
Revelación y la fe vienen concebidas por Fuchs y Ebeling como evento lingüístico y
acontecer de la palabra, es decir, en términos del lenguaje: «La fe, puesto que es una
confesión, tiene la tendencia a expresarse lingüísticamente», de modo que «ella, como
testimonio de la verdad, deriva siempre del lenguaje». Es en la palabra, en efecto, donde
Dios opera como salvación del hombre y es a través de la acogida de la palabra por parte
del hombre como el individuo entra en la fe y hace del Evangelio la norma de su conducta.
El primado reconocido al lenguaje y a la palabra explica el distinto modo, respecto a
Bultmann, de entender la relación entre texto e intérprete. La cuestión sobre el lenguaje,
nace en el seno de una preocupación hermenéutica, implicación que me cuesta imposible
disociar cunado intentamos reseñar su aparición en el decurso de la teología. Más que
sobre la objetividad del texto, Bultmann tendía a poner el acento en la subjetividad del
intérprete, de ahí su interpretación existencialista. Desde su punto de vista, la verdad de la
Palabra consistía fundamentalmente en la luz que se enciende dentro de la existencia de
quien se acerca a ella. Fuchs y Ebeling, en cambio, dan la vuelta al nexo entre texto e

82
intérprete, sosteniendo que en el inevitable círculo hermenéutico que se instituye entre los
dos, el primado incumbe al texto o a la palabra divina. Por consiguiente, para los autores
de la nueva hermenéutica no es tanto el intérprete el que interpreta al texto, sino este
último el que interpreta al mismo intérprete, comunicándole un mensaje de vida127.
La segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, fue para los protestantes, una
lluvia de propuestas acompañadas por el adjetivo «nuevo»; mientras que en el ambiente
católico, «lo nuevo» puede verse y sentirse, hasta bien entrado el XX. Legítimamente,
después del Concilio Vaticano II; subrepticiamente, ya la Nueva Teología había echado
los cimientos e interpelado las mentes teológicas más inquietas, a pesar de las censuras y
condenas.
El problema interpretativo que está a la base de la nueva hermenéutica está por
consiguiente pensado como un problema de traducción, en el sentido etimológico de tra-
ducción o de transposición de un sentido del pasado al presente. Dicho de otra manera: la
tarea específica de la teología no es el de «repetir» literalmente el texto sagrado, sino el
de «traducir» o de transmitir adecuadamente, en las formas mentales del presente, la
palabra de salvación que proviene del pasado, de modo que la exégesis resalte
verdaderamente como «un traducir a la lengua que hoy se habla». La palabra de Dios se
renueva sólo en el hecho que viene nuevamente oída, en el hecho que viene escuchada
con intensa atención, de modo que la palabra trasmitida se haga comprensible a través de
la realidad , a la que nosotros mismos estamos ligados. En conclusión, el cometido último
de la hermenéutica es ciertamente hacer que la palabra escrita se transforme nuevamente
en oral, a fin de que vuelva a tener la fuerza de persuasión que tenía en los labios de
Jesús o de aquellos que, remitiéndose a Él, la han pronunciado y fijado.

5.2. La asintonía de lo extraño

La beta hermenéutica de la teología como mediación contemporánea del lenguaje


teológico, pronto suscitó una segunda cuestión: la pregunta por la belleza. Como todas las
constantes teológicas, la dimensión estética de la Palabra de Dios, también tiene su
historia, pero dentro de ésta, hablar de la mediación estética supone hablar de H. Urs von
Balthasar (1905-1988) y de su obra Gloria. Una estética teológica, dividida en varios
volúmenes, de entre los cuales, el que sirve para focalizar mejor el planteamiento teórico

127
Op. cit. Cfr.: Bultmann y la interpretación del Nuevo Testamento […]: pp. 66-75.

83
y metodológico de su teología es, sin duda, el primero (1961). En él, bajo el epígrafe «La
percepción de la forma», constata el empobrecimiento de la fe provocado por la pérdida
de aquella dimensión estética de lo bello que en un tiempo caracterizaba tanto a la
filosofía como a la teología. En nuestro caso, el espacio desde el cual podemos abordar el
problema de la poesía con respecto a la fe, debe iniciarse en el ámbito de una estética
que tiene como vector principal el lenguaje: aquello que «lo sentido» puede hacer con las
palabras en el confabulario de la percepción. Von Balthasar es el punto más consistente
en esta tentativa, si bien, autores como Romano Guardini, Karl Barth o M-D. Chenú, años
atrás lo habían sugerido de manera dispersa en sus muchas reflexiones.
Contraponiéndose al secular proceso de des-estetización de la teología (protestante y
católica) Balthasar se propone, en cambio, re-situar el pulchrum (lo bello) en el centro de
la meditación cristiana: «Nuestra palabra inicial se llama belleza»—dice casi al principio
del primer volumen—. Por eso, sostiene que «en un mundo sin belleza —si bien los
hombres no consiguen hacer de menos esta palabra aunque la tienen continuamente en
los labios—, en un mundo que tal vez no carece de ella sino que más bien no es capaz de
verla, de tenerla en cuenta, también el bien ha perdido su fuerza de atracción, la evidencia
de su deber–ser–cumplido; y el hombre queda perplejo frente a él y se pregunta por qué
no debe preferir más bien el mal... En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar lo
bello, los argumentos en favor de la verdad han agotado su fuerza de conclusión
lógica...»; sin conocimiento estético, ni la razón teórica ni la razón práctica pueden llegar a
su actuación completa.
Hasta aquí, Von Balthasar muestra un influjo considerable de la teoría estética de
Kant, de la cual, es deudora la estética moderna, o mejor dicho: las diversas perspectivas
estéticas. Lejos de cualquier intento metafísico, en el pensamiento contemporáneo, la
estética no puede limitarse a una sistematización fija, como sólo puede darla un cuadro
metafísico; una especulación objetiva del ser en sí y por sí. La estética, fue quizás la
primera dimensión del ser, rebelde a su principio, porque su ahondamiento exigía al sujeto
un distanciamiento de sí mismo, justamente, para apreciarlo mejor. El origen de la
estética, según Kant es el sentimiento; por lo tanto, la estética es capaz de tomar una
postura independiente respecto a la moral y al entendimiento.
El punto central del método y la forma de la teoría estética kantiana háyase resuelta
en el idealismo de la finalidad como principio estético. Tal conclusión salvaguarda la
independencia del juicio y nos sugiere el mundo de la creación, aunque en él se coluden
categorías morales y teóricas—sin las cuales no se da en la conciencia objeto alguno—

84
concebido como un espacio de imaginación, una veces como de forma moral, otras,
como naturalmente pero cualitativamente distinto a ellas. Kant no le otorga un lugar
preponderante a la moral—para esta época— en sus últimas consideraciones, sino
principalmente a la naturaleza, puesto que todo género de arte permite sintetizar bajo el
espíritu del hombre, el hecho natural, sin suprimirle movilidad y dinamismo; el arte no es
sino naturaleza viviente con el impreso signo de nuestra espiritualidad; en el arte se va un
trozo de nuestra alma y el alma se unifica en la unidad con que el sentimiento reviste el
«yo» del hombre. Pero aquí surge la contradicción, una vez que la voluntad—según
Kant—es conciencia del movimiento interno en el cual crece y se desarrolla la vida
estética.
En su ensayo Sobre lo bello y lo sublime128 logra distinguir la procedencia del
contenido del sentimiento: lo bello es el juego libre del entendimiento y la imaginación; lo
sublime, de la imaginación y la razón; el uno está en la naturaleza, lo otro en la moralidad.
Es preferible, por tanto, realizar una acción bella—que viene a ser sublime propiamente
dicho—a la creación de un hermoso paisaje, que es bello de por sí.
El parecer kantiano es sustancial para la comprensión de la estética blathasariana en
su trasfondo filosófico, que no solo se ha conformado con una anamnesis del Aquinate,
sino que busca una actualización armoniosa con las tendencias modernas de la estética
mostrada por los artistas, puesto que, teóricamente, no se habían dado pasos importantes
en la dilucidación de tales problemas, signo de su devaloración. El gran mérito del teólogo
es el haber recogido por aquí y por allá los datos todavía dispersos de lo que más tarde él
sintetizaría en una consistente propuesta.
El reproche por un descuido del pulchrum es, sin duda, la manifestación categórica
de lo que, sin duda, ya se había dejado oír por boca de los mismos artistas, los cuales, en
la conciencia progresista de occidente, se había relegado a la belleza al contrato de lo
práctico y lo útil. El manifiesto artístico en contra de la futilidad de lo visible y lo material
arrojado a su más superflua mundanidad, había inaugurado el malestar causado por la
ausencia de lo bello. Bajo este contexto se entienden las palabras de Piet Mondrian, un
venerable detractor de lo intrascendente:

«Creo definitivamente necesario para nuestro período el aplicar tanto


como sea posible colores puros yuxtapuestos de una manera puntillista y
difusa. [...]». Y continúa: «Veo mi obra alcanzar una mayor conciencia y
perder todo lo que es vago. [...] De momento al menos debo restringir mi

128
KANT E., De lo bello y lo sublime, Kier, Buenos Aires, 1943.

85
obra al extraordinario mundo de los sentidos, puesto que es el que aún
vivimos. Sin embargo, el arte puede ya ofrecer una transición a regiones
más elevadas, a las que llamo reino espiritual, quizá erróneamente; porque
he leído que lo que tiene forma todavía no es espiritual. No obstante
129
constituye la forma de ascensión: lejos de lo material ».

Anteponiendo el «pulchrum» (lo bello) al «bonum» (lo bueno) y al «verum» (lo


verdadero)130 y afirmando que “Dios viene primariamente no como maestro para nosotros
(“verum”), no como “redentor” con tantos objetivos para nosotros (“bonum”)” sino para
irradiarse a sí mismo y la gloria de su eterno amor desinteresado, Balthasar cierra el
camino a toda tentación antropocéntrica, que haga del hombre y no de Dios el punto de
partida de la teología. La estética representa la única vía posible para quien pretenda
acercarse a algo (Dios y la revelación) que no está construido por su mente y por sus
manos, sino que ello está ofrecido desde lo alto en el esplendor de una automanifestación
evidente —frente a la cual la única actitud legítima es la aceptación consintiente de la fe:
«Este dejar valer aquello que vale se llama fe». En conclusión, un arranque bajo el signo
de la belleza y de la gloria “puede ser comparado a la apologética de antaño o a la
teología fundamental. El hombre positivista-ateo de hoy que se ha hecho ciego no sólo
para la teología sino también para la filosofía, debería, una vez puesto delante del
fenómeno Cristo, aprender de nuevo a «ver» : a experimentar y a vivir en la realidad no
encuadrable, totalmente otra, de Cristo, el esplendor del Dios glorioso y sublime131 .
El proyecto de una estética teológica brota de la persuasión según la cual el modo de
darse de Dios en la revelación tiene los mismos caracteres del modo de darse de la
belleza (autoevidencia, desinterés, gratuidad, etc.). En efecto, análogamente a lo bello, el
cual lleva consigo una evidencia que brilla y se impone inmediatamente, Cristo posee en
sí una evidencia intrínseca comparable a las obras de arte y a los principios matemáticos.
Además, análogamente a la belleza, que según lo que ha enseñado Kant, es siempre sin
fin y sin interés; la revelación de Dios en Cristo ocurre según el principio de un acto libre y
desinteresado que no tiene otros fines fuera de sí. Tanto es así que en los textos
balthasarianos encontramos frecuentemente términos como «ausencia de interés»,
«gratuidad», o «inutilidad», «falta de fondo o fundamento», «ausencia de motivaciones

129
Carta a Israel Querido de 1909 en ROMERO, A., De artes y pasiones, Museum, Buenos Aires,
2005.
130
Al planteamiento de una estética teológica le antecede la doctrina sobre los trascendentales
recogida y retocada por el mismo Balthasar.
131
VON BALTHASAR, H. U., Teológica. Verdad del mundo, trad. ital., Milán, 1989, p. 24.

86
externas», etc. que sirven para poner el acento en la «radical y absoluta gratuidad de la
autocomunicación gloriosa de Dios al hombre». En síntesis, la naturaleza “estética” de la
revelación, entendida a la manera de Balthasar, consiste en el hecho de que en ella, Dios
se autoexhibe en el esplendor evidente de su gloria, manifestando a través de Cristo su
amor desinteresado por el mundo y suscitando, por parte del hombre, una actitud de amor
correspondiente, nunca suficiente, pero sí aceptable. Lo «glorioso» en el plano teológico
corresponde a aquello que en al plano filosófico es lo «bello» trascendental; ahora bien, la
belleza es para el pensamiento occidental (desde Homero a Platón y a través de Agustín
y Tomás hasta Goethe, Hölderlin, Schelling, Heidegger) una propiedad del ser, aquello
por amor de lo cual en última instancia se ama... El encuentro con Dios posee las mismas
notas del encuentro con la belleza, de modo que el conocimiento humano de la revelación
asumirá también la simple fisonomía de una «percepción de la forma». Pero entendamos
bien aquello de «simple», que no es lo mismo a decir «sencillo». La fisonomía a la que se
refiere Balthasar no está exenta de dificultad, pero sí de composición lógica que repele el
ansia objetivadora del entendimiento humano. Es simple al sentimiento, a través del cual
interpela al sujeto, pero nada sencilla para el entendimiento, cuyo movimiento natural es
descomponer lo complejo. A esto también se refiere el P. Chenú en su emblemática obra
La fe en la inteligencia, tan simple como tan compleja: «Si existe un rasgo típico en la
fe—actitud espiritual o acto específico—es el de su simplicidad. Es ya algo notable en eso
indeterminado que llamamos sentimiento religioso: no importa el contexto o sus
modalidades; el acto de adhesión del hombre a lo divino es eminentemente sencillo»132 y
por eso, terriblemente bello: ¿Quién me defenderá de tu belleza, quién? Una belleza que
se fundamenta en lo simple.
«Lo bello—escribe Balthasar hablando de la belleza en general—es, en primer lugar,
una forma y la luz no cae sobre esta forma desde lo alto o desde el exterior, sino que
irrumpe desde lo íntimo de ella». La forma visible no «remite» sólo a un misterio invisible
de la profundidad, sino que es la aparición del mismo, lo revela precisamente al tiempo
que lo esconde y lo vela. Esta, como forma de la naturaleza y del arte tiene un exterior
que aparece y una profundidad interior, pero es imposible separar en la forma lo exterior y
la interioridad. El contenido no yace detrás de la forma, sino en ella. En el ámbito propio
de la revelación la Forma–Figura por excelencia es la representada por Cristo, aparición
esplendente, si bien velada en la carne, del Misterio Trinitario. En la figura de Cristo —
«paradoja» de lo Inexpresable que se expresa, de lo Invisible que se hace visible, de lo

132
CHENU, M. D., La fe en la inteligencia, Estela, Barcelona, 1966: p. 7.

87
Trascendente que entra en lo inmanente— se tiene en efecto la aparición definitiva del
Ser en lo existente; es decir, el vértice y el fin de la automanifestación gloriosa de Dios en
el mundo: «una vez (¡y una vez por todas!) el Ser estuvo en el «ser-ahí»133; «En la finitud
de Jesús... tenemos lo infinito».

5.3. La mediación de lo nuevo

La teología comparte con la poesía un tropo igual de desconcertante; la una y la


otra—la teología profundamente cristiana, es decir, aquella que tiene a Jesucristo por
maestro—son tropiezo y caída para el mundo, y vida y resurrección para Dios. Así como
Dios invitó a salir a Abraham de su lugar bien afincado y seguro e ir en pos de una tierra
que no conocía; una vez más, el Señor invita al teólogo a dejarse desnudar de lo
abrigador y caluroso, de la comodidad de lo establecido, hace que, sin perder su identidad
y su logos interno, la interpretación que el teólogo haga de la fe, persiga lo nuevo sin ser
infiel a «lo-dicho», porque justo en esto encontramos el problema; quizás en sentido
estricto, «todo está escrito; todo está dicho», pero el modo de oírlo está a expensas de lo
que puede ser, ya que es condición del hombre, la tensión de su propio ser. En apoyo de
lo nuevo, A. Gesché dice: «La misma fe habla de abandonar todo lo seguro, privilegia lo
que no existe, para que advenga el nuevo ser; propone lo imposible, mientras que, como
sabiduría muy de este mundo, solo ordena seguir lo posible134».
Hay una razón muy sencilla, pero lo suficientemente poderosa para justificar este
empeño por lo nuevo, y es que, tanto la tarea del poeta como la del teólogo están
dirigidas por una determinación personal irreductible: la libertad. La interpretación de la fe
que habla al hombre de Dios y a Dios del hombre, se incorpora en la dinámica propia de
la libertad, la cual construye al hombre como sujeto libre al tiempo que desencadena la
historia; tan es así, que por la libertad el pecado existe, porque el Misericordioso a
preferido dar un lugar al mal en el plan salvífico, antes que aniquilar la libertad. Con razón
se dice que «la historia es según su centro o núcleo una historia hecha por la libertad
humana»135, mientras que la salvación es el designio divino de atraer todas la cosas hacia
su creador sin violentar el núcleo de la historia; es decir, recogiendo y levantando la

133
Heidegger es el vértice unívoco desde el plano filosófico que hace converger muchas líneas de
la teología protestante y católica.
134
GESCHÉ, A., El hombre. Dios para pensar II, Sígueme, Salamanca, 2002: p. 54.
135
Op. cit., [Revelación y teología]: p. 14

88
libertad del hombre, por la que se hace historia. En consonancia con esta premisa,
decimos que Dios ha querido irrumpir en la historia para hacerla nuevamente creación
suya: «La creación, la historia profana y el encuentro con los hombres están envueltos por
la irradiación de la salvación» que viene a ser un don redoblado, es decir, una bendición
que se enraiza en el tiempo. Para mí, tiempo no es sino otra forma de ser eterno, es la
eternidad como capacidad donada al hombre. No el tiempo perdido; es el tiempo
encontrado, cobijado por el amor de Dios.
La única relación que podemos esperar de este actuar divino en la libertad del
hombre va más allá de un reconocimiento pasivo de los actores, o una vivencia interior
que se diluye en el individuo cuya expresión sería una fe intimista. Ante esta posibilidad
acomodaticia debemos decir: «Dios es el Otro, el otro del hombre, y él rompe todos los
cercos mágicos de las fatalidades y las necesidades, quiebra las situaciones dadas,
demasiado fácilmente consentidas, contesta en nombre de un futuro imposible a los ojos
de los hombres136». Un pronunciamiento tal, hace justicia a la relación que Dios quiere
establecer con los suyos, por lo tanto, no se trata de un diálogo cualquiera, sino de un
trato verdaderamente recreativo, como el de aquella comunidad evangelizada por pablo,
que le trae al hombre lo que no puede darse a sí mismo, lo que no procede del mundo; un
alimento que sacia una sed de amor, un deseo humano que supera al hombre. Y no solo
esto, es tan grande el misterio en la empresa dialogal, que el Otro, dice al hombre a
través del hombre, en su misma lengua y entender; una audacia que solo el poeta
aprende a degustar. En esta osada palabra, el poeta entiende que Dios es su destino y
que puede participar de su vida, de la cual ya poseía en un modo apenas provechoso.
Desde que Dios ha encontrado un lugar aquí, en el mundo, por la encarnación, es «Dios
con nosotros», porque ha puesto su casa entre nosotros y es cosa de nosotros aceptar el
signo absoluto de Dios en la paradoja absoluta de Cristo. En el fondo, el hombre es un ser
visitado.

136
Op. cit.: [El hombre. Dios para pensar II]: p. 55.

89
CAPÍTULO III

LA REVELACIÓN DEL VERBO

6. La clave cristológica de la expresión manifiesta

6.1. El testigo: la Revelación cristiana como encuentro

Después de haber visto el talante revelatorio de la literatura, en primer lugar, y


consecuentemente, de la poesía, que caracteriza tanto a los hagiógrafos del Antiguo
Testamento, como a los apóstoles del Nuevo Testamento como testigos adheridos a la
proximidad del «suceso Cristo», puede parecer casi innecesario que Jesús sea el ejemplo
preclaro del hombre que echa mano de la poesía como medio de revelación. Jesús es la
bisagra histórico-escatológica entre los testigos verterotestamentarios y los testigos
neotestamentarios dando un nuevo impulso y una nítida irradiación a lo que ya se venía
manifestando de diferentes formas: en la creación Dios ofrece un perene testimonio de Sí
mismo mediante sus criaturas; luego, en el hombre, hecho a imagen y semejanza de Él,
dibuja su más preciosa sabiduría; pero en Jesucristo, Dios revela el misterio de su vida
trinitaria137: el proyecto del Padre de recapitular en su Hijo todas las cosas y de adoptar a
los hombres como sus hijos en el Hijo (Cfr. Ef 1, 3-10; Col 1, 13-20); hacerlos partícipes
de su intimidad en virtud del amor inspirado y nutrido por el Espíritu Santo. Así pues, son
verdades de revelación tanto las verdades naturales que el hombre puede conocer
mediante su razón, si bien, aunque hemos de atender los sentidos propios a que se
atienen una revelación humana y una revelación divina cuya diferencia específica es de
contenido, no de origen o disposición.

El poeta se anticipa a una realidad revelada con materiales sustraídos de una fuente
primigenia de la cual él mismo desconoce su procedencia, por ello, no se ocupa de
análisis y deducción de su propia actividad, a la manera del científico o el filósofo;
mientras que el autor inspirado, conoce la forma de su contenido como un don gratuito e
incondicionado (Rationabile obsequium Rm 12, 1)
, al cual asiente con el poder de su fe. No cabila acerca de su origen o sentido en
cuanto tal, solo haya una certeza que no puede verter en vasos de razón objetiva: el acto
de fe, tanto para el creyente como para el poeta—que comienza, quizás, no siéndolo—

137
Cfr. Op cit.: [Misterium Salutis, III-II] p. 66-74

90
estriba en el asentimiento y no en la reflexión, pero de inmediato, el creyente que cree
porque asiente, se ve movido a razonar aquello que cree. Vemos que el orden de los
factores, en un acto de fe es inverso a un hecho de razón, pero en el rejuego de su
participación, ambos configuran la forma humana de la existencia del creyente, con
palabras y obras; es decir, implicando la presencia del ser para mí y para el mundo,
presencia que conduce al creyente a descubrir una tercera aparición, el ser en sí mismo,
como estando por sobre todo ser138. En sentido teológico, la existencia se entiende como
«la capacidad que tiene el ser de salir de sí y de regresar a sí, y del mismo modo, de
objetivar y de distanciarse del mundo139».
El lugar de verificación de tal acto de fe, no es el cosmos, a pesar de su dimensión
creatural, sino el sujeto capaz de un asentimiento libre; se desplaza el epicentro al campo
antropológico, a partir del cual hemos de cuidarnos de una viscosa tentación subjetivista,
que nos llevaría a un reduccionismo antropológico en cuanto el hombre se sitúa como una
síntesis del mundo y en consecuencia, como frontera entre Dios y el mundo. Esta
tentativa nos distancia de la teología de la creación que más arriba hemos considerado.
Una tentación semejante nos conduciría a ver la Revelación a partir de los límites de
la razón, como lo proponía Kant con el peso de la sistematización o un perspicaz Pascal
con la dulzura de su pluma, oponiendo la miseria humana a la perfección divina, sin la
cual es imposible dibujar claramente nuestra propia condición, a menos que ésta se
clarifique en el Dios que se ha hecho hombre. En esta premisa se sustenta el método de
la inmanencia que hace justicia al entrelazamiento dialéctico de grandeza y miseria. El
principio fundamental sería el de medir la Revelación que se le aproxima a base de razón,
es decir, de lo que le es propio al hombre. Desde luego que ésta perspectiva se erguía en
los albores de un racionalismo triunfante acreditado por el Renacimiento. El fallo de Kant,
al respecto, fue el pensar que el dato revelado debía entenderse dentro de la estrechez
de la razón en cuanto capacidad intrínseca o, mejor dicho, bajo los parámetros del
entendimiento y su propia deducción trascendental; sin embargo, en la síntesis de la
percepción—como lo dirá en su Crítica del juicio—no se trata de un sustraer, sino de un
ensanchamiento en la concepción sensible que posibilita la recepción de la forma. Si bien,
Kant eliminó la idea del hombre prometeico, hurtando el derecho divino; también es cierto
138
Dionisio Areopagita se encamina por las vías del ser hacia el camino que lo conduce a una
afirmación apofática, puesto que el ser humano no puede concebir nada fuera del ser, de ahí que Dios se
nos presente como el ser por excelencia, como el ser que obtiene su quididad por sí mismo y, sin embargo,
como el ser que ha de ser más que el ser.
139
BOFF, L., La resurrección de Cristo. Nuestra resurrección en la muerte, Sal Terrae, Santander,
1971.

91
que redujo la religión a un simple sentimiento útil en la medida que proporciona principios
universales (católicos) para cuestiones prácticas.
En la apreciación estética de la teología cristiana debemos tantear el peligro de esta
reducción, de aquí que von Balthasar realiza el paso de una teología estética, que
competiría en todo caso y como función propia, al filósofo (esteta), a la estética teológica,
cuya ventaja estuvo a favor de teólogos y pensadores protestantes: Lutero, Hamann,
Kierkegaard y Herder, así como otros autores de menor importancia.
Los teólogos protestantes encontraron que el hombre está en condiciones de
experimentar con la potencia de su subjetividad el hecho objetivo de la Revelación. El
concepto y la sensibilidad humana salen a colación cuando se trata de una aproximación
existencial que supone dos libertades. Entrar al corazón del hombre, misión propia de la
antropología es situarse «en el ápice del alma, en el hondón íntimo o la porción suprema
que de un modo estático correspondería a la ausencia de forma del abismo divino 140» y
esto es ya, el comienzo del misterio de Dios, en consecuencia, procurar una vida de fe,
confiados en la solicitud del Padre es ya vivir en la resurrección. Tal cual lo recitamos en
el Credo: «creo en la resurrección de los muertos y en la vida futura», afirmación que no
está al margen de alguna otra, sino que se trata simplemente, del desarrollo de lo que
significa creer en Dios, en el misterio trinitario como misterio de comunión141.
De la misma forma que la revelación contenida en palabras y obras, es misterio y
evento; manifiesta una dimensión objetiva atrayendo verdad y enseñanzas; y otra,
subjetiva, comprendiendo la palabra personal que ofrece testimonio de Otro como siendo
de sí, razón por la que el Catecismo enseña una idea de revelación como verdad y
vida142. La verdad más clara en la piedad del creyente es la de una consciencia de la
naturaleza distintiva de Dios frente al hombre. Dios es Dios, no es el hombre con
mayúscula; no podemos hablar de Dios sencillamente por hablar de nosotros mismos en
voz alta. No lo podemos dar por sentado como parte de nuestra conciencia religiosa (en
contra de Schleiermacher), de nuestra profundidad espiritual, de nuestra conciencia moral
(Kant), por que trasciende a todas estas. Lo encontramos cuando a nosotros, criaturas
finitas de tiempo y espacio nos confronta el-que-es y el que sigue siéndole infinito y
eterno, el totalmente otro (en consonancia con Kierkegaard). En términos bíblicos, Dios se
140
Op. Cit.: [Gloria, I, La percepción de la forma]: 381.
141
RATZINGER, J., MI gozo es estar a tu lado. Conferencia en la Academia Cristiana en Praga el 30-
3-1992. Publicada bajo el título «DASS GOTT ALLES IN ALLEM SEI». Vom christlichen Glauben an das ewige
Leben, en Klerusblatt 72 (1992). Traducida por Edicep, en La Eucaristía centro de la vida cristiana, Valencia,
2003; pp. 203-207
142
Cfr.: pp. 52-53.

92
da a conocer siempre y solamente como el Señor que nos reclama para sí. En términos
de Kierkegaard, Dios es el sujeto que nunca se puede reducir a un objeto: siempre es el
sujeto que nos desafía a través del abismo de la diferencia cualitativa infinita y así
despierta en nosotros la pasión infinita de la fe. Decimos con razón que la fe es una virtud;
pero no con menos razón decimos que es una pasión. Es teologal porque reconocemos
que en nuestra limitación no puede originarse en nosotros mismos: bien de Dios y nos
conduce hacia él; hasta aquí, también es correcto decir que no nos pertenece, no es
nuestra. Pero pasión, en cuanto que arraiga en nosotros y nos lanza, nos dirige, nos pone
en movimiento.
El tema del coloquio divino-existencial entre la trascendencia de Dios y la libertad del
hombre; así como el modo en que éste participa en la voluntad divina, ha sido un debate
de amplios alcances. Algunas de las ideas expuestas las expresó ya Barth en la primera y
segunda edición de su comentario de Romanos143. Allí también opina que la palabra Dios
es al mismo tiempo palabra de juicio y palabra de misericordia. Contradice y condena
nuestro orgullo, nuestra auto-suficiencia, nuestra ética, nuestra política y nuestra religión
(que no es nuestro medio para llegar a Dios sino el edificio que nos hemos construido
para escondernos de él). La cruz de Cristo es «no» de Dios a todo esto, no nos deja nada
en que poner nuestra confianza en él, para que escuchemos detrás y más allá de este
«no» el «si» de la promesa de Dios. Solamente por medio de la cruz, por medio del no del
juicio y de la destrucción podemos escuchar el deseo de Dios de afirmarnos como sus
hijos.
La cruz de Jesucristo no es la última palabra del Padre, sino la palabra obstinada de
los hombres que, sumergidos en su maldad, se han confabulado para llevar a la cruz al
Salvador. El inicuo pecado de los hombres representado por sus estructuras de poder han
crucificado al Cristo; pero éste, como ungido del Padre, reposa en la pasividad de la
muerte, de la que no podemos hacernos idea alguna sino por la vida; empero, la última
palabra del Padre es la de la resurrección de su Hijo. Ante el silencio que trae consigo la
muerte de Jesús sentida por los justos, aquel silencio es la condena de los impíos. Un
silencio sepulcral, fruto de la soledad y el abandono que del Siervo de Yahveh nadie
hubiese esperado: ha muerto no como un héroe de fe, admirado por quienes le seguían;
nunca estuvo exento de dolores y sufrimientos, de tal suerte que murió dando un fuerte
grito. Miguel Ángel eternizó tan sólo un cuadro de tamaña escena en la reverencia de un

143
Cfr.: BARTH, K., Comentario a la Carta a los Romanos (prólogo a la 2° Ed de 1919), BAC, Madrid,
2002.

93
marco sucesivo, posterior: la Pietà: sobre el halda de la Madre, reposa el cuerpo inerte del
Salvador; él, con el peso del sufrimiento y el maltrato, fatigado por su historia; y ella, joven
y dolorosa, pero inmarcesible a pesar del dolor.
La teología de la cruz como fuego refinador de toda hermenéutica cristiana nos
muestra que la afirmación es el verdadero propósito de la negación. Es lo que hace
posible una fe real y radical, una fe que no depende de nada en sí mismo, sino solamente
de la promesa y de la invitación de Dios. Fe no es una conciencia de dependencia
absoluta—una vez más Barth se separa de Schleiermacher—, sino la respuesta del
momento a la palabra de Dios, palabra que continuamente crea y renueva la posibilidad
de fe.
Las decididas palabras de Barth dieron origen a lo que más tarde se llamaría la
Teología dialéctica, que en el mundo de los teólogos apareció algo así como cuando una
bomba estalla en el patio central de una casa. Pero a esta nueva visión de interpretar la
revelación hemos de sumar una aclaración: El Termino dialéctico no ha de entenderse
como dialéctica hegeliana sino como la dialéctica de Kierkegaard: la dialéctica del
contraste absoluto entre Dios y el hombre, entre el no y el sí de la palabra de Dios; y
además, el hecho de que el hablar del ser humano no es capaz de expresar
inmediatamente la verdad acerca de Dios. En la teología es necesario proceder por
afirmación y negación «sabemos que somos incapaces de comprender excepto mediante
el dualismo dialéctico en el que es necesario que uno sea dos, para poder ser realmente
uno». Esta es la consecuencia inevitable de introducir lo infinito dentro del campo de
conceptos que se ajusta solo a la aprehensión de lo finito.
El pensamiento dialéctico se sigue de la noción fundamental que ya anotamos, que
Dios es el sujeto que nunca se deja reducir a un objeto. Esto quiere decir que Dios no es
una unidad más en el mundo de los objetos y que por lo tanto, Dios no es lo que
encontramos al final del concierto cosmológico o en las profundidades de una
introspección psicológica. Él es el infinito y soberano a quien solo conocemos cuando nos
habla. Es imposible explicarlo como podemos explicar un objeto y he aquí la envergadura
de un lenguaje poético, provisto de paradojas, absurdos e incluso, disparates, pero nunca
disonantes. A Dios sólo podemos hablarle, porque él nos habla primero. La palabra del
hombre que mira así, es decir, que mira desde abajo para escuchar a su Señor, es la
palabra que se hace vida en la crisis de esta dialéctica necesaria para nosotros. Ahora
bien, tal palabra no nos invita a la pasividad y al sosiego indiferente de las situaciones,
sino a una proclamación activa que se dice con nuestra propia vida, a una orto-praxis que

94
asocia la palabra y las obras, que provoca un acto existencial por y en Jesucristo: «[…] el
modelo por antonomasia de la fe no es la fides ex auditu (praedicantium)—ya que el ex
solo se limita a describir el acceso a la misma—sino únicamente el acto existencial del
mismo Jesucristo, a través del cual pudo y quiso convertirse en “el que inicia y consuma la
fe” (Hb 12, 2)»144
Miguel Ángel representa en la forma desplegada del mármol el no de los hombres
que ha conseguido, en cierto modo, herir la obra del fiat; sin embargo, hasta en la tezuda
diatriba de la humanidad, Dios no deja de ser hombre, sella su palabra con la muerte de
su Hijo, y reduce al silencio la palabra humana, aquélla que brota del corazón que no
quiere conocer a Dios. El silencio es palabra irreversible, pero Dios conoce a sus hijos y
«penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y
escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hbr 4, 12b), de este modo, cesan
las palabras, pero se aguza la vista; por la vista, los testigos de la muerte pronuncian una
nueva palabra en la alborada del tercer día. Las mujeres primero, los apóstoles después,
venidos al sepulcro, verán la tumba vacía y proclamarán: ¡Ha resucitado!145.
Al pie de la cruz los incrédulos son devueltos a la fe y los injustos se arrepienten. La
cruz es pues, el sacramento del amor de Dios, a través del cual nos salva a precio
paternal (glorificando a su Hijo). Este sacramento cristológico no es un frío sacrificio
expiatorio en vistas de la justicia; sino el testimonio definitivo del amor. Dios no viene para
morir en la cruz, como saldando una cuenta que los hombres por sí mismo no pueden
pagar (Lutero), sino para salvar al mundo; aunque, ciertamente, tenga que morir en el
empeño. Jesucristo vuelve a reunir la heredad del Padre en su martirio, lo congrega a un
precio muy alto, a un precio redentor. Espolea a los opuestos para hacer que se rindan.
Porque los injustos observan que han matado al «Justo», al «Santo», es que reconocen
que no lo volverán a hacer, no volverán a matar; se reconcilian, se conviertan al ser
testigos de la muerte de Jesús. Verdaderamente ha muerto Dios, nos inclinamos ante el
martirio de Yahveh, un fracaso en el silencio de Dios, puesto que su Hijo ha elegido una
forma marginal de morir, tan al margen que se podría escapar por la esquina: la muerte
del Siervo de Yahveh, una muerte mártir. Pero algo claro debemos tener: no es la muerte
por la muerte, sino el amor por el amor, por eso no abandona la cena, ni renuncia a beber
de ese cáliz, porque tiene la certeza de que la única gesta de Dios, es la muerte en la
cruz, como la convicción plena de su compañía penetrando en él. Yahveh no está sobre él

144
Op. Cit.: [Gloria, I, La percepción de la forma]: p. 201.
145
Cfr.: JUAN PABLO II, Dives in misericordia, Roma, 1980: n. 7

95
o detrás de él; sino que él es el crucificado: es Dios muriendo con él. Como un acto
segundo, la resurrección es el triunfo del Dios del amor, en el Mártir; la eclosión del Mártir
en medio de la muerte: en la muerte está el resucitado, y por ésta, nace la fe pascual que
ha de vivirse en la ausencia del Revelador. La fe en la resurrección se entiende como este
paso decisivo de ver y sentir al Maestro transmutado de la historia, siendo el mismo pero
de otro modo, imponiendo su presencia, dejándose reconocer, inaugurando una misión.
Solo entonces podemos hablar de los creyentes comprometidos con la fe en el resucitado:
«es el creyente solo el que, en el secreto de su corazón, abrirá de par en par los ojos, los
ojos de la fe. Pues hasta en su indefectible obediencia, el creyente permanece
insatisfecho, lejos de hallar complacencia en la servidumbre social de la fe, y de encerrar
su espíritu en una seguridad de corto alcance, queda conquistado por su objeto misterioso
y, en cuanto le es posible busca obtener alguna inteligencia sobre el misterio146».

6.2. Commercium y connubium: la encarnación como revelación histórica

A primera vista parece un ecce homo más, la enésima representación de Jesús. Pero
todo cambia cuando el espectador curioso observa que el título reza: ‘autorretrato’. Me
refiero al cuadro de Durero, un óleo sobre tela de 67×49 expuesto en una de las salas del
Alte Pinakothek de Munich. He aquí el cuerpo de Durero, su mirada penetrante; he aquí
sus cabellos dorados. El visor, ve el cuerpo de Cristo en el cuerpo de Durero; sin
embargo, pareciera que es Durero quien encarna la mirada incandescente de Jesús. La
transmutación de su cuerpo se declara a sí mismo como Hijo de Dios. Sí, su cuerpo, con
todas sus imperfecciones, con la entereza quizás de su vanidad y orgullo, mejor dicho, en
medio de ellas, sujetando la hondura de su debilidad, podríamos decir: de su
pecaminosidad, que encierra toda suerte de debilidad: ¡aquí está el Hijo de Dios!.
Los descocidos y la asimetría de la carne; el claroscuro de sus ojos. Su mirada se
clava en la apreciación del espectador; nuestras pupilas se encuentran con las pupilas del
artista, como en un espejo en el que nos vemos reflejados que, a pesar del dolor y la
corrupción de la humanidad que lleva a juicio al Justo, nos invita a vivir, como lo ha hecho
él, nuestra propia experiencia de fe y esto, como un acto corporal. ¿Qué sería la materia
específica que una forma estética brinda a la experiencia de fe del creyente, distinta y
separada de toda otra forma? Justamente, la materia corporal, la materia más susceptible

146
Op. cit.: [La fe en la inteligencia]: p. 20.

96
de ser percibida, la materia más propia de la individuación y, por lo tanto, la materia más
simple que afecta el tiempo y el espacio. La fe, en su forma estética toma cuerpo: es,
primordialmente, un acto corporal. No hay más grande comercio entre el hombre y la
divinidad.
Si aceptáramos la invitación de Durero, nuestra piel, nuestras entrañas, nuestros
fluidos, nuestra realidad más inmediata (el cuerpo), adquirirían lecturas diametralmente
diferentes a las acostumbradas, cosa que nos obliga, de la misma forma, a redefinir los
conceptos con los que hemos trabajado hasta ahora. El cambio se vierte como un fluido
libre—pero sin perder cohesión—cuando el concepto lo inmediato se reivindica en el
consorcio de la proximidad. Lo inmediato no es, entonces, lo pasajero, sino lo que se
encuentra al alcance de lo más humano; es forma originaria de lo particularmente
humano. Podemos asentir junto con Michel Foucault: «el alma, efecto e instrumento de
una anatomía política; el alma, prisión del cuerpo». El inevitable transvase entre el alma y
el espíritu que el filósofo francés se inclina a ver en la historia de del poder, en la tragedia
de la represión. Su premisa es, nada menos, que la antítesis de Platón: «el cuerpo es
como una prisión para el alma». El cuerpo es instrumento de insurrección, de protesta, de
posibilidad, de esperanza, de lucha, de resistencia a la muerte, pero también a la vida; es
nuestro único instrumento de acción concreta, allí donde las estructuras de poder nos
obligan a vigilarlo, amputarlo, contenerlo, ignorarlo, castigarlo, condenarlo al olvido
aquietando sus impulsos… Durero mira al cielo, como buscando a Dios y ve reflejado en
él su propio cuerpo, ve la imagen de sí en la condición de Él; es tan semejante a él que
hasta el cuerpo es semejante, sólo si creemos que Dios se ha hecho hombre. La fe le
obliga a ver el cuerpo de Dios el umbral del infinito, pero solo quien conoce la imagen,
crea algo semejante. Recuerdo que en una clase de dibujo natural, el profesor solía
decirnos constantemente que el buen pintor, dispone de más tiempo para mirar el modelo
que para pintar su obra. A partir de ahí podía él percibir en sus pupilos un toque de genio.
Yo me convencí de la necesidad de un nuevo enfoque que tuviese a los ojos como
principio fundamental, porque la creación no estaba en el objeto observado, ni siquiera en
el sujeto observador, sino en el acto de observar como síntesis de lo distinto, enajenado
por su mismidad. La creación artística debía superar este antagonismo para ofrecerse
como una obra artística, y esta es la vocación del hombre que además, tiene algo de
artista.
Pero el artista no solo es artífice de una co-creación o re-creación del mundo, menos
aún de una imitación de lo dado; sino que se presenta como un testigo de la belleza del

97
ser. El artista es el medio activo de la representación manifiesta; el sujeto paciente, aquel
que espera la revelación del ser. Puesto que ha llegado a la cúspide de su pensar y de su
hacer, en la puerta del misterio del ser absoluto (ya personal, ya impersonal), en la
prontitud de la creación de sus obra (de la escultura, el delicado desliz, la sonoridad de la
voz o el nacimiento del poema), constata que no hay ninguna filosofía que le resuelva el
enigma del ser pero, ¿Éste hombre-artista, es capaz de entrever la solución; está en
condiciones de comprender la Palabra del ser?
En medio de las grandes antinomias a que le ha conducido el oficio artístico, el
artífice está desnudo en el desierto de la existencia, pero tan cerca del misterio del ser
que todo su hacer, es un quehacer en la quietud, no esteticidad o impasividad; sino
ofrecimiento sigiloso y discreta pasionalidad. «El lenguaje de Dios es silencioso. Pero nos
ofrece numerosas señales. Si lanzamos una Ojeda retrospectiva comprobaremos que nos
da un empujoncito mediante amigos, un libro, o un supuesto fracaso, incluso mediante
accidentes. En realidad la vida está llena de estas mudas indicaciones. Despacio, si
permanezco alerta […]147». Así el parecer de Joseph Ratzinger que al rememorar el
pasaje de la creación contenida en el Génesis, sabe que el hombre ha sido creado
desnudo; así como ha creado el universum como un espacio ordenado, acompañado de
la presencia de Dios; es decir, es una creación, la palabra originaria crea la desnudez: el
ser humano es ya desnudez.
Al final de sus días, von Balthasar escribe que la filosofía es la potencia de la razón
como base de toda teología, pero, a su vez, la razón humana es pregunta abierta hacia el
infinito, sin poder forzar al infinito a dar una respuesta: «Sólo quien gusta la revelación del
infinito en la forma finita es no sólo místico, sino esteta148». La concordancia de nuestra
condición existencial y las coordenadas de la creación poética auspician el nuevo lugar de
la presencia de Dios. Así como en el relato del lavatorio de pies, en donde el autor ha
prescindido completamente de informarnos el lugar donde se pudo haber llevado a cabo
tan significativo gesto; así ahora, el punto donde converge la personalidad más clara del
sujeto creyente es la presencia divina y no el lugar profano149 que deba santificarse.

147
RATZINGER, J., Dios y el mundo. Creer y vivir en nuestra época, Ramdom House Modadori S. A.,
Barcelona, 2005: p. 12
148
Op. cit.: [Gloria, II, Estilos eclesiásticos]: p. 116.
149
Como podría pensarse en términos de fenomenología religiosa. Para Rudolf Otto, el lugar
sagrado queda constituido como tal, cuando se hace perceptible al ser humano la presencia de lo santo, «lo
tremendo» (Mysterium tremendum). El elemento subjetivo condiciona la manifestación del hecho objetivo.
En el ámbito teológico, ambos van de la mano, pues no solo se requiere el ser-percibido, sino, en principio
lo-que-se-persive.

98
Nuestra teología de la creación previamente mencionada nos impide ver el mundo y todas
las cosas que hay dentro de él como «profanas», tanto como el riesgo de considerarlas
«santas», es la necesidad secular impresa en la creación. Indudablemente que la
intensión del autor al no notificarnos del lugar donde se llevó a cabo tal acontecimiento
responde a la enseñanza teológica de que «el lugar lo crea su presencia (de Jesús)»150.
En el lugar de la presencia de Dios, el filósofo (el hombre en la potencia de su razón
abierta a lo absoluto) testifica activamente un intercambio de palabras; en la noche de su
existencia y en la quietud de las palabras; pronuncia la Palabra y crea un salmo. Ya no
será sólo un poema, recogiendo la hondura de su ser, sino un salmo, penetrando el
horizonte de la trascendencia que se dibuja desde lo Otro: es aquí cuando decimos que
éste hombre, en armonía consigo mismo y con el cosmos, se hace persona y entonces,
somos imago Dei. Porque Dios es persona, tiene una perfecta capacidad de ser él mismo
y, sin embargo, darse: abrirse hacia lo otro es un efecto de la personalidad.
Lo que en un principio comienza como un commercium ahora se transforma en un
connubium. Cierto que no es un intercambio justo, pues nunca estamos en condiciones
propias de poder negociar acaso algo con Dios. No hay mejor modo de decirlo que como
lo hizo el poeta de Hipona: «Nunca estás pobre y te gozas con los lucros; No eres avaro,
y exiges usuras. Te ofrecemos de más para hacerte nuestro deudor; pero ¿Quién es el
que tiene algo que no sea tuyo, pagando tú deudas que no debes a nadie y perdonando
deudas, sin perder nada con ello?151». Esta paradoja haría de semejante relación una
dialéctica insalvable; empero, viniendo la oferta de parte de Dios, solo cabe una relación
esponsal cantada por los místicos. Su vida entera es un salmo temporal que canta la
eternidad del autor de sus palabras. Por esta razón su mensaje se condensa en la
potencia de la poesía y en la polisemia que evoca la extrañeza152. La intelectualización de
la teología propiciada por la desorientación que provoca el mundo descentralizado de
valores y sistemas, deja de ser un riesgo latente; la esterilidad espiritual deja paso a una
praxis comunicativa por medio de magnitudes poéticas, ciertamente extrañas a los sujetos
de una cultura globalizada y secular, pero no por ello, indiferente al suceso de la fe.
Puede haber una atrofia de la trascendencia pero no una renuncia a ella; hay quienes
proclaman la vanalidad del sentido, pero convierten esta vanalidad en su propio sentido y
motor de su mensaje, en fin, un mundo empobrecido por sus propios descubrimientos y

150
MATEOS, J. y BARRETO, J., El Evangelio de Juan. Análisis lingüístico, Cristiandad. Madrid, 1979:
p. 558.
151
Op. cit.: [Las confesiones, 5, 5]: Cap. I.
152
Cfr.: EAGLETON, T., Cómo leer un poema, Akal, Madrid, 2007: pp. 64-67.

99
progresos se comienza a notar poco viable para hacer de la vida una historia de muy
corto alcance.

6.3. La forma de la Revelación

La evolución del pensamiento Balthasariano puede observarse en el orden en que


aparecieron sus obras, a través de las cuales podemos extraer la riqueza de su reflexión.
Von Balthasar se adentra paulatinamente al conocimiento y descripción del testimonio de
la fe que los teólogos antiguos han ido elaborando, desde San Pablo hasta Bultmann,
deteniéndose según lo exija en la complejidad o importancia de las contribuciones, en las
propuestas que han permeado de manera significativa el pensamiento cristiano, como por
ejemplo, Dionisio Areopagita, Ireneo, Agustín, Anselmo y Tomás. El teólogo suizo tenía
una prolija visión del pasado de la fe que le permitió confeccionar un estilo teológico poco
común entre los teólogos. De éste último confecciona una interpretación propia, pero
también busca una reconciliación entre la tradición romántica que, a su vez, esté atenta al
idealismo, de aquí que sus críticos le llamen «una lectura alemana de Tomás». Al igual
que los teólogos de la escuela dominicana, Balthasar mira en el Aquinate al gran
catalizador de la patrística y la escolástica llevada a su perfección por el Angélico; al
construir su propia lectura tomista, nuestro autor concentra tanto elementos de la
tradición, como las variables del contexto contemporáneo153. Solo en este marco se puede
identificar la metafísica de la teología balthasariana y sería un grave error interpretar
varias de las categorías metafísicas utilizadas constantemente a lo largo de su obra, tal
cual se encuentran en la metafísica escolástica, pues sería olvidar el componente
contextual propio de una teología que debe actualizarse según los horizontes de la
historia. Este esfuerzo constituye la primera etapa de su pensamiento dirigida por una
hebra claramente histórica.
En una segunda etapa, alcanza maduración el método que le será tan peculiar. Un
método fenomenológico centrado en figuras del pensamiento. En Verdad del mundo, se
reconoce una fenomenología de la verdad que lo guardará de la tentación del
esencialismo; toma pues, la verdad, como un fenómeno; es decir, como lo-dado, como
aquello que se presenta a la conciencia y por lo tanto, susceptible de aprehender. Desde
esta óptica, es posible observar el espacio de las disposiciones naturales para el

153
Cfr.: SCOLA, A., Hans Urs von Balthasar: un estilo teológico, Encuentro, Madrid, 1997: p. 13.

100
conocimiento de la verdad que no está en contraposición con la fe o siquiera, en contraste
con alguno de sus contenidos propios. Siguiendo la metafísica aligerada de la primera
etapa, la «verdad» es uno de los trascendentales, junto con el «bien» y la «belleza». Su
obra fundamental: Gloria, una estética teológica, se ocupará nada menos que del último
trascendental, no para minusvalorar los otros, sino para hacer justicia a una visión que ha
empobrecido a la teología, cuando olvida el esplendor que trae consigo la manifestación
divina; la gloria de la Revelación154.
Una fenomenología de este cuño le permite examinar las capacidades del sujeto y el
objeto como elementos propios de la teología, el ámbito de la interioridad y de la
revelación libre, el misterio y la parte de la participación o comunicación (commercium y
connubium). Dentro de estos grandes horizontes el ser no solo se revela como verdadero
o bueno, sino también como bello; de hecho, sólo la belleza, posibilita el que se presente
en sus potencias morales: a «lo bueno», le precede «lo bello». Cuando el ser se da con
mayor plenitud y fuerza, es que se percibe la forma oblicua de la belleza. Antes de
conducirnos por el amplio desarrollo de sus dilucidaciones, von Balthasar, nos introduce a
través de una teología fundamental que descansa en una fenomenología del amor 155
como posibilidad de acceso a la realidad de Dios.
La reflexión balthasariana se mueve entre dos bordes existenciales; por una parte,
aprecia una doctrina de la percepción subjetiva que va más allá de una simple elevación
del conocimiento humano a la comprensión del objeto de fe o como acto definitivo del
hombre causado por la revelación y redención (ad maiorem gnosim gloriam); y por la otra,
considera la manifestación objetiva de la Gloria divina, la cual se entiende como el Amor
divino que se glorifica a sí mismo (ad maiorem Divini Amoris Gloriam); una y otra
describen el proceso de gracia por parte de Dios cuando se da a sí mismo, y la empresa
humana de captación de esa Revelación que no es otra cosa sino la acción de Dios
obrando por nosotros mismos. Armonizando el dato objetivo de la Revelación en sí
misma, como don de Dios; y el elemento subjetivo, como potencia abierta a lo infinito y así
asentimos a aquella definición acuñada por Rahner: «Se llama Revelación en sentido
usual allí donde realmente es historia de la verdadera interpretación de esta sobrenatural
experiencia trascendental, y no su tergiversación, y donde por eso es realmente resultado

154
Op. cit. Cfr.: [Gloria, I, La percepción de la forma]: introducción
155
Cfr.: PIÉ-NINOT, S., La teología fundamental, Secretariado Trinitario, Salamanca, 2009: pp.
135-137.

101
de esta trascendental comunicación de Dios en la gracia»156. Una mera interpretación
individual suprime lo objetivo con pura subjetividad, y entonces la revelación sufre una
tergiversación ilegítima que no aglutina valores ni hace historia, una tradición que no
provoca la conversión personal y la construcción de la comunidad y que no puede jactarse
de ser canónica por ningún lado, porque la comunidad no percibe en ella la comunión
cordial.
Por su naturaleza «El hombre es un ser en tensión constante, entre una apertura
realizada y una apertura infinita. Está dimensionalizado por la totalidad y, sin embargo, se
ve siempre atado por las estrecheces de la situación concreta157», este sentirse
realimente en el mundo, en la consciencia de su circunstancia y de sí mismo es el status
asintótico y ex-céntrico del hombre que a pesar de ser, es, mejor dicho, poder-ser. La
capacidad de salir de sí (ex-istir) y volverse hacia sí (re-flexión) constituye la sustancia de
la creación poética, porque solo en la poesía se corresponde las imágenes dispares
nacidas de la contradicción de la vida, de las antinomias del pensamiento y de la aporías
de la razón. Las facultades propias del hombre se dirigen hacia un objeto que no está a su
natural disposición; de hecho, porque tales facultades (especialmente la razón) tienden a
objetivar lo externo para sondearlo, es que Aquello hacia lo que están abiertas mis
posibilidades trascendentales no puede ser un objeto y, por lo tanto, condicionarlo: Él se
ofrece como el incondicionado, el enteramente libre. El lenguaje que se riega en un efluvio
de pasión y libertad se corresponde con las metáforas y las imágenes. Con aquella forma
poética de que habla Octavio Paz, Benedetti, Maria Rilke, Baudelaire, Rimbaud e
inclusive, el lenguaje más profano e irreverente, se transforma en palabra santa (Dabar-
‫ )רָּ בָּד‬en coloquio divino.
Por un momento pareciese que aun encontramos un resabio de filosofía analítica en
el ámbito del lenguaje: separamos el pensamiento del lenguaje; el espesor y la vivacidad
de un lenguaje determinado parece no convenir al de la filosofía que busca ser profundo y
analítico a la hora de configurarse y nos aferramos a la seguridad del concepto, evitando
toda palabra intuitiva; a menudo pensamos que, un divorcio entre el pensamiento y el
lenguaje, divide al ser en un lamentable suicidio personal. Von Balthasar nos previene
ante semejante aniquilación del ser: «lo bello exige siempre una reacción del hombre
total, aunque en un primer momento lo hayamos percibido mediante una o varias
facultades sensibles, y luego, cuando el espacio interno de una bella música o pintura se

156
Op. cit.: [Revelación y Tradición]: p. 16
157
Op. cit.: [La resurrección de Cristo…]: p. 129.

102
nos abre y nos cautiva estemos presentes con todos nuestros sentidos»158, recuperando,
de algún modo, la antigua acepción unitaria de la teología semita en donde cuerpo es el
hombre hecho y dado en una cierta concreción, que puede ser palpable y próxima a la
percepción elemental del hombre, mientras que el alma es el principio dinámico que
dispone hacia lo infinito: no somos cuerpo y alma, sino que «yo» soy enteramente cuerpo,
y «yo soy enteramente alma. Del mismo modo, al «cogito ergo sum» de Descartes habría
que adosarle el «capricho de estos miembros» de Rimbaud. En Jesús, nosotros vemos el
ejemplo claro de la religación poética del amor revelado; es el ápice numinoso del Padre
que deja ver su gloria en lo más propio del hombre abatido por la maldad y el dolor, por el
pecado y la maldad, porque la muerte es una de las formas de estar-con-Él (2 Co. 5, 8;
Flp. 1, 23). La gloria de la cruz es penumbra vista con la fría mirada del hombre, tanto
como es aurora, vista con los ojos del encuentro, o lo mismo: la resurrección. La muerte
interroga a todas las culturas, es el punto de escisión de la historia personal como parte
de la historia universal, pero Jesús, como heredero y profundo conocedor de su historia,
sabe que la historia es una auténtica epifanía del Padre, que acompaña al pueblo nada
menos que por su persona: Jesús es la compañía del Padre que reivindica al mundo
como creación de Dios y al hombre como su imagen inaugurando el Reino, de tal forma
que, la comunidad de hermanos en Jesucristo es una comunidad de destino, siempre en
condiciones de distanciarse o encontrarse. En las pérdidas y en los reencuentros, la
palabra poética hace comunicable la alegría o a desventura; la alabanza o la maldición del
corazón que no está quieto hasta que descanse en Tí159. El hombre es, en definitiva
anhelo; conceptualmente, es posibilidad; vivencialmente, es apertura dirigida por la
esperanza, condición que encaja con la hermosa imagen del «bosque» al que se refiere
von Balthasar: «Desde cualquier ángulo que se mire, el bosque es una posibilidad; un
camino por el cual se puede penetrar en él, un sendero hacia una fuente cercana cuyo
murmullo nos llega en brazos del silencio, cantos de pájaros en las lejanas ramas bajo las
cuales podemos avanzar; el bosque es para nosotros una suma de acciones posibles160».
La conciencia perenne de la finitud y la limitación nos conducen una y otra vez a la
acuciante pregunta por el hombre: «¿Qué es el hombre? Muchas son la opiniones que el
hombre se ha dado y se da sobre sí mismo, diversas e incluso contradictorias,
exaltándose a sí mismo como regla absoluta o hundiéndose hasta la desesperación»—

158
Op. cit.: [Gloria, I, La percepción del a forma]: p. 202.
159
SAN AGUSTÍN, Las confesiones, BAC, Madrid, 1997 : Cap. I
160
ORTEGA Y GASSET, J., Obras completas, I, Madrid, 1946: p. 331.

103
nos lo recuerda el Vaticano II, recogiendo el espíritu antropológico del mundo
contemporáneo que tanto ha dicho sobre el hombre—. La cuestión por el hombre pues,
oscila entre la opción por ser y definirse como una pasión inútil, un ser para la muerte, un
mono desnudo o en el mejor de los casos, un primate exitoso; pero al otro lado está la
posibilidad de ser un ápice abierto a la trascendencia, una epifanía del ente—aludiendo al
último Heidegger del que ha se ha hablado más arriba—o, según la sublime expresión de
Xubiri, la forma humana de Dios. La visión cristiana se contrapone a la mentalidad
afincada en el abismo del azar y la necesidad—si es que puede haber afincamiento
alguno—. Basta ver en su concepto de libertad múltiples deficiencias que dan cuenta, en
le fondo, de una libertad no totalmente permitida, violentada, indeseable, en muchos
casos: no es el fruto tardío de un hurto a los dioses; sino el derecho primero de un don161.
Este esbozo de antropología teológica circunscrito a la constante creación, es el piso
firme sobre el que se levanta la propuesta de von Balthasar a la hora de adentrarse al
pulchrum teológico pues ostenta nada menos que las relaciones entre fe y gracias
«porque la fe adopta una actitud de entrega al percibir la forma de la revelación, a la vez
que la gracia se apodera del creyente y lo eleva hacia el mundo de Dios» no como un
sustrato distante y ajeno a su propia condición e historia, situando el cielo en la periferia,
como el lugar donde está Dios; puesto que Dios se ha hecho hombre en Jesucristo, el
cielo está ya en la tierra, en su centro. En virtud de la historia (muerte) y de la resurrección
(escatología), el cielo es el nuevo reino de Dios, en continuidad con la vida. No es otra
vida, sino la vida en su plenitud, que irradia y dispersa la gloria del Majestuoso, de lo
contrario no se revelaría como el amor.
Si a la verdad (verum) le faltase el esplendor del que habla Tomás de Aquino, como
signo distintivo de lo bello, la verdad sería un simple conocimiento formal y objetivador de
la creación que no la vería sino como «el mundo», cuya única interpretación admitiría
leyes y categorías; y si a la bondad (bonum)le faltase la voluntad de Agustín, como signo
de su belleza, la referencia a lo bueno, no superaría el estrato de la utilidad,
confabulándose las relaciones de conveniencias que hacen del amor un simple comercio.
Solo tal voluntas otorga al bonum la profundidad consistente como lugar propio de la
belleza. De aquí que toda experiencia espiritual tenga que ir acompañada de un momento
estético; es más: la forma estética de la persona en camino (homo viator) corona su
itinerario en una síntesis gramatical que en el ritmo, se convierte en una repetición

161
Cfr. Op cit.: [El hombre. Dios para pensar II] p. 63

104
creadora162. La recitación poética, es en consecuencia, la forma gloriosa de la fe. Tanto el
teólogo como el poeta, se encuentran en lugar de la presencia y por lo tanto, de la
percepción: «Frente a la avasalladora hondura de la realidad sería irrelevante y carecería
de interés preguntarse hasta dónde puede llegar la razón sin la revelación, como sería
también impensable prescindir de la razón para vivir de la ‘fe pura’, porque la revelación
de Dios se su hacerse ver que apela inequivocadamente a la inteligencia del creyente, a
la pupila de su razón163».
El Espíritu logra totalmente su objetivo cuando se hace «palabra» en la cual el
hombre se atreve, por sobre un sentimiento indefinido, característico de un poeta que no
ha encontrado la fe, y reconoce el misterio, para así exclamar: «te alabaré por el
maravilloso modo en que me hiciste. ¡Admirables son tus obras! (Sal 139, 14). Cuando se
pasa del sentimiento indefinido al reconocimiento misterioso, es que el poeta se hace
teólogo, porque se pronuncia en favor de su Señor, no ya como el objeto de su
inspiración, sino como autor de la creación mediante al cual se constituye poeta, es decir,
amante de la palabra. En esta nueva identidad, el teólogo-poeta, pronuncia la palabra del
testigo, aunque muchas veces, se vaya como el sol: al atardecer

7. La penetración ontológica por lo más ligero

7.1. En vísperas de las nuevas preguntas

Nosotros nos situamos en medio de una crisis; de aquella crisis que ya hemos
descrito por medio del largometraje de Nuri Bilge Ceylan; la crisis dibujada por Charles
Baudelaire164, ésta crisis puesta al descubierto por Robert Musil165. No hay mejor forma de
expresar la aporía existencial en la que el hombre se debate, sino por medio de estas
agudas visiones del mundo, de esta psicología aprisionada en la aporía de los
razonamientos, en la sugestión del mercado y el ansia del consumo. A través de un
severo juicio a la consciencia, casi sometida a un examen dostoievkiano, la situación
contemporánea refleja los embates que atosigan el corazón del hombre, solo que, sin
ningún afán de sublimarlos con términos eufemísticos.

162
Cfr. Op. cit.: [el arco y la lira] p. 54.
163
Op. cit.: [Gloria, II, Estilos eclesiásticos]: p. 212.
164
Cfr.: BAUDELAIRE, CH., El pintor de la vida moderna, Librería Yerba, Murcia, 1995: 134.
165
MUSIL, R., El hombre sin atributos, Seix barral, Barcelona, 2004: 1560.

105
Antiguamente, la imagen del mundo y del hombre se dirigían hacia un mismo
objetivo, y es que, a medida que el ser humano reflexionaba—se volvía hacia la
consciencia de sí mismo—se miraba en cohesión con su circunstancia. El ser humano se
encaminaba hacia una simbiosis cultural paulatina y, hasta cierto punto, armoniosa.
Prueba de esto, son los grandes imperios que lograron asegurar las culturas de un origen
incierto, a veces, fragmentado y nimio, en auténticas civilizaciones habitando una polis o
perteneciendo a una civias.
Pero hoy en día, la cohesión política—en sentido amplio—nos resulta problemática y
sugiere una idea compleja de la interculturalidad, en donde el rejuego entre valores y
categorías morales, tanto como la interacción de religiones cuyo principio y estructura son
distintos, no pueden definir unívocamente a toda una sociedad.

«Toda una noche se enfrentaron, músculos tensos, sin que uno u otro cediese. Al
amanecer, el ángel desapareció, dejando el campo aparentemente en poder de su
adversario; pero en aquel momento sintió Jacob un vivo dolor en la pierna: había quedado
herido y cojo. También el teólogo afronta así el misterio, hasta cuyo nivel Dios le ha
llevado; se siente tenso, en pugna con sus expresiones humanas, captando sus objetos
como en un cuerpo a cuerpo; le parece hacerse dueño de ellos, pero experimenta
entonces un desfallecimiento, doloroso y deleitable a la vez, pues el sentirse así vencido
es, ciertamente, el premio de su divino combate166».

a) La imposibilidad de la reducción a «lo que es»

7.2. Forma y expresión

La forma cumple una función determinante en la hipótesis de una estética teológica,


pues vendría a ser la el rostro evidente de la revelación divina que se ha servido de la
poesía en una sístole hierofánica, creando una communio entre la palabra divina y la

166
CHENU, M-D., « Homilía pronunciada en la celebración eucarística con motivo del primer
congreso mundial de Teólogos llevado a cabo en Bruselas », Concilium (Revista internacional de teología),
número extra. (1970): p. 200.

106
palabra humana. Si atendemos la función de la forma, obtendremos la identidad de ésta,
ya que sólo mediante la comprensión del objetivo que debe cumplir la primera, es que
desciframos su identidad. Para que la forma poética de la revelación cristiana asuma la
identidad más honda de la expresión inspirada, débase procurar el canal de flujo y de
dirección que, por cuanto hemos dicho, se dilata por sobre los cuadros puramente
metafísicos de una teología que atiende más al ser griego que al dabar judío. Ya no es la
ley de lo propio, sino la penetración por lo más ligero.

a) El origen de la forma poética en el habitáculo antropológico

Un hombre cuya habilidad inusitada observa la imagen nítida de un vasto horizonte con
cada uno de sus elementos y colores, que, por incierta afinidad constituyen un paisaje;
cuya mirada se detiene en las formas contorneadas con el más inesperado flujo de su
tronco y ramajes, procurados con un ligero aroma que se inscribe en el viento; este
hombre, digo, se siente tocado por las propiedades comunes de cualquier circunstancia;
empero, en el preciso caso de un hombre como éste, en donde particularmente puede
distinguir y clarificar cada uno de los elementos más allá de un orden que podría
proporcionarnos ésta o aquella explicación fenoménica, no deducida ni deducible de
cualquiera de sus movimientos; decimos, pues, que es tocado en las hebras más finas de
su sensibilidad. Las propiedades que, de por sí, son comunes e imprescindibles para el
hombre sensible—artista—son propiedades especiales. Es tocado por las propiedades
especiales de las formas: colores, líneas, movimientos, olores… Tales propiedades dicen
algo, emiten una palabra que no incide en el sentido auditivo ciertamente, pero provocan
una cierta vibración en las cuerdas del espíritu167, desencadenando un movimiento interno
que va del arrebato apasionante a la locura subyugada; de la libertad a la esclavitud.
Bien entendemos que von Balthasar espera elaborar una estética teológica a partir del
tercer trascendental. Según las consideraciones de una metafísica tradicional, los
trascendentales son cualidades inminentes y necesarias de todo ser en cuanto ser: lo
verdadero, lo bueno y lo bello, de tal manera que ningún ser carece de por lo menos un
indicio de tales cualidades. Esta terna trascendental proporciona objetividad a la realidad
en la medida en que un ser alcanza una existencia firme y estable en el espectáculo de lo-
que-es. Se solía decir que nada de lo que existe goza de una cierta verdad, bondad y
167
Cfr.: KANDINSKY, W., De lo espiritual en el arte. La nave de los locos. Ed. Premia S. A., México,
1989

107
belleza inscritas en su naturaleza, de lo contrario, no existirían; hasta los seres más
detestables, malos y falsos, debían poseer algo de aquellos trascendentales. En un tono
irónico, los monjes encontraban algo de bueno, incluso en el demonio, alguna huella de
su antigua condición de ángel, de lo contrario no podría existir168.
En la estética teológica de von Balthasar, la concepción fundamental de los
trascendentales está en sintonía con la antigua visión de ellos, tiene un especial
parentesco con la doctrina de los trascendentales de Tomás de Aquino cuya metafísica es
netamente aristotélica, en consecuencia, una teoría de los trascendentales en la parte o
en el todo, nace del sentido común, del entendimiento en su funcionamiento natural que,
por medio de sus mecanismos de percepción afirma la realidad, su objetividad, estabilidad
y firmeza: lo «superior» supone lo «inferior». Básicamente, la tentativa de von Balthasar
parte de la confluencia de la species (forma) y el splendor (esplendor) como elementos
constitutivos del pulchrum169 que tiene su primera revelación en el cosmos (Gn 1, 2: 1-4) y
su punto focal en Jesucristo, como el hombre que reúne en sí a la humanidad redimida.
Indudablemente que sin el Cristo, no tendríamos la pronta manifestación de Dios como
Padre, pues la instrucción de Jesús es básicamente como Hijo. Éste reúne a los suyos
como hermanos, como amigos.
En este despliegue de la Gloria Dei se vuelve necesaria la afirmación de la realidad,
puesto que es el lugar donde Dios se une con el hombre, por ello, von Balthasar acude a
Tomás en el momento en que echa los cimientos. La realidad adquiere su carácter
teológico cuando se transforma en creación; no es la «naturaleza» o «realidad» desvelada
por los filósofos y los científicos a cuya verdad aparece el dios de los filósofos: no. Es la
realidad entendida como «creación», vista con los ojos de la fe que es capaz de expresar
la Gloria Dei, es por tanto, imperecedera, no sujeta a las leyes de Cronos (Κρόνος), si
aquélla es una realidad subyugada a la cruz del tiempo que condena al hombre a su
trágico destino, con toda la densidad del dolor y la nada; la fe, por otra parte, en cuanto
don ofrecido a los hombres, es una nueva clave de interpretación del tiempo que presenta
la cruz de Cristo frente a la cruz del tiempo170. Mientras no veamos la realidad con los ojos
de Cristo, difícilmente, el Evangelio será la «buena noticia» (εὐ, «bien» y αγγέλιον,
«mensaje»). El Evangelio es concreción manifiesta de la Gloria Dei, concentrada en toda

168
Cfr.: LE GOFF, J., Lo maravilloso y cotidiano en el Occidente Medieval, Gedisa, Barcelona, 1999:
pp. 9-17.
169
Cfr. Op. cit: [Hans Urs von Balthasar: un estilo teológico]: p. 13
170
Cfr. Op. cit.: [Teología de la historia]: p. 13-14.

108
su potencia y plenitud en Jesús de Nazaret, el pulchrum según lo entiende Marcos al
comienzo de su mensaje: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (1, 1).
En la línea de Tomás de Aquino, von Baltasar se inserta en la tradición escolástica—al
menos en sus premisas iniciales—; empero, alcanzará un estilo propio que lo distancia de
una lectura anacrónica y poco atrayente de los altos escolásticos barrocos. Él goza de un
estilo musical, por eso habla de la «verdad sinfónica»171 en donde encontramos nada
menos que las claves del método estético. Suma a la tradición aristotélico-tomista la
frescura de la apreciación contemporánea. Traduce, en una curiosa extrapolación el ser
como don: ser, en lenguaje teológico, viene a ser un don. Si Tomás considera que el ser
es lo primero que aprehende el entendimiento; en la comprensión del ser vamos camino
al conocimiento de Dios. Más tarde se dirá que «toda teología supone una antropología y
viceversa», afirmación que evoca este talante tomista, pues en la comprensión del ser del
hombre, nos encaminamos hacia Dios, mejor dicho: en él nos conocemos. La teología
pues, no puede desentenderse de la antropología para poder alcanzar su objeto. Por su
parte, Balthasar concibe al ser como el don que Dios concede al hombre, en el cual se
contempla al Donador y, por lo tanto, dudar de la objetividad de la realidad conlleva la
imposibilidad de conocernos a nosotros mismos tanto como a Dios; él busca buenos
principios que le procuren buenas conclusiones y no rechaza la seguridad de la belleza
inmarcesible: «en la noche de nuestro presente, en la ambigüedad de nuestro futuro—
desearía proferir una primera palabra tal que jamás hubiera de ser retirada, una palabra
que nunca y bajo ninguna circunstancia hubiera de ser corregida, definitiva, lo bastante
amplia como para acoger a las demás y clara, como para resplandecer a través de todas
ellas»172; es decir: la belleza.
Lo que el hombre puede ver y sentir, lo que puede penetrar con los ojos de su
inteligencia, es aquello que ha recibido como un don especial que es parte de él de un
modo bien definido y trabado en su propia naturaleza, que no podríamos someter a
refinación alguna, pues en el hecho, nos desintegraríamos con él. El ser del hombre es la
potencia de Dios que opera desde dentro, y su misericordia, la gracia que opera desde
fuera; ambas cosas constituyen el amor gratuito que impulsa y prepara al hombre hacia el
encuentro con Dios, es entonces que podemos decir que nosotros somos la imagen
encarnada del Padre.

171
VON BALTHASAR, H. U., La verdad es sinfónica, Encuentro, Madrid, 1979.
172
Op. Cit.: [Gloria, I, La percepción de la forma]: p. 21.

109
b) La identidad poética del teólogo

El hombre, radicalmente abierto hacia Dios, tanto por naturaleza como por gracia, se
configura en la cúspide de su caminar existencial, puesto que ha echado mano tanto de la
una como de la otra, como la apoteosis de la asimilación. Lo que comenzó como una
atracción intrínseca hacia lo absoluto, que por limitación de la razón se presenta como
oculto y enteramente trascendente; por la acción de la gracia, percibe en sentido estricto a
Aquel que se revela. En el caso del poeta, bien podemos saber que la tensión que los
conduce hacia el objeto de su inspiración prescinde, en todo caso, de la Revelación en
sentido cristiano, y no es necesario, ni siquiera amistoso, pensar que el poeta deba
encontrarse con el Dios cristiano; padece, pues, la tensión hacia la hondura de su ser, sin
detectar apenas la Revelación de un Dios que habla con palabras humanas. El poeta se
encuentra en un cielo limítrofe dinamizado por el sentimiento, el espacio propio del
lenguaje análogo o metafórico, donde renacen una y otra vez las imágenes que barruntan
el contenido de lo indecible y lo impenetrable. El poeta se reconoce testigo de un Dios
escondido (Deus absconditus); el teólogo, ante la Palabra como verdad transformadora
por obra y gracia del Espíritu, que penetra y ensancha el corazón del hombre para
escuchar y comprender el Palabra. En virtud del Espíritu se dice que él mismo es otro
canal de revelación, además de la creación, el Antiguo Testamento, Jesucristo mismo y el
testimonio de los apóstoles. La letra muerta del hombre débil se vivifica por el Espíritu en
el seno de la comunidad creyente, tal es el testimonio de la Iglesia, reunida en la
comunión cordial cuyo suceso unificante es la reconciliación; es decir, Dios con nosotros-
Dios por nosotros.
En su donación amorosa, Dios se revela como creador, salvador y santificador. En su
Palabra, en Jesucristo, se vive, se muere y resucitamos con él. Por el Espíritu se nos
abren los sentidos, se aguza el oído y se potencian los ojos, se pronuncian los labios en
favor de la verdad y la justicia. Es aquí en donde nuestra experiencia religiosa percibe un
Dios cercano, personal y no puede ser de otro modo, pues si no se experimentase un
Dios así, estaríamos hablando de otro dios que no es el Dios de Cristo, autor y objeto de
nuestra inspiración que invita y atrae; tal es el Dios que hace del teólogo un poeta con
renovadora lozanía y con la necesaria audacia para llevar su mensaje como un kerigma
poético. Es este testigo el que arrastra y confirma la fe, al que se refiere el teólogo
dominico J. P. Jossua cuando escribe: «Cogí un libro en el que el autor se dirigía a Dios
como cercano, con una convicción total, ardiente, y con una nobleza de estilo literario que

110
conmovía. Ante ese espectáculo, sentí un estremecimiento íntimo tal que me encontré
metido en el mismo movimiento de oración que realizaba el texto»173.
Por mediación del lenguaje, el teólogo se hace poeta en la hierofanía de Dios que se
revela como Palabra, cuya manifestación está circunscrita a una experiencia estética, es
decir, habitando el espacio y el tiempo. Es conveniente insistir, en esta línea, que Dios
participa de la historia hasta el punto, de hacerse mortal junto a los mortales; la muerte en
cuanto censura, es propia del hombre en el vértice de la curva de su vida biológica y la su
vida personal. Pues bien, no sólo la muerte es ocasión de sentir cómo nuestro cuerpo se
extiende hasta las estrellas—en boca Pousset—sino también la enfermedad, el dolor, la
auténtica alegría, la quietud del espíritu, etc. La obra de arte es tan solo una concreción
de aquellos momentos que representan un fragmento de la vida que se dispone a ser
eterno. Romano Guardini en conjunto con el Bergson de la época madura considera que
«En la acción hay un triunfo del artista sobre la naturaleza: se hace creador. Aunque hay
mundo, lo hay como obra suya. Pero esa creatividad no es arbitraria, se encuentra bajo
una misión: sirve a la existencia»174. Pero la existencia del hombre no puede verse sino en
la fragmentación del pensamiento, en su modo lógico de operar. El teólogo reconoce que
la vida se desenvuelve como una continuidad en el cambio, y justo en la vida tal cual se
nos ofrece, brota la libertad y la creatividad, de aquí que el filósofo concluye que «el
hombre es el éxito de la vida».
La manifestación más prístina del teólogo poeta, consciente de la limitación de sí y del
mundo, una visión correcta del hombre que conoce sus límites, e incluso, que puede huir
de Dios y vivir discrepando de su voluntad, es una conclusión sana que el mismo pueblo
de Israel nos enseñó a descubrir. Sin embargo, esta conclusión ha de ser momentánea y
no definitiva, por lo que no podemos sumar sin más, aquella concepción antijudía de un
mundo malo, que ahoga todo lo divino. El espíritu del hombre y el espíritu de Dios no se
diferencias ya en que el espíritu humano puede rehusar la obediencia de Dios, sino que
se hallan encontrados, unidos como lo están el corazón del discípulo y el corazón del
maestro: las almas de los amigos. En tal cercanía se inicia el Reino de Dios, porque Dios,
verdaderamente está reinando en el corazón de quienes creen y le siguen. ¿Acaso no es
este reinado la expresión histórica de la gloria de Dios? El Reino irrumpe en el tesoro del
corazón y se extiende en la communio sanctorum de un presente inmarcesible. En su
visión retrospectiva, von Balthasar dice: «Para Buenaventura, como para Gregorio de

173
JOSSUA, J-P., La condición del testigo, Narcea S. A., Madrid, 1987: p. 23.
174
GUARDINI, R., Obras completas, I, Cristiandad, Madrid, 1981: p. 310.

111
Nisa, Dios es belleza inesperable (anelpiston kallos)175», para acentuar el carácter
«inesperable»—no sorpresivo—de la belleza culminante de la manifestación divina. La
Gloria de Dios es ya, su propio querer y actuar en medio de los hombres, y por lo tanto,
dentro de la historia. En definitiva, al reflexionar sobre esta acción de Dios, que se ha
querido servir de la Palabra y el Espíritu como mediaciones más potentes del universo
criatural, concentradas de modo especial y absoluto en Jesucristo, portador del Padre, la
teología adquiere su brillo expresivo, su luminosidad auxiliadora para la vida. El teólogo
alemán Paul Tillich, exiliado de su patria por su aposición al nacismo, es un ejemplo
talente de la responsabilidad del teólogo vaciado de sí y lleno del Espíritu, fiel a la Palabra
que escucha: «Las afirmaciones teológicas son, en gran parte, afirmaciones existenciales,
ya que incluyen al pronunciarse, no se dicen sin mí, son expresiones de mi ser, nunca
puedo estar por fuera de mis afirmaciones176»
A la par de esta experiencia tenida y no tenida se constata que hablar de Dios es tan
difícil como hablar del amor. Es imposible, ya que la abstracción se comprueba
únicamente si el amar fuera palabra-acto del que ama. Sin acto no hay existencia. Del
mismo modo, si se habla de Dios sin endiosar (dar un trato divino) como acción, tampoco
Dios existe. Lo cierto es que, en esta aporía producida por una lógica de la razón, la
intuición del sentimiento crea alternativas.

El que habla es un hombre, de aquí que, para hablar de Dios es preciso hablar de uno
mismo. Cuando hablamos desde Dios, hablamos desde nuestra propia experiencia y
podemos decir, bajo cierto bagaje psicológico, que hablamos de Dios desde nuestros
excesos y privaciones. La exclamación del salmista: «Desde lo hondo a ti grito, Señor/
Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos/ a la voz de mi súplica» (Sal. 129, 1-2) no
se guarda de proferir en medio de la angustia que provoca el pecado como estigma de la
condición humana. Es como notar una premisa indiscutible: no me quiero engañar a mí
mismo. Es el mí-mismo contra el sí-mismo el que me lleva a estas afirmaciones. Por eso,
pregunto y busco a un Dios para mí y desde mí—como inscrito en mí por alguna vía que
no puede ser a posteriori, pero que puedo sentirlo tras esta inusitada experiencia—,
imposible saberlo: «¡Ay de mí, desterrado en Masac,/ acampado en Cadar!» Sal. 119, 5.
Ante todo, hemos de renunciar a pensar las cosas como si fuéramos dioses, esa suerte
de yo mayúsculo. Nos conformamos, por de pronto, en decir que Dios es la realidad que
determina mi existencia. ¿Qué mejor ejemplo que el hermoso canto del salmo 118, el

175
Op. cit.: [Gloria, II, Estilos eclesiásticos]: p. 334.
176
TILLICH, P., Teología sistemática , V. I, Sígueme, Salamanca: pp.344-347

112
cual, articulado en un orden alfabético significa la plenitud de la intervención divina por
nuestra vida, provocándonos dicha (v. 1), alabanza (v. 7), búsqueda 8v. 10), visión (v. 18),
ventura (v.22) y cuanto de bueno puede procurarle al hombre. Y que la existencia, es a su
vez, como plantea el poeta el poeta y el dramaturgo Oscar Wilde «el nombre que le
damos a todos nuestros errores». No podemos aceptar discriminadamente a un dios
como lo-completamente-otro, lo-distinto, puesto que al Dios cristiano no lo podemos ver
como un adversario. Más aun, aceptar que Dios sea algo fuera de mí. La única manera de
comprender que Dios exista frente a mí es que mi existencia sea su mundo. Según
nuestro parecer, se esclarece aquella afirmación de Nietzsche: «también Dios tiene su
propio infierno; es su amor por los hombres». Es la forma que encuentro para hablar de
Dios con sentido para mí. Pero un hombre que se cierra a sí mismo, sellando las puertas
de la trascendencia, limitado a la angostura del mundo como lo dado, no va más allá del
sufrimiento y la incomprensión: vive en un solipsismo existencial. Por el contrario, el homo
iustus a pesar de ser pecador, es en su origen, justo. No se equivocaba Lutero al invertir
este sutil ordenamiento lingüístico, atendiendo al salmista que en condiciones externas
adversas y sumamente difíciles exclama en el salmo 73:

«meditaba yo para entenderlo,

pero me resultaba muy difícil

hasta que entré en el misterio de Dios

y comprendí el misterio de ellos (los malvados)».

7.3. El guion poético de la historia entendida como drama

a) La revelación creciente en la historia

Hasta ahora, se habían considerado tres grandes «etapas» de la Revelación, según el


orden que se ha solido encontrar en las Escrituras, a saber: la creación natural, la palabra
dirigida al pueblo de Israel y finalmente, la Palabra encarnada. Estas etapas
representaban una acción de advenimiento y consumación a lo largo de la historia pues,
de entre todas las manifestaciones religiosas de Oriente próximo y las religiones

113
mistéricas que precedieron al panteón griego177, se observa la relación con los dioses
como extrínseca a la propia historia—que no así a la experiencia personal—; por el
contrario, desde el Génesis, pasando por el Éxodo, hasta el libro de la Sabiduría, el
pueblo de Israel fue madurando la idea monoteísta, en primer lugar; y luego, la presencia
efectiva de Dios en la historia misma, cuyo medio más importante vino a ser la palabra, de
tal forma que el pueblo que escucha, pone por escrito la palabra de Yahveh, para ser la
expresión mejor lograda de la Revelación. Dios toma la iniciativa de hacer un pacto con el
pueblo, que pasó a ser su-pueblo, el pueblo escogido y así, mantener una comunión de
vida con los hombres. No nos equivocamos cuando decimos que la religión de Israel es la
religión de la palabra escuchada, puesto que supone por parte del hombre una confianza
en Dios sin reservas.
Historia y palabra, este es el binomio fundamental en el que Dios encontró canales
seguros de su manifestación, dos dimensiones del hombre que juntas conllevan la
exigencia de la fe como aliciente perenne de la salvación consumada en el futuro y la
bendición heredada en el presente. La experiencia del pueblo está configurada por este
convencimiento, por «lo que está por venir». Como nos lo han hecho ver algunos
estudiosos del Antiguo Testamento: la Revelación del Antiguo Israel está orientada hacia
el futuro, una promesa que espera su cumplimiento178.
La experiencia pascual como refrendo inaugural del Nuevo Testamento se nos ofrece
en continuación con el Antiguo, como cumplimiento de tales promesas. Las promesas se
cumplen en Jesucristo y la Resurrección es la clave luminosa que hace ver a los ciegos y
oír a los sordos la presencia del resucitado y las palabras del Maestro (Heb 1, 1-2). Se
expresa una nueva profesión de fe, según el obrar propio del Mesías que saca vino nuevo
de odres viejos; que hace del agua, vino.
Esta fue la experiencia de fe que los cristianos heredamos; llevando a su punto culmen
una historia dialógica que antaño guardaba resquicios de lo oculto, ahora se presenta
como plena y comprensible, cercana y presente en una relación de filiación viviente en
Jesús que no solo refleja la idea de parentesco en línea recta, sino, ante todo, configura la
confianza perfecta y total del Hijo, porque solo el cuidado y solicitud que un hijo
experimenta directamente, es lo que nos hace exclamar ¡Abbá!, Padre mío-«Padre
Nuestro…». Muchas veces recitamos el Padre nuestro, pero pocas veces oramos al

177
Cfr.: OTTO, W. F., Teofanía: el espíritu de la religión griega, sexto-piso, Madrid, 2007: p 17.
178
Cfr.: VON RAD, G., Teología del Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca, 1971: pp. 147-159;
534-548.

114
Padre como Jesús solía y nos invita a hacerlo. Y fácilmente hacemos de Yahveh un Dios
solitario, viviendo para sí mismo, a pesar de tan hermosa oración: «Padre nuestro…». En
realidad Jesús nunca estuvo solo. En verdad que sólo el camino de la oración, traza la
senda del discípulo y configura las palabras de su testimonio. Desde el Antiguo
Testamento, el salmista conoce a Dios como Padre, para honrar al Dios creador, por una
parte, pero por la otra, para referirse al Dios misericordioso, solícito con aquellos que por
su voluntad ha constituido hijos (Sal 103, 13-14), un sentir muy peculiar del pueblo de
Israel a diferencia de la paternidad ya manifestada en religiones de oriente179.

b) La revelación del Padre en la metáfora del Hijo

Uno de los temas teológicos más importantes de Éxodo es, justamente, la afinada
idea de Yahveh como Señor de la historia180, en este libro se muestra la tensión entre
libertad humana y la iniciativa divina. Si hemos de buscar un soporte veterotestamentario
de la Revelación, indudablemente que el Éxodo nos proporciona importantes
presupuestos. Ya desde entonces se conoce esta relación entre Dios y los hombres que,
a diferencia de otros fenómenos religiosos, aquí, el Dios de Israel, desea establecer una
Alianza con su pueblo de talante personal; se trata de un vínculo personal y, por lo tanto,
ha de ponerse en juego la libertad del hombre, mejor dicho: con la libertad del hombre
Dios se juega su poder entero.
Junto al Génesis, que nos da testimonio del beneplácito inefable de Dios que, en el
misterio de su amor, crea el mundo dando orden; está el Éxodo, que narra el drama
constante del designio divino y la libertad humana. Así como la historia
veterotestamentaria del pueblo de Israel se describe como un drama entre dos libertades,
así la revelación del Padre en el Evangelio (la auto-donación graciosa del Padre en el
Hijo) se presenta intrínsecamente dramática. Pero para comprender adecuadamente esta
hipótesis dramática, es necesario oponer la mera concepción del drama según los
griegos, en donde surgió éste como un arte y un género teatral, al concepto de drama
trasvasado al vocabulario teológico. Nos dejaremos guiar por von Balthasar
germinalmente, así como por otros teólogos circunstanciales en este caso, como Kevin J.

179
Cfr.: JEREMIAS, J., ABBA. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca, 2005:
p. 21.
180
William R. Farmer, Armando Levoratti, Sean McEvenue, y otros., Comentario Bíblico
Internacional-Éxodo, EVD,

115
Vanhoozer o Augusto Boal, que, a su vez, siguen en sus grandes líneas, los
planteamientos del teólogo suizo.
La oposición fundamental se encuentra en la idea lineal y teleológica del tiempo
fraguada en la filosofía griega que repugna la idea escatológica y evolutiva impresa en la
teología de la creación como ingrediente genuino del cristianismo. Sabemos que no pocas
culturas de oriente lejano y próximo tenían una peculiar fascinación por el círculo, a cuya
forma asociaron la eternidad e inmutabilidad divina, y en consecuencia, lo verdadero. Aquí
solo cabe la circunlocución y no la evolución, menos aún lo nuevo y lo distinto: venimos
de lo mismo y vamos hacia lo mismo (nihil nobum sub sole). El drama, es pues, la
conciencia de esta catastrófica situación, y a esta representación del tiempo se adosa la
tragedia griega, condenada a la ananké (Ἀνάγκη o Ἀνάγκαιη)181: un destino inevitable.
Pero la fe cristiana nos invita a creer que el tiempo es irreversible y que no puede
condicionar—solo hasta cierto grado—el presente que nos impulsa hacia un fin, que nos
dirige hacia alguna meta sin posibilidad de involución: el tiempo es historia y la historia es
historia de la salvación. En esta fe, no cabe una idea de drama irremisible, cuyo fin deba
ser un destino catastrófico; aunque no podemos sustraer el factor «negativo»—porque
entonces dejaría de ser drama—sí podemos darle un sentido nuevo, tal cual lo realizó
Jesucristo: en la muerte catastrófica que mundanamente es desprecio y fracaso, se haya
el sentido profundo de ser victoria y gloria.
Por la muerte de Jesucristo, el drama, en todo caso, ha tomado un nuevo sentido para
los cristianos. Por ello, los relatos evangélicos preparan al lector para realizar una
auténtica metanoia que, intrínsecamente, nos prefiguran el final. No un final como
eliminando el desenlace catastrófico, sino como viviéndolo en la hondura de principios y
valores diferentes que no responden al mundo, sino a Dios. En esta dinámica vivencial, la
fe es simultáneamente una respuesta a Dios y al mundo. El valor pedagógico del
evangelio de Marcos es sobremanera especial, porque nos muestra un conveniente
itinerario del discípulo que se encamina para ver morir a su maestro y, sobre todo,
saberse llamado a una muerte similar. El autor, pues, no se cansa de decirnos que el
motivo del discípulo por seguir a su maestro, no está en la fuerza (virtud), sino en la
debilidad. Ser discípulos significa «ir detrás de alguien»: es adherirse a alguien. Notemos
que inclusive los demonios saben con mayor precisión quién es Jesús, pero es claro que
son demonios, porque no le siguen, no van en pos de él: no pueden ser sus discípulos.

181
Anankaia, la madre de las Moiras y la personificación de la inevitabilidad, la necesidad y la
compulsión.

116
El drama, visto desde el cristianismo, ha de tomar una nueva dirección, no por la
alteración de sus «actos», sino por la hermenéutica de la Cruz. Quizás este entendimiento
cristiano de la historia humana, pocas veces se halla entendido de esta forma, incluso por
los mismos teólogos que, muchas veces optan por una visión triunfalista del
acontecimiento de la cruz que hace del dolor y el sufrimiento humanos, algo así como una
prueba que engrandece a la persona y la yergue con el poder de la virtud; pero no es así.
Como lo expresa Jürgen Moltmann—en escueta paráfrasis—no se puede hacer teología
sino se tiene a la cruz como medida de su propia crítica182. El efecto salvador de la cruz
supone un acontecimiento desgarrador, es más: la muerte del Dios que ha logrado
ceñirse en la cabeza la corona de humildad y de grandeza. Jesús no se sustrae al drama
de su vida justa, de una vida dirigida por el amor, entregada por el amor. La razón del
drama está en el amor, como solía decirlo san Agustín: «Si no quieres sufrir, no ames;
pero si no amas, ¿para qué quieres vivir?».
Hay una paradoja fundamental en la creación, en el espacio visto por el sujeto,
aprehendido e interpretado, en sentido estricto, en la situación de la existencia que es la
creación: es la experiencia de un anhelo tal, que se dirige a su objeto por sí mismo (amor)
y la tensión del sufrimiento, el dolor. Ambas experiencias son, de hecho, pero no de
derecho, y he ahí la pregunta que vuelve este estar-en-el-mundo un escenario dramático,
implicando todos los resortes de la libertad humana tendidos hacia la decisión personal
que articula la historia de uno, en la historia de los otros, que hace posible la participación
de los actores en cualquier lugar del escenario. El padre Chenú no vacila al decir que «los
lugares del creyente y del teólogo son la entera vida positiva de la Iglesia, sus
comportamientos y sus pensamientos, sus devociones y sus sacramentos, su
espiritualidad, sus instituciones, sus filosofías, según la amplia catolicidad de la fe, en su
espesor de historia y sobre el espacio entero de la civilización183». No pudo haberlo dicho
mejor; en el fervor de su espíritu, se desplazó hasta los rincones de la escena.
Aquello de que «Dios está en todas partes», según reza un viejo manual catequético,
se debe interpretar en función de nosotros; tal afirmación no puede ser sino para consuelo
nuestro y no por alarde a una cualidad de Dios que constate su omnipresencia;
ciertamente que él no necesita constatarse; pero nos es favorable a nosotros porque es

182
Cfr.: MOLTMANN, J., El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca, 1975: pp. 50-64.
183
CHENÚ, M-D., Le Saulchoir. Una escuela de teología, Introducción de G. Alberigo, Casale
Monferrato (1982) 42-44; 51-53.

117
como decir: ‘tú no estás solo’, y esto sí nos afecta, porque el sentirse solo es una cualidad
del hombre. Dios, no es pues, el centinela de la noche, sino la compañía de los hombres.

7.4. El ser visitado del hombre: identidad poética del don percibido

Afincados ya en un plano cuyas coordenadas están fijadas (El lenguaje, en primer


lugar; la poesía, como figura específica del mismo; ambas en el habitáculo de la
existencia: en el hombre, reinterpretado por y en Jesucristo, el portador claro y absoluto
del Padre y por lo tanto, metáfora suprema en la que se deja sentir), toca discurrir sobre
las líneas definitivas de la forma poética, que sería algo así como la ley gravitatoria a la
que se circunscriben las demás categorías. Que sea ley, no por su obligatoriedad, sino
por su fuerza de atracción; ley en aquel sentido compartido por R. Guardini: «La ley de
gravitación vale para la piedra igual que para la planta, para el animal como para el
hombre, para el tonto como para el genio, para el egoísta como para el santo. Pero el
modo de desarrollarse la pesantez en cada uno de ellos, la forma de realización, el
carácter y el sentido que tengan sus movimientos, no depende de la ley, sino de la
naturaleza de los seres en cuestión184». La afirmación de las cosas como testimonio del
ser que nos conduce a la afirmación de nosotros mismos, no repugna la apertura hacia
Dios, como ya lo hemos dicho una y otra vez y de distintos modos. Es necesario, antes
que cualquier otra acción, establecerse en «sí mismo». No como una actitud egoísta, sino
como un punto de apoyo en el cual el amor a Dios y el amor al prójimo son resortes que
mueven mi ser. Sin la certeza de mi propio ser, se hace imposible toda relación con Dios,
autor del ser, porque su amor no tendría lugar a donde llegar. Un descuido de sí, es la
exageración igualmente dañina del engrandecimiento de lo otro.
A menudo, se asocia a los poetas con una actitud egoísta que los distancia del
parecer cristiano; pues el mandato de Jesús distendido en la práctica es la de amar a Dios
y amar al prójimo. Los poetas, entonces, se excluyen de este deber divino en su quehacer
o en cuanto se muestran egoístas. Pero si entendemos bien el planteamiento creo que
cabe preguntarse si ¿en la teoría de la caridad no existe un cierto egoísmo que podemos
calificar como benévolo? Justo en Tomás de Aquino existe una primacía del amor de sí
mismo que no pocas veces se ha percibido en su importancia, o se ha querido paras por
alto. Bajo el gobierno del mandamiento de oro, de amar a Dios en primer lugar, continúa

184
GUARDINI, R., Los sentidos y el conocimiento religioso, Cristiandad, Madrid, 1965: p. 138.

118
acentuando el amor al prójimo como imperativo e inexcusable, pero recordemos que
previo al tratado de la caridad (dentro, a su vez, de las virtudes teologales), están las
cuestiones antropológicas. En otras palabras, Tomás, antes de hablar de caridad como
virtud proveniente de Dios, ya ha tratado la constitución teológica del hombre que, por
decirlo con una palabra, diríamos que es el tratado del amor a nosotros mismos en
consonancia con el «amarás a tu prójimo como a ti mismo». El amor propio está
genéticamente impreso en nosotros, como reducto inalienable de todo amor. Y si
buscamos a Dios es porque lo identificamos como nuestro bien. Con razón Max Scheler
inicia su estudio fragmentario del Ordo Amoris con una afirmación inevitable: «Me
encuentro en un inmenso mundo de objetos sensibles y espirituales que conmueven mi
corazón y mis pasiones185». «Me encuentro…», he aquí el ápice decisivo: encontrarse,
para poder luego, encontrar lo otro, que a pesar de ser «inmenso» no nos puede
confundir ni disgregar. Porque el «yo» que puede estar aquí o allá tiene un peso propio,
es que se «deja conmover». Quizás la osadía del poeta ha consistido en haber podido
encontrarse y nosotros lo hemos interpretado como egoísmo.
Volviendo a Tomás—seguramente en compañía de Scheler, ahora que ambos
disfrutan del cielo—«el orden de la caridad…procede de la naturaleza. Es por la
naturaleza por lo que todo ser se ama más a sí mismo que a los otros; este orden de la
caridad, pues, subsistirá en la patria186». Es como si existiera una convenietia, concepto
reiterativo en Tomás a pesar de ser tan caro. En términos actuales, podemos hablar de
complicidad, según el lúcido entender de Julia Kristeva187. El cello de tal aseveración
indudablemente que pertenece a la pluma de Ch. Baudelaire: «el amor es un delito que
solo puede cometerse con dos cómplices».
En definitiva, la forma poética de la revelación cristiana, es forma, porque el
delineamiento con el cual podemos identificarla está vivo, así como están vivas las olas
del mar, las corrientes de aire, el colorido de una flor o el cuerpo humano. La forma es
principalmente, trayectoria vital donde se eslabona lo sucedido en la historia como don de
Dios. La historia de la salvación es la narración polifacética de la compañía divina, en su
forma experimental (arcaísmo); en su estabilidad formal (clasicismo) y en su liberación
formal (barroco)188; así como en su concreción formal (poética). Etapas que se van
realizando (reificando), en la materia, el espacio, el tiempo y el espíritu. No hay forma sin

185
SCHELER M., Ordo Amoris, Caparrós editores, Madrid, 2008: p. 21
186
S. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologica II-II, q. 26, a. 13.
187
KRISTEVA, J., Historias de amor, Siglo XXI, México, 1987: p. 178.
188
Cfr.: ANCESCHI L., La idea del Barroco, Tecnos, Madrid, 1991: pp. 109-113

119
materia, como no hay materia sin espíritu. Es poética, porque alcanza el espectro definido
de la inmortalidad, porque es palabra imperecedera y rebosante; plática y sinfónica. Es
poética porque la carne del hombre, asumida por Cristo, es poema; en el orden del
razonamiento, la carne es la condición sine qua non de la formalidad poética. La
especulación, la historia, la ciencia, la política, la moral y en general, todos los temas de la
prosa pueden alegrarse de su cuadratura; no así los poetas, cuyo verso dista siquiera de
alguna circularidad. Ya de entrada, su apariencia es musical y personal al mismo tiempo,
sujeta a una extraña exigencia divina.
Es finalmente, revelación cristiana porque es manifestación de lo Absoluto en la
limitación de lo finito, en el hombre llamado Jesús de Nazaret, en cuya muerte de Cruz se
inquiere por la naturaleza de lo humano y de lo divino; porque en lo humano se nos revela
la forma de vivir de lo divino como sólo nosotros podemos comprenderlo. En la cruz no se
subraya las cualidades divinas de Jesús, desde luego que no. Lo único visible es un
hombre que agoniza y desespera de Dios189. ¿A caso no es está nuestra propia situación?
Así como en la vida de Jesucristo hay alegría y transfiguración; hay también agonía y
desesperación, y sin embargo, los cristianos, a los pies de la cruz decimos: ‘este es Dios’.
«Lo que está presente en la forma existencial de la humillación no es ni el Logos, ni la
humanidad o divinidad de Cristo, sino la persona misma del Dios-hombre […]. Cristo se
oculta en la oscuridad de este escándalo190». La manera en cómo se realiza la humillación
es un acto del Encarnado en su integridad. Es el climax de la Pascua de Jesús, como la
Resurrección es la última palabra del Padre. ¡Qué maravillosa revelación, que no ha
escatimado recurso para hacerse visible! Por eso, la expresión favorita con la que suelo
aludir a este gracioso misterio es el de «Emmanuel», un término que la liturgia romana
bien ha introducido en las antífonas de adviento y navidad como un verdadero epítome de
cristología. Su primera connotación es la expectativa y la sorpresa, el asombro de la
nueva Iglesia ante el misterio de un Dios hecho hombre191. Cuando hablo de este inasible
misterio me veo forzado a introducirme en el aspecto sagrado del lenguaje que en la
historia, buscamos sea la alabaza admirativa común, de tal forma que todo creyente
pueda alabar lo que sólo los cristianos podemos creer: el Dios-hombre.

189
BONHOEFFER, D., ¿Quién es y quién fue Jesucristo? Su historia y su ministerio, Ediciones Ariel,
Barcelona, 1971: p. 82.
190
Ibidem.: p. 83.
191
«Oh». Esta aclamación inicial sirve para subrayar la fascinación de quien contempla algo
inaudito y admirable.

120
En las siete antífonas primitivas que conserva nuestra liturgia para el tiempo de
adviento (sobre todo para la última semana) guardan una comprensión cada vez más
profunda del misterio de Cristo, sirviéndose de títulos y expresiones de la Biblia. Jesús es
aclamado como Sabiduría, Pastor, Sol, Rey, Emmanuel. Todos estos títulos son
necesarios para comprender su identidad, aunque todos son insuficientes, ya que el
misterio de Cristo nunca puede ser totalmente explicado con palabras. De ahí que la
exclamación admirativa «Oh», con la que inicia cada una de las antífonas, sea tan
importante.
En el original latino, comienzan así: O Sapientia (sabiduría, Palabra de Dios dirigida a
los hombres); O Adonai (Señor poderoso); O Radix (raíz, renuevo de Jesé); O Clavis
(llave de David, que abre y cierra); O Oriens (oriente, sol, luz); O Rex (rey de paz); O
Emmanuel (Dios-con-nosotros)192. Leídas en sentido inverso, las iniciales latinas de los
títulos de Cristo forman el acróstico Ero cras, que significa «seré mañana», «vendré
mañana». Estamos, finalmente, ante la respuesta del Mesías a la súplica de sus fieles,
que le dicen: «Ven pronto». Esta idea, escondida en las antífonas, se formula con claridad
el día 24 por la mañana: «Hoy sabréis que viene el Señor, y mañana contemplaréis su
gloria». Por la tarde, la Iglesia afirma convencida: «Cuando salga el sol, veréis al Rey de
reyes, que viene del Padre, como el esposo sale de su cámara nupcial193». Los anuncios
de los profetas, las esperanzas de la Iglesia, finalmente, van a tener cumplimiento.

En la forma poética condensada en la liturgia, el cristiano canta las hazañas de Dios,


no en una barata idea de triunfalismo, sino en el poder impotente del abajamiento, la
humildad y la pequeñez, tal es la fuerza del Benedictus en los labios de quien lo recita:

Bendito sea el Señor, Dios de Israel,


porque ha visitado y redimido a su pueblo,
suscitándonos una fuerza de salvación
en la casa de David su siervo,
según lo había predicho desde antiguo,
por boca de sus santos profetas».

Dios mira a aquellos que elevan sus ojos desde la profundidad de su indigencia,
porque desde esta misma hondura nos ha devuelto la vida; vida en abundancia y alegría.

192
Por estas fechas se celebra Nuestra Señor de la Esperanza (o de la Expectación) que, a razón
de esta redundancia lingüística, fue llamada «Virgen de la O», un dato curioso ofrecido por Boecio (s. V).
193
Liturgia de las Horas según el rito romano, T. I (Adviento y Navidad), Desclée de Brouwer-
Buena Prensa, México, 2007.

121
Por su forma (poética) sabemos los creyentes que al Benedictus de la mañana, solo
puede corresponder el Magníficat del atardecer, porque es la exclamación humilde de la
mujer, la Sierva de Yahveh:

«Proclama mi alma la grandeza del Señor


Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador;
Porque ha mirado la humillación de su esclava».

No hay testimonio más claro y fervoroso que el de Juan a la hora de instruirnos


acerca de la revelación: «La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros (Jn 1,
14)», de suerte que podemos tocarla y más adelante menciona aquello de la «palabra de
vida» que, junto a «[…]porque la vida se ha manifestado (1, 4)» constituyen las premisas
elementales de lo que podemos tocar y ver: la Palabra; para que no solo los ojos del
corazón (en términos de Agustín) se degusten con ella (Sal 27, 4), sino que también la
carne sea contemplada por los ojos corporales. Somos visitados para ser atraídos en la
magnitud del amor que deja de prometer para enviar; deja de ser diferida, para ser
concedida. No hay mejor expresión del amor que nos mueve en cosa tan manifiesta. En la
presencia de un niño hallamos la primera prueba de Dios, porque hasta Jesús, cuando
adulto, necesitaba de una prueba de su Padre, de saberse acompañado y sostenido por
el y ¿Cómo y dónde la descubrió?: en el rosto de los niños, de aquí que los amase tanto.
«Los ojos de esos niños le hablaban de Dios y se sentía atestiguado, cerciorado, cada
vez que esa experiencia llegaba a turbar su alma194». Ya imagino a cuantos pudieron
mirar a Jesús en sus ojos de niño, en aquellos primeros años de su travesía por el
mundo´. Creo que para entonces fue más fácil hacer comprender a los otros Cuando se
pregunta San Bernardo—imagino que al pronunciar estos sermones, despabilaba de
emoción y grandiosidad—«¿Qué amor puede ser más grande que el del Verbo de Dios,
que por nosotros se ha hecho como la hierba débil del campo?», mientras el salmista
exclama: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? (Sal 144, 3); y continúa el
Doctor melifluo: «Nos ha dado una grande prueba de su amor al querer que el nombre de
Dios fuera añadido al título de hombre». Ya por Cristo, que el ser humano sea hombre es
solo un «título» que se adosa al designio salvífico de compartir la divinidad en una
complicidad amorosa hasta el extremo. Tal vez Ireneo de Lyon encontró apenas una
mesuradas palabras para aquietar el efluvio poético que un San Bernardo no hubiese
escatimado: «Entregó su alma por nuestra alma, su carne por nuestra carne y derramó el

194
Op. cit.: El hombre […]: p. 98.

122
Espíritu del Padre para operar la unión y la comunión entre Dios y el hombre195». Puedo
decir que, la forma poética de la revelación es, en su figura delineada, una teología de la
visitación.

195
SAN IRENEO, Adversus Haerejes., I, 1 (PG, 7, 1121)

123
CONCLUSIÓN

124

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