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EL MINISTERIO DE

PROPAGANDA DEL CARDENAL


RICHELIEU
Publicado por Alejandro García

Richelieu, el padre Joseph y unos mininos en Richelieu et ses


chats (detalle), obra de Charles Édouard Delort, ca. 1885.
Sorprende la extrañeza con la que Occidente ha reaccionado al
descubrimiento del aparato de desinformación desplegado por la
Rusia de Vladímir Putin para intervenir en política exterior. Y
sorprende que le hayamos puesto un nombre nuevo, fake news,
como si las noticias falsas fueran algo tan novedoso que
necesitara bautizarse, cuando su uso es bastante conocido. De
hecho, se han puesto antes en circulación, con mucha más
parquedad de medios y la misma o mayor efectividad y
discreción. Tanta que incluso hoy en día siguen siendo una
realidad desconocida para muchos. Un ejemplo de manual
ocurrió precisamente en un país que hoy figura entre los
afectados por las acciones rusas: Francia.
Hacia el año 1618, a pesar de una aparente tranquilidad, Europa
se acercaba al desastre. El mastodóntico imperio de los
Habsburgo controlaba desde Madrid y Viena un conjunto
heterogéneo de territorios bajo un eje ideológico común: la
supremacía de la fe católica como elemento pacificador de
Europa. A grandes rasgos, la ideología de la monarquía hispánica
era una derivación del concepto imperial de Universitas
Christiana de Carlos V, conseguir una Europa católica, unida y
en paz, con el añadido de que esta misión correspondía a la rama
española de la familia, dada la cortedad de recursos del
emperador austriaco. Aun sacudida por el impacto de la Reforma
protestante —sus irreductibles enemigos—, la constelación de
países europeos que formaba el Imperio Habsburgo seguía
siendo lo suficientemente poderosa como para haber conseguido
imponer una pax austriaca en cuanto Madrid pudo apagar los
fuegos que había prendido Felipe II con su política de
intervención contra Holanda, Inglaterra y Francia.
Si había una nación europea a la que esta hegemonía podía
preocupar, era sin duda Francia. Se trataba del país más poblado
y rico del continente, por lo que el riesgo de quedar relegada a
potencia de segundo orden y caer bajo la influencia Habsburgo
era especialmente inquietante para los monarcas de la casa de
Borbón, que, procedente de la Baja Navarra, había sustituido a
los Valois en el trono y por tanto en la pugna con los Austrias.
Esta amenaza no era simplemente una paranoia francesa:
acudiendo a un mapa de la época se puede comprobar
gráficamente cómo la posición geográfica de Francia se ubicaba
justo en el centro del cinturón Habsburgo, completamente
rodeada: España, el Mediterráneo Occidental, Génova, el
Milanesado, más los territorios que formaban parte del Camino
Español, zona de paso de las temibles tropas imperiales para
llegar desde Milán a la espada que se cernía sobre su cabeza,
Flandes.
Tenían allí los Austrias españoles un enorme ejército que sumaba
hasta setenta mil soldados destinado a sofocar la rebelión
calvinista holandesa, pero nadie aseguraba que no pudieran ser
utilizados para otros menesteres, como comprobaron los propios
franceses en 1592, año en que Alejandro Farnesiolevantó el
asedio protestante de París con sus temibles tercios. Si los
Habsburgo lograban por algún medio hacerse con el control del
Atlántico norte o derrotar totalmente a holandeses o
protestantes alemanes, la pinza sobre Francia se habría cerrado
definitivamente.
Tanto Francia como la alianza hispano-austriaca tenían
perfectamente claro que la paz de principios del siglo XVII era
engañosa, un mero respiro para que las arcas de unos y otros se
llenaran de nuevo hasta el siguiente encontronazo que decidiera
quién sería la primera potencia europea. En el momento en que
se produjo la crisis bohemia con la defenestración de Praga y
estalló lo que después se llamó guerra de los Treinta Años, los
analistas políticos franceses y españoles llevaban ya tiempo
preparándose para el choque.
De la necesidad, virtud
La posición francesa en el momento del estallido del conflicto es
bastante delicada en general, con grandes inconvenientes y
algunas fortalezas interesantes. Además de estar rodeada por
zonas controladas por los Habsburgo o aliadas con ellos, la
situación interior no era precisamente muy boyante. Hacía justo
veinte años del final de las guerras de religión que desgarraron
el país y las heridas de la intervención española aún escocían.
Enrique IV, el primer rey protestante que había tenido Francia,
había sido asesinado en un atentado por un monje católico
fundamentalista y le había sucedido Luis XIII. La facción política
mayoritaria era el «partido devoto» católico —aunque fracturado
en varias corrientes internas, según su posición más o menos
hispanofílica—, pero existían poderosos nobles protestantes por
todo el país. La política exterior francesa era por tanto como la
cópula del erizo, había de hacerse con mucho cuidado: cualquier
movimiento en falso podía provocar una nueva guerra civil.
Sin embargo, la diversidad confesional y los lazos que los
protestantes franceses tenían con sus homólogos suizos,
holandeses o alemanes, más la necesidad de abrir ese bloqueo
hispánico le facilitaban a la monarquía borbónica el
establecimiento de alianzas con virtualmente cualquier potencia
que fuera enemiga de los Habsburgo, una política que se
remontaba a los escandalosos pactos de los Valois con los
otomanos. Únicamente se precisaba una justificación ideológica
para ello y, cómo no, un hombre de Estado lo suficientemente
resuelto como para dirigir con mano firme a Francia en el exterior
sin desestabilizar la nación.
En los primeros compases de la que sería a la postre la primera
guerra a escala mundial de la historia, Francia se veía a sí misma
como una nación acorralada, acosada por un rival que trataba de
empujarla a un papel subordinado mientras imponía su visión
monolítica de Europa y que no tenía tapujos en intervenir en sus
asuntos internos si era necesario. Si estos paralelismos con la
actual Rusia no fueran suficientes, en 1624 ascenderá al cargo
de primer ministro de Francia Armand-Jean du Plessis,
cardenal-duque de Richelieu, villano de cabecera de cientos de
novelas románticas y figura controvertida a la que le aguardaba
la ingrata tarea de estabilizar el país mientras libraba un conflicto
internacional a gran escala sin declarar abiertamente la guerra.
El cardenal, al igual que su alter egohispano, el conde-duque
de Olivares, se guiará por unos objetivos muy bien definidos
para cuya consecución no vacilará en imponer recaudaciones
extraordinarias, aplastar rebeliones internas, buscar aliados
improbables y, en definitiva, utilizar todos los recursos a mano.
Incluso los más impopulares, originales o de dudosa moralidad:
Richelieu tenía una importante misión que cumplir y no había
venido a hacer amigos precisamente.
El arte del libelo
Uno de los pilares de la acción política francesa consistía en
construir una ideología alternativa a la Habsburgo, que pasaba
por desligarse de la dimensión religiosa y poner toda la carne en
el asador de lo que se veía como imperialismo y agresividad
española. Dado que la ortodoxia religiosa implicaba que las
potencias católicas debían entenderse para atajar la amenaza
reformista —lo contrario de lo que Francia estaba haciendo—, era
imprescindible justificar las alianzas con herejes y otras
jugarretas de la realpolitik en función de la razón de Estado. La
idea de que España y Francia eran dos potencias irreconciliables,
cuyos intereses eran totalmente opuestos y además se debían
tener antipatía mutua, pasando la religión a un segundo plano
en la diplomacia internacional, se convirtió en el eje de la
doctrina nacional.

(Click en la imagen para ampliar). Diseño de relajaelcoco.


Esta cosmovisión novedosa encajaba perfectamente con la línea
adoptada por Francia en política exterior. Durante los primeros
años de guerra y ante la fulminante intervención española, los
franceses se mantuvieron en un segundo plano, sabiendo que
era demasiado arriesgado plantear una intervención armada,
contentándose con incordiar a los Austrias en frentes secundarios
como La Valtelina. A los españoles, en guerra con casi todo el
mundo hereje, les iba bien así. La llegada de Richelieu al Consejo
Real supondrá un viraje espectacular hacia un carácter mucho
más firme y la determinación de frenar al Imperio sin forzar la
guerra: en 1624 firma un tratado para financiar a los rebeldes
holandeses, mientras que desde la sombra intentará forjar una
alianza anti-Habsburgo entre los protestantes alemanes,
Inglaterra, Dinamarca, Suecia o las Provincias Unidas sin
implicarse directamente. Se desató de esta manera una curiosa
«guerra fría» entre ambas superpotencias.
En el ámbito interno, la rebelión hugonote de los hermanos
Rohan (los duques de Rohan y Soubise), que acabó con la
famosa caída de la fortaleza de La Rochelle, y el Putsch que
intentaron la reina madre María de Médicis y el hermano del
rey, Gastón de Orleans, para deponer a Richelieu y formar una
alianza católica con España pusieron a las claras la necesidad de
formar un frente homogéneo de oposición frontal a los Austrias.
Y aquí es donde el cardenal pondrá en marcha una herramienta
fundamental en su lucha, además del oro y los soldados: un
fabuloso aparato de propaganda.
En honor a la verdad, los franceses no son los primeros en
plantear la batalla de la polémica escrita para sostener sus
objetivos políticos y encontrar apoyos para su causa. Richelieu
tuvo muy en cuenta la experiencia de unos auténticos maestros
de la agit-prop, la exageración, el bulo o el libelo: los calvinistas
holandeses. Los luteranos habían hecho desde el principio un uso
intensivo de esa tecnología punta que era la imprenta para
producir masivamente ejemplares de la Biblia, pero pronto le
encontraron otras utilidades. Lutero había señalado el camino,
y para cuando los súbditos holandeses de Felipe II se rebelaron
contra su señor, los fanáticos reformistas desataron una
campaña de difamación sin precedentes contra España; sus
soldados eran bestias crueles, sus sacerdotes, agentes de
represión del catolicismo, y el pobrecito Guillermo de Orange,
un santo varón. Recogiendo numerosos tópicos anticatólicos y
abiertamente racistas —para Lutero los hispanos eran welsch,
término despectivo para referirse a los mediterráneos—, los
holandeses desarrollaron toda una florida publicística que
contribuyó a forjar la leyenda negra española.
El cardenal era lo bastante inteligente como para apreciar el
enorme potencial propagandístico que desplegaban los
calvinistas, así que se propuso utilizarlo en su favor para difundir
su ideología. Decidió formar un grupo de escritores a su servicio,
que crearon todo tipo de panfletos justificatorios de la política de
Richelieu o injuriosos para España. El encargado de coordinar
estos esfuerzos fue un monje capuchino de total confianza de
Richelieu, François Leclerc du Tremblay, más conocido como
el padre Joseph. O también, debido al color de su hábito y al
título de cardenal, como «la eminencia gris», apodo con que pasó
a la historia. Los capuchinos, convenientemente cercanos al papa
y puestos al servicio del valido francés, se convirtieron en
eficientes informantes —por no llamarlos espías— y agentes de
propaganda. A pesar de que no existían medios como internet,
donde abundan las más variadas formas de camuflar
identidades, los monjes se las arreglaron para pasar eficazmente
desapercibidos; de hecho, la mayoría de los autores de los
pasquines franceses son poco conocidos a día de hoy.
En 1625 Jérémie Ferrier publicó el Catholique d’Estat, en el que
defiende la razón de Estado como principio rector en política, y
Christophe Balthazard, el Traité des usurpations des rois
d‘Espagne, que, como su propio título indica, habla de la
rapacidad de la Corona española, rebate su derecho al dominio
de varios territorios patrimoniales y pone a los Habsburgo a caer
de un burro. En el terreno de la antipatía mutua, los monjes de
Richelieu araban sobre terreno abonado: ya durante las guerras
de religión comenzaron a aparecer en Francia algunos memes
insultantes sobre los españoles. De nuevo, sus soldados eran
salvajes sin civilizar —a pesar de que los españoles constituían
el 10 % de los ejércitos imperiales, se mencionaba a estos como
si fueran totalmente hispanos— y sus gentes, primitivas,
orgullosas, fanfarronas y ladronas. Se incidía además en su
dudoso origen racial, mezclado de sangre judía o sarracena.
Desplazando deliberadamente el foco de los rasgos e intereses
comunes, ya que implicaban la religión católica, a las diferencias
reales o inventadas entre los súbditos de ambas monarquías, la
publicística francesa sentó las bases de una nueva filosofía
basada en el sentimiento nacional y no el religioso. Siendo la
última nación en producir propaganda antiespañola, al eliminar
el elemento anticatólico resultó tremendamente novedosa y tuvo
una decisiva influencia en la difusión de una rivalidad y una
imagen xenófoba que ha sobrevivido hasta nuestros días.
Esta campaña «periodística» tuvo su contraprogramación por
parte de Olivares, que a su vez se encargó de reclutar a diversos
escritores para replicar a los franceses, si bien estos tenían
mayor categoría literaria: Adam de la Parra, Saavedra
Fajardo, Pellicer, Céspedes, Meneses o incluso Quevedo
pusieron sus plumas al servicio de la monarquía. Sin embargo,
la máquina francesa parecía imparable; mientras los españoles
se centraban en refutar los argumentos esgrimidos por Francia y
ponerlos en el marco del catolicismo común, los franceses
tuvieron un éxito arrollador empleando lo que hoy se conoce
como «discurso del odio».
La batalla panfletaria alcanzó un punto crítico cuando Suecia, que
había entrado como un huracán en la guerra del lado luterano,
fue destrozada en las batallas de Nördlingen y Lützen, quedando
literalmente fuera de combate. Richelieu vio claro que había
llegado el momento de entrar en la pelea y el padre Joseph en
persona publicó en 1635 la Déclaration du Roi sur l‘ouverture de
la guerre contre le Roi d‘Espagne, exposición de motivos
esgrimida en nombre de Luis XIII para declarar la guerra,
aprovechando un confuso incidente menor, en la que se
mencionaban todas las ideas comentadas. A la publicación le
sucedió el acto formal: el 19 de mayo de 1635, Jean Gratiolet,
ataviado con el antiguo atuendo de heraut d‘armes de los reyes
de Francia, llegaba a Bruselas con la misión de presentar el
manifiesto al gobernador de los Países Bajos, el cardenal-
infante don Fernando, como representante del rey de España.
Sin embargo, este se negó a recibir al enviado francés, alegando
que no portaba ningún tipo de acreditación como tal. Gratiolet
volvió a Francia no sin antes leer la declaración en público y
clavar una copia en un árbol antes de abandonar Flandes. La
guerra había comenzado.
Aunque la respuesta hispana, entre la incredulidad y el estupor,
no se hizo esperar, ya era demasiado tarde; los franceses iban
un paso por delante en la iniciativa propagandística. La evolución
de las campañas militares y la derrota final de la monarquía
hispánica consagraron el triunfo de un nuevo modelo de
diplomacia política, el estatus de Francia como primera potencia
continental, una cosmovisión donde la religión perdía su papel
central en la acción exterior y, no menos importante, una
antipatía secular francoespañola. La innovación de Richelieu tuvo
tanto éxito que Luis XIV la repitió décadas después para
justificar sus ambiciones territoriales durante la guerra de
Devolución.
Teniendo en cuenta que el resultado de esta política de
intoxicación mutua derivó en siglos de tópicos corrosivos y
recíproca animadversión nacional entre ambos países, desprecio
que tan solo hace unas décadas ha empezado a remitir un tanto,
y que esta situación se consiguió con medios tan precarios como
las imprentas del siglo XVII, asusta pensar hasta qué nivel de
profundidad se puede sembrar el odio y la incomprensión mutua
con las sofisticadas herramientas digitales de las que disponemos
hoy en día para transmitir desinformación masiva
instantáneamente.

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