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EUFROSINE

EL VALOR SOCIAL DEL ARTE

El arte provoca muchas formas de conducta social, desde lo primitivo a lo sublime.


He presenciado la escena muchas veces: el cazador hechizando a sus invitados a
cenar (a su mujer, no tanto) con su relato de cómo capturó la evasiva presa. Por fin la
localiza, le sigue la pista durante días o semanas. En el último momento, todo parece
perdido; pero no, la habilidad y la perseverancia triunfan, y el cuadro-trofeo se lleva
a casa entre los vítores de la familia, los amigos y otros cazadores. Mientras aliso el
niveo mantel, juego con mi postre y miro el reloj, me imagino que estamos volviendo
a escenificar el acto social arquetípico. Es como si estuviéramos desnudos en una
caverna, masticando un muslo de mastodonte alrededor de una hoguera crepitante
mientras Pedro Picapiedra embellece el relato de su cacería.
Menos primitivo tal vez, y más simpático, pero puede que demasiado igualitario
para la sensibilidad del prim er mundo en el siglo xxi, fue un acontecimiento
social de 1285 conmemorado en 1855 por el sensacional lienzo de más de cinco
metros La Madonna de Cimabue llevada en procesión por las calles de Florencia
(1853-1855, f i g . 23) de Frederic Leighton. Este cuadro representa una muestra
de la ciudadanía acompañando alegremente a la que ahora se conoce como la
Virgen de Rucellai (un cuadro de 3 x 4,5 m) en su recorrido desde el estudio del
artista hasta la iglesia de Santa María Novella. Sería difícil imaginar hoy semejante
grado de interés público por la instalación de una obra de arte encargada; además,
los aseguradores probablemente insistirían en que no fuera llevada a hombros
de personalidades de la ciudad. Leighton falleció en 1896, justo antes de que el
motivo de su mejor obra se atribuyera a Duccio.

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C A P ÍT U LO II

fig . 23 FREDERIC LEIGHTON La Madonna de Cimabue llevada en procesión 1853-1855


Óleo sobre lienzo 231,8 x 520,7 cm Colección Real

PRIMEROS ENCUENTROS

Si hubiéramos tenido la suerte de tener padres o maestros capaces de transmitimos un


genuino entusiasmo por el arte a edad temprana, es posible que, independientemente
de lo que hiciéramos para ganarnos la vida o de si podíamos permitirnos coleccionar
arte, no vaciláramos en entrar en cualquier museo o galería para encontrar algo con
lo que disfrutar. También es posible que nos sintiéramos atraídos por la compañía
de personas con el mismo amor a las obras de arte.
Por otra parte, muchos crecen sin haber tenido ningún contacto positivo con el
arte. Temiendo no poseer ni el conocimiento ni el lenguaje para comprenderlo y
comentarlo, evitan consciente o inconscientemente la aproximación al arte y la
compañía de personas relacionadas con él.
Mi interés lo inspiró Anthony Kerr, un pintor bastante tradicional de paisajes
ingleses que daba clases en mi internado. Cuando teníamos 12 años, separó a los
que tenían algunas dotes para el arte del resto, que me incluía a mí. Al “resto” nos
envió a museos y galerías con la sencilla instrucción de encontrar objetos que nos
interesaran y después contarle a él y a la clase qué eran y por qué nos gustaban. Ni
que decir tiene que se trataba de una actividad social. Ir a museos significaba un

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día de libertad en Londres, y aquello era divertido por sí mismo. Elegíamos con
quién íbamos, así que estábamos en compañía de amigos. Y cuando volvíamos,
hablábamos de lo que nos interesaba en clase, que era otra actividad social. Kerr
jamás discutía nuestras elecciones, pero sí la calidad de nuestro escrutinio. Poco
imaginaba yo por entonces que aquellas agradables experiencias intercaladas en
mi “verdadera” educación iban a iniciar un interés que no sólo me proporcionó
una profesión, sino una vida llena de personas fascinantes.
Para muchos, su introducción al arte no es tan afortunada. Algunos coleccionistas
me han contado que cuando eran estudiantes odiaban el arte y no lo entendían
en absoluto, en particular el arte m oderno y contem poráneo. ¿Qué les hizo
cambiar de parecer? ¿Cómo llegaron a entenderlo? Muchas veces, la respuesta
implica un contacto social del tipo “Aquel chico tan guapo me invitó a salir y
me llevó a un museo”.
A principios de los años sesenta, el editor de libros de arte y famoso coleccionista
Harry Abrams tenía un amigo en el negocio editorial, John Powers, que dirigía
Prentice Hall. A Harry le gustaba el arte contemporáneo casi tanto como hacer
proselitismo. Se empeñó en compartir su pasión con John, que al principio no
entendía nada el arte moderno. Exasperado, Harry envió al despacho de John
un conjunto de grandes y coloridos cuadros de Alfred Jensen, como préstamo a
la rgo plazo ( f i g . 2 4 ).

Tiempo después, de visita en Prentice Hall, Harry vio los cuadros, todavía embalados,
en un pasillo. “No sé dónde ponerlos”, dijo John, aunque en realidad tenía mucho
espacio; lo que pasaba era que no los entendía.
Harry cogió los cuadros, buscó la cafetería de la empresa y los colgó él mismo.
“El resultado fue asombroso e inmediato -m e contó John muchos años después-.
Todo el mundo en la empresa tenía una opinión; a unos les gustaban, otros los
detestaban, algunos no los entendían y otros estaban encantados. Pero todo el
mundo dijo algo, y el efecto en la moral fue grande. De la noche a la mañana
me hice converso al poder que tiene el arte para conmover y unir a la gente.”
John Powers, con su esposa Kimiko, se convirtió en uno de los primeros grandes
coleccionistas de obras de Johns, Rauschenberg, Warhol, Rosenquist, Oldenburg

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lllliHIlllllllllllilllHIIIIIIIIIIIIIIIIHililllilllllHIhlillillllllllllllllllllllllllllllllllllllllll
C A P ÍT U LO II

FIG. 24
ALFREDJENSEN
El número entero domina el
universo, Per II, Lo positivo
atrae a lo negativo
1960
Óleo sobre lienzo
190,5 x 124,5 cm
Colección privada

y otros. Pero lo más im portante fue que se convirtió en un infatigable apóstol


del arte contemporáneo, sobre todo en el ambiente financiero. Incluso trató de
convertir a su madre, utilizándome a mí como instrum ento. Yo apenas había
puesto los pies en el negocio, pero John me convenció de dedicar uno de cada dos
miércoles por la mañana a llevar a su madre y sus dos ancianas amigas a museos y
galerías. Nos lo pasábamos muy bien y hablábamos de todo lo habido y por haber,
a veces incluso de lo que se suponía que estábamos viendo. Esto fue antes de la
invención del mayor agente disuasorio contra la comprensión y el disfrute del
arte, la disertación grabada. En lugar de disfrutar con amigos y desconocidos en
los museos, volviéndose unos hacia otros para coincidir o discrepar, eligiendo por

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sí mismos y manifestando ideas y opiniones propias, ahora veo tribus de zombies


con audioguías en las manos. Van de un cuadro “seleccionado para audio” a otro,
absorbiendo diligentemente las palabras escritas por un autor anónimo para que
.as grabe el director del museo (o mejor aun, un actor conocido). Una vez estaba
en una galería visitando una exposición y hablando con un conservador, cuando
le mandó callar con malas maneras un visitante que trataba de escuchar la guía
grabada por el propio conservador. Le estuvo bien empleado. En otra ocasión,
mientras recorría de atrás adelante (que suele ser la mejor m anera de ver una
exposición llena de gente) la exposición Picasso: Los primeros años, 1892-1906
en el Museum of Fine Arts de Boston, vi una señora mayor yendo de un lado para
otro y gritándole a su amiga por encima del sonido de su audioguía “No tengo ni
idea de lo que debo mirar, pero suena bien”.
En febrero de 2011, el Metropolitan Museum of Art anunció que se iba a adentrar
en el campo de la “participación del visitante”, lo que al parecer significa ofrecer
una conexión wifi “para que los visitantes puedan leer y ver vídeos sobre el arte
de todo el museo en sus teléfonos y tabletas”36. Muchísimo más interesante que
mirar cuadros inmóviles y silenciosos en las paredes.
Nada puede superar al producto auténtico, y lo que hemos tenido la suerte de
ser enviados o arrastrados a los museos cuando éramos niños al menos hemos
tenido la oportunidad de ver arte en directo, y no sólo ilustraciones, diapositivas
o, peor aun, imágenes pixeladas en Internet. Al estipular que no quería que las
obras de su colección se reprodujeran jamás en color, el doctor Albert Barnes,
excéntrico coleccionista de Filadelfia, pretendía evitar que la gente confundiera
el color impreso con el pintado. Por muy buena que sea la técnica, el verdadero
color, textura y escala de una obra de arte nunca se pueden reproducir fielmente
en papel o en una pantalla de ordenador. Aprender sobre arte sin experimentar
el objeto mismo es tan fútil como intentar aprender a jugar al béisbol mirando la
televisión y sin tocar nunca un bate, una pelota o un guante. Puedes captar una
idea general y algunos de los principios, pero nunca tendrás ni idea de lo que se
siente al jugar. Cuando yo me planto delante de un cuadro, una escultura, un dibujo
o un grabado, y sobre todo si recorro la colección permanente o una exposición
especial de un museo, soy un testigo presencial. Las ideas y sensaciones que vienen

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a mí son más poderosas y complejas que si estoy sentado en casa con un libes *
mirando un simulacro en un ordenador.
Lo ideal es que el interés por el arte comience con una experiencia social. Los ~ j»
privilegiados tal vez hayan mantenido, de niños, conversaciones en la mesa ao B 3
de la última adquisición de su familia. Es mucho más probable que durante ia.
enseñanza primaria o media te llevaran aun museo con toda la clase, como actívidsir
extraescolar. Si tenías un profesor particularmente comunicativo y brillante, puede
que se encendiera una chispa y puede que el rescoldo permaneciera durante mucii®
años antes de que surgiera la llama de tu interés al hacerte mayor. Los profesoras
a los que no interesa el arte o que carecen de fe en la capacidad de sus alnmrv»
para pensar por sí mismos pueden, convertir el arte en algo incom prensibk •
aburrido para el resto de la vida del estudiante.
La interacción entre un profesor y un grupo de estudiantes es básicamente social, coca:
las interacciones entre los estudiantes mismos. Para una clase bien dirigida que *
agrupa en tomo a un cuadro o una escultura de un museo, el arte puede cobrar xxü.
Si se reduce a un recitado de datos y opiniones ajenas, puede morir.
En una visita a la colección permanente de la National Gallery ofArt de Washingt on
D.C., encontré varios grupos de estudiantes adolescentes, en grupitos.de cuatr:
o cinco, en las proximidades de diversas obras de arte pero sin mirarlas. Vestían
uniformes y yo las catalogué como alumnas de un colegio privado. Dos profesoras
circulaban entre los grupos controlando su actividad. Fingí interés por uno de los
cuadros que habían elegido, escuché y miré. Era evidente que a una estudiante
de cada grupo se le había encargado la tarea de preparar una breve charla sobre
la obra.

Con un murmullo vacilante, la oradora soltó una angustiosa letanía de datos


biográficos y tópicos sobre la historia del arte. Sus oyentes arrastraban los pies,
miraban al suelo y rara vez echaban un vistazo, sin ningún interés aparente, ai
dinámico, asombrosamente vivo y violentamente colorido cuadro de Wassily
Kandinsky que colgaba de la pared delante de ellas. No se me ocurre una manera
mejor de asegurar toda una vida de desinterés por el arte y los museos.

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Un par de años después, estaba recorriendo las galerías del Seattle Art Museum,
y oí delante de mí unas voces muy jóvenes que se alzaban emocionadas. Al doblar
una esquina, vi unos doce niños de ocho y nueve años sentados en el suelo con las
piernas cruzadas, delante de un gran cuadro de Rothko, campos rectangulares
de colores gloriosos. A un lado estaba la profesora, una mujer joven que estaba
intentando que los vociferantes niños hablaran de uno en uno. ¿Por qué estaban
tan excitados? Ella les estaba haciendo una serie de preguntas simples:
¿Qué es lo que ves?
¿Qué te parece?
¿En qué te hace pensar?
¿Cómo te hace sentir?
Los niños se lo estaban pasando en grande compitiendo por expresar sus ideas
sobre el cuadro. No utilizaban lenguaje artístico y no creo que tuvieran ni idea
de quién era el pintor, cuándo pintó el cuadro y cómo se titulaba. Ni falta que les
hacía: estaban completamente absortos, completamente cautivados.
De no ser en nuestra casa, rara vez estamos a solas con una obra de arte. Y dado
que somos seres básicamente sociales, lo que saquemos en limpio al contemplar
una obra de arte queda validado cuando se lo comunicamos a otros, tanto si
están de acuerdo como si no. Si estamos solos en otra ciudad y matamos un par
de horas en el museo, vemos algo que destaca, algo que nos habla a nosotros; y
hacemos una fotografía o compramos una postal como recuerdo, pero también
para recordarnos que tenemos que comunicar la experiencia.
Lo más habitual es que visitemos el museo con un amigo o con la pareja, con tus
padres o con tus hijos. Yo arrastro a mi hija hacia mi Matisse favorito y ella lo que
quiere es mirar ese Dalí tan raro. Mi mujer, que es artista, suele ver la estructura
de una obra de arte mucho más claramente que yo, y esto me resulta emocionante
y absorbente. Algo que a mí me entusiasma, ella apenas lo mira, y después se pasa
minutos mirando una obra de un artista que yo siempre paso por alto. Hablamos
y aprendemos.

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FAMILIA, LEGADOS Y EL MUSEO PERSONAL

A veces, la pasión coleccionista de una persona no sólo cambia su vida, sino que
puede determinar las de sus hijos. Sidney Janis, nacido en 1896, fue un próspero
fabricante de camisas que diseñó una camisa de manga corta con dos bolsillos que
se hizo enormemente popular en los años veinte. Junto con su esposa, Harriet,
desarrolló una pasión por el arte moderno, y en 1948 vendió su negocio y abrió una
galería que se alzó rápidamente a lo más alto de la profesión, exponiendo y a veces
representando a Pollock, De Kooning y otros destacados expresionistas abstractos,
y una década después a varios artistas de la siguiente generación, como Oldenburg,
Diñe y Wesselmann. Le sucedieron en el negocio sus hijos y nietos. Como muchos
galeristas de mucho éxito, reunió una colección personal que rivalizaba con las de
sus clientes. A diferencia de los coleccionistas que buscan la inmortalidad a base
de crear museos propios, o que insisten en que los museos existentes creen galerías
con su nombre para albergar sus colecciones, Sidney y Harriet donaron 103 obras
de su colección al MoMA en 1967, con pocas condiciones. Su incisiva definición de
un auténtico coleccionista era “un hombre que tiene que comprar cuadros, tanto si
puede permitírselo como si no”37.
Hay quien se considera afortunado por haber nacido en una familia de coleccionistas,
pero otros están resentidos por haber tenido que competir con obras de arte por la
atención de sus padres. Más adelante, este resentimiento se puede mitigar cuando
se hereda la colección. Los coleccionistas inteligentes implican a sus hijos en lo
que ellos hacen, van juntos a visitar galerías y hablar con marchantes, e incluso
los llevan a subastas.
Una cosa que una colección garantiza es la atención. Los coleccionistas de edad
avanzada pueden haber sobrevivido a sus amigos y vivir lejos de sus nietos, pero
siempre pueden estar seguros de que recibirán frecuentes visitas de conservadores,
marchantes y subastadores, cuyos motivos pueden ser interesados, pero que están
dispuestos a escuchar una y otra vez las embellecidas historias de sus tratos con
artistas famosos y galeristas legendarios.
Una de las maneras en que un individuo rico puede intentar sobrevivir a las
vicisitudes de la historia es financiar una galería en un museo prestigioso, o incluso

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crear su propio museo. John Paul Getty, que creó en 1954 la institución que lleva
su nombre, lo expresó sucintamente: “Me gustaría que se me recordara en una
nota al pie de la historia, pero como coleccionista de arte, no como hombre de
negocios forrado de dinero”3*.
Parece que California ha engendrado muchos de estos museos-mausoleos. El
fundador de Occidental Petroleum, Armand Hammer, y el magnate de los alimentos
enlatados Norton Simón crearon instituciones que llevan sus nombres en la zona
de Los Ángeles. La fundación de este tipo de instituciones suele ir precedida por un
largo y elaborado galanteo con uno o más de los museos existentes, que intentan,
pero al final no consiguen, prometer lo suficiente para satisfacer las aspiraciones
a la inmortalidad del donante. El financiero Eli Broad hizo construir el Broad
Contemporary Art Museum como atracción central del Los Ángeles County Museum
of Art, tras prometer que donaría al museo el grueso de su amplísima colección. En
enero de 2008, un mes antes de inaugurarse, Broad decidió mantener el control
permanente de sus obras. Alegó como motivo su deseo de tener expuesta toda su
colección todo el tiempo, algo que pretenden con frecuencia los coleccionistas que
crean sus propios museos. Pocas instituciones importantes, si es que hay alguna,
aceptarían semej ante estipulación para una donación, por muy suntuosa y deseable
que sea, porque quieren tener flexibilidad para prestar obras a otros museos para
exposiciones concretas y cambiar las instalaciones de sus colecciones permanentes.
Algunos coleccionistas crean museos con sus nombres en un intento de procurarse
una reseña favorable de sus vidas. Henry Clay Frick legó a la posteridad la Colección
Frick en la Q uinta Avenida de Nueva York: un maravilloso museo en lo que
antes fue su vivienda, lleno de bellos objetos y grandes obras de arte. Así tal vez
olvidemos la muerte a tiros, en Pittsburgh en 1892, de siete huelguistas del metal
desarmados a manos de los trescientos pistoleros contratados por Frick, e incluso
su propia muerte a causa de la sífilis. De un tipo algo diferente fue la donación
del magnate del rayón, Samuel Courtauld, que legó a la nación británica su casa
y su colección de obras maestras impresionistas y postimpresionistas francesas.
Aunque no necesitaba tanta absolución como Frick, también estableció un fondo
de adquisición para las galerías Tate y National. Courtauld fue un tipo que aprendía
deprisa, como dem uestra el hecho de que sus tiempos de com prador fueron

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relativamente breves: hizo la mayoría de sus asombrosas adquisiciones en sólo


seis años, entre 1923 y 1929.
Una gran institución fundada en 1937 con la donación de un coleccionista particular
omite modestamente el nombre de su donante. Andrew Mellon pidió expresamente
que su nombre no presidiera su colección para no disuadir a otros coleccionistas de
donar lo que ahora es la New National Gallery of Art de Washington, D.C. Su hijo
y su hija, Paul Mellon y Ailsa Mellon Bruce, continuaron esta labor filantrópica,
aumentando la colección durante todo el siglo xx.
En la primera década del siglo xxi hay un número sin precedentes de museos
personales en distintas fases de planificación y construcción, no sólo en ciudades
importantes que pueden garantizar un público (París, Nueva York, Londres, Venecia,
Moscú, Lisboa, Miami), sino tam bién en zonas provinciales como Bentonville
(Arkansas), donde Alice Walton, la heredera de Wal-Mart, instaló su cada vez
mayor colección de arte americano en un museo construido en un extenso parque,
cuyo coste, según el New Yorker, “superó los cien millones de dólares”39. De manera
similar, en Wolverhampton (Inglaterra), el coleccionista de contemporáneo Frank
Cohén invita al público a ver su arte de vanguardia en dos barracones prefabricados.
Lleve o no el nombre del donante, toda esta filantropía cumple en último término
una función social.
No todos los intentos de inm ortalidad sobreviven al juicio de las generaciones
futuras. El antes mencionado Albert Barnes, magnate de los fármacos, coleccionó
muchas grandes obras de Cézanne, Gauguin, Modigliani, Monet, Renoir, Seurat,
Van Gogh y otros, y en 1922 construyó un pequeño museo para su colección en
un espléndido jardín botánico junto a su casa de Merion (Pensilvania). Dejó
instrucciones precisas de que el museo se utilizara fundam entalm ente como
escuela, de que nunca se prestaran obras y que éstas se fotografiaran sólo en blanco
y negro, y de que se prohibiera la entrada a ciertos académicos y profesionales.
Tras muchas controversias a favor y en contra del cambio, la Fundación Barnes se
ha trasladado a un emplazamiento más céntrico, cerca del Philadelphia Museum
of Art. Aunque en el nuevo edificio moderno inaugurado en 2002 las obras se
exhiben más o menos como estaban antes, se crearon fondos para prestarlas a
museos de todo el mundo, mientras se oía al Dr. Barnes revolviéndose en su tumba.

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K permite el acceso a todo el que pague el precio de la entrada y, parabién o para


■ ai. la el!:rsofía del creador de la institución, ensalzada por Matisse como “el único
sitio sensato”40 para ver arte en América, se habrá extinguido.
u. iiTuilidad despierta muchas simpatías la idea de que todas las obras de arte
e a sean propiedad privada deberían estar accesibles en museos de grandes
expuestas al público en galerías bien iluminadas, en paredes de colores
y con rótulos adecuadamente explicativos. El atractivo de este sistema es
parece democrático, se puede explicar la obra de arte y ésta llega a un público
Un argumento importante que suele imponerse es que sólo un gran museo
le permitirse el mantenimiento climatizado y las tareas de conservación que sin
inda necesita una gran obra de arte para conservarse para la posteridad.
En dtros tiempos, los individuos, incluidos a veces a los artistas, no donaban obras
7t - t e a los museos, sino a colegios, universidades e incluso iglesias. En algunos
casos recientemente célebres, el valor de estas obras ha aumentado hasta el punto
de tentar seriamente a los administradores de ciertas instituciones cuando éstas
pasan apuros económicos. La situación resulta familiar:
• La institución propietaria, con gran pesar, saca su tesoro al
mercado, alegando incapacidad para afrontar los crecientes
costes, y dice que el dinero recibido se empleará bien.
• Un coleccionista identificado o anónimo, de fuera de la zona
(Japón, Arkansas) se declara interesado, dinero en mano.
• El consiguiente furor vende periódicos mientras los eruditos ^
locales y la prensa se lamentan a gritos de la pérdida para la
comunidad (pueblo, ciudad, estado, país).
• Se hace un intento de recaudar fondos para mantener en la
*
región la gran obra (o colección).
Lo que ocurre a continuación es que, o bien el coleccionista privado se lleva la obra
(entre gritos de “¡Vergüenza!”), o bien un museo reúne el dinero para comprar
la obra. Si la adquiere un museo, local o de fuera, se argumenta que ahora está

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al alcance de mucho más público que si la hubiera comprado un particular o si


se quedara en el colegio o iglesia al que se donó. Todos salen ganando: el colegio
recibe millones para gastar en equipo deportivo, y la obra de arte puede ser vista
por el público. Un momento. ¿Y qué hay de las intenciones del donante original?
La obra maestra de Thomas Eakins Retrato del Dr. Samuel D. Gross (La Clínica
Gross) (1875, f i g . 2 5 ) fue adquirida por 2 0 0 dólares por la Facultad de Medicina
Jefferson de Filadelfia en 1878, y durante 129 años pudo verla todo el que tuviera
el suficiente interés para visitarla. La facultad había permitido a Eakins estudiar
anatomía y presenciar operaciones, y existen claras evidencias históricas de una
estrecha relación entre Eakins y el doctor Gross. En 2007, la facultad anunció que
iba a vender el cuadro a Alice Walton, para su museo de Arkansas, por 68 millones
de dólares. Una heroica campaña de los ciudadanos de Filadelfia, encabezada por
la difunta Anne d’Harnoncourt, directora del Philadelphia Museum of Art, recaudó
esta cantidad para que la obra pudiera quedarse en Filadelfia, aunque ya no en la
Facultad de Medicina, sino en el museo, a siete minutos en coche.
En 1949, Geogia O’Keefe legó 101 cuadros, incluidas obras de Picasso, Cézanne,
Renoir, Charles Demuth, John Marín, Marsden Hartley y ella misma, a la Universidad
Fisk de Nashville (Tennessee), una pequeña universidad privada que prometió a
O’Keefe -que murió en 1 9 8 6 - que conservaría las obras a perpetuidad. En 2 0 0 5
la Fisk pasaba apuros económicos y solicitó autorización judicial para vender una
de las obras de O’Keefe y una de Hartley. El par se valoró en más de 20 millones
de dólares. Inmediatamente, el O’Keefe Museum de Santa Fe puso una demanda
para impedir la venta, y después prometió retirar la demanda si se le permitía
comprar el O’Keefe por siete millones y medio. A continuación, el Crystal Bridges
Museum, de Alice Walton, propuso pagar a la Fisk 3 0 millones por tener toda
la colección seis meses al año. Sin duda, este dinero le habría venido muy bien
a Fisk, pero los estudiantes perderían la oportunidad de tener grandes obras
formando tranquilamente parte de sus vidas cotidianas, un beneficio fiscalmente
incuantificable para una generación tras otra. Muchas veces se argumenta que
las obras de arte que no están en museos importantes están escondidas. Lo cierto
es que la mayoría de las obras vendidas por colegios y universidades en la última
década estaban a la vista del público, sin tener que pagar nada.

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FIG. 25
THOMAS EAKINS
Retrato del Dr. Samuel D. Gross (La Clínica Gross)
1875 Óleo sobre lienzo 243,8 x 198,1 cm
Philadelphia Museum of Art
Donado en 1878 por la Asociación de Alumnos a la Facultad de Medicina de Jefferson, y adquirido en
2007 por la Pennsylvania Academy of the Fine Arts y el Philadelphia Museum of Art, con el generoso
1 apoyo de más de 3.600 donantes.

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Hllliflllllllllllllllllllllllllllllllllll llllllllllll llllllllllllllllll


C A P ÍT U LO II

Ahora y en el pasado reciente, se donan obras de arte individuales, y a veces


colecciones enteras, a museos, ya se trate de instituciones de primera fila como el
Los Angeles County Museum of Art, o de museos universitarios especializados, como
el Rose Art Museum, de la Universidad Brandéis, en Waltham, Massachussetts.
Los coleccionistas americanos, posiblemente más que los de ningún otro país,
son sumamente generosos en este aspecto, animados por el reglamento fiscal
y por un sistema eficaz de tasación del valor de las donaciones en el mercado
justo. La relativamente pequeña exención fiscal que obtienen los donantes queda
muy superada por el valor de las obras que, a todos los efectos, pasan a ser de
propiedad pública. Los museos responsables sólo aceptan obras que necesitan y
que quieren exponer, pero que en la mayoría de los casos no tienen fondos para
adquirir. De vez en cuando, este sistema es atacado por políticos que consideran
que favorece a los ricos. Cuando escribo esto, se está debatiendo la cuestión de la
donación fraccionada. Este sistema permite que un coleccionista done a un museo
un porcentaje concreto del valor de una obra de arte cada año, mientras la obra
permanece en casa del coleccionista. Un aspecto del Código Tributario que muchos
artistas, coleccionistas, marchantes y directores de museos consideran injusto es
que cuando un artista dona una obra propia, la deducción máxima es el coste de
los materiales, y no el valor de la obra en el mercado justo.
Dado que muchos museos dependen de las donaciones para seguir mejorando
sus colecciones permanentes, pueden mostrarse agresivos en la identificación de
posibles donantes, declarados o no. A los administradores de los museos se los
elige muchas veces por el bien que puedan hacer cuando mueran, tanto como por
su posible contribución en vida por su inteligencia y su capacidad de recaudar
fondos. Los directores y conservadores de museos invierten gran parte de su
tiempo en cortejar a coleccionistas que podrían convertirse en donantes, no sólo
invitándolos a comidas y cenas privadas sino, en algunos casos, aconsejándoles
acerca de su colección. Aunque esto es una ventaja obvia para el coleccionista,
muchas veces existe una ventaja a muy largo plazo para el museo, que espera
recibir en el futuro lo que el coleccionista compra hoy. No es raro que en estos
casos exista un entendim iento entre el conservador y el coleccionista, el cual
sólo compra para sí mismo lo que algún día se sumará como obra necesaria a la
colección del museo.

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I l M t í lllÉ lllllliV
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LA INMORTALIDAD EN UN CATÁLOGO DE SUBASTA

En realidad, ni siquiera es preciso que conserves tus obras y encuentres un


museo para utilizar el arte con el fin de dar lustre a tu imagen social, en vida o
mcluso después de la muerte. Las casas de subastas atraen a los coleccionistas o
a sus herederos para que vendan, prometiéndoles un catálogo de tapa dura que
no sólo ensalce las obras de arte, sino los profundos conocimientos, sabiduría y
perspicacia del coleccionista. Con mucha frecuencia, estos catálogos son postumos,
y los halagos están pensados para apaciguar la codicia de los nada llorosos hijos y
nietos que esperan comprarse una segunda (o tercera) residencia con el producto
de la venta. Soy culpable de haber redactado bastantes de estos conmovedores
cantos de alabanza. Pero a veces, esta modalidad de prosa tan desprestigiada
produce grandes muestras de sinceridad. Como escribió Alfred H. Barr acerca del
coleccionista G. David Thompson en el catálogo de Parke-Bernet para la venta de
la colección de Thompson en 1966,
Nos gustaría hablar de su insistente generosidad e impredecible
descaro, de sus elaboradas brom as, su tim idez, su carácter
recalcitrante, su cariño hacia sus amigos y la fría cólera de sus
asaltos a las grises murallas de Filistia ".
Un caso notable de utilización del catálogo de una subasta como desquite por el
perfeccionismo de una madre fue el ensayo publicado por Sotheby’s en mayo de
2005, cuando vendió importantes pinturas y esculturas de Matisse, Giacometti,
Picasso, Miró y otros, que habían pertenecido a la señora de John A. Cook. Su
hija, Mariana Cook, escribió:
Por las tardes, le hacía compañía a mi madre durante “la hora del
cóctel” mientras esperábamos que llegara mi padre del trabajo.
No se me permitía tocar las superficies de las mesas del cuarto de
estar porque podía dejar huellas. Y en aquel mundo de relativo
privilegio no se me perm itía sentarm e en los sofás porque los
cojines estaban rellenos de plumón y si se ordenaba a la doncella
que los “ahuecara” con demasiada frecuencia, podía marcharse.
De modo que una tarde me pareció natural sentarme en el suelo

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llllliilllllllllHilillliBlllllllli:illlltlllillllllll!lllltllllllllltllllllllllllllllll!lllllllll
C A P ÍT U L O II

alfombrado y enseñar a mi gato a trepar por una escultura. Ni


ahuecamientos ni huellas dactilares... Papá se reunió con nosotras
para cenar y muchas veces hablábamos de cuándo iba a llegar
una obra de arte desde París, Londres o la Calle 57- Me llamaba
la atención lo “sucias” que eran aquellas obras de arte... A veces la
pintura estaba amontonada. Cuando por fin llegaba un pieza, mi
madre desaparecía, dejándonos a mi padre y a mí que colocáramos
la nueva adquisición en el piso, unos momentos de desorden que
mi madre no podía soportar42.

¿ARTISTA VIVO 0 ARTISTA MUERTO?

EL VALOR SOCIAL DE LOS ARTISTAS MUERTOS

La persistente mitología de los siglos x ix y xx presenta al estereotípico artista


joven abandonando su hogar burgués y a sus desesperados padres para pintar
con frenesí y compartir un cuchitril bohemio con una modelo tísica con ojos de
cervatilla y, al cabo de unos años de sufrimiento y pintoresco desenfreno, morir de
forma dramática. De inmediato, sus cuadros son aclamados por su deslumbrante
novedad y Hollywood compra la historia (Gauguin, Van Gogh, Modigliani). El otro
final posible, no tan dramático pero seguro que más saludable para el artista, es
casarse con su amante, construir una casa de ensueño en el campo y ser agasajado
por la sociedad (Bonnard, Monet, Picasso).
Tanto si la sociedad margina al artista como si lo ensalza durante su vida, podemos
estar seguros de que si la obra entra en los libros de historia, en cuanto el artista
muera, su obra será motivo de invitaciones exclusivas: desde cenas privadas,
diseñadas para exhibir una adquisición reciente, hasta exposiciones en grandes
museos con la inauguración repleta de estrellas. Las obras de arte se convierten en
una excusa para actos sociales, y a la mayoría de los participantes les gusta pensar
que estos tienen un nivel cultural superior al de la fiesta callejera de la asociación
de vecinos o la comida de Acción de Gracias con la familia. En realidad, si de
algo vale mi testimonio después de haber asistido a centenares de estos eventos,
el intercambio social en sí rara vez está al nivel de la calidad de las obras de arte,

...lililí'... ................ ............... lili... .........


EU F R O S IN E : EL VA LO R S O C IA L D E L AR T E

y tampoco suele tener mucho que ver con ellas, aparte de algunos comentarios
elogiosos de tipo general. Pocos museos permiten ya las bebidas en sus galerías,
así que la experiencia real de mirar la exposición suele apresurarse para pasar
pronto a los cócteles, las tostas de salmón ahumado y la oportunidad de cambiar
de sitio las tarjetas en la mesa de la cena. La conversación entre los comensales,
ya sean amigos o desconocidos, suele tener como temas los cotilleos, los hijos o
los viajes, más que las profundidades del arte. Dado que las inauguraciones tienen
un carácter básicamente social, es perfectamente aceptable decir “No he tenido
tiempo de ver los cuadros. Pienso volver la semana que viene para mirarlos bien”.
La cena suele estar puntuada por discursos desde un estrado, que varían en calidad
duración, y que suele iniciar el presidente de la empresa patrocinadora, después de
k> cual el director del museo pide dinero. De vez en cuando interviene una estrella.
Cuando el MoMA organizó una retrospectiva del artista noruego Edvard Munch
en 2006, fue presentada por la reina Sonia de Noruega, cuya docta y cautivadora
rapacidad para hablar de arte le perm itirá ganarse bien la vida en caso de que se
produzca un golpe de Estado en Noruega.
Ir. realidad, muchos eventos de gala del mundo del arte son fomentados por
el gobierno de Estados Unidos porque facilitan las contribuciones deducibles
áe personas ricas que pagan grandes sumas por codearse unos con otros en lo
r t ; ahora pasa por ser la alta sociedad. La inauguración de un nuevo museo,
o de un ala nueva en un museo antiguo de cualquier parte del país, provoca
■ n frenesí de compra de vestidos de noche y pulido de gemelos entre los peces
gordos de la zona. Un nuevo museo en un centro im portante suele requerir
. importación de invitados de postín. En 1995, cuando se inauguró el nuevo
ño del Museum of Modern Art de San Francisco, los administradores de las
rcm rípales instituciones de todo el país disfrutaron de una semana de actividades
re día y de noche. Los coleccionistas de la zona, justam ente elogiados por sus
fcnec promocionadas contribuciones a los costes del museo, abrieron sus casas
a los visitantes, en jovial competencia unos con otros, y Christie’s patrocinó
la. flota de limusinas que llevaba a los invitados eminentes de los Rothkos y el
cham pán a los Warhols y el caviar. La lim usina en la que yo iba como guía se
«■ rdó atascada brevemente en una curva cerrada de Napa Valley, y el conductor

115
C A P ÍT U LO II

recibió innecesarias instrucciones gritadas desde la parte de atrás por un magnate


multimillonario de los fondos de inversión de la Costa Este, mientras su futura
ex esposa le contradecía también a gritos.
No todo el mundo, ni siquiera entre los ricos, aprueba la práctica de ungir el
patrocinio artístico con la elevación social. El multimillonario William II. Gross
gruñía lo siguiente: “Cuando millones de personas están muriendo de sida o de
malaria en Africa, es difícil justificar la enésima gala social en beneficio de un centro
de artes escénicas o un museo de arte. Una donación de 30 millones de dólares
para una sala de conciertos no es filantropía, es una coronación napoleónica”43.
Pero en Estados Unidos no hay escasez de filantropía para los tratamientos médicos
(con todas las ceremonias de entrega de premios, de las que he asistido a unas
cuantas), y creo que el arte es una parte importantísima de nuestra sociedad, una
de las cosas por las que vale la pena salvar vidas.
No sé muy bien quién o qué puede m edir el prestigio relativo de los eventos
sociales, pero la conservación de parques naturales, las enfermedades tropicales
y los estrenos de ópera rara vez superan a las galas de presentación en un museo
de un artista de primera fila fallecido. Perfectamente conscientes no sólo de su
elevada posición social como locales para actos, sino también de la posibilidad
de pescar nuevos patrocinadores y aum entar los ingresos generados por sus
sobrecogedores espacios interiores, muchos museos im portantes se ofrecen a
albergar eventos sociales que tienen poco o nada que ver con las artes. Las empresas
patrocinadoras del Metropolitan pueden, por unos buenos honorarios, celebrar
eventos en las galerías. Uno de los actos principales de la Conferencia Iniciativa
Global del presidente Bill Clinton fue una recepción en el MoMA en septiembre
de 2007. Jefes de estado pasados y presentes se mezclaron con los individuos más
ricos del mundo. En la misma inauguración del nuevo Museum of Modern Art
de San Francisco, en 1995, cené en la inmensa pero vacía rotonda diseñada por el
célebre arquitecto suizo Mario Botta, e ingenuamente pregunté a mi compañera
de mesa, una nueva administradora del museo, por qué no había obras de arte
en aquel espacio. “Ay, querido -m e dijo pasando el dedo por el diamante de 11
quilates de su anillo-. Este espacio es para fiestas privadas, bailes de caridad y
reuniones de accionistas, no para el arte.”

116
E U F R Ó S IN E : EL V A LO R S O C IA L DE L AR T E

Quince años después, en enero de 2010, fui testigo de la plena m aduración


de este proceso cuando asistí a la inauguración de la Art Gallery of Alberta en
Edmonton (Canadá), que no tiene conservadores. El personal del museo designó
a una persona como director delegado y conservador jefe, pero la gran mayoría
de los cargos del personal eran administrativos, relacionados con los aspectos
técnicos del marketing y la administración44. Las exposiciones externas (es decir,
de alquiler) llenan espacios discretos que no son tan importantes como las zonas
para comer, beber y comprar. En la gala de inauguración abundaban los carteles
que decían: “Este espacio está disponible para su evento”, incluso en la sala de
juntas y en la espaciosa escalinata central, perfecta para la bajada de la novia. Oí
cómo un administrador presumía de que “las bodas se contratan con seis meses
de anticipación”.
LA VIDA SOCIAL DE LOS ARTISTAS VIVOS

La prim era vez que un artista, ham briento o no, recibe la visita de un posible
coleccionista, el nivel de ansiedad suele ser alto por ambas partes. “¿Debería
estar trabajando cuando lleguen?”, se pregunta el artista. “¿Me cepillo el pelo?
¿Limpio el cuarto de baño? ¿Querrán café? ¿Y si echan un vistazo y se marchan?
¿Y si preguntan precios?”
El coleccionista, si es nuevo en el juego, estará pensando “Esto es un error. ¿Qué
digo si no hay nada que me guste? Y si me gusta algo, ¿debo hacer una oferta?
¿Y si digo alguna tontería? ¿Cuánto tiempo tengo que quedarme?”.
Algunos artistas, y esto tal vez les honre, nunca llegar a ser seres sociables, ni
siquiera cuando tienen éxito. Prefieren la compañía de su familia o amigos y rara
vez aparecen en actos públicos; a veces esto incluye sus propias inauguraciones.
No quieren o no saben venderse, y en ocasiones viven felices tras su reputación,
de personas difíciles. A mediados de los años sesenta, la pintora británica Bridget
'T tiley fue recibida jubilosamente en Nueva York. Sus deslumbrantes pinturas en
blanco y negro se etiquetaron como Op Art y sus imágenes se utilizaban para todo,
desde servilletas de papel hasta vestidos de alta costura. Espantada y agobiada,
volvió a Londres y me confesó que antes de convertirse en un entretenimiento
público prefería, como dijo James Joyce, “el silencio, el exilio y la astucia”. Algunos
artistas se las arreglan para m antener algo así hasta el fin de sus vidas. Pienso

117

IIIIIIIIIIIUIIIIIIIIlItlIlllllItlIlÜlllllillllllllllllllllllllllllllItlIlllllllllNlllllilllll
C A P ÍT U LO II

FIG. 2 6
HENRY MOORE
Ovejas
1971-1972
Bronce
Altura, 570 cm
Fundación Henry Moore, Perry Green,
Hertfordshire, Gran Bretaña

en Cézanne, Munch, Clyfford Still, Joseph Cornell, y en nuestros tiempos Johns,


Freud y Bruce Nauman. Estos y otros se han ganado una reputación de proteger
sus vidas privadas y no aceptan cualquier llamada para una entrevista o una cena,
porque prefieren vivir y trabajar lejos de la irritante multitud.
Otros artistas, que en otro tiempo se echaron a temblar ante la primera visita a
su estudio, han acabado aceptando la ropa de gala y los posados contra la pared,
con una copa de reconfortante Chardonnay en la mano, m irando los dientes
blanqueados de su anfitriona.

118
E U F R Ó S IN E : EL VA LO R S O C IA L D E L A R T E

al que no se veía con frecuencia en los actos sociales era sin embargo
ero Dale Carnegie cuando se trataba de oportunidades de venta de
a persona. Henry Moore, que sin duda era un escultor de primera fila,
a fortuna gracias a los americanos que visitaban su estudio y su casa de
Kadham, en plena campiña inglesa ( fig . 26). Yo me mostré debidamente
Lado la primera vez que una pareja de coleccionistas con una enorme
ra de Moore en su jardín de Allentown (Pensilvania) me m ostró con
cía las fotografías de su visita al artista en los años sesenta. “Fue tan
y tan sencillo -m e contaba la m ujer-. Tuvimos una comida maravillosa,

inglesa, comida fresca de granja.” Hicieron una pausa, rem em orando el


ni i rico que habían pasado recorriendo los campos con el gran hombre y
ido sus figuras reclinadas, cuidadosamente instaladas en los páramos,
lo mas maravilloso -dijo el m arido- fue que nos permitió comprar una de sus
piezas favoritas” (las cursivas son mías). La quinta vez que oí la misma historia y
m fotografías muy similares, me di cuenta de que los marchantes más avispados
de Landres y Nueva York deberían tomar clases de venta del genial escultor de
Yorkshire instalado en Hertfordshire. - ; y v rv .
En general, hasta finales del siglo xx, los artistas y los coleccionistas sólo se
me zclaban en eventos cuidadosamente orquestados, en los que el anfitrión era el
cu leccionista, la galería del artista o un museo. Era muy raro que el coleccionista
v tratara con el artista en términos de igualdad. Había excepciones. Douglas
Cooper (1911-1984), que nació en una familia adinerada de Inglaterra, gastó un
tercio de su fortuna heredada antes de cumplir treinta años, comprando obras
maestras cubistas de Picasso, Braque, Gris y Léger. En 1954 se había instalado
con sus pinturas en un cháteau del siglo x v m en el sur de Francia, con Léger
como im itado habitual en su casa y Picasso como vecino cercano y amigo íntimo.
Exuberante, inteligente e irascible, Cooper tenía un amplio círculo de amigos y
conocidos, desde artistas como los citados y André Masson y Nicolás de Staél hasta
la reina madre y el eminente historiador del arte y presunto agente soviético Sir
Anthony Blunt ( fig . 27).
En Nueva York en los años sesenta, lo normal era que los coleccionistas y los artistas
no se mezclaran socialmente. La fiesta después de la presentación de un artista

119
C A P ÍT U L O II

emergente en una galería de la zona elegante solía celebrarse en Chinatown o en un


restaurante griego, donde se podía dar de comer y beber a mucha gente por poco
dinero. La mayoría de los invitados eran amistades del artista: puede que otros
artistas, escritores, familiares y gorrones qüe habían aguantado en la inauguración
el tiempo suficiente para averiguar el nombre del restaurante. Estos eventos tenían
lugar los martes por la noche, y los marchantes como yo procurábamos atraer
clientes a nuestra galería aquel día, con la esperanza de haber vendido ya una o
dos obras cuando empezara la presentación. Otros coleccionistas vendrían, tal
vez con sus familias, el sábado siguiente.
Ahora, cincuenta años después, el derecho a llamar por su nombre de pila a un
artista de éxito o de moda es un pasaporte a la aceptación social por parte de los
coleccionistas ricos de arte moderno. Y a la inversa, los artistas que aspiren a hacer
carrera pública en lugar de seguir una vocación privada consideran las invitaciones
a cenar en casas de coleccionistas tan imprescindibles para su bienestar como su
estudio de verano en Sag Harbor.

FIG. 27 CENA OFRECIDA POR DOUGLAS COOPER


En el Cháteau de Castille, hacia 1965. De izquierda a derecha: Zette Leiris, desconocido, Lauretta
Hope-Nicholson, John Richardson, Douglas Cooper, Pablo Picasso, Francine Weisweiller, Jcan Cocteau,
Michel Leiris, mujer desconocida, Jean Hugo. Fotógrafo desconocido

120
E U F R Ó S IN E : E L VA LO R S O C IA L D E L AR T E

lí>45, los artistas se han ido haciendo cada vez más interesantes para los
de comunicación convencionales, y sus nombres son conocidos fuera del
del arte. En mayo de 1972, di una fiesta de cumpleaños para David Hockney
~ del SoHo. Él cumplía 35 años y estaba en pleno proceso de transformación,
irn *terrible rubio de bote a miembro bien pagado del establishment artístico.
celebrando la venta completa de toda una exposición en solitario en la
i de Andró Emmerich. Como yo tenía amistades en el mundo de la moda,
'"d e en el del arte, la fiesta fue objeto de un largo fotorreportaje en Women’s
Da ily, que entonces era el órgano oficial de la movida social de M anhattan43.
los años ochenta, la siguiente generación de artistas y marchantes perfeccionó
fusión de espectáculo y marketing, usando el glamour como pegamento. Las
de Julián Schnabel, Ross Bleckner, Eric Fischl y su marchante Mary Boone
páginas de prensa, y sus fiestas eran el sitio para ver y ser visto. Cuando
-y otros artistas de los ochenta alcanzaron el éxito, sus estudios aparecían en las
p is ta s de diseño, y ellos y sus amigos, esposas, maridos, novios y novias posaban
para los fotógrafos de moda. Veinte años después se cerró el círculo cuando la
¡pieria de Tony Shafrazi en Chelsea colocó un cuadro de Basquiat en la portada
ári dominical del New York Times*6. El cuadro mismo no está identificado, porque
es simplemente un fondo para una modelo que lleva un “vestido de encaje dorado
eon raída abultada” de L’Wren Scott en la presentación de la nueva colección de
k diseñadora en la galería, como parte de la Semana de la Moda de Nueva York.
Durante todo el siglo xx, la moda cortejó al arte, con casos famosos como cuando
Eisa Schiaparelli recurrió a Dalí para el diseño del infame “vestido de la langosta”
para la foto prenupcial que le hizo Cecil Beatón a la duquesa de Windsor en 1937,
con el crustáceo rojo-fuego situado estratégicamente entre las piernas (fig. 28 ).
Muchos artistas, como Riley, han rechazado a gritos la identificación con la llamada
ndustria de los trapos. Barnett Newman protestó airadamente cuando una revista
de moda le pidió permiso para reproducir un gran lienzo rojo en un reportaje sobre
d artista, pero en realidad lo utilizó como fondo para unas modelos con vestidos
igualmente rojos. Otros artistas se sienten muy halagados por las atenciones de
la industria de la moda. Takashi Murakami y Robert Wilson diseñan para Louis
Yuitton; Tracey Emin, para Longchamp. “Trabajar con Louis Vuitton fue un verdadero

121
CAPÍTULO II

desafío para mi estética”, confesó feliz la artista neosesentera Julie Verhoeven. Y


Andrew Nairne, director del Museum of Modern Art de Oxford, un museo pequeño
pero prestigioso, comparó los bolsos diseñados por Richard Prince para Vuitton
con “Picasso, cuando empezó a hacer y pintar cerámicas”47. Aunque es de suponer
que algunas personas coleccionan artículos de moda diseñados por artistas con
la vista puesta en su valor futuro (que tengan suerte), y a los artistas mismos se
les paga bien, el matrimonio entre el arte y la moda se celebra en sociedad con
una ronda constante de eventos promocionales semipúblicos y cenas privadas a
las que asisten artistas, diseñadores de moda y la gente guapa que nada en sus
proximidades. El engranaje es engrasado por supercoleccionistas como Bernard
Arnault, propietario de Louis Vuitton, y seguramente es una situación triplemente
ganadora cuando los artistas cuyas obras posee colaboran con diseñadores de moda
de su firma y el resultado es una fiesta promocional que el todo París aplaude.
Warhol merece gran parte del crédito de la transformación de la imagen pública
del artista americano rebelde: de paria social desaliñado (Pollock orinando en una
chimenea de mármol en la fiesta de la crítica Jean Connolly en enero de 1944) a niño
mimado de la sociedad48. Warhol fue capaz de convertirse en el centro de atracción
desde que era un joven y extravagante ilustrador de moda que suplicaba trabajos
freelance a las reinonas de la Séptima Avenida. Cuando sus primeros cuadros de
latas de sopa Campbell lo convirtieron en un succés de scandale, siguió provocando
con sus ambiciones cinematográficas y evitaba los salones del Upper East Side en
favor del Max’s Kansas City y los clubes del barrio bajo, donde les gustaba juguetear
a sus jóvenes y polisexuales estrellas. Entonces su reputación era la de un Flautista
de Hamelin algo siniestro. El 3 de junio de 1968 sonó el teléfono de mi despacho
durante una fiesta en la galería; la llamada era del artista Robert Indiana: “Michael,
ha ocurrido algo terrible -dijo-. Le han pegado un tiro a Andy; puede que muera”.
El antes mencionado coleccionista Robert Scull, propietario de muchos Warhols,
estaba a mi lado y debió ver la expresión de mi cara. “¿Qué pasa?”, preguntó. Le
repetí las palabras de Indiana. Su reacción no fue inmediata, y pude sentir que estaba
procesando la información para decidir su postura. Por fin, levantó su copa y suspiró:
“Es culpa suya, por ir por ahí con esa panda de drogados”, y salió del despacho. A
los pocos años, la mayor parte de la panda de drogados había desaparecido de
la vida de Warhol. Algunos murieron, otros decayeron, unos pocos se volvieron

122
EUFRÓSINE: EL VALOR SOCIAL DEL ARTE

fi-;
FIG. 28
ELSA SCHIAPARELLI,
en colaboración con
SALVADOR DALÍ
Vestido de mujer
Febrero de 1937
Organza de seda,
tela de crin
Longitud frente: 132,1 cm
Cintura: 55,9 cm
Philadelphia
Museum of Art
Donación de Elsa
Schiaparelli, 1969

<
I

123
CAPÍTULO'II

más o menos formales, y a principios de los ochenta, desde Venecia (Italia) hasta
Venice (California), sentarse al lado de Andy en una cena se había convertido en
el premio gordo de la vida social.
Por supuesto, tanto para el artista como para el coleccionista hay un claro interés
económico en establecer y mantener unos fuertes lazos sociales. Al artista le gustaría
tener la seguridad de que va a seguir vendiendo durante toda una vida en la que
su popularidad podría subir y bajar, y al coleccionista que está profundamente
comprometido con la obra de un artista concreto le gustaría tener un puesto
preferente para su nueva obra. Entre ellos se encuentra el marchante, que muchas
veces es el orquestador de estas conexiones sociales, que él o ella manipula con actos
que pueden ir desde cenas de gala en su casa con muchos platos y las posiciones
cuidadosamente asignadas, hasta mariscadas de verano en la playa, mucho más
bulliciosas pero no con menos cuidado en la selección de invitados, incluidos
perros y niños pequeños.

FIG. 2 9
Interior de la residencia de William Goetz y señora, con obras de Pablo Picasso,
Edouard Manet y Alfred Sisley, hacia 1.955. Fotógrafo desconocido

124
EU F R Ó S IN E : EL V A LO R S O C IA L D E L A R T E

ALARDEANDO EN CASA

Una importante coleccionista me dijo una vez que cuando iba a cenar a casa de
otros coleccionistas, siempre pedía ir al cuarto de baño del piso alto, porque quería
ver qué obras de arte tenían en sus alcobas. “La gente que se toma en serio el arte
tiene lo que más les gusta donde puedan verlo más a menudo”, decía. “Si lo mejor
que tienen está en el salón, lo tienen sólo para lucirlo.” Según mi experiencia, las
pinturas de lucimiento suelen estar en el comedor, justo enfrente de los asientos
de los invitados.
No todas las grandes obras de arte están en mansiones de lujo, ni mucho menos.
El modesto apartam ento de Billy W ilder en Brentwood tenía cuadros y dibujos
impresionantes apretujados en todas las paredes. Y había más am ontonados
en el suelo debajo de la cama, e incluso detrás de la bañera: toda una vida de
compras asombrosas, desde dibujos de Egon Schiele adquiridos en Berlín nada
más term inar la Segunda Guerra M undial hasta obras recientes de Hockney.

FIG. 3 0
BOTELLA OCTOGONAL KUAN YAO
Dinastía Song del Sur (1127-1279)
Colección privada

125
C A P ÍT U L O II

Muy diferente, pero muy cercana, era la casa en Beverly Hills de Edith Mayer
Goetz y su marido, el productor William Goetz, donde en los cincuenta y sesenta
se reunía la realeza de Hollywood para tomar martinis entre cuadros sensacionales
de Cézanne, Monet, Manet, Renoir, Bonnard y Picasso (fig . 29). Saludando a los
invitados en el vestíbulo estaba la figura de bronce La pequeña bailarina de catorce
años, de Degas, casi de tamaño natural, con falda y cinta rosa de verdad. Edith era
hija del fundador de la MGM, Louis B. Mayer. El actor John Forsythe cenaba con
frecuencia en casa de los Goetz, y una vez me contó que aunque era corriente que
se invitara a poderosos jefes de los estudios, productores y directores, los únicos
actores y actrices invitados a aquellas cenas eran los que tenían suficiente éxito
para que sus nombres aparecieran encima del título de la película en los carteles
y marquesinas de los cines.
En Chicago, al lado de Lakeshore Drive, los legendarios coleccionistas Morton
y Rose Neumann vivieron hasta el fin de sus vidas en una abarrotada casita con
obras dignas de un museo de casi todos los grandes artistas del siglo xx, desde
Picasso y Miró hasta Johns y Warhol. Los muebles no tenían nada de particular, y
las visitas tenían que retirar un montón de periódicos y revistas para encontrar un
sitio donde sentarse. No era raro ver un bronce de Giacometti haciendo equilibrios
encima del televisor y una escultura realista de Duane Hanson sujetando una
puerta para mantenerla abierta.
Independientemente de la formalidad (o falta de ella) en la casa de un auténtico
coleccionista, la conversación suele girar en tomo a las circunstancias de la adquisición,
y no de los sentimientos evocados por las obras. Las parejas recuerdan las obras
que se regalaron uno a otro, el viaje en el que las adquirieron, las idiosincrasias del
galerista. Se citan las opiniones positivas de conservadores conocidos y directores
de museos. Si la obra es fácilmente reconocible por los invitados como un Picasso,
se convierte en “muy típica de su mejor período”. Si es irreconocible, entonces
“nuestro Picasso es una verdadera rareza, el único que se le parece está en el Museo
de Cleveland” (probablemente, en el almacén).
No hace mucho, se solía considerar tabú hablar del precio de las cosas. Un Van
Gogh tardío en una pared indicaba que tus anfitriones eran sumamente ricos,
pero no se mencionaban cifras. La primera vez que visité a Marión Cook, me dijo

126
E U F R Ó S IN E : E L V A L O R S O C IA L D EL A R T E

nada más abrir la puerta “Nunca hablo de dinero y de arte al mismo tiempo”. Si
aquello siguiera siendo verdad, las cenas del mundo del arte serían mudas. “¿Te
lo puedes creer? Hace dos años sólo pagué seis millones por ese Warhol, y ayer
me ofrecieron diez” Después de semejante declaración, parecería una verdadera
grosería preguntar “¿Qué es exactamente lo que te gusta de él?”. En general, las
cuestiones de calidad y juicio crítico quedan superadas por las grandes cifras.

Algunas de mis experiencias más fascinantes en las que se combinaba el arte


con el espectáculo me han ocurrido en Asia. En Taipéi, unos buenos clientes
míos con una gran colección de arte chino (además de cuadros impresionistas
franceses) me invitaron a unirme a ellos y sus amigos para celebrar la llegada de
una exquisitez de temporada, el cangrejo peludo de Shanghái. Como invitado de
honor extranjero, se me sirvió el primero: un gran cangrejo peludo cocido con
caparazón, solo en un plato de Sévres, y sin cubiertos. Todos los ojos estaban
fijos en mí. “¿Cómo se come esto?”, le pregunté a mi anfitriona. “Pues con los
dedos, claro”, respondió ella. Lo toqué cautelosamente con un dedo. No había
puntos de entrada. Hubo una explosión de risas; y entonces aparecieron los
cubiertos. El verdadero objetivo de la comida era una competición para ver quién
consumía más. Yo vomité en la servilleta cuando llevaba dos, pero la esbelta
dama de mi izquierda se comió once. Se sirvió un vino excelente. Después de
cenar nos reunimos en el salón y uno de los invitados desenvolvió una pequeña
vasija de no poco más de veinte centímetros de altura que había sido cocida en
Hangzhou en el período Song del Sur (1127-1279) (fig . 30). La había traído de
su casa para que pudiéramos admirarla y comentarla. Todo el mundo se turnó
para mirarla de cerca, pasándola delicadamente de mano en mano entre animada
conversación. Me di cuenta de que en realidad estaba en una reunión de un club
ie coleccionistas muy informales, y que después de una buena comida se sacaba
en objeto que alguien había traído o que pertenecía al anfitrión, para mirarlo,
comentarlo y disfrutarlo. Parecía haber mucho menos desfile de egos que lo que
yo había esperado, hasta que uno de los invitados me llevó aparte y me hizo saber
c ae jam ás se habían visto cangrejos peludos en una época tan tem prana, y que
mis anfitriones debían de haberse gastado una fortuna haciéndolos llevar en
avión desde Shanghái. Así pues, la cocina triunfó sobre el arte.

127

illllH lill llilim


C A P ÍT U LO II

FIG. 31
PAULCÉZANNE
Cuatro manzanas en un plato
h a c ia 1 8 8 2
Oleo sobre lienzo
Nationalgalerie, Musseum Berggruen, Staatliche Museum, Berlín

Cuando empecé a hacer negocios en Japón en los años ochenta, conocí al legendario
coleccionista y marchante Sadao Ogawa. Me invitó a la primera de muchas comidas
maravillosas en su casa, que siempre culminaban con la ceremonia del té. En una
sala tradicional para la ceremonia del té hay una zona llamada tokonoma, reservada
para un rollo de papel japonés o un arreglo floral. En el tokonoma de Ogawa-san
había un pequeño bodegón de Cézanne con manzanas en un plato ( f i g . 31). El
tiempo se detiene durante el ritual del té, y con la relajada conversación me resultó
muy fácil dejar que el cuadrito ejerciera su magia de una manera que jamás se
habría dado si lo hubiera visto al pasar por un pasillo de una mansión de Bel-Air.

NO HACE FALTA SER RICO

Algunas personas que pueden permitirse coleccionar arte disfrutan viendo sus
nombres en las columnas de cotilleos, y gran parte de sus vidas sociales, incluidos el
matrimonio, las amistades y los viajes, puede estar determinada por sus actividades
de coleccionismo y propiedad. Esto no se limita a los superricos. Allá por 1965

128
E U F R Ó S IN E : EL VA LO R S O C IA L D E L A R T E

empecé a fijarme en una pareja joven en prácticamente todas las presentaciones


en galerías a las que acudía. Solían concentrarse en el artista que exponía y
en cualquier otro artista que hubiera en las proximidades. Dorothy y H erbert
Yogel destacaban entre la m ultitud no sólo por su relativamente baja estatura
ninguno medía más de uno cincuenta), sino porque no ocultaban sus modestos
ingresos. Herbert, que había estudiado arte, trabajaba en Correos y Dorothy era
bibliotecaria. No tenían hijos y vivían en un pequeño apartamento con el salario
de Herbert; lo que Dorothy ganaba lo dedicaban a coleccionar arte. Muchos de
los artistas a los que se acercaban eran desconocidos en aquella época, y algunos
aceptaban de buena gana que pagaran a plazos lo que adquirían; otros, incluso,
les regalaban obras. Treinta años después, los Vogel donaron su colección (que
incluía obras de Sol LeWitt, Donald Judd, Cari Andre, Richard Tuttle y Chuck
Cióse) a la National Gallery of Art de Washington D.C. Con entrevistas en medios
importantes, incluida una visita a su abarrotado apartamento de Mike Wallace,
de 60 Minutes, se convirtieron en la pareja de moda por coleccionar con poco
dinero (aunque con inteligencia y pasión). Después de aquello, ninguna gala del
mundo del arte estaba completa sin los Vogel.
Otros coleccionistas económicos que he conocido evitaban la publicidad pero
disfrutaban enseñando sus colecciones discretamente a visitantes particulares.
Yo fui con un amigo a visitar a una anciana pareja que llevaba más de cincuenta
años viviendo en el mismo pisito en cierta ciudad del Medio Oeste. Tenían grandes
tesoros de Klee, Mondrian, Gris y Frantisek Kupka que habían comprado en los años
cincuenta por sumas relativamente modestas. No les interesaba nada lo que valían
ahora. Era un gran placer moverse despacio con ellos de un cuadro a otro mientras
te explicaban en voz baja lo que las obras significaban para ellos. Mi amigo hizo un
gesto de disgusto al salir del apartamento. “¿Qué demonios era ese olor que había
en todas las habitaciones?” “Marihuana -respondí yo-. Seguramente, medicinal.”

ARTE GRATIS PARA TODOS

Hay personas que se oponen enérgicamente a la propiedad privada de obras


de arte, e insisten en que todo el arte debería estar en museos, para disfrute de

129
capítulo ii

todos. Es posible que en el futuro nos aguarde una utopía de arte patrocinado por
el Estado, con cientos de miles de minimuseos en aldeas, pueblos y ciudades. Se
podría comprar para el bien común la producción entera de artistas seleccionados
por un comité de servidores públicos imparciales y con credenciales impecables.
H asta que llegue ese momento, tenem os en Estados Unidos y en el resto del
mundo museos que están abiertos al público, algunos incluso gratuitos, a los que
acude tanta gente como a los eventos deportivos, o más. No obstante, en algunos
museos que se anuncian como gratuitos hay que pasar por un mostrador donde
te piden donativos, y en otros te cobran la entrada a exposiciones especiales
dentro del museo (la Tate Modern y la Tate Britain, por ejemplo). La política y la
economía de lo “gratis” varían según el lugar del mundo. Edmund Capón, director
d eja Art Gallery de Nueva Gales del Sur en Sídney, me contó con regocijo que
desde que habían dejado de cobrar la entrada, los ingresos de las concesiones del
museo (restaurante, cafetería, tienda) se habían disparado gracias al aumento de
público. También se pueden ver grandes obras de arte con relativa comodidad y
absolutamente gratis en galerías comerciales de la mayoría de las grandes ciudades.
Toda visita a una obra de arte expuesta al público es una experiencia social.
Aunque vayas solo, encontrarás otras personas que comparten la experiencia.
Algunos, incluso, pueden estar tapándote la visión de tu cuadro favorito, riñendo
a sus niños o intentando encontrar cobertura para su teléfono móvil. Si se permite
hacer fotografías, se pasarán más tiempo mirando por los visores que viendo el
arte colgado de las paredes. Para alguien tan criticón e irascible como yo, esto
puede ser una experiencia social deprimente. Una vez que fui a una exposición
de austeras y serenas pinturas grises de Johns en el Metropolitan, apenas pude
concentrarme a causa del constante runrún de una docena de audioguías. Para
colmo de males, el teléfono móvil de una señora empezó a sonar a todo volumen,
pero claro, ella no podía oírlo porque estaba pegada a su audioguía.
- Con una actitud diferente, la experiencia del museo puede elevar de verdad el
contacto social. Esto suele significar acudir con personas que comparten tus gustos
generales, aunque no tus preferencias más concretas. Conrad Fried, cuñado de De
I Kooning, recordaba que en los años treinta iba con él a los museos de Nueva York:

130
am
E U F R O S IN E : EL V A L O R S O C lA _ 2 E_ A H T E

El M et estaba casi vacío en aquellos tiempos. Era gratis y era


estupendo ir con otros artistas porque cada uno miraba sólo uno o
dos cuadros. Bill [De Kooning] decía “Si vas de un cuadro a otro, lo
confundes todo, así que te preguntas ‘¿qué es lo que me interesa?’
y vas a ese cuadro”49.
Uno de los artistas que iba al Met con De Kooning era Kline. Otra era Muriel Kallis
1914-2008), que compró muchas grandes obras de sus colegas. “En realidad no
soy una coleccionista de corazón”, dijo años después, cuando donó su colección a
su museo favorito. “A los artistas que yo conocía les encantaba el Met, sobre todo a
Franz Kline, que solía ir a estudiar a Ingres durante horas enteras.”50 Gracias a su
generosidad, cuando vamos al Met podemos ver obras maravillosas de De Kooning,
Pollock, Kline y muchos otros amigos de Muriel Kallis Steinberg Newman.

ARTE, CLASE, SOCIEDAD

Aunque creo que con la práctica podemos aprender a mirar mejor, no soy muy
rirtidario de intentar enseñar teoría del arte a personas adultas y razonablemente
bien educadas en otros aspectos. Es mucho más importante y agradable ir y mirar
simplemente el arte. Claro que desde el punto de vista social, puede ser interesante
ü istir a conferencias y coloquios en el museo local, e incluso apuntarse a un
recorrido con guía. Si donde vives hay una feria de arte anual, seguro que hay
visitas organizadas para el público, y muchas veces actividades culturales paralelas.
Estarás en compañía de personas con ideas similares. No excluyo por completo la
posibilidad de encontrar así una pareja para toda la vida, pero las posibilidades
de sim plemente hacer amigos son mayores que en un andén del metro. Las
instituciones culturales de todo tipo ofrecen oportunidades de contemplar obras
de arte con otras personas, ya sea con fines recreativos o como parte de un curso
al que pueden asistir estudiantes de cualquier edad.
En ciudades con muchas galerías de arte suele ser fácil unirse a un grupo autónomo
: con algún profesional a cargo. En ciertos días del mes, el grupo entra y sale de las
--'-rías comerciales con o sin comentarios de un director o del personal de las galerías.

131
C A P ÍT U L O II

ARTE INTERPRETADO

Hemos visto que el arte proporciona excelentes motivos para muchos tipos de
interacciones sociales. En la segunda mitad del siglo xx aparecieron formas de arte
que dependían por completo de la interacción social. Con raíces en el movimiento
Dadá europeo de los años veinte, e influidas por la pintura de acción de Pollock,
los happenings eran actuaciones sin guión que muchas veces precisaban de la
participación de los espectadores y confiaban en que ocurrieran cosas no planificadas.
El primer happening fue probablemente una búsqueda de setas que tuvo lugar en
Nueva Jersey por iniciativa de los profesores-artistas de la Universidad Rutgers Alian
Kaprow y George Segal. Difuminando las fronteras entre artista, evento, objeto y
espectador, de una manera que a veces parecía caótica, los happenings influyeron
en muchos artistas, entre ellos Oldenburg, cuya instalación semipermanente Store
Days (1961) en el Lower East Side de M anhattan consistía en una auténtica tienda
a nivel de la calle, donde el artista hacía, exhibía y vendía sus simulaciones de
artículos de consumos, hechas con escayola pintada, desde faldas y zapatos hasta
hamburguesas y pasteles.
El domingo 23 de marzo de 1969, yo presenté Fire, del artista conceptual Jon
van Saun, que consistía en varios materiales ardiendo de diferentes maneras y a
diferentes velocidades en tres plantas de un edificio de S0H 0 ( f i g . 32). Duraba tres
horas y asistieron unas doscientas personas que entraban y salían. Su presencia
era fundamental para la obra.
Uno de los artistas más subversivos y evasivos que participaron en experimentos sociales
file el enigmático collagista Ray Johnson, que utilizó el Servicio de Correos de Estados
Unidos como principal medio para lo que él llamaba la Escuela por Correspondancia
(sic) de Nueva York. Se enviaba a la gente imágenes y textos extraídos de fuentes muy
diversas, con instrucciones de reenviarlos a otros individuos concretos. Muchos de
ellos no se conocían. Johnson organizó reuniones de la escuela, la primera en una
casa de reuniones cuáqueras en el Bajo Manhattan. Asistió mucha gente, aunque no
había un programa, y el propio Johnson no se presentó. Había anunciado que en la
reunión no se trataría de “nada”. Uno a uno, los asistentes empezaron a levantarse
para decir y hacer cosas, y al final “ocurrieron” muchas cosas.

132
EU F R Ó S IN E : EL V A LO R S O C IA L D E L AR T E

En 2010, la artista de performance Marina Abramovie desafió las normas sociales


colocando hombres y mujeres desnudos -de pie, sentados y tum bados- en su
exposición El artista está presente, en el MoMA, durante la cual varios visitantes fueron
expulsados por tocamientos indebidos. Según el New York Times, “el departamento
de comunicaciones del museo insistió en que los incidentes desagradables han sido
pocos y muy espaciados... [pero que el museo] es plenamente consciente de los
problemas que plantea tener intérpretes desnudos en las galerías”51.
Aunque no siempre de maneras tan heterodoxas, ahora es muy corriente que los
espectadores que asisten a los actos artísticos se conviertan en participantes, y
estos actos son ya casi algo normal| El Cuartel del Séptimo Regimiento (Seventh
Regiment Armory), en el cruce de Park Avenue con la calle 66 Este de Nueva York,
se adaptó hace poco para albergar este tipo de eventos, y un portavoz dijo a la prensa
que así se pretendía “presentar a la gente un nuevo uso de la sala de instrucción”52.
Falso. En octubre de 1966, Experimentos en Arte y Tecnología había reunido en el
Cuartel del 69a Regimiento, en la Calle 26 Este, a artistas destacados, compositores
y bailarines con científicos de Bell Telephone para nueve noches de performances
ante un público cautivado. En 1961, en París, Yves Klein hizo que mujeres desnudas
embadurnadas de pintura se revolcaran sobre lienzos ante un público de invitados,
y los cuadros resultantes se cotizan a precios muy altos.

FIG. 3 2
JOHN VAN SAUN
Performance con fuego en la
Galería Feigen Downtown,
23 de marzo de 1969

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