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LA HERENCIA ÉTICA
DE LA ILUSTRACIÓN
EDITORIAL CRÍTICA
BARCELONA
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C arlos T hiebaut
Instituto de Filosofía
Madrid, mayo de 1991
J avier M uguerza
lulo con la leyenda «El sueño de la razón produce monstruos», tal vez po
damos explicamos en qué estriba esa crisis de la herencia ilustrada que
hemos dado en denominar la postmodemidad, esto es, la postilustración.
En el grabado, un hombre duerme, momentáneamente traspuesto al pare
cer, acodado sobre su mesa de trabajo — la mesa, digamos, de un intelec
tual— mientras, en la penumbra de la estancia, le rodean y le sobrevuelan
una serie de repugnantes, peludos y alados monstruos, los monstruos que
se suponen producidos por el sueño de la razón. En un libro inspirado en
tal motivo, José-Enrique Rodríguez Ibánez apuntó sagazmente hace algún
tiempo que el grabado admite más de una interpretación. En una primera
interpretación, que calificaríamos de premodcma o preilustrada y a la que
cabría incluso calificar de anti-ilustrada o contrailustrada —era la favori
ta, por ejemplo, del colegio de curas en que uno se educó— , esos mons
truos que pueblan el grabado habrían de ser atribuidos al delirio racional
del hombre, es decir, a su olvido de las sanas doctrinas de la tradición.
Para una segunda interpretación, que merecería ya el calificativo de ple
namente moderna o ilustrada —y que sería, con toda probabilidad, la que
el propio pintor habría hecho suya—, los monstruos en cuestión serían
producto no de la ensoñación o el sueño activo, sino, por así decirlo, del
sueño pasivo de la razón humana, cuyo perezoso dormitar dejaría abierta
la espita de las tinieblas del oscurantismo. Pero hay todavía una tercera
interpretación posible —a la que no sería del todo improcedente ver cali
ficada de postmodema o de postilustrada— sobre la cual no tenemos otro
remedio que demoramos, aunque sea brevemente, a continuación. De
acuerdo con ella, el sueño de una razón excesivamente ambiciosa — la
Razón que los ilustrados deificaban, escribiéndola a veces con mayúscu
la— podría haberse acabado volviendo, paradójicamente, contra los pos
tulados iluministas que en sus orígenes lo alentaron. Aquellos postulados
nos prometían la liberación, pero — a juzgar, al menos, por lo que ha sido
la historia de nuestro siglo xx, a saber, una crónica de horrores impensa
bles desde el optimismo dieciochesco de los ilustrados— más parece que
nos hayan sumido en un lóbrego calabozo, aherrojándonos con las cade
nas de nuevas y variadas formas de esclavitud. ¿Por cuál de estas «tres in
terpretaciones de la Ilustración» se habría inclinado Kant?
En un cierto sentido, el ilustrado que fue Kant se habría adherido sin
reservas a la segunda de ellas. Y en ningún caso se adheriría a la primera o
contrailustrada, por no llamarla reaccionaria, de los curas de mi colegio.
Pero, y esta sería una prueba de la rigurosa actualidad de Kant —una ac
tualidad que postmodemos á la Rorty (por no hablar de aquellos que
KANT Y EL SUEÑO DE LA RAZÓN 15
L as pr eg u n ta s k a n tia n a s
2.* THffiflAin
18 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
como una cosa más, sometida como el resto de las cosas a la forzosa ley
de causalidad. O, con otras palabras, estaría renunciado a la humana car
ga de ser dueño de mis actos. Y eso —que Sartre llamó expresivamente la
«mala fe»— es lo más indigno que un ser humano podría hacer, pues
equivaldría a renunciar a su condición de tal, esto es, a situarse por debajo
de su propia dignidad.
Con todo, quizás aquel modo de hablar sea inevitable en ocasiones
cuando hablamos en tiempo de pasado; pues, ¿quién podría decir «Nunca
me comporté inhumanamente»? Pero sería absolutamente inadmisible en
el presente: a nadie le es dado decir «No puedo actuar de otra manera» o
«Las circunstancias me obligan a actuar como lo hago» sin contradecirse,
porque al decir tal cosa estaría eligiendo un modo de actuación, sólo que
prefiere hacerse una trampa y no reconocerlo así. Y mucho menos cabría
decir, en tiempo de futuro, «No podré actuar de otra manera» o «Las cir
cunstancias me obligarán a actuar de tal y tal modo», pues ello no sería
sino eximirse, de nuevo tramposamente, del riesgo de la libertad.
Volviendo a Kant, su conocida «solución» de la antinomia de la cau
salidad y la libertad no es, en rigor, ninguna solución, sino la valiente
aceptación por su parte de la antinomia misma. Nosotros, como hombres,
somos en parte seres naturales, y sociales, sometidos por ende a la causa
lidad de un tipo u otro. Pero no somos sólo eso, sino asimismo seres racio
nales y, por lo tanto, libres. O, dando ahora un paso más, la libertad de la
que no podemos exoneramos en tanto que hombres nos lleva más allá de
lo que somos, más allá del reino del ser, para enfrentamos con el del de
ber. Un animal, que no se hace cuestión de su libertad, tampoco necesita
ría — si es que pudiera hacerlo— preguntarse «qué debo hacer», por lo
menos en el sentido moral del término «deber». El hombre, sí. Y — para
responder a esta pregunta— ya no le basta con haber respondido a la pre
gunta sobre «qué es lo que puede conocer», esto es, ya no le basta con la
ciencia. La ciencia, tanto natural como social, puede suministrarle indi
caciones útiles sobre las condiciones en las que tiene que elegir un curso
de acción u otro, las condiciones en las que tiene que decidir. Pero no
puede decidir por él. La decisión es suya y sólo suya. E incluso si decidie
ra no elegir entre una acción y su contraria, prefiriendo dejarse llevar por
los acontecimientos, habría elegido ya dejarse llevar por los aconteci
mientos, esto es, habría ya decidido.
Podemos entrar, por consiguiente, en la segunda pregunta kantiana,
la pregunta «¿Qué debo hacer?», que ocupó a Kant en una serie de obras
— la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, la Crítica de la
KANT Y EL SUEÑO DE LA RAZÓN 21
vez distinta que la del moderno obrero industrial. Esto sentado, la ética de
Kant no es, sin embargo, «formalista», no se desinteresa de los contenidos
materiales de la moral y, por lo pronto, de ese contenido fundamental de
toda ética que es la dignidad humana. Y lo que Kant hubiera dicho, frente
a cualquier intento de reformular discursivamente esta nueva versión de
su imperativo categórico, es que la «dignidad humana» no necesita ser
sometida a votación ni consensuada de ninguna otra manera, pudiendo ser
reivindicada por quienquiera que en su conciencia crea que se ha atentado
contra ella. Pero ya tendremos ocasión de volver sobre esto.
Y vamos con la última objeción de entre las antes enumeradas. Contra
lo que se le crítica de ordinario, la ética kantiana del deber no se olvidó de
la felicidad, así como tampoco de los fines de las acciones humanas (el
hombre mismo, como acaba de verse, sería un «Fin-en-sí»). Y es así como,
en un pasaje de la Metafísica de las costumbres, Kant se interroga expre
samente acerca de cuáles de aquellos «fines» habrían de ser tomados por
«deberes», a lo que se responde: «La propia perfección y la felicidad aje
na», advirtiéndonos a continuación contra el peligro de invertir los térmi
nos y tomar por deberes —como es, desgraciadamente, lo usual— «la
perfección ajena y la propia felicidad». Ahora bien, la perfección ajena es
asunto de cada quién y nadie tiene autoridad para dictar a otro lo que haya
de entender por «perfección» (sólo tenemos la obligación de procurar la
nuestra). Y en cuanto a la «felicidad», también tenemos la obligación de
procurar la de los demás (pero sería, en cambio, ocioso prescribimos a
nosotros mismos la búsqueda de la propia felicidad, pues ésa es una ten
dencia natural del ser humano y todo el mundo la busca sin necesidad de
que nadie se lo prescriba). Por ello Kant no se molestó en formular ningún
imperativo eudemonístico, ningún imperativo que nos diga «Sé feliz»,
sino más bien el que nos dice «Sé digno de ser feliz» (algo que sólo se
consigue a través del cumplimiento de nuestro deber). Y ni siquiera es
cosa de pensar que el deber haya de ser cumplido con la finalidad de ser
feliz, pues eso querría decir que no tenemos obligación de cumplirlo
cuando su cumplimiento nos acarree infelicidad, cosa en verdad bastante
más frecuente que su contraría en un mundo como el nuestro, que no se
distingue que digamos por premiar la virtud.
Ahora bien, ¿no es demasiado duro aquello de cumplir con el deber
por el deber mismo? ¿No tenemos algún derecho a confiar en que, en otro
mundo, si no en éste, nuestro esfuerzo moral obtenga el premio de la feli
cidad a que sería acreedor, precisamente por habernos hecho dignos de ser
felices ? ¿No equivaldría la negativa a esta esperanza a sumimos, sin más.
28 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
Bajo la idea de un reino de los fines, Kant entendía ante todo una co
munidad moral, pero no dejaba de interesarse por las posibles condiciones
que la hubieran de convertir en una comunidad política real. Y mirando a
su alrededor—es decir, a la vista de las concretas circunstancias sociohis-
tóricas en que se hubo de gestar su pensamiento— , Kant expresó su prefe
rencia por lo que llamaría una «constitución civil republicana», denomi
nación que no entraña exactamente una opción por lo que hoy entendemos
como «republicanismo» (Kant que siempre más leal y respetuoso para con
la Monarquía prusiana de lo que ésta lo fue para con él), sino la opción por
un Estado de Derecho que, en su tiempo, no podía ser otro que el Estado
liberal de Derecho. Lo que sucede es que, a) invocar semejante constitu
ción civil republicana, Kant insertaba su propia opción en una tradición
que se remonta a las virtudes republicanas de la antigua Roma y asumía
éstas con una punta de radicalismo que recuerda en ocasiones al mejor
Rousseau, además de con un páthos moral que desde luego le sitúa muy
por encima del liberalismo político.
Una prueba de lo que digo la tenemos en su toma de posición ante la
perspectiva de alcanzar aquella constitución civil republicana —la única,
para él, que podría aceptar «un hombre libre»— mediante una revolución
política, cuando no fuera posible arribar a ella a través de una evolución
pacífica. En su filosofía del derecho, Kant no llegó a aprobar nunca la re
volución como método, y hasta llegó a expresarle alguna vez su desapro
bación. Pero, a riesgo de contradecirse con lo anterior (Kant no oculta en
este trance su vacilación de hombre de bien entre su repugnancia frente a
la violencia y su repudio de la opresión política), tampoco desperdició
nunca la oportunidad de manifestar su solidaridad con los movimientos
revolucionarios contemporáneos (como la guerra de la Independencia
norteamericana, el desencadenamiento de la revolución en Francia o la
rebelión de los irlandeses), movimientos en todos los cuales veía una oca
sión para suscitar el entusiasmo moral de cuantos se sintieran concernidos
o simplemente asistieran a ellos como espectadores. Como escribiría a
propósito de la Revolución francesa:
3 .- THIEBAUT
34 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
CRÍTICA Y COSIFICACIÓN
El asunto sobre el que versan estas páginas gira en tomo a las dos cate
gorías con que se anuncian, aunque acaso podían haberse titulado quizás
con más rigor académico La reconstrucción habermasiana de la teoría de
la cosificación. El concepto socioñlosófico de cosificación, que tiene su
origen en Marx, ha servido a lo largo de este siglo a filósofos, sociólogos y
antropólogos como punto de apoyo teórico para analizar diversos fenó
menos patológicos del desarrollo social y cultural de las sociedades mo
dernas: fenómenos de falsa consciencia, alienación, destrucción y defor
mación de las formas de vida, burocratización, dominio ciego y des
tructivo de la economía y la tecnología, etc. Se trata de un concepto, por
lanto, no sólo analítico-descriptivo, sino que puesto que contiene una car
ga crítica, una exigencia de descosifícación, es también de naturaleza nor
mativa. En las viejas teorías de Marx, Simmel, Lukács, Berger y
Luckmann, Adorno y Horkheimer, el concepto de cosificación iba ligado
a un modelo o paradigma filosófico —el de la subjetividad o la conscien
cia— cuyas debilidades han sido puestas de manifiesto en las discusiones
filosóficas y sociológicas de las últimas décadas. Ello ha llevado con toda
razón a dicho concepto ya no a un estado de mera decadencia sino de puro
y simple olvido.
Sin embargo, J. Habermas, en el marco de su teoría de la acción
comunicativa, esto es, en el marco de un paradigma filosófico lingiiístico-
comunicativo, ha reformulado la teoría de la cosificación con un nuevo
contenido crítico-normativo y con una nueva dimensión analítica: la
cosificación sería la patología de las formas de reproducción simbólica
consistente en la perturbación de los procesos comunicativos del mundo
de la vida producida por las interferencias de los sistemas económico o
38 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
tico son ejemplos del dominio de la crítica normativa sobre las demás. Y
la filosofía de Nietzsche, el decadentismo finisecular o el neoes-
tructuralismo son ejemplos del dominio de la crítica estética. Al otro ex
tremo, un caso paradigmático de reacción contra la diferenciación es tam
bién, con algunas excepciones, el de la tradición filosófica que arranca de
Marx y lleva hasta Habermas.
La c r ít ic a a la s so c ied a d es m o d er n a s
G ir o l in g ü íst ic o y c o sific a c ió n
XComponentes
\ estructu-
\ rales
Cultura Sociedad Personalidad
PerturbaX
ciones en e \ / Dimensión
ámbito de l a \ / de evaluación
P r o b l e m a s y so lu c io n es
4.* THIEBAVT
50 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
B ib lio g r a fía
LA IRRENUNCIABLE AUTONOMÍA
L a a u t o n o m ía , c o n q u ist a d e la m o d e r n id a d
pues, sólo de la necesidad de una razón dialógica, sino de que ésta presu
pone una auténtica «comunidad de diálogo», puesta de relieve por la di
mensión «performativa» que completa siempre a la proposicional y la
vincula con acciones comunicativas (y no sólo meramente estratégicas).
Tampoco cabe entender el presupuesto ético de toda argumentación
como un imperativo hipotético, en el sentido de «sólo si queremos argu
mentaciones lógicas», ya que la alternativa carece de sentido una vez eli
minado su efecto retórico. Y, a la vez, tampoco puede olvidarse que el
presupuesto ético de la comunidad de comunicación no permite derivar
directamente normas éticas, sino que ha de ser justificado en su es
pecificidad moral. Y aquí parece la complementariedad de la ética y de
la lógica (e, incluso, del pensamiento científico), ya que la justificación
ética concreta, como veremos más adelante, exigirá el utilizar toda la in
formación científica relevante, entre otros componentes básicos de la tra
ducción y concreción de las normas éticas, histórica y socialmente
situadas.
Ahora bien, de que la pragmática universal no sea inmediatamente
aplicable como norma moral no se deduce, como pretende Ilting (1982),
que la pragmática universal haya de entenderse como un «imperativo hi
potético». Es cierto que la «norma de veracidad» que presupone el discur
so argumentativo es una «norma discursiva de veracidad», distinguible y
no directamente aplicable a la norma moral que prohíbe la mentira, que
sólo puede justificarse en el contexto de la situación social. Apel admite la
fuerza de la objeción en su segunda parte, pero no en la primera; esto es,
no admite que el principio pragmático de «transubjetividad incon
dicionada» pueda ser reemplazado por el principio de racionalidad del
«equilibrio estratégico de intereses», incompatible como tal con la exi
gencia de autonomía moral legisladora de la razón práctica, por mucho
que la teoría de los juegos haya podido sofisticar la razón estratégica. El
intento de D. Gauthier (1986) constituye un buen ejemplo de cómo un
planteamiento estratégico-racional siguiendo el dictado de los intereses
particulares y el libre albedrío de los interlocutores es incapaz —aunque
lo postule— de dar cuenta de las pretensiones de validez categórica y uni
versal (esto es, transubjetivas) del discurso práctico.
Queda claro, pues, que esta pragmática universal —o autonomía tras
cendental, según Apel— actúa exclusivamente bajo el presupuesto de «un
discurso libre de la carga de la acción». El «apriori de la comunidad de
comunicación» cumple un papel similar (aunque sólo sea similar) al de la
original position de J. Rawls, con sus conlricciones estructurales (velo de
LA IRRENUNCIABLE AUTONOMÍA 57
' nUISAUT
66 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
L a a u to n o m ía del su jeto m o r a l
no compartidas por los demás» (Muguerza, 1986, pp. 38-39). Pero, como
ya quedó aclarado en el punto anterior, el segundo momento de la autono
mía moral (justificación constructivo-dialógica de la norma) no excluye el
disenso, sino que se abre plenamente a un pluralismo ético, especialmente
en las cuestiones conflictivas, pluralismo que se basa en el reconocimien
to y comprensión de las razones de los demás, lo que conduce al respeto y
a la tolerancia, pero que de ningún modo me obligan a compartirlas en el
sentido de adecuar mi conducta a las mismas, puesto que mi autonomía
ética me capacita y me obliga a elegir la opción más convincente para mí,
sea ésta mayoritaria o minoritaria.
En definitiva, me parecería erróneo descontextualizar este prota
gonismo del sujeto fuera del ámbito real de la práctica moral. Es decir, la
decisión del sujeto moral tiene que ver primordialmente con su adhesión a
una u otra norma, pero no afecta directamente a la validez de las mismas,
que se establece a través de la traducción constructivo-dialógica de la
metanorma (o imperativo categórico) en las normas, siendo este proceso
siempre falible y, por ende, revisable, por lo que la justificación de aqué
llas permanece siempre abierta, sin excluir un pluralismo, al menos en al
gunos casos. De lo contrario estaríamos muy próximos al subjetivismo o
decisionismo moral.
En este sentido, pienso que la posición de Muguerza es la de quien se
atrinchera en la autonomía moral individual como en una «ciudadela inte
rior», según la expresión de John Christman (1988), en una línea similar a
la presentada por Robert Young en su libro Personal Autonomy: Beyond
Negative and Posilive Liberty (Young, 1986).
Otra vía abierta desde esta perspectiva, y probablemente más fiable,
es la que establece una estrecha relación entre la autonomía individual y
los derechos humanos. Esta vía fue planteada ya por Richards en 1981: la
autonomía personal proporciona la base para el derecho humano funda
mental, el de ser tratado como una persona moral libre e igual. Esta auto
nomía moral expresa la dignidad humana y exige, por ende, la protección
y respeto que son reconocidos a través del catálogo — a perfeccionar y
completar— de los derechos humanos (Richards, 1981).
También Aranguren ha insistido recientemente en la necesidad de que
«la ética intersubjetiva» o discursiva no venga a desplazar la «ética
intrasubjetiva», esto es, «al diálogo en que cada uno de nosotros consisti
mos», que él mismo había enfatizado en escritos anteriores como «ética
narrativo-hermenéutica» (Aranguren, 1986, p. 15). La posición del viejo
maestro es sobradamente conocida, lo que me dispensa de intentar aquí
70 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
B ibliografía
diera ser abandonable sin tirar al niño con la bañera — o a los bocales con
sus cerebros adentro, tomando la imagen de Putnam— pues no creo, salvo
si se me demuestra lo contrario, que se pueda concebir «racionalidad» sin
«sujeto racional», aunque esto último implica para mi «individuo humano
racional», inferencia en la que habría desacuerdo con pensadores religio
sos, pero también con los reduccionistas para-fisiológicos. En efecto, no
creo que el pensamiento pueda existir sin el sostén constante de indivi
duos reflexivos, en lo que diferimos con aquellos que opinan que ciertas
entidades supraindividuales o transindividuales, estructuras cerebrales o
sociales, genes «egoístas», o lo que se quiera, se expresan en nosotros o a
través de nosotros. Por ello, veo con respeto e interés a mis colegas ilus
trados y deseo preguntarles a algunos de ellos si el de «naturaleza huma
na» es un concepto útil para comprender lo que es un sujeto pensante, un
ser que hace uso de la razón.
Ahora bien, el de «naturaleza humana» pudiera ser un tema de poco
o nulo interés en el país de Unamuno y de Ortega, sobre todo cuando
esta discusión es propuesta por un lector receptivo de las filosofías de la
existencia, alérgicas como ninguna otra a la palabra «esencia», una de
cuyas variedades contingentes es precisamente la de «naturaleza hu
mana».
Por lo anterior y antes de referirme a algunos autores del Siglo de las
Luces, quisiera defender críticamente el interés de la pregunta sobre la
naturaleza humana: La idea de una naturaleza humana, o más bien la pre
gunta sobre su realidad, pudiera ser ignorada, obviada, con la simple toma
de posición en el sentido de que semejante pregunta carece de interés,
aunque no de referente, pues poco importa que el humano tenga o no na
turaleza, lo importante es saber cómo y por qué actúa, es decir, si puede o
no guiar siempre racionalmente sus acciones.
Pero es posible que quien declare que semejante pregunta carece de
interés —creo que es la posición de Victoria Camps en su trabajo sobre
«La solidaridad»— piense, en el fondo, que tal naturaleza no existe, que el
ser humano es todo praxis e historia (o todo condicionamiento si se quie
re) y que no encontraremos nada en sus acciones que sea heredado
biológicamente o, por decirlo de otro modo, que las ciencias morales y
sociales por medio de las cuales nos estudiamos a nosotros mismos no de
berían interesarse en nada de lo humano que no fuera heredado y expresa
do culturalmcnte, es decir, a través de procesos sociales e individuales de
enseñanza-aprendizaje. Por ello, lo humano debiera poder ser explicado
en todo momento recurriendo a dichas ciencias, así como, añadiríamos los
76 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
maba con gran optimismo que se podría crear, con el adecuado entrena
miento conductual, cualquier habilidad en cualquier persona. Si no fuera
por su rechazo explícito de la idea de conciencia, concepto metafísico para
un psicólogo experimental por su incapacidad de observarla y contrastar
la científicamente, sería tal vez la posición de Watson la expresión más
exitosa de un deseo ilustrado, el de educar a la humanidad proporcionán
dole fundamentalmente los instrumentos conceptuales propios de la ra
zón; sin embargo, Watson sería sólo la expresión más lograda en el ámbi
to heterónomo, pues se lograría aprender a manejar a «la razón» a través
de un condicionamiento externo, con lo cual desaparecería la idea de su
jeto y con ella la idea de condicionar a nadie.
Aunque la tradición conductista ha demostrado con creces la teoría del
condicionamiento tanto en el animal como en ciertos aspectos del humano
— por ejemplo, en los aspectos curativos de tratamiento de fobias y ma
nías— , el enemigo más formidable del conductismo no ha surgido encar
nado en algún Champion de lo autónomo o en algún defensor de la
instrospección, sino entre los etólogos que han demostrado también con
éxito que la mayoría de las conductas en el animal y varías en el humano
están determinadas por la herencia (Kant tiene un apartado en su Antro
pología sobre la mímica, aunque se equivoque sobre la «universalidad» de
las que pone de ejemplo. Existen, en efecto, mímicas no analizadas por
Kant, pero que confirman su intuición en el sentido de que existen expresio
nes faciales humanas universales),45lo mismo que los rasgos morfológicos
o las características fisiológicas. La batalla la han ganado los etólogos, in
cluso en relación con el humano, pero le han quitado terreno al ámbito
heterónomo, no para dárselo al autónomo, sino al natural o biológico.
Hay que señalar, sin embargo, como curiosidad, que importantes psi
cólogos híbridos entre el psicoanálisis y el conductismo han creado una
escuela existencialista en psicología3 que combina el análisis externo del
condicionamiento con la introspección, para afirmar que el paciente puede
realizar, un poco a la manera de Jean Genet en la interpretación sartreana,
«algo con lo que los otros han hecho de él».6 Pero este esfuerzo por
reintroducir lo autónomo en lo heterónomo se da en el ámbito pragmático
de lo terapéutico, y no implica necesariamente un postulado ontológico
general.
4. E. Kant, La antropología en sentido pragm ático (trad. de José Gaos), Revista de
Occidente. Madrid, 1935, esp. § «De la fisionomía en general», pp. 196-202.
5. Como, por ejemplo, la Escuela de Ellis.
6. J.-P. Sartrc. Saint Genet. Comédien et martyr. Gallimard. París.
78 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
tructural moral no quiere decir que no podamos conocer. La tarea del filó
sofo moral no dejará de aportar conocimientos sobre el ámbito de lo autó
nomo mientras existamos y no creo que ninguna «nueva tecnología»
substituya nunca la necesidad de recurrir a la reflexión en nuestro viejo
cerebro para ejecutar actos morales.
Hasta aquí la justificación de interesarme en la naturaleza humana.
Las ideas que en esta segunda parte desarrollo son los esbozos de una
investigación que me ha llevado al corazón de algunos de los debates del
siglo xvm y que considero actuales.
En relación con la naturaleza humana, he querido buscar tres grandes
grupos de problemas partiendo de la idea que los filósofos hemos discu
rrido en general sobre aquélla poniéndola en relación con otras naturale
zas, es decir, procediendo comparativamente: el primero es la relación de
las sociedades humanas con las sociedades de animales, tanto de verte
brados como de insectos y otras, tema que no abordaré en esta ocasión.
Los otros dos, a los que haré referencia aquí, tienen que ver, uno, con la
comparación entre sociedades primitivas o salvajes — léase estado de na
turaleza— y sociedades «civilizadas» y, el otro, con un tema aparente
mente marginal, pero que encuentro apasionante: la comparación del sexo
masculino con el femenino en lo que algunos escritores (tanto del siglo
xvm como contemporáneos) hallan distancias mayores que entre razas y
civilizaciones humanas.
Si el punto fuerte de autores como Lyotard o Vattimo se sitúa en su
defensa de lo diferente, tal vez con una connotación más individual que
social, trabajos recientes de Maclntyre llevan a la ética problemas que
discutían antes sólo los científicos sociales, como la importancia de man
tener y defender la diferencia entre las diversas culturas, en vez de des
truir aquellas con menor desarrollo tecnológico siguiendo el mito de que
no están ejerciendo su razón. Por esto pienso que el postmodemismo le
debe más a las ciencias sociales que a cualesquiera otras disciplinas.
A partir del siglo xvm, sabemos la importancia que tuvo la propuesta
de Rousseau de considerar, por lo menos hipotéticamente, la idea de un
estado de naturaleza en el que reinaban la paz y la bondad naturales entre
seres humanos que vivían aislados los unos de los otros y que no se junta
ban más que con el fin de reproducirse y, durante un corto tiempo, de pro
teger como pareja a la progenitura. La pérdida de este estado idílico no
sucede por el artificio de algún ser malintencionado, como propone el
Antiguo Testamento, sino por un accidente, o series de accidentes, que
LA NATURALEZA DE LA NATURALEZA HUMANA 81
6 .* TMtEBAlTT
82 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
13. Discours sur I'origine de I inégalité. en Oeuvres, Bibl. Pléiade. I. III. p. 152 (
trad. casi.: Discurso sobre el origen de la desigualdadentreloshom bres.Tecnos, Madrid. 1987).
LA NATURALEZA DE LA NATURALEZA HUMANA 83
El rudo estado de naturaleza es, sin duda, [la situación] de otra suerte.
La mujer es entonces un animal doméstico. El varón va delante con sus ar
mas en la mano y la mujer le sigue cargada con el fardo del ajuar."
21. Ibidem.
22. Ibidem.
23. Ibidem.
90 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
Así, paradójicamente, este ser «más débil» aparece como más fuerte
en la polis, gracias al aporte cultural que significan la seducción y la elo
cuencia como instrumentos de dominación.
Es probablemente en tomo a la bisexualidad humana (¿qué hubiera
sucedido si los humanos contáramos con tres o más sexos?) que nuestra
«liquidación de herencia contraída» está más incompleta en relación con
la Ilustración.
F ernando S avater
LA HUMANIDAD EN CUESTIÓN
M eleagro de G adara
7.* TMEBAUT
98 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
diferente de la de Isaiah Berlín, las dos distinciones son. en cierta medida, inconmensurables.
Véase Isaiah Berlín. «Two concepts of Liberty», en 1. Berlín, F our E ssays on Liberty.
Oxford University Press, Londres, 1969 (hay trad. casi.: C uatro ensayos sobre la libertad.
Alianza, Madrid, 1988).
2. Charles Taylor,«Atomism». en Philosophy a n d the Hum an Science. Philosophical
Papers, vol. 2, Cambridge University Press. Cambridge. 1985.
3. Immanuel Kant, M etaphysik d e r Sitien, en I. Kant, W erke in sechs Biinden. ed.
Wcischedel, vol. IV, Wisscnschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1956, p. 337 (AB 33).
106 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
II
En mi descripción típico-ideal de los dos tipos de filosofía política
enfrentados entre sí, he indicado ya que, por lo que se refiere a las
premisas antropológicas y epistemológicas, estoy del lado de los comuni
tarios. Todo comunitario, sin embargo, en la medida en que quiera poner
se claramente de parte de la tradición ilustrada, tiene que aceptar el hecho
de que la moderna sociedad burguesa es la sociedad paradigmática de la
Ilustración en el mundo moderno: la única sociedad en la que, en buena
medida, se han institucionalizado con seguridad los derechos humanos, el
imperio de la ley, las libertades públicas y las instituciones democráticas.
Ha tenido que ser una experiencia como ésta la que llevó a Hegel, que co
menzó siendo un comunitario radical romántico, a ser un defensor comu
nitario de lo que él llamó la «sociedad civil». Aunque la exposición de
Hegel de la cuestión de cómo se puede realizar la libertad en el mundo
moderno —a pesar de los defectos de sus respuestas específicas— no ha
sido aún, en cierto sentido, superada, quiero decir algo más acerca de su
intento de llenar el vacío entre las concepciones individualista y comuni
taria de la libertad.
La estrategia básica de Hegel, como es de sobra conocido, consistió
en incorporar la tradición de las teorías del derecho natural a una concep
ción comunitaria de la «vida ética» (Sittlichkeit). Lo que Hegel llama
6. C. B. Macpherson, The Political Theory o f Possesive tndividualism . Oxford. 1962.
MODELOS DE LIBERTAD EN EL MUNDO MODERNO 109
III
Ya que he hablado tanto de las premisas sobre las que Hegel intentó
construir la idea del Estado moderno, alguien podría entender que habría
intentado desarrollar una concepción de una forma democrática, universal
y secular de la vida ética en las sociedades modernas. Sin embargo, como
es de sobra conocido, no fue eso lo que hizo. En algunos aspectos se acer
ca a esa concepción en aquellas partes de su teoría dei Estado en las que
habla del autogobierno de los municipios y corporaciones, acerca de la
opinión pública y de la libertad de prensa, o bien acerca de la representa
ción parlamentaría. Sin embargo, las parciales concesiones de Hegel al
espíritu democrático del mundo occidental moderno van siempre acom
pañadas de objeciones-en-principio contra la idea de democracia tal
como se aplica en el mundo moderno. Lo que Hegel rechaza es la
interpretación política de los principios del derecho natural como princi
pios de participación democrática y de tomas de decisión democráticas en
las modernas sociedades. Las razones filosóficas de Hegel en esta cues
tión son más bien complejas pero, al fin, no muy convincentes. Los ar
gumentos básicos de Hegel son: 1) una objeción «comunitaria» contra la
antropología individualista de las teorías del derecho natural; y 2) un ar
gumento acerca de la diferenciación y complejidad de las sociedades mo
dernas. Según el primer argumento, la idea de democracia, tal como se
desarrolla en las teorías del derecho natural, es «abstracta», porque los su
puestos antropológicos y el principio de libertad negativa, que forman
parte de la construcción de un contrato social, son demasiado débiles para
sostener la idea de democracia como una forma de vida ética. Según el
segundo argumento, la complejidad y la diferenciación funcional de las
sociedades modernas y, en particular, la emergencia de una esfera
despolitizada de sociedad civil, no autorizan una cosa tal como una demo
cracia directa que lo impregne todo en el Estado moderno. Mientras el
8.* THtEJAlTT
114 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
14. Como ha hecho ver Vittorio Hoslc, Hegel llevó a cabo la transición a una con
cepción del espíritu como intersubjetivo solamente en el terreno de la Realphilosophie, pero
no en su Lógica. Y esto, según Hósle, explicaría las tensiones no resuellas y las discrepan
cias entre la Lógica de Hegel y la Realphilosophie. Pero podría explicar también por qué en
el terreno mismo de la Realphilosophie. es decir, en la Filosofía del derecho, la esfera de la
intersubjetividad permanece subordinada a los imperativos de una filosofía de un sujeto ab
soluto, y en consecuencia no puede explicarse en términos de una concepción democrática
de la vida ¿tica. Véase Vittorio Hósle, Hegels System, F. Meiner, Hamburgo. 1987, 2 vols.
15. Karl Marx, Kritik des Hegelschen Staatsrechts, en Karl Marx, Werke
—Schriften— Briefe. ed. H.-J. Liebcry P. Furth, vol. 1., Wissenschaftliche Buchgesellschaft,
Darmstadt, 1962, p. 293.
MODELOS DE LIBERTAD EN EL MUNDO MODERNO 115
16. Véase Albrechl Wellmer, «Reason, Utopia, and thc Dialcctic of Enlightenment»,
Praxis International , vol. 3,2 (julio de 1983).
116 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
En este sentido, que parece mucho más obvio, la libertad sólo puede
existir como una forma de vida ética; esto es, como una práctica comuni
taria que impregna las instituciones de la sociedad en todos sus niveles y
que se hace habitual en el carácter, las costumbres y los sentimientos mo
rales de sus ciudadanos. Algo parecido fue lo que descubrió Tocqueville
en las instituciones y en la vida diaria de la América postrevolucionaria.
Creo que Tocqueville está en lo cierto cuando atribuye las diferencias de
fondo entre la Revolución francesa y la americana al hecho de que la
Constitutio liberlatis en los Estados Unidos no comenzó, como la revolu
ción en Francia, por arriba, o sea, por la cumbre de la sociedad. La revolu
ción americana, después de todo, había sido sólo una revolución contra el
poder colonial, esto es, contra la corona británica, mientras las estructuras
políticas y sociales que se habían formado a niveles local y regional du
rante el período del régimen colonial representaban las tradiciones
libertarias más radicales de la propia patria colonial. De esta forma, la re
pública democrática había sido una realidad durante mucho tiempo en el
ámbito de las asociaciones municipales y regionales, antes de que se
constituyera como principio de la asociación federal de los estados ameri
17. Alexis de Tocqueville, D er alte Slaat und die R evolution, Rowohll Verlag,
llamburgo, 1968, p. 13 (hay trad. cast.: El Antiguo Régimen y la revolución, Alizanza, Ma
drid, 1982).
118 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
18. Alexis de Tocqueville, D em ocracy in America. Nueva York, 1956. vol. 1, cap. 4,
p. 56 (hay trad. cast.: La dem ocracia en América, Alianza, Madrid, 1980).
19. Loe. cit., p. 62.
20. G. W. F. Hegel, C rundlinien der Philosophie des Rechls, loe. cit., par. 209
(p. 360).
MODELOS DE LIBERTAD EN EL MUNDO MODERNO 119
IV
21. Roben Nozick. Anarchy. State an d Utopia, Basic Books, Nueva York, 1974,
p. 312.
22. Loe. cit., p. 316.
MODELOS DE LIBERTAD EN EL MUNDO MODERNO 121
cuanto tal, sí arrojar una nueva luz sobre la primacía de la perspectiva co
munitaria.
La primera clase de legitimación se refiere a las capacidades directi
vas del libre mercado. La única alternativa que conozco al mecanismo de
dirección económica del mercado es la regulación burocrática, y parece
que existe hoy un consenso universal en que el mecanismo de mercado es
muy superior en cuanto a eficacia económica. Por eficacia económica en
tiendo la eficacia respecto a la producción y distribución de bienes mate
riales, que se ha revelado mucho más flexible y eficaz que cualquier tipo
«político» de interacción y de toma de decisiones. Dado que esto ya forma
parte casi del sentido común económico en las sociedades modernas, se
podría fácilmente interpretar como el contenido de un real — o al menos
potencial— consenso democrático. La primacía de la perspectiva comu
nitaria se mantiene aquí en un sentido claro, ya que la delegación de fun
ciones directivas en el mercado —como una esfera de libertad negativa—
puede verse, al menos potencialmente, como resultado de —y a la vez li
mitado por— un proceso democrático de toma de decisiones. Esta clase de
legitimación de una esfera de acción económica «estratégica» es la única
que se contiene en la teoría de la acción comunicativa de Habermas.
La segunda clase de legitimación está relacionada muy directamente
con la primera, aunque sólo directamente afectada por el problema de la
justicia distributiva. Lo que tengo presente aquí es algo así como el se
gundo principio de la justicia de Rawls. según el cual una distribución de
riqueza y de oportunidades es legítima (just) si beneficia a los menos fa
vorecidos.23 Ya que, obviamente, este principio tiene una particular
relevancia respecto a aquellas desigualdades que tienen que ver con los
sistemas de mercado, sobre todo con la economía capitalista, podría verse
también como (parte de) una justificación comunitaria de una esfera de li
bertad negativa (económica).
Solamente en la tercera clase de argumentos en favor de una esfera de
libertad negativa se plantea un particular problema para una perspectiva
comunitaria. Estoy pensando en la clase de argumento que usó Hegel. que
se refiere directamente a la tradición de las teorías del derecho natural.
Esta clase de argumento, aunque no incompatible con las otras dos que he
mencionado, se diferencia de ellas en que se orienta, por decirlo en forma
paradójica, hacia el lado positivo de la libertad negativa. Esta libertad ne
23. John Rawls, A Theory o f Justice, Harvard University Press, Cambridge. Mas
1971, pp. 60 y 302 (hay trad. casi.: Teoría de la justicia, FCE, México, 1978).
MODELOS DE LIBERTAD EN EL MUNDO MODERNO 123
24. Véase G. W. F. Hegel, G nuidlinien d er Philosophie des Rechts. loe. cil.. par. 4
(p. 102), passim.
MODELOS DE LIBERTAD EN EL MUNDO MODERNO 125
25. Albrecht Wellmer, Ethik und Dialog, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1986, p. 69,
passim .
126 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
26. «Mi sugerencia es que concibamos la posición original como el punto de vis
desde el que contempla el mundoel yo nouménico.» Véase John Rawls, A T heoiy ofJuxtice.
p. 255.
MODELOS DE LIBERTAD EN EL MUNDO MODERNO 129
dúos que quieren la mayor esfera posible de libertad negativa para ellos
mismos y que están dispuestos a garantizar una esfera igual de libertad
negativa para los demás.
Es interesante considerar que Rawls intenta seguir un procedimiento
análogo al escogido por Hegel. Porque lo que Rawls trata de mostrar es
que su «fino» concepto de justicia, si se piensa a través de todas sus
«implicaciones» referentes a una posible institucionalizaciórt, llevará a
una concepción universal de libertad comunitaria en el sentido de lo que
he llamado una forma democrática de vida ética. Por supuesto, cuando
llega a las «transiciones» particulares que llevan del «derecho abstracto» a
la «vida ética concreta», el procedimiento de Rawls difiere ampliamente
del de Hegel; y su mayor diferencia consiste en que, para Rawls, el primer
principio de justicia, es decir, el principio de igual libertad, conduce di
rectamente a un principio de igualdad de derechos de participación políti
ca.27 No quiero defender aquí ninguno de los detalles de la construcción de
Rawls; pero lo que encuentro intrigante es que, para una construcción se
mejante, no parezca haber un límite inherente respecto al posible enri
quecimiento conceptual y antropológico del concepto «abstracto» de jus
ticia que es su punto de partida. Se podría incluso introducir en algún lugar
una noción de racionalidad comunicativa. En consecuencia, parece que no
existe problema alguno en regresar a una concepción comunitaria de li
bertad. Lo que sin embargo está garantizado desde el comienzo es que esta
concepción de libertad comunitaria ha de ser la del mundo moderno, ya
que la construcción arranca del corazón de la conciencia moderna, con
Kant, por decirlo así; es decir, con una concepción universal del derecho y
de la moralidad. Por lo tanto, habrá una cierta clase de dualismo entre la
sociedad civil y el Estado, introducido en esta construcción desde el mis
mo comienzo, una clase de dualismo que tiene un contenido normativo. Y
este dualismo normativo podría ser también la verdad común contenida en
las filosofías políticas de Hegel, J. S. Mili y Tocqueville. Una concepción
de la libertad comunitaria, en cambio, que esté construida exclusivamente
sobre una concepción de racionalidad comunicativa, no contiene tal
dualismo normativo, precisamente porque no hay ningún principio de li
bertad negativa incorporado en su interior. Esta es también, por supuesto,
la razón por la que aspectos «atomísticos» de la sociedad civil encuentran
su legitimación en la teoría de Habermas sólo desde el punto de vista de
una necesaria «reducción de complejidad», o sea, en términos de un «pro
9.* tmebaitt
130 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
VI
28. Cf. Albrccht Wcllmer, Ethik und D ialog, Suhrkamp Verlag, Frankfiirt. 1986,
secciones Vil y VIII.
MODELOS DE LIBERTAD EN EL MUNDO MODERNO 133
29. Véase, por ejemplo, Hannah Arendt, On revolution, The Viking Press, Nueva
York. 1963. De hecho Arendt no adoptó realmente (siempre) la posición extrema que yo le
asigno. Véanse sus interesantes réplicas a una serie de preguntas sobre este puntoque le fue
ron dirigidas en el curso de una conferencia sobre su obra en Toronto, 1972 (en A. Melvyn
Hill, ed., H annah A rendt: The R ecovery o f the Public W orld, St. Martin’s Press, Nueva
York, 1979, pp. 313-318). Aquí Atendí viene a definir como «políticas» aquellas cuestiones
de interés común para las que no existe una solución técnicamente definida con claridad y
que en consecuencia constituyen un tema adecuado para el debate público (p. 317).
134 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
VII
Contra el liberalismo hay que decir que, sin la realización de una libertad
racional y comunitaria, de una forma democrática de vida ética, la libertad
negativa puede convertirse en una caricatura o transformarse en una pe
sadilla.
El proyecto de modernidad, tal como lo he entendido yo aquí, está ín
timamente ligado a una idea universal de libertad. La libertad, sin embar
go, no es de esa clase de cosas que puedan realizarse para siempre en un
sentido definitivo o perfecto; el proyecto de modernidad, en consecuencia,
no es de esa clase de proyectos que puedan «completarse» para siempre.
La única forma en que este proyecto podría completarse para siempre es a
través del agotamiento o de la autoaniquilación de la humanidad —posibi
lidad que, como sabemos, ya no es inconcebible— . El carácter de fin-
abierto del proyecto de modernidad implica el final de la utopía, si es que
utopía significa «terminación» en el sentido de una realización definitiva
de un ideal o de un lelos de la historia. El final de la utopía, en este senti
do, no es la idea de que nunca seremos capaces de realizar plenamente el
ideal, sino de que la propia idea de una definitiva realización de un Estado
ideal no tiene sentido respecto a la historia humana. Un final de la utopía
en este sentido, sin embargo, no equivale al final de los impulsos radicales
de libertad, del universalismo moral, y de las aspiraciones democráticas
que forman parte del proyecto de modernidad. El final de la utopía debería
entenderse más bien como el comienzo de una nueva autorrefiexión de la
modernidad, de una nueva comprensión de las aspiraciones radicales del
espíritu moderno; debería entenderse como la modernidad entrando en su
etapa postmetafísica. Este final de la utopía no sería el bloqueo de las
energías utópicas, sería más bien su redirección, su transformación, su
pluralización, porque ninguna vida humana, ninguna pasión humana, nin
gún amor humano parece concebible sin un horizonte utópico. Solamente
la objetificación de este horizonte utópico de la vida humana en la con
cepción de un estado último de reconciliación es lo que podría ser llamado
«metafísico». Y en la medida en que el radicalismo utópico en la esfera
política esté ligado a tales objetificaciones, puede ser llamado también
«metafísico». En la esfera de lo político sólo tienen un lugar legítimo las
utopías «concretas». Una idea universal de libertad comunitaria, sin em
bargo, no es una utopía, ni abstracta ni concreta. Significa más bien un
horizonte normativo para utopías concretas; porque define una precon
dición de lo que podría llamarse una vida buena bajo las condiciones de la
modernidad.
V ictoria C amps
de mira entre los humanos, siempre habrá que reconocer que la justicia
social es la primera condición de la felicidad individual, y que no es co
rrectamente feliz el que lo es con ignorancia o desprecio de la justicia.
Para que coexistan, pues, ambos valores, es preciso conectarlos con la
ayuda de un tercero. Y ese tercero es, a mi juicio, el valor de la solidari
dad, un valor históricamente desacreditado o poco atendido.
Tal vez por causa de una inevitable asociación con la desacreditada
caridad cristiana, el ideal de la fraternidad fue el más ignorado de los tres
que constituyeron la bandera de la modernidad ilustrada. Y, sin embargo,
ya había sido un valor fundamental en la gestación de la democracia
ateniense. Hoy que juzgamos insuficiente, por abstracta e irrealizable,
cualquier teoría de la justicia, y que lamentamos, sobre todo, la falta de
equilibrio entre los dos grandes valores que la conforman, la libertad y la
igualdad, deberíamos detenemos más a pensar cuál es el sentido de la so
lidaridad. En efecto, las teorías de la justicia — Rawls o Habermas— si
guen suponiendo una «necesaria sociabilidad» que, si bien parece previs
ta en la naturaleza humana o en el lenguaje que la constituye, no es una
realidad. Para que lo sea, conviene que las instituciones y los hombres
cambien, que la acción comunicativa se vuelva transparente, que la so
ciedad se reorganice y ordene con vistas a una distribución equitativa de
los bienes. Las sociedades democráticas tienen —o deberían tener— a la
justicia como meta. A ella van dirigidas las reglas del juego democrático,
el procedimiento que, teóricamente, permite la participación de todos en
las decisiones políticas. Por ello se habla de una justicia «procedimental»,
una justicia que se define y se concreta a sí misma a partir de unos criterios
generales que indican cómo hay que proceder para concluir en decisiones
o acuerdos justos. Justicia, pues, como punto final que materializaría la
necesaria pero inexistente sociabilidad de los humanos.
La justicia no es, pues, una realidad. Y aunque no debemos prescindir
de ese ideal por lejano que aparezca —desde Platón, buscar la justicia es la
tarea ineludible de toda política ética— , sí que es preciso contar con la
falta y la lejanía de la justicia. Es ahí donde se impone hablar de solidari
dad como el valor capaz de reparar en parte, y compensar tantas injusti
cias. Valor o virtud emparentada con la amistad aristotélica o la benevo
lencia de Hume. No me refiero a la virtud teologal de la caridad cuando
ésta es cómplice de una falsa igualdad de todos ante Dios, principio, por
tanto, encubridor de lacerantes injusticias. Me refiero, en cambio, a esa
fraternidad o caridad bien entendida que viene a corregir, por la vía del
afecto, de la comprensión y del amor tanto las injusticias como las insufi
138 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
lo.- nueuuT
146 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
4. Cf. Josl Halfmann, «Risk avoidance and sovereignity: New Social Movements in
ihe United States and West Germany», Praxis International (abril de 1988), pp. 14-25.
POR LA SOLIDARIDAD HACIA LA JUSTICIA 147
vindicación de más vida íntima, por una parte, y vida pública, por otra. Y
es ahí, en la configuración de una vida pública, donde se echa de menos la
solidaridad.
Hay que decir que Habermas no es el único pensador que ha insistido
en el hecho de la comunicación distorsionada. Maclntyre lleva también
razón en su diagnóstico de la sociedad moderna como una sociedad a la
que le falta la unidad necesaria para que puedan ser compartidos unos
mismos valores y puedan ser perseguidos unos mismos fines. En la misma
dirección se encuentra Rorty cuando propugna, como se acaba de ver, una
especial concentración en el «nosotros» construido por todo lo que consti
tuye «nuestra común humanidad». Y no queda muy lejos de ambos Derek
Parfit, cuyos análisis de la racionalidad y la identidad personal apuntan a
concepciones más intersubjetivas y comunitarias.
Abandonado el sujeto solipsistadel pensamiento moderno, y recono
cido el subsuelo lingüístico que conforma nuestro ser en el mundo, es pre
ciso que pensemos en los atributos que le faltan a nuestra forma de vida
para que pueda denominarse «humana» con plena dignidad y derecho.
Digamos que hemos avanzado al desechar el «prejuicio egoísta», típico de
las teorías del contrato social. Reconocemos nuestra necesaria socia
bilidad, la imposibilidad de progresar en el conocimiento o en la acción
desde una posición individualista. Lo que significa que el pacto social no
puede ser ya, para nosotros, una hipótesis lógica con el simple fin de ex
plicar el inevitable sometimiento a las normas sociales. El modelo de pac
to social que debemos contemplar es el propuesto por Rousseau como el
camino hacia la producción de una «voluntad general». Cuál sea ese ca
mino es difícil determinarlo a priori. Lo que sí sabemos es que no basta
confiar la agregación de voluntades a unas reglas de procedimiento pre
viamente legitimadas. Las reglas del juego no bastan para que los jugado
res jueguen correctamente. Se juega bien cuando hay voluntad de hacerlo,
cuando se juega con ganas. Ese es el elemento que le falla a nuestra ética y
que, a mi juicio, responde a la exigencia de solidaridad.
El paso de la perspectiva del sujeto a la perspectiva intersubjetiva —el
paso del monólogo al diálogo— coincide —como ya he observado— con
el individualismo, la creciente privacidad y el pluralismo de las socieda
des contemporáneas. Consecuencia de tales fenómenos es la ausencia de
«malas conciencias» o de conciencias responsables de los diversos males
que hay en el mundo. Nietzsche acabó con el mito de la mala conciencia
dando a entender que ésta procedía de la inevitable relación de dominio
producida por la civilización. El hombre capaz de hacer promesas tiene
POR LA SOLIDARIDAD HACIA LA JUSTICIA 149
Este mozo tan bien plantado, tan florido y con tan buena salud es señor
de una abadía y otros diez beneficios. Todos juntos le rinden miles de libras
de renta que se le pagan en luises de oro. Hay por otro lado miles de fami
lias indigentes que no se calientan por el invierno, que no tienen ropa para
cubrirse, a las que a menudo falta el pan. Su pobreza es extrema y vergon
zosa. ¡Vaya reparto! ¿no prueba acaso que debe existir un futuro?
Sin embargo, ese futuro está fuera de los límites del tiempo, lo garan
tiza Dios que en la muerte acaba con las desigualdades y premia el mérito.
No cabe esperar otra universalidad ni quizá otra justicia. Cuando al final
de sus Caracteres resume su onlología escribe: «Una cierta desigualdad
en las condiciones que conlleva el orden y la subordinación es obra de
Dios o supone una ley divina: una desproporción excesiva tal como la que
se advierte entre los seres humanos es obra de éstos o la ley del más fuer
te. Los extremos son viciosos y parten del hombre, toda compensación es
justa y viene de Dios».1
Fue obra del derecho natural, nacido también en el Barroco, conjugar
la petición moral de universalidad con la suposición política de igualdad.
Contra toda apariencia dada por los hechos se comenzó a pensar «como
si». Se comenzó a pensar que la justicia dependía de este como si. Pensar
a los seres humanos como si fueran iguales, imaginarlos como si fueran
capaces de seguir normas dictadas por la razón o el sentido común.
En el alba de la Ilustración, el ayuntamiento entre ética y política es-
Q ué heredamos
nismo y esas sus sentencias oraculares con el tipo de sociedad que hemos
llegado a vivir. Admitir que nuestra cultura es cristiana es admitir que
buena parte de su herencia surgió de la polémica con ciertos tipos de cris
tianismo. Distinguir los rasgos cristianos de la idea de igualdad no es lo
mismo que conceder a tal idea una exclusiva forma, ni menos nacimiento,
religiosos. Sin embargo, plantear la igualdad como herencia ilustrada es
apartarse, aunque sea de momento, de ese campo explicativo que sin duda
otros encuentren interesante. Decir que la igualdad es una herencia ilus
trada es partí pris. Es afirmar que entonces, en las polémicas del siglo
xviii, se produjo ese «novum» y es el deber de argumentarlo como tal
«novum» deslindándolo de la tradición precedente.
Esta toma de partido por la emergencia ilustrada de la igualdad es
problemática, porque ese «novum» es más bien difícil de localizar. Supo
nemos que podremos hacerlo, pero, si se toma esta vía, el momento preci
so en que ocurrió y la talla de los legadores no pueden establecerse con
claridad. Por lo que toca a los albaceas, nadie negará que ha sido la filo
sofía política secularmente considerada progresista la que ha mantenido la
herencia, pero ¿dónde la obtuvo?
Los seres humanos fueron, en algún tiempo, iguales, con la igualdad ge
nérica de las especies animales, pero, una vez que comenzó la apropiación
individual de características, surgió la primera desigualdad. Ésta se esta
blece por natura y es inevitable. Para el género humano, o al menos para
su parte masculina, la igualdad idéntica, primaria, ya no existe. Ha salido
del ápeiron de la igualdad original y ha entrado en una desigualdad que le
es constitutiva.
Sobre ella se ha acumulado otra a la que llama «moral o política». Es
la desigualdad establecida o al menos consentida por las convenciones
humanas. Tras el estado de naturaleza espartano primitivo, toda fuerza y
vigor, cuya imagen hay que buscar en los pueblos aún no colonizados que
le son contemporáneos, adivino la civilidad. ¿Qué necesidad había de
abandonar el feliz estado primitivo, de salir del paraíso? Pero sucesivos
descubrimientos, el fuego, el lenguaje, la agricultura, nos apartaron de tal
estado a cambio únicamente de mayores y mayores trabajos. Con lo que
por inocencia llamamos progreso apareció la mutua necesidad, el tuyo, el
mío y la justicia.
La fuente de la desigualdad moral y civil fue la propiedad. Y así «A
medida que el género humano se extendió los dolores se multiplicaron con
los hombres». La civilidad produjo sus efectos y, establecido el rango y
suerte de cada hombre «no sólo en la cantidad de bienes de que servirse o
nutrirse, sino también sobre la inteligencia, la belleza, la fuerza o la habi
3. Celia Amorós. «Espaciode los iguales, espacio de las idénticas», A rbor (diciembre
de 1987).
4. Rousseau, D iscours su r I'origine el les fo ndem ents d e l'in eg a lité parm i les
hommes, O euvres Completes, Seuil, París, 1971,11, p. 209 (hay trad. casi.: D iscurso sobre el
origen y los fundam entos de la desigualdad entre los hom bres, Tecnos, Madrid, 1987).
160 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
lidad, el mérito o los talentos, como estas cualidades eran las únicas que po
dían llamar la atención bien pronto hubo que tenerlas o fingirlas».56La hi
pocresía y la afectación se hicieron dueñas de la escena social y surgieron
todos los vicios. El desorden siguió a la igualdad rota. Los que no tenían
pusieron en peligro a los poseedores y entonces «el rico, urgido por la nece
sidad, concibió al fin el proyecto más reflexionado que jamás entrara en el es
píritu humano: emplear a su favor las mismas fuerzas de los que le atacaban,
hacer defensores de sus adversarios». Inventó las leyes y las instituciones.
Tal fue o debió ser el origen de la sociedad y de las leyes que dieron al
débil nuevas debilidades y nuevas fuerzas al rico, destruyeron sin retomo la
libertad natural, fijaron para siempre la ley de la propiedad y de la des
igualdad, y de una usurpación hicieron un derecho irrevocable y, para el
beneficio de algunos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano al tra
bajo, la servidumbre y la miseria.*
5. tbidem , p. 232.
6. tbidem , p. 234.
7. D u C ontrat Social (manuscrito de Ginebra), ed. cit., p. 411. (Hay trad. cast.: El
contrato social, Tecnos, Madrid, 1988.)
SOBRE LA HERENCIA DE LA IGUALDAD 161
I I . - T itm A irr
162 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
I n d iv id u a lism o e ig u a ld a d
El estado natural tiene una ley natural que coincide con la razón. Todo el
género humano está a esos efectos en estado de naturaleza y no dejan de
estarlo hasta que «por su plena voluntad se convierten en miembros de una
sociedad política». El estado de naturaleza no tendrá fin hasta que se rea
lice un pacto que no es un pacto singular, un pacto cualquiera, «sino el
10. Ensayo sobre el gobierno civil, Aguilar, Madrid, 1969, p. 5.
SOBRE LA HERENCIA DE LA IGUALDAD 165
pacto de ponerse todos de acuerdo para entrar a formar una sola comuni
dad y un solo cuerpo político». Fueron estas ideas de Locke, e ideas simi
lares presentes en la tradición inglesa —ni siquiera el escéptico Hume se
atrevía con el concepto de igualdad del derecho natural— , las que guiaron
las declaraciones programáticas de las ex colonias inglesas. «Los hombres
nacen libres e iguales» se convirtió en la inargumentada convicción de los
primeros estados de un país cuya moneda declara confiar en Dios.
Dumont," que hace a Locke fundador del individualismomodemo,
del enorme cambio que supone considerar a la sociedad producto de la
agregación de individuos dotados previamente de derechos, supone que
sólo pudo entrar en tal peligrosa idea porque precisamente Locke confiaba
en Dios. Sostiene que los ensayos políticos de Locke no pueden leerse
dando por concesiones a los tiempos las muchas referencias que a Dios se
hacen en ellos. Dios es el garante «del dualismo del hombre contra la na
turaleza». Si entre los seres humanos se supone la igualdad es porque for
man un segmento horizontal entre Dios Creador y las criaturas inferiores
carentes de derechos. Dios ha dado la tierra a la especie humana y todos
los hombres son iguales a los ojos de Dios. Locke es cristiano. Es posible.
Pero quienes se inspiraron en él no eran cristianos posibles, sino reales.
Dumont cita a Macpherson para asegurar que Locke tiene resabios medie
vales. Sin embargo quienes le tomaron por guía son indudablemente indi
viduos de las Luces. Quienes lo reexportaron al viejo continente, hecho ya
vida política, formaban parte de la nueva corriente emergente a la que
pertenecen nuestros sistemas políticos actuales.
P irámides y organismos
carecen de necesidades que los ricos sienten. Los ricos no suelen ser feli
ces. Sin embargo, como concesión al miembro ideal del «pueblo», que no
es miserable ni rico, Móser asegura que el verdaderamente desdichado es
el artesano que tiene que pagar tributos, el germen de la esforzada clase
media. De todo ello se desprende que no hay una masa uniforme de des
poseídos, como pretendería más tarde el radicalismo de Babeuf, sino seg
mentos no miscibles de ciudadanía.
7. La más importante de las divisiones capaces de cambiar la vida o
la visión del mundo no es, por otra parte, la riqueza, sino el hecho de per
tenecer a una comunidad urbana o rural. Los ritmos de la naturaleza y las
gentes que los conocen se ríen de las declaraciones abstractas que se efec
túan en las ciudades. No cabe legislar universalmente porque es lo mismo
que ignorar que el campo y la ciudad tienen necesidades diferentes.
8. Por lo mismo el summum del ridículo son las constituciones
americanas y sus declaraciones universalistas. Constituciones no realistas
y que además no pueden asegurar la propiedad, el contrato, el matrimonio
ni cualquier otra institución, puesto que la libertad de cultos a la que
programáticamente se adhieren impide la eficacia de cualquier juramento.
9. No reconociendo esos sistemas políticos entre sus ciudadanos
desigualdades por nacimiento o fortuna, no les queda otro remedio que
acudir al mérito. Pues bien, los méritos no sirven como criterio de ascenso
social porque el mérito no tiene patrón por el que homologarse ni juez que
pueda distribuirlo.
10. De la misma manera que no puede dar criterio sobre méritos,
declaraciones de principios, armonía ciudadana y otros dones, el Estado
tampoco tiene el deber de ser justo, basta con que sea hábil y eficaz.
11. La legislación es un modo de uniformar que ahoga las fuerzas
de una nación; el verdadero derecho es el derecho del más fuerte. Es el de
recho tradicional y es sistemático y razonable. Si bien se aplica in-
temacionalmente desde que el mundo es mundo, convendría que el Estado
no pretendiera moderarlo hacia el interior. Debe siempre conservarse un
rastro de él en la legislación o se obtendrán crímenes creados por su abro
gación idealista.
Corolario: En fin, que todas las teorías producidas por las Luces,
racionalistas e igualitaristas, cuyo más importante promotor quiere ver en
Rousseau, sin duda no tienen contradicciones, pero tampoco tienen sensa
tez. O, en sus palabras, estarían muy bien si fuéramos gente, pero somos
gentuza. A esto llamó Meinecke el descubrimiento del individualismo.
Juzgúese.
SOBRE LA HERENCIA DE LA IGUALDAD 169
C u er po y septic em ia
D e l po d er a l m ied o
La m etá fo r a de la ig u a ld a d
14. Laponce. «Pour ne pas conclure: La grande peur des masses», en M asses el
p o stm o d e m iti, Meridicns Kinksieck, París, 1986, pp. 211 y ss.
172 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
Tampoco tenemos ya división en clases: los ricos y los pobres son relati
vos al mundo en que viven: un pobre neoyorquino es bastante más rico
que un labriego acomodado de Lugo, por ejemplo. Ya no hay organismo,
luego hay sistema de pluralidad inconmensurable. Puede ser. Pero para el
viejo problema de la riqueza no olvidemos que cada uno vive en su lugar,
no en relativilandia. y me viene a la memoria cierta fábula sobre la rique
za de Twain protagonizada por esquimales. En efecto, el mendigo mise
rable del primer mundo puede vivir mejor que la casta superior de una al
dea del tercero. Pero si la multiplicidad de juegos argumentativos se toma
en serio y es algo distinto de un disfraz para lo de siempre, no tiene ningún
efecto establecer esas comparaciones. El comparativismo es interno. Para
la exterioridad únicamente tenemos en pie la escasa universalidad que he
mos heredado y la que podamos construir.
Pero, se dice, el problema ya no es la riqueza, es el poder, y el poder
no es erradicable. El igualitarismo chocará con su patencia. Toda igualdad
es abstracta. El par riqueza o poder paraliza ahora a los ingenios socioló
gicos: en el pasado la riqueza deslegitimó al poder piramidal y ahora las
teorías del poder pretenden que no es asunto de reflexión lo que ha sido
pieza filosófica fundamental en dos siglos, el análisis de la riqueza.
Por su parte, el pensamiento conservador mantiene que la riqueza no
tiene importancia, que los objetos de la envidia, motor indudable de cual
quier igualitarismo, son otros, que no pueden adquirirse, pero que la ri
queza se envidia por tontuna, por ser lo que más se ve. Sin embargo,
lo cierto es que si hay algo que se oponga a la expansión del concepto de
racionalidad no son las paradojas de Epiménides, sino la eclosión de lo
que da en llamarse racionalidad económica. A su lado, y no se sabe bien
si para apoyarla, ha surgido la racionalidad pragmática.
El univocismo de Foucault ha venido a confundir aún más los trajes
de la maleta del progresista, ya bastante confundida por el nulo entendi
miento que de las sociedades actuales tuvo el marxismo, si es que lo era,
frankfurtiano. La igualdad es imposible y además mala en tiempos en que
el derecho es la diferencia. Pues bien, para el caso de las inconmensurales
corporaciones y del derecho a la diferencia tomemos un préstamo de las
ciencias formales: ya que la semántica de la igualdad parece traemos tan
tas complicaciones sustituyamos el término por equipotencia. Pese a la
buena forma de nuestros sistemas políticos parece que la equipotencia no
está a la mano. Digo esto y empleo este término aunque temo que tendre
mos delante, incluso usándolo, nuevas versiones con rapidez de los viejos
temores.
174 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
15. Sobre el nacimiemo de este tipo particular de pesimismo, véase Salvador Giner
Península, Barcelona, 1979, pp. 79yss.
Sociedad masa: crítica del pensam iento conservador.
A ntoni D oménech
1 2 .- TtflEIAUT
178 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
bre hay está concedido por la gracia divina), que desvincula el «bien ac
tuar» humano del esfuerzo de automodelación personal, como con el con
siguiente confinamiento del bien privado a la relación personal del indi
viduo con Dios. Piénsese lo que se quiera del equivalente cristiano de la
epiméleia tés psichés (de la cura del alma) socrática, lo cierto es que ese
equivalente anda totalmente desvinculado de los problemas de la ética
social. Lo que trae consigo un abismo infranqueable entre los avatares del
bien privado de los individuos y los problemas ético-sociales de la polis, y
toma natural y hasta plausible la concentración exclusiva en problemas de
justicia parcial que caracteriza al pensamiento práctico moderno.
¿Y Marx? Como es sabido, Marx poseía una sólida formación como
clasicista, escribió su tesis doctoral sobre Demócrito y Epicuro y expresó
en muchas ocasiones a lo largo de toda su vida su simpatía por la cultura
moral antigua. Sabemos de cierto que en el período de más intensa dedi
cación al estudio, en el período de la investigación que culminaría en El
Capital, consideró oportuno volver a estudiar con atención la Ética a
Nicómaco y la Política de Aristóteles (los cuadernos de notas de Marx so
bre esas lecturas de 1856-1858 se conservan, pero desgraciadamente no
han sido publicados nunca). A poco que se lean con atención los manus
critos de los Grundrisse, preparatorios de El Capital, la influencia del
pensamiento práctico antiguo, y especialmente la de Aristóteles («el Ale
jandro Magno del espíritu antiguo»), se hace manifiesta en general, y en
particular también por lo que hace a nuestro asunto. En un paso al que yo
concedo mucha importancia, Marx alaba a los escritores sociales antiguos
porque «su investigación nunca se pregunta qué forma de propiedad es la
más productiva, la que crea más riqueza», como hacen los escritores mo
dernos, sino «qué tipo de propiedad crea los mejores ciudadanos», «La
| producción y distribución de la) riqueza», dice Marx, «no aparece en
ellos como el fin de la producción, lo que no es óbice para que Catón pue
da investigar muy bien qué tipo de cultivo es el más rentable y Bruto pue
da tomar dinero prestado a los mejores intereses».3 Lo que distingue a los
escritores sociales antiguos de los modernos no es, pues, la incapacidad de
los primeros para ocuparse de los problemas de creación y distribución de
la riqueza, sino la incapacidad de los segundos, de los modernos, para
abrazar un concepto de riqueza lo suficientemente rico; pues, «de hecho
—prosigue Marx— , cuando se abandona el estrecho concepto burgués de
ella, ¿qué es la riqueza sino la universalización —producida mediante in
Es verdad que, incluso en este contexto, Marx trae a colación (unas lí
neas más abajo) el desarrollo de la individualidad y de la riqueza de la na
turaleza del hombre, pero para añadir que ese superior desarrollo «sólo
puede comprarse al precio de un proceso histórico en el que los individuos
son sacrificados». Esto sólo puede querer decir lo siguiente: que para esti
mar normativamente el proceso histórico hacia el comunismo pleno (en el
que el concepto de riqueza vigente es el concepto, digamos, «antiguo»)
sólo está a nuestra disposición el concepto «moderno» de ella, es decir, la
maximización de la productividad, y que toda información que no tenga
que ver con ella debe ser excluida. Consecuente con lo cual. Marx puede
criticar moralmente al capitalismo por no cumplir con sus ideales de hu
manidad (riqueza en sentido «antiguo»), y lo hace frecuentemente, pero
esa crítica tiene siempre un carácter profético (de recuerdo de la bondad
de la plenitud de los tiempos que es el comunismo), nunca político —o
realpolítico, si se quiere—, porque no le sirve para estimar o para juzgar
normativamente el largo camino de transición desde el capitalismo de su
época hasta la asociación de hombres libres que es su comunismo.
(Notemos ahora, entre paréntesis, algo que tendrá una importancia
decisiva en la discusión que haremos más adelante del problema de la
abundancia relativa: una implicación clara de esta posición parece ser la
de que la riqueza proteiforme del desarrollo de la autonomía humana, de
sus necesidades, capacidades y autocontrol («dominio de la propia natu
raleza») sólo es posible con una abundancia absoluta —ilimitada— de la
riqueza en sentido burgués «estrecho», lo cual choca con el concepto reci
bido por Marx del mundo antiguo, pues el ideal de la autonomía antigua
(también el de la autonomía hedonista) es el del hombre que «sabe usar
muchas cosas y no necesita ninguna», es decir, el ideal del hombre mode
rado y autocontrolado en su relación con los bienes de uso. Mi opinión
personal, que no pretendo justificar aquí porque no se trata de hacer filo
logía marxiana, es que también en el concepto de comunismo de Marx
pugnan las dos culturas morales que ha recibido, la antigua y la moderna,
el ideal antiguo de autonomía (que puede prescindir sin problemas de la
abundancia absoluta) y el ideal rebajado de autonomía que caracteriza a la
modernidad, la selfownership o propiedad de sí de ascendencia lockeana,
difícilmente compatible con la restricción de la abundancia.]
Sea como fuere, el caso es que, al menos para el juicio sobre el largo
proceso histórico que va de la vida social capitalista presente hasta su aso
ciación de hombres libres, Marx, como el resto de filósofos sociales mo
dernos, restringe el campo de la justicia a la justicia parcial. Las dos
«SUMMUM IUS SUMMA INIUR1A» 181
abierta de la igualdad formal ante la ley. Por eso la cultura jurídica moder
na la rechaza (rechazando así de paso también la idea de justicia correcto
ra en el uso cotidiano de la ley). El joven Marx se alineó en el frente mo
derno de rechazo, pero el argumento que proporciona merece ser
consignado:
Para Marx, pues, como para la mayoría de los filósofos morales mo
dernos, la equidad, la compensación jurídica, no es posible (entre otras
cosas, por la dificultad social de acceder a la información que ella reque
riría, y por el peligro de que, dada la parquedad de esa información, el
poder instrumentalizara la equidad convirtiéndola en discrecionalidad le
gislativa). Si hay, empero, viene a decir Marx, justicia completa (relacio
nes sociales humanas) el problema de la justicia correctora queda resuel
to. También aquí se podría expresar esto diciendo: si hay relaciones
sociales humanas no es necesaria la justicia correctora en el uso de la
ley. pero si fuera necesaria la justicia correctora también serían nece
sarias las relaciones sociales humanas de la justicia completa. Tampoco
aquí, en la justicia compensadora o correctora característica del uso del
derecho, parece posible prescindir de la información propia de la justicia
completa.89
10. Conviene matizar aquí que no todas las defensas filosóficas del liberalismo son de
tipo meritocrático. La influyente defensa nozickiana del liberalismo, por ejemplo, parte de la
afirmación deontológica de la autopropiedad, deduciendo de ella el Estado mínimo y el or
den social justo con independencia de si éstos satisfacen criterios meritocráticos de justicia
distributiva.
186 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
12. Cf.. tanto para aspectos teóricos, como empíricos, Burlón A. Wcisbrod, Nonpro
Econom y, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1988.
«SUMMUM IUS SUMMA 1NIUR1A» 189
excluir a priori que los que menos méritos acrediten sientan una gran en
vidia de los empleados mejor remunerados. Por lo que yo sé, el primer fi
lósofo moral que insistió en este problema fue el alemán Justus Moser.
Frente a la universal aceptación de la meritocracia por los ilustrados
dieciochescos, Moser argumentó en 1772 que una sociedad en la que el
éxito dependiera exclusivamente de los méritos sería, sencillamente, in
soportable por la envidia, la desmoralización y el resentimiento psicológi
co general que produciría en los individuos.13
Evidentemente eso sólo no basta para perturbar la aplicabilidad del
criterio meritocrático de justicia (fíat iustitia et pereat mundus), pues ese
criterio, al excluir toda información que no tenga que ver con el mérito
contributivo, es indiferente a la calidad de las relaciones sociales y al
bienestar psicológico de la gente. Sin embargo, es claro que la aparición
de la envidia y el mal clima laboral por ella generado perturbará fácil
mente la eficiencia de nuestra empresa haciéndola menos competitiva. El
clima social de las empresas — llamémosle así— es un problema tan cen
tral para la teoría económica de los últimos diez años que ha generado ya
por sí sola una rama de especialización, la que se ocupa de los llamados
«incentivos compatibles» de los agentes económicos.14 Y en el plano em
pírico, es claro que el éxito económico de las empresas japonesas, por
ejemplo, tiene en buena medida que ver con la resolución del «efecto
envidia» en su organización de incentivos, ya poniendo en obra un sistema
de incentivos retributivos compatibles y no meritocráticos, o bien dando
motivaciones adicionales a sus empleados (adhesión inquebrantable al
éthos —o al páthos— de la firma), de modo que las retribuciones merito-
cráticas sean compatibles y no generen envidia, desmoralización o resen
timiento.
Así pues, los problemas con que se encuentra la justicia distributiva
meritocrática liberal en sociedades como las nuestras se pueden resumir
así. Los liberales prometen la eficiencia general como resultado de la jus
ticia meritocrática realizada por la combinación del mecanismo de mer
cado con derechos de propiedad privada sobre los factores económicos.
Sin embargo, las asimetrías informativas generadas por esa combinación
hacen imposible la aplicación del criterio de la justicia meritocrática en
13. Justus Moser, Keine BefSrderung nach Verdienst. en Süm tliche Werke, ed. de B.
R. Abeken, Berlín, 1842, vol. II, pp. 187-191.
14. Cf., por ejemplo. Jercy Green, «Diffcrcntia! Information, the Market and
Incentive Compatibllity». en Arrowy Honkapohja, eds., Frontiers ofE conom ics, Blackwell,
Oxford. 1985.
190 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
do: todos tienen derecho a recibir lo que les dé la gana; eso es lo que pare
ce expresar la divisa «de cada cual según su capacidad, a cada cual según
sus necesidades».
Esa divisa tiene al menos dos requisitos obvios: 1) que el producto
social conseguido mediante el ejercicio de todas las capacidades humanas
individuales alcance para satisfacer todas las posibles necesidades de los
hombres (condición del cuerno de la abundancia); y 2) que los agentes
económicos estén suficientemente motivados para hacer ejercicio efectivo
de sus capacidades (condición de motivación).
Y contiene varias ambigüedades. La más importante me parece la si
guiente: no está claro en esta formulación si la noción marxiana de «ca
pacidades» está desvinculada o no de su noción de «necesidades». Si las
dos nociones están desvinculadas, entonces «capacidad» significa sólo
habilidad y talento productivo, y «necesidades» significa cualesquiera
caprichos consumistas que uno pueda tener. Si no están desvinculadas,
entonces el desarrollo de las «capacidades» humanas implica cierto
autocontrol de las propias «necesidades», y las necesidades comunistas
no pueden ser necesidades cualesquiera. Es obvio que esta segunda inter
pretación es la que mejor casa con la ascendencia moral clásica,
enraizada en la cultura práctica antigua, de Marx. Marx mismo parece
sugerirla explícitamente cuando dice que en el comunismo la primera ne
cesidad de los hombres será el trabajo. Pero esto deja aún muchas cosas
importantes fuera de consideración: que la primera necesidad será el tra
bajo quiere decir que la actividad laboral será una actividad enteramente
autotélica (como dirían los psicólogos de nuestros días), es decir, una ac
tividad que produce goce y satisfacción por sí misma, independientemen
te de los resultados que produzca. Ahora bien; precisamente por eso, la
posible satisfacción que generen los productos del trabajo queda sin es
pecificar. Lo que parece sugerir que las necesidades secundarias (las que
no son trabajo) pueden ser cualesquiera necesidades caprichosas, y que la
garantía de que esas necesidades podrán ser satisfechas es el fantásti
co incremento del output productivo que habrá de resultar de la de
salienación del trabajo, de la conversión, esto es, del proceso de trabajo
en una actividad autotélica, gratificante por sí misma. El milagro del co
munismo consistiría en que la función de utilidad de los hombres sería no
sólo creciente sobre la cantidad de bienes conseguidos, sino también so
bre la cantidad de trabajo empleado para conseguirlos. Esa es una posible
formulación de la idea de abundancia comunista, y esa formulación ex
cluye toda información que discrimine entre tipos distintos de trabajo y
«SUMMUM IUS SUMMA INIURIA» 193
13. - THtEHAUT
194 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
Estos tres tipos de problemas deben llevar a quienes aún sientan apre
cio ético por el ideario social marxiano a renunciar a la idea de abundancia
material ilimitada entendida en el sentido que Marx mismo, como hemos
tenido ocasión de ver (el Marx, digamos, más clásico y menos lockeano),
consideraba «burgués» y «estrecho». Y esto, por dos consideraciones: a)
la abundancia material ilimitada es ecológicamente imposible, con la con
secuencia: hay que substituirla por una abundancia relativa; y b) aun si la
abundancia material fuera posible, dejaría problemas éticos cruciales sin
resolver, con la consecuencia: hay que rescatar la idea «amplia», no «bur
guesa», de riqueza. Lo que voy a sostener a continuación, para acabar esta
charla, es que ambas ideas, la de la abundancia relativa y la de la amplia
ción de la noción de riqueza, están conceptualmente vinculadas.
butiva marxiano: de cada cual según su capacidad, a cada cual según sus
necesidades. Sobre cómo llegar a una sociedad de este tipo no he dicho
aquí ni una palabra (salvo para descartar que las vías socialistas empren
didas hasta ahora en nombre de Marx sean transitables). Pero permítanme
acabar diciendo un par de cosas muy generales sobre ello.
Cualquier proceso de transición desde las sociedades presentes hasta
una sociedad que realizara aproximadamente los ideales marxianos de la
asociación de hombres libres, debería tener muy presente, como Marx,
que en ese proceso de transformación los problemas de eficiencia econó
mica (importantes para conseguir la abundancia relativa) exigirán el res
peto de determinados criterios de justicia distributiva meritocrática en
amplias zonas de la vida económica, social y política. Pero, al revés que
Marx, el proceso emprendido deberá ser juzgado (políticamente, no ya
profélicamente) en cada etapa también desde el punto de vista de los otros
ideales de justicia parcial y completa. Y cualquiera que sea la vía empren
dida (ya un socialismo de mercado propuesto por autores como Nove, Le-
grand o Elster; ya la institucionalización progresiva de la reciprocidad
general, al modo de Serge-Christophe Kolm; o bien la vía de la expansión
creciente de la asignación universal de recursos y el crecimiento relativo
del área no heterónoma de la vida económica, como propugnan Gorz, Van
Parijs o Van der Veen), cualquiera que sea la vía emprendida, su progreso
debe poder estimarse continuamente — no sólo en el fin de trayecto conje
turado— de acuerdo con los criterios mencionados. Los cuales implican la
consideración de un tipo de información amplio y proteico (el tipo de in
formación característico de la justicia completa de los antiguos) referido a
la calidad de las relaciones humanas, a la calidad y capacidad de los indi
viduos como generadores de utilidad y a la calidad de los bienes produci
dos para subvenir a necesidades genuinamente humanas.
Pues con el criterio de justicia distributiva marxiano acontece como
con todos los criterios de justicia parcial: no es necesario cuando hay jus
ticia completa y los hombres «actúan bien en sociedad», pero mientras
siga siendo necesario como ideal regulativo de todo el proceso —quizá
sin fin — de la transición, la información característica de la justicia
completa sigue siendo también necesaria.
C arlos T hiebaut
también, a su vez, acusadora, porque nos urge y exige que si ese programa
modemo-ilustrado ha de ser sustituido, lo sea por otra interpretación del
presente y de las tareas de la misma filosofía que no caiga por debajo de
las exigencias éticas de ese mismo presente y que por ello, en primer lu
gar, aprehenda con mayor precisión la estofa de nuestra condición y de
nuestro tiempo histórico y pueda intervenir, por lo tanto y en segundo lu
gar, más adecuadamente sobre ellas. Así, para algunos, el fin de una forma
de filosofía no parece presentarse como el final del filosofar y no pocos
críticos del proyecto ilustrado parecen tentados de reincidir metafísica-
mente en la crítica de la filosofía, de recuperar el viejo lenguaje ontológi-
co que se pretende el lenguaje verdadero. Otros, por su parte, quieren evi
tar ese regreso de la metafísica bajo el disfraz de su final y proponen, por
el contrario, otra forma de filosofía, menos fuerte en sus pretensiones de
autonomía respecto a otros discursos racionales o científicos, pero no por
ello menos filosofía. Dentro de un panorama complejo de posiciones teó
ricas y de críticas cruzadas, el carácter global del proceso apunta, pues, a
que el proyecto modemo-ilustrado de filosofía es (ya) incapaz de soste
nerse como interpretación del presente, de nuestra condición y de nuestra
historia y que es necesario proceder a su urgente modificación con para
digmas aparentemente de menor prosapia y, en cualquier caso, de menor
arrogancia, pero no por ello menos críticos o más acomodaticios. Se seña
la, así, que es necesario sustituir, completar o reformular un proyecto ra
cional de interpretación del mundo que se ha tomado ineficaz, en el mejor
de los casos, o en peligroso y culpable, en los más frecuentes y peores de
ellos. Cuál sea la naturaleza de esa sustitución, de esa complementación o
de esa formulación de nuevo cuño es algo que, como es sabido, divide en
posiciones diversas a todos aquellos que, no obstante, coincidían en la ne
cesidad de una revisión y crítica del anterior modelo y es también algo que
constituye uno de los lugares más cruciales del debate contemporáneo.
ficultades que se nos presentan hoy para pensar esa categoría central del
proyecto moderno-ilustrado —en sus campos políticos, sociales y éti
cos— y, por consiguiente, cuáles son los problemas que han de ser re
planteados en la interpretación ética del presente. Permítaseme partir, no
obstante, de un lugar ligeramente anterior: de cuál es el carácter de la filo
sofía moral y política que habría de ser el lugar en el que pensar esa cate
goría de emancipación.
Aunque ningún resumen del programa moderno acaba por ser satis
factorio, pues se corre el riesgo de eliminar las cruciales diferencias que
existen entre las diversas ilustraciones, suele entenderse en este ajuste de
cuentas con dicho programa que la formulación que mejor puede repre
sentar el proyecto racionalista, crítico y formal de la modernidad ética es
el programa kantiano. Kant es visto, en efecto, como el representante del
tipo de filosofía universalista, formal, y racional al que se opondría la sen
sibilidad particularista, contextualista y falibilista de la época presente. La
filosofía trascendental y criticista se apoya sobre un supuesto central que
es, precisamente, el que quiere someterse ahora a duda: a saber, que es
posible comprender y comprehender en un único movimiento de discurso
1) la fundamentación de una ética y, sobre todo, 2) la justificación misma
de ese discurso en el que la ética es fundamentada. Es decir, la filosofía
criticista entiende que sus propias condiciones de posibilidad son las que
determinan la manera como podremos hablar (y hemos de hablar) de la
fundamentación de una perspectiva ética. Ese doble movimiento —el de
la fundamentación del propio discurso filosófico y el de la fundamenta
ción de una perspectiva ética— es el que quiere rechazar la conciencia de
fragilidad y de fragmentariedad del tiempo presente que sospecha que
aquello que nosotros podamos decir sobre la filosofía, su estatuto y su al
cance, es probablemente mucho más limitado que lo que de hecho deci
mos y hacemos cuando operamos como sujetos morales en la vida coti
diana. Tal es, explícitamente, la propuesta neoaristotélica de Bemard
Williams,3 que apunta, por lo tanto, a disociar el alcance de la posición
metafilosófica moderna —necesariamente reflexiva y crítica— del que
cabe atribuir a la vida moral de las personas reflexivas de nuestras socie
dades. Una crítica similar, con ambigüedades tal vez de tono distinto a las
que cabe adivinar respecto al neoaristotelismo, es la del nuevo pragmatis
mo de Richard Rorty, quien argumenta que la filosofía occidental es ya
predicativa del que juzga la acción externamente desde una actitud de ter
cera persona, por otra, y que define desde fuera de la acción, en la esfera
del discurso, qué es y por qué es ético. Ambas perspectivas, piensa el crí
tico, están conjuntadas, se coimplican y hemos de pasar constantemente
de una a otra si es que hemos de tener alguna de ellas, es decir, si es que
hemos de ser sujetos morales maduros.
Notemos que este último planteamiento de la cuestión en disputa nos
conduce, entonces, a la cuestión de cuál es el modelo en el que podríamos
interpretar las tareas de iluminación y de la crítica sobre la práctica de los
sujetos morales. Es decir, no se trata tanto ya de cómo puede justificarse
intraleóricamente una concepción metafilosófica determinada —como
acontece con ese programa moderno-ilustrado que hemos estado mencio
nando— cuanto de cómo interpretan concepciones metafilosóficas diver
sas, y aún enfrentadas, el papel del momento de justificación (bien sea en
forma de discusión de pretensiones de validez normativa o de validación
de enunciados evaluativos o prescriptivos) en relación con las prácticas y
acciones de los sujetos morales, y de qué manera ese momento de justifi
cación se entiende como momento de crítica, de intervención efectiva y de
modificación de esas prácticas y acciones. Es decir, la cuestión se loma en
la de cómo la ética —como discusión filosófica, crítica y potencialmente
iluminadora— puede iluminar la moral, la constitución material e históri
ca concreta de nuestros ideales y sistemas de acción. O, también, el pro
blema pasa a ser cómo la actitud reflexiva y filosófica del discurso puede
iluminar, distanciar, y hacer reflexiva, la práctica y la acción morales.
Como sabemos, el programa kantiano señalaría que sólo en la medida en
que podamos pensamos y consideramos como si fuésemos seres noumé-
nicamente morales (es decir, no particularísticamente) podremos compor
tamos como seres emancipados. Las críticas a tal programa señalan, por el
contrario, y tras los pasos de Hegel (y, consiguientemente, en parte, de
Aristóteles), que las tareas de la crítica sólo pueden ser pensadas en la me
dida en que se refieran a los contextos normativos concretos, a los mundos
históricos y materiales concretos, y que es en relación a la iluminación de
esos mundos como puede pensarse la idea misma de iluminación, de ilus
tración.
Un kantiano de observancia estricta puede apresurarse a señalar que
esa crítica retiene, al menos, una idea del proyecto moderno, la de ilumi
nación, la de ilustración, y que, por consiguiente, ha de retener también
todo otro conjunto de categorías que la hacen inteligible, como pudieran
ser la idea de crítica y una cierta comprensión trascendental de tal idea, la
206 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
C r ític a y e m a n c ipa c ió n en e l pr o y e c t o m o d er n o
por su parte nuestro antiguo dominador. Emancipar es, por lo tanto, rom
per vínculos de dominación y es el efecto del dominio sobre sí que nos
hace ser sujetos morales. Es, pues, necesario que todos y cada uno puedan
ser concebidos como sujetos morales y, consiguientemente, que todos y
cada uno puedan concebirse a sí mismos como tales, para que la idea de
emancipación, y de emancipación política, pueda tener algún sentido.
Pero concebimos a nosotros mismos como sujetos morales implica que es
posible pensamos de forma distinta a como somos, si es que es el caso que
estamos sometidos en una relación de dominación, de desconocimiento o
de dependencia. Concebimos como sujetos morales es concebimos como
seres libres; o, si tal no es el caso, como seres que pueden liberarse. Pero
¿cómo saber, explicar y justificamos que somos o que no somos libres?
No nos vale para tal propósito el acto de una mera decisión no argumenta
da o el de una estipulación genérica no justificada. Nuestra ética y nuestra
libertad parecen exigimos un determinado grado de conciencia reflexiva
que se expresa en las razones que podemos dar de nuestra misma identi
dad moral; parece exigimos, así, una distancia con respecto a lo que de
hecho somos si aconteciera, como toda la reflexión cultural de los últimos
siglos se afana por razonar, que no somos, de hecho, plenamente libres. La
idea religiosa de culpa, de imperfección o de caída, que era el punto de
partida y el motivo para la búsqueda soteriológica de la nueva vida, en
cuentra su paralelo laico y secularizado en la reflexión que trata de con
traponer necesidad y determinismo a ética y libertad moral y que encuen
tra en aquella necesidad el punto de partida y el motivo para la postulación
de esa libertad. El programa moderno apunta, así, que aunque seamos
(nouménicamente) éticos, nuestro comportamiento está (fenoménica
mente) determinado; o, mejor, que porque nuestra libertad se halla condi
cionada, atada a la necesidad, hemos de pensamos éticamente como suje
tos morales. La ética es, pues, de nuevo, la capacidad de pensar lo que hay
de manera distinta o, si así se prefiere, de pensar lo distinto en lo que hay.
Esa capacidad de pensar lo distinto —y que está coimplicada en la ta
rea de la crítica— se ha ido alojando en diversas utopías, pero se apoya
siempre sobre una distancia con respecto al presente, con respecto al
mundo social cotidiano y real. Tal vez la cuestión que interrogaba cómo
un programa ético entendía el momento de iluminación con respecto a la
práctica de los sujetos morales haya, pues, de especificarse aún más y se
convierta en la pregunta que interroga por cómo es esa distancia respecto
al presente y que hace posible la idea misma de crítica. En efecto, y por
reformular de nuevo las preguntas anteriores, ¿ha de implicarse, necesa
208 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
riamente. que esa distancia se debe ejercer desde aquel lugar metamunda-
no que era el topos arquimédico kantiano?
La idea de emancipación, distancia respecto al presente que lo desve
la y pone en evidencia, se desarrolló en un proceso de radicalización a lo
largo de la modernidad. Y, en concreto, se radicalizó en las corrientes so
cialistas y demócratas radicales como crítica a la sociedad capitalista y
como propuesta alternativa de una sociedad diferente. El supuesto de
desvelamiento del presente que estaba implícito en la idea de crítica y de
autonomía tomó un sesgo especial: por decirlo con el lenguaje del fraca
sado y pronto desaparecido marxismo occidental de los años veinte, ese
desvelamiento era posible porque existía un sujeto específico de la histo
ria, el proletariado, que podía convertirse en lo que hemos estado aquí se
ñalando como topos arquimédico.4 El proyecto emancipador de una so
ciedad alternativa pivotaba sobre esc supuesto de un punto de vista no
distorsionado desde el que podía desvelarse, sin quiebra y sin duda algu
na, un presente que cabe calificar, por lo tanto, de opaco. La idea de
emancipación implicaba, por lo tanto, no sólo una propuesta normativa
de orden político, moral o social, sino también, y quizá sobre todo, un
programa cognitivo de definición de lo real. Ese programa era una defi
nición de un estado de cosas que se cargaba valorativamente, normativa
mente, de propuesta de acción y se convierte en un lastre pesado al ins
cribirse en un marco cognitivo fuerte que garantizaba la no distorsión de
la perspectiva desde la que se predicaba, en actitud de tercera persona,
esa definición exacta, no distorsionada, de lo real. Ciertamente, en otras
versiones del proyecto socialista y en la perspectiva demócrata radical, la
idea de emancipación no necesitaba una teoría del sujeto y una filosofía
de la historia tan fuertes, aunque su debilidad no tas hacía, por ello, me
nos problemáticas, pues también ellas convertían el ideal normativo de
una nueva sociedad en la definición de un estado de cosas real y la defi
nición de un estado de cosas en el lógico fundamento de un proyecto po
lítico.
No es necesario que nos detengamos a analizar el fracaso histórico de
esos diversos desarrollos de la idea de emancipación y de su encamación
en un proyecto político y social. Tampoco, pues es pronto, ingenuo e in
justo con otros muchos países, a celebrar el fin de la historia porque se
produzcan movimientos de liberación del estalinismo y de emancipación
en los países del socialismo real. Sí cabe señalar que aún dentro de esas
tradiciones socialistas los testimonios tal vez más lúcidos de ese fracaso
no clausuraron, no obstante, ni aun en los años oscuros, aquella distancia
con respecto al presente que posibilitaba las ideas de crítica y de emanci
pación y que se expresaba como la condición de posibilidad para conce
bimos como seres autónomos. Esos testimonios fueron y son, en primer
lugar, los de una subjetividad herida que sabe del fracaso de las versiones
más radicales del proyecto emancipatorio ilustrado. Constataron, en efec
to, el fin de una Gran Ética y de un Gran Proyecto Redentor y son. en
efecto, el pormenorizado relato de las pequeñas cosas morales, de las pe
queñas morales, como el único lugar que resta para las dimensiones más
hondas de una radical humanidad, para las actitudes más densamente hu-
manizadoras como la piedad o la compasión. Pero ese testimonio herido
—como es el caso, en el campo filosófico, de gran parte del trabajo de la
Escuela de Frankfurt y de toda una generación a partir de la Segunda Gran
Guerra,5 o el de tantos testimonios de cultura desgarrada que hizo y hace
aún patentes la guerra civil española y sus secuelas— no es sólo la consta
tación de un fracaso, sino que, sobre todo, es tal vez la postulación de otra
forma de distancia con respecto al presente una vez que la Gran Teoría se
ha demostrado errada y aún carcelaria. Auschwitz, el Gulag y tantos otros
son todos nombres de un fracaso que se vivía como el fracaso de la razón
y de sus proyectos; son el impulso directo e inmediato que fuerza a repen
sar el presente y a huir de cualquiera de las consolaciones a la mano. Así,
la distancia de la subjetividad herida que aparece en la teoría crítica es, ya,
la de una moral de resistencia que rechaza que la única forma de justifica
ción moral haya de ser la parcelada aceptación de la facticidad de las mo
rales vigentes.
Esa distancia de la subjetividad herida es el reverso exacto de la me
dalla de aquella otra distancia de la razón crítica que postulaba un nuevo
relato ilusionado del progreso de la historia humana y narraba la imagen
de un nuevo mundo.6 Esta última distancia, la ilustrada, consoladora e in
genua distancia que se apoyaba en el progreso, podía ejercerse con firme
seguridad y poseía de su lado todos los argumentos de una filosofía de la
conciencia y de la historia que la hacían no pocas veces arrogante. En su
versión actual, sin proyecto emancipador fuerte que la sustente, sin una
gran teoría de la razón, esa distancia confiada en el progreso se puede ha-
5. Cf. Thcodor W. Adomo. Mínima Moralia, Tauros. Madrid. 1987.
6. Víanse las Tesis sobre Filosofía de la Historia de Walter Benjamín, en
llluminationen. Suhrkamp, Frankfurt, 1962, pp. 268-279 (hay trad. cast. en: Discursos inte
rrumpidos. /. Tauros. Madrid, 1990. pp. 177-191).
1 4 .* fW E S A U T
210 LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN
ber trocado en algo aparentemente bien distinto al hacer del cinismo una
oportuna estrategia de supervivencia. La distancia de la subjetividad heri
da es, por el contrario, frágil y sólo parece ejercerse como actitud mínima,
como resistencia, y tal vez debamos retener también de ella un rasgo cru
cial que la acompaña: el afán de no sumirse en el testimonio masoquista
del fracaso de la razón, de rechazar incluso hasta el consuelo que se aga
zapa en el autocompasivo lamerse las heridas, rechazo que nos empuja a
la madurez al hacer clausura definitiva de nuestros sueños.
Tampoco lo que esa moral de resistencia y de fracaso significa nos
conduce, no obstante, a negar la radicalidad de la pregunta que antes for
mulábamos sino que, por el contrario, la acrecienta. En efecto, pues ahora
debemos de seguir interrogándonos si acaso debemos renunciar a la críti
ca, a las ideas de emancipación, autonomía, de distancia con respecto al
presente no sólo porque no puede ya mantenerse el programa filosófico
fuerte sobre el que se apoyaba sino, sobre todo, si hemos de renunciar
también a esa distancia y a esa crítica porque han fracasado los proyectos
políticos que decían querer desarrollar esas ideas. El problema no es sólo,
entonces, un problema sobre el tipo de filosofía que podemos practicar
sino también y sobre todo, urgentemente, acerca del tipo de política que
pueda definir nuestro presente y nuestro futuro. Esos dos motivos de inte
rrogación —el fin de la filosofía crítica por el agotamiento de sus supues
tos y el fin de las políticas emancipatorias por el fracaso de sus modelos y
propuestas— tal vez sean, también, dos razones para una crítica radical de
la idea moderno-ilustrada de emancipación. En efecto, la imposibilidad de
las filosofías del punto arquimédico y la de los modelos políticos y socia
les históricos que se han presentado como alternativas emancipadoras ante
el presente parecen dejar sin lugar aquella idea de emancipación que pare
ce, entonces, desvanecerse en el aire, pues carece de agarraderos teóricos
y carece, también, de actualidad práctica. La idea de emancipación parece
hallar su lugar sólo en una sensación de rechazo del presente, en una heri
da sensibilidad ante las injusticias, en el resentimiento de los siempre
vencidos de la historia, o en la resistencia moral ante las opacidades del
presente. La idea de emancipación que era, y cabalmente, el fruto de un
programa filosófico que creía, aún con discontinuidades, en una idea de
progreso, se convierte, entonces, en la categoría de una sensibilidad opo-
sicional, fragmentaria, de nuevo y siempre-ya clandestina.
¿LA EMANCIPACIÓN DESVANECIDA? 211
T e n ta tiv a s h a cia u n pr o g r a m a m en o r
7. JUrgen Habermas ha insistido en que la ética del discurso propuesta por él no en
tiende. en absoluto, la situación dialógica, a nivel del discurso en tanto diferenciada de la
acción, como un modelo utópico de una sociedad diferente. Es sólo un momento de los di
versos discursos prácticos concretos que se encarnan en prácticas y acciones concretas y en
los que podrán o no podrán formularse utopías.
¿LA EMANCIPACIÓN DESVANECIDA? 215
ética. El discurso práctico es, por el contrario, sólo el topos, el lugar donde
se busca, con provisionalidad y con fragilidad, el sentido ético del presen
te; no es el lugar donde se guarda o se halla, desde donde se lo predica. El
discurso práctico carece, pues, de todo privilegio definidor de lo real.
Tal vez por ello esa noción jánica de emancipación, teórica y política,
con la que la modernidad pensó sus sueños racionales y ejerció procesos
de liberación política contra dioses, reyes y tribunos, noción que se aloja
todavía activamente en un conjunto de valores, ideales y prácticas que
constituyen parte de nuestra misma autocomprensión irrenunciable como
humanidad, deba de reconocer su misma imposibilidad. En efecto, tal vez
debamos reconocer que la vigencia de problemas normativos no implica
la vigencia de los mismos supuestos cognitivos con los que otrora fueron
comprendidos, abordados y desde los que se propusieron soluciones para
esos problemas. Es decir, la vigencia de la tarea de critica que estaba im
plícita en el programa normativo de la ética moderna necesita, sobre todo,
encontrar una ubicación filosófica diferente, y los programas menores que
hemos mencionado tienen aún pendiente la elaboración de estrategias de
comprensión conceptual que ayuden a definiciones normativas del pre
sente y a partir de las cuales se puedan repensar aquellos ideales éticos y
políticos que pueden ponerse en juego en nuestra práctica como sujetos
morales. En efecto, sólo desde lo otro ético de ese presente —y sabiendo
que eso otro no es ya el topos arquimédico no distorsionado desde el que
pensar el sentido definitivo de la historia y de la realidad— puede ese
mismo presente comprenderse críticamente. Los trabajos en lomo a la re
elaboración de los ideales político-morales de la modernidad, así como
algunas redefiniciones — llenas, desde mi punto de vista, de problemas
nada pequeños— de la idea de virtud, apuntan, creo, a ese camino de defi
nición normativa del presente.
En efecto, existe una parte de eso que he denominado lo otro ético del
presente que parece formar parte de nuestros mismos ideales normativos y
de un cierto concepto de humanidad. Así acontece, por ejemplo, con
aquella idea de humanidad que hemos identificado en tomo a la idea de
derechos humanos, y que puede ser un elemento central del ejercicio de
esa inabdicable autocomprensión de nosotros mismos.* De alguna forma