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Tema 1.

Tradición clásica y litetatura comparada: delimitación de


conceptos.

INTRODUCCIÓN

Al igual que ha ocurrido en el ámbito de la Lingüística o la Teoría de literatura, la


Tradición clásica, en calidad de estudio de la “historia de las literaturas griega y
latina dentro del desarrollo de las modernas literaturas”, ha variado sustancialmente
desde los tiempos de Comparetti, Menéndez Pelayo o el mismo Highet. En este
sentido, los nuevos aportes, con conceptos tan esenciales como el de “relación
literaria” o “lectura”, han posibilitado nuevas formas de estudiar una Tradición
clásica que, normalmente, parecía concluir con el siglo XVIII, es decir, con la
Revolución francesa de 1789. Los siglos XIX y XX trajeron otras formas posibles de
relación entre antiguos y modernos, incluso con nuevas denominaciones, como las de
“clásicos” y “románticos”. En especial, el siglo XIX aporta nuevas tradiciones,
alternativas a la clásica, tales como las tradiciones populares y modernas. Fue
entonces cuando la Tradición clásica adquirió la denominación por la que hoy se la
conoce, para diferenciarse de las otras.

El siglo XXI, por su parte, ha traído al mundo académico otros ámbitos posibles
para el estudio de la interminable relación entre autores antiguos y modernos. Nos
referimos, básicamente, al ámbito de las “Recepciones clásicas”, tan en boga, sobre
todo, dentro del mundo anglosajón. Las “Recepciones clásicas” han aportado una
nueva perspectiva a nuestros estudios, no sólo posibles ya a partir de su transcurso
desde el pasado al presente, sino desde el presente al pasado. De igual forma que se
puede estudiar, pongamos por caso, la “influencia de Virgilio en Fray Luis de León”,
es posible abordar ahora, sin mayores complejos, la manera en que Borges elige a
Virgilio como su precursor literario, no muy distinta, por cierto, a la forma en que
Dante hizo lo propio con el mismo poeta latino.

Tema 2. Los paradigmas épicos

INTRODUCCIÓN

La épica grecorromana tiene dos nombres propios: Homero (Ilíada y Odisea) y


Virgilio (Eneida). La elección de modernas lecturas relativas a las vidas y obras de
tales autores resulta, sin duda, abrumadora, pero me atrevo a llevar a cabo la
siguiente selección: los cuentos “El hacedor” y “El inmortal” de Borges, en torno a
las vidas imaginarias de Homero, el ensayo “La Iliada, o el poema de la fuerza”, de
Simon Weil, probablemente la reflexión más dura y lúcida que se ha hecho del
poema épico, y el ensayo que Italo Calvino dedica a la Odisea, hoy día incluido
dentro de su obra titulada Por qué leer los clásicos. Las relaciones literarias que
pueden establecerse entre los autores modernos con respecto a Homero son de una
extrema variedad, tanto por las modalidades literarias elegidas (vidas imaginarias y
ensayos) como por las perspectivas ideológicas. Considero que estas cuatro obras
pueden ofrecernos una interesante visión alteracadémicia de Homero. La Eneida de
Virgilio es, entre otras cosas, la fundamental lectura de Borges al respecto. Los
versos de Virgilio diseminados en los versos y prosas de Borges nos llevan a una
“obra subterránea”, a la manera de Pierre Menard cuando reescribe el Quijote.
absolutamente clave para comprender la deriva de la moderna poesía. La otra
lectura clave de Virgilio en el siglo XX nos la aporta Hermann Broch con su novela
titulada La muerte de Virgilio. En nuestro próximo libro titulado Virgilio. Vida,
mito e historia dedicamos intensas paginas a esta suerte de historia interna de
Virgilio.

La mitología, por su parte, encuentra su nombre propio en Ovidio y sus


Metamorfosis, probablemente una de las obras que más han influido en Occidente.
Para este Ovidio múltiple volveremos de nuevo a Italo Calvino, esta vez a su ensayo
sobre Ovidio en la misma obra Por qué leer los clásicos, pero no quisiéramos pasar
página sin recordar cómo el mito de Tiresis entra en las páginas de La tierra baldía
de T.S. Eliot.

HOMERO, Iliada y Odisea

Friedrich August Wolf fue acaso el primer filólogo en dejar claro que una obra
literaria es también la historia de su texto. Sus Prolegomena ad Homerum, publicados
a finales del siglo XVIII, supusieron un antes y un después en la consideración de la
obra de Homero. ¿Quién era Homero? Tal cuestión es clave, pues, hasta la Ciencia
nueva de Vico, rescatada por Wolf, Homero era un poeta en cierta forma marginado
por Virgilio durante la llamada “Batalla de los antiguos y los modernos”. Con Wolf
comienza la “cuestión homérica” y la idea romántica de que los textos de la Iliada y
la Odisea son mucho más que la mera obra de un autor. Dos cuentos de Borges, “El
inmortal” y “El hacedor”, recrean esta multiplicidad homérica. En el primero,
encontramos la fusión entre Homero y el Judío Errante, mientras el segundo no deja
de ser una “vida imaginaria”, a la manera de lo que hizo Marcel Schwob con Lucecio
y Petronio. La filología, por tanto, alimenta la literatura.

Diseminada, por tanto, la idea del autor personal, la idea de épica popular, ligada al
incipiente siglo XIX, comienza a abrirse camino. El mismo J.W. Goethe intenta
llevar a cabo un interesante experimento literario con su obra Hermann y Dorotea,
donde se propone crear un nuevo género, el de la épica popular o burguesa. Su obra
está escrita en hexámetros y supone un intento de cantar lo cotidiano frente al caos
del mundo. La Iliada, con su cólera de Aquiles o el episodio de Príamo cuando acude
a rogar a Aquiles que le devuelva el cadáver de su hijo, y que George Steiner
considera como la escena que funda el humanismo, suponen aspectos que se han
asentado como paradigmas atemporales para la literatura occidental. Simone Weil,
en una Francia asediada por el nazismo, nos recuerda en “La Iliada o el poema de la
fuerza” cómo la brutalidad reduce a las personas a la categoría de meras cosas.
La Iliada sabe recoger la miseria y la grandeza humanas, acaso como las terribles
caras de una misma moneda.

La Odisea ha ejercido otro papel bien diferente al de la Iliada, al convertirse en una


suerte de relato de aventuras. Su carácter prenovelesco ha alimentado la imaginación
de los viajeros, entendido este viaje ya desde un punto de vista geográfico o como
una iniciación en la vida. Ahí tenemos, a finales del siglo XVII, las Aventuras de
Telémaco, de Fénelon, que ha sido una de las primeras obras concebidas para la
lectura formativa de los jóvenes. El carácter galante de la Grecia reflejada en los
grabados de las antiguas ediciones todavía nos remite a una estética clasicista lejana
a los criterios parnasianos de finales del siglo XIX, donde lo que se busca es la
“verdadera Grecia”. La traducción homérica de Leconte de Lisle no deja de
constituir un ingenuo intento de devolver la obra a su espíritu original, cuando lo
que se logra realemente es darle un inconfundible aire propio de las estéticas
finiseculares del XIX. La Odisea mira al siglo XX gracias a su parodia en el Ulises de
Joyce, donde comienza una secuela de obra que ponen oponen a los héroes épicos con
los personajes de nuestra cotidianeidad. Una novela de Juan Marsé, La muchacha de
las bragas de oro, esconde singularmente aspectos de esta parodia homérica de Joyce,
comenzando por la idea de los lotófagos, o comedores de la planta del olvido, que
ahora se encarna en un viejo falangista que durante los tiempos de la transición
democrática intenta reescribir sus memorias. Con respecto a la Odisea, haremos
especial hincapié en un ensayo de Italo Calvino, “Las Odiseas en la Odisea“, donde se
define la obra homérica como el mito de todo viaje.

VIRGILIO y su Eneida

De manera sucinta, definíamos la Ilíada como “el poema de la fuerza”, siguiendo el


magnífico ensayo de Simone Weil, así como considerábamos la multiplicidad de la
Odisea de acuerdo con lo que acerca de ella había escrito Italo Calvino. La diferentes
recepción moderna de ambas obras, por lo demás, también daba cuenta del tono
diferente de cada una de ellas. Ahora corresponde que hablemos acerca de la Eneida
y de las Metamorfosis también desde el punto de vista de la abrumadora historia de
sus modernas lecturas.

En lo que respecta a la Eneida es imposible no referirse, desde el punto de vista de su


lectura, a Dante y su Comedia. Dante devuelve a Virgilio su papel de poeta, además
de guía y maestro, tras haber sido fundamentalmente mago y nigromante a lo largo
de la Edad Media. Asimismo, Dante sabe diferenciar perfectamente entre la figura de
Virgilio (cuando menos, la sombra del poeta en los infiernos) y su texto. Resulta una
experiencia asombrosa poder recorrer las reescrituras de la Eneida bajo los versos de
Dante, particularmente cuando éste nos recuerda las palabras de Dido, agnosco
vestigia veteris flammae en el momento en que, sin apenas darse cuenta, el maestro
desaparece. Sin embargo, a pesar de que Virgilio, a causa de su involuntario
paganismo, no puede entrar en el paraíso, sí lo hacen sus versos, y esta paradoja
resulta claramente fundamental, pues muestra cómo la obra termina transcendiendo
a su propio autor.

Acerca de la lectura moderna de Virgilio queremos centrarnos en los años ochenta del
siglo XX, dado que las manifestaciones de tal lectura durante aquella época resultan
claramente significativas para caracterizar un momento cultural concreto. Como ya
venimos estudiando a este respecto, la lectura que de Virgilio se llevó a cabo durante
aquella época “prodigiosa”, coincidente con la celebración del segundo bimilenario de
la muerte del poeta en 1981, encontró en algunos autores referentes ineludibles.
Hermann Broch, en su novela titulada La muerte de Virgilio, cuya versión española
reapareció en 1979, marcó el inicio de una particular visión del poeta frente al poder
de Augusto y ante el mismo final de la vida.
Por su parte, el libro de García Calvo dedicado al poeta, publicado en la editorial
Júcar en 1976, también supuso un hito dentro de España, dada la novedosa
interpretación de un Virgilio maltrecho por la propia enfermedad de la poesía, Por
otra parte, las traducciones rítmicas, que creaban la ilusión de estar leyendo al
propio poeta, marcaron un nuevo rumbo en la historia de la traducción del poeta,
que desde Eugenio de Ochoa, en el siglo XIX, había venido traduciéndose
preferentemente en prosa.

Con motivo de la celebración del bimilenario de la muerte de Virgilio, el poeta


Antonio Colinas escribe un interesante ensayo acerca de las Geórgicas y compone
uno de los poemas que más hondamente han calado en el imaginario de la muerte del
poeta. Mientras un legionario agoniza en el Bierzo, Virgilio lo hace en Bríndisi. El
legionario pide que graben en su tumba un verso de Virgilio.

Probablemente, la apoteosis virgiliana en la poesía de los años ochenta llega con la


obra de Jorge Luis Borges. El último Borges, el que regresa a la ciudad de Ginebra
para morir, evoca a Virgilio intensamente en su última producción, como La cifra y
Los conjurados. De todo lo escrito, su prólogo a la Eneida, en buena manera
inspirado por la llamada “estética de la expresión” de Croce, supone uno de los textos
fundamentales que se han escrito acerca de Virgilio en las postrimerías de uno de los
siglos más convulsos y trágicos que ha vivido la Historia.

OVIDIO y las Metamorfosis

Más allá de los héroes, Ovidio nos ofrece una épica bien distinta a la que hemos
venido viendo con las obras anteriores. Las Metamorfosis presentan uno de los
panoramas mitológicos más completos y, al mismo tiempo, diversos, de la
Antigüedad. No es posible hablar de las Metamorfosis sin antes referirnos a Ovidio
como persona y como poeta. Vamos a aprovechar para ello un power point que lleva
por titulo "Ovidio y sus imágenes", y que puede verse en uno de los enlaces que
hemos añadido a este tema. Asimismo, este power point se complementa de una
versión con los textos y los comentarios a tales textos que debeis leer
cuidadosamente.

Ovidio es uno de los poetas más originales que ha dado la literatura latina. Su vida
es, asimismo, tan importante como su propia obra. El exilio sufrido por Ovidio en el
Mar Negro ha inspirado poderosamente a los modernos escritores y poetas. Por ello,
es interesante establecer una correlación entre su VIDA y su OBRA. Su obra puede
dividirse entre las obras propiamente amorosas, las Metamorfosis y los libros
publicados luego durante su triste exilio.

No exageramos si decimos que las dos obras que más han inspirado el arte de todos
los tiempos son la Biblia y la Metamorfosis. La primera, naturalmente, para los
temas religiosos, y la segunda para los asuntos paganos. Me llamó mucho la atención,
cuando visité el Museo Calsberg en Copenhague que, nada más entrar, los visitantes
pudieran consultar ejemplares de la obra de Ovidio, como el que podéis ver en la
fotografía.
En realidad, podemos considerar que las Metamorfosis, con su mútiple y sistemática
recopilación de mitos, es un "vademecum" para cualquier persona que quiera
interpretar los temas de la pintura antigua y moderna.

Nuestras lecturas acerca de las Metamorfosis van a centrarse en cuatro grandes


autores del siglo XX: T.S. Eliot, Lauro de Bosis, Italo Cavino y Antonio Tabucchi.
Como veremos, todos ellos nos permiten hacer un sucinto recorrido por Ovidio, si
bien un recorrido más que significativo.

Acerca de T.S. Eliot, queremos centrarnos en el pasaje ovidiano relativo al adivino


Tiresias que el moderno poeta introduce en su obra La tierra baldía. El mito del
adivino ciego que ha vivido como mujer y como hombre brinda a T.S. Eliot la
oportunidad de conferir una dimensión mítica y antropológica a un pasaje
ciertamente sórdido descrito por él mismo. La inclusión de este mito por parte de
T.S. Eliot no es casual en absoluto, dado que el asunto de la androginia es
compartido por otra escritora del mismo Círculo de Bloomsbury al que pertenece el
mismo T.S. Eliot: Virginia Woolf.

Lauro de Bosis es un poeta italiano menos conocido que T.S. Eliot, pero no menos
notable. Su tragedia Ícaro, publicada como manifiesto de libertad frente a la
dictatura de Mussolini, recurre a otro gran mito ovidiano: el frustrado vuelo de
Ícaro. En la tragedia de Bosis no aparece, sin embargo, Dédalo, el padre de Ícaro y
constructor de las alas de cera que supondrán la libertad y, al mismo, tiempo, la
muerte de su hijo. En este caso, Ícaro está sólo y la construcción de las alas alcanza
la dimensión metafórica de un poema.

Italo Calvino, a quien ya hemos leído en este mismo tema con ocasión de la Odisea,
también dedicad un bello ensayo a las Metamorfosis de Ovidio. Conviene en este
momento que reflexionemos un poco acerca de la idea de clásico que tiene Calvino y
que, en especial, pensemos en el hecho de que elija la Odisea y las Metamorfosis fente
a la Iliada y la Eneida.
El siguiente vídeo puede daros algunos argumentos para la reflexión.

http://tv.unir.net/videos/1155/0/Mundo-clasico-y-posmodernidad

Italo Calvino subraya para las Metamorfosis cualidades como lo cotidiano


(similitudes entre el cielo y la tierra), la precisión de las descripciones, la
acumulación, la rapidez, la economía interna (tras las metamorfosis, se reutilizan
elementos existentes del estado precedente para la nueva condición creada), o la
mayor complejidad de las iniciativas amorosas femeninas frente al mayoritario acoso
masculino.

Antonio Tabucchi escribe a finales del siglo XX un libro singular, Sueños de sueños,
desde la clave de las vidas imaginarias de Marcel Schwob. Desde el punto de vista de
la dualidad antes planteada entre vida y obra, ahora Ovidio se nos presenta como
parte de una de las metamorfosis descritas por él: la transformació en una gigantesca
mariposa. La Metamorfosis de Kafka y el poema "Albatros" de Baudelaire se
fusionan en este relato onírico y visionario, con el que terminaremos nuestro repaso
por el mundo ovidiano del siglo XX.

Tema 3. La poesía lírica

INTRODUCCIÓN

Este nuevo tema nos permitirá adentrarnos en la poesía lírica, bucólica, elegiaca y
epigramática. Horacio, con sus Odas y Epodos, nos permitirá pensar en una forma
idealizada de clasicismo, dentro del mundo moderno, que vino a llamarse
“horacianismo”. De Menéndez Pelayo y su Horacio en España hasta el heterónimo
de Pessoa llamado Ricardo Reis, que pone el broche final a la Oda como forma
poética (así lo propuso mi colega Juan Luis Conde), asistiremos a la configuración de
una forma de poesía pretendidamente atemporal y antirromántica. Las Bucólicas de
Virgilio, cuya primera composición aprendieron de memoria generaciones de
escritores (dice Ernst Robert Curtius que hasta Goethe, si bien podemos extendernos
hasta el propio Borges), nos llevará a la preciosa lectura que de esta obra hace, a
comienzos del siglo XX, el escritor portugués José María Eça de Queiroz en su obra
póstuma, titulada La ciudad y las sierras. Eça de Queiroz supera la estética
decadente y convierte a Virgilio en su “clásico cotidiano”. La elegía, que en este caso
centraremos en torno a los poetas Propercio y Tibulo, nos llevarán a la configuración
de los ciclos amorosos, desde la fascinación a la muerte. Julen Benda y Marcel Proust
serán perfectos lectores de la “locura” que a veces supone el enamoramiento. Por su
parte, la poesía epigramática nos llevará a la consideración de la brevedad y la
concisión en la literatura, desde Arquíloco a Marcial, pasando por la Antología
Palatina y Catulo, aunque, eso sí, vistos desde lecturas contemporáneas. Hay un
delicioso ensayo de Fernando Savater, titulado “El escudo de Arquíloco”, que nos
permitirá leer uno de los epigramas clave del poeta griego. La Antología Palatina es
una invitación a revisar la poesía y la prosa de la poeta Hilda Doolitle, amiga de
Ezra Pound, que ofrece una peculiar mirada psicoanalítica hacia algunos de los
antiguos autores, como Hédila y Hédilo. Por su parte, quisiéramos mirar la obra del
poeta Marcial desde las nuevas formas de epigrama que ensaya José Carlos Llop.
Catulo, finalmente, nos permitirá leer una vida imaginaria de Marcel Schwob
(“Clodia, matrona impúdica”) y la curiosa traducción biográfica que de sus poemas
llevó a cabo el profesor y poeta Bernardo Clariana (recientemente estudiado por
Carlos Mariscal de Gante).

HORACIO frente al horacianismo

Si hasta el siglo XVIII la manera de referirse a los autores grecorromanos era en


términos de “antiguos” frente a los “modernos”, desde Madame de Staël comenzó a
llamarlos “clásicos”, por antonomasia, frente a los autores “románticos”. El cambio
de etiquetas, es decir, de antiguo/moderno a clásico/romántico, no es una mera
formalidad, pues, bien al contrario, supone todo un nuevo credo desde el que se va a
releer la antigüedad, ahora clásica por antonomasia, desde las nuevas claves estéticas
de comienzos del siglo XIX. Los partidarios de los autores románticos abogaron por
una nueva actitud ante el arte, la aceptación de que los gustos no son universales
sino, más bien, nacionales y mudables. Ese nuevo credo hizo que otros, acaso
nostálgicos de épocas pasadas, se decantaran por lo que va a llamarse, a consecuencia
del romanticismo, el “clasicismo”. “Clasicismo” es, pues, una palabra nueva, propia
del siglo XIX, como “humanismo”, “comunismo”, “socialismo” o casi cualquier ismo
propio del momento. El poeta antiguo (ahora “clásico”) más representativo de ese
flamante clasicismo ha sido, indiscutiblemente, Horacio, y es quien va a dar nombre
a una variante más específica del clasicismo a partir de su propio nombre: el
“horacianismo”. El “horaciansino” no es pues, simplemente, una forma de referirse a
Horacio, sino, ante todo, una manera moderna, alternativa de la romántica, de
exaltarlo en sus valores universales e inmutables. Pero esta exaltación ya convierte a
Horacio en un poeta elegible, frente a los modernos poetas románticos, y en una
suerte de poeta también moderno, a su manera intemporal. No en vano, el poeta
Pushkin imitó a Horacio cuando fundó la moderna poesía rusa, y Paul Valéry, en su
admirable ensayo titulado “Situación de Baudelaire”, nos dirá que el clasicismo
siempre viene después, como la calma sucede a la tormena. Según el Corpus
Diacrónico del Español, esa riquísima base de datos que alberga la página web de la
Real Academia Española, el término “horacianismo” aparece por ver primera en
español con Dámaso Alonso, al que tanto deben los estudios de Tradición clásica. Sin
embargo, ya veo felizmente el uso del término, esporádico todavía, al comienzo del
Horacio en España de Menéndez Pelayo, es decir, a finales del siglo XIX. No en
vano, Menéndez Pelayo creía, como luego lo hará el portugués Pessoa bajo la
máscara de Ricardo Reis, que el estilo horaciano era una suerte de poesía atemporal,
más allá de las pasajeras modas, de los ismos efímeros. Sutil paradoja, pues, la de
este “horacianismo” militante, pues frente a los ismos pasajeros él pretende ser un
ismo eterno. Casi un oxímoron.

Menéndez Pelayo, u Horacio más allá de los ismos clasicistas y románticos

Dice el autor de Horacio en España, el polígrafo santanderino Marcelino Menéndez


Pelayo (1856-1912), tan amigo de la latinidad, que Horacio es el poeta “por quien al
Lacio el ateniense envidia”. Así lo vemos en su emotivo poema titulado “Epístola a
Horacio”, que da buena cuenta de la relación entre el amor a los libros y las letras
clásicas, en este caso a las latinas:

“Yo guardo con amor un libro viejo,

De mal papel y tipos revesados,

Vestido de rugoso pergamino;

En sus hojas doquier, por vario modo,

De diez generaciones escolares

A la censoria férula sujetas,

Vese la dura huella señalada (...)

Y ese libro es el tuyo, ¡oh gran maestro!

Más no en tersa edición rica y suntuosa.

No salió de las prensas de Plantino,

Ni Aldo Manucio le engendró en Venecia,

Ni Estéfanos, Bodonis o Elzevirios

Le dieron sus hermosos caracteres.

Nació en pobres pañales: allá en Huesca

Famélico impresor meció su cuna:


Ad usum scholarum destinóle

El rector de la estúpida oficina,

Y corrió por los bancos de la escuela,

Ajado y roto, polvoroso y sucio,

El tesoro de gracias y donaires

Por quien al Lacio el ateniense envidia (...)”

Marcelino Menéndez Pelayo, Bibliografía Hispano-Latina Clásica VI (Horacio),


Santander, Aldus, 1951, pp.31-36.

Si bien la bibliofilia, o el amor por los libros bellos, está íntimamente unida al gusto
por los clásicos, el poema de Menéndez Pelayo se caracteriza por rendir homenaje a
una pobre edición de Horacio, sublimando, de esta forma, el profundo amor al libro y
al contenido que éste encierra, asunto sobre el que versa el resto del poema, y que no
es otro que el propio mundo poético horaciano.

Sobre Fernando Pessoa y el fin de la oda como género debéis leer el artículo de Juan
Luis Conde que se adjunta en este mismo tema.

Y ahora nos vamos al tratamiento que Lorca hace del tópico horaciano del Carpe
diem.

Ciertamente, no podemos olvidar que a Horacio lo completa otro poema falsamente


atribuido a Ausonio, el que conocemos con el título De rosis nascentibus, o también
por su verso más famoso, el Collige, virgo, rosas[1]. Como si se tratara de las dos caras
de una misma moneda, ambos ámbitos, el de la brevedad del tiempo y el de la
fugacidad de las rosas, aparecen unidos en el lorquiano “Soneto de la guirnalda de
rosas”, perteneciente a la serie de los, así llamados, “Sonetos del amor oscuro”
(destacaré en cursiva algunos detalles):

“Soneto de la guirnalda de rosas”

¡Esa guirnalda! ¡pronto! ¡que me muero!

¡Teje deprisa! ¡canta! ¡gime! ¡canta!

que la sombra me enturbia la garganta

y otra vez y mil la luz de enero.


Entre lo que me quieres y te quiero,

aire de estrellas y temblor de planta,

espesura de anémonas levanta

con oscuro gemir un año entero.

Goza el fresco paisaje de mi herida,

quiebra juncos y arroyos delicados.

Bebe en muslo de miel sangre vertida.

Pero ¡pronto! Que unidos, enlazados,

boca rota de amor y alma mordida,

el tiempo nos encuentre destrozados.

(García Lorca 1996: 627)

En términos de Pedro Salinas, estaríamos ante un perfecto ejemplo de “tradición y


originalidad”, dado que un arraigado tópico sirve al poeta para dar lugar a una
composición cuya novedad resulta notable gracias a la conciencia que tenemos de la
rica tradición del tópico del que parte. La novedad, por tanto, es posible porque
existe la tradición, de manera que el lugar de ser de ésta depende recíprocamente de
la existencia de aquélla. A tenor de los elementos señalados en cursiva, es pertinente
que estudiemos desde varios puntos de vista el soneto, en particular desde tres
aspectos esenciales: las rosas, los imperativos y el tiempo, sin menoscabo de una
observación final que haré acerca del penúltimo verso.

Las rosas. Resulta de gran interés que nuestro conocimiento positivo de que la
guirnalda esté compuesta de rosas provenga tan sólo del título del soneto; sin
embargo, aunque hubiera sido elidido el nombre de la flor en cuestión, el propio
contexto que nos sugiere la brevedad del tiempo y el amor nos haría pensar en esta
flor, dado que somos herederos de una tradición cultural muy bien asentada. El
arraigo de esta asociación entre las rosas y el tiempo quedó perfectamente acuñado,
como ha señalado Ángel Crespo en un sorprendente ensayo, en la poesía romana
clásica y tardía:

Cualquiera que consulte un diccionario latino se enterará, al leer los usos y


acepciones de la palabra rosa, y sin necesidad de más profundas averiguaciones, de
que los romanos simbolizaban con esta flor no sólo al amor y al cariño (mea rosa, mea
voluptas, escribió Plauto), sino también a la felicidad inalterable (in aeterna vivere
rosa, según Marcial) y sabrá también que, de acuerdo con una inscripción
anónima, per rosam equivaldría a nuestra expresión adverbial “en el mes de mayo” o
“en primavera”, de modo que amor y primavera quedaban felizmente unidas en la
evocación de la que me atrevo a llamar la flor por antonomasia (Crespo 2001:15)

Lorca se sitúa con plena conciencia de lo que hace ante uno de los tópicos más
conocidos y arraigados de la tradición poética occidental y, es más, no lo oculta. No
obstante, debemos tener claro que el tópico no es aquí una mera “fuente” que
debamos rastrear, sino un elemento completamente actualizado, en absoluta
sincronía con el mundo lorquiano. Se trata de “la tradición al servicio de la pasión”,
en feliz expresión de Andrés Soria Olmedo (Soria Olmedo 2004: 396), que nos lleva
desde la “guirnalda de rosas” a la “guirnalda de melancolía”, en otro de los sonetos
(“A Mercedes en su vuelo”). Sorprende que, a través de la imagen de la guirnalda, los
amantes terminen de una manera sutil encarnando las propias rosas, al quedar
también ellos “unidos, enlazados”, algo a lo que contribuye decididamente el color
rojo de la sangre, evocada en el verso precedente (“bebe en muslo de miel sangre
vertida”). Ellos, los amantes, son también bellos y efímeros como las rosas. A la
sorpresa de esta imagen nada le obsta el hecho de que en el poema atribuido a
Ausonio ya se hubiera comparado las flores con las jóvenes. Podemos leerlo en la
versión que Herrera hizo del texto latino en su comentario al soneto XXIII de
Garcilaso (las cursivas son mías):

Cuan largo el día, es tan larga [la] suerte

de las rosas, que junto en un momento

su juventud en senectud convierte. [...]

Coged las rosas vos, que vais perdiendo,

mientras la flor y edad, señora, es nueva;

y acordaos que va desfalleciendo


vuestro tiempo, y que nunca se renueva.

(Herrera 1975: 269)

Los imperativos: carpe, collige, “goza”, “coge”. A la manera de lo que propone T.S.
Eliot (1951: 15), deberíamos cambiar nuestra perspectiva del soneto lorquiano frente
a los posibles poemas que lo preceden en el tiempo. Lorca viene a modificar y
enriquecer el “sistema literario” que han configurado los diferentes poemas previos,
que ahora dialogan con él más allá de las cronologías: tales poemas se convierten en
los precursores del soneto lorquiano, y adquieren un realce nuevo gracias a que el
soneto los presupone y, al mismo tiempo, recrea. En este sentido, resulta interesante
observar el papel fundamental que desempeñan los verbos en modo imperativo que
la voz del poeta utiliza para interpelar a una suerte de “tú testaferro”. En este
sentido, no podemos menos que partir del poema de Horacio, que leeremos en la
versión de uno de los traductores de la época de Lorca, Bonifacio Chamorro (una vez
más, realzo con cursivas los aspectos pertinentes):

“A Leuconoe”

No indagues, Leuconoe, (vedado está saberlo)

qué destino los dioses a ti y a mí nos dieron,

y no de Babilonia consultes los misterios.

Vale más, como fuere, aceptar el decreto,

ya nos conceda Jove contar muchos inviernos

o ya sea este el último en que abatirse vemos

contra escollos tenaces las olas del Tirreno.

Sé prudente, buen vino consume de lo añejo,

y largo afán no entregues a plazo tan pequeño:


Mientras hablamos, huye con la palabra el Tiempo.

¡Goza este día!... Nada fíes del venidero.

(Chamorro 1940: 27)

Además de interesantes imágenes recurrentes, como la lorquiana “una y otra vez la


luz de enero” comparada con la horaciana de “contar los muchos inviernos”, cobra
especial relevancia el uso de los imperativos. Lorca recurre nada menos que a seis:
“teje”, “canta”, “gime”, “goza”, “quiebra” y “bebe”, de los cuales, uno de ellos
resulta crucial: “goza el fresco paisaje de mi herida”. Además de con Horacio, este
verso dialoga directamente con uno de los más reconocibles del conocido soneto que
Góngora compuso también acerca de este tópico (señalado en cursiva):

Mientras por competir con tu cabello,

oro bruñido, el sol relumbra en vano,

mientras con menosprecio en medio el llano

mira tu blanca frente el lilio bello;

mientras a cada labio, por cogello,

siguen más ojos que al clavel temprano;

y mientras triunfa con desdén lozano

del luciente cristal tu gentil cuello;

goza cuello, cabello, labio y frente,

antes de lo que fue en tu edad dorada

oro, lilio, clavel, cristal luciente,

no sólo en plata o vïola troncada


se vuelve, más tú y ello juntamente

en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

(Góngora 1992: 116)

El verso gongorino “goza cuello, cabello, labio y frente” se nos viene a la mente al
recitar el de Lorca, dada la coincidencia del verbo “gozar”; sin embargo, al tiempo
que reconocemos un verso en otro, también observamos cómo gracias a esta
coincidencia aparecen notables diferencias. En Góngora encontramos la enumeración
de diferentes partes anatómicas de la joven (“cuello, cabello, labio y frente”),
mientras en Lorca el verbo aparece seguido por una singular imagen (“el fresco
paisaje de mi herida”), referida al mismo cuerpo del poeta, en lo que no deja de ser
una audaz imagen propia ya de la poesía vanguardista contemporánea a Lorca[2]. Al
imperativo “goza” utilizado por Lorca luego le siguen otros dos: “quiebra” y “bebe”,
no menos audaces. Curiosamente, Lorca recoge en su expresión tanto la audacia
expresiva (“goza el fresco paisaje”) que también encontramos en Horacio (el
verbo carpo [“arrancar”] determina semánticamente que el objeto directo sea un
fruto tangible, pero lo que tenemos es diem) como el recuerdo de las rosas (collige
virgo rosas), que Lorca nos sugiere justamente en el color rojo que nos evoca la
palabra “herida”.

El tiempo. Las referencias al tiempo constituyen igualmente todo un diálogo


intertextual entre los diferentes textos. Definidores de sus respectivos poemas son el
adverbio “mientras” que hemos encontrado en Góngora y el “en tanto”, que
encontramos en Garcilaso, en realidad, versiones en español del dum
loquimur horaciano (las cursivas son mías):

En tanto que de rosa y azucena

se muestra la color en vuestro gesto,

y que vuestro mirar ardiente, honesto,

enciende al corazón y lo refrena;

y en tanto que el cabello, que en la vena

del oro se escogió, con vuelo presto,


por el hermoso cuello blanco, enhiesto,

el viento mueve, esparce y desordena;

Coged de vuestra alegre primavera

el dulce fruto, antes que el tiempo airado

cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado,

todo la mudará la edad ligera,

por no hacer mudanza en su costumbre.

(Garcilaso 1982: 167)

Consciente de esa tradición, pero también original, el soneto de Lorca recurre al


adverbio “pronto” tanto al comienzo como al final del poema, implicando la prisa
ante un inminente final del tiempo. Este adverbio viene, además, acompañado de
una serie de frases exclamativas que subrayan esta premura. Pero lo más notable del
poema de Lorca es que no sólo hay una referencia a un tiempo efímero, sino también
a una suerte de tiempo recurrente en la expresión “una y otra vez mil la luz de
enero” (que puede dialogar con la referencia a los inviernos en el carpe
diem horaciano: “ya nos conceda Jove contar muchos inviernos” o “el tiempo
airado”, con el que también se refiere al invierno Garcilaso). No menos destacable es
la personificación lorquiana del tiempo que se hace en el verso final: “el tiempo nos
encuentre destrozados”, que dialoga con el horaciano “huye con la palabra el
tiempo” (dum loquimur fugerit invida aetas), es decir, como variante del tempus fugit,
o la expresión garcilasiana del tiempo que envejece: “el tiempo airado / cubra de
nieve la hermosa cumbre”). En Lorca, sin embargo, el tiempo ni huye ni hace
envejecer, pues los amantes se precipitan para que los encuentre, simplemente,
“destrozados”.

Estos tres rasgos, las rosas, los imperativos y el tiempo, bastarían para apreciar
mínimamente la maestría de Lorca a la hora de recrear la tradición con notable
originalidad. A pesar de estas evidencias, hay otros elementos más sutiles. Por ello,
queremos añadir un rasgo estilístico que puede pasar imperceptible y que, esta vez,
nos llevaría a la poesía del propio Virgilio:

La doble hipálage y el anagrama. Las retóricas definen formalmente la hipálage


como la facultad de atribuir a un sustantivo una cualidad que es propia de otro. El
verso virgiliano que inicia el descenso al infierno de Eneas y la Sibila es, como apunta
Borges en su ensayo titulado “La poesía” (1989), el ejemplo consumado de la
hipálage (Ibant obscuri sola sub nocte per umbram [Virg. A. 6, 268]). La figura retórica
supone un desafío lógico, dado que obscuri se correspondería, más bien, con la noche,
mientras que sola(“solitaria”) tendría más bien que ver con los personajes que
descienden a los avernos. Tendríamos, por tanto, una doble hipálage. Desde la
moderna estética idealista de Benedetto Croce este uso poético superaría la mera
figura retórica, ya que nos ofrece la posibilidad de transcender a un mundo poético
de audaces imágenes. No muy diferente a lo visto en el inmortal verso de Virgilio es
lo que encontramos sutilmente escondido en uno de los versos del soneto lorquiano:
“boca rota de amor y alma mordida”. De una manera análoga, en el verso lorquiano
es la “boca” a la que correspondería estar “mordida”, mientras que el “alma” debería
estar “rota de amor”. Sin embargo, Lorca ha trastocado hábilmente los adjetivos con
respecto a lo que sería un esperable orden lógico. No contento con ello, hay otro
hecho que nos parece sorprendente en esta lectura del poema, pues no es raro que
podamos confundir, al leerlo, el sintagma “alma mordida” con otro que subyace en
nuestros recuerdos poéticos, la manriqueña “alma dormida”:

Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando,

cuán presto se va el placer,

cómo, después de acordado,

da dolor;

cómo, a nuestro parecer,

cualquiera tiempo pasado


fue mejor. […]

(Manrique 1988: 102)

Para nuestra sorpresa, entre “mordida” y “dormida” tan sólo hay un cambio de
orden de dos letras, en lo que no deja de sugerirse la evocación de una palabra por
otra, de naturaleza “anagramática”. Este recurso, utilizado ya por el propio Virgilio,
atrajo el interés del lingüista Ferdinand de Saussure a comienzos del siglo XX y de
poetas como nuestro Antonio Machado, que lo desarrollaron con verdadera devoción
(García Jurado 2015). El anagrama y la sorprendente relación que establece entre el
soneto lorquiano y el comienzo de las coplas de Jorge Manrique nos hace pensar,
igualmente, en otra asociación: la palabra “tiempo”. Pasamos, de esta manera, desde
el “cualquiera tiempo pasado / fue mejor” a “el tiempo nos encuentre destrozados”,
en lo que ahora sería una recreación a partir de otro tópico igualmente relacionado
con el del carpe diem: el del ubi sunt.

[1] Para la discusión de sus posibles atribuciones, desde Virgilio a la antigüedad


tardía, véase Ruiz de Elvira 1999: 44-48.

[2] Otro aspecto interesante sería el análisis de los finales de cada soneto, de una
parte, el gongorino (“en sombra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”), que ha
recibido la atención de Gabriel Laguna 1999: 201, quien observa cómo este final
“falta en las fuentes detectadas”, y, de otra, el lorquiano (“el tiempo nos encuentre
destrozados”), que sería una manera más violenta de expresar la aniquilación.

VIRGILIO y su primera bucólica: Eça de Queiroz, Antonio Machado y Borges

Tres grandes escritores, uno portugués, otro español y el tercero argentino, lograron
llevar a cabo su propia lectura vital de una composición latina que procedía de sus
tiempos escolares: la primera bucólica de Virgilio. Pero ellos, Eça de Qeiroz,
Machado y Borges, lograron hacer algo más que una mera lectura: convirtieron esta
composición escolar en parte de su vida, de sus recuerdos esenciales. POR
FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE

Cada autor persigue unos fines diferentes cuando evoca aquella composición
primigenia, pero todos tienen en común la intensidad vital. De esta forma, Eça de
Queiroz traza para su novela póstuma A cidade e as serras una suerte de Arcadia
portuguesa donde su protagonista, Jacinto, regresa hastiado de París para
reconciliarse con la naturaleza y consigo mismo. Algo de la palingenesia que el
pensador Proudhon vio en la obra de Virgilio subyace, asimismo, en esta obra
salpicada de citas de la primera bucólica y de las Geórgicas. Asistimos a la recreación
de la amistad y el ambiente bucólico, o el canto a la libertad y a los amores tardíos,
así como la fortuna de vivir en la naturaleza. No falta el elogio a la inmediatez y la
recreación de los paisajes a la caída de la tarde (“o doce sosiego crepuscular, que
lentamente se estabelecia sobre valle e monte”). En cualquier caso, este regreso a la
naturaleza tiene también mucho de retorno a los versos del poeta Virgilio, acaso en el
intento de revivir los orígenes en el propio crepúsculo de la vida.

Antonio Machado se empeña, a lo largo de muchos años, en reescribir una cita latina
de esta misma bucólica, precisamente el verso donde uno de los pastores de Virgilio
cuenta que le ha llegado el amor cuando ya, al afeitarse, le cae la barba cada vez más
blanca. Pero Machado insiste en una errata que cambia la correcta forma tondenti
por el acaso más redondo tondendi, sin justificación alguna. El conocimiento de latín
de Machado era precario, a pesar de lo cual sintió siempre una sana admiración por
Virgilio. Así lo vemos en su cuaderno de Los complementarios, que se abre con esa
misma referencia a la edad tardía (ya con la errata de la forma tondendi) tomada de
la primera bucólica, y donde unas páginas más adelante nos ofrece un precioso elogio
de la figura y la obra de Virgilio.

El caso de Borges supone la lectura más elaborada de las tres. Borges aprende,
seguramente de memoria, la primera bucólica en Ginebra, durante su adolescencia.
Desde allí se pueden contemplar los mismos Alpes que se describen al final del poema
virgiliano. Borges se fija en la mágica polisemia del adjetivo lentus (lentus in umbra),
que en latín significa “flexible”. Comienza así uno de los grandes procesos de la
poética borgiana, que llega hasta el “Poema de los dones” (“lento en mi sombra”).
La lectura de la primera bucólica acompañó a Borges a lo largo de toda su vida,
desde las obras juveniles como Fervor de Buenos Aires hasta Los conjurados. Como
ocurre en Eça de Queiroz, Virgilio se convierte en símbolo del latín aprendido
durante la adolescencia, en pura nostalgia.

Ernst Robert Curtius decía que pocas composiciones latinas marcan, como la
primera bucólica de Virgilio, una cadena ininterrumpida que discurre desde el primer
siglo del Imperio hasta la época de Goethe. Con modestia, me atrevo a añadir que
esta cadena puede ampliarse, con eslabones dorados, hasta el mismo Borges.

Otra cuestión interesante, habida cuenta de la intensidad de las lecturas aquí


estudiadas, es cuánto pueden enseñarnos tales lecturas modernas acerca de los
aspectos clave de la bucólica. Como he señalado, cada autor incide en algo concreto
de manera específica, en aspectos que, acaso, el lector (o estudiante desprevenido)
apenas ha alcanzado a ver. Estos modernos lectores logran que asuntos escondidos en
los versos de Virgilio se conviertan en palabras esenciales.

Podéis leer el artículo sobre Eça de Queiroz en el enlace


siguiente: http://revistaseletronicas.pucrs.br/teo/ojs/index.php/iberoamericana/articl
e/download/16224/12645
Sobre Machado, disponéis de una primera noticia del trabajo (resumen, palabras
clave…) en esta dirección: http://bulletinhispanique.revues.org/3871

Para Borges, si tenéis suerte, aún podéis conseguir alguna copia gratuita del trabajo
en este enlace: http://www.tandfonline.com/doi/abs/10.1080/14753820.2014.985078

PROPERCIO y MARCEL PROUST: el amor como locura

La literatura, más allá de la pedantería, es una magistra vitae y los ecos


metaliterarios se vuelven, más bien, ecos de esa enseñanza fundamental. En su
ensayo Sobre la lectura hace Proust una abierta crítica a aquellos autores que sólo
utilizan lo que leen para hacer copiosas citas de autores. Pero la relación entre la
literatura y la vida puede tener unas características más complejas que superen la
esperable oposición entre erudición y vida. De igual forma que la literatura es un eco
de la vida, la vida, inversamente, puede convertirse en eco de la literatura, una
manera de convertir la vida misma en trascendente obra de arte. Es por ello por lo
que las historias de amor narradas por Propercio y Proust contienen relevantes ecos
metaliterarios. Vemos cómo en Propercio su amada Cintia conlleva a veces el eco
intertextual de la famosa amada de Catulo: Lesbia (Prop. 1,4); por su parte,
Albertine conlleva el eco intratextual de Odette (“como le ocurrió a Odette con
Swam -La fugitiva, p. 13-). En este sentido, no podían, ni Propercio ni Proust, dejar
de hacerse eco de la mítica Helena de Troya. Propercio lo hace en la elegía 2,3, donde
celebra la belleza de su amada, que es de origen divino:

Si me acuerdo, ella suele criticar a las muchachas ligeras

Y desaprueba toda la Ilíada a causa de Helena. (Prop. 2,1,49-50)

Tiempo ha me admiraba de que, junto a las murallas de Pérgamo,

una muchacha fuera la causa de una guerra tan grande entre


Europa y Asia:

ahora mi opinión es que fuiste sabio, Paris, y tú también Menelao,

tú porque reclamabas; tú porque eras moroso.

Por cierto su rostro era digno inclusive de que Aquiles muriera por él;

o de que Príamo lo haya aprobado como causa de guerra. (Prop.


2,3,33-38)
Proust recurre a la comparación de Albertine con Helena para mostrar el contraste
de impresión que confiere la amada según la vea el enamorado o una persona ajena:

En fin, Albertina no era, como una piedra a cuyo alrededor ha nevado, más que el
centro generador de una inmensa construcción que pasaba por el plano de mi
corazón. Roberto, para quien era invisible toda esta estratificación de sensaciones,
sólo captaba un residuo que, en cambio, no veía yo, porque ella me lo impedía. Lo
que desconcertó a Roberto al ver la fotografía de Albertina no era el pasmo de los
viejos troyanos diciendo al ver pasar a Helena:

Notre mal ne vaut pas un seul de ses regards,

sino el asombro exactamente inverso y que hace decir: “¡Y por esto tanta bilis, tanta
pena, tantas locuras!” Hay que confesar que este tipo de reacción al ver a la persona
que ha causado los sufrimientos, destrozado la vida a veces, a veces causado la
muerte de una persona querida es infinitamente más frecuente que la de los viejos
troyanos, y en una palabra, la reacción habitual.” (La fugitiva, pp. 29-30)

No debe perderse de vista la cita de un verso tomado, precisamente, de los Sonetos


para Helena de Pierre de Ronsard, en concreto el soneto 66 del libro segundo:

No es motivo de pasmo, los ancianos decían

en los muros de Troya, viendo a Helena pasar,

que por esta beldad tantos males suframos,

nada puede medirse con la luz de sus ojos.

Sin embargo, es mejor para no airar a Marte

devolverla a su esposo, y que así se la lleve,

que ver ríos de sangre empapando esta tierra,

nuestro puerto perdido y asaltados los muros.

Ay, ancianos, no es justo que los faltos de fuerzas

den tan malos consejos enervando a los jóvenes.

Todos, viejos y mozos, juntamente debierais


arriesgar por Helena cuerpos, bienes, ciudades.

Bien obraron los dos, Paris y Menelao,

conservándola el uno y exigiéndola el otro.

Es muy significativo observar cómo los dos últimos versos del soneto de Ronsard
están inspirados precisamente en los versos 35-36 de la elegía citada de Propercio. He
aquí un puente invisible entre Propercio y Proust a través de un digno intermediario:
el poeta de los Sonetos para Helena. Gracias a tales intermediarios, Propercio va
adquiriendo nuevos valores dentro de la literatura moderna y se gana el calificativo,
junto a Catulo, de poeta moderno.

EL CICLO ELEGIACO. Vamos a establecer cinco grandes aspectos del ciclo


elegíaco, en atención, sobre todo, a los desarrollos más recurrentes y extensos que
pueden encontrarse tanto en Propercio como en Proust:

1. Amor como esclavitud; viaje y lugares peligrosos para la tentación

2. Custos ornati: el vestido de Cos y la “robe de Fortuny”

3. Custos amoris: la amada dormida, lamento ante la puerta

4. Celos y preguntas del amante, despecho

5. Aparición de la amada tras la muerte

Conviene comentar brevemente cada uno de estos aspectos, cotejando lo que de


común y, sobre todo, de diferente, tienen las respectivas aproximaciones:

1. Amor como esclavitud; viaje y lugares peligrosos para la tentación. Es habitual en


la elegía que el amor sea concebido y vivido como una forma de esclavitud, ante la
pérdida de la libertad:

¿Por qué no toleras que yo pase lo que me resta de vida

en esta acostumbrada esclavitud? (Prop. 1,4,3-4)


Entonces aprenderás a soportar la cruel servidumbre de mi amada

(Prop. 1,5, 19, también Prop. 1,15)

Estaba libre y pensaba vivir sin compartir mi lecho,

Mas Amor me engañó con esta paz fingida.

(Prop. 2,2,1-2 y también Prop. 2,26c)

Esta misma sensación de esclavitud es la que vuelve a aparecer en las reflexiones del
protagonista de la Recherche:

Entonces, convaleciente hambriento que saborea ya todos los manjares que no le


permiten todavía, me preguntaba si no malograría mi vida casándome con
Albertina, haciéndome asumir la obligación, demasiado pesada para mí, de
consagrarme a otro ser, obligándome a vivir ausente de mí mismo por su presencia
continua y privándome para siempre de los goces de la soledad. (La prisionera, p. 27)

La esclavitud conlleva, asimismo, el tema de la huida, que enfrenta al amor con


el viaje. Los varones renuncian a sus deseos de viajar a Oriente (Propercio) o
Venecia (Proust) para permanecer con sus respectivas amadas:

(...) mas me retienen las palabras de mi amada que se abraza a mí (Prop.


1,6,5)

Como se hace la víspera de una muerte prematura, hacía yo la cuenta de los placeres
de que me privaba el punto final puesto por Albertina a mi libertad. (La fugitiva, p.
180)

De suerte que, al levantar por última vez los ojos desde fuera a la ventana del cuarto
donde iba a estar al cabo de un momento, me pareció ver el luminoso enrejado que se
iba a cerrar sobre mí y cuyos inflexibles barrotes de oro había forjado yo mismo para
una eterna servidumbre. (La fugitiva, pp. 359-360)

En este sentido, Propercio prefiere permanecer en Roma para conquistar el amor de


Cintia (Prop. 1,12) y el protagonista de la Recherche se queda en París renunciando a
su anhelado viaje a Venecia:

Una vez casada, ya no le importará su independencia y nos estaremos los dos aquí,
tan felices. Claro que esto era renunciar a Venecia. Pero ¡qué pálidas, qué
indiferentes, qué muertas resultan las ciudades más deseadas –y, mucho más aún que
Venecia, la duquesa de Guermantes, el teatro- cuando estamos unidos a otros
corazón por una ligadura tan dolorosa que nos impide separarnos! (La fugitiva, p. 13)

Cabe diferenciar, a este respecto, la situación del varón con respecto a la de la mujer
amada. Mientras el varón se impone a sí mismo no salir de viaje, la amada vive este
hecho más bien como una imposición ajena, bien de carácter moral o como una
verdadera reclusión, consecuencia de la victoria de su amado sobre ella, lo que puede
significar que la amada huya y se libere:

Hemos vencido; ella no resistió mis insistentes ruegos.

Es lícito que la envidia ansiosa renuncia a sus falsos gozos:

Nuestra Cintia desistió de emprender nuevas rutas.

Soy su amado y a causa de mí, dice que Roma le es lo más querido

Y sin mí, afirma que no hay reinos dulces. (Prop. 1,8,28-33)

Pero decirle: “Toma nuestro barco, o el tren, y vete un mes a tal país que yo no
conozco, donde no sabré nada de lo que haces”, era cosa que me había tentado a
menudo por la idea de que, lejos de mí y por compasión, me preferiría y estaría
contenta al volver. (La fugitiva, p. 12)

Cuando, ¡oh dolor!, Saint-Loup me dijo también que en aquel salón había oído
cantar a voz en grito en una habitación contigua y que era Albertina quien cantaba,
comprendía con desesperación que Albertina, libre por fin de mí, era feliz. Había
reconquistado su libertad. (La fugitiva, p. 67)

Finalmente, tanto Propercio como el protagonista de la Recherche emprenderán


sendos viajes, símbolos de la liberación:

Llevadme a través de pueblos lejanos y a través de mares

Por donde ninguna mujer conozca mi camino. (Prop. 1,1,29-30)

Estoy obligado a marcharme a la docta Atenas

Para que un largo camino me libre de un tortuoso amor. (Prop.


3,21,1-2)

Propercio describe el arrepentimiento en alta mar por haber abandonado a su amada


(“Y por mi culpa, porque pude escapar a mi amada, / hablo ahora a solitarias
gaviotas...” Prop. 1,17, 1-2), o el recuerdo del viejo amor en un lugar remoto:

Estos sitios por cierto solitarios y silenciosos para el que se lamenta

y el bosque abandonado, los posee el soplo del Céfro.

Aquí es licito proferir sin recelo ocultos dolores,

si es que acaso las rocas solitarias pueden guardar el secreto.

(....)

Mas, seas como fueres, que las selvas me respondan “Cintia”

y que las rocas solitarias no estén privadas de tu nombre. (Prop.


1,18,1-4 y 31-32).

No deja de ser la misma sensación que tiene el protagonista de La recherche cuando


recuerda a Albertine, ya en Venecia, ante un cuadro de Carpaccio[1]:
Carpaccio, al que acabo de nombrar y que era el pintor al que, cuando yo no
trabajaba en San Marcos, más nos gustaba visitar, estuvo un día a punto de
reanimar mi amor por Albertina. Veía por primera vez El Patriarca de Grado
exorcizando a un poseso. Miraba el admirable cielo encarnado y violeta sobre el que se
destacaban esas altas chimeneas incrustadas cuya forma ensanchada, con la roja
expansión de los tulipanes, hace penar en tantas Venecias de Whistler. (...) En los
hombros de unos de los Compañeros de la Calza, que se distinguía por los bordados de
oro y de perlas que dibujan en la manga o en el cuello el emblema de la gozosa
hermandad a la que estaban afiliados, había reconocido la capa que Albertina tomó
para ir conmigo en coche descubierto a Versalles la tarde en la que yo estaba lejos de
pensar que apenas me separaban quince horas del momento en que iba a marcharse
de mi casa. (La fugitiva, pp. 254-255).

De igual forma que, como veremos más adelante, hay un vestido inicial para la
amada, también hay un “vestido final” con el que queda prendida su imagen en
nuestra conciencia, como también es posible verlo en la elegía 4,7 de Propercio,
precisamente la que describe la aparición de Cintia tras morir:

Tenía el mismo peinado con el que se había alejado,

los mismos ojos, su vestido quemado en un costado; (Prop. 4,7,7-8)

Los viajes se enmarcan, finalmente, dentro de una peculiar geografía establecida por
el amor y los celos, de manera que se establecen unos lugares peligrosos para la
tentación frente a otros lugares que resultan castos o seguros:

¿Acaso, Cintia, mientras descansas en medio de Bayas

donde se extiende la senda de las playas hercúleas

y al mismo tiempo que admiras, sujetos al reino de Tesproto,

los mares, vecinos a los nobles misenos,

la preocupación te embarga, ay, de pasar las noches recordándome? (Prop.


1,11,1-6)
¿Por qué acudes, Cintia, a las suertes dudosas de Preneste,

Por qué a los muros de Telégono de Eea?

¿Por qué de este modo tus carruajes te conducen a Tíbur, consagrado a


Hércules?

¿Por qué tantas veces la vía Apia te lleva a Lanuvio? (Prop. 2,32,1-
4)

Cintia, aunque contra mi voluntad partes de Roma,

Me alegro de que sin mí habites apartadas campiñas.

No habrá ningún seductor en los castos campos

Que con sus caricias te impida ser virtuosa; (Prop. 2,19,1-4)

Propercio identifica estos lugares con zonas de recreo, como Bayas, mientras que en
la Recherche tales emplazamientos, llamados genéricamente “Gomorra”, están por
todas partes:

A pesar de todo, para evitar que se preparara algo a espaldas mías, yo aconsejaba
renunciar aquel día a las Buttes-Chaumont e ir más bien a Saint-Cloud o a otro sitio.
(La prisionera, p. 19)

Si había de hacerlo, lo único que yo deseaba era poder elegir el momento, un


momento en que no me fuera demasiado penoso, y además una estación en la que ella
no pudiera ir a ninguno de los lugares donde yo imaginaba sus extravíos: ni a
Ámsterdam, ni a casa de Andrea, ni de mademoiselle Vinteuil. (La prisionera, p. 426)

Pero en todas partes la misma incertidumbre de lo que Albertina hacía, igual de


numerosas las posibilidades de que lo que hacía fuera malo, más difícil aún la
vigilancia, tanto que me volví con ella a París. En realidad, al dejar Balbec, había
creído dejar Gomorra, arrancar de Gomorra a Albertina; pero, ¡ay de mí!, Gomorra
estaba dispersa en los cuatro extremos del mundo. (La prisionera, p. 22)
2. Custos ornati: el vestido de Cos y la “robe de Fortuny”. El vestido de la amada
adquiere complejos valores simbólicos en cada uno de los autores estudiados, si bien
parten de presupuestos distintos. Si la estela de la comedia y el tópico de la belleza
sin adorno está tras los textos de Propercio, es Baudelaire y su exaltación de la
eternidad de lo efímero lo que está tras Proust[2]. De esta forma, mientras en la
literatura antigua se configura el tópico del adorno como artificio superficial,
Baudelaire subraya el valor atemporal de ese artificio. Pero el vestido, además de ser
un asunto en sí mismo, no está desconectado de otros temas ya vistos, como el de la
evocación de otros lugares y la renuncia al viaje:

Y fue precisamente la noche en que Albertina se puso por primera vez el vestido azul
y oro de Fortuny que, evocando Venecia, me hacía sentir más aún lo que sacrificaba
por Albertina sin que ésta me lo agradeciera en absoluto. No había visto nunca
Venecia, pero soñaba continuamente con Venecia, desde aquellas vacaciones de
Pascua que, niño aún, debía haber allí, y, más atrás aún, por los grabados de Tiziano
y las fotografía de Giotto que Swam me dio en Combray. El vestido de Fortuny que
Albertina llevaba aquella noche me parecía como la sombra tentadora de aquella
invisible Venecia. (La prisionera, p. 427)

Los vestidos que utilizan Cintia y Albertine guardan caracteres comunes, como el
hecho de tener nombres propios, vestido de Cos y vestido de Fortuny,
respectivamente. Ambos se convierten, además, en piezas fundamentales de la
historia amorosa, y hacen que el amante termine siendo un custos ornati, figura
sumamente ambigua que hace de él una suerte de árbitro de la moda. Es muy
significativo que Propercio hable del vestido de la amada desde la idea consciente del
viejo tópico de la belleza sin adorno:

¿De qué te sirve, mi vida, mostrarte con el cabello adornado

Y mover los tenues pliegues de un vestido de Cos? (Prop. 1,2,1-2)

La tradición literaria del vestido de la amada tiene para Proust sus antecedentes
inmediatos en la obra de Balzac:

De todos los vestidos o de todas las batas que llevaba madame de Guermantes, los
que parecían responder mejor a una intención determinada, tener un significado
especial, eran esos vestidos pintados por Fortuny según antiguos dibujos de Venecia.
¿Es su carácter histórico, es más bien el hecho de que cada uno es único lo que le da
un carácter tan especial que la actitud de la mujer que lo lleva esperándonos,
hablando con nosotros, toma una importancia excepcional, como si ese traje fuera el
resultado de una larga deliberación y como si esa conversación surgiera de la vida
corriente como una escena de novela? En las de Balzac se ven heroínas que visten a
propósito esta o la otra toilette el día en que tienen que recibir a este o al otro
visitante. Las toilettes de hoy no tienen tanto carácter, excepto los trajes de Fortuny.
(La prisionera, p. 32)

Cabe destacar, sobre todo, la relación que guarda el vestido con la primera imagen
que tenemos de la amada. Propercio hace explícito el motivo en la elegía que dedica
al cumpleaños de Cintia:

(…) después ponte el vestido con el que por vez primera cautivaste

los ojos de Propercio y no dejes libre de flores tu cabeza. (Prop.


3,10, 15-16)

Con este movimiento olvidado, el cuerpo que animó volvió a ser el de aquella
Albertina, ceremoniosa bajo un aire brusco, su novedad prístina, su atractivo de ser
desconocido y hasta su escenario. (La prisionera, p. 206)

El motivo del vestido con el que vimos por vez primera a la amada pasa por Petrarca
y Goethe[3], dos de los autores que revitalizan la tradición de Propercio, y adquiere
en Proust una suerte de posición cumbre cuando queda visto desde la propia
conciencia de una primera impresión:

Como el vestido con que vimos la primera vez a una mujer, me ayudarían a
encontrar de nuevo el amor que tenía entonces, la belleza a la que superpuse tantas
imágenes cada vez menos amadas, para poder recobrar la primera, yo que no soy el
yo que la vio y que debo ceder el sitio al yo que era entonces si ese yo evoca la cosa
que conoció y que mi yo de hoy no conoce.[4]

3. Custos amoris: la amada dormida, lamento ante la puerta. De gran complejidad es


la descripción de la amada cuando está dormida, que podemos encontrar en
Propercio ligada naturalmente a la figura mítica de Ariadna cuando queda tendida
sobre la arena de la playa:
Tal como quedó tendida, al alejarse la nave de Teseo

languideciente, la Gnosia, en las desiertas playas,

y tal como en su primer sueño la cefia Andrómeda

se tendió libre ya de las duras rocas,

y no menos cansada la bacante tras sus continuas danzas

se abandonó desfallecida en el herboso Apídano,

así me pareció Cintia respirar suave reposo

apoyando su cabeza en vacilantes manos

cuando yo arrastraba mis pasos ebrios por el abundante Baco

y los criados agitaban las teas en la tarda noche.

Aún no perdidos todos mis sentidos, intento acercármele

apoyándome suavemente en su oprimido lecho;

y aunque arrebatado por doble ardor me impulsaban

de aquí Amor, de allí Líber, dioses crueles ambos,

a acariciar su cuerpo colocando suavemente mi brazo bajo ella,

y a dar besos y luchas con dispuesta mano,

sin embargo no osaba turbar el reposo de mi amada

temiendo los enojos de su probada crueldad; (Prop. 1,3, 1-18)

La representación de Ariadna dormida en Naxos, abandonada por Teseo, así como la


de Ménades y ninfas vencidas por el sueño, es un tema propio del arte helenístico[5].
Catulo hace una de las más importantes aproximaciones al tema en su carmen 64. El
hecho de que sea Dionisio quien encuentra a Ariadna dormida y que se enamore de
ella ofrece, asimismo, un paradigma mitológico al amante cuando presencia el sueño
de su amada. En este caso, debemos considerar que estamos ante una literatura de
fuerte contenido iconográfico, presidida por las representaciones escultóricas de
Ariadna dormida.
En la segunda elegía donde Propercio trata del asunto de la amada dormida podemos
ver que el planteamiento ahora es distinto, pues no se trata del amante ebrio que
llega en medio de la noche, sino del amante celoso que acude a comprobar que su
amada duerme sola:

Era el alba y quise ver si ella descansaba sola

Y Cintia estaba sola en su lecho.

Me quedé atónito, nunca me pareció más hermosa,

Ni siquiera cuando se vistió con purpúrea túnica

E iba entonces a referir sus sueños a la casta Vesta

A fin de que ni a ella ni a mí fueran dañinos:

Tal me pareció recién liberada del sueño.

¡Ah, cuánto vale por sí misma la resplandeciente belleza! (Prop. 2,29b, 1-8)

En la elegía se desarrollan varios aspectos interesantes, como la de la belleza de la


amada dormida o su naturalidad al despertar, que no debemos perder de vista. La
amada dormida pasa a releerse a través del tiempo adquiriendo otros valores. De
hecho, cobra un importancia capital dentro de la estética prerrafaelita, como
podemos ver en pinturas tan importantes como “Flaming June”, de Frederic
Leighton[6]. Cabe también apreciar el desarrollo del tema en Paul Cesar Helleu, el
pintor y grabador amigo de Proust, famoso por sus retratos femeninos.

Tales presupuestos mitológicos, literarios e iconográficos pueden ayudarnos a


entender mejor las descripciones que hace Proust para describir el sueño de
Albertine. Observamos que, como en Propercio, en el texto siguiente de La
recherche aparece el asunto de la naturalidad de la durmiente:

Por otra parte, no era sólo el mar al atardecer lo que vivía para mí en Albertina, sino
a veces el mar dormido en la arena las noches de la luna. Porque a veces, cuando me
levantaba para ir a buscar un libro al despacho de mi padre, mi amiga, que me había
pedido permiso para echarse en la cama mientras tanto, estaba tan cansada por la
larga excursión de la mañana y de la tarde, al aire libre, que, aunque yo hubiera
pasado sólo un momento fuera de mi cuarto, al volver encontraba a Albertina
dormida y no la despertaba. Tendida cuan larga era, en una actitud de una
naturalidad que no se podía inventar, me parecía como un tallo florido que alguien
dejara allí; (…) (La prisionera, p. 73)

Cabría pensar, al igual que ocurre ante el cuadro de Leighton, hay una suerte de
mitología subliminar que si bien presenta los rasgos suficientes como para que
podamos pensar en una figura mítica como Ariadna. Por lo demás, los deseos
sexuales ante la amada dormida, que hemos encontrado en Propercio, se satisfacen
en la Recherche sin necesidad de que ésta se despierte, al tiempo que sus extremidades
se comparan con ramas inertes[7]:

A veces me hacía gustar un placer menos puro. Para ello no tenía necesidad de
ningún movimiento, extendía mi pierna contra la suya, como una rama que se deja
caer y a la que se imprime de cuando en cuando una ligera oscilación… (La
prisionera, p. 76 )

Y también asistimos al despertar de Albertine, la liberación del sueño, según


Propercio:

Pero a este placer de verla dormir, tan dulce como sentirla vivir, le ponía fin otro
placer: el de verla despertarse. Era, en un grado más profundo y más misterioso, el
placer mismo de que viviera en mi casa. (La prisionera, p. 77)

Cuando la amada es consciente de sus acciones durante la noche, y no un mero objeto


inerte, aparece uno de los motivos más propiamente elegíacos, el del lamento del
amado ante su puerta, o las ianuae querellae (Prop. 1,16), que representa ante todo el
impedimento y la frustración:

para que yo, mi vida, deje de quejarme de ti, a tu puerta (Prop. 1,8, 24)

Y no puedo descansar en las esquinas, mientras la luna está sedienta de amor,

Ni suplicarte a través de la rendija de tu puerta. (Prop. 2,17, 15-16)


El motivo, de una manera subliminar, pero reconocible tanto en la acción de quedar
apostado y de llorar, aparece también en el texto de la Recherche:

Volvía a apostarme ante su puerta, pero ya no se veía luz por la rendija. Albertina
había apagado, se había acostado, y yo seguía allí quieto, esperando no sé qué
oportunidad que no llegaba; y al cabo de mucho tiempo, muerto de frío, volvía a
meterme bajo las mantas y me pasaba llorando todo el resto de la noche. (La
prisionera, p. 119-120)

Otra manera de resistencia de la amada es la que muestra cuando niega a su amado


un beso:

Así se expresó y rechazando mis besos con su diestra

Se irguió introduciendo su pie en la delicada sandalia.

De este modo yo, custodio de un amor tan caso, fui rechazado:

Desde entonces no tuve ninguna noche feliz. (Prop. 2, 29b, 17-20)

En La recherche no podía faltar tampoco este motivo, si bien aquí se vuelve más
complejo cuando recordamos que esta negación de Albertine es un eco de otros besos
también negados en la primera parte de la obra:

(…) el miedo pánico que tuve la noche en que Albertina no quiso besarme, la noche
en que oí el ruido de la ventana, aquel miedo no era razonable. (La fugitiva, pp. 13-
14)

4. Celos y preguntas del amante, despecho. Propercio y Proust son dos de los grandes
autores de la literatura universal que mejor han descrito el sentimiento enfermizo de
los celos. El juego entre la verdad y el autoengaño, o la insatisfacción a la hora de
informarse sobre lo que ha hecho la amada, presiden buena parte de las actividades
de nuestros personajes, en especial cuando preguntan a terceros:

Y fatiga al criado preguntándole nuevamente lo que oyó,


Aquel a quien los hados ordenan preguntar lo que teme saber.
(Prop. 2,22b, 7-8)

Dime, Lígdamo, qué verdades piensas acerca de mi amada

Y así siéntete libre del yugo de mi dueña.

¿No me engañas viéndome henchido de falsa alegría,

al referirme cosas que estimas que yo querría creer? (Prop. 3,6, 1-4)

Da la impresión de que Proust explica estos versos en el texto siguiente:

Uno se aviene a aquel engaño con tal de que se lo digan, otro con tal de que se lo
oculten, sin que ninguno de ellos sea más absurdo que el otro, puesto que, si el
segundo resulta más verdaderamente engañado desde el momento en que le ocultan
la verdad, el primero reclama en esta verdad el alimento, la ampliación, la
renovación de sus sufrimientos. (La prisionera, p. 29)

No duda Proust en comparar los suplicios de los celos con algunas de las tareas
inacabables que encontramos en la mitología:

Los celos, que tienen una venda en los ojos, no sólo son impotentes para ver nada en
las tinieblas que los rodean, son también uno de esos suplicios en los que hay que
recomenzar siempre la tarea, como la de las Danaides, como la de Ixión. (La
prisionera, p. 161)

Son mitos que inevitablemente aparecen también en Propercio:

Sísifo, descansa de tu roca; se silencien las ruedas de Ixión;

déjate atrapar, engañosa agua de Tántalo;

y que hoy el cruel Cerbero no ataque a ninguna sombra


y su cadena repose floja en el cerrojo callado.

Yo misma me defenderé: si miento, que el suplicio de las Danaides,

el cántaro funesto, pese sobre mis hombros. (Prop. 4,11,23-28)

Tras tantos desvelos y sinsabores, cuando se termina la pasión queda ver a la amada
con ojos serenos, y es entonces cuando llega el despecho:

Falsa es, mujer, esa confianza en tu belleza,

Demasiado ensoberbecida antaño por mis ojos.

Mi amor, Cintia, te prodigó tales alabanzas,

Que ahora me avergüenza que seas famosa por mis versos.

Muchas veces te hablé matizada por cambiante hermosura,

Puesto que mi amor consideraba que eras lo que no eras; (Prop.


3,24,1-6 )

Este final del amor, que viene acompañado por sentimientos despectivos hacia la
amada (Prop. 3,25), es el que también encontramos al final de las dos grandes
historias de amor de La recherche, la de Swam y Odette, y la del protagonista de la
obra y Albertine.

5. Aparición de la amada tras la muerte. Sorprende cómo, tras el final abrupto de un


intenso ciclo amoroso, y una vez desaparecida la amada para siempre, ésta
reaparezca como una sombra. Se trata de la famosa elegía de la sombra de Cintia:

Algo resta de las almas: la muerte no acaba todas las cosas

Y la pálida sombra huye de las piras vencidas.

Así me pareció Cintia inclinarse al pie de mi lecho,

Un murmullo de la sepultada poco ha a la vera del camino,


Cuando el sueño me tenía pendiente del entierro de mi amor

Y me lamentaba de los fríos reinos de mi lecho. (Prop. 4,7, 1-6)

En Propercio las muertas toman la palabra, como Cintia en la elegía ya citada o


Cornelia cuando consuela a su marido Paulo (Prop. 3,11). El tema de la amada
muerta se enriquece con nuevas lecturas desde el siglo XVIII, pues el desarrollo del
relato gótico, con su estética de lo sublime, confiere a estos episodios la aureola de
lo fantástico y sobrenatural[8]. Proust sabe de tales tradiciones antiguas y
modernas, pero su planteamiento va a ser coherente con el asunto de la conciencia y
el recuerdo de la amada tras morir. La huida de Albertine, ya al comienzo de La
fugitiva, era una premonición de esa partida irreversible:

“¡Mademoiselle Albertina se ha marchado!” ¡Qué lejos va el dolor en psicología! Más


lejos que la psicología misma. (La fugitiva, p. 9)

Una vez muerta, Albertine pasa a ser parte de la conciencia del amado, y es de esa
manera como resucita en él:

Para que la muerte de Albertina hubiera podido suprimir mis sufrimientos, habría
sido preciso que el choque la matara no sólo en Turena, sino en mí. En mí nunca
estuvo tan viva. (La fugitiva, p. 73)

La aparición de Albertine se explica, pues, como un fenómeno de la propia conciencia


de la amada, del recuerdo que queda de ella:

¿Cómo se me apareció muerta, cuando ahora, para pensar en ella, sólo tenía a mi
disposición las mismas imágenes que veía, una u otra, cuando estaba viva? (La
fugitiva, p. 84)

Como sólo pensando en ella la resucitaba (…) (La fugitiva, p. 86)


En Propercio, Cintia, ya fallecida, intercambia sus faltas con Propercio y aparece
como modelo de fidelidad, hecho que puede entenderse mejor si comprendemos que
ahora ella es parte del poeta, de su recuerdo. Cabe pensar en cómo nos ayuda Proust,
paradójicamente, a entender mejor la elegía 4,7 de Propercio. En realidad, si ambos
autores, Proust y Propercio, se proyectan en sus amadas (La fugitiva, p. 92), cabe
releer también la aparición de Cintia como un acto de conciencia. Todos estos
aspectos comunes nos invitan a establecer, como comparatistas, una relación entre
Propercio y Proust. Lo más complejo o discutible es, en todo caso, determinar la
naturaleza de esta relación dentro de una compleja tradición literaria y cultural
donde los viejos motivos se reelaboran al calor de las estéticas de la modernidad.
Asimismo, cabe pensar si en la propia literatura se ha establecido ya alguna relación
entre ambos autores. Una obra publicada en 1928 es capaz de darnos algunas claves
a este respecto.

[1] Véase “IL MANTELLO DI ALBERTINE”


en http://www.marcelproust.it/proust/carpac2.htm consultado el 19 de marzo de
2009.

[2] Francisco García Jurado, “El vestido femenino como motivo elegíaco en
Propercio y el Corpus Tibullianum”, CFC (Lat.) 20, 2001, p. 96.

[3] García Jurado, “El vestido femenino...”, pp. 94-95.

[4] Marcel Proust, En busca del tiempo perdido 7. El tiempo recobrado. Traductora:
Consuelo Bergés, Madrid, Alianza Editorial, 1985, p. 236.

[5] Cf. Stephan F. Schröder, Museo Nacional del Prado. Católogo de la Escultura
Clásica. Volumen II. Escultura mitológica, Madrid, Museo del Prado, 2004, p. 395.

[6] Richard Aste et alii, La bella durmiente. Pintura victoriana del Museo de
Arte de Ponce, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2009, p. 54: “El tema de la
somnolencia, especialmente cuando se expresa con figuras femennas dormidas, fue
un importante leitmotiv en la pintura inglesa de finales del siglo XIX alineada con el
Esteticismo, y estaba cargado de alusiones a la muerte, al inconsciente y a un sentido
de alejamiento de la experiencia temporal.”

[7] Cabría pensar en el episodio de Apolo y Dafne.

[8] Precisamente, Ana González-Rivas Fernández ha estudiado la tradición clásica


de las amadas moribundas en la obra de Edgar Allan Poe en su trabajo titulado “La
marquesa Afrodita y Ligeia: la belleza clásica de la amada moribunda” (en prensa).

SAFO, ARQUÍLOCO, CATULO Y PÍNDARO


Vamos a terminar el tema de la poesía lírica con cuatro grandes poetas que veremos
desde sendos autores modernos: la poesía de Safo, vista a partir de una pequeña
composición del poeta Ezra Pound; la poesía de Arquíloco, vista desde la prosa de
Fernando Savater, la poesía de Catulo vista desde la inesperada obra poética y
traducción catuliana de Bernardo Clariana, y la poesía de Píndaro vista desde Juan
Antonio González Iglesias. Se trata de cuatro miradas lúcidas que inciden en
aspectos singulares: la estética del fragmento (Safo), la evolución social desde los
valores épicos (Arquíloco), la relación entre poesía y biografía (Catulo), o la
actualización y deslocalización de un antiguo poeta (Píndaro). Asimismo,
incidiremos en un aspecto inquietante, como es el de la sutil relación entre modernas
vanguardias y la antigüedad.

El poeta Ezra Pound compuso uno de los poemas más breves y famosos a propósito
de Safo. Se titula, “Papyrus” y es como sigue:

Spring . . . . . . .

Too long . . . . . .

Gongula . . . . . .

El poema incide en un aspecto clave de la estética moderna, como es la condición de


ser fragmento más allá de su condición accidental. Este "fragmento" se ha creado de
manera intencionada, y es ese propio carácter parcial el que le confiere su carta de
naturaleza. Asimismo, el sucinto contenido del poema recuerda, por su porpia
temática, a un haiku, algo que plantea la sutil relación entre oriente y occidente.

Por lo demás, la referencia a Gongula, una de las jóvenes amigas y compañeras de


Safo, ocupa en este poema una posición clave, ya sea por lo que el nombre propio
evoca, ya por las resonancias fonéticas que mantiene en inglés tanto con “long” como
con “spring”. En un artículo publicado en 2009 por María José Barrios Castro hubo
ocasión de plantear el uso de la estética del fragmento con la brevedad de los haikus.
Pero ¿cómo podía relacionar un lector este nombre propio con Safo, más allá del
exquisito círculo de los helenistas? De igual manera que hay una literatura que
describe lo escrito, las artes plásticas pueden reflejar, literalmente, la literatura. Un
lector de este poema bien podía ser al mismo tiempo un espectador de Alma Tadema,
de manera que no sería raro que conociera su cuadro titulado, precisamente, “Safo y
Alceo”:
En este cuadro nos encontramos con una mujer morena, Safo, que escucha
atentamente al poeta Alceo. Junto a ella, una joven, inspirada en una kore griega,
representa, con las flores que la adornan, la juventud y la primavera. Lo más
sorprendente es la inscripción que puede leerse tras la cabeza de la joven:
GONGULA. Alma Tadema sabía muy bien que Safo se había referido a aquella
joven, al menos en dos de sus poemas. De esta forma, Safo, Alma Tadema y Ezra
Pound quedaban ligados gracias a un diálogo entre literatura antigua, pintura y
literatura moderna.

Hay un delicioso ensayo de Fernando Savater, titulado “El escudo de Arquíloco”,


que nos permitirá leer uno de los epigramas clave del poeta griego nacido en Paros.
La prosa supone una actualización de una viejo tema siempre vigente, como es el de
la relación de un individuo con los valores más asentados de su sociedad. La
transgresión o el cuestionamiento de un valor "incuestionable", cuando es fruto de
una reflexión consciente, supone un cambio en el orden de las ideas compartidas.
Este es el caso notable de lo que nos cuenta el poeta Arquíloco cuando nos relata
cómo abandonó, frente a lo que harían los héroes épicos, su escudo, a fin de huir con
más rapidez del enemigo. La supuesta desonra se compensa con la posibilidad de
conservar la vida, acaso el valor supremo:

El escudo de Arquíloco

FERNANDO SAVATER

25 MAY 1995

El momento más elevado desde el punto de vista civilizatorio de cualquier cultura es


cuando un individuo transgrede alguna de las pautas sagradas de su grupo sin agobio
culpabilizador, en cogiéndose de hombros. Rompe con la norma, pero no rompe con
el grupo: aunque sabe que colectivamente será condenado, apela a la complicidad dé
cada uno de los demás miembros y pide su veredicto individual, como un guiño de
simpatía. A partir del momento en que tal guiño se da y el transgresor permanece en
la colectividad, oficialmente reprobado pero ha biéndose ganado algunos amigos, la
cultura del grupo sube un escalón y se abre varios palmos. Aumenta el énfasis
personal de la vida humana, frente a su unánime realización gregaria. Así ocurre
cuando el poeta griego Arquíloco (siglo VII antes de JC) se atreve a contar en verso
yámbico cómo escapó en una batalla, arrojando su escudo para huir mejor. Para un
griego de aquella época no había nada más deshonroso que ser tachado de cobarde
con un término que significaba precisamente "el que ha tirado su escudo". Pero
Arquíloco se muestra muy contento de haber salvado el pellejo en ese trance bélico y
aún se permite bromear con desenfado: "En cuanto al dichoso escudo, no me
preocupo demasiado por él. Estando vivo, siempre podré comprarme otro...".La
objeción de conciencia contra el servicio militar obligatório y la insumisión ante la
prestación sustitutoria son actualmente en nuéstro país -y en otros- formas de
disidencia civil que heredan en párte algo del desplante de Arquíloco. La obligación
universal de cumplir servicio de armas es el pilar de una concepción belicista de la
nación, según la cual el ciudadano necesita empuñar al menos una vez en la vida el
fúsil para serlo del todo porque la comunidad nacional sólo se siente de veras cuando
se está dispuesto frente a otros a matar o a morir por ella, Es la amenaza del enemigo
y la decisión común de plantarle cara lo que vincula entre sí realmente a los socios,
que de otro modo -como advirtió Hegel- corren el peligro de disgregarse en la
individualidad egoísta de sus vidas particulares. Lo que vertebra a la nación según
esta perspectiva es precisamente el Ejército, o más bien la posibilidad de convertir la
comunidad entera en Ejército. El reciente reconocimiento legal de la objeción de
conciencia suaviza un tanto este comunitarismo belicoso pero a fin de cuentas lo
mantiene, al exigir otro tipo de servicio social -a menudo de mayor duración que el
militar- a modo de rescate para librárse de la práctica armada. Quienes también se
rehúsan a esta obligación protestan con su desobediencia contra semejante visión de
lo nacional (que ha provocado demasiadas matanzas en nuestro siglo) y obviamente
proponen otra, según la cual los ciudadanos están vinculados entre sí por los lazos
civiles de las leyes que garantizán sus derechos y el trabajo compartido que asegura
la prosperidad común. En un país como el nuestro, que ha padecido no hace tanto
una terrible guerra interna a partir de una sublevación militar y la subsiguiente larga
dictadura de un general, esta rebeldía pacífica está sobradamente justificada y desde
luego no merece ser castigada con la cárcel. [...]

Catulo, finalmente, nos permite leer una vida imaginaria de Marcel Schwob (“Clodia,
matrona impúdica”) y la curiosa traducción biográfica que de sus poemas llevó a
cabo el profesor y poeta Bernardo Clariana (recientemente estudiado por Carlos
Mariscal de Gante).

La tradición literaria ha adoptado en el siglo xx una amplia variedad de formas,


dentro de las cuales nuestro artículo indaga en las relaciones complejas que el poema
«A una palmera» de Bernardo Clariana –latinista y poeta español exiliado- tiene con
la tradición grecolatina, concretamente con el poema 66 de Catulo, y con la tradición
propiamente española, la Fábula de Polifemo y Galatea de Luis de Góngora. A partir
de estas dos relaciones Clariana compone un poema, conformado fundamentalmente
por tres metáforas de origen gongorino, en la convención estética de recuperación de
Góngora por parte de la generación de la que, en buena parte, es heredero Clariana,
la llamada Generación del 27, unida aquí a la lectura de Catulo, tan caro a Clariana,
habida cuenta de las dos traducciones parciales de la obra del poeta latino que
emprendió.

A una palmera

De Berenice no, mas sí marina

Constelada en el aire cabellera

Que al viento en la mitad de su carrera

Hacíale peinar si se reclina.

Verde el cabello ninfa submarina

Se agita desde el pie de la palmera

En el mar o en el cielo danzadera

Que un gris temblor el tronco le domina.

Sonoros peines, brisas y ciclones

Hebra a hebra la besa, la violentan

Hasta ondular su cuerpo estremecido.

Mientras ella soñando está tritones,

Pececillos nadando que la tientan

Por sus muslos o pelo desceñido

En estos versos, Clariana retoma, al inicio, la historia de la cabellera de Berenice, la


reina de Egipto, mujer del rey Ptolomeo III Evergetés. Según la tradición, al partir
el rey a la guerra en Siria en torno al 247 a.C, Berenice prometió que se cortaría un
rizo de la cabellera si su esposo volvía con vida de la guerra. Al suceder esto, ella
depositó, como había prometido, un rizo en un templo de Alejandría. Sin embargo,
éste desapareció y ella se preocupó en demasía por si pudiera utilizarse para algún
tipo de ritual contra ella. Conón, astrólogo de la corte, se apresuró a tranquilizarla
mostrándole una nueva constelación que había detectado en el cielo y que era, según
él, su propia cabellera catasterizada.

Bibliografía
María José Barrios Castro, "Un fragmento fictico de Safo en Ezra Pound"

Carlos Mariscal de Gante, "El soneto «A una palmera» de Bernardo Clariana.

Entre Catulo y Góngora"

PÍNDARO y las Olímpicas de González Iglesias

La línea de investigación que venimos formulando como “Literaturas antiguas y


estéticas de la modernidad” (LAEM) tiene como propósito considerar, dentro del
marco de los estudios de Recepción clásica, un aspecto clave a la hora de definir las
relecturas de los antiguos en un nuevo contexto cultural: las implicaciones específicas
que las modernas estéticas tienen en tales relecturas. Si bien el clasicismo ha sido la
estética por excelencia para la apreciación de la literatura y el arte antiguos, no por
ello cabe desdeñar otras formas de expresión acaso menos esperables, pero
igualmente válidas y estimulantes. En este sentido, la ambivalente relación que el
arte romántico establece en general con lo antiguo, buscando sus periferias góticas, o
la mantenida por las vanguardias de comienzos del siglo XX (ese tímpano griego que
se encierra en el Guernica de Picasso), sin olvidar tampoco la lábil y abigarrada
posmodernidad (la exaltada lágrima de Narciso en la pintura de Pérez Villalta), son
aspectos que, además, nos muestran cómo cada época reinterpreta desde sus claves
ideológicas las manifestaciones de tiempos pretéritos. No debemos olvidar que
cuando hablamos, acaso intuitivamente, acerca de la “modernidad” de tal o cual
autor clásico estamos considerándolo desde nuestras propias categorías estéticas. Tal
planteamiento nos brinda unas claves hermenéuticas realmente útiles para poder
apreciar cómo la modernidad recrea e incluso reinventa el pasado. La múltiple
recepción de lo antiguo desde diversas estéticas se convierte, de esta forma, en la
clave interpretativa de nuestro estudio.

Los orígenes teóricos para entender qué es la recepción están en las aportaciones de
la Escuela de Costanza, particularmente en la llamada “estética de la recepción” de
Hans Robert Jauss:

“La calidad de una historia de la literatura fundada en la estética de la recepción


dependerá del grado en que sea capaz de tomar parte activa en la continua
totalización
del pasado por medio de la experiencia estética.”

(Hans Robert Jauss, La historia de la literatura como provocación, Barcelona,


2000, p. 160)
Paradójicamente, la recepción clásica encuentra su principal objeto de estudio en la
propia obra moderna, a partir de su compleja lectura de los autores grecolatinos. En
este sentido, el estudio de la recepción conforma hoy día un paradigma
independiente con respecto a los estudios de tradición clásica, más centrada en la
obra antigua, que es considerada tradicionalmente como “fuente” (cándida
“metáfora hidráulica”, al decir de Pedro Salinas). El planteamiento de la recepción
clásica ha sido especialmente fecundo en el mundo académico anglosajón, de manera
que ya contamos con libros y revistas específicas, como el Classical receptions
Journal, que se publica en la Universidad de Oxford. Por nuestra parte, queremos
analizar tres aspectos fundamentales relativos a la recepción:

1. La lectura estética
2. La desjerarquización de las relaciones literarias
3. La naturaleza de lo clásico: materia y forma

Pasamos ahora a desarrollar brevemente cada uno de estos aspectos:

1. La lectura estética. Con respecto a la Antigüedad, los siglos XVIII y XIX crearon
un tipo de lectura distanciada que pretendía situar a los autores en su propia
circunstancia vital. Se trata de la lectura histórica, que dio comienzo, a su vez, a la
moderna historia literaria. Este tipo de lectura histórica tuvo evidentes efectos
positivos, pero también afectó a algunos autores antiguos de manera negativa. Es el
caso de Virgilio, poeta que, como el propio Borges afirma, se vio perjudicado (frente
a Homero) por tal modalidad de lectura:

“Diecisiete siglos duró en Europa la primacía de Virgilio; el


movimiento romántico lo negó y casi lo borró. Ahora lo
perjudica nuestra costumbre de leer los libros en función
de la historia, no de la estética.”
(Jorge Luis Borges, “Prólogo” a la Eneida, en Biblioteca Personal)
A comienzos del siglo XX, Benedetto Croce reivindicó regresar a la lectura estética
de la literatura y fundó la llamada “estética de la expresión”. Es significativa, a este
respecto, la peculiar consideración que la hipálage virgiliana (“iban oscuros por entre
las sombras solitarias”) adquiere, leída literalmente, como imagen visionaria, más
allá de cualquier figura retórica. El poeta Giosuè Carducci casi igualó a Virgilio al
hablar del “silencio verde de los campos”. La lectura estética implica, además, la
reformulación del canon literario en función no tanto de la historia como de la
belleza. La lectura se convierte, por tanto, en una labor creativa, al tiempo que
hedonista. El cuento “Pierre Menard, autor del Quijote” nos ilustra a la perfección
acerca de este carácter dinámico y creador que tiene la lectura. En 2006 recurrimos al
personaje de Menard para imaginar a Borges como “autor de La Eneida”. En
términos borgianos, la recepción literaria busca o crea sus propios precursores, por lo
que desarrollaría una perspectiva complementaria, pero distinta, con respecto a la
tradición clásica. Si la tradición es lo que se lega a la posteridad, la recepción se
proyecta desde el presente hacia el pasado, reimagina la tradición.

2. La desjerarquización. Los modernos teóricos de la recurren al término


“democratización” cuando hablan acerca de literatura, rompiendo así con una idea
secularmente jerárquica de los cánones. Cuando Gelio acudió a la metáfora social de
los “clásicos” para hablar acerca de los mejores autores latinos, pensó en la primera
clase de ciudadanos romanos durante los tiempos del rey etrusco Servio Tulio. El
autor “clásico” se opondría, de esta forma, al “proletario”, en lo que no dejaba de ser
una declarara visión piramidal de los autores. El mundo moderno ha evolucionado,
al menos desde los presupuestos de la corrección política, a unos ideales de equidad
social que convierten tal visión de la literatura en inapropiada. En cualquier caso,
uno de los dogmas de la recepción consiste en plantear una posición no jerárquica
entre el autor antiguo y el moderno que también puede plasmarse en la propia
desjerarquización de los autores antiguos. De esta forma, Italo Calvino nos ofrece en
su recopilación de ensayos titulada Por qué leer los clásicos una idea claramente
desjerarquizada y posmoderna del canon literario, cuando menos en lo que a los
autores grecolatinos concierne: la Odisea frente a la Ilíada, Jenofonte frente a
Tucídides, Ovidio frente a Virgilio y Plinio el Viejo frente a Cicerón.

3. La naturaleza de lo clásico: materia y forma. Hardwick y Stray definen las


“recepciones” como las maneras en que la materia griega y romana ha sido
transmitida, traducida, extractada, interpretada, reescrita, reimaginada y
representada. La dualidad aristótelica entre “materia” y “forma” nos permite
analizar el fenómeno de la recepción desde tal perspectiva. Si analizamos lo
grecolatino como “materia”, es posible entender las nuevas “formas” que tal materia
adquiere en contextos lejanos en el tiempo y el espacio. Esta circunstancia ha dado
lugar a que ciertos géneros, como el teatro o la poesía lírica, acaparen en este
momento un especial interés debido a su ductilidad a la hora de cobrar formas
diferentes. Cabe preguntarse, no obstante, qué sigue siendo reconocible de una obra
antigua dentro del nuevo contexto de una obra moderna para que podamos hablar
en términos efectivos de recepción y no de meras coincidencias temáticas o formales.
En principio, deben quedar huellas temáticas o incluso textuales que permitan, al
menos a un lector avisado, este reconocimiento de la obra antigua a partir de la
moderna.

El caso del poeta González Iglesias ante el fenómeno de la recepción es


paradigmático. Nos centramos tan sólo en una de sus obras, las Olímpicas (2005),
para tratar de dar cuenta, por medio de esta creación singular, de las tres cuestiones
propuestas. González Iglesias partiría, en principio, de una lectura clave, las
propias Olímpicas de Píndaro, y su nuevo libro de poemas sería, entre otras muchas
cosas, la plasmación de la lectura creativa que él hace de tal obra. Si recurrimos a los
tres criterios antes esbozados (lectura estética, desjerarquización y naturaleza de lo
clásico), cabe hacer las siguientes apreciaciones:

1. La lectura estética de Píndaro: una tradición moderna. La lectura que González


Iglesias lleva a cabo de la obra pindárica no está dentro de una convención, sino que
responde a un hecho de deliberada y consciente elección. Esta elección sigue las
claves estéticas de una lectura posmoderna, donde elementos tan dispares como las
referencias a Píndaro o Fray Luis conviven con una icónica y popular marca de
refrescos. Por paradójico que parezca, esta lectura de Píndaro pertenece a una
tradición moderna cuyos antecedentes podrían encontrarse en la lectura que Ezra
Pound hace de Homero o de Propercio a comienzos del siglo XX.

2. Desjerarquización: ¿Píndaro o González Iglesias? La obra de González Iglesias


alcanza un estado de obra independiente (y no ancilar) con respecto a la de Píndaro,
alcanzando así un plano de igualdad donde incluso la obra moderna puede servir
para que un lector termine llegando a la lectura del poeta griego. Desgraciadamente,
salvo para los especialistas, Píndaro ha pasado a ser un autor raro, prácticamente
desconocido, integrándose, por tanto, en una categoría, la de los raros, que tan
querida fue para los autores de finales del siglo XIX, como Rubén Darío. Este
carácter recóndito del poeta griego y el propio hecho de que González Iglesias lo
haya elegido deliberadamente confiere un profundo carácter original a la obra
moderna, pensada para cantar los juegos olímpicos celebrados en la ciudad de
Atlanta, tan lejana a la antigua Grecia.

3. La naturaleza del clásico: ¿Qué queda de Píndaro en estas nuevas Olímpicas?


Materialmente, queda lo que podemos considerar huellas de naturaleza intertextual.
El propio título de la obra de González Iglesias ya es, de por sí, todo un reclamo para
los lectores avisados, algo que se confirma al encontrar luego una cita clave del
propio Píndaro (Ἄριστον ὕδωρ) reproducida en su lengua original dentro del primer
verso del poema titulado Olímpica primera. Nadador. No se pretende tanto que un
posible lector sea capaz de comprender el sentido concreto de la cita, que incluso se
traduce en la segunda parte del verso, pero sí de que sea consciente de estar ante un
texto antiguo escrito en una lengua clásica (prevalece así el valor simbólico [véase
González Iglesias, Poética y poesía, Madrid, 2008, p. 29] sobre el meramente
lingüístico). Pero, en realidad, ¿es ahí donde Píndaro se encuentra realmente?
Podemos recordar, en este sentido, la sutil cuestión que Platón planteaba acerca de
los juicios analíticos cuando, al sumar uno más uno, se preguntaba donde estarían el
primer y el segundo “uno” dentro de ese nuevo número que ahora era el “dos”. Algo
similar ocurre con la naturaleza múltiple que adquiere la obra de Píndaro dentro de
la de González Iglesias. Las huellas materiales que antes hemos señalado no serían
más que indicios para entender que Píndaro ha revivido bajo la apariencia de nuevas
formas, primero la de la propia traducción de Fray Luis (“El agua es bien precioso
[…]”), situada inmediatamente bajo el título del poema, o incluso el comentario de
Luciano (“¿Qué es aquello que Píndaro dice en su alabanza? […]), que sigue a Fray
Luis, o, en un audaz clímax, el verso de Góngora que cierra este preludio de citas al
poema como tal (“Oro te muerden en tu freno duro”). Probablemente, la
deslocalización que supone el traslado de Píndaro desde la antigua Grecia a la nueva
Atlanta ya es toda una señal de este nuevo estado de cosas. Este Píndaro está
presente en la misma medida en que ya no es aquel Píndaro, primigenio y perdido
para siempre en las brumas del olvido. Su naturaleza depende ahora también de la
del nuevo poeta, de igual forma que la naturaleza de la obra de González Iglesias no
se entendería (cuando menos, para una lectura profunda) sin la de Píndaro. Píndaro
se ha diluido en un nuevo contexto, como un inconsistente azucarillo en un vaso de
agua fresca.

 Pessoa y HoracioArchivo

Tema 4. Poesía didáctica

La poesía didáctica, satírica, la fábula, epístola y preceptiva poética inicia un nuevo


tema que tiene como asunto en común unas formas de poesía alejadas ciertamente
del lirismo que hemos visto en el tema anterior. El verso, dentro de la literatura
antigua, está pensado para más usos que en la actualidad.

Acerca de la poesía didáctica (Hesíodo mediante) es imposible no hablar acerca de


las Geórgicas de Virgilio, que vamos a evocar a partir de una recreación del escritor
argentino Héctor Yánover y de un texto de Andrés Trapiello. La poesía satírica, en
especial la horaciana, nos va a acercar a nuevos conceptos, como el de la crítica
literaria dentro de la propia obra literaria o la polifonía en la literatura (concepto
bajtiniano donde los haya). Un texto de La vida nueva de Pedrito de Andía de Rafael
Sánchez Mazas (autor que supone nuestra pequeña dosis de incorrección política en
este curso) relativo al poeta Juvenal nos permitirá apreciar la recreación de este
género dentro de la moderna novela. Por su prte, la fábula encuentra su moderno
nombre propio en un escritor guatemalteco que pasó buena parte de su vida en
México: Augusto Monterroso, lector de Fedro y actualizador de su brevitas. No en
vano, Monterroso pasa por ser el autor del cuento más breve del mundo. Finalmente,
la preceptiva nos llevará al Arte poética de Horacio, quizá la obra fundamental para
la constitución de lo que hoy conocemos como Teoría de la literatura. Un cuento
fantástico de Juan José Arreola, “Parturient montes” nos conducirá hasta esta
composición horaciana y a los mismos límites de la Tradición clásica.

-Las Geórgicas de Virgilio

Las Geórgicas de Virgilio nos ofrecen un poema dedicado a las labores del campo. En
su ensayo titulado “Sobre los libros” (Ensayos 2,10) el humanista Michel de
Montaigne (1533-1592) considera las Geórgicas como la obra más perfecta de la
poesía, incluso por delante de la Eneida:

“Mas, siguiendo mi camino, siempre me ha parecido que, en poesía, Virgilio,


Lucrecio, Catulo y Horacio son los primeros, a mucha distancia de los demás: y en
particular Virgilio con sus Geórgicas, obra que considero la más lograda de la poesía;
y en comparación con la cual podemos percatarnos fácilmente de que hay
fragmentos de la Eneida que el autor habría bordado mejor, si hubiera tenido
posibilidad.” (Montaigne, 2003: 420)

Hoy día, este juicio de valor quizá pueda resultar sorprendente, si bien no deja de
reflejar la calidad de un poema que supone un magno proyecto, nada menos que toda
una obra compuesta en hexámetros y dedicada a los cuidados del campo. Dividida en
cuatro libros y con el precedente de la poesía del viejo poeta Hesíodo (s. VII a.C.),
las Geórgicas no deben dejar de sorprender a los lectores que se acercan a la obra de
Virgilio.

Hay que acudir a mi libro titulado El arte de leer (Madrid, Liceus, 2007 en la
dirección electrónica https://eprints.ucm.es/14607/) para leer el capítulo 6: "Virgilio.
Razones actuales para leer las Bucólicas y las Geórgicas". De manera especial, quiero
que leáis los textos de Héctor Yánover y de Andrés Trapiello. Mientras el primero de
los textos es una recreación libresca de las Geórgicas, el segundo nos ofrece una
semblanza de la obra.

-La sátira romana

El valor literario de la sátira y sus hallazgos. La critica social y la crítica literaria


resultan ser algunos de los temas predilectos de la sática. Estamos ante un género
que va a participar de la metaliteratura para su propio desarrollo. Los dos autores
satíricos más importantes de la literatura romana son Persio y Juvenal.

Un pasaje de Juvenal en La vida nueva de Pedrito de Andía, de Rafael Sánchez


Mazas. Podéis leer este pasaje igualmente en mi libro El arte de leer.

-La fábula

El género fabulístico, de Esopo a Fedro. Características de la fábula frente al cuento.


De la fábula al relato breve.

Agusto Monterroso y la brevedad.

Al lector desprevenido quizá le sorprenda que, por ejemplo, Aulo Gelio ocupe el
título de un cuento de Andrea Camilleri. Se trata de un "encuentro complejo" e
inesperado entre un autor antiguo y otro moderno. Entre ellos se tiene un puente rico
e interminable que va más allá de una mera imitación. Hoy quería traer aquí otra
relación curiosa y fructífera: la del fabulista latino Fedro con el autor
hispanoamericano Augusto Monterroso.

Nos resulta difícil pensar que haya alguien, incluidos los niños, que no supieran
darnos su versión de una fábula como la de la cigarra y la hormiga. Con razón dice
Gérard Génette que la "fábula es casi íntegramente un género hipertextual y
paródico"[1], hipertextual porque de manera indeleble subyace el texto clásico, ya
sea de Esopo, Fedro, o La Fontaine (por no recordar nuestros fabulistas hispanos
Iriarte, Samaniego y Hartzenbusch), y paródico porque siempre tenemos la
posibilidad de reconvertir el asunto de la fábula a nuestro gusto, actualizándola o
convirtiéndola en arma de doble filo. Estamos también de acuerdo con Genette
cuando afirma que el éxito de la fábula viene dado por su brevedad y su
notoriedad[2], condiciones necesarias para que sea un género tan popular. Esa
brevedad o concisión, precisamente, tan acorde con el gusto por la breuitas en la
literatura latina, convertida en una obsesión en los tiempos del Imperio[3], va a ser
una de las metas de ciertos maestros del relato breve de nuestro siglo, entre quienes
debemos destacar el autor en el que vamos a centrarnos en este capítulo, el
guatemalteco exiliado en México Augusto Monterroso (1921), recreador irónico de
fábulas, un eslabón más, el más moderno quizá, de la larga cadena que constituye
este género, y autor de cuentos tan breves como el titulado "El dinosaurio", que es
como sigue:

"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí."


(Obras completas (y otros cuentos), incluido en el volumen Cuentos, fábulas y lo
demás es silencio, México, Alfaguara, 1996, p.69)

Precisamente, a la brevedad dedica nuestro autor las breves líneas siguientes, no


exentas de sabor clásico:

"Con frecuencia escucho elogiar la brevedad y, provisionalmente, yo mismo me


siento feliz cuando oigo repetir que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
Sin embargo, en la sátira I,1, Horacio se pregunta, o hace como que le pregunta a
Mecenas, por qué nadie está contento con su condición, y el mercader envidia al
soldado y el soldado al mercader. Recuerdan, ¿verdad?
Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir
interminablemente largos textos, largos textos en que la imaginación no tenga que
trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se busquen o se huyan,
vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre sin sujección al punto y
coma, al punto.
A ese punto que en este instante me ha sido impuesto por algo más fuerte que yo,
que respeto y que odio." ("La brevedad", en Movimiento perpetuo, recogido en
Cuentos, fábulas..., p.144)

A esta misma brevedad alude Gayo Julio Fedro (ca. 15 a.C.-ca. 55 p.C.) en los
senarios que abren su libro segundo de fábulas[4]:

Sed si libuerit aliquid interponere,


Dictorum sensus ut delectet uarietas,
Bonas in partes, lector, accipias uelim,
Ita, si rependet illam breuitas gratiam.
Cuius uerbosa ne sit commendatio,
Attende, cur negare cupidis debeas,
Modestis etiam offerre, quod non petierint[5].

Monterroso se relaciona de manera "natural" con la fábula, pues es un cultivador


consumado del relato breve y, quizá por ello, también un fabulista. Una suerte de
alter ego literario de Augusto Monterroso es Eduardo Torres, quien en un ficticio
ensayo titulado "De animales y hombres" se dedica a hacer una crítica literaria de la
obra fabulística de su propio creador, Monterroso, concretamente de su libro titulado
La oveja negra y demás fábulas. Veamos qué rasgos destaca acerca del género de la
fábula en esta suerte de metacrítica:
"Decíamos que Monterroso va piano; pero debemos añadir que su parquedad corre
pareja con su lentitud. De donde resulta que no sólo nos hace esperar sino que
cuando se decide y nos da, nos da poco en cantidad. Y aquí viene a pelo un buen
símil. ¿Habéis observado a la diligente Hormiga cuando lleva en los debilitados
hombros una carga desproporcionada a sus fuerzas, cómo sufre, cuál cae aquí y allá,
cuál se agita y gime y suda y a veces se duerme dulcemente acariciando quién sabe
qué sueños, para después volver a su fardo, y cómo se angustia ante la lejanía de la
meta final en que quizá, y aun sin quizá, la espera la bota del malvado campesino, o
la vara del niño malo de la aldea que la aguarda con la sonrisa peculiar de la
inocencia en los labios pero al mismo tiempo con la fría mirada del que piensa tan
sólo en la destrucción de vidas laboriosas y útiles a la Sociedad? Tal los textos
demasiado largos, sobre todo cuando se trata de textos breves y no de novelas... a las
que pudiera pensarse malévolamente que me estoy refiriendo con el símil, tal vez
más que traído por los cabellos, o las antenas, de este sufrido insecto. Cada quien,
pues, lleve el fardo que sus energías le permitan, y recuerde que en cualquier caso
arar ha sido siempre una tarea que pueden compartir al unísono el Buey y la Mosca,
dicho esto sin entrar a saco en los difíciles terrenos del autor.
¿Quién lee hoy fábulas? ¿Quién lee al malicioso La Fontaine, a Esopo sabio, a Fedro
prudente, a Hartzenbusch, al excelso conde, al ameno Lizarsi? Todo el mundo; quizá
por ser éste un género reservado a muchos escritores y, por ende, con el sabor de la
fruta del cercado ajeno (Garcilaso). Es probable que de ahí haya partido el interés de
nuestro inquieto autor en brindarnos este puñado de apólogos o enxiemplos que, y
esto ha trascendido ya por la prensa diaria y las revistas literarias de la capital,
interesa por igual a niños (ver la fábula titulada "Origen de los ancianos"), jóvenes
(ver "La honda de David") y viejos (ver las restantes)." (La oveja negra, pp.309-310)

De nuevo, Monterroso trata graciosamente acerca de la brevedad y parquedad del


género que cultiva, ejemplificándolo con distintas fábulas. Por otra parte, el tercer
lugar que confiere al poeta latino Fedro en la enumeración de fabulistas, y su
consideración elogiosa en el adjetivo "prudente", frente a un "malicioso" La Fontaine
y un "sabio" Esopo, nos da cierta idea de sintonía de Monterroso con el fabulista
latino por excelencia, a pesar de que su figura aparezca presionada entre el griego
Esopo y el francés La Fontaine, por citar acaso los dos más importantes. El
Monterroso fabulista ha sabido captar perfectamente el tono y lenguaje de un Esopo
o de un Fedro, adaptándolos a los tiempos y circunstancias modernos, no desprovisto
de ironía con respeto al propio género, como es el reconocimiento a diversos
especialistas de ciencias naturales al comienzo de la obra. Veamos un ejemplo
significativo a partir de la fábula de Fedro titulada "La vaca, la cabra, la oveja y el
león" (Phaed.1,5), que reproducimos primero en su versión original latina para
facilitar la comparación:
VACCA, CAPELLA, OVIS ET LEO

Numquam est fidelis cum potente societas:


Testatur haec fabella propositum meum.
Vacca et capella et patiens ouis iniuriae
Socii fuere cum leone in saltibus.
Hi cum cepissent ceruum uasti corporis,
Sic est locutus partibus factis leo:
«Ego primam tollo, nominor quoniam leo;
Secundam, quia sum fortis, tribuetis mihi;
Tum, quia plus ualeo, me sequetur tertia;
Malo adficietur, siquis quartam tetigerit».
Sic totam praedam sola inprobitas abstulit.

Añadamos, además, esta traducción anónima recogida por Menéndez Pelayo[6]:

LA VACA, LA CABRA, LA OVEJA Y EL LEÓN.

Nunca con el potente


Fue fiel la compañía.
La fábula mía
Confirma mi propuesta claramente.
La Vaca y la Cabrilla, y la paciente
Oveja, compañeros del León fueron
En los bosques, y un Ciervo muy crecido
Entre todos cogieron,
El cual en cuatro partes dividido,
El león engreído
Habló de esta manera:
Me llaman León, me tomo la primera.
De aquesta misma suerte
Me daréis la segunda, pues soy fuerte;
También, porque más puedo,
Seguirá la tercera mi denuedo;
Nadie la cuarta toque;
Muy mal lo pasará quien lo provoque.
Con esto la maldad y la insolencia
Toda la presa entrega a su violencia.

La recreación y variación que hace Monterroso sobre la fábula de Fedro precisa en


buena medida del texto subyacente que acabamos de leer para su perfecta
comprensión. No en vano, como el mismo Monterroso reconoce, la conoce de
memoria, como fruto de una más que especial relación con el latín a la que luego
aludiremos. La nueva fábula, por lo demás, bien podría haber sido escrita por un
Fedro actual, dado su respecto a las normas del género y su contenido crítico con el
poder:

"La Vaca, la Cabra y la paciente Oveja[7] se asociaron un día con el León para gozar
alguna vez de una vida tranquila, pues las depredaciones del monstruo (como lo
llamaban a sus espaldas) las mantenían en una atmósfera de angustia y zozobra de la
que difícilmente podían escapar como no fuera por las buenas.
Con la conocida habilidad cinegética de los cuatro, cierta tarde cazaron un ágil
Ciervo (cuya carne por supuesto repugnaba a la Vaca, a la Cabra y a la Oveja,
acostumbradas como estaban a alimentarse con las hierbas que cogían[8]) y de
acuerdo con el convenio dividieron el vasto cuerpo[9] en partes iguales.
Aquí, profiriendo al unísono toda clase de quejas y aduciendo su indefensión y
extrema debilidad, las tres se pusieron a vociferar acaloradamente, confabuladas de
antemano para quedarse también con la parte del León, pues, como enseñaba la
Hormiga, querían guardar algo para los días duros del invierno.
Pero esta vez el León ni siquiera se tomó el trabajo de enumerar las sabidas
razones[10] por las cuales el Ciervo le pertenecía a él solo, sino que se las comió allí
mismo de una sentada, en medio de los largos gritos de ellas en que se escuchaban
expresiones como Contrato Social, Constitución, Derechos Humanos y otras
igualmente fuertes y decisivas." (La oveja negra, p.208)

Nótese la fina ironía, sobre todo en la intencionada translación al presente, con


términos como Derechos Humanos, o Constitución, que nos vuelve a mostrar un
texto de inquietudes sociales y políticas. El texto latino de Fedro, aunque
presupuesto en la fábula ("enumerar las sabidas razones"), aflora esporádicamente en
los adjetivos "paciente" -patiens- ("la paciente Oveja"), o "vasto" -uastus- ("el vasto
cuerpo"). El respeto a las convenciones del género es escrupuloso, haciendo hincapié
siempre en el carácter universal de los protagonistas, frente a la posibilidad del
personaje individual propio de un cuento[11], lo que refuerza, además, con alusiones
a otras fábulas, como la de la hormiga. La historia no acaba aquí, pues, como si de
una ironía del destino se tratara, el libro de Monterroso donde se contiene esta fábula
ha sido traducido al latín por Tarsicio Herrera Zapién, con el título de Ouis nigra
atque caeterae fabulae[12]. El mismo Monterroso nos comenta ante este hecho:
"¿Cómo podía imaginar allá lejos que algún día mis propias fábulas estarían
traducidas al idioma que me abrió las puertas a las maliciosas expresiones de
Aristófanes por uno de estos sabios peripatéticos, concretamente por Tarsicio
Herrera Zapién, traductor de Horacio y de Tibulo? Sólo se cumple lo que no se ha
soñado"[13].
[1] Palimpsestos..., p.89. Véase también el más reciente estudio de Carlos García
Gual, El zorro y el cuervo. Diez versiones de una famosa fábula, Madrid, Alianza,
1995, p.19.
[2] Palimpsestos..., p.89.
[3] José Carlos Fernández Corte y Antonio Moreno, Antología de la literatura latina
(ss. III a.C.-II d.C.), Madrid, Alianza, 1996, p.51.
[4] El propio La Fotaine recurría en el prefacio de su obra fabulística a unos versos
del "Ars Poetica" de Horacio que hemos tendremos ocasión de leer con motivo del
cuento "Parturient Montes", de Juan José Arreola (V.1): "et quae / desperat tractata
nitescere posse relinquit".
[5] "Mas si me agradase intercalar algo, / para que la variedad de los dichos deleite
los sentidos, / desearía que lo recibas de buen grado, lector. / De tal forma, la
brevedad compensará ese favor. / Y para que la recomendación de esto no sea
superflua, / presta atención a porqué debes negar a los ávidos / y otorgar a los
moderados lo que no han pedido".
[6] Fue publicada en el Diario de Valencia el 23 de octubre de 1799 (Menéndez
Pelayo, Bibliografía..., tomo III, p.350).
[7] Es prácticamente el verso tercero de la fábula de Fedro: Vacca et capella et
patiens ouis (...).
[8] Monterroso señala el absurdo de la fábula de Fedro, donde se nos escapa
ciertamente el sentido último que puede tener el hecho de que unos animales
herbívoros tengan interés en la caza de un ciervo. Nótense también los ecos literarios
del texto.
[9] Recuérdese el verso 5 de Fedro: ceruum uasti corporis.
[10] Es decir, las enumeradas en los versos 7 a 10 de la fábula de Fedro.
[11] "El protagonista de la fábula es el universal, como lo prueba el que ya lleve
artículo determinado en su agnición o primera aparición; sólo el universal, por
cuanto comporta el acto intencional que refleja la mención sobre la lengua misma,
constituye, en efecto, en «personaje» un ser ya conocido por todo oyente: «el cordero
bajó a beber al río; el lobo,, que estaba bebiendo aguas arriba de él, le dijo...». El
protagonista del cuento es, en cambio, un particular individual indefinido, como lo
prueba el que su mención de agnición se componga de un nombre común precedido
de artículo indeterminado: «Había una vez un molinero que tenía una mujer joven y
hermosa...» (...)" (Rafael Sánchez Ferlosio, "Un esquema", en EL PAÍS, 24 de agosto
de 1996).
[12] Publicado por la Universidad Autónoma de México.
[13] Tomado del sabrosísimo artículo de Augusto Monterroso titulado "Mi relación
más que ambigua con el latín", publicado en Diario 16 el 26 de mayo de 1990.
-El Ars Poetica de Horacio

Junto a la Poetica de Aristóteles, el Ars Poetica de Horacio es una de las obras de


preceptiva literaria más influyentes a lo largo de los siglos. Vamos a aproximarnos a
la obra a partir de un cuento de Agusto Monterroso titulado "Parturient Montes",
cuyo título latino ya se refiere, de entrada, a un conocido verso de la composición
horaciana. Hay que leerse un artículo publicado en la siguiente dirección
electrónica: http://erevistas.saber.ula.ve/index.php/praesentia/article/view/2845/2766

Tema 5. Tradición del teatro: tragedia y comedia

El tema cinco está dedicado al teatro en sus dos grandes modalidades: la tragedia y
la comedia. Desde el punto de vista de los encuentros complejos entre autores
antiguos y modernos, las posibilidades son innumerables. El teatro antiguo no sólo se
relaciona con el teatro moderno, sino con otros generos, como la prosa ensayística o
el relato breve. De manera sucinta, en lo que a la tragedia respecta, vamos a
considerar ciertas relectuas que parten de la obra de Esquilo, Sófocles y Eurípides.
La comedia vendrá represantada por un autor latino, Plauto, y un aspecto muy
concreto, como es el tema del doble.

-La tragedia

Portada de la versión española de la obra escrita por Wajdi Mouawad

Dos obras, aparentemente alejadas en el tiempo no pueden estar más unidas en su


planteamiento e intenciones. Las conscientes diferencias que Wajdi Mouawad traza en
su recreación del Edipo rey de Sófocles no contribuyen más que a intensificar la
íntima relación de esta tragedia griega con su obra dramática titulada Incendies,
publicada en 2003. FRANCISCO GARCÍA JURADO, CATEDRÁTICO DE
FILOLOGÍA LATINA DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
En un pasado mítico, la peste había sido enviada a Atenas como castigo por el
asesinato de su antiguo rey, Layo. Edipo es ahora rey de Tebas, y se ha casado con la
viuda de Layo, Yocasta. Comienza la trágica aventura detectivesca por parte de
Edipo de averiguar quién había asesinado a Layo. La tragedia de Edipo consiste en
el reconocimiento de sí mismo como asesino de su padre y marido de su propia
madre.

Siglos más tarde, en Canadá, un notario hace saber a dos gemelos, Nawal y Jeanne,
las últimas voluntades de su madre. Deben entregar dos cartas, una a un hermano
cuya existencia desconocían y otra a un padre que jamás hubieran dado en pensar
que existía. Comienza de esta forma una historia que es, sobre todo, un viaje por la
terrible vida de la madre de ambos gemelos, marcada por la cruel guerra que tuvo
lugar en el Líbano durante el pasado siglo XX. Los gemelos llegarán a saber que su
desconocido hermano no es otro que su propio padre, dedicado a violar a la madre
cuando había estado presa. Este terrible personaje, abandonado a la fuerza por su
madre al nacer, es Nawal, que ha sobrevivido a la muerte, pero se ha convertido en
un torturador.

El nombre de Edipo es una palabra parlante y se refiere a quien tiene los pies
hinchados. Al nacer, Layo atravesó con fíbulas los pies del bebé antes de entregárselo
a un pastor. De esta forma, perdido de vista el niño, no tendría efecto la profecía de
que el hijo varón que engendrara Layo terminaría asesinando a su progenitor. Este
rasgo identificativo de Edipo, que le da nombre, no aparece en la obra de Wajdi
Mouawad, donde el niño recibe, en cambio, una nariz de payaso por si algún día
puede ser reencontrado. Sin embargo, en la versión cinematográfica que Denis
Villeneuve rueda en 2011, uno de los talones de Nawad está marcado por unas
pequeñas cicatrices que recuerdan ciertamente a las de Edipo.

La escena donde la madre identifica a su hijo al verle los talones marcados

He tenido ocasión de leer la obra de Mouawad y de ver la versión cinematográfica, si


bien no he podido asistir a niguna representación teatral. Sin embargo, la versión
cinematográfica me ha resultado más emotiva, si cabe, que el libreto teatral, acaso
porque nos introduce en una historia que desde el primer momento se nos antoja
como perfectamente verosímil hasta que terminamos apreciando la dimensión mítica
del relato.

Si Edipo es el protagonista absoluto de la obra de Sófocles, en Mouawad, el personaje


equivalente, Nawal, es desplazado al ámbito un tanto marginal de una tercera
persona. Edipo busca e inquiere, mientras Nawal es buscado con el fin de entregarle
dos cartas que su madre/víctima le ha escrito: una como hijo nacido de su ser, otra
como padre de sus dos hijos menores. Ésta es probablemente la gran diferencia
habida entre la antigua tragedia y la nueva, si bien no es la única.

Cabe destacar, igualmente, el traslado de la obra de Mouawad a un nuevo lugar,


Siria, y a un tiempo diferente, el siglo XX, o el cambio de la idea de la herencia del
castigo por la de una interminable causación de la violencia, que se pierde en la
noche de los tiempos.

A pesar de las diferencias o, más bien, gracias a ellas, la obra de Mouawad matiene
toda la esencia trágica del Edipo rey. Creemos que no merece la pena indagar en ecos
textuales directos de la obra griega en la moderna, pues la elaboración de la nueva
tragedia obedece a una asimilación y apropiación total de la obra antigua, hasta el
punto de haberse convertido en parte del mismo acto creativo del autor moderno.
Probablemente, en caso de hallarse similitudes formales, éstas obedecen a admirables
coincidencias antes que a buscados paralelos. En este sentido, no debemos perder de
vista la idea global de ambas obras, su concepción como mecanismos perfectos donde
el reconocimiento de la verdad se va abriendo paso implacable y trágicamente. Son,
pues, las proporciones e intenciones lo que confiere unidad a ambas obras, mucho
más que los pequeños detalles.

-Esquilo

El escritor albanés Ismaíl Kadaré nos ofrece en su ensayo Esquilo, el gran


perdedor una mirada balcánica de los orígenes de la tragedia griega. Repasaremos la
“vida imaginaria” de Esquilo, según el escritor Javier Roca Ferrer, una prosa
magnífica que nace de la propia formación clásica del escritor. Quisiéramos
acercanos, en lo que respecta a Sófocles, a su Edipo Rey a partir de una moderna
obra, Incendios, de Wajdi Mouawad, autor canadiense de origen libanés que ha
llevado a cabo una extraordinaria actualización del mito. Eurípides y
sus Bacantes nos llevarán de nuevo a otro relato de Javier Roca Ferrer, que nos
acercará a los abismos contemporáneos de la sinrazón.

Llevo pensando desde hace años en la confección de un libro dedicado a la literatura


comparada que tuviera como punto de partida "natural" la relación entre los autores
antiguos y los modernos. En este libro, que ahora estoy esbozando, cabrían
planteamientos tan novedosos como los llamados estudios poscoloniales y, en
particular, la peculiar visión que nuestro mundo construye a partir de lo que
entendemos como Antigüedad.

El auge de los planteamientos multiculturales y de los diversos movimientos


poscoloniales ha dado lugar a la crisis del sistema de ideas y creencias que
conocemos, genéricamente, en términos de cultura europea. La cultura europea,
entendida como una manera legitimada de interpretar el mundo, tanto el propio
como el ajeno, mediante unos criterios propiamente occidentales, no sería otra cosa
que un elaborado “discurso del poder”, en términos de Foucault, perfectamente
establecido a lo largo de varios siglos de historia de Europa y articulado, entre otras
cosas, gracias al desarrollo de sus ciencias y artes. Mediante este discurso se ha
interpretado el resto de realidades culturales que no eran europeas, como es el caso de
Oriente, donde no sería exagerado decir que fue literalmente inventado por los
occidentales gracias a la creación de un complejo marbete de disciplinas científicas
(históricas, arqueológicas, lingüísticas y literarias) que aseguraban su dominio
merced a un supuesto conocimiento exhaustivo. De esta forma lo expone Edward
Said en un libro ya clásico sobre el tema:

"Para definir el orientalismo me parece útil emplear la noción de discurso que Michel
Foucault describe en L’Archéologie du savoir y en Surveiller et punir. Creo que si no
se examina el orientalismo como un discurso, posiblemente no se comprenda esta
disciplina tan sistemática a través de la cual la cultura europea ha sido capaz de
manipular e incluso dirigir Oriente desde un punto de vista político, sociológico,
militar, ideológico, científico e imaginario a partir del periodo posterior a la
Ilustración." (Said 2003, 21-22)

De igual manera que “la acepción de orientalismo más admitida es la académica”


(Said 2003: 20), ocurre algo muy parecido con nuestro propio concepto de “mundo
clásico”. No en vano, es una construcción propia de la Europa moderna, a caballo
entre la Ilustración y el Romanticismo, y coincidente con el propio nacimiento de lo
que conocemos como Filología Clásica, o Ciencias de la Antigüedad. Asimismo,
partimos de otra idea de Said sobre Oriente: “De hecho, mi tesis consiste en que el
orientalismo es -y no solo representa- una dimensión considerable de la cultura,
política e intelectual moderna, y, como tal, tiene menos que ver con Oriente que con
«nuestro» mundo.” (Said 2003: 35). La construcción moderna del mundo clásico, que
en otro lugar he llamado “La reinvención literaria de la Antigüedad”, tiene, en
efecto, mucho más que ver con nuestra propia realidad cultural que con lo que
pasara realmente hace miles de años, incluso a pesar de que la ciencia historicista
haya depurado sus métodos de tal manera que podamos tener la ilusión de pensar
que sabemos lo que ocurrió realmente. Una tercera idea pertinente de Said es que “el
argumento del especialista puede bloquear con bastante eficacia la perspectiva
intelectual, que, en mi opinión, es más extensa y seria” (Said 2003: 36). Ya hemos
planteado en otros lugares la posibilidad de trazar una historia no académica de la
literatura antigua. Vamos a centrarnos en el caso de uno de los autores más
importantes de la literatura griega, Esquilo, tanto en calidad de sujeto que escribe
como de objeto de estudio para los modernos especialistas. Para Said, el primer
orientalista conocido, y uno de los más avezados, fue el propio tragediógrafo griego
Esquilo con su obra Los persas. Conviene leer lo que nos cuenta al respecto:

“Espero haber dejado claro que mi preocupación por la autoridad no presupone un


análisis de lo que subyace en el texto orientalista, sino, por el contrario, un análisis
de su superficie, de la exterioridad con relación a lo que describe. Creo que nunca se
insistirá demasiado en esta idea. El orientalismo se fundamenta en la exterioridad, es
decir en el hecho de que el orientalista, poeta o erudito, hace hablar a Oriente, lo
describe, y ofrece abiertamente sus misterios a Occidente, porque Oriente solo le
preocupa en tanto que causa primera de lo que expone. Lo que dice o escribe, en
virtud de que está dicho o escrito, pretende indicar que el orientalista está fuera de
Oriente tanto desde un punto de vista existencial como moral. El producto principal
de esta exterioridad es, por supuesto, la representación: ya en la obra de Esquilo Los
persas, Oriente deja de tener la categoría de un Otro lejano y a veces amenazante,
para encarnarse en figuras relativamente familiares (en el caso de Esquilo, las
mujeres asiáticas oprimidas). La inmediatez dramática de la representación en Los
persas encubre el hecho de que el público observa una representación muy artificiosa
de lo que un no oriental ha convertido en símbolo de todo Oriente. Mi análisis del
texto orientalista, por tanto, hace hincapié en la evidencia –que de ningún modo es
invisible- de que estas representaciones son representaciones, y no retratos
«naturales» de Oriente.” (Said 2003: 44-45)

El escrito albanés Ismael Kadaré ha escrito un interesante ensayo sobre Esquilo


desde una perspectiva balcánica que desafía claramente la visión construida del
autor griego durante siglos de ciencia filológica occidental. Su propuesta de unos
orígenes balcánicos de la tragedia antigua, es decir, de una comunidad cultural
geográfica que engloba lugares como Albania y Grecia, se propone desde el propio
emplazamiento, no desde un despacho universitario de una universidad alemana o
francesa. Este olvido de Occidente llevó, en su opinión, a crear un imaginario de la
literatura griega del que quedó excluido uno de los núcleos adyacentes. Estas son sus
palabras:

“Son varias las circunstancias que han contribuido a fomentar esta concepción un
tanto desvinculada de su propio territorio a propósito del más extraordinario tesoro
espiritual de nuestro continente.
Entre los motivos principales figura sin lugar a dudas el puente latino-romano a
través del cual se transmitió la literatura griega a la herencia europea. Fueron los
romanos quienes, después de entusiasmarse, de dejarse conquistar por ella (lo que
indudablemente constituye un mérito suyo), la editaron, la reeditaron, la tradujeron
y exploraron ampliamente.
Es precisamente ahí donde se produjo la primera de las mutilaciones sufridas por esa
literatura. A pesar de la benignidad romana para con el arte griego, no se debe perder
de vista ni un solo instante que los romanos eran invasores, y además de los más
groseros y contumaces que haya conocido la historia. En su condición de tales, jamás
se encontraron en disposición de concebir los hondos pozos de donde emergían los
preceptos y mensajes de un pueblo, los que establecen y programan su arte.
Arrogantes y desdeñosos ante los pueblos sometidos, menos aún podían comprender
los romanos las influencias recíprocas entre los distintos pueblos balcánicos y muy en
especial el intercambio de sus tesoros espirituales.
Desgraciadamente, los condicionamientos, las investigaciones y las tesis latinas sobre
la literatura griega antigua adquirieron cierto estatuto de oficialidad en el mundo
europeo. Las mencionadas tesis de mantuvieron tras la caída de Roma y bastantes
de ellas sobreviven todavía, con independencia de sus refinamientos formales…
El desarrollo, por una parte, de los países europeos occidentales y el atraso, por otra,
de los países balcánicos, que cayeron bajo sucesivos y oscuros dominios, acrecentaron
todavía más el menosprecio de las metrópolis hacia el territorio que había
engendrado una vez fascinantes obras maestras. El desprecio romano sería sustituido
por el desprecio común de los grandes Estados occidentales, los cuales, pese a los
reiterados llamamientos de Byron o Séller, Goethe o Hörderlin, bien pronto
olvidaron a quién le debían sus raíces culturales.” (Kadaré 2003: 165-167).

El texto de Kadaré puede explicarse sin violencia desde los presupuestos de Said, si
bien el primero no habla de Oriente, sino de una región de Europa durante la
Antigüedad. Estos fenómenos de “representación” y de “exterioridad” aducidos por
Said no son privativos para el llamado Orientalismo.

Ismaíl Kadaré, Esquilo, el gran perdedor, traducción del albanés de Ramón Sánchez
Lizarralde y aría Roces, Madrid, Biblioteca de Ensayo Siruela, 2006

Eward Said, Orientalismo, Barcelona, Debolsillo, 2003

RESEÑA DE FRANCICO CALVO SERRALER AL LIBRO SOBRE ESQUILO


COLUMNA

Perdedor
FRANCISCO CALVO SERRALLER

EL PAÍS 18 FEB 2006

DE ESQUILO, padre de la tragedia, apenas sabemos nada. Casi nada, y todo muy
dudoso, sobre él, y, lo que es peor, prácticamente nada sobre su ingente obra,
estimada en noventa tragedias, de las que conservamos sólo siete, ni siquiera la
décima parte. En realidad, aunque, como vemos, muy escasa, la información sobre
Esquilo, Sófocles y Eurípides es, si se quiere, comparativamente, más abundante que
la que tenemos sobre este fundamental género dramático y sobre sus autores, la
mayor parte de los cuales nos son conocidos sólo de nombre. Es lógico, por tanto,
que, a partir del Renacimiento, la investigación para completar estas escasas fuentes
y el estudio, fundamentalmente filológico, sobre la tragedia, fuera una preocupación
intelectual apremiante en Occidente, si bien, a pesar de este formidable esfuerzo de
varios siglos, todavía subsisten muchos puntos oscuros y polémicos.

Cuando la ansiedad por conocer no se corresponde con los datos fiables obtenidos, el
hombre no tiene más remedio que suplir con la imaginación y la intuición lo que la
realidad no le proporciona. En el caso de la literatura y el arte, estas deficiencias
eruditas pueden tener, sin embargo, la ventaja de hacernos ahondar más y mejor en
la lectura y la contemplación, pues, al fin y al cabo, la obra de arte se alimenta de la
experiencia vivida y desafía por sí misma nuestra capacidad crítica. Es lo que ha
demostrado el escritor albanés Ismaíl Kadaré (Gjirokastër, 1936), del que se acaba de
traducir a nuestra lengua un ensayo titulado Esquilo. El gran perdedor (Siruela), en el
que no sólo analiza, comenta y recrea la vida y la obra del gran escritor griego, sino
que aventura sugestivas hipótesis nuevas sobre temas y motivos cruciales de sus
principales composiciones trágicas.

Oriundo de la península balcánica, una zona, como su vecina Grecia, aislada de


Occidente por el prolongado yugo turco, Kadaré vive la remembranza de Esquilo un
poco desde dentro, reconociendo muchos elementos atávicos de los escritos de éste en
la cultura popular de su país natal, que no en balde mantiene ritos y costumbres
ancestrales. De todas formas, lo que mejor reconoce Kadaré es el
vibrante mensaje humano de las tragedias de Esquilo y se apasiona con ello, el mejor
método para sacar todo el fruto de una obra de arte. De esta manera, al poco de
adentrarnos en la lectura de su ensayo, sea cual sea nuestro conocimiento previo
sobre la tragedia griega, nos sentimos atrapados por el fascinante diálogo que
establecen, con veintitantos siglos de por medio, ambos escritores, comprometidos
por igual en explorar el misterio de la patética existencia humana.

Hoy que estamos cada vez más cegados por una banal reducción del conocimiento a
lo que acaece en la actualidad más ramplona, el luminoso fuego con que Kadaré nos
remite al más remoto pasado para explicarnos, mediante Esquilo, de dónde venimos
y quiénes somos, y, por tanto, con qué nos deberemos enfrentar, es un don precioso,
único, verdaderamente conmovedor. En este sentido, ese "gran perdedor" que fue
Esquilo sigue sufragando nuestras pérdidas, la oscura y secreta misión que, ayer y
hoy, concierne al arte, tan inútil como imprescindible.

-¿Una “vida imaginaria” de Esquilo? El cuento “El vencido”, de Xavier Roca-


Ferrer: literatura griega y estéticas de la modernidad

La estética de finales del siglo XIX, en particular de la mano de un raro autor,


Marcel Schwob (1867-1905), dio lugar a un peculiar microgénero, la “vida
imaginaria”, cuyo principal elemento definitorio es la recreación literaria de un
personaje real a partir de elementos ficticios. Heredera lejana del antiguo género de
la biografía, la “vida imaginaria” recurrió de manera significativa a la ficción en
torno a personajes y escritores de la Antigüedad, tales como Empédocles, Lucrecio,
Catulo y Petronio (Schwob), a quienes luego siguieron otros autores tan
fundamentales como Homero (Borges), Píndaro, Ovidio y Apuleyo (Tabucchi), por
señalar únicamente algunos ejemplos significativos. Rasgos definidores de estos
relatos son, tal como tuve ocasión de señalar en otro trabajo, la brevedad, los
elementos visionarios y el carácter metaliterario de tales historias, en especial cuando
la biografía del autor se confunde con su propia obra.

Con el título de “El vencido”, Xavier Roca-Ferrer (1949), buen conocedor tanto de la
literatura de la Antigüedad como de esta peculiar corriente estética basada en
imaginar vidas de autores, nos ofrece en su obra titulada La cabeza de Penteo un
extraño y jugoso relato donde el tragediógrafo Esquilo, tras haber sido derrotado por
un joven autor en las Grandes Dionisiacas, pide en secreto a su esclavo Formión que
le compre cicuta. El esclavo no será capaz de llevar a cabo tal encargo, pero hará
correr la noticia por Atenas, y otra persona llegará hasta la casa de Esquilo para
satisfacer su luctuoso deseo.

Todos estos detalles ficticios en torno a la biografía de un autor real, junto al


evidente tono metaliterario de la composición (incluidos versos tomados de las
propias tragedias de Esquilo), sugieren que estamos, una vez más, ante una “vida
imaginaria” del trágico en la literatura contemporánea, si bien, algunas de las
noticias relativas a la muerte de Esquilo provenientes de la Antigüedad no son
menos fabulosas (por ejemplo, Valerio Máximo nos refiere en sus Hechos y dichos
memorables 9,12, ext. 2 cómo un águila dejó caer sobre la cabeza de Esquilo una
tortuga, al confundir la calva cabeza del trágico con una piedra).

En cualquier caso, no estamos ante un hecho explicable como “la influencia de


Esquilo en Xavier Roca-Ferrer”, sino, más bien, ante el paradójico juego de una
tradición moderna (“la vida imaginaria” de Schwob) que recrea desde el punto de
vista metaliterario un supuesto episodio de la vida de un autor antiguo (Esquilo). No
en vano, Schwob también escribió acerca de Esquilo, si bien desde el punto de vista
estético (la tensión entre la simetría y la ruptura del equilibrio dramático),
comparando su obra con los mármoles de Egina.
Nuestro trabajo tiene que ver, por tanto, con este sutil diálogo que se plantea entre
ciertas tradiciones literarias modernas con la propia literatura de la Antigüedad, en
especial cuando ésta se convierte en objeto consciente para la moderna creación.

-La comedia

Finalmente, nos acercaremos al tema del doble, donde Plauto es el supremo maestro.
La dimensión epistemológica (cuál es el doble verdadero) y moral (cuál es el bueno)
de este tema nos permitirá deleitarnos con las lecturas de El doble de Dostoievski, El
hombre duplicado de Saramago, y Amphitryon de Ignacio Padilla.

Sin menoscabo de otras posibles vertientes, el tema del doble en la literatura ofrece
dos aspectos, desde mi punto de vista, esenciales. El primero de ellos es la dimensión
epistemológica, es decir, la cuestión de cuál de los dobles es el verdadero y cuál es el
falso. Este asunto transciende ejemplarmente a Descartes cuando utiliza los motivos
del Amphitruo plautino para su Discurso del método, como ha mostrado el Dr. García-
Hernández. El otro gran asunto es el de la dimensión moral del doble, para lo que
Fiodor Dostoyevski llega a constituir el paradigma esencial.

En 1846, Fiodor Dostoyevski publica una novela fundamental sobre el viejo tema
del doble. La obra, cuyo protagonista es un gris funcionario llamado Yakov
Petrovich Goliadkin, se titula, de manera simple y concisa, El doble (Dvoinik), e
incide especialmente en un aspecto clave del tema de la duplicidad, como es el de la
dimensión moral de aquellos que ejercen una doble vida mediante engaños:

“El hombre bueno trata de vivir honradamente y no de cualquier modo y, además,


nunca tiene un doble.” (1)

Precisamente, es el engaño y el afán de simular ser lo que no se es lo que conduce a la


desgracia al protagonista de esta novela, pues su duplicidad ha terminado dando
lugar a un auténtico alter ego que intenta suplantarlo, a manera de ejemplar castigo.
A la hora de recordar la historia de Goliadkin acuden a nuestra memoria otras
historias reales que ilustran bien esta relación entre el doble y la dudosa moralidad
de quienes se duplican o aparentan ser lo que no son en realidad. El primer ejemplo
paradigmático es el de un famoso periodista español que, por lo que parece, dijo a su
esposa que partía en viaje de trabajo, aunque en realidad iba a visitar Moscú en
compañía de su amante. Por una de esas casualidades de la vida, la esposa acudió
también a Moscú con unas amigas y fue allí, en plena Plaza Roja, donde se dio de
bruces con su marido. Lo más extraordinario de esta historia es que el esposo hizo
como que era otra persona, es decir, una suerte de gemelo generado por la iniquidad
y la mentira, mediante la que intentaba desvincularse de la persona real que su
esposa había reconocido.

Mucho más impactante es, sin embargo, la historia de las fotografías que aparecieron
hace unos años en la prensa, donde se mostraba la nueva imagen que había adoptado
Radovan Karadzic, el sanguinario presidente de la República Serbia entre los años
1992 y 1996. Su rostro estaba cubierto por una poblada barba blanca que lo hacía
difícilmente reconocible, y lo que resultaba especialmente inquietante era su nuevo
aspecto de santón. El criminal de guerra había adoptado una identidad falsa y,
acorde con ella, se dedicaba a la medicina alternativa, como si jamás hubiera
cometido crimen alguno.

La realidad supera la ficción literaria constantemente, y estas historias de camuflaje


no son nuevas. Sabido es que, tras los genocidios, los verdugos adoptan nuevas
identidades y procuran aparentar ser otras personas para sobrevivir (cuando
sobrevivir es algo que sus víctimas, sin embargo, no lograron). De igual manera que
el déspota serbio, tras la Segunda Guerra Mundial, el criminal de guerra nazi Adolf
Eichmann huyó de Austria y marchó a la República Argentina, donde vivió bajo el
nombre de Ricardo Klement. No fue desenmascarado hasta 1960, cuando agentes del
servicio de seguridad hebreo lo capturaron y trasladaron a Jerusalén para su
posterior enjuiciamiento y ejecución.

La anécdota del periodista español en la Plaza Roja de Moscú palidece,


naturalmente, ante las escalofriantes historias de Karadzic o Eichmann, pues del
mero engaño pasamos a una de las dimensiones más escalofriantes de lo que venimos
en llamar el tema del doble: la relación de la duplicidad con el mal en estado puro
(aunque Hannah Arent no encontró en este mal más que una dimensión banal, frente
al “bien radical”). Insistimos en que, como diría Fiodor Dostoyevski, sólo son
dúplices los malvados, no las buenas personas.

Este es el asunto que vamos a revisar en este blog, partiendo de una moderna novela
escrita por el escritor mexicano Ignacio Padilla que lleva un título bien
significativo: Amphitryon. Sus precursores literarios fundamentales son, y no
casualmente, Plauto y Dostoyevski, que en cierto modo se actualizan y confunden
dentro de esta nueva trama. Conviene, no obstante, ofrecer unas claves previas para
entender en su justa medida cuáles son los tipos de doble básicos.

El tema del doble: Sosias y Gemelos

El tema del doble constituye uno de esos aspectos esenciales de nuestra cultura y
creación literaria. Sin embargo, no cabe hablar de una única forma de duplicidad.
Por ello, debemos partir de las dos modalidades de doble que podemos considerar
clásicas, y que se pueden denominar, genéricamente como “Sosias” y “Gemelos” (2):

a) “Sosias”. Esta modalidad recibe el nombre del esclavo Sosia (mejor que “Sosias”),
personaje de la comedia plautina titulada Anfitrión. En ella se representa la vieja
historia de Júpiter que, ayudado por otro dios, Mercurio, suplanta conscientemente
al general tebano Anfitrión, ausente a causa de la guerra, para poder pasar una larga
noche con su legítima esposa, Alcmena. A Sosia, como criado de Anfitrión, le
corresponde ser suplantado por el propio Mercurio. La historia supone uno de los
argumentos más recreados de la literatura de Occidente. Es una comedia donde todo
parece duplicarse: el propio nombre del protagonista, ambiguamente llamado Anfi-
trión, el género de la obra, que, no conforme con ser comedia o tragedia, se vuelve
tragicomedia, o los propios suplantadores, nada menos que dos dioses, que ocupan el
lugar de Anfitrión y su criado Sosia. Al final de la obra, Alcmena da a luz dos niños,
concebidos de su legítimo esposo y del propio dios. El hijo del segundo será Hércules.
b) “Gemelos”, nombre antiguo para una modalidad de doble que en el Romanticismo
alemán adopta también la denominación de Doppelgänger. Frente a la modalidad
anterior, donde el suplantador es completamente consciente de lo que está haciendo,
en este caso asistimos a un engaño involuntario. Los gemelos suelen compartir el
desconocimiento que cada uno de ellos tiene del otro. Su fuente antigua más
conocida es la comedia titulada Menaechmi, de Plauto, donde asistimos a toda una
suerte de equívocos al reencontrarse dos gemelos, uno de ellos desaparecido cuando
era niño.

La cuestión de dilucidar cuál de las dos versiones del doble es la primigenia no deja
de ser un asunto controvertido, pues hay opiniones justificadas en uno y otro
sentido. De esta forma, cabría pensar, que son los gemelos los que constituyen una
variante de la primera modalidad(3) o, por el contrario, son precisamente los gemelos
la primera representación de doble en la literatura (4). Sea como fuere, parece que
estamos ante una estructura común, dada bien por el resultado del desdoblamiento
de un sujeto que toma la apariencia de otro o, sencillamente, por la aparición de dos
sujetos idénticos. En este sentido, la novela Amphitryon de Igacio Padilla desarrolla
ambas modalidades, la del doble como concebido como una “Sosias” (en el capítulo
IV), y la de los gemelos (en el capítulo III).

Así las cosas, las comedias plautinas suponen el horizonte y las precursoras
imprescindibles para cualquier nueva obra que se escriba acerca del tema del doble.
Un criterio eficaz para comprobar esta vigencia puede proporcionarlo el cotejo de
algunos de los elementos esenciales en el propio desarrollo de la trama de dobles, en
particular los siguientes:

(a) la importancia del nombre propio como dispensador de identidad


(b) el papel que tiene el vestido como disfraz para poder ser “el otro”
(c) el peso específico de los personajes femeninos, víctimas del engaño
(d) la aparición de la noche como tiempo de suplantaciones y
(e) la plasmación del espacio literario, donde el suplantador queda dentro y el
suplantado fuera

Tales rasgos se van repitiendo con audaces variaciones a lo largo del tiempo, como
hemos tenido ocasión de comprobar en estudios comparados anteriores, en particular
con El Gólem, escrita por el checo Gustav Meyrink y publicada en 1915 (5), y El
hombre duplicado, escrita por el premio Nóbel portugués José Saramago y publicada
en 2002 (6).

La novela Amphitryon del mexicano Ignacio Padilla (7), uno de los más egregios
representantes de la llamada “generación del crack”, viene a constituir el tercer
estudio que llevamos a cabo al respecto, dentro de una riquísima sucesión de
versiones a las que no podemos referirnos, ni tan siquiera sucintamente, en este breve
ensayo, aunque sí debemos dedicar unas líneas a su importancia específica dentro del
epígrafe siguiente.

Las nuevas versiones del tema del doble


Cuando un escritor moderno vuelve a plantear el tema del doble debe ser consciente
de que sus lectores pueden conocer las obras literarias que le han precedido. Cada
nueva historia es, como diría Juan José Arreola en el famoso cuento titulado
“Parturient montes”, una nueva versión del parto de los montes. El asunto ha sido
tratado una y otra vez en la literatura y en el cine. Como venimos diciendo, no es
posible ofrecer aquí ni una mínima relación de la interminable lista de obras, pero sí
cabe recordar algunas que resultan imprescindibles, como ciertos relatos de Borges
(“Borges y yo”, o “El otro”) y algunas novelas sobre el tema escritas a comienzos del
siglo XX, en especial la ya citada de El Gólem, de Gustav Meyrink, que es digna
heredera de la tradición romántica del siglo XIX. La tradición romántica,
fundamental para la renovación moderna del tema, nos ha dejado, entre otras obras,
la sucinta novela titulada El haya de los judíos, de Annette von Droste-Hülshoff, la
ya referida novela que lleva por título El doble, de Fiodor Dostoyevski, y atrevidos
desarrollos del tema en autores como Oscar Wilde, Edgar Allan Poe y Robert Louis
Stevenson.

Antes del romanticismo, verdadero hito en la explicación del desarrollo literario del
tema, están los cultivadores de la tradición más clásica, como Molière o Shakespeare.
Precisamente, ya al final de este camino inverso, nos quedan el Amphitruo y
los Menaechmi de Plauto, en los mismos albores de la tradición. La lectura de autores
modernos como Saramago o Padilla no implica, en todo caso, una relación servil de
tales autores con respecto al texto primigenio, pues, más bien, son ellos los que hacen
que ese primer texto cobre nuevos matices y se reafirme con la llegada de los nuevos
aportes.

A propósito de este aspecto clave, hace años formulamos una manera algo distinta de
plantear las relaciones entre los autores antiguos y modernos del siglo XX.
Propusimos una relación múltiple entre unos y otros, más allá de los consabidos
modelos de influencia o imitación, cuyas relaciones imprevistas daban lugar a una
suerte de contrahistoria de la literatura que hemos denominado «encuentros
complejos». El caso de Ignacio Padilla puede explicarse perfectamente desde esta
perspectiva.

Ignacio Padilla y su laberíntica versión del doble

Ignacio Padilla dialoga o plantea un encuentro complejo con muchas de las obras
fundamentales que constituyen el tema del doble. Conviene decir que su novela se
articula en torno a cuatro relatos que merecen, cada uno como tal, una breve reseña:

En el primero, titulado “Una sombra sin nombre”, firmado por Franz T.


Kretzschmar, se cuenta cómo el recluta Thadeus Dreyer intercambió en 1916 su
nombre e incierto destino con el del guardagujas Victor Kretzchmar. Todo ocurrió
una noche durante una partida de ajedrez ganada por aquél. El impostor Dreyer
adoptó el nombre de Kretzshmar y desempeñó el oficio de éste, junto a una esposa
ajena que siempre fue consciente del engaño. Sin embargo, el que marchó al frente
acabó siendo una gloria militar, a quien tiempo después el guardagujas intentó
matar mediante un descarrilamiento provocado que lo llevó a la cárcel. Un tal
Goliadkin (clara reminiscencia del personaje de Dostoyevski) aparece en escena como
benefactor de la madre y el hijo (luego sabremos que está a las órdenes del militar).
La historia es contada por quien cree ser el hijo del guardagujas, Franz T.
Kretzschmar, si bien su madre, como una nueva Alcmena, le dice que su verdadero
padre es el otro. Sabido esto, el hijo intenta llegar hasta su verdadero padre, Dreyer,
por medio de Goliadkin, ya en los tiempos del III Reich. El hijo es un vivo retrato
del progenitor, y a partir de entonces Thadeus Dreyer, Goliadkin y Franz T.
Kretzschmar van a configurar un complejo trío, comparable a las figuras mitológicas
de Júpiter, Mercurio (mensajero del Júpiter) y Hércules (hijo del primero).

En el segundo relato, titulado “De la sombra al nombre” y escrito en la ficción por


un seminarista, Richard Schley, se nos cuenta cómo un tal Jacobo Efrussi, antiguo
compañero de juegos del actual narrador, adopta esta vez el nombre de Thadeus
Dreyer en 1918. Nos enteramos entonces de que el nombre de Dreyer no sólo ha sido
objeto de una única suplantación. De hecho, el personaje de Efrussi/Dreyer nos dice
que ha sido todos y ninguno al ir robando diversas identidades. Goliadkin,
convertido ahora en brigada de origen cosaco, adopta el nombre de pila de Alikoshka
y vuelve a aparecer en escena. El relato concluye cuando Schley acabe tomando el
nombre de Thadeus Dreyer.

El tercer relato, “La sombra de un hombre”, está escrito esta vez por el propio
Alikoshka Goliadkin, que nos desvela cómo hacia 1917 dio muerte en un duelo a su
hermano gemelo Piotra Goliadkin (como ya hemos referido más arriba, en este
punto, Ignacio Padilla introduce el otro de los esquemas básicos para entender en
toda su dimensión el tema del doble: el de los hermanos gemelos). Goliadkin busca
ahora a Thadeus Dreyer, alternado con el seminarista Schley. Con la búsqueda de
Kretzschmar para suplantar a Adolf Eichmann, personaje real y uno de los altos
cargos nazis, comienza a pergeñarse el Proyecto Amphirtyon, en el que se prepara
una serie de dobles para sustituir a varios líderes nazis.

Finalmente, el cuarto relato, “Del nombre a la sombra”, escrito por Daniel


Sanderson ya en los años 80, trata acerca del Barón Blok-Cissewsky, oficial retirado
del ejército polaco, y su ordenanza Alikoshka Goliadkin. De Blok se dice que ha
usurpado varias identidades distintas, entre las que están Schley, Dreyer y algunos
más, hasta llegar al de Blok-Cissewsky. De las muchas identidades usurpadas, es
interesante especialmente la de Dreyer, el colaborador de Hermann Goering. Es
ahora, cuando de manera retrospectiva comienza a interpretarse la laberíntica trama
de usurpaciones y duplicidades. No obstante, al final de toda esta sucesión, en el
Colofón que firma ahora el mismo Padilla, queda el esquema inicial, tripartito, de
Dreyer (Júpiter), Goliadkin (Mercurio) y Kretzschmar (Hércules):

“En el centro, según reza el pie de foto, se encuentra el sonriente general Thadeus
Dreyer, flanqueado a su izquierda por el brigada Alikoshka Goliadkin, y a su derecha
un tal Franz T. Kretzschmar, teniente del Noveno Cuerpo de Ingenieros”
(Amphitryon, p. 217).

En definitiva, el mal, que en el siglo XX alcanza su etapa culminante con la barbarie


del nazismo, parece ser inherente a la propia duplicidad que generan las continuas
suplantaciones a las que asistimos a lo largo de la trama. En este sentido, la obra de
Padilla es en cierto sentido heredera de la profunda reflexión que Dostoyevski aporta
al tema del doble.

Asimismo, de la misma manera que se puede observar en la novela ya citada de José


Saramago, puede observarse cómo la duplicidad se convierte en multiplicidad. La
multiplicidad llega a ser laberíntica, como muestra la propia trama de la novela de
Padilla. Pero es preciso que volvamos ahora a la fuente primigenia, a Plauto.

Plauto e Ignacio Padilla

Las lecturas de Padilla superan evidentemente el horizonte plautino, pues, cabe


señalar otros autores más o menos cercanos, como Moliére, E.T.A. Hoffmann, el ya
citado Dostoyesvki, Pessoa y Borges (8). Pero es Plauto, junto con Molière, la cita
obligada en un momento determinado:

“Amphitryon. Delicioso personaje, sin duda. Existen por lo menos treinta comedias
basadas en la historia de este patético individuo. La de Molière me parece en extremo
grosera. Si le interesa mi opinión, prefiero la de Plauto. (…)” (Amphitryon, p. 185).

Cabe, además, entrever en algunos momentos el resumen de la propia trama


primigenia, especialmente en este párrafo:

“Hoy sé que a veces son los simples mortales quienes acumulan la rabia suficiente
para rebelarse contra los dioses, pero en ocasiones son los dioses quienes nos dejan
volver a casa tras haber usurpado nuestro lecho y amado a nuestras mujeres”
(Amphitryon, p. 211)

Hay, asimismo, una conciencia del origen teatral de la tragicomedia, como cuando se
habla de “íntimas tragedias” (Amphitryon, p. 34), “un drama cuyo desarrollo conocía
de memoria” (Amphitryon,p. 44); o cuando se dice que “El recluta Thaedus Dreyer y
el seminarista se alternaban esta vez los papeles de mi pesadilla como si se tratase de
una mala comedia” (Amphitryon, p. 126).

Llegados a este punto, es oportuno aclarar que no estamos tanto ante una
“influencia” de Plauto como ante su relectura compleja y creativa, donde los nuevos
textos, como el de Padilla o el de Saramago, vienen a enriquecer más, si cabe, el
equilibrio constituido entre los textos preexistentes. Hay argumentos suficientes
para observar cómo la novela de Padilla supone una creativa actualización de la
trama plautina, donde Júpiter, con Mercurio a su servicio, suplanta a Anfitrión, se
acuesta con su esposa Alcmena y llega a tener un hijo de ésta: el propio Hércules. El
esquema de Padilla nos muestra a Thadeus Dreyer como suplantador de Victor
Kretzschmar. Éste dispone, como Júpiter, de un mensajero, Goliadkin, y tiene un
hijo de la mujer del suplantado: Franz T. Kretzschmar. Sólo falta Sosia, que en esta
nueva trama ya no resulta pertinente, ante la presencia de un narrador invisible.

Rasgos de la duplicidad
Más allá de este esquema básico e ineludible, cabe señalar otros rasgos coincidentes,
como la guerra o la locura, y diversos aspectos más particulares que, como
señalábamos más arriba, se han vuelto elementos constituyentes del tema del doble,
a saber: el nombre propio, el disfraz, el papel del personaje femenino, la noche y el
propio espacio literario. Comentemos brevemente cada uno de ellos:

El nombre propio de los personajes es muy importante en Plauto, pues el mero


cambio de nombre supone ya una suplantación. En Padilla, este asunto se actualiza
mediante una moderna referencia literaria, precisamente una cita inicial del poeta
portugués Fernando Pessoa referida a sus heterónimos, y observamos cómo en la
novela se asiste a una heteronimia sucesiva, incesante, más bien.

El disfraz, por su parte, es otro de los elementos imprescindibles. Se trata


inicialmente de un recurso teatral, donde el cambio de vestido implica el cambio de
identidad, como ocurre precisamente en el Anfitrión plautino. En Padilla, este
recurso se explota menos que en Plauto, pero cabe encontrar puntuales referencias al
vestido como encubridor cuando se habla del uniforme de ferroviario (“mi padre
intercambió documentos de identidad con su oponente. En premio a su destreza
ajedrecística, recibió además el uniforme ferroviario del auténtico Víctor
Kretzschmar” (Amphitryon, p. 24)) o el uso de una sotana por parte de quien no es
sacerdote (“incluso una sotana podía diluir nuestra identidad despeñándonos en la
más flagrantes de las suplantaciones” (Amphitryon, p. 68)).

Otro rasgo coincidente es el papel del personaje femenino como víctima del engaño,
tan afín en ambas tramas. La conciencia que de este engaño tiene la mujer puede ser
un factor variable, dependiendo de la necesidad de la propia historia. Cabe la
ignorancia, como en el caso de Alcmena, o la conciencia de la madre de Franz T.
Kretzschmar, resignada ante la evidencia del propio engaño.

A su vez, sorprende otro rasgo común que podría parecer circunstancial, pero que
resulta un elemento clave, sobre todo a partir de la estética romántica. Nos referimos
a la noche como lugar ideal para los engaños y las suplantaciones. En Plauto
tenemos lo que se llama “la noche larga”, donde Júpiter ha detenido el paso del sol y
la luna para prolongar su estancia con Alcmena. En la novela de Padilla, las partidas
de ajedrez siempre tienen lugar durante la noche.

Finalmente, cabe señalar el espacio literario, donde el usurpador queda dentro, en


lugares como la caseta del guardagujas o una cabaña abandonada (Amphitryon, p.
94). Padilla hace todavía más complejo ese espacio cuando utiliza para plasmarlo la
imagen del laberinto (Amphitryon, p. 141 y 182), en particular del viejo laberinto
cretense, donde “encerrar el minotauro” (Amphitryon, p. 203), dentro de un
“laberinto sin fin” (Amphitryon, p. 209). No se nos escapa algo de Borges en este
laberinto.

Conclusión

Los evidentes parecidos e incluso reminiscencias de la obra de Plauto en la novela de


Ignacio Padilla no impiden que veamos, a su vez, las divergencias. La gran diferencia
de la obra de Padilla con la de Plauto viene dada, al margen de matices, por la nueva
visión que del doble se nos da en los tiempos posmodernos. El doble, hasta Molière,
tenía un componente esencial de falsedad enfrentado a la verdad. El doble
posmoderno implica un paso por diferentes yoes, como es el caso de Padilla, donde
antes que de un yo verdadero o falso tenemos que hablar de un yo que se legitima
ocasionalmente. Cada época tendrá su particular versión del doble en tanto que la
maldad siga siendo el rasgo que nos define.

NOTAS

(1) F.M. Dostoyevski, El doble. Poema de Petersburgo. Versión directa del ruso y nota
preliminar de Juan López Morillas, Madrid, Alianza, 2002, p. 131.

(2) Benjamín García Hernández, Gemelos y sosias. La comedia de doble en Plauto,


Shakespeare y Molière, Madrid, Ediciones Clásicas, 2001, pp. 22-23; Nicole Fernández
Bravo, «Double», en Pierre Brunel (ed.), Dictionnaire des mythes littéraires, Paris,
Éditions du Rocher, 1988, esp. pp. 491-494.

(3) Juan Bargalló (ed.), Identidad y alteridad : aproximación al tema del doble, Sevilla,
Alfar, 1994, p. 13.

(4) Fernández Bravo, o.c., p. 491.

(5) Francisco García Jurado “Reinterpretación (post)romántica del antiguo mito del
doble: Der Golem, de Gustav Meyrink, desde el Anfitrión, de Plauto”, en Carlos
Alvar et alii, El mito, los mitos, Madrid, Sociedad Española de Literatura General y
Comparada-Ediciones Caballo Griego para la Poesía, 2002, pp.71-82.

(6) Mª Jesús Pérez Ibáñez y Francisco García Jurado, “El múltiple regreso de
Saramago a Plauto: el tema del doble”, Castilla. Estudios de Literatura 28-29, 2003-
2004, pp. 171-202.

(7) Para las citas de esta novela utilizaremos la siguiente edición: Madrid, Espasa-
Calpe, 2000.

(8) Las fechas en que se sitúa su novela, entre dos guerras mundiales, y la relación del
tema del doble con el mundo judío me hace pensar lejanamente en El Golem de
Meyrink, si bien hay obras más recientes sobre este asunto, como Operación Shylock,
de Philip Roth (Madrid, Alfaguara, 1996), donde el protagonista averigua que tiene
un doble en Jerusalén que defiende la vuelta de los judíos europeos a su lugar de
origen.


 6. Tradición de la historiografía, de la prosa filosófica, de la oratoria y la
retórica. Tradición de la novela

El tema final, dedicado a la prosa en sentido genérico (historiografía, prosa filosófica,


oratoria y novela), nos permitirá acercarnos a la amiración que el periodista polaco
Ryszard Kapuściński sentía por Herodoto, y nos internaremos en la gran literatura
hispanoamericana (García Márquez, Carpentier Cortázar, Ribeyro) en torno a la
fascinación por los relatos de la historia antigua, así como al apasionante tema de la
relación entre la antigua miscelánea de Aulo Gelio con respecto a los autores
argentinos como Bioy Casares, Borges, o el propio Cortázar. Nos gustaría saborear la
prosa médica de Dioscórides a partir del poeta Antonio Gamoneda. Petronio y
Apuleyo, novelistas, merecieron sendas vidas imaginarias por parte de Marcel
Schwob y de Antonio Tabucchi, sin olvidar cómo Joyce y Fellini se apercibieron de
la cotidianeidad y lo grotesto en la novela de Petronio.

-Heródoto y Ryszard Kapuściński: el viaje por la vida

Las citas antiguas pueden establecer un ameno diálogo con el texto moderno, como
ocurre precisamente en la obra Viajes con Herodoto, del periodista
polaco Ryszard Kapuściński, quien representa a sus lectores en clave de tragedia
griega la lectura que hace del viejo historiador durante una larga estancia en China
como periodista:

"Ahora se produce una escena que parece sacada de una tragedia griega: el campo de
batalla está cubierto de cadáveres de soldados de los dos ejércitos. A él acude Tomiris
con un odre vacío. Va de un soldado a otro, drenando sangre de las recientes heridas,
para llenarlo. La reina debe de estar manchada, incluso chorreando sangre humana.
Hace mucho calor, así que con la mano ensangrentada se seca el rostro. Ahora
también su rostro está manchado de sangre. Otea el horizonte en busca del cuero de
Ciro. Luego que lo encontró, le cortó la cabeza y la metió dentro del odre, insultándole con
estas palabras: Me has hundido aunque sigo con vida y a pesar de que yo soy tu
vencedora, pues perdiste a mi hijo cogiéndole con engaño. Pero yo te saciaré de sangre
cumpliendo mi palabra.

Así se acaba esta batalla.

Así muere Ciro.

Se queda desierto un escenario sobre el cual sólo permanece con vida Tomiris,
desesperada y llena de odio."[1]

El autor moderno, famoso periodista que se hace acompañar en sus viajes por un
volumen de Heródoto (no es casual que sea Heródoto, pues este historiador fue
también un gran viajero), amplifica y dramatiza el final del primero de los nueve
libros que componen su Historia, el que lleva precisamente el nombre de la musa
Clío. En su relato, el autor moderno inserta el pasaje que lleva el número 114 de las
ediciones del historiador griego. Nótese cómo en este caso la diferencia entre el texto
del autor moderno y el de Heródoto viene marcada por la letra cursiva que hace
resaltar el de éste último, sin otras marcas gráficas, como podrían ser las comillas.

[1] Ryszard Kapuściński, Viajes con Heródoto. Traducción del polaco de Agata
Orzeszek, Barcelona, Anagrama, 2006, p. 114.

-La pasión de los autores hispanoamericanos por la historiografía antigua

La historiografía antigua ha suscitado pasión en muchos de los autores modernos y


contemporáneos. Sería sorprendente comprobar cuántos sugerentes pasajes de la
historiografía latina han pasado y quedado latentes en las mentes de los creadores
literarios, aflorando después en bellos episodios narrativos. No sólo los antiguos
historiadores, sino incluso los modernos son objeto de la ficción. Cortázar, García
Márquez, Lezama Lima, Alejo Carpentier o Julio Ramón Ribeyro son sólo
interesantes cabezas de este inmenso iceberg.

Vamos a repasar como ejemplo algunos sugerentes textos de Julio Cortázar y Julio
Ramón Ribeyro. Julio Cortázar (1914-1984) da buena cuenta de su conocimiento de
los historiadores romanos al referirse explícitamente en uno de sus cuentos nada
menos que a Tácito, Suetonio, la Historia Augusta y Amiano Marcelino:

"Por fin, en el presente año, estudio paralelamente una antología de moderna poesía
angloamericana de Louis Untermeyer, la historia del Renacimiento en Italia de John
Aldington Symonds y -absurda complacencia- la serie de los Césares romanos desde
el héroe epónimo hasta el último capítulo de Amiano Marcelino. Para esta tarea me
traje -con la gentil aprobación de la bibliotecaria de la Escuela- Tácito, Suetonio, los
escritores de la Historia Augusta y Marcelino. En el momento de escribir este relato
he llegado a conocer en detalle la vida de los emperadores hasta Probo; pegada a la
pared de mi habitación hay una gran hoja de cartulina y ahí registro uno por uno los
nombres de aquellos romanos y las fechas de sus reinados (...)"

Todavía resulta más curioso otro fenómeno derivado, como es ver que son,
precisamente, los historiadores modernos de Roma, en concreto Theodor Mommsen
y Jérôme Carcopino, los que hacen su aparición en la ficción literaria. De esta forma,
y aunque los datos son imprecisos, nos da la impresión de que Julio Cortázar está
aludiendo a la figura del historiador alemán Theodor Mommsen en el cuento titulado
"Sabio con agujero en la memoria", compuesto precisamente mediante retazos de
célebres frases latinas, a la manera de un mensaje telegráfico, y donde hace
participar también en la acción nada menos que al mismísimo emperador Caracalla:

"Sabio eminente, historia romana en veintitrés tomos, candidato seguro al Premio


Nobel, gran entusiasmo en su país. Súbita consternación: rata de biblioteca a full-
time lanza grosero panfleto denunciando omisión Caracalla. Relativamente poco
importante, de todas maneras omisión. Admiradores estupefactos consultan Pax
Romana qué artista pierde el mundo Varo devuélveme mis legiones hombre de todas
las mujeres y mujer de todos los hombres (cuídate de las Idus de marzo) el dinero no
tiene olor con este signo vencerás. Ausencia incontrovertible de Caracalla,
consternación, teléfono desconectado, sabio no puede atender al Rey Gustavo de
Suecia pero ese rey ni piensa en llamarlo, más bien otro que disca y disca vanamente
el número maldiciendo en una lengua muerta."

A pesar de la vaguedad intencionada, sí podemos encontrar dos referencias dentro


del pequeño relato que pueden hacernos pensar en Mommsen: el historiador alemán
fue, en efecto, Premio Nobel en 1902 y su Historia de Roma tan sólo abarcó el
periodo de la República, hasta el punto de que Gilbert Highet dedica unas páginas
encaminadas a valorar por qué no quiso terminar su obra más conocida . Por el
contrario, Carcopino sí aparece explícitamente citado e involucrado como
especialista de la Historia Antigua en un cuento del escritor peruano Julio Ramón
Ribeyro (1929) titulado "Terra Incognita". El cuento, escrito precisamente en París
en 1975, tiene como protagonista a un erudito en Historia Griega, el doctor Álvaro
Peñafiel, amigo y colega en la ficción del profesor Carcopino:

"El doctor Álvaro Peñaflor interrumpió la lectura del libro de Platón que tenía entre
las manos y quedó contemplando por los ventanales de su biblioteca las luces de la
ciudad de Lima que se extendían desde La Punta hasta el Morro Solar. Era un
añochecer invernal inhabitualmente despejado. Podía distinguir avisos luminosos
parpadeando en altos edificios y detrás la línea oscura del mar y el perfil de la isla de
San Lorenzo.
Cuando quiso reanudar su lectura notó que estaba distraído, que desde esa galaxia
extendida a sus pies una voz lo llamaba. Habituado a los análisis finos escrutó
nuevamente por la ventana y se escrutó a sí mismo y terminó por descubrir que la
voz no estaba fuera sino dentro de él. Y esa voz le decía: sal, conoce tu ciudad, vive.
(...)
Pero la soledad tenía muchos rostros. Él había conocido únicamente la soledad
literaria, aquella de la que hablaban poetas y filósofos, sobre la cual había dictado
cursillos en la universidad y escrito incluso un lindo artículo que mereció la
congratulación de su colega, el doctor Carcopino. Pero la soledad real era otra cosa.
(...)
Cuando estuvo frente al volante quedó absolutamente absorto. Él tenía un
conocimiento libresco pero perfecto de las viejas ciudades helenas, de todos los
laberintos de la mitología, de las fortalezas donde perecieron tantos héroes y fueron
heridos tantos dioses, pero de su ciudad natal no sabía casi nada, aparte de los
caminos que siempre había seguido para ir a la universidad, a la biblioteca nacional,
a la casa del doctor Carcopino, donde su madre. Por eso, al poner el carro en marcha,
se dio cuenta que sus manos temblaban, que este viaje era realmente una explicación
de lo desconocido, la terra incognita (...)"

Vemos, pues, cómo en un sillón de cuero de la biblioteca de Álvaro Peñaflor,


Carcopino contaba a éste sus últimas lecturas de historia romana. Carcopino, cuya
obra acerca de la vida cotidiana en Roma ha servido de tanta inspiración para los
cultivadores de la novela histórica, y tan amigo de estudiar las relaciones entre la
historia y la literatura, se ve involucrado ahora, aunque sin participar directamente
en el trasunto del cuento, en esta particular ficción tan irónica con respecto a la
erudición libresca.

-La antigua miscelánea y el moderno ensayo hispanoamericano

En 1984 adquirí en la Feria del Libro de Madrid una edición de Rayuela, de Julio
Cortázar. Se trataba de la primera edición académica, dentro de la colección de
literatura hispánica de Cátedra, a cargo de Andrés Amorós. Desde el año 63, fecha de
la primera edición de la mítica novela, hasta los ochenta, había dado tiempo a la
canonización de la obra, sin que por ello perdiera un ápice de su vitalidad:
simplemente cambia la nueva generación de lectores que revivirán la historia.
Rayuela cuenta una de las historias de amor, la de la Maga y el protagonista de la
novela, más intensas y tristes que jamás se hayan contado: historia de azares, de
vértigos y de dolor. La forma de la novela, en especial su estructura, tampoco deja
indiferente. Ilustramos este blog con una fotografía del París de Cortázar.

Posiblemente sea su estructura lo más impactante para un convencional lector de


novelas, dado que, merced a un “Tablero de Dirección”, no nos ofrece una esperable
lectura lineal. No obstante, la obra se divide, físicamente, en tres partes: “Del lado de
allá”, “Del lado de acá” y “De otros lados (capítulos prescindibles)”. El libro me
dejó, ciertamente, boquiabierto. Hoy día, con las nuevas técnicas hipertextuales, no
ofrece demasiada dificultad escribir un texto que no sea lineal. En realidad, Rayuela
es una obra que fue por delante de su tiempo en muchos aspectos, y también en el
relativo al propio soporte en papel. Mi curiosidad por saber cómo era una novela que
no se leía linealmente quedó plenamente satisfecha. Ahora bien, hubo algo que por
mínimo e inesperado sembró en mí por aquel entonces una nueva inquietud de lector:
precisamente, dentro de los llamados “capítulos prescindibles”, conjunto variopinto
de materiales a menudo dejados allí en estado crudo, y que iban tendiendo llamadas
constantes a los capítulos de la parte primera y segunda, observé que se había
trascrito la traducción de un texto latino procedente de un autor que aún no conocía:
era Aulo Gelio. Una breve nota a pie de página que había puesto el editor aclaraba la
época en que este autor había vivido y el título de su única obra: las Noches áticas.
Creo que uno de los mayores placeres de un lector es ese momento previo al
encuentro físico con un libro, cuando sólo sabemos de él su título. Conviene recordar
que uno de los aspectos más logrados de la obra de Gelio es, precisamente, su título,
donde se presenta un tiempo (“las noches”) teñido de la magia y la nostalgia de un
lugar (“áticas”). Se trata del tiempo dedicado a la plenitud del estudio, la vigilia, en
el lugar que representa por excelencia lo mejor de nuestra civilización. A partir de ese
título, de esa puerta que sirve como reclamo, nos ponemos a imaginar cómo serán los
momentos felices de su lectura. Nos vemos a nosotros mismos en los lugares
habituales de nuestra vida fijando la mirada en unas páginas y unas líneas que
todavía no están a nuestro alcance. Sí, las Noches áticas parecían una obra
prometedora, y en ella, sorprendentemente, se nos iba a contar todo tipo de datos y
anécdotas, según le viniera en gana a su autor. Cortázar compara su Rayuela con un
Liber fulguralis, de imprecisas y desordenadas páginas, y Gelio dice que sus Noches
pueden leerse ordine fortuito, es decir, al azar. No tardé en poner en relación esa
libertad expositiva del autor latino con la propia estructura no lineal de Rayuela. No
tardaron en fijarse en mi cabeza dos preguntas, casi dos enigmas, que iban a
llevarme, con el tiempo, por derroteros insospechados. La primera pregunta era: ¿por
qué aparece un texto de Gelio en la obra de Cortázar? Naturalmente, cabían muchas
respuestas. La más inmediata era, simplemente, que fuera una mera casualidad, pero
el propio contenido de la cita, del que todavía no he hablado, me llevaría a
conclusiones diferentes. La segunda pregunta era esta: si las coincidencias
estructurales entre una obra y otra no son fortuitas, ¿cómo ha llegado a Cortázar el
conocimiento de las Noches áticas y de su estructura no lineal? No era improbable
este conocimiento, dada la cultura interminable de Cortázar. Él mismo ha dejado en
otros lugares testimonio de ese saber sobre los antiguos, como en la recreación de los
famosos versos de Adriano (animula, vagula, blandula...) que se pueden encontrar
evocados en Rayuela. Se trata de los mismos versos que abren la novela Memorias de
Adriano, de Yourcenar, y que Cortázar tradujo para la editorial Edhasa.
Probablemente, Adriano es el emperador bajo cuyo mandato vivió el propio Gelio, y
hay un pasaje de la novela de Yourcenar donde cabe recordar, disimulado en el fluir
de la prosa poética y memorialista, hasta el título mismo de la obra de Gelio:

"Jamás, desde las noches de mi infancia en que el brazo alzado de Marulino me


mostraba las constelaciones, me abandonó la curiosidad por las cosas del cielo.
Durante las vigilias forzosas de los campamentos contemplaba la luna corriendo a
través de las nubes de los cielos bárbaros; más tarde, en las claras noches áticas,
escuché al astrónomo Terón de Rodas explicar su sistema del mundo; tendido en el
puente de un navío, en pleno mar Egeo, vi oscilar lentamente el mástil,
desplazándose entre las estrellas, yendo del ojo enrojecido de Toro al llanto de las
Pléyades, de Pegaso al Cisne; contesté lo mejor posible a las preguntas ingenuas y
graves del joven que contemplaba conmigo ese mismo cielo. Aquí, en la Villa, hice
levantar un observatorio al que la enfermedad ya no me deja subir."
(Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, trad. de Julio Cortázar, Barcelona,
Edhasa, 1984, p. 124)

Por poner otro ejemplo relativo a la interminable cultura de Cortázar, el personaje


clave de Rayuela tiene intencionadamente el nombre de Horacio, motivado por el
propio poeta romano de la época de Augusto. No falta en Rayuela, por cierto,
tampoco el gorrión de Lesbia, cuya muerte inmortalizó Catulo. Mientras escribo
estas líneas, veintitrés años más tarde, aquellos enigmas aparecen ahora resueltos y
encarnados en varios libros que guarda mi biblioteca, y que iré presentando con
calma. Puedo decir, y no me causa rubor, que la lectura de Cortázar me llevó a la de
Aulo Gelio. Acudí presuroso a la Biblioteca de Filosofía y Letras de la Universidad
Autónoma de Madrid y consulté la edición latina de los Oxford Classical Texts, con
sus dos tomos de Gelio, en la idea completamente infundada de que su latín sería
muy fácil y no me haría más falta que la esporádica ayuda de un diccionario. No me
fue tan fácil penetrar en la obra como había creído en un principio. Allí podía ver
noticias varias que debía ¡yo mismo! organizar en mi cabeza para conferir un sentido
a aquella lectura. Se me ocurrió, y no me equivoqué, que debía articular una
estrategia de lectura: comenzaría buscando datos sobre un tema concreto. El que
más me llamó la atención fue el de Alejandro Magno, en especial la traducción latina
que Gelio hacía de las cartas destinadas a su madre, Olimpíade, o a su maestro
Aristóteles. Todas estas cartas encierran preciosas enseñanzas morales y vitales. Así,
por ejemplo, cuando Alejandro se dirige a su madre autoproclamándose
soberbiamente “hijo de Zeus” ella le responde, con sabia ironía, que eso la convierte
en concubina del dios. A su maestro Aristóteles se queja porque éste ha publicado
algunas de las enseñanzas a las que, supuestamente, no habían de acceder más que el
selecto grupo de sus discípulos. Sin embargo, el filósofo le tranquiliza diciéndole que
no se preocupe, pues la lectura de tales libros no la entenderán más que aquellos que
han sido iniciados por él en la filosofía. En fin, hay en este libro mucho conocimiento,
y hasta preciosas dramatizaciones de personajes. Su espacio literario y vital va de
Atenas a Roma (el de Cortázar se extiende de París a la Argentina), y en el libro no
faltan recuerdos vivos de las estancias de estudio en la campiña ática o de las
lecciones imborrables de los grandes maestros de la época: Herodes Ático, Tauro y
Favorino. El lenguaje y la literatura ocupan un lugar no menos importante. Entre
otras cosas, fue gracias a este libro por lo que ya en el siglo XVI se comenzó a llamar
“clásicos” a los mejores autores de la literatura. Gelio, gran estudioso de las
instituciones de la Antigüedad, trasladó del ámbito social la forma de denominar a
aquellos ciudadanos que pertenecían a la clase más alta, es decir, los classici (frente a
los proletarii o los capite censi) al ámbito de la humanitas. De esta forma, los autores
classici se convirtieron en los “aristócratas”, los mejores, de una ideal República
Literaria. Esta metáfora, que no es más que una culta broma de Gelio, pasó después
a constituir esa envidiable categoría a la que todo escritor aspira. No de menor
fortuna ha sido la trascripción que el propio Gelio hace de una etimología, la de la
palabra persona, que en latín significa “máscara”. Según el texto de Gelio, la
máscara se dice persona porque ésta “resuena”, es decir, per-sonat. De una manera
hábil, aunque incierta, se pone en relación una palabra de origen etrusco, persona,
con el verbo que más se le parece, per-sonare, que en castellano decimos, “resonar”.
A pesar de la falsedad histórica, su difusión como etimología que aclara el origen de
la máscara teatral ha sido grandísima, y ni el propio Cortázar se sintió ajeno a ella
cuando incluyó la cita completa del capítulo de Gelio dentro de los materiales
diversos que componen su novela Rayuela:

"De la etimología que da Gabio Basso (sic) a la palabra persona.


Sabia e ingeniosa explicación, a fe mía, la de Gabio Basso, en su tratado Del origen
de los vocablos, de la palabra persona, máscara. Cree que este vocablo toma origen
del verbo personare, retener. He aquí cómo explica su opinión: «No teniendo la
máscara que cubre por completo el rostro más que una abertura en el sitio de la boca,
la voz, en vez de derramarse en todas direcciones, se estrecha para escapar por una
sola salida, y adquiere por ello sonido más penetrante y fuerte. Así, pues, porque la
máscara hace la voz humana más sonora y vibrante, se le ha dado el nombre de
persona, y por consecuencia de la forma de esta palabra, es larga la letra o en ella».
AULIO (sic) GELIO, Noches Aticas."
(Julio Cortázar, Rayuela, Madrid, Cátedra, 1984, cap. 148)

Por cierto, ya había tenido puntual noticia acerca de esta traducción castellana que
transcribía Cortázar y de la que es oportuno hablar, pues es una pieza importante
para nuestro relato. En todo caso, ya había supuesto, casi desde el principio, que la
traducción citada no era suya (sí el error de “AULIO” en lugar de “AULO”), pues el
castellano me parecía propio de otro siglo. Así las cosas, tras este repaso inicial a la
obra de Gelio, salvada ya la primera impresión y viendo cuánta enjundia cabía en
sus páginas, no pude menos que soñar con el proyecto de traducirla. Pensé en mi
futuro, naturalmente incierto, pero lleno de proyectos e ilusiones. Pasara lo que
pasara en mi vida, debía marcarme como anhelo llevar a cabo una traducción de esta
obra o de una parte de ella. Al cabo del tiempo, puedo decir que ese anhelo se vio
cumplido por causas que son más que curiosas y que, con Ernesto Sábato, podríamos
explicar desde el hecho de que, en realidad, no existen las casualidades. Sábato, por
cierto, supuso en la lenta indagación de las conexiones de Gelio con los autores
argentinos otro pequeño eslabón, dado que alude en su novela Sobre héroes y
tumbas, dos años anterior a la publicación de Rayuela, a la misma relación entre la
palabra “persona” con su antiguo significado latino de “máscara”:

"Pues, como decía Bruno, «persona» quería decir máscara y cada uno tendrá muchas
máscaras: la del padre, la del profesor, la del amante. Pero ¿cuál era la verdadera?
¿Y había realmente una que fuese la verdadera? (...)"
(Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas, Barcelona, Seix Barral, 1984, p. 189)

Este tipo de argumentos lingüísticos tiene mucho de recurso conceptual, como


también fui averiguando al cabo del tiempo. Autores como Pérez de Ayala,
Unamuno u Ortega ya lo habían ensayado en sus escritos, y el uso de la etimología a
la hora de argumentar o, simplemente, de jugar con las palabras, era tan antiguo
como el propio lenguaje. Que dos autores argentinos se hubieran interesado por la
etimología de la palabra “persona” no tenía por qué ser una rareza. No en vano,
estamos en el país del psicoanálisis, tan preocupado por el estudio de la personalidad
y sus máscaras.
Un verso de Jorge Luis Borges, “en la noche propicia a la memoria”, nos permite
resumir con precisión el tema de la ponencia que presentaremos en el II Simposio
Internacional de Tradición Clásica, cuya celebración está prevista para los días 29, 30
y 31 de octubre de 2018 en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad
Nacional Autónoma de México. La noche y la memoria son palabras esenciales para
poder adentrarnos en la discreta pero fundamental lectura que Borges llevó a cabo de
las Noches áticas de Aulo Gelio. Los criterios heurísticos que hemos desarrollado
para el análisis de esta lectura han mostrado, asimismo, una eficacia muy
considerable a la hora de poder hacernos una idea cabal acerca de la transcendencia
que la antigua miscelánea latina ha tenido en el desarrollo del moderno ensayismo
hispanoamericano. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO, CATEDRÁTICO DE
FILOLOGÍA LATINA EN LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE

Al comenzar a escribir estas líneas vuelvo a ser consciente de que la investigación no


puede improvisarse ni tampoco nacer de la nada. Mi estudio acerca de la lectura que
Borges llevó a cabo de las Noches áticas de Aulo Gelio nace de una curiosidad
formulada hace ya muchos años, muy especialmente cuando publiqué, en 2007, una
selección de la obra de Gelio para Alianza Editorial.

De manera particular, la lectura que Borges hizo de Aulo Gelio venía motivada por
una suerte de convención literaria que se había creado en la Argentina de los años 20
gracias al poema titulado “Aulo Gelio”, de Arturo Capdevila. Asimismo, la amistad
de Borges con Bioy Casares, admirador incondicional de la obra del autor latino,
también era un factor que debía tenerse muy en cuenta. No obstante, frente a la
lectura, llamémosla, posromántica de Capdevila y la lectura admirada de Bioy,
Borges llevó a cabo una apropiación puramente “borgiana” de las Noches áticas,
dotada de unas claves propias. Nuestro fin, a lo largo de varios y pacientes años, ha
sido hacer visibles cuáles han sido los cauces de tal lectura. Debo reconocer que, a
priori, el par de citas directas que Borges hace de Gelio, dentro de dos de sus reseñas,
no animaban ciertamente a aventurarse en semejante estudio. La constatación
positiva, definible como “Aulo Gelio en Borges” (modelo “A en B”), era a todas luces
insuficiente.

Sin embargo, cierto día tuvo lugar un hecho clave que inclinó totalmente la balanza
desde el lado del escepticismo hasta el de la certidumbre. El profesor Daniel
Balderston publicó el año 2014 un artículo en Variaciones Borgesdonde editaba y
estudiaba un texto manuscrito de Borges encontrado, singularmente, en un ejemplar
de las Noches áticas que había sido de su propiedad. Como era esperable, Borges
había leído la obra del autor latino en la versión española de Francisco Navarro y
Calvo, al igual que habían hecho Capdevila y el propio Bioy. Aquella publicación de
Balderston cambió el curso de los acontecimientos. No se trataba tan sólo de poder
conferir materialidad bibliográfica a la lectura borgiana de Gelio, sino incluso de
poder indagar en el propio texto manuscrito que se encontraba dentro del ejemplar,
y donde aparecían dos palabras clave: “noche” y “memoria”, palabras que también
pueden encontrarse en el propio Prefacio de la obra latina.

Pasado un tiempo, comencé, asimismo, a desarrollar unos criterios heurísticos de


caráctrer general que me permitieran contemplar desde varios puntos de vista la
posible lectura que un autor moderno podía haber hecho de Gelio. Ensayé tales
criterios con varios autores y, de manera particular, con Borges. Presentados muy
sucintamente, estos son los seis criterios que propongo. Los tres primeros tienen que
ver con constataciones más o menos empíricas:

a) Posibles intermediarios entre Aulo Gelio y el autor moderno, especialmente los ya


citados Capdevila y Bioy

b) Evidencias materiales de la lectura, como la existencia de ejemplares concretos del


autor antiguo que hayan sido usados por el autor moderno

c) Citas explícitas del autor antiguo por parte del autor moderno

Los otros tres criterios revisten un carácter más conjetural:

d) Temas comunes tratados por Gelio y el autor moderno

e) Presencia de aforismos gelianos o expresiones que recuerden tales aforismos en la


obra moderna

f) La relación del antiguo género de la miscelánea con los modernos géneros


literarios, especialmente el ensayo

La combinación de criterios heurísticos de carácter más empírico o positivo (a, b y c)


junto a aquellos que revisten un carácter más conjetural (d, e y f), lejos de suponer
una contradicción o cortapisa, permite acercar puntos de vista distintos, pero
complementarios. Asimismo, ni los tres primeros criterios pertenecen meramente al
ámbito de la mera constatación ni los tres útimos resultan tan sólo puramente
conjeturales. Imaginemos, pongamos por caso, que el segundo criterio, relativo a la
existencia o no de un ejemplar de las Noches áticas que haya utilizado el autor
moderno, no se cumple como tal. Siempre cabe la posibilidad de conjeturar la posible
edición que haya podido utilizar tal autor. En el caso de Michel de Montaigne,
mediado ya el siglo XVI, los especialistas coinciden en la posibilidad de que utilizara
una edición de Gryphius, por ejemplo. Por su parte, los criterios conjeturales
también pueden revestir características constatables, como el hecho de que un
asunto tratado en común por Gelio y el autor moderno pueda deberse a una lectura
en particular, compartida por ambos autores. Por ejemplo, tanto Gelio como Borges
fueron asiduos lectores de Plinio el Viejo. Los seis criterios heurísticos, en cualquier
caso, son complementarios entre sí y nos ofrecen la radiografía de una lectura más o
menos factible que un autor moderno ha podido hacer de Gelio.

Habida cuenta de tales presupuestos para nuestro estudio, hemos llevado a cabo un
análisis donde observamos, en primer lugar, cómo Arturo Capdevila y Adolfo Bioy
Casares crean el contexto adecuado, tanto intelectual como emotivo, para la lectura
borgiana de Aulo Gelio.

En segundo lugar, la existencia de un ejemplar de las Noches áticas que fue propiedad
de Borges nos ayuda a indagar con mayor precisión en el tipo de lectura llevada a
cabo, especialmente a la hora de encontrar palabras clave. Para empezar, es muy
destacable que se trate de la versión española de Francisco Navarro y Calvo (1893),
la misma de la que partieron los dos autores antes citados.

Asimismo, el hecho de que aparezca en el ejemplar en cuestión un texto manuscrito


de Borges nos ha llevado a interesantes indagaciones en torno al posible recuerdo que
el autor argentino hace de la lectura del Prefacio de las mismas Noches áticas. La
unión entre la memoria y la noche en ambos textos, el de Gelio y el de Borges, resulta
ciertamente significativa.
Otra faceta básica, ahora ayudados de la traducción española de Gelio que aparece
en el ejemplar utilizado por Borges, ha sido el análisis de las citas explícitas al autor
latino por parte de este último. El hecho de que tan sólo se trate de dos citas,
situadas en dos reseñas, no ha restado ni un ápice al interés de su estudio. Tales citas,
como podrá verse en la publicación que ofreceremos en su momento, obedecen a una
lectura directa y razonada del texto de Gelio, incluso con correspondencias textuales
realmente iluminadoras. El hecho de que dentro de la reseña de las Crónicas
marcianas de Ray Bradbury aparezcan los términos “verosimilitud” y “posibilidad”,
los mismos que pueden encontrarse en el texto de Gelio referido en la reseña, da
cuenta de una singular acribía por parte del autor argentino.

El estudio de los temas comunes tratados por Gelio y Borges nos lleva a curiosas
conjeturas, pero tres asuntos han llamado poderosamente nuestra atención: el alma
que huye del cuerpo, la memoria prodigiosa y la etimología del término clásico. En
este sentido, también es curioso observar cómo en tales coincidencias temáticas
entran en juego nuevos autores, antiguos y modernos, tales como Marcel Schwob,
Platón y Plinio el Viejo.

El asunto de los aforismos es más propio de los autores renacentistas, ciertamente,


pero hay una soprendente afinidad entre la frase geliana “La verdad, que es hija del
tiempo” y la frase cervantina que Borges relee y reinterpreta en su cuento “Pierre
Menard, autor del Quijote”: “la verdad, cuya madre es la historia”. El análisis de
uno y otro aforismo nos muestra cómo, mientras la primera fue una frase luego
utilizada por el padre del empirismo, Francis Bacon, a la hora de demostrar que la
verdad se va construyendo gracias al paso del tiempo, la segunda, en opinión de
Borges, tendría una proyección pragmatista, al darse la circunstancia de que la
verdad histórica no sería aquelló que sucedió, sino lo que “juzgamos que sucedió”.

Finalmente, llegaríamos al criterio más genérico y, probablemente, el más


importante de todos, pues cuando analizamos las relaciones entre la antigua
miscelánea y el moderno ensayismo hispanoamericano entramos en la verdadera
dimensión de la transcendencia geliana en la literatura argentina del siglo XX. Que
Cortázar recurra a un capítulo de las Noches áticas para uno de los “capítulos
prescindibles” de su novela Rayuela, que Bioy articule conscientemente algunas de
sus obras como misceláneas, o que Borges sea consciente del carácter colecticio de su
obra, sobre todo a partir de los años 60, son testimonios significativos de esta
transcendencia textual donde la antigua miscelánea va a convivir con el moderno
ensayismo. Laura Jansen, en su reciente libro sobre Borges y los clásicos, se detiene
de manera especial en la consideración de ciertos posfacios borgianos, sobre todo a
partir de El hacedor. De hecho, el propio Borges considera su obra como una
miscelánea, incluso denominándola “silva de varia lección”, a la manera de Pedro
Mexía, como leemos en el primer párrafo del epílogo a su libro El hacedor (la cursiva
es mía):

Quiera Dios que la monotonía esencial de esta miscelánea (que el tiempo ha


compilado, no yo, y que admite piezas pretéritas que no me he atrevido a enmendar,
porque las escribí con otro concepto de la literatura) sea menos evidente que la
diversidad geográfica o histórica de los temas. De cuantos libros he entregado a la
imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colecticia y desordenada silva de
varia lección, precisamente porque abunda en reflejos y en interpolaciones. Pocas
cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido
más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de
Inglaterra. […] (Borges, “Epílogo”, en El hacedor [1960], OC II 232)

Las características que Borges atribuye a su obra “colecticia” son claramente propias
del género misceláneo. Sin embargo, si comparamos este epílogo de Borges con su
modelo más esperable, el del “Proemio y prólogo” de la Silva de Mexía, no
lograremos encontrar tantos paralelos como si lo hacemos en el propio “Prefacio” de
las Noches de Gelio:

[…] He seguido un orden fortuito de mis apuntes, porque acostumbraba, siempre


que leía un libro griego o latino, u oía algo notable, anotar en seguida lo que me
llamaba la atención, y conservar, de este modo, sin orden ni concierto, apuntes de
toda clase […]. Así, pues, en este trabajo aparece la misma incoherencia de materias
que en las breves notas tomadas sin método alguno en medio de mis investigaciones
y variadas lecturas […] (Gel. praef. 2 y 3 apud Gelio, Noches áticas I)

No deja de ser una hermosa casualidad que el Prefacio de las Noches áticas, un texto
fundamental para entender las claves de lo que es una obra misceleánea (entre otras
cosas, la importancia del tiempo a la hora de compilar y diponer los materiales crea
como tal un orden fortuito), haya estado durante siglos, hasta 1651, al final de la
obra. La literatura, en este sentido, se mueve en torno a unos sutiles hilos que
transcienden la casualidad y causalidad.

-Dioscórides y Antonio Gamoneda. Un texto médico convertido en materia poética

Llegué la obra de Antonio Gamoneda gracias a una circunstancia concreta. Allá por
el año de 1995, tuve noticia, gracias a un programa cultural emitido por Radio
Nacional de España, de que se había publicado una bella y extraña obra
titulada Libro de los venenos en la editorial Siruela. Se trataba de algo radicalmente
extraño y diferente, en buena medida inclasificable dentro de los géneros literarios al
uso, nada menos que una “corrupción y fábula” elaborada a partir de un antiguo
libro de ciencia, y esta rareza me cautivó.

Buen ejemplo de literatura que nace de la literatura, el Libro de los venenos de


Antonio Gamoneda encuentra su inspiración en una edición concreta de la Materia
Medicinal de Dioscórides, traducida por el humanista segoviano Andrés Laguna y
publicada en Amberes en 1555. Hay un precioso ejemplar iluminado para el rey
Felipe II, impreso en vitela, que se conserva actualmente en la Biblioteca Nacional
de España y en cuya Biblioteca Digital Hispanica es posible admirarlo.
Reproducimos a continuación la información que puede encontrarse en la ficha
bibliográfica correpondiente:
"Este libro es un ejemplo excepcional de la transmisión de conocimientos a través de
los siglos: Dioscórides, médico griego del siglo I, escribió un importante tratado de
botánica farmacéutica y se le puede considerar el padre de la farmacología. Esta obra
fue traducida al árabe en el siglo X, en tiempos de Abderramán III; más tarde, la
Escuela de Traductores de Toledo vertió al latín estos conocimientos, siendo la
primera edición española en latín la de Antonio de Nebrija, en 1518. Corre el año
1555, y el editor Juan Latio publica en Amberes la traducción en castellano que nos
ocupa, realizada por el doctor Andrés Laguna, médico del papa Julio III, quien, en
sus viajes a Roma, pudo consultar diversos códices, así como un libro impreso en
Venecia por Matthioli. La obra continuó editándose hasta mediados del XVIII y en
el siglo pasado se realizó una edición facsímil. Laguna añadió para esta edición
dibujos diseñados por él mismo, que fueron grabados en tacos de madera a la fibra.
Son en total más de seiscientas imágenes de plantas y animales. Se indican los
nombres en varias lenguas, entre las cuales hay, según él mismo dice, «algunas
extranjeras pero españolizadas». Se desconoce quién pudo ser el grabador, pero
probablemente, al tratarse de una edición belga, sea algún artista flamenco de la
época. Varios autores opinan, sin embargo, que pudiera tratarse de grabadores
italianos, por su parecido con la edición de Matthioli, y que Laguna se llevó los tacos
a Amberes, trayéndolos luego a España para publicar nuevas ediciones. Este
ejemplar, de gran calidad técnica, se imprimió en vitela y se iluminó para regalárselo
a Felipe II, por estas fechas todavía príncipe."

En el siglo XX, esta edición ha sido reproducida al menos en dos ocasiones como
facsímil, pero, sobre todo, destaca la que la Consejería de Medio Ambiente,
Administración Local y Ordenación del Territorio – Secretaría General Técnica de la
Comunidad de Madrid dio a la luz en 1991. El facsímil resulta ser una pequeña obra
de arte.
El moderno facsímil del ejemplar del Dioscórides.

Cuando vió la luz el facsímil, eran los tiempos de Joaquín Leguina como presidente
de la Comunidad de Madrid, y estas empresas editoriales hoy día ya quedan
relegadas ciertamente al recuerdo. El facsímil como tal es una esmerada edición,
desde su papel apergaminado y reproducido a todo color, según el ejemplar
iluminado para Felipe II al que ya nos hemos referido, hasta las guardas y la
encuadernación misma.
Las artísticas guardas del facsímil editado en 1991.

De la edición de dos mil ejemplares, doscientos fueron encuadernados


artesanalmente, y hoy constituyen una rareza destinada al goce de los bibliófilos.
La numeración del ejemplar utilizado por nosotros.

Me resultó un hecho sumamente fascinante que un poeta a quien aún no conocía


bien, Antonio Gamoneda, se inspirara en un viejo libro de medicina como éste para
componer una extraña obra lírica que, al mismo tiempo, contiene ciertos elementos
de literatura de bibliófilo. Este tipo de relecturas a partir de obras de la Antigüedad
en clave de nuevas e inusitadas miradas ya lo han hecho anteriormente grandes
autores como Jorge Luis Borges o Italo Calvino, que releen los textos de la Historia
natural de Plinio el Viejo como si de un relato fantástico se tratara.

Según confiesa el propio Gamoneda, la razón de ser de esta obra vino impuesta por
Jacobo Siruela, tras una conversación con el propio poeta acerca de estos raros y
recónditos asuntos que terminan convirtiendo los antiguos nombres de venenos en
pura poesía.
El facsímil del Dioscórides y la portada del “Libro de los venenos” de Gamoneda,
donde podemos observar una ilustración compartida.

El facsímil al que nos hemos referido es el que probablemente inspira a Gamoneda


su, así llamada, “corrupción y fábula” del libro originario, donde a la voz de
Dioscórides y de Laguna, distribuidas a lo largo de la edición original, se une ahora la
del propio Gamoneda en una polifonía hermosa y de extraño lirismo. La voz de
Gamoneda es muy personal en este libro, y en ella pueden encontrarse algunos de los
asuntos más recurrentes de la poesía del propio poeta, como los de la tristeza, la
tarde o la melancolía. El lirismo, pues, aflora en la propia relectura de la bella prosa
de Andrés de Laguna a la hora de traducir a Dioscórides y en las evocaciones que
esta prosa inspira al moderno poeta.
El facsímil reproduce igualmente a todo color la portada ornamentada para el rey
Felipe II.

Publiqué un artículo sobre este tema que tuvo dos egregios lectores, nada menos que
el querido escritor catalán Joan Perucho y el propio poeta Antonio Gamoneda. Para
quien quiera leer este trabajo, sepa que ahora está disponible en el portal de la
UNED. El trabajo ya ha pasado a formar, felizmente, parte de las bibliografías de
estudios dedicados a Gamoneda y su obra. Esto, para mí, no supone tanto un mérito
académico como, ante todo, vital. En este sentido, me gustaría reproducir aquí el eco
material de las lecturas de Perucho y Gamoneda.
Joan Perucho, que guardaba en su casa de Barcelona una edición de 1555 de
la Materia medicinal de Dioscórides, si bien no iluminada, era un gran bibliófilo y, al
tiempo, aficionado a la literatura sobre libros. En una visita que hicimos al escritor
la profesora Isabel Velázquez y yo mismo hace ya unos cuantos años, le llevé un
original de mi trabajo sobre Gamoneda (todavía no había sido publicado). Al cabo
del tiempo, el propio Perucho se refiere a tal trabajo en su libro titulado Els Pares del
desert:

Portada del libro de Joan Perucho


La referencia al trabajo sobre Gamoneda en el libro de Joan Perucho

Finalmente, cuando apareció publicado el trabajo, envié a Gamoneda una separata


del mismo y, al cabo de un tiempo, el poeta me hizo llegar, en señal de
agradecimiento, una preciosa tarjeta manuscrita que ahora reproduzco:
Anverso de la carta de Gamoneda junto al sobre donde fue enviada.

Reverso de la carta de Gamoneda.

En la era de los sexenios de investigación, de las revistas indexadas y de los estudios


bibliométricos, estos “impactos” de un trabajo adquieren una emocionante
dimensión vital que va más allá del tiempo.

Hemos comenzado este blog hablando del precioso ejemplar del Dioscórides de
Laguna publicado en Amberes en 1555 e iluminado para el que terminaría siendo el
rey Felipe II. Ahora, un ejemplar del Libro de los venenos de Gamoneda cierra
asombrosamente este círculo, gracias a su encuadernación artística, elaborada en
2007. En la convocatoria del premio a las mejores encuadernaciones artísticas de
2007 se decidió que el libro objeto de encuadernación para ese año fuera El libro de los
venenos, de Antonio Gamoneda, dado que éste había recibido el Premio Cervantes en
2006.

-Petronio y Apuleyo. Las respectivas vidas imaginarias de Marcel Schwob y Antonio


Tabucchi

Cuando la realidad que nos rodea se convierte en pesadilla, a más de alguno no le


importaría poder disfrutar de una vida imaginaria, como las de algunos personajes
recreados por el escritor francés Marcel Schwob. Breves, visionarias, y con muchos
elementos metaliterarios, estas vidas nos abren a nuevas realidades, nos consuelan
del duro oficio de vivir (en la imagen, mosaico romano de Ancona). Petronio es un
autor por el que Marcel Schwob profesa la mayor admiración. Junto a otros autores
latinos, como Lucrecio, a Petronio le dedica una vida imaginaria que luego inspirará
a Tabucchi su sueño de Apuleyo. El comienzo de la vida de Petronio tiene un gran
colorismo:

“Nació en los días en que saltimbanquis vestidos con trajes verdes hacían pasar a
cerditos amaestrados por aros de fuego; cuando porteros barbudos, con túnica cereza,
desgranaban legumbres en una bandeja de plata, delante de los mosaicos galantes a
la entrada de las quintas.” (“Petronio”, en Vidas imaginarias, traducción de Julio
Pérez Millán, Barcelona, Orbis, 1987 cedida por Centro Editor de América Latina,
pág. 57)

Petronio, famoso en tiempos de Schwob gracias a su recreación como personaje en la


novela Quo vadis? es, además, motivo de inspiración para sus propios relatos, y
merece, como era de esperar, una interesante vida imaginaria que pone en cuestión,
nada menos, el testimonio de Tácito. Schwob parte de la tradicional identificación
del novelista con el Petronio Árbitro (?-65 p. C.) que el historiador latino ha dibujado
para la posteridad, si bien la característica más relevante de este relato es que luego
se disiente en lo que respecta a su trágica muerte. En la lectura que Schwob hace de
Petronio en sus Vidas Imaginarias aparecen recreados detalles de la famosa cena de
Trimalción, si bien, en la más pura línea literaria de Schwob, como si pertenecieran a
la propia vida -imaginaria- de Petronio:

“Su infancia transcurrió entre elegancias como ésas. No se ponía dos veces seguidas
una lana de Tiro. La platería que caía en el atrio se hacía barrer junto con la
basura[1]. Las comidas estaban compuestas por cosas delicadas e inesperadas y los
cocineros variaban sin cesar la arquitectura de las vituallas[2]. No había que
asombrarse si al abrir un huevo se encontraba una pasa de higo[3], ni temer cortar
una estatuilla imitación de Praxiteles esculpida en foiegras. El yeso que tapaba las
ánforas estaba diligentemente dorado.[4]” (“Petronio”, en Vidas imaginarias, pág.
57)

Frente a la versión de Tácito, Petronio no muere, sino que escapa con su esclavo
Siro:

“Alrededor de los treinta años, Petronio, ávido de esa libertad diversa, comenzó a
escribir la historia de esclavos errantes y disipados (...). Se dice que cuando acabó los
dieciséis libros de su invención, mandó llamar a Siro para leérselos, y que el esclavo
reía y gritaba muy fuerte golpeando sus manos. En ese momento maquinaron el
proyecto de llevar a la práctica las aventuras compuestas por Petronio. Tácito refiere
mentirosamente que Petronio fue árbitro de la elegancia en la corte de Nerón y que
Tigelino, celoso, le hizo enviar la orden de muerte. Petronio no se desvaneció
delicadamente en una bañera de mármol, murmurando versitos lascivos. Huyó con
Siro y terminó su vida recorriendo los caminos.” (“Petronio”, en Vidas imaginarias,
págs. 57-60)

Esta vida imaginaria vuelve a ser, como todas las de su género, breve, y no carece de
los elementos visionarios que veíamos para la vida de Séptima y Lucrecio. El autor
se recrea en la descripción de las extravagancias contadas por el propio Petronio en
su novela. Schwob desmiente la fuente historiográfica de Tácito y concede una larga
vida errante al novelista, quien, al contrario de lo que le ocurría a Lucrecio, tiene
tiempo para escribir su novela. Frente a lo esperable, donde la literatura es
consecuencia de la vida, y donde la novela de Petronio no sería más que el resultado
de sus propias experiencias vitales, aquí la novela escrita servirá de modelo, a priori,
para la vida, que será, pues, una consecuencia de la propia literatura. En particular,
Schwob se ha centrado en varios pasajes de la cena de Trimalción, la parte mejor
conservada de la novela, al igual que hizo en el cuento “Las estrigas”, en Corazón
doble. FRANCISCO GARCÍA JURADO

[1] Petr. 34, 2-3. En traducción de Manuel C. Díaz y Díaz (Satiricón I, Madrid, CSIC,
1990): “Ahora bien, en la barahúnda sucedió que cayó al suelo una bandeja de asas,
y un esclavo la recogió; se dio cuenta Trimalción y mandó que fuese castigado con
azotes el esclavo, y que se tirase otra vez la bandeja. Luego apareció el maestresala y
barrió con una escoba la plata junto con las otras limpiaduras.”
[2] Cf. Petr. 35.
[3] Petr. 33, 4-8 “Llegaron de seguido dos esclavos y mientras retumbaba la música
se pusieron a rebuscar en la paja; sacaron de debajo de ella unos huevos de pavo y los
repartieron a los comensales. Volvió Trimalción ante esta mascarada su rostro y nos
dijo: «Amigos míos, huevos de pavo mandé poner bajo la gallina. Y, por Hércules,
que temo que estén ya incubados. Probemos, sin embargo, a ver si todavía se pueden
sorber.» Recibimos cada uno de nosotros una cucharilla que pesaba no menos de
media libra, y cascamos los huevos que eran figurados de pasta. Yo tengo que decir
que estuve a punto de tirar el que me había tocado, porque me pareció que ya tenía
el pollo formado. Un momento después, cuando oí a un veterano comensal: «Algo
bueno debe haber aquí», seguí abriendo con la mano la cáscara y encontré un
papafigo gordísimo envuelto en yema picada sazonada con pimienta.”
[4] Petr. 34, 6 “Al punto traen dos ánforas de vidrio cuidadosamente selladas, en
cuyo cuello habíase puesto un marbete con esta nota: Falerno de Opimio, de cien
años.”

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