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De cómo II»'«íó la nieve es la epopeya

de un pueblo. Como en los cantares de

través de la figura de un héroe earismátieo.


leslimonios, prontuarios, (¡irlas y olías
Fuentes documentales cimentan una leyenda
tan heroica como fabulosa. Pero, a diferen
cia de los poemas épicos, aquí el héroe no
es un guerrero. Es un poeta. Un poeta que
no se reconoce a sí mismo ionio héroe, pues
sabe, o cree saber, que él nunca cometió
hazaña alguna.
Esta asombrosa--contingencia hace que
Manuel f.. el protagonista, se encuentre
vacío de identidad. Es por ello por lo que se
ve impelido a regresar al lugar del que se
exilió, para reencontrar la voz o la palabra
capaz de reintegrarlo a su auténtica dimen
sión. Su memoria, sin embargo, le es ya más
ajena de lo que supone. Recuerdos, vigi
lias, sueños y reíalos lo trasladan más allá
de su trayectoria individual. Entra así en un
tiempo en el cual siente el desgarro ríe una
identidad más compleja \ diversa, un tiem
po cuyo transcurrir se evidencia en los reite
rados ecos de una batalla invisible.
W Qrmoo
annn
V)
La flauta mágica
Antonio Tello

DE COMO LLEGO
LA NIEVE

O
EDTTORES
1." edición: enero 1987

1987 by Antonio Tello

Diseño de la colección y de la cubierta: MBM


Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores S.A. - Iradier, 24 - 08017 Barcelona
ISBN: 84-7223-751-6
Depósito legal: B. 187-1987
Impreso en España
índice

El extranjero 13
El padre Tomás 19
La infancia 29
El pico y la pala 35
Una carta 43
El lupanar de la Gorda 51
Redada en el bar 59
La última película 67
Matilde 73
La Subasta 77
Robinson 89
El Estudiante 99
La tarde de la procesión 103
La noche de la procesión (1) 107
La noche de la procesión (2) 109
La noche de la procesión (3) 111
Regreso de la sierra 115
El basural 119
Don Antonio F 123
El cazador de lagartijas 127
Caída del Sindicato 135
El sargento Reyes 145
Julián Tapia 151
Tomás, el impostor 157
Aquel invierno 165
Sacrilegio 169
La casa de Rafael 179
El cantor del burdel 183
Pabellón 6 187
La gitana 199
El predicador del desierto 205
Dos mil golondrinas 211
La añoranza 221
Ultima carta 225
La negación del padre Tomás 231
El retorno 235
A Beatriz Helbling
«Cinco años padecí mirando eternas
cosas de soledad y de infinito,
que ahora son esa historia que repito,
ya como una obsesión, en las tabernas.»

J.L. Borges
Las calles de la ciudad están desiertas de transeúntes.
Es media tarde y el sol, que cae oblicuo sobre el silencio,
agiganta las figuras de los hombres montados en oscuros
caballos, cuyos cascos resuenan patéticos sobre el pavi
mento. Los jinetes avanzan como sombras, como ángeles
implacables y terribles apuntando al cielo con sus pis
tolas e imponiendo el miedo y el vacío con sus mira
das agazapadas bajo el acero.
La brisa que viene de la Plaza San Martín es acida y
trae el rumor de gritos y el sonido sordo de las ex
plosiones, también el tropel de los caballos y el ruido
metálico de los sables. La patrulla sigue impasible su
camino. Ante la calle inmóvil, la invisible batalla parece
irreal y lejana.

13
El extranjero

El señor Manuel T., cuentan, tenía cuarenta y dos


años cuando recibió la última carta de su madre. Desde
hacía veinte el cartero le traía una todos los meses, pero
él nunca las contestó. Según dicen, Manuel T. contó a
algunos amigos íntimos que todas las noches soñaba el
mismo sueño: soñaba con grandes planicies nevadas y
con invisibles batallas más allá de la blancura. Eso di
cen que soñaba, porque el tal Manuel T. era un hombre
extraño que hablaba de cosas también extrañas. Digo
extrañas queriendo decir que él y sus historias eran ex
tranjeros, venían de lugares sólo conocidos a través de
la geografía escueta de los periódicos, siempre parcos
de palabras y tal vez de verdades. Muchos tenían al señor
Manuel T. por hombre egoísta, soberbio e insensato;
otros pensaban que era cruel e inhumano, influidos,
posiblemente, por una fea cicatriz que tenía en su oreja
izquierda; y los terceros decían que era un excéntrico,
cuando no un infeliz solitario y escéptico. Sin embargo,
creo que la palabra más exacta, la que además de definirlo
le otorgaba esa aureola insolidaria, era extranjero.
Yo pensaba que si algún día el regresaba a su tierra,
como efectivamente sucedió, también allí sería un extra
ño entre su gente. Y lo es. Cuentan que en los momen
tos de descanso que se da, relata a los curiosos que
se acercan a él el viejo sueño de las planicies nevadas y
las batallas invisibles, los pueblos que se hundieron
y aquellos otros que se subastaron durante la tormenta.

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«En la batalla de San Carlos —dicen que cuenta el viejo
Manuel T.—, los indios desmontaron de sus caballos y el
choque de las lanzas fue de muerte. Los soldados que
presenciaron el duelo entre los salvajes sintieron la
alegría de la traición, mientras los guerreros de Calfucurá
temblaban de furia. La victoria fue derrota y entre el
polvo cabalgaron los sobrevivientes más allá de las
salinas, al otro lado del Río Negro. Esa fue la última
batalla de Calfucurá y casi el fin de la guerra. El cacique
murió y su olor a difunto se confundió con la grasa de
potro y los piojos que habitaban el toldo. El chajá se rió
en la noche y en la distancia. La carroña del gran jefe
revoloteó sobre los muertos de San Carlos y les arrebató
el odio. Y voló, porque mi abuelo, que despenó tantos
infieles como nunca llegó a contar su memoria, también
yacía allí, con el cráneo abierto de un bolazo, los
testículos en la boca y en su cara una mueca irreconcilia
ble. Así terminó una guerra y comenzaron otras, aunque
tanto Calfucurá como mi abuelo ya habían muerto.»
Antes de marcharse Manuel T. recorrió todas las
bibliotecas y librerías de la ciudad. Su casa, que también
estaba llena de libros, expuso a los escasos visitantes un
desorden inusual. Estanterías revueltas, libros abandona
dos en cualquier rincón mostrando historias parciales,
acciones inconclusas o emociones interrumpidas por la
búsqueda afanosa de Manuel T., quien poco a poco se
iba consumiendo en la tarea, eran la demostración de que
algo había conmovido nuevamente su vida.
Por supuesto, ante tal cambio en la conducta de este
hombre, nacieron las conjeturas y algunos pensaron en
que mucho tenía que ver una hermosa mujer que, du
rante algún tiempo, convivió con él, hasta que cierto día
desapareció de improviso. Cuando el rumor creció y
desbordó se supo que aquella mujer se llamaba Matilde,
que era su amante o su esposa y que por ignoradas
razones había regresado a su tierra abandonándolo.

16
Otra versión sobre el extraño proceder del señor
Manuel T., pero que no tuvo demasiado eco entre los
vecinos, tal vez por su sencillez, fue aquélla que explica
ba que hacía dos meses no recibía carta de su madre.
Estas cartas eran reconocibles por el color del sobre y un
vecino llegó a contar que le había visto leer la última y
palidecer y estremecerse por primera vez desde que vivía
allí. Nunca pude saber en qué circunstancias y por qué
motivos aquel vecino presenció la lectura de la carta, ni
tampoco por qué razón he preferido creer este cuento a
los otros. Tal vez lo creí porque en cierta ocasión pude
ver que todos los libros leídos por Manuel T. tenían
frases subrayadas, anotaciones, reflexiones, y se me dio
por pensar que en el fondo de su comportamiento había
algo literario. Sospeché que buscaba su norte en algún
libro o frase o verso que en cierto momento de su vida le
había servido de referencia, de punto de partida o algo
parecido que había olvidado. Al fin y al cabo Manuel T.
era un poeta. Después, cuando comenzó a recorrer todas
las bibliotecas y librerías de la ciudad buscando un libro,
casi pude confirmar lo que había intuido. Manuel T., al
que habían comenzado a llamar «el viejo Manuel» por lo
mucho que había envejecido, gastó muchas horas de
muchos días detrás de un libro que al fin encontró. Pero
con esto no terminó su búsqueda.
Durante las primeras semanas algunos curiosos se
detenían frente a su puerta esperando alguna novedad,
pero no ocurrió nada, salvo que el viejo Manuel leyó una
y mil veces el libro sin hallar lo que buscaba. Así,
una mañana de primavera abrió la ventana de su dormi
torio y muchos niños que iban al colegio vieron,
creyéndolas cometas, las páginas del libro que él destro
zaba furioso.
Al llegar el verano Manuel T. se marchó tal como había
venido, con una pequeña y vieja maleta, y regresó a su tierra,
donde, según cuentan, también allí es extranjero.

17
Al parecer, en cuanto llegó a su país alquiló un auto y
viajó hasta su ciudad natal, pero no la reconoció sino al
cabo de unos meses. Ningún rostro le era familiar,
tampoco el nombre ni el trazado de las calles. El paisaje
le era mezquino comparado con el recuerdo. Pronto las
gentes supieron de un forastero que caminaba por calles,
plazas, fuentes, preguntando por avenidas, edificios y
nombres ignorados, hasta que un anochecer del quinto
mes de estancia encontró una casa y se estremeció.
Preguntó si en ella había vivido la señora T. o alguien de
su familia, pero sus habitantes no supieron darle razón;
entonces preguntó si por casualidad en esa casa habían
hallado muchos libros y le dijeron que sí y que la vieja
que los dejó había muerto en el hospital San Roque. Vio
los libros que quedaban y la humedad de la lectura y la
grafía de antiguas anotaciones le excitaron, sin embargo
no halló lo que buscaba. Insistió y los nuevos moradores
de la casa le explicaron que no sabían cómo esos libros se
habían salvado de la quema hecha por los soldados del
General, cuando ellos eran adolescentes. Esos debían de
ser los últimos libros que quedaban en la ciudad, esos y
los que un cura, que cierto día desapareció, quizás
fusilado, quizás perdido, enterró en bolsas de polietileno
en la Cabeza del Indio, como llamaban antiguamente a
una colina de las afueras de la ciudad y donde dicen se
levantó un fuerte llamado Lavalle.
Aún en estos días suelo escuchar a algunos viajeros,
comerciantes y turistas que van hacia los países del Sur,
que un viejo llamado Manuel T. cava afanosamente desde
hace muchos años, nadie precisa cuántos, la arena de una
colina y narra antiguas leyendas para ganarse el pan.

18
El padre Tomás

Usted es Manuel T. No me pregunte cómo lo sé, no


sabría explicárselo, de la misma manera que tampoco
usted sabría decirme por qué ha venido a verme después
de tanto tiempo. Pero lo esperaba. En cuanto apareció
por el fondo del patio supe que por fin había venido,
aunque ignorante de que pisaba un país extraño, un país
que ha llevado una vida ajena a la suya...
Si hubiese vestido pantalón vaquero, campera de cuero
negra y botas altas del mismo color, hubiera sido capaz de
jurar que era igual a alguien que soñé hace mucho, cuando
asaltaban mi alma la duda y el entusiasmo.
Seguramente su madre le habló de mí en alguna carta,
o tal vez no, tal vez nunca me mencionó siquiera y quién
sabe si no fue mejor así. Pero ahora su madre, su abuela
y su hermano están muertos y para usted lo estaban
desde mucho antes. Sabía que vendría un día cualquiera
y también para qué, pero no se haga ilusiones, yo no
tengo todo lo que usted busca, sólo una pequeña parte.
Además, lo hecho, hecho está, aunque lo esperaba para
morir en paz.
¿Le costó mucho encontrarme? ¿Sí? ¿Lo ve? Le diré
lo que hizo: fue a la iglesia después de mucho preguntar
y allí le dijeron con religiosa seriedad que no me
conocían, ¿sabe?, tienen vergüenza de un viejo cura
recluido, cuya visión nunca aceptaron y que pudorosa
mente llaman «crisis de conciencia», una locura, un
desvarío espiritual que purgo desde hace mucho tiempo

19
en este asilo. Bueno, usted fue y preguntó por el padre
Tomás y le contestaron que no conocían a ninguno con
ese nombre y creo que eran sinceros porque nunca me
tuvieron por uno de ellos. Deje que me ría, aunque,
claro, ya me doy cuenta de que esto no tiene nada de
divertido, así que no me mire con esa cara. También
usted se reirá si le digo que yo solía barrer el templo,
arreglar la sacristía, ocuparme de las hostias y de tocar el
órgano en ocasión de bodas y tedeums; hacía de todo
pero llegaron a prohibirme que dijera misa o confesara
porque me consideraban peligroso o tal vez sólo pertur
bado. Usted insistió, habló de un posible error, pero no
sacó nada y ya se marchaba cuando el más joven de los
curas le detuvo justo antes de cruzar el portal y, desde su
escondite al lado de la pila bautismal, le dijo quién era yo
y dónde estaba. Sonríe ¿eh? No me he equivocado en
nada ¿verdad? Le diré otra cosa, y que Dios me perdone
porque a lo mejor es más horrible de lo que pienso, pero
en este asilo sólo es hermosa esta glorieta y nadie más
que yo viene a ella. Fíjese en esas rosas enroscándose en
las columnas blancas, tienen una belleza tan limpia como
empecinada que las hace ajenas a los habitantes de este
lugar. Detesto a los viejos, me repugna su piel arrugada y
sebosa, la boca desdentada, el temblor de sus labios y la
torpe insolencia de creerse niños. Pobres, no saben o no
quieren saber que los niños no tienen recuerdos sino
sueños, ¿me comprende?, por eso yo alimenté los sueños
de su hermano y los dejé crecer y ocupar este mundo
cargado de un pasado ajeno y de un presente monstruoso
que los esbirros del General se encargaban de avivar a
cada instante. Me ha oído bien, sí, yo alimenté los
fantásticos sueños de su hermano hasta su locura, pero
no me odie, por favor, escúcheme, fue un acto de piedad
hacia un muchacho inocente que vivía sumido en una fe
ciega en un padre y en un hermano que habían desapare
cido imprevista y repentinamente de su vida. Su hermano

20
sufría continuas pesadillas que luego me contaba con
infinito dolor, lo mismo que las viejas historias que su
abuela, a su vez, le contaba a él. En alguna de estas
ocasiones fue cuando debió de dejar de llamarme Tomás,
padre Tomás, pero pronto me di cuenta de lo que estaba
pasando por su cabeza. El día en que, después de la
procesión, me pidió unas monedas para ver Robinson
Crusoe fue inolvidable para mí. El chico había leído el
libro y quería ver la película, una dudosa versión
mexicana que pasó sin pena ni gloria. Recuerdo que llegó
corriendo y me dijo: «Manuel, dame unas chirolas para
ver la del Avenida». Le di el dinero y se fue como había
llegado porque se le hacía tarde. Yo, definitivamente para
él, había dejado de ser el padre Tomás y sentí pena por él
e increíblemente también por mucha gente, ya sabe a qué
me refiero, y por usted, que había decidido marcharse de
la organización, como antes se había marchado de su
familia. Pero por el momento no hice nada. Después de
aquella tarde, seguramente su madre le escribió lo que
pasó, el chico se encerró desnudo en su pieza y comenzó
a amontonar trastos, llevar animales y cuanta porquería
caía en sus manos, a la manera de un Robinson naufrago
entre nosotros. Durante mucho tiempo me sentí culpable
de la desgracia y creo que tuve una verdadera crisis de
conciencia, como diría el Obispo. Sufrí mucho, los
sueños del muchacho me obsesionaban continuamente y
deseé redimirme como fuese ante él, ante mí, ante los
hombres. El chico lo admiraba mucho, me dije un día, y
me di cuenta en ese instante de lo que tenía que hacer.
Decidí, entonces, llevar a cabo todo aquello que hubiese
hecho Manuel T. de haberse quedado. Era también una
especie de homenaje al amor de un inocente, una rei
vindicación de la locura, el deseo de sublevar la ima
ginación contra esa normalidad que nos destruía lenta
mente. No, es mejor que no diga nada, que no haga nada
ahora, usted tuvo sus motivos para irse y no regresar

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hasta hoy y yo tuve los míos para dejar de ser quien era
y convertirme en Manuel T. Créame, estoy perfectamen
te lúcido, sé lo que le estoy diciendo, es la pura verdad...
porque de la misma manera renuncié, renegué de su
nombre cuando la derrota fue ostensible.
Oiga... ¿le dije que este lugar tiene de malo a los
viejos y de bueno esta glorieta y sus rosas? Le voy a
decir otra cosa; también tiene de bueno la soledad y
¿sabe por qué?: porque es lo único solidario que tiene la
gente que habita los asilos. En la calle no pasa lo mismo,
allí la soledad es egoísta y desesperada y los hombres
envejecen con un insidioso sentimiento de culpa en el
alma. Este sentimiento es el que nos coarta la libertad
rebajándonos a una vejez temblorosa. Padres e hijos
sienten unos de otros y de sí mismos una vergüenza
inconfesada. Yo soy cura, usted bien lo sabe, y antes mi
fe en Dios era temerosa de su infinito poder; pero he
aprendido que no debo temer a ese poder sino a la
debilidad esencial de los hombres, sobre todo la de los
hombres oprimidos, porque ¿qué es la debilidad sino el
rostro de ese sentimiento de culpa por pretender algo, yo
diría la libertad, para lo cual nuestra alma no está
convencida ni de su legitimidad ni de su existencia?
Quiero decir que hemos hecho de la libertad una estatua
impasible, un poema, un fantasma miserable. Bah, deje
mos esto... usted se marchó un día de diciembre, pocas
horas más tarde de que una gitana le tirara las cartas y le
anunciara parte de su destino, un destino que usted ni
siquiera intentó modificar, aceptándolo como una fatali
dad. ¿Se da cuenta de la contradicción? Con el tiempo he
ido conociéndolo, intuyendo sus más íntimos pensa
mientos y deseos. También conocí a Matilde y viví con
ella después de que ella fuese en su busca y usted la
rechazara, pero no sé si alguna vez me amó. Ella era una
mujer hermosa pero estaba derrotada. No le digo todo
esto para molestarlo, trate de comprenderme, estas cosas

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han sucedido hace muchos años y usted ha venido a
buscar algo que ya no existe y que aun existiendo
tampoco le serviría de nada. Pero es necesario que se
entere de lo que pasó durante su ausencia, algo es algo, y,
casi con seguridad, ya se ha reunido o se reunirá con los
pocos que sobrevivieron a la derrota. Ellos también han
envejecido y, como todos los demás, trabajan y fornican,
fornican y trabajan y dan vivas a la Revolución en sus
noches de borracheras. No les juzgo, no tengo por qué
hacerlo, ellos dieron más de lo que podían dar y, aunque
usted no estuvo, no tiene que sentirse totalmente exclui
do. Usted está aquí, ha vuelto y espero que no sea un
remordimiento de visita. No hay peor cosa que los
remordimientos...
Yo lo esperaba y ha venido, ahora puedo morir feliz,
ya prolongué demasiado mi juventud, más que cualquie
ra de los hombres que lucharon y sucumbieron a la
soledad de la calle. Moriré siendo más joven que usted,
pero tenía el remordimiento de haberle complicado para
siempre la vida falseando su destino y que no me per
donara el abuso, es decir, que me muriera sin advertir su
regreso. Son cosa fea los remordimientos, aunque nos
justifiquemos de mil maneras. Le agradezco que esté aquí
frente a mí. No importa que no haya deseado realmente
venir y sólo se haya dejado arrastrar por un impulso
profundo y extraño, incomprensible para su tremenda,
egoísta soledad en la que ha exiliado su corazón. No tome
esto como un reproche, no tengo derecho a hacérselo,
como tampoco lo tiene usted, porque lo conjuró en el
mismo momento en que decidió regresar a la ciudad,
recorrer sus calles y preguntar por mí. ¿Se da cuenta? Un
poeta vencido, con el alma desterrada de sus propios
sueños, ha regresado buscando un viejo poema que tal vez
no haya escrito nunca y un montón de libros y sospecha
que yo puedo tenerlos. Usted se equivocó una vez, se
asustó, huyó, pero piénselo bien, no se equivoque, no se

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asuste ni huya otra vez, porque no habrá una nueva
oportunidad. Si ese poema existe es posible que ya no le
diga nada y tal vez le convenga intentar otro. En todos
estos años he pensado en usted y en mí como en una sola
persona, he pensado en esos hombres que aún vivan a la
Revolución cuando se emborrachan y siempre termino
sumido en la misma visión: la ominosa desnudez de las
palomas desplumadas. ¿Se ha fijado alguna vez en ella? Es
horrenda la piel violácea que parece perforada por
infinidad de alfileres que la sostienen sobre los cuerpos
descarnados de esos pobres animales. Es una visión
ofensiva de la derrota y usted y yo la hemos tenido y
hemos terminado por volver la cabeza entristecidos. Por
eso enterré sus libros, su poema y mi Biblia en los
médanos de la Cabeza del Indio, por eso enterré allí a
Manuel T. hasta que usted regresara, si es que regresaba
algún día... pero espere... no se vaya todavía...

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(Estoy roto. Me he trizado como un espejo contra el
piso, veo mi rostro partido en mil trozos y pienso. Pienso
en cada fragmento que me devuelve imágenes que son
mías y ajenas. Sé que ya no me pertenezco, que me
desconozco, porque cada uno que soy o que he sido
engendra memorias diferentes y diversas con el estigma
de la angustia. No quiero reconocerlo, aunque la escoba
pronto se llevará mis parcialidades dejándome vacío, con
la desesperación devorándome las uñas, impotente y solo,
buscando las correspondencias solidarias de aquello que
fui o quise ser. Mido las distancias, contemplo mis nuevas,
lejanas, absurdas geografías, y sueño con tramar la
totalidad herida que tal vez puede ser, con recomponer
mis parcelas dispersas, y me sorprenden sueños, historias,
pensamientos, deseos, crímenes, tristezas, amores, heroici
dades, cobardías y nombres que no supe que me pertene
cían hasta ese instante en que di contra la piedra que me
fracturó la íntima sensación de ser quien creía ser,
ignorante de los muchos que habitaban mi alma cons
truyéndome con la engañosa calidad de los espejos, con
sus tramposas perspectivas que al enfrentarse reproducen
tu impertinencia física hasta el infinito.
La muerte y la transfiguración me sobrecogen. Grito y
no hay ecos sino otros gritos perdiéndose en el espacio
oscuro, flotando impasibles con la calma intensa de la
eternidad. Comprendo que he albergado —o sigo alber
gando— muchas sombras aletargadas, innumerables con-

25
ciencias tan heroicas como miserables que han hecho de
mí este archipiélago, y ahora que lo comprendo me parece
imbécil preguntarme por las razones del olvido, por la
perenne degradación de la memoria. Tengo cuarenta y
dos años, creí en la victoria y vivo en la derrota. Fui
brutalmente derrotado y, a veces, me regodeo en la
angustia. En esos momentos, no puedo decir que sufro
sino, más exactamente, que «experimento una vaga sen
sación muy parecida a un gozoso desprecio de mí mismo».
Constato entonces que mi alma ya estaba infiltrada por esa
fuerza poderosa que me aplastó y también que tal
comprobación tiene algo de individual, de los límites de ese
egoísmo atávico que nos convence de que con nosotros
finaliza la vida, haciendo coherente la idea falaz, domésti
ca, mezquina, que tenemos de ella esta clase de hombres a
la que pertenezco.
Quiero explicarme tantas muertes parciales y sin saber
por qué pienso en el pasado, en un pasado enfermo,
agobiado de distorsiones y fiebres: tuberculoso, porque
tenemos los pulmones invadidos por una rata que nos
consume susurrando ilusiones por las que muchos morimos
afirmándolas y otros en el vano intento de desmentirlas,
pero unos y otros desconociendo a su vez la existencia del
monstruo. Y si por casualidad algunos sobrevivimos,
dándonos cuenta de la ingenuidad anterior, optamos por
resignarnos sin valor para esperar, aceptamos y ocultamos
la presencia de la rata, participamos de su repugnancia,
porque damos por supuesto que nuestro diminuto corazón
es el universo. Y así nos transformamos en ratas gigan
tes, divertidas y angustiadas por pasadas e irrecuperables
esperanzas. Pobres hombres-ratas que ansiamos la pie
dad, cobardemente la piedad, cuando aún estamos a
tiempo de la advertencia y del suicidio lúcido que atraiga
la mirada de los ingenuos que se rebelan candorosamente
y así van al muere o a la angustia, que es otra forma de
muerte.

26
Anoche he soñado en un tiempo donde la angustia era
palpable o, mejor dicho, definible. Soñé con el horror, el
asfixiante horror de una jaula de espejos en la que creía
haber vivido durante centurias. Una luz neutra apagaba
mis sentidos y todo lo veía como en sueños. Al parecer,
por esta circunstancia y hasta ese momento, nunca había
mirado mi totalidad física. Me di cuenta de que tenía
zonas no sólo inexploradas sino también invisibles para
mí, a pesar de lo que mostraban los espejos. Cuando lo
supe, la sangre palpitó en todo mi cuerpo y me estremecí
al sentirla golpeándome el pecho: estaba asustado. Incom
prensiblemente tenía una pistola en la mano derecha y
acariciaba amorosamente su cañón después de largas
pausas en las que hacía lo mismo con mi sexo. Volví a
pensar, no obstante los espejos, en la imposibilidad
rotunda de ver algunas regiones de mi cuerpo flaco. Por
un instante brevísimo miré mis ojos y, desesperado,
comprobé el ademán: estaba viendo mirarme. Aparté
bruscamente la vista y me asombró el gesto repitiéndose
progresivamente, como un eco insonoro y simultáneo
extinguiéndose en las profundidades de ese espacio abier
to en el espacio que era mi prisión. Giré sobre mí mismo y
nada cambió salvo que experimenté la sensación del deseo
de girarme, pero sin la seguridad de haber realizado o no
el acto. Repetí el movimiento hasta que comprobé ho
rrorizado que mis imágenes —o yo mismo— se hundían
—me hundía— en un agujero negro arrebatado por una
danza extraña, cuyo significado me había sido enseñado
en tiempos remotos. Agitado por el vértigo, al borde de la
náusea, me desesperé por acabar con esa danza absurda,
por escuchar mi voz entre los cientos o miles de gritos que
insidiosos penetraban en mi mente desquiciándola. Con
un esfuerzo superior a mis fuerzas logré colocar el cañón
de la pistola en la sien y disparé mirándome los pies con la
inútil esperanza de no verme, incapaz de soportar las
visiones de mi propia muerte que igualmente vi, porque

27
el techo y el piso también eran espejos. Reventó el
cerebro. Estalló pesadamente la sangre, deshiciéronse los
espejos y con ellos mis imágenes. El sonido, reverberando
con gravedad, fue diluyéndose en un vacío que se hizo
gris y llano y tuvo en mi desnudez famélica su única
referencia. Comencé a caminar y recuerdo que antes de
pasar a otro sueño tuve miedo. Ahora pienso en mi
infancia:)

28
La infancia

Dibujo monigotes sobre los vidrios empañados de la


ventana y luego les pongo nombres. Al rato los cristales
están totalmente mojados y el perfil de los muñecos y el
de las palabras chorrean lentamente. Al otro lado la nieve
se acumula en los bordes y cuando ya no puede sostener
su propio peso cae silenciosamente. Las ramas de la
higuera casi tocan el suelo blanco. En verano el sol hace
transparentes sus hojas...
Si guiño este ojo las hojas tienen más rayos que con
éste cuando el sol se pone, pero mirándolas así, con el
izquierdo cerrado, se vuelven transparentes y sus venas
son caminos largos, largos. Ayer pasó un avión sobre la
copa de la higuera y dicen que los aviones son muy
grandes y que se ven chiquitos porque van muy altos.
Me pregunto si los que viajan en aviones sabrán por qué
la sierra es azul, seguro que lo saben porque ellos pasan
por encima de las montañas y ven muchas cosas. Un día
agarraré la muía y subiré al filo de la sierra y miraré qué
hay y también quién hace los remolinos de fuego en las
laderas y que duran semanas y semanas ardiendo. De día
vemos el humo alargándose como un tirabuzón negro y
blanco y de noche las llamas anaranjadas iluminándose a
sí mismas como las luciérnagas en el verano. Según los
serranos las quemazones dan de comer a las majadas.
Ellos te dicen que si el pasto se quema crece más rápido
y las cabras y las ovejas no se mueren de hambre.
Aquella loma que se ve allá, desde aquí es azul, pero

29
cuando la subimos es de tierra. ¿Qué querrá decir
«azululala del color del mar»? Cada vez que izamos la
bandera cantamos eso y cuando se lo pregunto a la
señorita me dice que no me haga el loco, «azululala del
color del mar», que no me haga el loco dice, así que será
mejor que no le pregunte más y ponga en esta rama la
liana para que se descuelgue Tarzán ¡ahouahouuuu!
¡Tarzán rey de la selva! ¿Estar haciendo ladrillos cacique
Guali? Ver que gran horno tener mucho fuego y fuego
ser muy peligroso si no dominar ¿entender? Yo venir a
decirte don Vicente Guali que mujer tuya ha sido
bautizada por tribu comechingona que hacer ladrillos de
barro y ahora ella llamar Sota de Bastos. No enojar don
cacique porque ella llamarse así por ser flaca y tener
vestido corto como mujer de naipe y, además, todo
mundo saber que cacique poner cuernos con otra mujer
de gran tribu de adobes. Si usted enojar no olvidar que
yo tomar Toddy ¿entender? Cuando el sol se esconda
detrás de aquel árbol, por la curva de arriba aparecerá el
ómnibus que pasa para el otro lado todas las mañanas.
Ahora aparecerá cargado hasta el techo porque vuelven
los hombres de la cosecha del maíz. Cuando ellos llegan
el pueblo se llena de borrachos y muertos, porque los
hombres traen dinero y lo gastan así. En esos días
también llegan los turistas y se asombran de que vivamos
todo el año de este modo. Ellos sólo vienen a montar
caballos y a comer cabritos. Yo siempre espío la curva de
la muerte porque los coches vienen tan rápidos que
siempre pasan de largo metiéndose en el gallinero del
vecino, bueno eso pasaba antes porque ahora el hombre
ha puesto un tronco grueso de algarrobo y lo ha parado
justo después de un barranco que cavó a propósito, así
que cuando un coche pasa de largo o cae en el pozo o se
estrella en el tronco. El viejo está contento porque ya no
tiene tanta matanza de gallinas. Mañana, por esta curva,
pasarán los carros que van a la ciudad a vender pelones y

30
pasas de higo. Pasarán durante todo el día porque son
muchos y van a tranco de muía, pero lo que me gustaría
a mí es tocar el acordeón para tocar canciones y después
darle un beso a la María, pero no como el año pasado,
sino otro mejor. Otro mejor para tocarle las tetitas
chiquitas y olorosas que tiene. Sí, tocaré el acordeón, le
daré un beso y tendré una bicicleta para irme lejos, lejos
y volver aquí cuando ya sea viejo y contar a todos lo que
he visto por el mundo porque yo no me moriré nunca.
Cuando corrí la carrera con los hermanos Tapita y me
caí del caballo creí que morirse es poner el sol en otro
lado, pero la mama ha dicho que no siempre que alguien
se muere hay sol, algunos se mueren de noche, se
duermen y ya no madrugan nunca más, se quedan en la
cama duros, transparentes, con los ojos cerrados y las
manos cruzadas sobre el pecho agarrando una cruz.
Después, como todos los otros que se han muerto,
tienen que esperar hasta noviembre para que el cemente
rio se ponga de fiesta, aunque los hombres y las mujeres
se vistan de negro y lleven flores. Los muertos han de
sentirse muy contentos porque los han ido a visitar y
todos hablan de frente a sus tumbas, acomodándoles las
cruces y desyuyándoles el lugar. Al atardecer se van con
la cabeza baja y se despiden hasta el año que viene. Por
ellos me enteré de que los muertos hablan. No es que se
aparezcan por cualquier lado sino que cuando quieren
hablar con alguien se le aparecen en el sueño y charlan
tranquilamente. Cuando sucede yo siempre me entero
porque casi todos los que han hablado con un finado, al
día siguiente juegan al cuarenta y ocho.
Al atardecer de aquel día el pueblo estaba tranquilo
y mi hermano y yo cargábamos los comestibles al carro
sin barandas frente al almacén de ramos generales. Sólo el
perfume de las acacias y las golondrinas transitaban el
aire, cuando mi padre apareció por el fondo de la calle
montado en su alazán flanqueado por dos jinetes. Su

31
pañuelo al cuello flameaba hacia atrás, subiendo y bajando
nerviosamente mientras avanzaban al galope corto. Mi
padre no traía sombrero y detrás de él la sierra se veía muy
grande y azul y al pasar a nuestro lado apenas si levantó la
fusta a modo de saludo. Nosotros avanzamos hacia él
pero no se detuvo. Los otros, sus acompañantes, eran
policías. Nos miramos sin decir nada, ajustamos los arreos
y la mercadería cargada, subimos al carro y nos sentamos
en el nacimiento de las varas para que no se tumbara.
Antes de salir del pueblo compramos diez kilos de pan.
Al llegar, el sollozo de mi madre parecía la única
presencia de la casa. La galería y la fonda estaban vacías
y la inmovilidad era tan ostensible que presentí el
altercado. Había una silla caída con una de sus patas
quebradas junto a la puerta de la fonda y un gran charco
de sangre a su alrededor. Un hormigueo extraño recorrió
todo mi cuerpo y escuché lejana la voz de mi hermano
menor preguntando «¿Lo mató?» y la de ella, mi madre,
respondiendo «Ya se lo llevaron». «Pero ¿lo mató o
no?», insistimos sin saber de quién se trataba. Mi madre
nos miró con sus ojos amarillos anegados en lágrimas y
sus mejillas encendidas por un instante que se nos hizo
demasiado largo. «No, no lo mató», dijo sobreponiéndo
se al llanto, «fue un planazo en la cabeza nada más y ya
he cambiado el cuchillo porque ese era demasiado bonito
para que se lo quede la policía.»
Quiero ser mago, sí, mago como el peruano que me
sacaba serpentinas de la boca y escupía fuego en la
rotonda de la Plaza Mayor. Quiero ser mago para irme
cuando venga el próximo circo. El último que vino se
instaló en la plaza y se llamaba «El Gran Circo de los
Hermanos Rodríguez y su compañía estelar». Me gusta
ba mucho la mejor trapecista del mundo que tenía unas
piernas largas y caminaba sobre la cuerda, colocaba una
silla en ella y fumaba y además volaba de un trapecio a
otro dando volteretas hasta que se paraba allá en lo alto

32
saludando con una mano a todos. Tantas noches he
soñado con su figura vestida con una malla que dejaba
desnudas sus piernas y ceñía su cuerpo nítido contra la
oscuridad de la carpa que estoy convencido de que era
mágica. Ella era una de las águilas del trapecio. María
Rodríguez caminaba a los saltitos, en punta de pie y
saludaba inclinándose con una pierna cruzada, el culo
salido y abriendo los brazos hacia atrás como si fueran
alas. «El Gran Circo de los Hermanos Rodríguez y su
compañía estelar» no tenía animales pero sí muchos
payasos, malabaristas y una orquesta. Yo no podía
explicarme cómo al final representaban el Juan Moreira y
la trapecista, María, dejaba morir a su hijo y todas las
noches le pasaba lo mismo. Por eso, ahora, quiero ser
mago.

33
El pico y la pala

Manuel T. sintió que la sangre le subía al rostro. Con


desesperación y vergüenza miró al viejo cura con la
esperanza de que negara todo aquello. Pero el padre
Tomás siguió implacable en su cometido y cuando la
verdad de lo acontecido se hizo insoportable, Manuel T.
dio media vuelta y se marchó. Con paso rápido atravesó
la glorieta sin fijarse en las rosas que se enroscaban en las
columnas blancas, cruzó el patio vacío del asilo y, por
una larga galería poblada de rostros patéticos de cuyos
labios colgaba una sonrisa blanda, se encaminó hacia la
calle. Manuel T. era un héroe.
La calle pareció abrumarlo más aún. Mareado y
tambaleante caminó entre el gentío. Los letreros de neón
recién encendidos anunciaban temprana, intermitente
mente tiendas, productos y también la proximidad de la
noche. Era la hora en que los empleados abandonaban
sus oficinas y mostradores y un murmullo amplio y
prepotente devoraba sus pasos apresurados, anónimos,
colectivos, solitarios. '
Aquel cura loco moriría sin revelar jamás el secreto,
pero él decidió en aquel mismo instante, ligeramente
encorvado por un peso invisible, decir quién era en
realidad. Una sonrisa pequeña y triste, casi una mueca,
apareció en su boca y se desdibujó enseguida. Se dijo
entonces que aunque la escritura fuese inútil su voz
serviría para contradecir aquel destino de grandeza al que
había sido condenado, y al que neciamente contribuyó.

35
Los ojos cansados de Manuel T. se fijaron en un
pequeño letrero al otro lado de la calle y se dirigió hacia
él. Miró el escaparate y con paso vacilante entró en el
comercio.
—Un pico y una pala —le dijo al dependiente.

36
«El comandante Manuel T., que tenía fama de severo
y hasta cruel, cruzó el patio de la Comandancia de
Frontera, como se le llamaba por esos tiempos al Fuerte
Lavalle, dispuesto a montar su caballo blanco. Al hacerlo
miró de reojo a la tropa que lo esperaba, también
montada en caballos blancos. Era un gesto rápido y
mecánico que repetía en el momento justo de bolear la
pierna sobre la montura. Los soldados, rotosos, hoscos y
silenciosos, sintieron su mirada e, instintivamente, roza
ron la empuñadura de sus sables. Ya montado, con las
riendas firmes en sus manos gruesas, Manuel T. miró
largamente a las mujeres y a los niños que contemplaban
la escena y sonrió sin gracia, al tiempo que escupía el
tabaco que había estado mascando. Girándose apenas,
llevó dos dedos a la punta gastada de su quepis, hizo la
venia saludando al teniente que quedaba a cargo del
fortín y, acomodándose en la silla, tiró de las riendas
dando la orden de partida.
»E1 sol demoraba en salir y sólo lo anunciaba una
claridad enrojecida contra la cual hombres y bestias se
veían muy simples sobre el horizonte. Era la rutina:
Partidas punitivas del Ejército se internaban todos los
días en el desierto a la descubierta, rumbo a las tolderías
o siguiendo el rastro de alguna partida salvaje. Pero
aquella vez era diferente para el comandante.
»Manuel T. era un hombre bajo, de piernas arqueadas
y andar acompasado, como si echara de menos la

37
montura. Su rostro, moreno y muy curtido, era bello y
fiero. En realidad era su mirada, escurridiza y penetrante,
la que le daba ese aire de fiereza que atemorizaba a indios
y cristianos. De él se decía que cuando miraba a un indio
directamente a los ojos en medio de la pelea, el salvaje era
hombre muerto. Eso decían y así fue creciendo su fama de
degollador de infieles. Algunos, abundando en detalles
para darse importancia de conocerle a fondo, contaban
que no sólo era la mirada la que lo hacía tan fuerte y casi
invulnerable, sino una furia homicida que le ganaba en
tales ocasiones y contagiaba a sus hombres. Y he dicho
casi invulnerable porque en más de un trance estuvo a
punto de morir lanceado y al final terminó así sus días en
una famosa batalla.
»Cuando Manuel T. bajaba del caballo no era diferen
te a los gauchos de la peor calaña. Jugador, borrachín,
pendenciero y mujeriego, se sabía temido y respetado,
por lo que gustaba tanto de hacer favores como de
exhibir su coraje y su religiosidad en cuanta ocasión se le
presentaba. Muy devoto de la Virgen, el comandante
Manuel T. asistía cada domingo a misa y todos los días,
antes de partir hacia el desierto a matar indios, se hinca
ba ante ella a rezar sus plegarias. Después de varios
minutos, con el gesto contrito se levantaba persignándo
se y abandonaba la capilla ceremoniosamente, con las
manos juntas a la altura del pecho. Pero, a pesar de estas
demostraciones de sumisa humildad, nadie podía dudar
de sus sangrientas hazañas ni de sus singulares duelos
con los infieles o matones de pulpería porque allí es
taban, testificando a su favor, los testículos de sus ene
migos muertos, colgados de las estacas de la empalizada,
secándose al sol.
»Por aquellos días hubo mucho movimiento de indios
en la llanura, pero no maloqueaban. Los infieles se
concentraban alrededor del viejo Calfucurá, que se pre
paraba para presentar batalla de un día para otro. Esa

38
sería la última y gran batalla del desierto, decían por
entonces y así fue. El, Manuel T., con los ojos inyecta
dos de oscuros recuerdos, escupió hacia el sol tardo en
salir. Pensaba en Juana, la hermana raptada por los
guerreros de Pincén hacía cinco años: lentos y ambiguos
porque nadie se ocupaba en medir el luengo discurrir de
soles, escaramuzas y osamentas, el devenir de muertes,
heroísmos, bravuconadas e historias repetidas junto a la
breve ansiedad de las llamas que traían recuerdos de
lluvias bajo otros cielos, con otros amaneceres alborota
dos de cacareos, ladridos vigilantes, miles de mugidos
cansinos y suspiros de hembras conjurando madrugadas,
malones y raptos. Fue en uno de esos fogones, mientras
chupaba un mate, que Manuel T. se enteró de que su
hermana era la mujer de un capitanejo de Pincén.
»Por aquellos días, decía, hubo mucho movimiento
de indios en la frontera y a lo mejor por eso nadie se
asombró cuando divisamos una gran polvareda y uno
de nosotros, como para acabar con la monotonía de la
vastedad y el trote, dialogó consigo diciendo: «Pincén va
pa'l poniente / entonces los toldos estarán solos / quién
sabe / capá nomás / pero el infiel es muy ladino y a lo
mejor los toldos...».
»Una legua más allá iniciamos un galope corto y
constante. Nadie había vuelto a hablar. El golpe de los
cascos sobre la arena es parte de este silencio de pastos,
lineal e infinito, hecho de horizontes que se alejan a cada
paso. Es como si la vida se hiciera más diminuta y sutil
en este desmesurado vacío: una oquedad plana a merced-
del sol que nos aplasta implacable contra la arena y
obliga a las piedras a buscar un rastro de sombra entre
sus grietas, donde moran los suspiros convertidos en
lagartijas. Hombres y bestias cabalgamos, sedientos y
desbocados, por huellas sólo mentadas y sin más recuer
do que el presente porque la ansiedad nos consume la
memoria.

39
»—¡Ni los piojos quiero vivos! —ordena el coman
dante Manuel T.
«Desnudamos los sables al unísono: brillan las hojas
metálicas apuntando solemnes al mediodía para ensartar
en él un grito de muerte.
«Cargamos. Pequeños fuegos de arena estallan al tro
pel de los caballos. Viejos, mujeres y niños salen de los
toldos y el viento se impregna de olor a grasa derre
tida. Las tiendas de cuero se desploman a nuestro paso
y, perezosamente, arden. Una mujer corre a campo tra
viesa perseguida por un soldado: el sable la alcanza y
brilla fugaz ante sus ojos y sigue corriendo sin darse
cuenta de que su cabeza rueda perpleja unos metros más
atrás. Humo. Gritos. Maldiciones. Caen cacharros, cace
rolas y cuerpos derramando caldos y sangre. Algunas
viejas lanzas se revuelven enfrentando a los jinetes antes
de romperse vencidas. Un bolazo seco y preciso golpea
el pecho de un soldado que abre los brazos como
sorprendido y queda flotando en el aire mientras su
caballo prosigue la carga.
«Manuel T. escupe, blasfema y parte en dos la cara de
un viejo indio. Los fieros caballos blancos de la patrulla
pisotean muertos y heridos. Yo atropello y hiero (unas
pocas mujeres ocultan a sus hijos bajo cueros y mantas
en un toldo) y siento cómo la muerte se desliza por el
filo de mi sable. Los soldados desmontan frente a un
toldo extrañamente intacto y se acercan con sus sables
erectos y chorreando sangre hasta la empuñadura. No
hay furia en sus rostros. Una vieja india dibuja un
círculo sobre la tierra y conjura y maldice con antiguas
palabras hasta que se cruza en el camino de los sables
que avanzan: un golpe seco, un relámpago y las maldi
ciones que hesitan antes de caer descabezadas. Más
adelante, dos indias jóvenes guardan la entrada del toldo
con el grito quieto y las lanzas en ristre. Un soldado se
adelanta, mira a una de ellas y casi enseguida, sin darle

40
tiempo a nada, la clava contra un palo. La otra salta y
dando un chillido ensarta su lanza en la espalda del
soldado. Es un instante largo, pobre de ruidos, quieto. El
uniforme enrojece y se derrumba lentamente, volviendo
la cabeza como si buscara el rostro de la mujer.
»—¡Juana! —grita el comandante Manuel T.
»Ella busca la voz empuñando un cuchillo y encuen
tra aquellos ojos pequeños y enterrados que la siguen
asustando. Manuel T. baja el sable.
»—Juana —repite.
»El silencio huele a grasa de potro y sangre. Los
caballos reclaman nerviosos a sus jinetes. La voz de la
mujer suena lejana y seca.
»—Soy india —ha dicho.
»Manuel T. la mira. Sus ojos se hacen más diminutos,
como si desearan concentrarse en un punto más lejano,
en otros tiempos, mucho más allá de esta Juana india que
lo enfrenta, pero la memoria, las esperas y las palabras ya
están vacías y veo dos gritos, dos gargantas desgarradas y
un cuchillo en la mitad de su caída. Veo el sable de
Manuel T. trazando una raya inexorable en el viento y el
cuchillo que choca rebotando en el polvo. Parece flotar,
mientras el sable descubre una línea de sangre entre los
pechos de la mujer y sigue camino del vientre, partiendo
la vida. La huella se abre y las manos de Juana T. bajan
desamparadas. El largo brazo del comandante, agotado el
impulso, se detiene estirado y tieso señalando las tripas
desbordadas de la mujer que no acaban de llegar al suelo,
como tampoco ese raro pedazo de carne que cuelga asido
a las entrañas. Juana T., cayendo, voltea una olla de
barro y vomita sobre el fuego en el que enterrará su cara.
La entierra ahora, traga cenizas y regurgita. Una nube de
rescoldo sanguinolento cubre su cabeza encaneciendo el
pelo, envejeciéndola, y sus labios buscan acomodo antes
de aplastarse definitivamente contra el vómito.
»Más allá, en el interior del toldo ha sonado otro

41
disparo y el último bulto se estremece bajo las mantas.
Sables y revólveres quedan expectantes hasta que los
soldados retroceden pensando que tal vez el estremeci
miento no tuvo nada que ver con la vida. Con aquel
último balazo un ligero temblor sacude el cuerpo de
Manuel T. que, sin embargo, sigue absorto con sus
pequeños ojos fijos en aquella que fuera cautiva de
Pincén y mujer de un capitanejo indio: su hermana, que
ahora yace con el vientre abierto de un sablazo y un feto
muerto entre las piernas. Para él seguirá prisionera de la
indiada.
»Los soldados miran al comandante Manuel T. y
pienso que es largo el tiempo de la vigilia, cuando él, con
gesto brusco, repentino y ostensible abre su bragueta y
orina gruesa, largamente, sobre los últimos restos del
fuego, sobre el rostro contraído de Juana T. Los demás,
emocionados, lo imitamos.»

42
Una carta

23 de octubre de...

Querido hijo,
espero que esté bien de salud, yo estoy
bien gracias a Dios. Bueno, quiero decirle que no sé qué
tiene usted contra su madre, porque sé muy bien que mis
cartas le llegan y hasta me imagino que lo alegran, pero
que es tan testarudo en su enojo que no quiere contestar
me. Mudo, se queda mudo cuando se enoja por algo y en
eso es igual a su padre, pero casi prefiero no hablar de él,
de un hombre que prefería andar con sus amigotes del
sindicato de no sé qué diablos, de vagos digo yo, antes
que dedicarse a su familia. Bueno, cambiando de tema, le
contaré que su abuela está cada día más vieja y más loca
y que es muy poco lo que me ayuda, ya no me sirve para
nada y ésa es otra de las cargas que me dejó su padre.
Mire, se encierra con su hermano, ¿se acuerda de su
hermano menor?, claro que él era muy chico cuando
usted se fue, pero bueno, el caso es que se encierran en el
dormitorio de él y no sé de qué hablan y se lo pasan
cuchicheando horas y horas y cuando entro en la pieza,
chiquero mejor dicho, los dos se callan. Muchas veces se
me ha ocurrido, y que Dios me perdone por lo que
pienso, que su hermano se hace el loco para pasarla bien
o tal vez sólo para hacerme renegar.
Hijo, perdóneme, y se lo digo por lo mucho que
usted quería a su padre y todo lo que le admiraba, pero

43
ese hermano suyo es otra desgracia que él me dejó y que
también le dejó a usted, porque cuando yo me muera se
tendrá que ocupar de cuidarlo, al fin y al cabo es su
hermano, es de la misma sangre, porque si no fuera así,
no me importaría nada. Pero, para qué le digo estas
cosas, si es como hablar al aire, yo no sé si usted me oirá
o no, porque nunca me escribió una línea siquiera.
¿Tanto mal le ha hecho su madre? Le diré una cosa, para
qué mentirle, pero hace mucho que ya no lloro más por
usted, sólo que me gustaría verlo, aunque más no fuese
mándeme una foto si no quiere o no puede venir. Estoy
vieja y achacosa y no viviré mucho tiempo más, por
favor, hijo.
Como le iba diciendo, su hermano que quedó tocado
al desaparecer su padre y después usted, se cree todo lo
que lee o le cuenta su abuela. Ahora la vieja, en vez de
ayudarme en las cosas de la casa, se va a la iglesia, pero
ya no a rezar como antes. ¿Se acuerda de lo santurrona
que era? El caso es que no sé qué pasó un día, pero
después de hablar horas y horas con su hermano, salió
llorando de la pieza de una manera rarísima. Yo creo que
él debió de contarle un sueño que había tenido o algo así,
pero lo cierto es que desde entonces no rezó más el
rosario a la noche ni a ninguna hora más, y agarró la
costumbre de irse a las escalinatas de la iglesia a tejer
requechos de lana. Si al menos lo que teje sirviera para
algo, pero no, teje algo parecido a una bufanda larguísi
ma y cuando se queda sin lana desteje un trozo y sigue
así hasta que consigue más. Está loca de remate. Yo le
pregunté un día si era una promesa o una penitencia pero
no me contestó, ni siquiera me miró, como si yo fuera un
perro, hijo. Y estoy segura de que su hermano lo sabe,
pero tampoco él me dirá nada. Seguirá encerrado en su
pieza, hablándome apenas para decirme que no me
metiera en su isla y que en adelante él era Robinson
Crusoe, imagínese qué loco está. Su abuela le leyó el

44
libro hace mucho y él un buen día llenó de trastos y
porquerías la habitación. Hasta se ensucia en ella y con la
ayuda de la vieja ha metido un montón de animales.
Además del perro y dos gatos, tiene una gallina, cuatro
palomas, un pato y un loro. Aquello es un asco, yo no lo
soporto, va más allá de mis fuerzas y por si fuera poco,
cuando entro a limpiar todo, incluido a su hermano, que
dicho sea de paso invierno y verano permanece desnudo,
él me mira de una forma que me hace temblar. No sé si
debería decirlo, pero es la misma mirada que tenía su
padre la última vez que lo vi y también la suya, antes de
marcharse. Es la misma mirada de odio, porque yo sé
que todos ustedes me acusan de la desaparición de su
padre, creen que yo tuve la culpa de que nos abandonara.
Bueno, yo le diré, hijo, que si él no regresó nunca fue
porque eligió irse con sus amigotes del sindicato, porque
los quería más a ellos que a nosotros, pero se fue dejando
la cizaña en sus hijos. El es el único culpable, se lo digo
yo, su madre, créame hijito, créame.
Pasando a otro tema, le diré que aquí las cosas están
muy difíciles, cada día la vida está más cara. Para comer
los tres tengo que trabajar duro. Cocino, lavo, plancho y
coso para afuera durante todo el día, no tengo ni un
minuto de descanso y para colmo cuando llego a casa me
encuentro con su odio, con su desprecio, pero claro,
comen lo que traigo, a la comida no la desprecian. Aquí
todo el mundo habla de crisis, aunque sólo es para
algunos, porque yo veo los almacenes, los cines, los
restaurantes, todos los lugares de diversión llenos hasta
los topes y yo me pregunto cómo hacen si a nadie le
alcanza el sueldo para nada. Algunos de nuestros vecinos
tienen su coche, bueno, cualquiera puede tenerlo, lo
compran a cuotas, se empeñan en un crédito y listo, pero
después para comer esperan que les caiga una mosca del
cielo. Otra cosa, ¿se acuerda de aquella chica que decía
ser su novia? Matilde, creo que se llamaba. Bueno, hace

45
algunos meses se me acercó y me preguntó por usted,
por su paradero. Fíjese qué desfachatada, nunca me
saludó, tiene novio y encima me pregunta por usted. Le
dije que era una descarada, en fin, le dije de todo y se
fue sin decir ni pío. Supongo que el cura, el padre To
más, después se lo habrá dicho, porque también él me
preguntó por usted. Yo me figuraba que ella lo pregunta
ba por algo, a lo mejor para comprometerlo en algún
asunto raro, porque tiempo después no se la vio más por
el barrio y la policía y los soldados rodearon varias veces
la manzana buscándola. Y pagaron justos por pecadores,
porque como no la encontraron a ella se llevaron a los
pobres padres y sus dos hermanos más chicos, que eran
gente buena y no tenían nada que ver con las andanzas
de ella. Pero usted ya sabe cómo son la policía y los
soldados; ellos tienen que cumplir con lo que les han
ordenado y, si les mandan a prender a alguien, no se
pueden volver al cuartel con las manos vacías. Si lo sabré
yo a todo esto, que vinieron por su padre primero y por
usted después y tuve que ir yo, aunque entonces no eran
como ahora. Lo digo yo porque me soltaron y a su
hermano y a la vieja, es decir, a la familia no le hicieron
nada. El caso es que los familiares de esa chica no han
aparecido hasta el día de hoy.
Y bueno, no sigo más con cosas tristes, al fin y al
cabo a lo mejor a usted ya no le importan, como parece
que no le importo yo, su madre, ya que no me escribe
nunca. ¿Ha pensado alguna vez que puede estar equivo
cado? Era tan joven, tan apasionado, tan metido en sus
cosas, en sus libros, en sus ideas, cuando se fue. No se
pregunte cómo sé donde está viviendo ahora, las madres
siempre nos enteramos, pero tengo miedo de no volverlo
a ver, todo pasa muy rápido, el barrio está cambiando,
hay mucha gente que se ha muerto y se sigue murien
do, otra que se ha ido, en fin, que por la calle he
empezado a ver caras nuevas y cómo demuelen las casas

46
como la nuestra. Por ejemplo, en la esquina, en donde
estaba el almacén del ruso, ahora se levanta un edificio de
catorce pisos de un banco de no sé dónde. Sólo va
quedando nuestra casa, pero tengo miedo de que usted
no la encuentre, porque casi se pierde entre tanto edificio
nuevo.

Hijo, le contaré un secreto para que vea cuánto lo


quiere su madre y cómo se pasa las horas pensando en
usted. Cuando llega la noche y me voy a la cama, demoro
mucho, mucho, tratando de imaginarlo hecho todo un
hombre, pero se me hace muy difícil, nunca alcanzo a
verle la cara, es como una sombra que al aclararse tiene la
misma carita del chico que se fue hace tantos años,
también tiene la misma mirada. Era tan estudioso, en fin,
hijo, antes de despedirme quiero pedirle una cosa y es que
no se olvide de su madre.
Un beso grande
Mamá

p/d. El nombre actual de nuestra calle es Mártires del


Ejército de la Patria, n.° 498, aunque ya todo el mundo le
dice calle Mártires nada más. El barrio se llama ahora
Nueva Nación. Más besos de su madre que lo quiere
mucho.

47
(Es posible que aún pasen muchos meses más y siga
recibiendo cartas de mi madre. Para ser sincero, virtud
tan discutible como cualquier otra, para ser sincero,
repito, no me gustan sus cartas ni me interesan sus quejas.
También es posible que no pase mucho tiempo para
recibir la última, si es que no la he recibido ya. Ella es
vieja y morirá sin arrepentirse de nada, sin haberse dado
cuenta de nada de lo que pasó en su vida.
Recuerdo que hablaba siempre de la felicidad y hubo
un tiempo —¿en la adolescencia?— en que me agradaba
escucharla durante horas, pero de esto hace ya mucho y
he llegado a la conclusión de que la felicidad es una
falacia a la que se sujetan los que necesitan fundamentar
sus vidas, darles un significado que no tienen o no
encuentran, algo así como creer en Dios, en la justicia,
¡oh, la justicia! La justicia divina, la justicia humana: se
vive y se mata invocándolas. Mentiras. Conceptos. La
justicia es sólo una mascarada que justifica la estupidez y
el homicidio. Hay mil historias que así lo testimonian y
yo podría contar o escribir la de los hermanos Tapia o
cualquier otra donde el horror de lo sucedido no ha
conmovido el alma de los hombres.)

49
El lupanar de la Gorda

/sólo rumores acerca de la revolución habían escuchado


los hermanos Tapia, más conocidos por los Tapita,
cuando decidieron largarse a la calle. Tenían quince y
trece años y siempre, o casi siempre, se las habían
ingeniado solos para sobrevivir en la vieja casona del
barrio alto, señorial como todas las del lugar y silenciosa
por el abandono y la desgracia.
Don Jacinto Tapia, padre de los muchachos, había
sido fusilado junto a otros sublevados por orden del
General, pero ellos no recordaban ni cómo ni por qué.
De la madre no sabían nada, ni siquiera si vivía o no,
tampoco hablaban mucho de ella y, cuando alguien les
preguntaba algo, se conformaban con repetir las pocas
noticias de que disponían, que un día fue de compras al
mercado de la Recoba y no volvió. La señora Tapia,
según comentaban en el barrio y teniendo en cuenta un
óleo que había en el salón de la casona, era una mujer
hermosa, o al menos lo fue en su juventud, tenía un
rostro fino, pómulos altos, nariz pequeña, boca grande
que no rompía, sin embargo, la armonía del conjunto;
sus ojos celestes, los dientes blancos y el pelo rubio
iluminaban toda su cara y le daban una expresión
decidida. Los hermanos pensaban, y es posible que con
mucha razón, que era una mujer bella, frágil y atormen
tada, pero siempre se excusaban diciendo que era un
recuerdo muy difuso como para que lo tomaran por
verdadero. Las vecinas que se animaban a mencionar la

51
desaparición de la «Inglesa», como le llamaban respon
diendo a su verdadera nacionalidad, decían que el fu
silamiento del marido la volvió loca y que la última vez
que la vieron iba hacia el sur con un paraguas amarillo.
No decían más por temor a las represalias del General,
que había decretado el silencio absoluto sobre muertes,
desapariciones y descontentos/

/uno de los Tapita saca del bolsillo un pedazo de carbón


y con trazos firmes, rápidos y desiguales escribe en un
paredón muera el general; el otro, ayudándole, le
reprocha tanta escritura, se gasta el carbón, le dice.
Mirando hacia todos lados, siguen caminando y al doblar
la esquina del almacén del ruso ven la pared blanca,
inmaculada y grande de la casa de un pariente del
General. Se miran, tragan respiración y saliva y, mientras
uno vigila, el otro pinta L i (¿cortaolarga? ¡quéséyo!) v e
R t á (¡rajemos!). Se van aguantando una risa convulsa,
chistándose para sofocar su nerviosa alegría y, más
adelante, con el último pedacito de carbón ponen V il

/por esos días la mayoría de la gente no sabía nada de lo


que pasaba en la ciudad o lo disimulaba muy bien,
porque los cuerpos de muchos fusilados o degollados en
plena calle eran luego exhibidos en la Plaza Mayor para
escarmiento de revoltosos o descontentos. Es posible,
entonces, que no fuese ignorancia la indiferencia, sino
que andaban casi todos escarmentados y que, por eso
mismo, el día en que alguien lanzó el rumor de que había
empezado la revolución, ni el General ni sus parientes
pudieron desmentirlo. Era algo demasiado grave para
que no fuese cierto. Los Tapita, tan jóvenes como eran,
no estaban muy bien enterados de en qué consistía ni
qué significaba la revolución, pero se dijeron que no sería
peor de lo que era aquella vida que vivían y sí, tal vez,
mucho mejor que matarse los piojos unos a otros

52
durante todo el día. Así fue que imaginaron la revolución
como una palabra mágica que traería nuevos tiempos
felices, con miradas francas y alegres y todas esas cosas
musicales que se piensan acerca de la felicidad. Jóvenes
como eran, tenían la esperanza, por ejemplo, de que las
mujeres, que ya espiaban y deseaban, abandonarían sus
rebozos negros y que sólo bastaría pronunciar una
palabra sencilla para sentir sus cuerpos. Y hasta llegaron
a pensar que con la revolución se acabarían los silencios,
los miedos y ese aburrimiento o abulia o lo que fuese
que nadie se animaba a confesar en voz alta. Convenci
dos de esto agarraron un trozo de carbón y se largaron a
la calle para anunciar alegremente el rumor revoluciona
rio/

/el sobreviviente de los Tapita se encontrará mucho


tiempo después con un viejo amigo de su padre, quien le
comentará las circunstancias de su fusilamiento. Por esas
fechas este Tapita vivirá tranquilamente de otro oficio
más rentable que la revolución y será tenido por hombre
duro y liberal. Es de pensar que quien le contará la
trágica aventura revolucionaria de su padre, también la
relacionará con la muerte del hermano, contraponiendo
ambas suertes con la de sus vidas, entonces prósperas y
respetables a los ojos del General/

/los ojos del General son muchos y desconocidos y nada


se les escapa. Sabiéndolo, los Tapita asoman temero
sos sus cabezas y, viendo las calles vacías, salen. Ingenua
mente se pegan contra las paredes para no ser vistos.
Atentos al menor ruido escuchan sus corazones retum
bando alocadamente, más rápido que sus pasos por ahora
indecisos. La oscuridad es leve y sobre los rojos techos
de tejas, las chimeneas, o sus sombras, dibujan fantasmas
rectangulares estirados por la luna. Indefensas y aban
donadas, las flores de los balcones perfuman el aire

53
inquieto, pesado, y las puertas, mientras tanto, diseñan
inmutables el silencio civil/

/música y risas borrosas vienen de un lugar lejano, ha


ciéndose más nítidas a medida que se agranda el res
plandor de una llama. La patrulla anima el paso cuan
do las formas y las sombras perfilan una casa solitaria de
los arrabales. Al llegar a ella, otros caballos dormitan
atados a los palenques, castigando instintivamente con
sus colas algún mosquito o tal vez una mosca insomne.
Si no fuese por el enredo sordo de los gritos, carcajadas,
golpes y el preludio compadrón de una milonga, los
recién llegados dirían que llegan a un velorio, por la
triste soledad de los alrededores. Los soldados, con el
cabo de sus taleros golpean la puerta y el más curtido se
adelanta gritando «¡abran carajo!, ¡aquí está el Tuerto
Cipriano Reyes!». Los demás carcajean la salida y antes
de que se repitan los golpes una vieja gorda y pintarrajea
da abre la puerta plantándose en el umbral con una
tranca en las manos. Al reconocerlos se aparta dándoles
paso y con zalamerías los mete en el ambiente cargado de
un tufo pesado, voluptuoso, nocturnal, como el humo
que aplaca las luces precipitadas de las antorchas y
distorsiona el contorno de los rostros, exagerando las
muecas patéticas y ampulosas de las sombras sentadas y
entrelazadas alrededor de las mesas, donde besan, acari
cian, manosean, beben y ríen, cada una con su propia
voz, indiferentes.
Nadie hace caso de los cuentos y chillidos destempla
dos de una vieja sifilítica, ni de los versos del cantor, ni
de, por unos instantes, la patrulla. Los soldados, impe
tuosos, feroces y divertidos, se plantan ostentando su
autoridad hasta que todos callan. Las mujeres, como si
en ese preciso momento se dieran cuenta de su desmaña
da desnudez, ahogan un grito cubriéndose los pechos;
otras huyen asustadas hacia el interior o abren sus bocas

54
tan dadas a las íntimas caricias, sacando tiesas las lenguas
y vomitando hasta las tripas sobre las botas mugrientas
de los hombres que miran, con aguardentoso asombro, la
soberbia cabeza del Tapita sostenida por Cipriano
Reyes/

/cuando vino el tiempo en que se acostumbró a ser «el»


Tapita y más tarde el «señor Manuel Tapia», ya había
descubierto que lo oído acerca de la revolución no era
más que un rumor y que si verdaderamente existía, aún
era un embrión inofensivo. Después de aquella noche el
otro Tapita aprendió a ser como los demás, a disimular
el miedo, a tratar de vivir como si nada pasara, aunque la
exhibición de cadáveres en la Plaza Mayor continuara.
Manuel Tapia comenzó a vivir como un escarmentado y
a sacar provecho del miedo propio y ajeno y, de esa
manera insidiosa, «se labró el porvenir», como le decía
un viejo amigo de su difunto padre. Pero era un porvenir
alimentado de solapados temores y, por lo mismo,
condenado lo mismo que él, porque su alma cargaba con
la complicidad de resentimientos, rencores y muertes y,
lo que es peor, con una desesperanza que lo ahogaba/

/los cascos de los caballos los interrumpen. Allí están los


soldados, vestidos de rojo como fieros ángeles contenien
do el cabestreo fogoso de las bestias, apoyando sus
lanzas sobre sus viejas botas estribadas. Y al paso im
paciente de las cabalgaduras rodean a los inmóviles
Tapita a los que el terror les desmesura los ojos. Los
caballos, que hasta hace un instante mordían los frenos y
estiraban frenéticos sus cogotes, saltan hacia ellos. Un
alarido. Las espuelas pican contra los flancos. Un galope.
Cascos. Relinchos. Y en el revoltijo un Tapita entre las
patas y el empedrado sintiendo en la cara un latigazo de
cerdas y el chasquido de un lanzazo partiéndole una
oreja. Entre bufidos y gritos pisándole los talones se

55
escabulle calle arriba perseguido al galope hasta que los
hombres detienen repentinamente sus bestias que rayan
así el adoquinado, comprobando que, aunque ningu
na puerta se ha despertado, ya no persiguen a nadie.
Regresan rabiosos y se ensañan con el cuerpo inerte del
otro Tapita, ensartándole nuevas puñaladas y, finalmen
te, agarrándole por los pelos, lo degüellan. Con cuatro o
cinco golpes de facón se quedan con la cabeza en las
manos y un chorro de sangre surge del tronco decapitado
encharcando la calle y la pared del V i inconcluso. Con
movimientos precisos, los soldados del General levantan
la cabeza recién cercenada del muchacho y, bajándola
violentamente, la clavan en una lanza para terminar
enarbolándola como un macabro estandarte/

/este viejo amigo de su padre disfrutaba hablándole de


él, gozaba hablándole de un pasado que le acosaba y
asustaba. De tanto en tanto lo visitaba para traerle
noticias de alguien que contaba o podía contar cosas de
entonces. Manuel creía que este hombre lo odiaba por no
odiarse a sí mismo, porque tanto uno como otro re
negaron de una idea, de un rumor tal vez, porque el
viejo veía en Manuel la encarnación de su propio
sentimiento de culpa. Lo extorsionaba con el pasado
porque en él tenían una cobardía común. «He sabido de
un soldado y un cantor que pueden hablar de aquella
noche desventurada», solía decirle ese «viejo amigo», y si
Manuel no le contestaba agregaba: «el soldado era vecino
de ustedes y los reconoció, pero como nada pudo hacer
para salvar a su hermano, juró abandonar la patrulla del
General, cosa que hizo al cabo de dos años, durante los
cuales siguió vigilando y degollando sin aparentes remor
dimientos»/

/no hay más maldiciones, risas, voces, ni encuentran


divertidos los gestos grotescos de la cabeza-estandarte

56
que mantiene los ojos fijos en algún punto indefinido,
como asustados o sorprendidos de andar sin el cuerpo
de siempre. Imprecisos y lejanos se escuchan aullidos de
perros que tal vez han visto la muerte transitar por esas
calles o saltar subrepticiamente verjas y paredones. Los
caballos avanzan al tranco y pronto el sonido de sus
cascos se acolcha en la greda del suburbio. En la oquedad
lechosa de la noche destacan un par de bueyes rumiando
impasibles su destino de picana y leguas; más allá, una
carreta extiende sus brazos vacíos hacia un horizonte
cualquiera y, siguiendo el camino, una pequeña llama
rojiza arde y altera la líquida luz de la luna. La sangre del
Tapita despenado coagulándose progresivamente torna
más vacilante su huida hacia el polvo y se convierte en
largas hebras viscosas que ondulan hasta que las corta el
aire de la noche/

57
T
r

Redada en el bar

luuuna luneera Mañana a esta hora sonará la


casca beleraaa sirena del cine...
decileami ¡Bah! ¡Juancito! ¡Tráete otra
chiquitaclakchiqui vuelta pa'los amigos
taclakpor dios Pero no habrá cine...
quemequiera ¡Cinco vinos!
dile quememuero ¿Qué pasa con ese aparato?
que tengaaa Y para colmo pasado maña
compasióon na el bar cerrado.
dile queseapiadeee ¡Nada! ¡Nada! ¡No tiene na
de mi corazónclak da!
de mi corazónclak ¡Cómo jodés con ese aparato
de mi cora Negro!
tengaaa ¿Por...?
compasiónclak ¿Ya vos qué mierda te im
dile que se apiadeee porta si jodo?
de mi corazónclak Porque pasado mañana es la
de mi corazónclak procesión
de mi corazónclak Bueno Negro, no te enojes,
de mi corazónclak no es para tanto.

de mi corazónclak Me contó la Quete que hace


de mi corazónclak cuatro noches vio
de mi corazónclak ¡Cagamos! Llegó el Rafa,
de mi corazónclak quilombo en puerta.
de mi corazónclak ¡Ah! Pero no te metas con
de mi corazónclak migo.
de mi corazónclak ¡Se te rayó el disco Negro!

59
de mi corazónclakbzz caballos blancos en el pam
zzzzzzzzzzzzzzzz pa...

zzzzzzzzzzzzzzzz ¡Uyyy! ¡Dio! ¡El Rafa!


zzzzzzzzzzzzzzzzz Ya lo oigo no soy sordo.
zzzzzzzzzzzzz ¡Menos mal! ¡Qué silencio!
zzzzzzzzzzzzzzzzz A lo mejor son las ánimas en
zzzzzzzzzzzzzzzz pena.

zzzzzzzzzzzzzzzzzz ¿Qué querés que ponga Chi


zzzzzzzzzzzzzzzz quito?
zzzzzzzzzzzzzzzzz ¡Nada! ¡Por Dios, nada!
zzzzzzzzzzzzzzzzz Al principio y a lo lejos
zzzzzzzzzzzzzzzzz parecen luces malas.
zzzzzzzzzzzzzzzz ¿Ya usté quién le dio vela en
zzzzzzzzzzzzzzzzz este entierro?
zzzzzzzzzzzzzzzzz ¿No te dije... el Rafa en líos?
zzzzzzzzzzzzzzzzz Por mi pone cualquier cosa,
zzzzzzzzzzzzzzzz Negro.
zzzzzzzzzzzzzzzzzz iban montadas en caballos
zzzzzzzzzzzzzzzzzz blancos como si pelearan
zzzzzzzzzzzzzzzzzz contra alguien.
zzzzzzzzzzzzzzzzzz ¡Pongan un disco que el si
zzzzzzzzzzzzzzzzzz lencio me jode!
zzzzzzzzzzzzzzzzzz ¡Y para colmo con el Negro!
zzzzzzzzzzzzzzzzzz Si querés un disco págalo.
zzzzzzzzzzzzzzzzzz ¡Se arma! ¡Se arma!
zzzzzzzzzzzzzzzzz ¡Tres vinos y una ginebra!
zzzzzzzzzzzzzzz (Creo que me vieron salir del
zzzzzzzzzzzzzzzz sindicato)
zzzzzzzzzzzzzzzz ¡Llave! ¡Que sea ginebra Lla
zzzzzzzzzzzzzzzz ve!
zzzzzzzzzzzzzzzz ¡Dejen de joder con esos
zzzzzzzzzzzzzzzz discos de mierda!
zzzzzzzzzzzzzzzz ¡Te voy a romper la cara
zzzzzzzzzzzzzzz negro jetón!
zzzzzzzzzzzz Capá que sean los blancos
zzzzzzzzzzzzzz del coronel Villegas.

60
zzzzzzzz ¡Por fin una de pinas!
zzzzzzzzzzzz ¡Qué vas a romper vos! ¡Te
zzzzzzzzzzzzzzz faltan güevos!
zzzzzzzzz ¡Quiero música carajooo!
zzzzzzzzz Creo que Villegas no anduvo
zzzzzzzzzzzzzzzzz por estos pagos, sino un tal
zzzzzzzzzzzzz comandante Manuel T.
zzzzzzzzzzzzzzzzz ¡Quinientos al Negro pago!
zzzzzzzzzzzzzzzz ¿Y por qué en caballos blan
zzzzzzzzzzzzzzzzzz cos?
zzzzzzzzzzzzzzzzz ¡A ver camorreros de mierda
zzzzzzzzzzzzzzzz si se van a pelear afuera!
zzzzzzzzzzzzzzzzz Es que también penan las
zzzzzzzzzzzzzzz almas de los caballos.
zzzzzzzzzzzzzzzz ¿A quién le decís güevón,
zzzzzzzzzzzzzzzz hijo de puta?
zzzzzzzzzzzzzzzz (Sí, creo que me han segui
zzzzzzzzzzzzzzzz do)
zzzzzzzzzzzzzzzz Puta, se cagaron, no pasa
zzzzzzzzzzzzzzzzz nada...
zzzzzzzzzzzzzzzzz ¡Un discooo por el Cristo de
zzzzzzzzzzzzzzzzz los últimos días!
baateleraa También me dijo que vio el
quemealteraa alma de un indio.
tuu maneradee La boca se te haga a un lado
bogaaar ¡hereje!
sueltaelremooyy (Seguro que me vieron tirar
ven los panfletos)
a mis brazosque ¿Qué dice de la tetera?
noootemo Mira vos, testigo de jehová,
naufragaaar el loco.
sueltaelremooo De nuevo esa música
baateleraaa ¡Cuatro vinos y un naipe
quemealteraaa nuevo!
tumaneraaaa Será por eso que parecen
debogar luces malas

61
sueltaelremooyy ¡Qué mierda! ¡Ese no es tes
ven tigo de nadie es un borrachín
amisbrazosquee nada más!
noootemoooo ¡Bah! Me voy a la mierda
naaauuuufraaaaa (Tomo un café y me rajo)
gaaaaaaaaarrr ¡Un café!
bpzzzzzzzzz Sólo los cristianos tienen al
zzzzzzzzzzzzzzz ma, los demás no.
zzzzzzzzzzzz ¡Qué joda, pasado mañana la
zzzzzzzzzzzzzz procesión!
zzzzzzzzzzzzzz ¿Han visto? Han rodeado la
zzzzzzzzzzzzzz manzana.

zzzzzzzzzzzzzz Y con eso de que ahora no


zzzzzzzzzzzzzzz dan películas no sé, no sé...
zzzzzzzzzzzzzzzzzz Yo he notado que desde que
zzzzzzzzzzzzzz aparecen las ánimas pasa algo
zzzzzzzzzzzzzzz raro en el aire.
zzzzzzzzzz Y... el General se cuida el
zzzzzzzzz pellejo.
zzzzzzzz Revisan autos, camiones, to
zzzzzzzz do. ¡Revisan todo!
zzzzzzzzzzzz A lo mejor es que está por
zzzzzzzzzzzzzzzz nevar, no sé digo yo... no sé.
zzzzzzzzzzzzzzzzz Los otros días leí un panfleto
zzzzzzzzzzzzzzzzz de los revolucionarios y de
zzzzzzzzzzzzzzzzz cía que el General tiene mie
zzzzzzzzzzzzzzzz do hasta de cagar solo.
zzzzzzzzzzzzzzzzzz Algo malo se viene, las almas
zzzzzzzzzzzzzzzzzz en pena no salen por salir.
zzzzzzzzzzzzzzzzzz Tenga cuidado con lo que
zzzzzzzzzzzzzzzzzz lee, usted sabe que
zzzzzzzzzzzzzzzzzz ¡Juancito! ¡Un sanguche!
zzzzzzzzzzzzzzzzzz ahora la sirena de los jueves
zzzzzzzzzzzzzzzzzz es para verlo al General por
zzzzzzzzzzzzzzzzzz el Gran Televisor.
zzzzzzzzzzzzzzzzz ¿Vos crees que va a nevar?

62
zzzzzzzzzzzzzzz Leer es un derecho ¿no?
zzzzzzzzzzzzzzzz ¡Otra vez el disco hecho pe
zzzzzzzzzzzzzzzz lota!
zzzzzzzzzzzzzzzz ¡Pongan músicaaa!
zzzzzzzzzzzzzzzz ¡No hay sanguches!
zzzzzzzzzzzzzzzz ¡Te digo que sí! ¡Que la
zzzzzzzzzzzzzzzz manzana está clausurada!
zzzzzzzzzzzzzzzzz ¡Hay cuatro carros de asalto
zzzzzzzzzzzzz y dos tanquetas! ¡Esto es la
zzzzzzzzzzzzzzzzz guerra!
zzzzzzzzzzzzzzzz El General dice que hay que
zzzzzzzzzzzzzzzzzz ahorrar trigo.
zzzzzzzzzzzzzzzzz Me dijo la Quete que si las
zzzzzzzzzzzzzzzz almas montan en caballos
zzzzzzzzzzzzzzzzz blancos, la nieve que venga
zzzzzzzzzzzzzzz será mala
zzzzzzzzzzzzzzzz ¡Tanto ruido! ¿Qué pasa
zzzzzzzclaksssss afuera?
sssssssss ¡Y qué se yo!
ssscacito cachito Anda fíjate...
cachito Yo no creo en eso de la
míooo nieve...
pedazo decielo ¡La cana! ¡La cana!
que ¡La cana! ¡La cana!
diosmediooo ¡La cana! ¡La cana!
temiro y temiro ¡Que nadie se mueva carajo!
yalfin (¿Será por documentos?)
bipszzzt (Dicen que el Juancito tiene
deser tuamoclak «herramientas» en el sótano)
tuamoclak (¿Vos tenes documentos?)
tuamoclak (Nosotros somos personas
tuamoclak decentes así que no te preo
tuamoclak cupes) «,
tuamoclak ¡Documentos! ¡Cabrones!
tuamoclak (Hijos de puta, me vieron
tuamoclak nomás)

63
tuamoclak (Hacete el burro y piola pio
tuamoclak la rajemos por la puertita de
tuamoclak atrás)
tuamoclak (Me haré bien el boludo)
tuamoclak (¿Alguno de esos será el
tuamoclak Carneasada?)
tuamoclak ¡He dicho que no se muevan
tuamoclak cabrones!
tuamoclak (Quédate tranquilo que no
tuamoclak pasará nada)
tuamoclak ¡Documentos!
tuamoclak Esteee...
tuamoclak (¿Viste? No se puede... están
tuamoclak también en los techos...)
tuamoclak ¡Al primero que se vuelva a
tuamoclak mover me lo revientan! ¿Me
tuamoclak oyeron?... A tu cara la conozco
tuamoclak (Si mostrás miedo es peor...
tuamoclak quédate tranquilo, nosotros
tuamoclak somos gente decente)
tuamoclak No sé oficial... en la calle tal
tuamoclak vez...

tuamoclak ¡Documentos!
tuamoclak ¡Adentro éste también!
tuamoclak ¡Pero si yo tengo documen
tuamoclak tos oficial!
tuamoclak / Vos no tenes nada! ¡Adentro
tuamoclak he dicho cabrón!
tuamoclak Oiga oficial... yo respondo
tuamoclak por este muchacho.
tuamoclak / Vos no respondes por nadie!
tuamoclak ¡Vos no conoces a nadie! ¡A
tuamoclak nadie! ¿Me oís? ¡Sos ciego y
tuamoclak sordo! ¡A ver esos que mur
tuamoclak muran al fondo!
tuamoclak (¡Mierda! ¡La jodimos!)

64
tuamoclak ¡Eh! ¡No peguen! ¡Yo no
tuamoclak hago nada!
tuamoclak ¡Documentos!
tuamoclak Mire señor oficial, nosotros
tuamoclak somos gente de respeto. Mi
tuamoclak amigo es el señor...
tuamoclak ¡Adentro maricones de mierda!
tuamoclak ¡Vamos muchachos...!
tuamoclak ¡Y ustedes cuidesén...!
tuamoclak ¡Cuidesén que volveremos!
tuamoclak
tuamoclak
tuamoclak

65
T
La última película

Al sonar la sirena nadie quedó en el bar ni en los


hogares. Ya no se daban películas en el cine, pero había
función.
Ocurrió dos noches antes del comienzo de la nieve y
de la muerte de don Antonio F. El Flaco y Manuel T.
aprovechaban anónimas complicidades para pintar con
signas de lucha en las paredes, que la Brigada de
Limpieza Municipal se encargaría de blanquear al día
siguiente. Mañana tras mañana, desde hacía largo tiempo,
aparecían pintadas leyendas de apoyo a la Brigada del
Monte del Ejército guerrillero. Al principio, el General,
sin darle mucha importancia, emitió un bando amena
zando con una paliza al que sorprendieran escribiendo,
pero como no sorprendieron a nadie se sintió burlado en
su autoridad y decidió pasar el rastrillo metiendo presos
a todos aquellos que tuvieran una brocha o simplemente
un pincel que pudiese servir para las pintadas.
Las consignas siguieron amaneciendo: «Viva la Revo
lución», «Muera el General», «Libertad», «Vencer o
Morir», «El pueblo con la Brigada del Monte»...
Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, el
General dispuso el aumento de los planteles de los
Servicios de Seguridad e Inteligencia, a los que, además,
se les triplicó el sueldo. Pero con esto tampoco logró
demasiado, ya que las calles comenzaron a tapizarse de
panfletos en contra del General, de su ejército y de sus
parientes. Incluso cierto día llegó a manos del General un

67
sobre con una colección de todos los panfletos difundi
dos hasta entonces y una serie de fotografías en las que
aparecía bañándose, afeitándose, comiendo, leyendo,
ordenando y en la cama con alguna de sus favoritas. El
General, presa de un ataque de furia por la negligencia de
sus hombres, hizo fusilar a todos los que habían tenido
el sobre en sus manos, que eran veintidós, menos el
mensajero que portó la carta porque los Servicios de
Seguridad e Inteligencia no pudieron detectarlo.
A causa de estos sucesos el General creó, mediante un
decreto ley, la Brigada de Limpieza Municipal y la
Cruzada de Ayuda Social, organismos que en los últimos
meses han visto disminuir a sus integrantes por razones
un tanto discutibles, por no decir increíbles. Según
cuentan algunos ex-miembros de la Brigada de Limpieza,
al amanecer, cuando estaban en plena tarea, se les
aparecían las almas en pena de antiguos perdidos y los
asustaban burlándose de su trabajo y gritándoles «¡Y
dale, y dale, y dale briga dale!».

Aquella tarde el comandante Ordóñez, que había


venido de la sierra, contaba que allá la lucha era abierta.
Según decía, los soldados del General tenían miedo de las
quebradas, de los bosques y de los ecos imprevistos.
Cuando sonó la sirena llamando a la función del cine,
Manuel T. terminó de imprimir algunos panfletos y se
puso a limpiar el mimeógrafo. Chiquito Gómez le ayudó
y el Ojo, que también estaba con ellos, recogió una
buena cantidad de los pasquines recién terminados, los
envolvió en un periódico y se fue saludando apenas.
Cipriano Reyes era un nombre extraño y, aunque le
faltaba un ojo, demasiado lindo para llamarle «tuerto».
Le decían Ojo a secas porque sin razón aparente no
podían llamarle Ojito. El nunca hizo caso en eso de
cortarse el pelo por cuestiones de seguridad y parecía no
importarle mucho, porque siempre llevó su cabello rubio

68
casi tocándole los hombros y dejando que un mechón le
cayera sobre la cara, disimulando así la cavidad vacía.

Sólo el Flaco, Chiquito Gómez y Manuel T. sabían


del comandante Ordóñez, y después de la reunión que
mantuvieron en una casa de la Avenida del General,
pudieron ver desde ella el sepelio de un oficial muerto el
día anterior. Asomados a la ventana vieron cómo los
comerciantes cumplían con la ley de cerrar las puertas de
sus negocios en las horas del entierro. En realidad, los
comerciantes cumplían la ley a medias, y sólo aquéllos
ubicados en las calles por donde pasaba el cortejo
fúnebre, porque de que así ocurriera se ocupaba una
patrulla montada.
Primero aparecieron las motocicletas con las sirenas
gimiendo lastimeramente y precedidas de un jeep, con
un soldado al volante y un oficial cubierto de entorcha
dos de pie. Más atrás venía un abanderado y una for
mación del V Regimiento, al que pertenecía el muerto,
cuyo cajón, envuelto con la bandera nacional, había sido
colocado sobre una cureña tirada por doce caballos tan
briosos como negros. Encima del féretro venían el sable
corvo y la gorra acompañando a su dueño. Seguidamen
te, un escuadrón enlutado de granaderos, después el auto
blindado de los deudos, una división acorazada con sus
tanques, tanquetas, carros de asalto y tropa motoriza
da. Como en todos los desfiles, también en el sepelio de
los oficiales la infantería cerraba marcialmente el paso
de los uniformados y así, a medida que pasaba el últi
mo de los infantes y mientras la mayoría levantaba la
cabeza para contemplar el paso de los caza-bombarderos,
los comerciantes abrían las puertas de sus tiendas: la
veterinaria descubría sus escaparates llenos de pollitos y
perros; el farmacéutico volvía con su silla a la vereda
para seguir leyendo la última lista de precios de los
medicamentos; el rotisero italiano retornaba con un

69
plumero para sacarle el polvo a un enorme queso
«quartirolo» que exponía al lado de la puerta. Únicamen
te las Turcas, paradas en la puerta de su vetusta tienda de
ropa, no cambiaban sus poses hieráticas, como orguUosas
diosas en desuso. Los soldados nunca se atrevieron a
decirles nada porque a algunos imponían respeto y otros
ni siquiera se enteraban de que «La Sol de Mayo» era un
comercio. También fueron pocos los vecinos que advir
tieron que el furgoncito que tenían estacionado enfrente,
con la razón social de la tienda pintada en sus laterales,
de un día para otro desapareció. Nunca nadie supo jamás
que pasó o qué hicieron con él.

Desde la prohibición de exhibir películas la sirena del


cine es mucho más imperativa. Cuando suena los jueves
a las ocho de la noche, todos deben abandonar sus
trabajos, sus hogares y diversiones y acudir a la función
preparada por la Cruzada de Ayuda Social.
A la noche siguiente de la prohibición actuó un grupo
de «cruzados» con petardos y cachiporras provocando el
terror y en medio de la confusión destruyeron la
pantalla: La máquina siguió proyectando Robinson Cru-
soe, mientras las imágenes morían desgarradas o busca
ban refugio entre los trastos o configurándose en la
pared de ladrillos del fondo del cine. Sin la acción las
palabras sonaban ridiculas, desamparadas, porque los
gestos correspondían a otras voces, a otras palabras más
reales y patéticas.
Dos días después, en un ceremonioso acto pertene
ciente a un extenso programa, la Cruzada de Ayuda
Social subvencionó al cine por los daños ocasionados por
los anónimos perturbadores de siempre y colocó, en
reemplazo de la pantalla, un Gran Televisor.

Al anochecer de aquel día sonó la sirena del cine,


mientras Manuel T. limpiaba el mimeógrafo ayudado por

70
Chiquito Gómez. Al rato salieron y un sulky casi los
atropella al cruzar la calle. La sirena ya había dado el
último aviso y una familia de diez personas pasó co
rriendo camino del cine. En la misma dirección pasa
ron cuatro jinetes a todo galope y desaparecieron al
dobla*- en la esquina. Esta era la hora en que las mujeres
jóvenes quedaban solas y muchas de ellas, entonces,
hacían pasar a sus enamorados. Chiquito Gómez se
despidió y Manuel corrió a ver a Matilde.

Por los techos, las sombras furtivas de los amantes se


saludaban silenciosamente, alejándose hasta el jueves
siguiente. A pesar de la hora, cuando Manuel T. dejó a
Matilde, el General seguía hablando por el Gran Televi
sor. A su lado estaba el Obispo y ambos anunciaban la
procesión del día siguiente. Por los tejados él llegó hasta
el cine, descendió por un desagüe y al llegar a una
ventana de los baños se metió por ella. Los soldados que
cuidaban la puerta lo miraron sin prestarle mucha
atención al salir del baño prendiéndose la bragueta e
introducirse en la sala. En ese instante el General decía:
«... es porque Dios así lo quiere, es El quien determina el
poder y lo otorga a sus elegidos...». Hubo un breve
silencio y el Obispo dijo «amén», con lo cual se dio por
finalizada la función.

71
Matilde

Me fui a verte, Matilde, sabiendo que me hablarías de


un nombre que ya no era tuyo. Que lo atrapaste en tu
memoria y en ella lo amabas. Pero te quiero porque sólo
vos podes con el olor a tinta. Porque un día parirás
galletitas y miles de palomas anunciarán tu maternidad
alimentaria. Porque tu nombre golpea con ternura cuan
do te digo o te pienso o te imagino o te recuerdo
amándome, ignorando si ya habías iniciado el embarazo
(¿o lo sabías?) de trigales maduros, de girasoles, de
harina. Amándome en los sillones. En los pasillos. En los
viajes. En los baños de los hoteles. En tu cuarto
pequeño. Y te quiero en tus olvidos impenetrables, por
los resquicios que dejaban los reiterados recuerdos felices
que te acosaban los pensamientos, perdiéndote en brillos
la mirada amarilla de tu amor inolvidable. Entonces te
volvías transparente, inasible, y nada puedo reprocharte
porque un día necesitaste quererme y me alejó de ti el
entusiasmo de pelear contra el General, contra sus
secuaces y parientes. Te amé, sí, te amé corriendo,
llevando el apuro, las caricias y los miedos a tus entrañas
desamparadas. Ahora, la guerra sigue y necesito amarte,
hundirme entre tus pechos hermosos, hacerme raíz en
tu cuerpo para comprenderte y reconocerme, para que
mi escritura no tenga olor a tinta solamente, para que las
palabras sean feraces y fructifiquen las voces que los
vientos llevarán, fecundando los desiertos de tantas
memorias sometidas, derritiendo las nieves que entriste-

73
T

cen los días. Fui a verte Matilde sabiendo que un día


parirás galletitas y que bandadas de palomas lo anuncia
rán, porque entonces habrás reconocido los miles de
rostros que te amaron. Y yo estaré entre ellos.

74
«Aquí nunca nieva, pero algún viejo habrá que
recuerde la gran nevada, la única, la que blanqueó el
horizonte y destiñó los cielos. Habrá alguno que la
recuerde, porque durante la tormenta llegaron muchos
hombres y remataron este pueblo y nosotros dejamos de
ser quienes éramos porque ya no nos pertenecíamos.
Recuerdo perfectamente que cuando esto sucedió mu
chos quisieron rebelarse, pero fue inútil, los otros eran
más y convencieron a la mayoría de que pronto se
olvidaría aquel incidente, como llamaron a la subasta.
También recuerdo que el pueblo vecino fue hundido por
sus habitantes después del remate y que no hubo piedad
para los sobrevivientes.»

75
T
La Subasta

El Catreras, sentado como siempre sobre las rocas


que dominan el camino, fue el primero en avistar la co
mitiva. Pendiente de su invisible adversario, con la
guardia presta, dándose golpecitos en los puños o ti
rando nerviosos directos de contención, el Catreras fijó
la vista más allá del ring y vio que la multitud se hacía
volutas de polvo. Una, otra y otra avanzando por entre
las filas de piedras, gorgorando mecánicamente. Ante el
ataque lanzó su famoso gancho al mentón, dio contra las
cuerdas e imaginó banderitas. «Un circo», murmuró, «es
un circo», «es un circo»...
Confundiendo el recuerdo con la visión, el Catreras
se metió bajo la inmensa carpa del «Gran Circo de los
Hnos. Rodríguez y su compañía estelar» y aspiró el olor
melancólico, denso, de la viruta húmeda de la pista, la
ternura nómada de los actores todavía ausentes. La carpa
era como la mitad de una burbuja gigante, de las mismas
que él veía en ciertas ocasiones, hasta que los segundos le
tiraban la toalla. No había dolor en esas burbujas,
estaban llenas de colorido, de gritos, de multitudes de
nombres y pájaros y trapecistas que volaban sobre el
ring, malabaristas jugando con los brazos de los payasos
al compás de la orquesta; también del rugido del público
aplaudiendo a las fieras que devoraban al domador y a
éste reapareciendo bajo la piel de un mono que no
alcanzaba a comprender por qué los chicos se reían de él;
y temían el momento de silencio, el del baterista golpean-

77
do los parches mientras la equilibrista camina sobre un
cable sin más vara que sus brazos que, cansados de tanta
responsabilidad, la dejaban caer y en el vacío parecía una
cometa cuyo alarido sorprendía rompiendo las burbujas,
anunciando en ese instante el empresario que ése era el
fabuloso hombre-bala.
Tres coches negros cargados con grandes bultos
suben por el camino. Arrastrando su pierna y su miedo
ladera abajo, el Catreras corre hacia el pueblo y al llegar
se mete en el boliche, en la carnicería, en el almacén,
grita, gesticula, gira sus brazos, señala a su adversario y
arriban los vehículos que se detienen frente al arco de
bienvenida que da la Virgen-Inmaculada-Madre-de-Dios
en nombre de todos los habitantes.
Un hombre alto, elegante, de traje blanco, desciende
del primer coche con cierta parsimonia, mirando hacia lo
alto, por encima del caserío, después, con el sombrero se
sacude displicentemente el polvo. Las calles han quedado
quietas. El sol del mediodía adelgaza las sombras arrin
conándolas contra las paredes. El hombre, sin prisa algu
na, se cala el sombrero y avanza hacia el pueblo con
naturalidad. No obstante el sombrero, un mechón de su
pelo rubio cae extrañamente cubriéndole casi la mitad de
la cara. Parece una película y algunas mujeres que están
detrás de las ventanas, suspiran con vaya uno a saber qué
fantasías. Con seguridad, como si conociera desde siem
pre sus hábitos y sus casas, el forastero llama a la de
Chiquito Gómez. Su madre, cubriéndose el rostro con
un rebozo negro, se asoma abriendo apenas la puerta.
Las palabras que el recién llegado pronuncia antes de
marcharse se aprietan contra la puerta pugnando por
entrar, pero desisten quedándose en el umbral. Mientras
tanto la comitiva, que había traído cuatro peones en el
último coche, levanta dos grandes carpas con gruesas
rayas de colores y banderitas de mil países pendiendo
traviesamente del techo. El Catreras, que alguna vez oyó

78
decir que Sonny Listón cazaba moscas con las manos
para tener velocidad en ellas, atrapó con el mismo
método algunas palabras del extranjero y, enrevesada
mente, las difundió antes de que la madre de Chiquito
Gómez las repitiera en la Plaza Mayor: «La Empresa
viene a subastarnos porque las minas ya no producen
como antes, ha dicho el señor Reyes», dijo la anciana
cuando al atardecer del segundo día Chiquito Gómez,
Manuel T., el Negro Ordóñez y todos los hombres
jóvenes del pueblo salieron del fondo de la mina can
sados y sucios: eran trozos de sombras, duros fantas
mas encorvados, negros como el mineral que desentra
ñaban.
Por el camino iba y venía el Catreras entre el pueblo
y las carpas de la comitiva empresarial, ora ensimisma
do en difusos combates por el título del mundo, ora
asustado por lo que oía o creía oír a los señores vestidos
de blanco. De esta manera, los rumores y los temores
empezaron a caminar por las calles y se hicieron más
numerosos e intensos cuando la comitiva designó una
Comisión Topográfica con la intención de mensurar el
pueblo, tarea que no llegó a cumplir porque las mujeres
mostraron sus escobas y, como quien dice, la barrieron.
Nada nuevo sucedió durante una semana a partir de este
incidente, salvo que un coche partió hacia la ciudad con
dos o tres pasajeros.
Esta mañana una nueva comisión fue a dialogar con
Chiquito Gómez, Manuel T. y los otros mineros. La
Empresa aduce que como dueña del pueblo tiene dere
cho a subastarlo y venderlo al mejor postor y que los
pobladores no deben oponerse, porque el comprador, es
posible, se hará cargo de los mineros y de sus familias.
Además, la Empresa hizo notar que en este asunto no
tenían que discutir ni dialogar más, porque la decisión ya
estaba tomada y contaba con el beneplácito del General,
representado por el señor Cipriano Reyes, lo cual hacía

79
suponer que los mineros podrían ser considerados como
traidores a los intereses nacionales. La respuesta de éstos
fue que las minas y el pueblo eran suyos y no del
General. «Si se oponen, peor para ustedes», dijo uno de
los señores amenazando con el puño, gesto verdadera
mente desafortunado ya que el Catreras, que se hallaba a
su lado, se creyó en combate y le respondió con su
reconocido y violento gancho a la mandíbula que lo
mandó a la lona por toda la cuenta. Así empezaron las
hostilidades.
(Siento una urgencia tibia y la mano de Matilde
apretando la mía me arrastra hasta su cama. Es mediodía
y ya no se escuchan voces airadas en la calle. Tengo
hambre. Matilde duerme desnuda. Presiento que ha sido
la última vez...)
Los peones que montaron las carpas, apostados tras
las rocas, disparan sus fusiles contra el pueblo. Allí han
empezado a racionar la comida y Rafael, que había salido
a buscar alimentos, fue abatido por los francotiradores de
la Empresa. Una hora después mataron a su madre
cuando intentó rescatar el cadáver. Ya hay dos muertos
entre ellos y el pueblo. Y no han entrado al mismo
porque piensan que han dinamitado la entrada. Y lo
hubiesen hecho de tener fulminantes. Pero Chiquito
Gómez dijo hace un momento: «Manuel T., coloquemos
las cargas aunque sea para asustarlos por un rato». Así
que sin que los vieran pusieron varios cartuchos bajo los
pies de la Virgen. Los francotiradores, al darse cuenta,
han comenzado a disparar contra ellos y no los dejan
mover, los han sitiado para rendirlos por hambre, pero
nadie protesta. Todos parecen decididos a resistir, aun
que su mutismo también puede ser resignación.
(«He visto palomas, miles de palomas en el techo», le
digo a Matilde y ella sonríe con tristeza, callando su
preñez. Su mirada intensa, serena, indescifrable, inquieta
mi alma sumiéndola en sentimientos encontrados, mien-

80
tras ella se sienta abriendo las piernas, dispuesta a parir.
El Catreras cojeando corre golpeando las puertas del
vecindario y anunciando la nueva. Matilde enciende su
rostro y la fuerza maternal se agiganta y contrae furiosa.
Matilde tiene un vientre pequeño y, temblando en un
rincón de la pieza, observo cómo empuja sin descanso,
empuja, comprimiendo las entrañas, empuja, Matilde,
desgarrando sus paredes, empuja, apretando los dientes,
Matilde, Matilde... Las parteras llegan solícitas con
palanganas llenas de agua caliente, pero al ver el cuerpo
diminuto y bello estremeciéndose en la parición, huyen
desconcertadas hacia el patio. Muchas caras se amontonan
curiosas en la ventana, asombradas y olvidadas del
hambre y las balas. Los hombres designados para mante
ner la guardia organizan sus turnos para cumplirla y para
ver a Matilde. Mas ella ya no mira a nadie. El sudor
empapa las mantas y sus ojos anegados de tanto esfuerzo
se ocultan deseando el final.
Matilde pare galletas, que son comidas en su presencia
porque más allá de aquellas cuatro paredes se desvanecen.
Durante muchos días y muchas noches miles de
galletas alimentan al pueblo que soporta el sitio...)
La gente se reúne en la Plaza Mayor para ver el
cuerpo consumido de Matilde. Han llegado soldados y
emplazado ametralladoras. Una ráfaga mató al Catreras
cuando intentaba robar comida de la Empresa para su
próxima pelea. Los caranchos, después del festín, sobre
vuelan pesadamente sus cabezas. Las montañas y el cielo
siguen azules. Manuel T. piensa en Matilde y observa
cientos de ojos brillando en la oscuridad, agrandados por
el hambre, fijos en el cuerpo inerte de su amante, que
irradia un fulgor cálido y su piel, cayendo sobre los
huesos como una tenue cortina traslúcida, mantiene ese
perfume lácteo que aleja de él la idea de la muerte. Los
caranchos acechan. Sólo los labios, como si las llamas
consiguieran el efecto, se mueven edificando un coro

81
desgarrado, bronco, y, casi sin que Manuel T. se dé
cuenta, surge también de su garganta un cántico desco
nocido en la noche última. Las voces se elevan, vuelan,
nacen y crecen con las llamas, ascienden por los riscos de
la inmensa catedral, llenan sus naves, cubren sus paredes,
rodean las ojivas, tocan las cimas e incendian las som
bras, por donde ya se alejan algunos de los vecinos. La
sangre desciende por los altares, barbotan los corazones
y los rostros siguen inmutables y fantásticos alrededor de
la hoguera, abrasados los pensamientos, alejados del
dolor y la angustia.
Al amanecer se ven relámpagos detrás de los grandes
médanos y más de la mitad de los pobladores se entregan
a la Empresa, agrupándose cabizbajos, tímidamente jun
to al camino, muy cerca de la Virgen. Chiquito Gómez,
Negro Ordóñez y Manuel T., seguidos por el resto de la
gente, suben por la cuesta de Las Cortaderas hacia el
interior de las montañas. Caen las primeras gotas gol
peando el guadal que explota formando pequeñas nube-
citas aquí y allá, mientras la caminata se hace cada vez
más trabajosa por el antiguo camino de las muías. Abajo,
los soldados disponen a hombres y mujeres, viejos y
niños, en una larga fila y, antes de que cante un gallo, los
ametrallan ante la presencia impertérrita de la Virgen.
Llueve. Llueve y el rebozo mojado de las mujeres se
pega a los rostros que los hombres imaginan bellos.
Manuel T. sonríe recordando a Matilde. Los caranchos
no devorarán su cuerpo porque la lluvia disuelve vaporo
samente las últimas brasas de la noche anterior, cuando
Matilde era una antorcha.
Una bruma gris y espesa cubre el valle, cuando entran
en el pueblo los señores de blanco, escoltados por los
soldados del V Cuerpo de Ejército. Al cabo de unas horas
se escucha lejana la voz del martiliero público rematando
las parcelas, manzanas, casas y colocando nuevos lindes y
nombres a los viejos lugares de las minas.

82
Llueve. Algunas muías, cargadas de trastos y cacero
las, cierran nuestra pequeña caravana. También traen
unas pocas cabras y ovejas y a los perros que las cuidan.
Ascienden golpeados por el viento que arroja la lluvia
contra ellos encegueciéndolos. Alguien murmura algo del
exilio, pero su voz se ahoga en un trueno que desciende
por la quebrada. Una vieja guarecida bajo una piedra
murmura: «Es mejor así, con la lluvia no se notan los
llantos». Manuel T. piensa, mirando el agua atropellán-
dose por los precipicios, que tiene razón. Se dice que
hace mucho soñó con el recuerdo y que alguien le dijo
que eso no era bueno porque, a pesar de Matilde,
entrevio.la nostalgia. El respondió entonces que la vida
es un sueño diferente que puede transformarse y conver
tir las pesadillas en esperanzas. Tiene frío. Sueña. Es un
pensamiento frágil, la vida no es un sueño. Llueve.
Llueve. Manuel T. ve las montañas azules, los valles
inundados, la niebla fangosa. El agua cae sobre sus
cuerpos, los cala hasta los huesos y se escurre como una
serpiente entre las peñas. Languidecen el tiempo y la luz,
la piel se ablanda y arruga, se convierten en difusos
espectros líquidos, ateridos y sombríos. Ya nadie piensa
en los días sin lluvia, tampoco hablan ni oran al
abandonar los muertos en rústicas tumbas de piedra y
agua para que ni podridos se los coman los ángeles.
Manuel T. mira las caras de sus amigos, de la gente de su
pueblo: acuosas, derrotadas, con los ojos perdidos,
vagando por paisajes que tal vez nunca verán.
Llueve. Entre el ruido insistente de la lluvia a él le
parece escuchar el vaivén de un trueno opaco, como si
toneladas de agua chocaran violentamente contra invisi
bles acantilados. Alguien musita «es el mar», pero al
girar para agradecerle la confidencia da con un perro y la
mirada inescrutable de los vecinos fija en la lejanía: un
mar de fango negro anega el valle, donde flota la niebla
putrefacta y ciega, horadada implacablemente por la

83
lluvia: el silencio que los acompaña embalsa el sonido
oscuro de los reptiles que se arrastran en el lodo. Las
montañas, que un día vio azules, muestran sin escrúpulos
sus faldas grises, cubiertas de mil vómitos volcánicos que
no alcanzaron, sin embargo, el fondo del valle. Manuel
T. sube a una inmensa roca.
(Me he subido a una gran roca, agito la capa por
donde resbala la lluvia y grito: «¡Miren! ¡Miren todos!
¡Miren cómo revienta el pueblo! ¡Cómo vuelan nuestras
casas!». Y todos miran sorprendidos hacia donde señalo.
Murmullos apagados, que por primera vez escucho en
tanto tiempo, rondan entre nosotros: «La dinamita»,
«túneles bajo las calles».)

Alguien recordará veinte años después que Manuel T.


levantó el puño, gritó y había rabia en el grito.

(Una quietud repentina paraliza el aire y los pájaros


aventurados bajo la lluvia desaparecen cuando el ruido
subterráneo asciende, crece, se acerca y choca violenta
mente contra obstáculos desconocidos. Brama la tierra,
infla su lomo y se abre desgarrando su vientre de fuego,
escupiendo llamas y piedras, arrancando de sus cimientos
a nuestras pobres casas, que se elevan intactas, siguiendo
algunas su vuelo incierto, mientras otras se estrellan muy
cerca de nosotros. Sus propietarios, reconociéndolas, se
lanzan sobre los escombros en medio de sordos estallidos
y recuperan algunos pocos trastos y fotografías a los que
se abrazan con un rictus enajenado, como si aquellos
objetos queridos fuesen algo más que el recuerdo, tal vez
el último cabo al que asir su desamparo, antes de
hundirse en el caos, en la sucia, opaca, nauseabunda
bruma hirviente, que el viento arroja sobre nosotros en
violentas oleadas, encorvando nuestros cuerpos débiles.
«Es el mar», digo y al volverme encuentro los ojos de un
perro y la mirada triste de la gente de mi pueblo.)

84
Nieva silenciosamente endureciendo el barro y los
dedos. Envueltos en harapos, frotamos las manos con el
aliento gris de los pulmones. Los copos, como las voces,
son plumas sutiles que lleva el viento. Blancas y grises,
las voces, como los copos, se acumulan monótonamente
uniformando el paisaje. Cinco hombres, Chiquito Gó
mez, Paco B., el Negro Ordóñez, el Flaco y Manuel T.
caminan lentamente, atentos el oído y el olfato. Manuel
T. escucha un ruido diminuto y contiene la respiración.
Se le ocurre que el horizonte de la piedra detrás de la
cual está escondido es inmensamente alto, por eso
cuando lo alcanza no le sorprende la pequenez de la
liebre. Silba. Ella, asustada, mueve la cabeza buscando el
peligro, pero no escapa. Está como paralizada. Llegan los
otros y cautelosamente la rodean y cuando el círculo se
reduce hasta casi tocarse con los brazos extendidos,
atacan. La primera piedra que arrojan le da justo en la
cabeza, después es fácil. El se acerca al animalejo y ve
que de sus heridas brota caliente y abundante la sangre y
hasta le parece que patalea. Lo agarra por las orejas y, al
levantarlo, descubre que sus ojos redondos y sorprendi
dos se parecen a los suyos. De uno en uno busca algo
en la mirada de sus compañeros y nada ve en ellas. No
sabe qué cosas evocarán o soñarán, tal vez nada, a lo
mejor que ese día habrá carne fresca. Entre todos cargan
la liebre y en sus labios se congela una sonrisa descolo
rida.

85
(Todos somos inventos, personajes que deambulamos
en un mundo también ficticio, sombras lánguidas de otro
que nos sueña. Sí, somos sombras soñadas, determinadas
por la anarquía de una conciencia caprichosa, inestable,
voluble. De nada nos sirve, entonces, codificar las con
ductas, establecer ideologías, normar deseos, construir
iglesias y palacios de gobierno si cuando llegue el
momento nos habremos disuelto en algún amanecer sin
memoria para nosotros. Sombras, tal vez imágenes, con la
soberbia pretensión de creemos libres o con el derecho a
serlo y, por lo mismo, arrogarnos la tarea de formar
ejércitos, imitando las creaciones de algún alma atormen
tada, para avasallar otros cuerpos y otras naciones del
mismo sueño que, es posible, estén sirviendo de necesaria
sublimación a desmesuradas insatisfacciones y mantener
así el orden, el equilibrio y la armonía de un edén que
nunca habitaremos. Un edén al que no entrarán jamás el
recuerdo de Matilde, ni la locura entrañable de ese pobre,
insensato hermano mío, que fue capaz de plagiar un
paraíso de náufrago para sobrevivir.)

87
Robinson

A las seis de la tarde ya era de noche y la madre los


llamó. Arrebataron las bolitas, se tironearon tratando de
recuperar otras, se insultaron y corrieron. Manuel y su
hermano fueron perseguidos hasta la cerca por toda la
barrita de la otra cuadra. Se habían quedado con veinte
de sus bolitas, cuyo sonido en los bolsillos marcaba el
ritmo diverso de sus trancos apresurados.
Cuando entraron en la cocina, acezando y transpira
dos, chocaron con el silencio de la abuela y la luz
mortecina de la lámpara de querosén. La madre los hizo
sentar con un gesto mudo y la abuela sacó un rosario,
bisbiseando las primeras oraciones. Siempre rezaban
antes de que llegara el padre, porque aunque él tolerara
estas cosas no era afecto a ellas.
Una noche el hermano de Manuel T. soñó que
llegaban él y su padre en el Chevrolet 28 que tenía para
transportar mercaderías al pueblo y que sorprendían a su
madre y su abuela rezando en el patio. Era primavera y
la «corona de novia» estaba blanca de flores y hasta se
percibía el olor de los durazneros y el sonido fresco del
agua de una acequia cercana. (El no recordaba exacta
mente si era el Manco Leiva o el viejo Echenique el que
les abría el agua para el riego de la quinta. Porque en
aquel entonces tenían huerta y el agua venía por canaletas
y acequias desde un pequeño embalse al pie de las sierras
azules.) Antes de que terminaran de rezar comenzó a
hablar con él, con su padre, y se rieron de cualquier cosa

89
hasta que en algún momento el hombre dijo simplemen
te: «La comida». Lo había dicho justo en una pausa
a la que seguía el cordero-de-dios-que-quita-los-peca-
dos-del-mundo pronunciado por mi abuela. «La comi
da», había dicho su padre cuando El se apareció junto a
la «corona de novia» recién florecida. Vestía una túnica
muy blanca sobre la cual llevaba un manto escarlata. Sus
cabellos eran lacios, brillantes y pelirrojos. Sonrió con la
misma sonrisa que el muchacho le había visto en
infinidad de estampas que el padre Tomás le regalaba a la
abuela y que ella conservaba entre las páginas de su
misal. «¡Jesús!», exclamaron todos y se santiguaron por
las dudas de que no fuese El. Habían quedado quietos,
callados, expectantes. El tenía un poco de miedo porque
no le gustaba rezar. Su abuela había comenzado a
protestar por lo bajo porque el padre interrumpió las
oraciones para decir «la comida». Entonces, Jesús avanzó
sonriente con dos dedos de su mano izquierda, el índice
y el medio, levantados a modo de saludo (o bendición tal
vez), como si no se diera cuenta de la turbación de los
presentes. Por la expresión exultante de la abuela, detrás
de quien estaba el muchacho, todos suponían, y ella la
primera, que el milagro de la aparición se había produ
cido para santificar su vida y como premio a sus bue
nas relaciones con la santa madre iglesia y sus santos.
La abuela esperó ansiosa la divina consagración, pero
Jesús pasó a su lado y le habló al hermano de Ma
nuel T.
Empezaron a comer. El padre cada día llegaba a
horas diferentes y casi ya no hablaba con ellos. Cuando
el muchacho soñó lo que soñó la familia de Manuel T.
vivía en la sierra y allí todo era distinto. No volvió a
soñar con Jesús, pero a la hora de la comida siempre
recordaba el sueño y más ante la ausencia del padre.
Ahora, el muchacho tiene pesadillas y es el demonio
quien se para, provocativo y pedante, frente a la puerta

90
de su dormitorio dejándolo mudo, mientras ríe. Aunque
hasta esta noche nada le ha hecho, él le teme porque no
le sale el «ave maría purísima» que le ha dicho su abuela
que pronuncie para ahuyentarlo.
Aquella noche tuvo la sensación (como así fue) de
que no vería más a su padre y por eso corrió hacia la
cocina y le regaló todas sus bolitas a Manuel. Como los
demás estaban rezando el rosario, su madre le dio un
coscorrón en la cabeza por interrumpir el segundo
misterio.
Esa noche daba vueltas y vueltas en la cama sin poder
conciliar el sueño. Sabía que el demonio acechaba en
las sombras tan llenas de formas. El esperaba que se
durmiera. Desde tiempo atrás había empezado a sospe
char que los sueños eran su territorio preferido, que allí
se sentía más seguro de sí mismo, que allí lo tenía a su
merced. En cambio en la vigilia era distinto, porque
cuando sentía meterse en él su presencia, buscando su
alma o sobornando sus pensamientos subrepticiamente,
había un instante en que se daba cuenta de lo que sucedía
y, aunque no abría los ojos, se despertaba. Así conseguía
alejarlo, al menos eso creía. A veces, cuando las horas
eran más tenues en su negritud, conseguía dormir; otras,
temblando, veía hacerse el día y aproximarse la hora
en que debía levantarse. Entonces, la noche le parecía
eternamente lánguida, casi estúpida y se reprendía por
haberse dejado engañar por sus sombras, por las manchas
de las paredes.
Durante el día renegaba del diablo. El otro ya no
existe. Tampoco podía haber existido nunca si él no
hubiese sido engañado, si no le hubiese dado un lugar
entre sus pensamientos. De todas maneras, también sabe
que a la noche siguiente le sucederá lo mismo. Y esa
noche no fue la excepción. Sin embargo, no tenía miedo,
quería dormir y hablar con el demonio, saber qué quería
de él, conocer su verdadera voz. Estaba convencido de

91
que Jesús no volvería más, como tampoco su padre.
Quería conciliar el sueño y estar preparado para cuando
el otro apareciera no pronunciar el «avemaria purísima»
y exorcizarlo sin querer. Comenzó la espera. Cerró los
ojos y fingió dormir para convencerse de que poco a
poco lo estaría de verdad.
Sus pensamientos construyeron el sueño y las situa
ciones del mismo para no soñar otra cosa. Se lo imaginó
llegando hasta el borde de la cama como un hombre
cualquiera, como una sombra amable de la que le llamó
la atención los pequeños cuernos de la cabeza. «No es
que mi mujer me los ponga», le aclaró el otro, «es que lo
tenemos algunos como símbolo de gran inteligencia».
Eso mismo le había dicho su abuela de los cuernos de
Moisés, el de los diez mandamientos. Ella se lo había
explicado rápidamente porque quería explayarse en aque
llo de «no levantar falso testimonio ni mentir», ya que
ella nunca creyó que él soñase con Jesús, porque «no era
ningún santo».
En la vigilia se hacía una idea bastante humana del
enemigo de Dios porque nunca había intentado «tentar
lo», como decía el padre Tomás que era su conducta o
táctica habitual. «Tentar», «seducir», eran palabras claves
en todo contacto demoníaco y aunque él no comprendía
bien su significado, permanecía vigilante ante cualquier
gesto o sonido ¿anormal? El se acercaría a su cama,
pensaba nuevamente, lo miraría con sus ojos brillantes
como brasas y lo seduciría o tal vez sólo se limitaría a
tentarlo. Era posible que su sonrisa fuese muy blanca y
cínica, o no, porque si él descubría que era así se daría
cuenta de sus intenciones y haría la señal de la cruz para
que desapareciese hasta la noche siguiente.
El hermano de Manuel T. deseaba que esa noche el
demonio estuviese con él. Creía que lo que buscaba era
que le dijese por qué estaba convencido de que su padre
no volvería más. En cierta forma, él identificaba al

92
demonio con el hombre que todos los días se apostaba,
hasta el día anterior, frente a su casa y siempre era
distinto y solitario. Esperaba dormirse para escuchar su
voz: «Me siento solo, soy uno y muchos y no puedo
soportar más este castigo. Tú que sueñas con Jesús, Hijo
de Dios Padre y Redentor de los Hombres, dile que se
apiade de mí, que hace siglos que los hombres me
desprecian y temen; dile que es mucho lo que he sufrido
con su condena, que conozco perfectamente la inmensi
dad de su poder, pero que no sea soberbio y arbitrario,
que estoy cansado de ser su policía. Reconozco que
luchamos y que fui derrotado en una batalla grandiosa,
porque él resultó el más fuerte y el más inteligente de los
dos, pero nunca pude imaginarme que fuese tan siniestro
y rencoroso y me condenara a cumplir con este papel,
gozando con su venganza y el dominio impune sobre el
Universo que creamos. Oculta así su parte cruel, su
maldad solapada que prevaleció sobre mi ingenuidad
guerrera. No tiembles, el infierno no existe, es una falacia
inventada por El. Los miles que nos rebelamos, antes de
que los hijos de este mundo nacieran, contra su autori
dad omnipotente, fuimos arrojados para siempre de su
sociedad, pero no de su Universo, para usarnos como
oscuros vigilantes de su orden. Por eso no somos más
que ángeles vagabundos, entiéndelo, eternos mendigos y
esclavos aherrojados a sus caprichos, al albedrío de su
infinito poder. Para decírtelo de una manera simple, hay
menos maldad en mi morada que en la suya. Las llamas
eternas son de silencio y soledad...».
Pero no conseguía dormirse, al menos eso creía
porque seguía pensando y hasta suponía que esta vez no
se había reído con su cinismo tan peculiar, casi seductor
y por eso mismo tramposo. Suponía que lloraba y que
era una treta, aunque el llanto le parecía real, espeso de
lágrimas que descendían hasta su cama en donde se había
sentado. Casi podía asegurar que veía sus lágrimas bajar

93
por delgadas cascadas hasta mojar las sábanas, su cuerpo,
impregnando el aire con un olor penetrante, salvaje. Pero
no era posible que llorara porque estaba despierto y sólo
pensaba en él, no lo soñaba y no había estado sentado en
su cama, lo sabía aunque no se animaba a abrir los ojos.
Pero la humedad caliente lo seguía invadiendo hasta la
espalda y su olor le era familiar. No era azufre pero sí
caliente y acre.
Permaneció quieto, sin mover un solo músculo, tenso
y despierto. Abrió lentamente los ojos. Afuera amanecía
con pereza. Y en ese instante se dio cuenta del dolor. La
ingle le parecía ajena. Imaginó una treta diabólica. Siguió
quieto y respirando, agitadamente. El olor húmedo lo
descomponía, le abría la nariz y los pulmones y le
forzaba el estómago hasta la náusea. Y al acariciarse
sintió un miedo infinito. La humedad existía. Estaba
mojado. Tenía la certeza de que en algún momento había
soñado y que las cataratas que habían mojado sus sá
banas no eran del demonio.
El sabía lo que venía cada vez que alguno de ellos se
meaba. Se demoraría en su cama y no haría caso de las
llamadas de su madre para ir al colegio. Después de la
tercera o cuarta vez ella llegaría para sacudirlo y, al
mismo tiempo, meter la mano bajo las colchas. El grito,
el desprecio, el insulto, la sacudida y él que saldría
rodando de la cama cuando ella tirara de la sábana
empapada. «Fue el diablo mamá, fue el diablo.» Trataría
de explicarle diciéndole que fue el diablo, pero sería
inútil. Siempre le decía lo mismo, incluso Manuel. Su
madre no creía que el diablo provocara sus lluvias noc
turnas y, sin embargo, terminaba reprochándoles que
hubiesen jugado con fuego la noche anterior. En realidad
siempre jugaban con fuego. A veces juntaban bosta de
vaca para ahuyentar mosquitos o hacían antorchas para
sus procesiones o ceremonias secretas en las que canta
ban y bailaban alrededor de una pequeña hoguera, so-

94
bre todo cuando llegaba el otoño y las hojas secas se
amontonaban en la calle.
Se levantó mojado y oliendo a orines y se acercó a la
ventana. Sólo había atinado a sacarse los calzoncillos y
desnudo quedó mirando hacia la calle solitaria. En la
penumbra soplaba el viento sin prisa alguna y por
momentos trataba de imaginar al hombre (o a los
hombres) que día y noche había estado enfrente de la
casa. Su abuela le había dicho que tal vez fuese un ángel
de la guarda, pero el padre Tomás creía que no. Su
abuela le decía siempre que hay un ángel que cuida la
espalda y vela por todos los hombres salvándolos de los
peligros más graves.
El hermano de Manuel T., desnudo frente a la
ventana, pensaba que el discurso del diablo había sido
retórico y frivolo, más bien melodramático. Pensaba en
él como en un personaje cobarde y pusilánime. No creía
en él. Claro que era cierto que había estado muy ladino
intentando seducirlo durante el sueño. En esos momen
tos el alma divaga por muchos y oscuros senderos casi
ingenuamente, descuidando la voluntad. Pero no sólo él
acechaba su libertad, también él mismo lo hacía, tal vez
porque había empezado a sospechar lo que sucedía en las
calles, solapadamente patrulladas por ángeles guardianes,
que de tanto celo habían llevado a su padre y le habían
metido ese temblor tan grande, que su madre confundiría
con el frío, con la desnudez y la gran meada ritual con la
que había querido desalojar de él, y para siempre, a
todos los dioses malignos, soberbios, pedantes y podero
sos. Sería para ella una estúpida canallada y él hubiese
querido gritarle: «¡Ay cómo te odio madre, por los
muchos santos que me persiguen! ¡Por los ángeles
desconocidos que me espían!». Hubiese querido gritarle
eso porque no la odiaba por los latigazos con las sábanas
meadas, ni por el olor ácido que le golpeaba la cara. La
odiaba por esa húmeda y hedionda soledad que había

95
elegido, por los cientos de ojos que lo señalaban desde la
calle, por el vómito continuo, por el inevitable grito que
lo ahogaba, por la lluvia de excrementos que iba a su
encuentro repitiendo insensatamente lo ya vivido. Y se
decía mirando por la ventana casi cubierta de trastos:
«Te odio, madre, te odio. Te odio porque siento la
necesidad de volver a tu seno, de refugiarme en él para
siempre buscando el camino de tus piernas para hundir
me en tu sexo impregnado de olor de viejos orines, de
calores escondidos entre los pelos con el penetrante
descuido del jabón y el olvido de la espuma y la gracia de
las caricias que ya no volverán porque fuiste tú quien
avisó al hombre que vigilaba para que los soldados se
llevaran a papá, antes de que sus sueños me sedujeran,
mamá, mama».

96
(Quisiera permanecer inalterable ante todo, pero el
alma es caprichosa y la memoria convoca los fantasmas
odiados y amados con monótona frecuencia. El Flaco, el
Estudiante, Cipriano Reyes, Chiquito Gómez, el Negro
Ordóñez, mi hermano, vuelven insistentes con su carga
de dolor y miserias reprochándome mi cobardía. Una
culpa que me tortura, porque no he estado en el fondo del
mar, porque no he disfrutado de su sinuoso silencio,
porque no he explorado la belleza solidaria de la soledad,
de esa soledad que nace en el instante en que las pala
bras dejan de alimentar la sordidez del pasado, la
vulgaridad del presente maquinario que computa la
memoria de la angustia, ese extenso tiempo de la infamia,
que es nuestra herencia y nuestro legado.)

97
1ZJZ? JT— .
El Estudiante

Siempre primero. Era siempre el primero en llegar a


las reuniones y el último en irse. Con su largo pelo rubio
y su hermoso ojo celeste penetrando hasta el alma de sus
compañeros: solitario, impuro y bello, su ojo era un ir y
venir de visiones, de imágenes, de rostros con nombres.
Era el primero en las reuniones, en las movilizaciones y
hasta en los contactos con los combativos del Sindicato:
Cipriano Reyes, el Ojo.
En el Sindicato Manuel T. no era el capo capo pero
casi. Al principio fue como una molestia: cuando alguno
de ellos nombraba a Manuel T., el Ojo se achicaba y se
fijaba en el nombrador con tanto brillo que éste comen
zaba a sentirse inquieto y fuese por la inquietud que le
venía, por los nervios o por algún extraño flujo del Ojo,
la inquietud se transformaba en un malestar físico que lo
obligaba al silencio y pronto a la retirada. Pero, a pesar
de eso, todos aceptaban al Ojo.
El Estudiante supo todo esto después, en un momen
to trágico para él. Mejor dicho, lo comprendió en el
instante en que lo tuvo frente a sí, en aquel profundo
minuto de descanso: largo-torcido-oscuro-vidrioso-be-
llo-nauseabundo-que-termina acortando los segundos y
el otro apareciendo al final de la calle como una sombra
de esa noche de luna sin estrellas. Venite un rato a casa,
Estudiante. No, mira, vos sabes que no puedo, tengo que
hacer mañana. Precisamente de eso quiero charlar, del
fato de mañana. Mañana te explicarán el Flaco o Paco B.

99
Prefiero con vos que sos el noche lunar es un olor a
carneasada
—¡Sí, cabrón de mierda, yo soy el Carneasada!
pero la molestia era de antes y tan
mala como el chisporroteo azul de prueba es el Ojo que
chisporrotea el Ojo del Carneasada
—¡Sí, de mierda, yo Carneasada!
qué te parece hermanito el labo
ratorio que tenemos Pero si esto es la
—¡Sí, brón de mier yol Carasada!
una noche lunar con estrellas que
lucen sanguinolentas o azules o celestes o verdes o
amarillas antes de perderse por los testículos y escaparse
en alaridos que rebotan en los reflectores y vuelven por
el culo y regresan al Gran Ojo
—¡Brón de mierda yol!
empezó como una molestia cuan
do alguno de ellos nombraba a Manuel T. el Ojo se
descomponía en brillos y la sospecha porque principió el
minuto que aplaude los oídos animándolo a nombrar
nombres que ignoraba o había olvidado en el laboratorio
el Ojo le ponía estrellas a la noche lunar sin estrellas el
Carneasada las fabricaba porque era el mito vagabundo
el Hacedor de Ojos y el Estudiante no sabía quién les
diría a Ellos quién era el Carneasada que había otros que
había gelatina que se estiraba desde los baldes y sólo
deseaba un beso de Lily para comer sus duraznos Lily
ternura blanca y larga como un día de siesta no saldrá y
no sabrán que el Nombrador le dio la sospecha que era
cierta que era verde que era celeste como el Ojo como la
gelatina transparente antes de la picana: No me tendrá
para no sé señor le aseguro que no conozco a esos indios
no señor yo no soy indio. Hasta rebotar contra el Ojo y
el Nombrador comprender que antes del Descubrimien
to se le acercó al final de la calle y después sobrevino la
Conquista y el fato como la luna tapaban las estrellas que

100
se escondieron en el Ojo del Carneasada y al darse la
vuelta al final de la calle lo encontró con un ojo oscuro
en la mano apuntándole y dos sombras grandotas le
dieron trompadas y patadas.
—¡Sí, cabrón de mierda, yo soy el Carneasada!
y como pensaba estar con Ellos
en el fato se fue antes y le habló y empezó a ensancharse
el hormiguero celeste por la boca y los dientes.
—¡Brón neasada!
es posble ten el hi
una faga cante rrosa trajos viones
una ráfaga caliente terrosa trajo las visiones
no sabe si ella tiene su hijo en la pancita
el dolor es silencio
el dolor que se ha ido todo ya por el
horizonte incoloro silbando verde
una ráfaga caliente terrosa trajo
las visiones y las visiones se sentaron rodeándolo en el
cuartito y aunque era muy chiquito todas encontraron
lugar porque eran traslúcidas y blancas y silenciosas y
mustias y alargadas en la arena que amplió las tablas
hasta chocar con la mugre amoratada y boquiabierta de
silbos lejanos del pájaro perdido
no sabe si Lily tiene su hijo en la pancita
pero calló perdiendo el dolor que
se había ido todo por el horizonte incoloro con el silbo
verde
esa pancita tibia suavecita justa para hallar su
querida la miel su pancita su Lily Lily recibiéndolo el
calor que esto todo suyo como los pastos como el
manojo ardiente que se le metía entre las piernas entre la
piel abrasada húmeda agridulce temblorosa succionante
que lo llamaba quemaba la música la voz el silbo
el dolor que se ha ido que era el recuerdo del
dolor el silbo
era un Ojo Celeste que un olor a

101
piel quemada por comer chisporroteos que olvidaban la
sed por el final de la calle de la campana que sonaba
nombrando los muertos las boyas sangrosas acuosas
moradas lunares sin luna
oirá oyó la voz por los túneles transparentes
del río que fue a su encuentro era vidrioso quebrado
pero su pancita tibia la lluvia que salía gelatina eléctrica y
se desparramaba ahuecando el espacio para la boya dulce
roja del río el Descubrimiento después que los indios era
al verlo Túpac Amaru lo abrazó con el cuarto de la
Cabeza que lo halló y le dijo son los Conquistadores
rubios que tienen el Ojo Celeste con los cuatro helicóp
teros tiraron hasta hacerme cuatro pedazos que se
multiplicaron le dijo aunque era uno porque se unió en
el cuerpo de Lily y comenzó a nacer para volver flotando
en la luz y lo anunciarán las campanas que intuyó
cuando se levantó la Cordillera y trajo la nieve de los
quince mil años
y el Ojo se fijó y quién a Ellos Lily le apun

102
La tarde de la procesión

La última tarde que el Negro Ordóñez estuvo en la


ciudad escuchó la procesión por radio, en la cama con su
amante.

«Avéé avéé avéémaríía»

—Son lindas las arruguitas que te hacen los ojos... me


gustan, cuando reís me gustan —dijo ella.
—Humm: entre el gentío te descubrí la noche antes y
agotamos la ginebra del bar que debió de cerrar a la
medianoche porque al otro día... te dije que me gustaban los
pechos pequeños y no dijiste nada pero sonreiste y encontré'
que la sonrisa era el camino a los hoyuelos y te lo dije y de
nuevo tu sonrisa porque la ginebra era alegre era

«llenaeres déegracia»

—¿No era que te gustaban las tetas chiquitas?


—preguntó con dulce ironía la mujer, dejándose besar
sus pechos grandes y firmes.
—Mi zoncita: dos hermosas sombras blancas que ha
dejado el sol con el perfume refugio que busco que
encontré bajo los hoyuelos con gusto a frutilla chiquita
zonza en medio de la calle con rumor a caída de zapatos
antes del alba por llegarme me caí buscándote en todos
los huequitos que tenes locuela de siete suelas zoncita
déjame que trepe por todos ellos para llevar todo el
gustito en baldes amarillos y tirarlos quebrada abajo en
la pelea en la sierra el olor el tiempo el verde

103
«conelangel déemaría»
—Por ahí no, por ahí no, mi vida, por ahí no...
—intentando rebelarse.
—Déjame, sí...:

«su gran-deza céle-brad»

soy el ángel penetrándote por el fon


do de los hoyuelos que me mostraste con la sonrisa de la
guarda y siendo que soy tu amante y vos sos mi amante
jugaremos a la concepción que es nuestra cuando com
prendas loquita mía que vos también estás jugando con
ese culito inmaculado que sol tuvo miedo de violarte por
pudor que yo te lo penetro porque siento que es volver a
las entrañas forzando la tierra mi amor
«oh María madremíía
oh consuelo delmortal
amparaa-me y guiaa-me
ala Paatria céles-tial»

—Ya no importa, mi querido, ya no me duele, te


siento a vos, te siento a vos, sólo a vos, mi vida...
te quiero, te quiero... —jadeaba.
—Te amo... chiquitita... hembrita... me voy en vos:
que tomaré la cuerda del perfume a frutilla que no olvido
al mensajero de la anunciación y nosotros aquí descu
briéndonos en las combas sonrientes de tus bocas que te
encontré la noche antes porque es así es así la paz que nos
invade el digo con el suspiro que nos revuelve enfrentán
donos los rostros con el abrazo caliente de tus piernuchitas
hundiéndome en vos y los dos transfigurados de encuen
tros simples sumadores de la lluvia que nos nace fecun
dándonos si los queremos Conchita carnosa linda me
llevan las nubes dejándome sin que ya es tuya tetitas tetas
blancas loquita mía retumbo de zapatos en el pecho
circulitos anunciando rojos la paz cansada nos vuelca
invade yo

104
«Hermanos míos en Cristo, nuestro Señor,
la luz de vuestros hogares, que es la
luz del corazón, que es la luz del Señor,
que es la luz de vuestras almas ha de llegar
en la paz de la resignación...»
—¡Ah...!
Sobrevino el sueño y los dos vagaron por prados
interminables, infinitamente verdes y hubiesen sido ente
ramente felices a no ser por un rugido monocorde e
insistente que se filtraba en aquella paz.
—¡Transmitir la procesión, la verdad es que no tiene
gollete! —dijo la mujer acurrucándose somnolienta en el
pecho del Negro Ordónez.
—Y... son cosas del General.

«... los últimos serán los primeros y los pobres


ganarán el reino de los cielos porque sólo
Dios puede juzgar los actos huclick.»

—¿Te vas a quedar comandante?


—No volvás a nombrarme así.
—Perdóname...
—Es mejor que no, mi vida.
—¿Te vas a quedar?
—No mi amor, no puedo.
—Es que las calles están patrulladas. No te vayas
ahora, espera un poco más, quédate conmigo.
—Te quiero...
La mujer lo miró vestirse con lentitud y al cabo de
unos minutos, sentarse al borde de su cama y mirarla con
intensidad. El estiró su brazo, le puso los dedos sobre los
labios y la nombró. Nunca más volvería a verlo.

105
La noche de la procesión (1)

Al terminar la procesión las antorchas se dispersaron


y a la virgen se la llevaron adentro.
Sobre la calle vuelan algunos papeles y mueren las
brasas flacas de los pabilos gastados. Frente a la iglesia y
a la casa del General, en esa misma esquina, está parada
la Vieja del Paraguas. La guardia y el padre Tomás la
observan.
—¡A sacarla! —ordena el sargento.
—Es la Viejita del Paragua —responde sorprendido el
soldado que la miraba, enfrentando al sargento que en
coge los hombros.
—Y a mí ¿qué?
—¡Vamo, vamo, vieja, circule...! —el soldado cumple
la orden y con otro que lo sigue empujan a la anciana
con la punta de sus bayonetas caladas.
—La nieve de esta noche será suave... —advierte la
Vieja del Paraguas amarillo, señalando con él el campa
nario.
El padre Tomás, al lado de «Robinson», el hermano
de Manuel T., que se ha acercado a él, se estremece
levemente, pero no intenta moverse de allí. Algunos
papeles humean con desgana y el muchacho les pisa los
flecos de carbón, que se deshacen bajo sus zapatos.
—¡Vamo, vamo, déjese de güevadas! —la aparta
nervioso uno de los soldados, pero el otro la agarra de un
brazo y sin ningún miramiento la palpa de armas,
después la empuja con fastidiada brusquedad.

107
—...y morirán de frío las palomas desnudas —conti
núa la vieja trastabillando.
—¡Raje, raje, carajo! —gritan los soldados.
—Me voy, pero les cerraré el paraguas para que se
mojen —protesta ella.
—¡Apúrese, vamo, apúrese, si no quiere que la
metamos presa!
—Será tan suave la nieve que caerá que la tormenta se
irá sin venir...
—¡Bueno basta! ¡Mueva las tabas, vieja! ¡A mover los
garrones!
—Las palomas se morirán de frío porque estarán
desnudas...
—¡Sí, sí, pero raje de aquí!
—La nieve de esta noche será suave y morirán de frío
las palomas desnudas... la nieve de esta noche será suave
y morirán de frío las palomas desnudas... la nieve de esta
noche...
El padre Tomás pone una mano sobre el hombro de
«Robinson». Temblaba.
—¡Dios mío! —suspira.
El chico lo mira sin decirle nada. La anciana se aleja
con su paraguas cerrado y el padre Tomás mira hacia el
cielo donde se han detenido ampulosos cúmulos blancos
recortando el vuelo nervioso de las palomas. Hacía dos
días que Manuel T. no aparecía por su casa.
—¿Estás pensando en tu hermano?
—¿Escucha padre? Hay ruidos de sables por el
centro.

—¡Dios mío! —repite el cura.

108
La noche de la procesión (2)

Al terminar la procesión las antorchas se dispersaron


y a la virgen se la llevaron adentro.
Sobre la calle vuelan algunos papeles y mueren las
brasas flacas de los pabilos gastados. Frente a la iglesia y
a la casa del General, en esa misma esquina, está parada
la Vieja del Paraguas. La guardia y el padre Tomás la
observan.
—¡A sacarla! —ordena el sargento—: qué pensará
esta vieja cuando mira las palomas nunca creí que se
creyera lo de la lluvia cuando
—Es la Viejita del Paragua —responde sorprendido el
soldado que la miraba, enfrentando al sargento que
encoge los hombros.
—Y a mí ¿qué?: le reventamos al chico también estos
hijos de puta no piensan en sus madres cuando se meten
en no sé de adonde va a nevar si no hay nubes qué
mierda tendrá en el mate es como miedo pero no como
odio pero tampoco qué se yo es como bah sorete nomás al
fin y al cabo yo no tengo la culpa si el pendejo se metió en
quilombos uno tiene que cumplir con el deber que para
eso nos pagan como ahora que no me joden hay algo si yo
lo sé lo conozco conozco también tengo familia que
alimentar qué estará haciendo el Pucho a mí no me
vengan con que el aire está así porque vienen los vientos
de agosto ni porque las ánimas andan por el campo eso es
cosa de boludos a mí no a mí no me joden también como
mañana me encuentre con otra queja de los vecinos le

109
reviento el culo a patadas era cosa de no creer nos vino
justo la lluvia verde para que no se lo tragó nunca el que
fue fue flor de es como si no hubiera querido nunca a
nadie y mete miedo con el ojo celeste enfurecido me lo
dijo clarito decile que mando a decir yo el carneasada dije
que lo mató la lluvia y uno tiene que cumplir con el
deber además si para eso le pagan a uno después de todo
si uno no tiene mano fuerte estos mocosos lo pasan por
encima y lo más lindo del caso es que quieren saber más
que los padres no señor mano dura la autoridad en la
casa soy yo y a la mierda cuando vea mañana se lo digo
ahí nomás fue ahí cuando me di cuenta claro quién iba a
decirlo ahora lo veo primero fue el perfume me gustaba
era transparente como las glicinas de septiembre y cuando
me lo dijo decile que yo el carneasada le sentí el olor a
podrido en el medio fue como ahora una cosa así que
corre el vientito y todo está quieto es casi igual pero a mí
no me joden en cuanto asomen la jetaza los reviento a
tiros lo último que podría pasarme es que el Pucho me
saliera guerrillero ahí sí que lo mato por el General que lo
mato si el General se entera me mata a mí por boludo y
más que seguro que El lo sabrá antes que yo no sé cómo
pero El conoce hasta los pensamientos de la gente es
medio brujo basta que lo mire a uno estoy seguro que
esta noche pasa algo a mí no me joden estos pero aquella
vieja querrá que la caguemos a tiros qué mierda hace que
no se va del todo digo yo qué gente chota y ahora se
viene con que va a nevar no sé de dónde cosas de locos
palomas desnudas

110
La noche de la procesión (3)

Al terminar la procesión las antorchas se dispersaron


y a la virgen se la llevaron adentro.
Sobre la calle vuelan algunos papeles y mueren las
brasas flacas de los pabilos gastados. Frente a la iglesia y
a la casa del General, en esa misma esquina, está parada
la Vieja del Paraguas.
La guardia y el padre Tomás la observan.
—¡A sacarla! —ordena el sargento.
—Es la Viejita del Paragua —responde sorprendido el
soldado que la miraba, enfrentando al sargento que
encoge los hombros.
—Y a mí ¿qué?
—¡Vamo, vamo, vieja, circule...! —el soldado cumple
la orden y con otro que lo sigue empujan a la anciana
con la punta de sus bayonetas caladas.
—La nieve de esta noche será suave... —advierte la
Vieja del Paraguas, señalando con él el campanario: ellos
serán los parientes los que nevarán las calles y desnuda
rán primero a las palomas
—¡Vamo, vamo, déjese de güevadas! —la aparta uno
de los soldados nervioso, pero el otro la agarra de un
brazo y sin ningún miramiento la palpa de armas,
después la empuja con fastidiada brusquedad: pobrecitas
cómo se besan y van a ser ellos los que por fin se parará
la lluvia lo supe cuando miré las palomas que están
asustadas en el campanario y también que vendrán pa
rientes a correrme pinchándome con el cuchillo de los

111
fusiles con los parientes no se juega justo cuando llegue la
noche vendrán los truenos
—...y morirán de frío las palomas desnudas —con
cluye la vieja trastabillando.
—¡Raje, raje, carajo! —gritan los soldados.
—Me voy, pero les cerraré el paraguas para que se
mojen —protesta ella: seguirá lloviendo hace una vida
que llueve y siempre el general le roba
—¡Apúrese, vamo, apúrese, si no quiere que la
metamos presa: la ropa a las palomas para pagarle a los
parientes que lo cuidan
—¡Será tan suave la nieve que caerá que la tormenta
se irá sin venir... estallarán los truenos y todos correrán
asustados
—¡Bueno basta! ¡Mueva las tabas, vieja! ¡A mover los
garrones!
—Las palomas se morirán de frío porque estarán
desnudas...
—Sí, sí, pero raje de aquí...
—La nieve de esta noche será suave y morirán de frío
las palomas desnudas... la nieve de esta noche será suave
y morirán de frío las palomas desnudas... la nieve de esta
noche y las palomas se mueren siempre pasa lo mismo en
los días en que la gente se pone mala como dice mi
comadre pancha cuando se lo llevaron preso al Julián y
me lo trajeron finadito porque la lluvia que había caído
era verde me lo mandó a decir el carneasada que es
teniente y pariente grande del general eso me dijeron
pero yo me sospecho que fueron cosas del general nomás
para quedar bien con los parientes que son que siempre
existieron desde que está él porque me supieron decir que
hubo un arreglo con el malo y no era fantasía de la gente
porque él no quería perder su fortuna ni su mando antes
no sé pero decían que para complacerlo mataban uno al
año pero empezó la lluvia y el general sacrifica uno o dos
por mes pobrecitas se están besando en el campanario y

112
están asustadas porque el ruido empezó con la procesión
y el humo de las antorchas sacrifica uno por mes esta
noche se vendrá la nieve suave y seca porque están
matando muchos todos los días todos los días se mueren
los matan primero fueron muchachos nomás ahora sacri
fican cualquiera que se les cruce me dijo mi comadre
pancha que era por las ánimas que andan sueltas que se
asustan los parientes pero don magallanes dijo que no
m'hija no son las ánimas es el general y capaz que así sea
pero vaya uno a creerlo con tanto muerto que tiene para
colmo se le han juntado al general las almas de los
muertos que él mató más las ánimas de los muertos que
mataron los padres de los padres que vaya a saber dónde
nacieron porque según mi comadre ella ha visto las almas
de soldados raros y también de indios aunque sean tantos
yo las voy a espiar así lo veo al Julián pero yo te digo
juliancito mío que no te aparezcas esta noche que los
parientes del general también matan almas lo sé porque
vendrá la nieve no ésta la otra después te podrás aparecer
no te vengas ahora mi chico no te asomes por el cam
panario de las palomas que esta noche morirán des
nudas la lluvia parará vendrá esta nieve que no será
nieve sino la otra que será mala puede ser mi niño que no
te maten de nuevo prefiero no verte ahora Julián después
nos juntaremos ya te mataron una vez haceme caso no te
asomes por el campanario esta noche que todavía llueve y
el general se enoja y los parientes se enojan yo sé porque
te lo digo que si te matan el alma no te veré nunca más
porque te harás polvo y te arrastrarán los vientos de
agosto haceme caso juliancito hijo

113
Regreso de la sierra

Anochece. El comandante Ordóñez compró una an


torcha, se mezcló con los penitentes y caminó algo
más rápido que los demás hacia la iglesia. Un aire
templado y húmedo traía los cánticos de los que por
taban a la virgen y los gritos de los vendedores de lo
ros, estampas, pájaros de colores y medallas de la mi
lagrosa. Por las calles cubiertas de oraciones, a la orilla
de los fieles que avanzaban avergonzados de sus pecados,
bandadas de niños correteaban con sus globos y moline
tes de colores y saltando sobre el cordón encorvado de
mendigos, que estiraban sus manos descarnadas al vacío.
La Coneja, aunque preñada, con un chico en brazos y
cinco más que la seguían, ofrecía sus favores a bajo
precio. Arriba las palomas iban y venían con el fastidio
en las alas sin encontrar el habitual lugar de sueños.
Florecen las antorchas y tañen las campanas. La virgen
ha llegado al portal y el comandante Ordóñez se separa
discretamente del cortejo. Un policía lo mira despreocu
padamente y se arrodilla ante la imagen de la milagrosa.
Un murmullo oscuro hace titilar las velas que iluminan
rostros contritos y ceremoniosos.
Iluminado y solemne, el templo brilla con su pe
drería, ornamentos de oro y plata y la tiesura de los
santos.

—Estamos listos, vamos —dijo Manuel T.


El comandante Ordóñez asistió con la cabeza sin
volverse.

115
—Siga a esa mujer... es la Quete, la Queterrelumbra,
como le dicen en el barrio, es de confianza.
Sin apagar las antorchas ni guardar el estandarte de la
virgen, el grupo siguió a la Queterrelumbra hacia el
Barrio Viejo. Las calles se fueron estrechando y pronto
perdieron el asfalto. Las casas se hicieron más ralas y el
andurrial más amplio. Se escucharon algunos ladridos y
alguien pensó: más pobre el barrio, más perros hay. El
fango cubre el camino y se pega en las botas y alpargatas.
Todos escuchan risas que se acercan y sus ojos se
encuentran al brillo de las antorchas. Las risas visten
uniformes. Más pobres. Los aullidos de los perros se
estiran llenando los huecos que dejan las carcajadas de
los soldados de la patrulla. Más perros. Manuel T.
carraspeó intencionadamente. El aire templado y húme
do balancea suavemente el estandarte y juega con la luz
de las antorchas. Más. La virgen se abraza al palo que
sostiene su paño bordado. Pobres. Dos o tres velas se
apagan. Los soldados saltan esquivando un charco y ríen.
Más. Las fantasías baratas de los aros, anillos, pulseras,
collares y dijes, que se desparraman y ordenan al compás
del trotecito parejo de la Queterrelumbra, reciben y
devuelven todos los brillos de la noche. Un soldado se
encara con ella. Perros. Ladran y aullan aquí y allá. ¡Eh
mierda! ¡Casi encaro una vieja! Ríe. Los demás se
persignan ante el estandarte de la virgen y él termina por
imitarlos. Pobres. Por detrás de una loma de basura
humeante asoman algunos chicos con sus panzas ilusio
nadas. (No recuerdo qué dijo el Comandante, sólo que
era tierno y que voló como una mariposa hacia la ciudad,
pasando sobre las cabezas de los soldados.) Al borde del
Barrio Viejo y cerca del camino que va a la sierra,
Manuel T. entrega. Perros. La Queterrelumbra hacién
dose la que no ve nada se mete en una casucha. El de
la. Al comandante Ordóñez una pistola. Todas las antor
chas, menos una, se van murmurando un saludo. El de la

116
antorcha, que porta el estandarte de la virgen, saca un
cuchillo y se lo da al comandante: por las dudas don. Se
va. (Sólo que era tierno.) Manuel T.: anoche agarraron al
Estudiante. Gracias. Queda el Ojo, pero no sé hay algo
que no me gusta en él. Por las dudas don, le había dicho
el hombre entregándole el cuchillo y él había murmura
do un gracias seco y profundo. Bueno, hay que vigilar al
Ojo. (Sí, era tierno.) Mientras se acomoda en la cintura el
cuchillo recién regalado, el comandante Ordóñez le dice
a Manuel T.: Paco B. puede hacerlo. (También cayó el
Julián hace un mes.) Ahora están haciendo una manifes
tación por el Estudiante. Que Paco B. se encargue de lo
que hacía el Estudiante. Él Sindicato no se ha metido
todavía. Y que no se haga ver. Mejor que no se meta
hasta el día. Encontrarán los «chumbos» en el lugar de
siempre. Hay gente asustada. En el cementerio. Es por la
nieve. Las municiones también estarán allí. Suerte. Ma
nuel T. levanta unas ramas y saca una moto: la consiguió
el padre Tomás, está con nosotros. El comandante
Ordóñez la monta, saca el pedal de arranque y da la
patada. El motor parece estallar en el silencio, carraspea.
Un sonido seco se acopla y la moto sale disparada hacia
el camino diluyéndose entre el polvo y la oscuridad.
Manuel T. camina por la noche empedrada, ya sin
antorchas. Palpa su pistola en la cintura, mete las manos
en los bolsillos y regresa hacia el centro de la ciudad
donde los estudiantes se manifiestan y un francotirador
ataca la casa del General: más pobres más perros más
pobres más perros más pobres más perros más pobres
más perros máspobres másperros máspobres másperros
máspobres másperros máspobresmásperros máspobres-
másperrosmáspobresmásperros

117
El basural

es el olor a carne podrida un vómito


que no tiene en medio de algo pesado y del calor y de la
oscuridad corriendo por algún lado el líquido baboso
que le sale también hediondo pero algo brilla opaco en
algún punto y no sabe si se agrandará el olor es fuerte y
cree que le viene de la boca de las llagas el brillo es más
claro alumbra un hueco en el hombro sangrando un
poquito el brazo parece una hilacha quebrada cree que se
está descubriendo y el brillo es el sol más allá hay humo
esto es un basural no no es un basural es un cementerio
el peso que tiene es un cadáver está vivo entre los
muertos porque hay más porque hay más
más acá más allá hay muer
tos todos con olor a carne asada detrás del humo la
superficie de muertos se mueve tiesa como un balanceo
alguien los está pesando para venderlos por cartón y por
la balanza el Estudiante se mueve y busca a alguien
porque tienen el mismo rostro blanco que tiene él con
llagas con heridas pero él ha vomitado y siente el olor y
los otros no pero es un sonido ronco es un quejido ya
llega aunque el piso se mueva saliendo de abajo de ahí
soy yo hermanito el Estudiante no le escu
cha es uno del Sindicato casi todos son del Sindica
to el ronquido dice los soldados no sabe qué dice asada
policía el carneasada será el ronquido dijo hijos de
puta muy apagado porque se apagó y de a ratos le
zumban los oídos le retumban los aplausos que le daban

119
el brazo le duele y todo le duele fue un
pensamiento la partida del dolor el río de los
cadáveres una mentira el perfume de la humedad viene
de aquel lado del brazo flameando se ríe aunque la boca
no se le mueve qué ganas de llorar que tengo porque sí
porque no ve ningún camino se cae y le duele el sol que
le pesa y el olor espeso de los muertos decide quedarse
arrastrarse con el cansancio estirado de los pasos que
vienen sin poder ya verlos se hizo anoche los ruidos.
—Parece que está vivo.
es un perro oliéndole mueve la cola por el viento
que

—No creo ¡fuera «Colita»! ni se mueve siquiera,


le echa hablan qué raro perros hablando y tan
—A mí me pareció que se movía.
de noche que es para verlos
—Te habrá parecido.
no no está
—Ponele el oído en el corazón
muerto

—¡Tas loco! ¿Y si está muerto?


quisiera moverse pero el sol lo gastó
—-¡Está fiambre! ¡No! ¡No! ¡Para! ¡Me pareció que se
movía!
se le ha caído encima y le cuesta
—¡Cierto! ¡Cierto!
mover los
—¡Los ojos! ¡Abrió los ojos! ¡Está vivo!
ojos
—¡Está vivo! ¡Está vivo! ¡Vamos!
el sol y el brazo le duelen todo
—¡Vamos! ¡Papá! ¡Papá! ¡Aquí hay uno vivo!
el sol es
—¡Shhhh! ¡Cayesen carajo!
más grande
—¡Está aquí! ¡Aquí!

120
—¡Ya voy, ya voy! Menos mal que no lo han visto
los chanchos.
—Es que están comiendo al otro lado del juego que
han prendido los soldados...
—¡Sí, sí! ¡Por donde tiran muertos al río!
—¡Shhh! ¡Cayesen! Y no repitan esas cosas... a ver,
yo lo levanto de los brazos y ustedes de los pies... vamos.

121
Don Antonio F.

Fue el día en que comenzó la nieve...

Don Antonio F. junta apurado las últimas papas.


Carga la media bolsa al hombro y, achacosamente,
vuelve a la casa. Aunque él no lo sabe, ya ha comenzado
su retorno a la tierra.
Siete de la tarde: quieta y gris. A la noche comenzará
la nieve y cuando todo sea incandescente y frío aparece
rá la muerte. Don Antonio se lava soplando el agua,
siempre apurado, mientras escucha la charla apagada de
los chicos en algún lugar de la huerta. Al fondo de la
casa, tal vez en la cocina, su mujer reniega y grita. La
tierra que mira el hombre está llena de huecos donde
faltan las papas. Más allá las papas crecen y esperan.
Siete y media de la tarde: gárgaras grises suspensas
anuncian la nieve: nubes. Y hay un olor a hinojos
llenando los pulmones. Don Antonio lo aspiró y pensó
en la lluvia que nadie quería recordar. Había cargado las
papas al hombro, recogido la azada y echado una mirada
rápida, intensa, a los surcos sembrados que llegaban
hasta la cerca, y más allá, al otro lado del alambre. Piensa
que a lo mejor no debería irse porque la tarde es gris y le
duele el dolor en el pecho. En un lavatorio marrón de
papa don Antonio se lava con el dolor dolorido,
sintiendo que el olor a hinojos es cada vez más intenso:
penetra en la casa y hasta se mezcla con el cantisonido de
las pititorras que anidan en la cerca.

123
Ocho: termina la tarde.
Ocho: comienza la noche. Entonces llegará la nieve y
muchos morirán porque la muerte lo quiere. A las diez
comienza el turno de don Antonio F. en la Empresa.
Mabel trabaja'en la Empresa. También el Flaco y mucha
gente. Don Antonio cumple un turno de limpieza a la
noche: comenzará la nieve y él será el primero en morir
sin saber cómo vino el dolor que fue mucho y le
adormeció los brazos, le oprimió el pecho y lo hizo
sudar en el frío. Montó su pequeña moto y puso en
marcha el motor. Después de juntar las últimas papas
desenterradas, las había echado en la bolsa arpillera que
llevaba y cargado en el hombro; había recogido la azada
y mirado rápida e intensamente los surcos y más allá de
la cerca, aspirando el olor a hinojos; apurado, había
llegado a su casa y con apuro se había lavado la cara y el
torso, mientras escuchaba la charla apagada de los chicos
en algún lugar y los gritos de su mujer en la cocina.
Confundida con el color de don Antonio y el de la
tierra, el agua había dejado de ser cristalina. Siempre
apurado, había notado que el olor a hinojos aumentaba y
también que el dolor que tiene en algún lugar del pecho
lo ahogaba. Había pensado en la lluvia de mala memoria
para todos, pero vio que todo era gris y sereno. Don
Antonio F. parte hacia la Empresa porque las papas no
alcanzan para la vida. Ignora que esa noche vendrá la
nieve.
Nueve de la noche: el Flaco acaricia a Mabel porque
Mabel, Mabel, Mabel tiene la piel tibia y morena. En la
Empresa hasta los escritorios están nerviosos porque
nunca saben si están o estarán desde que escuchan los
pasos secos que nunca ven: desde que alguien dijo: hay
una lista con nombres. Nadie quiere estar en la lista
porque no estarán después. Don Antonio llega en su
moto con el dolor que lo ahoga y el olor a hinojos en el
aliento.

124
Diez de la noche: que traerá la nieve: que traerá la
muerte: que es molecular: que es serena: que es blanca:
que es fría. En la quietud gris sonríen los tréboles re
cordando la lluvia que los dejó verdes y perfumados.
Mabel tiene la piel tibia y el Flaco la huele porque Mabel.
Vienen los pasos. Los dos se acurrucan abrazados. Es
don Antonio que viene. Vienen pasos. Los tres se
acurrucan abrazados. Es la lista que pasa por algún
escritorio que queda vacío. Don Antonio ha traído el
olor a hinojos y el dolor que los pasos le abren más. Don
Antonio limpia la Empresa: sólo el polvo: la mugre es
profunda como la nieve que llega con la noche: blanca
será para anunciar los muertos de la nieve. Don Antonio
espulga terrones. Escarba la tierra guardando las últimas
papas porque la Empresa lo aguarda con sus pasos que
pueden pisarlo. Se lava apurado. Ha comenzado el dolor
que lo ahoga, después de mirar el campo más allá de la
cerca: don Antonio se muere. Sale en la moto. Comienza
la limpieza. Se lava. Ayer vio en la penumbra del bar la
trompada del Rafa a otro tipo, un rato antes de que
llegara la policía y pidiera documentos y se llevara
muchos a la cárcel. Comienza a nevar. El dolor aumenta.
Vienen pasos. Pasan pasos. Otro escritorio vacío. Se lava.
Limpia la Empresa.
Diez y media de la noche: Mabel tiembla. Los pasos
no se han ido. El junta las últimas papas. Comienza la
nieve: es la noche arañada de copos. Andan pasos.
Limpia. Mabel metida en sus rodillas dibuja el rostro del
Flaco: llegarán los pasos. Se lava apurado. Mira el campo
sintiendo el fuerte olor a hinojos. Pasan pasos. Limpia.
Vuelca el agua sucia. Afuera crece la nieve. Don Antonio
vomita. Junta las papas. El ahogo lo lleva en moto a la
Empresa: reino de pasos: terror de pasos. El aliento a
hinojos lo abandona. Mabel y el Flaco lo ven escaparse
hacia la nieve. Con un ronquido. Y a don Antonio F. lo
gana la blancura porque todo afuera es blanco como la

125
nieve, como la muerte. Estruja el trapo. Está pasando
la noche. Los pasos siguen. Habrá muchos muertos por
la manifestación y el ataque a la casa del General. Los
tréboles sonríen: habrá huelga. Mabel dibuja el rostro del
Flaco entre sus manos. El General hace pasos. Don
Antonio se muere. La Empresa hace pasos. En los copos
viene la muerte. Los parientes hacen pasos. Mabel
envuelve el sueño y el grito de guerra del Flaco. Pasan
pasos: don Antonio ha muerto.

126
El cazador de lagartijas

Persiguió la lagartija pero no la alcanzó. Se perdió


entre las ramas y las pajas bravas. Cansado se tiró al
suelo y esperó que saliera. «Estos caminos finitos son los
suyos. Ella sabe que apenas salga la agarraré.» Pensó
Julián Tapia. «Bueno, la agarraré si estoy atento, pero si
no, me mirará hasta que despierte. La mama dice que soy
vago y muy lerdo para todo y yo pienso que también los
días son vagos y que no terminan de pasar nunca y nadie
se queja porque duren tanto. Bueno, nadie no sé, a la
única que conozco es a la mama y ella no dice nunca
nada del tiempo, no del tiempo de las lluvias, de los fríos
o de los calores, no, de ese tiempo no, sino de ese otro
que hace venir los días para que el sol pueda salir. Ese
tiempo también es tan lerdo que en pocos días los
animales se hacen viejos. La mama dice que tengo ocho
años y que soy un chico, pero yo sé que he empezado a
ser viejo, porque los años son un montón muy grande de
días juntos, pero no tanto como ella que ni se acuerda
cuántos tiene y dice treintaipico. Treintaipico, ¿cuántos
serán treintaipico? Yo cuento hasta diez. Ella dice que
por ahora no me hace falta más porque sólo tenemos
cuatro gallinas, un gallo, un burro, un chivo, una cabra,
un chivito, el "León", mi perro, y su paraguas amarillo,
que es más viejo que ella todavía.»
Tirado allí, esperando que saliera la bicha, a Julián le
parece que los pajonales son muy altos, pero si levantara
la cabeza ya no le parecerían tanto, y si se parase del

127
todo, menos. A él le gustaría irse hasta ese humo
chiquito y flaquito que sube al cielo para saber de dónde
sale. «La mama me ha dicho que no lo vaya a hacer
nunca porque allí hay un rancho como éste donde viven
hombres. La primera vez que los nombró quise saber
más, pero se quedó más callada de lo que es. Muchos
días estuvo sin hablar, pero eso entre nosotros no hace
falta. Como cuando me lo dijo estaba asando patatas he
pensado si no me habrá querido decir que huelen igual.
Me gusta estar junto a la mama porque tiene olor a
pasto, a tierra recién humedecida. Cuando hace frío y me
mete en su catre, arropándome con sus brazos y piernas,
me duermo oliéndola. Una vez desconocí el olor y no es
que fuera diferente sino más débil, como si alguien lo
hubiese aspirado hasta casi terminarlo. Antes no me
había dado cuenta de que perdía el olor de vez en cuando
y, no sé por qué, empecé a olería todos los días. Cuando
ella no olía me entraba en el cuerpo una inquietud muy
rara, como una rabia oscura que ella aplacaba llevándome
a su catre y apretándome fuerte, sin decir palabra.»
Meses atrás, la cabra, que ya no tenía leche, fue
preñada por el chivo y la cabra parió un chivito y tuvo
leche, así que, sin pensarlo, mientras la olía y ya casi
dormido, Julián preguntó a su madre quién era el chivo
que la había preñado de él y ella le contestó que un
hombre que tenía su mismo nombre, Julián, y que no
valía la pena hablar de eso porque los hombres eran
todos malos. Como él insistió, ella le ordenó que
durmiera y Julián se durmió pensando en cómo vivirían
los hombres siendo todos malos.
La lagartija se asomó y lo miró asustada moviendo la
cabeza, de un lado para otro. El le apuntó con un palo y
la bicha se escondió de nuevo. «... Descubrí algo así
como una caña larga y muy dura y al agarrarla para saber
qué diablos era la mama me gritó de tal forma que tiré la
caña asustado y más me asusté cuando escupió un trueno

128
que agujereó la puerta del rancho. Nunca más, me dijo, y
yo entendí que aquello era cosa de hombres. Ese día,
hoy hace dos veces diez, ella había perdido el olor y
cuando esto pasaba, aunque a mí no me gustara, la veía
más linda.»
«Si ahora la lagartija tuviese una caña como aquélla a
lo mejor me asustaría, pero yo buscaría otra y todo
volvería a ser como ahora, a no ser que aparezcan muchas,
muchas lagartijas, entonces no harían falta las ca
ñas para asustarme. Se me ha venido a la mollera que si
alguna vez me encuentro con un hombre podré correrlo
como a esta lagartija si no tiene caña. Ella sola me lo
dijo. Yo no le pregunté nada, pero debió de darse cuenta
de que yo pensaba que los truenos de las tormentas eran
cosas de los hombres y como cada día me iba más lejos
del rancho, me habló mucho con pocas palabras porque
se había olvidado de la mayoría.»
Su madre le dijo que no era verdad que todos los
hombres fueran malos, si no que, como todos, tenían
miedo y que por eso actuaban como actuaban, matándo
se entre ellos. Julián no le entendió muy bien lo que
quiso decirle, pero cuando intentó abrir la boca le dijo
que era un averiguón, que todo le sería dicho a su tiempo
y que como era un chico bueno, si veía un hombre
corriera o se escondiera para que no le pegara la des
gracia de ser malo. Pero la verdad es que Julián Tapia
creyó que se había hecho viejo sin ser hombre, corriendo
lagartijas, jugando con el «León», ordeñando la cabra,
cazando ranas y oliendo a su madre en las noche frías.
A Julián le gustaba mirar a su madre cuando se
bañaba en el arroyo. Era tan bonita para él. Un día, al
anochecer, al regresar después de andar mucho por el
campo, ella estaba blanca y tiesa. Triste. Le reprochó que
se hubiese ido tan lejos, pero él entendió que había algo
más que no quería decirle o no se animaba a hacerlo. Lo
estrechó contra su pecho por largo rato y él creyó que

129
lloraba aunque no le vio ninguna lágrima, «hijo mío, hijo
mío», repetía y empezó a pensar en voz alta por la forma
como le salieron las palabras. «Ellos», dijo mirando a
Julián a los ojos, «te hablan de cosas que no son cosas
sino palabras y se van para hacer las cosas de las que
hablan, después vienen y se vuelven a marchar y así hasta
que mueren.»

El sol, cansado de aguantar un día tan largo, había


enrojecido en el horizonte. La mujer asó patatas, las
comieron en silencio y se acostaron en el mismo catre.
Julián nunca sintió tan cerca su piel caliente y era tan
intenso su olor a tierra y alfalfa que aspiró hasta llenar
se el pecho. Al apagar el candil, ella le acarició la cabeza
y le prometió: «Ya nadie te lo llevará». El no entendió
qué le quiso decir esa noche, y se le ocurrió pensar que
su madre era tierna y triste como una paloma, y que a él
no le gustaría ser como las palomas, ni tampoco como
una lagartija.
«Ahora ha tomado confianza y dentro de un ratito
saldrá y ¡zas!, yo le caeré con la mano encima», dijo
Julián cortando un pensamiento. Esperando. El sol se
nubló, el muchacho levantó la cara y lo vio. Detrás de él
había un hombre parado. Julián comenzó a temblar de
miedo y corrió asustado gritando «¡mama, mama!, ¡un
hombre!». Entró al rancho y, mientras ella trancaba la
puerta, él se apretó haciéndose un ovillo en un rincón.
«No es nada Juliancito mío, ya se ha ido», le dijo ella. Y
él, desde la ventana miró, agazapado y nervioso, hacia
la calle. No los veía pero sabía que estaban allí para
echarle la mano encima. Eran muchos y tenían todo el
tiempo para esperar a que saliera. Detrás de otras
ventanas, escondidos en los techos, los hombres unifor
mados del General le apuntaban con sus fusiles y de
cuando en cuando le disparaban para que se entregara.
Las ventanas ya no tenían vidrios y ella, su madre,
lloraba anunciándole el fin, «aunque no será fin porque

130
hay otra vida», le animaba. El, reaccionando, la hizo
callar y le pidió que quemara todos los papeles que había
en la pieza contigua, pero no llegó a entrar cuando ya los
soldados, que también eran hombres, derribaron la
puerta. El, de pie, los esperaba silencioso y asustado.
Una mano pesada lo agarró del cuello y lo tiró contra la
pared y Julián pensó que si no fuera por los gritos y los
ruidos destrozándolo todo, el soldado que lo sujetaba
podría haber sido un cazador de lagartijas.

131
1

i
«Mi abuelo, en verdad el padre de mi abuelo, fue de
los pocos que se salvaron de aquella desafortunada in
cursión y contó al padre de mi padre que no fueron los
indios los que aniquilaron la columna del coronel Emilio
Mitre. Fueron el desierto y el verano, dijo por entonces.
Salieron, según él, allá por el verano de 1858 rumbo al
Leuvucó, la capital de los indios ranqueles, con una
columna de dos mil soldados y tres cañones, que se
perderían en el desierto sin encontrar la batalla, ni las
lagunas, ni el indio porque equivocaron el rumbo. El sol
y la sed les golpearon fuerte, algunos no resistieron y
enloquecidos huyeron a cualquier parte, hacia los lugares
idénticos de la llanura.
»Después de vagar días y noches sin llegar, Emilio
Mitre y su columna se dieron cuenta de que regresaban
porque habían comenzado a pisar sus propias huellas y
alguien reconoció los cañones semienterrados, las osa
mentas de sus cabalgaduras y el grito de los desertores
que aún no habían muerto.
«Fueron ellos los que alimentaron las viejas leyendas
de luces malas y almas en pena. Mi abuelo, que se haría
famoso por degollar infieles, murió con la cabeza partida
de un bolazo y una lanza en el vientre en otro lugar y en
otra batalla. Su patrimonio fue el común coraje y la
estupidez de los hombres, que simbolizó, para venera
ción de las futuras generaciones, en su lujoso uniforme
de soldado, orgullo de la familia.»

133
Caída del Sindicato

Una calma forzada imponía el silencio en las calles,


por donde escasos transeúntes iban o venían apresura
dos, cabizbajos, temerosos. Una bruma deshilacliada y
azul que nacía de las barricadas abandonadas envolvía los
edificios. Y pequeños incendios estiraban sus llamas
cansadas de tanto arder por las bocas desdentadas de los
escaparates y se elevaban débilmente hacia el cielo en un
intento inútil, agostándose en el humo gris que se
retorcía hasta confundirse con otros humos, con otras
brumas, con las nubes. Los perros, con la cola entre las
patas, olisqueaban aquí y allá hambrientos y huían sin
ladridos cuando aparecía de improviso un camión carga
do de soldados. El ruido del motor era atemorizador en
medio de tanto silencio impuesto y, aunque fugaz, la
impresión perduraba en aquellos que vigilaban ocultos,
apostados en los techos y detrás de las ventanas.
El Flaco tenía la sensación de haber visto ya aquellos
rostros, trágicamente partidos en dos por la sombra de
los cascos, urgidos por el miedo, por un íntimo e
inconfesado deseo de escapar, que también los alcanzaba
a ellos y que, unos y otros, trataban de aventar con
consignas de principios y gritos de guerra. Aquellos eran
rostros demudados por el temor cuya sola visión, sin
embargo, infundía un respeto que los hacía valerosos y
temibles a los ojos agazapados de los civiles. Durante la
noche se habían visto sus siluetas perfectamente recorta
das entre las llamaradas y los gritos de los heridos.

135
Muchas veces el Flaco centró la mira del fusil y el cañón
se le retorció en las tripas, hirvió disparando y vomitan
do al mismo tiempo. No pensaba sino en las náuseas, en
el frío cada vez más intenso que descontrolaba sus
dientes y las visiones nocturnas que caían desarticuladas
y absurdas sobre el pavimento. Un compañero lo
arrastró, arrancándolo de la ventana, llamándole «cagón»
por lo bajo, porque dejaba en el piso una huella húmeda
y hedionda. Otro ocupó su puesto sobre la suciedad.
Al amanecer, pálido y con los intestinos estrujados,
con dolores que casi lo doblaban como a una almohada,
volvió a empuñar el fusil tímidamente, bajo la mirada
atenta y desconfiada de sus compañeros. Ellos eran
hombres fuertes, rudos, y nada parecía conmoverlos,
salvo el miedo que disimulaban con gritos y exhibiciones
musculares, carcajadas y bravatas. Sentía el olor de su
miedo, más ostensible y concreto, pero igualmente
miserable. El los arrumbaba a una soledad mezquina y
gozosa que los hacía desear ferozmente la muerte de los
otros, los enemigos. Miró hacia la calle que discurría
recta y gris al fondo de un desfiladero de rascacielos
nebulosos. Era un vacío espectacular y patético habitado
de oscuras acechanzas, al abrigo de la desolación y de
tiesos fantasmas erectos y vigilantes. El Flaco hasta podía
sentir el palpitar salvaje de los corazones enemigos.
—Hoy atacarán el Sindicato —dijo por decir algo.
—Sí —contestó el comandante Ordóñez.
Había un fulgor extraño en sus ojos. En el Flaco el
temblor era más suave y pensó que de seguir así lo
dominaría por completo.
—Pienso que...
—No penses Flaco. En la guerra no se piensa, se
pelea.
—Has cambiado mucho desde los tiempos de la
procesión. Pareces un soldado.
—Lo soy —respondió con énfasis.

136
—Ellos también.
El comandante Ordóñez miró hacia la calle pensati
vamente y acarició la culata de su fusil. Volvió el rostro
hacia el Flaco y a éste no le gustó su expresión.
—La diferencia —habló con voz pausada— radica en
que ellos matan por mantener un orden inamovible
donde hay hombres que se dicen dioses y hombres que
se consideran siervos, porque es «natural» que así sea.
Nosotros, en cambio, estamos obligados a matar para
cambiar ese orden y tener una oportunidad de vivir.
—¿La libertad...? Digo si esa oportunidad es la
libertad.
Achicó los ojos y se le tensaron los músculos de la
cara.

—La libertad no existe como libertad. Es sólo una


palabra, Flaco, un mojón que indica dónde empieza la
vida, el goce de la vida, de ésta y no de otra, porque no
hay otra. Pero para llegar a ese mojón hay que matar y
después de esa primera victoria, imponer el aprendizaje
de la igualdad y para imponerlo debemos ser duros,
inflexibles...
—No creo que sea necesaria tanta violencia después
de la victoria. El hombre aprenderá a vivir en libertad
practicándola todos los días. Es posible arrancarle al
dolor una pizca de felicidad.
—Los intelectuales no entienden nada —dijo el
comandante Ordóñez con un deje de resentimiento en la
voz—. Los intelectuales vegetan, sueñan y temen. Temen
a la muerte, sobre todo, son tan vanidosos que la creen
olvido y por eso justifican y se justifican para no
enfrentarla cara a cara para que otros, muchos otros
tengan la oportunidad de vivir.
—Y los nombres como usted —sin darse cuenta había
empezado a distanciarse en el trato —sueñan con dioses,
con hombres malos y buenos, con un paraíso de justicia
pero impuesto y normado severamente, sin más opciones

137
o locuras que las permitidas por el nuevo orden. Usted
no es honesto, ha cambiado.
Afuera la calma era ominosa y la bruma se diluía
atravesada por un sol aún pálido. No se veía a nadie,
aunque sabíamos detrás de qué portales y columnas se
escondían los soldados del General.
El comandante Ordóñez sacó de su guerrera un
paquete de cigarrillos, golpeó su fondo sobre la culata
del fusil, varios se elevaron apretujados y con los labios
sacó uno. Ofreció otro a su compañero amenazando
tirarle el paquete, pero como el Flaco lo rechazó
moviendo la cabeza, lo guardó en el bolsillo izquierdo.
Sacó una caja de fósforos, encendió el cigarrillo y,
después de una bocanada profunda durante la cual
sacudió el fósforo y lo tiró, miró al otro con resignación.
—Flaco, cuando se tiene hambre o sed, pues se tiene
hambre o sed y no un sueño —esperó un gesto del Flaco,
pero éste no se movió—, y cuando ese hambre y esa sed
la comparten muchos, muchos hombres, pues tampoco
es una ilusión, aunque así nos lo hayan hecho creer
durante siglos. Y ese hambre y esa sed que hacen silbar
las tripas traen la desesperanza y la muerte antes de vivir
la vida, pero también pueden despertarnos y llevarnos a
una guerra en la que no tenemos nada que perder.
—Salvo la vida...
—Los dioses —prosiguió sin dejarlo hablar—, en su
exquisita mezquindad enferman, sus almas y sus cuerpos
se corrompen, la ambición y el miedo los hace poderosos
y vulnerables y terminan encerrados como ratas, diri
giendo desde las sombras ejércitos formados por hom
bres, para que los defiendan de otros hombres y así
seguir perpetuándose en su estadio de seres omnipoten
tes. La muerte, como ves, es sólo un pretexto.
Guardó silencio. Con la mirada siguió el trote can
sino de un perro que se alejaba calle abajo. La mañana
era clara y el silencio inalterable.

138
—Anoche tuve miedo... tuve miedo... es fácil matar,
es fácil morir, tengo miedo.
—¡Te he dicho que no penses! ¡Mata cuando tengas
que matar! ¡Sin pensar en nada! Ni siquiera en los
hombres, ni en la Revolución.
Sin poder contenerlo, su temblor se hizo más convul
sivo. Había furia en los ojos del Flaco.
—El hombre que mata una vez —dijo a pesar de
todo— fatalmente sigue matando. Entonces es un hom
bre muerto, ha matado algo de sí.
—Es posible —aceptó el comandante Ordóñez con
frío desgano— porque ni ellos ni nosotros conocemos la
vida, pero el enemigo mata para ignorarla y nosotros
para que otros la vivan. Debemos hacerlo, estamos
condenados a hacerlo.
—¡Eso no es la Revolución! —gritó rabioso el
Flaco— ¡Es demagogia militar! No tenemos ni el deber
ni el derecho a la destrucción. El hombre debe tener la
oportunidad de elegir su propia idea de la felicidad. Una
felicidad que equivalga a su libertad sin normas o leyes
que la reglamenten.
Ordóñez lo miró con indulgencia. Después, con tono
firme y paternal, dijo:
—¡Métete esto en la cabeza! En estos momentos de la
guerra no se pueden tener dudas, ni siquiera ideas, por
más bellas que éstas sean, antes de matar a los dioses y
acabar con sus ejércitos. La Revolución es la lucha
permanente por la vida, pero es monstruosa, caótica,
caníbal, visceral, se nutre de sangre y de hombres, pero
es la única tabla que tenemos para salvarnos.
—Tal vez no, sabemos pensar, sabemos imaginar...
habrá otro modo de conseguirlo.
—¿Llenas tus tripas con imaginación? No seas inge
nuo Flaco, sólo con el estómago lleno podremos alcanzar
el tiempo de las ideas, de los buenos sentimientos y hasta
el de la indulgencia... pero ahora no, ahora el único

139
camino es matar sin compasión, sin sentimentalismos,
salvajemente si es preciso... es la última oportunidad de
vencer al enemigo.
—Creo que llevas muchos años de Revolución,
comandante —y agregó con una indignación que no
pudo disimular—: Estás muerto.
El comandante Ordóñez sonrió quedamente. El otro
admiraba su valentía y, tal vez por eso, sintió el peso de
su desprecio. Señaló la calle. Un camión lleno de hom
bres vestidos de paisano se había detenido cerca de la
esquina. Inmediatamente advirtieron movimientos junto
a las paredes.
—Tenías razón Flaco, hoy atacarán al Sindicato
—dijo el comandante acomodando su fusil.
Un compañero disparó desde algún lugar de la casa o
del techo contra los recién llegados que corrían encorva
dos buscando refugio en los portales. Los soldados,
desde lejos, sin intervenir, contemplaban los desplaza
mientos de los comandos civiles del General. Un hom
bre gordo y rubio, de mirada clara y penetrante, los di
rigía. El Flaco conocía a aquel hombre y a varios de los
otros y nunca los había visto tan llenos de odio, tan
violentos y arrebatados. Hasta entonces habían sido
vecinos amables, callados y trabajadores, y ahora actua
ban enceguecidos, furiosos, lanzados voluntariamente a
la destrucción, como si una fuerza oscura los alentara e
hiciera invulnerables.
Un calor pesado le nubló los ojos. Mecánicamente se
limpió con el dorso de la mano y empezó a disparar. No
sentía el sonido de las balas ni las explosiones de las
granadas en la calle. Era como si el silencio forzado
durante la noche se rebelara insonorizando el espacio de
la lucha. Un furor salvaje y sereno lo invadía. Hacía
fuego con precisión sobre los antiguos vecinos y cada
vez que alguno caía una conmoción sorda agitaba su
alma electrizando la sangre. Se sentía embriagado e

140
indestructible. «Remedo a los dioses», murmuró y no le
importó escuchar el grito de su nombre. Y seguían
llamándolo cuando la puerta explotó calladamente a su
derecha y el viento que le siguió lo arrojó contra las cajas
vacías de las municiones. Entonces vio los cuerpos de
tres de sus compañeros muertos. Eran del Sindicato y no
los conocía.
Al entrar los soldados y los comandos civiles, ya no
tenía el fusil en sus manos. Yacía sentado, con los brazos
caídos a los lados y las palmas de las manos abiertas
hacia arriba. «Zurdo de mierda», masticó el gordo rubio
mirándolo con dureza, mientras los soldados, agarrándo
lo por los hombros, lo arrastraban escaleras abajo.
En la calle, entre los escombros y la sensación de la
lucha reciente, un grupo de hombres, mujeres y chicos,
bailaban eufóricos y febriles, cantaban y agitaban antor
chas, banderas y fotos del General. Al pasar junto a ellos
lo insultaron y él los odió, quiso gritarles algo, pero no
tenía fuerzas para despegar los labios. Un empellón lo
hizo trastabillar hacia el interior del camión celular. Se
quedó aferrado a sus barrotes y de pronto vio pasar la
ciudad vacía y larga: las estatuas ecuestres de los viejos
proceres como grotescos desafíos paralizados por un
terror repentino. Los tableteos de las ametralladoras se
escuchaban cada vez más lejanos y aislados. Ninguna de
las heridas le sangraba, pero el hombro y la sien le dolían
y tenía entumecido el brazo derecho. Las avenidas
también semejaban flacos brazos entumecidos. El verde
transparente de las acacias contra el sol, el aroma dulce
de sus flores llenaban el espacio hacinado de otros olores
y presagios. Alcanzó a ver un cuerpo al borde de una
barricada, había asombro en su rostro, pero no supo si
por las moscas que lo circundaban o por la infinitud del
cielo.
Las puertas de la cárcel se abrieron. Atrás se veía la
ciudad asustada. «Imaginar, soñar, imaginar, vivir», pen-

141
só. Los soldados lo arrojaron a un calabozo. Le abrieron
las piernas y los brazos. Recordó el esqueleto de un
coche en llamas.

142
(Aún me duelen los músculos y apenas puedo abrir
los ojos adormecidos de cansancio. Las noches se su
ceden prolongando las horas y los siglos con morosa
ampulosidad, semejante al vuelo del cóndor sobre las
nieves milenarias de los Andes. Abro, por fin, los ojos
fijándolos en el techo de la habitación: nada ha cambiado
salvo que fugazmente he visto las paredes reflejándome,
pero no, el sol penetra dulcemente a través de las cortinas
blancas, cuyos pliegues embolsan graciosamente la brisa.
Hay continuidad en la brisa que llega junto a mi cama,
como la hay en el horror, en la miseria, en el miedo.
Miedo a enfrentarnos con el mal que corre por nuestras
venas —o nuestras cloacas— sintiendo el horror al
salvajismo de nuestros actos, a la eterna barbarie que
renueva nuestras vidas. ¿Sólo esto? Me pregunto si sólo es
esto, que nos repugne el horror cuando nos hemos
habituado al crimen ejecutado por fantasmales delegados
—que son otros hombres—, en la fantástica escenografía
de este mundo, y me encuentro con que «sólo es esto»: he
sentido tanto odio —¡mierda!— que he aprendido los
nombres de la guerra, sus torturas, sus invenciones, su
rutinaria sordidez y me explico torpemente la engañosa
belleza de ese odio entrañable —nacido de la inteligencia
y cada vez más científico y perfecto—, capaz de quebrar
nos, humillarnos hasta la saciedad y hacer de nuestros
hijos, en quienes pensamos en ambiguos términos de
futuro, nuestros enemigos.

143
Tan remotas, tan asombrosamente remotas están las
gentes que amé, tan muertas y destrozadas, tan indefen
sas bajo el cielo, tan solos sus recuerdos y olvidados sus
deseos —¡oh, cuánta lejanía!—. Carezco de esperanzas y
desprecio el lamento, pero quisiera saber que la vida no
termina en mí, que hay algo que puede obligarme al
retorno: tengo una carta y un poema que no recuerdo,
pero que sé me remite, o al menos me remitió alguna vez,
a esa verdad que necesito para reconstruirme desvelando
las distorsiones del pasado.
Otra vez el pasado, mientras sigo mirando estúpida
mente la habitación desde el lecho. El sol ya no es dulce y
la brisa no existe. Hay quietud en el aire. Estoy solo,
rodeado de objetos, de la pesadez de las cortinas amarillas
—¿o blancas f—, de cientos de papeles guardando estáti
cos legados, pretenciosas herencias; cercado por paredes de
libros conteniendo sospechosas historias, supuestas crónicas
de febriles autores y sosteniendo el cuadro de mi abuelo,
el comandante Manuel T. Una atmósfera pesada conden
sa el aliento y entorpece los movimientos y sólo el zumbar
de las abejas (¿o de los coches?) y el alarido de las fábricas
están fuera del sueño. Espero la muerte, pacientemente la
espero, de una manera egoísta, insolidaria con los otros
que seguirán viviendo. Siento el cansancio, la prisión,
estoy roto. Si tuviese ánimo tal vez intentaría volver,
buscar mi casa.)

144
El sargento Reyes

/remordimientos no he sentido nunca. A uno lo dejé


escapar y no me gustó que degollaran al otro mozo. Ya
le digo, ellos eran bandidos y fueron sorprendidos
atacando al General. Nosotros cumplimos con nuestro
deber de soldados, aunque se nos fuera la mano porque
todavía tenían costras en el pupo.
De lo que pasó después lo tengo nublado, aunque me
parece recordar que cargamos un trecho con la cabeza
ensartada, sí, la llevaba el sargento Reyes, y rumbeamos
pa'l lupanar de la Gorda.
Todos teníamos ganas de ponernos en pedo y yo de
culearme a la Gringa, una hembra rubia, linda, queren
dona y de hablar enrevesado. Antes de llegar tiramos la
cabeza del mozo en un maizal y nos pegamos un galope.
Adentro, la Gorda, como siempre, nos servía a los
patrones así que empezamos a zamparnos todo el
aguardiente que podíamos y a hacer juego de manos con
las mujeres de la casa. La Gringa creo que estaba con un
doctorcito que después se vino conmigo no sé por qué
cuestión.
Mire, por más que me estruje la mollera no consigo
acordarme de cómo fue la cosa, el caso es que todos se
callaron de golpe. El sargento Cipriano Reyes, que era
muy dado a las demostraciones, estaba plantado en el
centro de la casa enarbolando la cabeza ensartada. (Me
parece que tiene que haber vuelto al maizal, porque
juraría que la tiramos.) No quiera ver la espantada que

145
M . •* ^ 4. J! ^.X

hubo entonces en la concurrencia, pero no creo que


fuera porque no hubieran visto nunca a un despenado,
sino porque se lo presentaban ahí, cuando estaba dada al
libertinaje del vino y las mujeres. Y como en todo, en un
comienzo la gente se espanta, pero después se acostum
bra, y tanto que, con el tiempo, fue cosa vista los
degollados en los burdeles. Aquella noche, después del
susto, creo recordar que no pasó nada. Pasado el al
boroto, la cabeza del mozo quedó en un rincón sin que
nadie la mirara. Las mujeres menos que nadie, porque
no querían perder la ganancia de la noche, pues era muy
conocida y comentada lo recta que era la Gorda en
asuntos de dinero, ¡no había quien la pasara! Yo miraba
la cabeza de vez en cuando, porque la Gringa no
aparecía, y me decía pa'mis adentros lo corta que era la
vida pa'algunos, pero, y esto lo tengo patente, me
sucedía algo curioso, y es que mientras más miraba al
degollado menos me parecía que fuera un difunto. No
metía miedo pa'nada y menos cuando empezó a semejar
se a esas máscaras de demonios que usan los negros
candomberos. Creo que era la luz de las teas que le
hacían brillar los ojos de una manera jodida, como si
también tuviera ganas de culear, lo que le daba ese
aspecto tan fiero. No sé qué me pasó después, pero me
olvidé de las desnudeces de las hembras, de la Gringa y
creo que me dormí con las coplas tristonas del cantor/

146
«Al atardecer entramos en el Fortín arreando una
tropilla de quince caballos traídos de las tolderías de
Pincén. Más atrás venía el soldado herido de un bolazo
en el pecho y, junto a él, atravesado en su montura, el
que mató Juana T., con un trozo de lanza en la espalda.
Había desazón en nuestras caras y un mutismo inquieto
en la partida. El teniente Reyes y el cura salieron a
nuestro encuentro y el primero recibió al herido y el
segundo al muerto. Me sentía incomprensiblemente triste
y creo que a todos los demás les pasaba lo mismo.
«Aturdidos y maltrechos, sucios de polvo y sangre,
cruzamos las caballerizas detrás de Manuel T. Una brisa
fresca y rumorosa venía del río y hacia él nos dirigimos
como sonámbulos. Tenía la sensación de que el teniente
quería darnos alguna noticia, pero el comandante pasó a
su lado ignorándolo, apartándolo con su bota estribada.
Por entre los árboles adormecidos llegamos al río y nos
metimos en él con uniforme y bestias, sin descabalgar.
Risas y blasfemias se mezclaron con la ropa empapada de
agua y barro que arrojamos hacia la orilla, desde donde
el teniente Reyes nos anunciaba, vociferando, que habían
llegado las putas.
»—¡Las francesas están aquí! —repitió en medio de
un breve silencio roto por una risa nerviosa.
»—¡Mire teniente lo que tengo en la mano! —gritó
un soldado sacudiéndose el sexo y el viento llevó un coro
enredado de voces, carcajadas y abstinencias.

147
»Los soldados, festejando la noticia, simularon coitos
entre sí o enterraron sus miembros en el barro.
»—¡Se acabaron las pajas! —anunció uno antes de
zambullirse.
»E1 comandante Manuel T., chorreando lodo, se en
frentó al teniente que lo miraba con su solitario ojo in
quisidor.
»—¡Tráigalas ya, carajo! —ordenó y el teniente salió
corriendo, perseguido por la algarabía y los chapoteos en
el río.
»Cuando aparecieron las putas, nosotros estábamos
esperándolas al borde del agua. Permanecimos quietos y
mudos, como si esperásemos la orden del comandante
Manuel T. para cargar contra ellas. Desnudos como
estábamos, la nuestra era una formación extraña. Los
rostros morenos y curtidos por el sol contrastaban con
nuestros cuerpos lechosos. Semejábamos fantasmas deca
pitados colgando en la penumbra, entre los sauces llo
rones, a la vera del río.
«Manuel T., lanzado a una carrera imprevista, dio un
alarido y atropellando a la primera mujer que se le cruzó
en el camino, rodó con ella desgarrándole la ropa. Las
putas nos miraron asustadas y casi inmediatamente
comenzó una grotesca persecución por entre los mato
rrales. Corrí detrás de alguien que gritaba y reía y se
despojaba de su ropa chillona, pero no me importaba el
cuerpo que perseguía. Corrí más rápido, pero no para
alcanzarla sino para sentir la caricia verde de los pastos
que en algún momento interrumpió el abrazo, la risa que
acallé con mi boca, rodando, revolviéndome furioso con
la nariz aplastada entre unos pechos tan nuevos y
perfumados que, desesperado, levanté la cabeza para
aspirar el aire vegetal que venía del río.

»Un murmullo de risas contenidas, de jadeos, de


pájaros inquietos buscando sus nidos, llenaba el decli-

148
nar de acechanzas y un temor desconocido me volvía
cobarde conduciéndome al refugio de unos brazos blan
cos y frágiles que me retenían y hacían creer que
necesitaban de mí, que no ignoraban esa angustia de
mierda que contagiaba el desierto, el viento, la arena, el
silencio, el indio, la muerte, ¡oh, sí, esa muerte amplia
que nace con el día por alguno de los horizontes que nos
rodean! Atropellé y penetré atorado de rabia, besan
do, mordiendo, degustando la sangre leve del labio
enemigo. Eran el sueño y la duda caminando la piel
desconocida, el miedo más allá del desierto, del infiel al
acecho, sintiendo el irreprimible deseo de vaciarme, de
inundar de semen aquel cuerpo anónimo dejando que
arrastrara el dolor, la culpa que me carcomía las tripas. Y
otra vez, otra vez aquella puta ignorante que arrancaba
los pastos temblando convulsa, abriendo la boca, apre
tando los dientes, intuyendo por experiencia que venía la
lluvia y que el sexo se me haría de barro.
«Vuelto cara al cielo, aspiré el fuerte olor a hembra e
imaginé que los sables en otros tiempos también fueron
rectos, pero el cansancio los curvó. No sé cómo estába
mos todos juntos ni tampoco quién trajo el aguardiente,
ni cuándo habían empezado los alardes, las bravucona
das, sólo que una carcajada unánime recibió la noticia de
que las mujeres, los niños y el cura se habían encerrado
en la capilla a rezar por nosotros. Miré a mi alrededor y
más fantasmal y avieso me pareció el montón de cuerpos
desnudos a medida que subía la luna y las miradas se
enturbiaban volviéndonos transparentes y blandos. Las
francesas insistían: adormecido de aguardiente y deseo
alcanzaba a escuchar el relincho de nuestros caballos en
la espesura y a distinguir en la lejanía a Manuel T. en un
desafío ignorado. Intenté levantarme, tal vez presintien
do el peligro, pero unos labios ya intimaban con mi sexo.
Cerré los ojos. Más allá caían algunas botellas al río
chapoteado por los caballos que lo cruzaban. Me incor-

149
poré y allá estaban: en la otra orilla, bajo la luna, Manuel
T. y sus soldados montados en sus potros blancos, sólo
vestidos con los sables.

»De la orilla opuesta las mujeres, inmóviles, nos


contemplan: enfrentamos el desierto nebuloso, nocturnal
bajo un cielo plagado de langostas brillantes como un río
de leche sobre nuestras cabezas. No sé qué quiere, qué
dice el comandante Manuel T., pero oigo muy claro su
grito inconfundible de muerte, un alarido despiadado: es
la orden, aunque también puede ser un lamento o un
llamado (me desconozco), y ciegos, lanzados a todo
galope, nos metemos en la inmensidad apretando, rete
niendo la muerte entre los dientes, confundiéndonos con
la arena, disolviéndonos en la luna, porque mañana (lo sé
en este mismo instante) seremos un montón de carne
lanceada pudriéndose al sol, vigilada desde el cielo por
los buitres y después comida por ellos, mucho antes de
que otra partida nos encuentre y contemple la matanza.
»Es así que de mis blancos caballos nadie sabrá nada,
pero algún ocurrente contará que los ha visto vagar por
las noches, incluso que, más allá, detrás de las grandes
dunas, en las noches de plenilunio, se divisan brillos de
sables y escuchan ruidos de una invisible batalla, en la
que se repite eternamente mi trágica muerte con una
lanza clavada en el vientre, un bolazo en la cabeza y los
cojones en la boca.»

150
Julián Tapia

A su lado pasó la Vieja del Paraguas y se quedó


mirándola hasta que desapareció en la esquina. Al cabo
de un instante siguió su camino, entró en la panadería y
compró medio kilo de pan. Al regresar caminaba lenta
mente sin advertir los saludos de sus amigos y vecinos.
Ella recordaba a aquella mujer que, en otros tiempos,
tuvo un nombre y también un hijo llamado Julián.
Todos los sábados se topaba con ella y sucedía la misma
escena.

—La has visto ¿verdad? —preguntó su abuela.


Ella la miró pero nada dijo. Entregó el pan y buscó a
través de la ventana la larga calle que llevaba al centro de
la ciudad. El paraguas amarillo era un diminuto punto
brillante, entre otros miles de puntos grises que hervían
en las calles sin árboles. La abuela, con el pan en las
manos, se metió en la cocina silenciosamente. Sabía que
su nieta permanecería frente a la ventana hasta que el
paraguas desapareciera de su vista o de su imaginación.
Separó las papas, la cebolla, los ajos, el aceite y unos
huesos de caracú. Faltaba la sal, pero ya la pondría
después. La cascara de las papas empezó a salir como un
largo gusano plano, deslizándose sobre la hoja de un
cuchillo gastado, que la abuela manipulaba con destreza.
Cinco papas, pequeñas y rugosas, mostraron su blanca
desnudez y quedaron amontonadas cuando ella escu
chó los gritos de la nieta que, asomada a la ventana,
gesticulaba desesperadamente. La anciana intentó arran-

151
caria y cerrar los postigos pero no lo consiguió. Abajo
un muchacho corría «como alma que lleva el diablo»,
saltando entre los coches estacionados y por sobre los
cajones de fruta del almacén. Antes de meterse en su casa
giró la cabeza y ella pudo ver su rostro alterado por la
carrera y el miedo. Unos metros más atrás había tirado
un paquete del que volaron decenas de hojas impresas.
No sabía lo que decían, pero lo suponía. Por algo los
soldados montados en motos, autos y camiones rodearon
la manzana, invadieron las casas, treparon por los techos
y se apostaron frente a la vivienda del muchacho y su
madre. Provistos de pequeños transmisores se hablaron
por ellos y casi simultáneamente dispararon contra las
ventanas y puertas. El fuego duró interminables minutos
y cuando cesó el tableteo, la voz de un oficial sonó como
un trueno tardío por el megáfono. Nadie contestó desde
la casa de Julián y, después de una breve pausa, volvie
ron los disparos y la abuela, mientras abrazaba a su nieta,
vio cómo los cristales se deshacían y la madera de las
ventanas se astillaban mágicamente.
En una valija de cartón cabía todo lo que traían el
pequeño Julián Tapia y su madre, cuando llegaron a la
ciudad diez años atrás. Ella, que hablaba como extranje
ra, por lo que, según dicen, cuando era joven le decían
Gringa, llevaba un largo vestido negro y un pañuelo de
igual color le ocultaba el pelo y mitad de la frente. Entre
los pliegues de sus vestiduras se acumulaba levemente el
polvo de los caminos que habían andado. El muchachito
miraba directamente al suelo y rara vez levantaba los
ojos. Parecía espiar invisibles animalejos para darles caza,
porque no había timidez ni sumisión en el gesto, ni
tampoco retorcimiento, y cuando se decidía a enfrentar a
la persona que le hablaba, levantaba la cabeza con cierto
orgullo cerril, mostrando unos ojos profundos y francos
y una boca grande y apretada, como si retuviera una
sonrisa que nunca definía. Ningún otro rasgo sobresalía

152
en su rostro, pero éstos eran suficientes para darle un aire
de picara nobleza. Casi nunca hablaba más de lo su
ficiente y la mayoría de las veces eran monosílabos,
«sí» o «no» guturales que iluminaban o ensombrecían la
sonrisa supuesta; tampoco jugaba con los otros chicos de
su edad, pero sabía como ninguno remontar un barrilete,
tirar el trompo o tincar las bolitas. Cualquiera se daba
cuenta de que disfrutaba con tales juegos, pero daba la
sensación de contenerse siempre, como si temiera no
poder repetirlos si se entregaba a ellos. Salvo estos
detalles, su historia fue igual a la de todos hasta que
aquel sábado apareció corriendo desesperadamente, per
seguido por los soldados del General.
Muchos hombres que lo vieron venir aquel sábado
con el paquete bajo el brazo, no se sorprendieron y
optaron por esconderse tras los portales. Julián traía su
gran boca abierta tragando todo el oxígeno posible y el
aire entraba y salía de sus pulmones ruidosamente. Las
mujeres, que en aquel momento se asomaron a la puerta
de la verdulería, apretaron celosamente contra sus pechos
gordos las bolsas cargadas de papas, cebollas y repollos y
con gritos ahogados retrocedieron apiñándose entre los
vegetales expuestos. El muchacho pasó como una exhala
ción y al saltar por sobre los cajones de manzanas y
naranjas se le cayó el paquete que, al romperse, dejó
volar los panfletos que contenía, pero nadie osó levantar
ninguno. Todas las puertas se cerraron y la calle apareció
extrañamente desierta al llegar los soldados. Enseguida la
manzana quedó como un campo acotado por las armas,
el terror y la impotencia, mientras el muchacho se en
cerraba en su casa llamando a su madre. Algunos co
mentarían después que era de miedo y otros para avi
sarle del peligro porque, según ellos, gritaba «Mama,
Mama, los soldados». Sin embargo nadie podía asegurar
nada con certeza, ya que la voz de Julián salía deformada
y consumida por la agitación de la carrera. La abuela

153
Pancha, que era su madrina y la vecina más próxima,
tampoco ha querido decir nada porque en aquellos
momentos, según ella, pelaba las cinco papas que siem
pre le pone al puchero de las doce y porque es algo sorda
y lo único que oyó fueron los gritos de su nieta llamando
a Julián. Por su boca no ha salido más.
Al salir de la cocina con los ojos bañados de lágrimas
por la cebolla, la vio colgada de la ventana con el dolor y
el miedo desencajando su cara regordeta, insultando a los
soldados que ya subían a la casa del perseguido. Ella y
Julián trabajaban juntos en la misma empresa y juntos
iban y venían en el mismo ómnibus. La gente, que los
hacía novios aunque ellos nunca hicieron ostentación
alguna al respecto, achacó a esto la profunda tristeza que
ganó el corazón de la muchacha.
Cuando no quedó ni un solo vidrio intacto y las
puertas parecían verdaderos coladores, los soldados vola
ron lo que quedaba de una de ellas y encontraron a
Julián muy quieto en el centro de la pequeña sala y a su
madre arrebujada en un rincón, con las manos cubrién
dose la cabeza. El teniente que mandaba el comando
agarró al muchacho por la nuca y lo tiró contra la pared,
lo palpó de armas, esperó, apuntándole a la sien con su
pistola, a que el resto terminara de buscar y romper y
luego lo sacó a empujones. Desde las ventanas todos
pudieron ver cómo lo arrastraban tirándole de los pelos y
lo acosaban con las bayonetas. La abuela, que había tirado a
su nieta hacia el interior, alcanzó a ver vivo a Julián por
última vez cuando cerraba los postigos de su ventana.
Una semana después, abuela y nieta vieron su cadáver
tirado frente a la puerta desvencijada de su casa, pero no
vieron quiénes lo abandonaron allí. Al anochecer del
séptimo día, después de que las tropas del General ame
trallaran y tomaran por asalto la casa de Julián y se
lo llevaran, fue arrojado desde un coche en marcha fren
te a la puerta acribillada y allí lo encontró su madre,

154
con la mirada quieta, la gran boca abierta en una mueca,
perdida ya la supuesta sonrisa y tragándose toda la lluvia
que caía entonces. Ella, cubierta por su viejo paraguas
amarillo, lo veló durante toda la noche hasta que
escampó y algún vecino, amparado por las sombras, le
ayudó a enterrarlo clandestinamente.
En el instante en que la abuela Pancha veía ametrallar
la casa de Julián y su madre y pensaba de qué manera
mágica reventaban los cristales de las ventanas, se in
terrumpió y sus ojos se clavaron atónitos en la figura
del teniente que acababa de derribar su puerta. Pero, a
pesar de la sorpresa, y sin dejar de acariciar a la nieta que
temblaba llorosa, se enfrentó con el ojo solitario del
otro. El teniente avanzó apuntando a las mujeres con su
ojo brillante y señalándolas con el dedo, congestionada
su cara armoniosa y bella. Fue una amenaza callada. Los
soldados que lo acompañaban, volvieron junto a él y
después lo esperaron en el vano de la puerta, que a la
abuela le pareció la cavidad vacía y tenebrosa de un ojo.
Los soldados habían destripado colchones, abierto arma
rios y tirado cajones; algunas pocas revistas y libros
quedaron desparramados por el piso como un cuerpo
descuartizado. Pocas cosas quedaron sanas y en su sitio.
En la cocina el agua hervía y las papas, la cebolla, los
ajos, los huesos de caracú, el aceite y la sal esperaban
impasibles. La abuela aún tenía el cuchillo gastado en su
mano y a pesar de su sordera escuchaba los golpeteos
cavernosos de su corazón y el de su nieta. Durante unos
instantes había alcanzado a ver cómo sacaban a Julián a la
calle tirándole de los pelos y acosándolo con las bayone
tas caladas. También vio, la tarde de aquel sábado, que el
color de las manzanas y naranjas caídas y el vuelo in
termitente y corto de los panfletos alteraban la quieta
aridez de la calle.
—Pronto pasará todo esto, hijita —musitó la abuela
enjugándose los ojos con el dorso de las manos, en una

155
de las cuales empuñaba domésticamente su viejo cuchillo.
La muchacha siguió mirando por la ventana en
silencio. Sus ojos brillaban húmedos y fijos en un punto
invisible para la anciana.
—Pronto pasará todo esto, hijita —repitió.
La muchacha, sin abrir la boca, esta vez la miró
distraída.
—Es la cebolla —dijo la anciana secándose las lá
grimas y agregó—: La has visto ¿verdad?
Por toda respuesta su nieta mantuvo la mirada. Ella
giró lentamente sobre sí misma y entró en la cocina, echó
la sal en el agua hirviendo y también las papas, la cebolla,
los ajos y los huesos de caracú. En un pequeño plato
derramó un poco de aceite, le agregó sal, cortó unas
rebanadas del pan recién traído por la muchacha y llevó
todo a la mesa.
—Hijita —llamó.

156

1
Tomás, el impostor

Estoy impaciente y, sin embargo, me demoro fanta


seando, soñando, temiendo el próximo momento. Den
tro de un rato llegarán ellos por ese camino. Miro por la
ventana de la sacristía y me despojo de los hábitos. Hay
algo de ceremonioso en mis gestos, una morosidad ritual
y pesada. El aire de la sacristía está cargado de olor a
iglesia y tierra seca: hoy han llegado los vientos de
agosto y el polvo se arremolina en la plaza y, más allá,
por el viejo camino, los chicos corren detrás de los
«panaderos» augurándose suertes y viajes remotos. Con
la estola me seco el sudor de la frente y pienso que no
debí hacerlo, pero rechazo apenado la culpa al mirar mi
figura agostada, aprisionada por la larga hilera de boto
nes, por esa angosta senda de negros mojones que
clausuran la sotana sin alcanzar la meta de mis pies,
también prisioneros de estos zapatos negros, gastados,
miserables, deformados, tímidos, cuyo olor caliente y
rancio perdura hasta en invierno.
—Padre —me dice el zapatero—, cómprese unas
alpargatas si no tiene para más, pero esto no se lo arreglo
más, lo siento.
Le contesto que sí, que compraré unas alpargatas con
la ayuda de Dios y él hace un gesto de incredulidad.
La sotana también huele a sudor, a estearina, a
incienso. Soy yo quien inunda el templo con ese olor
litúrgico, como me han dicho que es, aunque a mí me
parece lujurioso porque me despierta a ensoñaciones que

157
no quisiera tener. También he leído: «... Los enormes
incensarios que se balanceaban de punta a punta por las
naves de las antiguas iglesias y catedrales, como el
famoso botafumeiro de la catedral de Santiago de Com-
postela, tenían la doble función de rendir culto al Señor
y de matar los olores miserables».
—¿Se imagina cómo olían los peregrinos de la Vía
Láctea?
¿Quién me lo preguntó? ¡Ah, sí! ¡El padre Tomás!
Bien dicen que todo hediondo no se siente el olor. Pero
yo me lo siento. El incienso es como el aroma suave que
las devotas jóvenes tienen en las axilas. A veces creo que
no resistiré la tentación de hundir la nariz en sus sobacos
mientras comulgan para imaginar otros sudores más
íntimos o para olvidar la acritud de mi cuerpo y de mi
ropa triste, sucia de transpiración y nocturnas polucio
nes, porque las tentaciones me asaltan en el sueño,
cuando la imaginación rompe los votos de castidad y me
arrastra hacia esta suciedad que huele.
Si ahora fuese como «Robinson», volvería a pedirle a
los «panaderos» que me arrastren los vientos de agosto
antes de que llegue la primavera, en un viaje hacia las
manos y los labios que me devolverán el aliento, cuando
mis fuerzas se hayan agotado, para seguir, seguir hasta
los rostros que ahora ignoro y que necesito conocer para
saber quién soy, porque no soporto esta ilegalidad que
sólo me justifica.
Tanto tiempo esperando este momento y ahora temo,
demoro y me regodeo en esta prisión de olores y
devociones, hundido en luidas resignaciones que gastan
mis años en un pueblo de sombras que bisbisean ple
garias, que me acosan con presuntas soberbias. ¡Oh,
Dios! ¿Por qué me has elegido? ¿Acaso no sabías que
estoy enfermo de angustia?
Han pasado los minutos y me sorprendo mirando la
estola. Creo no haberme movido, no haber pensado en

158
nada durante un largo rato, tengo la mente en blanco y
me asomo a la pequeña ventana. Veo a través de ella, por
un instante fugaz, una gran boca vomitando sus culpas
sobre mi conciencia, buscando un aval para el perdón ya
concedido. Me avergüenzo del pensamiento.
—Tenga fe en Dios, porque El vela por sus hijos más
queridos —me amonestaría como padre Tomás.
Me escucho cabizbajo sin animarme a confesar mi
desconfianza hacia Dios, tan poderoso como lejano, y
hablar de mi sospecha de una conducta divina más
propicia a la libertad de los hombres. Si me digo esto
abiertamente, recriminaré mi soberbia y pensaré en
sermonear el pecado de la pompa y la retórica ¿De la
retórica? En realidad me refiero a la pedantería.
Más allá de los niños que corretean detrás de los
«panaderos», tratando de atraparlos para que porten sus
sueños, el viento arrastra una gran nube de tierra, y de
esa nube surgen ellos, atronando al pueblo con sus
motos, asomando sus largos pelos por debajo de sus
fantásticos cascos pintarrajeados. Los motores zumban
como un millón de abejas traídas por el viento, junto a
las matas secas que ruedan como ovillos descontrolados
por las calles hasta entonces vacías.
—Le traemos la cosa —me dice el jefe de la pandilla.
Y yo consiento sin escrúpulos, aun sabiendo o intuyendo
la procedencia.
—Quiero una moto para el desierto y la montaña
—le había dicho.
Estoy moviendo los labios sin pronunciar «me traen
la moto, son ellos», que es lo que pienso porque los veo
detenidos frente al templo, esperándome. Se saben obser
vados y temidos: cada ventana que rodea la plaza es un
ojo temeroso, cuyo párpado, sucio de tanto polvo
filtrado por las rendijas, se estremece inquieto, reprimido
por dedos anónimos. Las ráfagas del viento se hacen más
violentas y puedo asegurar que muchos creerán ver en

159
estos pobres desgraciados, que han arribado intempesti
vamente en sus motos, encarnaciones del demonio. Por
fin detienen sus motores y desmontan. Las hojas grises
del único árbol de la plaza no parecen darse cuenta del
súbito silencio y siguen agitándose desesperadas, ar
queándose junto a sus ramas, con repentinos y brevísi
mos descansos. Ellos, revoleando sus cascos chillones y
menos fantásticos de lo que me parecieron al principio,
con calcomanías de consignas diversas, de obscenidades
y banderas, meten sus cabezas bajo el chorro violento de
agua que hacen salir del grifo al oprimir su botón
metálico. El líquido, aparentemente fresco, corre por sus
cuellos mojando los torsos y cayendo en la tierra gua
dalosa y también sedienta. Me fijo en las muchachas
con sus camisas mojadas ciñéndose a sus cuerpos y no
puedo apartar los ojos del río que se pierde entre sus
pechos.
—¡Eh, Manuel!
Los pelos chorreantes son largos fideos rubios y ne
gros colgando desde las vinchas. Pelos pesados y ve
getales que se resisten al viento. Me siento clavado y
mi corazón retumba de impaciencia. Quiero estar allí,
con ellos, pero algo me retiene. Busco molesto los brazos
invisibles que me sujetan y sólo veo las imágenes quietas
de Cristo en su cruz, como si dudara de su propia
filiación, de La Dolorosa, con sus manos abrazando un
vacío amoroso y sus ojos entornados y secos (¡Jesús, qué
hipócrita ideal del dolor!). También veo a san Roque
exhibiendo descaradamente la legendaria llaga en la
rodilla y al perro que la lame. Rechazo con la mano
aquella visión desagradable de las cosas que hasta ese
momento adoraba. Me veo como un idólatra ridículo y
comprendo que nada puede retenerme. No es este el
camino de Dios ni estos sus rostros y tengo la tentación
de romper, de hacer trizas toda esta imaginería, pero me
limito a arrojar con rabia la vieja estola a un rincón.
t

160
—¡Eh, Manuel!
Me paso la mano por mi cabeza rapada, acaricio
nervioso la pequeña tonsura y recurre el pensamiento:
desde que me la hicieron en ritual ceremonia demoro allí
mis dedos como una comprobación más de una humilla
ción inútil. Creo que hay cierta afrentosa procacidad en
ese hueco de pelos que trato de disimular pelándome al

Tengo la cara mojada de sudor cuando salgo de la


habitación. Mis pasos son apresurados, como los de esas
viejas que abandonan el confesionario con el temor de
confesar lo inconfesable si se quedan un minuto más.
Cruzo frente al altar y, mecánicamente, me hinco y
persigno con torpeza. Enfilo por el pasillo flanqueado de
bancos tan despintados y desvencijados que parecen
simétricos esqueletos en espera de un responso que
nunca se pronunciará para ellos. Con pasos rápidos y
cortos, limitados por el ruedo de la sotana, llego al
portal: una bocanada de aire caliente y polvo me detiene
en el umbral. Los ojos se me nublan y, sin abrir siquiera
la boca, mastico esa tierra parda que traen los remolinos.
—¡Eh, Manuel!
Esta vez han venido seis. El jefe, con el que traté hace
un mes, se me acerca. Ha hecho un gesto, o mejor he
visto el final de un gesto, como si hubiese estado
mirando hacia el campanario, del que sale un sonido
forzado de campanas violadas por el viento ante la
impotencia de sus badajos atados. El muchacho viste
vaqueros desteñidos, chaqueta negra de cuero, calza
botas de caña alta del mismo color y de su cuello penden
numerosas cadenas y un montón de cruces y fetiches
paganos. Constantemente mueve la boca como si masca
ra chicle, pero no estoy seguro de que sea chicle. Con
ellos no estoy seguro de nada.
—Los jóvenes son imprevisibles y peligrosos, revolu
cionarios y potencialmente delincuentes. Todo quieren

161
- JL. '—■ -¿ —J

hacerlo a la medida de sus caprichos —me alecciono y


me escucho responderme tal vez sólo para contradecir
me:

—Son parias en un mundo de viejos que han perdido


todo, esperanzas, ilusiones y vegetan resentidos con la
única intención de vengarse en sus hijos, porque los
otros, los tipos como usted o como yo, ya hemos sido
alimentados de ignorancia, de dudas, de sospechas,
ocultando nuestras raíces, porque, es posible, nos engen
draron otros jóvenes con un deseo en el alma que ahora
no puedo ni siquiera imaginar.
¿Respondí eso o había vuelto a callar, detenido otra
vez por la mirada furiosa del padre Tomás? Me olvido de
él porque tengo otra pregunta: ¿qué haré mañana cuando
deje de ser quien soy? ¡Oh, qué cosas digo!
Supongo que aquella cosa estrafalaria de tres ruedas
es la moto que me traen. Escupo la tierra que mastico y
salgo a la plaza.
—¡Eh, Manuel! —dice el jefe de la pandilla adelan
tándose.
—¿Eh? ¡Ah, hola!

162
(Y los fantasmas seguirán acosándonos mientras sea
mos anclas arrastradas por la herrumbre, la vejez, por la
inutilidad de nuestras acciones, hacia ese cementerio de
arena donde asoman nuestros torsos tiesos y un brazo
curvo e inservible. Esa es la soledad que hemos elegido,
una soledad desesperada y humillante que nos degrada
inexorablemente ante el paso del viento, sorprendido
cada vez de no ver gusanos habitando nuestros cuerpos
varados. Elegimos la soledad de los muertos y por eso el
mar, que llega hasta nosotros, se ríe con su risa repetida
de espuma, portadora de los ecos de otras soledades más
fértiles. Somos miserables.)

163
Aquel invierno

Anochece: Como todas las noches del año las calles


se despueblan sin que las llenen los pasos recios de la
patrulla. Es en esos momentos cuando se siente la
respiración agitada del silencio contra cada una de las
puertas y las caricias quedan suspensas. Es rutinario.
Enseguida vendrá el ruido de un portal desencajado de
sus goznes y el silencio que se refugió detrás de él será
pisoteado: entra la patrulla desbocada con sus metralletas
como arietes y arranca de la cama a los habitantes de la
casa, para llevárselos.
Paco B. y su mujer sienten los golpes violentando la
puerta. Esta noche son los primeros de la calle, pero no
serán los únicos. Poco a poco los van reuniendo en las
veredas, con los brazos levantados sobre las cabezas, de
cara a la pared, con los llantos infantiles, las protestas
de las comadres somnolientas y las descargas intermiten
tes de las metralletas de fondo. Suenan disparos y hay
algunas fugas, tal vez sólo imaginadas. Un instante antes
han sabido que había comenzado la nieve, la misma nieve
que mató a don Antonio F. y a muchos otros un tiempo
atrás. >
La calle blanquea y todos tiritan de frío. Un oficial
manda a dos hombres a poner sobre la vereda a cuatro
viejos desmayados o muertos y caídos en la calle. Faltan
algunos minutos para las doce de la noche y los jefes de
las patrullas consultan sus relojes y miran el cielo en
capotado: nieva.

165
Rafael se asoma por entre la galería de brazos
levantados contra la pared y alcanza a distinguir cuadras
y cuadras de vecinos allanados, a medio vestir y temblan
do de frío y miedo. Decenas de soldados, apostados con
las piernas firmemente abiertas les apuntan con sus
metralletas y fusiles. Los gritos destemplados de los
oficiales aturden la medianoche que viene llegando. El
chapoteo marcial sobre la calle y a sus espaldas, los
sobrecoge y pronto comprueban que los viejos, los niños
desnutridos y los inválidos son amontonados en la acera
de enfrente. Algunos se preguntan qué ha de ser de ellos
y qué de los otros, los de aquella vereda. Los de ésta. El
frío de la nieve se acumula en sus cabezas y en sus
hombros entumeciendo aún más los brazos en alto. Los
pies descalzos de muchos están morados, pero Rafael no
siente frío en ellos. En esos instantes los sobresaltan
pequeñas explosiones sofocadas y pronto una claridad
rojiza proyecta sus sombras contra las paredes. Atrás,
hogueras de libros y revistas crepitan desafiando a la
nieve y por mucho tiempo, las páginas alimentadas de
pensamientos, historias y poemas, libran la inútil batalla
contra el fuego, hasta que la nieve, poco a poco, congela
las cenizas y cerca las ascuas encuadernadas.
Los oficiales han mirado por última vez sus relojes.
Es medianoche y la nieve aclara la oscuridad. Las
sombras son grises y van y vienen por las calles atestadas
de vecinos allanados de terror, inmóviles junto a las
paredes y golpeados por los soldados con la culata de sus
armas o con sus botas, simplemente. Es medianoche. El
grito de los oficiales se hace uno y detiene los corazones.
Los viejos, ante el mortal rugido, atinan a levantar las
manos como escudos vulnerables. Los niños miran
atónitos, asustados, sin saber de qué se trata. Los
oficiales han dicho «¡fuego!» y los soldados hacen fuego
hacia la vereda de enfrente. Es como un trueno inmedia
to, cortante y monótono mientras dura atravesando la

166
nieve y la inocencia. La muerte se amontona como los
copos que siguen cayendo sobre la acera de enfrente. A
pocos pasos, la Virgen que da la bienvenida a los
forasteros que llegan al pueblo, sigue inmutable. En el
centro de la calle, centenares de cápsulas vacías son
aplastadas paulatinamente bajo el peso de las botas y la
blancura que gana a los edificios y a los muertos.
Sobreviene un silencio plagado de ecos y marcado
por la respiración agitada de los soldados y de sus armas
calientes. En ese instante Rafael salta al medio de la
calzada y por entre los uniformes, aún agitados por la
matanza cometida, echa a correr hasta que uno de ellos
se da cuenta y dispara dos ráfagas cortas. El fugitivo abre
los brazos hacia el cielo y cae. Rafael cae de espaldas y
dice «¡la casa, la casa, hay que llegar a la casa!». Eso dijo
y todos lo escucharon, salvo Paco B. que aprovechó la
confusión para escaparse a la sierra, con Manuel T.,
Chiquito Gómez, el Negro Ordóñez y los otros.
Ahora los sobrevivientes marchan en camiones hacia
un rumbo desconocido. El sonido de las huellas es
redondo sobre las calles del pueblo nevado. Alguien
murmura: «Esta es la noche de la nieve mala, las ánimas
han cabalgado en potros blancos».

167
Sacrilegio

—¡Eh, Manuel! —dice el jefe de la pandilla adelan


tándose.
—¿Eh? ¡Ah, hola! —responde el cura como sorpren
dido.
—¡Por fin, ya era hora Manuel!
El sacerdote y el recién llegado se miran incómodos.
Uno masca su chicle haciendo un chasquido desagrada
ble y el otro pasa sus dedos por la tonsura y se seca
seguidamente el sudor terroso de la cara con la manga de
la sotana.
—¡Nunca te he dicho mi nombre! —observa asom
brado el padre Tomás.
—Y tampoco lo sabía —sonríe—, pero así llamamos a
los idealistas y a los idiotas. A mí podes llamarme
«Poeta», porque soy —mira a las chicas— dulce y
profundo como una metáfora del xix. Podes llamarme
«Poeta».
El cura permanece en silencio, pensando que el mote
le parece presuntuoso o en todo caso estúpido, razón
suficiente para no utilizarlo. Es el mecanismo secreto de
sus ocultas agresiones.
—Pero yo no me llamo Manuel.
—No ¿qué?
—No me llamo Manuel.
—Bueno, bueno, el curita no quiere llamarse Manuel
¿qué les parece chicos? —los otros ríen por respuesta—.
¿Así que no quiere llamarse Manuel, eh?

169
—¿Has traído la moto? —corta bruscamente el cura.
—Sí, es ésa hermano —y señala una máquina estrafa
laria que lleva un manubrio alto y una horquilla delante
ra que atrapa una rueda pequeña dando la sensación de
querer adelantarse por el camino. Las ruedas posteriores
son grandes y anchas, con neumáticos especiales para
rodar por la arena.
—Sí, es linda pero...
—¡Pero nada! ¡Es fantástica! Es una H. D. chopper
que le afanamos a un descolgado —dice el Poeta.
—Sí, sí... pero... parece un triciclo...
—Bueno, bueno, pero ¿tenes la guita, hermano?
—corta el muchacho.
—Dinero, dinero, no, pero... —dice el padre Tomás
secándose el sudor de la frente— pero les daré algunas
cosas que valen más que todo el dinero que pueda darles
—agrega pensando en dos cálices de oro y en algunos
candelabros de plata que escondió entre los trastos de la
sacristía después de la misa.
—Y después... que Dios nos ayude ¿no? —dice el
Poeta con escepticismo.
—Dios protege a todos sus hijos —asegura el cura
sonriendo, sorprendido por el desenfadado cinismo con
que ha utilizado la frase predilecta del padre Tomás. El
mismo.
—Pero da la casualidad —comenta el Poeta con
sarcasmo— de que yo no soy hijo de Dios ni de la
concha de su madre, pero no importa. ¿Qué cosas son?
—El cura enumera lo robado y el otro acepta con
malicia—: No sé si por el valor de todo eso o por el
sacrilegio, porque es sacrilegio ¿no?, el caso es que
acepto, además porque me caes simpático, curita. Y para
que veas mi generosidad te diré que por todo eso te
regalo a esta pendeja.
—Voy solo —dice el cura con un ligero temblor en el
labio inferior—. He elegido otros caminos más directos y

170
más difíciles para llegar al Señor. Necesito la moto para
predicar en el llano y la montaña.
El otro lanza una carcajada que el viento retuerce y
arrastra burlonamente.
—¿Has escuchado? Necesita la moto para llegar al
Señor, quien, como ustedes saben, vive muy lejos, en el
desierto o en la sierra, y está rodeado de tantos ángeles,
santos, santas y otros especímenes de burócratas celestia
les que han tornado imposible la comunicación por vía
místico-oral («vía oral» suena a recomendación médica)
y es por esta razón que nuestro hermano cura, aquí
presente, ha elegido la vía motorizada, más propia a los
tiempos que corren. ¡Oh, hermano! Para ese largo
camino que emprenderás te diré que una mujer no es una
carga sino todo lo contrario —dirigiéndose a la mucha
cha ofrecida—: ¡Eh, María! ¿Querés descargar a nuestro
hermano cura de su líquida vergüenza? —ordena con
malicia conteniendo la risa.
María avanza con expresión virginal, dócilmente,
mientras el viento pasa entre ellos. El cura detiene a la
muchacha con una mirada imperiosa y desesperada y el
Poeta habla:
—A ella le van los místicos...
—¡No soy místico! —corta el cura aliviado—. Soy un
predicador de la palabra de Dios...
—¡El Mesías! ¡Aleluya! ¡Ha llegado el Mesías! —gri
ta el Poeta alzando los brazos grotescamente.
—¿Hablamos en serio o no? —corta el padre Tomás
visiblemente ofendido.
—¡Pero hermano! —se encoge de hombros el Poe
ta—, ¿cómo querés que hablemos en serio si me decís
que sos un profeta?
—Yo no he dicho tal cosa, yo no profetizo nada.
Sólo he dicho que llevaré por otros senderos la palabra
de Dios, para que otras almas la conozcan y se conforten
con su verdad.

171
—Curita... me parece que vas de salvador de almas.
El cura parece sonreír, pero es sólo una apariencia.
—Las almas son como la patria, no necesitan salvado
res. Sólo conocer.
—¡Oh, no! El viejo rollo filosófico-seminarista de los
jóvenes curas. ¡Sos un místico Manuel!
—No, no; yo soy un desesperado, un desesperado
que cree en la Palabra y en la siembra de la Palabra...
—su voz es firme y su mirada decidida.
—Todos somos desesperados porque tenemos que
vivir como sea... la Palabra, la Palabra ¡ja! Las palabras
son trucos, ladrillos en todo caso...
La expresión del jefe de la pandilla es más preocupada
y parece dispuesto a ceder allí, en la plaza, golpeados por
el viento sucio de agosto, ante la mirada silenciosa de los
otros muchachos y la oculta de los vecinos.
—Las palabras son como esos «panaderos» que lleva
el viento portando sueños, ilusiones, esperanzas y deseos
en su pequeña semilla. ¿Nunca ha agarrado uno y pedido
tres deseos? —dice el sacerdote.
—¡Un panadero! ¡Bah! ¡Lirismo barato! —comenta
el muchacho con desencanto y escepticismo.
—Yo quiero ser como un «panadero» y mi semilla
será la Palabra —prosigue el cura haciendo caso omiso a
la observación del Poeta—. Pero no soy tan estúpido
como para esperar que me lleve el viento —concluye
sonriendo.
—¿Por qué no te dedicas a la poesía? —comenta el
otro tratando de llevarlo a un terreno más propicio para
él y continúa—: La poesía es como la prédica y en
algunos casos más rentable; mira, cualquier tipo de verso
que hagas te dará una aureola como la de los santos, pero
más beneficiosa si sabes aprovecharla. Con la aureola de
poeta podes tener mujeres, historia, cierta o no, no
importa, siempre y cuando no te importe el amo que te
toque. Todo tiene su servidumbre, pero la diferencia está

172
en que la recompensa divina no te llena el estómago y la
de los amos terrestres sí. Mira Manuel —dice el Poeta
señalando a los otros con un gesto ampuloso—, yo he
elegido ser un poeta del ruido y esta que ves aquí es mi
corte —el cura intenta decir algo, pero el jefe de la
pandilla sigue sin hacerle caso—, a ellos les hablo del
amor y de la violencia, de la vida y de la armonía de la
máquina, del odio y del miedo, de la chatarra y las
computadoras, les hablo del fin de los tiempos. Hago la
poesía que quieren escuchar...
—Pero yo pienso —intenta interrumpir el cura.
—... porque son deshechos que necesitan oír a un... a
un taumaturgo, sí, a un taumaturgo feroz, duro, invenci
ble, que cante con independencia y desprecio las causas
de sus desgracias. Pienso que todo cura domina, por su
oficio, la mecánica de las palabras, tiene el privilegio de
conocer el motor que mueve el discurso —una ráfaga
de viento le hace volver el rostro para evitar el polvo—.
Ser poeta en estos tiempos es como juntar ladrillos sin
pretensiones ni escrúpulos. Es una especie de delincuente
más listo que los otros porque lo disimula, esa es la
verdad. El, como los demás, se regodea en la suciedad y
en la miseria que lo circunda, pero vive como un
semidiós y todo ¿por qué?, porque habla, sí, habla y
escribe palabras sin importarle mucho lo que dicen,
porque vive en un mundo en donde los demás han
aprendido a callar y a ignorar, ¿me entendés hermano?
—No —corta el cura—. Presiento que está loco, que
es un farsante.
—Es inútil que me insultes. Tengo razón —y agrega
cínicamente—: Nuestro sustento son las palabras y ellas,
ahora, no son más que chatarra ruidosa, ni música ni
golpes, nada.
—Además de loco, farsante.
—¿Qué diferencia hay entre el ruido de sus motos
—señala a sus seguidores— y el ruido de un buen

173
discurso? Cuando sus motores rugen a todo trapo,
adormilados en la ruta, ellos dicen que es un poema. ¿Te
das cuenta? ¡Un poema!
El cura se limpia la frente áspera y mira el polvo
pardo sobre la sotana. El viento ha amainado y pequeños
remolinos juguetean por la plaza. Levanta los ojos y
enfrentándose con el Poeta le dice con resignación:
—Lo está falseando todo y aunque alguna razón
pueda tener para justificarse, como sacerdote no puedo
aceptar esa visión de los hombres.
—Los poetas hemos venido al mundo para hacer
felices a los hombres —ríe con sarcasmo—, los curas
también son farsantes, impostores.
—Mi deseo es poder hacer feliz a cada hombre con el
que tope.

—Eso lo dijo otro poeta, hermano cura...


—¡Qué importa quién lo dijo! Pero si todo es como
usted dice, con más razón quiero ir más allá del ruido, de
la arenga, de la obligación y de la plegaria banal.
—Para eso no necesita ir al desierto —aconseja el
Poeta.
El padre Tomás agranda los ojos y después se los
refriega. Hace un gesto de asco.
—Me siento sucio, cómplice de tanta soberbia y
resignación.
El poeta ríe.
—No sos nada original, pero te comprendo porque
cualquier gesto que hagas resultará prosaico, repetido,
gastado en estos tiempos. ¿O es que tal vez estás
soñando con ser un santo heroico del que más tarde
puedan hablar las «nuevas escrituras»?
El cura hace un ademán de fastidio y se vuelve como
para marcharse.
—Esta noche te llevaré lo prometido.
—Esto es mierda, hermano cura —y mira hacia las
afueras del pueblo con el brazo extendido—. Te diré lo

174
que hay más allá de este pueblucho: ...nada ¡No hay
nada! En el desierto las palabras están tan muertas como
aquí. ¡Son ladrillos!
El padre Tomás ya le ha dado la espalda y se
encamina hacia la puerta de la iglesia. Las motos
arrancan y entre el estruendo alcanza a escuchar al Poeta
que grita con sorna:
—¡Adiós Predicador del Desierto! ¡La chica te calma
rá la sed!
La risa se enreda con los remolinos que se alejan
ruidosamente por el camino. El viento ha menguado y
sobre el cielo permanece una niebla marrón y opaca que
diluye y debilita al sol. El sacerdote, en la penumbra del
templo, se pasa la mano por el rostro sucio de sudor y
tierra.
—Creo en Dios —murmura—, pero ¿creerá Dios en
mí? ¿Creerá en mí?
Afuera, en la plaza, los visillos han caído como
diminutos telones clausurando un acto, cuya razón y
diálogo no alcanzaron a oír los ocultos teloneros.
—Tal vez tenga razón y debiera llevar a la chica
—musita el cura moviendo imperceptiblemente los labios
resecos.

Un rumor leve, casi un suspiro pronunciado que se


escapa de su garganta, se extiende por entre los bancos
vacíos y, empujado por ese aliento de palabras conteni
das, vaga perezoso por el templo, envuelve las imágenes,
juega con los colores, los dibujos filtrados, busca, se
eleva por el chorro gris y transparente que cae por la
cúpula, frente al altar salpicado de matices ambiguos que
suavizan el estatismo de los rostros que allí presiden. El
cura aprieta o reprime una sonrisa y mueve de un lado a
otro la cabeza aceptando, o aventando, un pensamiento.
El rumor flota independiente, solitario va y viene ha
ciéndose más grave, más dulce y lánguido, más armó
nico y potente a medida que renace filtrado por decenas

175
de tubos metálicos desiguales, que tiemblan a su paso. Y
resucitan los mudos fantasmas, brillan sus ojos, vibran
las cuerdas y aureolas poblándose los bancos de un
Manuel multiplicado que, convulso, suma su llanto a las
voces de ese concierto inesperado y secreto en sus claves
y que el padre Tomás allá arriba, en el coro, descifra
intuitivamente, imaginando que el templo es más grande
y vacío, sin paredes, un desierto infinito sin nostalgias de
formas que ahora deambulan desorientadas, indecisas,
fugaces...

176
(¡Oh, no! No debería distraerme en estas conjeturas,
en este tipo de distracción tan literaria como inútil. Debo
seguir buscando mi casa, la misma por la que no supe
morir, y habitarla y defenderla, como aquella invención
de Rafael. Debo seguir buscando porque los libros no se
pudren. Son mares, digo los libros, son mares convertidos
en historias urdidas con palabras fabulosas, con inven
ciones placenteras que aún siguen viviendo más allá
del sueño de aquel que nos sueña. Digo que no se pu
dren, que no hay gusanos ni lanzas en sus entrañas y que
aquel que me pertenece sólo espera que exilie mis miserias
entre sus páginas.)

177
s La casa de Rafael

La nieve que un día vendrá será mala, decían siempre,


porque se ha visto a las ánimas cabalgar en potros
blancos. Esto recuerda Rafael que decían siempre, aun
que él nunca lo creyó. Y ahora piensa si no será ésta la
nieve de la que hablaban. No, no es lo mismo que nieven
plumas, como sucedió hace un tiempo cuando salieron a
la calle y mataron a Pedro, el muchacho de la corbata
azul, de un balazo en la espalda.
Así que no lo creyó entonces y ahora lo está
creyendo porque el frío le cala hasta los huesos y los
viejos, como los chicos, se acumulan en la vereda de
enfrente como los copos que están cayendo, por prepo
tencia algunos, desplomados de hambre otros, con los
ojos muy abiertos todos. Siente que la nieve, como la
muerte, se definen, lo siente adentro, en las entrañas
ateridas, en el corazón que se descarrila por la garganta,
obstruyendo el grito, ahogando el silencio en saliva. No
quiere morirse así. No quiere perderse en la nieve y ser
un copo indefenso diluyéndose con los estampidos que
sonarán a medianoche. Supone.
Supone porque tiene miedo y no quiere creer que
suenen los disparos que sabe que sonarán. Dice.
Dice: Soy uno más en el largo pasillo de vecinos
acosado por los soldados. Pronto será medianoche y he
recordado la casa que encalló a la orilla v}el mar.
Nadie se lo contó. El la vio y todavía está. Quiere
correr a verla: está encallada en la costa y, como si

179
quisiera levantarse, yergue su proa hacia el mar. Las olas
que se internan en la playa la lloviznan para animarla,
pero sus ventanas y sus puertas siguen cerradas. Su
chimenea tiene el cuello quebrado y parece extrañar el
humo de cuando navegaba y era habitada, tiempo atrás,
él no sabe cuánto, sólo que es mucho, pero no se anima a
decir años ni tampoco siglos.
Mucho tiempo atrás, cuando era habitada, un desco
nocido con un rostro como el suyo, como éste que
tienen todos ahora, buscó asilo en ella. Desde la copa de
un álamo Carolina golpeó la puerta cuando pasaba y le
abrieron. Eso le contó su abuelo, ¿o fue su madre? Eso
le contaron y después supo que había encallado a la orilla
del mar.
Un día desde el tren la vio, vio la casa varada a orillas
del mar. Tenía el cuello de la chimenea quebrado o eso le
pareció cuando la vio desde el tren en marcha. Por ese
detalle parecía vencida, pero su proa desafiaba todavía al
mar en cuya costa había naufragado, pensó esto al verla
así desde la ventanilla del tren. Le gustó imaginar que en
su postura semi-enterrada, con la línea de la arena
cortándola transversalmente, asomaba su cabeza no sólo
para desafiar al mar, a orillas del cual se había cansado de
navegar (¿o fue que la derribaron?), sino para que alguno
de ellos la viera. Pensó esto y además que sus ventanas y
puertas estaban cerradas no porque sus habitantes la
hubiesen abandonado ni porque, tal vez, hubiesen muer
to en su interior, sino porque guardaba celosamente la
esperanza de que alguno la viera, se diese cuenta de su
situación y la calafateara para seguir viaje.
Le gustó imaginárselo porque un domingo por la
mañana le preguntó a Olguita Torres, que tenía la piel
dorada y olía a algas marinas, si recordaba la casa
encullada a orillas del mar y ella le respondió que no, es
decir, ella le preguntó a su vez si era una con columnas
derrumbada por la erosión, cerca de las casamatas de una

180
antigua guerra. El supo entonces que no, que no la había
visto, aunque ella solía navegar por las profundidades y
sobrevolar solitarios pensamientos. Ella no había visto la
casa encallada porque nunca estuvo atrapada a la tierra,
dijo, la casa nunca estuvo atrapada a la tierra, ni tuvo
columnas que la sostuvieran, ni estaba derrumbada. Sólo
había naufragado en la playa cuando se enfrentó al mar y
vio, es posible, que era inmenso y estaba sola, con un
puñado de habitantes desvalidos en su interior. No tuvo
fuerzas para seguir adelante, de cruzar el mar y cosechar
los peces y las luces y los silencios que residen en el
fondo.
O no fue así, sino que los hombres que guardan el
mar la vieron fresca e inocente en su empresa y la de
rribaron.
Cuando Olguita Torres le dijo que no, que no la
había visto a orillas del mar, le entró la duda, pero se dijo
que el paisaje pasa muy rápido por las ventanillas del
tren, como dice todo el mundo cuando ha visto algo que
los otros no confirman. El tampoco había visto navegar
la casa, sólo le contaron de ella y no recuerda que le
hablaran de su naufragio. Nadie se lo contó, pero no
le sorprendió verla encallada. Tampoco nadie, ni siquiera
jos que hablaban de ella, sabía si existía o era sólo una
leyenda que los viejos contaban. Pero él la ha visto
encallada con sus paredes de piedra, su chimenea trunca,
sus ventanas y puertas cerradas, enterrada su popa en la
arena. El la vio así desde el tren en marcha y ahora quiere
correr hasta ella.
Quiere correr hasta la casa. Sólo tiene que despren
derse de esa pared oscura y huir entre los vecinos y los
soldados que les apuntan, buscar las vías del tren y
seguirlas. Correr por ellas hasta encontrarla a orillas del
mar, mucho antes de los grandes acantilados. Correr.
Siente que debe ir, que está en algún lugar del camino
esperando que alguien la calafatee para seguir viaje.

181
El cantor del burdel

/canté coplas muy tristes aquella noche, joven. Confieso


que la cabeza del mocito degollado traída a la casa de la
Gorda, me emocionó, y eso que yo, por aquellos años,
había visto cosas que daban pena. En la frontera con los
indios nomás, y que lo que cuento no es jactancia, el
campo no era orégano y a uno se le estrujaba el alma con
tanta carnicería de infieles y cristianos. Y bueno, la
noche en que aparecieron el sargento Reyes y los suyos,
cargando con la cabeza del recién degollado, ¡pa'que le
cuento la gorda que se armó! El hembraje no paraba de
chillar y vomitar y en el entrevero las más viejas gi
moteaban santiguos y benditos. Yo, haciendo de tripas
corazón después de la sorpresa, seguí rascando la viola
como si tal cosa y a poco todo volvió a su sitio. Entre
mientras, la Gorda le rogaba, le amenazaba y le ordenaba
al sargento Reyes que llevara el regalo p'afuera, pero él,
diciéndose autoridá, no hizo ni caso y, pa'mayor mato-
nería, dijo bien claro que «el revolucionario» era su
invitado y que él le pagaría todo lo que consumiera
porque no era rencoroso con los enemigos, dicho lo cual
colocó la lanza con la cabeza despenada en la punta entre
los candiles más grandes, pa'que la viésemos todos los
presentes. Al tanto, alardeó de caudillejo y pariente
dando vivas al General. Cosa grande y triste fue esa
noche, mozo. El hembraje, más dado a los placeres de la
carne que a los regocijos sangrientos de los soldados y
matones, andaba inquieto, aspaventoso y con la risa

183
maneada. No creo que la noche fuera gananciosa ni
pa'ellas ni pa' la Gorda, pobres almas condenadas, por
que entre el julepe y la pena a muchos ni se les movió el
tiento, que quedó más arrugado que gusano'e parra, que
se lo digo yo, que me pasé horas con el corazón atorado
y peor después de que apareciera la Gringa.
Aunque mayor, era linda hembra la Gringa y pa'más,
si le digo que por entonces eran escasas las rubias y el
paisanaje galopaba leguas por ella. Hablaba mal el
cristiano y a lo mejor por eso era muy reservada. Según
decían, había estado casada con un mozo de buena
familia que, por andar soliviantado, el General lo hizo
fusilar. A mí me parecían habladurías de chinas envidio
sas, aunque todo podía ser, porque la Gringa tenía
presencia. Pero siguiendo el hilo de las malas lenguas, la
viudez y la extranjería le largaron por esta huella y llegó
a esa casa. Allí, con los mimos de la dueña y los
melindres de los visitantes, se fue haciendo al oficio y al
parecer no lo hacía mal. Para decirle verdad, nada sé de
la cuestión, porque nunca tuve tratos de ésos con ella,
usted ya me entiende, así que no puedo hablarle de sus
atenciones, que deben de haber sido buenas, atenidos a
lo alzados que andaban todos detrás de su pollera, o
mejor dicho, por lo que había debajo de su pollera. El
caso es que la Gringa no daba abasto con tanto trajín
carnal todas las noches y aquélla que nos trae a cuento,
como es natural, estaba en esas porfías con un pisaverde
buen mozón cuando entró el sargento Reyes con la
cabeza ensartada en su lanza. Al pasar lo que pasó, digo,
estaba con aquel señorito, a según pariente del General,
aunque nada había dicho ni nadie se animaba a pregun
társelo porque, verdad es decirlo-, el hombre era orgullo
so y mal agestado. Al volver pa'seguir la jarana, porque
siempre que él venía le pagaba por toda la noche, vieron
el invitado que Reyes había traído. Mire, si le digo que el
grito que pegó la pobre me dejó más frío que moco

184
escarchado, no me va a creer, mocito. Recuerdo que yo,
a pedido del mismo sargento Reyes, que no sé por qué
me impresionaba tanto el tuerto aquél, digo que a pedido
del sargento yo le estaba dando a un «triunfo macho»,
pleitesía de un trovador del sur al General, cuando la vi
aparecer seguida del mocetón que ya le he referido.
Apenas entró y levantó la vista dio con la cabeza: se
quedó muda, m'hijo, mirándola fijo como una lechuza.
Su boca pintarrajeada y esos ojos zarcos tan lindos que
tenía se le fueron agrandando despacito hasta soltar el
grito. Pero como me pareció, en esos pensamientos raros
que uno tiene a veces, que ya había estado gritando
desde antes de que le saliera nada de la garganta, cuando
le salió fue cosa de no olvidarse más. Todos escucharon
el grito, aunque hicieron como si pasara un carro. La
Gorda y otras mujeres se apresuraron a llevarla pa'den-
tro porque estaba desmayada y yo, que me dije que no
era pa'tanto, seguí bordoneando la guitarra, esperando
que el alba llegara más pronto; porque me había venido
la tristeza. Al amanecer tenía los dedos entumecidos y
alguien me gimoteó al oído que desde hacía dos semanas
los gallos lloraban anunciando la desgracia. Afuera los
soldados borrachos vivaban al General y a las mujeres de
la Gorda.
/como ve, joven, sobre aquel episodio no había mucho
que contar. La Gringa, al recular la noche, ya se vio que
no iba a quedar muy cuerda que digamos, pero siguió
trabajando un tiempo más. De vez en cuando, y aun en
la cama, cumpliendo con sus íntimos negocios, pegaba
un chillido que destemplaba al más lozano de sus
amantes. Esta fue la razón, y no le miento, jovencito,
porque, aunque cantor, no soy dado a estas cuestiones de
fantasear lo sucedido, esta fue la razón por la que un
buen día la Gringa agarró su paraguas amarillo y rumbeó
quién sabe adonde, sin despedirse, o tal vez fue que la
echó la Gorda, porque ya no le servía, pero fuera como

185
fuera, la patrona del burdel se quedó sin decir esta boca
es mía. De la Gringa hubo un tiempo que dijeron que
vivía en un rancho a muchas leguas desierto adentro y
que sólo la visitaban algunos baqueanos y reseros que
acertaban a pasar por allí. ¡Ah!, y que hasta tenía un hijo

palomita blanca,
vidalita
de nido caliente,
la sangre y la luna,
vidalita
lo han lleva'o pa'siempre.
Palomita blanca,
vidalita
triste mensajera,
dile a mi angelito,
vidalita
que larga es la espera/

186
Pabellón 6

Desde hace varios días el Flaco piensa en el horror y


no es bueno que piense en esas cosas en la cárcel, pero
ayer no pudo escribir y hoy lo hace con dificultad: le
han roto las manos.
Es un prisionero más del «Pabellón 6», donde están
los parias de la cárcel. Allí van los reos muy peligrosos
para el III Cuerpo de Ejército y difícilmente podrán
escapar algún día. Las celdas tienen una pequeña ventana
enrejada que da a la galería y la galería es su cotidiano
paisaje.
Antes de llevarlos allí, les permitían leer, hablar, ver
la televisión y llegaron a pensar que el tiempo de la
tortura había pasado. Incluso, llevado por un impulso
morboso, el Flaco' consultó un diccionario y leyó la
definición: «Tortura, f. (lat. tortura). Calidad de tuerto /
Dolor, angustia, pena o aflicción grandes o cosas que la
producen: padecer una tortura moral I Averiguación,
inquisición o pesquisa de la verdad que se practicaba
dando tormento al presunto culpable inconfeso: aplicar
la tortura a un reo I (SINON. V. Suplicio, tormento)».
Además, al Flaco se le ocurrió leer esta definición a
Paco B., que siempre estaba dando clase de cualquier
cosa con tal de mantenerse en forma, y los dos se dieron
cuenta del pasado verbal, así que pasaron rápidamente las
hojas y como ya estaban en la «T» se fijaron primero en
«Tormento, m. (lat. tormentum). Acción y efecto de
atormentar / Dolor o padecimiento grandes: un tormento

187
físico I Tortura a que se sometía en otro tiempo a los
acusados para obligarlos a declarar: confesar en el
tormento (SINON. v. Suplicio). Fig. Congoja, angustia,
aflicción / Fig. Persona que la ocasiona / Fam. Persona
querida».
—Persona querida... —repitió Paco B. mientras su
voz se perdía en sus propios pensamientos.
«Suplicio, m. (lat. supplicium). Castigo corporal: el
suplicio de la horca. (SINON. V. Martirio, tormento, tortu
ra, V.tb. pena) I Lugar donde el reo padece este castigo /
Fig. Vivo dolor físico o moral: el dolor de muelas es un
suplicio I Ultimo suplicio: la pena de muerte.»
El Flaco cerró el Pequeño Larousse y marcharon
callados a ver la televisión. Paco B. era estudiante de la
Escuela de Periodismo, pero trabajaba de empleado
público, denominación prostibularia del funcionario que
trabaja para el Estado, cuando lo llevaron allí.

«Pensar, imaginar, soñar», se repetía el Flaco, pero


cada día se le hacía más insoportable la lámpara encendi
da día y noche como un ojo atento a cualquier transgre
sión del vacío. La monotonía era insoportable hasta que
un día todos se sorprendieron porque vino una orden de
aislación. Los dejaron tantos días en las celdas de castigo
que perdieron la noción del tiempo. El Flaco intentó
hacer de la lamparilla un sol pero al hacerlo llegó a creer
que no existía sino el mediodía. Algo debió de pasar
afuera, algo debió de suceder con los hombres, con los
árboles, con los días y con las noches, se preguntaba.
Se había dormido cuando los sacaron a la galería y
vieron a los carceleros formando filas como si fuesen a
presentarles armas, como hacen los soldados en las
películas del Oeste cuando el jefe indio ha firmado la
paz.

—Soy Paco B. compañero —musitó alguien a su


oído.

188
—Yo, el Flaco.
Se miraron fugazmente tratando de reconocerse en
sus cuerpos maltrechos: pálidos, flacos, con la piel
colgada a los huesos eran turbios espectros a punto de
disolverse en la fría umbrosidad de la galería. El Flaco no
oía las otras voces, pero intuía que todas repetían sus
propios nombres para reconocerse. A salto de rana los
hicieron desfilar por el túnel de guardianes, quienes la
emprendieron a patadas y garrotazos hasta que pasaron
todos. La fila era larga y avanzaba dificultosamente y
cuando llegaron al recinto del patio la mayoría gemía de
dolor. En el patio les ordenaron abrir piernas y brazos y
clavar el mentón contra el pecho enfrentando el paredón
gris que, según había averiguado, daba al oeste. A sus
espaldas los soldados, armados con fusiles «FAL», les
apuntaban en posición de tiro.
—¡Vos, vos y vos! ¡Las manos en la nuca! —gritó
el teniente y sintió al mismo tiempo un golpe duro en el
cuello.
El Flaco se desplomó aturdido y antes de llegar al
suelo se vio levantado brutalmente. Trastabillando llegó
junto a los otros dos y a empujones los colocaron de
espaldas a la pared Este. Los otros presos seguían en la
misma posición recibiendo los golpes en los riñones y los
culatazos en cualquier parte del cuerpo. Los tres separa
dos, el Flaco, Paco B. y otro llamado Marcos, miraban
vacuamente el espectáculo tiritando de frío, incapaces de
mover ningún músculo, con el cerebro adormecido. Un
pelotón se adelantó y los tres vieron las enormes bocas
de los fusiles apuntándoles a menos de medio metro.
—¿Fueron éstos sargento? —preguntó el Carneasada.
—¡Estos mismos hijos de puta, teniente! —vociferó
el sargento dándole una patada al que tenía más cerca. A
Marcos.
—¡Bajen las cabezas mierdas! ¡El mentón adentro
cuando les habla un superior! —intervino un cabo.

189
Los fusiles siguieron inmóviles señalándoles la cabe
za, que ellos doblaron como avergonzados de ser quienes
eran.

—Los vamos a matar delante de todos esos infelices,


para que escarmienten, para que vean cómo acabamos
con la mierda —dijo el teniente en su susurro lento,
como salido del hueco abandonado por el ojo.
El Flaco sólo veía hasta la altura de la cintura del
teniente: las botas impecablemente lustradas, el cinturón,
el correaje y la culata de su pistola tipo «Lugér»; la mano
blanca, casi femenina, con sus largos dedos nerviosos
desenfundándola. Después sintió el contacto frío del
cañón de la «Lugér» acariciándole la cara con violenta
lentitud, moviéndose fatalmente hacia la sien. Le dolió la
presión y un calor viscoso y angosto brotó de la mejilla.
—¿Sabes lo que voy a nacerte? —dijo el Carneasada
en tono suave y después levantando la voz—. ¡Cabo!
¡Sargento! ¡Cuando diga tres les levantan las tapas de sus
miserables sesos! —y dirigiéndose al Flaco de nuevo con
suavidad—: Te voy a matar, sorete de mierda, te volaré
la cabeza.
El sargento y el cabo, que habían contestado «¡a la
orden!», adelantaron sus «FAL» y los obligaron a hin
carse.

—¡Una! —contó el Carneasada—. ¡Escuchen todos,


cabrones! Esta es una guerra y no seremos nosotros los
vencidos, así que ya pueden rezar por sus almas de
mierda.
La voz y las respiraciones se magnificaban en la
bóveda cuadrada del patio. El Flaco hasta podía escuchar
el sonido del reloj ceñido a la muñeca del Carneasada, el
Ojo. Eran golpes secos, espaciados, inhumanos, que
marcaban ineluctables el pa§e de un tiempo inmóvil
donde moría un silencio múltiple. La esfera del reloj era
inmensa pero él no veía punteros que señalaran las horas.
Sólo oía su tañido abrupto rompiéndole los tímpanos,

190
atravesando sus manos apretadas contra los oídos, distor
sionando con sus vibraciones el tamaño de las baldosas, a
las que vio gigantescas, creciendo sus simétricos límites
dentro de los cuales sólo eran proporcionales las botas y
el reloj. Cerró los ojos para despertar en una oscuridad
turbada por miles de luces fugaces arrastradas por la
sonoridad capciosa del tiempo, que torturaba su alma
hasta fronteras en las que deseó la muerte.
—¡Dos! —continuó la cuenta—. Pero aún tienen
tiempo de salvar a estos tres piojosos. ¡En pelotas antes
de que diga tres!
—¡Vamos, vamos vagos de mierda, a moverse! —lo
secundaron los soldados que vigilaban a los prisioneros.
Todos estaban desnudándose y algunos ya estaban
totalmente sin ropas, cuando el Carneasada ordenó:
—¡Quietos! ¡Alto hijos de puta! ¡He dicho alto! —y
con la cara demudada por una falsa sorpresa—: ¡Sargen
to! ¿Los prisioneros le han pedido permiso para desnu
darse?
—¡No, teniente! —se cuadró el subordinado.
—¿Acaso esto es un quilombo? ¿Estamos en una
orgía de maricones? —bramó el Carneasada.
—¡No señor! ¡Lo siento señor! —con fingido arre
pentimiento.
—¡Entonces... al que esté en bolas lo fusila por
desacato!
—¡Rápido que mi paciencia no es eterna! ¿Algún
desacatado?
—Pónete los calzoncillos hijodeputa que no tengo
ganas de fusilar zurdos esta noche —y luego al Carneasa
da—: ¡No hay ninguno teniente!
—¡Y tres!
Millones de luces estallaron fundiéndose en una gran
esfera incandescente y acuosa que hería los párpados
apretados del Flaco y de los otros dos. Así los mantuvie
ron temiendo el estallido hasta que les dolieron. Pero el

191
estallido no se producía y poco a poco el Flaco los fue
abriendo hasta acostumbrarse al fulgor que pendía sobre
su cabeza. Nunca le pareció tan semejante al sol el foco
de la celda. Inmediatamente volvió a cerrar los ojos y la
esfera se dividió para girar vertiginosa y alocadamente
entre las cuatro paredes blancas, marcando horas diver
sas. Una voz lejana, como un susurro, pretendía llegar a
ellas y detenerlas. La voz le era conocida y en algún
momento pensó que le era también querida y repugnan
te. En medio de la vorágine que lo arrastraba al final de
un pozo donde tal vez se unieran los círculos brillantes y
coincidieran las horas, retumbó la voz de Paco B.
repitiendo para sí aquello de «persona querida». Intentó
responderle riéndose de la «calidad de tuerto», pero la
risa y el hipo se lo impedían. Se dio cuenta de que estaba
solo. Después de todo estaba solo en el fondo de un
pozo cuadrado y la esfera única había huido hacia la
superficie donde, supuestamente, estaban los soldados y •
los prisioneros. Escuchó nuevamente la voz y no era la
de su amigo, era otra que reverberaba palabras ininteligi
bles cuyos ecos golpeaban su cuerpo. Sintió dolor, abrió
cuanto pudo los ojos. La nuca y los hombros le ardían y
paralizaban y vio la pistola tipo «Lugér», el reloj y las
botas brillosas del Carneasada. El cañón del arma
humeaba junto a su cara.
—Has tenido suerte... estos fusiles y mi pistola tenían
balas de fogueo.
Bajo el peso de los párpados hizo un esfuerzo y
movió los ojos y se encontró con su sonrisa amplia y el
brillo desolado de su ojo celeste.
—Vamos Flaco —le dijo cariñosamente—, que no es
para tanto.

Enfundó su pistola y le ayudó a ponerse en pie


pasándole un brazo por debajo de los suyos. En ese
instante se dio cuenta de que el resto ya no estaba en
el patio. Había agua en el piso y gruesas mangueras

192
colgaban cerca de los grifos, goteando apenas. Una cla
ridad ambigua crecía pausadamente por encima de las
altas paredes por donde caminaban rígidas sombras.
—¡Sargento! —gritó el Carneasada.
—¡A la orden teniente! —respondió el otro.
—¡Llévelo a su celda y trátelo bien! —ninguna
inflexión en su voz.
—¡Sí señor! —y el sargento y un soldado lo llevaron
hasta la celda y lo tiraron sobre el colchón recién
despazurrado. Antes de dormirse bajo la luz del foco, el
Flaco alcanzó a ver el destrozo que habían hecho en la
requisa.

Ayer le rompieron las manos al Flaco, aunque es


posible que haya sido otro día, porque ayer mataron a
Paco B. y cuando eso sucedió él las tenía sanas. O habrá
sido otro día en que mataron a Paco, seguramente pensó
el Flaco al ver que la lámpara de su celda era más grande
y luminosa y que penetraba en él ahuyentándole los
sueños.

Terminó la oscuridad, callaron las sirenas y las armas


y se sorprendió colgado a los barrotes esperando. La
lineal geografía de los pabellones definía el ahogo y la
expectación agarrada a los barrotes. Con resignada
temeridad, el tiempo de la espera prolongaba la ansiedad.
Todos esperaban alguna noticia con los ojos quietos en el
«Pabellón 9» y después (no pudo precisar cuánto tiempo)
tuvieron la primera señal.
'De una pequeña ventana, entre los barrotes pardos,
asomaban dos manos y de ellas nacían mudas, calladas y
efímeras las palabras: «Muerto... Paco B... vi... rendija».
Las manos desaparecieron y el paisaje cuadriculado
recobró su estática armonía. Se dejó caer en el camastro y
hundió la cabeza bajo la almohada para escapar de la
blanca claridad de la selva. El susurro quebradizo de

193
la estopa se superpuso por unos instantes a otros
movimientos casi imperceptibles. Se levantó y dio un
dificultoso salto hasta los barrotes. Otras manos asoma
ban más lejanas: «Un común P.7...radio...corte luz...
Unidad penitenciaria...requisa...detenido Bauduco...arre
batar arma guardia dio muerte...» (el Flaco no puede
precisar el tiempo). Por otro hueco del «Pabellón 9»
otras manos escribían: «Dos...comunes...echaron tierra-
...pared Oeste...».

Se durmió y soñó que los soldados entraban a mitad


de un sueño en el que él navegaba por un río claro y
torrentoso que desembocaba en un gran lago.
—¿Qué río es éste? —preguntó el Flaco a un invisible
compañero.
—Aquí los ríos no tienen nombre —dijo el otro—,
tienen números de orden.
Los dos se rieron de la ocurrencia.
—Pero al menos los pejerreyes pican —dijo él viendo
cómo un hermoso pez se debatía dando coletazos para
zafarse del anzuelo de otro pescador.
—¿Tenes papel y lápiz? —le gritó entonces un
soldado que había subido a su balsa.
El Flaco no contestó y se concentró en la boya que
acababa de tirar al medio de la celda.
—¿Dónde tenes el papel y el lápiz? —insistió el
soldado rabioso metiéndole su pistola en la nariz.
—¡Aquí, aquí! —respondió fastidiado el Flaco y le
entregó todo el aparejo de pesca.
—¿Y lo que has escrito...? —inquirió el soldado con
una sonrisa maliciosa.
—Lo...lo tiré cabo...mire —y señaló los borradores
de cuatro poemas.
—¿Con que poemas de amor, eh? —se mofó el
soldado—, ¿y quién es esta Mabel?
El sueño se le llenó de agua pero no pudo seguir

194
pescando, porque el soldado nadaba por el lago ahuyen
tando los pejerreyes. El amigo ya no estaba.

El Sapo le trajo cuatro hojas sucias y ajadas sin que él


se las pidiera y se las alargó. También un lápiz.
—Agárralas boludo —dijo el carcelero dándole un
golpe suave y poniéndole las hojas a la altura del pecho.
El las agarró con desconfianza. Le dolían las manos.
—¿Por qué te portaste tan mal? —preguntó paternal
mente el otro mirándole las manos vendadas.
Pasaron dos moscas y el Sapo las cazó. El Flaco
sonrió porque sabía que el Sapo lo hacía para divertirlo
Mojadas de saliva aún aleteaban cuando se las mostró
sobre la punta de la lengua. Después, con cuidadosa
habilidad, se las colocó entre los dientes, presionó hasta
sentir un crujido y las escupió. Inmediatamente, con un
deje parecido a la ternura, dijo:
—¿No sabes que al que habla con los dedos se los
rompen? —hizo una pausa para sacarse algo de la boca y
siguió—. ¿O acaso sos sordomudo?
—¿Cómo hicieron lo de Paco? —preguntó.
—En boca cerrada no entran moscas —soltó una
carcajada y salió.
Antes de desaparecer asomaron por la trampilla de la
puerta su cara chata y sus ojillos de rata.
—Escribí poeta, escribí —y cerró definitivamente la
portezuela.
Por un largo rato el Flaco permaneció desorientado
en el eterno mediodía de la celda.

Los desnudaron y al salir descubrieron la noche a


pesar de los reflectores que los encandilaban. El ruido de
los golpes y el tropel acolchado de sus pies buscando un
lugar en la pared Oeste les llegaban como una creciente
sorda y turbulenta. El Flaco sintió un culatazo en el
hombro y se tambaleó.

195
—¡Párate mierda! ¡Levántate te digo hijodeputa!
Sacudió la cabeza aturdido.
—¡Párate te digo, cabrón!
Se incorporó. No era a él a quien insultaban.
El tropel mullido, algunos gemidos y un zumbido
estridente que crecía, crecía...
—¡Te voy a volar la cabeza hijodeputa!
Un ruido seco tableteó en las cuatro paredes y el
zumbido cesó en su cabeza. Enseguida el silencio se hizo
absoluto. Los sonidos y los movimientos parecían apla
cados por la potente claridad de los reflectores que se
habían detenido sobre los prisioneros. Nadie parecía
querer romper el instante, ni siquiera los soldados que les
apuntaban inmóviles con sus «FAL». De repente una
voz.

—¿Qué ha pasado cabo?


—¡Nada...nada teniente...este hijo de puta! —con
testó.
—¡Bueno, nadie ha visto nada! ¡Rápido! ¡Que traigan
una camilla! —ordenó el teniente Reyes.
—(¡Ya está muerto!) —dijo una voz fría.
—(Tiene un balazo bajo el ojo izquierdo) —agregó
otra.

—(Shhh, mejor que no abrás la jeta) —aconsejó una


tercera.

—¡Sargento! ¡Llévelos adentro! ¡Cabo, venga conmi


go ! —ordenó la voz sin inflexiones del teniente Cipriano
Reyes.
—¡Sí, señor! —contestaron simultáneamente el sar
gento y el cabo.
En ese instante las sirenas despertaron crispando el
aire pesado de la cárcel. Todas las luces se apagaron y
fusiles y metralletas dispararon por muchos minutos.
El Flaco no supo cuándo terminó todo, sólo que al
girar en una esquina se topó con el ojo acerado del
Carneasada. Y al despertar vio que se llevaba la última de

196
las hojas arrugadas y sucias que le había traído el Sapo.
Se incorporó y comenzó a recoger los jirones de ropa, la
estopa del colchón, las mantas, los restos del dentífrico y
en esto pasó buena parte de la noche o del día.

197
La gitana

Angeles de adioses constantes revolotearán por los


andenes, donde flota la humedad salobre del mar, que
corre por rías delgadas o correrá, acentuando la tristeza.
Ella llegará justo en el momento en que las ventanas
múltiples del tren se alejen. Quedará sola y sentirá el
roce de un ala en su rostro y no podrá evitar la distancia,
que se irá haciendo en las vías, en los brazos fríos y
desmesurados predispuestos al vacío, a la muda soledad
alineada de los durmientes, a la condena de ser un cauce
sin aguas que la recorran y desborden de vez en cuando.
Así comenzará el exilio de su alma, que vivirá
rodeada de voces adultas e infantiles, cercanas y entraña
bles y que, sin embargo, se perderán en la distancia. Así
comenzará la añoranza que ella (la madre inolvidada del
verano) sabrá que existe aunque usted lo niegue o nada
diga de ella, de la añoranza que serán los cielos al otro
lado del horizonte, hecho de pequeños labios entreabier
tos y ojos amaneciendo las noches, en el sueño prolonga
do y repetido en voz baja, porque ella (y usted) estará
hundida en el paisaje negro, que la tierra erupcionó
siglos atrás, cuando sólo eran pensamientos por venir.
Por ese tiempo usted habrá descubierto el mar y le
escribirá que lo ha descubierto y también que ha visto
pastar las ovejas sobre él, sobre el mar apacible de ese
extremo de las vías. Sin embargo, no sabrá aún que el
mar le exigirá que lo penetre hasta hacerle comprender a
usted (que sólo lo habrá mirado asombrado desde la

199
costa) que es necesario que lo haga, que se hunda en él
en un instante en el que será poseído por él, por el mar, y
también rehecho un pequeño, ínfimo trozo de tiempo en
el que los sueños explotarán en burbujas, que serán otros
tantos sueños de las, hasta entonces, clausuradas y
desconocidas habitaciones de su alma. Este será el gesto
de amor que el mar le pedirá cuando el deseo ocupe el
último reducto de su carne y la sangre gire sin control
por su cuerpo.

El aprendizaje le llevará dos años, al cabo de los


cuales conocerá qué lengua habla el mar, qué le ha
venido diciendo y sabrá, por fin, que debe poseer y ser
poseído, triunfar y ser derrotado, por ella, por el mar.
La carta que ese mes le escribirá simplemente dirá:
... amor mío, he descubierto el mar y no sabes qué cosas
más extrañas me pasan frente a él, que me llenan de
presentimientos indescifrables por ahora. Sin embargo,
tengo la sensación de que pronto llegaré a entender su
idioma, el lenguaje de las olas, sus señales y símbolos. Sé
que depende de mí, de mi voluntad, que la distancia sea
vencida... En lo que siga de esa carta nada hablará de la
añoranza que ella sabrá que existe, pues se lo preguntará
en una carta más adelante, cuando vea que usted nada ha
dicho hasta entonces.
En realidad, usted nada dirá de la añoranza porque
preferirá conjurarla desde que comience, una hora antes
de que el tren parta y la ansiedad haga más largo el
tiempo, porque ella no estará en la estación. Ella
aparecerá más tarde, cuando el tren ya esté en marcha.
Seguramente entrará agitada por la puerta central y lo
buscará desesperada (porque el tren germinará en el
desierto) por encima de los hombros de la gente despi
diéndose, subida a un banco del andén. Se mirarán in
tensamente, mas no podrá haber llantos (porque serán
inútiles) y la humedad no irá más allá de una mueca
quieta (parecerá una sonrisa sin terminar), aunque flote

200
en el muelle ferroviario y sea salobre (es posible que al
darse cuenta de este detalle, usted ya piense en el mar),
pues sentirán más aún el peso de la tristeza. Por eso
tampoco tendrá sentido levantar los brazos y apenas sí
entreabrirán los labios para imaginarse sus nombres.
Al leer la carta con esa pregunta, usted tomará un
tren y se bajará en una playa de arenas negras, en donde
el sol no brilla demasiado y es más abrasador. Descende
rá en esa orilla del mar y en ella encontrará los cientos de
perfiles de los viejos dioses mutados en la piedra,
lavándose los rostros con una violencia constante, pero
que no alcanza a conmoverlos. Allí, el viento blanco y
caliente, nacido en el desierto, trae la música y la voz del
mar y las revienta contra las caras inmutables de los
riscos. Ante el espectáculo abandonará sus ropas y
comenzará la caminata. Al cabo de una hora, con las
visiones del sol presentes, echará a correr.
Al terminar la carrera emprendida se dará cuenta de
que pudo alterar el silencio y superó el peligro, de que su
cuerpo está mojado y huele y sabe a sal, de que sus pies
sangran, de que el sol no era una visión y que muere en
la mitad del cielo, porque su luz es alba y sin calor.
También comprenderá porque no nombrará a la añoran
za y entenderá algunos signos del mar, aunque no pueda
aún descifrar el mensaje total, que sabe le repite siempre
con eterna monotonía.
Por la mañana del siguiente día lo recogerán varios
pescadores y, después de vestirlo, le harán beber café
muy caliente y ginebra. (Muchos años después escribirá
parte de esto en una postal dirigida a un amigo, que no
comprenderá de qué se trata.) Al volver le escribirá a ella
una larga carta en la que le repetirá que de usted depende
que la distancia sea vencida, sin considerar que deberá
ponerle que ella también cuenta en esa batalla. No le
pondrá en la carta Matilde, sé que vos también lucharás
contra la distancia. Entre todo lo que escribirá en esa

201
ocasión no le pondrá eso. Tampoco le contestará su
pregunta, por lo que ella volverá a insistir. Sabrá (lo
habrá confirmado) que la distancia existe y es mucha y
eso le bastará para su decisión posterior.
Tres años antes de que el mar sea penetrado por usted
(esto ya sucedió), usted se sentó en un bar y escuchó
emocionado el discurso de un borracho a la entrada de
una iglesia. Por entonces ni siquiera sospechaba de que
habría un tren que partiría llevándolo y estableciendo la
distancia que los dos, ella y usted, deberán vencer (al
final será ella quien la derrote, quien dé el paso decisivo
del reencuentro, pero usted habrá cambiado tanto que no
le importará el gesto). Sentado a una mesa, frente a un
taza de café vacía, miró y escuchó al borracho parado e
las escalinatas que llevan al templo y recordó a su padre,
que no bebía siempre, pero en cierta ocasión, usted y su
hermano lo encontraron borracho. Era de noche y a dos
luces del comienzo de la oscuridad, frente a una farma
cia, estaba su padre tirado. Entre los dos, que eran
chicos, intentaron levantarlo a él, a su padre, sin con
seguirlo. Uno de los dos, entonces (no veo si usted o
su hermano), corrió hasta la casa donde vivían y trajo
una carretilla, lo cargaron en ella y así lo llevaron. Al
amanecer se tiraron a sus camas extenuados. El padre
siguió durmiendo en la carretilla (porque ninguno tuvo
fuerzas para bajarlo), en medio del patio, donde años
más tarde entre todos pondrían una mesa redonda de
piedra, alrededor de la cual se sentarían a comer a la
puesta del sol.
Usted sintió que había algo en el borracho de la
iglesia, en lo que decía, en la forma como gesticulaba,
que lo atraía y alteraba. Quiso saber quién era y se
enteró de que era un viejo exiliado español. Aunque
sentada a su mesa estaba una mujer, usted se sintió solo,
incapaz de hablar y fue cuando intuyó por primera vez la
añoranza y el silencio como conjuro, aun desconociendo

202
el mar. Intuyó e imaginó al mismo tiempo que la
añoranza es una crisálida gigantesca y transparente, que
llena de sombras los rostros, envolviéndolos en su
esqueleto incipiente. Con ella, pensó, nada pueden los
ángeles ni el sonido, que mueren tibiamente arrasados
por las dulces lluvias que inundan las conciencias germi
nales. No, nada pueden ni los ángeles ni el sonido (se
repetirá desde entonces), y guardó silencio (que ella
respetó) hasta sentir dolor. La mujer permaneció muy
quieta a su lado, mirándolo con la boca mojada.
Olvidándose del viejo exiliado borracho pensó tam
bién que era necesario evitar la decadencia de la memo
ria, defender como sea su frescura, tal vez con alguna
voz subterránea que no degradara los recuerdos con
palabras. Eso pasó por su mente mientras observaba al
borracho frente a la iglesia, recordó a su padre e intuyó
la añoranza de la tierra perdida y el amor lejano, y el
silencio como total y sacro conjuro contra esa muerte de
olvidos paulatinos que adulteran los instantes del pasado.
Al pensar así, no sabrá aún (se lo revelará el mar en el
preciso momento en que uno y otro se posean y los peces y
el agua muestren su desnudez de colores en el mismo
misterioso fondo, sobre el que volará salvando ingrávido
las montañas y precipicios ocultos) que es el silencio el
núcleo de ese grito verdadero que deberá nacer de sus
entrañas, agrietando la sangre de los usurpadores de almas.
Es posible que la intuición del silencio como arma única
tenga raíces en aquella noche en que soñó que era un pez
que se enamoraba de los hombres porque en ellos la
desesperación no era un grito.
Sin tener noticia alguna (usted no escribirá ninguna
carta sobre lo acontecido), ella (la novia preñada de
veranos que parirá tres veces y abortará otras dos)
iniciará, sin anunciar nada, su tránsito por el cauce
polvoriento, siguiendo el camino de las vías, porque se
habrá negado por esa época a continuar desierta y lejana.

203
La mujer dejó su mano sobre la última carta sacada
del naipe y miró a Manuel T. a los ojos. Hubo una pausa
cargada de presagios y ella, con un ligero temblor en los
labios, como si se asombrara de lo que leía, prosiguió
con la misma voz monocorde y grave.
—Señor... comenzará a suceder al amanecer, cuando
en la Plaza Mayor alguien descubra una carta prendida a
una bandera negra. No espere nada del pueblo porque el
pueblo quedará quieto. Deberá partir solo, en un tren
que lo llevará a tierras extrañas. Acontecerá en cuanto
amanezca el quinto día de este verano. He augurado.
—Gracias... —dijo Manuel T.

204
El predicador del desierto

Al día siguiente de su encuentro con la pandilla de las


motos ya no se lo volvió a ver. Algunos cuentan que lo
vieron irse muy temprano rumbo al sur. Cargaba una
bolsa al hombro y en un sobaco apretaba la Biblia. Otros
agregan que montó en un vehículo estrafalario que
parecía una moto o un triciclo con motor y se fue hacia
el sur, al desierto, donde están y no están los grandes
médanos. Un chico dijo: «Se fue como un "panadero",
no sé si a pie o en moto, pero lo vi. Se perdió por esa
calle y parecía flotar sobre el polvo que levantaba. Sí, era
como un "panadero" entre el polvo y el viento».
Las habladurías y los rumores pronto lo confundie
ron todo, pero yo sigo tratando de reconstruir sus días, y
en este menester lleno mis noches, ahora que he vuelto a
ser el padre Tomás, que deseo alejarme para siempre de
aquella locura. Recuerdo a Manuel T. achicándose en la
llanura sobre esa moto o lo que fuere.
Seguramente lleva la Biblia entre las piernas para que
no se le vuelen las hojas y memoriza episodios del
Nuevo Testamento o inventa otros. En la medida en que
logro figurármelo se me hace más diminuto, más insigni
ficante, un punto más tragado por el horizonte. Después,
casi de golpe, lo siento y hasta puedo oír su respiración.
El viento golpea su rostro y estrella en él cientos de
mariposas que han surgido de repente desde detrás de las
dunas. Mastica, escupe la arenilla y el color rezagado
de los insectos. El camino es largo, interminablemente

205
recto. Los días y los lugares se parecen, porque tal vez ni
siquiera esté corriendo sobre su moto de tres ruedas
(«hechas para el desierto»), por esa desolada vastedad
buscando a alguien a quien dar la Palabra, hablarle de
Dios, de un nuevo orden, de otra justicia.
Piensa (o pienso) en Dios mirando al cielo y lo ve
profundo, azul y vacío: sin árboles ni nubes, sin dioses ni
hombres: nadie en el infinito: sólo él sobre la distancia,
transitando la estricta soledad.
El viento arremolina la arena a su espalda y sacude
con violencia los pliegues de la sotana. Del motor nace
un himno grave y monocorde de mil voces apretadas que
ondula pesadamente sobre los médanos exaltando el día,
oscuro a través de sus antiparras. Las crestas de las dunas
se desmenuzan y esparcen una nube de polvo aneblando
el camino. Piensa (o pienso) que nunca ha visto el mar
y su pensamiento se repite. Pasan los días, no sabe cuán
tos, y ve el mar, ¡al fin!, uniéndose sin estridencias al
desierto, cambiando suavemente la consistencia de la
arena que se vuelve espuma mientras sobreviene un
silencio de coros enmudecidos. Queda adormecido en la
playa repitiendo sin entender una letanía profunda que
surge del mar.
La moto está literalmente muerta de sed. El tambor
suplementario de combustible tiene enterrada su boca en
la espuma y la cantimplora entreabre sus labios quietos y
abandonados, por siempre redondos y secos. Manuel T.
reza en silencio: ha llegado a la frontera del desierto y
escucha un diálogo incomprensible entre el mar y la
arena. Y el siseo diminuto de las hojas de la Biblia lo
reclaman. La brisa insiste, pero él no siente deseos de
leerla. Aspira el olor salado que traen las olas y recuerda
(recuerdo) a la muchacha de su iglesia. Matilde se llama y
huele el perfume agridulce de sus axilas, con los labios le
acaricia los pechos: los humedece y muerde, tiernamente
los muerde y busca su boca: boca contra boca, libre de

206
rebozos negros, libres las miradas de las miradas y del
incienso, comulga el cuerpo con el cuerpo hasta que el
sol lo incendia todo, fragmentando el alma en llamaradas
que pon los siglos de los siglos vagarán a la deriva.
Abre^ los ojos: sobre él, las estrellas. Sus labios
escamados oran repitiendo una palabra que se funde con
el hálito salobre del mar. Aunque alguien la escuchara no
podría precisar su forma, pero es posible que sea
«Matilde». Intenta incorporarse y acusa un dolor confu
so entre las piernas. Esforzándose abre su sotana y el
pantalón y descubre su sexo duro, tembloroso, como
naciendo de la arena. Se deja caer y sigue mirando fijo a
las estrellas: no hay palabras que llevar salvo Matilde, no
hay dioses que venerar, estamos solos (piensa), busco
desesperadamente con la sospecha que algunos creen y
otros fingen creer que existe alguien más, pero estamos
solos, desintegrados, tal vez en algún tiempo fuimos un
dios o Dios un todo único y feliz, gigante y armónico,
hasta que originó la soledad y soñó que amaba, soñó que
amaba, sí, eso fue, y como sólo era un sueño se entregó
total, confiadamente, y se rompió creyendo que había
alguien abrazando su cuerpo pero estaba solo y su
cuerpo fue millones de otros cuerpos que poblamos el
vacío y comenzamos una búsqueda dramática y en la
desesperación nos nombramos, peleamos e ignoramos,
maldijimos, maldijimos las palabras nacidas convenciona
les y limitadas con el estigma de la soberbia, la preten
sión de la Verdad o, lo que es lo mismo, señuelos del
Cuerpo, quién sabe si no es así, pero es tan desmesurada
esta ambición que no pueden comulgar entre sí y en ese
tiempo los cuerpos acrecientan su necesidad y se recha
zan, necesitan abrazarse y se destruyen, conjuran y
mienten y caen en los sueños donde aman, para estallar
en nuevos cuerpos condenados al mismo destino de
soledad, imposibilitados para romper esta eternidad sin
abrazos (piensa).

207
Repite algo ininteligible. Su sexo permanece tieso y lo
agarra con ambas manos. Matilde viene hacia él y se aleja
como los médanos del mar o las lluvias de octubre,
caminando por el templo sin bancos, entre diminutos
altares, rodeada de silencio, alentando con su sonrisa el
bamboleo del braserillo que aviva el fuego melancólico
de las hierbas. Callando. Jadeando. Lentamente cubrien
do con sus brazos sus pechos brotados hace un instante,
cuando se abrió el raído vestido negro y el sudor le brilló
en la piel: bajó -por el vientre y se dividió en los muslos
para convertirse en la espuma que ahora le amenaza,
prometiendo besos, agazapando caricias que nunca se
deciden. Y sobreviene el ahogo, la interminable agonía
que lo sofoca, como el incienso del templo, penetrándole
los sentidos. Lo asfixia y abrasa pugnando: un animal o
un grito se revuelve en el pecho. Golpea. Retumba.
Desgarra. Manuel T. se retuerce. Gime. El monstruo
muerde sus entrañas. Rojo. Grito. Mar. Chorro. Uno.
Ella. Ojo. Es. Mira, mira lo que ha hecho. La espuma va
y viene con la cadencia del mar, la letanía rabiosa de la
noche, el cielo azul, la luna, su sexo recostado, dormido
en su espuma pegajosa: un trozo de sí, ignorante y
miserable. El rocío le refresca el rostro ulcerado. Su
lengua humedece- la boca. Inútil. Tiene miedo del mar.
Manuel T. se duerme con los ojos abiertos y sueña:
sabe que sueña, se olvida que lo sabe y se sueña soñan
do: lo despiertan ruidos cercanos, como de sables y
lanzas: arrastrándose llega a la cima del médano. El cielo
está negro y estrellado. El desierto de arena es en los
sueños como un paisaje de sal bajo la luna. Atento,
escucha, espía. Por un instante soñará que los valles de la
luna son inmóviles, pero ve que hacia el oeste iluminan
relámpagos filosos: cortan los gritos. Repta entre las
colinas de sal y de ellas emergen caballos blancos
escapando al galope, asustados, y se disuelven. Mientras,
a la distancia, los jinetes desnudos que los montaban son

208
lanceados por las sombras. Los sables se hunden en el
salitre: queda de ellos un líquido hirviente que se
evapora poco a poco. Sueña Manuel T. que el sueño le es
familiar y gime de dolor cuando la sal se adentra en la
piel lacerada. Y dolorido y sediento corre hacia los
cadáveres masacrados cuando los enemigos desaparecen.
Quiere salvar esas almas en el momento de la muerte,
pero enseguida reniega del sueño: no desea pronunciar
ninguna palabra o tal vez desee decir sólo una. Da vuelta
a los cuerpos. Se deshacen. Busca. Se desespera. Llora.
Una repentina impaciencia agita su alma. Se siente
próximo y la angustia lo oprime. Y encuentra: reconoce
su rostro entre los muertos, aunque tiene el cráneo roto
de un bolazo, una lanza en el vientre y los testículos en
la boca. Manuel T. se abraza. Quiere perdonarse. Con
rapidez los cuerpos y él mismo se pudren: una baba
hedionda sale de los ojos y un vómito de gusanos le
ensucia la sotana. Intenta una oración y nada sale de su
garganta. Las sombras le han robado los sonidos, piensa
(pienso). Eso cree y, apretando el sable del muerto,
fuerza un grito y es apenas un suspiro que, de tener
alguna forma, sonaría algo así como «amo», «agua» o
«asco», pero no «Dios».

209
Dos mil golondrinas

—¡Basta! ¡Se acabó carajo! —gritó el Carneasada.

Mientras el Flaco estuvo en el «Pabellón 6» permane


ció siempre aislado. Después de la muerte de Paco B., los
carceleros apenas sí le hablaban. El coronel lo había
prohibido. Con el tiempo el Flaco llegó a pensar si aquél
no temía lo que él pudiese decirles. Ellos, los carceleros,
habían aprendido a no agredirlo, claro que no todos,
pues algunos seguían haciéndolo, aunque mucho me
nos que antes. De uno de ellos, el Sapo, hasta llegó a
creer que lo apreciaba un poco. Cada vez que cerraba la
puerta de la celda tenía la impresión de que quería decirle
algo más. Que quería hablarle. Un día corrió el riesgo de
recibir una paliza y le preguntó «¿querés hablar conmi
go?». El otro lo miró y él sintió sus ojillos de rata
penetrándolo. «¿Por qué te dicen Sapo?», insistió, y el
otro sonrió torcidamente. El calor de la celda era
sofocante y el Flaco podía intuir el sol, imaginarlo muy
blanco sobre la tierra blanca y agrietada. Las moscas se
refugiaban cargosas en la humedad sombría, sofocante,
de su mundo y el Sapo, con un movimiento rápido,
precist^casi imperceptible, atrapó a una de ellas con su
lengua.

—Gracias por la comida teniente, pero... —dijo el


Flaco.
—Esto no es ninguna donación —le advirtió el

211
Carneasada retirándole el plato de arroz y carne. La
primera comida que le ponían desde que lo atraparan,
cuando cayó el Sindicato, merecedora de ese nombre.
—¿Podemos empezar ya? —preguntó ingenuamente
mientras miraba cómo un soldado le servía al otro un
suculento bife y llenaba su copa de un vino tinto.
—Parece que no te hubieras dado cuenta, Flaco, pero
yo te lo diré. Esto es parte del trato que vamos a hacer
vos y yo. Digamos que ésta es la fase del intercambio,
vos nos decís lo que tenes que decir y yo te doy una
buena comida. Es fácil ¿no?
—Pensé que era una tregua...
El Carneasada pegó un puñetazo a la mesa y los
platos saltaron y el vino se derramó sobre el mantel
blanco.
—¡Para ustedes no hay tregua, mierdas!

El Flaco sabe que una noche soñó con comidas que


no comió, pero no recuerda cómo fue exactamente lo
que pasó. Esa mañana se despertó queriendo reconstruir
lo todo en cada detalle, porque tenía la sensación de
haberse sentido diferente, como si hubiese encontrado la
puerta abierta. Agarróse de los barrotes y trató de
concentrarse en el sueño y en ese momento entraron
cinco o seis guardianes armados hasta los dientes. Se dio
vuelta hacia ellos. Le apuntaban. Y en sus miradas
descubrió un reflejo fugaz de asombro o de miedo (él no
pudo descifrarlo) y estuvieron a punto de dispararle,
pero algo los detuvo. Tal vez fue porque en sus manos
sostenía los dos barrotes de la ventanuca del calabozo,
que la cama estaba destrozada y que una de las paredes
tenía un gran boquete. Le acusaron de haber hecho todo
aquel destrozo y, sin embargo, no lo castigaron, al
contrario, comenzaron a tratarlo con deferencia. Desde
entonces él tiene la vaga idea de que todo aquello que
dicen que hizo, lo soñó.

212
—¡No sé nada! ¡No sé nada! ¡No miento! ¡Noooo!
—¡Basta! ¡Se acabó carajo! —gritó el Carneasada.
—¡Por favor! ¡Por favor! —imploró el Flaco.
—¡Miren soldados! ¡Estos son los machos, los hom
bres nuevos! —prosiguió con desprecio, con frialdad el
Carneasada.
—¡Por favor! ¡No sigan! ¡No sé nada más!
—¡Cabo! ¡La «pica» en el culo! ¡Por maricón!
—¡Sí, señor!

El Flaco siempre estuvo preparado para resistir el


engaño. Ellos no querían matarlo, sino destruirlo. El
tiempo de la tortura se había hecho fuerte y, cada vez
que lo llevaban, se daba el lujo de reírse en sus propias
caras. Con eso consiguió que lo llevaran menos a la «sala
de operaciones». Se olvidaron de él, o tal vez no se
olvidaron sino que comprendieron qus>un cambio pro
fundo se había operado en él. «Pensar, soñar, imaginar»,
seguía repitiéndose el Flaco. Para lo que quedaba de él *
podía decirse que estaba muy seguro de sí mismo, hasta
el punto de que no podía evitar la risa ante la vista de los
carceleros. Lo único que le ponía nervioso era la du
ración de las horas, pero en algún momento consiguió
concentrarse en la bombilla del techo e imaginar las
calles. Siempre eran las mismas avenidas anchas y largas
y vacías. Vacías. Vacías y blancas. Fue a partir de aquella
costumbre de evadirse por la bombilla para acortar el
tiempo de las horas, cuando descubrió cómo todas las
cosas iban perdiendo su color.
Después sus recorridos por las avenidas lo cansaron,
lo aburrieron y dejó de reírse. Se sentía triste y casi no
comía lo que le dejaban. Ni siquiera la habilidad del Sapo
para comerse las moscas le hacía gracia. Y a lo mejor fue
por eso que le llevaron un compañero que, según decía,
lo conocía. El, no obstante, nunca recordó su nombre ni
su cara en el Sindicato. El otro también dijo conocer a

213
Mabel. «Pero te has quedado solo, Flaco», esto o frases
parecidas le repetía el otro continuamente. Lo último
que soltó fue muy doloroso para él: «Tu mujer es ahora
del teniente Reyes, del Carneasada». Después se lo
llevaron. Al tiempo el Flaco recibió carta de Mabel: era
larga y sin amor. /

—...digamos que esta es la fase de intercambio, vos


nos decís lo que tenes que decir y yo te doy una buena
comida. Es fácil ¿no?
—Pensé que era una tregua...
El Carneasada pegó un puñetazo a la mesa y los
platos saltaron y el vino se derramó sobre el mantel
blanco.
—¡Para ustedes no hay tregua, mierdas!
—Es que... yo no sé nada... no tengo nada... la
comida —le temblaba la voz y tenía sed— ¿agua por lo
menos?
—¡Claro que sabes y mucho! —el Carneasada lo
miró furioso—. ¡Y me lo vas a contar todo! ¡Sí, todo un
discurso me vas a decir!
—Es un error teniente... yo no soy nadie, no tengo a
nadie... le diré mi nombre otra vez... —titubeó y se
interrumpió insidiosamente.
—Vamos Flaco, sabemos cómo te llamas, también
conozco a Mabel ¿sabes que es muy linda, muy linda...?

Se sintió tan lúcido y tan fuerte como nunca lo había


estado. Llegó a la celda y esperó en silencio. Ellos tenían
la certeza de su fuerza y de lo que era capaz de hacer.
Tenía la libertad a su disposición. La cama en donde
estaba tirado ya no le haría falta, así que se incorporó y
la rompió. Apenas puso el pie encima crujió y se deshizo
totalmente. Por la ventana escaparon las hilachas de las
mantas y la estopa del colchón. Muchas se engancharon
en los barrotes. Los arrancó. No se sentía alegre, sino

214
suficiente, poderoso, invulnerable como un «remedo de
los dioses», rebordó. Abrió un boquete en la pared y se
fue por él. Salió justo en la avenida ancha y larga y
blanca que tantas veces había imaginado a través de la
bombilla. Caminó despacio al principio porque no sabía
adonde ir exactamente. Después corrió, corrió, corrió.
Corrió hasta que sus pies descalzos comenzaron a pisar
algunos grillos. No los había escuchado hasta ese mo
mento. Sintió su canto y cómo saltaban alfombrando el
pavimento. No podía evitar pisarlos y tampoco que
chocaran contra su rostro. Se cubrió con los brazos. Sus
pequeñas pinzas se le clavaban en la carne y los sentía
caminar por entre los jirones de su ropa. Sus chillidos
metálicos eran un ruido delgado y penetrante que
punzaban como millones de agujas. El crujido de los que
morían bajo sus pasos era como explosiones de hojalata:
ridiculas y filosas. Los «gri-gri» de los grillos se hicieron
gritos y él se sintió culpable de ellos. Retrocedió. Le
estaban quitando la libertad. Retrocedió pisando miles de
diminutos cadáveres marrones, verdes y babosos. Su piel
desprendía el mismo olor fétido y por infinitas y casi
invisibles heridas se desangraba. Creyó morir, pero llegó
a tiempo al boquete de la celda. Se tiró por él y se
durmió.

—El pendejo ha roto su cama —dijo un guardián.


—¿Y ahora dónde dormirá el pendejo? —preguntó
otro con sorna.

—El pendejo tiene casa nueva —informó el primero.


—¿El pendejo, perdón, el señor pendejo nos abando
na? —exclamó el otro con fingido asombro.
—Así es. El señor pendejo ahora es importante... es
alguien.
—¿Y puede saberse adonde se dirige?
—Para tu conocimiento te diré —prosiguió ahuecan
do la voz— que abandona la gloriosa Unidad del

215

\
III Cuerpo y el no menos hospitalario «Pabellón 6» para
ingresar en la mansión carcelaria ¡y con un nombre!
—¡No me digas! ¡Qué suerte! ¡Supongo que su viejo
nombre! ¡Así que ahora existe! —y agarrándole la mano
al Flaco—. ¡Lo felicito sinceramente señor pendejo!
¡Usted ha resucitado!
—¡Y además vivirá libre! ¡Una cárcel! ¡No cualquiera
tiene esa suerte!
—Pero no por eso tiene que romper su vieja casa —e
interrogó al otro con malicia—, ¿no te parece?
—No, no me parece justo —y agregó—, justo sería
que ahora nosotros lo rompiéramos a él... es justicia.
—Pero no, mejor no... al fin y al cabo todos los
pendejos son iguales —dijo el segundo guardián escu
piendo por un costado de la boca.
—A mí lo que me jode es el pobre Sapo. ¿A quién le
comerá las moscas?
—¡Cierto! ¡Pobre Sapo!
—Pobre Sapo, ya está viejo y a lo mejor lo jubilan
—dijo con aparente pesar—, está reblandecido y ya no
quiere hacer el trabajo.
—Bueno —dijo el otro—, vamos a ver al nuevo
pensionista —lo miraron amablemente y le dieron la
espalda. De pronto se dieron vuelta y saltaron sobre él.
Uno lo sujetó y el otro empezó a golpearlo salvajemente.

Cuando llegó a la cárcel experimentó la sensación de


estar hecho de tiempo. Todas las contingencias de lo que
los demás llamaban el día o la noche desaparecieron para
el Flaco. Era todo demasiado blanco como para que los
accidentes de la luz tuviesen importancia. Perdió la
costumbre de dormir y cuando de vez en cuando lo hace
cree ver lo que sucede o ha sucedido. Le gusta ver el
pasado porque es el instante en que sabe que verdadera
mente le sucede algo: sueña. Los sueños siguen siendo la
única referencia a un tiempo dividido en sucesos. Cuan-

216
do los hombres blancos y asépticos se acercan y le
preguntan por fechas, nombres y lugares con la suposi
ción de que le son entrañables por algún motivo, él les
cuenta sus sueños, largos e interminables porque los
tiene desde la infancia. En su último sueño se vio en
medio de un gran banquete enborrachado de tanto vino,
comidas y fruta. Estaba inquieto porque ese sueño ya
creía haberlo tenido alguna vez. Y él piensa que cuando
los sueños se repiten es porque la vida se acaba o ha
acabado ya. Y algo de cierto hay en ese pensamiento.
Tenía la conciencia de la borrachera y la necesidad de
pronunciar el discurso que tanto le había pedido el
dueño de casa y que él mismo se encargó de prepararle
para que lo leyese. Pero el Flaco dejó el papel a un lado,
trepó a una mesa, hizo a un lado con los pies platos,
cubiertos, copas y v servilletas y comenzó a hablar sin
papel con voz firme y potente. Una voz que atronó el
salón. El mismo se asombró de su potencia, pero, subido
allí ante la mirada expectante de todos los comensales,
habló hasta que sonó el teléfono. Era alguien a quien él
quería mucho que le pedía que lo dejara todo para
cuando estuviesen todos sus amigos. Entonces se dio
cuenta de que ninguno de los rostros que lo escuchaban
atentamente le era conocido. Volvió a subirse a la mesa
de un salto y dijo: «Está bien señores, pueden seguir
comiendo». El dueño de la casa lo agarró de un brazo y
arrastró a la calle, desde donde él contempló el banquete
deseando la comida. Después caminó largos años y
recordó los grillos, la noche en que rompió las paredes
de su celda y la mañana siguiente, cuando lo trasladaron
a la cárcel en un camión blindado blanco, como las
calles, los guardianes, las comidas, las novelas, los
periódicos, cuyas letras comenzaron a hacerse transpa
rentes e ilegibles.
La última noticia y tal vez la última fecha que
conserva en su mente es la del 8 de mayo de 1977:

217
EE.UU.: Dos mil
golondrinas se instalaron
cómodamente en el salón
de una casa
Washington, 7 la vivienda un hijo pe
Los bomberos tuvie queño del matrimonio
ron que desalojar ayer a acompañado de una ni
dos mil golondrinas que ñera y ante tal invasión
ocuparon por sorpresa tuvieron que abandonar
la vivienda de Robert la casa y pasar la noche
Brown, en la localidad en compañía del resto
de Re Redding, en el de la familia con unos
estado de California. vecinos.
Los pájaros entraron Los Brown han pedi
anteanoche intempesti do a su compañía de se
vamente en la casa por el guros que los indemni
hueco de la chimenea y ce económicamente por
cómodamente se instala los daños y perjuicios
ron en el cuarto de estar sufridos durante la per
para pasar la noche. manencia de las golon
En el momento de la drinas, que dejaron la
visita de las golondri casa cubierta de excre
nas, se encontraban en mentos.

218
(Esta noche he escuchado o creído escuchar disparos,
pasos anónimos, el ladrido de un perro; he presentido la
muerte y me he levantado a beber agua. Después
sobrevino un silencio espeso, quieto, casi dulce, y me he
preguntado:
—¿Sabes, Manuel, que tienes una zarpa? —y en ese
momento la descubrí. Fue sorprendente verme una garra
en lugar de mi mano.
—No temas, Manuel —me repetí, y la acariáé para
darme confianza y demostrarme que, en efecto, no tengo
por qué temerle.
—Con ella siento el olor de la sangre, el grito de las
almas, el escándalo del dolor. ¡Córtatela! ¡No puedo
soportarla!
—Imposible Manuel, es muy hermosa —digo suave
mente.
£5 horrible —me contradigo con la voz ahogada.
Además —trato de explicarme— quedaría manco,
entiéndelo.
—¡Arráncala! ¡Es horrible! ¡Peligrosa! ¡Me matará!
—insisto aterrorizado.
—No tengas miedo... es de papel—me digo con sorna.
No puedo dormir, tengo miedo a las garras de papel.
Bebo agua, amanece, la ciudad se despereza paulatina
mente... tengo miedo.)

219
La añoranza

Manuel T. miró intensamente a la mujer que le había


tirado las cartas y augurado la suerte y, apresuradamente,
dijo «gracias» y salió corriendo a la calle. En ese instante
tenía la sensación del perseguido y sus pasos únicos en la
madrugada estabilizaban el vaivén de los focos colgantes
en el centro de las esquinas. El paquete que llevaba se
agrandaba bajo el brazo y las letras saltaban a las paredes
recobrando la voz. Era la hora indecisa del alba y los
perros ladraban, porque veían que las sombras se movían
ambicionando el espacio y los sueños. Los pasos de
Manuel T. abarcaron la calzada, se disolvieron en la
penumbra gris y renacieron como un eco en el temblor
húmedo de la llovizna infiltrada por la sirena policial,
que recorría la ciudad.

tal vez será porque la soledad se te mete en el cuerpo


y eres un continente deshabitado sin manos a las que
tomarte y sentirle su ternura su calidez cercana cuando
llegó el sábado en esta tierra extraña y no tuve más
compañía que un café y la atmósfera equívoca y trágica
de Absalón, Absalón pensé en la impotencia de mi
desamparo porque te amo y estaba estoy solo como todos
los días porque soy incapaz de hacerle trampas al destino
no no te creas que no puedo pensar que lo crees si sabes
que me gusta jugar con él tanto como con el miedo que
me da sentirme inasible para aquellos que me aman o
amaron alguna vez sin permitirles que me penetraran y

221
poseyeran totalmente te lo dije anoche para sorpresa tuya
y te diste cuenta de que era inútil haber venido a mi
encuentro aunque me violen y me avasallen hoy han
comenzado los sábados que durarán lo sospecho para
siempre o tal vez no si son borrados los territorios donde
las fronteras son indefinibles y el grito se escurre sin
sonidos en donde los labios musitan letanías lúdicas e
inaudibles sin desgarrar los temores dejando escapar las
caricias que se esconden prietas en nuestras almas asusta
das te amo Matilde y este lunes comenzaron los sábados
porque el domingo agonizó con una mueca sin dar lugar
yo sé que te amo aun amando desde antes que te
aparecieras sin sospechar que pudiera esperarte cuando vi
tu mirada en una fotografía y lo percibiste y te hizo feliz
saberlo aunque amemos a su vez y me digas tu miedo
como una valla negando los dos sí no lo niegues mi
pequeñita porque así lo sentimos un día en que tiramos
juntos semillas de girasol a las palomas de un parque lo
que ansiamos ha quedado prisionero allá lejos 'porque
lo decidimos y yo no me atreví a cumplir a mantenerte mi
enemiga para entregarte mi geografía en una lucha sin
treguas que forzara la piel y la sangre nos arrebatase con
la brisa de septiembre eso quería pero decidí a última
hora entregarte una provincia desnutrida temiendo que
la batalla nos desgarrara tal vez porque sentí miedo o fue
que recordé a la muchacha del sueño que te conté antes
de mirarnos como aquella noche cuando nos embriagó el
sonido elástico de los pasos a la madrugada y quise decirte
que te amaba aunque no sé si ya te lo había dicho o te lo
dije después pero creo que fue entonces y como en el
sueño me resistí me negué a entregarte los territorios
ofrecidos amistosamente y me preferí derrotado en los
combates con la sangre y la espuma brotándome del
cuerpo con el sudor invadiendo el campo con los dientes
apretados hasta el dolor no quiero acariciarte sin sentirte
porque sé que estás no no no quiero eso he decidido

222
aunque no sepa que decirle a los hombres que esperan por
mí más allá de la escritura

Ya el sol disipaba débilmente la bruma del alba


cuando Manuel T. entró en su habitación. Se detuvo en
medio de ella y al cabo de unos minutos encendió la luz.
Asomado a la ventana pudo ver el patio mojado y sucio
de plumas diminutas. Se miró las manos y las vio sucias
de tinta y pintura. Fue hasta el baño, se duchó rápida
mente y, ya vestido preparó una pequeña maleta. De
nuevo en la calle, miró por última vez los edificios del
barrio y se dirigió a la estación de trenes. Antes había
tirado un sobre en el buzón de Matilde.

es inútil que pueda agregar nada el vacío es rabioso


porque no puedo llenarlo de ti sentirte en cada espasmo
que sólo puedo imaginarme fue ayer o muchos ayeres
atrás que lo dije te lo dije sabiendo que te destruía y me
destruía pero así lo quise sin importarme otra cosa aunque
muera el día en que me llamen y tenga que marchar
desconociendo el destino o la suerte con el miedo asoman
do en las ventanas de los reencuentros posibles que
también ansio aunque me sepa acorralado de amor mi
chica chicura trocito de piel en la playa quiero olvidarme
de ti negarte y construirte pero no quiero cubrirte de
gestos milenarios que no concluiré porque me habré ido
esta vez con el llamado que se repetirá.

223
Ultima carta

3 de julio de...

Querido hijo,
espero que esté bien de salud, yo sigo bien
gracias a Dios. Por aquí todo sigue igual, está tranquilo y
los diarios ya no traen, como cuando usted estaba,
noticias de tantos muertos, claro que tampoco sale nadie
a la calle después de las siete de la tarde, aunque el
gobierno ya ha levantado el toque de queda. Hijo, su
madre lo extraña mucho. De su padre no tengo noticias
desde que nos abandonó dejándome con la carga de
todos ustedes, usted, su hermano y su abuela. Las de
penurias que he pasado apechugando yo sola el hogar y
para colmo de males tengo la desgracia de su hermano,
que no sé qué le pasó pero después de la gran procesión,
hace tantos años ya, se desnudó, se encerró en su pieza y
allí sigue frente a la ventana. No sé si ya se lo conté, pero
fue el último día que se orinó, con perdón, en la cama y
le pegué pero no mucho, bueno, ya sabe usted cómo
eran mis palizas. Muchas veces pienso que este chico
tiene algo contra mí, porque ni siquiera me habla, sólo lo
hace con su abuela y se pasa el resto del tiempo mirando
por la ventana. Hijo mío, dígame qué puedo hacer. Su
hermano está largo y flaco, casi no come y está parado y
como ausente todo el día. El año pasado lo quise mandar
a la escuela pero fue inútil, creo que cuando se lo dije ni
siquiera me escuchó y ya le digo, sólo habla con su

225
abuela, ni siquiera con el padre Tomás, del que era muy
amigo, que dicho sea de paso también ha desaparecido
hace algún tiempo. Hijo ¿le parece bien que haga eso
conmigo que soy su madre? Y como si éste fuera poco
suplicio, la vieja, su abuela, desde que su hijo nos
abandonó no hace otra cosa que tejer en la escalinata del
templo, porque no sé quién le dijo que cuando regresara
tendría mucho frío, menos mal que tiene momentos en
que se la puede hablar y al menos rezamos por todos
ustedes o mejor dicho rezábamos porque ya no quiere
saber nada de rezos ni santos, pero las pocas veces que
consigo que lo haga no me siento tan sola. Manuel, ¿por
qué no viene a ver a su madre? Se lo ruego, hijo, no sea
así, por favor.
Bueno, le contaré que a la vieja la sorprendieron los
otros días espiando la antigua torre de la iglesia y me la
trajo un soldado. Menos mal que así fue porque, si le
pasa algo, la responsable soy yo, quien la tiene a su
cargo. Pasando a otra cosa y hablando de la gente, le
contaré hijito que sigue muy supersticiosa y todos los
años dice lo mismo, que la nieve será muy fuerte porque
la guerra no ha terminado, pero eso no es cierto porque
hay tranquilidad porque, bueno, usted ya me entiende.
No sé si ya le conté pero casi me echan de la casa.
Resulta que un día vinieron muchos soldados a buscarse
muchas cosas que decían eran suyas y que eran malas,
peligrosas. Yo nunca le conocí cosas malas, les dije, pero
ellos insistieron y se llevaron sus libros del colegio, sus
versos, esos tan bonitos que escribía cuando estaba con
su madre, y quemaron todo en la calle. También
requisaron una máquina de afeitar eléctrica de su padre,
el televisor y ya no me acuerdo qué más. Muchas,
muchas cosas se llevaron, y si quedó su hermano fue
porque se dieron cuenta de que vivía en un chiquero y
que estaba mal de la cabeza. El caso es que la casa me
quedó vacía y rota, porque para llevarse la pianola

226
tuvieron que romper la puerta. Cuando la dueña de la
casa vio los destrozos no quiso creerme de que había
sido la autoridad, y eso que estaban los vecinos de
testigos, y estuvo a un tris de ponerme en la calle con su
abuela, su hermano y los pocos trastos que me quedaban.
Con los pocos ahorros que tenía pagué los daños y pude
quedarme. Tu padre ya nos había abandonado, pero esto
me parece que ya se lo conté cuando estudiaba en la
ciudad, no recuerdo bien, porque me vinieron muchas
cartas devueltas porque el correo decía que yo no ponía
su dirección en el sobre. Pero eso es mentira, yo siempre
la ponía. Lo que pasaba es que por aquellos días el
correo no quería llevárselas a usted. Estoy segura, hijito,
estoy segura y se lo juro por la luz que me alumbra de
que yo ponía su dirección, pero eran días en que pasaban
cosas raras, como aquella vez que la encuentro a esa
amiga suya, Matilde creo que se llamaba, y que le
gustaba tanto a usted, y me dijo «voy a la panadería» y
después no la vi nunca más. Mejor dicho nadie la vio
nunca más. ¡Pobre, era tan linda! ¡Vaya uno a saber
adonde se le dio por irse! A lo mejor tuvo la misma
locura suya y de su padre, porque no me dirá que eso no
es una locura, pero claro, estaba de moda en aquellos
días, a todos se les daba por escaparse. Y no se iban
como quien se va a trabajar a otro lado, no, se iban como
ladrones, sin decir nada a nadie. Por eso yo ya no creo en
la gente. Nadie se ha portado en estos tiempos como
antes, como su abuelo o como su bisabuelo, que un día
reunió a todos sus hijos, varones y mujeres, y les dijo
que iba a la guerra, a matar indios por el bien de la patria
y que tal vez no lo volvieran a ver nunca más. Eran
hombres nobles y usted habrá visto su uniforme tan
bonito, que conservamos lleno de sangre y suciedad de la
última pelea que tuvo con los infieles. Se llamaba como
usted y murió como un héroe degollando enemigos. Yo
le mandé a usted hijo un retrato antiguo que un artista

227
amigo le pintó antes de marcharse. Según me contaba mi
madre, así era él, arrogante y orgulloso como en el
cuadro. Pero ahora la gente es toda cobarde.
A veces me pongo a pensar, cuando me queda tiempo
después de fregar todo el santo día, si su hermano no es
más que un vago que sólo quiere vivir bien servido, un
desvergonzado que maltrata a su pobre madre y que no
le importa que los vecinos lo vean desnudo. Si hasta he
tenido que cubrir la mitad de la ventana para que no le
vean sus vergüenzas, con perdón. Hay chicas que dicen
que lo han visto hacerse cosas sucias. Es un degenerado.
Yo no sé si está loco o se hace, pero creo que un día de
éstos me hará morir, porque no tiene piedad de mí, de su
madre que trabaja en lo que puede para alimentarlo y él
siempre allí, sin trabajar, sin estudiar, sin hacer nada. A
la única que escucha es a la abuela, que también está
medio loca. Yo sé que lo hacen para hacerme sufrir. Y yo
sé también que hablan de tu padre, que nos abandonó.
Los he escuchado, pero claro, cuando me ven se hacen
los locos y hablan de que si ha sido un sueño o que lo
han visto, de esto o lo otro; hablan todo el tiempo de un
hombre, de eso estoy segura y supongo que es de su
padre, pero además dicen muchas otras cosas que son
incomprensibles para mí.
Hijo mío, hijito del alma, ¿por qué no se viene a ver a
su madre? Ya no hay peligro de nada, yo le cuidé mucho
sus libros, pero como una estúpida no los escondí. En
realidad yo no creía que vinieran por ellos, aunque las
columnas de humo se elevaban por encima de todas las
casas de la ciudad. Todos los vecinos, cuando las veían
decían «son libros», pero yo disimulaba y contaba que en
casa nunca hubo libros. Pero un día llegaron los solda
dos. Yo no pude hacer nada. Tampoco podía estar en
todas, además ni su abuela ni su hermano, como hizo su
padre antes, se preocuparon de nada. Yo sola me
enfrenté con los soldados y no sé cómo no me fusilaron,

228
como hicieron con el chico del panadero porque había
escondido el Manual del joven tornero debajo del
colchón y se lo descubrieron. El pobre padre, que como
todo hombre estaba junto a su familia en los momentos
de peligro, le ofreció a la patrulla cincuenta kilos de pan
por la vida del hijo, pero fue inútil. Se lo mataron allí
mismo y encima le arruinaron dos bolsas de harina con
la sangre. Dios mío qué espantoso fue aquéllo. También
se llevaron todo el pan que quisieron. Y ya le digo, yo
hice lo que pude.
Manuel, hijito, si he hecho algún mal le pido que me
perdone. Soy vieja y he tenido que luchar sola. Se lo
ruego, venga a ver a su madre. Usted era muy joven
cuando se fue y han pasado tantas cosas que yo misma
no reconozco el lugar en donde he vivido todos los días
de mi vida

Hospital San Roque 17 de agosto de...

Estimado señor:
Con sumo pesar le comunico el fallecimiento de su
señora madre, el día 4 del mes pasado, en la cama 15, sala
2 de este Hospital.
La causa de su deceso ha sido un paro cardíaco
provocado por un cáncer esofágico.
Entre los documentos que nos entregó al ingresar a
este Hospital, dejó las instrucciones para su entierro,
habiendo pagado los impuestos municipales pertinentes
in eternum, como así también todos los gastos a una
funeraria local, por el féretro y su traslado al cementerio
católico.

229
Me he permitido adjuntarle una carta que su señora
madre estaba escribiéndole. La dirección ya la había
escrito en varios sobres que también le adjunto. El resto
de la documentación que nos entregó y la correspon
diente a su enfermedad obra en poder de este Hospital a
su entera disposición.
Acompañándole en su dolor, quedo como su atento
servidor:
Dr. (firma ilegible)

230
La negación del padre Tomás

Pronto amanecerá. Los ojos me arden de tanto mirar


la oscuridad. No quisiera pensar en lo que pienso,
imaginarme lo que imagino, pero después me dejo
arrastrar por esas fantasías y no hago nada para evitarlas.
Hay algo indescifrable en todo esto. Al principio, como
en un juego mental, quise reconstruir los últimos días o
los últimos momentos de mi extraño, curioso comporta
miento, que me dio veleidades de santo tardío, de
evangelizador moderno en tiempos de administradores:
Manuel T., el hereje. Aquél que fui.
Amanece y debo abandonar este lecho. Más que
inútil es absurdo especular sobre los sentimientos y
pensamientos de Manuel T. Anoche he leído la noticia:
«...una columna de soldados que se dirigía al Fuerte
Lavalle, cuartel general dei V Cuerpo de Ejército, halló
en los médanos próximos al importante asentamiento
militar, el cadáver de un sacerdote. Según explicaron los
expedicionarios, los restos del infortunado se encontraban
semi enterrados y en avanzado estado de descomposi
ción». Dice el diario que, junto a una Biblia en la que
había anotado su nombre incompleto, encontraron un
antiguo sable usado en la Conquista del Desierto, con
sus iniciales en la empuñadura. El comandante del
V Cuerpo lo hizo enterrar en el poblado cementerio del
Fuerte Lavalle con los honores de soldado: el ataúd fue
envuelto en la bandera nacional y, sobre él, colocaron su
Biblia y el viejo sable: «Aquí yace Manuel T., valiente

231
soldado de Dios y portador de la Divina Palabra, caído
en acción en los confines de la Patria». En la lápida no
pusieron el año de su muerte, pero quizás haya sido un
olvido, algo fortuito como el sable que empuñaba, que
yo, sin saberlo, evoqué en una vigilia como ésta. Quizás
porque todo es mentira en este mundo.
Es extraño, pero el juego ya no me divierte y me
acosa, me atormenta cuando llega la hora de las indefen
siones. De todas maneras ya aclara y él ha tenido un final
glorioso que no se merecía. Manuel T. no supo vivir
entre los hombres. Esta muchacha, que ahora duerme
entre mis brazos, le turbaba, pero él no aceptó la
turbación porque se creía, sino exento, al menos sin
derecho a ella. Es posible que se creyera un elegido y por
eso mismo se dio el lujo de dudar, pero no sabía o no
quería saber que la duda en estos tiempos es carencia de
fe. Y a él le faltaba fe en la realidad, en los hombres y en
sus leyes y pensaba que nuestra misión era buscar y
establecer una nueva revelación divina que echara luz
sobre los hombres, modificando radicalmente la conduc
ta humana y los términos de su relación con Dios.
Pretendía otro sacrificio para que la Humanidad, más
ambiciosa y más ignorante, tuviese otra oportunidad de
salvación. Y fue al desierto en una búsqueda desesperada
de la zarza ardiente, pero allí sólo ardía la arena y su
locura. La soberbia le hizo olvidar que nosotros sólo
somos meros administradores de una justicia de la que
no podemos, no debemos dudar, porque la hemos ido
moldeando nosotros mismos, los hombres, a través de
los siglos, a imagen y semejanza de un Dios infinitamen
te justo. El no confiaba en nuestras leyes y buscaba los
indicios «milagrosos» de una justicia diferente, hecha a
medida de un hombre que no existe. Y eso es un grave
pecado, una herejía que pagó con la vida. Los sacerdotes
administramos la justicia divina entre los hombres y,
como jueces de Dios, somos justos, hemos alcanzado tal

232
privilegio por nuestra fe en El. Por tanto, si somos justos
por la fe debemos vivir en ella, lo que significa que
nuestra entrega ha de ser total, absoluta, sin titubeos,
preguntas ni dudas. Tampoco debemos permitir que los
demás duden de este privilegio. Enseguida, cuando esta
muchacha, que ahora duerme entre mis brazos, se
confiese, me dirá: «Padre, he cometido el pecado de la
carne», «¿Con quién hija?», le preguntaré, no para
saberlo, obviamente, sino para establecer que su cuerpo,
como el de sus semejantes, es vulnerable a la provocación
de los instintos, pero el mío no. «Con usted, padre»,
responderá sorprendida y atemorizada, y yo le diré:
«Hija mía, son profundas y complejas las relaciones entre
el Bien y el Mal y grandes los privilegios que Dios otorga
a sus servidores. En ello radica su grandeza y su
autoridad. Hija mía, los jueces, los ministros de Dios
nunca pecan». Y mientras le imparto una penitencia por
haber dudado del privilegio sacerdotal, la absuelva en
silencio del pecado de la carne, sumando al mío su
castigo. Nuestra autoridad moral es terrenal y en ella
descansa la justicia de Dios, por eso todos nuestros
esfuerzos, aun el sacrificio de nuestras vidas, debe
encaminarse a la salvaguarda de esa anToridad. Cualquier
acción que no conduzca a su mantenimiento y siembre la
duda es un atentado, una blasfemia, una herejía.
De seguir viviendo, mucho mal pudo causar Manuel
T. con su locura, porque no entendió nuestro ministerio,
ni tampoco que los tiempos fundacionales de la Palabra
de Dios habían terminado. Esta Palabra ya fue dicha,
enriquecida y establecida. Ahora Dios no necesita de
profetas sino de administradores, porque no hay territo
rio del alma humana que no haya sido considerado y
codificado, legislado y reglamentado. Las leyes de Dios y
las leyes de los hombres muchas veces pueden confundir
se, porque ambas nacen de un principio de poder que
exige respeto y castiga la transgresión. Pero, mientras las

233
leyes de los hombres son factibles de discusión, cuestio-
namiento o abolición, porque están inspiradas en intere
ses terrenales, las leyes divinas son irrefutables, porque
emanan de la grandeza infinita del Señor, aunque los
hombres las hayan escrito.
La locura de Manuel T., su transgresión a nuestro
ministerio es imperdonable y, sin embargo, soy feliz con
la memoria que de él tendrán los hombres. Confieso que
alguna vez envidié, no, admiré su rebeldía, pero ahora
esa rebeldía quedará sepultada para siempre bajo una
lápida que lo recuerda por lo contrario de lo que quiso
ser y por lo que nunca fue: un héroe que murió
cumpliendo con su deber administrativo. Ese es el cas
tigo a su soberbia. Su rebeldía enterrada en lo que ahora
se llama la Cabeza del Indio.
Ha amanecido. Tengo que irme, volver a la iglesia
antes de la salida del sol y de la llegada de los fieles a la
primera misa. Ha pasado otra noche y las fantasías me
han mantenido en vela. «Nevará», ha vuelto a repetir la
gente en la calle, «y será peor que la última nevada». La
recuerdo: lo congeló todo y cuando vino el deshielo no
había ni rastros ni pensamientos. A mi pesar, el recuerdo
de Manuel T. me obsesiona con sus presuntas desdichas.

234
El retorno

En realidad, él sólo fue amigo de los muchos que


resistieron al General. Era lo único que la policía podía
reprocharle y por lo mismo, cuando la situación se hizo
insostenible, se marchó. Antes preparó todas sus cosas,
es decir, vendió sus propiedades, liquidó sus negocios,
estableció contacto con comerciantes y amigos del nuevo
país elegido para su residencia y, como también se decía
escritor o poeta, habló con editores extranjeros. Todo
fue hecho con la mayor reserva y no perdió más dinero
del que se puede perder en cualquier operación realizada
con premura. La última noche que permaneció en su
pueblo contactó con uno de los resistentes y le entregó
un sobre: era su cotización mensual de contribución a la
resistencia y sería la última que hiciera, porque a partir
de aquel momento la lucha contra el General quedaría
para él a muchos kilómetros de olvido.
De todas maneras, justo es decirlo, Manuel T. no
olvidó por completo a sus antiguos amigos y de tanto en
tanto les escribía palabras de aliento. Palabras cuyos
destinatarios eran cada vez más reducidos y no porque él
escribiese menos. Había aprendido a prescindir de las
respuestas y a hacer copia de su epistolario. Allí estaba
parte de su historia. Es posible que al comenzar con esta
costumbre no se diera cuenta de que las palabras sig
nificaban para él, y sobre todo para sus receptores,
algo más que una mera arquitectura verbal. Por las
cartas, los deseos y las frustraciones se hicieron hechos,

235
pequeños acontecimientos a los que valía la pena aferrar
se, mientras deambulaba por la cuidada tranquilidad de
su casa, ignorando que aquello era una falacia que hacía
al pasado más grande, más heroico que el verdadero.
Pero un día, dos años antes del regreso, se dio cuenta y
detuvo la mentira escribiendo la última carta, retractán
dose de muchos acuerdos. No fue, sin embargo, una
confesión a los escasos amigos que quedaban, sino una
nueva y humilde versión de sus tibios arrestos revolucio
narios. Tampoco pensó al escribir aquella última y ex
tensa carta que retornarían las pesadillas y las persecucio
nes nocturnas.

(Las primeras noches en que regresaron los viejos


fantasmas, pensé que sólo eran el peso de las cenas, el
rastro del vino, la embriaguez de los cigarros. Quise
convencerme y aturdirme pero no pude evitar el recuerdo
del miedo y vuelvo a verme silbando para que alguien
sepa que soy yo, un tipo despreocupado que regresa a su
casa, deseando que nadie sospeche que llevo panfletos y
también las instrucciones generales para la zona. Escucho
las sirenas del comando radioeléctrico tan cerca que hasta
me parece que saben quién soy y qué hago o mejor qué
llevo bajo el brazo. Pego las pequeñas calcomanías y pa
sos sin dueños me asustan, me adormecen la cara y
entorpecen las manos. Las mismas manos que acarician el
cuerpo desnudo y tibio de Matilde, las que detectan las
mínimas vibraciones de su piel, las que recorren el camino
dulce de su boca, caverna inefable donde aprieto mi
refugio. Pego mal las diminutas consignas insurgentes y la
pared, enmarañada de palabras, acepta la nueva huella
de un grito tan desordenado como desesperado, pero en el
mensaje no quedan los rastros del miedo que llevo.
Mañana, cuando los anónimos escritores de paredes ten
gan nombres, confundirán el miedo con el valor, con «la
decisión insobornable de seguir adelante». Pero, este mie
do, esta cosa feroz que me desdobla no se repetirá, no

236
bajará a los labios que relatarán la juvenil experiencia
con la misma impudicia con que ahora me afloja las tripas
y agranda a los fantasmas que me acosan. Para entonces
y para tales escritores el miedo será mítico y lejano,
incapaz de despertarnos a la madrugada o sobresaltarnos
con el paso sutil de un gato en la ventana, porque el
mañana de esta historia será más simple y sólo lo
residirán héroes y traidores, vacuas imágenes sin heridas
ni olores, alimentadas oralmente de virtudes y vilezas tan
grandes como inhumanas. Nadie hablará del miedo,
nadie dirá nada de él, porque, tal vez, muchos que lo
conocieron y no lo olvidaron estarán deseosos de ejercerlo
y, antes de que se cierren sus heridas, practicarán el viejo
rito, se jurarán en secreto engrandecerlo y ocultarlo hasta
que la semilla esté prieta y el terror germine miles de
azorados miedos redondos y soberbios, celosos guardia
nes, perseguidores implacables de los que exclaman pare
des aprovechando la noche. Ese será el regreso de los días
y de la nieve y desde allí, desde este territorio de
fantásticos poderes, volveré a huir. Resistiré algunos
instantes, tal vez horas, días o años, pero huiré del frío
entrañable, del hormigueo que demora el tiempo entrete
niéndolo en el repentino y rotundo aleteo de la sangre,
que consume mi hambre y mi fantasía. Repetiré la
carrera anudada en la garganta, escapando del lugar,
abandonando mis intenciones en alguna alcantarilla,
mucho antes de que las presencias a las que temo vengan
a por mí.)
El taconeo impreciso de los cinco hombres se estira
bullicioso por las calles de la ciudad dormida. La fiesta
ha terminado entre brumas y risas y Manuel T. y sus
cuatro amigos deambulan sin rumbo. Una botella vacía
revienta contra el pavimento y todos se miran por un
instante y ríen después. La carcajada trepa por los
edificios y, con seguridad, cuando alguno de ellos pase
años más tarde a la misma hora aún la escuchará, porque

237
es brutal, grosera, desencantada. El piensa que ha hecho
bien en regresar: algunos amigos todavía viven. Un
erupto se complica con la madrugada y juntos dejan un
charco hediondo bajo una ventana. Derrotados de vino y
comida, elevan sus voces entonando un himno destem
plado, lacrimoso, babeante y plagado de añoranzas.
—¿Vos tuviste miedo? —preguntó Manuel T. a
Chiquito Gómez, que le rodeaba el hombro con su
brazo.
El otro aguantó un hipo y lo miró agrandando los
ojos acuosos.
—¿Y vos, Manuel, me hablas de miedo? —dijo
arrastrando las palabras.
—¿Tuviste miedo o no? —insistió él, con el íntimo
deseo de una respuesta afirmativa, que contuviera una
calidez capaz de aventar el temblor que le invadía a
medida que caminaba y adivinaba bajo la pintura de las
paredes, de las crónicas apresuradas.
—¡No me vengas con pendejadas! ¡Y menos vos,
después de lo que hiciste! —gritó Chiquito Gómez,
ofendido ante la mirada sorprendida de los otros.
—Habíame de cómo era tu miedo, Chiquito, por
favor —dijo Manuel T. con voz enronquecida.
—Yo no hice nada importante para tener miedo
—contestó Chiquito Gómez haciendo un gesto ampulo
so con la mano y buscando la complicidad de los otros,
que asintieron.
—Es que yo tampoco hice nada y tuve miedo, vomité
y me cagué, sí, me cagué como cualquier hijo de vecino,
se los juro... cuando me pararon los milicos, me cagué
—explicó Manuel T. con tono compungido y se quedó
esperando algo, no sabía qué, de sus camaradas.
—Pero los cagaste vos a ellos y ni te agarraron a vos
ni nos agarraron a nosotros —le contradijo débilmente el
Negro L.
—Me cagué y a los pocos días me fui sin haber hecho

238
nada. Acordate Estudiante, te llamé, te di el dinero y ya
no me volvieron a ver hasta ahora...
—Pero tus cartas, Manuel —dijo otro.
—¡Un carajo! ¡Mis cartas eran falaces! ¡Nunca hice
nada! —las palabras le salieron rápidas y despiadadas.
Como si reflexionara, Chiquito Gómez lo miró es
túpidamente y luego de un silencio dubitativo habló.
—Mira Manuel, una cosa es una cosa y otra cosa es
otra cosa, así que no nos vengas con palabras raras,
¿estamos?, nada de palabras raras.
"—¿Es que nadie tuvo miedo? ¿Nadie sintió cómo se
le helaba la sangre en los momentos difíciles? —prosi
guió Manuel T. al borde de la desesperación.
—Manuel, vos te complicas demasiado la vida —dijo
uno, cuyo rostro se esfumaba en la oscuridad.
—Tener miedo es parte de la lucha... dicen —senten
ció otro con tono paternal.
—¡Hay que joderse! ¡Todos los poetas son iguales!
—se lamentó un tercero.
—Lo que pasa es que vos te borraste, te hiciste
invisible porque eras un gordo —trató de explicar el
Negro L., mientras Chiquito permanecía en silencio.
—¿Yo, un gordo? —preguntó Manuel T. sorprendido
por la importancia exagerada que se le daba en la
jerarquía de la Organización—. Todo lo hizo el padre
Tomás. Hoy me lo contó en el asilo.
—¡Sí, carajo, sí! —estalló el Negro L. con voz
desafinada—. Me jode que ahora vengas a hacerte el
humilde, a disimular con nosotros. Nunca lo hubiera
creído de vos —lo detuvo un llanto convulso y los demás
lo rodearon tratando de consolarlo.
—Pero... ¿qué te hice Negro? —preguntaba confun
dido Manuel T. mientras trataba de limpiarle los mocos
que no terminaban de caer. Todos se habían abrazado
alrededor del Negro L. y, contagiados por su llanto,
lloraban también.

239
—¿Con que nos querés poner a prueba? —dijo
hipando y con rencor Chiquito Gómez.
—¡Mierda! ¿De qué carajo están hablando? —gritó
Manuel T. abriendo los brazos y trastabillando hacia
atrás.
Todos lo miraron y uno de ellos, con voz pastosa, lo
señaló con el índice mientras le decía:
—¡No te hagas el boludo compañero! ¡Nosotros
sabemos todo lo que hiciste! ¡Todo!
—¡Ustedes no pueden saber nada, porque nunca hice
nada! Todo lo hizo el cura.
—Mira Manuel —trató de explicar Chiquito Gó
mez—, vos podes contarnos o no la cosa, eso es asunto
tuyo, pero lo cierto es que por un lado la cana tiene una
historia tuya que ni la Biblia y ¿sabes cómo la escribie
ron?
—¡Con mentiras! —cortó Manuel T. indignado.
—Con la lengua de los que no aguantaron...
Hubo un silencio envarado y a lo lejos se escuchó la
sirena de una ambulancia.
—Ellos sabían que yo me había ido, entonces no
importaba cargarme a mí con historias. Muchos se
salvarían así... ganaban más tiempo para que otros
pudieran escapar... y además el padre Tomás... —dijo
Manuel T. sin convicción.
—Déjate de curas, ése está loco y en el manicomio.
—No insistas Manuel —le interrumpió el Negro L.
agarrándolo por el hombro—. Ellos supieron la verdad y
te armaron la ficha cuando nos allanaron los archivos.
Allí estaba todo. Muchos, cuando pasó eso, nos hicimos
humo y con el tiempo volvimos con otros nombres y
otras caras, pero entre nosotros seguimos conservando
los viejos nombres de guerra, ¿entendés?
—Fue lindo para nosotros saber que se pueden hacer
cosas grandes y ser un tipo como vos. Yo siempre le
decía al Negro: «¡mierda con el Manuel, todo lo que

240
hizo entre vino y verso!» —comentó alguien en la
oscuridad.
Manuel T. permanecía con la cabeza gacha y los otros
lo miraban con admiración. La discusión había termina
do y se sintieron ridículos parados en esa esquina, bajo el
foco oscilante. Con voz festiva uno de ellos invitó:
—¿Por qué no nos dejamos de pendejadas y nos
vamos al quilombo de la Gorda a echarnos unos polvos?
Vuelven a reír y, con paso más tambaleante que
rápido, cruzan la avenida que circunda la ciudad y, en
medio de ella, los cinco torean una vieja camioneta
lechera.
—¡Muuu! ¡Oleee! —gritan.
—¡Borrachínes! ¡A trabajar! —contestan los lecheros.
Es la hora en que la luz resulta equívoca y parece
tener volumen su ambigüedad, como si los objetos y los
cuerpos formaran parte de ella: sombras que deambulan
y se aquietan entre los grises diferentes habitados de
fantasías.
En el burdel de la Gorda no se ve luz alguna, pero
igualmente golpean. Insisten. Nadie contesta.
—Es que las putas de ahora cumplen horario —dice
uno.

—¡Viva la revolución y la puta madre que las parió!


—grita otro.
Se alejan.
Es la primera noche de juerga en su ciudad después
de muchos años. Todo es igual e irreconocible para
Manuel T. y de repente, como si hubiese estado solapada
en su corazón, siente crecer en él una rabia imprecisa,
muda y grande que le llena los pulmones. Furioso araña
las paredes rascando la pintura como un loco ante la
mirada atónita de los otros.
—¡Aquí está escondido! ¡Aquí está pintado! ¡Aquí
está pegado! —grita mordiendo las palabras y escupiendo
el polvo y la sangre que le salta al rostro—. ¡Farsantes!

241
¡Son todos farsantes! ¡Debajo de esta pintura está! ¡Se
siente el olor a mierda!
—Pero Manuel... hermano —titubea Chiquito Gó
mez y con los otros trata de agarrarlo.
—¡Suéltenme mentirosos, hipócritas!
—Pero ¿qué te pasa Manuel? ¡Si nosotros te quere
mos mucho!
—¡Fuera! ¡Fuera manga de embusteros de mierda!
—llora Manuel T.
—¡Tranquilízate hermanito! ¡Te ha hecho mal el
vino! Vamos a casa, vení con nosotros —lo calma uno de
los cuatro amigos.
—Yo no hice nada... sólo una pegatina, una sola
pintada y me cagué —llorando—. La consigna quedó sin
terminar porque me cagué, me cagué. Sentí miedo y me
fui. Iba con mi hermano y lo dejé solo. Lo abandoné y
ellos lo mataron, lo degollaron y después trajeron su
cabeza al quilombo de la Gorda... ¡Y yo lo dejé solo!
¡Me cagué! ¡Me cagué!
Manuel T. ha apoyado una mano blanca de cal sobre
la pared y su rostro, también blanco y surcado por las
lágrimas, semeja una máscara grotesca.
—Pero Manuel, estás borracho. Tu hermano se volvió
loco —afirma Chiquito Gómez y el Negro L. agrega:
—Ya sabemos lo que pasó con él. Vos no podías
hacer nada, él se encerró y nosotros le decíamos «Robin-
son», porque antes de meterse en la pieza contaba a
todos que se iba a ir de náufrago a una isla, como el coso
ese de la película, la de Robinson digo.
—Por favor, Manuel, no llores más —implora Chi
quito Gómez.
—¿Viste cómo lloran los héroes? —pregunta o tal vez
piensa en voz alta uno de los hombres.
De pronto Chiquito Gómez agarra a Manuel T. por
los hombros y después, como él no levanta la cabeza, le
toma la cara con ambas manos y, cariñosamente, le dice:

242
—¿Sabes una cosa Manuel? Nos estamos organizan
do de nuevo.
Manuel T. suelta una carcajada entre el llanto y se
queda mirándolos uno a uno. Se hace un largo silencio de
palabras marcado por el hipo de Manuel T. y al cabo de
unos segundos, firmes y rígidos los cinco, levantan el
puño izquierdo.
—¡Viva el papo, mierda! —gritan.
Ríen, gritan y se abrazan contentos. En la penumbra
del amanecer Manuel T. constata que los cuatro, y a lo
mejor él también, tienen ojos de liebre.

243
(Siento la inmovilidad y el cansancio. No he vuelto a
dormir ni a soñar y la luz entra plena y ardiente por la
ventana y las cortinas, que se estremecen de vez en
cuando, aunque no por la brisa, se esfuman ante tanta
claridad. Por el aire quieto sube el calor húmedo desde la
calle y sé que, si me asomo al exterior, lo veré temblar
distorsionando el perfil de las casas, la carretera, el
paisaje: deseo incorporarme y contemplar la impertinencia
de esa llanura que oculta pueblos y cordilleras en su
horizonte, pero estoy demasiado cansado para intentarlo
siquiera. No basta con el deseo de moverme, no alcanza
mi débil voluntad para vencer esta inercia de siglos.
Dos o tres moscas, que han entrado en un descuido de
las cortinas, zumban ensuciando el silencio opaco que
llena el dormitorio. El sudor cubre mi cuerpo y el calor
aprieta más a medida que pasan las horas. No me
sorprende que el sol reverbere entre los muebles atestados
de libros y papeles y se aplaste contra las paredes
recubiertas de cuadros, máscaras, viejos fusiles y pistolas y
también el retrato y el sable curvo de mi abuelo. Sólo
muevo los párpados adormecidos bajo un sopor espeso
que agobia y desdibuja los contornos del armario, de la
silla cubierta con mis ropas, del rostro de mi abuelo
quieto colgado en la pared, frente a mi cama, desde
donde él, que parece nadar entre el oleaje turbio del aire,
fija en mí sus ojillos duros, con la vieja y heredada
altanería de comandante del Ejército.

245
Vuelven las moscas y sofoca el polvo húmedo que
pringa la piel. Un rápido movimiento reflejo de los labios
me dice que una mosca se posó en ellos. La mosca insiste y
una y otra vez y los labios reaccionan sacudiéndose
temblorosos. Por un largo rato, o así me ha parecido, me
concentro en la inútil porfía de la mosca hasta que se aleja
indolente. Por unos instantes más los labios siguen
ligeramente inquietos. Abro la boca aspirando lenta,
dificultosamente, el aire. Gotea el sudor deslizándose por
el torso desnudo, anegándose en cualquier embalse de la
piel hasta desbordarse y alcanzar las sábanas ya mojadas
bajo mi cuerpo. El viejo Manuel T. mira hacia la pampa.
Insisten las moscas. Continúo tan inmóvil como el aire,
los muebles, las historias de los libros, la memoria
escriturada. Desde el cuadro, la mirada del abuelo,
detenida en la ofuscación, parece rebelarse al olvido
fijando su odio en el instante último de aquel 8 de marzo
de 1872.
Suenan los cañonazos alertando los fortines, cuando
ya el campo se mueve, anunciado el peligro por el grito
tartajoso del chajá. Gamos, zorros, avestruces, pumas,
huyen del enemigo que los arranca escandalosamente de
sus madrigueras. El desierto tiembla con el retumbo largo
de los arreos, el gemido de las cautivas y la gritería del
salvaje. La misteriosa vastedad bulle sorda, pisada y
golpeada por miles de patas azuzadas. La polvareda se
eleva oscureciendo el cielo hasta entonces transparente y
se retuerce en volutas que el viento agranda.
—¡Günechén! ¡Günechén! —oran los mapuches.
Resuena en el espacio la invocación al Dios bárbaro
mezclándose con el tropel, corriendo por el desierto,
galopando entre los Grandes Médanos, sobre las aguadas
resecas, sobre las salinas.
—¡Calfucurá! ¡Calfucurá! —braman los guerreros y
la chusma que bajaron de la Cordillera.
El nombre del Gran Toqui, el elegido de Günechén,

246
el Señor del Desierto, se agiganta, asciende con el tor
nado, nubla el ámbito con negros augurios y estremece
el aire mientras sus huestes asoman soberbias, terribles,
esperando. Tres mil quinientas lanzas, coronadas de
plumas hasta el cogollo de la muerte, apuntan al cielo
como un horizonte puntiagudo y mortal. Vinchas rojisu-
cias sujetan las crenchas bravas de los infieles y, por
detrás del fiero ejército, las altas llamas se desmelenan
fragorosas, y fantasmal y cenicienta surge de ellas la vieja
machi, montada en potro oscuro. Su voz es un achacoso
lamento que ruega y maldice con trágico acento de
guerra. La ritual rogativa sobrevuela y envuelve los
rostros enajenados de los hombres dispuestos para la
batalla, hasta que enmudece la oración y mudos puñados
de ceniza estallan y el viento los arremolina y esparce
cubriendo los torsos engrasados y brillosos en la sombría
claridad del alba.
El Gran Toqui se adelanta. Sisea la arena bajo las
patas de su hermoso potro. Levanta su larga chuza
emplumada y un alarido brutal violenta las invisibles
paredes y se aleja poderoso, centenario e invencible por
los cuatro confines del campo abierto.
—¡Huincáaaaa! —ha gritado Calfucurá, y la turba
guerrera ensordece el desierto reclamando sangre.
Abro los ojos y nada ha cambiado. Gozo perezosa
mente esta inmovilidad que en cierta forma anticipa la
otra quietud que busco. Sólo me desconcierta la apretada
mirada de mi abuelo escudriñando con odio la llanura.
Sospecho que en ella pervive la afrenta y el olvido y un
inescrutable deseo de venganza. Me sofocan este calor
pegajoso y la angustia, también el odio eterno de mi
abuelo y mi pasiva cobardía. He elegido esperar la
muerte pero el tiempo se alarga en una malsana desespe
ranza que me subleva pensando en él, que nadó para ser
recordado y fue sorprendido por la ofensa que omitió su
nombre de heroicos partes guerreros, de toda referencia

247
en las consabidas crónicas históricas e, incluso, su terrorífi
ca caballada blanca galopó de boca en boca hasta hacerse
leyenda, que usurpó un tal Conrado Villegas, cuando el
viejo Calfucurá ya había muerto de pena en sus toldos de
Chihhué. La memoria se confabuló para borrar todo
vestigio del comandante Manuel T., mi abuelo, o mi
tatarabuelo para ser más preciso, y cargó a cierto Do
mingo Rebución con la infamia de matar indios por la
espalda para obligarlos a la traición con tal de no recordar
que un oficial del Ejército murió con los testículos en la
boca, como él tantas veces mató y afrentó a sus enemigos.
Su fama, cruel y efímera, fue gastándose con el viento y
los médanos sepultaron hasta su lápida en las cercanías
del Fuerte Lavalle.
En su parte de guerra, el coronel Rivas escribió que
«recibiendo repetidos avisos de los bomberos que los
indios enemigos apuraban su marcha en nuestra direc
ción, como lo justificaba la polvareda que a medida que
avanzábamos era más fácil de distinguir, ordené al jefe
del Regimiento 9." de línea que con cincuenta hombres
de su mando y doscientos indios amigos se constituyese
en vanguardia de la División, sosteniéndose a todo trance
toda vez que el número no fuese muy crecido, y reple
gándose solamente en tal caso, si pudiese verificarlo en el
mayor orden y al tranco».
—¡Compadre! —ha gritado el cacique Catriel a
Rivas— ¡Indios portando como cristianus! ¡Siendo mucho
toros!
Pero el corazón de los bravos no se siente cristiano y el
nombre del Gran Toqui Calfucurá los rebela en el mismo
instante de la lucha. Tampoco los indios de Coliqueo
quieren la sangre de sus hermanos.
Los guerreros de Calfucurá cargan atropellando las
reducidas líneas de frontera. El choque llega y las
tacuaras desnudas abren brechas entre los soldados. En el
polvoriento entrevero relucen sables y facones, pronto

248
ensangrentados, e irrumpen las bolas girando, volando
vertiginosas, estrellándose certeras contra torsos y cabe
zas, mientras los caballos se revuelven asustados, bufando
espuma, relinchando desesperados ante la brutal embes
tida.
De la retaguardia cristiana aparecen cincuenta solda
dos montados en caballos blancos que, echando pie a
tierra, comienzan a disparar contra los indios desertores
de Coliqueo y Catriel.
—¡Matandu traidores! ¡Matandu! ¡Matandu! —voci
fera Catriel revoleando el cuchillo, matando indios como
un blanco cualquiera. En la retaguardia, el comandante
Manuel T. hace fuego sin cesar con su flamante «Reming-
ton» y, cuando se le acaba la carga, desenvaina el facón y
con golpes seguros degüella a los que se fingen vencidos.
Ningún indio traspasa la frontera de los cincuenta
soldados rabiosos y, condenado a una muerte irremedia
ble, perece allí mismo o vuelve a la batalla.
«...En el mismo instante se produce el choque de las
fuerzas, donde pie a tierra las dos líneas, trabóse el más
reñido y sangriento combate a lanza, cuchillo y bola del
que puede decirse sin ejemplo en estas guerras», reseña
Rivas en su parte.
—¡Dame tus lanzas y aguanta aquí hasta morir con
los tiradores de Manuel T.! —le dice el coronel Rivas a
Catriel.
«Entonces me trasladé allí con el comandante Rojas y
cuarenta indios para tentar si podía con este auxilio
vigorizar los de Coliqueo, a quienes ni los esfuerzos de
éste ni los del teniente coronel Boer, podían llevarlos a
cruzar sus lanzas con las del enemigo...»
Aquí y allá improvisados soldados levados en los
rancheríos morían lanceados antes que el humo de sus
carabinas y fusiles se mezclara con la estampida. Los
indios de Calfucurá, sorprendidos por la inesperada
embestida de los «catrieleros», que es como llamaban a

249
los guerreros del cacique general Cipriano Catriel, pelea
ban furiosos y desconcertados en los campos de San
Carlos. Las boleadoras hendían el aire y golpeaban secas,
brutales, las costillas, cráneos y pechos, que crujían
fatalmente en aquel torbellino de agonías y gritos.
Catriel, bañado en sangre, aunque sin heridas, se revol
vía a un lado y otro con el largo cuchillo chorreante.
Acezando, miró cómo boqueaban algunos, vocalizando el
último hálito de vida, y escapaban otros, los enemigos, sus
hermanos. Brillaron sus ojos y el regocijo infló su pecho,
pero no lanzó ningún grito de victoria. Se agachó y
recogió unas boleadoras, tensó los tientos, midió la
distancia y, revoleándolas con violencia, apuntó hacia el
sol que se desanillaba en globos y llamaradas detrás del
horizonte. La turbulencia apenas conmovió sus crenchas
pero acentuó la bizquera escondida tras los pómulos altos
y salvajes del cacique general. Zumbaron las bolas
disparadas y el brazo del indio quedó, tendido y rígido,
indicando su destino mortal: La cabeza del comandante
Manuel T. se estremeció al estallar su melena sudada.
Giró sobre sí mismo y, tambaleante, con un fulgor
homicida y perdido en los ojos, adelantó el cuchillo en el
preciso instante en que una tacuara le entraba recta en
el vientre. Se dobló hacia adelante con sorpresa, pero el
golpe lo hizo retroceder dos pasos y, ensartado, cayó sobre
el guadal.
Cuando, casi anocheciendo, llegaron los soldados del
Fuerte Lavalle para recoger los muertos cristianos, ya los
perros cimarrones se atragantaban golosos con ellos. Y en
ese festín crepuscular, el cuerpo del comandante Manuel
T. era disputado por dos fieras. Domingo Rebución fue el
primero en reconocerlo, también en ver en su cara el tieso
rictus de angustiosa sorpresa, mordiendo para siempre su
virilidad mutilada, y sintió tanta vergüenza e indigna
ción que estuvo a punto de abandonarlo, pero a sablazos
ahuyentó a los perros, que defendieron su presa con

250
feroces dentelladas. Con una bandera vieja y deshilacha-
da cubrió el cadáver de mi abuelo y, cargándolo en las
ancas de su caballo, se lo llevó hasta el fuerte.
—¿Quién es? —preguntó el coronel Rivas con una
mueca de desprecio, imaginando la afrenta.
—¡El comandante Manuel T., mi coronel! —respon
dió Rebución aguantando la mirada de su superior.
—¡Ningún oficial del Ejército muere así, sargento!
—gritó Rivas indignado, apartando el trapo descolorido
del rostro de Manuel T., aún mordiendo rígidamente sus
testículos y con el odio cristalizado en sus ojos abiertos.
—¡Sí, señor! —contestó secamente el sargento.
—¡No lo olvide sargento, no lo olvide! —insistió
Rivas.
—¡No, señor! —volvió a responder Rebución con el
mismo tono cortante.
—Bueno... —dijo el coronel meditando—, tampoco lo
podemos dejar tirado —se acarició la barba, se atusó el
bigote y, aunque se le veía más sereno, no le abandonó el
gesto de asco marcado en sus labios.
—¡No señor! —negó Rebución firme, tranquilamente.
—Después de todo era un oficial —concluyó el
coronel.
Lo sepultaron cerca de unos médanos, en frente del
Fuerte Lavalle. Según contarían algunos muchos años
después, le colocaron una cruz de palos y de ella colgaron
un epitafio que decía: «Aquí yace el soldado Manuel T.,
caído en cumplimiento de su deber en los confines de la
Patria». No pusieron ninguna fecha, aunque es posible
que se olvidaran de este detalle.
Me despierto atravesado en la cama, con la cabeza y
los brazos colgando a un costado y las piernas sobresalien
do del otro. El sol entra horizontal y oblicuo e ilumina
lánguidamente la pared opuesta. Más allá de la ciudad es
posible aspirar el perfume tierno de los alfalfares, sereno y
largo mar verdiazul donde pacen vacas y caballos con la

251
sola preocupación de los mosquitos. El vuelo rasante y
divertido de las golondrinas se suma a la inmutable
tranquilidad del cielo ante el próximo anochecer. Las
gallinas se acomodan en sus gallineros y los gallos se
disponen a anunciar la muerte del sol, si es que entre las
plumas les cosquillea un tiempo de lluvias.
Dificultosamente consigo sentarme al borde del lecho
y con el dorso de la mano me seco el sudor de la frente. El
calor y la fiebre no ceden. Estiro un brazo hasta la mesa
de noche, agarro la botella de agua y bebo. Después de
siete u ocho tragos largos, la devuelvo casi vacía a su
lugar entre un montón de medicinas. Apoyándome en el
viejo espaldar de la cama, en el que cuelgo el mentón,
miro una vez más el retrato de mi abuelo y pienso en su
muerte y en su oscura historia, que me asalta en los
amaneceres anunciándome un fin tan esperado y detesta
ble como otro cualquiera. No me importa que el abuelo
fuese o no oficial del Ejército, como contaban los viejos
peones de la perdida estancia, sino su muerte consecuente
con la violencia que practicó. No necesitó de ideales
altruistas y a la mediocridad de su existencia le bastó el
odio para matar y morir, obligar a la traición, inventar la
derrota de los dueños del Desierto, para que la nueva
casta de generales se apropiara de las tierras, el tiempo, el
pensamiento y la memoria de los que ya habían sido
vencidos y de los que ni siquiera habían empezado a
luchar. Me pregunto ahora, tarde ya, si fue odio lo que
nos faltó a los herederos del olvido para derrotar al
enemigo.
El 23 de diciembre de 1975 murieron cientos de
guerrilleros y vecinos de Monte Chingólo acribillados por
las ametralladoras, las granadas y los tanques del Ejérci
to. Los cadáveres fueron cargados en ambulancias y
camiones y apilados en los depósitos de hospitales antes de
arrojarlos en osarios clandestinos. La víspera de Navidad,
mi madre, llevada por un impulso morboso y extraño, se

252
acercó a la villa. Desde las vías del tren vio los esqueletos
humeantes y retorcidos de los caseríos de barro y latón.
Un grifo roto dejaba escapar un chorro de agua por su
única vena y el charco se alargaba por las calles resecas
como una herida. Allí estaba otra vez el horror, la
miseria y la impotencia, la seguridad de la derrota.
Cuando leí su carta me asustó su asombro y lloré y
maldije el desamparo y la injusticia, pero ya no lo hago.
Tengo el alma fría y blanca, pero no sé cómo llegó la
nieve. Maldita es la debilidad de la razón que enarbola-
mos sin más sustento que los ideales, el hambre y el
absurdo convencimiento de que la esperanza deviene
victoria. Y en esta hora, ¿de qué me sirve que me diga
que no basta con la valentía, con la voluntad desnuda de
los hombres y la bondad de sus principios para ganar las
guerras?
En el delirio descubro la malversación de la escritura,
el ejercicio fraudulento de la memoria y la mentira
deliberada encubriendo la trágica ingenuidad de creer en
el derecho natural a la justicia. He fracasado en mis
intentos y en mis intenciones y me devoran la fiebre y la
desesperanza cuando allá lejos campea una dudosa paz.
Me encuentro solo y agotado, enervados los músculos,
ausente en ellos la ternura del odio que los hubiese hecho
incansables y poderosos. Mis músculos están flaccidos y
vencidos y arrastran, en inútil peregrinaje, un quejum
broso tiempo de lucha. Porque, con el alma exiliada en
heroicos sueños, deambulamos exponiéndolos inescrupulo
samente, como miserables trofeos de derrota, en esquinas
y ferias de ciudades y pueblos desconocidos, pidiendo en
su nombre una limosna solidaria de otros vencidos, ya
felices y orgullosos en el bienestar de su debilidad res
taurada. Es la mística de la derrota, la enfermedad de la
inercia que carcome y pudre las entrañas de los lucha
dores resignados.
Una claridad difusa y parda embolsa los pliegues de

253
las cortinas. No he soñado. Vuelvo a cerrar los ojos y los
aprieto con el brazo obligándome al sueño. En ese
instante siento en la mano el peso frío del sable de mi
abuelo. Me incorporo y los vidrios que llenan la cama me
punzan. Sangran levemente los pies heridos y en la
penumbra descubro la fealdad de una boca negra en la
superficie del espejo y en lo que queda de él alcanzo a ver
reflejada la blancura de la ciudad nevada. Tal vez sea la
luna, me digo dejándome caer: Antes de dormirme creo
recordar los gritos y jadeos de una pelea invisible, el ruido
estridente y confuso de sables y cristales rotos y ver el
brillo fugaz de sus relámpagos en esa noche de plenilu
nio.)

254
Las calles de la ciudad están aparentemente desiertas
de transeúntes. Es media tarde y el sol cae oblicuo sobre
el silencio. De pronto la manifestación atruena con sus
gritos. Los caballos cargan contra ella y sus jinetes bajan
con furia los sables que pasan ante los ojos como fugaces
relámpagos. El gentío corre y se revuelve golpeando.
Hay decisión en las miradas. Las bestias hinchan sus
belfos, se avalanzan, cocean, resoplan hasta que el suelo
se les hace mil veces diminuto y redondo y caen apa
ratosamente. Un grito bronco llena el aire y al instan
te se mezcla con decenas de ladridos.
Los perros avanzan como una ola negra y elástica
mostrando las hileras feroces de sus colmillos amaestra
dos prestos a desgarrar: han olido la sangre. El fuego y
la humareda turbulenta arremolinan las voces con un
presagio de muerte en las calles. Los perros atacan ciegos
bajo la pedrea y los manifestantes sienten en los talones
el jadeo y el olor ácido de su aliento: saltan barricadas,

255
gruñen, muerden, desgarran en medio de la vorágine
brutal de hombres y bestias. Cuando los perros alcanzan
a su víctima alguien abre las arpilleras escondidas y
cientos de gatos saltan de ellas. Los perros, sorprendidos,
se detienen, husmean y se dispersan.
Sobreviene un silencio turbio. Un muchacho corre
entre el humo negro saltando sobre los neumáticos
ardientes de las barricadas. Un oficial junto a un carro de
asalto lo ve y levanta su pistola. Los perros se revuelven
nerviosos al lado de sus dueños. Otros policías pasan a
su lado: calzados los cascos, bajas las viseras, apretados
los escudos, firmes los garrotes. La corbata azul del
muchacho flamea alegre por la mitad de la calle. La mano
del oficial se endurece. Apunta. El brazo. Apunta. La
pistola. El brazo firme. Apunta. El índice curvo. Gatilla.
Cae. Cae. Doblándose hacia atrás. Gatilla. Cae. Doblán
dose hacia atrás cae el muchacho de la corbata azul.

Río Cuarto, marzo de 1973


Barcelona, octubre de 1980

256
'./V
Esta primera edición de De cómo llegó la nieve,
compuesta en tipos Garamond de 11/12 puntos por
Fotocomposición Marqués se terminó de imprimir
en el mes de enero de 1987 en los talleres de
Diagráfic S.A., Constitución, 19 (Barcelona)
T
^ '!
Do cómo Metió la nieve mantiene el
ritmo \ la estructura de un cantar de iíesia.
Mito, leyenda, historia \ realidad participan
en esta novela de un lorio argumenta I y el
estilo contribuye a la creacióti de una at
mósfera lírica \ épica. Como un canto, cada
capitulo adquiere significación por sí mis
mo, al tiempo que se relaciona con los oíros,
ya no en una Irama lineal, sino en un \aslo
puzzle en el que el lector lia de colocar las
piezas que fallan, l.a memoria de los poetas

Antonio Tollo nació en 1(M~> en Villa


Dolores (Córdoba), Argentina. Terminado el
bachillerato, inició estudios de economía en
la Universidad del Centro, en Río Cuarto,
que mu) pronto abandonó por los de Profe
sorado de Castellano, Literatura > Latín en
el Instituto Superior de Ciencias, Desde los
dieciocho años ha ejercido casi ininterrum
pidamente como periodista, siendo cofunda-
dor. en Vrgentina, de varias revistas, entro
ellas «Cine Síntesis» \ «Puente». Su vincu
lación a esla última lúe una de las causas de
su apresurada salida del país, en 19
Entre 1971 y 1975 lúe profesor de Teatro
Griego \ Contemporáneo. Poco antes, había
publicado un libro de cuentos titulado El
tita en ¡¡iic <•! pueblo reventó de angustia.
Va en España. \ Iras desempeñar varios
oficios, reanuda su labor periodística. Rea
liza en 1977 una antología de cuentistas cu
banos. Vetualmente, tiene inéditos un libro
de poemas, olio de cuentos \ dos piezas tea
trales. De cómo lloiíó lii nievo es su pri
mera novela. I n.i segunda, que llevará por
título Los días di' la eternidad, se ludia aún
en curso de redacción.

Ilustración de l,i lapa: <


de hielo de (',.
L). Frierlrich
00.7 X126.9 cm. kiiiiMlmlN
Anagrama de la colección
linio al lápiz, estudio al n.ilui
1861. Academia de Helias \i es de Barcelona.

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