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ARGUMENTOS MEDIANTE EJEMPLOS DE WESTON

Los argumentos mediante ejemplos ofrecen uno o más ejemplos específicos en apoyo de una

Generalización.

Los argumentos mediante ejemplos ofrecen uno o más ejemplos específicos en apoyo de una

Generalización.

Siempre se necesita más de un ejemplo.

En una generalización sobre un pequeño conjunto de casos, el mejor argumento examina

todos, o casi todos, los ejemplos.

Las generalizaciones acerca de grandes conjuntos de casos requieren la selección de una

«muestra».

Usualmente, los conjuntos grandes requieren más ejemplos.

Cuando elabore su propio argumento, no confíe sólo en el primer ejemplo que le venga «a

la cabeza». Los tipos de ejemplos en los que usted, probablemente, piensa de inmediato, es

probable que estén sesgados. Una vez más, haga algunas lecturas, piense cuidadosamente en las

muestras apropiadas y sea honesto buscando contraejemplos (regla 11).

LA INFORMACIÓN DE TRASFONDO ES CRUCIAL

Se necesita información de trasfondo, para evaluar un conjunto de ejemplos. Tenemos que mirar
las proporciones subyacentes.

Cuando un argumento ofrece proporciones o porcentajes ,la información de transfondo relevante


debe incluir el número de ejemplos.

Damos más crédito a un ejemplo gráfico que a un cuidadoso sumario y a la comparación de miles
de antecedentes de reparaciones.

Usted puede, o no, cambiar la redacción de su conclusión; en cualquier caso, ahora comprende
mejor por sí mismo su propia afirmación y está preparado para responder a las objeciones
importantes

Trate también de pensar en contraejemplos cuando evalúe los argumentos de cualquier otra

persona. Pregunte si las conclusiones de esa persona tienen que ser revisadas y limitadas, o si
tienen que ser retiradas por completo, o si el supuesto contraejemplo puede ser reinterpretado
como un ejemplo más.

Tiene que ser aplicados a mis argumentos y a los argumentos de otra persona.
OPINIÓN | 2016/04/23 00:00

Debate sobre las drogas, a medias,


siempre a medias
Por LEÓN VALENCIA

Colombia no necesita las 450 páginas del estremecedor libro de Johann Hari ‘Tras
el grito’, para describir el horror que ha significado la guerra contra las drogas a la
manera como la impuso Estados Unidos.

León Valencia. Foto: Guillermo Torres

Dijo Santos en la Asamblea General de Naciones Unidas: “Colombia no aboga por


la legalización de las drogas ilícitas”. Ahí está el error. El presidente se había
podido limitar a reconocer los avances en el debate: el reconocimiento del fracaso
del modelo antidrogas que ha imperado, la mayor libertad a los países para
establecer sus propias estrategias y la decisión de tratar el consumo poniendo los
derechos humanos en el medio.

Con eso hubiese bastado. A renglón seguido tenía que haber afirmado que solo la
legalización del comercio de las drogas y la despenalización del consumo puede
sacar al mundo de la pavorosa trampa en que está metido. Pero Santos no está para
esas audacias.

Colombia no necesita inventar argumentos complejos o presentar escenas


dramáticas de nuestra realidad. No necesita un narrador espectacular para mostrar
la grave y profunda afectación que ha significado en la vida de los colombianos, en
la democracia, en el medioambiente y en la cultura, la fallida estrategia de
ilegalización, represión, militarización, fumigación y estigmatización de la
marihuana, la cocaína y buena parte de las sustancias alucinógenas y psicoactivas.

Colombia no necesita las 450 páginas del estremecedor libro de Johann Hari Tras
el grito, para describir el horror que ha significado la guerra contra las drogas a la
manera como la impuso Estados Unidos, a la manera como la han hecho los
grandes países consumidores, a la manera como la imaginaron las fuerzas políticas
más obtusas y delirantes.

Bastaría con una o dos páginas contando hechos, solo hechos, el asesinato de
cuatro candidatos presidenciales, la infiltración de dineros en todas las campañas a
la Presidencia y la determinación del triunfo en dos de ellas, la persistencia de no
pocos parlamentarios y de numerosos gobernantes locales ligados a los grupos
ilegales, la cifra seca de muertos, el número, solo el número, de hectáreas de
bosques y de cultivos infectados por las fumigaciones, la asombrosa marca del
narco en la arquitectura, en los libros, en la estética corporal, en las relaciones
familiares y sociales.

La explicación es simple, brutalmente simple, todo negocio ilegal necesita una


protección ilegal, esa es una ley inapelable, una verdad de hierro, que nadie, en
ninguna parte, ha podido transgredir. Lo único relativo en esa ecuación es el grado
de violencia, el número de muertos, la cuota de dolor. Tiene que ver con la historia
del lugar, con la cercanía a otros conflictos, con la madurez de las instituciones.

Los dueños del negocio ilegal pueden recurrir al propio Estado, a muchos de sus
agentes, para la protección ilegal, o pueden construir sus propios aparatos
sicariales, o pueden, incluso, mezclar las dos opciones, o aún más, pueden
contratar su protección con otro ilegal dedicado a fines completamente distintos. El
cartel de Cali y los Rodríguez Orejuela, en su momento, pusieron el énfasis en la
primera opción; el cartel de Medellín y Pablo Escobar pusieron el acento en la
segunda.

Después todo se volvió más oscuro, más difuso, más extendido, más potente, más
difícil de combatir. Los paramilitares y las bandas criminales aprehendieron las
experiencias de Cali y Medellín y construyeron estructuras complejas que mezclan
a bandidos, a uniformados, a políticos y a empresarios. Con estos aparatos han
protegido una extensa gama de negocios ilegales que van desde el narcotráfico
hasta la minería pasando por la extorsión, el contrabando y un largo etcétera.

Al otro lado una extensa variedad de negociantes de ilegalidades, especialmente


narcotraficantes y ahora mineros del oro o agentes minuciosos del contrabando,
pagan la protección de unas guerrillas que se han apoderado así de grandes sumas
de dinero para financiar su guerra contra el Estado. Este soporte económico –
ligado a la miopía de unas elites que no querían hacer una oferta seria de paz– ha
servido, sin duda, para prolongar una confrontación que debió terminar a finales
del siglo pasado.

Repito esto, a riesgo de cansar a los lectores, para ilustrar de nuevo la enorme
importancia que tiene la palabra legalizar y el grave error que significa decir que
nosotros los colombianos no abogamos por la legalización de las drogas ilícitas, o la
negligencia para concertar una legislación y una nueva institucionalidad minera
para conjurar la informalidad y la ilegalidad del sector y para promover negocios
legítimos y emplear a los miles y miles de jóvenes enganchados en estos negocios
oscuros.

La legalización de las drogas ahora prohibidas nos liberaría de la protección ilegal y


violenta y nos enfrentaría al reto de analizar y tratar a los consumidores, al reto de
examinar por qué aumenta el consumo en el mundo, cuáles dramas humanos hay
detrás, qué daños reales producen estas drogas en la salud individual y social. No
hay que bajar la guardia en esta prédica. Acá no cabe la diplomacia. No caben
palabras de satisfacción con los pequeños pasos que se dan en los escenarios
internacionales cada 10 o 15 años. Acá nosotros nos jugamos la vida, la vida misma,
que sucumbe en la defensa violenta de estos negocios por jóvenes adentro y afuera
de la institucionalidad.

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