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Elias Canetti

Un Nobel sefardita errante

Me hizo mucha gracia cuando en un suelto leí: «¿Quién es ese oscuro escritor, naci-
do en 1905 en Bulgaria, de padres judíos españoles, cuyo idioma es alemán, ese
hombre que ha vivido en Austria, Suiza, Francia y, finalmente, en Inglaterra?»
¿Quién es ese Elías Canetti, el escritor que en cierto modo no pertenece a ningún
país, siendo producto de todos, Premio Nobel 1981, y que murió en 1994? Aquí
haremos memoria de su vida interesante, de su obra artística y literaria comen-
zando por su ensayo El otro proceso de Kafka, y siguiendo, mayormente, los tres
volúmenes de su autobiografía –La lengua absuelta, La antorcha al oído y El juego
de ojos–, la novela Auto de Fe a la que dedicó unos veinticinco años (1938-1960),
la obra magistral Masa y Poder y los Apuntes fechados entre 1973 y 1984.

TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA •

INTRODUCCIÓN

En un artículo de ABC, Rafael Conte se preguntaba en qué se pare-


cen el tiempo y la literatura. Y citaba a Antonio Machado, según el cual
–la palabra en el tiempo– las cosas están claras: sólo se pueden contar
cuando han pasado. Así cantó Homero la décima guerra de Troya cin-
co siglos después, y de ahí que sean estériles las polémicas sobre todos
los finales y principios de siglo o milenio 1.

• Teófilo Aparicio López es agustino, doctor en Filosofía y Letras, periodista


y Académico Correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes de Valladolid.
1 CONTE, R., en ABC Cultural, 20-XI-1999, p. 17.

RELIGIÓN Y CULTURA, LV (2009), 875-936

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ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

La literatura cuenta con palabras, no con números, aunque también


cuando todo ha sucedido. Pero no es lo mismo contar (cantar con pala-
bras), que contar con números, esto es, con los dedos...
¿Qué va a pasar con la literatura en estos tiempos nuevos que se ave-
cinan? –se pregunta–. Menos mal que no son tan nuevos de verdad y
que la literatura no depende sólo de la novedad, sino de su envejeci-
miento, de lo bien que envejezca, como los buenos vinos. Pero estamos
en tiempos de vinos jóvenes, para beber a toda prisa, como beaujolais
nouveau, que dura poco y se estropea enseguida.
Una cosa es clara, la literatura, para sobrevivir, tiene que luchar hoy
tanto contra quienes dicen ayudarla –falsificándola–, como contra los
que creemos sus adversarios. Para ella son tan peligrosos los que la fal-
sean fabricando productos que se presentan como literarios (y que no lo
son), como los medios audiovisuales y tecnológicos que arrasan conser-
vando, comunicando o difundiendo lo que dicen que es cultura (y que
tampoco lo es). Los primeros dicen defender el libro, pero se aprove-
chan de él. Los segundos lo ignoran, boicotean o desprecian y apartan
de él al público que así deja de ser lector pensando que lo sigue siendo.
Más adelante añadía, que el Premio Nobel poco tenía que ver con la
literatura... El Nobel parece haber sido quizá una especie de redención
previa del horror que iba a venir después.
El Premio Nobel de Literatura –concluía nuestro especialista– «es la
literatura expiatoria del siglo más trágico de la Historia. Por eso ha sido
siempre un galardón tan caótico como representativo, el que más de
todos tal vez».
Y entrando en nuestro tema concreto, les diré que me hizo mucha
gracia cuando en un suelto leí: ¿Quién es ese oscuro escritor, nacido en
1905 en Bulgaria, de padres judíos españoles, cuyo idioma es alemán, ese
hombre que ha vivido en Austria, Suiza, Francia y, finalmente, en Ingla-
terra? ¿Quién es ese Elías Canetti, el escritor que en cierto modo no per-
tenece a ningún país, siendo producto de todos?
Esta pregunta se la hizo la clase literaria londinense al conocer la noti-
cia del nuevo Nobel. Lo propio hubiera sido añadir que eran pocos, muy
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pocos, los que sabían que Elías Canetti existiera en el centro de un mun-
do artístico que le ignoraba.
Sus libros no se encontrarían en las librerías mejores. Y es posible que,
si uno preguntara por Auto de fe, el librero no supiera de su autor.
Pero Elías Canetti tiene una vida muy interesante y una obra litera-
ria muy importante. Es un escritor europeo por excelencia, entroncado
con una tradición de creadores atormentados más que por un estilo pro-
pio, por un grupo extraño sobre el que es preciso dejar testimonio en
palabras.
En defensa del Premio Nobel 1981 hay que decir que poseía el Prix
International y el Buchner Prize. Y no deja de ser un honor y una glo-
ria no pequeña que este Nobel sea descendiente directo de judíos espa-
ñoles, residentes en Bulgaria, y que sus primeras palabras que aprendió
a pronunciar fueron las que hablaban nuestros antepasados. Nuestro
autor, lejos del desprecio, se muestra orgulloso de ser descendiente de
españoles.
Hay un libro fundamental, al que es preciso referirse para entender
a Canetti: Es un Ensayo sobre Franz Kafka, titulado El otro proceso de
Kafka.
En él analiza las cartas que Kafka dirigió a Felice Bauer, su novia. Es
un estudio tan minucioso, entrañable y tan profundo, que hay que sos-
pechar que el escritor que creó La metamorfosis ha sido, para el búlgaro
Canetti, un modelo obsesivo. Las conclusiones del ensayo son revela-
doras. Sostiene que Kafka sólo sería capaz de experimentar (y expresar)
su amor por Felice a través de la palabra. Sin las cartas –dicho de otro
modo– no hubiera existido ese amor. Al menos, así piensa y cree nues-
tro autor.
En cuanto al estilo de Elías Canetti, ni está de moda, ni ha dejado de
estarlo. Páginas y páginas de Auto de fe, por ejemplo, demuestran que
cada palabra ocupa su lugar preciso. Está allí dejada como sin verdade-
ro esfuerzo. Naturalmente. Sirve el propósito de comunicarnos un argu-
mento que, a su vez, devuelve al lector el encanto original del lenguaje
de su autor.
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ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

1. PREMIO NOBEL A UN SEFARDITA

Elías Canetti nació el 25 de julio del año 1905, en Rutschuk (Bul-


garia), pequeña ciudad de Bajo Danubio, que aparece revelada en sus
Memorias con particular encanto y en ella vivió hasta el año 1911.
Hijo de comerciantes judíos de ascendencia española, puede consi-
derarse como un sefardita. Su primera juventud la vivió en Manchester
–lugar donde murió su padre fulminado por un ataque al corazón–, Vie-
na, Franfort y Zurich.
Entre 1916 y 1924 –en plena Primera Guerra Europea–, cursó estu-
dios en estos dos últimos lugares y, más tarde, siguió la carrera de Cien-
cias Naturales hasta el 1929, en la Universidad de Viena, en donde obtu-
vo el doctorado en Filosofía y Letras.
En 1938 regresó a Londres y allí vivió hasta su muerte, que fue el año
1994. La primera parte de su biografía puede seguirse en su libro de
Memorias La lengua absuelta, que cubre un ciclo vital desde su lugar de
nacimiento hasta Zurich; es decir, desde los años 1905 a 1921. El ascen-
so de Hitler al poder le obligó a trasladarse a Londres, huyendo de Ale-
mania, y posteriormente a la ciudad suiza.
Aunque otra cosa parezca a los españoles, Elías Canetti cuenta con
una obra muy nutrida que comprende novela, ensayo y teatro, con un
gran contenido filosófico.
A decir verdad, Auto de fe, aparecida en 1935, es su grande y única
novela. En su día fue elogiada, entre otros, por el también premio Nobel
Thomas Mann.
Analizada en profundidad, uno observa que, ante el fondo de bruta-
lidad del nacional-socialismo de Hitler que nos llevó a la segunda gue-
rra mundial, Auto de fe alcanza una perspectiva profunda.
Masa y poder es un extenso ensayo en el que estudia la conformación
y reacciones típicas de los movimientos de masas. Este libro fue publi-
cado en el año 1960, y es obra capital y totalmente original de investi-
gación de los fenómenos sociales, que bascula entre el ensayo y la nove-
la. Citada queda su obra El otro proceso de Kafka, en la que, como arri-
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ba se sugiere, el escritor búlgaro contempla la vida del narrador checo


en un diálogo con los propios textos del autor.
Según dejó escrito Guy Rouzet, la obra de Canetti se presenta como
un desafío a la muerte, en medio de la zarabanda del siglo XX. Y debe-
mos situarla dentro de la escuela de Viena, junto a Freud, Mahler, Musil,
Schomberg Klimt. Harl Kraus, que representa la escuela de la resistencia.
Autores todos estos que son nombrados constantemente en su trilogía
de Memorias, según hemos de ver a su debido tiempo. En el otro polo
de la escritura de nuestro autor se encuentra Stendhal, sobre todo en La
vida de Henry Brulard.
He aquí, pues, a Elías Canetti que surge de pronto, con fuerza y vigor,
para dividir a los académicos suecos.Y aquí este israelita de una extraña
pero fructífera diáspora –como tantos otros Nobel de los últimos años:
Saul Bellow, Isaac Bashevis Singer y aun Czeslaw Milosv–, rescatando
una atención de escritor europeo del momento.
Judío de raza, le tocó vivir el holocausto y el exilio y, por mucho que
haya suavizado sus traumas, los traumas quedan, sobre todo en su obra
autobiogáfica –La lengua absuelta–, donde la ternura no resta un ápice
al dramatismo.
«A las primeras de cambio –escribió en su día Florencio Martínez
Ruiz–, puede llamársele el Proust búlgaro, puesto que protagoniza la saga
de los Canetti o de los Arditti, los dos abuelos, el ángel y el diablo que
amparan y desamparan su infancia».
«El entusiasmo de un hombre pesimista –sigue diciendo– y su reto
contra la muerte». Sería engañoso el situar a Canetti, por el hecho de
escribir en lengua alemana, junto con los expresionistas de ayer y de hoy,
desde Musil a Peter Handke. Auto de fe está más cerca de la escuela de
Witgenstein, pero embutido en la sensualidad narrativa propia de una
novela que es una gran revelación de Elías Canetti para los españoles,
por el hecho de que el novelista búlgaro transplanta al Prater de Viena,
las llanuras de un loco Quijote manchego en este Peter Kien, que vive
aislado, entregado a trabajos de investigación y que sólo sale de su infi-
nito terror, de sus oscuras y neblinosas soledades, por la presencia de una
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ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

mujer que le hace abandonar su inmensa biblioteca y lo lanza a la vorá-


gine ciudadana 2.
Elías Canetti cultiva un antiheroismo; lucha a su modo con su Dul-
cinea. Teresa, criada-esposa, y los personajes que, como ha expresado
Vicente M. Foix, son, en cierto modo, un trasunto de Sancho.
Por lo que nuestro autor debe ser leído, fundamentalmente, porque
monta toda su operación creadora desde una antropología visceral, des-
de la profunda responsabilidad de la palabra. Su energía estilística, la
gradación implacable de su discurso y la lucidez de su análisis humano
dan a su novela –y de algún modo a su obra ensayística– una neta con-
sistencia de obra universal. No en vano se le hace descender del mismo
Don Quijote de la Mancha, de Cervantes, y se equipara en importancia
al Tristram Shandy de Sterne, o el Peterburgo de Andreu Biely, que en
contextos culturales diferentes, han puesto a cabalgar el binomio idea-
lismo-pesimismo, a don Quijote, en definitiva.
Un día, ya un tanto lejano, el escritor Fernando Pedród afirmaba un
poco alegremente que la Academia sueca parecía jugar al ratón y al gato
con los círculos literarios de Estocolmo. Y lo decía porque, mientras los
periodistas están al acecho de cualquier insinuación y los críticos apues-
tan apuntando nombres en sus listas, llega la susodicha Academia y da
la gran sorpresa.
Para mí, particularmente, fue muy grata la sorpresa que a Elías Canet-
ti, descendiente de una familia sefardí española lo consiguiera el año
1981; por su obra literaria, caracterizada por una amplia visión, riqueza
de ideas y fuerza artística.
Canetti es una de las apariciones más felices que se le han presenta-
do al lector español desde hace bastantes años, sin ser un escritor recien-
te o estrictamente moderno –ha dejado escrito Merc‚ Monmany–, su
brillantez y su profundo rigor narrativo dan a su obra tal fuerza seduc-
tora que consigue prevalecer por encima de todo uso literario. En sus

2 MARTÍNEZ RUIZ, F., «Canetti un Quijote que cabalga de nuevo», en ABC


Cultural y Sociedad, 16-X-1981.
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páginas se hallan –por encendidas que sean en ocasiones– rasgos espe-


ciales de un humor o un dolido lamento como recursos descriptivos. Al
revés, Canetti ofrece los tesoros de su memoria con la gravedad y con la
fe absoluta de un solemne ceremonial. Escruta entre huellas y sombras
de su interior depositadas como un extraño y misterioso tesoro, que no
es bello ni esplendoroso, sino sobre todo turbador, desconcertante.
Leyendo sus libros, rápidamente se perciben dos hechos fundamen-
tales para su futura formación: la tradición judía en cierto modo uni-
versal (en su ciudad natal Rustchuk se hablan siete u ocho idiomas y
todos entienden un poco de cada uno) y aquélla que le va proporcionan-
do su madre. «Ella me abrió las puertas del espíritu –escribirá agradeci-
do Canetti– y yo le seguí ciego y entusiasta».
La misma Merce Monmany sostiene que, como todo proceso poéti-
co, la autobiografía de Canetti parte de una confusa arbitrariedad de la
experiencia íntima, hasta llegar a un estado, escrito, de arbitrariedad
explícita y concreta. Esa búsqueda selectiva y ardiente en su pasado no
tiene que ver con la de Proust, aunque igualmente niegue el realismo
llano y categórico de una crónica biográfica.
En el testamento, escrito un año antes de su muerte en 1895, Alfred
Nobel, creador de los premios que llevan su nombre, destinó el de Lite-
ratura a la persona que haya producido la obra literaria más notable de ten-
dencia idealista.
Y el profesor Lars Gyllensten, secretario permanente de la Academia
sueca y miembro del Comit‚ Nobel, declaraba que «debemos intentar
hacer justicia a la literatura escrita en los países subdesarrollados». Lo
que se interpretó generalmente en el sentido de que el Nobel de Litera-
tura iría aquel año fuera del Norte y el Occidente avanzados e indus-
trializados.
La familia Canetti procedía de Turquía. En su libro La lengua absuel-
ta, recuerda que los suyos se consideraban judíos especiales por su tra-
dición española y el español que hablaban entre ellos, el ladino, había
evolucionado muy poco y cuando hablaban el turco u otro idioma daban
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siempre la equivalencia en su rancio castellano y así la tienda del abue-


lo era la botica y en el corral común de la casa había gallinicas.
«Las primeras canciones infantiles que oí –escribe– eran españolas, se
trataba de viejos romances españoles, pero lo que se grababa con más
fuerza en un niño era la mentalidad de los españoles».
Hasta la madre, en contradicción con su cultura literaria y musical,
abierta a su curiosidad universalista en que orientaría al hijo, repetía en
castellano que ellos eran de buena familia, contradictoria afirmación que
pese a su tono hispánico esclarecedor de una situación acomodada, no
les exoneraba del triste destino de la familia expulsada de su solar patrio
en horas de la discriminación racial político-religiosa de que fueron víc-
timas los judíos de España 3.
A los 14 años, en la ciudad de Viena, empieza a advertir los signos
de la discriminación por el hecho de ser judío, y es entonces cuando cae
en sus manos Civilización y Renacimiento, obra cumbre de Jacobo Burck-
harat, que fue –declara él mismo– «el fortalecimiento de mi desconfianza
en el poder»; pero el peso de la discriminación, sin embargo, parece res-
balar sobre su conciencia incapaz de sentimientos de odio: «Nunca se
me hizo sentir personalmente ninguna animosidad por ser judío».
Elías Canetti es, sin duda, el mayor escritor de la tradición mitteleu-
ropea, búlgaro de nacimiento y escritor en lengua alemana; británico de
nacionalidad, premio Nobel 1981. Poco antes, había obtenido el pre-
mio Franz Kafka. El exiliado y cosmopolita escritor Canetti tiene una
patria y está en la lengua alemana. A ella ha permanecido leal y a menu-
do ha manifestado su amor por las obras magistrales clásicas de la cul-
tura germana.
En este aspecto, ha destacado insistentemente el papel de Goethe como
medicina espiritual. Conocido en los círculos minoritarios de Europa, pero
desconocido del gran público, Canetti es un nombre que proyecta una
obra importante, traducida al castellano por Muchnik Editores.

3 SALCEDO, E., «Canetti, un “ladino” premio Nobel de Literatura», en El Nor-


te de Castilla, l6-X-1981.
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Escritor judío –como queda dicho ya– recoge en su vida y en su obra


el acto de justicia que el profesor Gyllensten había anunciado como repa-
ración a la literatura escrita en los países subdesarrollados. Y el pronóstico
se cumplió.
Yo creo sinceramente que no se le ha hecho justicia del todo, al no
reconocer en nuestro Nobel 1981 su afán insaciable de saber, saberlo
todo. Quiero aprenderlo todo, decía, con entonación diversa a los doce
años. Y este deseo de saberlo todo lo repetirá siempre, bien entendido
que ese todo incluye todo el saber enciclopédico y también el de la expe-
riencia y la vida. Y en absoluto separados como dos estatuas que se miran
y no se tocan, sino sobrellevados en el propio cuerpo, confrontados con
el devenir histórico y con el prójimo y públicamente expuestos.
Para Elías Canetti el teatro y cualquier otra forma de representación
literaria y la calle debían estar ligados: «Sólo encuentro digno de esce-
nificarse –declara– lo que concierne a la colectividad en su conjunto».
Nuestro premio Nobel dedicó más de tres décadas a desentrañar el
enigma de la masa, abarcando una extensión casi inconcebible de cono-
cimientos que fraguarían, al fin, en su importante libro Masa y poder,
publicado en 1960, como final de un camino que empezara en Frank-
furt poco después de la Primera Guerra Mundial, en lo que él denomi-
na mi etapa de aprendizaje aristofánico, cuando la lectura de Lisístrata le
abría los ojos y le agudizaba el oído al entremezclarse con la gente que
discutía en la calle, echando chispas, sobre el Tratado de Versalles, mien-
tras la inflación hacía que toneladas de billetes no alcanzaran ni para
comprar un caramelo.
Precisamente fue en Frankfurt, donde en 1922 asistió a una mani-
festación obrera de protesta por el asesinato de Walter Rathenaut. «El
recuerdo de esta primera manifestación –dice–, vivida conscientemen-
te se mantuvo firme en mí. Era la atracción física lo que no podía olvi-
dar, ese deseo intenso de integrarme, al margen de toda reflexión o con-
sideración».
Sin embargo, no hay que confundir esa avidez de conocimientos con
la glotonería de un yo humanista e iluso. El testigo oidor, de 1974, es el
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ocaso del sujeto lo que, arduamente, representa: una diseminación de


atributos, sin un hombre, sin un carácter no figurado que los sustente.
Claudio Magris llamó especie de Superyo al emperador Francisco José‚
y lo asocia al padre de la Carta al padre de Kafka y a El otro proceso de
Kafka de nuestro autor, que fue publicado en 1969.
Este importante ensayo y Las voces de Marrakesh –tan distintos– son
quizá sus obras más acabadas e invulnerables. Distintas porque existe, en
las dos, el mismo oído atento a lo infinitesimal y específico, la misma adhe-
sión rigurosa y lacónica a lo que trata. Oído, testigo oidor, voces son pala-
bras que componen los títulos de tres de sus obras, lo cual recuerda que
es el oído el sentido que los hombres del Antiguo Testamento, obliga-
dos sobre todo a escuchar y comprender, más necesitan y agudizan.
La madre de Elías, en 1913, decidió trasladarse con sus tres hijos a
Viena. El viaje tuvo su recorrido a través de distintas etapas y la trans-
misión del alemán ocurrió frente al lago de Ginebra, en pocas semanas.
«Tenía ocho años y para mi madre –cuenta nuestro protagonista– era
insoportable la idea de que, debido a mi desconocimiento del idioma,
no entrara a la clase que me correspondía, de modo que decidió ense-
ñarme alemán en un santiamén».
A decir verdad, «la obra entera, escasa, rigurosa y feroz de Canetti –ha
escrito Rafael Conte– es una de las más importantes de nuestro tiempo.
No hay en él ninguna caída, todo es escueto, nuclear, como si fuera una
riquísima y universal veta literaria de un mineral inagotable... Leer sus
libros es atravesar una experiencia tan terrible como inagotable, pues
Canetti no sólo fue un profeta en su tiempo, sino que lo sigue siendo
todavía».

2. LA LENGUA ABSUELTA

En este libro de más de trescientas páginas, primer volumen de su


autobiografía, reproduce –cincuenta años después– el período de su vida
que abarca desde su infancia hasta los 15 años.
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Nómada errante como buen judío, lleva el signo y sino de la diáspo-


ra. Entre otras ciudades y ambientes surgirán Rustschuk –su ciudad
natal– en Bulgaria, pasando por Manchester, Viena, o Zurich, donde
reparte sus años nómadas –muy pronto huérfano de padre– en compa-
ñía de una madre culta y cosmopolita y de sus dos hermanos menores.

2.1. En un viejo puerto del Danubio


La lengua absuelta da la impresión de que hubiera nacido y se hubie-
ra criado en otra era y en otro planeta. Elías Canetti murió en 1994. Fue
en Rustschuk donde nació en 1905, orillas de la parte sur del Danubio,
un viejo puerto por donde pasaban o recalaban los últimos súbditos de
tres imperios: el otomano, el austro-húngaro y el ruso.
Una manada hojaldre de olores, colores e idiomas: búlgaro, ladino,
turco, rumano, griego, ruso, armenio. Y curiosa la noticia, salvo quizá
la de los gitanos, el abuelo de Canetti entendía y hablaba, bien o mal,
todas las lenguas que se oían en la calle, además de las que había apren-
dido en sus viajes mercantiles por Europa.
También nuestro autor podrá aprender todos estos idiomas; pero él
escribirá en alemán, aunque tenga que vivir por temporadas en Londres,
Manchester, Zurich, Berlín, Franfurt y Viena.
Con todo, como vemos en su autobiografía, Rustschuk fue el poten-
te lugar que le activó los sentidos y que, como núcleo irradiante y cos-
mopolita, se convertirá en hito de un espacio imaginario en el que podía
sentirse vecino de Iaac Babel, natural de Odessa.

2.2. Influjo de los cuentos babelianos


Conoció a Babel en 1928, en Berlín, y de su obra literaria dirá: «El
colorido, la fuerza, el ímpetu de los Cuentos de Odessa babelianos pare-
cían provenir de mis propios recuerdos de infancia; sin yo saberlo, había
encontrado en su obra la capital natural de esa pequeña región del bajo
Danubio, y me habría parecido normal ver crecer aquella Odessa en la
desembocadura del río. El viaje que dominaba mis sueños de infancia
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ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

se hubiera desarrollado entonces río abajo y río arriba, de Viena a Odes-


sa y de Odessa a Viena» 4.
La primera canción que aprendió de niño fue de la niñera que, en
ladino, le cantaba: Manzanicas coloradas que vienen de Estabol.
Esta niñera, cariñosa y buena, que le sacaba todos los días a pasear y
le defendía de las muchachas que trataban de meterle miedo con licán-
tropos 5 y lobos.
Lo curioso es que, según nos cuenta el propio autor, estas niñeras
tenían más miedo al licántropo que el pequeño Elías; y así, asustadas
todas se acurrucaban, ovillándose con él en los divanes turcos de la casa,
–masa-cerrada, masa-anillo, escribirá cincuenta años después, en Masa
y poder–; y allí se dormían, hasta que eran descubiertos y jubilosamen-
te destapados por sus padres, Jacques Canetti y Mathilde Arditti, vásta-
gos de familias sefardíes, procedentes de Estambul, que, porque se habí-
an enamorado en Viena, tenían como lengua íntima el alemán.
Ana Basualdo dice que Elías Canetti murió en 1994, pero, leyendo
La lengua absuelta, da la impresión de que hubiera nacido y se hubiera
criado en otra era, en otro planeta. Pero fue en Rustschuk, a orillas de
la parte sur del Danubio.

2.3. En Russtchuk, su patria chica


Se nos dice por eso, que Elías Canetti es el último superviviente de
una constelación de escritores centroeuropeos que incluye a Franz Kaf-
ka, Rober Musil, Leo Perutz, Hemito von Dodeder y Hans Lobert. Con
acierto ha sido llamado el custodio de la metamorfosis.
Educado y crecido orillas del citado Danubio, en el abigarrado mun-
do balcánico, entre vulgares griegos, albanos, rumanos, armenos, rusos

4 BABEL, I., escritor soviético, nacido en Odesa en 1894 y ejecutado en 1941.


Se adhirió a la revolución rusa y en 1920 ingresó en la caballería del ejército ruso.
Escribió, entre otras obras, Cuentos judíos.
5 Licántropos, dícese del hombre convertido en lobo.

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y gitanos, desde su más tierna infancia aprendió canciones turcas y vie-


jos romances españoles, según queda sugerido páginas atrás.
Se ha podido decir, igualmente, que dos amores marcaron su vida: la
figura de su madre, mujer culta y cosmopolita, y ese amor por la litera-
tura que ella misma le transmitió.
Todo lo cual se refleja admirablemente en la trilogía que constituye
las memorias de su vida.
La lengua absuelta, que forma el primer volumen 6, permite observar
cómo, a partir de los primeros años de colegio, se forja la personalidad
de Canetti: indómito, indagador, intransigente.
Como más tarde dijera de sí mismo: «existen pocas cosas negativas
que yo no haya dicho del hombre y de la humanidad». Pero su carácter
crítico se teñía de una pasión que tornaba fascinante su visión del mun-
do y de las cosas.
De ahí que La lengua absuelta sea una provocación autoanalítica, pro-
funda y perspicaz que se deja leer como una novela.

2.4. Una provocación autoanalítica


El propio Canetti nos dirá de sus primeros días que el recuerdo más
remoto está bañado en rojo.
«Salgo por una puerta en brazos de una muchacha, ante mí el suelo
es rojo y a la izquierda desciende una escalera igualmente roja. Frente a
nosotros, a la misma altura, se abre una puerta y aparece un hombre son-
riente que viene amigablemente hacia mí. Se me aproxima mucho, se
detiene, y me dice: ¡“Enseña la lengua”!... Y hace todos los preparativos
como si se la quisiera cortar... Así comienza el día, y la historia se repi-
te muchas veces. El pequeño tiene miedo. Su niñera, búlgara, sólo tenía
quince años y poco podía hacer con aquel hombre armado de navaja.»

6 CANETTI, E., La lengua absuelta, Editores Muchvik, SA, Barcelona 1994, 4.ª
edición.
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2.5. Rustschuk, ciudad maravillosa


Nuestro autor rinde un homenaje fervoroso y agradecido a su ciudad
natal. «Rustschuk, en el bajo Danubio, donde vine al mundo, era una
ciudad maravillosa para un niño, y si digo que está en Bulgaria no doy
más que una vaga idea de ella. Allí vivían gentes de las más diversas pro-
cedencias, en un mismo día se podían escuchar siete u ocho idiomas
diferentes... Como niño, yo no tenía manera de aprender esta multipli-
cidad, sin embargo nunca dejé de percibir sus efectos... La mejor ami-
ga de mi madre, Olga, era rusa... Rustschuk era un viejo puerto del
Danubio, lo que le confería cierta importancia. Como puerto, había
atraído gente de todas partes y el Danubio era el tema constante de con-
versación» 7.
Recuerda que una vez por semana se reunían en su patio los gitanos.
Eran tantos que al pequeño le parecían un pueblo entero.
Les tenía miedo, aunque –como escribe textual– «le resultaba difícil
dar una imagen del colorido de estos primeros años de Rustschuk de sus
pasiones y sus miedos».
«Todo lo que viví después ya había ocurrido alguna vez en Rustschuk.
Así, llaman Europa al resto del mundo y si alguien remonta el Danubio
en dirección a Viena se dice que va a Europa. Allí, Europa comienza
donde, en otro tiempo, terminaba el imperio turco» 8.

2.6. Elogio a los judíos sefardíes


Reconoce que las fidelidades de los sefardíes eran completas. «Eran
judíos creyentes para quienes la vida de la comunidad religiosa tenía sig-
nificado; ocupaba, sin excesivo ardor, el centro de sus existencias. Pero
se consideraban judíos especiales, lo que estaba estrechamente relacio-
nado con su tradición española».

7 CANETTI, E., La lengua absuelta, l.c., p. 12.


8 Ibíd., p. 13.
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Lo más arrogante que podía decirse de alguien era: es de buena fami-


lia. Elías Canetti, sobre este aspecto, se sorprende del inamovible pre-
juicio que tiene contra las personas que se vanaglorían de su elevada
alcurnia. De tal modo, que las pocas veces que hizo amistad con aristó-
cratas tuvo que pasar por alto que hablaran de esto.
Recuerda que la clase, en la que se incluía su madre, era de origen
hispano y adinerada. Entonces comprobó, ya en sus tiernos años, en su
familia, lo que el dinero hace de la gente.

2.7. Despegado de la familia


Nunca estuvo apegado a la familia. «No amaba –dice– en absoluto a
muchos de sus protagonistas, unos le producían indignación, otros le
inspiraban desprecio. Por la familia como un todo, sólo sentía orgullo».
Se le grabó muy pronto una palabra insistente y tierna a la vez: era la
palabra Butica. Así se llamaba la tienda donde el abuelo y sus hijos pasa-
ban el día. Como era demasiado pequeño, raramente le aceptaban en su
compañía. La calle a la que daba el gran portón del patio era polvorienta
y mortecina. Cuando llovía mucho quedaba enfangada.
Cómo recuerda el grito de ¡Kako! ¡Kako!, acompañado de un cacareo
como de gallina, que lanzaban los niños de la calle, cuando aparecía un
hombre andrajosamente vestido de negro, cacareando y temblando por las
burlas de los niños.
El pequeño Canetti sentía lástima por él.
Si paramos mientes, uno de los personajes inanimados que está muy
presente en La lengua absuelta es el río Danubio, que se ensancha a su
paso por Rumanía. Rara vez se helaba, y sobre el particular se contaban
historias emocionantes de lobos, que bajaban hambrientos de los mon-
tes; y de los licántropos, que atemorizaban a los niños del poblado. Son
los primeros cuentos que escuchaba en su infancia, juntamente con los
de vampiros.
889
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

No deja de tener su significado el que los padres del pequeño habla-


ban, entre ellos, el alemán, «idioma que no me estaba permitido enten-
der». Escribe textual.
A parientes y amigos, igual que a los niños, les hablaban en ladino.
Era éste el idioma vernáculo, castellano antiguo 9.
La casa del abuelo Canetti resultaba más majestuosa que las otras casas
y era también más alta. El patio ajardinado que correspondía a las tres
casas era muy grande, donde había una cisterna para el agua, un tanto
desplazada del centro.
Con qué fruición y regalo al oído cuenta nuestro protagonista el día
en que llegaban los gitanos –era todos los viernes– y llenaban el patio.
Nuestro pequeño Canetti –ya queda dicho– les tenía un miedo horro-
roso. El portón se abría de par en par y el primero en entrar era el patriar-
ca, que estaba ciego, un hermoso anciano de cabellos blancos que cami-
naba apoyado en dos nietas mayores, vestido de harapos multicolores.
A su alrededor se sentaban gitanos de todas las edades, muy pocos hom-
bres e innumerables niños, los más pequeños en brazos de las madres.
Después de recoger los donativos en especie, la comitiva se levanta-
ba, daba una vuelta a la casa y se volvían a sus lugares.
Nuestro pequeño que, desde la ventana no les quitaba ojo, bajaba
corriendo a la cocina gritando: ¡Los gitanos se han ido!
Entre los familiares, estaba el tío Bucco, al que todos respetaban, pues
era el primogénito.
Durante cuatro años, el pequeño Elías fue el único niño de la fami-
lia. Hasta que le nació un hermanito, Nissim de nombre. Nunca olvi-
daría las escenas que precedieron al parto, y es una maravilla con qué
rigor y a la vez con qué belleza lo describe nuestro autor. No olvidaría,
por supuesto, la fiesta de la circuncisión, que llenó toda la casa. Y enton-
ces pudo darse cuenta, durante la ceremonia, de que el prestigio de pri-
mogénito era muy elevado.

9 Ladino, lengua romance por oposición al árabe.


890
TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

No lejos de su casa vivían los turcos, donde tuvo la ingrata experiencia


de asistir a un crimen por celos de un hombre, que mató a su amante.

2.8. El abuelo Arditti


Los celos los experimentó el propio niño al final de aquel paseo, cuan-
do llegaron a casa del abuelo Arditti, al que visitaban los sábados de cada
semana. Vivía en una casa amplia, de color rojizo. En el jardín había una
gran morera de ramas bajas. La madre del pequeño le había señalado el
rincón de la rama más alta donde, cuando era niña, trepaba y se escon-
día para poder leer sin ser molestada.
Le llenaba de emoción cuando la madre se acercaba al anciano y le
decía con veneración: ¡Le beso las manos, señor Padre!
Y aunque nunca le gustara, el niño tenía que besarle también las
manos.
No le tenía gran cariño. No se parecía en nada al abuelo Canetti.
«Nunca era divertido ni colérico, ni cariñoso ni adusto, como el otro
abuelo, cuyo nombre yo llevaba. Este era siempre exactamente el mismo,
se sentaba en su poltrona y no se movía, no me hablaba ni me regalaba
nada y apenas intercambiaba un par de palabras con mi madre. Así lle-
gábamos al final de la visita que yo tanto odiaba, siempre la misma» 10.

2.9. La fiesta del Purim


Nuestro autor describe admirablemente la fiesta del Purim, que con-
memoraba jubilosamente la salvación de los judíos de Hamán, el mal-
vado perseguidor, que había querido matar a todos los judíos pero, gra-
cias a Mardoqueo y a la bella reina Esther, fracasó en su intento.
Recuerda con mucho enfado el trauma que le quedó para toda la vida,
con la brutal y pesada broma que le hizo su padre, saltando sobre su
cama con la máscara de un lobo. Desde entonces, tuvo muchas pesadi-
llas y fue considerado como un niño traumatizado.

10 CANETTI, E., La lengua absuelta, l.c., p. 30.


891
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

El abuelo Canetti era un personaje acabado. Este se había hecho así


mismo a partir de una infancia huérfana, llena de trapacerías. Muy
joven fue arrojado a la calle y aunque ciertamente llegó a prosperar, a
los ojos del otro abuelo –Arditti– no era más que un comediante y un
embustero.
Pero quien se lleva la palma es la madre, Mathilde, y a quien su padre
llamaba Mädi, en alemán.
El pequeño Canetti tenía una prima, Laurica, que se hacían insepa-
rables compañeros de juego. Era cuatro años mayor que él.
Hasta que fueron separándose y se hicieron enemigos a rabiar. Lau-
rica no le dejaba ver a su primo los cuadernos escritos.
La segunda parte de La lengua absuelta discurre en Manchester,
durante los años 1911-1913, víspera de la primera Guerra Mundial.
La muerte repentina del padre supuso un duro golpe para aquella
familia judía. Durante algún tiempo –declara Canetti– era peligroso
dejar sola a su madre. «No sé quién tuvo la idea de convertirme a mí
–dice– en custodio de su vida. Lloraba mucho y yo la escuchaba llorar.
No la podía consolar porque era inconsolable. Pero cuando se levanta-
ba y se dirigía a la ventana, de un salto me ponía junto a ella, la estre-
chaba entre mis brazos y no la soltaba. No hablábamos, estas escenas
ocurrían sin palabras» 11.
Ella se dejaba custodiar, pero el muchacho presentía que su vigilan-
cia la abrumaba. Anteriormente, la madre no había significado mucho
para él. Nunca la veía sola. Sus hermanos dependían de la institutriz y
apenas salían del cuarto de los niños. Y como era el mayor, era el único
que iba a la escuela de Miss Lancashire.
En casa se dedicaba, cuando estaba solo, en lugar de jugar, a hablar
con el empapelado de la habitación. Y aun en presencia de sus hermanos
se dedicaba a construir sus historias en silencio.

11 Ibíd., l.c., p. 53.


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TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

Con quien mejor lo pasaba era –mientras vivió– con su padre, que
era un hombre inteligente y divertido, y siempre se inventaba nuevas
bromas. Dante y Guillermo Tell estaban muy presentes, sin que faltara
Robinson Crusoe, y el propio don Quijote de la Mancha. Recuerda que
el último libro que recibió de él, versaba sobre la vida de Napoleón.
A veces, los domingos le llevaba a él solo de paseo. No lejos de la casa,
corría el pequeño río Mersey. La orilla izquierda estaba bordeada por un
muro rojizo; por la derecha serpenteaba un camino en medio de un fron-
doso prado de flores y alta hierba. En una de las ocasiones, durante el
mismo paseo, le dijo a su pequeño: Serás lo que tú quieras, con una ter-
nura tan grande, que ambos se quedaron parados por un momento. No
tienes por qué ser comerciante, como el tío o como yo. Estudiarás y llegarás
a ser lo que más te apetezca.

2.10. Gratos recuerdos y sinsabores


Canetti conserva grato recuerdo de Miss Lancashire. La escuela era
mixta. Ni una sola vez la vio irritada o enojada, y entendía bien la men-
talidad de los niños.
En el corazón de nuestro pequeño escolar se le había metido una niña,
Mary Handsome, que compartía pupitre con él.
Salían juntos. La acompañaba hasta la esquina de su casa. Le daba un
beso y echaba a correr. Pero aquella furtiva amistad duró muy pocas horas.
«–No volverás a acompañar nunca más a la pequeña Mary. El cami-
no a tu casa es otro. Tampoco os volveréis a sentar juntos y no hablarás
más con ella.»
Así de tajante se lo dijeron. Y así a rajatabla lo tuvo que cumplir.
Manzanicas coloradas las que vienen de Estabol. Pero las mejillas colo-
radas de Little Mary no las volvió a ver más.
Elías Canetti vivía en Inglaterra cuando el hundimiento del Titanic,
y parecía oír en sus oídos a la orquesta mientras se hundía el barco en
las aguas frías del Océano.
893
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

En estos momentos, la vida en la casa de Burton Road le resultaba


afable y risueña. Los fines de semana siempre había invitados y a veces
llamaban la presencia del muchacho. De este modo aprendió a conocer
bien a todos los miembros de la familia y a sus amigos, pues la colonia
sefardí en Manchester había crecido muy rápidamente y todos se habían
establecido en las afueras, en los barrios de West Didsbury y Withing-
ton. Los invitados del señor Canetti se divertían, charlaban, reían, hací-
an música y jugaban a las cartas.
Mientras tanto, nuestro protagonista relacionaba todas sus experien-
cias con los libros que leía. Entre ellos Las mil y una noches y los cuen-
tos de Grimm.

3. LA ANTORCHA AL OÍDO

Es la segunda parte de su autobiografía. Como para justificar este


volumen, Canetti dice: «A diferencia de muchos, en particular de quie-
nes han sucumbido a una psicología verbosa, yo no estoy convencido de
que haya que torturar, vejar o extorsionar el recuerdo, ni tampoco expo-
nerlo a la acción de alicientes bien calculados. Me inclino ante el recuer-
do de cada ser humano. Quiero dejarlo tan intacto como le pertenece
al hombre que existe para bien de su libertad, y no oculto mi aversión
por quienes se permiten someterlo a prolongadas intervenciones qui-
rúrgicas hasta igualarlo al recuerdo de todos los demás. Que operen a su
antojo narices, labios, orejas, piel y cabellos, que transplanten ojos de
otro color si no hay más remedio, o corazones ajenos que palpiten un
añito más, que ausculten, amputen, alisen o igualen, pero que dejen en
paz al recuerdo».

3.1. Cambios de escenarios en su infancia


Elías Canetti, sin solución de continuidad, hubo de aceptar los cam-
bios de escenario de sus primeros años. «Acepté sin renuncia los cam-
bios de escenario de mis primeros años –escribe–. Nunca he lamentado
verme expuesto, de niño, a impresiones tan intensas y contrastes. Cual-
894
TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

quier nuevo lugar, por extraño que pudiera parecerme al principio, aca-
baba conquistándome gracias a la peculiar impronta que en mí dejaba
y a sus incalculables ramificaciones» 12.
Sólo uno de aquellos pasos me llenó de amargura: jamás pude con-
solarme de abandonar Zurich. Tenía dieciséis años y me sentía tan inten-
samente unido a ciertas personas y lugares, al colegio, país, literatura e
incluso al idioma, que no deseaba dejar todo aquello nunca más.
La ruptura fue violenta, y todas las razones que aduje para quedarme
–como era mi deseo– fueron objeto de escarnio.

3.2. En Frankfurt, en plena juventud


En los años 1921-24, en plena juventud encontramos a nuestro héroe
en Frankfurt. Nuevos maestros. Nuevos profesores. Nuevas Frauleins en
las que hay para todos los gustos. Su madre era la que más a gusto se
encontraba.
En la pensión Charlotte, donde se hospedaba su madre, era muy res-
petada. Aquí conoce a nuevas personas y personajes, que le hablan de
Spengler y de Van Gogh, el pintor de sillas de paja y de girasoles.
Sentía curiosidad por conocer a Herr Hungerbach, el cual disfrutaba
de sus efectos. Iba vestido enteramente azul, el color de sus ojos: impe-
cable, pero la palabra que con más frecuencia acudía a la mente de
Canetti era la de minero, y se preguntaba si este hombre, el más pulcro,
seguro y duro de todos, habría trabajado realmente de joven en una
mina, como le aseguraba su madre.

3.3. Encuentro con un joven que le habla de Cristo


Canetti conoce a Rainer Fredeich, un muchacho alto y soñador que
frecuentaba el Círculo Bíblico en su condición de cristiano ferviente.
Rainer le habla de Cristo, que también murió por él.

12 Ibíd., l.c., p. 78.


895
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

Pero ¿cómo hubiera podido adivinar que en su primera infancia, Jesu-


cristo había estado muy cerca de él en esos maravillosos himnos ingle-
ses que cantaban con su institutriz? La muerte de Cristo en la cruz, aun-
que él mismo la deseara, tuvo un efecto no menos perturbador en nues-
tro autor, pues significaba que, al margen del objetivo propuesto, la
muerte es algo calculado. Friedrich, que creía abogar por su causa en los
mejores términos y le decía con palabra tierna que Cristo también había
muerto por su amigo, no sospechaba hasta qué punto su frase invalida-
ba en él cualquier interés por dicha causa.

3.4. Contemplador de las estrellas


El jovencito hace nuevas amistades. La primera de todas la de Hans
Baum, «chico muy formal, educado por su padre con gran disciplina,
celoso guardián de su dignidad, siempre serio y esmerado, buen traba-
jador, con poco vuelo, pero con gran capacidad de esfuerzo».
Baum era muy correcto. En cambio, Félix Wertheim era un mucha-
cho alegre y temperamental, a quien los estudios tenían sin cuidado,
pues en las horas de clase se dedicaba a estudiar a los maestros. No se le
escapaba la menor peculiaridad en ninguno de ellos: se las aprendía todas
como si fueran papeles dramáticos, y hasta tenía personajes que le gus-
taban más que otros.
Cada noche salía al balcón a contemplar las estrellas. Buscaba las cons-
telaciones que ya conocía y se sentía satisfecho al encontrarlas. Pero su
corazón estaba inquieto. Se sentía culpable de la miseria que veía a su
alrededor y que no compartía con ella. Se hubiera sentido menos cul-
pable si hubiera logrado convencer siquiera una vez a su madre de la
injusticia que suponía su buena vida, como él mismo la llamaba.
Es admirable nuestro autor hablando de su madre: de sus virtudes y
defectos, de sus antojos, privaciones y deseos. Todo lo enfocaba en tor-
no a la formación más completa de su primogénito. Le deseaba fuerte,
mientras él se mostraba como un pacífico cordero cuyos balidos nadie
escucha. Pero estaba claro que Elías no servía para médico.
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TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

3.5. El joven que se abre a la vida


«El período de Frankfurt no sólo comprendió mis experiencias –escri-
be– con la gente que iba conociendo en la pensión Charlotte». Pero al
repetirse éstas a diario, un proceso permanente, no podía restarles impor-
tancia.
Ninguno de los profesores del colegio, salvo una excepción, lograba
despertar realmente su entusiasmo. Ese uno era un hombre fino y taci-
turno a quien debía muchas cosas. Se llamaba Gerber y era profesor de
alemán. Parecía un hombre tímido comparado con los demás.
Con este profesor mantuvo verdadera amistad. Y a medida que los
temas iban cobrando interés, Canetti empezaba a soltar sus verdaderas
opiniones, bastante levantiscas contra el colegio.
El profesor Gerber le dio acceso a la biblioteca de los profesores, que
él dirigía, permitiéndole leer cuanto quisiera.

3.6. La cultura griega entra en su saber


Encandilado con la lectura de la Antigüedad, se puso a leer tomo tras
tomo a los historiadores, dramaturgos, poetas líricos y oradores griegos,
dejando de lado los filósofos Platón y Aristóteles.
Frente a los que en su familia idolatraban el dinero, nuestro autor
se inventó una virtud algo barata: despreciarlo. Lo consideraba algo
aburrido. No obstante, por entonces comenzó a leer a Aristófanes y
quedó muy impresionado por la intensidad y consecuencia con que una
sorprendente idea central origina y preside cada una de sus comedias.
«En Lisístrata, la primera que llegó a mis manos –dice– la huelga de las
mujeres que se niegan a sus maridos, pone fin a la guerra entre Atenas
y Esparta.»
Pero nuestro joven y ya maduro Canetti volvió a Viena el año 1924.
Tenía ansias de saber de todo, pero lo pasó mal. Pasó verdadera hambre
y de cena tenía pan con yogurt, y agua, y algún tiempo sólo pan. Se con-
solaba con un amigo que lo estaba pasando peor que él todavía.
897
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

3.7. Una joven, llamada Veza, entra en su vida


Ahora entra en juego la joven que mañana será su esposa: Veza. El
nombre que más a menudo escuchaba en casa de los Asriel era el de Karl
Kraus. Según ellos, era el hombre más importante y severo que a la sazón
vivía en Viena. Nadie hallaba gracia ante sus ojos. En sus lecturas ata-
caba todo lo malo y podrido. Editaba una revista que él mismo escribía,
solo 13.
En un momento dado, a Elías Canetti le fue preguntado por Veza.
Aquel nombre le sorprendió. «Enseguida me gustó, aunque no quise
admitirlo. Me recordó una de mis estrellas, Vega, de la constelación de
la Lira, pero el cambio de consonante me lo hacía más melodioso».
A partir de entonces, la pregunta estaba a la orden del día: ¿cuándo
vamos donde Veza?

3.8. El gusto por la filosofía oriental


Nuestro autor se interesaba también por el Budismo, una vez que hizo
amistad con Frede, que le proporcionó El bote en la bahía de Wieinhe-
ber, un libro que le apasionó y leía hasta en voz alta.
En Viena conoció a jóvenes de su edad, que le contaban las experien-
cias de su vida. Los temas centrales de la conversación era el budismo, el
Nirvana que, para algunos, era igual a la muerte entre los cristianos.
Le gustaba la oratoria de su primo Josef Arditti, un hombre fanático
del Derecho. En un viaje que hizo a Sofía todos hablaban de él. Miles
de personas se congregaban para escucharle y la sinagoga más grande
apenas daba cabida para sus oyentes. Cuando volvía a casa de Rachel,
hallaba a todos en ese estado de excitación en que él, con sus discursos,
mantenía hacía varios años a esa gente, al igual que a muchos otros.

13 Karl Kraus, escritor austríaco, muerto en Viena en 1936. Fundó en 1899


la revista Die Kakel (La antorcha), que él mismo redactó en su integridad de 1911
a 1935. Compuso además nueve volúmenes en verso, dramas y diversas traduc-
ciones. Su obra, muy polémica, ataca implacablemente los vicios de la sociedad
vienesa.
898
TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

Los parientes insisten en que debe estudiar medicina, cual fue el deseo
de su difunto padre.
Por este tiempo, conoció a Frau Olga Ring; una mujer muy hermo-
sa, de perfil romano, arrogante, fogosa y amiga de darse pisto. Su mari-
do había muerto hacía tiempo y, aunque se amaron de verdad, ella aho-
ra no se sentía en deuda con él.

3.9. Época de penuria y estrechez


Es una época de estrechez la que está pasando la familia Canetti. La
buena mujer que los acoge, Frau Lischka, le hubiera dicho a la madre
de Elías que estaba acostumbrada a no comer durante el día.
En los estudios, le toma ahora gusto por los filósofos, si bien de Platón
le alejaba la doctrina de las ideas. Le consideraba el maestro de todos ellos.
Pero tenía sus dudas; hasta que un amigo le dijo: Sócrates no te gusta.
Canetti hubiera preferido que no se lo dijera. Solía formarse una opi-
nión muy personal incluso sobre temas que no conocía a fondo, y sus pala-
bras, aunque él supiera que no podían ser ciertas, siempre le alcanzaban,
depositándose como polvo de harina sobre las cosas que le gustaban.
Nuestro autor se sentía en deuda con su madre. Ella había sacrifica-
do su vida y la periódica recurrencia de sus achaques y enfermedades
venían a demostrar la seriedad e importancia de este sacrificio. Ya era
hora de que, en su condición de hijo mayor, le ofreciera también algu-
no. Renunció a la medicina, que le parecía una profesión altruista y des-
tinada al servicio de la humanidad, y optó por otra que era menos altruis-
ta: el futuro pertenecía a la química.

3.9. A disgusto en el laboratorio


Le esperaban muchas horas de laboratorio, cuando a él le atraía la
pintura. Sobre todo Brueghel, llegando a decir que el cuadro «El triun-
fo de la muerte hubiera bastado para una galería» 14.

14 Brueghel, pintor flamenco, nacido en Bruselas, en 1564, y muerto en Ambe-


res, en 1637.
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ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

También le llamó la atención el cuadro de Rembrand, titulado La


ceguera de Sansón. Describe la pintura admirablemente: «Sansón yace
con el pecho desnudo y la camisa abierta hasta la cintura, el pie derecho
oblicuamente estirado hacía arriba y los dedos curvados por un demen-
cial especial espasmo de dolor. Inclinado sobre él, un soldado con yel-
mo y coraza le ha clavado un puñal en el ojo derecho: la sangre salpica
la frente, le han cortado el cabello, y, debajo de él, otro soldado le alza
la cabeza en dirección al puñal...» 15.
Sansón se queda ciego. Era algo espantoso. Este cuadro, ante el cual
solía detenerse a menudo le enseñó lo que es el odio.
Le interesan, suenan mucho los nombres de Freud y de Karl Kraus.
Aún se vivía bajo la impresión de la reciente guerra. La gente no olvi-
daba las escenas de crueldad homicida que se habían desarrollado ante
sus ojos. Muchos de los que tomaron parte activa en el conflicto habían
vuelto. Conscientes de lo que habían sido capaces de hacer –acatando
órdenes– se aferraban ansiosamente a todas las explicaciones que sobre
sus tendencias homicidas les ofrecía el psicoanálisis.
El abuelo le recordó un día que era el primogénito. Por tanto, tenía
que hacer las veces de padre. El creía que había muerto por una maldi-
ción. En su momento sólo le dijo al nieto mayor que a él le tocaba
–como primogénito– rezar el Kaddish 16.
El recordaba a Miss Bray, oriunda de Gales, que cantaba como los
ángeles. Y recordaba, entre otras, una canción que hablaba de la Jerusa-
lén Celestial, que es donde decía el abuelo estaba el difunto. La canción
en inglés sonaba así: Jerusalem, Jerusalem, hark how the angels sing 17.

3.11. Siempre al lado de su madre


Al lado de su madre, nuestro jovencito va abriéndose a la vida como
una rosa de múltiples colores, pero incontaminada todavía. Y en las

15 CANETTI, E., La antorcha al oído, l.c., p. 122.


16 El Kadidish, la oración fúnebre por su padre.
17 ¡Jerusalén, Jerusalén!; escucha cómo cantan los ángeles.
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TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

excursiones que hacen juntos, va tomando contacto con la naturaleza y


enamorándose de los bellos paisajes que visitaban.
Nuestro protagonista va escalando puestos en el aprendizaje. En 1915
le vemos ya en la primera clase del Realgymnasium, colegio en el que se
enseñaban lenguas modernas.
Su madre le iba formando como hombre: «Nunca es demasiado pron-
to –le decía– para aprender lo que es la vida». Y con la vida aprendió el
bien y el mal. Y comenzó a preocuparse por muchas cosas que le decían
los amigos sobre el sexo y la misma vida.
Es admirable cómo habla Canetti siempre que sale el nombre de su
madre. Por lo que las palabras finales del libro no pueden ser más her-
mosas: Ella estaba enferma de muerte. Vivía en París. Cuando Elías la
fue a visitar no se le ocurrió otra cosa que cortar un ramo de rosas y
engañarla diciéndole que eran de su propio jardín: «Cuando a mi llega-
da a París –escribe– expliqué a Georg el plan que traía, a saber, llevarle
rosas del jardín de Rustschuk, y le aseguré que ella me creería, dijo,
dudando: ¿Te atreverás a hacerlo? ¡Será tu última mentira!»
«Mi madre mantuvo las rosas sobre su rostro a la manera de una más-
cara. Me pareció que sus facciones se dilataban y fortalecían, como antes,
y había ahogado sus dudas.
Mi hermano no me recriminó ni siquiera a solas que no hubiera pisa-
do el jardín de nuestro abuelo materno y la hubiera engañado con rosas
de París. Te sigue creyendo, dijo. Así la has creído tú siempre a ella. Eso
es lo que os une.»
Le encantaba la amistad que su madre mantenía con Asriel. Su fami-
lia era de Belgrado. Era la más pequeña de ellas, las cuales, a decir ver-
dad, no eran muy altas. Hablaban siempre de manera irónica, de modo
que yo no entendía de lo que se hablaban. Estaba inmersa en la litera-
tura vienesa de la época y no tenía la inclinación de mi madre por lo
universal. Hablaba de Bahr y de Schnitzler de forma ligera, voluble, nun-
ca obstinadamente 18..

18 CANETTI, E., La lengua absuelta, l.c., p. 142.


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ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

3.12. Entre amigas, hay de todo


Alice era estupenda. Tenía frases admirables: Dios ayuda a quien por
Dios se deja ayudar... Una noble persona atrae a las personas nobles...
El muchacho va conociendo a distintas mujeres, amigas de su madre:
Alice, Fanny, Paula... Conoce días tristes y días alegres... Lo peor la nue-
va enfermedad de su madre. Vivían los dos solos, sin los hermanos
pequeños, ya que la madre se los había llevado al abuelo al contraer la
enfermedad.
Una vez recuperada la madre, marcharon a Suiza, a vivir en la ciudad
de Zurich, en un piso de dos habitaciones de alquiler. Tres meses con
Frauleim Vogler, hasta encontrar vivienda más amplia. La escuela fue un
tremendo quebradero de cabeza. En Zurich las cosas eran muy distin-
tas a como habían sido en Viena. Prefería el espíritu puritano vienés.
Europa seguía en guerra.
«Ella jugó un papel en mi vida y lo que acabo de decir de ella está
basado en contactos posteriores. En 1915, cuando la conocí, me sor-
prendió lo poco que le afectaba la guerra. En mi presencia no la men-
cioné ni una sola vez, pero no como mi madre, por ejemplo, que la silen-
ciaba porque la odiaba con todas sus fuerzas y callaba ante mí para no
causarme problemas en la escuela.»
Por lo que Canetti confesó a Veza veía con agrado la idea de alejarse
de Viena. Se imponía la separación. Pero la misma madre estaba intere-
sada en evitar una confrontación.
En la nueva residencia de Frau Weinrek lo que más le impresionó fue
Ruzena, una campesina rolliza, que le trataba de señor siendo todavía tan
joven. Intento de idilio, o, más bien, de soborno, por parte de la mucha-
cha; pero la cosa no pasó de ahí. Ruzena era sobrina de la dueña del
alquiler, que se dio pronto por vencida.
Nuevas gentes y nuevos personajes. Los estudios adelante y los ensa-
yos con la pluma también.
Canetti se encontraría con un mormón sin escrúpulos, que esquil-
maba –cara dura– a las campesinas, hasta dejarlas sin un real. Canetti
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TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

ignoraba que en Europa hubiera mormones. Su conversación con él no


llegó muy lejos.
En las vacaciones de 1927 nuestro autor viaja a París para visitar a su
madre y sus hermanos, que llevaban casi un año viviendo allí y estaban
muy bien instalados.
Lo más difícil de todo era que debía tener informada a Veza. Por lo
que se inventó un número de ciertas mujeres para acallar el odio de la
madre.
Por fortuna Veza había leído suficientes novelas como para entender
lo que pasaba. Un amigo le aconseja que el juego era peligroso y podía
acabar mal; pero él por la vida de Veza en Viena demostraba la misma
delicadeza y comprensión que por la de su madre en París.
Tuvo tiempo de visitar varias veces el Museo de Louvre.
«No seas duro con Veza –le dijo la madre–. No se lo cuentes todo.
Que no se entere de lo guapas que son tus nuevas amigas.»
Y entre mascarillas funerarias –como él dice– siguen pasando los días.
Y conociendo a más personajes de las ciencias y de las letras.
Conoce bien a Friedrich Karenty, un autor satírico famoso en su país.
Pero le conocía a través de Veza, pues él no había leído obra alguna suya.
Veza se preciaba de su amistad.
De la bella Ibby Gordon le atraían su ingenio y su amenidad. Nun-
ca le oyó decir una frase esperada, siempre era algo novedoso.
Se interesa, sin tomar parte, en los avatares políticos del momento.
Y un 15 de julio de 1925 hubo una rebelión que para él supuso lo que
pudo ser el asalto a la Bastilla. Y era posible que la sustancia de aquella
fecha se hubiera integrado plenamente en Masa y poder, una de sus mejo-
res producciones.
Aquel día le tocó ver de una vez para siempre lo que más tarde deno-
minaría una masa abierta.
903
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

Nuestro inquieto protagonista estaba más decidido que nunca a


explorar qué era en realidad aquella masa que le había subyugado inte-
rior y exteriormente. Cada vez le fascinaba más la historia y la filosofía
antigua de China. Con los griegos ya había comenzado mucho antes.
Tucídides le conocía ya siendo todavía estudiante.
Leyó también a Darwin. Se familiarizó con nombres chinos y pron-
to también japoneses. De todos los filósofos, el que mejor llegó a cono-
cer fue a Dschuang Dsi; hasta el punto de que, impresionado por su lec-
tura, se puso a escribir un ensayo sobre el Tao.
Seguía impresionado por cuanto vio aquel 15 de julio. Seguía yendo
al laboratorio de química, dispuesto a preparar una tesis doctoral que
no le interesaba demasiado. Trataba al mismo tiempo de conocer todas
las ideologías de la época.
Con Veza se veía muy poco. Esta tenía celos de Ibby, pero los olvidó
pronto y creyó en lo mucho que Elías le amaba.
La antorcha al oído tiene una cuarta parte muy breve que define como
El torbellino de los nombres. Nos sitúa en el Berlín de 1928. En ella se
refiere al escritor americano Sinclair, del que dice que se hablaba de él
con respeto, sobre todo en Europa y de su libro sobre Chicago.
La fama de Upton Sinclair 19 era una fama material, ligada a la mate-
ria Estados Unidos.
Resulta, pues, perfectamente comprensible que en ese verano de 1928
Wieland Herzfel se tomara en serio a este autor y se animara a escribir
un estudio biográfico sobre él.

19 Upton Sinclair, novelista americano, nacido en Baltimore en 1878 y muer-


to en Nueva Jersey en 1968. Socialista militante, su obra, muy extensa, es más
bien sociológica que literaria. En 1906 escribió La jungla, que le dio mucha fama,
pues ataca en ella las condiciones de trabajo en los mataderos de Chicago, y lue-
go continuó su cruzada contra el capitalismo.
904
TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

Los dos grandes amigos de Caneti eran Ibby y Wioland. No estaba


solo en un Berlín donde era imposible dar diez pasos sin toparse con una
celebridad.

3.13. El impacto de Brecht


Uno de los personajes que más impactaron en el ánimo del joven
Canetti fue Brecht 20, incluso por su indumentaria proletaria. «Era un
hombre muy flaco y tenía una cara de hambre que parecía ligeramente
torcida debido a la gorra; proletaria. Sus palabras llegaban rígidas y entre-
cortadas, bajo su mirada uno se sentía un objeto de valor que no era tal,
y él daba la impresión de ser un prestamista que lo iba tasando con sus
penetrantes ojos negros. Hablaba poco, sobre el resultado de la tasación
no se sacaba nada en claro. Parecía increíble que sólo tuviera treinta años,
su aspecto no era el de una persona prematuramente envejecida, sino el
de alguien que siempre hubiera sido viejo» 21.
«Esta imagen del prestamista viejo no me abandonó aquellas sema-
nas –escribe Canetti–; me persiguió por el simple hecho de parecer tan
paradójica.»
Entre las contradicciones que ofrecía la imagen física de Brecht se
cuenta también cierta apariencia de ascetismo. Su hambre podía pasar
muy bien por ayuno, como si él mismo renunciara a cosas que eran obje-
to de su deseo.
Los discursos con que yo irritaba a Brecht, sobre todo, la exigencia
de que sólo era lícito escribir a partir de una convicción y nunca por
dinero, debieron de sonar ridículos en el Berlín de aquellos años. Él sabía
muy bien lo que quería y estaba tan dominado por su objetivo que no
le importaba nada recibir dinero a cambio.

20 Bertolt Brecht, escritor y hombre de teatro, nacido en Augsburgo, en 1898,


y muerto en Berlín en 1956.
21 CANETTI, E., La antorcha al oído, l.c., p. 122.

905
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

Una cosa era la moral, y otra muy distinta la causa, para Canetti no
contaba más que la moral... Por eso se permitió el lujo de criticar la pro-
paganda que proliferaba en Berlín como la peste.
Otro de los famosos era Grosz, al que presentó su amigo Wieland.
Grosz tenía un gran interés por conocer a nuestro protagonista, pues
esperaba mucho de él. Por de pronto, le llevó la carpeta del Ecce homo,
que se interpuso entre Berlín y Canetti. La carpeta había sido prohibi-
da por obscena. Y, a partir de entonces, fue teniendo muchas cosas, pero
sobre todo lo que veía de noche. De no ser por la carpeta, tal vez aque-
llo hubiera penetrado en nuestro autor mucho más tarde. «Mi interés
por las cosas relacionadas con la libertad sexual no era muy grande que
digamos. Y de pronto, esas imágenes terriblemente crudas y despiada-
das me enfrentaron de lleno a ellas y yo las tomé por verdaderas: no se
me hubiera ocurrido ponerlas en duda, y así como ya sólo vemos algu-
nos paisajes con los ojos de ciertos pintores, yo veía Berlín con los ojos
de George Grosz.
Quedé tan fascinado y asustado al mismo tiempo por aquella primera
impresión que no quería separarme de los dibujos. En ese momento lle-
gó Ibby y vio sobre la mesa las acuarelas que yo había encontrado en la
carpeta en forma de hojas sueltas. Nunca me había visto con nada pare-
cido, y lo encontró divertido.
–Ya estás hecho todo un berlinés –me dijo–; en Viena te volviste loco
con las mascarillas funerarias, y ahora..., y extendió un brazo por enci-
ma de las hojas, como si ya las hubiera reunido previsora e intenciona-
damente sobre la mesa.
–A Grosz le encantan estas cosas, ¿sabes? Cuando está borracho se
pone a hablar de jamones, aludiendo a las mujeres.»

3.14. Kant se incendia


No podía faltar Kant, del que se atreve a escribir una novela: Kant se
incendia; novela que, al final, será su Auto de fe. Lo mismo que Isaak
Babel, que ocupa un lugar muy importante en sus recuerdos de aquella
etapa berlinesa. Venía de París, donde su esposa, que era pintora, estu-
906
TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

diaba con Andre Lhote. Él mismo había estado en distintos lugares de


Francia. La literatura francesa era su Tierra Prometida, y consideraba a
Maupassant como su auténtico maestro. Gorki lo había descubierto y
lo tenía bajo su protección. Sus consejos no hubieran podido ser más
lúcidos y esperanzadores, pues los guiaba una clara visión en las posibi-
lidades de su protegido.
Veza sigue estando más que nunca en su vida. Las conversaciones con
Thomas giraban en torno a temas científicos o filosóficos. «Lo que él
tenía que decirle no era poco y lo decía con gusto, pero también desea-
ba saber qué hacía yo.» Canetti le hablaba de las culturas y religiones
que estaba estudiando en busca de fenómenos de masa. Una obra que
entró en la vida de nuestro autor fue Historia de la cultura griega de Jacob
Burckhart, y con su amigo Thomas, que estaba familiarizado bastante
con él, mantuvo diálogos muy provechosos.
También le hizo impacto Rojo y Negro de Stendhal. Cada día, antes
de ponerse a escribir, leía unas cuantas páginas de la novela, repitiendo
así lo que el propio Stendhal había hecho con otro modelo: el famoso
Código civil de su época.
Y dándole un poco a la cabeza entre el nombre de Brand o el de Kant
para su libro termina La antorcha al oído. En el otoño de 1931 el supues-
to Kant prendió fuego a su biblioteca y se quemó con sus libros. Su final
emocionó tanto a nuestro autor, como si hubiera sido el suyo propio.
Con esta obra se inicia su aventura intelectual propia e independiente.
El manuscrito, que permaneció intacto en su casa, llevó durante varios
años el título de Kant se incendia. El dolor de semejante título era difí-
cil de soportar. Cuando, a regañadientes, se decidió a cambiarlo, no con-
siguió alejarse totalmente del fuego. Kant se convirtió en Kien (leña resi-
nosa), y la inflamabilidad del mundo, cuya amenaza Canetti sentía, se
mantuvo así en el nombre del protagonista. Pero el dolor se incremen-
tó, hasta desembocar en el nuevo título: Auto de fe, que conservó, irre-
conocible para todos, el recuerdo de la ceguera de Sansón, de la que tam-
poco ahora me atrevo a abjurar.
907
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

4. EL JUEGO DE OJOS

Se trata del tercer libro de la trilogía de Elías Canetti 22, pero es muy
distinto de los dos anteriores. Es un libro en sí mismo.
Por lo que Pedro Antonio Urbina 23 pudo escribir en su día, ya un
poco lejano, que nuestro autor ha hecho una obra literaria con su vida
o con el recuerdo o las impresiones permanentes de ella.
«No da por supuesto que los acontecimientos y gentes conocidos, no
menos relevantes que él, y su juicio u opinión tengan interés por sí mis-
mos: elabora, hace de nuevo lo vivido para convertirlo en literatura, en
arte. Esta es la radical diferencia de esas otras autobiografías de estadis-
tas, políticos, famosos en general, y hasta de muchos escritores.»

4.1. El hilo creador del artista


El hilo conductor no es en El juego de ojos el hilo cronológico –aun-
que ciertamente la obra está hilada del año 1931 año l937, sino el hilo
creador del artista, que hace, con una materia (estos años de su vida),
transformándola, una obra nueva, arte, que es algo distinto de historia
de su vida, no es historia, es buena literatura.
Una de las características del premio Nobel sefardí es un peculiar inte-
rés que muestra por las personas. Las observa, para recrearlas después.
Y aunque se refiera a personas y lugares históricamente reales... diría que
es otra la realidad con que aparecen en su libro: una realidad artística.
Otra de las características de Canetti es su minuciosidad. Como seña-
la el crítico citado, «el tiempo narrativo es lento, la mirada morosa, pero
el libro no es fatigoso para quien sepa leer, al contrario: nuestro autor lo
ha compuesto con la estudiada precisión de un armonioso cuadro o
mosaico: capítulos de temas en contraste; inicio de relato que, creado el

22 CANETTI, E., El juego de ojos (Historia de mi vida, 1931-1937), Muchnik


Editores, Barcelona 1985.
23 URBINA, P. A., «“El juego de ojos”, Literatura evanescente», en Reseña 159

(noviembre-diciembre 1985) 9.
908
TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

interés, queda interrumpido para, más adelante, reemprenderlo; sutiles


preparaciones –apuntes, sugerencias– a un futuro asunto, de modo que
no entre después con desorientadora brusquedad.

4.2. Elogio al traductor


Muchas son las técnicas inteligentemente dispuestas –se nos dice– en
esta narración sencilla y aparentemente espontánea y fácil, en la que tie-
ne buena parte el traductor de la obra, Andrés Sánchez Pascual.
El valor que da a la palabra, mostrada a tantas luces y de diversos
modos ponderada, es otra nota enriquecedora de El juego de ojos, juego
de ojos, que es la a vez otro de los varios hilos, engañosamente leves, que
dan unidad a la obra.
El libro comienza recordando su pretendida novela, Kant se incendia
para decirnos que le había convertido en un desierto. «La quema de los
libros era algo que no podía perdonarme. No creo que Kant (que luego
se llamara Kien) siguiera inspirándome compasión todavía.
Pero esta liberación había exigido el sacrificio de los libros, y el hecho
de que ellos perecieran en las llamas lo sentí como si me hubiera ocu-
rrido a mí mismo.»
Tenía la sensación de haber sacrificado no sólo mis propios libros,
sino también los del mundo entero, pues la biblioteca del psicólogo
albergaba todo cuanto poseía importancia para el mundo, albergaba los
libros de todas las religiones, los libros de las literaturas orientales en su
totalidad, los libros de los occidentales sólo en la medida en que hubie-
ran conservado un mínimo de vida.

4.3. Un desierto creado para sí mismo


Ahora la catástrofe estaba implantada en su interior y no lograba
desembarazarse de ella. Los últimos días de la humanidad la habían pre-
figurado siete años antes. Pero ahora la catástrofe había adoptado una
forma muy personal, surgida de las constantes de su propia vida: el fue-
909
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

go, cuya relación con la masa había descubierto aquel 15 de julio, y los libros,
con los que trataba a diario.
«El desierto que había creado para mí mismo –escribe textual–
comenzó a recubrirlo todo. Nunca sentí tan intensamente como en aquel
momento, tras la catástrofe de Kien, los peligros que amenazan al mun-
do en que nos encontramos...
Una escena seguía a la otra, fueron muchas, las escribía como de corri-
do, con una prisa obsesiva; cada una de ellas llevaba a la catástrofe, e
inmediatamente después, la otra escena nueva, que ocurría entre otros
hombres y que no tenía nada en común con la anterior más que la mere-
cida catástrofe en que desembocaba» 24.
En esta época tampoco encontraba ayuda en la lectura. Hasta Stend-
hal, con quien durante un año comenzaba su tarea, se le caía de las
manos.

4.4. Büchner, su salvación


Entonces, encontrándose en una disposición de ánimo tan desolada,
encontró una noche su salvación en un volumen desconocido que tenía
depositado en su casa desde hacía bastante tiempo, pero que no había
llegado a tocar. Era un volumen de obras de Büchner, un tomo volu-
minoso, impreso en letras grandes, encuadernado en tela amarilla...
Como en otras ocasiones, Veza fue su salvación para lo que él llama
tiempo del desierto.
«—Desde que él, tu hombre-libro –le dijo– murió, se ha introduci-
do en tu cuerpo, ahora eres igual que él. Sin duda ese es tu modo de
guardarle luto.»
Veza tenía una paciencia infinita con su amante. Hasta el punto de
que, cuando se enfadó con ella por haberse sentido aliviado por aquella
muerte en la hoguera, dijo:

24 CANETTI, E., El juego de ojos, l.c., p. 12.


910
TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

«—Es una lástima que la Teresa no fuera viuda hindú, pues, si lo


hubiese sido, también ella habría tenido que arrojarse al fuego.»
De todos modos el escritor Buchner salió a su encuentro. Era el más
moderno de todos los escritores. «Podría ser de hoy, sólo que nadie es
como él» 25.
«Los personajes –escribe– están allá tal como siempre son, antes de
que sobre ellos haya caído una condena moral. Es cierto que pensamos
en ellos con aborrecimiento, pero éste va mezclado con una cierta com-
placencia, pues los personajes se exhiben a sí mismos sin darse cuenta
del aborrecimiento tan grande que provocan.»

4.5. Hermann Broch, su consejero


Canetti guarda también una estrecha relación con Hermann Broch 26,
el cual le aconseja sobre sus escritos, concretamente sobre su drama titu-
lado La boda.
Nuestro autor leía su obra con pasión. Veía bien a Broch delante de
él, y le impresionaba de él hasta el modo de sentarse. «Su cabeza de pája-
ro parecía un poco hundida entre los hombros». El sabía que Broch «se
hallaba profundamente conmovido, que había sido afectado de veras por
esta pieza».
De este autor declara que fue el primer hombre débil con que trope-
zó. No le interesaba ni conseguir triunfos, ni vencer a otros, ni mucho
menos fanfarronear.

25 Buchner (Ludwig), filósofo alemán, nacido en 1834 y muerto en 1899. Pro-


fesor en Tubinga, hubo de abandonar la enseñanza tras la publicación de su libro
Fuerza y materia (1855). Ejerció también la medicina en Darmstadt. Es un filó-
sofo materialista y autor de libros como Naturaleza y espíritu.
26 Hermann Broch, escritor austríaco nacido en Viena en 1886. Emigró a

E.U.A. en 1938, y fue profesor en la Universidad de Princeton. Es autor de varios


ensayos y de un volumen de poemas. Inició relativamente tarde su obra narrati-
va, una de ellas es la titulada La muerte de Virgilio.
911
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

Broch cedía siempre, su única forma de acoger dentro de sí cosas era


ceder a ellas. «Yo veía a Broch –escribe nuestro autor– como un pájaro
grande, hermoso, pero con las alas cortadas. Parecía estar recordando los
tiempos en que aún podía él volar. Jamás se había sobrepuesto a lo que
le había ocurrido. De buena gana le hubiera hecho preguntas sobre esta
cuestión, pero entonces no osaba todavía hacerlo.»
Broch era un hombre reservado e inseguro. Termina Canetti su refle-
xión sobre este escritor austríaco. Absorbía cualquier cosa sobre la que
su mirada cayese, pero el ritmo de esa absorción no era el ritmo del
deglutir, sino del de aspirar.

4.6. Ea von Allesch


Nuestro premio Nobel conoce también a Ea von Allesch, que se la
presentó un día el mismo Broch. Ea andaría en los cincuenta y era una
mujer muy hermosa. No era joven, tenía la cabeza de un lince, pero de
un lince de trapo. Sus cabellos eran rojizos. «Era hermosa y pensé –escri-
be Canetti–, consternado, qué hermosa tenía que haber sido antes... Su
voz, al hablar, era queda y suave, pero tan penetrante, que enseguida se
le cogía un poco de miedo. Era como si Ea, inadvertidamente, le hubie-
se clavado a uno sus garras. Pero se tenía esta impresión tan sólo porque
llevaba la contraria a Broch.»
Una de las cualidades de éste último era que no ocultaba sus dificul-
tades. No presumía. Nuestro autor afirma que en los cinco años y medio
que Broch estuvo físicamente en su vida, se fue percatando, aunque bien
es verdad que sólo poco a poco, de algo que hoy –cuando nos enfrenta-
mos con una amenaza que representa un peligro gravísimo para la tota-
lidad de lo viviente– se considera obvio: la desnudez de la respiración. El
sentido genuino, el sentido principal a través del que Broch acogía den-
tro de sí al mundo que lo rodeaba, era la respiración...
Muy pronto se dio cuenta de que Broch era incapaz de quitarse de
encima a nadie. Jamás le oí decir de palabra un no. Le era más fácil escri-
birlo, cuando no se hallaba presente ante él, enviándole su respiración,
la persona a quien el no estuviera destinado.
912
TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

Sin duda de que Broch era consciente de cual era la desesperación que
a Canetti le había producido la obra teatral La boda. La casa escenario se
había derrumbado y todos los que en ella estaban habían perecido.
El amigo le propone que lea alguna obra suya en la Universidad Popu-
lar de Leopoldstadt, pues ya conocía Kant se incendia y le parecía muy
buena. Nuestro autor tiene miedo al fracaso. «Todo lo que se halla a
nuestro alrededor –dijo entonces– nos aterroriza...» En la era de Freud
y de Joyce no todo puede continuar igual que siempre.

4.7. La novela hoy debe ser distinta


«–También yo creo –le replica el amigo– que hoy la novela tiene que
ser distinta, pero no porque vivamos en la era de Freud y de Joyce. La
sustancia de la época es distinta, y eso no se puede mostrar más que con
personajes nuevos. Cuanto más diferentes sean, cuantos más extremos
sean, tanto mayores serán las tensiones entre ellos. Lo que importa es la
naturaleza de esas tensiones.»
Pronto se percató de que había algo que siempre impresionaba a
Broch, y era la palabra símbolo.
Hermann Scherchen era distinto. Siempre andaba buscando cosas nue-
vas. Sin embargo, no era un hombre taciturno. Cuando uno lo conocía
mejor, se quedaba asombrado de lo mucho que hablaba y de lo rápido que
lo hacía. Pero, en lo fundamental, eran autoelogios, cantos de victoria,
podría decirse, si no hubieran tenido un tono tan incoloro y monótono.
Fue Hermann quien le envió con una carta a Anna Mahler. Y des-
pués la fue presentando nuevos amigos. Con la citada Anna Mahler
mantuvo siempre una gran amistad.
Avanzando en la lectura de El juego de ojos, nos encontramos en el año
1933. Y estamos en Estrasburgo. Se celebra un Congreso de música
moderna y Hermann Scherchen desea que asista el joven escritor Canet-
ti, sin que él tuviera que hacer ninguna aportación al amplio programa.
Se hallaba anonadado ante la idea de que Goethe hubiera hablado con
Herder en la habitación en que se encontraba. Todo un mes en la ciu-
913
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

dad. Goethe, Herder, Lenz... El verdadero acontecimiento, sin embargo,


de aquellas semanas tan fértiles, llenas de personas, olores y sonidos, era
la subida a la catedral. La repetía a diario, ni un solo día dejó de hacer-
lo. No con pasos lentos, sino con pasos impacientes llegaba hasta la pla-
taforma, tenía prisa, no se tomaba tiempo, llegaba arriba sin resuello.
Merece la pena tener en cuenta el momento en que se celebró aquel
Congreso de música moderna. Fue pocas semanas después de la quema
de los libros en Alemania. Desde hacía medio año se hallaba en el poder
el hombre de apellido impronunciable.
No dejaba de ser asombroso el modo en que las mujeres se entrega-
ban a Hermann. Gustel estuvo a su lado cuando aún no era nadie. Ella
fue su india, apasionada, franca, enérgica. Luego vino Gerda Miller, que
recibió como un regalo que era exactamente lo contrario de Gustel.
Anna es otra de las mujeres sobresalientes en El juego de ojos, pues
entró de lleno en la vida de Canetti.
Éste la conoció cuando, en el mayor secreto, Hermann le envió con
una carta suya. Los ojos de esta mujer –escribe nuestro Nobel– le inti-
midaron. «Hay ojos que a uno le dan miedo porque están prestos a des-
garrar la carne, sirven para ojear la presa. Una vez divisada, ésta no pue-
de ser sino eso, presa. Aun en el caso de que logre escapar, queda mar-
cada con el sello de presa. La fijeza de la mirada es terrible.»
Anna fue una gran amiga de Canetti. Timbales y trompetas, así lla-
maba Anna a las cosas que escribía su amigo, traduciendo sus frases al
medio de expresión artística que a ella le era más familiar. Decía que
nunca había recibido cartas como las de su amigo; eran muchas las que
llegaban, a veces tres en un solo día.
Pero nuestro autor encontraba a esta mujer misteriosa, y de hecho
estaba sumida en secretos. El no se hacía cargo de las muchas cosas que
Anna tenía que callar, pues estaba sometida a vigilancia.
Sin embargo, «aunque alguien hubiera venido a mí –escribe Canet-
ti–, me hubiera mostrado, con la letra misma de Anna, las cosas más
repugnantes, pensadas, realizadas y confesadas por ella, no habría dado
914
TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

crédito ni a aquella persona ni tampoco a la letra manuscrita de Anna.


Conservarla como algo intocable me resultaba tanto más fácil, cuanto
que muy pronto tuve ante los ojos la contrafigura de su madre, a quien
yo podía achacar lo que de desagradable se veía en aquel ambiente.»
Era tan grande el resplandor luminoso de la fama que rodeaba a esta
mujer, que Canetti no habría creído nunca nada malo en ella.
Anna no le hacía ningún reproche, pero no sentía nada por su amigo.
La segunda parte de El juego de ojos la dedica de modo especial al Dr.
Sonne. Nos encontramos en el año 1933. La comedia de la vanidad surgió
justamente en este año, bajo la impresión producida por los aconteci-
mientos de Alemania. Hitler había llegado al poder a finales del mes de
enero. A partir de aquel acontecimiento, todos los que después vinieron
parecían siniestros, grávidos, de un significado tenebroso. Uno sentía cer-
ca todo, se sentía partícipe de todo, era como si estuviera presente en cada
una de las escenas de que le llegaban noticia. Nada había sido previsto.
Cuando nuestro protagonista vuelve a Viena, no lo hace como un
derrotado. El frío repudio de Anna le había afectado, pero no llegó a
hacerle perder la cabeza, como tal vez en otro momento hubiera podi-
do lograrlo.
Con todo, la ruptura no fue total y más de una vez almorzaron jun-
tos. «Mi ufanía de escritor –dice– alcanzó su apogeo en esta época en
que Fritz Wotruba se convirtió en mi íntimo amigo, hasta considerar-
nos enseguida como hermanos gemelos.
«Wotruba ha sido el personaje más salvaje que ha habido en mi vida,
todo lo que comentábamos o hacíamos juntos tenía, fuese lo que fuese,
un carácter dramático. Sentíamos un gran desprecio por quienes se
hacían fáciles las cosas, por quienes no reparaban en componendas, o,
tal vez, ni siquiera sabían lo que deseaban.»
Wotruba será, junto con Marian, otra de las buenas y provechosas
amistades de nuestro escritor. «Juntos venían lanzados –dice– al encuen-
tro de uno, juntos permanecían allí de pie muy cerca de uno.» Inmedi-
tamente comenzaba una charla acerca de una acción emprendida, acer-
915
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

ca de una empresa que era preciso hacer triunfar, acerca de un enemigo


testarudo que se oponía a un encargo, acerca de algún sujeto de la Vie-
na oficial al que era menester enfrentar otro, de sentimientos más pro-
picios. Marian era el ariete que arremetía resueltamente contra cualquier
muro, y ella era la que tenía que relatar con pelos y señales todos los
detalles de su lucha.
Marian había llegado muy joven a Viena y había sido alumna de
Anton Hanak. Allí fue precisamente donde encontró a Wotruba, el joven
aprendiz, condiscípulo suyo.
La amistad fue sincera. Le invitaban a comer. Wotruba era el más
joven de una extensa familia de ocho hermanos, entre chicos y chicas.
Los únicos que entonces seguían viviendo allí eran Marian y él, junto
con la madre de éste y la más joven de sus hermanas.
Wotruba es un personaje que destaca por la dureza con que le había
tratado la vida, y hasta dejar confuso a nuestro Canetti. El padre aga-
rraba a los hermanos mayores y los golpeaba brutalmente, de modo que
éstos acabaron convirtiéndose en delincuentes. De este hombre al que
todos sus hijos odiaban, Wotruba hablaba raras veces y jamás lo men-
cionaba en presencia de su madre.
Cada día, durante muchas horas, Wotruba andaba peleándose con la
piedra en el taller que tenía debajo del viaducto del ferrocarril suburbano.
Canetti frecuentaba a diario el Café Museum, desde que había vuel-
to a la ciudad de Viena. Un hombre le llamaba la atención. Un hombre
solo y serio, que no hablaba con nadie. Esto, en sí, no tendría nada de
raro; pero le llamaba la atención porque siempre tenía el rostro oculto
entre periódicos.
Era nada menos que Karl Kraus 27. Canetti se descubrió a sí mismo,
«aguardando los raros instantes en que aquel rostro hacía su aparición».
27 Karl Krause, filósofo y escritor alemán nacido en Eisenbergen, en 1761, y
muerto en Munich, en 1832. Profesor de la Universidad de Jena, Berlín, Gotin-
ga y Munich. Denominó su sistema metafísico, de enigmático lenguaje y escaso
éxito en su patria: racionalismo armónico. Una de sus principales obras es la titu-
lada Fundamentos del derecho natural.
916
TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

La cosa era bastante extraña. «El hecho de que no tuviese nombre me


venía bien –escribe–, pues, tan pronto como yo hubiese conocido su
nombre, él habría dejado de ser Karl Kraus. Y entonces habría conclui-
do el proceso de transformación del gran hombre, tan ardientemente
deseada por mí. No descubrí hasta más tarde que, en el transcurso de
aquella relación muda, algo dentro de mí se dividió. Las energías de la
veneración se fueron desasiendo poco a poco de Karl Kraus y orientán-
dose hacia su copia muda... Era una mudanza radical de mi economía
psíquica, en la cual la veneración había desempeñado siempre un papel
central. La circunstancia de que ese cambio aconteciese en silencio real-
zaba su importancia» 28.
Nuestro Nobel, a medida que avanza en su Juego de ojos, va relatan-
do reuniones y conciertos, en los que no faltaban Anna y Hermann
Broch, al que siempre era considerado como el invitado de más catego-
ría. Desde hacía más de un año, Canetti le consideraba su amigo y sos-
pechaba que era en el campo del teatro donde él aguardaba lo mejor de
él. Tras su vuelta de París, a finales de otoño, había introducido a Broch
en el taller de Anna.
La lectura de las piezas teatrales se hacía siempre en un círculo muy
reducido. Al menos con las obras de Canetti. Dicha lectura se hacía por
la tarde. Nuestro héroe no se desanimaba y seguía leyendo, a sabiendas
de que se enfrentaba a una abierta hostilidad, que Werfel intentaba con-
tagiar a los demás. Al final, la americana señora Zsoluai, anfitriona, dirá:
«Cabe preguntar si será éste el teatro del futuro».
Pero Canetti dirá para sí «Descalabros de estas dimensiones catastró-
ficas son los que mantienen en vida a un escritor».
En la ciudad de Viena había de todo. Hasta hombres buenos. Y nues-
tro autor encuentra uno de ellos. Este hombre era el Dr. Sonne; hasta el
punto de que en las conversaciones con Broch le preguntaba si existía el
ser humano bueno.

28 CANETTI, E., El juego de ojos, l.c., p. 154.


917
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

Imposible en un ensayo de esta clase citar todos los nombres que des-
filan por las páginas de este libro. Canetti no se olvida de ninguno, ten-
ga mayor o menor relación amistosa con él. Todos son hombres ilustres.
Merkel es uno que destaca, porque es uno de los más vigilados por
nuestro escritor. Pero lo que le había cautivado del citado Sonne, «has-
ta el punto de hacerme querer verlo a diario, de desear su compañía a
diario, de convertirlo para mí en la acción más intensa que hombre espi-
ritual alguno haya representado nunca para mí ¿qué era?»
En primer término, la ausencia de todo elemento personal. De sí mis-
mo no hablaba jamás. Nunca decía nada en primera persona. Desde lue-
go, al hablar, se dirigía a uno, pero tampoco lo hacía directamente casi nun-
ca. Todo era dicho en tercera persona y, con ello, quedaba distanciado.
Para Canetti aquella época era soportable tan sólo cuando veía al Dr.
Sonne. «Él era una instancia a la que yo tenía acceso diario. Mientras
estaba con él, salían a relucir innumerables cosas que ocurrían en todas
partes y, más afán, aquellas que amenazaban con ocurrir.»
La virtud suprema de lo que el Dr. Sonne decía era siempre la preci-
sión; pero él jamás era sucinto. Decía lo que había que decir, con clari-
dad, con palabras muy ajustadas, pero sin saltarse nada. No omitía nada,
era detallado; si lo que decía no hubiera sido tan fascinante, se habría
podido afirmar que el Dr. Sonne emitía dictamen sobre todo 29.
Lo que él tenía que decir sobre un asunto era sin duda detallado y
exhaustivo, pero uno sabía también que aquello no lo había dicho nun-
ca antes.
En aquellos años Canetti leía a Musil y jamás podía saciarse de El
hombre sin atributos 30, obra de la que entonces estaban publicados los
29 Ibíd., p. 345.
30 Rober von Musil, escritor austríaco, nacido en 1880 en Klagenfurt, y muer-
to en Ginebra, en 1942. Pertenecía a una familia de la alta burguesía austríaca y
fue destinado por su padre a la carrera militar. Participó en la primera guerra mun-
dial y posteriormente fue redactor de la Neue Runddschau. Es autor de muchas
novelas, una de las más famosas es la titulada Tres mujeres. En 1933, a la subida
al poder de Hitler, fue expulsado de Alemania.
918
TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

dos primeros volúmenes, unas mil páginas. A nuestro autor le parecía


que no podía haber en toda la literatura nada comparable a aquel libro.
En parte, le era ya familiar, porque era un lenguaje que Canetti ya cono-
cía, un ritmo del pensar que él había experimentado; y, sin embargo, no
había –esto lo sabía con toda seguridad– libros como aquellos.
Resulta sobremanera difícil hacer comprensible hasta qué punto evi-
taba Sonne todo lo personal. Uno podía pasar horas en su compañía sin
hacerle preguntas; pero él tampoco las hacía.
La claridad y el tono resuelto del modo de hablar de Sonne era lo que
más le traía a la memoria de Canetti el modo de escribir de Musil. Una
vez tomado un camino no había ninguna desviación hasta llegar a aquel
punto en que el camino desembocaba, de manera natural, en otros cami-
nos distintos. Los saltos arbitrarios eran evitados.
«Gracias a Sonne llegué‚ a comprender –escribe– de modo conscien-
te en qué consiste la integridad de una persona: consiste en permanecer
uno mismo intocado, intocado incluso por las preguntas; consiste en
decidir sobre sí mismo sin dar al viento ni los motivos ni la historias pro-
pios. Ni una sola vez yo me hice preguntas sobre la persona de Sonne,
el permaneció intocable para mí también en mi pensamiento.»
Nuestro premio Nobel dedica hermosas páginas a Anna en su taller.
Y cita los nombres ilustres que la visitaban. Es largo el capítulo y muy
elogioso, aunque la artista tuvo que enfrentarse más de una vez con las
habladurías del mundo.
Y curioso: Anna escuchaba a Sonne tal como lo escuchaba nuestro
escritor: Anna y Canetti jamás comentaron nada sobre Sonne. Este
siguió siendo intocable.
La tercera parte de El juego de ojos la titula el azar, y comienza hablan-
do de Musil, «que iba siempre armado para defenderse y atacar». Su acti-
tud era su seguridad. Se pudiera pensar en una coraza, pero era más bien
una concha.
Nunca, en ningún grupo, se sentía él inferior a nadie. Evitaba los con-
tados indeseados. Quería permanecer dueño y señor de su cuerpo. Subra-
919
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

yar el elemento agonal que en él había, no es rebajar su talla. Escuchar


a Musil cuando hablaba era una experiencia de naturaleza especial.
Musil era enemigo a rabiar de Broch en el campo de la literatura. La
susceptibilidad de Musil no era sino una defensa contra el enturbia-
miento y la promiscuidad. Broch se lo definió muy bien a Canetti:
«Musil es un rey en el Imperio del papel.»
Nos hallamos a comienzos del año 1935. Nieve, hielo y granizo en
la ciudad. En Colomogno, Canetti, la tarde de un domingo, leyó a Vogel
y un grupo de amigos La comedia de la humanidad. Entre los asistentes
se encontraba Jomes Joyce, al que conoció personalmente en aquella oca-
sión. Durante el descanso, se lo presentaron. Y no tuvo otra ocurrencia
que decir: «Yo me afeito con navaja y sin espejo. Cosas de los genios.»
Nuestro autor cita también a Bernard von Brentano, el cual no pare-
cía sentirse muy a gusto allí. En la lista figuraba C. G. Jung y el gran
novelista Thomas Mann.
Canetti dijo que la auténtica estrella de aquella velada fue la señora
de la casa. Y como era experta en sueños también lo era de Jung.
Nuestro Nobel ya era lo suficientemente conocido en los círculos lite-
rarios; pero le faltaba la amistad con Jean Hoepffer, director del periódi-
co más leído en Alsacia.
Y lo consiguió. Su otro amigo Stafter le solía decir que era preciso ver
a las personas como son y no atribuirles intenciones equivocadas.
Admiraba a Stendal y estaba convencido de que en la Cartuja de
Parma, se encontraba lo mejor de la novela contemporánea… Canet-
ti creía que este autor deseaba ayudarle, después que leyó el borrador
Kant se incendia; si bien le dijo que a él no le gustaría leer un libro
como el citado.
Pero el hecho de que esta comedia había sacado de sus casillas a Joy-
ce –decía Broch–, hablaba en favor de ella.
Broch se alegró mucho cuando su amigo le habló de Jean Hoopffer,
que se cargaba con sus gastos e impresión.
920
TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

Nuestro autor se afianzó en sí mismo con la lectura que realizó el 17


de abril de 1935 en la Schwrzwaldschule, y después que hubo hablado
con el propio autor.
Le escucharían los grandes de V. No podía faltar Votruba y, por pues-
to, el Dr. Sonne, que fue de incógnito, y Musil... Todo un éxito. La pre-
sencia oculta de Sonne le dió muchos mimos. Tan pronto como ter-
minó la lectura, se le acercó Musil, que le habló con sinceridad y cor-
dialmente.
Entre quienes habían ido al Steindl-Keller se encontraba también
Ernest Bloch, autor de Thomas Munzr, que él no conocía ni se había
ocupado del tema. Él se daba por satisfecho de que Musil asistiera a su
lectura y dijo: «tiene buen público.»
El juego de ojos va tocando a su fin. Da cuenta de los personajes idos
en la flor de su fama; como, por ejemplo, Jakob Wasserman que estaba
en la cumbre de la misma.
Pero, sobre todo, interesa que nos cuente la elaboración y publica-
ción de Auto de Fe, por lo que es más conocido.
Apareció a mediados de octubre de 1935. Un año antes se habían
cambiado de casa.
Cambio de casa y publicación del libro fueron para Veza como una
liberación del mundo de esa novela que siempre le había infundido sos-
pechas. Ella sabía que Canetti no se desembarazaría jamás de la novela;
mientras tuvo consigo el pesado manuscrito. Veza la consideró un peli-
gro. Estaba convencida de que, a partir de la publicación, algo en el ami-
go se había distendido y de La comedia de la vanidad, obra que a ella le
gustaba más que todo lo demás, representaba mejor las posibilidades del
Canetti como escritor.
Veza hablaba largo y tendido sobre la diferencia entre las lecturas
públicas de nuestro autor y la que cada cual podía hacer individualmente
de la obra impresa.
En los ejemplares enviados a los amigos –Broch, Musil, Alban Ber-
ger– no había escatimado expresiones de veneración, allí quebaba escri-
921
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

to, precisa y claramente, para que cada uno lo pudiera comprender, cuá-
les eran sus sentimientos hacia ellos. En el caso del Dr. Sonne era dis-
tinto. Entre ellos no se habían cruzado una sola palabra que rozase la
esfera privada... Canetti nunca hubiera osado decir, por ello, cuánto lo
veneraba.
De ahí que en la dedicatoria solamente escribió: «Al Dr. Sonne, que
para mí significa todavía más.»
La última parte del libro –la cuarta– nos sitúa con Grinzing, y, bus-
cando lo que no se puede comprar, dio con Fraülein Delug, que sería
durante tres años su patrona. Se mudaron a aquella vivienda –«la más
bella que he tenido en mi vida», declara Canetti–, y contaba además con
la inconmobible probidad de su dueña.
Para aquel entonces llevaban año y medio casados, ocultando la boda
a su madre que vivía en París. A su manera imperiosa, le dio luego el
consentimiento.
En cuanto al libro recién publicado, decía que era tal como ella lo
hubiera escrito. Era como un libro suyo. Una larga conversación hace
las paces entre madre e hijo, aunque mutuamente se ocultaron sus cosas
y las del padre muerto.
La confesión final de la madre llenó de amargura a su hijo, pues en el
fondo le adoraba. Se dio cuenta de que le había estaba engañando. Lo
peor vino después: lo que el joven escritor no había previsto: «Aquel mis-
mo año volvió a enemistarse conmigo –declara– y sin rebajar ni culpar a
Veza, como en el pasado, declaró que nunca más quería volverme a ver.»
Lo vio por última vez pocas semanas antes de que falleciera.
A Alban Berg no le faltaba consciencia de su categoría. Sabía muy
bien quién era. Pero había una persona viva, Schönberg, a la que con
toda firmeza colocaba por encima de sí. Canetti lo amaba por esa vene-
ración que era capaz de sentir. Pero tenía motivo de amarlo por muchas
cosas.
Nuestro autor no sabía por entonces que Alban Berg venía pade-
ciendo desde hacía meses una furunculosis ni que le quedaban pocas
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TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

semanas de vida. El día de Navidad se enteró de repente, por Anna, de


que había fallecido la víspera. El 28 de diciembre estuvo en su entierro,
en el camposanto de Hietzing. No vio movimiento alguno en el cemen-
terio, como esperaba, ni gente que marchara en una determinada direc-
ción. Preguntó a un enterrador contrahecho, de baja estatura, dónde se
celebraba el sepelio de Alban Berg. Le indicó que arriba en la parte
izquierda. Se horrorizó, pero se encaminó hacia la dirección indicada y
encontró allí un grupo de treinta personas...
Elías Canetti, con la muerte del amigo, con todos sus proyectos y la
enemistad con la madre, lo pasó mal. Se sintió deprimido.
Entretanto, los personajes del libro Auto de fe merodean por la casa.
Lo que no es de su agrado. Su libro le causa sinsabores y no pequeños
disgustos. Personas hay que se identifican con uno de los personajes y
acuden en su ayuda.
Pero allí está Veza. Cuando el instinto certero y la cordialidad de Veza
actuaban juntos, era irresistible.
Una vida muy variada en Ginzing. Llena de contradicciones. Todo
lo que le ocurría le impresionaba con igual intensidad. Mas se mantu-
vo firme, aferrándose al plan que se había propuesto.
Viena había sufrido muchos cambios. En 1934 el poder de la muni-
cipalidad había quedado hecho pedazos. Broch le había dicho: «Usted
ha abierto una puerta. Ahora es menester que entre. No busque ayuda.
Una cosa así la realiza uno en soledad.»
Personalmente encontraba muchas deficiencias en sus trabajos litera-
rios de entonces y los dejaba inconclusos. Los marginaba, sin abandonar-
los del todo. Esto inquietaba mucho a Veza que echaba la culpa a Sonne.
Invitado a las tertulias en casa de los Benedikt, le cogió gusto a esta
clase de invitaciones entre gente intelectual.
Thomas Mann le escribe una extensa carta, que le alegró mucho por
tratarse de un autor tan famoso por su novela La Montaña Mágica. Pero
esto le enemistó con Musil, pues éste pensaba que colocaba a Thomas
Mann por encima de él.
923
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

La quinta y última parte de El juego de ojos, Canetti la titula “La evo-


cación”. En ella nos cuenta el reencuentro inesperado con Ludwig Hardt,
que vivía en Praga, pero que había conocido en 1928 en Berlín.
Narra también la muerte de Karl Kraus, tras los tristes aconteci-
mientos de 1934. Ludwig Hardt llegó y lo llevó enseguida a la habita-
ción en que tenía sus libros y escritorio. Le debía esta atención. «Hardt
era el ciervo moribundo; y una vez que había expirado, a nuestro Canet-
ti le resultaba incomprensible que volviese en sí y se convirtiera de nue-
vo en Ludwig Hardt. Y aunque él disfrutaba con asombro, nunca fue
menos verídica la muerte del animal acosado, algo estremecedor, por-
que al mismo tiempo era un hombre, y un hombre al que amábamos
por esa actuación» 31.
Nuestro autor dedica un largo capítulo a la guerra civil española,
cuando más amigo era de Sonne. Todas las personas que conocía y apre-
ciaba estaban del lado republicano. La gente tomaba partido abierta-
mente por el gobierno español y se expresaba con pasión.
Canetti pensaba en Goya y en sus grabados sobre Los desastres de la
guerra. Pues este primer pintor moderno, que es también el más gran-
de, llegó a lo que llegó gracias a la experiencia que tuvo de su época... Y
sabía, como nadie supo antes, y quizá con más pasión que nadie supo
después, que no hay ninguna guerra buena, pues con cada una de ellas
se perpetúa lo peor y más peligroso de la humanidad, lo incorregible.
«La guerra no se dejará eliminar por la guerra –escribe Canetti–; lo úni-
co que la guerra hace es fortalecer lo que más hondamente aborrecemos
en el ser humano.»
En capítulo aparte, nos cuenta la muerte de su madre, el 15 de junio
de 1937. La madre estaba lo suficientemente cerca como para oír los
cañonazos y no podía arrancarse el espectáculo de las luchas. Poco des-
pués enfermó y nunca más volvió a levantarse.
Ahora eran todos recuerdos y lo que le había contado Anna de su vida
anterior. Su pasión amorosa por Alma Mahler, madre de Anna, había

31 CANETTI, E., El juego de ojos, l.c., p. 318.


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TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

adquirido caracteres de leyenda gracias a algunos de los mejores cuadros


pintados por él. Un retrato de Alma en figura de Lucrecia Borgia, como
ella decía, lo había visto ya en su primera visita a la Hohe Warte. Esta-
ba colgado en el salón de trofeos de la incansable viuda, que lo presen-
taba con todo énfasis. Alma subrayaba que el artista, cuando pintó aquel
cuadro, aún tenía talento, no había llegado luego a nada, por desgracia
era un pobre emigrante.
Es admirable cómo describe la muerte de la madre. A uno le llevan
a las páginas de san Agustín, donde llora, en sus Confesiones, «a la que
le dio dos veces a luz».
«La encontré dormida –escribe– cerrados los ojos. Enormemente fla-
ca, nada más que piel pálida, así vacía. En vez de ojos, unos profundos
agujeros negros; y también profundos agujeros quietos donde antes
habían estado las magníficas, dilatadas ventanas de su nariz. La frente
parecía más estrecha, estaba como encogida por ambos lados. Había
esperado la mirada de sus ojos y tuve la impresión de que los había cerra-
do en contra de mí. Puesto que sus ojos se rehusaban, busqué‚ lo más
característico de ella, las grandes ventanas de su nariz y la frente pode-
rosa; pero ésta carecía de amplitud, no abarcaba nada, y la cólera de aqué-
llas se había perdido en su negrura» 32.
Un rato más tarde, cuando abrió los ojos le dijo: «—Te las he traído
de Rustschuk. Ella le miró incrédula. No dudaba de su presencia, sino
del lugar de procedencia de las rosas que yo había indicado. —Del jar-
dín, añadí. No había más que un jardín. Ella me había llevado a ese jar-
dín y había respirado allí profundamente, y de las vejaciones del abue-
lo me había consolado con frutas. Ahora le entregué las rosas, aspiró el
olor, la habitación se llenó de aroma de las rosas. Dijo: «Ese es el olor.
Vienen del jardín.»
Luego tuvo que oír el amargo reproche, cual si lo hubiera vuelto a pro-
nunciar: «Os habéis casado. No me has dicho nada. Me has mentido.»

32 Ibíd., p. 345.
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ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

Mantuvo las rosas sobre su rostro a la manera de una máscara. Me


pareció que sus facciones se dilataban y fortalecían. Mi madre me creía,
como antes, y había ahogado sus dudas. Sabía quién era yo, pero de sus
labios no salió ninguna palabra hostil.
Ya nada podía salvarla. Temía sus ahogos, pues padecía de asma des-
de hacía años. «No me acercaba demasiado a su lecho. Sus ojos ganaban
en dimensión y brillo. Cada mañana, viéndola por primera vez, esa mira-
da me conmovía. Su respiración se debilitaba, pero su mirada se forta-
lecía. No desviaba los ojos; cuando no quería ver, los cerraba. Clavaba
en mí su mirada hasta odiarme. Entonces decía: —¡Vete!» 33.
Canetti reflexiona y dice al fin: «La impresión que guardo es que fui-
mos caminando detrás del ataúd, recorriendo el trayecto hasta el cemen-
terio de Pere Lachaise, a través de la ciudad... Ella es la única que ha
sufrido; ella es la única que tiene derecho a quejarse... Ella está allí, ella
sola, a solas con él, nadie más, todos la molestan, por ello quiere que lo
deje a solas con ella, dos, tres días, y, aunque ella está enterrada, yace
allí, allí donde siempre estuvo enferma y en palabras la trae, y ella no
puede abandonarlo» 34.

5. AUTO DE FE

Este libro fue el primero que Elías Canetti publicó en 1935. En él


nos describe los diferentes estados de la locura por la que atreviesa su
personaje, KIEN masa y poder, y con la que intentó realizar una obra de
carácter definitivo y que nada menos le había de llevar unos veinticin-
co años, desde 1938, cuando tuvo que abandonar Viena, hasta 1960,
cuando apareció Masa y poder.
El libro es una reflexión sobre la sociedad, sobre el origen de la vio-
lencia; todo ello entramado dentro de un mundo de ficción.

33 Ibíd., p. 350.
34 Ibíd., p. 355.
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TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

De esta novela la Academia sueca ha declarado que «es una especie


de introducción al gran estudio sobre el origen y la formación de movi-
mientos de masas y la cadena de reacciones que provocan».
La misma Academia sueca ha juzgado también que Masa y poder es
«la obra magistral de un hombre de saber enciclopédico, que sobresale
en suscitar una cantidad infinita de reflexiones sobre la conducta de los
hombres como elementos de las masas. Prestando particular atención a
los pueblos primitivos, sus mitos y sus leyendas. Canetti ha intentado
precisar el carácter de los movimientos de masas.
El campo de sus investigaciones –continúa diciendo la citación de la
Academia sueca– no sólo cubre las masas reales, sino también las ima-
ginarias: las masas de los espíritus, de los ángeles, de los demonios, que
son elementos importantes en muchas regiones».
Examina la naturaleza y el significado de los símbolos nacionales de
masas y, penetrante, esclarece la problemática psicológica del mando y
la obediencia.
Una amenaza de muerte es lo que, según Canetti, se encuentra esen-
cialmente detrás de cada orden de mando. En el corazón de la voluntad
de poder se encuentra el instinto de supervivencia. El enemigo mortal,
finalmente es la propia muerte. Este –sigue la Academia– es un tema
dominante de su obra, un tema que reaparece con una fuerza extraña-
mente patética.
Elías Canetti ha reunido también notas pletóricas de fuerza y de den-
sidad que ha publicado en varios volúmenes. La crudeza satírica de la
observación de la conducta humana; la aversión a la guerra y a la des-
trucción; la amargura ante la consciencia de la brevedad de la vida son
los rasgos más característicos de sus notas. La riqueza de su espíritu y la
expresividad de su estilo hacen de Canetti uno de los autores de máxi-
mas más eminentes de nuestro tiempo y un hombre cuyas descripcio-
nes concisas de las ironías de la vida pueden a veces hacer pensar en los
grandes percusores como La Bruyere y Lichtenberg.
Auto de fe es una historia en cierto sentido Fáustica, por lo que con-
lleva de homenaje a Goethe: su protagonista es un anti-Fausto, aunque
927
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

a Canetti la muerte se le aparezca desde el primer momento como la


gran injusticia, la gran enemiga. Un especialista en la cultura china, un
sinólogo, compara todos los libros y llena la casa con ellos, pero, sobre
todo, llena su cabeza con el conocimiento de los mismos y escribe citán-
dolos con precisión, con el libro en la mano, pero sin necesidad de abrir-
lo y compulsar la cita.
«Si Goehte es la determinante admirativa en la obra de Canetti –escri-
be Emilio Salcedo– la impulsora de su decisión por seguir escribiendo
en alemán: la vía de Comprensión de Kafka por sus cartas a Felice tras
visitar la casa del autor del Fausto».
En su novela Auto de fe hay otro elemento básico que –escribe– «entró
sin que nadie se apercibiera de ello».
James Joyce había hecho la parodia de Odiseus en su Ulyses, pero
Canetti, desde los diez años se siente subyugado por el momento en que
Odiseus, en la corte de Feacia, escucha al cantor ciego Demodokos con-
tar su propia historia, su odisea, y llora en secreto por ella.
Del rey de Itaca le entusiasma su astucia cuando se denomina Nadie
en su encuentro con Polifemo y le interesa igualmente, como un tra-
sunto de su propia personalidad, el episodio de las sirenas, porque Odi-
seus siente la curiosidad de no sustraerse al conocimiento de su canto,
aunque evite la anulación del propio ser en el encantamiento que de la
voz se deriva.
Nuestro autor lee a Kafka y escribe El otro proceso de Kafka, conside-
rando que lo que oprimía al autor de La metamorfosis no era el padre,
ni supuestamente el peso de la sociedad, sino el Poder como ente abs-
tracto y generalizado.
Masa y poder, escribe el autor citado, es su obra capital de pensa-
miento en la que, manejando todos los mitos en cuyo conocimiento y
explicación profundiza, crea las bases de una antropología patológica,
contraponiendo las constantes del comportamiento colectivo a la expre-
sión del poder.
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TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

Por eso podía decir de Kafka que «se vuelve uno bueno al leerlo, pero
sin enorgullecerse de ello». Detrás está la sombra amenazante del Poder
y también la muerte.
Es el tema que le preocupa desde los años de la adolescencia cuando
la relación con la madre es mayor. «He investigado –escribirá años des-
pués– y analizado el poder tan despiadadamente, como mi madre los
procesos en los que se metía la familia. Existen pocas cosas negativas que
yo no haya dicho del hombre y de la humanidad. Y, a pesar de todo, me
siento tan orgulloso de ambos que sólo odio realmente una cosa: la
muerte.»
La vida no tiene sentido sin la muerte, sin el acabose. Elías Canetti
se debate furiosamente ante esto que para él es una sinrazón y Fausto
asoma, con la sombra de Goethe, en la grandeza de su obra.
Auto de fe es la novela más impresionante, titulada en alemán Die
biendung, conocida como La ceguera, y también como La desilusión.
El tema de esta gran novela es, si se quiere, simbólico. Peter Kien, dis-
tinguido profesor de estudios orientales, descubre el extraño poder visio-
nario de la ceguera.
No es que Peter Kien esté ciego. Juega a estarlo. Su mujer coloca unos
muebles al excéntrico en la habitación de trabajo. Así que Peter simula
estar ciego. Se levanta a tientas, va a la estantería y caza el libro, como
puede, sin mirar. Comete errores. Pero advierte que los errores que come-
te tienen un cierto encanto. Son errores útiles. Descubren algo que des-
conocía. Y así sigue por esa pendiente hasta elevar a categoría de prin-
cipio filosófico lo que sólo fue pasatiempo (cosa muy frecuente en la
vida); proclama, por fin, que el caos es sólo algo aparente, que, en arte
como en lo demás, hay que dar valor a lo contingente. El azar es tan res-
petable o más que la necesidad.
«Auto de fe –escribe Florencio Martínez Ruiz– arranca de una espe-
cie de Comedia humana de la locura que Canetti redujo, en última ins-
tancia, a un solo personaje, fractando los de otros ocho esbozos –el faná-
tico religioso, el soñador técnico, el despilfarrador, el coleccionista, el
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ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

poseedor de la verdad, el enemigo de la muerte–, hasta llegar al genui-


no hombre-libro, Kein.»
Los personajes quedaron inutilizados y engrosaron así la psicología
en diversas formas y grados del protagonista. Ni que decir tiene que
Canetti nos deslumbra en Auto de fe con extraordinarias escenas llenas
de un fuerte expresionismo casi valleinclanesco y, sobre todo, con una
riqueza de anécdotas, donde el humor alcanza todas las gamas hilaran-
tes y grotescas.
En esta novela el lector encontrará el ejemplo irreductible de algo raro
e inquietante: la resolución de un libro, el primero además que publicó
Canetti, de una ambición casi excesiva, junto a la contención seca y a
trallazos de una escritura lograda.
Aquí, la ceguera de Peter es luz. Las lágrimas que inundan los ojos de
una persona triste iluminan el amor. El sentimiento necesitaría, pues,
ayuda desde los párpados. Y Peter Kien termina exclamando que «la
ceguera es un arma contra el tiempo y el espacio, contra nuestra exis-
tencia monstruosa».
Estilo, pues, incisivo y trepidante. La novela transcurre, como muchos
de los cambios en la vida del escritor, entre las dos grandes guerras. Sus
personajes adquieren relieve de bestias nazis, unas veces, y de dulces
mujeres sin esvásticas, otras veces.
No parece que nuestro autor aparezca como un visionario, adelan-
tando acontecimientos trágicos desde la ceguera, que es, en definitiva,
el pasado hacia el futuro.

6. APUNTES

Los Apuntes de Elías Canetti, fechados entre 1973 y 1984, constitu-


yen la última entrega inédita de su obra, antes de la apertura de sus archi-
vos personales.
Sus ensayos, sus memorias y su única e impresionante novela que aca-
bamos de estudiar, escrita antes de los treinta años, han hecho del autor
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TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

de origen sefardí que la Academia sueca le galardonara con el Nobel


1981, uno de los más grandes del siglo XX.
Cecilia Dreymüller, comentando Apuntes, se pregunta: «¿Cajón de
sastre u obra menor?» Las anotataciones aforísticas no gozan de mucho
prestigio en tiempos de la lectura fácil y bajo la presión de las leyes del
mercado.
De este modo, El corazón secreto del reloj, que constituye el segun-
do tomo de los Apuntes de Elías Canetti, publicado en alemán en 1987,
también se resiste a la lectura en diagonal y, además, escapa a las clasifi-
caciones jerarquizantes, tal como era la intención de su autor 35.
Este libro –como señala Drey-Müller– «cautiva por su absoluta aber-
tura a la impresionante amplitud de pensamiento, aunque, como es pro-
pio del género aforístico, exista el peligro de perderse entre la cantidad
y diversidad de las ideas, de los juegos intelectuales y de palabras, pro-
pios de un equilibrista de verdad».
Canetti, el último poeta en lengua alemana, en el sentido enfático de
la palabra –de los que logran en su obra la unidad de pensamiento y
escritura–, se nos presenta aquí en su forma más concentrada y más
sabrosa. Hay que saborearlo lentamente como unas trufas 36.
El origen de los Apuntes se remonta al año 1939, cuando el autor de
Auto de fe decide en Londres entregarse exclusivamente a la obra de su
vida, el monumental ensayo sobre Masa y poder, y se prohíbe la dedica-
ción a otros proyectos literarios.
Pronto, sin embargo, surge la necesidad de una válvula de escape, por
lo que, a partir de 1942, empieza con las notas, en las que entra de todo:
observaciones autocríticas, comentarios del proceso creativo, citas de sus
múltiples lecturas, manifestaciones de simpatías y fobias... «Así, los
Apuntes se han convertido en una forma. No hay límites a su capacidad
de comprensión. Todo lo que falta en ellos es importante. El lector se

35 CANETTI, E., Apuntes 1992-1993, traducción de J. J. del Solar, edita Ana-


ya y Mario Munchnik, 1997.
36 DREY-MULLER, C., «Las trufas de Canetti», en ABC Cultural, 2-IX-2000, p. 9.

931
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

entrega él mismo como complemento». Nos explica en uno de sus cua-


dernos el propio autor.
Masa y poder, obra densa y profunda, estaba pidiendo al autor esa vál-
vula de escape. Y aunque no termine el mencionado libro hasta el 1959,
Canetti no pierde el hábito adquirido.
En la selección de textos, de los apuntes tomados entre 1973 y 1984
entra un elemento nuevo: el autobiográfico.
Es más, muchas de las reflexiones que surgen a lo largo de los tres
tomos autobiográficos van a desembocar en los cuadernos de estos años.
En primer lugar, se halla el análisis del ejercicio memorístico (profe-
cía de la memoria) y la problemática del Yo; de cómo se ve Canetti a sí
mismo y contrasta su proyecto existencial con la realidad.
«Necesito personajes –escribe–. Sólo puedo subsistir repartido en per-
sonajes. Soy demasiado fuerte para permitirme vivir indiviso. Temo la
destrucción que podría brotar de mí.»
A este concepto posmoderno del Yo fragmentado corresponde el
constante cambio de perspectiva narrativa. De hecho –como escribe la
articulista citada arriba– «una vez habla en primera persona de sí mis-
mo, otras en tercera». Por lo que resulta difícil, a menudo, saber a quién
se refiere, de modo que hasta las observaciones más personales adquie-
ren validez personal.
Esto quiere decir que las opiniones de Elías Canetti son todo menos
ecuánimes. Denotan una mente pasional y una persona comprometida
con la realidad social y política.
«Me gustaría –dice– no ser judío, aunque sólo fuera para tener sobre
ellos una opinión menos egoísta.»
No obstante, quiere ser judío para no ahorrarse ninguna de las adver-
sidades que les han sido impuestas. «No quiero apartar de mí esa espe-
cie de amenaza colectiva, porque es un claro ejemplo para todas las ame-
nazas de índole parecida, y lo obliga a uno a no pasarlas nunca por alto
ni a olvidarlas.»
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TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

Los Apuntes de Canetti ocupan un lugar especial en toda su obra, sin


saber a ciencia cierta en qué género incluirlos. Cuando lees uno de ellos,
no puedes por menos de recordar al gran Pascal. He aquí unos ejemplos:
«El que lee poco pronto parece un periódico. No retiro nada. Poder decir
esto en la vejez sería impresionante, si no fuera insolente. Vivo entre
muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho
de que aún leeré la mayoría de ellos. Él me constituye. No sé quién es.
En ningún caso lo llamaría Dios. Nada es más interesante en los hom-
bres importantes que sus prejuicios. Estas son sus verdaderas casas y habi-
taciones, que no abandonan por nada; o son sus conchas de caracol, en
las que se refugian apresuradamente. Él siente los mordiscos de la jau-
ría. Qué bien que los sienta. Por fin corre de nuevo, en vez de pastar.
No hay idea más desoladora, más penosa, más espantosa que la del eter-
no retorno. Dame un Dios para que lo convenza de que nos preste ayu-
da. Yo lo conozco, dijo el orgulloso antes de empezar con su disertación. Daba
la impresión de que hablaba de otro. Un amigo para respirar juntos. La
palabra más imprecisa de todas: Yo. El que supera la alabanza la mere-
ce. Él escribió y escribió y escribió hasta que la puerta del infierno se
abrió ante él. Entonces siguió escribiendo allí tranquilamente bajo pena-
lidades y torturas...»
Estos pensamientos, y cada uno en su pequeña filosofía, revelan en
toda su desnudez al pensador radical. En ellos encontramos filosofía,
reflexión, meditación, mirada al interior de uno mismo... Pero también,
de vez en vez, observamos una gran sinceridad cuando enjuicia a algu-
nos autores. Hasta el mismo Borges le parece soso.
«No me gusta nada Borges –dirá–. No choca con piedra. La reblan-
dece. Sin embargo, cada vez se fue aficionando más a las biografías de
hombres famosos. Wittgenstein 37 por su integridad como persona, la de

37 L. Wittgenstein, filósofo austríaco, nacido en Viena, en 1889, y muerto en


Cambridge, en 1951. Nacionalizado británico en 1938. Fue discípulo de B. Rus-
sell en Cambridge, de donde posteriormente sería profesor. Tiene como obra famo-
sa su Tractatus logico-philosophicus.
933
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

Mark Twaain, por su final miserable. Al poeta Francis Bacon llegó a sen-
tir odio contra sus versos.»
Con todo, estas, que podemos llamar extravagancias, contrastan salu-
dablemente con una preocupación incesante por el mundo, por la natu-
raleza, por el futuro del ser humano, donde se manifiesta su enorme
humanidad. «Que no se arroja a la nada a nadie que estuviera allí a gus-
to. Que únicamente visitamos la nada para hallar el camino que con-
duce fuera de ella y mostrar el camino a cada cual. Que perseveramos
en el dolor y en la desesperación para aprender cómo sacar a otros de
ellos, pero no por desprecio de la felicidad que corresponde a las cria-
turas, a pesar de que se desfiguran y despedazan mutuamente.» Escribe
Canetti.
Mario Muchnik, a quien se debe el meritorio y sostenido esfuerzo de
dar a conocer las obras del premio Nobel de 1981, nos ofreció en 1997
la última entrega, póstuma, de sus notas, de los aufzeichnungen de Canet-
ti. Sus notas o apuntes de trabajo correspondientes a los dos años inme-
diatamente anteriores a su fallecimiento 38.
Son unos interesantísimos documentos, imprescindibles para cono-
cer en detalle la trayectoria creativa e intelectual de este fascinante autor
como complemento de sus obras mayores.
Contábamos ya en español con sendas recopilaciones de estos inte-
resantísimos documentos. La provincia del hombre es el título bajo el que
se reunieron los apuntes correspondientes al período 1942-1972, mien-
tras que los de los años siguientes, hasta 1985, se presentaron como El
corazón secreto del reloj. Faltan, pues, las posibles anotaciones redactadas
entre 1985 y 1992 para completar la colección.
Jojanna Canetti explicaba en una nota epilogal la procedencia de estos
textos, donde se asegura la rigurosidad de la selección editorial, basada
tanto en los manuscritos como en las versiones mecanografiadas que el

38 MUCHNICK, M., Apuntes 1992-1993, Anaya, 1997.


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TEÓFILO APARICIO LÓPEZ, OSA

propio Canetti validó, y, al parecer, han sido supervisadas por los pro-
fesores Peter von Matt y Johann Steurer.
No obstante, existen algunos motivos de incertidumbre a este res-
pecto, sobre todo a causa de las notas más breves, en realidad telegráfi-
cas, que en algún caso se vuelven auténticamente críticas.
«En su conjunto –escribe Darío Villanueva– los escritos de Elías
Canetti configuran un excelente testimonio de la vocación europea de
un judío español, peregrino forzoso por Centroeuropa como los aske-
nazis, siempre marcado por la experiencia de la extraterritoriedad de la
que nos ha hablado George Steiner.»
Desde semejantes condicionamientos, expuestos ya en páginas inol-
vidables del primero de sus libros autobiográficos, La lengua absuelta,
Canetti centra el objeto de su atención intelectual en el asunto del len-
guaje y en una filosofía de la cultura en la que los papeles del individuo
y de la masa son determinantes.
De todo ello, pese a su fragmentarismo y su brevedad, estos Apun-
tes 1992-1993 nos dan bastantes atisbos a la altura del fin de siglo y
milenio que el longevo Canetti llegó a alcanzar, participando, como
hombre de su tiempo, en preocupaciones características como la eco-
logía o la modificación de nuestros hábitos intelectivos por mor de la
informática.
Canetti abraza en estas últimas notas una especie de mística de la
ancianidad casi centenaria: «Uno cumple cien años y se pasa a la reli-
gión de la muerte –escribirá–; mística que, transformada en discursos,
mantienen a uno en vida».
No llegó a cumplirlos, y poco le faltó, incluso, para llegar a los noven-
ta, pero el arco temporal cubierto por Canetti es más que suficiente para
dar cuerpo en él a la evidencia del eterno retorno, fundamentalmente
trágico, de Vico y de Nietzsche, filósofo de quien el escritor se despide
con palabras poco gratas.
Sobre todo las notas de 1933 están marcadas por una manifestación
singular del pesimismo y el desconsuelo característicos de Canetti: la
935
ELIAS CANETTI, UN NOBEL SEFARDITA ERRANTE

constatación de que el nombre de Sarajevo que sobresaltó su paz infan-


til en la escuela primaria volvía a ser una referencia sangrienta ochenta
años después. Esta determinante trágica de Europa queda claramente
expresada en este aforismo de Elías Canetti: «¿A quién matar? ¿Por quién
ser asesinado? Bosnia» 39.

39 VILLANUEVA, D., «Elías Canetti. Apuntes 1992-93», en ABC Literario, enero


1998.
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