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TEATRO DE WELLINGTON CASTILLO

En la actualidad, nuestras carteleras publicitan de manera sostenida variadas


producciones escénicas, pero en librerías, tiendas especializadas o en ferias,
no se encuentra libros sobre obras teatrales. El teatro no sólo es el
espectáculo, también lo son las obras dramáticas. Su ausencia hace notorio el
nulo interés por editarlas y, por lo mismo, la presente edición se convierte en
una novedad extraordinaria.

Las obras dramáticas y narrativas son parte de la creación literaria. Pero se


diferencian en la semiótica del texto, en que la primera es creada para la
representación y, por tanto, la línea discursiva la llevan los personajes, en
términos de acción teatral. Y tal vez estas implicancias no encajen en la
manera cómo se forman los lectores y, por tanto, quizás ese sea el motivo de
su exigua presencia en los mercados. La representación teatral es efímera.
Pero le queda el texto, que la sobrevive en el tiempo.

“Papel de Viento Editores”, del poeta y teatrista Alejandro Benavides Roldán


mostró interés en los textos de Wellington Castillo y, en mayo del 2012, publicó
la primera recopilación de su producción con el título 8 Obras Dramáticas. Para
esta edición se ha seleccionado cuatro obras de dicha producción, las que, a
mi criterio, son las más resaltantes.

Wellington, como casi todos los de nuestra generación –y lo digo pensando en


las vivencias sociales de los ochenta– nos desarrollamos colectivamente
dentro en un marco dominado por dictaduras militares o democracias
enclenques y enfermizas, siempre con la injerencia de Estados Unidos. En ese
contexto, quiénes teníamos algo de sensibilidad seríamos de tendencia
izquierdista. Lamentablemente las organizaciones con las que simpatizábamos
se tornaron infelizmente sectarias.

Particularmente, ello me llevó a entusiasmarme con la lectura de Georg Lukács


y sus consideraciones estéticas; con Michel Foucault y su fulminante teoría “el
hombre ha muerto”, la misma que me conectó con su casi homónima “Dios ha
muerto”, de Nietzsche; con el impactante pensamiento de Jean Paul Sartre; de
Simone de Beauvoir; de Martin Heidegger; de Desmond Morris; de Camus;
entre otros. De muchos modos, el dejar de educarse en la lectura se convirtió
en el camino seguro hacia la dogmatización y anclaje intelectual.

Sin duda, uno de los grandes lectores de aquellos tiempos fue Wellington
Castillo. Merced a ello, desarrolló un lenguaje teatral que se caracteriza por ser
opuesto al puro divertimento, a la pura emotividad, al esteticismo. Por el
contrario, es un teatro narrativo que apunta al entretenimiento con ideas
fertilizadas por sus vivencias cordilleranas y su estancia universitaria –luego
profesional– en Trujillo, las mismas que cimentaron su compromiso social, en
procura de la comprensión crítica de nuestra realidad, para mostrarnos que el
estar fagotizados por el consumismo no sepulta la aspiración de un equilibrio
social como necesidad para nuestra supervivencia. En los intersticios de su
teatro, las vivencias en esa dualidad cultural se reflejan en el manejo de sus
argumentos, en las circunstancias que plantea y en la construcción de sus
personajes.

Desentrañar la historificación de su teatro es, de por sí, complejo. Para


empezar, sus obras me entusiasman por sus argumentos. Luego, después de
la segunda lectura, por mi formación teatral, me inducen a pergeñar la
trayectoria de los personajes; los espacios escénicos o imaginarios en los que
se desarrolla la historia; el uso de los tiempos escénicos: el de la historia, el del
discurso, el de la representación; la definición de sus giros que van develando
la organización dramática, decantando lo puramente anecdótico. Por último, la
definición de su estructura que me sumerge en la profundidad de su narrativa.

He montado tres obras suyas: Sobre cruz e imperios, en su primera versión con
el nombre de Túpac Amaru II; Mariposa de humo y Pumacayán. Esta última en
dos versiones, una de ellas para un unipersonal. Dichas cuatro experiencias
me incentivaron a experimentar con una necesidad de renovación, tanto en la
forma como en la manera de contar las historias.

No podía ser de otro modo. La narrativa de Wellington tiene un discurso


accesible; un ritmo propio, producto de su aproximación a la actuación, la
dirección y la dramaturgia, el mismo que es capaz de traducir sensorialmente,
durante la creación del espectáculo, lo que se experimenta de modo abstracto;
es decir, las acciones dramáticas se convierten en imágenes, las mismas que
se concretan a través de su línea discursiva, produciendo tensiones, suspenso
y una expectativa capaz de generar inusitado debate.

Sobre Cruz e imperios tiene como mérito transfigurar el realismo y trabajar sus
históricos personajes con algunas metáforas, insertándolos en una escritura
cuya columna vertebral es la acción dramática, donde la imaginación logra un
carácter revelador.

Mariposa de humo, conjuga el desarrollo del juego dramático, del conflicto, de


las circunstancias, de la ficción y de los diálogos de los personajes, logrando
una particularidad y nueva dimensión teatral que la diferencia de las otras
obras.

Pumacayán, parte de XXXXXXXXXXXXX para crear una narrativa dramática


exenta del exceso de reiteraciones, con ricos diálogos, convincentes, lucidos y
enérgicos, concordantes con las situaciones históricas que investigó Reyna
(poner el año de publicación), pero con variación de los planos temporales,
recurriendo a la analepsis como íntima necesidad de una línea discursiva no
lineal y como solución del traslado de un género narrativo a otro, con distintos
códigos, mecanismos y reglas: el de la adaptación teatral

Siempre Viva parte de las vivencias andinas de Wellington, las que avivan su
intuición para elaborar estructuras teatrales sustentadas con acciones
dramáticas fictas, sin ideologizarlas y sin apelar a la retórica pedestre,
retratando costumbres, modos, personajes y caracteres propios de Santiago de
Chuco, su tierra natal. Contiene una fuerza argumental donde la estupidez, la
soberbia y la locura dominante son reflejadas con aspereza, a veces con humor
y con cierta piedad que desvía la frustración.

En suma, esta Antología Teatral, siendo un esfuerzo privado signado por la


loable categoría de “sin fines de lucro”, si bien parte de la necesidad y hasta de
la urgencia –no creo exagerar– de divulgar las obras de Wellington Castillo,
concebidas para ser vistas, debería lograr estimular a las instituciones del
estado la asignación de presupuesto a estas premuras, incentivar a nuestra
dramaturgia regional para que se aúne a este esfuerzo y motivar a nuestros
teatristas para que se animen a ponerlas en escena.

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