Hay personas que tienen dificultad para perdonarse a sí mismas y se concentran
en lo que consideran sus defectos. Me gusta el relato de un líder religioso que, junto al lecho de muerte de una mujer, trataba en vano de consolarla. “Estoy perdida”, dijo ella. “He arruinado mi vida y la vida de los que me rodeaban. No tengo esperanza”. El hombre advirtió que sobre el tocador estaba la foto de una hermosa joven. “¿Quién es?”, le preguntó. El rostro de la mujer se iluminó: “Es mi hija; lo único hermoso de mi vida”. “La ayudaría usted si ella tuviera dificultades o hubiera cometido un error? ¿La perdonaría? ¿La seguiría amando?” “¡Claro está que sí!”, exclamó la mujer. “Haría cualquier cosa por ella. ¿Por qué me lo pregunta?” “Porque quiero que sepa”, le dijo el hombre, “que hablando en sentido figurado, Dios tiene una fotografía de usted en Su tocador. Él la ama y la ayudará. Invoque Su nombre”. Una cuña escondida que impedía su felicidad había sido quitada. En momentos de peligro o de prueba, ese conocimiento, esa esperanza y esa comprensión brindan consuelo a la mente alterada y al corazón dolorido. Todo el mensaje del Nuevo Testamento infunde un espíritu de renacimiento para el alma humana. Las sombras de la desesperación se disipan bajo los rayos de esperanza, el dolor sucumbe ante el gozo, y el sentimiento de encontrarse perdido entre la multitud de la vida se desvanece con el conocimiento certero de que nuestro Padre Celestial es consciente de cada uno de nosotros. El Salvador confirma esa verdad al enseñar que ni un pajarillo cae a tierra sin que pase inadvertido para el Padre. Y después termina ese hermoso pensamiento diciendo: “Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos”.(“Cuñas escondidas”, Liahona, julio de 2002, pág. 19-22).