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Tres descripciones
Respecto al primer extremo, el que nos permitirá empinarnos hasta la condición personal
del ser humano, son muchas y muy variadas las descripciones de la persona que nos ofrece la
historia. Las mejores y más hondas gozan de una estrecha afinidad significativa, hasta el punto
de resultar equivalentes.
1. Boecio
La de Boecio, para algunos muy seca y por eso superada, ha sido durante siglos la de
mayor aceptación en Occidente: es persona, decía este eminente filósofo y teólogo, toda
«substancia individual de naturaleza racional».
A la hora de pensar en nuestros amigos y en las restantes personas con quienes tratamos,
conviene entender bien el alcance de las expresiones de Boecio; saber escucharlas en su
contexto propio, sin anacronismos: sin quedar ofuscados por el semiconsciente pero efectivo
individualismo contemporáneo, por el fracaso estrepitoso de la razón ilustrada o por las
connotaciones «cosistas» que, sin mucho tino, atribuyen algunos a la realidad máximamente
activa de la substancia1.
No, la descripción boeciana no responde a una especie de singularismo más o menos
egocéntrico o egotista, que acabaría por encerrar a cada sujeto en los límites angostos de sus
intereses particulares. Ni se agota en la razón calculadora. Ni tampoco, con su apelación a la
substancia y a la naturaleza —hoy tan desconsideradas—, convierte al ser humano en algo
inerte, inexpresivo o predeterminado, carente de mordiente y de futuro. Está en otro plano, más
profundo y más jugoso.
Centrándonos en el extremo quizás más controvertido, hay que decir que, para Boecio y
para quienes se sitúan en su misma tradición especulativa, la llamada a la racionalidad no
encierra en modo alguno un deje de intelectualismo yerto, frío y poco humano, una apelación a
la desnuda eficacia instrumental, dominadora.
Muy al contrario, Boecio, de haberla podido conocer, compartiría la afirmación de Pascal
que sostiene que «a la verdad se llega no solo por la razón, sino también por el corazón». En
efecto, no es para él la inteligencia una propiedad aislada, poco flexible y cuasi mecánica. En
su doctrina, la naturaleza racional implica, como derivando de ella, el entendimiento en toda su
1
Solo para mover a reflexión a estos últimos, cito de nuevo a Spaemann: «Si queremos seguir pensándonos
como sujetos, y si queremos dar algún sentido al concepto de la dignidad humana, la tarea de una Ontología
correspondiente tendría que dar un giro a las conocidas palabras de Hegel, y ser formulada así: “pensar los sujetos
como sustancias”. También podríamos decirlo más sencillamente, en inglés, con Michael Dummet: “Man is a
self-subsistent thing”» (SPAEMANN, Robert, Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid 1989, pp. 86-87).
2
2
CLAVELL, Lluís, “La fondazione della libertà nell’atto di essere dell’anima”, en L’anima nell’antropologia di
S. Tommaso d’Aquino, Masimo, Milán 1987, p. 235.
3
JUAN DAMASCENO, Dialect., c. 43, en MIGNE P. G., 94, col. 613.
3
4
BERTI, Enrico, Il concetto di persona nella storia del pensiero filosofico, en AA. VV., Persona e
personalismo, Fondazione Lanza, Padova 1992, p. 48).
5
«Partiendo del principio clásico de que la gracia no abroga ni violenta la naturaleza, pretendo esbozar los
elementos metafísicos que permiten afirmar que el hombre es un ser para la libertad, que el hombre es
definitivamente libertad; que la libertad es su propiedad y el elemento primordial originario del ser del hombre,
mediante el cual la persona humana se pone como diferente —y no solo como un “más”— respecto de la
naturaleza. El problema de la libertad coincide con la esencia misma del hombre: la libertad no es una simple
propiedad de la voluntad humana, una característica de la volición; sino que es característica trascendental del ser
del hombre, es el núcleo mismo de toda acción realmente humana y es lo que confiere humanidad a todos los
actos del hombre, y a cualquier de las esferas sectoriales de su actividad: en la moral como en la cultura, en la
ciencia, en la técnica, en el arte, en la política.» (CARDONA, Carlos, Metafísica del bien y del mal, EUNSA,
Pamplona 1987, p. 99).
6
En el fondo, al afirmar el carácter participado de la libertad quiero subrayar que lo fundamental en la persona
creada sigue siendo su sustancia —anclada a su vez en el acto de ser—, de la que derivan y a la que completan
sus operaciones. Lo contrario de lo que sucede en buena parte de la modernidad, influida por el «giro cartesiano»:
«Para Descartes, la persona se identifica con el yo pensante, mejor dicho, con el yo consciente. Dada su
antropología, coloca la esencia de la persona en el alma en tanto que ser pensante, inextenso y contradistinto del
cuerpo. Descartes aún concibe el alma como algo, como res cogitans, en definitiva, como sustancia inextensa. De
ahí que, en un primer momento, no sea claramente perceptible el giro impuesto al concepto de persona en un
planteamiento que ejercerá influencia decisiva en gran parte del pensamiento moderno y contemporáneo.
En la cuestión que nos ocupa, la profundidad de este giro se verá con mayor nitidez cuando Locke niegue la
sustancia como realidad metafísica y por tanto carezca de sentido hablar del alma como sustancia. Entonces el yo
ya no será concebido más que como mera conciencia de la propia identidad, demostrada por la memoria, o como
colección de fenómenos internos, o como serie de sensaciones, o como hilo conductor de los acontecimientos, o
como resultante siempre variable de los fenómenos vitales.
La racionalidad, y por tanto la autoconciencia, siempre formó parte de la definición de persona. Así aparece
nítidamente en la misma definición boeciana, rationalis naturae individua substantia. La autoconciencia forma
parte de la persona, porque en ella se manifiesta la plenitud del ser en sí, la autoposesión del ser. Pero el acto de
conocer muestra la calidad de autoposesión, la perfección de la naturaleza en la cual se sustenta, y no viceversa.
Por eso dice Boecio que praeter naturam non potest esse persona.» (AA.VV., El misterio de Jesucristo, EUNSA,
Pamplona 2ª ed. 1993, p. 200).
4
7
Cfr., por ejemplo, Ocho lecciones sobre el amor humano, Rialp, Madrid, 4ª ed., 2002; El verdadero rostro
del amor, EIUNSA, Madrid, 2005.
8
JUAN PABLO II, Redemptor hominis, núm. 10
9
CALDERA, Rafael Tomás, Visión del hombre, Centauro, Caracas, 4ª ed. 1995, p. 66.
5
10
MORRIS, Tom, Si Aristóteles dirigiera la General Motors, Planeta, Barcelona, 2005, p. 122.
6
11
También para mover a la reflexión, cito dos nuevos textos de Berti: «Los vaivenes históricos del concepto
de persona humana permiten constatar algo muy curioso: que en la misma medida en que se ha ido acentuando la
conciencia del valor de la persona desde el punto de vista moral y jurídico —y el cenit en este sentido lo marca la
posición teorética de Kant—, en la misma proporción ha entrado en crisis el convencimiento de su espesura
ontológica, es decir, de su carácter de sustancia, de sujeto no reducible a su obrar» (BERTI, Enrico, Il concetto di
persona nella storia del pensiero filosofico, en AA.VV., Persona e personalismo, Fondazione Lanza, Padova
1992, p. 71).
«Pese a las indudables contribuciones de las distintas formas de personalismo a un conocimiento más hondo
de los múltiples aspectos constitutivos de la persona humana (unicidad, irrepetibilidad, creatividad), cada vez
resulta más claro que si la persona no es sustancia muy difícilmente puede dar razón de los fenómenos que le son
propios; y todo lo anterior, por motivos de orden cognoscitivo, mucho antes y más que por razones de orden
práctico (ético o jurídico). De esta manera se ha vuelto a descubrir la necesidad de un retorno a la concepción
clásica, que entiende la persona como sustancia individual: como un subsistens, de naturaleza racional, es decir,
orientada hacia lo universal y, como consecuencia, libre de todo condicionamiento particular. Tal vez esta noción
no basta para satisfacer las nuevas exigencias de la teología trinitaria, o de ciencias como la psicología, la
antropología, la lingüística; pero la concepción clásica, desde este punto de vista, está abierta y es susceptible de
integraciones posteriores» (Ibídem, pp. 71-72).
12
BUENAVENTURA DE BAGNOREGGIO, In II Sent., d. 3, q. 1, a. 2 ad 3. Nótese, pues lo estimo relevante, que la
singularidad es nombrada antes que la singularidad.
13
«L’autocoscienza e l’autodeterminazione, supremi titoli di grandezza nell’uomo, si radicano e si esercitano
su questo fondamento: che la persona alla quale appartengono come privilegio incomparabile, sussiste, esiste cioè
in sé e per sé» (MONDIN, Battista, Dizionario enciclopedico del pensiero di San Tommaso d’AQUINO, Edizioni
Studio Domenicano, Bologna 1991, p. 468).
7
1. La dignidad
Una tautología…
De los dos rasgos referidos por Buenaventura, uno parece haber sido aceptado
plenamente por nuestros contemporáneos y está sin duda en la mente y en la boca de casi todos
ellos. En efecto, entre las asociaciones de vocablos más comunes en el mundo de hoy se
encuentra la que recogen frases como «dignidad de la persona humana», «dignidad humana» o
«dignidad personal». Parece, pues, que una corriente subterránea o una afinidad secreta ligaría
los sustantivos «dignidad» y «persona». ¿Existe un fundamento teórico para semejante
conjunción?
Como antes sugería, el lugar clásico para iniciar el estudio del significado del término
«persona» en Occidente es la obra de Boecio. En concreto, en el De duabus naturis et una
persona in Christo nos dice este eminente conocedor del mundo clásico que la voz latina
«persona» procedería de «personare», que significa resonar, hacer eco, retumbar, sonar con
fuerza. Y, en verdad, con el fin de hacerse oír por el público presente, los actores griegos y
latinos utilizaban, a modo de megáfono o altavoz, una máscara hueca, cuya extremada
concavidad reforzaba el volumen de la voz; esta carátula recibía en griego la denominación de
«prósopon», y en latín, justamente, la de «persona». Por su parte, el adjetivo «personus», de la
misma familia semántica, quiere decir sonoro o resonante, y connota la intensidad de volumen
necesaria para sobresalir o descollar.
Pero la careta tenía otro fin inmediato y en apariencia paradójico: ocultar a la vista de los
asistentes el rostro del actor; y este objetivo respondía a una idea programática: lo excelente, lo
que importaba en la representación, no era la individualidad de los intérpretes, a menudo
desconocidos, sino la alcurnia de los personajes por ellos representados.
Se advierte entonces cómo, desde una doble perspectiva —la del simple alcance de la voz y
la de la re-presentación teatral—, el vocablo «persona» se halla emparentado, en su origen, con
la noción de lo prominente o relevante.
tan principiales (o relativas al principio), que resultan poco menos que evidentes y que, por
tanto, no cabe esclarecer mediante conceptos más notorios. Simplemente hay que mirarlas —
contemplar a quienes las detentan—, intentando penetrar en ellas. Y, así, en una primera
instancia, lo más que podría afirmarse de la dignidad es que constituye una sublime modalidad
de lo bueno, de lo valioso, de lo positivo: la bondad de aquello que está dotado de una
categoría superior.
De ahí que los diccionarios al uso, tras aludir a una acepción relativa del vocablo «digno»
—lo adecuado, lo conveniente—, añadan que, cuando esta palabra se utiliza de manera no-
referencial o absoluta, «se toma siempre en buena parte y en contraposición de indigno». Y
cuando después agreguen que la dignidad «es el decoro conveniente a una categoría elevada o
a las grandes prendas del ánimo», estarán apuntando a la diferencia específica y al fundamento
último de esa excelencia, que es la interior elevación o grandeza de un sujeto.
Precisamente por ello, si una persona desprovista de esa plenitud íntima, configuradora, se
adorna con los signos exteriores de la dignidad, esa aparente manifestación de grandeza suena
a hueca y viene a producir, al cabo, el efecto y la impresión contrarios a los que se pretendían
con la farsa: es decir, en lugar de la majestad, el ridículo.
En concreto
Todo esto deberíamos meditarlo a menudo y llevarlo a la consideración de las personas a
quienes tratamos y sobre las que tenemos cierta ascendencia:
1. Por una parte, hacerlos conscientes de la intrínseca y constitutiva valía que todos
poseen, con independencia de sus circunstancias concretas.
2. Por otra, animarlos a cultivar su riqueza interior; insistirles en que ahí radica el
hontanar de su grandeza; en que, como nos recuerda Enrique Larreta, haciendo eco a una
Sabiduría inmemorial, «los hombres son como vasijas de barro, que no valen sino por lo que
guardan».
3. Y, con eso, llevarles a concluir, como contrapunto, que lo que no es íntimamente
noble, superior, no puede expresarse «hacia fuera» como tal, sin que el resultado se evidencie a
todas luces como postizo.
El vistazo más superficial a los famosos del mundo de hoy, en los distintos
campos de la actividad humana, bastaría para caer en la cuenta, por confirmación o
por contraste, de lo último que acabo de sostener.
Intimidad, elevación
Un análisis somero del significado del término arroja, pues, el siguiente saldo: al parecer,
cualquier exteriorización o índice de esa sublime nobleza que conforma la dignidad remite en
fin de cuentas a una prestancia íntima constitutiva.
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Autonomía
Spaemann, por su parte, sostiene que la dignidad constituye siempre «la expresión de un
descansar-en-sí-mismo, de una independencia interior».
Y explica que semejante autonomía no ha de ser interpretada
… como una compensación de la debilidad, como la actitud de la zorra para
quien las uvas están demasiado verdes, sino como expresión de fuerza, como ese
pasar por alto las uvas de aquel a quien, por un lado, no le importan y, por otro, está
seguro de que puede hacerse con ellas en el momento en que quiera. Solo el animal
fuerte —prosigue— nos parece poseedor de dignidad, pero solo cuando no se ha
apoderado de él la voracidad. Y también solo aquel animal que no se caracteriza
fisonómicamente por una orientación hacia la mera supervivencia, como el
cocodrilo con su enorme boca o los insectos gigantes con unas extremidades
desproporcionadas.
Afirmado lo cual, concluye:
La dignidad tiene mucho que ver con la capacidad activa de ser; esta es su
manifestación19.
De tal modo, los dos ingredientes a los que hace unos instantes aludía —la elevación y la
correspondiente interioridad— parecen resumirse o articularse en torno a uno que los recoge y
lleva a plenitud: la potencia (activa) que permite el volverse sobre sí o recostarse
autónomamente en la altura del propio ser, la fuerza interior y no violenta ni avasalladora, la
autarquía, estrechamente ligada con la libertad y el amor.
19
SPAEMANN, Robert, Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid 1989, p. 98.
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Acercamientos intuitivos
Cabría confirmarlo, observando en nuestro entorno manifestaciones privilegiadas de
majestad o realeza. Lo majestuoso, por ejemplo, nos resulta instintivamente advertido como lo
autárquico, como aquello que se encumbra al afirmarse y descansar en sí: sin necesitar de lo
que le circunda y sin sentirse amenazado por ello.
1. Y esto, en primer lugar, en el terreno de la simple metáfora: piénsese en la
prestancia de un águila, un león o un pura sangre, que parecen imponerse con su sola presencia
al entero entorno que los rodea.
2. Y después, y primordialmente, en el ámbito más propio de las realidades humanas:
un rey —o un juez justo, pongo por caso— manifiesta de forma eminente y casi física la
excelsitud de su rango cuando, asentado en su trono, juzga y decide desde sí el conjunto de
cuestiones sometidas a su jurisdicción; pero revela todavía más su abolengo cuando,
prescindiendo de los signos exteriores de su soberanía e imperio, replegándose más sobre su
interna grandeza constitutiva, logra expresar al margen de toda pompa y aparato aquella
sublimidad íntimamente personal que, en su caso, lo ha hecho merecedor del cargo que
desempeña.
Y, en esta misma línea, para quien sabe apreciarlo, un sencillo pastor de montaña recorta
sobre el paisaje la grandiosa desnudez de su alcurnia de persona en la proporción exacta en
que, firme e independiente en su propia e interna humanidad, sabe prescindir de todo cuanto
tiene a su alrededor: despegado incluso del pasar del tiempo, se muestra también ajeno al
sinfín de solicitaciones, alharacas y oropeles de la vida de ciudad.
3. De manera ya más propia, se afirma que una persona actúa con dignidad cuando
sus operaciones no ponen en juego (en peligro) el noble y recio hondón constitutivo de su
propio ser.
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Tenemos que sabérselo explicar —antes que nada, con la vida— a todas las personas que,
de un modo u otro, se encuentren a nuestro cargo. Alguien acepta un castigo o una injusticia
dignamente, o lucha por adquirir un bien conveniente o incluso necesario con pareja
compostura, justo cuando nada de ello parece afectar la vigorosa consistencia de su grandeza o
densidad interior; ni las afrentas la amenazan ni semejante realeza depende de la consecución
de los beneficios o prebendas: el sujeto digno se encuentra como asegurado en su propia
espesura y en su solidez interna.
Por eso pudo escribir La Bruyère que «un alma grande está por encima de la
injuria, de la injusticia y del dolor». Y Napoleón, que «el hombre superior es
impasible; se le vitupere o se le alabe, siempre sigue adelante».
La dignidad apunta, de tal suerte, a la soberanía de lo que se eleva al asentarse en sí, de lo
que no necesita buscar apoyo en exterioridades inconsistentes: ni las requiere ni se siente
asechado por ellas.
Desde esta perspectiva, la templanza, el desprendimiento de los bienes materiales, suscita
indefectiblemente la sensación de dignidad: precisamente porque quien obra con tal
moderación se muestra lo bastante radicado en su valía interior, hasta el punto de que las
realidades que lo circundan se le aparecen en cierto modo como superfluas y es capaz de
renunciar gozoso a ellas.
Y también se muestra, como signo paradójico de excelencia, la humildad. Como escribió
Pascal:
… la grandeur de l'homme est grande en ce qu'il se connaît misérable. Un
arbre ne se connaît pas misérable.
Obsérvese, pues es lo que ahora interesa, que el aserto del filósofo alemán incluye una
condicional bastante expresa y «condicionante»: la nobleza de una persona se hace presente de
manera todavía más apabullante cuando los instrumentos manifestativos se limitan hasta el
extremo, si y solo si la existencia de esa dignidad logra de algún modo llegar hasta nosotros.
Cosa que implica, de acuerdo con lo que antes sugería el mismo autor, un más hondo
compromiso y una mayor capacidad de penetración por parte de quien advierte esa peculiar
altura. No todos están dotados de la perspicacia imprescindible para apreciarla, cuando los
medios de ostensión menguan; pero quienes lo logran, y casi como compensación, advierten la
eminencia de la persona con una claridad deslumbradora.
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Algunas sugerencias fragmentarias de la «superioridad» de estas personas según Sacks, que coinciden,
incluso a veces en el modo de expresión, con mi propio pensamiento:
«Cuando empecé a trabajar con retrasados, ya hace varios años, creí que sería una experiencia deprimente, y
escribí a Luria explicándoselo. Pero, ante mi sorpresa, él contestó hablándome en los términos más positivos
sobre la experiencia, y diciéndome que no había pacientes que le resultasen, en general, más “queridos”, y que
consideraba las horas y los años que había pasado en el Instituto de Defectología unos de los más interesantes y
estimulantes de toda su vida profesional. En el prefacio a la primera de sus biografías clínicas (El habla y el
desarrollo de los procesos mentales en el niño) expresa un sentimiento similar: “Si un autor tiene derecho a
expresar sentimientos sobre su propia obra, debo confesar el cálido sentimiento con que vuelvo siempre al
material publicado en este librito”.
¿Qué es este cálido sentimiento del que habla Luria? Es claramente la expresión de algo emotivo y personal...
que no sería posible si los deficientes no «respondiesen», si no poseyesen también ellos sensibilidades muy reales,
posibilidades personales y emotivas, sean cuales sean sus defectos (intelectuales). Pero es más. Es una expresión
de interés científico... de algo que Luria consideraba de un interés científico muy especial. ¿Qué podía ser esto?
Algo distinto, sin duda, a «deficiencias» y «defectología», que son en sí mismas de un interés bastante limitado.
¿Qué es, entonces, lo que es especialmente interesante en los simples?
Se relaciona con cualidades de la mente que están preservadas, potenciadas incluso, de modo que, aunque
«mentalmente deficientes» en ciertos sentidos, pueden ser mentalmente interesantes, incluso mentalmente
completos, en otros. Las cualidades de la mente no conceptuales: he aquí lo que hemos de investigar con especial
intensidad en la mente del simple […].
Lo que nos aguarda es igualmente agradable para el corazón y para el entendimiento y, debido a ello, estimula
especialmente el impulso que lleva a la «ciencia romántica» de Luria.
¿Qué es esta cualidad mental, esta disposición, que caracteriza a los simples y les otorga su inocencia
conmovedora, su transparencia, su integridad y dignidad […]?
Si hubiésemos de utilizar aquí una sola palabra, habría de ser «concreción»… su mundo es vívido, intenso,
detallado, pero simple, precisamente porque es concreto: no lo complica, diluye ni unifica la abstracción.
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Por una especie de inversión o subversión, del orden natural de las cosas, los neurólogos ven con frecuencia la
concreción como algo negativo, indigno de consideración, incoherente, un retroceso. Así para Kurt Goldstein, el
mayor sistematizador de su generación, la mente, la gloria del hombre, se centra exclusivamente en lo abstracto y
categórico, y la consecuencia de una lesión cerebral, de cualquier lesión cerebral y de todas ellas, es expulsarlo de
este reino superior a las ciénagas casi subhumanas de lo concreto. Si un individuo pierde la «actitud categórico-
abstracta» (Goldstein) o el «pensamiento proposicional» (Hughlings Jackson), lo que queda es subhumano, carece
de importancia o interés.
Yo llamo a esto una inversión porque lo concreto es elemental, es lo que hace la realidad «real», viva, personal
y significativa. Todo esto se pierde si se pierde lo concreto[…].
Mucho más fácil de comprender, y mucho más natural, es la idea de la preservación de lo concreto en la lesión
cerebral… no regresión a ello, sino preservación de ello, de modo que se preserven la humanidad, identidad y
personalidad básicas, el yo de la criatura lesionada […].
Yo creo que todo esto puede aplicarse a los simples… con más motivo aún, pues habiendo sido simples desde
el principio nunca han sido seducidos por ello, sino que siempre han experimentado la realidad directa sin
intermediarios, con una intensidad elemental y, a veces, abrumadora» (SACKS, Oliver, El hombre que confundió a
su mujer con un sombrero, Anagrama, Barcelona, 4ª ed., 2003, pp. 219-221).
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21
FRANKL, Viktor, La idea psicológica del hombre, Rialp, Madrid 1979, pp. 112-113.
17
De ahí que, tras afirmar que Jesucristo se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz,
prosiga San Pablo: y «por tal motivo» —propter hoc— le dio Dios un nombre que está sobre
todo nombre…
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