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PEDRO: LA ROCA QUE SE TAMBALEA

En este pasaje (16, 1-5), pregunta Jesús: “¿No leéis las señales del tiempo? Un claro
atardecer, ¿no anuncia que mañana será un buen día? ¿No anuncian las nubes oscuras
que habrá tormenta? ¿Y aún así no entendéis lo de los panes?” ¿Cuándo llegarán los
discípulos a entender bien quién es él? Estas son las cuestiones que Mateo va
planteando a medida que presenta la serie de narraciones destinadas a los Sabats de
entre Sukkot y la Dedicación o Hanukkah. Mateo hace llegar a Jesús y a sus discípulos
a la ciudad de Cesarea de Filipo, donde centrará su atención en la cuestión de la
identidad del maestro. Jesús inicia esta conversación crucial preguntándoles por las
habladurías que todos están oyendo: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Les pide que
le cuenten lo que se elucubra por ahí (16, 13).
Los discípulos ofrecen sus respuestas. "Algunos dicen que eres Juan el Bautista, otros
dicen que eres Elías, y otros que Jeremías, o uno de los profetas". Todo era más bien
adulador pues todos los personajes eran héroes judíos, aunque solo se trataba de
chismes y de nada más. Entonces, Jesús cambia el registro y lleva la conversación a un
nivel en el que, en vez de repetir las habladurías, hay que comprometerse: “Y vosotros,
¿quién decís que soy yo?” (v. 15). La pregunta hace que la cuestión pase a ser vital.
Jesús, según Mateo, pide a los discípulos que se muestren a sí mismos, y Pedro
responde por todos (cosa frecuente en el evangelio). Para entender el papel que Mateo
asigna a Pedro, permitidme recordar qué dice de él y cómo lo retrata a lo largo de todo
su texto.
Mateo menciona a Pedro por primera vez en el capítulo 4. Jesús, caminando junto al
mar de Galilea, llama a dos parejas de hermanos para que sean sus discípulos.
Conforme a un esquema bastante típico, Pedro es el primero en ser invitado y a él le
sigue su hermano Andrés. Poco después, en la misma orilla, Jesús llama a Santiago y a
Juan, los dos hijos de Zebedeo. Los discípulos son cuatro y los cuatro son pescadores.
Los pescadores ocupaban un lugar muy bajo en la escala social judía. Para serlo, no
hacía falta saber leer ni escribir. Mateo no vuelve a mencionar a Pedro hasta el capítulo
10, donde se limita a dar la lista de los doce discípulos. El orden original se mantiene
intacto. Pedro va primero, después Andrés, seguidos de Santiago y de Juan. Solo
entonces sabemos los nombres de los ocho restantes. En este evangelio, Pedro es
siempre el primero de la lista. En el capítulo 14, Pedro vuelve a sobresalir y juega un
papel fundamental. Es en el relato de Jesús caminando sobre el agua. Pedro, como de
costumbre, fracasa en la prueba a la que se le somete. Quería una confirmación de que
la figura fantasmal que caminaba sobre el agua era Jesús. “Si lo eres, mándame que
vaya hacia ti sobre el agua”. Jesús lo llama, Pedro baja de la barca y empieza a caminar
pero su coraje tarda poco en decaer. El miedo lo consume y grita lleno de pánico. Jesús
al fin lo levanta, la saca del agua y o devuelve a la barca. El coraje y el miedo van
siempre juntos en Pedro.
Viene entonces este episodio de Cesarea de Filipo, en el que Pedro es el primero en
reconocer a Jesús como Mesías. Sus palabras, según Mateo, son: “Tú, Jesús, eres el
Cristo, el Hijo de Dios Vivo”. Es un momento importante de la narración evangélica.
Según Mateo (v. 17-18), Jesús elogia a Pedro por su intuición: «Pedro, has visto más allá

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de los límites normales de la percepción. Has expresado la verdad que la carne y la
sangre no podían haberte revelado. La fe y la adhesión de este tipo serán el
fundamento de mi movimiento. Por tanto, tú, Pedro, serás la roca sobre la que edificaré
mi iglesia. Tú, Pedro, tendrás las llaves del Reino. Lo que ates o desates en la tierra,
quedará atado o desatado en el cielo. Actuarás con mi autoridad, como mi
representante». Era una poderosa declaración.
Pero Pedro, la roca, no tarda en tambalearse. Cuando Jesús empieza a decirle lo que
significa ser el Mesías, su coraje lo abandona otra vez. Según Mateo, Jesús le dice: “He
de ir Jerusalén; allí sufriré, seré condenado a muerte y resucitaré”. Es lo que exige la
condición de Mesías. Pedro, horrorizado, exclama: “¡Dios no lo quiera. Eso nunca te
ocurrirá!”. Y Jesús, a aquel del que hacía solo unos momentos había dicho que era la
roca, lo identifica, ahora, con Satanás. Así pues, Pedro, el hombre de coraje que sin
embargo se hunde en el agua, aparece ahora como el hombre de fe que sin embargo
habla como Satanás.
Volvemos a encontrar a Pedro en el monte de la “Transfiguración”. En el capítulo 17 de
Mateo, Pedro, una vez más, es el líder que identifica a Jesús con Moisés y con Elías,
proclamando una verdadera trinidad de héroes judíos. Entonces, una voz del cielo lo
reprende por su incapacidad para entender la singularidad de Jesús. El Mesías no es
uno más entre otros iguales. El mismo patrón se repite, pues, una y otra vez, en el
evangelio de Mateo. Poco después, Pedro recordará que lo ha dejado todo para seguir a
Jesús (19, 27) pero, entonces, de nuevo, tendrá la debilidad de preguntar por cuál será
su recompensa… Pero, como decimos, se levanta y se cae a cada momento. También
aparecerá como un fanfarrón al poco de haber dicho: “Yo nunca te abandonaré” (26,
33). Rápidamente su bravuconada se esfuma; y su promesa de defender al Maestro deja
paso, primero, al sueño que le impide permanecer despierto en el huerto de Getsemaní,
y, después, a la triple negación de Jesús antes de que el gallo cante dos veces. El último
pasaje de Pedro en Mateo lo muestra como un hombre roto y derrotado, que llora
amargamente, y no como una roca. Después, Pedro no vuelve a aparecer en el
evangelio de Mateo. Ninguno de sus relatos pascuales lo nombra. Muchos se
sorprenden al caer en la cuenta de esto cuando distinguen y comparan los evangelios
entre sí, los consideran por separado y captan cada uno de ellos no como una parte de
un todo indiferenciado sino como un libro independiente y con su significado propio.
En ningún lugar del evangelio de Mateo se rehabilita a aquel al que Jesús llamó “la
roca” (Cefas), después de sus negaciones, sus flaquezas y sus fallos.
Nada es histórico en la escena de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo. No hay
ninguna evidencia de que Jesús dijese que él iba a fundar o a instituir una iglesia. Sin
duda, Jesús no eligió ni preparó ni "ordenó" a doce discípulos para que fuesen los
primeros obispos que constituyesen el inicio de lo que más tarde se llamaría la
“sucesión apostólica”. Jesús no eligió a Pedro para que fuese el primer Papa. Esto es
solo una afirmación muy posterior de quienes pretendían que la autoridad de Jesús
apoyase sus propias ideas sobre la Iglesia. La idea de que Jesús fundó la Iglesia es
absurda y sin sentido por cuanto el cristianismo y la sinagoga no se separaron hasta el
año 80 dC., aproximadamente. Sólo en esta circunstancia tenía sentido un relato que
afirmase que Jesús los había preparado para un momento así. Pedro, el típico personaje
que habla mejor que actúa, es, en Mateo, el símbolo de la lucha interior que se da en los

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seguidores de Jesús. Pero los seguidores de Jesús tenían, además, que darle un sentido
no solo a la muerte de Jesús sino también a su expulsión de la sinagoga. Pedro es el
símbolo de aquellos que tendrían que actuar sin poder ver su futuro claro ni afirmar
nada sobre él.
El Mesías, para la mayoría de los judíos, significaba una reivindicación. El Mesías
encarnaba las esperanzas de que el trono de David se restablecería algún día y su
nación sería reconocida como tal. En los sueños de este colectivo, el Mesías traería el
triunfo y no la tragedia, la victoria y no la derrota. Los discípulos de Jesús tenían que
afrontar la cruda realidad de que a aquel que llamaban “Mesías” lo habían crucificado,
lo cual no encajaba en absoluto con la expectativa tradicional.
Pese a que la realidad era la que era, algo siguió impulsando a los seguidores de Jesús
en una dirección radicalmente nueva. Algo los llamó a renovarse a sí mismos como
comunidad tras la crucifixión. Algo en Jesús trascendía cualquier límite impuesto por
la muerte o la derrota. Algo en él hacía que los cananeos, los samaritanos y los gentiles
se convirtiesen en partes de la misma familia. Algo hacía que sus discípulos tuviesen
una nueva visión de quién es Dios, y que fuesen capaces de ir más allá de sus
limitaciones, de descubrir un amor sin límites y de entender lo que eran,
independientemente de su estatus. Algo les proporcionaba cierta percepción de lo que
es la plenitud humana. Algo les daba el poder de ir donde nunca antes habían ido.
Algo les hacía estar convencidos de que todo lo que entendían por “Dios” lo habían
encontrado en Jesús de Nazaret. Algo les hacía capaces de entender que la resurrección
podía venir de la crucifixión, que la vida puede brotar de la muerte y que el ser puede
encontrarse, no en la búsqueda de supervivencia, sino en la entrega de la propia vida.
Algo redefinía el ser del Mesías: no era un guerrero victorioso sino que se le podía
hallar en la derrota, en la muerte, en la impotencia y en el vivir para los otros.
La figura de Pedro permanece para el hombre y la mujer que experimentan esta
transformación de la conciencia en algún momento. Permanece para quienes
vislumbran la verdad mucho antes de poder vivir apoyándose en ella, para quienes se
mueven entre la fe y el miedo, entre el valor y la cobardía, entre la fuerza y la
debilidad. Pedro es el símbolo de todos los que luchan en la fe.
Mateo no narró hechos históricos; pero sí reflejó la respuesta humana de siempre ante
lo trascendente. Jesús no predijo su pasión y la escena de Cesarea y todas las de Pedro
reflejan situaciones de un camino que los creyentes tienen que recorrer. El cristianismo
no nació de una experiencia puntual de conversión localizada en un momento
determinado sino de la lucha por entender; por ser la persona que uno anhela ser; por
cambiar la orientación de la búsqueda humana normalmente inclinada hacia la
supervivencia; por descubrir que Dios no está en el poder sino en la debilidad, que no
solo está en la vida sino también en la muerte, que no está en la división sino en la
unidad. La Iglesia de Jesucristo nunca se construyó sobre roca sino sobre una
humanidad débil y sujeta a determinismos. La vida cristiana no es la vida de unos
triunfadores que siempre van de victoria en victoria. La vida cristiana es como la
levadura invisible que hace crecer el pan; es como la sal en la sopa de la vida, a la que
le da el sabor; es como los pequeños destellos de luz en la oscuridad. El movimiento
cristiano no nació para dominar el mundo ni para ejercer el poder en nombre de un
poder divino superior. El concepto de “cristiandad” desvirtúa profundamente el

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evangelio. Somos seres humanos más bien débiles, fluctuantes, sometidos a
determinismos, pero somos al mismo tiempo seres en los que, ocasionalmente, se
puede vislumbrar lo divino. Dios actúa a través de lo ordinario, de lo débil, de lo
humano, de lo que está roto, para hacer aparecer la visión del cielo nuevo y de la tierra
nueva, el "lugar" donde la unión vence a las divisiones, el amor trasciende las barreras
y fronteras y la comunión con Dios crea una nueva humanidad. “Tú eres el Cristo, el
Hijo del Dios Vivo” no es un credo sino una confesión, y hacia esta confesión
caminamos cada día de nuestras vidas. Esto es Pedro. Pedro es el símbolo de nuestra
humanidad. Con él nos adentramos en una fe que nunca podremos apresar ya que el
significado de Dios está en el viaje y no en el destino.
– John Shelby Spong

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