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APOLOGÍA DE LA TRADICIÓN

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Roberto de Mattei

APOLOGÍA DE LA TRADICIÓN

Post–scriptum del libro


El Concilio Vaticano II – Una historia nunca escrita

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CONTENIDO

INTRODUCCIÓN

LA IGLESIA MILITANTE EN LAS HORAS MÁS DIFÍCILES DE SU HISTORIA

II

LA “REGULA FIDEI DE LA IGLESIA EN LAS ÉPOCAS DE CRISIS DE FE”

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Apología de la Tradición
Título original: Apologia della Tradizione
Autor: Roberto de Mattei
Traducción: Martín Jorge Viano
Primera edición en italiano: octubre de 2011
Primera edición en español: marzo de 2018

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INTRODUCCIÓN

En su discurso a la Curia Romana del 20 de diciembre de 2010[1] Benedicto XVI


comparó la crisis actual a aquella que, en el siglo V, antecedió a la decadencia y la caída
del Imperio Romano.
Las analogías entre las dos épocas son reales. Si el Imperio Romano cayó por causa
de las invasiones bárbaras, pero sobretodo como consecuencia de su desmoronamiento
interno, del mismo modo hoy nuestra civilización está sometida a una creciente presión
exterior mientras, en su interior, padece una situación de disgregación cultural y moral
creciente.
Existe, sin embargo, una diferencia fundamental entre las condiciones de la
sociedad de entonces y las del Occidente contemporáneo. En la época sombría de las
invasiones bárbaras, en los siglos V y VI, cuando las instituciones políticas y sociales se
desmoronaron y la Iglesia Católica se afirmó como único centro de orden y estabilidad
en el caos generalizado, los nombres de San León y San Gregorio, Papas a los cuales la
Iglesia atribuyó el apelativo Magno, nos recuerdan el papel decisivo que la institución
pontificia tuvo en aquellos siglos.
En nuestros días la Iglesia, sufriente y debilitada, está siendo atacada pero no
resiste, como en el siglo V, a las vicisitudes de la Historia sino que parece casi aplastada.
El remolino de la autodestrucción la dilacera[2] y, como lo admite su misma autoridad
suprema, atraviesa una de las crisis internas más profundas de su existencia[3].
Esta crisis tuvo un punto focal en el Concilio Vaticano II que se desarrolló en Roma
entre octubre de 1962 y diciembre de 1965. Desde entonces, la Iglesia parece haberse
dejado seducir por el mundo moderno, al cual debería oponerse, y hoy se debate en su
abrazo mortal.
Benedicto XVI –quien vivió como joven protagonista los años del Concilio, y,
después, como Prefecto de la Doctrina de la Fe, pudo evaluar la profundidad y la
extensión de la crisis postconciliar– conoce más que nadie lo dramático del problema.
En un célebre discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005[4], él propuso
utilizar el método de la “hermenéutica de la continuidad” opuesta a la de la
discontinuidad y la ruptura. De ese modo, Benedicto XVI condujo la discusión del
Concilio tanto hacia la reflexión teológica como a la discusión histórica. De ese modo
indicó a los historiadores que, en el estudio del Concilio, al lado del trabajo
hermenéutico de los teólogos, es necesaria la reconstrucción de los hechos, de sus raíces
y de sus consecuencias.

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Es precisamente lo que intenté hacer en mi libro “El Concilio Vaticano II – Una
historia nunca escrita”, en la cual el lector puede encontrar una reconstrucción histórica
lo más verdadera y fiel posible del evento conciliar, basada en fuentes y documentos[5].
Aunque hasta el momento las críticas a mi libro fueron poco numerosas y de escasa
consistencia, juzgo útil ofrecer algunos elementos de reflexión a quien quiera
profundizar los problemas que inevitablemente levanta y en particular el siguiente: ¿se
puede discutir históricamente el Concilio Vaticano II exponiendo a la luz pública
eventuales sombras, límites y consecuencias negativas? De un modo general, ¿es lícito al
historiador colocar en evidencia y eventualmente criticar a personalidades y
acontecimientos eclesiásticos?
La respuesta a esas preguntas puede ser dada en dos ámbitos: el histórico y el
teológico. Lo importante es no sobreponer dos ámbitos que no están separados ni
incomunicados pero que son realmente distintos: la historia y la teología. La historia, sin
embargo, no es una simple exposición de hechos sino un auténtico “conocimiento”
orientado a reconstruir los acontecimientos de forma ordenada, por medio de juicios de
valor emitidos después de haber evaluado en forma ordenada la credibilidad de los
acontecimientos y de los testigos.
La historia de la Iglesia, observa Mons. Hubert Jedin, recibió concretamente su
objeto de estudio de la Teología[6]. El historiador de la Iglesia es diferente del teólogo, no
porque pueda prescindir de la Teología sino porque no es en ese campo donde desarrolla
su conocimiento. Al historiador le es necesario un conocimiento teológico para
comprender los hechos humanos que tienen en su centro a la Iglesia, del mismo modo
que al teólogo no le puede faltar el conocimiento histórico si no quiere hacer de su
doctrina una especulación abstracta, privada de sentido de la realidad. Los métodos de
investigación son sin embargo diferentes. La Fe siempre debe iluminar los pasos del
historiador católico, sobretodo cuando el objeto de su investigación es la Iglesia, pero el
método que sigue y las cuestiones que expone no son las del teólogo ni las del pastor.
La pretensión de evaluar un trabajo histórico sobre la base de categorías
pertenecientes a otras disciplinas constituye, por lo tanto, no solamente un error
epistemológico sino también, en el plano moral, un juicio temerario, que resulta de un
apriorismo ideológico. Es a la posibilidad de esos juicios temerarios que pretendo
responder, incluso de forma preventiva, fundamentándome y citando a autores que nunca
se omitieron en expresar sus respetuosas críticas sobre las confrontaciones de Papas,
Cónclaves, Concilios y acontecimientos eclesiásticas de los más variados.
Lo haré, particularmente, fundamentándome en dos historiadores que he
seleccionado no entre los más antiguos o los más modernos sino entre los más seguros,
porque sus obras fueron sumamente apreciadas por papas como León XIII y San Pío X.
Me refiero a la Historia Universal de la Iglesia[7] del Cardenal Joseph Hergenrother[8] y
la Historia de los Papas desde el fin de la Edad Media[9], del Barón Ludwig von
Pastor[10].

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La obra de Hergenrother cubre desde el nacimiento de la Iglesia hasta el Pontificado
de León XIII. La de Pastor abarca el período correspondiente al inicio del exilio de los
Papas en Avignon, en 1305, hasta la elección de Pío VII el 14 de marzo de 1800. Ambas
han sido escritas con un riguroso método histórico y un profundo amor a la Iglesia y sus
instituciones.
Por lo demás, quien tenga tiempo de compulsar dichas obras se dará cuenta cómo
sus autores no ocultaron ninguna página obscura de la historia de la Iglesia, persuadidos
de que es especialmente en esas horas sombrías en las que se manifiesta Su grandeza y
divinidad. El Cardenal Hergenrother estaba convencido de que “la más bella defensa de
los Papas es la revelación de su ser”[11] y que aquello que se pide al historiador “es la
exposición objetivamente fiel y totalmente desapasionada de los hechos por él
sinceramente examinados; en lo demás él debe tener libertad para manifestar sus
principios religiosos”[12].
En lo que dice respecto al Barón von Pastor, Mons. Pío Cenci, quien estuvo a cargo
de la edición italiana de su obra, cuenta que el historiador alemán, interrogado un día
sobre su método, que consistía en destacar las sombras y las luces de los pontificados por
él relatados, respondió con estas palabras: “Nada hay que temer. Yo dije todo como un
hijo obligado a revelar las faltas de una dilectísima Madre”[13].
León XIII, gran propulsor de los estudios históricos, como también de los
filosóficos y teológicos, afirma que la historia de la Iglesia es como un espejo en el cual
resplandece su vida a través de los siglos. “Quienes la estudian jamás deben perder de
vista que ella contiene un conjunto de hechos dogmáticos que se imponen a la fe y que
nadie puede poner en duda (…). Sin embargo, como la Iglesia, al ser la continuación de
la vida del Verbo Encarnado entre los hombres, está compuesta por un elemento divino
y un elemento humano, este último debe ser expuesto a los maestros y estudiado por los
discípulos con una gran probidad. Como está dicho en el libro de Job: ‘¿Acaso Dios
tiene necesidad de nuestras mentiras?’ (Job 13, 7). El historiador de la Iglesia –
continúa León XIII– será tanto más eficaz al destacar su origen divino, superior a todos
los conceptos de orden puramente terrenal y natural, cuanto más leal haya sido en no
disimular ninguno de los sufrimientos que los errores de sus hijos y, a veces, también de
sus ministros, causaron a lo largo de los siglos a esta esposa de Cristo. Así estudiada la
historia de la Iglesia, ella es, de suyo, una magnífica y convincente demostración de la
verdad y de la divinidad del Cristianismo”[14].
La Iglesia, en su parte humana, puede cometer errores. Conforme León XIII, esos
errores y esos sufrimientos pueden ser provocados por sus hijos y también por sus
ministros. Pero ello no priva al Cuerpo Místico de Cristo de su grandeza ni de su
indefectibilidad. La santidad es una característica que no puede ser eliminada de la
Iglesia, pero ello no significa que sus Pastores estén absolutamente exentos de pecado, ni
siquiera los supremos, en lo que dice respecto a su vida personal, como tampoco al
munus más alto a ellos confiado: el ejercicio de gobierno. La infalibilidad del Magisterio

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de la Iglesia no quiere decir que ella no haya conocido, a lo largo de su historia, cismas y
herejías que dividieron dolorosamente a los sucesores de los Apóstoles y, en algunos
casos, alcanzaron a la Cátedra de Pedro.
El historiador católico, por lo tanto, puede reconstruir libremente los hechos y
enunciar juicios sobre el comportamiento de la autoridad eclesiástica, siempre y cuando
se limite a la búsqueda de la verdad y sea movido por amor a la Iglesia y no por el deseo
de denigrarla. Si los hechos históricos colocan problemas teológicos, el historiador no
puede ignorarlos y debe traerlos a la luz pública, pero siempre recordando la doctrina de
la Iglesia. De igual modo, en el plano teológico, todos los bautizados tienen el derecho
de presentar problemas a la legítima autoridad eclesiástica, aún cuando nadie tenga la
facultad de substituir al Supremo Magisterio de la Iglesia para resolver de forma
definitiva los temas controvertidos.
Antes que historiadores o teólogos, los estudiosos católicos son miembros del
Cuerpo Místico de Cristo y tienen no sólo el derecho sino el deber de ocuparse, con la
competencia que les es propia, de todas las cuestiones de fe y de moral de las cuales la
Iglesia, y sólo Ella, es custodio y maestra. Todo fiel, sea cual fuera su posición y su rol
en la Iglesia y en la sociedad civil, tiene el derecho de levantar cuestiones y de interpelar
a la autoridad eclesiástica para que las resuelva, a través de la palabra suprema de su
Magisterio. Es lo que me propongo en la segunda parte de este estudio, dedicado a
establecer cuál es la regla de fe de la Iglesia en las épocas de crisis, como ésta en que
estamos viviendo.
Hubo un tiempo en que, además de los catecismos, se escribían preciosos manuales
de teología para laicos, con el objeto de invitar a los fieles no a hacerse teólogos sino a
conocer la buena teología y, a través de la misma, a amar la fe de la Iglesia[15]. Como
simple fiel, en las páginas que siguen, no pretendo erigirme en teólogo, sino
simplemente recordar algunos fundamentos doctrinales que deberían ser conocidos por
todos los católicos de mediana cultura y, a partir de ello, invitarlos a una reflexión. Mis
puntos de referencia son los teólogos más seguros de la Escolástica, de la Contra–
Reforma y de la escuela romana de los siglos XIX y XX, todavía floreciente; además,
natural y primariamente, el Magisterio de los Sumos Pontífices, hasta el actual. Son estas
doctrinas, de las cuales soy un simple repetidor, las que deben ser refutadas por quien no
comparta alguna postura que no es mía sino de la Tradición, y que expongo en el plano
de los hechos históricos y de los principios teológicos, sometiéndola al juicio último de
la Autoridad eclesiástica.
Splendor Veritatis gaudet Ecclesia[16]: la Iglesia, dice León XIII, no teme la
verdad[17]. Existe una sola verdad, que es Jesucristo, Hijo de Dios y El mismo Dios,
Fundador y Cabeza del Cuerpo Místico que es la Iglesia. La verdad de la Iglesia y sobre
la Iglesia es la verdad de Cristo y sobre Cristo, en el encuentro con Él que, ayer, hoy y
siempre, se nos presenta como el único “Camino, Verdad y Vida” (Jn. 14,6).

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PREFACIO PARA LA EDICIÓN BRASILERA[18]

Las páginas que siguen fueron escritas para responder algunas objeciones suscitadas
por mi libro “El Concilio Vaticano II. Una historia nunca escrita” publicado en italiano
a fines del 2010 y, después, en otros idiomas[19]. Muchas cosas ocurrieron desde
entonces, pero sobre todo el acto de renuncia de Benedicto XVI al pontificado, el 11 de
febrero de 2013, y la elección del papa Francisco, el 13 de marzo del mismo año. Entre
esos dos acontecimientos históricos se consumó la crisis de la así llamada “hermenéutica
de la reforma en la continuidad” de Benedicto XVI[20], a la cual muchos se referían.
La crisis de esa línea de interpretación fue confirmada por el mismo Papa Benedicto
XVI en su discurso al Clero Romano del 14 de febrero de 2013, tres días después del
anuncio de su renuncia[21]. Se trata de un discurso largo y articulado sobre el Vaticano II,
pronunciado de improviso, sin anotaciones, ex abundantia cordis. Un discurso que surge
como visión retrospectiva de la participación del joven teólogo Ratzinger en el Concilio,
pero que se presenta como un testamento doctrinal.
Sin detenerme en la descripción que Benedicto XVI hace de su experiencia
conciliar, como perito del cardenal Frings, me limito a destacar el punto substancial de
su discurso: “(...) fuimos al Concilio –recuerda– no sólo con alegría, sino con
entusiasmo. Había una expectativa increíble. Esperábamos que todo se renovase, que
llegara verdaderamente un nuevo Pentecostés, una nueva era de la Iglesia”. Pero
ocurrió algo imprevisto: “Estaba el Concilio de los Padres –el verdadero Concilio–,
pero estaba también el Concilio de los medios de comunicación. Era casi un Concilio
aparte, y el mundo percibió el Concilio a través de éstos, a través de los medios. Así,
pues, el Concilio inmediatamente eficiente que llegó al pueblo fue el de los medios, no el
de los Padres. Y mientras el Concilio de los Padres se realizaba dentro de la fe (…) el
Concilio de los periodistas no se desarrollaba naturalmente dentro de la fe, sino dentro
de las categorías de los medios de comunicación de hoy, es decir, fuera de la fe, con una
hermenéutica distinta (...). Sabemos en qué medida este Concilio de los medios de
comunicación fue accesible a todos. Así, esto era lo dominante, lo más eficiente, y ha
provocado tantas calamidades, tantos problemas; realmente tantas miserias: seminarios
cerrados, conventos cerrados, liturgia banalizada… y el verdadero Concilio ha tenido
dificultad para concretarse, para realizarse; el Concilio virtual era más fuerte que el
Concilio real”.
El Concilio real, que era el de los Padres conciliares, fue sobrepuesto y substituido,
según Benedicto XVI, por un Concilio “virtual”, impuesto por los medios de
comunicación y por determinados ambientes teológicos que, en nombre del “espíritu”,
falsearon la “letra” expresada en sus documentos. El problema del Concilio, para

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Benedicto XVI, en lugar de ser histórico o teológico es, ante todo, hermenéutico. El
problema de una falsa hermenéutica que se opone a la interpretación auténtica, no sólo
de los textos, sino del mismo acontecimiento conciliar.
La tesis del Papa Ratzinger no es nueva. Es la idea de fondo de los teólogos que, en
1972, después de haber participado del nacimiento de la revista Concilium, con Karl
Rahner, Hans Küng y Edgard Schillebeeckx, la abandonaron para dar vida a la revista
Communio[22]. El padre Henri de Lubac fue el primero en acuñar la expresión “para-
concilio” para indicar al movimiento organizado que habría deformado la enseñanza del
Concilio mediante una interpretación tendenciosa de ese evento[23]. Otros teólogos usaron
el nombre “meta-concilio”[24] y el mismo cardenal Joseph Ratzinger, en el célebre
“Rapporto sulla fede”[25], en 1985, anticipó la tesis del Concilio virtual que es también la
clave de lectura de su discurso a la Curia Romana, en diciembre de 2005, sobre dos
hermenéuticas, la de la discontinuidad y la de la “reforma en la continuidad”.
El punto frágil de la tesis de Communio está en querer reducir el problema del
Concilio a una cuestión hermenéutica, con una propuesta oriunda del subjetivismo y del
idealismo. La discusión hermenéutica acentúa más la interpretación de un hecho que el
mismo hecho. Pero, en el momento en que son puestas en confrontación diversas
hermenéuticas, ellas se distancian de la objetividad del hecho, sobreponiendo a éste sus
interpretaciones subjetivas, reducidas a opiniones. En la presencia de esa pluralidad de
opiniones, la palabra decisiva podría ser pronunciada por una autoridad suprema que
definiera, sin sombra alguna de equívocos, la verdad en que se debe creer. Pero en sus
discursos, Benedicto XVI, como los Papas que lo precedieron, nunca quiso atribuir un
carácter magisterial a su tesis interpretativa. En el debate hermenéutico en curso, por lo
tanto, el criterio de juicio último permanece siendo la objetividad de los hechos. Y el
hecho innegable es que, si hubo un Concilio virtual, no fue menos real que aquel que se
desarrollaba en el interior de la Basílica de San Pedro.
Del punto de vista histórico, el Concilio Vaticano II no puede ser dividido en
diferentes aspectos porque representa un todo que comprende su espíritu y sus
documentos, lo que ocurrió en el aula conciliar y la atmósfera cultural y mediática en la
cual las discusiones se desarrollaron. Abarca los textos, las tendencias, las orientaciones
del Concilio, sus raíces y sus consecuencias, sus intenciones y sus resultados[26]. El
carácter “virtual” y mediático del Concilio, por lo demás, es una consecuencia inevitable
de su “pastoralidad”, o sea, del nuevo estilo de expresión en el cual fueron enunciadas
sus afirmaciones y decisiones. Como explicó el Cardenal Walter Brandmüller, el
Vaticano II, en sentido opuesto a los Concilios precedentes, “no ejerció la jurisdicción ni
legisló, ni deliberó sobre cuestiones de fe de manera definitiva. Fue, por el contrario, un
nuevo tipo de Concilio, concebido como Concilio pastoral, que quería explicar al mundo
de hoy la doctrina y las enseñanzas del Evangelio de un modo atrayente e instructivo.
En particular, no pronunció ninguna censura doctrinal (…). En lugar de pronunciar
censuras doctrinales o definiciones dogmáticas, propició que, hacia el final, emergieran
pronunciamientos conciliares cuyo grado de autenticidad y, por lo tanto, de

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obligatoriedad, fue absolutamente diferente”[27]. Característica sorprendente ésta de la
“pastoralidad” porque, en la totalidad de los veinte concilios universales precedentes, la
forma siempre fue dogmática y normativa[28].
En el Vaticano II, la “pastoralidad” no fue sólo la explicación natural del contenido
dogmático del Concilio de un modo adaptado a los tiempos, como antes, sino que fue
elevada a principio alternativo al “dogmatismo”, dando a entender que existe una
prioridad de aquélla sobre éste. La dimensión pastoral, de suyo accidental y secundaria
frente a la doctrinal, se volvió prioritaria en los hechos, operando una revolución en el
lenguaje y en la mentalidad. La Iglesia se despojó de su vestidura dogmática para vestir
un nuevo hábito pastoral y exhortativo, ya no más obligatorio y definitivo. La relación de
la Iglesia con el mundo[29] cambió con el abandono de la lengua latina y de la predicación
apologética para el pueblo, como también del estilo definitorio y jurídico[30]. El Padre
John O’Malley definió al Vaticano II como “un evento lingüístico” explicando cómo las
profesiones de fe y los cánones fueron substituidos por un “género literario” que él
denomina “epidíctico”, o sea, demostrativo[31]. Pero expresarse acerca del pasado en
términos diferentes significa aceptar una transformación cultural más profunda que todo
cuanto se pueda imaginar. El estilo del discurso revela, de hecho, aún antes que las ideas,
las tendencias profundas del espíritu de quien se expresa. “El estilo es la expresión
última del significado, es significado y no ornamento, y es también el instrumento
hermenéutico por excelencia”[32].
La así denominada Escuela histórica de Boloña, de Giuseppe Alberigo, puso énfasis
en el alcance doctrinal de esa ruptura aparentemente solo lingüística. De acuerdo con los
historiadores boloñeses, la dimensión pastoral es considerada una novedad doctrinal
implícita en el discurso de apertura de Juan XXIII, quien “entendió la pastoralidad como
dimensión constitutiva de la doctrina”[33]. Desde entonces, el ala más progresista de la
Iglesia se refirió siempre al “espíritu pastoral” del Concilio como clave hermenéutica
para analizar los textos y el evento. Después de la renuncia de Benedicto XVI, Alberto
Melloni, el principal continuador de Giuseppe Alberigo, ve en la “revolución pastoral”
la característica primaria del pontificado de Francisco I. “Pastoral” –escribe Alberto
Melloni– “es una palabra clave para comprender el ministerio del papa Francisco. No
porque sea profesor de teología pastoral, sino porque, cuando Francisco la interpreta,
evoca con una naturalidad extraordinaria ese corazón pulsante del Evangelio en el
tiempo y el desbloqueamiento de la recepción (y de la negación) del Vaticano II.
‘Pastoral’ viene del lenguaje del papa Juan; era así que él quería ‘su’ concilio, como un
concilio ‘pastoral’ –y el Vaticano II así lo fue”[34].
Indudablemente, el lenguaje y los gestos del nuevo pontífice –aún más que la
substancia de sus palabras– dejan desconcertados a muchos fieles. El modo de
comunicarse del Papa, centrado en un lenguaje coloquial, por medio de imágenes o
metáforas con un efecto comunicativo inmediato, parece más dirigido al mundo de los
medios de comunicación que al pueblo fiel. Pero el riesgo de quien intenta dominar a los
medios es el de ser dominado por ellos. El haber asumido el lenguaje mediático propio

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del mundo, obligó al Concilio a seguir sus reglas. El Vaticano II moduló su mensaje
tomando en consideración las exigencias del mundo de la comunicación, pero eso, a su
vez, interfiere en la misma naturaleza del mensaje. Hoy, más que en ese entonces, los
medios masivos de comunicación están posicionados no sólo en orden a representar la
realidad sino a determinarla, gracias al poder y a la fuerza de sugestión que tienen.
Cuando los medios masivos de comunicación substituyen al Magisterio de la
Iglesia, cuando las impresiones y los sentimientos substituyen las ideas y los principios,
cuando cada día trae una novedad y la confusión se difunde, quien no quisiera perder el
único camino en el que se encuentra la Verdad y la Vida[35] debe seguir la Sagrada
Tradición de la Iglesia que, de Vicario de Cristo en Vicario de Cristo, nos reconduce al
mismo Cristo. Debe recordarse, sin embargo, que el término Vicario de Cristo no
expresa únicamente el supremo poder de jurisdicción del Papa, sino también los límites
de esa jurisdicción, derivados de aquello que esa palabra expresa. El Papa no es el
“sucesor” de Cristo sino únicamente su Vicario porque Cristo es solo Él, Fundador,
Cabeza y Señor de la Iglesia[36].
El pontificado del papa Francisco se abrió en un clima de incertidumbre y de
grandes interrogantes sobre el futuro de la Iglesia, pero el sensus fidei que conservamos
nos impone la fidelidad a aquella Tradición que únicamente los Pastores tienen el
derecho de aclarar y enseñar, pero que todos los bautizados tienen el derecho de guardar
y transmitir como la recibieron.
Entre los grandes patronos de la Tradición no se debe olvidar a Santa Teresa la
Grande, quien nos transmite una máxima que nos debe confortar en los días difíciles de
nuestra vida y de nuestra historia: “Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa, Dios
no se muda. Quien a Dios tiene nada le falta: Sólo Dios basta”[37]. Estas palabras son un
manifiesto de la Tradición. La Tradición no es únicamente la regula fidei de la Iglesia; es
también el fundamento de la sociedad. La Iglesia, de hecho, no es únicamente maestra de
la Fe sino también de la moral. La moral de una sociedad se expresa en usos,
costumbres, hábitos, en una palabra, en una tradición histórica y concreta que refleja la
moral divina y natural. La tradición histórica es representada por las costumbres de un
pueblo que no son sino las disposiciones morales de una sociedad. Esa tradición es
guardada por las familias, por las élites sociales que sienten resonar en el corazón su voz.
Y, dirigiéndome a un público brasileño, ¿cómo olvidar el último llamamiento a esas
élites, hecho por Plinio Corrêa de Oliveira, en un texto tan actual como lo es “Nobleza y
Élites Tradicionales Análogas en las Alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la
Nobleza Romana”?[38]
En este mundo, sea que se trate de la vida moral o de la vida material, hay cosas que
pasan y cosas que permanecen. Pero únicamente aquello que refleja la ley natural y
divina vive y merece vivir en la historia. Aquello que es antinatural, que se aparta del
orden divino, está destinado a caer y a corromperse. La Tradición es el elemento
incorruptible e inmutable de la sociedad. Y sólo en la Tradición es posible el progreso,

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porque nosotros no podemos progresar y perfeccionarnos en las cosas que pasan, sino
únicamente en aquellas que permanecen. La Tradición no es el pasado, porque el pasado
no existe más y no puede volver. La Tradición es aquello del pasado que vive en el
presente, aquello que debe vivir para que nuestro presente tenga un futuro. Pero la raíz
última de todo lo que es y de lo que será, es el mismo Dios, en quien, pasado, presente y
futuro se funden en un único acto infinito de ser.
El corazón de la tradición está en el mismo Dios, Ser por esencia, eterno e
inmutable. Está en Dios y solamente en Él y en Aquélla que es el eco perfecto de Él, la
Santísima Virgen María, en quien los defensores de la Fe y de la Tradición pueden
encontrar la fuerza sobrenatural necesaria para enfrentar nuestro tiempo de crisis. La
Tradición es aquello que es estable en las perennes alteraciones de las cosas. Es aquello
que es inmutable en un mundo que cambia y lo es porque tiene en sí mismo un reflejo de
eternidad. Es por eso que las palabras de Santa Teresa resuenan en nuestros corazones
como un manifiesto de la Tradición: “Todo pasa, solo Dios no se muda”. Porque sólo
aquello que se fundamenta y reposa en Dios merece ser conservado, transmitido y
guardado. Y, en la actual época de Revolución, ¿dónde podrían los hombres y los
pueblos buscar la estabilidad y la paz, sino en Aquel que es el principio y el centro de
todo lo que existe y que es siempre igual a sí mismo, en la infinidad de sus perfecciones?
Al terminar esta presentación, séame permitido dirigirme con devoción a Su
Santidad Francisco I, en quien reconozco al sucesor de Pedro y al cual me siento
indisolublemente vinculado, con la esperanza de que permita el desarrollo del serio
debate sobre el Concilio Vaticano II que fue abierto por su predecesor Benedicto XVI.

14
CAPÍTULO I

LA IGLESIA MILITANTE EN LAS HORAS


MÁS DIFÍCILES DE SU HISTORIA

15
1. La era de las persecuciones
La historia de la Iglesia, a lo largo de dos milenios, nunca fue pacífica ni tranquila.
Ella ha conocido persecuciones externas y crisis internas y siempre las ha afrontado con
espíritu militante. La primera crisis interna ocurrió en el Concilio de Jerusalén del año
50, en el cual el Apóstol San Pablo “resistió en la cara” (Gal. 2,11) al jefe de los
Apóstoles Pedro, reprobándole la conducta en las confrontaciones con los paganos. De
ese modo, como observa Romano Amerio, la Iglesia naciente, a través de la separación
entre la Sinagoga y el Cristianismo, refutó toda forma de sincretismo entre el Evangelio
y la Torá judía, y afirmó su misión universal[39].
Jesucristo, Hijo de Dios, y Dios Él mismo, fundador y cabeza de la Iglesia católica,
confió a sus discípulos la misión de llevar la palabra del Evangelio no sólo a todo
hombre, sino a todas las naciones (Mt. 28, 19; Rm. 1, 5). Esto podría haberse
desarrollado no en oposición sino en colaboración con la autoridad temporal del mundo,
porque Jesús afirmó la distinción entre el orden religioso y el civil, entre la Iglesia y el
Estado. El Imperio romano, sin embargo, instigado por el Sanedrín, no sólo condenó a la
muerte a Jesús sino que, con un senado-consulto, al cual solían recurrir todos los
perseguidores, negó derecho de ciudadanía al Cristianismo y, con Nerón, inició la
primera persecución cruenta[40]. El Imperio, que en el Panteón igualaba a todas las sectas,
negó al Cristianismo el derecho de presentarse como la Verdad salvífica absoluta. Pero
los cristianos no renunciaron a testimoniar públicamente su fe, recordando las palabras
del Evangelio: “Os envío como ovejas en medio de los lobos” (Mt. 10, 16) y “Quien
quiera ser mi discípulo que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque
el que quiere salvar su vida la perderá” (Mt. 16, 24–25).
Las persecuciones, con algunos intervalos, duraron tres siglos. Lo que era
condenado no era el comportamiento de los cristianos sino su nomen, su misma
profesión de fe. En las fases más duras quien se decía cristiano era decapitado,
crucificado, quemado, entregado como alimento a las fieras salvajes en los estadios,
delante de una multitud frenética. Pese a ello, en los primeros tres siglos de vida, gracias
a una ayuda extraordinaria de la Gracia, los Apóstoles y sus discípulos llevaron la
Palabra cristiana al África y a la India, a Inglaterra y a las selvas de Alemania, desde
Jerusalén, como dicen las Hechos de los Apóstoles, “hasta los confines de la tierra”
(Act. 1, 8). La sangre de los mártires, según las palabras de Tertuliano, fue semilla de
cristianos[41]: quorum nomina Deus scit, de los cuales sólo Dios conoce el nombre, dirán
los antiguos textos. El Cuerpo místico de Cristo vivió aquello que su Cabeza había
vivido en el Calvario.
La última y la más cruel persecución, obra de Diocleciano, se desató furiosamente
entre el 295 y el 305. ¿Quién habría podido imaginar que, pocos años después, un nuevo
joven Emperador, Constantino, enarbolando el estandarte de la Cruz, habría derrotado a
su enemigo Majencio en las puertas de Roma y, pocos meses después, con el Edicto de
Milán del 313, habría concedido plena y libre ciudadanía al nombre cristiano? A partir

16
de Constantino hubo un giro radical en la historia. Gracias a ello los cristianos
abandonaron las catacumbas para ocupar los espacios públicos con sus basílicas, sus
ceremonias, su clero y sus propios fieles.
Sin embargo, precisamente en ese momento, el Cristianismo tuvo que enfrentar una
de las más terribles crisis de su historia. No era sólo el enfrentamiento contra el
paganismo sobreviviente que, con Juliano el Apóstata, intentaba la última revancha. Se
trató sobre todo de la lucha contra el primer gran enemigo interno de la Iglesia, el
arrianismo.

17
2. La crisis arriana del siglo IV
Arrio, sacerdote de Alejandría, afirmaba que el Verbo, segunda Persona de la
Santísima Trinidad, no era igual al Padre sino creado por Él como término medio entre
Dios y el hombre, y en consecuencia de substancia diferente de la divina del Padre.
Constantino convocó en el año 325, en Nicea, el primer gran Concilio ecuménico de la la
Iglesia, en el cual, gracias a la contribución decisiva de san Atanasio[42], obispo de
Alejandría, fue definida la doctrina de la “consubstancialidad” de naturaleza entre las
tres personas de la Santísima Trinidad.
Sin embargo, no habían todavía transcurrido diez años después de Nicea, que el
arrianismo ya había penetrado profundamente en el interior de la Iglesia, al punto que
dos asambleas de obispos, reunidas en Cesarea y en Tiro (334–335), condenaron a
Atanasio por rebelión y fanatismo. El campeón de la fe ortodoxa fue depuesto de su
cátedra episcopal y le fue prohibido pisar el suelo de Alejandría de por vida. Entre el
“partido” intransigente de Atanasio y el de los arrianos se abrió camino sin embargo un
“tercer partido”, el de los “semiarrianos”, divididos a su vez en las sectas de los Anomei,
de los Omei y de los Omoiuisiani, que reconocían una cierta analogía entre el Padre y el
Hijo, pero negaban que éste fuera “generado, no creado, de la misma substancia que el
Padre”, como afirmaba el Credo de Nicea. Atanasio fue duramente perseguido por sus
mismos cofrades y en cinco oportunidades, entre el 336 y el 366, fue obligado a
abandonar la ciudad de la cual era obispo, pasando largos años de exilio y de extenuantes
luchas en defensa de la fe. En el año 341, mientras un Concilio de cincuenta obispos, en
Roma, proclamaba inocente a Atanasio, el gran Concilio de la dedicación de Antioquia
[así denominado porque se celebró en ocasión de la dedicación de la iglesia construida
por Constantino; n. del t.] presenciado por más de noventa obispos, ratificó los actos de
los sínodos de Cesárea y Tiro, y puso a un arriano en la sede episcopal de Atanasio. En
las fórmulas de fe de este Concilio, según el cardenal Hergenröther, “nada había de
herético pero tampoco proclamaban toda entera la verdad católica”[43].
El siguiente Concilio de Sárdica, en el año 343, terminó con una escisión: los
Padres occidentales declararon ilegal la destitución de Atanasio y reconfirmaron el
Concilio de Nicea; los orientales, que tuvieron sesiones separadas, condenaron no tan
sólo a Atanasio sino también al papa san Julio I (337–352) que lo había apoyado.
Constancio, único señor del Imperio después de la muerte de sus hermanos, bajo el
influjo de sus consejeros semiarrianos, reunió una serie de nuevos sínodos para destruir
la herejía de los sostenedores del Concilio de Nicea. El Concilio de Sirmio, en el año
351, buscó una vía media entre la ortodoxia católica y el arrianismo[44]. En el Concilio de
Arles del año 353, los Padres, incluso el legado de Liberio (352–366)[45], que había
sucedido como Papa a Julio I, subscribieron la condena de Atanasio. San Paulino, obispo
de Tréveris, fue casi el único que se batió por la fe nicena y fue exiliado a Frigia, donde
murió a consecuencia de los malos tratos sufridos de los arrianos[46]. Dos años después,
en el Concilio de Milán (355), más de trescientos obispos de Occidente suscribieron la
condena de Atanasio, y otro sacerdote ortodoxo, san Hilario de Poitiers, fue abandonado

18
en Frigia por su fidelidad intransigente a la ortodoxia. En el año 357, el Papa Liberio,
vencido por los sufrimientos del exilio y por la insistencia de sus amigos, pero
igualmente impulsado por el “amor a la paz”, firmó la fórmula semiarriana de Sirmio[47]
y rompió la comunión con San Atanasio declarándolo separado de la Iglesia de Roma
por el uso del término “consubstancial”, como lo testimonian cuatro cartas transmitidas
por San Hilario[48]. Bajo el pontificado del mismo Liberio, los concilios de Rímini (359)
y de Seleucia (359), que constituyeron un único y gran Concilio representando a
Occidente y Oriente, abandonaron el término “consubstancial” de Nicea y establecieron
una equívoca “tercera vía” entre los arrianos y san Atanasio. Parecía que la inundación
de esta herejía había vencido en la Iglesia.
San Roberto Belarmino no considera hereje a Liberio, aún cuando admite que él
pecó en su comportamiento externo favoreciendo la herejía[49] . Los concilios gemelos de
Seleucia y de Rímini, convocados por el emperador y tenidos como ecuménicos, como el
de Nicea (325), hoy son computados por la Iglesia entre los ochos concilios ecuménicos
de la Antigüedad. Ellos contaron sin embargo con la presencia de 560 Obispos, la casi
totalidad de los Padres de la Cristiandad, y fueron considerados aparentemente como
ecuménicos por los contemporáneos. “Los perseguidores de la Iglesia –escribe
Hergenröther– no eran más enemigos externos, sino sus secuaces, sus hijos. La
apariencia oficial contrastaba en todo con la realidad”[50]. Fue entonces que San
Jerónimo acuñó la expresión según la cual “el mundo se despertó un día y gimió al verse
arriano”[51]. Sin embargo la Iglesia continuaba siendo no solo una et sancta sino también
catholica, es decir, universal porque universal permanecía su mensaje, capaz de reunir a
todos los hombres y a todas las gentes, incluso cuando se distanciaban de ella, como
ocurrió durante la crisis arriana.
Sólo el Concilio de Constantinopla, convocado por el Emperador Teodosio el
Grande en el año 381, bajo el papa san Dámaso (367–384), marcó el fin del arrianismo
en el Imperio. Él definió que el Espíritu Santo es verdaderamente Dios, como el Hijo y el
Padre. Aun no habiéndolo convocado, Dámaso confirmó los cánones del Concilio,
excepto el tercero, por ser lesivo de los derechos de la Iglesia de Roma[52]. El Concilio de
Constantinopla fue, pues, reconocido como el segundo de los Concilios ecuménicos.
Gracias al emperador Teodosio, el Cristianismo fue declarado religión de Estado y
la obra iniciada con la victoria de Constantino, en Saxa Rubra, el 28 de octubre del 312,
pudo decirse verdaderamente cumplida.
San Ambrosio había enunciado el sacrosanto principio Ubi Petrus, ibi Ecclesia,
pero quien hubiera querido seguir este principio al pie de la letra, habría en aquella época
seguido el error de Liberio y abandonado la ortodoxia. “Pedro” es la institución
inmutable, no el hombre que puede equivocarse. En el espacio de los sesenta años
transcurridos entre el Concilio de Nicea y el Concilio de Constantinopla, el Magisterio
vivo de la Iglesia cesó de reafirmar con claridad la verdad católica, pero sin jamás caer
en una herejía formal. ¿Cesó por esto el Espíritu Santo de asistir a la Iglesia? No, porque

19
la fe fue mantenida por una minoría de santos e indómitos obispos, como Atanasio de
Alejandría, Hilario de Poitiers, Eusebio de Vercelli y sobre todo por el pueblo fiel, que
no acompañaba las diatribas teológicas sino que conservaba, por simple sensus fidei, la
buena doctrina.
John Henry Newman, en 1859, ya católico hacía 14 años, había escrito en un
artículo que durante la crisis arriana la Ecclesia docens no se había mostrado en todas las
circunstancias como el activo instrumento de la Iglesia infalible[53]. El joven sacerdote
(después Cardenal) Giovanni Battista Franzelin objetó que esa afirmación parecía
perjudicar la indefectibilidad de la Iglesia. El cardenal Newman –hoy beato– con ocasión
de la tercera edición de Los arrianos del siglo cuarto en 1871, precisó su pensamiento en
estos términos:
“Quiero decir que en aquel tiempo de inmensa confusión el divino dogma de la divinidad de
Nuestro Señor fue proclamado, inculcado, mantenido y (humanamente hablando) preservado mucho
más por la Ecclesia docta que por la Ecclesia docens; que el cuerpo del episcopado fue infiel a su
misión, mientras el conjunto del laicado fue fiel a su bautismo; ora el Papa, ora las sedes patriarcales y
metropolitanas y otras de gran importancia, a veces los concilios generales, dijeron aquello que no
deberían decir o hicieron cosas que comprometieron u obscurecieron la verdad revelada; mientras, por
otra parte, fue el pueblo cristiano que bajo la protección de la Providencia, constituyó la fuerza
eclesiástica de Atanasio, Hilario, Eusebio de Vercelli y de otros grandes y solitarios confesores que sin
eso habrían fallado”[54].
La controversia había causado revuelo. Pero cuando en 1879 León XIII elevó a
Newman a la púrpura cardenalicia, pareció confirmar la ortodoxia de sus palabras que,
lejos de criticar la infabilidad, no hacían sino confirmarla. Existe un sensus fidei que
abraza a toda la fe viviente y vivida de la Iglesia, la que está compuesta por una parte
que enseña (docens) y por otra que es enseñada (discens). Sólo a la Iglesia docens le
compete enseñar de modo infalible la verdad revelada, mientras la Iglesia discens recibe
y conserva esa verdad. Sin embargo, como lo enseñan los teólogos, junto con la
infabilidad en el enseñar existe también una infabilidad en el creer. El juicio del simple
fiel no es obviamente infalible: pero el conjunto de los fieles no puede equivocarse en el
creer. Si de hecho los fieles, en su conjunto, pudieran equivocarse, creyendo como
Revelación aquello que no lo es frustraría la promesa de la divina asistencia a la Iglesia.
En efecto, ¿de qué serviría la proclamación de un dogma tan solo creído por el Romano
Pontífice que lo ha proclamado? Durante los sesenta años de la crisis arriana no hubo
una declaración infalible de la Iglesia docente, la cual, a menudo, pareció estar insegura
y perdida, pero el sensus fidelium conservó la integridad de la fe.
Si a lo largo de la crisis arriana el pueblo cristiano mostró un acatamiento más puro
a la fe ortodoxa que el de los mismos pastores fue también por no comprender las
sutilezas de los herejes. San Hilario de Poitiers en su Contra Auxentium[55] escribió que
los arrianos en sus prédicas al pueblo, decían lo mismo que los católicos, aunque en su
interior hicieran restricciones y excepciones, es decir, pensaban de un modo y
predicaban de otro, y concluye: “Sanctiores aures plebis quam corda sacerdotum”[56]. Lo
mismo afirma san Atanasio: “En cada iglesia los fieles conservan la fe que han

20
aprendido, esperan que los mismos maestros condenen la herejía contraria a Cristo y
hagan huir como una serpiente a todos sus defensores”[57].
Después de haber recordado la frase de san Paulino de Nola: “Ab omnium fidelium
ore pendeamus, quia in omnem fidelem Spiritus Sanctus spirat”, un eminente teólogo
como Matthias Scheeben comenta:
“Indudablemente esta convicción de los fieles es, al mismo tiempo, como regla general, el resultado y
el eco de la doctrina concordante y expresa del Cuerpo docente, tanto actual como anterior. Pero todo
cuanto se puede concluir es que la misma también constituye un signo y una prueba de la existencia de la
enseñanza tradicional propiamente dicha. La misma puede tener una gran importancia cuando su unidad y
precisión son, en determinado momento, más demostrativas de la unidad y de la precisión del cuerpo
docente; o cuando una parte de este cuerpo pasa a ser infiel a la tradición, como en los tiempos del
arrianismo, cuando san Hilario podía decir: ‘Sanctiores sunt aures fideles populi labiis sacerdotum’ (La fe
de los fieles es más sabia que los labios de los sacerdotes) (Contra Aux., n. 6); o también cuando una parte
del cuerpo docente, antes de definir solemnemente una doctrina que ha sido contestada durante algún
tiempo, quiere consultar todas las manifestaciones del Espíritu de Dios en el seno de la Iglesia, como en la
definición del dogma de la Inmaculada Concepción de María”[58].

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3. Sombras y luces de los primeros Concilios
Mientras los bárbaros irrumpieron dentro de las fronteras del Imperio, al arrianismo
le siguieron nuevos devastadores cismas y herejías. El donatismo, primero un cisma y
después una herejía eclesiológica, oponía a la Iglesia institución y a sus sacramentos la
Iglesia invisible de los puros y de los santos. El pelagianismo depositaba la posibilidad
de la salvación en las fuerzas humanas, negando el papel decisivo de la Gracia divina. El
maniqueísmo afirmaba la existencia de un principio del mal ontológicamente opuesto al
del bien. A todas estas herejías se opuso con extraordinario vigor un bereber de Roma,
Agustín, que entraría en la historia con el nombre de la ciudad de la cual fue obispo
durante treinta años, Hipona. Se dice que los Vándalos esperaron su muerte para
conquistar esa ciudad y después Cartago, sumergiendo antes que el Islam el África
cristiana. La obra prima de san Agustín, La Ciudad de Dios, nace como una meditación
sobre la caída de Roma, invadida por los Visigodos de Alarico en el 410. Los obispos
africanos, entre los cuales además de Agustín, recordamos los nombres de Cipriano y
Aurelio, se distinguieron por su fidelidad a la Iglesia de Roma, en una época en la cual
en la misma Roma la fe pareció vacilar.
La herejía de Pelagio significaba la substancial destrucción de todo el orden
sobrenatural. Dos concilios de obispos africanos, reunidos en Cartago y Milevi, en año
416, condenaron la doctrina de Pelagio, pidiendo a Roma que reiterase la condena del
hereje. El papa Zósimo (417–418), electo al solio pontificio en el año 417 afirmó, en
cambio, en presencia del clero romano, la perfecta ortodoxia de Pelagio, indignándose
que un hombre de tanto mérito hubiese podido ser tan calumniado[59]. Zósimo dirigió
entonces dos cartas a los obispos africanos que habían excomulgado a Pelagio y a su
discípulo Celestino, reprochando la liviandad de la que habían dado pruebas al condenar
a los dos herejes. Los obispos africanos, reunidos en Cartago, acusaron a su vez al papa
Zósimo de favorecer la herejía pelagiana. Eran ellos los que tenían la razón, admite el
cardenal Hergenröther, quien censura el comportamiento del papa Zósimo pero
afirmando que si a él le “faltó previsión” no “erró en la fe”[60]. Cinco obispos, entre los
cuales san Agustín, se dirigieron al nuevo Papa San Bonifacio I (418–423) quien,
cambiando la línea de conducta de su predecesor, condenó a Pelagio y a Celestino. Fue
en esa ocasión que san Agustín escribió la célebre frase “la causa ha terminado”[61].
En aquellos mismos años, en Oriente, un nuevo heresiarca, Nestorio, negó la unidad
substancial de la Persona de Cristo y la divina maternidad de María. Cuando él negó al
pueblo cristiano el derecho de llamar Madre de Dios a la Virgen María, el Patriarca de
Constantinopla calló y fue un simple laico, Eusebio, más tarde obispo de Dorileia, quien
se levantó públicamente contra Nestorio defendiendo la tradición católica[62]. Los laicos
participaron in prima persona en los siglos IV y V de las batallas en defensa de la fe.
Los teólogos explican como “bajo la inspiración del Espíritu Santo, los fieles pueden ser
llevados a comprender y a creer mejor cuando aumentan la piedad y el culto,
favoreciendo así el progreso del dogma. En efecto, la murmuración de los fieles contra
Nestorio fue de una gran ayuda para la definición de la divina Maternidad de la

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Santísima Virgen (…)”[63].
En el Concilio de Éfeso, celebrado en el 431, los defensores de la ortodoxia,
guiados por Cirilo, patriarca de Alejandría, enfrentaron a los heterodoxos encabezados
por Nestorio, en ese entonces patriarca de Constantinopla. Después de muchos vaivenes,
la ortodoxia triunfó y María fue solemnemente proclamada Theotokos, Madre de Dios.
La definición del dogma de la Maternidad divina de María fue saludada con mucho
entusiasmo por el pueblo, que la esperaba con ansiedad, a tal punto que “se durmió poco
en aquella noche en Éfeso, pues todos permanecieron despiertos para manifestar su
alegría”[64] como recuerda el card. Newman, ello ocurrió por causa de la doctrina de la
presencia real de Cristo en la Eucaristía, cuando “Pascasio tuvo el pleno apoyo de los
fieles al defenderla contra los doctos benedictinos de Alemania y de Francia”[65].
Ya en esa época tempestuosa aparece claro cómo la santidad de vida es siempre
acompañada por la pureza de la doctrina. Es por ese motivo que desde entonces, escribe
el siervo de Dios dom Guéranger, la Iglesia fue salvada por los santos: “Así como San
Atanasio fue elegido para combatir a los Arrianos y San Agustín para impugnar a los
Pelagianos, del mismo modo para hacer frente victoriosamente a Nestorio fue suscitado
por Dios San Cirilo”. Para celebrarlo, dom Guéranger escribe: “Cuando el pastor se
transforma en lobo, cabe sobre todo a la grey, defenderse. Como regla, sin duda, la
doctrina desciende de los obispos a los fieles; y no deben los súbditos juzgar en el
campo de la fe a los superiores. Pero en el tesoro de la revelación hay puntos esenciales
de los cuales cada cristiano, por el hecho mismo de ser cristiano, debe tener el
necesario conocimiento y la debida custodia”[66].
El nombre de Cirilo, gran opositor de Nestorio, fue invocado para justificar una
herejía opuesta, la del archimandrita Eutiquio. Él y sus secuaces sustentaban que en
Cristo la naturaleza humana había sido absorbida por la divina y por eso se debía hablar
no solamente de una única Persona sino también de una sola naturaleza. Una vez más fue
Eusebio quien, en noviembre del 448, se levantó en la asamblea de obispos reunidos en
Constantinopla, para acusar públicamente la herejía de Eutiquio, protegido del patriarca
Flaviano de Constantinopla[67]. Pero el emperador Teodosio II, bajo la presión del
patriarca Dioscuro de Alejandría, convocó a un Concilio en Éfeso para rehabilitar a
Eutiquio. El Papa san León Magno, a quien le fue negada la presidencia del Concilio,
selló la Asamblea de los Obispos con la célebre frase del bandolerismo (latrocinium) de
Éfeso. León pidió un nuevo Concilio y, finalmente, el sucesor de Teodosio, Marciano,
impelido también por su enérgica y ortodoxa esposa Pulqueria, reunió el IV Concilio
ecuménico en Calcedonia. El primado del obispo de Roma tuvo así un nuevo
reconocimiento solemne y las herejías de Nestorio y Eutiquio fueron condenadas una vez
más[68].
Obispos, doctores, monjes, vírgenes consagradas constituyeron no solamente el
único dique contra los bárbaros que habían derrotado a las legiones romanas sino
también el baluarte de la fe en un período de defección de tantos Pastores. Y la causa

23
principal de las invasiones de los bárbaros debe ser vista, según san Jerónimo, en los
propios pecados de Occidente. “Desgraciados nosotros –exclamaba– que nos hicimos
tan poco queridos por Dios. Su ira se abatió sobre nosotros a través de la violencia de
los bárbaros”[69].
El siglo VI, bajo ciertos aspectos, fue incluso peor que el precedente. Desaparecido
el Imperio romano, el caos parecía reinar en la sociedad. En el África liberada de los
vándalos, los obispos continuaron defendiendo la fe contra los Emperadores desde
Justiniano a Heráclito, pero no siempre tuvieron el apoyo de Roma. El emperador
Justiniano, para imponer la paz religiosa, en el edicto imperial de los “Tres capítulos”[70],
intentó imponer un compromiso entre católicos-ortodoxos y los monofisitas. El papa
Vigilio (537-555) aprobó con un judicatum el acto imperial. El V Concilio ecuménico, II
de Constantinopla, convocado en el 553 por el emperador Justiniano, fue muy mal
recibido por los obispos ortodoxos de Occidente. El papa Vigilio se negó a participar del
mismo y lo presidió Eutiquio, patriarca de Constantinopla. El Emperador, que lo había
convocado e impuesto, persiguió a los opositores del Concilio, entre los cuales san
Paulino de Aquilea. Únicamente después de un largo andar este sínodo, presidido por un
hereje, obtiene el título de “ecuménico”[71].
Durante la compleja controversia teológica, el papa Vigilio[72] fue acusado por los
defensores de la fe ortodoxa, como el obispo Facondo de Ermiana[73] de haber hecho
propia la tesis del monofisismo, motivo por el cual fue excomulgado incluso por los
obispos africanos. Cuando murió, su cadáver, como signo de damnatio memoriae, no fue
enterrado en San Pedro. No obstante, la actitud de Vigilio y de su sucesor Pelagio, como
también la de Liberio y de Zósimo, fue juzgada ambigua por los historiadores de la
Iglesia y por sus contemporáneos.
No obstante, durante aquel mismo período el Primado de la Iglesia de Roma se
afirmaba siempre con más fuerza. A san León Magno (440–461), el primer Papa a quien
la posteridad atribuyó el título de Grande, se debe la más amplia teología del Papado en
el primer milenio[74] con la fundamental distinción entre el oficio y el titular del oficio,
entre la persona pública del Papa y su persona privada[75]. Después de la excomunión del
patriarca de Constantinopla Acacio, por parte del papa Gelasio, el papa Ormida (514–
523), en el año 517, hizo suscribir a los obispos una fórmula de Fe en la cual reconocían
su sumisión a la Cátedra de san Pedro[76]. El 16 de marzo de 536 el emperador Justiniano
y los pueblos de Oriente y Occidente reconocían solemnemente el Primado de la Cátedra
de Pedro. Los sucesivos Concilios ecuménicos aprobaron esta regla, siempre repetida,
aunque no siempre observada. Desde entonces el Primado del Romano Pontífice estuvo
acompañado inseparablemente del Primado de la Sagrada Tradición, como “regula fidei”
de la cual el Obispo de Roma representaba la suprema garantía.
Por lo menos dos Concilios pusieron en duda el Primado romano: el II Concilio
ecuménico de Constantinopla definía a Constantinopla como la “nueva Roma” y, si bien
reconociéndole el Primado, ponía en discusión el origen divino; el concilio de

24
Calcedonia en su canon 28 repitió ese error. A partir de entonces se iniciaron las
desavenencias entre la Iglesia de Roma y la de Oriente. También en los siglos V y VI, la
Iglesia católica, desolada en Italia por las guerras góticas, dilacerada en Oriente por la
actitud cismática de los Griegos, perseguida en África por los Vándalos y en Armenia
por los Persas, dio vida en la Galia a la primera nación europea: la Francia de Clodoveo.

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4. “Error cui no resistitur approbatur”
A inicios del siglo VII, San Gregorio Magno (590–604) levantó la bandera del
Papado, mientras una legión de monjes benedictinos se lanzaba a la conquista del
mundo. El injerto del Cristianismo en la cultura romana produjo espléndidos frutos. Pero
los nombres gloriosos de Gregorio y de tantos de sus sucesores no pueden hacernos
olvidar el caso del papa Honorio (625–638) quien en el año 634 aprobó el compromiso
entre la ortodoxia católica y el monofisismo, ideado por el Patriarca Sergio de
Constantinopla: Cristo, según esa nueva herejía denominada monotelismo, habría tenido
una única voluntad, pero dos naturalezas. Cuando Ciro, patriarca de Alejandría, se asoció
a la doctrina del patriarca de Constantinopla, la herejía parecía triunfar.
El más insigne adversario del monotelismo fue san Sofronio, patriarca de Jerusalén
desde el año 634. El papa Honorio, obispo de Roma, llamado a juzgar la causa, se
pronunció a favor del hereje Sergio contra Sofronio y avaló al monotelismo, a tal punto
que el emperador Heraclio publicó un tratado doctrinal llamado Ectesi (638) en el cual
imponía la nueva teoría de la única voluntad. En Roma el papa san Martín I (649–653),
en un Concilio en Letrán (649) del que también formó parte san Máximo el Confesor,
condenó la herejía de los monotelistas, pero fue perseguido y, con san Máximo, exiliado
de la Ciudad eterna; mientras aún vivía fue elegido su sucesor Eugenio I (654–657). Este
Concilio no es ecuménico pero tiene una gran importancia por el significado que
atribuyó a la Tradición al proclamar: “Si alguien según los Santos Padres no profesa en
sentido propio y conforme la verdad, con la palabra y con la mente, todo cuanto fue
enseñado por la Iglesia de Dios santa, católica y apostólica sea de parte de los Santos
Padres como de los cinco venerables concilios universales, hasta el mínimo detalle, sea
condenado”[77].
El III concilio de Constantinopla (2 de noviembre de 680 al 16 de septiembre de
681), llamado Trullano, porque las reuniones, en presencia de los legados papales,
tuvieron lugar en la gran sala de la cúpula (trullus) del palacio imperial, confirmó la
existencia de las dos voluntades, la humana y la divina, en Cristo, y pronunció el
anatema contra la memoria de Honorio por haber aceptado los “impíos dogmas de
Sergio”[78]. Las actas doctrinales, suscriptas por 174 Padres y el Emperador, fueron
enviadas al papa León II (682–683) quien, después de haberlas aprobado, ordenó fuesen
traducidas al latín y suscriptas por todos los obispos de Occidente. León II aceptó la
sentencia del concilio que anatemizaba como hereje a su predecesor[79] afirmando que
Honorio “no iluminó esta iglesia apostólica con la doctrina de la tradición apostólica,
sino que intentó subvertir la inmaculada fe con profana traición”[80]. Contra Honorio,
agregó Hergenröther, podrían aplicarse las palabras utilizadas por sus predecesores en la
causa de Acacio: “Error cui non resistitur, approbatur et veritas, qua minime
defensatur, opprimitur”[81]: “el error al cual no se le ofrece oposición debe considerarse
aprobado y la verdad defendida de modo minimalista es, en realidad, negada y
oprimida”.

26
Hoy, muchos historiadores de la Iglesia, como Hergenröther, aún cuando admitan
que Honorio haya favorecido al monotelismo, no lo consideran un hereje sino, a la
manera de los papas Zósimo y Vigilio, “fautor de la herejía”[82]. El problema no nace, sin
embargo, de la censura teológica reservada a su conducta sino del hecho de que un
pontífice sea considerado hereje por un Papa posterior y por un concilio ecuménico a él
unido. Si un concilio ecuménico es siempre infalible cuando, en unión con el romano
Pontífice promulga decretos en materia de fe o de moral, se debe concluir que fue
infaliblemente definida por parte del III Concilio de Constantinopla, cuyos actos fueron
aprobados por el papa León II, la herejía de Honorio y que, no obstante, es posible, como
lo admitieron en aquel tiempo casi unánimemente los teólogos, que un Papa pueda caer
en herejía. En un discurso dirigido al VIII Concilio ecuménico, Adriano II (687–872)
afirma: “Es verdad que después de su muerte Honorio fue alcanzado por el anatema de
los Orientales. Pero no se puede olvidar que él era acusado de herejía, único delito que
legitima la resistencia de los inferiores a los superiores, como también el rechazo a su
perniciosa doctrina”[83].
El caso de Honorio es uno de los temas tratados por san Roberto Belarmino en De
Romano Pontífice para demostrar la posibilidad de un Papa hereje[84]. Él observa que, aún
cuando probablemente Honorio no fuera un verdadero hereje, sigue siendo cierto que los
pontífices posteriores lo consideraron como tal. San Roberto se distancia tanto de los
protestantes, que admiten la posibilidad de que un Papa y un Concilio Ecuménico
sustenten una herejía formal como de aquellos que no admitían que esto pueda suceder,
como el teólogo holandés del siglo XV Alberto Pighi[85]. La opinión que san Roberto
Bellarmino presenta como la más confiable y “la más común” entre los teólogos es la de
que “quodammodo in medio, Pontificem, sive haereticus esse possit, sive non, non posse
ullo modo definire aliquid haereticum a tota Ecclesia credendum”[86].
Se puede decir que durante el primer milenio la doctrina del Primado del Romano
Pontífice ya estaba claramente definida. El papa San Nicolás I (858–867), en una famosa
carta dirigida al Emperador de Oriente Miguel, escrita el 28 de Septiembre del año 865,
recapituló de forma sistemática la doctrina del Primado romano[87]. Es en esa carta que se
encuentra la famosa expresión: “Prima Sedes non judicabitur a quoquam”[88], recordada
por Graciano en su célebre Decreto con estas palabras: “A nenime est judicandus, nisi
deprehenditur a fide devius” (no debe ser juzgado por nadie a menos que se aparte de la
fe).
La regla Prima sedes non judicabitur admite una sola excepción: el pecado de
herejía. La posibilidad de juzgar al papa, si se hace culpable de herejía, fue, como dan
testimonio de ello las grandes colecciones canónicas, una máxima incontestable en el
Medioevo[89]. Pero ¿quién puede juzgar al Papa si nadie le es superior? Los estudiosos de
los decretos medievales explican que, cayendo en el error contra la fe, el Papa deja de ser
la cabeza de la Iglesia, se auto-excluye de la jerarquía y, por lo tanto, cada católico
puede, en rigor, acusarlo, conforme las palabras del evangelista Juan: “Quien no cree, ya
está juzgado” (3, 18). La sentencia de la Iglesia no es sino la constatación de un hecho[90].

27
No se trata, pues, de deponer a un Papa, sino de constatar que un Papa pierde su función
por culpa de herejía. Desde entonces, entre los casos de pérdida del poder papal, la
doctrina católica admite pacíficamente la posibilidad de un Papa hereje[91]. Una
posibilidad que no contradice el dogma de la infalibilidad, porque infalibilidad no
significa la inerrancia del Papa como individuo sino del oficio papal en cuanto tal. La
Divina Providencia evitó a la Iglesia la tragedia de un Papa reconocido como hereje,
pero no aquellas de Pontífices que fueron heretizantes y en el ejercicio de su gobierno se
mancharon con graves culpas mostrándose indignos Vicarios de Cristo, sin perder jamás
su oficio.

28
5. “Cuando la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”
Los dos últimos Concilios de Oriente se celebraron en Nicea en el año 787, por
iniciativa de la emperatriz Irene, y en el 869–870 en Constantinopla, después de un
acuerdo entre el emperador Basilio el Macedonio y el papa Adriano II. Los Concilios de
Nicea y Constantinopla, séptimo y octavo en la historia de la Iglesia, condenaron
respectivamente la herejía iconoclasta y la de Focio, que negaba la Autoridad romana.
En el VIII Concilio de la Iglesia, el cuarto celebrado en Constantinopla, se aprobaron los
siete concilios ecuménicos precedentes y 109 obispos firmaron la condena de Focio y la
de todos aquellos que se obstinaron en su cisma, mojando su pluma en el Sagrado Cáliz
que contenía la preciosa Sangre de Cristo[92], como ya lo había hecho el Papa san
Teodoro (642–649) al firmar la condena del patriarca Pirro. Las iglesias cismáticas
orientales, que tuvieron su origen en la rebelión de Focio y la posterior del patriarca
Miguel Cerulario (1053), reconocieron como ecuménicos únicamente los siete primeros
Concilios de la Iglesia, excluyendo el de Constantinopla.
En la Nochebuena del año 800, Carlomagno fue coronado emperador en Roma por
el Papa san León III (795–818). En la historia de la Iglesia este acontecimiento señala el
advenimiento del Sacro Imperio Romano de Occidente y es tan importante como el
edicto de Constantino. Puede ser considerado el acta de nacimiento de la Civilización
cristiana, la época en la cual, según León XIII, “la filosofía del Evangelio gobernaba los
Estados”[93]. Sin embargo, a partir del fin del Imperio de Carlomagno (888) se abrió
aquello que el cardenal Baronio definió como el “saeculum obscurum” de la Iglesia. Se
trató de un largo período de abyección que vio sucederse, entre el año 882 y el 1046,
cuarenta y cinco Papas y antipapas, de los cuales 15 depuestos, 14 asesinados,
aprisionados y exiliados.
El cardenal Hergenröther define como “vituperable”[94], o sea digna de vituperio, la
conducta del Papa Esteban VI (o VII) (896-897), que exhumó el cadáver de su antecesor
Formoso (891-896), lo puso en un trono frente al sínodo reunido y escenificó un proceso
macabro contra él que terminó con la condena del cadáver al cual, le fueron cortados los
dos dedos de la bendición, antes de ser arrojado al Tiber. ¿Falló en este período el
Espíritu Santo para la Iglesia? Ciertamente no: en este período obscuro durante el cual
ascendieron al trono papal representantes indignos, el Espíritu Santo asistió a la Iglesia,
como la asistía cuando, escribe el cardenal Hergenröther, “durante toda la primera mitad
del décimo siglo, cuando todo parecía fuera de su estado; la corrupción del siglo
parecía inundar a la Iglesia y la disciplina de la Iglesia aniquilada”[95].
En el año 1033 fue elegido “el joven licencioso que, bajo el nombre de Benedicto
IX, debería durante 9 años (1033–1044) vituperar a la Iglesia”[96]. En el 1044 estalló una
rebelión popular generalizada contra Benedicto IX y fue elegido el obispo Juan de
Sabina con el nombre de Silvestre III (1045). Benedicto retomó el poder en Roma, pero
un año más tarde, en el 1045, abdicó a cambio de un pago a favor del arcipreste Juan
Graciano, que tomó el nombre de Gregorio VI (1045-1046). Después de renunciar,

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Benedicto IX se arrepintió e intentó con la ayuda de su facción retomar el trono
pontificio. “Entonces hubo durante un cierto tiempo tres pretendientes a la dignidad
papal: Benedicto IX, que había renunciado, Silvestre III, indudablemente ilegítimo, y
Gregorio VI quien, no obstante la irregularidad cometida durante su elección, era
reconocido por los nobles y la parte más preservada de la Iglesia como el único
verdadero Papa”[97]. Se podría preguntar dónde estaba el Espíritu Santo en esta época en
la cual, para la Iglesia, “el estado de cosas era desastroso”[98]. La respuesta es que, en el
mismo período, el espíritu de amor a Dios y a su Iglesia se desarrolló de manera
extraordinaria en un monasterio de Borgoña, la abadía de Cluny, destinada a entrar en la
historia por su grandiosa y duradera obra de reforma.
A partir del primer abad, San Bernon, se sucedieron en Cluny una serie de abades
santos que difundieron su espíritu en toda la Cristiandad, transformando a los hombres y
las instituciones del Medioevo. La reforma monástica de Cluny se extendió rápidamente
por Italia, España e Inglaterra, llegando a contar con tres mil monasterios, dependientes
de la “casa madre” en Borgoña. A esa obra se sumaron otros santos como Romualdo,
Juan Gualberto, Guillermo de Dijon, Pedro Damián. Mientras el Papado vivía el periodo
de su mayor abyección, aún cuando a pesar de ello no fuera manchada su esencia, la
santidad florecía asimismo alrededor del Sacro Imperio Romano, con santa Matilde,
esposa de Enrique I, santa Adelaida, esposa del emperador Otto I, san Enrique II y su
esposa santa Cunegunda. Nuevos pueblos se convirtieron y el año Mil parecía inaugurar
una época de juventud para Europa, que, según las conocidas palabras del monje
Rodolfo el Glabro, pareció revestirse de un manto blanco de iglesias[99].
Aún en los períodos de depresión espiritual y moral conocidos por la Iglesia en su
historia, la verdad de Cristo y su ley permanecieron inmutables e idéntico su modo de
ascender a la santidad. La Iglesia continúa siendo santa en sus dogmas, en sus
sacramentos y en las almas que el Espíritu Santo llena de su gracia. Dos plagas
desolaban a la Iglesia en el siglo XI, la simonía y la disolución moral del clero.
Relacionada con la simonía estaba la concesión de cargos y beneficios eclesiásticos por
parte de las autoridades seculares; la disolución moral tenía una de sus expresiones más
oprobiosas en el “cáncer de la infección sodomita” que, comenta san Pedro Damián,
embestía “como una fiera sanguinaria al redil de Cristo”[62][100]. Los recursos
espirituales para salir de la crisis fueron encontrados en la santidad de los monasterios.
La sede de san Pedro fue ocupada, entre los años 1057 y 1118, por cinco Papas
provenientes de monasterios benedictinos: Esteban IX (1057–1058), san Gregorio VII
(1073–1085), el beato Víctor III (1086–1087), el beato Urbano II (1088–1099) y Pascual
II (1099–1118). El pontificado de san Gregorio VII ofrece en particular el modelo de una
auténtica reforma espiritual y moral de la Iglesia, fundada sobre la plenitud del poder del
sucesor de Pedro. De este espíritu de la reforma gregoriana y cluniacense nace, al grito
de “Dios lo quiere”, la epopeya de las Cruzadas, una página luminosa de la Iglesia entre
los siglos XI y XIII.
Aunque en los siglos posteriores los Papas no fueron irreprochables ni en la

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conducta personal ni en el ejercicio del gobierno, la Iglesia no dejó de ser santa y de
santificar a las almas. Cuando, el 5 de abril de 1058, fue elegido Papa el obispo Juan
Mincio de Velletri con el nombre de Benedicto X (1058-1059), san Pedro Damián y la
mayor parte de los cardenales lo acusaron de simonía y lanzaron un anatema contra los
participantes de esa elección. El grupo de reformadores que tenía como líderes a Pedro
Damián e Hildebrando de Soana (después Papa Gregorio VII) eligió otro Papa en la
persona de Nicolás II (1059–1061). Benedicto X fue procesado y depuesto en Letrán en
abril de 1060, bajo la acusación de perjurio y simonía, se le despojó de toda dignidad
eclesiástica y fue declarado antipapa[101]. Así se lo considera hoy aunque durante mucho
tiempo fue reconocido como Papa legítimo e incluido en el catálogo de los Romanos
Pontífices, al punto que Niccolo Boccasini, elegido para el solio pontificio en el 1303,
quiso llamarse Benedicto XI[102].
Pascual II (1099-1118) se dejó arrancar por el rey Enrique V, en el año 1111, el
Tratado de Ponte Mammolo, que concedía al rey la investidura con el báculo y anillo
pastoral de los prelados imperiales antes de la consagración episcopal, haciendo por
tanto propia la concesión que san Gregorio VII decididamente había rechazado durante
el conflicto de las investiduras[103]. La oposición de los obispos, como san Bruno, obispo
de Segni y monje de Montecasino[104], fue tan vigorosa que, en el Sínodo lateranense de
1112, el Papa se vio forzado a retirar el privilegio concedido al rey, que sus adversarios
denominaban “pravilegio” (privilegio vergonzoso), y adherir explícitamente a los
principios de sus antecesores Gregorio VII y Urbano II.
Por tanto los papas acogían las críticas y oían las francas quejas hechas contra ellos.
Recuerda Hergenröther que “Pascual II aceptó con humildad en 1111 el reproche a él
dirigido; Eugenio III la amonestación de san Bernardo[105], Adriano IV, la de Juan de
Salisbury (Policraticus, VI, 24), Inocencio IV, la memoria furibunda del obispo Robert
de Lincoln”[106]. El principio dogmático Ubi Petrus ibi Ecclesia no impedía la posibilidad
de hacer críticas al Pontífice por amor a aquella Iglesia de Cristo de la cual no siempre
fueron dignos vicarios. “El axioma donde está el Papa, está la Iglesia –escribe el
cardenal Journet– se aplica cuando el Papa se comporta como Papa y jefe de la Iglesia:
caso contrario, ni la Iglesia está en él ni él en la Iglesia”[107].
El sucesor del papa Pascual II, Calixto II (1119-1124), después de haber puesto
término, con el concordato de Worms (1122), a la controversia sobre las investiduras
hizo confirmar ese tratado por el Concilio ecuménico de Letrán I (1123), el noveno en la
historia de la Iglesia y el primero de los cinco realizados en el gran complejo de Letrán,
que comprendía la iglesia catedral de Roma y que, por cerca de un milenio, albergó
también la sede apostólica. Ese Concilio fue importante no sólo porque cerró el secular
problema de las investiduras, sino porque contribuyó a la reforma de la Iglesia con la
renovada condena de la simonía y con los decretos disciplinarios sobre las ordenaciones
y sobre los oficios eclesiásticos[108]. Esa obra fue continuada en el II (1139), el III (1179)
y el IV (1215) Concilios de Letrán y en el I (1245) y el II (1274) Concilio de Lyon. El II
Concilio de Lyon afirmó la doctrina católica sobre el Primado de Pedro y la plenitud del

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poder del Romano Pontífice que constituye uno de los pilares de la Tradición católica[109].
En su conjunto, los cinco Concilios medievales enfrentaron las herejías que serpenteaban
en el interior de la Cristiandad (sobretodo la de cátaros y valdenses), concedieron
indulgencias a los cruzados, y tomaron importantes medidas en el plano doctrinal,
disciplinar y pastoral.
La civilización medieval, según Hergenröther, alcanzó su apogeo bajo el
pontificado de Inocencio III (1198-1216)[110], Lotario de los condes de Segni, un
Pontífice que restableció la autoridad de la Iglesia, reavivó el sentimiento religioso en la
cristiandad, socorrió a los cruzados en Oriente, golpeó vigorosamente las nuevas
herejías, incluso con la institución del tribunal de la Inquisición. A pesar de su grandeza,
no estuvo privado de culpas, es verdad que santa Lidwina de Schiedman, la mística que,
como recuerda Hergenröther, “padeció en su cuerpo míseramente atormentado y casi
deshecho los males de la Iglesia, pero poco antes de su muerte refloreció con una
insólita frescura”[111], lo vio, en una visión, condenado al Purgatorio hasta el fin del
mundo.
El ápice del pontificado de Inocencio III fue la convocatoria del IV Concilio de
Letrán, abierto en noviembre de 1215 en presencia de cerca de 1200 participantes, entre
obispos, abades, superiores de órdenes religiosas y representantes de todos los Estados
de la cristiandad. Se aprobaron setenta cánones sobre la fe, las costumbres y la
disciplina, entre los cuales el principio de que no hay salvación fuera de la Iglesia
católica[112].
Bonifacio VIII (1294-1303), Benedetto Caetani, fue el último gran Papa del
Medioevo. La bula Unam Sanctam del 18 de noviembre de 1302, en la cual “se declara,
afirma, establece que estar sometido al Romano Pontífice es, para toda criatura
humana, necesario para la salvación”[113], constituye un manifiesto de la autoridad
pontificia de imperecedero valor. Este acto le costó, por parte de Felipe IV el hermoso, el
ultraje de Anagni (1303), un gesto que contradijo el acto fundante de la Civilización
cristiana: aquella noche de Navidad del año 800 en la cual, en la basílica de san Pedro,
Carlomagno, se arrodilló frente al papa san León III, reconociéndole la autoridad
suprema. Hergenröther, pese a reconocer la grandeza del papa Bonifacio, cree que “las
resoluciones tomadas por él en el calor de la lucha no siempre estuvieron guiadas por la
necesaria prudencia”[114]. Las consecuencias de la bofetada de Agnani fueron, sin
embargo, devastadoras: el Gran Cisma de Occidente, que al fin del siglo XIV laceró a la
Cristiandad, originando el exilio de los Papas en Avignon, y ése fue, a su vez, el último
acto de la guerra de Felipe el Hermoso contra la Iglesia romana.

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6. La crisis de Avignon y el “Gran cisma de Occidente”
A la muerte de Bonifacio VIII, subió al trono pontificio el arzobispo de Bordeaux,
Bertrand de Got, con el nombre de Clemente V (1305-1314). Ligado a Felipe el
Hermoso, Clemente V no resistió las presiones, condenando a los Templarios en el
Concilio de Viena, habido entre 1311 y 1312 en el Delfinado. El Concilio, décimo
quinto en la historia de la Iglesia, aunque sin promulgar una sentencia teológica,
suprimió, mediante acto de autoridad pontificia, la Orden que se había cubierto de gloria
en los campos de las cruzadas y de cuyos considerables bienes el rey de Francia
anhelaba ahora apoderarse. En agosto de 1308 Clemente V estableció la residencia
pontificia en la ciudad de Avignon. Debía ser una morada provisoria pero duró 70 años.
En el triste período de Avignon (1308-1378), el cardenal Hergenröther escribió que “no
todos los Papas, entre los trastornos que se alternaban continuamente, pudieron
comprender rectamente los deberes de su estado y las necesidades de los tiempos. (…)
De ahí que la debilidad de la Iglesia en su centro se haya extendido, por así decir, a
todos los puntos de su circunferencia”[115].
Los momentos de debilidad y de defección no se referían únicamente al ejercicio de
gobierno, sino también a la doctrina. Juan XXII (1316-1334) acababa de ser elegido
Papa en Lyon después de un período de sede vacante de casi dos años. Él sustenta, como
doctor privado, la tesis herética según la cual los justos después de la muerte no gozan de
la visión beatífica de Dios, hasta el juicio universal[116]. “Más que otros –ha comentado
posteriormente el cardenal Schuster– Juan XXII tuvo grandes responsabilidades ante el
tribunal de la historia (…). Pasadas las disputas, a veces dubitativas y un poco pueriles,
con los franciscanos acerca de la Pobreza seráfica, las posesiones de los Conventos, el
dominio y el uso de los bienes de consumo, la cuestión de si Jesucristo y los Apóstoles
poseían o no en común; pero cuando el Pontífice, primero por escrito y después desde el
púlpito, aún cuando lo hiciera como un teólogo privado, comenzó a sustentar que las
almas de los difuntos no podían gozar de la visión de la divina Esencia sino a partir del
Juicio final, ofreció a la Iglesia entera el espectáculo humillante de príncipes, del clero
y universidades que volvieron a colocar al Romano Pontífice en el recto camino de la
tradición teológica católica colocándolo en la dura necesidad de desdecirse”[117].
Le sucedieron otros cinco Papas franceses, de los cuales uno, Urbano V (1362-
1370), monje benedictino de Cluny, fue después beatificado. Es a partir de la crisis de
Avignon que se inicia la Historia de los Papas de Ludwig von Pastor. El historiador
alemán define la transferencia del Papado a Avignon como “un violento sacudón de la
autoridad papal y de todo el organismo de la Iglesia”[118] y agrega que, en este período,
“el Papado no se pudo mantener a la altura de su pasado (…). El pleno ejercicio de la
suma autoridad espiritual se hizo difícil y a menudo imposible, porque los Papas no
podían actuar con libertad e independencia”[119].
Bajo los Papas de Avignon el prestigio del Papado se debilitó aún más y si el 13 de
enero de 1377 la Sede Pontificia fue restituida definitivamente a la Ciudad eterna, se le

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debe principalmente a los insistentes pedidos de dos mujeres fuertes del Medioevo: santa
Catalina de Siena y santa Brígida de Suecia. Catalina, en sus cartas a Gregorio XI (1370-
1378) le describió con palabras estremecedoras el estado desolador de Roma y la
decadencia de las costumbres del clero. Tal vez nadie como ella amó con un amor
vibrante al Papado y por eso mismo no ahorró críticas y exhortaciones a los soberanos
Pontífices.
Así se dirigió Santa Catalina de Siena a un gran prelado de quien se ignora el
nombre:
“Los pastores duermen en el amor propio de sí mismos, en una cupidez e inmundicia: están tan
embriagados por la soberbia, que duermen y no sienten que el diablo, lobo infernal, les quita la vida
de la Gracia a ellos y también a sus súbditos (…). Veo que, por callar, el mundo está desgastado, la
esposa de Cristo empalidecida, desteñida, porque le fue succionada la sangre del dorso, esto es que
la sangre de Cristo, que es dada por gracia y no por débito, ellos se pierden por la soberbia al
apoderarse en su propio beneficio de la honra que es debida a Dios, y se roba, por simonía,
vendiendo los dones y las gracias que nos fueron dadas por medio de la gracia cuyo precio fue la
sangre del Hijo de Dios”[120].
Pocos meses después de su regreso a Roma, Gregorio XI murió, el 27 de marzo de
1378. Temiendo que el nuevo Papa pudiese volver a Avignon, el pueblo romano pidió
con insistencia que fuera elegido un Papa romano, o al menos italiano. El elegido fue
Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari, que adoptó el nombre de Urbano VI (1378-
1389). Pocos meses después, sin embargo, también por causa del carácter demasiado
imperativo del nuevo Pontífice, un grupo de cardenales, sobre todo franceses, denunció
el cónclave como inválido, por la indebida presión sufrida, y proclamó en Gaeta a uno
nuevo. Fue elegido Roberto de Ginebra que eligió el nombre de Clemente VII (1478-
1534), quien se transfirió a Avignon, declarando depuesto a Urbano VI. Este último
permaneció en Roma, con la propia corte papal, y excomulgó al antipapa. Desde 1378, la
cristiandad se encontró dividida en consecuencia del “Gran cisma de Occidente”: una
parte de las naciones cristianas permaneció fiel a Urbano VI; otras reconocieron a
Clemente VII. Al primero proclamaron “obediencia” el Norte de Italia, Alemania,
Europa central, Escandinavia e Inglaterra; mientras que Francia, España y Escocia se
alinearon con el segundo en el trono pontificio.
A Urbano VI, hoy reconocido como Papa canónicamente legítimo, le sucedieron
Bonifacio IX (1389-1404), Inocencio VII (1404-1406) y Gregorio XII (1406-1415).
Contemporáneamente, Clemente VII, muerto en 1394, tuvo como sucesor al español
Pedro de Luna, que reinó durante 22 años con el nombre de Benedicto XIII (1394-1422).
“Una escisión como aquella que tuvo principio en el año 1378 nunca había sido
vista en el mundo cristiano”[121], escribe Ludwig von Pastor, quien observa que si bien ya
había habido antipapas en la historia de la Iglesia, esta vez el cisma no había sido
causado por el poder civil, como en la época de los Hohenstaufen y de Luis de Baviera,
sino más bien por los mismos cardenales y el alto clero. Además la elección de Urbano
VI se había concretado en circunstancias tan particulares que no era difícil esconder y
desfigurar la verdad[122]. “Cuán difícil o imposible para los hombres de aquel entonces

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fuese conocer cuál de los pretendientes era el verdadero y legítimo papa, no lo puede
juzgar una generación posterior que ha tenido acceso a numerosos documentos y pudo
abarcar en una visión de conjunto el desarrollo de aquellos hechos”[123].
Ubi Petrus, ibi Ecclesia: ¿pero dónde estaba Pedro a fines del siglo XIV? Por otros
40 años, los católicos europeos vivieron un drama cotidiano. No sólo había dos colegios
cardenalicios sino que, muchas veces, en una misma diócesis, había dos obispos, dos
abades, dos párrocos. Cada fiel estaba excomulgado por lo menos por un papa[124]. En
oposición a santa Catalina de Siena y a santa Brígida de Suecia se encontraban san
Vicente Ferrer y el beato Pedro de Luxemburgo, como adherentes a la obediencia
francesa. El historiador alemán escribe aún: “Fue una confusión que no conoció
fronteras. Por lo tanto, no es de sorprender que la religión cristiana haya sido motivo de
escarnio por parte de judíos y mahometanos”[125].
Santa Catalina de Siena debió vivir dos dramas de la Iglesia: primero, el traslado del
Papa a Avignon y al día siguiente del retorno del Papa a Roma, por ella tanto deseado, el
Gran Cisma de Occidente que vio, durante 40 años, la cristiandad dividida en dos,
porque no se comprendía quién fuese el Papa legítimo. Catalina murió dos años después
de la explosión del Cisma, sin ver la solución, pero con la inquebrantable confianza de
que la Iglesia habría superado aquella crisis, aparentemente sin salida.
Una situación personal igualmente dramática fue vivida por santa Juana de Arco,
condenada a la hoguera, como hereje, por jueces eclesiásticos. Sin embargo, a pesar de la
inmensa dificultad que encontró en su camino, enfrentando, como una simple laica, a
teólogos y doctores que la acusaban de brujería, ella no renunció a su misión, se dejó
guiar por el Espíritu Santo y hoy es venerada como santa por la Iglesia. Benedicto XVI
definió a santa Catalina y a santa Juana de Arco como “quizás las figuras más
características de esas ‘mujeres fuertes’ que, a fines del Medioevo, llevaron sin miedo la
gran luz del Evangelio en los complejos acontecimientos de la Historia. Podríamos
acercarlas a las santas mujeres que permanecieron en el Calvario, próximas de Jesús
crucificado y de María su Madre, mientras los Apóstoles habían huido y el mismo Pedro
lo había negado tres veces”[126].
En los tiempos dramáticos en que vivieron, las dos santas fueron guiadas por la luz
de la fe más de lo que ocurrió con los teólogos y eclesiásticos de la época, y el Papa les
aplica a ellas las palabras de Jesucristo según las cuales los misterios de Dios son
revelados a quienes tienen el corazón de niños, mientras permanecen ocultos a los doctos
y sabios que no tienen humildad (cfr. Lc. 10, 21). Santa Catalina, según Pastor, fue para
el Papado lo que para la Doncella de Orleáns la monarquía francesa[127]. En el reino de
Dios, dice santo Tomás, –hombres y mujeres– están todos llamados a ser santos y
apóstoles. “Delante de Dios, también la mujer combate y muchas mujeres han
combatido sus batallas espirituales con espíritu viril, emulando a los hombres al
enfrentar el martirio. Algunas también fueron aún más fuertes que los hombres”[128].

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7. Los Concilios del siglo XV
La situación caótica en la que se encontraba la Iglesia a comienzos del siglo XV
indujo a muchos cardenales de las dos obediencias a buscar la solución en un Concilio
general, que se abrió en Pisa el 25 de marzo de 1409[129]. El Concilio de Pisa, después de
haberse declarado ecuménico y representante de toda la Iglesia universal, depuso a los
dos pontífices rivales, Gregorio XII y Benedicto XIII, como “cismáticos y herejes” y
declaró vacante la sede romana[130]. Los cardenales participantes eligieron entonces, el 26
de junio, a un tercer Papa en la persona del arzobispo de Milán, Pedro Filargo, que tomó
el nombre de Alejandro V (1409-1410), a quien sucedió, el año siguiente, Baldassare
Cossa con el nombre de Juan XXIII (1410-1415).
Alejandro V era tan poco legítimo cuanto el Concilio de Pisa, no habiendo sido éste
convocado por ningún Papa ni por él presidido o aprobado[131]. Sin embargo durante
algunos siglos la situación no parecía clara: el retrato de Pedro Filargo figura en la serie
de los Papas en la Basílica de San Pablo y el Papa que le sucedió, que tomó el nombre de
Alejandro, el español Rodrigo Borja, se definió sexto, legitimando a su predecesor. El
Diccionario histórico del Papado dedica a Alejandro V una voz como Papa, sin poner en
duda su legitimidad, mientras considera antipapa a su sucesor Juan XXIII[132]. San
Roberto Bellarmino, por su parte, estaba convencido de que Alejandro V y Juan XXIII
fueron verdaderos Pontífices[133]. Esto muestra cuán a menudo en la Iglesia se ha
discutido sobre la legitimidad o ilegitimidad de los Papas: problemas no siempre
inmediatamente claros para los teólogos y el pueblo fiel.
Después del fracaso del intento de Pisa, el emperador del Sacro Romano Imperio,
Segismundo, tomó la iniciativa de un nuevo Concilio que se abrió en la ciudad imperial
de Costanza[134], el 5 de noviembre de 1414, en presencia del Papa ilegítimo Juan XXIII y
de muchos prelados de todas partes de Europa. Del Concilio, que tenía como objetivo
primario la unidad de la Iglesia, participaba todavía el cardenal Giovanni Dominici como
legado del Papa legítimo Gregorio XII.
Juan XXIII, cuando comprendió que el Concilio no quería confirmarlo como Papa,
en la noche del 20 al 21 marzo de 1415 huyó de Constanza, pero fue tomado preso,
depuesto como simoníaco y pecador público y excluido, al igual que los otros dos Papas,
de la futura elección. En consecuencia, el 6 de abril de 1415 la asamblea promulgó el
decreto conocido como Haec Sancta en el cual se afirmaba solemnemente que el
Concilio, asistido por el Espíritu Santo, representaba a la entera Iglesia militante y tenía
su poder directamente de Dios: por lo tanto, cada cristiano, incluso el Papa, tenía que
obedecerle[135]. Haec Sancta es uno de los documentos más revolucionarios de la historia
de la Iglesia, porque niega el Primado del Romano Pontífice sobre el Concilio. Este
texto, primero reconocido como auténtico y legítimo, fue sólo sucesivamente reprobado
por el Magisterio Pontificio.
Gregorio XII (Papa legítimo, depuesto por los Padres de Constanza) envió a la
asamblea un plenipotenciario para dar a conocer su voluntad de dimitir, con la condición

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de que previamente fuera leída públicamente, como ocurrió, una bula suya con la cual él
convocaba el Concilio. El Papa, forzado a ceder debido a la insostenible situación que se
había creado, salvaba sin embargo el principio. Las dimisiones fueron oficialmente
acogidas el 4 de julio de 1415 por la asamblea sinodal que contemporáneamente depuso
al otro antipapa Benedicto XII[136]. Este último no aceptó dimitir, pero fue abandonado
incluso por los países de su obediencia y depuesto el 26 de julio de 1417 como perjuro,
cismático y hereje. Fue elegido entonces, el 11 de noviembre de 1417, el nuevo Papa,
Martín V (1417-1431), Odón Colonna, el cual poco antes de dejar Costanza confirmó los
actos del Concilio y, en conformidad con el decreto Frequens, convocó a un nuevo
Concilio que debía realizarse cinco años después en Pavia.
El Concilio de Pavia-Siena no es considerado entre los ecuménicos, pero sus
contemporáneos no tuvieron ninguna duda sobre el carácter ecuménico de la asamblea y
un acreditado historiador contemporáneo de la Iglesia, el cardenal Walter Brandmüller,
cree que lo fue, porque fue inequívocamente convocado como tal por el Papa quien
después ratificó y promulgó los decretos[137]. Los frutos del Concilio, sin embargo, más
allá de su legitimidad, fueron casi nulos y, transcurridos los siete años previstos por el
decreto Frequens, el 23 de julio de1431 se abrió, bajo el sucesor de Martín V, un nuevo
Concilio en Basilea.
El cónclave que siguió a la muerte de Martín V había impuesto a sus mismos
miembros una capitulación que entregaba a los cardenales el control del gobierno de la
Iglesia y una parte de sus rentas: esa concesión de los derechos pontificios fue ratificada
por el Papa elegido, Eugenio IV (1431–1447), el veneciano Gabriel Condulmer, quien se
encontró presidiendo el Concilio convocado por Martín V en Basilea.
Frente a los Padres conciliares, Eugenio IV tuvo una actitud ambigua y
contradictoria. Desde las primeras sesiones, por ejemplo, fueron renovados los decretos
de Constanza que afirmaban la superioridad del Concilio sobre el Papa[138]. El Papa, en la
bula del 18 de diciembre de 1431, decretó la disolución de la sesión, pero ante una
amenaza de cisma, dio marcha atrás, y reconoció la legalidad del Concilio permitiendo
que continuara sesionando[139].
En Basilea, recuerda Hergenröther, sustentaban la tesis de la superioridad del
Concilio sobre el Papa el elocuente cardenal Cesarini, el joven Enea Silvio Piccolomini,
futuro papa Pío II, el teólogo Nicolás de Cusa y prácticamente todos los más célebres
doctores de las universidades, con raras excepciones, como la del dominico español Juan
Torquemada: “la ciencia parecía haber reducido para siempre la autoridad del Papa a
una mera autoridad ministerial y la constitución de la Iglesia a una autoridad que
tuviese algo de aristocrático y de democrático”[140]. Fue sólo el 18 de septiembre de 1438
que Eugenio IV decidió la transferencia del Concilio a Ferrara, y después a Florencia,
pero sin nunca negar la legitimidad del Concilio de Basilea. Sólo una minoría de Padres
conciliares aceptó sin embargo el decreto pontificio. La mayoría permaneció en Basilea
donde la asamblea, el 25 de junio de 1439, excomulgó y depuso a Eugenio IV y eligió

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papa a Amadeo VIII de Saboya, con el nombre de Félix V.
El Concilio de Ferrara, proseguido después en la ciudad de Florencia, representa el
XVII Concilio Ecuménico de la Iglesia. En él participó una numerosa representación
greco-ortodoxa a cuya cabeza estaba el emperador Juan VIII Paleólogo y el patriarca de
Constantinopla José II con su clero. En Florencia, Eugenio IV sancionó solemnemente la
reunificación de la Iglesia de Oriente con Roma y, el 4 de septiembre, “sacro approbante
concilio”, condenó la interpretación basilense del Concilio de Constanza y proclamó la
doctrina de la suprema autoridad del Papa definiendo solemnemente “que la Santa Sede
apostólica y el Romano Pontífice tienen el primado sobre todo el universo; que el mismo
romano pontífice es el sucesor del bendito Pedro, príncipe de los apóstoles, es el
auténtico vicario de Cristo, cabeza de toda la Iglesia, padre y doctor de todos los
cristianos; que Nuestro Señor Jesucristo ha transmitido a él en la persona del bendito
Pedro, el pleno poder de apacentar, regir y gobernar a la iglesia universal”[141].
El “pequeño” Cisma de Occidente (1378-1417) que le siguió al “Grande” también
fue causado por la irresolución de Eugenio IV, quien no tuvo la fortaleza de condenar,
desde sus inicios, los errores de los Padres conciliares de Basilea: su temor de provocar
un cisma, con una actitud demasiado firme, fue en realidad la causa de la nueva fractura
que prolongó aún durante dos décadas la crisis de la Iglesia.
Desde el retorno del Papado a Avignon hasta el Concilio de Florencia transcurrieron
sesenta años de dramática confusión para la Iglesia. En esta época dolorosa el cardenal
Hergenröther recuerda que nunca faltaron ejemplos de obispos y sacerdotes dignísimos
como también santos: en Italia, san Andrés Corsini, obispo de Fiesole; el beato Giovanni
Dominici, arzobispo de Ragusa; san Lorenzo Giustiniani, primer patriarca de
Venecia[142]; san Antonino, arzobispo de Florencia. Entre las nuevas órdenes religiosas
surgieron las oblatas de Tor de’ Specchi, fundadas por santa Francisca Romana, y los
Frailes mínimos de san Francisco de Paula, venerados por Papas y reyes por su
santidad[143]. Entre las órdenes mendicantes tradicionales se distinguieron los
franciscanos san Bernardino de Siena y san Juan de Capistrano y, entre los dominicos,
san Vicente Ferrer[144]. El Espíritu Santo no cesó de asistir al Cuerpo Místico de Cristo
aún en el momento de mayor turbación de la Iglesia visible.

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8. Del humanismo al protestantismo
La época que siguió al Cisma de Occidente aparentemente fue más pacífica, pero no
menos dramática que la precedente: de hecho abrió las puertas a la Revolución
protestante de Martín Lutero.
Entre los siglos XIV y XV había nacido en Italia el humanismo, un movimiento
que, a pesar de no proponer ninguna negación declarada de la verdad católica, llevaba a
cabo una verdadera y real Revolución en la mentalidad y en las costumbres de la
sociedad: en el centro ya no estaba más Jesucristo sino un “hombre nuevo” que
substituía el amor de Dios, como dominante, por el amor a sí mismo y privilegiaba los
bienes terrenos (placer, honor, riqueza) por encima de los sobrenaturales. Era el inicio de
un proceso que, a través de etapas coherentemente sucesivas, llevaría a la disolución de
la Cristiandad[145].
El líder del humanismo pagano puede ser considerado en Roma Lorenzo Valla
quien, a pesar de celebrar en sus escritos el placer sensual como bien supremo, fue sin
embargo secretario de Papas y canónico de Letrán, donde se encuentra su tumba. En el
breve pontificado de Inocencio VII (Cosimo Migliorati, 1404-1406), Pastor ya ve
afirmarse la nueva orientación humanista y mundana de la Curia romana[146]. Un número
siempre creciente de humanistas se encontraba al servicio del Papa y entre ellos –observa
el historiador alemán– “incluso algunos cuya admisión proyecta una luz siniestra sobre
las condiciones de entonces”[147]. Pastor menciona el ejemplo de Poggio Bracciolini,
quien ocupó el lucrativo cargo de escritor apostólico bajo ocho Papas, habiendo
trabajado en la Curia hasta 1453, durante casi medio siglo.
Los Papas del siglo XV se encontraron frente a una dramática encrucijada, entre el
espíritu mundano del humanismo y aquel, austero y combativo, de las cruzadas. Nicolás
V (Tomás Parentucelli, 1447-1455) estuvo entre aquellos que abrazaron con mayor
entusiasmo el humanismo, pero bajo su pontificado llegó a Occidente la noticia
estremecedora de la caída de Constantinopla y del Imperio bizantino en manos de los
Turcos.
El humanismo significó relativismo cultural y relajamiento moral. Durante el
gobierno de Inocencio VIII (Giovanni Battista Cybo, 1484-1492) la corrupción moral,
según Pastor, llegó a tal punto que “después de su muerte pudo ser elegido por medios
corruptos un Alejandro VI”[148]. “La sal de la tierra a muchos títulos se había vuelto
insípida, pero donde la pureza de las costumbres desaparece ni siquiera la fe permanece
intacta”, comenta el historiador alemán[149], agregando que, en ese período, “la
inmoralidad del clero era tan difundida y grande, que se alzaron voces para pedir el
matrimonio de los sacerdotes”[150]. En el año de su muerte, durante la predicación del
Adviento, Inocencio VIII tuvo un sueño al cual consideró como una revelación divina: se
le apareció una mano con una espada desenvainada sobre la cual estaba escrito: “Gladius
domini super terram cito velociter”[151]: “Pronto la espada del Señor se abatirá sobre la
tierra”.

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La Revolución protestante fue precedida, escribe a su vez Hergenröther, por “una
época de profundo envilecimiento de la Sede apostólica”[152]. En el cónclave de 1492 fue
elegido válidamente “pero por intrigas simoníacas”[153], el cardenal Rodrigo Borja, Papa
con el nombre de Alejandro VI (1492-1503), quien durante su vida no había pensado
otra cosa –escribe el cardenal alemán– que “satisfacer sus pasiones, como también
enriquecer y exaltar a su familia” y “durante el papado continuó aún mucho tiempo este
género de vida”, “de ahí que su pontificado contribuyó a echar en el descrédito ante
todo el mundo a la S. Sede, que él profanaba”[154]. “Su pontificado –concluye a su vez
Pastor– fue una desgracia para la Iglesia, a cuyo prestigio provocó las más profundas
heridas”[155].
A Alejandro VI le sucedió un Papa condottiero, Julio II (1503-1513), Giuliano della
Rovere, quien con su grito “¡Fuera los bárbaros!” contribuyó a fomentar el nacionalismo
italiano y extranjero. Él convocó, el 10 de mayo de 1512, el V Concilio de Letrán, para
discutir sobre la reforma de la vida de la Iglesia, caracterizada por el nombramiento de
prelados indignos, la acumulación de beneficios, la inobservancia de la obligación de
residencia para los obispos, la infracción de las obligaciones clericales. El Concilio fue
continuado por su sucesor, León X (1513-1521), de treinta y ocho años, Giovanni de
Medici, cardenal pero aún no sacerdote en el momento de su elevación al Papado. Bajo
su pontificado se concluyó, en marzo de 1517, el Concilio de Letrán, pocos meses antes
de que Martín Lutero clavara sus 95 tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg. El V
Concilio de Letrán no pudo promover las necesarias reformas de la Iglesia y puede ser
considerado como un “Concilio fallido”, como emerge tristemente de las palabras del
decreto final que anunciaron su clausura: “Varias veces los cardenales y los prelados de
las diversas comisiones nos han referido [al Papa León X] no haber más ninguna
cuestión a ser discutida y examinada y que, por lo demás, durante varios meses nadie le
había referido nada nuevo”[156].
Ante las primeras noticias de la rebelión protestante León X la definió con
condescendencia como “una querella entre monjes”. Rara vez se manifestó en la historia
de la Iglesia tal incomprensión de las tempestades que se avecinaban. Pastor concluye el
volumen de su historia dedicado a León X, afirmando que su pontificado fue “fatal para
la Sede romana”[157]. “De sentimiento ligero y alegre, él continuó dedicándose sin
mayores preocupaciones a placeres muy mundanos aún después de que ya se había
desencadenado la gran tempestad que iba a arrancar a la Sede romana una tercera
parte de Europa. En todo un hijo genuino de la edad del Renacimiento, León X, rodeado
de sus artistas, poetas, músicos, comediantes, payasos y cortesanos similares, se
abandonó con una espantosa desenvoltura a la vorágine de la vida del mundo, sin
preocuparse en saber si sus placeres convenían o no a un señor espiritual”[158].
Son palabras cuya fuerza no puede ser subestimada. La corrupción había sido
ciertamente más grave bajo Alejandro VI, un Papa al cual no se le pueden imputar
errores doctrinales, pero cuyo pontificado “fue una desgracia para la Iglesia, a cuyo
prestigio provocó la más profunda herida”[159]. Para Pastor, sin embargo, el mundanismo

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de León X fue “más peligroso para la Iglesia”, porque “mucho más difícil de
combatir”[160]. La devastación provocada por Lutero y sus seguidores en la viña del Señor
fue impresionante. “La antigua fe parecía apagada, la sede apostólica despojada de
todo poder, el episcopado como condenado a morir”[161].
Sin embargo, en este tiempo de terribles pruebas, cuando aún nadie hablaba de
Lutero, en la Iglesia nacían grupos de ardiente piedad llamados Compañías del Divino
Amor. El movimiento había nacido en Génova en torno a santa Catalina Adorno de’
Fieschi y tenía como iniciador un laico, Ettore Vernazza. A lo largo de pocos años
aparecieron grandes reformadores como san Cayetano de Thiene, fundador de los
Teatinos, san Felipe Neri, fundador del Oratorio, san Juan de Dios, fundador de la
Fatebenefratelli, san Antonio María Zaccaria, fundador de los Barnabitas, san Jerónimo
Emiliani, fundador de la Orden de los Padres Somascos. El tenor de vida de las nuevas
órdenes religiosas era muy similar: vida rigurosamente mortificada, rechazo de todo
mundanismo, abandono a la Providencia, celo por las almas.
Fueron seguidos por santa Ángela Merici, fundadora de las Ursulinas, san Ignacio
de Loyola, fundador de los Jesuitas, san Vicente de Paul, fundador de los Padres de la
Misión, san Francisco de Sales y santa Juana de Chantal, fundadores de la Visitación,
santa Teresa, reformadora del Carmelo. Para escribir la historia de la Iglesia sería
necesario conocer y narrar la heroica empresa de estos hombres y mujeres, que
alcanzaron la santidad bajo el influjo de la gracia divina[162]. Mientras el protestantismo
se detiene finalmente en sus conquistas, “Dios –escribe Dom Guéranger– se complace en
mostrar que la Iglesia romana no ha perdido nada porque ha conservado el don de la
santidad”[163].

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9. La reforma fracasada de Adriano VI
El sucesor de León X, Adriano VI (1522–1523), Adriano Florent, de Utrech, fue
un papa “piadoso, docto y santo”[164] que fue ferozmente rechazado por los humanistas
italianos por su rigor moral. Dos cosas latían en su corazón: la unión de los príncipes
cristianos para combatir a los Turcos y la reforma de la Curia Romana[165], pero la
brevedad del su pontificado le impidió llevar a cabo sus proyectos, en particular “la
guerra gigantesca contra el enjambre de abusos que deformaba la curia romana,
como casi a la Iglesia entera”[166]. Incluso si él hubiera tenido un gobierno más largo, el
mal en la Iglesia estaba demasiado arraigado, observa Pastor, “para que un solo
pontificado pudiera producir el gran cambio que era necesario. Todo el mal que se
había cometido en varias generaciones podría mejorarse solamente con un trabajo
largo, ininterrumpido”[167].
Adriano VI comprendió la gravedad del mal y la responsabilidad de los hombres
de la Iglesia, como emerge claramente de una instrucción que, en su nombre, el nuncio
Francisco Chieregati leyó en la Dieta de Nuremberg, el 3 de enero de 1523. Se trata,
como observa Ludwig von Pastor, de un documento de extraordinaria importancia, no
sólo para conocer las ideas reformistas del Papa, sino porque es un texto sin
precedentes en la historia de la Iglesia[168].
Después de haber refutado la herejía luterana, en la última y más importante parte
de la instrucción, Adriano trata de la deserción de la suprema autoridad eclesiástica
frente a los innovadores.
“Diga también”, es la expresa instrucción que él da al nuncio Chieregati,
“que nosotros confesamos abiertamente que Dios permite que suceda esta persecución de su Iglesia
a causa del pecado de los hombres y en particular de los sacerdotes y prelados; es cierto que la mano de
Dios no se acortó para que ellos no puedan salvarse, pero es el pecado lo que nos aparta de Él e impide
que Él nos atienda. Las Sagradas Escrituras enseñan claramente que los pecados del pueblo tienen su
origen en los pecados del clero y por lo tanto, como observa el Crisóstomo, nuestro Redentor, cuando quiso
expurgar la enferma ciudad de Jerusalén, se dirigió en primer lugar al templo para castigar todos los
pecados de los sacerdotes, como un buen médico que cura el mal en la raíz. Sabemos bien que incluso en
esta Santa Sede ya desde hace años se están manifestando muchas cosas detestables: abusos en cuestiones
eclesiásticas, trasgresiones a los preceptos; en fin, que todo se transformó en mal. No es por lo tanto de
sorprender que la enfermedad se haya trasplantado de la cabeza a los miembros, de los Papas a los
prelados.
“Todos nosotros, prelados y eclesiásticos, nos hemos desviado del camino del justo y ya desde hace
mucho tiempo no había ninguno que hiciera el bien. Debemos por lo tanto todos nosotros honrar a Dios y
humillarnos ante Él: que cada uno medite por qué cae y se levante antes de ser juzgado por Dios en el día
de su ira. Por esto tú en nuestro nombre prometerás que nosotros deseamos colocar toda nuestra diligencia
para mejorar antes que nada la Curia romana, a partir de la cual comenzaron todos estos males; entonces,
como de aquí salió la enfermedad, aquí también comenzará la recuperación, para cumplir aquello a lo que
nos consideramos tanto más obligados porque todos deseamos dicha reforma. Nosotros nunca codiciamos
la dignidad papal y habríamos cerrado nuestros ojos más a voluntad en la soledad de la vida privada: de
buen grado habríamos renunciado a la tiara y solo el temor de Dios, la legitimidad de la elección y el
peligro de un cisma nos han inducido a asumir el oficio de supremo pastor, que no queremos ejercer por
ambición ni para enriquecer a nuestros seres queridos, sino para dar nuevamente a la Santa Iglesia, la
esposa de Dios, su primera belleza, para ayudar a los oprimidos, para elevar a los hombres doctos y

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virtuosos, en general para hacer todo aquello que compete a un buen pastor y a un verdadero sucesor de
san Pedro.
“Que nadie se asombre si no eliminamos de un solo golpe todos los abusos, dado que la enfermedad
tiene raíces profundas y están muy ramificadas. Se dará pues un paso tras otro y se obviarán con medicinas
apropiadas los males graves y más peligrosos para que una apresurada reforma de todas las cosas no
enrede aún más el todo. Con razón dice Aristóteles que todo cambio repentino es peligroso para la
república (...)”.

Las palabras de Adriano VI recuerdan las de santa Catalina de Siena y de tantos


otros santos reformadores.
“Considerada en su conjunto –explica Pastor– la instrucción permite reconocer que el Papa no ha
derogado nada desde el punto de vista rigurosamente eclesiástico, ni siquiera en una mínima medida. En la
Iglesia él distingue clara y rigurosamente el elemento divino y el humano. La autoridad de la Iglesia se
fundamenta solo en Dios: en materia de fe ella es infalible. Sus miembros sin embargo están sujetos a la
corrupción humana y todos, los buenos como los malos, no deben rehuir de la confesión de sus culpas ante
Dios, de esa confesión que cada sacerdote, aún el más santo, debe hacer en los peldaños del altar antes de
ofrecer el sacrificio de la Misa. Confesión tal que Adriano, como sumo sacerdote, hizo abierta, solemne y
resueltamente ante todo el mundo, como expiación por los pecados de sus predecesores y como promesa de
un futuro mejor. Firmemente convencido de la divinidad de la Iglesia, él, por eso mismo, no temió en
absoluto hablar libremente, pero pleno de dolor por los escándalos y abusos abiertos a los ojos de todos,
que no desfiguraban su fisonomía exterior”[169].

A Adriano VI le sucedió Giulio de Medici con el nombre de Clemente VII (1523-


1534). Bajo su débil pontificado ocurrió, el día 6 de mayo de 1527, el terrible saqueo de
Roma por los mercenarios luteranos del Emperador Carlos V. Es difícil describir cuántas
y cuáles fueron las devastaciones y los sacrilegios practicados[170]. “El infierno no es
nada en comparación con el aspecto que Roma ahora presenta”, se lee en un informe
secreto del 10 de mayo de 1527, citado por Pastor[171]. La licencia ilimitada de robar y de
matar duró ocho días. Con particular crueldad se desató la furia contra las personas
eclesiásticas: religiosas estupradas, sacerdotes y monjes asesinados y vendidos como
esclavos, iglesias, palacios y casas destruidas. Fue sólo después del terrible saqueo que la
vida de Roma cambió profundamente: desaparecieron de una vez el lujo y la futilidad, y
la miseria general dio a la ciudad sagrada una impronta severa y tétrica[172].
Fue necesario esperar los pontificados de Paulo IV (Giampaolo Carafa, 1555-1559)
y sobretodo el de san Pío V (Michele Ghislieri, 1566-1572) para encontrar un nuevo
espíritu inflexible y austero en el trono de Pedro. Clemente VII tuvo la ilusión de
enfrentar la dramática crisis religiosa de su tiempo con las artes de un diplomático del
Renacimiento, pero él, escribe Pastor, perdió de vista la misión espiritual del Papado y
de ese modo lo principal[173]. Aún frente a Enrique VIII, “la vacilación de Clemente VII
no correspondió al concepto de la dignidad por él revestida y causó daño a la causa de
la Iglesia”[174].
¿Pueden algunos Papas ser, como escriben los historiadores, “una desgracia para la
Iglesia” (Alejandro VI), “fatales para la sede romana” (León X) o “provocar daño a la
causa de la Iglesia” (Clemente VII)? Ludwig von Pastor no duda en utilizar esas
palabras que no afectan el principio ubi Petrus ibi Ecclesia. El amor y el respeto por la
institución no significan una incondicional aprobación de las acciones de gobierno de sus

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supremos representantes. Actuar de ese modo sería practicar una injusticia contra la
Verdad de la cual ellos mismos son supremos Vicarios.

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10. Del Concilio de Trento a la Revolución francesa
Entre la segunda mitad del año 1500 y la primera mitad del 1600 la Iglesia conoció
una época de restauración doctrinal y de profunda renovación de las costumbres.
El Concilio de Trento –el decimonoveno Concilio ecuménico de la Iglesia– estuvo
en el centro de esta gran obra reformadora. La asamblea se reunió a lo largo de 18 años,
del 13 de diciembre de 1545 al 16 de diciembre de 1563 “para alabanza y gloria de
Dios, para el crecimiento de la fe y de la religión cristiana, para la extirpación de las
herejías, para la paz y la unión de la Iglesia, para la reforma del clero y del pueblo
cristiano, la confusión de los enemigos del nombre cristiano”[175]. De enorme
importancia fueron las decisiones doctrinales del Concilio acerca de las Sagradas
Escrituras y de la Tradición; del pecado original y de la justificación; de los Sacramentos
y del Sacrificio de la Misa. No menos relevantes fueron los decretos disciplinarios que
contribuyeron al desarrollo de la auténtica Reforma Católica, la única que podría
oponerse a la pseudo-reforma protestante.
La Iglesia es siempre exigente al elevar candidatos a los altares y lo es sobretodo
con respecto a los Papas, de quienes debe determinar la heroicidad de las virtudes no tan
sólo privadas, sino también las practicadas en el munus que les es propio, el ejercicio del
gobierno. En los siglos que transcurrieron entre la Revolución protestante y la francesa,
no faltaron grandes Papas, pero la Iglesia canonizó sólo a Pío V y beatificó sólo a
Inocencio XI (Innocenzo Odescalchi, 1676-1689). Al primero, se debe la gran victoria de
Lepanto contra los turcos (1571) y al segundo la liberación de Viena y de Hungría del
Islam que avanzaba en Europa (1683-1686). En aquellos años sin embargo comenzaron
a germinar nuevos errores.
En los años 1600 y 1700, en Francia surgió una nueva herejía, el jansenismo, la
primera que no se separó de la Iglesia, pero intentó cambiar la doctrina y la organización
desde adentro. Los iniciadores del movimiento, Jansenio y Saint-Cyran murieron en paz
con la Iglesia, a la cual, aparentemente, fueron fieles y sumisos.
Simultáneamente con el jansenismo se desarrollaba un error más antiguo, el
galicanismo, que en el Imperio de los Hasburgo adoptó el nombre de febronianismo,
aludiendo a su promotor, el obispo Juan Nicolás de Hontheim, conocido por su
seudónimo Justino Febronio. La doctrina, condenada en 1764 por Clemente XIII (1758–
1769), fue por el contrario acogida por los tres prelados más importantes del Imperio, los
arzobispos electores de Maguncia, Colonia y Tréveris y también por el mismo
emperador José II (de ahí el nombre de josefinismo).
La responsabilidad por los errores que serpenteaban en la Iglesia y en la sociedad
recaían sobre importantes personalidades eclesiásticas que las difundían en toda Europa.
Como siempre, sin embargo, la Divina Providencia suscitó un puñado de santos, para
promover la piedad del pueblo y oponerse a los errores de su tiempo. Recordemos, al
menos, los nombres de san Luis María Grignion de Montfort, el apóstol de la Vendée, y
de san Alfonso María de Ligorio, apóstol del Sur de Italia y fundador de los

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Redentoristas.
Al igual que en cualquier otro período de lucha en el interior de la Iglesia se formó,
entre los representantes de la ortodoxia y los de la heterodoxia, un “tercer partido” que se
proponía una mediación entre los dos polos opuestos. Un exponente del “centro”
moderado fue, en el siglo XVIII, Benedicto XIV (1675-1758), el boloñés Próspero
Lambertini. El Pontificado del Papa Lambertini, “aunque esplendoroso” tuvo, según
Hergenröther, “sus sombras en la gran maleabilidad del Papa frente a los gobiernos”[176]
de la época, que hacían suyos los principios del galicanismo y del jurisdiccionalismo. La
condescendencia frente a los enemigos de la Iglesia fue, en el curso de la historia, el
defecto más recurrente de quienes fueron llamados a ejercer la suprema autoridad de
gobierno. Los primeros treinta y siete Papas de la historia de la Iglesia fueron todos
santos y casi todos mártires. En el segundo milenio, lo que caracterizó a los pocos
Pontífices canonizados, ninguno de los cuales tuvo la gloria del martirio, fue la santa
intransigencia con la que se opusieron a los enemigos de la fe y de la Civilización
cristiana. Los nombres de Gregorio VII, Pío V y Pío X brillan en el firmamento de la
Iglesia por este espíritu militante.
La Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio, constituía un ejército al servicio
del Papado, animado por un espíritu ascético y combativo. Contra ella, en el siglo XVIII,
los enemigos de la Iglesia organizaron una verdadera y auténtica conjuración apoyada
por las cortes borbónicas. Clemente XIV (1769-1774), el franciscano Lorenzo
Ganganelli, fue elegido pontífice el 19 de mayo de 1769, después de tres meses de
cónclave en el cual el rey de Francia vetó a más de veinticinco cardenales. Considerado
por Hergenröther como “dócil y liberal”, él “adoptó como modelo a Benedicto XIV y lo
superó por mucho en condescendencia con relación a los gobiernos temporales”[177]. Es
durísimo el juicio que de él hizo Von Pastor. “Clemente XIV –escribe el historiador
alemán– se sitúa en la larga serie de los Papas como uno de los más débiles y más
infelices”[178]. El Papa Ganganelli fue acusado de haber prometido en un cónclave la
supresión de los Jesuitas, lo que ocurrió en el año 1773 con el Breve Dominus ac
Redemptor, después anulado por Pío VII en el año 1814[179]. No se trató, explica Pastor,
de “transacciones simoníacas”, lo que habría invalidado la elección, pero lo cierto es
que “la actitud ambigua que Ganganelli había asumido como cardenal en la cuestión de
los Jesuitas fue mantenida por él también en el cónclave”[180]. El breve Dominus ac
Redemptor, con el cual el Papa disolvió la Compañía de Jesús, “representa –según
Pastor– la victoria más manifiesta del iluminismo y del absolutismo regio sobre la
Iglesia y sobre su jefe”[181].
¿Dejó de asistir a la Iglesia el Espíritu Santo en este y otros cónclaves? La asistencia
del Espíritu Santo no significa que la elección del Papa goza de “infalibilidad”, así como
tampoco significa que en el Cónclave sea necesariamente elegido el mejor candidato. Si
la elección es válida, explica el cardenal Journet, aún cuando fuese el resultado de
intrigas y de malas decisiones apresuradas, se tiene la certeza de que el Espíritu Santo,
que asiste a la Iglesia sacando bien incluso del mal, permite que ello ocurra en orden a

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fines superiores y misteriosos[182].
El breve Dominus ac Redemptor fue un documento emanado del supremo poder de
jurisdicción del Romano Pontífice. Fue en consecuencia un auténtico acto de gobierno,
al que toda la Iglesia obedeció, pero hoy puede ser considerado un acto erróneo debido a
sus catastróficas consecuencias. La Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio de
Loyola, de hecho representaba verdaderamente un bastión en defensa del papado, a
quien sus miembros prestaban un voto de especial obediencia. Precisamente por causa de
su férrea defensa de la Sede de Roma los Jesuitas eran odiados por las principales cortes
europeas, corrompidas por el galicanismo y por la filosofía iluminista. Fue paradojal que
fueran disueltos por el Romano Pontífice, de quien representaban la última línea de
defensa. Era previsible, y ocurrió, que después el enemigo se expandiera. Algo análogo
había ocurrido cinco siglos antes, cuando el papa Clemente V, instigado por el rey de
Francia Felipe el Hermoso, suprimiera a los Templarios, la primera orden de caballería
de la Cristiandad, también unida al Pontífice por un voto especial de obediencia. Pero
mientras en los Templarios existían zonas de sombras doctrinales y morales –lo que
podría hacer presumir alguna forma de infidelidad al espíritu originario de la orden– lo
mismo no podía ser dicho de los Jesuitas, que se distinguían por la piedad, la doctrina y
la fidelidad inconmovible al Papado. Su supresión abrió las puertas de la ciudadela al
enemigo que la sitiaba, en un momento en el cual, como escribe Pastor, “galicanismo y
el jansenismo, el febronianismo y el josefinismo, corrientes que sabían aún disimular
con bellas palabras su enemistad con el papado, corroían el interior de la Iglesia tanto,
cuanto el espíritu de los enciclopedistas y de los ´filósofos’ la amenazaba desde
afuera”[183]. El jansenismo, el galicanismo, el regalismo y el iluminismo eran corrientes
diversas, pero unidas en el espíritu antirromano y en la aversión a la Compañía de Jesús.
Clemente XIII, predecesor del Papa Ganganelli, el 1º de Junio de 1762 había escrito al
rey de Francia advirtiéndole que la tempestad contra los Jesuitas derribaría el Trono y el
Altar. La profecía se hizo realidad con la Revolución francesa, la cual llevó a término el
proceso de descristianización iniciado por el humanismo y por la pseudo-reforma
protestante.
Ante esta nueva catástrofe, momentos de debilidad caracterizaron los problemáticos
pontificados de Pío VI (Gianangelo Braschi, 1775–1799) y de Pío VII (Gregorio
Chiaramonti, 1800-1823). Pío VI se llamó a silencio cuando el 12 de julio de 1790 la
Asamblea revolucionaria aprobó en Francia la cismática constitución civil del Clero. Fue
sólo al año siguiente, con los breves del 10 de marzo y del 13 de abril, que él condenó la
constitución revolucionaria, ya firmada por Luis XVI, privado de orientación por parte
de Roma[184]. El 20 de febrero de 1798 le tocó al mismo Papa ser expulsado del Vaticano
y de la Ciudad eterna y exiliado en Valence, Francia, donde murió el 20 de agosto de
1799.
Después de siete meses de sede vacante, fue elegido el obispo de Imola, Gregorio
Chiaramonti, con el nombre de Pío VII. El 15 de julio de 1801[185], el nuevo Papa firmó
un Concordato con Napoleón pensando en cerrar la época de la Revolución francesa,

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pero Bonaparte mostró enseguida que su verdadera intención era la de formar una iglesia
nacional sujeta a su poder. El 2 de diciembre de 1804 Napoleón se coronó emperador
con sus propias manos, y, pocos años después, invadió nuevamente Roma, anexando a
Francia los Estados Pontificios. El Papa fue tomado preso y llevado a Grenoble y
después a Savona (1809–1812).
El 25 de enero de 1813, Pío VII, exhausto por la lucha con Napoleón, firmó una
convención conocida como “concordato de Fontainebleau”[186] en el cual, escribe
Hergenröther, concedió “muchas cosas que perjudicaban gravemente los derechos del
Papa”[187]: de hecho reconoció la alienación de sus Estados y aceptó el principio de la
sumisión a la autoridad nacional francesa. El Concordato colocaba a la Iglesia en las
manos del Emperador. Ante la protesta de los cardenales zelanti, Pío VII, con mucha
humildad, se dio cuenta del error y, el 24 de marzo, escribió una carta de retractación a
Napoleón. Nada más noble –escribe Leflon– que la confesión de su debilidad expresada
en estas palabras: “Es nuestro deber, y hacemos de ello una gloria, a imitación de
nuestro predecesor, Pascual II, confesar delante de Dios y de la Iglesia el error en el
cual, como hombre, hemos caído por inadvertencia”[188].
En Italia, sin embargo, no se conoció de inmediato la retractación del Papa sino tan
sólo la firma del Concordato. En consecuencia, el venerable Pío Brunone Lanteri
compuso inmediatamente un escrito con firmes críticas al acto del Pontífice, escribiendo
entre otras cosas: “Me será dicho que el S. Padre puede todo, ‘quodcumque solveris,
quodcumque ligaveris etc.’ es verdad, pero él nada puede contra la divina constitución
de la Iglesia; es el vicario de Dios, pero no es Dios, ni puede destruir la obra de
Dios”[189].
El venerable Lanteri, que era un extremo defensor de los derechos del Papado,
admitía la posibilidad de resistir al Pontífice en caso de error, sabiendo que el poder del
Papa es supremo, pero no ilimitado y arbitrario. El Papa, como todos los fieles, debe
respetar la ley natural y divina, de la cual él es, por mandato divino, el custodio. Él no
puede cambiar la regla de la fe ni la divina constitución de la Iglesia (por ejemplo los
siete Sacramentos), así como el soberano temporal no puede cambiar las leyes
fundamentales del reino, porque como recuerda Bossuet, violándolas, “se conmueven
todos los fundamentos de la tierra” (Sal. 81, 5)[190].
Nadie podría acusar de poco acatamiento al Papado a Pío Brunone Lantieri,
fundador de esa Amicizia Cattolica de Turín[191] en la cual se distinguía el conde Joseph
de Maestre, el gran apologista del Pontificado Romano en el siglo XIX[192].

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11. Del beato Pío IX a san Pío X
El siglo XIX fue una época de grandes persecuciones a la Iglesia, promovidas por la
masonería y las sociedades secretas, pero conoció también un gran renacimiento del
catolicismo después de las devastaciones de la Revolución francesa. El mayor mérito de
esta restauración católica se debe al beato Pío IX, Giovanni María Mastai Ferretti, cuyo
largo pontificado (1846-1878) iluminó la vida de la Iglesia por sus solemnes actos
magisteriales, como la promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción (1854); la
encíclica Quanta cura y el Syllabus (1864) contra los errores de su época; el Concilio
Vaticano I, con las definiciones dogmáticas relativas a las relaciones entre la fe y la
razón y al Primado del Romano Pontífice, proclamado infalible cuando enseña “ex
cathedra”, en determinadas condiciones (1870). El pontificado de Pío IX también debe
recordarse por la extraordinaria expansión misionera que llevó el Evangelio a todos los
rincones de la tierra, en el mismo año en que el Papa defendía heroicamente los Estados
pontificios agredidos por el Reino de Cerdeña y las sociedades secretas revolucionarias.
Sin embargo Pío IX, que fue un coloso de la fe, en los dos primeros años de su
pontificado conoció vacilaciones e incertidumbres[193]. Fue sólo en abril de 1848 que él, a
los pies de la Cruz, aunque consciente de los sufrimientos que lo aguardaban, tomó la
decisión de no ceder a la Revolución que lo lisonjeaba. Desde entonces, su Pontificado
fue una epopeya de la fe, en el cual le acompañaron santos, como Don Juan Bosco, sólo
uno de la innumerable legión de almas que mantuvieron viva la fe de la Iglesia en el
siglo XIX.
La gran obra de Ludwig von Pastor termina en los inicios del siglo XIX y la de
Hergenröther no trata a fondo el pontificado de León XIII (1878-1903), de quien el
prelado alemán recibió la púrpura. El historiador católico que hoy, con objetividad,
considere aquel pontificado, debe reconocer a León XIII grandes méritos: in primis el de
haber restituido dignidad a la filosofía de santo Tomás de Aquino, con la encíclica
Aeterni Patris de 1879. Pero, en el ejercicio de su gobierno, León XIII cometió también
errores, cuya gravedad emerge con el pasar de los años. El primero fue el “ralliement”
con la III República francesa anunciado en la encíclica Au milieu des sollicitudes del 19
de febrero de 1892 y confirmado el 3 de mayo del mismo año en una carta a los
cardenales franceses. El documento merece ser criticado no porque parezca privilegiar la
forma republicana sobre la monárquica; sabemos bien cómo la Iglesia puede estar de
acuerdo con diferentes formas de gobierno, cuando ellas se fundan sobre el orden natural
y cristiano. Pero el problema nace del hecho de que el Pontífice auspiciaba un acuerdo
con un régimen, la III República francesa, caracterizado por un profundo laicismo y
anticristianismo. El ralliement de León XIII fue interpretado, más allá de las intenciones
del Pontífice, como el primer “compromiso histórico” de la Iglesia con la Revolución
francesa, cien años después de aquel catastrófico evento. Se trataba de un acto de
“distensión” que allanó el camino al modernismo político de entonces, que tuvo su
primera expresión en el Sillon de Marc Sangnier, en Francia, y en la Democracia
Cristiana de Romolo Murri, en Italia[194].

49
Cuando san Pío X (1903–1914) accede al trono pontificio, la barca de Pedro ya se
encontraba en medio de la tempestad y el Papa Giuseppe Sarto, uno de los más grandes
Pontífices de la historia, encontró, como él mismo confesó, pocos fieles amigos que lo
sostuvieron en su soledad. “De gentibus non est vir mecum” (Is. 63, 3), confió Pío X a
Monseñor Alfonso Archi, obispo de Como. La cruz de su pontificado fue la dificultad en
enfrentar la lucha con pocos verdaderos y devotos colaboradores, entre los cuales su
Secretario de Estado Rafael Merry del Val, con el cual condujo, cor unum et anima una,
la batalla antimodernista[195]. El abandono de la lucha por parte del episcopado italiano
tiene su origen en aquellos años y abarca todo el 1900. Mas ya se entra en el siglo XX, el
siglo del totalitarismo, pero también del Concilio Vaticano II (1962-1965), cuya historia
no escrita he querido narrar en el libro que, con estas páginas, he querido defender frente
a acusaciones temerarias.
Lo que quise demostrar es que el verdadero católico no se perturba si la Fe se
vuelve obscura durante algunas décadas, aun a causa de la deserción de las supremas
jerarquías eclesiásticas. Ni aun por esto el Espíritu Santo deja de asistir a su Iglesia. El
Espíritu Santo es para la Iglesia lo que el alma es para el cuerpo, su principio vivificador,
dice san Agustín y lo repiten con él León XIII y Pío XII[196]. La promesa de la divina
asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia fue varias veces repetida por el Señor a los
Apóstoles (Jn. 14, 16-17; 14, 25-26)[197]. Esta divina asistencia no se limita al vértice,
sino que se extiende a todas las partes de su Cuerpo Místico, como lo enseña el Papa Pío
XII en Mystici Corporis. Es verdad, ciertamente, que los principales beneficiados con
este don son los ministros de la Iglesia docente y lo son sobretodo en particulares
momentos, como los Concilios y los cónclaves, pero ello no significa una automática
correspondencia a la gracia por parte de tales autoridades. La gracia del Espíritu Santo
no es una virtud mágica que otorga un poder a aquellos que la reciben
independientemente de su colaboración. La docilidad, pero también la oposición a la
acción del Espíritu Santo, caracteriza la historia de la Iglesia desde su nacimiento. “Está
en nuestro poder apagar o encender la llama del Espíritu; por esto se advierte en otro
lugar: Guardaos de extinguir el espíritu” (1 Ts 5, 19)[198], advierte san Pablo. Spiritum
nolite estinguere: esta advertencia se hace eco a través de los siglos.

50
12. La roca de Pedro supera todas las tempestades
Tanto el cardenal Hergenröther como el barón von Pastor creían, como nosotros,
firmemente, en el dogma del Primado universal del Romano pontífice, incluyendo el
privilegio de la infalibilidad; ellos pensaban, como nosotros, que cuando un Concilio
legítimamente reunido bajo la guía del Papa define en temas de fe y de moral, sus
decisiones deben ser religiosamente aceptadas en espíritu de obediencia; pero el cardenal
Hergenröther y el barón von Pastor sabían que el Papa no es infalible cuando ejerce su
poder de gobierno o cuando propone una doctrina no definitoria, y que la infalibilidad
presupone una especial asistencia del Espíritu Santo en actos cuidadosamente
delimitados; no todos los Concilios son infalibles ni lo son en todos sus actos y
documentos.
Hergenröther y Pastor sabían sobre todo que la Iglesia es indefectible a pesar de las
culpas de sus hijos y, según la promesa de su Fundador (Mt. 16, 18; 28, 20), conservará
siempre la fe hasta el fin de los tiempos y no perderá ninguna de sus notas y propiedades
visibles que la hacen una, santa, católica y apostólica. A la Iglesia le está garantizada
hasta el fin del mundo la asistencia del Espíritu Santo (Jn., 14,16) y cuanto más graves
fueran los males, tanto mayor es la reacción suscitada por la Divina Providencia. De
hecho, escribe el cardenal Hergenröther, “el orden divino se venga de sus enemigos. Y
esto lo demostrará el futuro como lo ha demostrado el pasado”[199].
Benedicto XVI, en el ya citado discurso del 20 de diciembre de 2005, utilizando
una metáfora de san Basilio, comparó la época del post Concilio a una batalla naval
durante la noche, en un mar tempestuoso, describiendo “el grito ronco de aquellos que
por la discordia se yerguen unos contra otros, las conversaciones incomprensibles, el
rumor confuso de los clamores insistentes”[200]. Es ésta la época dramática en la que
vivimos: una época que debemos enfrentar con sentido de fe y espíritu militante.
La Iglesia en el curso de su historia ha conocido persecuciones externas y crisis
internas y siempre las ha enfrentado con espíritu militante, porque, como dice el Libro de
Job, la vida del hombre en la Tierra es milicia (Job, 7, 1), y así es la existencia terrena de
la Iglesia. El historiador católico, recuerda Dom Guéranger, nunca olvida que la Esposa
del Salvador debe llevar y justificar en este mundo su nombre glorioso de militante[201].
Pero existe una diferencia fundamental entre los perseguidores de ayer y los de
hoy. Los perseguidores de ayer querían extirpar el Cristianismo sin conocer los
maravillosos resultados que produciría en la Historia. Los perseguidores de hoy tienen
ante sus ojos los frutos históricos del Cristianismo: frutos que están delante de nuestros
ojos, porque todo nos habla de la belleza, de la grandeza, de la gloria de la Civilización
cristiana, que es la grandeza, la belleza, la gloria del nombre de Cristo, ante el cual se
arrodillan el Cielo y la tierra (Fil. 2, 11-12). Los perseguidores de hoy cuentan además
con el apoyo de los “quinta columnas” en el interior de la Iglesia, que abren la puertas al
enemigo, como ocurrió en Roma, asediada por Alarico, y en Constantinopla atacada por
los Turcos. Pero también los perseguidos de hoy son diferentes de los de ayer, porque los

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de ayer llevaban en el corazón una promesa que aún no había florecido e inclinaban
inertes sus cabezas delante de los verdugos; los perseguidos de hoy tienen el deber de
defender con toda su fuerza intelectual y cívica a la Iglesia y a la Civilización cristiana, y
de levantar, con la bandera de la Cruz, la bandera de la Tradición católica.
La Iglesia está siempre de pie en las tempestades: las herejías, los escándalos, las
revoluciones, escribe dom Guéranger, no han conmovido ni han detenido su marcha a
través de la historia: “Veamos por tanto a la humanidad en su vínculo con Jesucristo, su
guía; no prescindamos de él nunca, ni cuando juzgamos ni cuando narramos la historia;
y cuando nuestras miradas se fijen sobre el mapa del mundo, recordemos ante todo que
tenemos bajo los ojos al imperio del Hombre–Dios y de su Iglesia”[202].
“La roca de Pedro –escribe a su vez Ludwig von Pastor, concluyendo su Historia
de los Papas– supera las tempestades de todos los siglos. El hecho más grande y más
inconcebible en la historia de la Iglesia de Cristo es que las edades de su más profunda
humillación son al mismo tiempo aquellas de su más grande energía y fuerza invencible,
que la muerte y la tumba no son para ella signos del fin, sino símbolos de la
resurrección, que las catacumbas de la edad primitiva como las persecuciones
anticristianas de la edad contemporánea no pueden resultar para ella que a título de
gloria. […] Cristo, de hecho, camina todavía con Pedro sobre las olas oscilantes y por
tanto vale también para los sucesores de esto la palabra: ‘tu es Petrus et super hanc
petram aedificabo Ecclesiam meam, et portae inferi non praevalebunt adversum
eam’”[203].

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CAPÍTULO II

LA REGULA FIDEI DE LA IGLESIA


EN LAS ÉPOCAS DE CRISIS DE LA FE

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1. Benedicto XVI y la hermenéutica de la continuidad
El 12 de octubre de 1962 se abrió un Concilio destinado a modificar profundamente,
si no la esencia, ciertamente la fisonomía que la Iglesia presentaba al mundo y a sus
mismos hijos y fieles. Se trataba del vigésimo primer Concilio ecuménico, aunque para
muchos fuese el único y definitivo, una suerte de hito que dividía en dos la historia de la
Iglesia y de la humanidad: antes y después del Vaticano II.
Algunos hablaban del fin de la era constantiniana, para referirse a la conclusión de
un período histórico que se inició en el siglo IV, cuando la Iglesia había obtenido la
libertad por parte del Emperador Constantino y había iniciado la cristianización del
mundo antiguo. Ahora se pedía a la Iglesia abrirse con docilidad y sin resistencia a la
sociedad moderna, caracterizada por un proceso de descristianización inverso al habido
bajo Constantino.
La historia del post-Concilio, más aún que la del Concilio, aún está por ser escrita.
Pero lo cierto es que, veinte años después de la conclusión de la histórica reunión,
concluida el 8 de diciembre de 1965, una gran personalidad eclesiástica que había sido
protagonista del Concilio, el cardenal Joseph Ratzinger, se expresaba con palabras
asombrosas. En su Rapporto sulla fede, aparecido en 1985 bajo la forma de una
entrevista a Vittorio Messori, el cardenal Ratzinger, en ese entonces ya Prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, utilizaba estas palabras para describir la
situación de la Iglesia:
“Los resultados que han seguido al Concilio parecen oponerse cruelmente a las expectativas de
todos, comenzando por las de Juan XXIII y las de Pablo VI. Los cristianos son nuevamente una minoría,
más de lo que nunca lo habían sido desde el fin de la antigüedad. Los Papas y los Padres Conciliares
esperaban una nueva unidad católica y en vez de ello se ha ido al encuentro de un disenso que –para usar
las palabras de Pablo VI– se ha pasado de la autocrítica a la autodestrucción. Se esperaba un nuevo
entusiasmo, y en su lugar se ha terminado con demasiada frecuencia en el tedio y en el
descorazonamiento. Esperábamos un salto hacia adelante, y nos hemos encontrado ante un proceso
progresivo de decadencia que se ha venido desarrollando en gran medida bajo el signo de un reclamo a
un presunto ‘espíritu del Concilio’, y de tal modo se lo ha desacreditado (…). La Iglesia del post-Concilio
es un gran taller de obra; pero un taller de obra donde se ha perdido de vista el proyecto y donde cada
uno continúa fabricando a su gusto”[204].

Pero veinte años después, el mismo cardenal Ratzinger ascendía al solio pontificio
con el nombre de Benedicto XVI. Suscitó una profunda impresión el Via Crucis por él
predicado en la vigilia de su elevación al pontificado, en el cual, hablando al mundo
entero, dijo: “¡Cuánta suciedad hay en la Iglesia, y propiamente también entre aquellos
que, en el sacerdocio, deberían pertenecer completamente a él!”[205]. Y aparece como un
discurso decisivo aquel por él dirigido a la Curia Romana, el 20 de diciembre de 2005,
primer año de su pontificado[206]. El Papa indicaba allí claramente el camino de una
“reinterpretación” del Vaticano II, por él presentada bajo la forma de una “hermenéutica
de la continuidad”. Se ha discutido mucho sobre el significado de esta palabra. Pero el
discurso de Benedicto XVI abría, no cerraba, un problema: o, mejor, mostraba su
existencia indicando el camino a seguir para resolverlo, aún siendo consciente de todas

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las controversias que sus declaraciones habrían de provocar.
Más allá de las interminables discusiones, la realidad es que, cincuenta años después
del Concilio Vaticano II, la Iglesia católica sufre una de las crisis más terribles de su
historia. No se trata sólo de la persecución creciente a la cual, en todos los rincones de la
tierra, son sometidos los cristianos. Las notas distintivas de la Iglesia, que la muestran al
mundo una, santa, católica y apostólica[207], como la profesamos en el Credo, parecen
estar obscurecidas, al punto de tornarla irreconocible a sus mismos hijos.
Antes de ser un signo visible de reconocimiento, estas características de la Iglesia
son propiedad intrínseca de ella. La Iglesia es, desde su fundación, una e indivisa en su
culto, en su doctrina y en su gobierno; santa e inmaculada, nunca pecadora, aunque
incluyendo en sí misma a pecadores; católica, es decir universal, destinada a difundir en
el mundo el único Bautismo salvífico de Cristo; apostólica, porque está fundada en la
sucesión ininterrumpida de sus Pastores, desde los Apóstoles hasta nuestros días.
No obstante, hoy la Iglesia aparece al mundo ya no más una, sino fragmentada en su
doctrina, dividida en su interior en corrientes y grupos que se combaten uno al otro; su
figura no parece pura y sin mancha, sino cubierta de aquel hollín que Benedicto XVI ha
definido como “basura”. Ella parece haber renunciado a su catolicidad, en nombre de un
ecumenismo que olvida el mensaje de salvación universal; la única nota que aún
sobrevive con evidencia es la apostolicidad, que une en el tiempo a los Papas y a todos
los obispos a ellos vinculados, desde san Pedro a Benedicto XVI, pero la amenaza de
ruptura y contradicciones, como ocurrió en el Gran Cisma de Occidente, se cierne sobre
la nave de san Pedro que, sin embargo, según la promesa de su Fundador, nunca será
sumergida por las olas.
La Iglesia, sin embargo, no está compuesta solo de teólogos, sino de todos aquellos
que profesan la misma fe bajo los legítimos pastores. En las épocas de crisis de la fe,
cada simple bautizado, guiado por la razón natural e iluminado por el sensus fidei, puede
encontrar en el Magisterio pontificio y en la Tradición católica criterios seguros para no
ser arrebatado por la tempestad, manteniéndose fiel a aquella Iglesia de la cual está dicho
“Tunditur, non mergitur”[208]: es sacudida, pero no se hunde, y no hay salvación fuera de
Ella.

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2. El método de los “lugares teológicos”
Un camino seguro para orientarse en la fe es ofrecido por el método propuesto por
el teólogo dominico Melchor Cano[209] en su célebre obra De locis theologicis[210] (1562),
que contribuyó a reconstruir la teología de la Iglesia después de la devastación operada
por el protestantismo.
Los lugares teológicos son el sistema completo de las fuentes de autoridad del cual
partir y al cual referirse cuando se razona en materia de fe. Según el padre Melchor Cano
“los lugares propios de la teología”, es decir, el “domicilio de todos los argumentos
teológicos, del cual los teólogos pueden recoger todas la argumentaciones sea para
probar como para refutar”, son diez, que él enumera así:
“El primer lugar es la autoridad de las Sagradas Escrituras que contienen los libros
canónicos.
El segundo es la autoridad de las Tradiciones de Cristo y de los Apóstoles, las cuales, aun
cuando no fueron escritas, llegaron hasta nosotros de oído a oído, de tal modo que con toda
veracidad pueden llamarse orales de viva voz.
El tercero es la autoridad de la Iglesia católica.
El cuarto es la autoridad de los Concilios, de un modo especial los Concilios Generales, en los
cuales reside la autoridad de la Iglesia católica.
El quinto es la autoridad de la Iglesia Romana, que por privilegio divino es y se llama
Apostólica.
El sexto es la autoridad del Santo Padre.
El séptimo es la autoridad de los teólogos escolásticos, a los cuales podemos agregar los
canonistas (peritos en derecho pontificio), tanto que a la doctrina de este derecho se la considera
casi como otra parte de la teología escolástica.
El octavo es la Razón Natural, muy conocida en todas las ciencias que se estudian a través de
la luz natural.
El noveno es la autoridad de los Filósofos que siguen como guía a la naturaleza. Entre éstos
sin duda se encuentran los Juristas (jurisconsultos de la autoridad civil), los cuales profesan también
la verdadera Filosofía (como dice el Jurisconsulto).
El décimo y último es la autoridad de la Historia humana, tanto la escrita por autores dignos
de crédito, como aquella transmitida de generación en generación, no supersticiosamente o como
relatadas por ancianas sino de un modo serio y coherente”[211].
Ninguno de estos lugares teológicos es absoluto. Si se trata de definir un dogma o
de establecer una verdad teológica con suficiente certeza, es necesario que haya
convergencia y no contradicción entre ellos.
Una doctrina, para ser considerada de fe, debe estar ante todo contenida en las
Sagradas Escrituras[212] y/o en la Tradición[213], constituyendo los “lugares” que forman el
depósito constitutivo de la Revelación; esta doctrina debe también ser creída por toda la
Iglesia, que es el órgano divinamente instituido de la Tradición y, en el interior de la
Iglesia, debe ser confirmada y enseñada por los Concilios y, sobre todo, por la Sede
Apostólica Romana.

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La doctrina de fe, para ser considerada como tal, debe también ser sustentada por
los testimonios de los Santos Padres[214] y de los teólogos escolásticos[215] y no debe ser
contradicha por lugares teológicos “impropios”, pero reales, como lo es la razón
natural[216], que tiene su máxima expresión en la filosofía y en el derecho[217], y la
historia[218], que suministra argumentos más ciertos que probables a los teólogos
especulativos.
En este cuadro articulado, tres puntos merecen ser destacados y desarrollados:
1) El papel de la Tradición que tiene, como veremos, un primado sobre todos los
lugares teológicos, inclusive las Sagradas Escrituras.
2) El concepto de Iglesia como totalidad, que comprende la Suprema autoridad
docente, como se expresa en las enseñanzas del Papa y de los Concilios, pero que no
coincide enteramente con ella.
3) La ausencia, entre los lugares teológicos, del “Magisterio”, comprendido entre
los “lugares” 4 y 5 (Concilio y Papa): lo cual no significa que ello no exista y no tenga
su importancia, pero debe ser entendido en el significado que le es propio de “poder”, o
de “función” de la suprema autoridad de la Iglesia. La afirmación según la cual el
Magisterio de la Iglesia constituye una “regula fidei”, y por consiguiente un “lugar
teológico”, no es en sí misma errónea, si se entiende como poder ejercitado por la Iglesia
docente, en continuidad con la Tradición, de la cual la misma Iglesia es custodia. Pero
aquellos que repiten que el Magisterio es la suprema “regula fidei”, porque “interpreta”
la Tradición, evitan enfrentar el problema que se plantea por la existencia de eventuales
contradicciones, reales o aparentes, entre la Tradición y la prédica eclesiástica “actual” o
el Magisterio “vivo”. Se trata, obviamente, de casos excepcionales en la historia de la
Iglesia, pero lo que queremos profundizar es precisamente esto, el “caso de excepción”:
aquel que se verifica cuando nos encontramos frente a una posible incompatibilidad, y
por lo tanto a la difícil elección entre el Magisterio y la Tradición. Es aquí que el sistema
teológico de Melchor Cano nos socorre, ayudándonos a enfrentar la cuestión de manera
rigurosa.

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3. El primado de la Sagrada Tradición
Contra los protestantes, que contraponen la Escritura a la Tradición, cayendo en un
radical subjetivismo, Cano, como todos los teólogos que le sucedieron, reafirma el
primado lógico y cronológico de la Tradición sobre las Escrituras. Los libros canónicos –
recuerda– fueron escritos en todas sus partes bajo la asistencia del Espíritu Santo y
provienen directamente de Dios. Sin embargo el depósito de la Revelación no está
enteramente contenido en las Sagradas Escrituras porque “los Apóstoles no transmitieron
toda la doctrina de la Fe por escrito, sino como parte de la misma a través de la
palabra”[219].
El teólogo de Salamanca enuncia cuatro puntos fundamentales que citamos
literalmente: a) la Iglesia es más antigua que las Escrituras y por lo tanto la Fe y la
Religión existen sin las Escrituras porque la Iglesia comenzó a transmitir la Palabra de
Dios antes que Ella fuera recogida en los Libros Sagrados; b) no todas las cosas que
pertenecen a la doctrina cristiana, incluso las contenidas en las Sagradas Escrituras,
fueron enunciadas con claridad; c) muchas cosas que pertenecen a la doctrina y a la Fe
cristiana no están contenidas de manera clara ni obscura en las Sagradas Escrituras; d)
los Apóstoles por razones de máxima importancia hicieron conocer algunas cosas por
escrito y otras, en cambio, de viva voz[220].
No nos detenemos sobre estos puntos porque, después del Concilio de Trento,
constituyen doctrina infalible de la Iglesia. Agregamos solo que el primado de la
Tradición sobre las Escrituras es debido también al hecho de que es la Iglesia la que ha
ejercitado su discernimiento sobre los escritos que circulaban después de Pentecostés,
distinguiendo entre los Evangelios divinamente inspirados y los apócrifos, cuando a
mediados del siglo IV estableció el así llamado canon de los Libros Sagrados, es decir la
selección de aquellos que, conjuntamente con la Tradición, habrían de constituir las
fuentes de nuestra Fe.
La Sagrada Tradición puede por tanto considerarse legítimamente como un todo del
cual también las Sagradas Escrituras forman parte.

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4. La Iglesia y su espíritu de Verdad
Tres siglos antes de su definición por parte del Concilio Vaticano I, Melchor Cano
considera como lugar teológico la autoridad del Papa[221], que juzga infalible, no en
cuanto persona o doctor privado, sino cuando, dirigiéndose a la Iglesia universal, define
una doctrina de fe con la intención de obligar a los fieles a creer en ella. Sin embargo, a
pesar de ser un firme defensor del Primado universal del Romano Pontífice, Cano
distingue la autoridad del Papa y de los Concilios por él presididos, de la autoridad de la
Iglesia universal, considerada como un “todo” del cual el Papa y los Concilios forman
parte[222].
Anticipando la enseñanza de la Mystici corporis de Pío XII, el teólogo dominico
considera a la Iglesia un cuerpo social del cual forman parte todos los bautizados, justos
y pecadores, unidos en la profesión de la misma fe, bajo la legítima autoridad
eclesiástica. La palabra Iglesia designa por tanto a los Pastores como al pueblo fiel a
ellos sometidos[223]. A este cuerpo social, considerado en su conjunto y abarcando tanto la
Iglesia docente como la discente, Melchor Cano atribuye las características de la
indefectibilidad y de la infalibilidad, diferentes de la infalibilidad reservada, en
determinadas condiciones, al Romano Pontífice[224]. El Espíritu de Verdad es el alma de
este cuerpo (Ef. 4, 4) y si la Iglesia es gobernada por el Espíritu de Verdad no puede caer
en error[225]. Si eso pudiese ocurrir, la casa de Cristo no sería de hecho “columna y
fundamento de la Verdad” (1 Tim. 3, 15). La Iglesia en su conjunto es, para Cano, el
primer lugar teológico que transmite y confirma la Tradición.

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5. Ausencia del Magisterio en los lugares teológicos
Entre los lugares teológicos enunciados por Melchor Cano falta el “Magisterio”,
término que ha comenzado a difundirse en el lenguaje teológico recién en el siglo
XIX[226]. El Magisterio, de hecho, no es un sujeto teológico autónomo en sí, sino un
poder o, si se prefiere, una “función” de la Iglesia. Frente al liberalismo, muchos
teólogos quisieron reforzar el rol de este poder, proponiéndolo como “regla próxima” de
la fe, como si eso pudiese resumir en sí mismo a la Iglesia, los Concilios y el Papa. Es
significativo sin embargo que no exista la voz “Magisterio” ni en el Dictionnaire
Apologétique de la Foi Catholique del padre Adhemar d’Alés (1911-1922), ni en el
célebre Dictionnaire de Théologie Catholique (1909-1950), ni tampoco en la igualmente
notable Enciclopedia cattolica (1949-1954) de Pío XII.
También frente a los ataques del modernismo, y después de la Nouvelle Théologie,
pareció sin embargo urgente, en el siglo XX, reafirmar con fuerza el papel del
Magisterio de la Iglesia[227]. Es en esta perspectiva que, en la encíclica Humani generis,
Pío XII afirma que la auténtica interpretación del depósito de la Revelación no compete
“ni al simple fiel, ni a los mismos teólogos, sino sólo al Magisterio de la Iglesia”[228]. En
1942, con ocasión de la inserción en el Índice de dos publicaciones de los padres
dominicos Louis Charlier y Marie-Dominique Chenu, exponentes de la Nouvelle
Théologie, el entonces mons. Pietro Parente deploraba sin embargo en estos dos libros
“la devaluación de las pruebas positivas de las Sagradas Escrituras y de la Tradición
para las tesis teológicas, como también la extraña identificación de la Tradición (fuente
de revelación) con el Magisterio vivo de la Iglesia (custodia e intérprete de la palabra
divina)”[229]. Bajo el pontificado de Pío XII, la tendencia a identificar inapropiadamente
el Magisterio con la Tradición se manifestó en una serie de artículos de un jesuita de la
Gregoriana, el padre Giuseppe Filograssi, que tuvieron una notable resonancia en las
discusiones teológicas de aquel período[230].
Más allá de las buenas intenciones de los teólogos conservadores, el riesgo,
vislumbrado por el futuro cardenal Parente, era identificar el Magisterio con la Iglesia,
de la cual éste es un poder, poniéndolo en el mismo plano de la Tradición, o incluso
anteponiéndolo a ella. La confusión aumentó con la Constitución Dei Verbum del
Concilio Vaticano II, que pareció unificar con el Magisterio las dos fuentes de la
Revelación, la Escritura y la Tradición. En la fórmula resumida Escrituras-Tradición-
Magisterio, la Tradición, como ha observado mons. Gherardini, perdía su fuerza entre las
dos tenazas de las Escrituras y del Magisterio[231]. El órgano de la Tradición se tornaba
“el único Magisterio vivo de la Iglesia”[232], pero esto desvinculado de otros lugares
teológicos, y substituyéndose a ellos, se hizo regla no “próxima”, pero única de la fe,
único lugar teológico, única fuente de conocimiento de la verdad revelada.
La doctrina de los lugares teológicos de Melchor Cano, y de muchos teólogos que
siguen su método, no contempla el Magisterio, porque éste no es un “lugar” ni un
“sujeto” teológico, sino una función ejercida por el Papa, los Concilios y la Iglesia

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docente en el interior del poder de jurisdicción. El Magisterio es un instrumento del cual
se sirve la Iglesia, que es, a su vez, el verdadero sujeto órgano de la Tradición. No se
trata de sutilezas. Hoy la doctrina de los lugares teológicos es muchas veces olvidada: a
pesar de constituir un excelente instrumento para enfrentar la crisis religiosa
contemporánea, que tiene una de sus expresiones propias en el contraste entre la “nueva
teología post-conciliar” y el “Magisterio”[233]. Lo que sería necesario oponer a los
teólogos del “disenso”, más que el “Magisterio”, que ellos entienden como ejercicio
arbitrario de la autoridad, debería ser la Sagrada Tradición católica que abarca,
naturalmente, el inmutable Magisterio pasado y presente de la Iglesia. Cincuenta años
después de la conclusión del Concilio Vaticano II ha acontecido, sin embargo, aun en las
mentes de algunos teólogos neo-conciliares[234], que el Magisterio tienda a tornarse una
expresión de autoridad como un fin en sí mismo, en antítesis con la Tradición. Del papel
de la Tradición como “regula fidei”, nadie más habla, mientras la relación entre la
Tradición y el Magisterio constituye un punto central que debe ser profundizado.

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6. ¿Qué es la Tradición?
La palabra Tradición ha asumido, en el curso de la historia, muchos significados
que han adulterado su significado primero y más verdadero. Basta pensar en el uso que
de la misma se está haciendo en los ambientes gnósticos y esotéricos que se refieren a
una presunta “Tradición primordial”, de la cual derivaría una sincrética “unidad
trascendental de las religiones”. En lugar de ello, a única Tradición que a nosotros nos
interesa es la Tradición en el sentido específico en el cual la entiende la Iglesia
católica[235] .
A diferencia de toda otra tradición, la de la Iglesia tiene un origen y un contenido
preciso sobre el cual ningún equívoco es posible. La Tradición católica se inicia con la
propia Iglesia, cuando Jesucristo, su Jefe y Fundador, transmite a sus discípulos un
depósito de verdad a ser difundido en el curso de los siglos, hasta los últimos confines de
la tierra.
Estas verdades, comunicadas por Jesús durante su vida terrena, fueron por Él
explicitadas, explicadas y profundizadas en los cuarenta días que transcurrieron entre la
Resurrección y su Ascensión al cielo. El Evangelio no nos dice mucho acerca de este
período, pero sabemos que Él apareció varias veces a los Apóstoles, obrando milagros,
como la pesca milagrosa del lago de Tiberíades y el llamado a Simón Pedro que
concluye el Evangelio de San Juan (21, 1-25). Podemos imaginar cuán íntimas, densas y
fecundas para el alma de los discípulos debieron ser sus conversaciones que
ininterrumpidamente se prolongaron en aquellos días. Él les hablaba del Reino de Dios,
algunas veces explicando lo que había dicho, sin ser enteramente comprendido, primero
de su muerte; otras veces revelando misterios y secretos relativos a los Sacramentos y
sobre todo al Santo Sacrificio de la Misa; otras veces también esclareciendo su sentido
profundo de las Sagradas Escrituras. Continuamente pues los reanimaba, infundiendo
paz y consolación en sus corazones. No se debe descuidar la misión oculta de Nuestra
Señora, Madre de la Iglesia, para fortalecer, sustentar y esclarecer la transmisión de estas
verdades durante su vida terrena. En los primeros treinta años de la vida de la Iglesia, no
hubo sino tradición o el testimonio y la enseñanza de los apóstoles. La Tradición católica
por tanto no es sino la enseñanza de Jesús transmitida a los Apóstoles y por ellos
retransmitida de generación en generación. La verdad divina transmitida por Cristo a los
Apóstoles y por los Apóstoles a la Iglesia es definida por los teólogos como traditio
apostolica o depositum apostolicum[236]. A esta tradición hace referencia San Pablo,
recomendando a Timoteo ser fiel a cuanto ha recibido y que él mismo debería enseñar:
“Timoteo, guarda el depósito. Evita las palabrerías profanas, y también las objeciones
de la falsa ciencia; algunos que la profesaban se han apartado de la fe” (1 Tim. 6, 20).
La Tradición incluye no sólo un patrimonio de verdad, sino también una serie de
preceptos morales, de reglas litúrgicas y de normas de gobierno eclesiástico[237]. No
existe expresión más densa de la Tradición que la liturgia, en la cual la fe y la Tradición
se encuentran. La palabra traditio, en su sentido original, se refiere a la trasmisión de los

62
symbola fidei, es decir, de aquellas fórmulas verbales, confirmadas por la autoridad
eclesiástica, destinadas a la profesión pública de la fe. La traditio se expresa en la
transmisión de las verdades destinadas a formar el depositum fidei, pero es también la
búsqueda de las formas en que esta verdad viene siendo transmitida y la búsqueda de los
símbolos y de los ritos que esas verdades eficazmente expresan. Toda verdad, en efecto,
se traduce en una liturgia, según la célebre fórmula de Próspero de Aquitania, lex orandi,
lex credendi (o legem credendi lex statuat supplicandi)[238].
Los primeros cristianos se presentaron unidos de ese modo en la doctrina de la fe y
en el culto: ellos “perseveraban en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la
fracción del pan y en las oraciones” (Hch. 2, 42). “Esta doctrina y esta fe –escribía San
Irineo–, la Iglesia diseminada por toda la tierra la custodia diligentemente formando
casi una única familia: la misma fe con una sola alma y un solo corazón, la misma
predicación, enseñanza, tradición como si tuviese una sola boca. Diversas son las
lenguas según las regiones, pero la fuerza de la tradición es una y la misma”[239].
La “fuerza de la Tradición”, según san Irineo, es por lo tanto la continuidad de la
enseñanza de los Apóstoles en la Iglesia por ellos fundada. Todos los Padres de la Iglesia
están de acuerdo en este punto: la Tradición es la doctrina apostólica en cuanto
transmitida a las generaciones sucesivas, llegando intacta hasta nosotros. La herejía, para
los Padres, es aquello que es “nuevo” y se aparta de la Tradición. El criterio de la verdad
se fundamenta sobre aquello que, según la célebre fórmula de san Vicente de Lérins, es
transmitido en todas partes, en todo tiempo y por todos: “quod ubique, quod semper,
quod ab omnibus”[240]. Para el santo de Lérins, la misión de la teología consiste en
conservar el depósito según la prescripción de san Pablo a Timoteo. “¿Qué es, entonces,
un depósito? El depósito es aquello que has creído, no aquello que ha mudado; aquello
que has recibido, no aquello que has pensado (…). Tú no eres el autor de la Tradición
sino su custodio. No su maestro, sino su discípulo; no su guía, sino aquel que la
sigue”[241].
La reflexión teológica sobre la Tradición surgió sobre todo después de su rechazo
por parte de la Revolución protestante. En su IV sesión, celebrada el 8 de abril de 1546,
el Concilio de Trento afirmó que el Evangelio de Cristo está contenido “en los libros
escritos y las tradiciones no escritas que, recogidas por los Apóstoles de la boca del
mismo Cristo o de los mismos Apóstoles, bajo la inspiración del Espíritu Santo,
transmitidas de mano en mano, se han juntado hasta nosotros”[242].
El Concilio Vaticano I confirmó esta definición con palabras casi idénticas[243]. Los
grandes teólogos de la escuela romana desarrollaron este concepto. El cardenal Billot
define la Tradición como “la regla de fe anterior a todas las otras”, regla de fe no sólo
remota, sino también próxima e inmediata, según el punto de vista desde el cual se la
considere[244]. Mons. Brunero Gherardini, ilustre exponente contemporáneo de tal
escuela, nos propone esta definición: “La Tradición es la transmisión oficial, de parte de
la Iglesia y de sus órganos divinamente instituidos para ello, y del Espíritu Santo

63
asistido infaliblemente, de la divina Revelación en una dimensión espacio-
temporal”[42][245].

64
7. La Tradición y la Iglesia
Al único sentido objetivo de Tradición como sagrado depósito transmitido por la
Iglesia, los teólogos de los siglos XIX y XX han agregado el de Tradición “subjetiva” y
“activa”[246]. La Tradición objetiva, que es aquello en lo cual se cree y se transmite,
equivale al “depositum Fidei”. La Tradición subjetiva, que los teólogos prefieren llamar
“activa”, es aquella que se refiere al acto de transmisión o al mismo sujeto que la
transmite[247]. Este acto algunos lo hacen coincidir con el Magisterio de la Iglesia, pero se
trata de una identificación indebida. El Magisterio es, de hecho, el poder de enseñanza
de la Iglesia. Pero la Tradición no es tan sólo “enseñada” y “definida”, es también
custodiada y creída: y si el acto de enseñar es reservado sólo a la Iglesia docente, el de
creer y custodiar compete a toda la Iglesia, docente y discente. Sería incluso
reduccionista definir el Magisterio como la única voz e incluso “regla” próxima
exclusiva de la Tradición. Más precisamente Melchor Cano, aunque también,
substancialmente, Scheeben y Franzelin, definieron “órgano” de la Tradición no al
Magisterio, sino al sujeto Iglesia en su totalidad, que ejecuta su munus sea a través del
Magisterio cuando enseña, sea a través del “sensus fidei” cuando cree: “La Iglesia
entera, el pueblo de Dios en su conjunto –escribe a su vez el teólogo Schmaus– es el
sujeto de la Tradición oral, aunque no todos los miembros ejercitan el mismo oficio”[248].
El vínculo indisociable de la sucesión apostólica une a la Iglesia con la Tradición.
San Irineo, por ejemplo, recuerda así la figura de san Policarpo:
“Él no fue solamente discípulo de los Apóstoles y amigo íntimo de muchos que habían visto al
Señor, sino que fue constituido por los mismos Apóstoles obispo de la Iglesia de Smirnia en Asia. Yo
pude conocerlo en mi juventud porque tuvo una vida longeva y era bastante viejo cuando murió con
glorioso e ilustre martirio. Ahora bien, él siempre enseñó aquello que había aprendido de los
Apóstoles y ésta es todavía la doctrina transmitida por la Iglesia y es la única verdadera. Esto
afirman concordemente todas las iglesias de Asia y aquellos que hasta hoy sucedieron a
Policarpo”[249].

El Concilio de Trento, definiendo la Tradición, indica como criterio de autenticidad


el carácter apostólico: “ella está siendo transmitida, casi de mano en mano, desde los
apóstoles hasta nosotros”[250]. “Verdadera es solamente la Tradición que se apoya en la
Tradición apostólica”, afirma la teología romana contemporánea, con mons.
Gherardini[251]. Eso significa que el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, príncipe de los
Apóstoles, es el garante por excelencia de la Tradición de la Iglesia. Pero significa
también que, en ningún caso, el objeto de la fe puede exceder aquello que es dado por el
testimonio de los Apóstoles. “No hay y ni puede haber algo más allá de la experiencia
apostólica, algo más allá del conocimiento que ellos han tenido de Cristo”[252].
“La Iglesia no conoce “novedad”, sino solo la explicitación, el esclarecimiento y la
definición de las tradiciones transmitidas por el Divino Maestro a los Apóstoles. La
Tradición eclesiástica, que representa la tradición oral de los apóstoles, se distingue de
las tradiciones meramente humanas, porque tiene como órganos materiales no a “sabios”
o “especialistas”, sino a eclesiásticos y tiene a la misma Iglesia como su órgano

65
formal[253]. Esta Tradición, a pesar de ser transmitida por hombres, no es puramente
humana, sino sobrenatural, garantizada por el Espíritu Santo.
Scheeben escribe que el principal, aunque no el único representante de la Tradición
es la Sede apostólica romana. “La tradición decisiva y constante de la Iglesia romana –
explica– puede subsistir y tener todo su valor aunque el Papa no la reproduzca en todos
sus actos, incluso si la contradice en alguno, con la condición de que no sean jurídicos”
y agrega en una nota: “Es por lo tanto absurdo y odioso colocar esta palabra en boca de
Pío IX, a propósito de la infalibilidad dogmática: ¡La tradición soy yo!”[254]. La Iglesia
no es infalible porque ejerce una autoridad, sino porque transmite una doctrina.
Además de la Sede Apostólica, centro y canal principal de la Tradición, existen
guías y canales secundarios, que aun cuando no representan la Tradición desde un punto
de vista jurídico y oficial, la representan desde un punto de vista moral[255]. La doctrina
de los Santos Padres y de los Doctores de la Iglesia, enseñada de manera uniforme y
constante, representa la misma enseñanza del Espíritu Santo que se comunica y conserva
en la Iglesia por influencia sobrenatural[256]. A la misma va añadido el consenso de los
teólogos y la liturgia que en virtud de su naturaleza cultural puede ser definida como una
protestatio fidei, una forma “doxológica” de la profesión de fe de la Iglesia[257].

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8. La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo
La Iglesia una, santa, católica y apostólica, no se deja encerrar en una rígida
categoría conceptual, porque, como observa el cardenal Journet, “es demasiado rica
para reducirse a un solo concepto y para responder a un solo nombre”[258]. Sin embargo,
según Pío XII, queriendo definir y describir la Iglesia católica, “nada se encuentra de
más noble, de más grande, de más divino que aquella expresión con la cual la misma es
denominada el Cuerpo Místico de Cristo”[259].
Siendo un Cuerpo, la Iglesia visible constituye, por voluntad divina, una sociedad, o
sea un organismo compuesto de una pluralidad de hombres sometidos a una misma
autoridad y unidos por el vínculo de un mismo derecho[260]. Ella consta de un elemento
humano, visible y externo, dada la gran multitud de hombres que la componen, y de un
elemento divino, espiritual e invisible, dado por los dones sobrenaturales que colocan a
la sociedad humana bajo la influencia del Espíritu Santo, alma y principio unitivo de
todo el organismo[261]. Pío XII recuerda las palabras de san Pablo: “Porque así como en
un solo cuerpo tenemos muchos miembros y no todos los miembros tienen las mismas
funciones, también todos nosotros formamos un solo Cuerpo en Cristo, y somos
miembros los unos de los otros” (Rm. 12, 4).
La Iglesia no es una sociedad igualitaria, en la cual todos los miembros tienen
iguales deberes e idénticos derechos. Su constitución es jerárquica porque el mandato de
gobernarla ha sido confiado por Cristo a Pedro y a los Apóstoles, que lo han transmitido
sin interrupción a sus sucesores. Ella se distingue en Iglesia docente e Iglesia discente, la
primera constituida por los Pastores y su jefe, que es el Papa; la segunda por los fieles
sometidos a sus legítimos Pastores.
El Concilio de Trento, en el decreto sobre el orden sagrado del 15 de julio de 1563,
anatematiza a quien niega que “en la Iglesia católica existe una jerarquía, instituida por
disposición divina, que se compone de obispos, de sacerdotes y de ministros”[262]. El
Espíritu Santo no asiste sin embargo sólo a la Iglesia docente sino a todo el organismo
social, que forma “un solo cuerpo y un solo espíritu”, unido por “un solo Señor, una sola
fe, un solo bautismo” (Ef. 4, 4–5). Al error de quien desea transferir las funciones de la
Iglesia docente a la discente acompaña aquel, opuesto, de quien desea reducir la Iglesia
discente a un cuerpo que debe seguir a los pastores de un modo mecánico y pasivo.

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9. El poder del Magisterio
La jerarquía apostólica ejerce en la Iglesia dos poderes misteriosamente unidos en la
misma persona: la potestad de orden y la potestad de jurisdicción[263]. La distinción entre
poder sacramental y poder de jurisdicción es claramente expuesta por santo Tomás[264] y
es, como observa Scheeben, profunda y rica en importantes consecuencias[265]. Ambos
poderes se dirigen a alcanzar los fines específicos de la Iglesia, pero cada uno con
características propias, que distinguen profundamente uno del otro: la potestas ordinis es
el poder de distribuir los medios de la gracia divina y se refiere a la administración de los
sacramentos y al ejercicio del culto oficial; la potestas iurisdictionis es el poder de
gobernar la institución eclesiástica y a los fieles individuales[266]. El Magisterio es aquella
parte de la potestad de jurisdicción que consiste en el derecho y deber de la Iglesia de
enseñar a todos los pueblos la doctrina evangélica según el mandato de su Fundador[267].
Desde su origen de hecho la Iglesia reivindica como su privilegio la plena posesión de la
verdad y como su inderogable deber el de anunciarla a los hombres. Es su ministerium
verbi (Hch. 6, 1-7).
La doctrina tradicional considera que el Magisterio no es un poder independiente,
sino que está incluido en la potestad de jurisdicción. Así se han expresado canonistas
seguros, desde los padres Wernz y Vidal al cardenal Stickler y teólogos de renombre,
desde Scheeben al cardenal Journet[268]. Scheeben observa con razón que la antigua
división escolástica-canónica potestas ordinis y potestas iurisdictionis es la única
formalmente correcta[269]. En verdad el Magisterio, “considerado de manera concreta y
en cuanto inseparablemente unido al poder de dirigir la obediencia de la fe, no se
distingue adecuadamente del poder de jurisdicción; es por esto que el uso común no
reconoce sino dos grandes divisiones del poder eclesiástico, o sea el poder de orden y el
poder de jurisdicción”[270]. Esto es demostrado en el ejercicio de jurisdicción de los
prelados que no tienen la plenitud del poder de orden, como fue el caso de algunos Papas
que, por no ser obispos en el momento de su elección, ejercieron la jurisdicción, incluso
antes de haber sido consagrados obispos.
Es sólo a partir del siglo XIX que los teólogos y, sobre todo, los canonistas
alemanes introdujeron una potestas magisterii al lado de la potestas ministerii y de la
potestas iurisdicionis[271], bajo la influencia protestante de ese “primado de la palabra”
que, según los reformistas, pertenece a todos los bautizados sin excepción[272]. La nueva
tripartición, Orden, Magisterio, Jurisdicción, parece haber sido acogida por el Concilio
Vaticano II cuando, en la Constitución Lumen Gentium, distingue tres funciones diversas
en el interior de la Iglesia: el munus santificandi, el munus docendi y el munus regendi.
Esta división, adoptada también por algunos teólogos conservadores, tiene sin embargo
un valor relativo, respondiendo más que nada a exigencias de carácter práctico y
descriptivo[273].

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10. Tradición y Magisterio
No es necesario por tanto confundir el Magisterio, entendido como ejercicio de un
poder perteneciente a la esfera de la jurisdicción, con el sujeto que lo ejerce, la Iglesia, y
con su objeto, el depositum fidei et morum, el tesoro de la fe y de la moral entregado por
Cristo a la Iglesia.
Si el Magisterio se refiere sobre todo a la autoridad que en el curso de los siglos
garantiza la objetiva verdad transmitida, entonces el Magisterio tiende a identificarse con
la Iglesia o, más precisamente, con las personas físicas o morales, que poseen la función:
el Papa o los Obispos[274], en este sentido se ha hablado del Magisterio como “regla
próxima” de la fe. La Tradición no puede ser no obstante identificada con la prédica
actual de la Iglesia, ni el Magisterio puede constituir la única e inmediata regla de fe.
Siendo el Magisterio el poder de enseñanza de la Iglesia, se distingue de la
Tradición, porque se fundamenta sobre la Tradición objetiva y depende de la Tradición
activa, que es la Iglesia. El Magisterio no es la Tradición, porque la recibe y es ejercido
para garantizarla. Si se identificara con la Tradición, podría “crearla” o de otra forma
“mejorar” la Revelación, en vez de limitarse a a recibirla y a transmitirla. Por esto el
Padre Holstein escribe que “el Magisterio no es la Tradición, no la hace, no la cambia,
pero la discierne y expresa”[275].
El Magisterio no es ni siquiera la Iglesia, porque de la misma constituye una
función y por Ella es ejercida para enseñar la Verdad revelada. La unificación de los tres
sujetos –Tradición, Iglesia, Magisterio–, que la constitución Dei Verbum del Concilio
Vaticano II parece proponer, crea una gravísima confusión, aun si la constitución
conciliar especifica, en el nº 10, que el “Magisterio, evidentemente, no está sobre la
palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por
mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con
exactitud y la expone con fidelidad”[276].

69
11. El criterio de la Tradición
Alguien plantea la pregunta: ¿quién interpreta la Tradición? La pregunta es
impropia, siendo la Tradición ante todo regula fidei, es decir, criterio y no objeto de
interpretación. Pero a partir de Lutero y de Descartes se hizo camino, aun en el
pensamiento católico, un subjetivismo desconocido por los Padres de la Iglesia, en la
Escolástica y por los grandes teólogos de la Contra-Reforma. La atención hasta entonces
reservada a la objetividad de la cosa conocida se ha desplazado a la actividad del sujeto
conocedor. En el conocimiento teológico este proceso cognitivo ha conducido al
primado de la epistemología y después de la “hermenéutica”[277]. La interpretación tiende
hoy a convertirse en un criterio hermenéutico y saber “quién” interpreta se convirtió en
algo más importante que conocer “qué cosa” es interpretada. Nos encontramos frente a
aquella “hermenéutica del sujeto” típica del pensamiento moderno y post-moderno,
según la cual el sujeto conocedor prevalece sobre el dato objetivo a conocer. Existe
también un equívoco en el uso primario del término “interpretar” respecto a aquellos de
guardar y de transmitir. La Tradición, en efecto, como cualquier otra verdad, no puede
interpretarse, pero en algunos casos esclarecida y definida y, ante todo, recibida y
transmitida.
La pregunta correcta es entonces: ¿quién transmite la Tradición? Y la respuesta no
puede ser sino: la Iglesia, docente y discente, en su totalidad. La Iglesia discente se
limita a recibirla, creerla y retransmitirla; la Iglesia docente, sobre todo en la persona del
Papa, la proclama, la define, la enseña. Pero el hecho de que la Iglesia transmita la
Tradición no significa que pueda “interpretarla” a fin de negarla o contradecirla.
Diferente es la pregunta: quién ejerce el Magisterio (o sea: quién “enseña”) en el
interior de la Iglesia. Y la respuesta esta vez, no puede sino ser: el Papa y los obispos que
forman la Iglesia docente. Pero la Iglesia discente, aunque no teniendo ningún poder de
Magisterio, es también asistida por el Espíritu Santo. En este sentido, Melchor Cano
afirma que “no sólo la Iglesia universal, es decir, el conjunto de todos los fieles, tiene
este eterno Espíritu de Verdad, sino también lo tienen los príncipes y pastores de la
Iglesia”[278].
El riesgo de la hermenéutica del sujeto (“quién” interpreta, en vez de “qué cosa” es
transmitida) es además el de desencadenar una cadena hermenéutica interminable. Eso
significa, advierte el padre Cavalcoli, que “toda interpretación, aunque clara, debe ser
‘interpretada’; pero también la interpretación debe ser interpretada: y así hasta el
infinito, sin que nunca se llegue a una explicación o esclarecimiento definitivo”[279]. Si la
Tradición tiene necesidad de ser interpretada por el Magisterio, debemos preguntarnos
quién interpreta el Magisterio. Y si el Papa es el intérprete del Magisterio deberíamos
pues preguntarnos quién interpreta al Papa, pues no habría más interpretación en sí
misma objetiva y definitiva. Además, quien afirma que el Papa es la regla de
interpretación de la Tradición, está obligado a afirmar que la palabra del Papa tiene
necesidad de una oportuna exégesis. Muchas veces, quien proclama “Tu es Petrus” se

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refiere no al Romano Pontífice, sino a sí mismo...
No hay formula más equívoca que aquella según la cual el Magisterio interpreta la
Tradición. El término Tradición de hecho es entendido como enseñanza objetiva y
circunscripta al pasado: el término Magisterio es, por el contrario, entendido en sentido
subjetivo, identificándolo con la autoridad docente que se expresa en el presente. Este
Magisterio actual, definido “viviente”, se torna la fuente del Magisterio objetivo, y el
Magisterio “viviente” se torna, a su vez, la regla hermenéutica de la Tradición, como si
ésta no fuese Magisterio perenne y vivo. El acento se desplaza del objetivo enseñanza
transmitida al sujeto que transmite la enseñanza recibida[280]. En realidad, como hemos
visto, el Magisterio no es otro más que el poder del que se sirve el sujeto Iglesia para
realizar su deber de “enseñar” a los fieles y no puede ser considerado a ningún título un
lugar teológico en sí mismo autónomo e independiente.
¿De qué modo podemos decir que no existe Tradición sin el Magisterio de la
Iglesia? En el sentido en que para entrar a formar parte de la Tradición, una verdad debe
ser enseñada por la Iglesia y enseñada no una tantum, sino de manera constante y
coherente; una vez que esta verdad forma parte de la Tradición no puede ser modificada
por el sucesivo Magisterio de la Iglesia. En este sentido, es por medio de la Iglesia y de
su Magisterio que la Revelación se hace Tradición[281] .
Es necesario el Magisterio de la Iglesia, o sea, el acto con el cual la Iglesia docente
ejercita su derecho/deber de enseñar, para que una determinada verdad religiosa o moral
entre a formar parte de la Tradición de la Iglesia. No hay Tradición, bajo este aspecto,
sin Magisterio. Pero el Magisterio, a su vez, se alimenta de la Tradición, que custodia y
transmite: depende de ella, no puede crearla, pero debe recibirla; puede aplicarla a las
nuevas cuestiones que emergen en la historia, como ocurrió con los problemas morales
de la contracepción y de la fecundación in vitro. Pero el criterio objetivo, la regla de fe,
es la verdad enseñada y transmitida por el Magisterio, no el Magisterio en sí mismo.
En orden de importancia decreciente, primero viene la Tradición, después la Iglesia,
y sucesivamente el Magisterio, que es un “poder” que la Iglesia ejercita para perpetuar la
Tradición. El Magisterio, en sí, no es “fuente”, sino “potestas”, y no puede de ningún
modo prevalecer sobre la Tradición. La legítima autoridad de la Iglesia puede ejercer
mal el propio poder, al cual la infalibilidad le es garantizada solo en determinadas
condiciones. En caso de duda, será preciso recurrir al “depositum fidei” que la Iglesia
custodia, a la Tradición de la cual Ella es órgano y voz. Nadie más, si no la Iglesia
docente, puede definir la verdad de fe, pero el sensus fidei de los fieles es suficiente para
conocer y conservar esta verdad.
El Magisterio de la Iglesia no es fruto de la voluntad definitoria del Papa y de los
obispos, pero depende, y no puede ser separado, de las fuentes de la Revelación: las
Escrituras y la Tradición. Antes que el Magisterio es la Iglesia, antes que la Iglesia es la
Tradición, antes que la Tradición es la Revelación, y antes que la Revelación el
Revelador, que es el mismo Cristo. Jesucristo-Dios transmite su Palabra divina a la

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Iglesia, para que Ella la custodie y la retransmita a través de los siglos; la Tradición es el
modo con el cual la Revelación es transmitida, pero es también el contenido o, si se
prefiere, el receptáculo de la Revelación. En este sentido, como ha reafirmado Benedicto
XVI, “la Tradición viva de la Iglesia constituye la regla suprema de la fe”[282].

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12. Iglesia docente e Iglesia discente
La Tradición necesita ciertos órganos: entre estos órganos el primero es la Iglesia. No
por casualidad sin embargo, el padre Melchor Cano distingue entre la Iglesia en su
totalidad y los Concilios y el Papa. La Iglesia docente, de la cual los Concilios y, in
primis, el Papa, son la suprema expresión, es una parte, aunque la más eminente, de la
Iglesia, que es sin embargo un organismo más vasto, comprendiendo también la Iglesia
discente. Melchor Cano, como los padres Perrone, Franzelin, Scheeben y la mayor parte
de los teólogos, creen que si solo la Iglesia docente tiene el deber de enseñar y definir,
también la Iglesia discente tiene el de conservar y transmitir el depositum fidei. Toda la
XII tesis del tratado De divina Traditione de Franzelin es dedicada a ilustrar “como el
acuerdo de los fieles sobre las verdades de fe es un criterio de la tradición divina”[283].
La Iglesia en su totalidad, y no apenas la docente, es un “lugar teológico” y puede ser
considerada, antes mismo de los Concilios y del Papa, “órgano” auténtico de la
Tradición.
Debemos reafirmar la distinción de fondo entre la Iglesia docente y la Iglesia
discente. La primera está compuesta por quienes tienen el munus docendi: el deber y la
misión de enseñar. La segunda está compuesta por toda la Iglesia que recibe la
enseñanza de sus Pastores. Solo la Iglesia docente tiene el derecho de explicitar la verdad
implícitamente contenida en la doctrina que Ella transmite, en el sentido que es la Iglesia
docente la que extrae del patrimonio recibido la verdad implícita que ella explicita. Pero
una vez que dichas verdades son explicitadas por el Magisterio extraordinario e infalible
o por el ordinario y universal, estas verdades pertenecen a toda la Iglesia docente y
discente, y no hay Papa o Concilio que tengan la facultad de realizar ningún cambio. Por
ejemplo: solo la Iglesia docente tiene la facultad de definir el dogma de la Inmaculada
Concepción, sobre el cual se discutía libremente hasta el año 1854, pero después de su
definición el dogma entró a formar parte del patrimonio de la verdad infaliblemente
custodiada también por la Iglesia discente. Ni el mismo Papa no podrá negar más este
dogma: si lo hiciese, caería en herejía.
La Iglesia tiene la misión de custodiar, predicar y retransmitir íntegra y fielmente
hasta el fin de la historia la doctrina recibida del mismo Cristo. Esta doctrina es
custodiada y retransmitida por toda la Iglesia, incluso la discente, pero solo la Iglesia
docente puede pronunciarse de manera definitiva en materia de fe y de moral. Ningún
miembro de la Iglesia discente, individuo o comunidad, tiene autoridad para definir
problemas controvertidos o para juzgar a otros hermanos en la fe.

73
13. La infalibilidad activa y pasiva de la Iglesia
La fuerza de las definiciones de la Iglesia docente está en proporción a la autoridad
que ella se atribuye en el momento en el cual interviene. El grado máximo es la
infalibilidad. No se debe confundir sin embargo la infalibilidad de la Iglesia con su
indefectibilidad. La indefectibilidad es la garantía que la Iglesia tiene de su Fundador de
permanecer en su identidad hasta el fin de los tiempos, o sea, de perseverar, gracias a la
asistencia del Espíritu Santo, “Espíritu de Verdad” (Jn. 14, 17), en la profesión de la
misma fe, de los mismos sacramentos, de la misma sucesión apostólica de gobierno. La
infalibilidad es a su vez aquella prerrogativa por la cual la Iglesia y el Papa por una
especial asistencia divina, no pueden errar al defender y definir la doctrina revelada. Esta
prerrogativa sobrenatural se explica de modo extraordinario cuando el Papa se pronuncia
ex cathedra con una sentencia manifiestamente definitiva y destinada a toda la
Iglesia[284], o de forma ordinaria, cuando el Papa y los obispos enseñan con continuidad
una doctrina. Pero al lado de la infalibilidad de la Iglesia docente, ejercida en el
Magisterio extraordinario u ordinario, existe también una infalibilidad de la Iglesia
discente en la creencia de esta misma verdad. A la infalibilidad de la Iglesia en su
enseñanza se refiere santo Tomás de Aquino cuando afirma: “es imposible que el juicio
de la Iglesia universal este errado en aquello que se refiere a la fe”[285].
Eso significa que tanto el corpus docendi, investido del poder de enseñar a toda la
Iglesia, cuanto la universalidad de los fieles en el creer, no pueden caer en error. Esto no
se entiende naturalmente en el sentido de atribuir un rol docente al laicado, como quieren
los teólogos progresistas[286], sino en aquel de reconocer a los fieles el rol de testimoniar
aquello que es enseñado a ellos por la Tradición.
Según los teólogos, la Iglesia discente es sujeto de infalibilidad pasiva, la Iglesia
docente de infalibilidad activa; sin embargo, la Iglesia discente es la causa y medio de la
infalibilidad que se encuentra en la Iglesia porque a ella el carisma de la infalibilidad fue
directamente prometido. A la Iglesia discente, porque es creyente, pertenecen no solo los
fieles, sino también los mismos sacerdotes, los Obispos, el Papa, porque todos están
obligados a creer en la verdad de Dios revelada, los superiores no menos que los
inferiores. En la Iglesia hay sin embargo una única infalibilidad de la cual participan
todos sus miembros de un modo orgánico y diferenciado: cada uno según su propio
oficio eclesial. Los simples cristianos pueden errar en materia de fe, incluso cuando
ocupan los más altos cargos eclesiásticos, pero no la Iglesia en cuanto tal. En este
sentido, como afirma santo Tomás de Aquino, la Iglesia como universitas fidelium no
puede errar[287].

74
14. El sentido cristiano de la fe
Órgano de la Tradición, según la buena teología, no es por lo tanto sólo la autoridad
de la Iglesia, cuando ejercita su Magisterio, sino también el sensus fidei del pueblo
católico[288].
A la infalibilidad de la enseñanza de la Iglesia docente unida a los sucesores de
Pedro, corresponde una infalibilidad de creer de la Iglesia discente, basada en el sentido
de la fe, que los teólogos Ocáriz y Blanco explican como la
“capacidad del creyente, no sólo de creer aquello que es presentado por la Iglesia como
verdad de fe, sino y sobre todo la facilidad de discernir, como por intuición, aquello que está de
acuerdo con la fe de aquello que no lo está, y también la facilidad de sacar conclusiones más
profundas de la verdad enseñada por el Magisterio, no mediante el razonamiento teológico, sino
espontáneamente, por una suerte de conocimiento por connaturalidad. La virtud de la fe (habitus
fidei) produce de hecho una connaturalidad del espíritu humano con el misterio revelado, que hace
que la verdad sobrenatural atraiga al intelecto”[289].

La fe no es producto de un mero razonamiento, sino intuición de la verdad divina,


“prueba de las cosas que no se ven”, según una expresión de Benedicto XVI[290]. La
doctrina del conocimiento per modum inclinationis o per quandam connaturalitatem[291]
es una forma de inteligencia interior que brota de la fe como instinctus o lumen fidei:
“Lumen fidei –escribe Santo Tomás– facit videre ea quae creduntur”[292]: la luz de la fe
muestra aquello que debe ser creído. “Como a través de los otros hábitos de la virtud el
individuo sabe aquello que le conviene de acuerdo con este hábito (habitus) así por
medio del hábito de la fe la mente humana es forzada a dar el asentimiento a aquellas
[doctrinas] que están de acuerdo con la verdadera fe y no a aquellas otras”[293].
También para san Buenaventura la sabiduría es el conocimiento de las causas más
altas no tanto por vía especulativa e intelectual, sino por una cierta inclinación y
connaturalidad que Dios infunde en nuestros corazones[294]. El sentido de la fe que el
creyente recibe de Cristo es la capacidad sobrenatural que el tiene de percibir, discernir,
penetrar y aplicar en su vida la verdad revelada, bajo el influjo del Espíritu Santo[295]. No
se puede explicar de otra forma como algunas veces los simples y los iletrados son más
iluminados y radicales en la fe que los mismos teólogos.
Este sentido de la fe existe en todos los creyentes, incluidos los pecadores, pero
quienes están en gracia de Dios tienen una penetración más profunda e intensa de los
dogmas de la fe que aquellos que están en pecado; y entre aquellos que están en gracia
de Dios la penetración es proporcional al grado de santidad. Esta penetración de hecho
es una iluminación que proviene de la gracia de la fe y de los dones del Espíritu Santo en
el alma, especialmente los de la inteligencia, de la ciencia y de la sabiduría[296].
No es de sorprenderse entonces si los Santos Padres, los teólogos y sobre todo los
varios Concilios y los sucesores de Pedro, hablando del conocimiento del depósito
revelado, hacen mención a aquel “don del Espíritu Santo” que es el privilegio común de
todos los miembros de la Iglesia.

75
Un eminente teólogo franciscano, el padre Carlo Balić, lo denomina “sentido común
católico” o también “sentido cristiano” (sensus christianus), o “sentido de la fe” (sensus
fidei)[297]. Gracias a él los fieles perciben la verdad custodiada en el depósito revelado. Se
realiza así la promesa de san Juan: “Vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas
las cosas” (1 Jn. 2, 20).
El sentido común ordinario es la inteligencia y la luz ordinaria de las cuales están
dotados normalmente los hombres: una cualidad que permite comprender las nociones
de bien y de mal, de verdadero y de falso, de bello y de feo[298]. El “sentido común
católico”, o sobrenatural, es la razón natural iluminada por la Gracia del Espíritu Santo,
que el cristiano recibe con el Bautismo y la Confirmación. Estos sacramentos que
infunden el sensus fidei, que es la adhesión a las verdades de fe por instinto sobrenatural,
antes que por razonamiento teológico. Del mismo modo que el sentido común es medido
por la objetividad de lo real, la fe subjetiva es medida por la regla objetiva de la verdad
sobrenatural contenida en la Tradición[299]. Nada tiene que ver este sentido cristiano con
el sentimiento religioso de carácter modernista condenado en la encíclica Pascendi de
san Pío X y menos aún con la facultas appetendi et affectandi a la que hace referencia la
encíclica Humani Generis de Pío XII. El sensus fidei, de hecho, no es fruto de la
sensibilidad, sino de la Fe, de la gracia y de los dones del Espíritu Santo que iluminan la
inteligencia y mueven la voluntad[300].
“Ahora bien –escribe el padre Balić– este espíritu de los siete dones que habita en nosotros no como en
medio de las ruinas, sino como en un templo (1 Cor. 3, 16–17; 6, 19) es el espíritu de Pentecostés, es el
Espíritu de Verdad (Jn. 14, 17) cuya especial misión consiste en revelar al mundo la plena substancia de
Cristo y toda la maravilla que el Hijo de Dios había tenido escondida o no había completa y claramente
revelado”[301].

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15. Sensus fidei y Tradición
El Magisterio eclesiástico compete solo a quien, por voluntad de Cristo, tiene el
derecho y el oficio de enseñar: los Apóstoles y sus sucesores. La masa de los fieles no
tiene parte en esta enseñanza oficial, que se limita a recibir. “Erraría sin embargo –
escribe el padre Balić– quien pensase que esta masa se encuentra en un estado
meramente pasivo y mecánico en el resguardo de esta doctrina. Y, de hecho, la fe de los
fieles, como la doctrina de los pastores, experimentan la influencia del Espíritu Santo, y
los fieles, mediante el sentido cristiano y la profesión de fe, contribuyen a exponer,
publicar, manifestar y atestiguar la verdad cristiana”[302].
Los fieles, si bien no tienen la misión de enseñar, tienen sin embargo la función de
conservar y propagar su fe. También los grandes teólogos de la escuela romana, como
Perrone, Scheeben y Franzelin, destacan el papel del Espíritu Santo en la formación y
conservación de la conscientia fidei communis del pueblo cristiano[303]. El cardenal
Franzelin destaca en particular el papel del Espíritu Santo en el perseverar en la fe de la
Iglesia discente y, como Melchor Cano, juzga el sensus fidelium como uno de los
órganos de la Tradición, del cual constituye un eco fiel. El sensus fidelium que acredita
una doctrina como revelada, puede ser entendido, en este sentido, como criterio de la
divina Revelación.
“La infalibilidad del ‘sensus fidei’ manifestado por el ‘consensus fidelium’ –
escriben los padres Ocáriz y Blanco, citando a Franzelin– existe aún cuando se refiere a
verdad no aún infaliblemente enseñada por el Magisterio. En este caso el ‘consensus
fidelium’ es criterio seguro de verdad porque es criterio ‘divinae traditionis’“[304], sub
ductu magisterii, bajo el control del Magisterio.
El sensus fidei tiene por lo tanto valor criteriológico, siempre obviamente en
relación con la Tradición, de la cual depende. De la doctrina de Cano y de los autores
citados se puede destacar que el sensus fidelium constituye un verdadero y propio lugar
teológico, un criterio cierto y seguro para confirmar si una verdad pertenece al dominio
de la Tradición. Esto no significa de ningún modo que la verdad dogmática deba ser el
resultado del sentir del pueblo fiel y que nada pueda ser definido sin oír antes el parecer
de la Iglesia universal, como si el Magisterio fuese solo un revelador de la fe del pueblo
y casi regulado por ella en su función magisterial[305]. Significa sin embargo que el
Magisterio de la Iglesia no puede proponer infaliblemente nada que no esté contenido, al
menos implícitamente, en la Tradición, que es la suprema regla de la fe de la Iglesia.
Dicha Tradición, vida y conciencia de la fe de la Iglesia, se manifiesta en el sensus fidei
no solo de los Pastores, sino también de los Santos Padres, de los Doctores, de los
Teólogos y de los simples fieles.
El Concilio Vaticano II ha confirmado esta verdad: el consensus fidelium o
communis fidelium sensus es uno de los órganos de la Tradición que expresa la fe
católica. Es por esto que todos los fieles están obligados no solo a profesar interiormente,
sino también a manifestar exteriormente su fe. El capítulo 12 de la Lumen Gentium

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afirma que:
“La totalidad de los fieles, habiendo recibido la unción que viene del Santo (cfr. 1 Jn. 2, 20 y
27), no puede equivocarse en el creer, y manifiesta esta propiedad peculiar suya mediante el sentido
sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando ‘desde los obispos hasta los últimos fieles laicos’
(22) muestra su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Y verdaderamente, por
aquel sentido de la fe que es suscitado y sostenido por el Espíritu de verdad, y bajo la guía del
magisterio sacro, el cual permite, si se le obedece fielmente, recibir no más una palabra humana sino
verdaderamente la palabra de Dios (cfr. 1 Ts. 2, 13) el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a
la fe transmitida a los santos de una vez para siempre» (cfr. Judas 3), penetra más profundamente en
ella con recto juicio y la aplica más plenamente en la vida”.

El hecho de que, a veces, de este pasaje se hayan servido los progresistas para
contestar la autoridad eclesiástica, no significa que él sea falso y que no pueda ser
entendido, como tantos otros pasajes del Concilio, de conformidad con la Tradición.
La Tradición es mantenida y transmitida por la Iglesia no sólo por el Magisterio,
sino por todos los fieles, “desde los obispos hasta el último laico”[306], como expresa la
célebre fórmula de san Agustín citada en la Lumen Gentium nº 12. El doctor de Hipona
hace una apelación en particular al “pueblo de los fieles”[307], que no ejercita un
Magisterio, pero sobre la base de su sensus fidei garantiza la continuidad de la
transmisión de una verdad. En el curso de la historia este papel lo han realizado también
simples laicos: basta recordar, entre los modernos, la contribución de Joseph de Maistre
a la afirmación del Primado Romano[308] y la defensa de la Iglesia por parte de grandes
autores como Louis Veuillot y Juan Donoso Cortés[309] en el siglo XIX y Plinio Corrêa de
Oliveira[310] en el siglo XX.
Benedicto XVI recuerda el papel del sensus fidei con estas palabras:
“Teólogos de valor, como Duns Scoto a propósito de la doctrina de la Inmaculada
Concepción, han enriquecido con su específica contribución de pensamiento aquello que el pueblo
de Dios ya creía espontáneamente sobre la Santísima Virgen, y manifestaban en actos de piedad, en
expresiones de arte y, en general, en la vida cristiana. Todo esto gracias a aquel sobrenatural
‘sensus fidei’, o sea a aquella capacidad infundida por el Espíritu Santo, que permite abrazar la
realidad de la fe con humildad de corazón y de espíritu. ¡Que los teólogos puedan siempre oír esa de
esa fuente y mantener la humildad y simplicidad de los niños! Lo recordaba hace algunos meses:
‘Existen grandes doctos, grandes especialistas, grandes teólogos, maestros de la fe, que enseñaron
muchas cosas. Penetraban en los detalles de la Sagrada Escritura, de la historia de la salvación,
pero no vieron el mismo misterio, el verdadero núcleo... ¡Lo esencial permaneció escondido! Por el
contrario, existen también en nuestros días los pequeños que conocieron este misterio. Pensemos en
santa Bernardita Soubirous, en Santa Teresa de Lisieux, con su nueva lectura de la ‘Biblia no
científica’, pero que entra en el corazón de la Sagrada Escritura”[311].

El campo en el cual en la historia de la Iglesia se ha manifestado con mayor fuerza


la influencia del Espíritu Santo sobre los fieles ha sido el culto a María Santísima[312].
Así, aún antes que el Concilio de Éfeso proclamase a la Virgen María como Madre de
Dios[313], san Cirilo[314] y san Celestino[315] atestiguan que el pueblo cristiano ya reconocía
la creencia en la Maternidad divina como “la fe que profesa la Iglesia universal”[316]. Por
las mismas razones el pueblo fiel creyó en la verdad de la Inmaculada y de la Asunción.
San Alfonso de Ligorio, en las Glorias de María, coloca a la Inmaculada Concepción y
la Asunción en el mismo plano, en razón de la universalidad del sentido de la fe. Para

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probar el principio de que la Iglesia no puede errar en aquello que cree, Cano ofrece el
ejemplo de la verdad de la Inmaculada Concepción y afirma: si la Iglesia universal
sostiene tal verdad, la misma debe ser revelada. Si no fuera así, habría que atribuir el
error sobre la fe de la Iglesia al mismo Cristo que, como Jefe, mueve y dirige a la Iglesia,
su Cuerpo.
Por este motivo, aún, los papas Pío IX y Pío XII, antes de la definición de los
dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción de María Santísima en cuerpo y
alma, quisieron consultar a los obispos de todo el mundo los cuales, además de expresar
la propia fe, debían dar testimonio de la devoción de sus propios fieles[317].
Arrodillarse delante del Santísimo Sacramento y rechazar la comunión en la mano,
creer en la mediación de Nuestra Señora y en la asistencia de los ángeles y de los santos,
defender la realeza de Cristo sobre la sociedad, proclamar con el Credo la unicidad de la
Iglesia católica fuera de la cual no hay salvación: todo esto se alimenta y nace del sensus
fidei de los bautizados.

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16. Sensus fidei y resistencia a la autoridad eclesiástica
Según el teólogo dominicano García Extremeño, el sensus fidei, respecto al
Magisterio, puede: 1) orientarlo cuando se trata de una verdad puesta en discusión y
cuando las opiniones están divididas; 2) despertar el sentido de los Pastores a propósito
de la verdad que ellos no hayan tal vez considerado bien; 3) substituir a veces otros
argumentos para proceder a la definición solemne de una verdad mantenida por el
consenso de los fieles[318]. El sentido común de los fieles debe sin embargo: 1) someterse
al juicio del Magisterio; 2) aceptar las correcciones, la aprobación o el rechazo de las
creencias; 3) obedecer plenamente las últimas decisiones del Magisterio, cuando son
expresadas con claridad.
Sin embargo, el sensus fidei puede llevar a los fieles, en casos excepcionales, a
negar su asentimiento a algunos documentos eclesiásticos y aún incluso a colocarse,
frente a la suprema autoridad, en una situación de resistencia o de aparente
desobediencia. La desobediencia es solo aparente porque en estos casos de legítima
resistencia vale el principio por el cual es necesario obedecer a Dios antes que a los
hombres (At. 5, 29). Si se admite la posibilidad de error doctrinal en documentos del
Magisterio, posibilidad que en principio no puede ser excluida, está fuera de duda que
aún en el terreno doctrinal habrá lugar para estos graves casos de conciencia[319].
Santo Tomás de Aquino, en varias de sus obras, enseña que en casos extremos es
lícito e incluso una obligación resistir públicamente una decisión papal, como san Pablo
resistió en la cara a san Pedro. “En caso de peligro próximo para la fe, los superiores
deben ser reprendidos, incluso públicamente, por los inferiores. Así pues, san Pablo,
que estaba sujeto a san Pedro, lo reprendió públicamente con motivo de un peligro
inminente de escándalo en materia de fe. Y, como dice el comentario de san Agustín, ‘el
propio san Pedro dio ejemplo a aquellos que gobiernan, a fin de que, alejándose alguna
vez del buen camino, no rehúsen como indebida una corrección aún venida de sus
súbditos’ (ad Gal. 2, 14)”[320].
Una actitud de resistencia frente a una enseñanza de la autoridad eclesiástica que
comporta un peligro para la fe deberá ser entendida no como “desobediencia”, sino por
el contrario como fidelidad y más profunda unión a la Iglesia y a la Tradición. Debe
estar bien claro sin embargo que no hay Tradición posible sin la sucesión apostólica,
porque Cristo ha confiado solo a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la tarea de
transmitir su palabra. El error de los cismáticos orientales fue precisamente el de
desconocer el Primado de la Iglesia de Roma en nombre de la Tradición. Pero es
igualmente claro que los sucesores de los Apóstoles no están libres de alejarse de la
Tradición, porque en este caso el sensus fidei daría al pueblo fiel todo el derecho de
considerarse relevado de la obediencia.
El hecho, pues, de que se suspenda el asentimiento sobre algunos documentos
eclesiásticos no significa ciertamente, como bien lo afirma la Instrucción de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, Donum Veritatis (nº 24), que el Magisterio de la

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Iglesia pueda engañarse habitualmente en sus juicios o no gozar de la asistencia divina
en el ejercicio integral de su misión. La Donum Veritatis recuerda sin embargo la
existencia del sensus fidei que “implica, por su misma naturaleza, el acuerdo profundo
del espíritu y del corazón con la Iglesia y que siendo un don de Dios que hace adherirse
personalmente a la verdad no puede engañarse” (nº 35).
Además, el derecho en la Iglesia no está simplemente fundado sobre el uso
arbitrario del poder. “Al contrario –observan los canonistas– también la potestad en la
Iglesia debe ser justa, y ello es un requerimiento de la esencia de la misma Iglesia, el
cual determina los objetivos y los límites de la actividad de la Jerarquía. No cualquier
acto de los sagrados Pastores, por el hecho de provenir de ellos, es justo”[321]. Entre las
injusticias eventualmente cometidas por la Jerarquía es necesario ante todo distinguir
aquellas que alcanzan a una única persona y aquellas que conciernen al bien común de la
Iglesia. Entre éstas, las más graves son aquellas que tocando la fe o la moral, ponen en
peligro el bien de las almas. En este último caso, suspender el asentimiento y resistir
puede ser no sólo un derecho, sino un deber, como nos enseña, en innumerables casos, la
historia de la Iglesia. Esta resistencia a su vez puede expresarse en forma pública o
privada. Ningún autor jamás ha levantado duda alguna respecto al derecho de una
oposición privada a órdenes injustas, inspirada en las palabras mismas de san Pedro: “es
necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech. 5, 29)[322]. La legítima
“desobediencia” a una orden en sí injusta en materia de fe y de moral puede llevar en
casos particulares, hasta a la resistencia incluso pública al Sumo Pontífice. Arnaldo
Xavier da Silveira lo ha demostrado bien en sus estudios, citando a santos, doctores de la
Iglesia e ilustres teólogos y canonistas[323].
Según las palabras de san Pablo: “Nos autem sensum Christi habemus” (1 Cor. 2.
16), en cuanto bautizado, cada fiel tiene aquel sensus fidei que le permite manifestar su
juicio sobre lo que la Iglesia ha definido y la Tradición ha transmitido. El sentido común
le permite expresar, en el terreno de la lógica, juicios de hecho incluso relativos a
verdades teológicas; el sensus fidei le permite expresar análogos juicios en materia de fe:
juicios que no son obviamente infalibles, pero que contribuyen a formar aquel consenso
de los fieles que es uno de los “lugares teológicos” a través de los cuales se mantiene la
Tradición de la Iglesia.
El Código de Derecho Canónico actualmente vigente, del canon 208 al canon 223,
bajo el título “De omnium christifidelium obligationibus et iuribus” delinea el estado
común a todos los fieles y atribuye a los laicos la responsabilidad de intervenir en los
problemas de la Iglesia. En el canon 212 se lee que los fieles,
“en modo proporcionado a la ciencia, a la competencia y al prestigio de que gozan, tienen el derecho,
y a veces incluso el deber, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que atañe al bien
de la Iglesia; y de manifestarlo a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las
costumbres y el respeto hacia los Pastores, teniendo además presente la utilidad común y la dignidad de la
persona”[324].

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17. ¿Infalibilidad de los Concilios?
A esta altura falta examinar la relación de los Concilios con la Tradición. Los
Concilios son asambleas de obispos, que se reúnen para deliberar en materia eclesiástica.
Como expresión de la Iglesia docente, ellos son ciertamente un “lugar teológico”, pero
deben distinguirse, según su importancia, en Concilios generales[325] (o ecuménicos),
provinciales y diocesanos. Los Concilios generales aprobados por el Papa no pueden
errar, cuando se dirigen a la Iglesia universal y expresan la intención de definir una
verdad aunque a través de la censura de una herejía, o la excomunión, impuesta en la
confrontación con quien sostiene la opinión contraria. Su autoridad deriva de ser
convocados, presididos y ratificados por el Romano Pontífice.
El padre Melchor Cano, en la cuarta cuestión de su capítulo dedicado a la autoridad
de los Concilios, se propone establecer el método y el criterio con el cual se puede
comprobar que los decretos de un Concilio son ciertos en materia de fe[326].
La primera condición para que se pueda hablar de infalibilidad de un Concilio es
que sus actos sean aprobados por el Sumo Pontífice: pero esto, explica Cano, no es
suficiente, porque hay que verificar con mucha atención “cuál es la naturaleza de la
materia a ser juzgada y también cuál es el sentido y el peso de la palabra”[327]. El
teólogo dominico establece por tanto con claridad las señales que nos ayudan a entender
si los juicios de un Concilio deben ser considerados de fe.
“La primera y muy clara está en considerar herejes a aquellos que afirman lo contrario. (…)
La segunda señal es cuando el Sínodo dicta sus decretos con esta fórmula: Si alguien opinara esto o
aquello sea anatema. (…) El tercero es si están condenados ipso iure, con sentencia de excomunión,
aquellos que dicen lo contrario (…). El cuarto si se dice expresa y propiamente que alguna cosa
deba ser creída firmemente por los fieles o que debe aceptarse como dogma de Fe católica, o con
palabras similares que algo es contrario al Evangelio o a la doctrina de los Apóstoles. Sin embargo,
se afirma –puntualizo– no como opinión, sino con un decreto firme y cierto”[328] .

Si falta la voluntad definitoria o no es expresada con claridad, la enseñanza de un


Concilio, aún cuando aprobado por el Papa, no puede ser considerada infalible, a menos
que confirme pronunciamientos doctrinales precedentes. La autoridad suprema,
confirman Scheeben y los teólogos romanos, debe expresar con claridad su intención de
definir, con términos como pronuntiamus, declaramus, docemus y su voluntad de obligar
a los fieles[329].
No se puede transformar un Concilio ecuménico en un dogma de fe. El don divino
de la infalibilidad, para un Concilio como para un Papa, se refiere sólo a la enseñanza
doctrinal presentada en forma autoritativa y definitoria. El Magisterio auténtico de un
Concilio, aunque no sea infalible, exige sin duda un consentimiento religioso de la
inteligencia y de la voluntad de los fieles, pero este asentimiento, como hemos visto, no
es irrevocable ni incondicional.
En la enseñanza del cuerpo docente de un Concilio, se pueden detectar
inexactitudes, ambigüedades, obscuridades e incluso expresiones próximas a la herejía o
heréticas, como ocurre respecto al decreto Haec Sancta del Concilio de Constanza

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(1415), solemnemente aprobado por los Padres conciliares y ratificado por más de un
Romano Pontífice. Según el padre Melchor Cano aquel documento, sin embargo, fue
rechazado porque lo que fue aprobado en aquella “sesión” no tuvo la forma dogmática
de un “decreto en el cual se obligara a los fieles a creer o se condenaba lo
contrario”[330]. Análogamente el cardenal Baudrillart, en el Dictionnaire de Théologie
Catholique, cree que el Concilio de Constanza no tuvo la intención de promulgar una
definición dogmática al publicar l’Haec Sancta, y es también por esto que tal documento
fue sucesivamente repudiado por la Iglesia[331].
La historia sirve para recordar que aquello que ocurrió ayer puede repetirse hoy y
que, ayer como hoy y mañana, una sola regla permanece en los tiempos de crisis y de
dificultad para la Iglesia: la fidelidad a la Tradición, que es la fidelidad a la Verdad
entregada por Cristo a su Iglesia con estas palabras: “El cielo y la tierra pasarán pero
mis palabras no pasarán” (Mt. 24, 35).
Debemos recordar pues que el Concilio, como evento, debe distinguirse de sus
documentos doctrinales. En la historia de la Iglesia hubo veintiún Concilios
ecuménicos[332]. Algunos de ellos son inolvidables por el significado teológico de sus
documentos: Nicea, Trento, el Vaticano I; otros son olvidados: lo que no significa que no
hayan sido Concilios auténticos y solemnes. Un Concilio entra en la historia por la
calidad de los documentos que ha producido. En el siglo XVI hubo dos Concilios: el
Concilio de Letrán V (1512–1517) y el Concilio de Trento (1545–1563). La única
definición dogmática del Quinto Concilio Lateranense fue aquella según la cual el alma
humana individual es inmortal; la solemne reunión no logró apaciguar al protestantismo:
pocos meses después de su conclusión Martín Lutero clavó sus 95 tesis en Wittenberg.
Todos recordamos el gran Concilio de Trento; nadie recuerda el de Letrán V que, bajo
este aspecto, como otros Concilios, puede ser definido como un Concilio “fallido”.
El Concilio Vaticano II ha producido documentos, pero no es, en sí mismo, un
documento: como todo Concilio es ante todo un evento, un momento de la historia de la
Iglesia que, como tal, se sitúa en el plano de los hechos y no en el de la verdad. Mientras
el dogma formula una verdad, que una vez formulada trasciende por así decir la historia,
los Concilios nacen y mueren en la historia y pueden ser juzgados por los historiadores.
Los Concilios pueden promulgar dogmas, verdades, decretos, cánones, que han
emanado del Concilio, pero que no son el Concilio y que entran a formar parte de la
Tradición sólo si son promulgados infaliblemente o conformes con la Tradición de la
Iglesia. El Concilio, por lo tanto, es una parte, la Tradición es el todo, porque, como la
Sagrada Escritura, ella no es un evento sino una fuente de la Revelación.
Afirmar la superioridad del Concilio, de cualquier Concilio, sobre la Tradición, está
privado de sentido lógico, antes que teológico. Ningún Concilio, ni Trento ni el Vaticano
I, es superior a la Tradición. La Tradición debe ser aceptada en su totalidad, pero no
tiene sentido la exigencia de aceptar un Concilio en bloque, transformando el evento
histórico en un dogma infalible.

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18. Qué significa “Magisterio universal”
Constituiría un grave error reducir la infalibilidad de la Iglesia al Magisterio
extraordinario del Romano Pontífice, unido o no a los obispos. También el Magisterio
ordinario tiene su infalibilidad en determinadas condiciones. A la Iglesia no le está
garantizada la infalibilidad de cada acto de su Magisterio, pero ella no puede equivocarse
cuando reitera y confirma una misma enseñanza con continuidad a lo largo del tiempo.
Sin embargo, quien sustente que todos los documentos finales de un Concilio,
considerados en su conjunto, gozan de aquella infalibilidad que es asegurada por el
Espíritu de verdad al Magisterio ordinario de la Iglesia, se demuestra incapaz de
distinguir la infalibilidad del Magisterio ordinario de aquella del Magisterio
extraordinario: porque el Magisterio extraordinario de la Iglesia ejercido únicamente por
el Papa o en unión con los obispos, es infalible aunque en su naturaleza episódica; el
ordinario, por el contrario, es infalible solo en su continuidad, no en el sentido que la
continuidad en el tiempo sea en sí la causa de la infalibilidad, sino porque esta enseñanza
constante y coherente certifica y explicita la existencia de una verdad presente en el
depósito de la fe. El cardenal Bertone lo ha explicado en su claro artículo de 1996: el
Magisterio puede enseñar una doctrina como definitiva con un acto definitorio del Papa
o de un Concilio, o con un acto no definitorio del Magisterio ordinario, con la condición
de que esta doctrina sea “constantemente conservada y sostenida por la Tradición y
transmitida por el Magisterio ordinario y universal”[333].
Así, a propósito de la Corredención de María Santísima, el padre José de Aldama
escribe: “Aunque el Magisterio ordinario del Pontífice Romano no sea de suyo infalible,
sin embargo si se enseña constantemente y durante un largo período de tiempo cierta
doctrina a toda la Iglesia, como ocurre en nuestro caso [el de la Corredención], se debe
absolutamente admitir su infalibilidad; caso contrario, la Iglesia induciría a error”[334].
Por lo tanto, según el padre de Aldama, la Corredención de la Virgen María es una
doctrina ya infaliblemente enseñada por la Iglesia, aunque todavía no haya sido objeto de
ningún pronunciamiento extraordinario, pontificio o universal.
A la enseñanza indicada por el padre de Aldama se puede agregar lo definido por la
encíclica Humanae Vitae de Paulo VI[335] o por la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis
de Juan Pablo II, que confirma la invalidez de la ordenación sacerdotal de mujeres.
Respondiendo a un pedido de esclarecimiento, la Congregación para la Doctrina de la
Fe, con un documento del 28 de octubre de 1995, ha sancionado de hecho la doctrina
según la cual la Iglesia no tiene la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las
mujeres, contenida en la Ordinatio Sacerdotalis de Juan Pablo II, que debe ser
considerada como “perteneciente al depósito de la fe”[336]. “Esta doctrina –se lee en el
documento vaticano– exige un asentimiento definitivo porque, fundada en la Palabra de
Dios escrita y constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia desde
el inicio, ha sido propuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal”[337].
En estos casos nos encontramos frente a la infalibilidad del Magisterio ordinario

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debido a la continuidad secular de una misma enseñanza. El fundamento doctrinal de
este título de infalibilidad es el indicado por el padre de Aldama: si en una larga e
ininterrumpida serie de documentos ordinarios sobre un mismo punto los Papas y la
Iglesia universal pudieran engañarse, las puertas del infierno habrían prevalecido contra
la Esposa de Cristo. Ella se habría transformado en maestra del error, de cuya peligrosa
influencia los fieles no tendrían modo de huir.
En este sentido Juan Pablo II afirma que “el Magisterio ordinario universal puede
ser en verdad considerado como la expresión usual de la infalibilidad de la Iglesia”[338] y
la Carta Apostólica Ad Tuendam Fidem, en forma de el Motu propio, de la Congregación
para la Doctrina de la Fe del 18 de mayo de 1998[339], reitera que una doctrina debe
entenderse como propuesta infaliblemente cuando, a pesar de no existir una forma
solemne de definición, “esta doctrina perteneciente al patrimonio del depositum fidei es
enseñada por el magisterio ordinario y universal” (nº 2). Magisterio ordinario universal
que, como explica la Congregación para la Doctrina de la Fe, para ser considerado
infalible debe ser “entendido en el sentido diacrónico y no sólo necesariamente
sincrónico”[340]. Por esto, escribe el cardenal Bertone, “en la Encíclica Veritatis Splendor,
Evangelium Vitae y en la propia Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis, el Romano
Pontífice ha querido, aunque no en forma solemne, confirmar y reafirmar doctrinas que
pertenecen a la enseñanza del Magisterio ordinario y universal, y que por tanto deben
ser mantenidas de modo definitivo y claro”. “Ello significa –explica aún– que el
consenso moralmente unánime abarca todas las épocas de la Iglesia, y sólo si se
escucha a esta totalidad se mantiene en la fidelidad de los Apóstoles”[341], citando a este
respecto al cardenal Ratzinger: “Si en cualquier parte se formara una ‘mayoría’ contra
la fe de la Iglesia de otros tiempos, esa no sería en absoluto mayoría”[342].
El término “universal” debe entenderse por tanto en toda su extensión, no sólo en el
espacio, sino sobre todo en el tiempo, como continuidad con la Tradición. El Magisterio
no puede ser considerado universal no solo cuando está circunscripto en el espacio sino
también cuando es episódico en el tiempo. Católico, es decir universal, no es lo que en
un momento dado en “todos los lugares” es por todos creído, como puede acontecer en
un Concilio, sino lo que siempre y en todo lugar es creído por todos. “Siempre” significa
sin interrupciones, sin equívocos, sin contradicciones. “Católico, o sea universal –
explica mons. Gherardini–, es por tanto objeto de un consenso substancialmente idéntico
en todos los confines de la tierra, sin solución alguna de continuidad, por parte de los
cristianos de ayer, hoy y mañana”[343].
Es éste el concepto de universalidad que san Vicente de Lérins presenta como un
criterio seguro y normativo para distinguir la verdad de la fe católica en una época de
errores y de herejías, al escribir:
“En la misma Iglesia católica es necesario tener el mayor cuidado en considerar lo que es
creído en todas partes, siempre y por todos: en su significado verdadero y propio, de hecho católico,
así como lo indica el mismo nombre y la etimología del término, expresa aquello que encierra la idea
de universalidad. Pero esto ocurrirá si seguimos la universalidad, si confesamos como única
verdadera fe aquella que la Iglesia entera profesa en todo el mundo; la antigüedad, si no nos

86
desviamos en algún punto de los sentimientos manifiestamente proclamados por nuestros santos
predecesores y Padres; el consenso general, finalmente, si, al interior de esta antigüedad, hacemos
nuestras las definiciones y las doctrinas de todos, o casi todos los obispos y los maestros”[344].

Recordando las palabras de san Pablo: “Si aún cuando nosotros mismos o un ángel
del cielo os predicase un Evangelio distinto de aquel que os hemos predicado, sea
anatema” (Gal. 1, 8), el santo de Lérins explica que esto que san Pablo coloca en posible
contraposición es la objetiva autoridad del Evangelio de Cristo con aquella de sus
predicadores e intérpretes, y comenta: “Pero, ¿por qué dice si aún cuando nosotros
mismos y no si aún cuando yo mismo? Porque quiso decir que aunque Pedro o Andrés o
Juan o el colegio entero de los apóstoles os predicase un evangelio diverso de aquel que
os hemos predicado, sea anatema. ¡Qué rigor tremendo! Para afirmar la fidelidad a la
fe primitiva no se excluyó ni a sí mismo ni a los otros apóstoles”[345]. La posibilidad de la
infidelidad a la Tradición de una asamblea de obispos, aunque rara, no está aquí
excluida.
“La Iglesia –escribe a su vez el padre Melchor Cano– es la misma y conserva la
misma fe que los Apóstoles divulgaron en toda la tierra; y la universalidad de la Fe
actual debe, sin duda, ser referida a la universalidad que ha existido en la Iglesia en los
tiempos pasado, hasta aquella que los Apóstoles extendieron a todo el orbe...”[346]. Por
esto en el juramento antimodernista de san Pío X se profesa: “Acepto sinceramente la
doctrina de la fe transmitida hasta nosotros desde los Apóstoles por medio de los Padres
ortodoxos, en el mismo sentido y siempre con el mismo contenido”[347].

87
19. ¿Novedad o progreso en la doctrina?
El Magisterio de la Iglesia, aun en la forma suprema representada por los Concilios
aprobados por los Papas, no pude introducir “novedad”, porque no es ni inventivo ni
fantasioso: debe atenerse a la Escritura y a la Tradición y debe demostrar hacerlo si no
deseara perder su autoridad. El Concilio Vaticano I[348] ha establecido que la Iglesia no
puede agregar ningún elemento a la doctrina cristiana, porque la Revelación que
constituye el objeto de la fe católica está cerrada después de la muerte del último
Apóstol, y el decreto Lamentabili de san Pío X ha condenado toda forma de evolución y
novedad del dogma[349]. Por esto, san Irineo afirma: “siendo una y la misma fe, ni el que
es capaz de hablar mucho sobre ella la aumentará en nada, ni el que es capaz de hablar
poco la disminuirá”[350]. Vicente de Lérins explica que puede haber progreso, no en la
doctrina, sino en su conocimiento. Un dogma puede ser mejor conocido en extensión, en
claridad y en certeza, pero nada puede serle añadido. El progreso, escribe san Vicente en
el Commonitorium, es “en inteligencia, en ciencia y en sabiduría”, conservando el
mismo dogma (in eodem dogmate), el mismo sentido (in eodem sensu), la misma
sentencia (in eadem sentencia)[351]. Se trata de exponer más claramente aquello que antes
era indeterminado e incompleto; de reforzar aquello que ya era determinado y definitivo.
Pío XII en la Encíclica Humani generis lo confirma, afirmando que “es evidentemente
falso el método que trata de explicar lo claro con lo obscuro; antes bien, es menester
que todos sigan el orden inverso”[352].
El teólogo dominico Francisco Marín–Sola ha ilustrado la condición del progreso
teológico, pero eso no es novedad ni cambio, porque nada puede ser adicionado al
depósito de la fe[353]. El progreso consiste en el pasaje de lo implícito a lo explícito, como
se advierte en los trabajos que han precedido la definición del dogma de la Inmaculada
Concepción o de la Asunción en cuerpo y alma de la Santísima Virgen María. Cada vez
que la Iglesia ha explicitado de forma nueva verdades contenidas en el patrimonio de la
fe, ha querido en primer lugar mostrar cómo ellas no eran novedad, sino verdades
objetivas provenientes de la Tradición.

88
20. El Concilio Vaticano II y sus problemas
El Magisterio del Vaticano II es magisterio ordinario, auténtico, supremo, y como
tal merece todo nuestro respeto y nuestra atención, pero no es magisterio infalible, no
porque el Magisterio ordinario no pueda ser infalible, sino porque él es infalible sólo
cuando confirma verdades, no cuando introduce novedades pastorales o doctrinales.
La infalibilidad puede también estar presente fuera de las definiciones dogmáticas,
pero puede ser deducida por el criterio de la Tradición. El Magisterio de un Concilio que
no contenga definiciones dogmáticas puede ser infalible o en todo caso enseñar una
doctrina calificable con la nota teológica de “doctrina católica”[354], sólo bajo la condición
de que exista una conformidad de dicha doctrina con la Tradición de la Iglesia, que sigue
siendo el punto de referencia último. La adhesión “con religioso obsequio de la voluntad
y del intelecto a la doctrina que el Romano Pontífice o el Colegio de Obispos
propusieron cuando ejercieron su Magisterio auténtico, aunque no deseen proclamarlo
con un acto definitivo”, previsto en el nº 5 de la Donum Veritatis y en el nº 2 de la Ad
Tuendam Fidem, presupone siempre la continuidad de estos documentos con la
Tradición.
Lo que se debería hacer, y no ha sido hecho, con los más discutidos documentos del
Concilio, es precisamente esto: mostrar la conformidad con la Tradición. No basta
simplemente afirmarlo. El punto de partida debe ser la verdad de fe implícita, creída en
la Iglesia, pero todavía no definida; el punto de llegada será la explicitación y la
definición de la verdad y la condena de los errores a ella opuestos. Por este motivo el
progreso en el conocimiento del dogma se cumple especialmente en la lucha contra los
errores y las herejías que Dios permite, con el objeto de dar mayor relieve a la verdad.
Las herejías trinitarias forzaron una definición teológica de la relación entre las
personas de la Santísima Trinidad; las cristólogicas a esclarecer la relación entre la
naturaleza humana y la divina de Cristo; las antropológicas a precisar el nexo entre la
gracia y la libertad del hombre; y así por delante. Así sucedió con el Concilio de Trento
que, para combatir la concepción protestante de la Misa, afirmó el dogma de la
transustanciación, verdad no añadida al patrimonio de la fe, pero explicitada y aclarada
contra la herejía. El Magisterio de la Iglesia define y declara aquello que antes era creído
implícitamente e in radice, pero no agrega nada y nada innova.
En el Concilio Vaticano II hemos asistido al proceso opuesto: la transición de lo
explícito a lo implícito, de lo determinado a lo indeterminado, de lo claro a lo confuso.
Por esto resulta necesaria su interpretación y nace el problema hermenéutico. Si es
verdad que en todo momento la doctrina católica queda expuesta a precisiones más
explícitas y pertinentes, lo que los católicos fieles están pidiendo, después del Vaticano
II, es precisar de manera clara y neta aquello que a ellos les parece equívoco y confuso y
por eso fuente de errores de fe y de moral.
El Concilio Vaticano II, sin embargo, no sólo nunca se ha presentado como
dogmático, sino que siempre se ha autocalificado, y ha sido calificado por los Pontífices,

89
como Concilio “pastoral”.
Entre lo pastoral y lo dogmático no existe y no debe existir una contraposición,
como si el Concilio de Nicea, Trento o Vaticano I fueran puramente dogmáticos y no
pastorales. ¿Qué ha querido decir entonces el Vaticano II cuando se autodefinió así? Ni
más ni menos que aquello que proclamó Juan XXIII en su alocución inaugural Gaudet
Mater Ecclesiae del 11 de octubre de 1962[355]. El Concilio había sido convocado no para
condenar errores o enunciar nuevos dogmas, sino para proponer, con un nuevo lenguaje,
“la verdad que está contenida en nuestra veneranda doctrina”. Ello era teóricamente
legítimo y fue por esto que muchos conservadores adhirieron con entusiasmo a la
iniciativa del Pontífice. El Concilio parecía entonces como una extraordinaria
oportunidad de renovar la Iglesia. Lo que en realidad ocurrió es que el “primado” juvenil
de la pastoral fue interpretado de manera análoga a la categoría marxista del “primado de
la praxis”. La dimensión pastoral, de suyo accidental y secundaria respecto a la doctrinal,
se convirtió en prioritaria, operando una revolución, antes que en el contenido, en el
estilo, en el lenguaje, en la mentalidad[356]. Lo cual se manifiesta en la redacción de
documentos ambiguos y ambivalentes que pueden ser leídos sea en continuidad o en
discontinuidad con la Tradición. Incluso quien acepta o propone la “hermenéutica de la
continuidad”, o sea sostiene la posibilidad o la necesidad de leer los documentos del
Concilio a la luz de la Tradición, debe admitir sin embargo que la ambigüedad
hermenéutica no constituye un valor sino un límite de los documentos conciliares. Y la
existencia de una ambigüedad hermenéutica está probada por las discusiones en
curso[357]. Como afirma un antiguo refrán: in claris non fit interpretatio.

90
21. El Concilio a la luz de la Tradición
La hermenéutica de la continuidad puede ser entendida de un solo modo: el de leer
los documentos del Concilio a la luz del precedente Magisterio de la Iglesia, a través de
un método preciso: allí donde se encuentre ambigüedad, incertidumbres, puntos de
contradicción, asumir como punto de referencia la Tradición[358].
Los documentos promulgados por la suprema autoridad eclesiástica no tienen de
hecho, desde el punto de vista teológico, el mismo valor. Si Benedicto XVI expresa
algunas opiniones, como sucedió en el libro Gesú di Nazareth o Luce del mondo[359], es
evidente que tales opiniones merecen ser acogidas con el máximo respeto, porque quien
habla es, por cierto, el Vicario de Cristo. Pero desde el momento en que Él mismo
atribuye a esta afirmación el valor de simple opinión personal, es sin embargo evidente
que entre esa y la definición de un dogma existe una gradación de autoridad que no
compromete, al mismo nivel, el asentimiento religioso de los fieles.
El Concilio Vaticano II, como reunión solemne de obispos unidos al Papa, ha
propuesto enseñanzas auténticas no por cierto privadas de autoridad. Su Magisterio es
competente y supremo. Pero sólo quien ignora la teología –y está privado también del
sentido común más elemental– puede atribuir un grado de “infalibilidad” a todas sus
enseñanzas[360].
La afirmación según la cual el Concilio Vaticano II debe entenderse en continuidad
con el Magisterio de la Iglesia presupone de hecho la existencia en los documentos
conciliares de pasajes dudosos o ambiguos, que necesitan de una interpretación. Para
Benedicto XVI el criterio de interpretación de los pasajes dudosos no puede sino ser la
Tradición de la Iglesia, como él mismo ha reiterado en numerosas ocasiones. Si se
quisiera revertir el método y afirmar que la continuidad se debe leer asumiendo como
punto de referencia no la Tradición, sino el Concilio: si se quisiera así leer la Tradición a
la luz del Concilio y no viceversa, se debería atribuir al Concilio este valor de
infalibilidad, que nunca ningún texto del Concilio tiene en sí, y sería necesario buscar la
infalibilidad del Concilio en el evento mismo, en su espíritu, en el impalpable carisma
que anima los textos sin traducirse en fórmulas definitorias. Pero esta es exactamente la
posición que Benedicto XVI ha condenado en su discurso a la Curia del 20 de diciembre
de 2005, criticando la hermenéutica de la discontinuidad, propia del primado que ella
atribuye al espíritu sobre los textos.
No hay necesidad de ciencia teológica para comprender que, en el desafortunado
caso de contradicción –verdadera o aparente– entre el “Magisterio viviente” y la
Tradición, el primado no puede sino ser atribuido a la Tradición, por un simple motivo:
la Tradición, que es el Magisterio “viviente” considerado en su universalidad y
continuidad, es de suyo infalible, mientras el llamado Magisterio “viviente”, entendido
como la predicación actual de la jerarquía eclesiástica, lo es sólo en determinadas
condiciones. Por esto Scheeben afirma que “los documentos de la tradición eclesiástica
del pasado se convierten en una regla independiente sólo cuando se oponen a la prédica

91
eclesiástica actual; puesto que existiendo antes que esta última, le sirven de medida”[361].
Scheeben agrega que en estos casos se puede concebir también una especie de regula
fidei e incluso de “regla viviente”, que tiene una suerte de independencia relativa y de
prioridad lógica frente a la autoridad docente, sobre todo frente a las decisiones jurídicas
de la Iglesia: “Queremos hablar del sentimiento unánime de los fieles y de los doctores,
puesto que esto es el eco de una prédica eclesiástica anterior, en la cual el testimonio
del Espíritu Santo actuó en toda la Iglesia. Pero esta regla no es ella misma la ley
dogmática, ni la promulgación de esta ley; ella da testimonio solamente de su existencia
anterior y su origen divino”[362].
La Tradición, de hecho, que constituye, con la Sagrada Escritura, una de las dos
fuentes de la Palabra de Dios, es siempre divinamente asistida; el Magisterio lo es sólo
cuando se expresa de un modo extraordinario, o cuando, en forma ordinaria, enseña con
continuidad en el tiempo una verdad de fe y de moral. El hecho de que el Magisterio
ordinario no pueda enseñar constantemente una verdad contraria a la fe, no excluye que
ese mismo Magisterio pueda caer per accidens en error, cuando la enseñanza está
circunscripta en el espacio y en el tiempo y no se expresa de una manera extraordinaria.
La existencia de una discrepancia entre la Tradición y la prédica actual de los hombres
de la Iglesia puede ser probada precisamente por la existencia de controversias y por la
falta de consentimiento y de aceptación por parte de la sanior pars del pueblo fiel.
La “hermenéutica de la continuidad” referida por Benedicto XVI, por tanto, no
puede ser entendida sino como una interpretación del Concilio Vaticano II a la luz de la
tradición o a la luz de la enseñanza divino–apostólica que perdura en todos los tiempos y
nunca se interrumpe. En la Iglesia, de hecho, la “regla de fe” no es ni el Concilio
Vaticano II, ni el Magisterio vivo contemporáneo, en aquello que tiene de no definitorio,
sino el Magisterio perenne, que constituye, con las Sagradas Escrituras, una de las dos
fuentes de la Palabra de Dios. Las Sagradas Escrituras gozan de la inerrancia, la
Tradición se beneficia de la especial asistencia sobrenatural del Espíritu Santo[363]. Si se
admitiese, por el contrario, que el Vaticano II fuese el criterio hermenéutico para releer
la Tradición, sería necesario atribuir, paradójicamente, fuerza interpretativa a aquello que
tiene necesidad de ser interpretado. O se retiene que las doctrinas del Concilio no
reconducibles a precedentes definiciones no son infalibles ni irreformables, y por lo
tanto tampoco vinculantes, o si no se asigna al Concilio una autoridad tal que
obscurecerá los otros veinte precedentes sentados por la Iglesia, abrogándolos o
substituyéndolos a todos.

92
22. Apología de la Tradición
La Tradición siempre fue odiada por los enemigos externos e internos de la Iglesia,
porque ella es la regla suprema de la fe católica: regla que mide y no es medida, fundada
sobre las Palabras mismas de Jesucristo comunicadas a su Cuerpo Místico, de
generación en generación, gracias al influjo del Espíritu Santo; norma de fe
infaliblemente enseñada por el Papa y por los Pastores a él unidos e infaliblemente
creída por el pueblo fiel.
Que nadie diga que con esta apología de la Tradición corremos el riesgo de
favorecer una anarquía interpretativa. La confusión y la anarquía ya reinan
lamentablemente en la Iglesia y es exactamente en la esperanza de ofrecer una
contribución para salir de la confusión que hemos escrito estas páginas. Sabemos
perfectamente que sólo una voz suprema y solemne puede poner fin al proceso de
autodemolición en curso: la del Romano Pontífice, el único al cual le ha sido garantizada
la posibilidad de definir la Palabra de Cristo, tornándose portavoz infalible de la
Tradición[364]. El campo en el cual el Supremo Pontífice puede ejercitar su infalibilidad es
vastísimo, porque abarca todas las cuestiones teológicas y morales, sin excepción. De la
moral también forma parte la doctrina política de la Iglesia sobre la sociedad, porque,
como enseña Pío XII, “de la forma dada a la sociedad, conforme o no a la ley divina,
depende y se infiltra el bien o el mal en las almas”[365].
Nadie podría tener la audacia de hacer frente al Vicario de Cristo cuando ejerce su
autoridad. La infalibilidad de su Magisterio, conjuntamente con su Primado universal de
gobierno, constituye el fundamento sobre el cual Jesucristo ha instituido su Iglesia y
sobre la cual ella permanecerá firme, por promesa divina, hasta el fin de los tiempos.
Pero el Papa debe hacerlo atendiendo las condiciones del Concilio Vaticano I, de manera
solemne y definitoria, obligando a los fieles a creer cuanto esclarece o define en el
campo de la fe o de la moral. Ningún equívoco hermenéutico o de otra naturaleza será
entonces posible.
Un nuevo Syllabus, o una nueva Professio fidei, correlata con la condena de los
errores corrientes, parece hoy cada vez más necesario y urgente. Pero esto no basta. Es
necesario que el Supremo Pastor ejerza con toda fuerza y amplitud no sólo el poder del
Magisterio, sino también el poder de gobierno, que supone su Primado de jurisdicción.
El Papa tiene un poder de gobierno supremo, porque nadie es igual a él en la Iglesia;
pleno, o sea jurídicamente ilimitado en su extensión in rebus fidei et morum; universal,
en cuanto extendido personalmente sobre todos y cada uno de los Obispos y sobre todos
y cada uno de los fieles; inmediato, porque él puede ejercer su derecho de intervenir en
todos los campos, sobre cualquier persona y en cualquier momento[366]. Su potestas
eclesiástica debe ser ejercida, además de con el Magisterio, a través de la aplicación de
sanciones penales contra todos aquellos que rechazan la Tradición y ponen en discusión
la Verdad revelada, como lo hicieron, entre tantos, sus santos predecesores, Pío V, Pío
IX y Pío X.

93
Como simples fieles, miembros del Cuerpo Místico nos dirigimos al Pastor de los
Pastores hoy reinante para pedirle que “no huya delante de los lobos”[367] y que nos
confirme en la fe, cumpliendo plenamente su misión. Sólo el Papa, Vicario de Cristo,
puede hacerlo, y nosotros le renovamos nuestra veneración, convencidos de que a Él, y
solo a Él fueron confiadas las Llaves de Pedro, capaces de atar y desatar en el cielo y en
la tierra (Mt., 16, 18–20). Nadie podrá distanciarnos de esta roca sobre la cual está
edificada la Iglesia y sobre la cual en vano rompen las olas.
Sin embargo, aun cuando el Vicario de Cristo callara, el Espíritu Santo nunca
cesaría de asistir, siquiera por un momento, a su Iglesia, en la cual, incluso en tiempos de
defección de la fe, una porción, aunque exigua, de pastores y de fieles continuará
siempre conservando y transmitiendo la Tradición. Para ellos, el modelo es la Santísima
Virgen María, quien mantuvo la fe, sola, el sábado que precedió a la Resurrección[368]. Su
corazón fue, desde entonces, el cofre de la Tradición de la Iglesia[369]. En las épocas de
crisis, la Sagrada Tradición permanece la infalible regla de la fe, el criterio para discernir
lo que es católico de lo que no lo es, la luz que ilumina la Iglesia, haciendo resplandecer
en ella las notas que nunca se marchitan y que la hacen inextinguiblemente una, santa,
católica, apostólica y romana.
La Tradición católica vive en la unidad infrangible de la Iglesia, que es la fidelidad
a su lex credendi y orandi, sin nunca ceder de ella ni siquiera una iota, vive en la
santidad de la Gracia rociada desde el canal de los Sacramentos y de la correspondencia
a ella de todos aquellos que conforman sus vidas a las palabras del Evangelio; vive en la
catolicidad, que es la Palabra universal dirigida por la Iglesia a todos los hombres de la
tierra, e incesantemente difundida por aquellos que creen en el exclusivo valor salvífico
de esta Verdad; vive en la apostolicidad, que es la presencia visible sobre la tierra de los
sucesores de los Apóstoles, con su poder de orden y de jurisdicción que no cambia y del
cual toda otra iglesia está privada.
Una, santa, católica y apostólica, la Iglesia católica es hoy más que nunca romana,
porque la romanidad no es sino su Tradición, vivida en el espacio y en el tiempo; y es
militante, porque Ella combate sobre la tierra, antes de sufrir en el Purgatorio y triunfar
en el Paraíso: formada por soldados que, según la enseñanza de san Pablo (1 Cor. 9, 26),
hacen de ella la regla de su vida terrena. Soldados fieles de la Iglesia militante, sólo
deseamos levantar la bandera de la Tradición católica, de la cual somos también indignos
portadores, pero seguros del triunfo, en el tiempo y en la eternidad.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN
PREFACIO PARA LA EDICIÓN BRASILERA
CAPÍTULO I: LA IGLESIA MILITANTE EN LAS HORAS
MÁS DIFÍCILES DE SU HISTORIA
1. La era de las persecuciones
2. La crisis arriana del siglo IV
3. Sombras y luces de los primeros Concilios
4. “Error cui no resistitur approbatur”
5. “Cuando la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”
6. La crisis de Avignon y el “Gran cisma de Occidente”
7. Los Concilios del siglo XV
8. Del humanismo al protestantismo
9. La reforma fracasada de Adriano VI
10. Del Concilio de Trento a la Revolución francesa
11. Del beato Pío IX a san Pío X
12. La roca de Pedro supera todas las tempestades
CAPÍTULO II: LA REGULA FIDEI DE LA IGLESIA
EN LAS ÉPOCAS DE CRISIS DE LA FE
1. Benedicto XVI y la hermenéutica de la continuidad
2. El método de los “lugares teológicos”
3. El primado de la Sagrada Tradición
4. La Iglesia y su espíritu de Verdad
5. Ausencia del Magisterio en los lugares teológicos
6. ¿Qué es la Tradición?
7. La Tradición y la Iglesia
8. La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo
9. El poder del Magisterio
10. Tradición y Magisterio
11. El criterio de la Tradición
12. Iglesia docente e Iglesia discente
13. La infalibilidad activa y pasiva de la Iglesia
14. El sentido cristiano de la fe
15. Sensus fidei y Tradición
16. Sensus fidei y resistencia a la autoridad eclesiástica
17. ¿Infalibilidad de los Concilios?
18. Qué significa “Magisterio universal”
19. ¿Novedad o progreso en la doctrina?

95
20. El Concilio Vaticano II y sus problemas
21. El Concilio a la luz de la Tradición
22. Apología de la Tradición

[1]
BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana del 20 de diciembre de 2010, in
http://www.vatican.va/holy_fahter/benedict_xvi/speeches/2010/december/documents/hf_ben–xvi_spe_20101220_
curia–auguri_it.html
[2]
El mismo Cardenal JOSEPH RATZINGER dijo de la Iglesia que se “dilacera a sí misma”, in La Mia Vita, San Paolo,
Cinisello Balsamo 1997, pp. 110–113
[3]
Ver, por ejemplo, PAOLO VI, Conversazione con gli Alumni del Pontificio Seminario Lombardo del 7 de
diciembre de 1968, in Insegnamenti, VI, p. 1188 (pp. 1187–1189) y JUAN PAULO II, Discorso a Religiosi e
Sacerdoti, del 6 de febrero de 1981, in Insegnamenti, IV (1981), p. 235 (pp. 233–237).
[4]
BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005, in AAS, 98 /2006), pp. 40–53.
[5]
Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta, Lindau, Turín, 2010. Para una reflexión teológica y filosófica
sobre el Concilio Vaticano II, ver también la obra de ROMANO AMERIO , Iota unum, Turín, 2009; Mons. BRUNERO
GHERARDINI, Il Concilio Vaticano II un Discorso da Fare, Casa Mariana, Frigento 2009 e ídem, Un Concilio
Mancato, Lindau, Turín, 2011.
[6]
Mons. HUBERT JEDIN, Introduzione alla Storia Della Chiesa, tr. it. Morcelliana, Bréscia, 1973, p. 42.
[7]
JOSEPH HERGENRÖTHER, Storia Universale Della Chiesa, cuarta edición, editada por Mons. JOHAN PETER KIRSCH
(4 vols., 1911–1917), editada por Mons. JOHANN PETER KIRSCH, primera traducción italiana del P. Enrico Rosa,
S.J., 7 vols., Librería Editrice Fiorentina, Florencia, 1907–1911.
[8]
Joseph Hergenrother nació en Wurzburg el 15 de septiembre de 1824 y murió en el monasterio cisterciense de
Mehrerau (Bregenz, Austria) el 3 de octubre de 1890. Después de haber estudiado en Roma y en Munich, fue
profesor de Historia Eclesiástica y Derecho Canónico en Wurzburg. Pío IX lo invitó a Roma en 1867 para asumir
el cargo de Consultor en la preparación del Concilio Vaticano I y León XII, en reconocimiento a sus méritos, lo
nombró Cardenal en 1879 elevándolo al cargo de Prefecto del Archivo Pontificio, institución que él abrió a todos
los estudiosos. Su obra magna es Handbuch der allgemeinen Kirchengeschichte, escrita después del Concilio
Vaticano I y ampliada más de una vez hasta la edición a carto de J. P. KIRSCH, op. cit., que agrega un suplemento y
un índice, ampliando los hechos hasta la elección de Pío XI (1923). Respecto a él, cfr. la opinión de CELESTINO
TESTORE, in. EC, VI, col. 1415–1416.
[9]
LUDWIG VON PASTOR, Storia dei Pai dalla fine del Medioevo, 16 vol., Desclée & C., Roma 1926–1963.
[10]
El barón Ludwig von Pastor nació en Aachen el 31 de enero de 1854 y murió en Innsbruck el 30 de septiembre
de 1928. Enseñó historia en la Universidad de Innsruck (1881–1900), fue Director del Instituto Histórico
Austríaco en Roma (1901–1915 y 1921–1928) y Ministro Plenipotenciario de Austria ante la Santa Sede (1921–
1928). En 1886 publicó el primer volumen de su Geschichte der Päpste seit dem Ausgang des Mittelalters, que
totalizó dieciséis volúmenes en veintidós tomos. La versión italiana, comenzada por C. Benedetti (1890–1896) fue
continuada por Mons. Ángelo Mercati y más tarde por Mons. Pío Cenci (Roma 1910–1934). Sobre él, cfr. la
opinión de FRANCESCO COGNASSO, in EC, I X, col. 925–928.
[11]
Cfr. GIACOMO MARTINA, L’apertura dell Archivio Vaticano: il significato di un centenario, in “Archivum
Historiae Pontificiae”, 19 (1981), p. 260.
[12]
HERGENROTHER, I, p. 8.
[13]
Mons. PIO CENCI, Cenni Biografici del Barone Ludwig von Pastor, in PASTOR, I, p. XXIII.
[14]
LEÓN XIII, Encíclica Depuis le Jour, a los Obispos y al Clero de Francia, del 8 de septiembre de 1899, in
Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, I, pp. 481–482 (texto integral in ASS, 32, 1899, pp. 193–219). El programa de
investigación histórica integral de León XIII está contenido en la carta Saepenumero Considerantes del 18 de
agosto de 1883 (in ASS, 16 –1883/1884– pp. 49–57), enviada a los Cardenales Antonino de Luca, Giovanni
Batista Pitra y Joseph Hergenröther.
[15]
Ver, por ejemplo, el siempre válido Dizionario di Teologia Dommatica per Laici, de Mons. PIETRO PARENTE
(después Cardenal) y ANTONIO POLANTI, Studium, Roma, 1943.

96
[16]
Discurso del 4 de mayo de 1902 a los representantes de los institutos históricos extranjeros en Roma,
recordado por el Cardenal RAFFAELE FARINA, in Leone XIII e la Biblioteca Apostolica Vaticana, in Leone XIII e gli
Studi Storici, Atti del Congresso Internazionale Commemorativo (Ciudad del Vaticano, 30–31 de octubre de
2003), a los cuidados de COSIMO SEMERARO, Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2004, p. 107.
[17]
ARNOLD ESCH, León XIII, L´apertura dell'Archivio Segreto Vaticano e la storiografia, in Leone XIII e gli studi
storici, p. 31.

[18]
El libro original en italiano fue editado en noviembre de 2012; el presente prefacio fue escrito por Roberto de
Mattei para la versión en portugués de la Editorial Ambientes & Costumes, San Pablo, Brasil, editada en
noviembre de 2013; en él el autor analiza el discurso pronunciado por Benedicto XVI al Clero de Roma el 14 de
febrero de 2013, tres días después del anuncio de su renuncia. Lo trascribimos acá tal cual, pues entendemos que
tiene un valor no restringido a nuestro país hermano, sino de carácter general (N. del T.).
[19]
ROBERTO DE MATTEI, O Concílio Vaticano II – Uma História Nunca Escrita, Ambientes & Costumes, San
Pablo, Brasil, 2013.
[20]
BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005, in AAS, 98 (2006), pp. 40–53.
[21]
http://w2.vatican.va/content/benedict– xvi/es/speeches/2013/february/documents/
hf_ben–xvi_spe_ 20130214_clero–roma.html
[22]
Cfr. MARCO VERGOTTINI, Contro la mitizzazione del concilio: paraconcilio, metaconcilio e anticoncilio, in
“Teologia”, 3, (2012), pp. 450–478.
[23]
HENRI DE LUBAC, Les églises particulières dans l´Église universelle, Aubier Montaigne, Paris 1971, p. 21. Cfr.
la entrevista del P. de Lubac a Mons. Angelo Scola in Viaggio nel postconcilio, Milán, 1985, pp. 32–47. Cfr.
Marco Vergottini, Contro la mitizzazione del concilio: paraconcilio, metaconcilio e anticoncilio, in “Teologia”, 3
(2012), pp. 450–478.
[24]
PHILIPPE DELHAYE, La scienza del bene e del male, La morale del Vaticano II e il “meta concilio”, tr. it. Ares,
Milán, 1981.
[25]
JOSEF RATZINGER, Rapporto sulla fede, tr. it. Paoline, Cinisello Balsamo 1985.
[26]
Para una evaluación teológica del Vaticano II, cfr. Mons. BRUNERO GHERARDINI, Il Concilio Vaticano II un
discorso da fare, Casa Mariana, Frigento 2009, Concilio ecumenico Vaticano II; Il discorso mancato, Lindau,
Turín, 2011; Vaticano II, Alle radici di un equivoco, Lindau, Turin 2012; abbé JEAN-MICHEL-GLEIZE, Vatican II en
débat, Questión disputées autour du 21º Concile Oecuménique, Courrier de Rome, Versalles, 2012; ARNALDO
XAVIER DA SILVEIRA, Della qualificazione teologica estrinseca del Vaticano II,
http://www.conciliovaticanosecondo.it/articoli/della–qualificazione–teologica–estrinseca–del–vaticano–ii/
[27]
WALTER BRANDMÜLLER, Il Vaticano II nel contesto della storia conciliare, in Aa. Vv., Le “chiavi” di Benedetto
XVI per interpretare il Vaticano II, Cantagalli, Siena, 2012, pp. 54–55.
[28]
Cfr. al respecto Enrico Maria Radaelli, Il domani –terribile o radioso– del dogma, Edizione pro manuscripto,
Aurea Domus, Milán, 2013.
[29]
Sobre la “pastoral” como nota característica del Concilio Vaticano II, cfr. GIUSEPPE ALBERIGO , Transizione
epocale. Studi sul Concilio Vaticano II, Il Mulino, Boloña 2009, pp. 578–580, 774–779.
[30]
ALESSANDRO GNOCCHI Y MARIO PALMARO, La Bella Addormentata, Perché dopo il Vaticano II la Chiesa è
entrata in crisi. Perché si risveglierà, Vallecchi, Florencia 2011.
[31]
JOHN O´MALLEY, Che cosa è sucesso nel Vaticano II, tr. it. Vita e Pensiero, Milán 2010, pp. 45–54.
[32]
Ídem, p. 51.
[33]
GIUSEPPE RUGGIERI, Ritrovare il concilio, Einaudi, Turín, 2012, p. 26.
[34]
ALBERTO MELLONI, L´estasi pastorale di papa Francesco disseminata di riferimenti teologici, in “Corrieri della

97
Sera”, 29 de marzo de 2013.
[35]
Jn. 14, 6
[36]
Cfr. R. DE MATTEI, Vicario di Cristo. Il primato di Pietro tra normalità ed eccezione, Fede e Cultura, Verona
2013, pp. 136–137.
[37]
SANTA TERESA DE JESÚS, Poesía, 9.
[38]
PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA, Nobleza y Élites Tradicionales Análogas en las Alocuciones de Pío XII al
Patriciado y a la Nobleza Romana, Civilização, Porto, 1993.
[39]
R. AMERIO , Iota unum, cit. p., 25.
[40]
Cfr. sobre este punto MARTA SORDI, I Cristiani e l´Impero romano, Jaca Book, Milán, 2004.
[41]
TERTULIANO, Apologeticum, nº 50, in PL, 1, col. 534.
[42]
Cfr. la extensa voz de X. LE BACHELET, in DTC, I, 2, coll. 2143–2176.
[43]
HERGENRÖTHER, II, p. 56.
[44]
Ídem, p. 62.
[45]
Ídem, p. 68. Cfr. también VINCENZO MONACHINO, s.j., Il primato nella controversia ariana, in Saggi storici
intorno al Papato, Pontificia Universidad Gregoriana, Roma 1959, pp. 50–51 (pp. 17–90).
[46]
HERGENRÖTHER, II, p. 63.
[47]
Ídem, p. 68.
[48]
MANLIO SIMONETTI, La crisi ariana del IV Secolo, Institutum Patristicum Augustinianum, Roma 1975, pp. 235–
236. No existe motivo alguno para dudar de la autenticidad de las cuatro cartas, observa SIMONETTI (ver también la
voz en Liberio, in EP, I, p. 343), tanto más que la ruptura de Liberio fue confirmada también por otras fuentes (S.
Atanasio, Apología contra Arianos, 89; Historia arianorum, 41; S. Jerónimo, De Viris illustribus, 97).
[49]
S. ROBERTO BELLARMINO, De Romano Pontífice, Lib. IV, cap. IX, in De Controversiis Christianae Fidei, apud
Societatem Minimam, Venetiis, 1599, I, col. 814.
[50]
HERGENRÖTHER, II, p. 73.
[51]
SAN JERÓNIMO, Dialogus Adversus Luciferianos, n. 19, in PL, 23, col. 171. “Ingenuit totus orbis, et Arianum se
esse miratus est” y agrega: “Periclitabatur navícula Apostolorum, urgebant venti, fluctibus latera tundebantur:
nihil jam supererat spei: Dominus excitatur, imperat tempestati, bestia.” (Scil, Constantius) moritur tranquillitas
rediit.” (ídem, col. 172–173).
[52]
Según el III Canon del Concilio de Constantinopla, “el obispo de Constantinopla tendrá el primado de honor
después del obispo de Roma, porque esta ciudad es la nueva Roma” (COE, p. 32).
[53]
Cfr. JOHN HENRY NEWMAN, Sulla consultazione dei fedeli in materia di dottrina, tr. it. Morcelliana, Brescia
1991, p. 100
[54]
Cfr. J. H. NEWMAN, Gli Ariani del IV secolo, tr. it. Jaca Book–Morcelliana, Milán 1981, p. 360. El trecho
citado forma parte del ensayo Ortodossia dell´insieme dei fedeli durante la supremazia dell'arianesimo (pp. 345–
364), que corrige el controvertido artículo publicado en “The Rambler”, en 1859. Newman explica también como
él mismo, escribiendo como un historiador y “mientras es históricamente verdadero, no es en ningún sentido
doctrinalmente falso que un Papa, como doctor privado, y mucho más aún los obispos, cuando no enseñan
formalmente, pueden errar, como encontramos que en realidad han errado en el siglo cuarto” (p. 360). A sus
críticos, él reitera que en los sesenta años transcurridos desde el Concilio de Nicea (325) al de Constantinopla
(381), hubo una incertidumbre (suspense) temporal de las funciones de la Ecclesia docens, entendiendo que en
este período no hubo ningún pronunciamiento autorizado de la voz infalible de la Iglesia y “que no hubo nada,
después de Nicea, que se aproximara a un firme, invariable y coherente testimonio durante casi sesenta años”
(ídem, pp. 361–362).
[55]
S. HILARIO DE POITIERS, Contra Arianos, vel auxentium, nº 6, in PL, 10, coll. 612 y sgs.
[56]
Ídem, col. 613
[57]
S. ATANASIO , Historia arianorum ad monachos, 41, 9, in PG, 25, col. 743.
[58]
MATHIAS JOSEPH SCHEEBEN, Handbuch der Dogmatik, Herder, Friburgo, 4 vols., 1873–1903, nº 325.
[59]
Lettera Postquam Nobis del 21 de septiembre del 417, in MANSI, t. IV, col.353. Fue sin duda en este invierno
del 417–418, comenta G. de PLINVAL (Le lotte del pelagianesimo, in P. DE LABRIOLLE – G. BARDY – L. BREHIER–G.

98
DE PLINVAL, Storia della Chiessa, IV, S.A.I.E., Turín, 1961, pp. 131–132), que san Agustín pasó las horas más
angustiantes de su vida episcopal, sintiéndose desautorizado por la sede de Pedro y dirigió a Roma una enérgica
obstestatio (S. Agustín, Contra duas epist. Pelag., II, 5). Sobre Zósimo y la cuestión pelagiana, cfr. E. AMANN,
DTC, XV 2, coll. 3708–3716.
[60]
HERGENRÖTHER, II, p. 271.
[61]
Ídem, p. 270. De esta frase de san Agustín (in Sermo 131, 10, 10) proviene la sentencia “Roma locuta est,
causa finita”.
[62]
Ídem, p. 230.
[63]
JEAN MARIE HERVÉ, Manuale Theologiae Dogmaticae, Berche et Pagis, París, 1953, III, p. 305.
[64]
J. H. NEWMAN, Sulla consultazione dei fedeli, op. cit., p. 122.
[65]
Ídem, p. 120.
[66]
Cfr. DOM PROSPER GUÉRANGER, Année liturgique, Mame, Tours 1922, XV, ed., pp. 340–341.
[67]
HERGENRÖTHER, II, pp. 246–247.
[68]
DENZ–H, nos 300–303.
[69]
Cit. In MASSIMILIANO GHILARDI – LUCA PILARA, I barbari che presero Roma. Il sacco del 410 e le sue
conseguenze, Acqua Pia Antica Marcia, Roma, 2010, p. 111.
[70]
Cfr. la voz E. AMANN, in DTC, XV, 2, coll. 1868–1924 y card. AGOSTINO MAYER, in EC, XII, coll. 456–460.
[71]
Cfr. HERGENRÖTHER, II, p. 355.
[72]
Cfr. la voz CLAIRE SOTINEL, in EP, I, 512–529; E. AMANN , DTC, Trois chapitres, XV, 2, coll. 1868–1924.
[73]
FACONDO DI ERMIANA, Epistula Fidei Catholica in defensione trium capitulum, in PL, 67, coll. 527–578.
[74]
Cfr. Mons. ROLAND MINNERATH, Le Pape évêque universel ou premier des évêques?, Beauchesne, París 1978.
[75]
S. LEÓN MAGNO, Epistula, 103, in PL, 54, col. 292.
[76]
DENZ–H, nos 363–365
[77]
DENZ–H, nº 517.
[78]
Ídem, nos 550–559.
[79]
Ídem, nos 561–563.
[80]
Ídem, 563.
[81]
HERGENRÖTHER, II, p. 86.
[82]
Ídem, p. 386.
[83]
Cit. in card. LOUIS BILLOT, Tractatus de Ecclesia Christi, sive Continuatio Theologiae de verbo incarnato:
tomo 1.: De credibilitate ecclesiae et de intima eius constitutione, Universitas Gregoriana, Roma, 1921, t. I, p.
611.
[84]
S. R. BELLARMINO, De Romano Pontifice, cit. Lib II, cap. XXX, col. 691. “Ubi notandum est, quod etsi
probabile sit Honorium non fuisse haereticum et Hadrianum II Papam, deceptum ex corruptis exempleribus VI.
Synodi, falso putasse Honorium fuisse haereticum: tamen non possumus negare, quin Hadrianus cum Romano
Concilio, immo et tota Synodus VIII generalis senserit, in causa haeresis posse Romanus Pontificem indicari”
(ídem). El caso del Papa Honorio es más ampliamente tratado por san Roberto en De Romano Pontifice, op. cit.,
Lib. IV, cap. XI (De Honorio I), coll. 822–829. Cfr. también F. CABROL osb, La question d´Honorius, in DAFC, II,
coll. 514–519; GEORG KREUZER, Die Honoriusfrage im Mittelatter und in der Neuzeit, Anton Hersemann Stuttgart
1975; ELENA ZOCCA, Onorio I e la tradizione occidentale, in “Augustinianum”, 27 (1987), pp. 571–615.
[85]
Sobre el tema, ver el estudio fundamental de ARNALDO XAVIER DA SILVEIRA, Hypothèse théologique d´un pape
hérétique, in La nouvelle Messe de Paul VI: qu´en penser?, Difusion de la Pensée française, Chiré–en–Montreuil,
1975, pp. 214–334.
[86]
S. R. BELLARMINO, De Romano Pontifice, cit., Lib. IV, cap. II, col. 794.
[87]
DENZ–H, nos 638–642.
[88]
Ídem, nº 638. Este texto está insertado en el Decreto de GRAZIANO, Dist. XXI, c. 7, Nunc. autem.
[89]
VICTOR MARTIN, Comment s´est formée la doctrine de la supériorité du Concile sur le Pape, in “Revue des
Sciences Religieuses”, 2 (1937), pp. 121–143.

99
[90]
Ídem, p. 129.
[91]
Cfr. S. R. BELLARMINO, De Romano Pontifice, Lib II, cap. XXX, coll. 690–694; ver también FRANCISCUS X.
WERNS, S.J. – PETRUS VIDAL, s.j., Jus Canonicum, Gregoriana, Roma, 1943, II, p. 517 y ss.; E DUBLANCHY,
Infaillibilité du Pape, in DTC, VII, 2, col. 1714; CHARLES JOURNET, L´Eglise du Verbe incarné, Desclée de Brower,
París, 1941, I, pp. 625 y ss. y II, pp. 1063 y ss.
[92]
CESARE BARONIO, Annales ecclesiastici, Sumptibus Basilii et Tivani, Venecia, 1705–1712, año 869, nº 39, KARL
JOSEPH VON HEFELE, Histoire des Conciles d´aprés les documents originaux, Letouzey et Ané, París 1907, IV, 1, p.
533.
[93]
LEÓN XIII, Encíclica Inmortale Dei, del 1 de noviembre de 1885, in AAS, 18 (1885), p. 169.
[94]
HERGENRÖTHER, III, p. 248.
[95]
Ídem, p. 252.
[96]
Ídem, p. 272, Benedicto IX, nacido Teofilatto III, de los Condes de Tuscolo.
[97]
Ídem, p. 273, Hergenröther considera antipapa a Silvestre III, pero hoy su nombre está incluido como Papa
legítimo en el Anuario Pontificio, del 20 de enero al 10 de marzo de 1045.
[98]
Ídem.
[99]
RODOLFO IL GLABRO, Historiarum sui temporis, lib. III, in PL, 142, col. 651.
[100]
SAN PIER DAMIANI, Liber Gomorrhianus, tr. it., a cura di Edoardo D' Angelo, Edizioni dell' Orso, Torino,
2001, p. 113.
[101]
HERGENRÖTHER, IV, p. 8.
[102]
Benedicto XI fue beatificado en el año 1738. Cfr. la voz O. CAPITANI, DBI, VI (1966), pp. 366–370; INGEBORG
WALTER, in EP, II, p. 493–500.
[103]
H. JEDIN, Breve storia dei Concili, tr. it., Morcelliana, Brescia, 2006, p. 61.
[104]
Cfr. su carta de 1111 a Pascual II, in PL, 163, col. 463: “Audio Salvatorem meum mihi discentem: 'qui amat
Patrem aut Matrem plusquam me, no es mihi dignus' (Mt. X). Unde et Apostolus dicit: si quis non diligit
Dominum. Debeo igitur diligere te, sed plus debeo diligere illum, qui et te feci et me”. “Illi enim soli sunt
catholici, qui catholicae Ecclesiae fidei et doctrinae non contradicunt” (ídem).
[105]
SAN BERNARDO, en De Consideratione, expone al Papa recién elegido Eugenio III, las reglas del Pontificado,
sugiriéndole un programa de reforma de la Curia inspirado en la tradición gregoriana (PL, 182, coll. 727–808).
[106]
HERGENRÖTHER, IV, 8.
[107]
C. JOURNET, L´Eglise du Verbe Incarné, op. cit., I. p. 596.
[108]
DENZ–H, nos 710–712.
[109]
Ídem, nº 861.
[110]
HERGENRÖTHER, IV, p. 2.
[111]
Ídem, p. 364.
[112]
DENZ–H, nº 800 (Uma vero est fidelium univesalis Ecclesia, extra quam nullus omnino salvatur).
[113]
Ídem nº 875.
[114]
HERGENRÖTHER, IV, p. 323.
[115]
Ídem, V, p. 2.
[116]
Ídem, pp. 38–39.
[117]
IDELFONSO SCHUSTER o.s.b., Gesù Cristo nella storia. Lezioni di storia ecclesiastica, Benedictina Editrice,
Roma 1996, pp. 116–117.
[118]
PASTOR, I, p. 82.
[119]
Ídem, p. 75.
[120]
CATERINA DE SIENA, Lettera a um gran prelato, in Lettere a Papi e a cardinali, a cargo de GIUSEPPE PENSABENE,
Volpe editore, Roma 1968, p. 137. S. CATERINA DA SIENA, “LE LETTERE”, Edizioni Paoline, Quinta edizione, 1993,
pp. 232/233.
[121]
PASTOR, I, p. 145.

100
[122]
Ídem.
[123]
Ídem, p. 146.
[124]
S. ANTONINUS , Chronic., tit. XXII, c. 11 (non videtur saluti necessarium credere istum esse vel illum, sed
alterum eorum).
[125]
PASTOR, I, p. 149.
[126]
BENEDICTO XVI, Audiencia general del 26 de enero de 2011, in www.
vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2011/documents/hf_ben–xvi_aud_
20110126_it.html.
[127]
PASTOR, I, p. 151.
[128]
S. TOMÁS DE AQUINO , Summa Theologiae, 3, q. 72, 8 ad 3.
[129]
HERGENRÖTHER, V, pp. 140–147.
[130]
PASTOR, I, pp. 198–199.
[131]
HERGENRÖTHER, V, p. 147, PASTOR, I, p. 199.
[132]
Cfr. HÉLÈNE MILLET, sub voz, in DSP, pp. 30–31.
[133]
S. R. BELLARMINO, De Conciliis et Ecclesia, Lib. I, cap. VIII, in De Controversis christianae fidei, cit., tomus
II, col. 12.
[134]
Sobre el Concilio de Constanza, además de HERGENRÖTHER, V. pp. 157–184, ver LÉON CRISTIANI, Constance, in
DDC, IV (1949), coll. 390–424, G. FORNASERI (GIORGIO FALCO), La Santa Romana Repubblica, Ricciardi, Nápoles
1942, pp. 316–356.
[135]
Texto dell’Haec Sancta in MANSI, XXIX, coll. 21–22.
[136]
PASTOR, I, p. 183.
[137]
WALTER BRANDMÜLLER, Il Concilio di Pavia–Siena 1423–1424. Verso la crisi del conciliarismo, Cantagalli,
Siena 2004.
[138]
HERGENRÖTHER, V, p. 229 y ss.
[139]
Ídem, p. 234.
[140]
Ídem, p. 239.
[141]
DENZ–H, nº 1307. Al contrario de cuanto afirma la Bula sobre la unión con los armenios Exultate Deo del 22
de noviembre de 1439, promulgada por el Concilio de Florencia (DENZ–H, nº 1310–1328), Pío XII, en la
constitución Sacramentum ordinis del 30 de noviembre de 1947 (3857–3861), estableció que la imposición de las
manos y no la entrega del cáliz con el vino y de la patena con el pan confieren la validez necesaria al sacramento
del orden.
[142]
HERGENRÖTHER, V, p. 343.
[143]
Ídem, pp. 345–346.
[144]
Ídem, pp. 348–349. No hablo aquí de otro ilustre dominico, Girolamo Savonarola, pues a pesar de haber sido
introducida su causa de beatificación, aún continúa siendo controvertido su comportamiento respecto a la Sede
Romana.
[145]
Veáse un sintético pero magistral análisis de este proceso en PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA, Revolución y
Contra–Revolución, tr. it. y presentación a cargo de Giovanni Cantoni, Sugarco Milán, 2009. Ediciones Tradición,
Familia y Propiedad, 3ª edición argentina, Buenos Aires, octubre de 1992.
[146]
PASTOR, I, p. 173.
[147]
Ídem, p. 174.
[148]
Ídem, III, p. 144.
[149]
Ídem, p. 145.
[150]
Ídem.
[151]
Ídem, p. 326
[152]
HERGENRÖTHER, V, p. 314.
[153]
Ídem.

101
[154]
Ídem.
[155]
PASTOR, III, p. 580.
[156]
COE, pág. 652–653.
[157]
PASTOR, III, p. 577.
[158]
Ídem, p. 575.
[159]
Ídem, p. 580.
[160]
Ídem, p. 576.
[161]
HERGENRÖTHER, VI, p. 222.
[162]
CORRADO ALGERMISSEN , La Chiesa e le chiese, tr. it. Morcelliana, Brescia, 1942, pp. 50–51.
[163]
DOM P. GUÉRANGUER, Le sens chrétien de l´histoire, in Jésus–Christ roi de l´histoire, ASSOCIATION Saint–
Jerôme, Saint–Macaire 2005, p. 48.
[164]
PASTOR, IV, 2, p. 31.
[165]
Ídem, p 61.
[166]
Ídem, p. 141.
[167]
Ídem, p. 82.
[168]
Ídem, p. 86.
[169]
Ídem, pp. 87–89.
[170]
Ídem, pp. 253–275.
[171]
Ídem, p. 261.
[172]
Ídem, p. 324.
[173]
Ídem, p. 513.
[174]
Ídem, p. 513.
[175]
HERGENRÖTHER, VI, p. 233.
[176]
Ídem, VII, p. 195.
[177]
Ídem, p. 211.
[178]
PASTOR, XVI, 2, p. 419.
[179]
Ídem, pp. 412–421.
[180]
Ídem, p. 106
[181]
Ídem, p. 223.
[182]
C. JOURNET, L´église du Verbe Incarné, cit., I, p. 625.
[183]
PASTOR, XVI, 3, p. 677.
[184]
Ídem, pp. 509–614. Sobre la constitución civil del clero, cfr. JEAN VIGUERIE, Christianisme et Révolution,
Nouvelles Editions Latines, París, 1986, pp. 73–113.
[185]
Concordato entre Pío VI y la República francesa del 15 de julio de 1801, in ENCH. CON., nos 1–19.
[186]
Concordato de Fontainebleau del 25 de enero de 1813, in ENCH. CON. nros 44–45.
[187]
HERGENRÖTHER, VII, p. 400.
[188]
Declaración de Pío VII del 28 de enero de 1811, in JEAN LEFLON, La crisi rivoluzionaria (1789–1815) (Storia
della Chiesa, cit., XVI, 1), Editrice SAIE, Turín, 1982, p. 460. El texto de Pío VII dice literalmente: “De aquel
folio, aunque haya sido firmado por nosotros, diremos a Vuestra Majestad lo mismo que dijo nuestro predecesor
Pascual II en caso similar de un escrito por él firmado conteniendo una concesión a favor de Enrique V, y del
cual su conciencia tuvo razón de arrepentirse; esto es, como reconocemos aquel escrito como mal hecho, así
como mal hecho lo confesamos, y con la ayuda del Señor deseamos que inmediatamente se enmiende, de manera
que no acarree ningún daño a la Iglesia y no resulte ningún perjuicio a nuestra alma” (ENCH. CONC., Nº 45).
[189]
PIO BRUNONE LANTERI, Scritti e documenti d´Archivio, II, Polemici–Apologetici, Edizione Lanteri, Roma–
Fermo 2002, p. 1024 (pp. 1019–1037).
[190]
JACQUES–BENIGNE BOSSUET, Politique tirée des propes paroles de l´Écriture Sainte, Droz, Ginebra, 1967

102
(1709), p. 28.
[191]
Cfr. CANDIDO BONA, Le “Amicizie”: societá segreta e rinascita religiosa, Deput. subalpina di Storia Patria,
Turín 1962, y R. DE MATTEI, La Biblioteca delle “Amicizie”. Repertorio critico della cultura cattolica nell¨epoca
della Rivoluzione, 1770–1830, Bibliopolis, Nápoles, 2005.
[192]
JOSEPH DE MAISTRE, Du Pape, Rusaud, Lyon 1819, 2 vols.; tr. it. Sul Papa, Tip. del Seminario, Ímola, 1822.
[193]
Cfr. R. DE MATTEI, Pío IX, Cantagalli, Siena, 2011, pp. 28–56.
[194]
Ver, para tener una visión de conjunto de este período, la obra fundamental del P. EMMANUEL BARBIER,
Histoire du catholicisme libéral et du catholicisme social en France du Concile du Vatican à l'avènement de SS.
Benoît XV, 5 vols., Cadoret, París 1923–1924.
[195]
Cfr. P. GIROLAMO DAL GAL, Il servo di Dio, card. Raffaele Merry del Val, Segretario di Stato di S. Pio X,
Paoline, Roma, 1956, pp. 69–76.
[196]
“Quod autem est anima corpori hominis, hoc est Spitirus Sanctus Corpori Christi, quod est Ecclesia” (S.
AGUSTÍN, Sermo 267, 4, in PL, 38, col. 1231); LEÓN XIII, Enc. Divinum illud munus, in ASS, 29 (1896/1897), col.
650; PIO XII, Enc. Mystici Corporis Christi, in AAS, 35 (1943), p. 220.
[197]
Cfr. MICHAEL SCHMAUS, La Chiesa, tr. it. Marietti, Casale Monferrato,1963, p. 312 y sigs.
[198]
SAN JERÓNIMO, In Epist. II ad Tim., cap. I, in PG, LXII, col. 603.
[199]
HERGENRÖTHER, VII, p. 874.
[200]
SAN BASILIO, De Spiritu Sancto, XXX, 77, in PG, XXXII, col. 213.
[201]
DOM P. GUÉRANGER, Jésus–Christ roi de l´histoire, cit., p. 88.
[202]
Ídem, p. 37.
[203]
PASTOR, XVI, 3, pp. 677–678.
[204]
Card. JOSEPH RATZINGER, Rapporto sulla fede, Entrevista con Vittorio Messori, Ediciones Paulinas, Milán
1985, pp. 27–28.
[205]
D., Via Crucis, del 25 de marzo de 2005, Meditación sobre la IX Estación, in
http://www.vatican.va/news_services/liturgy/2005/via_crucis/it/station_09.html.
[206]
BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005, in Insegnamenti, I (2006) pp.
1018–1032.
[207]
En el Símbolo Constantinopolitano profesamos nuestra fe “en una, santa, católica y apostólica Iglesia”
(DENZ–H, no 150). Cfr. también la bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII (ídem, no 870–875), la encíclica Satis
Cognitum de 1896 de León XIII (ídem, no 3303 y sgs.) y la encíclica de Pío XII, Mystici Corporis Christi, quod
est Ecclesia de 1943 (AAS, 35 (1943), pp. 193 y ss.). El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica reafirma estos
atributos como “rasgo esencial” de la Iglesia y de su misión. “La Iglesia –dice– no se los confiere ella misma; es
Cristo, quien, por el Espíritu Santo, concede a su Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica” (Catecismo de
la Iglesia Católica, nos 811-812).
[208]
S. PEDRO CRISÓLOGO, Sermón 21, in PL, 52, col. 258 A.
[209]
Melchor Cano, orador y teólogo dominico (Tarancón 1509 – Toledo 1560). Profesor en Alcalá (1541) y en
Salamanca (1546–52), tuvo parte importante (1551–52) en el Concilio de Trento en las discusiones en torno a la
Penitencia y a la Eucaristía. Fue provincial (1559) de España para su orden. Sobre él, cfr. la voz de P. MANDONNET,
in DTC, II, 2, cols. 1537–1540. A su doctrina de los “lugares teológicos” continúan refiriéndose los mejores
teólogos contemporáneos.
[210]
MELCHOR CANO, De locis theologicis, Edición a cargo de JUAN BELDA PLANS, Biblioteca de Autores Cristianos,
Madrid, 2006. Sobre esta obra véase: ALBERT LANG, Die Loci theologici des Melchor Cano und die Methode des
dogmatischen Beweises. Ein Beitrag zur theologischen Methodologie und ihrer Geschichte, Joseph Kösel und
Friedrich Pustet, Mónaco 1925; CÁNDIDO POZO SÁNCHEZ s.j., Fuentes para la historia del método teológico en la
escuela de Salamanca, Facultad de Teología, Granada 1962; A. GARDEIL, Lieux théologiques, in DTC, IX, 1. cols.
712–747; FEDERICO DELL' ADDOLORATA , Luoghi teologici, in EC, VII, cols. 1695–1697.
[211]
M. CANO, op. cit., pp. 9–10.
[212]
Ídem, pp. 14–72.
[213]
Ídem, pp. 175–217.

103
[214]
Ídem, pp. 415–454.
[215]
Ídem, pp. 455–492.
[216]
Ídem, pp. 493–526.
[217]
Ídem, pp. 527–552.
[218]
Ídem, pp. 553–666.
[219]
Ídem, p. 194.
[220]
Ídem, pp. 184–186. Algunos dogmas se fundamentan solo en la Tradición, como por ejemplo que Jesús haya
instituido todos los siete Sacramentos o que el Papa sea el Obispo de Roma, o la forma de ciertos Sacramentos.
[221]
Ídem, pp. 359–414.
[222]
Ídem, pp. 221–287.
[223]
Ídem, p. 250.
[224]
Ídem, p. 242 y sigs. Cfr. también J. BELDA PLANS, La infalibilidad ex cathedra del Romano Pontifice según
Melchor Cano. Estudio de las condiciones de la infalibilidad en cuanto al modo, in “Scripta Theologica”, 10
(1978), pp. 519–575.
[225]
M. CANO, op. cit. p. 245.
[226]
Parece que el término aparece por primera vez en el Breve Dum acerbissimas de Gregorio XVI del 26 de
septiembre de 1835 (in DENZ–H, no 2379). Cfr. DOMINIQUE LE TOURNEAU, La détermination du magistère
eclésiastique au long du deuxième millénaire, in “Revue du droit canonique”, 50/2 (2000), pp. 263–281; YVES
CONGAR, Pour une histoire sémantique du terme “magisterium”, in “Revue des Sciences Philosophiques et
Théologiques”, 60 (1976), pp. 85–98.
[227]
Veáse por ejemplo el padre JEAN–VICENT BAINVEL, s.j., De magisterio vivo et traditione, Beauchesne, París
1905.
[228]
PÍO XII, Enc. Humani generis del 9 de septiembre de 1950, in AAS, 42 (1950), pp. 569–578.
[229]
PIETRO PARENTE, Nuove tendenze teologiche, in “L'Osservatore Romano”, 9–10 febrero 1942.
[230]
GIUSEPPE FILOGRASSI, Tradizione divino–apostolica e Magisterio della Chiesa, in “Gregorianum”, 33 (1951),
pp. 135–167; ídem, Traditio divino–apostolica et assumptio B. V. Mariae., ídem, 30 (1949), pp. 443–489;
Theologia catholica et assumptio B.V.M., ídem, 31 (1950), pp. 323–350; ver también PAUL NAU o.s.b., Le
magistère pontifical ordinaire lieu théologique, in “Revue Thomiste”, 56 (1956), pp. 389–421. Sobre este tópico
parece hoy imponerse el documentado sacerdote BERNARD LUCIEN, in Révélation et Tradition. Les lieux médiateurs
de la Révelation divine publique, du dépôt de la foi au Magistère vivant de l´Église, Editions Nuntiavit, Brannay
2009.
[231]
BRUNERO GHERARDINI, Quod et tradidi vobis. La tradizione, vita e giovinezza della Chiesa, Casa Mariana
Editrice, Frigento (AV) 2010, pp. 71–96.
[232]
CONCILIO VATICANO II, Costituzione dogmatica Dei Verbum, nº 10.
[233]
Cfr. por ejemplo la Instrucción Domum Veritatis de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 24 de mayo
de 1990, in AAS, 82 (1990), pp. 1550–1570, en la cual se habla explícitamente de un “Magisterio paralelo de los
teólogos” opuesto al de los Pastores ( no 27).
[234]
Cfr., por ejemplo, P. PIETRO CANTONI, Riforma nella continuità. Riflessioni sul Vaticano II e
sull‘anticonciliarismo, Sugarco, Milán 2011.
[235]
Existe, y es reconocida por la Iglesia, una Tradición que se remite a la Revelación primordial, así como existe
evidentemente una Revelación bíblica que tiene su coronación en la venida del Mesías y prosigue en el Nuevo
Testamento como “nueva Alianza” en la Sangre redentora de Cristo.
[236]
Así, por ejemplo, MATHIAS JOSEPH SCHEEBEN (1835–1888), Handbuch der Dogmatik, Herder, Friburgo, 4 vols.,
1873–1903, no 203. Nos basamos, en las siguientes páginas, no sólo en la obra del padre Melchor Cano, sino en
los más seguros teólogos, antiguos y modernos, sobre todo los de la “escuela romana”, como Scheeben, Franzelin,
Billot y Gherardini. De estos citaremos, en cada caso, las obras.
[237]
Cfr. HENRI HOLESTEIN, La Tradizione nella Chiesa, tr. it. Vita e Pensiero, Milán 1968, pp. 53–54.
[238]
PRÓSPERO DE AQUITANIA , De vocatione omnium gentium, 1, 12, in PL 51, 664, CD.
[239]
S. IRINEO DE LYON, Contra haereses, I, 102, 2 (tr. it. Contro le eresie, a cargo del P. VITTORINO DELLAGIACOMA,

104
Cantagalli, Siena 1968, I, pp. 54–55.
[240]
S. VICENTE DE LÉRINS, Commonitorium, no 23, in PL 50, col. 668A.
[241]
Id.
[242]
DENZ–H, no 1501.
[243]
Ídem, no 3006.
[244]
Cfr. card. LOUIS BILLOT s.j., De Immutabilitate traditionis (1907), tr. fr. con notas del P. JEAN–MICHEL GLEIZE,
Tradition et modernisme. De l'immuable tradition, contre la nouvelle hérésie de l'évolutionnisme, Courrier de
Rome, Villegenon, 2007, pp. 32, 37.
[245]
B. GHERARDINI, Quaecumque dixero vobis. Parola di Dio e Tradizione a confronto con la storia e la teologia,
Lindau, Turín 2011, p. 170. “La Tradición se distingue en Tradición divina y Tradición apostólica,
subdistinguiéndose pues en Tradición constitutiva –cerrada con la muerte de Cristo y del ultimo apóstol– y
Tradición continuativa –confiada a la misión evangelizadora de la Iglesia” (ídem, p. 176).
[246]
Ver, por ejemplo, MICHELLE SCHMAUS, Dogmatica cattolica, tr. it. Marietti, Casale Monferrato 1959, I, pp. 98–
99.
[247]
En este sentido, según A. Michel, “la Tradición es la enseñanza comunicada o también el acto mismo de
comunicar esta enseñanza” (DTC, XV, 1, col. 1252). Cfr. también B. GHERARDINI, Quod et tradidi vobis, cit., p.
209.
[248]
M. SCHMAUS, op. cit., p. 103.
[249]
S. IRINEO, op. cit. pp. 235–236.
[250]
DENZ–H, no 1501.
[251]
B. GHERARDINI, Quod et tradidi vobis, cit., p. 312,
[252]
H. HOLSTEIN, op. cit., p. 242.
[253]
M. J. SCHEEBEN, Dogmatik, cit. no 309.
[254]
Ídem, no 337.
[255]
Ídem, no 341.
[256]
Ídem, nos 341, 372.
[257]
B. LUCIEN, op. cit., p. 236.
[258]
Card. CHARLES JOURNET, L'Église du Verbe Incarné, Desclée de Brouwer, París 1941 (2 vols.), II, 50.
[259]
Cfr. PIO XII, Enc. Mystici Corporis, cit.; cfr. Rom. 12, 4–6; 1 Cor. 12, 12–2; Ef. 4, 4.
[260]
ALFREDO OTTAVIANI, Institutiones Iuris Publici Ecclesiastici, Tipografía Poliglotta Vaticana, Roma 1958–60,
4ta. ed. (2 vols.), I, pp. 141–146; ALFONS MARÍA STICKLER, Il mistero della Chiesa nel Diritto canonico, in AV. VV.,
Il mistero della Chiesa, Paoline, Roma 1962, pp. 166–181; JAVIER HERVADA, Elementos de Derecho constitucional
canónico, Eunsa, Pamplona 1987, pp. 170–174.
[261]
PÍO XII, Enc. Mystici Corporis, cit.
[262]
DENZ–H, nos 1776, 1767.
[263]
PÍO XII, Enc. Ad sinarum gentem del 7 de octubre de 1954, in Discorsi e Radiomessaggi, XVI, p. 404; FÉLIX
M. CAPELLO s.j., Summa Iuris Publici Ecclesiastici, Pontificiae Universitatis Gregorianae, Roma 1954 (6a. de.), pp.
116–117; PIETRO GASPARRI, Institutiones Iuris Publici, Giuffré, Milano 1992, pp. 203–204; A. OTTAVIANI, op. cit., I:
Ecclesiae Constitutio Socialis et Potestas, pp. 178–185; P. DARIO COMPOSTA, La Chiesa visibile, LEV, Città del
Vaticano 2010.
[264]
S. TOMÁS DE AQUINO , Summa Theologiae, II–IIae, q. 39, a. 3, resp.; III, q. 6, a.2.
[265]
M. J. SCHEEBEN, I misteri del cristianesimo, tr. it. Morcelliana, Brescia 1960 (3a ed.), p. 405.
[266]
C. JOURNET, L'Eglise du Verbe Incarné, cit. I, p. 31; F. M. CAPELLO, s.j., Summa Iuris, cit. p. 284; A.
OTTAVIANI, Instituiones, cit., p. 123.
[267]
FERDINAND CLAEYS–BOÙÙAERT, Magistère ecclésiastique, in DDC, VI, col. 694.
[268]
FRANCISCUS X. WERNZ, s.j.– PETRUS VIDAL, s.j., Ius canonicum, Gregoriana, Roma 1943, II, p. 52; ALFONS MARIA
STICKLER, Le pouvoir de gouvernement, pouvoir ordinaire et pouvoir délegué, in “L'Année Canonique”, tomo
XXIV (1980), pp. 69–84; M. J. SCHEEBEN, Dogmatik, cit.; C. JOURNET, op. cit.

105
[269]
M. J. SCHEEBEN, Dogmatik, cit., no 111.
[270]
J. BAUCHER, Juridiction, in DTC, VIII, 2, col. 1977. Este principio ha encontrado aplicación también en el
viejo Código de Derecho canónico, en el cual no sólo no se utiliza nunca el término potestas magisterii, sino que
el mismo Magisterio aparece como función perteneciente a la potestad de jurisdicción (VINCENZO POLITI, La
giurisdizione ecclesiastica e la sua delegazione, La Tradizione Editrice, Milán 1937, p. 26). El nuevo Código de
Derecho Canónico substituye en el contexto sacramental el término potestas por el de facultas (Eugenio Corecco,
Théologie et droit canon, Editions Universitaires, Friburgo, 1990, pp. 285–287).
[271]
D. LE TOURNEAU, op.cit., p. 275; Y. CONGAR, op.cit. pp. 94–95.
[272]
B. GHERARDINI, Creatura Verbi, La Chiesa nella teologia di Martin Lutero, Vivereln, Roma, 1994, pp. 231–
278.
[273]
KLAUS MÖRSDORF, Munus regendi e potestas iurisdictionis, in Schriften zum Kanonischen Recht, Schöningh,
Padeborn 1989, pp. 216–218.
[274]
Cfr. por ejemplo J.–V. BAINVEL, op. cit. y la voz Tradition de A. MICHEL, in DTC, XV, 1, col. 1252.
[275]
Cfr. H. HOLSTEIN, op. cit., p. 128
[276]
CONCILIO VATICANO II, Costituzione dogmatica, Dei Verbum, no 10.
[277]
Cfr., por ejemplo, GILLES ROUTHIER–GUY JOBIN, L'Autorité et les Autorités, L'herméneutique théologique de
Vatican II, Cerf, París 2010.
[278]
M. CANO, op. cit., p. 250.
[279]
GIOVVANNI CAVALCOLI o.p., La questione dell'eresia oggi, Viverein, Roma 2008, p. 134, p. 284.
[280]
B. GHERARDINI, Quaecumque dixero vobis, cit., p. 159.
[281]
Ídem, p. 38.
[282]
BENEDICTO XVI, Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini del 11 de noviembre de 2010, in
http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/apost_exhor
tations/documents/hf_benxvi_exh_20100930_ver–bum–domini_html.
[283]
Card. JEAN–BAPTISTE FRANZELIN, De divina Traditione et Scriptura (1870), tr. fr. anotada a cargo del R. P. J.–
M. GLEIZE, La Tradition, Courrier de Rome, Condé sur Noireau, Francia, 2009, pp. 139–195.
[284]
FEDERICO DELL'ADDOLORATA, Infalibilidad, in EC, V, cols. 1920–1924. “La infalibilidad es en el Papa una
prerrogativa personal, no porque como persona privada él esté garantizado de error o de herejía (cuestión libre)
sino en el sentido que es infalible cada uno de los sucesores de Pedro sin excepción, y no el conjunto de ellos o la
Sede Romana, considerada como ente moral, según la pretensión de ciertos galicanos” (FEDERICO
DELL'ADDOLORATA, Infallibilitá, ídem, coll. 1923).
[285]
S. TOMÁS DE AQUINO , Quodlibet, 9. q. 8, a 1.
[286]
Sobre la reivindicación de un rol “magisterial” de los fieles está, por ejemplo, el número especial de
“Concilium” (XXI, 4 (1985), pp. 7–124) dedicado a La autoridad doctrinal de los fieles.
[287]
S. TOMÁS DE AQUINO , Summa Theologiae, II–Iiae, q. 1, a. 9.
[288]
Cfr. JESÚS SANCHO BIELSA, Infalibilidad del pueblo de Dios. “Sensus fidei” e infalibilidad orgánica de la
Iglesia en la constitución “Lumen Gentium” del Concilio Vaticano II, Universidad de Navarra, Pamplona, 1979,
pp. 282–284; DARIO VITALI, Sensus fidelium. Una funzione ecclesiale di intelligenza della fede, Morcelliana,
Brescia, 1993; CHRISTOPH OHLY, Sensus fidelium, EOS Verlag, St. Ottilien 1999.
[289]
Cfr. FERNANDO OCÁRIZ–ANTONIO BLANCO, Rivelazione, fede e credibilità. Corso di teologia fondamentale,
Edizione Università della Santa Croce, Roma, 2001, p. 84.
[290]
BENEDICTO XVI, Encíclica Spe salvi, 30 de noviembre de 2007, nº 7.
[291]
Cfr. S. TOMÁS SE AQUINO , Summa Theologiae, II–IIae, q. 45, a. 2. Ver también: JOSÉ MIGUEL PERO–SANZ, El
conocimiento por connaturalidad, Eunsa, Pamplona 1964.
[292]
Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO , Summa Theologiae, II–IIae, q. 1, a. 4 ad 3.
[293]
Ídem, II–IIae, q. 2, a. 3 ad 2.
[294]
S. BUENAVENTURA, De perfectione evangelica, q. 1, in Opera omnia, Quaracchi, Ad Claras Aquas, 1882–1902,
V, p. 120.
[295]
J. SANCHO BIELSA, op.cit., p. 256.

106
[296]
TOMASSO M. BARTOLOMEI, Natura, realtà, genesi e valore del “Sensus fidei” nell'esplicitazione delle virtualità
dei dogmi, in “Aprenas”, X, nº 2 (julio–septiembre 1963), p. 270 (pp. 268–294).
[297]
CARLO BALIĆ o.f.m., Il senso cristiano e il progresso del dogma, in “Gregorianum”, XXXIII, 1 (1952), pp.
112–113 (pp. 106–134).
[298]
RÉGINALD GARRIGOU–LAGRANGE o. p., Le sens commun: la philosophie de l'être et les formules dogmatiques,
Nouvelle Librairie Nationale, París 1922.
[299]
En este sentido, el principio de no contradicción constituye un criterio de verificación del acto de fe como
también de cada acto intelectual (J.–M. GLEIZE, Magistère et Foi, in “Courrier de Rome”, nº 344 (2011), p. 3).
[300]
C. BALIĊ, Il senso cristiano, cit. pp. 113–114.
[301]
Ídem, p. 110.
[302]
Ídem, p. 125–126.
[303]
Cfr. FRANZELIN, De divina Traditione, tesis XI y XII; M. J. SCHEEBEN, Dogmatik, cit. nº 91 y sigs. y nos 151 y
sigs.; WALTER KASPER, Die Lehre von der Tradition in der Römischen Schule, Herder, Friburgo 1962, sobre todo
pp. 94–102.
[304]
F. OCÁRIZ A. BLANCO, op.cit., p. 85.
[305]
El decreto Lamentabili nº 6 condena la proposición modernista según la cual “en la definición de la verdad la
Iglesia discente colabora con la Iglesia docente de un modo tal que a la Iglesia docente no le queda sino aceptar
la común opinión de la discente” (DENZ–H, nº 3406).
[306]
S. AGUSTÍN, De Praedestinatione sanctorum, 14, 27, in PL, 44, col. 980.
[307]
Ídem, Contra secundam Iuliani responsionem imperfectum opus, tr. it. Polemica con Giulano, II/1, Città
Nuova, Roma 1993, pp. 203–205.
[308]
Cfr. su obra capital Du Pape, Rusard, Lyon 1819. Sobre él cfr. C. CONSTANTIN, in DTC, IX,2, cols. 1663–
1678.
[309]
Juan Donoso Cortés, como Louis Veuillot, fue consultado por Pío IX respecto a la proclamación de la
Inmaculada Concepción. Cfr. su Carta al cardenal Fornari del 19 de junio de 1852, in Obras completas, a cargo
de CARLOS VALVERDE, BAC, Madrid 1970, II, pp. 744–761.
[310]
Sobre el autor, cfr. R. DE MATTEI, Il crociato del XX secolo, tr. it. Piemme, Casale Monferrato 1996; El
cruzado del siglo XX, Tradición y Acción por un Perú mayor, marzo 2010, con prefacio del Card. Alfons Maria
Stickler SDB.
[311]
BENEDICTO XVI, Homilía de la Santa Misa con los miembros de la Comisión Teológica Internacional, 1º de
diciembre de 2009.
[312]
Cfr. CLÉMENT DILLENSCHNEIDER, Le sens de la foi et le progrès dogmatique du mystère marial, Pontificia
Academia Mariana Internationalis, Roma 1954; T. M. BARTOLOMEI, L'influsso del “Senso della Fede”
nell'esplicitazione del Dogma dell' Immacolata Concezione della Beata Vergine degna Madre di Dio, in
“Marianum”, 25 (1963), pp. 297 y ss.
[313]
T. M. BARTOLOMEI, L' influsso del “Senso della Fede”, cit. pp. 284–285.
[314]
S. CIRILLO, Epist. IV ad Nestori, in PG, 77 cols. 47–50; Epist. II ad Celestinum, in PG, 77, col. 84.
[315]
S. CELESTINO, Epist. XII ad Cyrillum, in PG, 77, cols. 92–99.
[316]
Ídem, cols. 92–93.
[317]
Cfr. Pío IX, Epist. apost. Infallibilis Deus, del 8 de diciembre de 1854, in Pii IX Acta, 1 (1854), col. 597; Pío
XII, Constitución apostólica Munificentissimus Deus del 1 de noviembre de 1950, in AAS, 42 (1950), pp. 753–
754.
[318]
CLAUDIO GARCÍA EXTREMEÑO o.p., El sentido de la fe criterio de tradición, in “La Ciencia Tomista”, 87 (1960),
p. 603 (pp.569–605).
[319]
Véase, por ejemplo, el manifiesto de PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA, La política de distensión del Vaticano con
los gobiernos comunistas. Para la TFP: ¿cesar la lucha o resistir? (in “Catolicismo”, nº 280, abril de 1974, in
“Cristianità”, año II, nº 5 (mayo–junio 1974, pp. 7–9), publicado en 57 diarios de 11 países, y la carta enviada el
21 de noviembre de 1983 por mons. MARCEL LEFEBVRE y mons. ANTONIO DE CASTRO MAYER al papa Juan Pablo II a
propósito de algunos errores del Nuevo Código de Derecho Canónico y de las ceremonias realizadas con ocasión
del Quinto Centenario de Lutero (BERNARD TISSIER DE MALLERAIS, Marcel Lefebvre. Une vie, Clovis, Etampes

107
2002, pp. 559–560).
[320]
S. TOMÁS DE AQUINO , Summa Theologiae, II–III, q. 33, a.4, ad 2.
[321]
CARLOS ERRÁZURIZ, Il diritto e la giustizia nella Chiesa, Giufrré, Milán, 2000, p. 157.
[322]
Sobre la resistencia privada a decisiones papales o de la Congregacion Romana ver: S. TOMÁS DE AQUINO ,
Commentum in IV Librum Sententiarum Magistri Petri Lombardi, in Opera omnia, Vivés, París 1856–1878, X,
dist. 19, q. 2, a. 2; ídem, Summa Theologiae, II–II, q. 33, a. 4; FRANCISCO SUARES s.j., Defensio Fidei Catholicae, in
Opera omnia, cit., XXIV, lib. IV, cap. VI, nos 14–18; JOACHIM SALAVERRI s.j., De Ecclesia Christi, in Sacrae
Theologiae Summa, BAC, Madrid 1958, I, pp. 725–726.
[323]
Cfr. la serie de artículos de ARNALDO XAVIER DA SILVEIRA, traducidos al italiano por la revista “Cristianità”, nº
9 (1975), pp. 3–7; nº 10 (1975), pp. 11–13; nº 13 (1975), pp. 6–9.
[324]
Canon 212 § 3.
[325]
San Roberto Belarmino hace una cuádruple división de los “concilios generales” o ecuménicos, distinguiendo
entre “approbata; reprobata; partim confirmata – partim reprobata; e nec manifeste probata, nec manifeste
reprobata” (De Conciliis et Ecclesia, Lib. I, cap. V–VIII, in De Controversiis christianae fidei, cit, tomo II, cols.
4–12).
[326]
M. CANO, op. cit., pp. 327 y sigs.
[327]
Ídem, p. 328.
[328]
Ídem, pp. 328–329.
[329]
M. J. SCHEEBEN, Dogmatik, cit. nº 453.
[330]
M. CANO, op. cit., p. 351. En la misma línea, S. ROBERTO BELLARMINO, in De Conciliis, cit., Lib. II, c. XIX,
cols. 94–96.
[331]
A. BAUDRILLART, voz Concile de Constance, in DTC, III, 1, col. 1221 (cols. 1200–1224).
[332]
Se ha discutido, en la historia de la Iglesia, sobre el número de Concilios ecuménicos. Por ejemplo, cuando a
fines de los años ‘500 se reunió una comisión eclesial para redactar una lista de ellos, el cardenal Cesare Baronio,
considerado el mayor historiador de la Iglesia de su tiempo, tenía al respecto ideas diversas de las del cardenal
Roberto Belarmino, cuyas tesis después prevalecieron. Ver JOHANNES GROHE, Cesare Baronio e la polemica sui
Concili ecumenici, in Venti secoli di storiografia ecclesiastica. Bilancio e prospettive, a cargo de LUIS MARTÍNEZ
FERRER, Actas del XII Congreso Internacional de la Facultad de Teología La storia della Chiesa nella storia,
Roma, 13–14 de marzo de 2008, Edusc, Roma 2010, pp. 131–146.
[333]
TARCISIO BERTONE, A proposito della recezione dei Documenti del Magistero e del dissenso pubblico, in
“L'Osservatore Romano”, 20 de diciembre de 1996.
[334]
JOSEPHUS DE ALMADA , s.j., Mariologia, in Sacrae Theologiae Summa, BAC, Madrid 1961, III, p. 418.
[335]
ERMENEGILDO LIO, Humanae Vitae e infallibilità, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1986. Ver
también las puntuales observaciones del P. CLAUDE BARTHE, L'infaillibilité du pape après Vatican II. Charisme de
Pierre et collège des évêques, Catholica, París 1993.
[336]
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Risposta circa la dottrina della Lettera Apostolica “Ordinatio
Sacerdotalis” del 28 de Octubre de 1995, in AAS, 87 (1995), p. 1114.
[337]
Id.
[338]
JUAN PABLO II, Discurso del 5 de octubre de 1998, nº 4, in Insegnamenti, XI, 3 (1991), p. 1227.
[339]
Ídem, Carta Apostólica (bajo la forma de Motu Proprio), Ad Tuendam Fidem del 18 de mayo de 1998, in
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nuova formula della “Professione di fede”, del 29 de junio de 1998, in
AAS, 90 (1998), pp. 542–551.
[340]
Nota dottrinale illustrativa, cit., nota 17. Benedicto XVI, en la Audiencia general del 26 de abril de 2006, ha
explicado la existencia de una doble universalidad: “La universalidad sincrónica –estemos unidos con los
creyentes en todas las partes del mundo– y también una universalidad considerada diacrónica” (Insegnamenti, II,
1 (2006), p. 498 (pp. 498–501).
[341]
T. BERTONE, A proposito della recezione dei Documenti, cit.
[342]
J. RATZINGER, La Chiesa. Una comunità sempre in cammino, Paulinas, Cinisello Balsamo 1991, p. 71.
[343]
B. GHERARDINI, Quacumque dixero vobis., p. 92.

108
[344]
V. DI LÉRINS, cap. II, 5–6, tr. it., in Commonitorio. Estratti, a cargo de Luigi Longobardo, Borla, Roma 1994,
p. 65.
[345]
Ídem, cap. VIII, 2, in Commonitorio, cit., p. 82.
[346]
M. CANO, op. cit. p. 284.
[347]
DENZ–H, nº 3541 (nos 3537–3550).
[348]
DENZ–H nº 1792.
[349]
DENZ–H 3420–3426).
[350]
SAN IRINEO, Contra Haereses, lib. I y X, nos 2 y 3.
[351]
V. DI LÉRINS, cap. XIII, 3, in Commonitorio, cit. p. 124.
[352]
PÍO XII, Enc. Humani generis, in AAS, 42 (1950), p. 569.
[353]
Cfr. FRANCISCO MARÍN–SOLA, L'évolution homogène du Dogme Catholique, 2 vols., Obra de Saint Paul,
Friburgo 1924.
[354]
M. J. SCHEEBEN, Dogmatik, cit., nº 562.
[355]
JUAN XXIII, Discurso del 11 de octubre de 1962, in AAS, 54 (1962), p. 792, sobre el cual véase el análisis de
PAOLO PASQUALUCCI, in Giovanni XXIII e il Concilio Ecumenico Vaticano II, Ichtys, Albano Laziale (Roma) 2008.
[356]
Desarrollan bien este punto ALESSANDRO GNOCCHI y MARIO PALMARO in La Bella addormentata. Perché dopo il
Vaticano II la Chiesa è entrata in crisi. Perché si risveglierà, Vallecchi, Florencia 2011.
[357]
Véanse, por ejemplo, las intervenciones del padre G. CAVALCOLI, o.p. y el padre SERAFINO LANZETTA f.i., in Il
Vaticano II. In dialogo in modo critico, en “Fides Catholica”, 1 (2011), pp. 207–232, y los debates sobre el tema
incluidos en el sitio de SANDRO MAGISTER, www.chiesa.espresso. reppublica.it.
[358]
En el sentido indicado, por ejemplo, por mons. MARCEL LEFEBVRE, in Vi trasmetto quello che ho ricevuto.
Tradizione perenne e futuro della Chiesa, Sugarco, Milán 2010, p. 91.
[359]
BENEDICTO XVI, Luce del mondo. Il papa, la Chiesa e i segni dei tempi. Una conversazione con Peter
Seewald, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2010.
[360]
Mons. Brunero Gherardini distingue en el Vaticano II cuatro niveles diversos: a) el genérico, del Concilio
ecuménico en cuanto Concilio ecuménico; b) el específico, del aspecto pastoral; c) el de la apelación a otros
Concilios; d) y el de las innovaciones (Concilio Vaticano II. Il discorso mancato, Lindau, Turín 2011, p. 90;). Para
una más amplia evaluación suya del Concilio cfr. Concilio Ecumenico Vaticano II. Un discorso da fare, con
prefacio de S. E. mons. Mario Olivieri, obispo de Albenga–Imperia, y presentación del entonces mons. Albert
Malcolm Ranjit (ahora cardenal), Secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, Casa Mariana, Frigento 2009; la edición en español: “Vaticano II: una explicación pendiente”, Ed.
Peripecia, Madrid, octubre de 2011, no incluye la presentación del cardenal Ranjit.
[361]
M. J. SCHEEBEN, Dogmatik, cit., nº 414, 2.
[362]
Ídem, 3.
[363]
B. GHERARDINI, Quod et tradidi vobis, cit. p. 342; ídem, Quaecumque dixero vobis, cit., p. 175.
[364]
[En esta perspectiva ha sido presentada, el 24 de septiembre de 2011, una Súplica al Santo Padre Benedicto
XVI, para que quiera promover un profundo examen del pastoral Concilio Ecuménico Vaticano II, firmado hasta
entonces por más de 50 estudiosos católicos (ver el texto y las firmas in www.riscossacristiana.it).
[365]
PÍO XII, Radiomensaje del 1 de junio de 1941, in Discorsi e Radiomesaggi, III, p. 109.
[366]
JÖEL–BENOÎT D'ONORIO, Le pape et le gouvernement de l'Église, Editions Fleurus–Tardy, París 1992, p. 100.
[367]
“Rogad por mí, para que no huya, por miedo, ante los lobos” pidió Benedicto XVI, el 24 de abril de 2005, en
su primera Santa Misa en la plaza de San Pedro.
[368]
El padre GABRIELE ROSCHINI o.s.m., en su Dizionario de Mariologia, Studium, Roma 1961, p. 488, la define
“sentencia bastante común”. Cfr. R. DE MATTEI, Il sabato e la fede di Maria, in “Immaculata Mediatrix”, 2 (2003),
pp. 271–283.
[369]
Sobre el Corazón de María, en aquel sábado santo, afirma SAN BUENAVENTURA, Dios edificó como sobre una
mística piedra su Iglesia (De Nativitate B. Virginis Mariae Sermo V, in Opera, cit. IX, p. 717).

109
Índice
Introducción 6
Prefacio para la edición brasilera 10
Capítulo I: La Iglesia militante en las horas 15
Capítulo I: La Iglesia militante en las horas 15
más difíciles de su historia 15
1. La era de las persecuciones 16
2. La crisis arriana del siglo IV 18
3. Sombras y luces de los primeros Concilios 22
4. “Error cui no resistitur approbatur” 26
5. “Cuando la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados” 29
6. La crisis de Avignon y el “Gran cisma de Occidente” 33
7. Los Concilios del siglo XV 36
8. Del humanismo al protestantismo 39
9. La reforma fracasada de Adriano VI 42
10. Del Concilio de Trento a la Revolución francesa 45
11. Del beato Pío IX a san Pío X 49
12. La roca de Pedro supera todas las tempestades 51
Capítulo II: La Regula Fidei de la Iglesia 53
Capítulo II: La Regula Fidei de la Iglesia 53
en las épocas de crisis de la Fe 53
1. Benedicto XVI y la hermenéutica de la continuidad 54
2. El método de los “lugares teológicos” 56
3. El primado de la Sagrada Tradición 58
4. La Iglesia y su espíritu de Verdad 59
5. Ausencia del Magisterio en los lugares teológicos 60
6. ¿Qué es la Tradición? 62
7. La Tradición y la Iglesia 65
8. La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo 67
9. El poder del Magisterio 68
110
10. Tradición y Magisterio 69
11. El criterio de la Tradición 70
12. Iglesia docente e Iglesia discente 73
13. La infalibilidad activa y pasiva de la Iglesia 74
14. El sentido cristiano de la fe 75
15. Sensus fidei y Tradición 77
16. Sensus fidei y resistencia a la autoridad eclesiástica 80
17. ¿Infalibilidad de los Concilios? 82
18. Qué significa “Magisterio universal” 85
19. ¿Novedad o progreso en la doctrina? 88
20. El Concilio Vaticano II y sus problemas 89
21. El Concilio a la luz de la Tradición 91
22. Apología de la Tradición 93

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